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andré
fiorussi
universidad federal de santa catarina
[email protected]
azul y azar:
un golpe de datos
azul and chance:
a cast of the dice or a flow of data
dossier
RESUMEN
El artículo discute algunos de los elementos principales de la primera
recepción del libro Azul..., de Rubén Darío, con el objetivo de indagar
los condicionantes históricos y culturales presentes en las figuras con las
que se dibujaban el destino del libro y el discurso de la modernidad en
textos de Eduardo de la Barra, Juan Valera y Manuel Rodríguez Mendoza. Es cierto que la emisión de juicios distintos ha enmarcado el diálogo
entre esos textos en el campo de la polémica, empezando por sus diferentes comentarios exegéticos al título Azul..., emblemático golpe de
datos dariano. Sin embargo, una no menos importante coincidencia de
tropos y premisas entre los primeros lectores sugiere un parentesco de
género entre sus textos.
PALABRAS CLAVE
Rubén Darío, Azul... , azar, recepción del modernismo.
ABSTRACT
This essay discusses some of the main elements of the first reception
of Azul..., by Rubén Darío. The aim is to examine the historical and
cultural determinations that were shaping up the book’s future and the
discourse of modernity in the texts of Eduardo de la Barra, Juan Valera
and Manuel Rodríguez Mendoza. Sure enough, the diversity of critical
perspectives placed the dialogue between these texts into the field of
controversy, starting with their different interpretations of the book’s
title, Azul... – an emblematic cast of the dice or flow of data orchestrated by Darío. However, a remarkable parallel both in the tropes and in
premises used by the first commentators of Azul… suggests a common
heritage behind their texts.
KEYWORDS
Rubén Darío, Azul... , Chance, Reception of Hispanic-American Modernism.
ara el demonio de la analogía la palabra “azul” tiene algo que
ver con la palabra “azar”. Pese a la semejanza, sin embargo, se
entiende que las palabras tienen orígenes distintos. En general
los diccionarios establecen que la palabra “azul” proviene del
árabe lāzaward, lapislázuli, y esta del persa lāzward. En cuanto
a “azar”, sería la forma castellana del árabe az-zahr, que significaría flores
(azahares), pero también dado. Se suele explicar que los dados producidos
en tiempos remotos traían una flor dibujada en una de sus caras, y que esa
flor era el signo de la suerte favorable a los jugadores, equivalente al seis.
Sabemos que en las lenguas modernas la palabra asumió el significado de
la voz latina alea, y que se puede definir azar como una potencia o fuerza
que uno supone ser la causa de sucesos aparentemente fortuitos o aleatorios, como lo es típicamente el resultado de un golpe de dados. En su
uso corriente la palabra tiene que ver con la fortuna, la suerte, el destino,
el hado –usos y étimos mediante–, y también con las coincidencias y casualidades. Vale observar que en portugués, a diferencia del español y del
francés (hasard), el sentido del vocablo “azar” resulta fuertemente asociado al de la mala suerte, lo que le regala a la expresión “juego de azar” una
connotación más fatalista que azarosa, también presente en los adjetivos
“azaroso”, hazardous (inglés) y hasardeux (francés).
p
¿Es obra del azar la fortuna de un libro? Si un libro solo produce
efecto cuando es leído, podría decirse que la fortuna ha sido siempre muy
favorable a la efectividad de Azul... (1888), de Rubén Darío. Recibido con
escasa pero dedicada atención en el año mismo de su primera publicación, habrá tenido desde entonces más de ciento treinta ediciones, según
la cuenta hecha por Martínez (49) hace quince años, dato que afirma el
interés con que ha circulado siempre. Lejos de ser unánime, sin embargo,
su valoración ha oscilado considerablemente a lo largo del tiempo, y en
ocasiones se observa que el mérito convencional de libro que inaugura el
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modernismo hispanoamericano tiene peso más grande en la preservación de su
interés que el inconstante aprecio de los lectores. Esto se debe en parte
al hecho de que mucho de lo que se reconoció en su momento como
estimulante novedad se ha convertido con el tiempo en procedimiento
común, notablemente algunos rasgos principales de su estilo.
En efecto, según observa agudamente Raúl Silva Castro, “el Azul... parecía llamado a dejar vacilante al crítico” (261). Lo dice el autor –uno de
los principales responsables en poner en circulación los primeros textos
críticos sobre la obra de Darío– para introducir una hesitación augural
de Juan Valera: “En este libro no sé qué debo preferir: si la prosa o los
versos” (XVII). El libro, como se sabe, tenía dos partes anunciadas en
la portada, la primera hecha en prosa (“Cuentos en prosa”) y la segunda
en verso (“El año lírico”). “¿Qué os agrada más?”, preguntaría en 1891
Julián del Casal (172), refiriéndose no ya a las dos partes sino a la variedad
de intereses del libro, que lee como quien entra en un auténtico cuarto de
maravillas: es “un estudio de pintor, hecho a la pluma, donde las miradas,
como mariposas inquietas, revolotean de un extremo a otro, sin acertar a
detenerse” (172). Ángel Rama, en Rubén Darío y el modernismo, atribuye la
modernidad del libro a “la interna dinámica creadora a que el instrumento expresivo ha sido sometido por el poeta, la concepción de libertad que
anima la articulación de las ideas, y por ende, de los órdenes lingüísticos”
(91), no sin antes haber destilado algún veneno ante el palabreo alambicado de los modernistas. Más recientemente, algunos de sus más calificados lectores han franqueado una incómoda reticencia contemporánea en
relación al valor artístico y cultural de Azul…: según Graciela Montaldo,
por ejemplo, es “un libro . . . que para la lectura contemporánea no puede sino revelar su relación con una zona kitsch de la cultura” (549), y las
“aproximadamente ciento treinta ediciones de Azul... hasta el momento
hablan, entonces, de ese carácter comercial del libro de culto de los esteticistas latinoamericanos, que parecen fetichizar precisamente aquel objeto
que tematiza la ruptura de su hegemonía cultural” (550).
Este artículo discute algunos de los elementos principales de la primera recepción del libro Azul..., de Rubén Darío, con el objetivo de indagar
los condicionantes históricos y culturales presentes en las figuras con las
que se dibujaban el destino del libro y el discurso de la modernidad en
textos de Eduardo de la Barra, Manuel Rodríguez Mendoza y Juan Valera.
Lo que se entiende en general como la primera recepción de Azul... es un
conjunto de textos firmados por estos tres autores. Barra es el autor del
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prólogo a la primera edición; su lectura del libro, por lo tanto, se publica
por primera vez dentro del propio libro. Rodríguez Mendoza, amigo cercano del escritor, es el primero a celebrar en la prensa el lanzamiento, por
medio de dos artículos en La Tribuna de Santiago.1 Por fin Valera, quien
había recibido un ejemplar por correo, resolvió enderezar a Darío dos de
sus “Cartas americanas”, textos sobre las letras hispanoamericanas que
publicaba regularmente en El Imparcial de Madrid.
En rigor, un estudio completo de la primera recepción de Azul... no
debería detenerse solamente en esos textos, una vez que Azul... tuvo tres
ediciones principales a lo largo de la vida de Darío, con modificaciones
importantes: 1888 (Valparaíso), 1890 (Guatemala) y 1905 (Buenos Aires), siendo esta última la seguida por la gran mayoría de las ediciones
posteriores (Martínez 24-48). Eso explica por qué Silva Castro no se refiere a los textos críticos mentados como de primera recepción, sino de
recepción inmediata. Sin embargo, también esta expresión es imprecisa:
aunque se puede hablar de una recepción inmediata en el sentido de que
se publicó rápidamente, conviene no dejar de observar los elementos
de mediación que la caracterizan, sobre todo una mediación que se puede
identificar como normativa: Barra y Valera eran miembros de la Real
Academia Española y se puede plantear que ejercieron en sus pareceres
una evaluación no menos institucional que individual.
FORTUNAS INICIALES DE AZUL...2
La polémica en torno a Azul... empieza por el título. Sonó a galicismo: a
los que se dieron prisa en mostrarse buenos entendedores, como Juan Valera, el título traducía el poético azur de los franceses, no el ordinario bleu.
Hoy se puede pensar que aludía también al nombre francés de los cuentos
de hadas, contes bleus, género básico de algunos cuentos del volumen y
también de otras piezas de ficción o de prosa literaria.3 Darío, quien solía
participar en las polémicas con una admirable insolencia, escribe años después en su Historia de mis libros:
1 En las fechas de 31 de agosto y 1 de setiembre de 1888.
2 En esta sección la mayoría de los datos proviene de una pasantía de investigación en la Biblioteca Nacional de Chile en 2013, como parte de mi proyecto doctoral. El texto es una versión modificada y traducida de un capítulo de la tesis resultante (Fiorussi, Inundação musical).
3 Cf. al respecto los trabajos de Astutti (Andares clancos) y de Santiváñez (“Las hadas”).
azul y azar: un golpe de datos
pp. 137-149
¿Por qué ese título Azul...? No conocía aún la frase huguesca l’Art c’est
l’azur . . . Mas el azul era para mí el color del ensueño, el color del arte,
un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental, el coeruleum,
que en Plinio es el color simple que semeja al de los cielos y al zafiro.
Y Ovidio había cantado: Respice vindicibus pacatum viribus orbem/ que latam
Nereus coerulus ambit humum (72).
En resumen, era un golpe de datos: era una trampa para eruditos, así
como lo sería el título del libro siguiente, Prosas profanas, un señuelo más
tirado a los jueces de la autoridad literaria. Pero al mismo tiempo se ofrecía el título Azul... como un símbolo vibrante, prolongado por los puntos
suspensivos, que podría servir como clave sinestésica para la escucha de
los textos; y era encima un signo de signos, un aglutinante de mil contingencias, una cifra aleatoria a lo absoluto de la expresión, a lo vacío de
la representación, a lo arbitrario de la dirección narrativa y al azar de los
sentidos. Como advertía Gautier en defensa de Baudelaire, “el verdadero
artista . . . no puede oír sin estupor la condición moral del azul y la indecente procacidad del escarlata”, pues “esto sería tanto como decir que la
manzana es virtuosa y criminal el beleño” (27).
En sus “Cartas americanas”, Juan Valera emite, todavía en 1888, un
juicio que sería muchas veces repetido: que la novedad del estilo de Azul...
radicaba en la asimilación de diferentes tendencias literarias del siglo XIX,
sobre todo francesas. Con base en esa descripción, Valera propone una
imagen curiosa para el trabajo poético del joven autor nicaragüense:
Lo primero que se nota es que está usted saturado de toda la más flamante literatura francesa. Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire, Leconte de
Lisle, Gautier, Bourget, Sully-Proudhomme, Daudet, Zola, Barbey d’Aurevilly, Catulle Mendes, Rollinat, Goncourt, Flaubert y todos los demás
poetas y novelistas han sido por usted bien estudiados y mejor comprendidos. Y usted no imita a ninguno: ni es usted romántico, ni naturalista,
ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado
de ello una rara quintaesencia (Valera X-XI).
Valera identifica en la escritura de los cuentos y poemas de Azul... una
prodigiosa asimilación de poetas y novelistas franceses del siglo XIX; y,
al observar esa substancia resultante de la destilación de ingredientes diversos, juzga que el autor tiene algo de todos los estilos decimonónicos,
aunque no sigue propiamente ninguno.
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El alambique de Valera repetía en cierta medida unos juicios de Eduardo de la Barra en el prólogo a la primera edición de Azul...4 Cuando quiere
ofrecer a los lectores un grupo de escritores afines al joven Darío, Barra
empieza más restrictivo que Valera: “Rubén Darío es de la escuela de Víctor Hugo” (VII). Enseguida, sin embargo, expande el conjunto, al decir
que el estilo de Darío le hace pensar también en los autores de idilios muy
populares a la sazón, como Edmondo De Amicis, por el aticismo y la riqueza ornamental; Alphonse Daudet, por la descripción de la bohemia;
Bernardin de Saint-Pierre, autor de Paul et Virginie, y Jorge Isaacs, autor de
María (VII). “Son en verdad”, explica Barra, “estilos y temperamentos mui
diversos, mas nuestro autor de todos ellos tiene rasgos, y no es ninguno de
ellos. Ahí precisamente está su originalidad” (VIII). De pronto, la recolección obligada se plasma en alegoría: “aquellos ingenios diversos, aquellos
estilos, todos aquellos colores y armonías, se aúnan y funden en la paleta
del escritor centroamericano, y producen una nota nueva, una tinta suya, un
rayo genial y distintivo que es el sello del poeta” (VIII). Y luego lo sintetiza
Barra con otra imagen: “De aquellos diferentes metales que hierven juntos
en la hornalla de su cerebro, y en que él ha arrojado su propio corazón, al
fin se ha formado el bronce de sus Azules” (VIII). He ahí en esa imagen de
la forja una versión análoga a la del alambique del cerebro del poeta, cuya
“originalidad incontestable” estaría en el hecho de que “todo lo amalgama,
lo funde y lo armoniza en un estilo suyo”.
Años más tarde, otra imagen de impacto sería formulada por Justo Sierra, la de la “lira policorde”, en su excelente prólogo al libro Peregrinaciones:
“y sois de todas partes, como solemos ser los americanos, por la facilidad
con que repercute en vuestra lira policorde la música de toda la lira humana
y la convertís en música vuestra…” (144). Alambique, paleta con todos los
colores, forja metálica o lira policorde: espíritu, pintura, escultura o música,
las figuras coinciden en la idea de la asimilación y efectúan la representación de la poética dariana como monstruo americano o espejo de Próspero.
Vale recordar que el mismo Darío ratifica la idea del alambique en “Los
colores del estandarte”:
Es Azul… un libro parnasiano y por lo tanto francés. En él aparecen
por primera vez en nuestra lengua el “cuento” parisiense, la adjetivación
francesa, el giro galo injertado en el párrafo castellano; la chuchería de
4 Para una comparación atenta entre los textos de Barra y Valera, cf. el artículo de García.
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Goncourt, la câlinerie erótica de Mendès, el escogimiento verbal de Heredia, y hasta su poquito de Coppée. Qui pourrais-je imiter pour être original?
me decía yo. Pues a todos. A cada cual le aprendía lo que me agradaba,
lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte: los elementos
que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el
caso es que resulté original (Escritos inéditos 121).
Precisamente extravasar la contingencia de la lengua es uno de los
principales procedimientos con que Darío atrae la atención de sus primeros lectores al significante y a una conciencia no normativa del estilo.5
De ahí en adelante no solo los jóvenes poetas sino también los críticos
sabrán siempre a quiénes imitar para ser originales, porque los juicios augurales de Barra y Valera abren una laguna en el listado de las categorías
clasificadoras de su tiempo; luego de algunos años esa laguna se llenaría
con el nombre modernismo. Podría decirse por ello que la figura del
alambique es aquella en que Valera habrá creado la imagen más duradera
del modernismo, más aún que la del controvertido galicismo mental, esta
combatida, aquella no.
En la primera recepción del modernismo en general, parecer es una palabra clave: se diluían en la apreciación de los nuevos escritos los criterios
de pertenencia y de filiación en favor de criterios de semejanza y simpatía.
Léase por ejemplo este curioso párrafo, recogido por Max Henríquez
Ureña, en que Baldomero Sanín Cano dibuja una semblanza literaria del
poeta Guillermo Valencia:
Parece parnasiano porque en la forma y en el contenido estos poetas
dejaron huella perdurable y su ejemplo es un valor adquirido de que no
podrá el hombre desprenderse. Tiene lampos románticos su hechura,
porque el romanticismo no fue moda pasajera, sino una renovación de
tan hondo alcance y tan significativa extensión, que produjo en el espíritu
5 Léase al respecto el comentario de Rodó a la prosa de Azul...: “El autor de Azul no es sino
el boceto del autor de Prosas profanas. Entiéndase que me refiero, exclusivamente, al poeta,
en este parangón de los dos libros; no al prosista incomparable de Azul; no al inventor de
aquellos cuentos que bien podemos calificar de revolucionarios, porque, en ellos, la urdimbre
recia y tupida de nuestro idioma pierde toda su densidad tradicional, y –como sometida a la
acción del trozo de vidrio que, según Barbey d’Aurevilly, servía para trocar los fracs de Jorge
Brummell en gasas vaporosas–, adquiere la levedad evanescente del encaje” (23).
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humano transformaciones perdurables como las religiones y las filosofías. Tomó Valencia de los impresionistas cuanto en esa doctrina vale en
el sentido de aproximación a la naturaleza y de ensayo de representación
inmediata de las apariencias. De los simbolistas captó la verdad trascendente, la enseñanza de que la palabra es un símbolo y de que el lenguaje
nació, ha crecido y se desenvuelve porque el hombre tiene la capacidad
divina de transformar las apariencias en símbolos. Toda su poesía es espíritu y, como él mismo lo ha dicho comentando el aforismo de Nietzsche,
escribe con sangre porque la sangre es la mejor expresión del espíritu
(Sanín Cano 320).
En las palabras de Sanín Cano, el poeta Valencia parece parnasiano,
tiene lampos románticos, tomó algo de los impresionistas, captó algo de
los simbolistas; pero, cocidos los ingredientes en el alambique, resulta
una poesía con unidad, con una huella personal: toda ella es espíritu porque está escrita “con sangre” según el aforismo de Nietzsche. El espíritu
toma el lugar de la “rara quintaesencia” identificada por Valera en Azul...,
pues es la substancia pura resultante de la destilación de la mistura en
el alambique. Celebrando quizá el mismo tipo de espíritu, José Santos
Chocano emplea esta frase como epígrafe en un volumen que reúne sus
propias obras poéticas: “En mi arte caben todas las escuelas, como en un
rayo de sol todos los colores” (3). Y finalmente, ya en la década de 1950,
Max Henríquez Ureña toma por establecida la visión del modernismo
como un alambique de escuelas y estilos: “En el modernismo encontramos el eco de todas las tendencias literarias que predominaron en Francia a lo largo del siglo XIX: el parnasismo, el simbolismo, el realismo, el
naturalismo, el impresionismo y, para completar el cuadro, también el
romanticismo cuyos excesos combatía” (12).
También coinciden Barra y Valera en el ataque al decadentismo y la
evaluación del uso dariano de la lengua castellana. Barra dedica la mitad
de su largo prólogo a proteger al autor contra los peligros del decadentismo.6 Identifica en el estilo de Azul... una afición “a la secta moderna
de los simbolistas y decadentes, esos idólatras del espejo en la frase, de
la palabra relumbrosa y de las aliteraciones bizantinas” (Barra IX). Luego vaticina que “Darío tiene bastante talento para escapar a la Sirena de
6 “En Hispanoamérica no hay un decadentismo puro; los hispanoamericanos lo acogen
como una de las muchas preferencias que plasman el nuevo modernismo” (Olivares 76).
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la moda que lo atrae al escollo... Pero, cuidado!”, advierte, “Góngora
también tenía talento...” (X). La mención a Góngora revela la significación amplia de la palabra decadentismo en el prólogo de Barra: más allá de
nombrar un estilo francés contemporáneo, la palabra señala un tipo de
degeneración estilística que el hispanismo del siglo XIX interpretó como
transhistórica, y que siempre volvería tras las épocas de grandeza (en el
caso de Darío y sus contemporáneos, la grandeza desde la cual se temía
caer era la de Victor Hugo). De hecho, Barra advierte a Darío con base
en el mito de la decadencia gongorina y luego ensancha la comparación
invocando otras expresiones de la agudeza de los siglos XVI y XVII, el
marinismo italiano, el eufuismo inglés y el preciosismo francés:
Hai ocasiones en que el exajerado amor a la forma ha perjudicado al pensamiento, y producido esas deformidades epidémicas en la literatura . . .
Ahí están para probarlo aquellas fiebres que han invadido las literaturas
europeas, comenzando por el euphuismo, introducido por John Lilly en
la corte de Isabel de Inglaterra; el marinismo que invade la Italia con sus
concetti, al propio tiempo que el gongorismo hace estragos en las letras castellanas, y la lengua preciosa en las francesas. Ni la sesuda Alemania escapó
a aquellas plagas . . . (Barra XI).
Ese párrafo de Barra se hizo objeto de la respuesta violenta de Manuel
Rodríguez Mendoza, amigo de Darío y entusiasta del estilo de Azul... Rodríguez Mendoza acusa en él una inmotivada muestra de erudición:
¿Rubén Darío es decadente?
He ahí la pregunta que un aventajado crítico, poeta laureado, polemista
de gran mérito i miembro correspondiente de la Real Academia española, se ha formulado para hablar de los vicios de retórica introducidos
por John Lilly en la corte de Isabel de Inglaterra; del marinismo y de sus
concetti, de aquel don Luis de Góngora, autor de las Soledades i Polifemo,
sostenedor en España del estravagante culteranismo; de la lengua preciosa
que, como planta rastrera, se apoderó del estilo francés; del preciosismo
que se aplaudía i adulaba en el Hotel Rambonillet…
Despues de tanta inútil reminiscencia, el señor de la Barra vuelve a ocuparse de Marini i su Adonis, sin olvidar, por cierto, que este terrible decadente fué llamado a Francia por María de Médicis; recuerda en seguida a
Ronsard i su pléyade; dice que los románticos (empleo las propias palabras del crítico), con su chaleco colorado en reemplazo del gorro frijio,
marcharon contra la tiranía de Boileau i de La Harpe; agrega, fatigado
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talvez de haber hecho trabajar tanto su prodijiosa memoria, que va a
presentar a los señores decadentes; pero, despues de un punto acápite,
afirma que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van (1).
La respuesta de Rodríguez Mendoza, por su parte, parece suponer que
la lista de estilos preciosos del pasado europeo sea una muestra de erudición de Barra, de su “prodijiosa memoria”, sin observar que la misma
lista ya se repetía como lugar común. No sería otra la explicación para que
igual catálogo se encuentre formulado en otras partes, por ejemplo en esas
palabras de Laurent Tailhade, en su entrevista a Jules Huret (1891):
Mais, de vrai, les symbolistes, qui n’ont aucune esthétique nouvelle, sont
exactement ce qu’ont été en Angleterre les euphuistes, dont le langage a
laissé de si détestables traces dans Shakespeare; en Espagne les gongoristes dont le parler “culto” sigilla toute la poésie des siècles derniers, depuis
les “agudas” amoureuses de Cervantes jusqu’à la glose de sainte Thérèse:
“Yo muero porque no muero”; en France, la Pléiade, au redoutable jargon
continué par les Précieuses, que railla et pratiqua Molière; en Italie les secencistes fauteurs de si terribles pointes, le cavalier Marin, l’Achillini et tant
d’autres: “Sudate o focchi a preparar metalli!” (Huret 330).
Podría decirse, sin embargo, que el párrafo de Barra cumple una función central en el prólogo, porque convierte en figura del hispanismo
tradicional una discusión que a cualquiera le parecería francesa y contemporánea, la del decadentismo. Barra opera también él un alambique,
aunque no huele a azul su quintaesencia. Lo siguiente es una violenta invectiva, que echa mano de viejos tópicos del vituperio, siendo el primero
el preferido del siglo XIX hispánico, el vituperio castizo (los decadentes
no se sabe de dónde vienen ni a dónde van); el segundo psicológico (los
decadentes son neuróticos); y el tercero determinista (lo decadente en
Darío tiene que ver con la juventud y con el clima).
El vituperio castizo consiste en desacreditar al oponente por sus orígenes y rumbos. Barra escribe de los decadentes que “no se sabe a punto
fijo de dónde vienen, ni creo que ellos sepan mejor a dónde van” (XII).
Cabe señalar que ese modo grosero de descalificación se apoya en un clisé estable y fácilmente reconocible; además porque lo pone en uso también Valera en las “Cartas americanas”, echándolo directamente contra el
nombre del autor de Azul...:
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Si el libro, impreso en Valparaíso en este año de 1888, no estuviese en
muy buen castellano, lo mismo pudiera ser de un autor francés, que de
un italiano, que de un turco o de un griego. El libro está impregnado de
espíritu cosmopolita. Hasta el nombre y apellido del autor, verdaderos o
contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa es Darío; de suerte que, por los nombres, no parece sino que usted quiere ser o es de todos los países, castas y tribus (VII).
A continuación, Barra pasa a aplicar el vituperio psicológico. Convoca
los saberes psiquiátricos de su tiempo (otro lugar común en la crítica del
decadentismo) para diagnosticar “un caso curioso de patología literaria”:
Los poetas neuróticos de esta secta hacen vida de noctámbulos y ocurren
a los excitantes y narcóticos para enloquecer sus nervios y así procurarse
visiones y armonías y ensueños poéticos. Acuden a la ginebra y el ajenjo,
al opio y a la morfina, como Poe y Musset, como los turcos y los chinos.
El deseo de singularizarse es su motor, la neurosis su medio . . . Caso
curioso de patolojia literaria! . . . En estos neuróticos debe operarse cierta
inversión de los sentidos, pues que en su vocabulario especial confunden
los sonidos con los colores y los sabores, como pasa bajo el imperio de
la sugestión hipnótica . . . Estos poetas decadentes sonríen junto al abismo, en aquella triste penumbra vaga que separa la razón de la demencia
(XIII).
Del prólogo a Azul... en adelante, Barra persistirá en una feroz cruzada contra el decadentismo hasta sus últimos escritos. Dedica párrafos al
tema en textos sobre diversos asuntos, por ejemplo en el inicio del prólogo de su propia traducción de las Odas de Horacio (1899):
En estos días propicios al decadentismo, en que no hay audacia nerviosa contra la lengua, el ritmo y el sentido común que no encuentre aplaudidores,
parecerá temeridad y anacronismo, a muchos incomprensible, intentar una
traducción del clásico Horacio en versos serenos, libres de agitaciones epilépticas, y exentos de modernísimos espejeos. El exceso en la acción invita
a la saludable reacción, y, cuando la Musa joven y desenfrenada, se lanza
sin brújula a lo desconocido, no hay mal en presentar a su contemplación
los claros modelos que nos legó la antigüedad . . . (3).
Valera, cuyas cartas apenas tocan el asunto del decadentismo, identifica sin embargo la inclinación parisiense de Darío como una patología
francófila, que bautiza “galicismo mental”. Afirma Valera: “no hay autor
taller de letras
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en castellano más francés que usted. Y lo digo para afirmar un hecho, sin
elogio y sin censura” (X). Asimismo absuelve al poeta con palabras que
hoy solo se consiguen leer como un breve compendio de la arrogancia:
[N]o puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque ni hay ni puede
haber aún historia literaria, escuela y tradiciones literarias en Nicaragua.
Ni puedo exigir de usted que sea literariamente español, pues ya no lo es
políticamente, y está, además, separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos, en la república donde ha nacido, de la influencia española,
que en otras repúblicas hispanoamericanas. Estando así disculpado el
galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos llenas por
lo perfecto y profundo de este galicismo (X).
La violencia de las palabras de Valera estaba legitimada por el discurso
castizo y puede haber sonado absolutamente adecuada a la función fiscalizadora y censoria que implicaba su autoridad de erudito y miembro de
la Real Academia. De todos modos, bastaron pocas líneas de aprobación
profesoral –“En resolución: su librito de usted, titulado Azul..., nos revela
en usted a un prosista y a un poeta de talento” (XXX)– y una enorme
autoridad para que sus “Cartas” le abrieran paso a Darío al conocimiento
del público. Siempre decoroso y nunca claudicante, Darío las hizo constar como prólogo en las ediciones subsecuentes de Azul... y dio seguidas
muestras públicas de gratitud a Valera, como en el siguiente fragmento
de Historia de mis libros, en que contesta a los que vieron en ellas menos
aplausos que alfilerazos: “Valera vio mucho, expresó su sorpresa y su entusiasmo sonriente –¿por qué hay muchos que quieren ver siempre alfileres
en aquellas manos ducales?” (202). Darío se refiere posiblemente a estas
líneas de Manuel González Prada sobre Valera: “Quand il fait patte de velours
o se calza guantes, cuida de agujerear con disimulo las puntas para que la
uña funcione alevosamente” (González Prada 144). Pero, en otro texto,
muerto ya Valera, Darío completa la afirmación que una pulida raya interrumpió: “pero no se dio cuenta de la trascendencia de mi tentativa” (La
vida XXVI).
Sin embargo Barra, así como lo haría Valera, le concede a Darío su beneplácito. Dice que “tiene un pie sobre ese plano inclinado” (XVII), pero
atribuye, determinista, las “bizarrerías” de su estilo a “la sangre juvenil” y
“sobre todo . . . a la viveza y esmalte de estas imajinaciones maduradas en
los climas ardientes” (XVII). Darío cuando crezca sabrá qué hacer, pues
“tiene el divino numen que lo salva de las atracciones del abismo, como las
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alas al águila” (XV); “es”, en fin, “un gran poeta”, y “el porvenir triunfante se encargará de coronarlo” (XXXIV). La justificativa a esa evaluación
final se apoya sobre las virtudes de Darío en el uso de la lengua castellana:
“Suele haber raíces exóticas en su vocabulario, suelen deslizarse algunos
graciosos galicismos; pero, es correcto, y, si anda siempre a caza de novedades, jamás olvida el buen sentido, ni pierde el instinto de la rica lengua
de Castilla al amoldar las palabras a su orquestación poética” (XVII).
Más adelante, Barra asocia las cualidades poéticas de Darío a la musicalidad de su prosa, al elegir lo que llama “armonía” como “la prenda más
sobresaliente del autor de estos cuentos” (XXVII):
Rubén Darío tiene el don de la armonía bajo todas sus formas. Ya es la
armonía imitativa, que nace como sabéis, de la acertada combinación de
las palabras, cual aquella “agua glauca y oscura que chapoteaba musicalmente bajo el viejo muelle”, y, “el raso y el moaré que con su roce ríen”...
Cito de memoria, por no darme el trabajo de la elección donde a cada
paso brotan espontáneas las preciosas onomatopeyas . . . Nuestro poeta
es maestro como pocos. El don de la armonía es uno de los secretos que
tiene para encantarnos (XXVII-XXVIII).
“LA HISTORIA DE SIEMPRE”
La coincidencia de tropos y premisas entre los primeros lectores sugiere
un parentesco en el modo de escribir que va más allá de la copia o apropiación del texto de Barra en el de Valera. Cabe recordar que el mismo
Darío acusó los ecos programáticos no solo de las críticas que recibió de
sus primeros lectores, sino de lo que se escribía en todas partes sobre los
nuevos artistas de su tiempo, como se lee en su breve texto sobre la fortuna de Eça de Queirós: “Él renovó la lengua y el estilo literario en su país,
fue combatido, burlado, reído, acusado de tomarlo todo de Francia, de
escribir casi en francés… La historia de siempre” (Escritos dispersos 258).
En 1888 no había poesía decadente o simbolista en español, pero sí
se la discutía por lo que hemos visto, y no solo en el circuito chileno de
Rodríguez Mendoza, Pedro Balmaceda Toro, Narciso Tondreau y otros.
De hecho, ya en 1939 advertían Julio Saavedra Molina y Erwin K. Mapes:
“Darío no debió decir tan redondamente que la lucha simbolista no era
conocida en América; la polémica entre De la Barra y Manuel Rodríguez
Mendoza . . . muestra lo contrario” (134). La invectiva de Barra contra los
143
decadentes reproduce mucho de lo que se escribía en francés contra los
mismos, y ya había una respuesta a la mano: el prefacio de Théophile Gautier a las Obras completas de Baudelaire en 1868, considerado por muchos
el arte poético del decadentismo. Respecto a las osadías de la nueva lengua poética, que Barra trataba como “estragos”, dice Gautier: “No puede
llamarse precisamente a la ingenuidad una de las cualidades esenciales del
siglo XIX. Para dar forma y expresión a sus ideas, a sus ensueños y a sus
postulados, precisamos de un idioma más trabajado y más amplio que la
llamada lengua clásica” (17). Contra los que criticaban la oscuridad del lenguaje, admite que “tal estilo, desdeñado por los pedantes, [no] resulta cosa
fácil”, pero porque “expresa ideas nuevas con palabras nuevas y formas
novísimas” (18). Obsérvese su caracterización positiva de ese estilo que
se decía decadente: “Un estilo sutil, minucioso, sabio, matizado, lleno de
rebuscas hasta los confines del idioma, que roba colores a todas las paletas
y notas a todas las claves” (17). He ahí quizá el alambique de Baudelaire,
poeta que ya no era tan joven cuando publicó las Flores del mal, y cuya
imaginación, contrariando la lectura determinista de Barra y Valera sobre
Darío, no había madurado bajo el sol ardiente de los trópicos.
Contribuye observar que el prólogo de Barra y las cartas de Valera tienen semejanzas de estructura, de estilo y, al parecer, de género. Son textos
con destinatario, los de Valera a “D. Rubén Darío” y el de Barra a “las lectoras”;7 es decir, presentan todos (no solo las cartas de Valera) el protocolo
básico de la epistolografía, en lo demás tan compatible con su uso prologal.
En ambos autores el destinatario textual (ya sea el empírico autor o las
imaginarias lectoras de Azul…) es ubicado en una posición de inferioridad
a un tiempo etaria e intelectual, lo que además reafirma el ethos profesoral
de los enunciadores. En ambos se practica una escritura censoria, no tanto
en el sentido moderno de prohibición autoritaria, sino más bien en el sentido antiguo de corrección autorizada a cargo de jueces cuya legitimidad
se apoya en la credencial académica. Son textos, en resumen, que se leen
quizá mejor bajo los protocolos de un género bastante específico de crítica
literaria, lejano de la tradición ensayística establecida en el Romanticismo
como modalidad básica de la reflexión pública sobre la poesía, la literatura
y las artes, de que serían ejemplos el “Prefacio a Cromwell” de Victor Hugo,
7 Queda por explicarse la opción de Barra por establecer una interlocutora femenina. La
única hipótesis que encontramos es de Martínez (31), para quien Barra preveía que el éxito
comercial del libro dependería del interés del público femenino.
144
los textos de Hazlitt y Poe sobre poesía, los ensayos de Baudelaire sobre
Wagner y de Wagner sobre Beethoven, entre otros.
En parte, el modelo de Barra y Valera podría estar en los viejos pareceres
de letrados, frecuentes antes del siglo XIX, de que son ejemplos conocidos
los textos que componen la controversia en torno a la poesía de Góngora, como el Parecer acerca de Las Soledades a pedido de su Autor (1614), de
Francisco Fernández de Córdoba, el Abad de Rute; y el Antídoto contra la
pestilente poesía de Las Soledades (1624), de Juan de Jáuregui. La redacción de
pareceres se encuentra descrita en la preceptiva como una de las atribuciones básicas de los letrados, y se fundamenta en la concepción del trivium
(retórica, gramática y lógica) como sistema integrado y exhaustivo para el
examen de las funciones y usos del lenguaje en el ambiente de las gentes
cultas. Así, un parecer acerca de un libro de poesías no constituía de ningún modo un espacio de libre apreciación subjetiva, sino el de un juicio
razonado según preceptos más o menos fijos que ordenaban retóricamente su composición en términos de invención, disposición y elocución, con
normas específicas también para el decoro, la adecuación de los elementos
al género y a la finalidad del parecer. En el Tesoro de Covarrubias, en efecto,
la definición del sustantivo “parecer” da como ejemplo único precisamente el parecer de letrado: “PARECER, el voto que uno da en algún negocio
que se le consulta, como pareceres de Letrados” (579).
Destinados naturalmente a la tarea de la evaluación, los pareceres de
letrados, aunque armados sobre una combinación de elementos judiciales
y deliberativos (lo decimos en los términos de la retórica aristotélica), se
componían principalmente según la prescripción del género epidíctico,
es decir, aquel que tiene por objeto la censura de los vicios y el elogio
de las virtudes. De manera que, en cuanto al estilo, pese a la seriedad e
importancia que se le otorgaba a esa clase de parecer, no tenía que ser
necesariamente grave: para señalar faltas y defectos, según la costumbre,
se admitía como conveniente y eficaz la práctica del vituperio, y por lo
tanto la aplicación de un registro imitativo bajo (mordaz, sardónico, ridículo) con el objetivo de producir el rebajamiento de la materia a través de
efectos cómicos. Rasgo este que se hace evidente en el título del parecer
de Jáuregui, Antídoto contra la pestilente poesía de Las Soledades, por ejemplo.
En este sentido, los pareceres se articulan frecuentemente a la tradición satírica. Como género, la sátira se dedica a corregir las costumbres
por medio de la risa (ridendo castigat mores), empleando técnicas específicas
para descalificar individuos o tipos sociales. En los siglos XVI y XVII,
taller de letras
n° 70
según João Adolfo Hansen, “a desqualificação liga-se à defesa da ordem
associada à defesa da posição hierárquica, pois seu pressuposto é o de
que a boa ordem política implica a manutenção da hierarquia ideal” (52).
Los tópicos del vituperio siguen los once tópicos generales de persona
preceptuados por Cicerón, presentes también en los manuales de retórica
del siglo XVI: nombre, naturaleza, crianza, fortuna, hábito, afecciones,
estudios, consejos, hechos, casos, oraciones (López Grigera 21). En la
sátira, se los trabaja lógicamente con el fin de descalificar a una persona
por medio de la representación deformadora. En español son muy conocidas las obras satíricas del tiempo de Quevedo y Góngora (y de Marino,
de John Lilly, de los preciosos y de otros), en que la descalificación del
oponente se produce a través de metáforas que ridiculizan, por ejemplo,
un apellido no cristiano, una naturalidad extranjera, una mala escuela, una
familia sin posesiones, una patología, etc. Al burlarse de una persona con
apoyo en la representación de sus calidades negativas, la sátira afirma la
positividad de los valores opuestos: la virtud (la norma) consiste en ser
cristiano viejo, patricio, cortesano, rico, sano, etc.
Como hemos visto en la sección anterior, entre alabanzas y aplausos
puntuales a las virtudes del estilo y de la imaginación de Darío, tanto
Barra como Valera aplican al autor los mismos tópicos del vituperio: su
nombre es persa y judío; su patria no cuenta tradiciones nacionales; su
crianza (educación) es sospechosa en tanto libresca y hecha en libros
franceses; sufre alguna patología (neurosis, decadentismo, galicismo
mental), etc. Por supuesto, la materia trabajada dentro de cada tópico
no corresponde siempre a la de los modelos pasados pues, hasta en el
academicismo español del siglo XIX, algún valor habrá cambiado desde
el siglo XVII. Sobre todo en el texto de Barra hemos observado un afán
de colorear las lagunas tópicas del parecer con elementos novedosos del
arte y ciencia contemporáneos, como el decadentismo, la psiquiatría y el
determinismo. Y, además, vale señalar que el estilo exquisito trabajado en
la prosa de Valera y Barra no conserva mucho de la prosa barroca: antes
se efectúa como performance muy decimonónica de la controversia literaria, tan característica del espacio folletinesco reservado a la polémica y
a la sátira en periódicos y magazines de fines de siglo. En cambio, por lo
que dicen con respecto a la lengua poética de Darío, los textos de Barra
y Valera evidencian que el casticismo del siglo XIX no rompió nunca sus
lazos con el discurso normativo de protección contra los cambios lingüísticos materializado desde principios del siglo XVIII en una institución
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del Estado, la Real Academia Española, en cuyo primer documento estatutario se lee que su tarea sería la de “cultivar, y fijar en el modo posible,
la pureza y elegancia de la lengua Castellana, dominante en la Nación
Española” (RAE 3).
Para cerrar este breve argumento encaminado hacia una lectura retórica de los textos de Barra y Valera como pareceres de letrados en género
satírico, resta tocar el asunto del humor. En un artículo sobre la recepción del conjunto de las “Cartas americanas” de Valera en la España de
su tiempo, María Cristina Carbonell pone de relieve precisamente la fama
del autor en el campo de la sátira. Colecciona citas de textos viejos que
describen al autor de las cartas como un “humorista verdadero” (162),
“saladísimo humorista” (163), “un escritor satírico de guante blanco”
(165) que “muchas veces se finge loco” (168). Rescata también una sospecha tratada entonces como maliciosa: la de que Valera escribió sobre
Darío, según Antonio de Valbuena, “diciendo tantas y tantas excelencias
del azul folleto y del joven autor que, en América, las personas de más
juicio creyeron que D. Juan hablaba con ironía, y que todo aquello era una
sátira” (167). Con esto no queremos sugerir la falsedad de su admiración
por Darío. Interesa en cambio recordar la destreza del autor en la sátira y,
además, su fama y autoridad (hace mucho canónica) en el género.
En cuanto a Barra, aunque su humorismo se degenere repetidas veces
en pedantería (según Rodríguez Mendoza), en perjuicio y en acritud (en
muchas de las citas que transcribimos), cabe observar su intento de suavizar el peso normativo de su prólogo con una prosa cuajada de artificiosa
amenidad. Quien se aproxime al prólogo de Barra probablemente desee
saltarse unos párrafos, los que no avanzan en el comentario al libro y que
parecen interpolaciones destinadas a despertar a la alumna perezosa:
Aplicad, lindas lectoras, aplicad estas reglas del sentimiento a las armoniosas Azules de Rubén Darío, y vuestro juicio será certero. Vuestros
ojos, lo sé, derramarán más de una lágrima, vuestros labios gozosos dirán
qué lindo! qué lindo!... y luego os quedaréis pensativas, como traspuestas,
como flotando en el país encantado de los sueños azules (VII).
En tales pasajes se ejecuta la fundamental ironía del prólogo, su acartonada extravagancia, la cola del demonio satírico que escapa por debajo
del disfraz: la descalificación de “las lectoras”.
EL AZAR
Si el embate entre “lo cotidiano y lo poético” (Rama 105) define la materia de Azul..., el azar bien podría ser su questio infinita. En la metafísica y
en la ciencia decimonónicas el azar es concepto de primera importancia.
En filosofía, según Rosset, azar “désigne, soit l’intersection imprévisible,
mais non irrationnelle, de plusieurs séries causales indépendantes . . . soit
l’intuition générale d’une absence de nécessité, que désigne aussi le mot
de ‘contingence’” (72). La contingencia se define por su diferencia en
relación a la necesidad. La verdad de una proposición puede ser necesaria o contingente: una proposición es necesariamente verdadera cuando
es imposible que sea falsa, pero es contingente cuando podría ser falsa,
aunque es verdadera.
En 1867 Mallarmé tiene su afamado encuentro con la Nada, le Néant,
que relata en carta a Henri Cazalis: “J’ai fait une assez longue descente au
Néant pour pouvoir parler avec certitude. Il n’y a que la Beauté – et elle
n’a qu’une expression parfaite, la Poésie” (343). La gran crisis moderna
se traduce en “crisis de verso” según el término metonímico de Mallarmé. Un mundo sin Dios en que todo es contingencia, todo es signo de
signo, y ninguna esencia se puede excavar más allá del lenguaje; es decir,
estamos ante un mundo en el que las palabras hablan siempre de otras
palabras y en el que todos los objetos y los cuerpos se pueden disolver en
el lenguaje. El lenguaje como campo infinito de juegos, de golpes del azar
y de intenciones desamparadas. En palabras de Quentin Meillassoux, “el
infinito, para los modernos, ya no es el Dios del monoteísmo encarnado
en Jesús: el Infinito es a partir de ahora el Azar –que domina eterna y
absolutamente ambas realidades manifiestamente insignificantes y las que
son aparentemente más significativas y perfectas” (156).
A propósito del modernismo hispanoamericano, Federico de Onís lo
definía en 1934 como “la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que
se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política, y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera” (15). El mismo A. de
Gilbert (Pedro Balmaceda Toro) escribe en La Tribuna de Santiago, cuatro días antes del primer artículo de Rodríguez Mendoza sobre Azul…,
este comentario a lo que llama, en la huella de Macauley, la incredulidad
del siglo:
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Hoi por hoi, muchas gentes creen que hai decadencia en el arte; que
hai postracion en los ideales: se estudian las escuelas, se comentan sus
principios, se combaten sus defectos, i llegan todos a la conclusión de
que la incredulidad del siglo, el agotamiento de la doctrina relijiosa ha
orijinado las incredulidades del arte, las tibiezas en el concepto de lo
bello, las postraciones de la forma humana, i se vuelven los ojos hacia el
pasado, i se recuerda el soplo heróico de la Grecia, la absurda majestad
de la civilizacion de la India, el atrevimiento elegante de los arábigos i
las idealizaciones del catolicismo medioeval, como si en nuestro tiempo
el arte no revistiera toda la enerjía, toda la verdad que corresponde al
desarrollo científico i social de la época en que vivimos (1).
Y, ahora que nos reaproximamos a Darío, conviene leer un fragmento
que aparece casi al final de la primera carta de Valera:
Hoy priva el empeño de que no haya ni metafísica ni religión. El abismo
de lo incognoscible queda así descubierto y abierto, y nos trae y nos da
vértigo, y nos comunica el impulso, a veces irresistible, de arrojarnos en
él. La situación, no obstante, no es incómoda para la gente sensata de
cierta ilustración y fuste . . . Los insensatos, en cambio, no se aquietan
con el goce del mundo . . . La molicie y el regalo de la vida moderna los
han hecho muy descontentadizos . . . Se ven en todo faltas, y no se dice
lo que dicen que dijo Dios: que todo era bueno. La gente se lanza con más
frecuencia que nunca a decir que todo es malo; y en vez de atribuir la
obra a un artífice inteligentísimo y supremo la supone obra de un prurito
inconsciente de fabricar cosas que hay ab aeterno en los átomos, los cuales
tampoco se sabe a punto fijo lo que sean (XIV-XV).
Elaborado para condenar el pesimismo que va impreso en el librito,
este comentario de Valera apunta –esta vez sin alfileres, según creemos–
la presencia del azar en el “prurito inconsciente . . . que hay ab aeterno en
los átomos” (XV). La aflicción de Valera se completa en la segunda carta,
cuando censura por blasfema la conclusión de “Anagké”, en que Dios se
arrepiente de haber criado los gavilanes al ver que uno de ellos devoró la
hermosa paloma que canta en el poema. En cuanto a Barra, quien había
reprochado igualmente el “final desgraciado” (31) de “Anagké”, escuchó
en las armonías de la paloma solo lo que le permitían sus oídos: sus desenvueltas observaciones sobre la armonía le dan un protagonismo quizá
exagerado a las virtudes onomatopéyicas de la aliteración (el ejemplo que
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él elige poner de relieve es “el raso y el moiré que con su roce ríen”) y se
hacen sordas al azar que se operaba en el lenguaje atomizado y musical
del libro, en su labor sintáctica, en su acumulación de construcciones
nominales.8
Recordemos que Julio Herrera y Reissig resignificaría el moiré unos
años más tarde al escribir que la diéresis silenciada es “el sereno encanto,
el alma de moiré de la música del verso” (402). La metáfora de Herrera y
Reissig dice mucho sobre la musicalidad modernista: un tipo de sonoridad
iridiscente que estaría siempre en vibración, en movimiento, rebasando
los límites rígidos de la métrica y del ritmo, ofreciéndose como materia
viva y siempre nueva. Sus ambigüedades rítmicas, armónicas y simbólicas
promueven un efecto de variedad en la unidad. La armonía no es meramente imitativa y el ritmo no es un rompecabezas en que las piezas están
predestinadas a acomodarse entre sí. Por estas razones, se puede decir que
en el momento de su lectura interviene inequívocamente el azar.
Trabajos recientes han logrado redibujar el impacto de Mallarmé sobre Darío y las posibles convergencias entre sus poéticas. Nos referimos
sobre todo a un artículo de Alfonso García Morales, que rescató un ensayo inédito de Darío sobre Mallarmé y ordenó todas las fuentes disponibles sobre el impacto de Mallarmé en Darío; a un artículo de Rodrigo
Caresani, que produce datos nuevos por medio del cotejo entre poemas
y procedimientos de ambos escritores; y a un ensayo de Raúl Antelo que,
entre numerosos hallazgos, avanza la hipótesis de un Darío que escribe
también él “el ideal mallarmeano del Maestro, atravesado por el Azar”,
una vez que su trabajo musical sobre el léxico y la sintaxis tiene: “una
única intención: nombrar el azar con que la palabra se torna Cosa y, consecuentemente, la letra muestra también la ausencia de correlación entre
palabra y cosa . . . La palabra, no representando más a la cosa, se articula
a la misma palabra, significante a significante, gracias a la afluencia de lo
aleatorio” (88).
Darío juega a los dados en Azul… Conocía en profundidad las prácticas letradas de su tiempo y supo hacer llegar su librito a una variedad de
tipos de lectores, dándoles qué decir a autoridades académicas, pájaros
8 Respecto a la primera recepción de la musicalidad modernista, cf. Fiorussi, Inundação
Musical, y Fiorussi, “Música interior”.
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azules, alondras y sátiros sordos, con lo que logró movilizar y sacudir
toda la red de las letras hispánicas. Uno nunca sabe cómo le va a resultar
un golpe de dados, pero puede siempre anticipar la suma de sus caras de
abajo y de arriba, el número que es más grande que el seis y que nunca
cambia.
CONSIDERACIONES FINALES
En este artículo la atención a las primeras lecturas de libro que la convención escogió como el evento inaugural del modernismo pretende ofrecerse como una manera no despreciable de hallar cosas nuevas en textos
viejos. Las redefiniciones por que pasa siempre la categoría de modernidad exigen en efecto una investigación inventiva de la noción de tiempo
histórico, atenta a las acumulaciones, a la particular articulación de tiempos que caracteriza así el aquí-y-ahora como cualquier allí-y-otrora, el instante y el lugar de los discursos pensados en sus dimensiones materiales
y simbólicas. De ahí que se observe en los estudios de lo moderno una
proficua propensión al anacronismo deliberado como figura apta a la crítica de la historiografía de matriz decimonónica y como método de una
arqueología de lo moderno o de una arqueografía del presente. Pero es
posible complementar el anacronismo deliberado con una historicización
verosímil de lo discontinuo, siempre siguiendo el consejo de Benjamin
de “cepillar la historia a contrapelo” (225), buscando evidenciar las fracturas y los desencuentros entre eventos y entre discursos que se revelan
simultáneos en la cronología pero conflictivos y hasta incomponibles en
la duración.
La novedad del modernismo dariano no radicaba solo en la introducción de técnicas y formas o en el rescate y la adaptación de cosas viejas,
sino además en la revolución de los hábitos de lectura y de los criterios de
apreciación de la poesía. Dio paso a la insinuación de una nueva forma de
crítica en la prensa, además de nuevos acercamientos al arte incluso en el
ámbito académico y normativo. Mientras tanto, sin embargo, el azar iba
también cumpliendo su trabajo: Azul... se convertía en un libro símbolo
de la juventud cosmopolita y soñadora que empezaba a proliferar en las
ciudades latinoamericanas; incluso en un accesorio de la moda, un signo
del dandi. En Azul..., aunque no precisamente como en el “Soneto en yx”
de Mallarmé, el maestro está también ausente, ausente de París, en este
caso, pues salió a coger lágrimas en el río Mapocho, y es el lenguaje quien
habla con su propia boca en el “raso y el moiré que con su roce ríen”,
en insertadas armonías y expansiones lexicales, en las que el objetivo es
siempre hacer cantar la lengua, promover roces entre los significantes,
evidenciar la arbitrariedad del signo, suspender la representación, manejar lo aleatorio. El infinito y aleatorio Azar, “el auténtico dios de los
modernos” (Antelo 61), aun más fuerte que el ananké que mata la paloma,
es decir, que lo fatal: era al fin el azar lo que quizá destilaba Darío en su
alambique, como lo cocía el Zaratustra de Nietzsche: “Yo me cuezo en
mi puchero cualquier azar. Y solo cuando está allí completamente cocido, le doy la bienvenida, como alimento mío” (Nietzsche 246). Nenúfar
azul, cristal de la nada, nonada, ensueño o rapsodia, se juega Azul... al
azar como el libro performativo de un sofista exquisito, cuya prosa se
mide con la poesía y no con el boletín oficial, contra la mentira y contra
la verdad, como el Quijote de la “Letanía”. Este quizá sea un modo otro
de leer la modernidad de Azul..., para la cual he buscado demostrar lo
mucho que contribuyeron sus primeros lectores, atrapados también ellos
en la red del azar que les impuso el primer golpe de datos dariano.
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