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Sergio Chejfec, Iluminaciones Profanas

2018, Revista Iberoamericana

Notas sobre literatura, escritura y arte contemporáneos

Revista Iberoamericana, Vol. LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 SERGIO CHEJFEC, ILUMINACIONES PROFANAS por Sandra ContreraS IECH, UNR, CONICET Aun cuando, por su misma condición discursiva, no posee naturalmente la idea de originalidad material, la obra literaria, piensa Sergio Chejfec, deposita en el manuscrito físico la función de asumir –en tanto que original– “el papel de soporte aurático e insustituible de la obra”. De modo tal que ante su virtual desaparición en la era digital, lo que se estaría revelando –prosigue– no es tanto la falta de soporte físico para la fijación textual (escribir, inclusive letras en la pantalla, será siempre marcar una superficie) sino la pérdida aurática derivada de la ausencia del original físico. La creciente valoración de la actividad caligráfica remanente –evidenciada en las exposiciones de manuscritos cada vez más frecuentes, en el modo en que éstos son conservados cada vez más celosamente– es, acota, uno de los índices de la “disipación de este tipo de presencia aurática”. Pero Ultimas noticias de la escritura (2015), el reciente libro de Sergio Chejfec, no es tanto un estudio sobre las condiciones de esa desaparición o los efectos de esa pérdida, como una reflexión, entre ensayística y autobiográfica, en torno de los modos en que en la “sobrevida insomne” de la escritura digital o en ciertas instalaciones y performances contemporáneas asistimos a la “resurrección del manuscrito por otras vías”. A esas “vías”, a esas “últimas noticias de la escritura”, el libro las concibe como “formas de reposición de lo aurático”. Y sucede que esas formas de “reposición” (de “resurrección”) son de algún modo parientes del fenómeno del que viene siendo testimonio la literatura misma de Chejfec, al menos desde Baroni, un viaje (2007): el relato como artefacto tendiente a la producción de experiencias en las que se reedita alguna forma de creencia y a las que suele asociar con un trance. Por ejemplo, el que produce en el escritor, que viaja a la casa-taller de Rafaela Baroni para adquirir una de sus vírgenes talladas en madera, el encuentro con el “halo de vida intangible” que emana de la escultura, la creencia en esa vida suplementaria que, por lo demás, el escritor imagina pedirle en préstamo. No se trata, claro está, de la representación de esa experiencia; se trata, en otro sentido, de la voz del narrador que hace del acto mismo de relatar la creación de una atmósfera para la ocurrencia del trance. Así, el escritor viajero frente a la figura tallada en la madera: 814 Sandra ContreraS La mujer en la cruz no consistía solamente en el madero esculpido que ahora enfrentaba, supongo, el espacio abierto; era también la figura silenciosa que yo había visto meses atrás y que había adquirido cierto tipo de vida agregada durante la espera y la distancia. ¿Qué tipo de vida? No sé. Probablemente una vida inerte, en la medida en que sería inverificable como orgánica para quien quisiera comprobarla, y por lo tanto, a lo mejor, una vida prestada; el préstamo como último recurso. La vida prestada tendría un componente doble, pensé. Por un lado, está quien ha creado o hecho la figura, en este caso Baroni, y por otro lado debe haber alguien que crea en algún componente espiritual, por mínimo que sea, de la pieza. Esa persona venía a ser yo. Según mi opinión, esta creencia no tiene una connotación religiosa obligada, si bien podría inscribirse en la serie de experiencias religiosas que nos ofrece, digamos, la vida moderna. (Baroni 61-62) No voy a detenerme en Baroni ni en las articulaciones entre muerte, religión y naturaleza que el escritor atestigua en su viaje al imaginario artístico venezolano. Solo quise extenderme en la cita para mostrar las resonancias, tal vez remotas pero al mismo tiempo próximas, entre una conjetura sobre “la serie de experiencias religiosas que nos ofrece la vida moderna” y las vías por las que textos como Ultimas noticias de la escritura pero también la novela Mis dos mundos (2008) y especialmente el volumen Modo linterna (2013) indagan en formas varias de “reposición de lo aurático”. Dado que esa exploración supone también incursionar en el “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” (“A veces me imagino como un informante de saberes en proceso de extinción o disolución”, dice el ensayista y enseguida se pregunta: “¿será que en eso consiste la literatura?”), en lo que sigue intentaré describir algunos de los modos en que la escritura de Chejfec hace a su vez de esa indagación un testimonio del lugar –“no muy firme, pero elocuente”– que imagina no solo para la experiencia literaria de hoy sino también para el escritor. Me ocuparé entonces aquí de los relatos reunidos en Modo linterna. Diré, para empezar, que me gusta pensarlos, al menos en principio, como una colección de iluminaciones profanas, de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas. Iluminación profana, sabemos, es la categoría que Walter Benjamin usa para valorar la capacidad que tiene el método surrealista de superar creadoramente la iluminación religiosa y de hacer estallar, según una interpretación de los signos de inspiración materialista, las fuerzas que se alojan en el mundo objetual; por extensión, el instrumento al que recurre para interpretar, históricamente, el mundo moderno y sus fantasmagorías: la ciudad, la arquitectura, los pasajes, la fotografía, el cine. Nada de todo esto, hay que decirlo, sucede estrictamente así en una colección de relatos que, en las postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, se ponen en “modo linterna” para captar la “belleza melancólica” de instalaciones desoladas y panoramas abandonados, al mismo tiempo que se exponen (como lo testimonia cabalmente el personaje Martín Fierro en la performance teatral de “Deshacerse en la historia”) al misterio de una Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 815 Sergio ChejfeC, iluminaCioneS profanaS nostalgia indefinida, como indecisa, que ahora “no sabe exactamente a qué zona del pasado adherir”. Algo, sin embargo, parece concernirles. Tal vez la inclinación por la interpretación histórica de ese caminante que conecta ciudades con montañas, naturaleza con cultura, arte con artesanía, a la que, a decir verdad, no se le podría negar inspiración materialista. O quizás, simplemente, la atmósfera envolvente que producen de entrada, en los primeros relatos del volumen, las imágenes de luz superpuestas a la oscuridad. Si se me permite el impresionismo, debo decir que los “paisajes de ventanas iluminadas e insomnes que se distinguen en los edificios a oscuras mientras un auto avanza solitario y rodeado de sombras por las calles de una ciudad dormida”, o, por ejemplo, la extraña hilera de aviones que atraviesan la noche de Donaldson Park, como “cabinas encendidas de un gigantesco sistema finisecular” resaltando los “macizos de oscuridad” formados por los árboles, me hicieron recordar, de inmediato, la impresión que veinte años atrás me había provocado L’Empire des lumières en el museo. Pensé enseguida, entonces, que el “modo linterna” de Chejfec podía ponerse al lado de las dos luces de Magritte, contiguo a esa simultaneidad del cielo diurno con la noche cuya incoherencia, convincente sin embargo como una evidencia, nos pone de manifiesto, al cabo de unos segundos de mirar la escena, y como un cuerpo extraño, la luz eléctrica del farol. Claro que lo insólito del encuentro, que el absurdo del surrealismo pone de manifiesto, a través de sus dibujos marcados, para hacer visible una grieta en la representación, es un efecto por completo ajeno a la percepción y a la sensibilidad de esta literatura. ¿Chejfec surrealista? Sería un disparate. Pero el poder de asombro y de admiración que Magritte encuentra en la evocación del día y de la noche y que designa con el nombre de poesía, así como su poética de la pintura como un medio para revelar ideas, siempre que la idea se haga visible “preservando la provocación irresistible del misterio”, invita a sostener, al menos a conjeturar durante un rato, la hipótesis de una contigüidad, de una vecindad, entre esos dos paisajes mentales. Así procede después de todo, me dije, el arte de Chejfec: por suscitación de encuentros empáticos. La frase que el ensayista había subrayado unos años atrás para pensar el brillo en la oscuridad de Antonio Di Benedetto, y que decía: “Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira”, parecía resonar en la serie como una confirmación.1 Con todo, el tercer relato, del que procede el título del volumen, revela que el modo linterna se estaba refiriendo a la luz –“minuciosa y abstracta”, piensa su portador– con que el celular del teólogo ilumina una placa entre las semisombras del segundo subsuelo del Crematorium de París, para que el narrador (los tres personajes del relato son el teólogo, el ensayista y el narrador, alter ego de Chejfec) pueda tomar la foto del lugar 1 En el ensayo “Sobre el brillo en la oscuridad”, publicado el 4 de noviembre de 2010, en el blog de Sergio Chejfec, “Parábola anterior” (parabarolaanterior.wordpress.com) Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 816 Sandra ContreraS último y duradero de Juan José Saer, esto es, documentar la visita y cerrar así el círculo de su devoción por el escritor. No se trataba entonces del misterio de las dos luces2 sino, quizás de un modo más prosaico, del bonus track de la tecnología que salvaba a la visita al cementerio de naufragar, dramáticamente diría el narrador, en el peor de los fracasos: la imposibilidad, para el escritor, de proceder a la documentación. En este sentido, y como efecto de una serie de desplazamientos sucesivos (la linterna, de por sí un sustituto de la electricidad, que aquí funciona como un uso agregado de la pantalla), el auxilio casi providencial de esta luz de emergencia funciona en la escena menos como la afirmación de una relación finalmente positiva con la técnica que como una iluminación oblicua del vértigo retrospectivo que condensa el drama potencial contenido en el percance, y que, por extensión, tiñe de provisoriedad y de contingencia no tanto a la luz artificial que lo facilitó como al documento mismo. Y es que éste es uno de los centros de gravedad, en el sentido de un polo de atracción, del volumen: el giro documental de la narrativa contemporánea en modo Chejfec. Un modo que, aunque el gusto cada vez mayor por “los libros en que la vida se muestra sin interferencias” se profese como una opción casi excluyente, remite, aquí, más que a una vocación, a una urgencia. El novelista documental de Chejfec (así se titula el relato en que el motivo se representa, “Novelista documental”) no es tanto el que escribe para documentar (de hecho el desprecio por “las novelas basadas en hechos reales” lo define), sino el que, como escritor o como lector y testigo, admite que “de un tiempo a esta parte” necesita, inapelablemente, de unos objetos auxiliares –unas fotos, unas guías telefónicas o unos lugares físicos que respalden las direcciones de esas guías– como métodos de prueba de la ficción. Más que una vocación, entonces, una ansiedad documental. Una ansiedad que, producto de una hipotética interpelación –el temor de que “alguien le pida cuentas” y lo acuse de inventar todo lo que escribe–, termina remitiéndose al documento menos como una herramienta restitutiva que como conducto de salvación para el escritor. El documento, entonces, como salvataje (del “valor” de la palabra del escritor) ante la creciente “sensación de disolución”, ante ese “borde de extinción” hacia el que “la literatura sigue deslizándose” y del cual las sillas vacías de unos escritores en el festival literario de “Hacia la ciudad eléctrica” serían una de sus últimas señales. El recurso al documento, también y por consiguiente, como índice del poder –y del interés– que ha ido perdiendo la ficción (la obsolescencia tiene siempre en Chejfec la forma de la pérdida de interés, del abandono de atención). 2 Sin embargo, el hecho de haberme enterado, después, de que los juegos infantiles en el cementerio, con su exploración de criptas sombrías y posterior ascenso a la superficie, fueron la ocasión para que la imagen de un pintor entre columnas semiderruidas y cúmulos de hojas caídas le sugiriera vagamente a Magritte la idea de la pintura como un elemento cargado de poder de revelación, todavía me hace dudar de desechar tan ligeramente la intuición de la empatía. Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 817 Sergio ChejfeC, iluminaCioneS profanaS Pero una literatura que no cesa de apelar a los auxilios de emergencia dispone a su vez (de) otros expedientes de supervivencia. Chejfec idea uno muy particular: el “disimulo” como arma privilegiada para “preservar el secreto” (del escritor). En unos relatos en que los personajes se sienten cada tanto “los únicos actores de una obra que no alcanzan a precisar” y en los que el paisaje se convierte una y otra vez en escenario (así, los andenes, trenes, señales, operarios y pasajeros que “parecen sumarse a una desganada puesta en escena” en el subterráneo, o la ciudad que “parece plegada a una impostura deliberada y escénica” de vacío y soledad), el subrayado teatral, que la literatura de Chejfec viene explorando desde hace unos años y que tiene en La experiencia dramática (2012) su modulación específica y más reciente, se convierte en Modo linterna en un postulado hipotético que funciona, no como marco para una exhibición, sino como reconocimiento de la situación en la que somos o podríamos “ser observados” (el miedo del escritor al examen de los otros como una variante del miedo del documentalista a la interpelación). Si el narrador de Baroni, un viaje creía entender que la tensión escénica de las performances de Rafaela transitaba a través de las miradas de los espectadores como vías por donde circulan los “flujos de energía”, y el de Mis dos mundos veía en los cuadros de William Kentridge el trazo del recorrido de las miradas de los personajes como la proyección compensatoria de unos raros comportamientos visuales, el cansancio con que, atrapado en el juego silencioso de luces y reflectores, el Martín Fierro protagonista de una performance contemporánea (el relato en Modo linterna es “Deshaciéndose en la historia”) se pliega a un “nuevo simulacro”, prueba que no hay artilugio festivo en la adopción de esta condición escénica –más bien hay en ello una mortificación y hasta una condena– y pone el foco en la exposición muda como única vía posible de transmisión de la experiencia en tiempos de biodrama y teatro documental. Pues bien, la circulación de las miradas, o bien, el circuito de miradas en el que el escritor se involucra (por ejemplo, con la performer y artista artesanal, como en Baroni; con los animales, como en Mis dos mundos) es el marco que se postula en el relato para transitar, si bien indirectamente, la experiencia. En este sentido, hay en Modo linterna, y en esto reside uno de los mayores encantos del volumen –dicha aquí la palabra “encanto” en un sentido literal–, unas escenas en las que el flujo de energía transita en una rara comunidad que se entabla entre el escritor y unos objetos o unas materias, digamos, unos “seres”, revestidos de una poderosa fuerza de atracción o de interpelación. Al otro lado de los animales, que esta vez ofician como interlocutores fallidos (véase “Novelista documental”), en Modo linterna aparecen unos objetos solitarios que funcionan, con el “resto insondable de los talismanes”, como el enclave de una creencia, de una manifestación, de una revelación. Y el escritor, hipersensible a las señales “intrigantes” que pueden emitir la tierra de las montañas venezolanas (“Vecino invisible”) o los ruidos de un hospital como resonancias de una “actividad colectiva pero secreta” (“Los enfermos”), se dispone a la hipnosis, a la contemplación difusa, o Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 818 Sandra ContreraS a la ensoñación meditativa en la que puede llegar al extremo de creer que está siendo observado, y examinado, por la nieve que él mismo está en trance de contemplar (“El seguidor de la nieve”). Sí, es la cualidad aurática que dota a la materia de la capacidad de devolver la mirada y que en Modo linterna es contigua al halo de vida propia que irradian a su alrededor sus formas antropoides, esos muñecos de nieve que se esmeran por parecer vivos y con los que a su vez el escritor y los pares de su cofradía entablan una sinuosa relación. Pero hay otros dos objetos, tan simples como extraordinarios, que en el comienzo y en el final del volumen subrayan o enfatizan eso que el narrador llama “una extrema sintonía” con el mundo material y se vuelven así el soporte de una “experiencia de plenitud” o de un éxtasis de “comunión”. Son dos papeles, más bien dos papelitos –una bolsa de papel de estraza, abollada, que se recoge del suelo como un residuo, y un pequeño papel blanco, la mínima parte de una hoja despedazada a mano, que cae desde el cielo como “un proyectil inocente pero dirigido”– que el escritor recibe y acoge como los “representantes inertes en miniatura” que, al modo de “un pliegue diminuto”, de una “ínfima pieza de rescate”, o de una “minúscula partícula de protesta”, le envían la geografía de un país, o la realidad, o la luna abandonada, que así eligen manifestarse. ¿El escritor como intérprete de las señales del mundo material? ¿El escritor como destinatario de una revelación?, ¿finalmente como un medium? Esto es precisamente lo que estamos tentados de decir, empujados por el arrebato de plenitud, por esa “densidad de la experiencia” que se proclama como preámbulo de la escritura. El papel, en tanto soporte físico de la inscripción, es un elemento crucial en las “últimas noticias” que reflexionan no solo sobre la función de la escritura –desde el valor aurático del manuscrito caligráfico a las preguntas que escenifican las performances e instalaciones contemporáneas, pasando por los rituales de la época de las máquinas de escribir– sino también sobre los modos en que la “pérdida” del manuscrito y del papel como fundamento material (Chejfec identifica la letra virtual en la pantalla con la “escritura inmaterial”) afecta hoy a las posibilidades de la literatura: de la narración, de la novela, de la ficción. Si el objeto central del libro son las varias formas de “reposición de lo aurático en literatura” –expresión con la que Chejfec quiere referirse a la “reanimación sustitutiva de un manuscrito inexistente”– la hipótesis capital parte de “la impresión” de que “esa ausencia del original reverbera en la titilación de la pantalla”. A esta reverberación Chejfec la identifica con lo que llama “la sobrevida insomne de la escritura inmaterial”. Pues bien: es precisamente ese fundamento material de la escritura lo que Modo linterna transfigura cuando, al modo de una “emanación virtuosa en la misma dirección simbólica o imaginaria”, restaura la reserva aurática del papel en los papeles de estraza que se levantan del suelo o que caen del cielo y que son papeles carentes de escritura –superficies no inscriptas– aunque portadores de mensajes destinados al escritor. Por lo demás, esos papeles –objetos resplandecientes en la titilación del “mensaje”– traen a la memoria del lector una hoja célebre en la Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 819 Sergio ChejfeC, iluminaCioneS profanaS literatura de –otra vez– Juan José Saer: no exactamente el papel en el que Tomatis llevaba escrito los versos que leyó en voz alta sino aquella hoja que, despojada ya del poema y convertida en “puro objeto radiante de peligro”, quw el Matemático doblaba en cuatro y seguía conservando, veinte años después, en el bolsillo del pantalón como “prueba inequívoca de la mañana en que se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el sur”.3 Solo que si la hoja ya en blanco de Glosa es pariente, por el resto aurático de poema que conserva, de las epifanías estéticas intermitentes que jalonan la caminata de esa mañana en Santa Fe, la bolsa abollada en el ascensor de Caracas (“Vecino invisible”) y el papelito lunar que cae en la calle de Scranton (“Hacia la ciudad eléctrica”) se presentan en Modo linterna como los delegados de unas revelaciones que, entre el esoterismo ocurrente y la clarividencia fallida, parecen provenir de un orden previo, como arcaico o más antiguo, que muestra sus potencias de vida en un mundo a punto de extinción. Por esto, es probable que no sea la epifanía –en el sentido joyceano, saeriano, del término– la forma última, o acabada, de esa “extrema sintonía” que acontece en la “manifestación”, cosa que, por lo demás, intuye el mismo narrador cuando presiente, por ejemplo, que la proposición insólita y extravagante que se le ocurre, mezcla de observación empírica y revelación imprevista, lo lleva a ignorar, literalmente, “qué es lo que se está diciendo a sí mismo”. Y por esto tal vez Rafaela Baroni, maestra del trance y testigo de lo invisible, sea, en el primer relato del volumen, casi la única interlocutora posible para la pregunta sin respuesta que el escritor, devenido de este modo menos el intermediario de un mensaje que la superficie de una refracción, repite: “¿no puedes decirme lo que has visto o simplemente no me has visto?” Pero hay otro soporte de papel con una función protagónica en la novela (amplia) del escritor. Es la libreta verde –cuaderno de apuntes o carnet de notas– con la que el escritor Sergio Chejfec –según cuenta en Ultimas noticias de la escritura– se cruza en la vidriera de una tienda muy poco glamorosa y que, como un talismán equívoco, lo acompañará desde entonces. “Este libro –dice en el párrafo Uno– puede ser leído como la historia de una libreta”. O puede ser leído, agrega en nota, como los efectos de su presencia, finalmente fantasmática, a lo largo del tiempo. En su vertiente autobiográfica, autofigurativa, el ensayo es entonces también el relato del descubrimiento de una dimensión hasta entonces inadvertida en un vínculo material con la escritura, la historia 3 ¿Qué otro escritor sino Saer, maestro de la luz y la reverberación, podría resonar en las experiencias de reposición de lo aurático de Modo linterna? Es interesante, en este sentido, que cuando piensa en el modo en que la apelación a “la resurrección del manuscrito” se inscribe en lo discursivo como rasgo material del relato, uno de los ejemplos puntuales a los que remite el ensayista de Ultimas noticias de la escritura es la escena de El entenado (1983)de Saer en que la superficie rugosa y el sonido de la pluma teatralizan la concepción del original, subrayando su condición material. Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 820 Sandra ContreraS de la inagotable irradiación de un soporte físico en su práctica de escribir.4 De esa libreta, “lo principal era ese escenario acotado al cuaderno verde, algo así como una herramienta teatral cuya efectividad consistía en su dócil presencia”, gracias a cuya “inagotable irradiación” escribió, cuenta, partes completas de novelas y hasta novelas enteras. No, sin embargo, porque hubiera servido como una “herramienta” en un sentido instrumental (de hecho, el resultado nunca importaba, o no importaba demasiado) sino porque, acorde con esos usos desviados y suplementarios que fundan el vínculo de Chejfec con la técnica, la libreta funciona en esta historia como un “aditamento” del que se acompaña “para tener presente la escritura como un fenómeno curioso”, como un “recordatorio” de la relación siempre embrionaria que mantiene con el acto de escribir, como una cifra de esa “relación ambigua con la escritura manual, por la que siente una infinita nostalgia y una devoción sin embargo carente de consecuencias prácticas”. También, como una reserva, “leal y silenciosa”, que le asegura algo “que para un artista no tiene precio: más que una reserva moral, un sentido ideológico o una misión estética, un subterfugio empírico, una mentira vital. No como una lección que debiera ser aprendida, sino como opción práctica”. Sucede que esa imagen con la que el ensayista autobiógrafo define su libretaestandarte, la de la “mentira vital”, es la misma con la que el escritor-caminante define para sí, y en el marco de la novela, a la literatura misma como un “simulacro de actividad”. Lo hace en Mis dos mundos, la novela escrita al modo de un balance cuando cumple cincuenta años, y que puede ser leída como la fábula del escritor: un prodigio de relato en el que todo parece estar librado al azar de la divagación y en el que todo, sin embargo, se encamina hacia el trance del que finalmente que se extraen, a modo de desenlace, unas “revelaciones” sobre su condición de escritor; más específicamente, sobre “el lugar del escritor” (“me refiero a la pregunta sobre mi lugar”, dice), sobre sus formas de aparición en la esfera pública, ante el público. “A eso se reducía la vida, podía decir, mientras me acercaba a un cumpleaños vital: a no ser descubierto. Cada quien tiene su mentira vital, sin la cual la existencia diaria y acostumbrada se desmoronaría; la mía consistía en los simulacros, de la literatura en este caso” (118). El trance, espectacular, tiene lugar en medio del parque: de repente una población de peces y tortugas se acerca y rodea al escritor que está parado al borde del lago, y él los imagina como un público suplicándole un discurso. De esa “contemplación 4 Según el relato de Ultimas noticias de la escritura, esa historia tiene dos preludios: las transcripciones, durante tardes enteras, de relatos de Kafka en un cuaderno, al modo de sesiones de escritura empática para asimilar la irradiación de sus contenidos, sentimientos o destrezas; el descubrimiento, a partir de la publicación en una revista de extractos de sus diarios inéditos y de imágenes facsimilares del manuscrito, no solo del escritor Enrique Wernicke sino también de su letra, de “la entrega casi dogmática a cómo – más que a qué– se está escribiendo” que los rasgos del trazo físico le permitieron, a Chejfec, hacia 1975, evocar y descubrir. Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 821 Sergio ChejfeC, iluminaCioneS profanaS recíproca” en la que queda atrapado, de ese trance, lo saca, también de repente, la observación fija de un cisne-bote de madera, el animal artificial. Y es esa torsión de las perspectivas la que se transfigura cuando, sentado ya a la mesa del bar y siguiendo el círculo de las miradas, el escritor descubre retrospectivamente la vergüenza de verse (a sí mismo) expuesto, públicamente, en su labor privada de escribir. Es entonces cuando, por “temor a la idea de que alguien pase a su lado y vea que no tiene nada escrito en su cuaderno”, el escritor decide no sacar las herramientas que había cargado a la mañana en su morral –el libro, la libreta, el bolígrafo– y renuncia a la sesión de escritura. El final de Mis dos mundos es, en este sentido, el reverso del final del primer relato de Modo linterna en el que, después de la sesión de videncia con Rafaela Baroni –la artista popular reaparecida para leer ahora la cédula (¡el documento!) del narrador–, y “gracias a la densidad de la experiencia que todavía duraba como los efectos de un gran trago”, el escritor “[s]e p[on]e a escribir”. Después del trance con los animales, que imaginariamente lo coloca en el lugar ideal del escritor con público propio (“Siempre un escritor sueña con un público real y esto era lo máximo a lo que yo podía ofrecer un argumento”), el escritor renuncia, en cambio y paradójicamente, a “una sesión de escritura que acaso habría sido provechosa, para sumergir[s]e en una meditación difusa sobre estos asuntos que v[iene] relatando.” Como se ve, no tendría mayor sentido leer en la escena final la declamación de un acto de renuncia, sencillamente porque esos asuntos sobre los que decide meditar en lugar de ponerse a escribir son, según la prodigiosa torsión del relato, aquellos que acaba de relatar. Con todo, y en la exacta medida en que la adopción de ese público de peces y tortugas coincide con la postulación de un “público más real cuando menos entiende, cuando blande su sordera, o por lo menos una resistencia, cuando señala nuestra inutilidad”, bien podría decirse que la escena final de Mis dos mundos imagina la paradoja en la que hoy se funda la “adopción de la actitud de escritor” según los protocolos de una literatura en trance de sobrevivir: una soledad hospitalaria, sin embargo, a extrañas formas de comunidad. Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico) 822 Sandra ContreraS referenCiaS bibliográfiCaS Benjamin, Walter. “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea”. Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. Madrid: Taurus, 1980. Chejfec, Sergio. Baroni, un viaje. Buenos Aires: Alfaguara, 2007. _____ Mis dos mundos. Buenos Aires: Alfaguara, 2008. _____ La experiencia dramática. Buenos Aires: Alfaguara, 2012. _____ Modo linterna. Buenos Aires: Entropía, 2013. _____ “Sobre el brillo en la oscuridad”. Parabolaanterior.wordpress.com. 4 nov. 2010. Repreducido en <http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrchejfec5.html>. _____ Últimas noticias de la escritura. Apostillas. Buenos Aires: Entropía, 2015. Saer, Juan José. Glosa. Buenos Aires: Alianza, 1986. Revista I b e ro a m e r i c a n a , ISSN 0034-9631 (Impreso) Vo l . LXXXIII, Núm. 261, Octubre-Diciembre 2017, 813-822 ISSN 2154-4794 (Electrónico)