ANÁLISIS CAROLINA
10/2020
LA CRISIS DEL MULTILATERALISMO Y AMÉRICA LATINA
Alberto van Klaveren
10 de marzo de 2020
La crisis del multilateralismo
A comienzos de la década de 1990,
Celestino del Arenal afirmaba la
existencia de un nuevo escenario
mundial que “poco o nada tiene que
ver no solo con el sistema y orden
internacional de la posguerra, sino, lo
que es más importante, incluso con el
sistema y orden internacional general
que nace formalmente a partir de la
Paz de Westfalia de 1648” (Del Arenal, 1993: 79). Con toda razón, el
destacado catedrático español daba
cuenta de los cambios que se habían
producido en la época y que apuntaban a un orden internacional enteramente distinto. La transición hacia
ese orden sería larga y, en realidad,
aún no ha cristalizado en un sistema
estable y consolidado. Más bien,
parecemos vivir en un proceso de
cambio constante, donde los nuevos
elementos que destacaba Del Arenal
—la universalización de las relaciones internacionales, la multiplicación
de actores, la crisis del modelo clásico de Estado-nación, el regionalismo,
la revolución científico-técnica, la
revolución de la información y la
emergencia de nuevos mundos— se
combinan con factores tradicionales
de políticas de poder, hegemonías y
crisis económicas, sin que se decante
una estructura internacional estable y
definida. Todo parece estar en flujo.
Ya no hay bipolaridad, pero la multipolaridad que parecía surgir tampoco
se ha consolidado, y el sistema internacional se ha bifurcado. Por una
parte, subsiste un orden de Estados
que interactúan entre sí de manera
tradicional y, por otra, se han generado redes de actores transnacionales
que influyen en la estructuración de
la agenda internacional y que, hasta
cierto punto, condicionan también a
los Estados. El multilateralismo parecía desempeñar un papel central en
este proceso de transición, acordando
reglas de funcionamiento del sistema
internacional y adoptando acuerdos
esenciales en un escenario de globalización.
Hasta hace unos años, todo parecía
llevar a un fortalecimiento del multilateralismo. Las necesidades de la
globalización, la integración de cada
vez más sociedades y países a la comunidad mundial, los avances tecnológicos, el impresionante desarrollo
de las comunicaciones y la urgencia
de enfrentar conjuntamente los grandes desafíos globales —desde la pro1
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tección de los derechos humanos y la
democracia, o la lucha contra el
cambio climático hasta la regulación
de las migraciones, el comercio internacional, la persecución de los
crímenes de lesa humanidad o la contención nuclear—, apuntaban en esa
dirección. Sin embargo, una serie de
acontecimientos recientes plantean
interrogantes sobre la estabilidad del
entramado institucional y legal que
se articuló tan laboriosamente a partir de la segunda mitad del siglo XX.
La idea de un sistema internacional
fundado en principios, normas y valores compartidos está siendo cuestionada, e incluso combatida, no solo
por aquellos que sienten que no han
participado en su construcción, o que
consideran que les ha sido impuesto,
sino también por algunos actores
centrales que lo establecieron.
co de Naciones Unidas sobre el
Cambio Climático; su denuncia del
Acuerdo Nuclear de Irán; su retiro
del Consejo de Derechos Humanos
de Naciones Unidas o su rechazo
absoluto a aceptar cualquier investigación de la Corte Penal Internacional que los involucre. En el ámbito
comercial, después de apoyar la
creación de la Organización Mundial
del Comercio (OMC) en la década de
1990, ha desempeñado un papel clave en el debilitamiento y paralización
de su Órgano de Solución de Diferencias —que fue uno de los grandes
avances en la estructuración de un
sistema efectivo para hacer frente a
las disputas comerciales— y ha optado por una senda de amenazas y
ruidosas guerras comerciales con sus
principales rivales y por negociaciones estrictamente bilaterales.
Se observa un creciente nacionalismo
que rechaza la delegación de soberanía y la institucionalidad internacional. Es lo que está presente en Estados Unidos, una potencia siempre
reticente a delegar soberanía, pero
que contribuyó significativamente al
establecimiento de un orden mundial
basado en reglas e instituciones multilaterales, practicando en ocasiones
una especie de multilateralismo invisible (Kaye, 2013: 116). En contraste
con esa tradición, el gobierno estadounidense está manifestando en la
actualidad una franca hostilidad hacia el multilateralismo, como lo demuestra su retiro del Acuerdo de
París, dentro de la Convención Mar-
Por otro lado, en el ámbito de los
derechos humanos, a la tradicional
resistencia de los países que califican
toda acción externa en defensa de los
derechos de sus ciudadanos como
una intromisión inaceptable en sus
asuntos internos, se está agregando la
oposición de regímenes iliberales y
autocráticos que en épocas pasadas
eran sensibles a las críticas externas
en este ámbito. China, la gran potencia emergente, también está contribuyendo a socavar el todavía frágil
régimen internacional de derechos
humanos. No solo lo hace incumpliendo muchos de sus principios
básicos en su propio territorio, sino
que también lo hace apoyando a los
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regímenes que los incumplen (Roth,
2020). Estados Unidos, que hizo de
la defensa de los derechos humanos y
de la promoción de la democracia
uno de los principios básicos de su
política exterior, ha ido relativizando
ese énfasis, aplicándolo de manera
unilateral y omitiendo sus críticas
tanto hacia sus aliados como hacia
sus mayores adversarios.
En Europa, un bastión histórico del
orden multilateral, sectores relevantes —aunque no necesariamente mayoritarios— se han sumado a este
rechazo del orden liberal y no solo en
su expresión económica. El cuestionamiento de los principios básicos
del Estado de derecho en algunos de
sus países ha sido denunciado incluso por las propias instituciones de la
Unión Europea (UE). Por su parte, el
retiro del Reino Unido de la UE, si
bien tiene su propia especificidad,
también contiene una afirmación de
nacionalismo en un Estado que históricamente ha estado en la vanguardia
de la globalización.
El cuestionamiento al multilateralismo se observa asimismo en América
Latina, como lo revela la fuerte crisis
que afecta a su regionalismo y los
debates en torno a los avances de los
acuerdos en el ámbito de la Convención de Naciones Unidas sobre el
Cambio Climático, a la vigencia y
profundización del sistema interamericano de derechos humanos o incluso a la adhesión al modesto Pacto de
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Migraciones, aprobado por Naciones
Unidas.
Surge así el interrogante sobre cómo
se verá afectado el orden multilateral
por la resaca nacionalista que asoma
también en América Latina y otras
partes del mundo. La pregunta no es
sólo teórica: incide en la fortaleza de
organizaciones internacionales tan
relevantes como Naciones Unidas y
en las instituciones regionales de
América Latina. Asimismo incide en
áreas jurídicas de gran crecimiento
en las últimas décadas, relativas por
ejemplo a los derechos humanos, en
la medida en que actores centrales
del sistema internacional están desestimando sus avances, sumándose a
aquellos que siempre los han resistido. Incide en instituciones como la
Corte Penal Internacional que, si bien
no ha contado con la membresía de
varias grandes potencias, sí se ha
beneficiado de la simpatía de alguna
y de la tolerancia de otras, sin considerar los cuestionamientos que ha
recibido desde parte del mundo africano. Y, por cierto, incide también
en las instituciones medioambientales internacionales, donde compromisos trabajosamente alcanzados
para enfrentar el cambio climático
pueden verse mermados por quienes
dudan de la envergadura y naturaleza
del fenómeno, cuando no de su misma existencia.
América Latina fue uno de los pilares
del multilateralismo en el pasado. La
región propuso y desarrolló sus pro3
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pias normas internacionales, estableció un conjunto de organizaciones
regionales y contribuyó fuertemente
al desarrollo del orden liberal antes y
después de la II Guerra Mundial. En
este contexto, cabe preguntarse en
qué medida esa tradición multilateral
se mantiene y hasta qué punto la tendencia global hacia el bilateralismo y
el nacionalismo también ha afectado
a la región.
América Latina y
el multilateralismo
Como recuerda Long (2018), América Latina ha contribuido a lo largo de
su historia al establecimiento de
principios básicos del orden internacional moderno y, hasta cierto punto,
se convirtió en un modelo de ese
orden, al favorecer la solución pacífica de sus controversias, el establecimiento de instituciones regionales
y globales, y el desarrollo del Derecho Internacional. La región cuenta
con una abundante historia diplomática, que se ha expresado tanto en el
ámbito local como global. Kacowicz
(2005) destacó la existencia de un
orden normativo regional en América
Latina, donde ha ido cristalizando un
sistema de normas e instituciones
comunes que ha privilegiado la solución pacífica de las controversias.
Diversos juristas y diplomáticos latinoamericanos desarrollaron una suerte de regionalismo legal, concentrado
en la defensa de principios básicos
como la igualdad soberana de los
Estados, la no intervención y, con el
tiempo, la proscripción del uso de la
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fuerza y la no agresión. La idea de
una normativa internacional propia
se expresó en la noción de un Derecho Internacional Americano, cuyo
defensor más prominente fue el chileno Alejandro Álvarez (Obregón,
2009), que posteriormente fue juez
de la Corte Internacional de Justicia.
Aunque el entusiasmo por un Derecho Internacional propiamente regional fue decayendo, la idea dejó una
huella importante en las actitudes de
la región frente al multilateralismo.
Los países latinoamericanos participaron activamente en la estructuración del sistema interamericano que,
contrariamente a la visión común, no
se redujo a la proyección de la hegemonía e intereses de Estados Unidos, sino que pasó a contener una
gran cantidad de aportes latinoamericanos (Long, 2020). Ya a comienzos
del siglo XX, las doctrinas Calvo y
Drago destacaban la inviolabilidad
de la soberanía y la igualdad de los
Estados, y postulaban la no intervención de un Estado o grupo de Estados, directa o indirectamente, en los
asuntos internos o externos de cualquier otro (De Vries y Rodríguez
Novas, 1965). Este principio logró
ser incorporado en 1933 como parte
del sistema interamericano (García
Amador, 1983: 90), gracias a la insistencia latinoamericana, siendo asumido posteriormente como un principio básico de Naciones Unidas.
El regionalismo, tanto en su vertiente
hemisférica como en su vertiente
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exclusivamente latinoamericana, posee una larga historia (van Klaveren,
2017). Tres factores influyeron significativamente en su evolución. Primero, el desarrollo del Derecho Internacional y la búsqueda de un orden normativo e institucional que
regulara las relaciones entre los Estados participantes. Segundo, la intención de contener la influencia de
las potencias externas, primero europeas y luego de Estados Unidos. Tercero, la idea de una identidad regional compartida: la conciencia de pertenencia a una región común. Pero
los países de la región también se
interesaron históricamente en la configuración de un orden global. Aunque el gran jurista venezolanochileno, Andrés Bello, no llegó a
participar en una institución específicamente multilateral, fue uno de los
primeros latinoamericanos en desarrollar conceptos claves que inspirarían posteriormente el multilateralismo de la región, tales como el rechazo a las intervenciones extranjeras, la necesidad de reconocer a los
nuevos Estados que surjan, el derecho de asilo, la utilización conveniente de recursos oceánicos que,
contrariamente a lo que se sostenía
en la época no eran “inagotables”, la
unidad de los países latinoamericanos y la necesidad de aumentar el
comercio entre ellos, sobre la base de
la reserva de concesión de condiciones superiores a la de la cláusula de
la nación más favorecida, proposición que pasaría a denominarse
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“Cláusula Bello” (Vargas Carreño,
2007: 58).
Aunque tan solo Brasil y México
fueron invitados a la Primera Conferencia de Paz de La Haya en 1899, y
únicamente México participó, la región tuvo una implicación mucho
más numerosa y activa en la Segunda
Conferencia de Paz en 1907 (Schultz,
2017), en la que destacaron los aportes de Ruy Barbosa, de Brasil (Viana
Filho, 1977), y Luis M. Drago, de
Argentina (Becker Lorca, 2014: 152158), quien a su vez continuó la doctrina de su compatriota Carlos Calvo
(Obregón, 2009: 158). El interés latinoamericano en la institucionalidad
que se estaba configurando se manifestó posteriormente en la Sociedad
de las Naciones, donde también se
produjeron los problemas y frustraciones de un multilateralismo en
ciernes y precario. Los intereses de la
región se orientaban hacia la solución pacífica de las controversias y la
no intervención. Originalmente, este
último aspecto estaba relacionado
con el cobro forzoso de deudas por
parte de los países acreedores, problema que América Latina había
sufrido en su historia reciente, y con
las múltiples intervenciones de Estados Unidos en la región.
En 1933, el gobierno de Argentina, a
través de su canciller, Carlos Saavedra Lamas, lograba la suscripción de
un Pacto Antibélico de No Agresión
y Conciliación, conocido posteriormente como Pacto Saavedra Lamas,
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que firmaron la mayoría de los países
latinoamericanos e incluso varios
europeos. No pretendía derogar el
régimen del Pacto de la Sociedad de
las Naciones, ni tocar el Pacto antibélico Briand-Kellogg, sino coordinar y completar esos instrumentos
con el no reconocimiento de las adquisiciones territoriales por la fuerza.
En reconocimiento a sus aportes a la
paz, que incluyeron también una activa mediación en el último gran conflicto bélico que conoció la región (la
guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay), Saavedra Lamas recibió el
Premio Nobel de la Paz en 1936 (La
Nación, 2006).
Si la participación de los países latinoamericanos en las conferencias de
paz de La Haya y en la Sociedad de
las Naciones de entreguerras fueron
intermitentes y, en general, frustrantes —en tanto no se acogieron varias
de sus principales pretensiones—, la
presencia multilateral de la región se
consolidó en Naciones Unidas. Gran
cantidad de sus países fueron miembros fundadores y, si bien su influencia no fue decisiva, constituyeron un
bloque importante y relativamente
numeroso en sus inicios. A los intereses tradicionales que había defendido la región en el periodo anterior a la II Guerra Mundial, se agregó
una fuerte preocupación por cuestiones de desarrollo, asumidas luego por
los Estados que iban surgiendo del
proceso de descolonización de posguerra.
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Una de las manifestaciones de ese
interés se plasmó en la creación de la
Comisión Económica para América
Latina (CEPAL), a la que posteriormente se agregó el Caribe. La entidad se inspiró en su contraparte europea, que había sido asociada a las
necesidades de reconstrucción de las
economías del “viejo continente”.
América Latina argumentó que también se había visto afectada por el
conflicto mundial, pero su motivación principal estuvo en las necesidades del desarrollo (Santa Cruz,
1966). Paralelamente, la región también se centró en la consolidación de
sus instituciones regionales, que incluían al sistema interamericano, con
la creación de la Organización de
Estados Americanos (OEA), en
1948, y la posterior construcción del
régimen interamericano de derechos
humanos. Por otra parte, el regionalismo propiamente latinoamericano
encontró su cauce en instituciones de
integración regional como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), de 1960; el Mercado
Común
Centroamericano
(1960); la Asociación Caribeña de
Libre Cambio (1965), transformada
en la Comunidad del Caribe (1973);
el Pacto Andino (1969), y el Mercosur (1991).
Más allá de su nutrido aunque no
muy efectivo andamiaje institucional
regional, América Latina ha cultivado el multilateralismo a través de su
contribución a regímenes internacionales globales en áreas como los de6
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rechos humanos, el Derecho Penal
Internacional, la prohibición del uso
de la fuerza, el Derecho del mar, el
sistema antártico, el comercio internacional, el medio ambiente y la
proscripción de las armas nucleares.
El compromiso multilateral de la
región se ha traducido en logros concretos. Por lo pronto, a diferencia de
otras regiones del mundo, América
Latina no registra guerras interestatales mayores desde la guerra del Chaco (1932-1935). La solución pacífica
de controversias ha sido la norma
básica para resolver las no pocas
disputas que han surgido entre los
Estados de la región. De hecho,
América Latina ha sido fuente de una
cantidad considerable de casos ante
la Corte Internacional de Justicia
(Wojcikiewicz Almeida y Sorel,
2017). El sistema interamericano de
derechos humanos es el segundo más
activo y eficaz después del europeo.
Los países de la región han recurrido
con frecuencia al sistema de solución
de controversias de la OMC y, además, han establecido, tribunales regionales, menos eficaces, en las instancias de integración regional y subregional. Casi todos los países latinoamericanos se adhirieron al Estatuto de Roma que dio origen a la Corte
Penal Internacional. Y los casos de
arbitraje internacional protagonizados en la región se han multiplicado
hasta niveles insospechados, involucrando a Estados e inversionistas
extranjeros.
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La participación en el sistema multilateral ha representado siempre un
aspecto fundamental de la inserción
de América Latina en el mundo (Atkins, 1989: 237). Asumiendo que los
países de la región no podían pretender modificar por sí solos una situación regional o global desfavorable
para sus intereses, privilegiaron la
acción de las organizaciones internacionales y los mecanismos colectivos
para resolver los problemas regionales o globales que les afectaban.
Una serie de asuntos que preocupaban a la región necesitaban de tratamiento multilateral, tanto más en una
etapa en que se modificaban los regímenes internacionales en áreas tan
cruciales como la paz y la seguridad,
la defensa de la democracia y de los
derechos humanos, el comercio, la
protección del medio ambiente, el
cambio climático, la defensa de sus
recursos marinos, la lucha contra el
narcotráfico, el terrorismo, la cooperación para el desarrollo y la contención de las grandes crisis financieras.
Diversos países apoyaron el papel
que asumió Naciones Unidas en materia de prevención y contención de
conflictos, participando en sus operaciones de paz en todo el mundo.
Dentro de la propia región, destacó la
acción conjunta de varios países en la
Misión de Estabilización de Naciones Unidas en Haití, donde asumieron el liderazgo.
Los países de la región también participaron en la negociación de regí7
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menes internacionales en materia de
desarme y proscripción de armas de
destrucción masiva, entre otros, en el
marco del Organismo Internacional
de Energía Atómica, o la posterior
Organización Internacional para la
Prohibición de las Armas Químicas.
Mención aparte merece la negociación y adopción del Tratado para la
Proscripción de Armas Nucleares en
América Latina y el Caribe (conocido como Tratado de Tlatelolco), que
estableció el primer estatuto de desnuclearización en una zona habitada
en el mundo y que sirvió de inspiración para acuerdos similares en otras
partes del mundo. Producto de una
iniciativa mexicana, que le significó
el Premio Nobel de la Paz a su principal promotor, el diplomático Alfonso García Robles, el acuerdo sirvió para alejar el espectro de una
carrera armamentista nuclear de la
región, una opción posible en la época dado el desarrollo nuclear de Argentina y Brasil, potencias que entonces se veían como rivales. Asimismo, muchos países fueron firmantes originarios de la Convención
para la Proscripción de las Minas
Antipersonales, uno de los instrumentos de desarme más innovadores
y que tuvo que negociarse al margen
de la Conferencia de Desarme de
Naciones Unidas debido al veto virtual de algunos miembros. Esta decisión implicó el compromiso de remover estas armas de varias áreas
fronterizas o incluso internas en la
región, con todos los costos que ello
implicaba.
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Una tradición desafiada
Dotados de una tradición tan potente,
pero inevitablemente limitados en
sus capacidades para lograr individualmente sus objetivos, cabría esperar una reafirmación del compromiso
multilateral de los países latinoamericanos frente al asedio del que está
siendo objeto el orden liberal establecido tras la II Guerra Mundial. Sin
embargo, ello no está tan claro. Si
bien se mantiene una adhesión retórica al multilateralismo, se observa
un cierto cuestionamiento de varios
regímenes internacionales establecidos o en gestación, y una profunda
crisis de la institucionalidad regional.
En un número especial de la publicación de la Coordinadora Regional de
Investigaciones Económicas y Sociales (CRIES), dedicado a los desafíos
del multilateralismo en América Latina (Legler y Santa Cruz, 2011), el
acento de la mayoría de los autores
estaba en el fortalecimiento del multilateralismo. Si bien se reconocían
las debilidades de la profusa institucionalidad existente, se destacaba su
potencial. Un libro más reciente,
publicado en Chile por dos prominentes multilateralistas, subrayaba ya
en su título la tradición multilateral
de su país (Somavía y Oyarce, 2018).
Ninguno de estos volúmenes presagiaba el cuestionamiento al que está
siendo sometido el multilateralismo
en diversos países y que se expresa
sobre todo en las reticencias, dudas y
abiertos rechazos que están suscitando varios acuerdos internacionales.
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Uno de los mayores cuestionamientos se dirige hacia el sistema interamericano de derechos humanos, que
representa uno de los pocos logros de
la OEA y, en todo caso, el mayor. Es
cierto que la relación de muchos países con la Comisión Interamericana y
la Corte Interamericana de Derechos
Humanos no ha sido fácil, lo que
resulta explicable a la luz de los graves problemas que subsisten en esta
materia. Sin embargo, se observa un
cuestionamiento mucho más de fondo, que no se limita a la objeción
(esperable) de sus informes o fallos
por los gobiernos que se sienten afectados. Es lo que revela una nota, entregada el 11 de abril de 2019, en la
que cinco países de la región (Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Paraguay) expresan sus inquietudes en
relación con el funcionamiento actual
del sistema regional de protección de
derechos humanos. En ella se destaca
la importancia del principio de subsidiariedad como base de la distribución de competencias del sistema
interamericano, y se subraya que los
Estados “gozan de un razonable
margen de autonomía para resolver
acerca de las formas más adecuadas
de asegurar derechos y garantías,
como forma de dar vigor a sus propios procesos democráticos. La declaración plantea que dicho margen
de apreciación debe ser respetado por
los órganos del sistema interamericano” (Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, 2019). Como ya lo
advertía años atrás un destacado experto:
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En principio y en abstracto, todos los países
miembros aceptan la idea y la existencia de
un sistema básico de protección de los derechos humanos, pero cuando ese sistema
adopta decisiones que tienen como destinatarios algunos Estados, estos suelen adoptar
una actitud crítica respecto a la legitimidad
del caso, o la solidez de la decisión, o los
trámites seguidos, o simplemente su posibilidad de cumplir la decisión adoptada (Ayala
Corao, 2001: 91).
Es previsible que las críticas al sistema interamericano de derechos
humanos procedan de gobiernos que
violan sistemáticamente estos derechos, como es el caso de la Venezuela de Maduro. Pero es preocupante
que ahora se extienda a países democráticos que no solo apoyaban al sistema, sino que se beneficiaron de su
acción cuando tuvieron que luchar
por recuperar sus democracias.
La protección del medio ambiente
representa otro consenso internacional que está siendo cuestionado. El
gobierno de Brasil, el país más relevante de la región y poseedor de la
mayor reserva vegetal del mundo en
la Amazonía, no ha ocultado su escepticismo —cuando no su abierto
rechazo—, ante la alarma mundial
por fenómenos como el cambio climático o la deforestación. Para altas
personalidades de su gobierno, partiendo por el presidente Bolsonaro, el
multilateralismo, la gobernanza global, la defensa de los derechos humanos o la lucha contra el cambio
climático formarían parte, según una
perspectiva desarrollada inicialmente
por la nueva derecha estadounidense
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e influyentes seguidores locales, del
denominado “globalismo marxista”,
frente al cual solo cabe utilizar las
herramientas de la “guerra cultural”
(Bachiller, 2019).
En noviembre de 2018, Brasil decidió renunciar a ser sede de la Conferencia de Estados Parte de la Convención Marco de Naciones Unidas
sobre el Cambio Climático correspondiente a 2019, conocida como
COP 25, aduciendo razones presupuestarias y logísticas. El relevo fue
pasado a Chile, que se ofreció para
asumir esa responsabilidad a muy
corto plazo, pero que al final tuvo
que declinar por el estallido social
que convulsionó al país, coordinando
finalmente la celebración del evento
en España. En distintas oportunidades, autoridades brasileñas han expresado sus reticencias frente a las
políticas en favor de la protección del
medio ambiente, poniendo en duda la
existencia de la emergencia climática, y sosteniendo que ponen en peligro el desarrollo agrícola e industrial
del país. También han expresado
reservas ante los llamamientos en
favor de una política más activa de
defensa de la reserva de la Amazonía, amenazada por la deforestación
y el avance de la agricultura, la minería y la colonización humana (Viscidi
y Graham, 2019). Según varios participantes y observadores de las negociaciones, Brasil —junto con Australia, China e India—, fue uno de los
países que más dificultaron el avance
de la COP25 y que, en definitiva,
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contribuyeron a la frustración de un
acuerdo en torno a los puntos pendientes de reuniones anteriores. Como reflejo de la desconfianza que
despierta el multilateralismo en el
gobierno brasileño, este decidió vetar
el artículo que hacía referencia a la
Agenda 2030 del Desarrollo Sostenible en la Ley Plan Plurianual 20202023 (Câmara dos Deputados do
Brasil, 2019).
Tampoco los regímenes regionales
medioambientales se libran de las
reticencias y críticas. Chile y Costa
Rica lideraron las negociaciones para
la adopción del Acuerdo Regional
sobre el Acceso a la Información, la
Participación Pública y el Acceso a
la Justicia en Asuntos Ambientales
en América Latina y el Caribe, conocido como Convención de Escazú, de
marzo de 2018, después de un intenso proceso negociador, en el que
participaron Estados y sociedad civil.
Pese a que Chile había sido uno de
los países que encabezaron la negociación, el gobierno decidió abstenerse de firmarlo, argumentando que
se requería un mayor análisis y que
contenía normas en materia de solución de controversias que podían
poner en peligro su soberanía. Además, señaló que los principios y
normas de Escazú ya están recogidos
en la legislación nacional (CNN Chile, 2019). Inicialmente, Colombia
adoptó una posición similar a la chilena, expresando dudas y reticencias.
Sin embargo, el gobierno cambió su
posición después de la convulsión
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ANÁLISIS CAROLINA
social que se replicó en ese país, firmando el acuerdo como una concesión hacia el movimiento social (El
Espectador, 2019).
En el análisis de los acuerdos internacionales, que representan uno de
los resultados más concretos del multilateralismo, destaca la diferencia
entre regímenes consolidados y aquellos que todavía están en estado embrionario (van Klaveren, 2011). Los
esfuerzos para adoptar principios y
reglas comunes en materia de migraciones internacionales pertenecen sin
duda a la segunda categoría. Hasta
ahora, no ha sido posible llegar a un
acuerdo global vinculante en materia
de migraciones, pese a la persistencia
y al aumento del fenómeno a escala
global. En todo el mundo, los Estados han sido reticentes a adoptar
normas internacionales vinculantes
en una materia tan sensible, que influye en sus estructuras sociales,
económicas, culturales y políticas.
En este contexto, se firmó en diciembre de 2018 el Pacto Mundial
para la Migración Segura, Ordenada
y Regular de Naciones Unidas, conocido como Pacto Mundial sobre Migración (Newland, 2018). Pese a que
no se trata de un tratado internacional
ni tiene carácter vinculante, un conjunto de países se abstuvieron de
firmarlo. Estados Unidos no participó en su negociación, rechazando la
sola idea de un acuerdo internacional
en la materia. Nueve Estados de la
UE también se abstuvieron. Chile y
la República Dominicana se sumaron
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asimismo al grupo abstencionista. El
caso dominicano no sorprendió, por
la política restrictiva y discriminatoria que ese país ha aplicado tradicionalmente ante la inmigración haitiana. En cambio, el caso chileno fue
más sorprendente, ya que el gobierno
había participado en las negociaciones e incluso se había comprometido
a firmar, cambiando su posición a
última hora. El argumento del gobierno fue de que el Pacto Migratorio
“incentiva la migración irregular” y
“afecta el derecho soberano” (El Libero, 2018).
Más allá del Pacto Migratorio, los
países latinoamericanos tampoco han
logrado una coordinación efectiva
frente a la crisis migratoria provocada por el descalabro del régimen de
Maduro en Venezuela. Pese a que
muchos de ellos integran el Grupo de
Lima, establecido en 2017, con el
objetivo de buscar una salida pacífica
a la crisis en Venezuela, no han sido
capaces de coordinarse para enfrentar
el impresionante flujo migratorio
procedente de ese país. Aunque se
han celebrado varias reuniones regionales, en el marco de la Organización Internacional de Migraciones
(OIM) y de la Oficina del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) y se han adoptado algunos
planes de acción, al final han prevalecido medidas unilaterales, como la
repentina y descoordinada imposición de visas a los venezolanos por
parte de los Estados receptores. Ello
ha generado efectos en cadena en
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países vecinos y ha puesto en duda
las encendidas declaraciones de solidaridad con el infortunio de los emigrantes venezolanos. Otra expresión
de esta falta de regulación se refleja
en las negociaciones migratorias entre Estados Unidos y México, donde
la presión del gobierno de Trump
obligó al gobierno de Andrés Manuel
López Obrador a tomar medidas que
frenasen la migración no regulada,
especialmente la procedente del
Triángulo Norte centroamericano (El
País, 2019a). Washington también ha
presionado al gobierno de Guatemala
a firmar un acuerdo para que acojan
a migrantes centroamericanos que
atraviesan su territorio en su camino
hacia Estados Unidos. Se firmó en
julio de 2019, pero debe ser ratificado por la nueva administración guatemalteca (El País, 2019b).
Los países latinoamericanos han sido
también uno de los puntales del régimen internacional de comercio,
representado inicialmente por el
Acuerdo General de Aranceles y
Comercio (GATT, por sus siglas en
inglés), y luego por su continuadora,
la OMC. No es de extrañar que la
Ronda de Uruguay, la última ronda
de negociaciones comerciales multilaterales que culminó con éxito, y
supuso la creación de la OMC, se
iniciara hace 30 años en América
Latina. Los países de la región han
desempeñado un papel primordial en
la OMC. Desde su creación, en 1995,
hasta finales de 2013, la Organización contó siempre con un director
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general adjunto procedente de la región. El actual director general, Roberto Azevêdo, es brasileño. Los
países latinoamericanos han participado también destacadamente en las
negociaciones de la Ronda de Doha.
En lo que respecta a la agricultura,
han desempeñado un papel de primer
orden en las coaliciones de países
que aspiran a ampliar el acceso a los
mercados agrícolas y reducir las distorsiones del sector, como el Grupo
de Cairns, el Grupo de Negociación
sobre Productos Tropicales y el Grupo de los 20 (Rodríguez Mendoza,
2016: 8).
Ante la explicable complejidad y
lentitud de las negociaciones globales, varios países latinoamericanos
decidieron emprender negociaciones
de libre comercio, bi y plurilaterales,
con sus principales socios, en la propia región, en América del Norte, en
la UE y en Asia-Pacífico. México,
Chile, Perú, Colombia y los países
centroamericanos siguieron esta política de “regionalismo abierto” (van
Klaveren, 2017: 10-14). Aunque los
socios mayores del Mercosur fueron
más reticentes en este ámbito, continuaron su larga negociación con la
UE, que culminó el 2019, si bien su
ratificación sigue pendiente. Por su
parte, Chile, Perú y México negociaron el Tratado Integral y Progresivo
de Asociación Transpacífico (TPP,
por sus siglas en inglés), que contó
inicialmente con la activa participación de Estados Unidos, que sin embargo se retiró apenas el presidente
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ANÁLISIS CAROLINA
Trump asumió el cargo. De manera
algo sorprendente, el TPP generó un
fuerte rechazo en la sociedad civil y
en sectores políticos chilenos, en
contraste con el virtual consenso que
hasta entonces había generado la
política negociadora de Chile, probablemente el país de la región que más
se identificó con el regionalismo
abierto. De hecho, el rechazo al TPP
fue uno de los caballos de batalla del
estallido social que sacudió al país a
partir de octubre de 2019, demorando
la ratificación del acuerdo por tiempo
indefinido. Queda por ver si a las
críticas al multilateralismo político
desde la derecha, se sumarán ahora
las objeciones de sectores de la izquierda a la apertura económica y el
multilateralismo comercial.
Las instituciones regionales latinoamericanas tampoco viven sus mejores momentos. La dispersión e inestabilidad de la integración latinoamericana ya fue destacada hace años por
Del Arenal (2010). La Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), que
para algunos representó una renovación del regionalismo, está en un
proceso de desintegración, algo que
no deja de ser inédito en una región
donde las instituciones regionales
suelen sobrevivir pese a sus debilidades y falencias. No fue el caso de
Unasur, que ha debido enfrentar el
retiro de Argentina (durante el gobierno de Macri), Bolivia, Brasil,
Colombia, Chile, Ecuador, Perú y
Paraguay. Ecuador, el país sede, dispuso la cesión de su espectacular y
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flamante edificio en la Mitad del
Mundo para dedicarlo a fines educacionales internos. Igual suerte corrió
el también flamante y costoso edificio que construyó el régimen del
presidente Evo Morales en Cochabamba, Bolivia, para el Parlamento
de Unasur.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC)
estuvo virtualmente paralizada por
varios años. Su Cumbre Bianual con
la UE, que debía realizarse en 2017,
tuvo que ser suspendida por decisión
latinoamericana y no europea y sigue
pendiente. En la ribera del Pacífico,
la Comunidad Andina de Naciones
(CAN) conserva su ambiciosa institucionalidad, inspirada en la UE,
pero sus dos mayores miembros,
Colombia y Perú, parecen haber
apostado por la nueva y más flexible
Alianza del Pacífico, que integraron
junto a Chile y México; mientras que
Bolivia, otro miembro de la CAN,
adhirió al Mercosur, sin que se hayan
especificado bien las condiciones de
su adhesión. El Mercosur, que tantas
expectativas generó en su momento,
enfrentó la suspensión de Venezuela,
otro miembro que se integró al bloque sin una negociación completa, y
ahora pende de un acercamiento entre sus dos mayores socios, Brasil y
Argentina, toda vez que altas autoridades brasileñas han expresado su
escepticismo frente a la continuidad
del proceso de integración. La Alianza del Pacífico, otro proyecto que
despertó grandes expectativas, parece
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ANÁLISIS CAROLINA
haber perdido impulso después de un
periodo inicial de mucha actividad y
entusiasmo. Como suele suceder, el
alineamiento político y comercial de
sus socios se ha visto modificado
debido a los cambios políticos internos, como ocurrió en el caso de México, y por un retorno a políticas más
proteccionistas, como ha sido el caso
colombiano.
Tanto en el caso de Unasur como en
el de la CELAC, los alineamientos
políticos e ideológicos y su asociación a proyectos políticos han condicionado su avance o incluso su desarrollo normal. Por la misma razón, el
proyecto avanzado por los gobiernos
conservadores de Chile y Colombia
de establecer un Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), si es
que logra concretarse, está condenado a correr una suerte similar a la de
Unasur. Por su parte, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestras Américas, Tratado de Comercio
de los Pueblos (ALBA-TCP), otro
proyecto vinculado al regionalismo
posliberal (Sanahuja, 2012) o poshegemónico (Riggirozzi y Tussie,
2014), se ha visto debilitado por la
debacle económica venezolana y,
más recientemente, por el anunciado
retiro de Bolivia. Solo en Centroamérica y el Caribe los proyectos de integración parecen seguir caminos
previsibles, aun cuando la imaginativa geometría variable del Sistema de
Integración Centroamericana (SICA)
también plantea dudas sobre su consistencia.
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Conclusión
La crisis global del multilateralismo
se ha hecho notar con fuerza en
América Latina. Esta no solo se manifiesta en la erosión de las instituciones regionales —que también
responde a los recurrentes ciclos políticos internos, asociados a los fuertes presidencialismos que caracterizan a la región (Malamud, 2014)—,
sino que ahora afecta a las tradicionales posiciones multilaterales de
varios países. Se observa una cierta
desconfianza frente a las organizaciones internacionales, que se extiende a la normativa internacional.
Se afirma que el Derecho Internacional no es neutral y que responde a
intereses de grupos transnacionales
que pretenden socavar la soberanía
nacional. Se teme la aplicación de
normas internacionales —algunas de
ellas de soft law, que no han contado
con el consentimiento expreso de los
Estados— por parte de los tribunales
locales (Orrego Vicuña, 2006: 64),
como efectivamente ha sucedido.
El discurso nacionalista no puede ser
más claro en Brasil, país que en el
pasado mantuvo una política multilateral activa y dinámica, aun siempre
en función de sus intereses nacionales (Daudelin y Burges, 2011). Sin
embargo, también se ha extendido a
otros países. En Chile, por ejemplo,
llama la atención el contraste entre el
primer gobierno del presidente Piñera (2010-2014), que mantuvo la política multilateral adoptada a partir del
retorno de la democracia por gobier14
ANÁLISIS CAROLINA
nos de signo opuesto, y el segundo
(2018-2022), que refleja posiciones
más reticentes y soberanistas. Colombia ha seguido un camino similar,
si se comparan las administraciones
de los presidentes Santos y Duque.
En el caso argentino, donde la política exterior suele estar asociada estrechamente a la política interna, el gobierno del presidente Macri se plegó
a varias de las posiciones críticas
analizadas, aunque con más moderación; con todo, con la presidencia de
Fernández cabe esperar un retorno a
posiciones de continuidad. México,
otro actor latinoamericano relevante
en materia multilateral probablemente seguirá un camino intermedio,
manteniendo varias de sus políticas
tradicionales —en materia medioambiental, de desarme y comercial—,
pero adoptando posiciones más abstencionistas respecto de acciones
internacionales en favor de los derechos humanos y la democracia.
10/2020
la región y los países de la UE, y de
su entorno próximo —incluyendo a
Suiza, Noruega y ahora al Reino
Unido—, parecen más relevantes que
nunca. Al igual que en el caso de la
propia UE, coexisten tendencias liberales y nacionalistas. Y al igual que
en Europa, la sociedad civil y las
fuerzas políticas progresistas se movilizan en favor del fortalecimiento
de la institucionalidad internacional.
Alberto van Klaveren es profesor en
la Universidad de Chile. Contacto:
avanklaveren[@]uchile.cl
Más allá de estos vaivenes imputables a los cambios políticos, la
esencia de la tradición multilateralista de América Latina parece mantenerse. La región sigue siendo una
zona de paz internacional. Las relaciones entre los países continúan
rigiéndose por un orden normativo y
una práctica regional que han contenido los embates de los ciclos políticos. El futuro del multilateralismo
latinoamericano estará igualmente
condicionado por las tendencias globales en este ámbito. En consecuencia, el diálogo y la cooperación entre
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ANÁLISIS CAROLINA
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