Revista de Literatura, 2007, julio-diciembre, vol. LXIX, n.o 138,
págs. 587-703, ISSN: 0034-849
H ERNÁNDEZ G UERRERO , José Antonio y
GARCÍA TEJERA, María del Carmen, El
Arte de hablar. Manual de Retórica
Práctica y de Oratoria Moderna, Barcelona, Ariel, 2004, 286 pp.
No es frecuente (lítote, que quiere decir que es muy raro) encontrar un manual
de profesores universitarios verdaderamente
centrado en0 las cuestiones que interesa
aprender y en el espacio y el tiempo de los
usuarios. El libro sobre oratoria que nos
ofrecen Hernández Guerrero y García Tejera (ya antes autores de una Breve Hist0oria de la Retórica, traducida incluso a
lenguas exóticas) constituye una rara avis
por su claridad expositiva y su trascendencia práctica.
El lenguaje es sin duda el principal
instrumento del ser humano, pero basta
repasar el elenco de profesiones mencionadas en el primer capítulo para comprobar
que estamos ante un trabajo que no se va
por las ramas. El lenguaje es fundamental
para todos, sí y, por eso, para el político,
el jurista, el sacerdote, el profesor, el médico, el publicista y el científico.
Como las retóricas clásicas y del Renacimiento, se nos empieza recordando la
importancia de la didáctica al respecto. El
orador, el que domina el lenguaje, nace así,
pero también «se hace» y es tanto más
necesario el ejercicio para el que no tiene
facultades innatas que para aquel en quien
el lenguaje fluye con espontaneidad.
El estudio del lenguaje en situación,
que eso es la Retórica, es antecedente o
está conectado con todas las Ciencias Humanas. Los autores mencionan la semiótica, la Poética, la Lingüística, la Dialéctica, la Filosofía y la Antropología. Dedican
un capítulo entero además a la relación de
retórica y Psicología.
Antes de entrar en el nudo de la cuestión, recuerdan también que la Retórica ha
sido una pieza fundamental en la historia
de la formación de la persona culta (capítulo 5), presentando unos objetivos precisos hasta el día de hoy.
Un repaso rápido de nociones fundamentales (charlar, hablar, expresar, comunicar, convencer, persuadir, rebatir, disuadir, argumentar, conmover, evaluarse...)
anteceden todavía a la exposición sistemática que seguirá según el modelo clásico de
inventio, dispositio, elocutio, memoria y
actio.
Los temas que encuentra la inventio se
articulan en los apartados de «juicio crítico», «juicio estético», «juicio político»,
«juicio religioso», «juicio económico»,
«juicio psicológico», «juicio cultural», «juicio lógico», «juicio jurídico», «juicio ecológico» y «juicio sociológico». Cada uno
de estos apartados aborda la descripción
del enunciado, los principios correspondientes, las desviaciones y un vocabulario
mínimo. Se trata de un verdadero monumento al ingenio.
Es de agradecer de nuevo en la dispositio la concreción con que se desmenuza
los distintos elementos de la pieza oratoria. Nada más lejano al saber huero del
esquema consabido ni más cercano al que
habla de lo que sabe por experiencia habitual. También el estudio de los «géneros
del discurso» (capítulo 12) está vinculado
al hoy y ahora de nuestra sociedad.
El capítulo de elocutio (13) aborda las
virtudes, que se deben buscar, de la claridad, la precisión, la corrección, la concisión, la elegancia, y los vicios, de los que
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RESEÑAS DE LIBROS
se debe huir, de la oscuridad, ambigüedad,
incorrección, prolijidad y mal gusto.
El manual brilla especialmente en los
capítulo 14, 15, 16 y 17 donde sin ampulosidad alguna se pone de relieve la tremenda actualidad de los recursos de la
Retórica clásica. Supone a mi juicio un
valor especial traer a colación los aciertos
de la Retorica ad Herennium (incluso citándole original en latín) con párrafos tan
por encima del tiempo, que fueron seleccionados por Nebrija en 1515 y que valdrían igualmente para ilustrar, por ejemplo,
los discursos del presidente Chávez de Venezuela. El tratamiento de cada recurso es
claro y preciso a tenor del registro de toda
la obra.
Sendos capítulos (18 y 20) sobre Memoria y Actio cierran una obra en que me
hubiera resultado imposible encontrar objeción si no fuera por una bibliografía final que, a mi juicio, debe ser modificada
en la siguiente edición. Además de las
obras citadas (y ahí es preciso también
revisar la importancia que se atribuye a
cada una), los autores han pedido a una
serie de colegas que les envíen las referencias de sus trabajos de retóricas, que han
sido trasladados, sin más, al elenco. Unos
autores han mandado la relación de sus
trabajos con ocasión o sin ella y otros
hemos enviado la lista de nuestros estudios
de retórica en toda su extensión, lo que
supone también la suma de los distintos
pasos de una investigación hasta la aparición de la síntesis final. Además, hay otros
que, evidentemente, no han llegado.
O sea, estamos ante un excelente libro,
eminentemente práctico, al que acompaña
una bibliografía prácticamente inútil. Sugiero que, salvo Aristóteles, ningún autor aparezca en adelante con más de cinco entradas bibliográficas. Desde luego, Miguel
Ángel Garrido Gallardo, por poner un
ejemplo que conozco bastante, puede aparecer con menos.
M IGUEL Á. GARRIDO GALLARDO
BURGUERA, María Luisa, De unitate Speculorum-Estudios de Literatura Comparada, Castellón, Universitat Jaime I, 2006,
410 pp.
Un nuevo libro de reflexiones sobre la
literatura comparada escrito por la profesora María Luisa Burguera ha sido publicado, en 2006, por la Universidad Jaime I
de Castellón. Su título, en latín y en español, De Unitate Speculorum-Estudios de
Literatura comparada, introduce a la temática de las investigaciones presentadas.
Cuando decimos «nuevo», no nos referimos
a la fecha reciente de su publicación sino
a lo novedoso de su enfoque. La temática,
como explica la autora en el proemio,
constituye una unidad intrínseca compuesta por una complejidad de temas que, aunque son independientes de la cronología y
de la situación espacial, corresponden entre ellos. En efecto, el tiempo y el espacio existenciales, el viaje iniciático, el destino, a través de diferentes concepciones
estético-estilísticas, se encuentran en literaturas de diversas épocas y de distintas
lenguas.
Esta perspectiva no sólo permite profundizar en las correspondencias de las
ideologías y concepciones estéticas de autores renacentistas y conceptistas, como
Petrarca y Quevedo, sino que también aclara correlaciones de cosmosvisiones que se
manifiestan en la literatura argentina del
siglo XX y la inglesa, a través de su máximo representante, Shakespeare o entre la
literatura celta y la española. Estos procesos comparatistas se pueden apreciar en sus
capítulos temáticos La herida del tiempo,
Destino y fragilidad humana, en el que se
encuentra su original trabajo, Naufragio y
destino: «Un viaje terrible» de R. Arlt y
«La Tempestad» de Shakespeare, o en el
interesante artículo, Las Leyendas de Béquer: un ejemplo de influencia céltica en
la literatura española.
En la perspectiva de las relaciones interculturales, la profesora Burguera anali-
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za la visión que tienen de España viajeros
franceses que son escritores, como Victor
Hugo, o mujeres intrépidas, es el caso de
Madame Brinkman. Su estudio también se
extiende a la imagen cultural en el texto
literario.
Sus investigaciones no sólo conciernen
el estudio comparatista de textos literarios
sino que también comprenden las correlaciones que existen entre la literatura y la
pintura. Esta correspondencia entre diversas manifestaciones del arte, la autora nos
la revela en su capítulo, Literatura y Pintura Barroca, en el que nos muestra la
dialéctica que se establece entre Cervantes
y Velázquez.
En sus Estudios de Literatura Comparada, el análisis es llevado a través de una
estricta coherencia entre las diversas temáticas. De esta manera, la metodología se
desprende de una teoría bien fundaentada.
Cabe destacar que las reflexiones que
se desarrollan son el fruto de algunas de
sus conferencias dadas en la Sorbona, en
la Universidad de Bretaña y en la Maison
de l’Amérique Latine en París, intervenciones que han despertado un gran interés
entre los colegas franceses.
Por la fundamentación de las concepciones teóricas, por la precisión de la metodología y por la claridad de la exposición, Estudios de Literatura Comparada
constituye un ensayo sumamente útil para
investigadores y profesores. También puede orientar a los estudiantes en nuevas vías
de la investigación.
HELIOS JAIME
SÁNCHEZ MESA, Domingo (ed.), Literatura
y cibercultura, Madrid, Arco/Libros,
2004 («Lecturas»), 373 pp.
Tengo especial simpatía a la colección
«Lecturas» de Arco/Libros. No lo puedo
negar. Yo mismo he estado entre sus ini-
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ciadores con mi volumen Teoría de los
géneros literarios, el cual, gracias a esta
iniciativa, ha conocido una gran difusión:
mucho mayor, desde luego, de la que cabía esperar. Luego, el colega y entrañable
amigo recientemente desparecido, José Antonio Mayoral, tomó la dirección de la
empresa ideada por Lidio Nieto, consiguiendo un resultado excelente. En todo
caso, aunque no fuera esto así, por pura
objetividad, me parece que aplaudiría,
como lo hago, con entusiasmo entregas
como la que ahora comento.
Como se sabe, el objetivo de la colección es agavillar una selección importante
de trabajos (traducidos al castellano cuando están en otros idiomas) sobre cada cuestión importante de Teoría de la Literatura
y acompañarlos de un estudio introductorio y una bibliografía, dotando así a la
cultura en español de un instrumento de
consulta imprescindible para estar al día en
las materias teórico-literarias.
Con estos presupuestos, no es de extrañar la aparición de un volumen sobre Literatura y cibercultura, compuesto por el
profesor Sánchez-Mesa, quien lleva tiempo ya prestando atención a la cuestión. En
efecto, la incidencia de la tecnología cibernética sobre el campo de la Literatura hace
necesario estudiar, desde esta perspectiva,
qué ocurrirá con la «literatura», que, como
se sabe, es un fenómeno intrínsecamente
dependiente de la generalización de la imprenta, de la galaxia de Guttenberg.
Suelo recordar que, antes del siglo XIX,
para hablar del fenómeno humano de la
recreación hecha con lenguaje, se decía
«poesía» (con el étimo aristotélico), en el
XIX y XX se ha dicho «literatura», recogiendo la importancia del libro impreso como
soporte, y en el XXI se empieza a decir
«ciberliteratura», lo que, de cristalizar, sería testimonio tanto del cambio producido
como de la importancia que ha tenido (y
sigue teniendo) el hecho de la imprenta
(litterae: cosas escritas) en la consideración
de esta rama de las Bellas Artes.
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Domingo Sánchez-Mesa articula su antología en cuatro apartados: I. «Teoría literaria y cibercultura: revisión de algunos
conceptos principales», II. «Identidades virtuales: Sujeto, Sociedad y Política del ciberespacio», III. «Nuevos Géneros Literarios» y IV. «La educación literaria en la
cibercultura». Más la correspondiente bibliografía.
En el primer apartado, Catherine Hayles
(«La condición de la virtualidad», 37-72)
analiza el proceso epistemológico que lleva a reducir lo material, en todas sus manifestaciones, a un fenómeno de información. Así se pueden vislumbrar insospechadas conexiones de la Literatura con la
Biología molecular, la Ingeniería genética
o la Teoría de la información de base matemática. Marie-Laure Ryan («El ciberespacio, la virtualidad y el texto», 73-115)
aborda, con su característica finura, la
cuestión de cómo manejar el cambio semántico producido por el impacto de las
nuevas tecnologías. Hay que discernir qué
discursos dicen lo mismo con otras palabras y cuáles dicen otras cosas con las
mismas palabras existentes en nuestro campo. Espen Aarseth («La literatura ergódica» 117-145) defiende la posibilidad de
señalar los nuevos tipos de «textos» con
términos que no supongan una indebida
colonización de la teoría construida para la
creación «literaria». Finalmente, Antonio
Rodríguez de las Heras («Nuevas tecnologías y saber humanístico», 147-173) plantea una cuestión esencial que pone sobre
el tapete la revolución electrónica ante la
tradición humanística: el tema crucial de la
memoria.
El segundo apartado trata de la trascendencia propiamente filosófica del asunto.
Mark Poster («La ciberdemocracia, internet
y la esfera pública», 177-197) encuentra en
Internet el modelo del carácter construido
de la identidad. En el fondo, se trata de
un alegato postmoderno, a la búsqueda de
confirmación empírica more cibernetica, de
la crisis del sujeto. El trabajo de Kevin
Robins seleccionado («El ciberespacio y el
mundo en que vivimos», 199-232) aborda,
en cambio, el carácter «peligroso», de desprecio de lo real, que puede acarrear el
borrado engañoso de los límites del «adentro» y «afuera» del ciberespacio.
El tercer apartado acoge trabajos en los
que, en vez de centrarse en la época «postliteraria» que inaugura el espacio cibernético, se inquiere sobre los cambios que el
nuevo soporte introduce en la continuidad
de los géneros tal como lo hemos conocido en la época Guttenberg. Dani Cavallaro «La Ciencia-Ficción y el Ciberpunk»,
235-268) traza la genealogía del ciberpubnk en los clásicos para mostrarnos, según
Sánchez-Mesa, cómo la ciencia-ficción ha
supuesto una mirada analítica sobre el impacto de la ciencia, la tecnología y sus
contradicciones en el presente y, de ahí, su
vinculación con el género de la utopía.
Joan-Elíes Adell («Las palabras y las máquinas. Una aproximación a la creación
poética digital», 269-296) estudia las potencialidades y límites de la poesía electrónica. Mathew Causey «La performance
post-orgánica. La apariencia del teatro en
los espacios virtuales», 297- 325) es el
encargado de ponderar las posibilidades del
teatro en el nuevo medio. Se trata de una
cuestión todo problemas, ya que el género
«teatro» es literatura, pero no solo literatura (e incluso en absoluto literatura).
Como suele decir el teórico teatral José
Luis García Barrientos, es cierto que existen hombres sin teatro, pero cabe cuestionarse qué sentido tiene hablar de «teatro
sin hombres».
El cuarto y último apartado se destina
a examinar la trascendencia tecnológica,
económica, política y pedagógica de la
nueva situación. Michael Joyce (La Nueva
enseñanza: hacia una pedagogía para una
nueva cosmología», 329-343) explora la
nueva relación, más igualitaria y de colaboración, que instauran las nuevas tecnologías en las interacciones entre docentes
y discentes. En fin, Daniel Apollon («La
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educación superior y la visión del aprendiz electrónico –e-learning–», 345-366) observa un nuevo escenario, «caracterizado
por la desectorización y la emergencia de
un nuevo habitus, en el que los sistemas
de conocimiento tradicional y los sistemas
de comunicación del conocimiento sufren
una profunda modificación, que es observable no solamente en las universidades,
sino también en las empresas» (p. 360).
Insisto. La simpatía que abrigo par con
la colección, que evocaba al principio, se
ha visto incrementada especialmente con
un volumen como éste que resulta imprescindible por contribuir a la continua actualización del conocimiento de nuestras cuestiones en el devenir del cambio social. En
efecto, pocas realidades de nuestro mundo
estarán teniendo más influencia sobre nuestra cultura, que la emergencia de las nuevas tecnologías.
El resultado de la suma de textos antologizados no supone una información
exhaustiva (ni pretende serlo, ni es posible que lo sea), pero constituye una introducción suficientemente sistemática que
deberemos agradecer a Sánchez-Mesa,
quien, sin duda, seguirá transitando por
esta senda y produciendo nuevas entregas
iluminadores para cuantos, a principios del
siglo XXI, estamos anclados en el campo
acotado entre «poesía» y «cíber»
M IGUEL ÁNGEL GARRIDO GALLARDO
CHICHARRO CHAMORRO, Antonio, El corazón periférico. Sobre el estudio de literatura y sociedad, Granada, Universidad, 2005, 308 pp. («Biblioteca de
Bolsillo. Divulgativa Collectanea Limitanea», núm. 23).
¿Por qué al hablar de literatura parece
que sólo se habla de mundos imaginarios?
Edward W. Said respondió en The World,
the Text and the Critic (1983) que, la ma-
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yor parte de las veces, la razón es el desconocimiento: «...aunque también guardemos silencio (quizá por incompetencia)
acerca del mundo histórico y social...»
Por la razón que arguye Said es frecuente que se distinga, en el ámbito académico, entre la literatura y la realidad,
entre el mundo de la ficción y el mundo
concreto; sin embargo, no debemos perder
de vista los reiterados esfuerzos en las últimas décadas, desde perspectivas diversas,
contradictorias, complementarias o excluyentes, de entender la literatura, comprendidas en su mayor parte en la relación dicotómica e indisoluble entre literatura y
sociedad, esto es, en palabras de Antonio
Chicharro en su libro El corazón periférico:
«...un estado de comprensión caracterizado por un rechazo del cientificismo que
había asolado los estudios literarios desde
la modernidad decimonónica hasta los años
ochenta del siglo XX y una clara conciencia de la extrema complejidad del dominio
de conocimiento que es la realidad social
que llamamos literatura que no se agota
con una u otra explicación teórica» (p. 39).
De este modo, la literatura no es otra
cosa distinta (opuesta, ajena, reflejo o invención) de lo que llamamos realidad; es,
del mismo modo que la ciencia, una práctica y una realidad social, y como tal ha
sido comprendida y estudiada.
Chicharro expone en este volumen, a
partir de su propia experiencia y de una
aproximación reflexiva y crítica a las diversas teorías críticas que abordan las relaciones entre la literatura y la sociedad,
los distintos derroteros de lo que llama el
corazón periférico: el conjunto de estudios
sociológicos y sociales de la literatura.
Señala que:
«...el corazón real del hecho literario y
el corazón real de los estudios literarios
paralelos no se explican constitutivamente
sin la existencia real del corazón periférico que es toda sociedad –y dichos estudios,
en una suerte de explicación interna a su
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vez, no se explican sin el corazón periférico que conforman los estudios de su plural dimensión social» (p. 73).
En este ensayo de Antonio Chicharro
expone concienzudamente, recurriendo a
autores y teorías de la más diversa índole,
las explicaciones y posturas de fondo del
corazón periférico de la literatura. No pretende, y así lo señala de manera explícita,
hacer una historia de los estudios sociológicos y sociales de la literatura, sino explicar sus planteamientos desde su sentido
epistemológico y las cuestiones básicas que
rigen dicho conjunto de prácticas sociales
que llamamos estudios literarios. Es éste
una obra introductoria que no pretende
explicar todas las particularidades de las
diferentes prácticas teóricas sobre la literatura y la sociedad, sino hacer una aproximación a las más relevantes y señalar sus
diferencias y coincidencias a partir de su
objeto de conocimiento (episteme).
Aprovechando la estructura del libro de
Chicharro pretenderé esbozar la línea conductora de su propuesta de estudio, dado
que, de manera preponderante e indudablemente ligado a su práctica docente, esta
obra se conforma como un referente ineludible, a modo de introducción, para cualquier investigador interesado en la literatura desde una perspectiva social o sociológica. Podría añadir que, con acierto, abre
perspectivas, vías de reflexión, pone de
relieve teorías que, de otro modo, se desdibujarían en el enorme conjunto de estudios teóricos y propuestas de análisis.
La reflexión sobre la literatura debe
partir de la conciencia de que los estudios
literarios que se conforman sobre una pretensión científica, como afirma Chicharro,
se retroalimentan con las ideologías sociales, «estando sometida su ansiada neutralidad científica a intereses históricos»
(p. 49).
A partir de esta consideración es posible explicar y entender la multiplicidad de
paradigmas que, desde los estudios de Bajtín tras la revolución rusa (con su cambio
de perspectiva de las cosas) hasta la sociocrítica y otras prácticas teóricas tras la
caída del muro, se han desarrollado en el
contexto de la historia del pensamiento literario.
Parte esencial de los estudios literarios,
esto es, práctica cotidiana debe ser, a decir de Antonio Chicharro, llevar a cabo una
discusión sobre los modelos esencialistas,
los objetivistas históricos (como el materialismo histórico), «a la hora de corregir
los excesos deterministas, negar las objetividades empírico-positivistas, cuestionar
los fundamentos holísticos y la extendida
concepción unitaria y eurocéntrica de la
humanidad». El cuestionamiento conducirá
a la apertura de vías de comprensión, en
muchos de los casos cambiando el objeto
de estudio y no sólo la teoría en torno
suyo, como se señala en el último capítulo de El corazón periférico.
Pero, en la línea que ha seguido Chicharro desde Literatura y saber (1987), no
se limita a aportar todos los elementos de
análisis (en este caso, el amplio panorama
posible de los estudios sociológicos y sociales de la literatura en el mundo occidental), sino que su pretensión es proponer
llamar:
«...a las cosas por su nombre ... a las
científicas teorías de la literatura denominémoslas con más propiedad ideologías literaturológicas. [que] ... no hacen derivar
su propia discursividad ... de la literatura
misma ni tratan de doblar con sus palabras
un modo de escritura que confunden con
toda la literatura» (pp. 54-55).
Con su propuesta de metateoría, del
conjunto de prácticas y teorías literaturológicas, Chicharro busca configurar una
suerte de teoría macro, que comprenda a
las demás a partir del esfuerzo, denodado,
crítico, reiterado, de conformar una ciencia de la literatura; si bien la menciona
sólo en la primera parte del libro, subyace
en el resto como hilo conductor, como
pretensión comprensiva de la realidad so-
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cial que llamamos literatura y los modos
que tenemos de conocerla.
A partir de multitud de referencias a
autores y corrientes del pensamiento, desde el ámbito propiamente español como es
el caso de Castellet o Mainer, hasta Leenhardt, Escarpit o Zalamanski, Antonio Chicharro sostiene que las explicaciones de la
crítica literaria se establecen en dos sentidos: de la literatura a la sociedad y de la
sociedad hacia la literatura. El primer caso
(sociología de la literatura) estudia «los
efectos de la obra sobre la sociedad». El
segundo sentido (crítica sociológica) sostiene que no puede soslayarse los elementos
sociales previos, inherentes y contextuales
de la obra literaria, y se identifica con la
crítica de índole marxista.
A partir de esta consideración (básica,
metodológica) es posible aproximarse a las
distintas propuestas teóricas, las cuales,
como afirma categóricamente Chicharro, no
es posible separarlas del sistema que llamamos literatura. Es decir, no son realidades distintas y otras, sino facetas del mismo objeto, o mejor, de la misma práctica
socialmente validada.
Chicharro realiza así una crítica, pertinente y necesaria, de las muchas teorías
que conciben la literatura y la sociedad
como entidades autónomas e independientes. De este modo lo que se identifica
como literatura (los textos y las prácticas
que solemos concebir de este modo), el
corazón central, y «el difuso e inasible
corazón periférico de la sociedad [donde
incluiríamos los estudios sobre la literatura] ... son elementos constitutivos del sistema literatura».
Los capítulos precedentes sirven a Chicharro como una suerte de introducción,
bosquejos, a su preocupación fundamental:
¿qué es este objeto que estudiamos, la literatura?
Resulta especialmente interesante su
afirmación de que, en el seno de la metafórica situación de la literatura a la sociedad y de la sociedad a la literatura, a la que
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se adscriben la mayor parte de las propuestas teóricas de estudios que explica Chicharro, se reconoce de manera implícita la
existencia de la dicotomía literatura/sociedad, considerando cada una de ellas como
entes autónomos que guardan algún tipo de
relación. Aunado a lo anterior, no se preguntan qué es el fenómeno literario: al destacar o defender una un otra aproximación
al objeto, pierden de vista qué es.
Estas posturas, añade Chicharro, «constituyen un serio obstáculo teórico para ...
pensar la literatura como una cristalización
social o específica forma productiva de lo
real», a pesar de que en el plano teórico
se trabaje sobre realidades particulares
(cortes) y su cristalización histórica. Además, perder de vista que no se trata de
entidades ajenas (literatura y sociedad) y la
limitada comprensión del fenómeno literario dificulta poner en evidencia la problemática esencial, «las manifestadas diferencias entre dichas teorías a propósito de su
respectivo objeto teórico».
Para entender la importancia, la necesidad de los distintos paradigmas a los que
introduce El corazón periférico que intentan explicar la literatura y la sociedad (diferenciadas, entrelazadas, una sola entidad)
debemos tener en cuenta, nos sugiere Antonio Chicharro, que los estudios literarios
se abocan al dominio cultural literario (o
en términos del autor, «el socialmente diferenciado sistema literatura»), el cual se
manifiesta de gran complejidad, por lo que
cualquier acercamiento teórico se mostrará
incapaz de comprenderlo en su totalidad.
El libro El corazón periférico nos introduce a los estudios sociológicos y sociales de la literatura, pero sobre todo nos
aproxima a una problemática fundamental,
y no siempre comprendida en su justa relevancia en torno a la comprensión del
pensamiento social y las prácticas literarias,
imbricadas en lo que solemos llamar, desde Madame de Stäel, literatura.
RODRIGO PARDO FERNÁNDEZ
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RESEÑAS DE LIBROS
A SENSI PÉREZ, Manuel, Los años salvajes
de la teoría. Phillippe Sollers, Tel Quel
y la Génesis del pensamiento post-estructural francés, Valencia, Tirant lo
Blanch, 2006, 495 pp.
Hace dos años, en el número 131 de
esta misma revista, tuve el placer de reseñar el libro de Manuel Asensi Historia de
la teoría de la literatura (el siglo XX hasta los años 70), Valencia: Tirant lo Blanch, 2003. Ya entonces, quedaba sumamente admirada por un proyecto, que no sólo
revelaba un profundo amor por el pensamiento sobre la literatura y de la literatura; sino un saber inmenso en torno a temas de toda índole, junto con un inusual
talento para la transmisión pedagógica, que
habrían de convertir a ese libro en una de
mis lecturas de referencia durante estos tres
años. Ahora tengo entre mis manos Los
años salvajes de la teoría y vuelvo a quedar asombrada, porque Manuel Asensi tiene el don de transformar la historia de la
teoría de la literatura en una historia cautivadora, pero también en una historia
cercana, donde cada uno de sus nombres
y sus conceptos acaban por transmitirnos un afecto, que nos ayuda a sobrevivir en un mundo donde la pregunta
«¿para qué sirve?» amenaza con engullir
las humanidades, que algunos prejuzgan
como meramente lúdicas. Desde aquí, recordar el proyecto Tel Quel supone reivindicar el decir y el hacer de muchos de
nosotros:
«Tel Quel sirve, dice Sollers, para «no
morir de desesperación en un mundo de
ignorancia y perversión». Es una respuesta pasional, afectiva, agresiva. Pone de relieve lo que fue el proyecto telquelista: un
intento de cambiar la realidad atento a los
engaños de otras propuestas de cambio que
fueron estériles o bien condujeron a situaciones peores... Lo que se halla en el origen de este estudio es algo que debería
mover los afectos de todos aquellos que
nos interesamos por la literatura, la teoría
de la literatura, la historia de la literatura
etc. ¿Por qué? Porque es la literatura, es
la teoría, lo que Tel Quel propone como
foco de resistencia ante la ignorancia y la
perversión del mundo... No sólo es que los
telquelistas vieran las posibilidades políticas de la actividad teórica y literaria (eso
también lo vio el marxismo clásico), sino
que consideraron que la teoría literaria y
la literatura eran el lugar nuclear de la
política y el cambio social» (pp.13-14).
De este modo, Asensi se alinea con el
telquelismo: «este libro nace de una pasión
que rinde homenaje a una de las empresas
más ambiciosas e imaginativas de convertir la teoría de la literatura y la ‘escritura’
en el espacio privilegiado de la acción
política y de la transformación social»
(p.15); al tiempo que recupera para los
lectores españoles:
«una época que creyó poderosamente
en el poder de la teoría y de la escritura,
una época que hizo de esa teoría y esa escritura casi una razón de ser, una identidad, una época que bien podría ser llamada de los años salvajes de la teoría, no
podía dejar las cosas como estaban ni en
cuanto al lugar de la enunciación (¿desde
dónde se hacen la teoría y la escritura?),
ni en cuanto al género o géneros utilizados (¿cómo es la textualidad telquelista?),
ni en cuanto a su destinatario (¿a quién se
dirige esa teoría con un fin revolucionario?)» (p.21).
Nada se había escrito sobre ella en
nuestra lengua con semejante minuciosidad.
Los años salvajes pueden leerse como un
paso más de la Historia de la teoría de la
literatura, pero no uno cualquier, sino
aquel que le da razón de ser.
El libro queda dividido en dos grandes
partes. Una primera, donde se traza la historia del movimiento telquelista, los temas
que inauguró desde 1960 a 1982, el contexto personal, político, cultural y filosófico que lo acompañó y las diferentes publicaciones de literatura y literatura com-
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RESEÑAS DE LIBROS
parada que fueron surgiendo. Una segunda, donde Manuel Asensi demuestra su inmensa capacidad para acercar al lector
cualquier concepto, pero también la admiración que siente por Phillipe Sollers, cuya
obra, no como eslabón aislado, sino como
cadena de textos, se convierte en el señuelo desde el que recorrer algunos de los pilares conceptuales teórico-literarios, pero
también políticos de Tel Quel en el periodo que va de 1965 a 1970. Los años salvajes de la teoría forma parte de esa cadena, asume el programa que describe y
convierte este juego especular en pasión y
en revolución. Tampoco debe olvidarse que
en la «Introducción» al libro Asensi dialoga con los trabajos más relevantes escritos en inglés y francés sobre Tel Quel, analizando los acuerdos y desacuerdos que su
ensayo mantiene con ellos, gesto altamente original, que habla de ese lugar otro
desde el que se construye su propuesta.
La primera de estas partes, que lleva
por título «Historia del espacio ‘Tel
Quel’», se subdivide en diferentes epígrafes: «La creación de la revista (1960-1963)
y el germen del conflicto», « La creación
del espacio ‘Tel Quel’ (1963-1969)», «Las
barricadas, la deconstrucción y el marxismo: mayo del 68 y sus consecuencias»,
«Bajo la bandera maoísta, la dialéctica, la
negatividad y el feminismo (1970-1974)»,
«El desierto de lo real: el viaje a China»,
«La crítica del totalitarismo, la nueva filosofía y la literatura como disidencia:
1974-1977», «El catolicismo ateo de Tel
Quel y la literatura contra lo semblan
(1977-1982)» ; al tiempo que apunta hacia una historia que no es la de una revista, sino la de un ‘espacio’, entendido éste
como el punto de encuentro de una revista con una gestión editorial, de diferentes
encrucijadas vitales, de distintos proyectos
literarios, de una actitud política..., como
una manera peculiar de literatura, de ideología, de pensamiento...
Desde aquí, por ejemplo, el concepto
de autor deja de ser una realidad privada
597
y se convierte en pública: los artículos se
firman con el nombre del grupo, aparecen
textos en los que no sabremos dónde empieza la cita y el discurso del autor que ha
citado, donde dejamos de saber quién habla; puesto que «una de las características
más llamativas de la historia del movimiento Tel Quel fue la de poner en tela de
juicio la idea de límite» (p.69), que asociada a la necesidad de un movimiento
continuo, convierten al espacio Tel Quel,
en un lugar móvil, de fronteras inciertas,
y en esto radica su extrema potencialidad:
«La máquina Tel Quel consistió en no permanecer idéntica a lo largo de su historia,
en no ser la misma, en hacer del cambio
una estrategia política» (p.71).
De esta manera, Asensi nos explica que
«Tel Quel no se desplazó desde el marxismo-leninismo del PCF al maoísmo porque no fueran marxistas o porque dejaran
de serlo, sino porque su proyecto de revolución cultural como condición necesaria
de revolución social dejó de encontrar acomodo y salida dentro del estrecho camino
comunista, y en cambio sí los encontró en
el cauce maoísta. Tel Quel no pertenecía
al marxismo-leninismo, al maoísmo, al
americanismo o al catolicismo, sino que
usó todos esos moldes políticos como medios de expresión» (141).
En lo que todo el espacio Tel Quel
parece estar de acuerdo es en que la verdadera forma de disidencia está representada por la literatura, que en ella reside un
poder que va más allá de todos los saberes.
Por ello la primera parte del libro recrear el diálogo de Tel Quel con referentes tan dispares como el marxismo, la guerra de Argelia, el nazismo, la nouveau
roman, el estructuralismo, la escritura textualista, el PCF, el feminismo, el maoísmo, el cristianismo etc... creando un complejo palimpsesto donde la capacidad narrativa de Manuel Asensi impide al lector
perderse; pero también donde el modesto
objetivo apuntado «agudizar los trazos de
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ese panorama que tienen que ver con la
teoría de la literatura y la literatura en
general» (p. 47) es superado con creces,
para pasar a convertirse en una lección de
historia del pensamiento, que ilumina muchísimos de los grandes acontecimientos de
la segunda mitad del siglo XX.
Asimismo, son muchos los nombres que
se van a convertir en protagonistas de esta
historia: Roland Barthes, Derrida, Foucault,
Lacan, Todorov, Kristeva, el propio Sollers... sobre los que Manuel Asensi habla
como teóricos, pero también como amigos,
competidores, amantes... en un gesto de
humanización nada gratuito, pero sí muy
reconfortante para el lector, que encuentra
en el vínculo corpus-cuerpo, (no en vano
objeto de interés prioritario del propio telquelismo) un nuevo camino de lectura, que
es también una apuesta pedagógica: «Olvidamos que hubo una enseñanza una pedagogía (la telquelista) que, aunque no estuviera exenta de problemas, se propuso
llevar a los estudiantes y asistentes al alto
nivel del lenguaje filosófico y político,
condición ésta considerada como necesaria
para la revolución política» (p.121).
Desde ese ‘espacio’ que Tel Quel conforma, y del que todos nosotros pasamos
a formar parte al leer a Asensi, la revista
pudo desaparecer en invierno de 1982:
«pero el espacio Tel Quel seguía vivo. Se
cumplían las palabras que Sollers le había
dicho a Jacqueline Risset en el número 86
de la revista: «¿Por qué Tel Quel causa
sensación? Simplemente porque nadie puede saber de antemano lo que se va a escribir, lo que entraña una experiencia tal
que desorienta cualquier asignación de lugar» (p. 206).
Pero todavía más, ya que la segunda de
las partes del libro, aunque titulada «Los
conceptos», más bien aborda «Archi-Conceptos», como demuestran los subtítulos de
los capítulos: «Teoría y práctica de la revista en el telquelismo», «Pasión y poder
de la literatura», «Autorreflexividad y literatura», «Texto y post-política. El relato
rojo y la reflexividad performativa», «La
materia y el sujeto en Tel Quel».
Así, en el primero de ellos Asensi crea
una «teoría de la revista», donde el «medio es el mensaje», donde la teoría y la
praxis se aúnan en un gesto siempre político, donde la polifonía es una necesidad:
«por decirlo en otros términos: en la revista lo que es dialógico y polifónico es
el ‘parergon’ antes que, o además de, los
textos en sí mismos. (p. 211) Por ello, si
Tel Quel quedó marcada por el tiempo
convulso que rodeo su existencia, ella misma contribuyó a hacerlo convulso, pues la
revista gozó de carácter preformativo, fue,
ante todo, una acción, respaldada por su
valor liminar, como productora, pero también como mediadora, de la producción
cultural, del debate, de la misma literatura.
Mientras «Pasión y Poder de la literatura», se pregunta: ¿Qué es la pasión de
la literatura?, ¿Qué es ésta para Tel Quel?,
y encuentra la respuesta en una literatura
que se mira a sí misma, que no acepta su
supuesto carácter instrumental, ni ninguna
sobredeterminación que venga de un lugar
extraño a ella. El diálogo de los telquelitas con la nouveau roman se explica porque es aquí donde ellos ven un primer
camino hacia la autorreflexividad literaria;
aunque más tarde las novelas de Grillet, y
del propio Sollers superen este camino, y
encuentren otras sendas por las que seguir
avanzando en una búsqueda, aunque el
tiempo acabe por demostrar que para determinarse a sí misma la literatura tendrá
que borrarse como tal literatura.
De esta forma, la pasión de la literatura
conecta con el problema de la autorreflexividad, pero también de la presencia de la
subjetividad en el texto, aunque ésta no sea
entendida según el modo de la representación clásica. Por lo que, el tercero de los
capítulos de la segunda parte, se dedica a
esta reflexión, como consecuencia lógica del
anterior. «Más que un concepto la autorreflexividad es una matriz generadora de conceptos» (p. 265), sobre la que piensan Blan-
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chot, Foucault, Barthes, Bataille..., con los
que Manuel Asensi dialoga; al tiempo que
Drame, Nombres o «Caminar sobre la
Luna» de Sollers sirven para articular el
tránsito de la autorreflexividad a la hiperautorreflexividad, para entablar un diálogo
entre Sollers y Derrida sobre la diseminación, el injerto, la archi-escritura, la cita
etc..., que constituye uno de los puntos más
intensos e interesantes del libro, por lo que
tiene de subversivo: ya que ahora la historia de la deconstrucción cobra un nombre
propio que no es el de Derrida: Phillipe
Sollers. Posiblemente este tercer capítulo
constituya la mejor exposición sobre deconstrucción escrita hasta hoy en castellano.
Algo semejante ocurre con el capítulo
cuarto, donde la post-política como cuestión determinante en el pensamiento de los
últimos años, se nos presenta desde su
génesis: ante la caída de las grandes ideologías la respuesta está en las subjetividades individuales. No obstante, el recorrido
de este capítulo no es simple, pues enfrenta
las nociones de texto, genotexto, fenotexto, indecidible, relato rojo... mostrándose,
también, como análisis preciso y minucioso de la obra de Julia Kristeva.
Por último, «La materia y el sujeto en
Tel Quel» recoge la reflexión que sobre la
materia y el materialismo llevo a cabo el
telquelismo, reflexión sin precedentes en el
siglo XX, que anticipa gran parte de las
preocupaciones que más tarde recogerían
las teorías queer; ya que ser materialista de
acuerdo con Sollers consistirá en adoptar
una posición no tética «cuya virtud es captar contextualmente la intercambiabilidad y
la diferenciación infinita entre dos extremos de una contradicción» (p. 407). La
historia de la materia se vuelve inseparable de la historia del sujeto.
Asimismo, no debe olvidarse que este
libro recopila y traduce algunos de los
fragmentos más significativos de la historia de Tel Quel, convirtiéndose, de este
modo, en una interesante antología de su
‘espacio’.
599
Si Paul de Man recogía en Alegorías de
la lectura la pregunta nietzscheana: ¿cómo
separar a la bailarina de la danza?», me
permito ahora retomarla, pues Los años
salvajes de la teoría son ya parte de Tel
Quel, de la misma manera que la historia
de Tel Quel ya nunca podrá leerse sin estos Los años salvajes...
BEATRIZ FERRÚS ANTÓN
STEINER, George, Lecciones de los Maestros, traducción de María Cóndor, Madrid, Siruela, 2004, 187 pp.
Si hay alguien en el panorama intelectual de las últimas décadas que no necesita presentación es sin duda George Steiner.
Sin embargo, puede que no sea inútil, sobre todo para calibrar el libro cuyo comentario nos ocupa, plantear la cuestión, retórica sólo en apariencia, de cuál de las extraordinarias cualidades que lo hacen
acreedor al título de príncipe de los ensayistas merece destacarse como la principal.
A bote pronto, yo estaría tentado de inclinarme por su inteligencia deslumbrante.
Porque es lo que más placer me proporciona cuando lo leo. Al cerrar el libro –
éste y otros muchos, por no decir todos los
suyos–, en el momento de digerirlo y volver a abrir los ojos a la realidad, entra en
competencia con la inteligencia otro valor
quizás aún más raro hoy, en este batiburrillo de relativismos casi siempre triviales.
Me refiero al valor de la importancia o, si
se quiere, de la excelencia. Cualquiera que
lea Presencias reales (1989) o Gramáticas
de la creación (2001), por ejemplo, podrá
discrepar de sus ideas o no identificarse
con su estilo, pero no podrá negar (salvo
disparate) que las cuestiones que se plantean, y el tratamiento de las mismas, son
de la máxima importancia; de una importancia que se impone como evidente y no
admite por tanto discusión (seria). El libro
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RESEÑAS DE LIBROS
que comento no es seguramente de tanto
empeño, pero se enfrenta a temas de importancia no menor, desde luego.
Recuerdo que en Errata (1997), su autobiografía intelectual, cuenta Steiner que
uno de sus maestros en la Universidad de
Chicago, Ernest Sirluck, «me devolvió el
primer trabajo que escribí para su seminario sobre Milton escuetamente marcado con
un «Ampuloso». Un veredicto demoledor»
(Madrid, Siruela, 1998, p. 157). De acuerdo, pero, si bien se mira, quizás también
un síntoma de su pasión por lo importante, propensión o pretensión seguramente
prematura entonces. Hoy, en la cima de su
madurez, tal vez podamos considerar una
huella estilística de esa misma pasión, pero
ya en pleno dominio de un pensamiento y
una elocución propias, cierto gusto por las
expresiones rotundas y no exentas a veces
de exageración. Por ejemplo, en el libro
que comento: «Como dijo Ned Rorem,
Nadia Boulanger fue, sencillamente, “la
profesora más grande que ha habido desde
Sócrates”» (p. 132), o, sin el atenuante de
la cita (aunque asumida): «Aristóteles hizo
aportaciones fundamentales a la ciencia
lógica, epistemológica y política. Lo mismo puede decirse de Karl Popper. ¿Ha
habido un tercero?» (p. 160). Confieso mi
predilección por este tipo de recurso que,
más allá de su eficacia expresiva, tiene la
virtud impagable de poner al lector despierto en pie o en busca de contradicción.
El libro se basa en las Charles Eliot
Norton Lectures que impartió el autor en
la Universidad de Harvard el curso 20012002. En su título original, Lessons of the
Masters (2003) resuena el del relato de
Henry James The Lesson of the Master
(1988), al que se refiere Steiner expresamente en su exposición (p. 122). Otro síntoma de lo que vengo comentando en torno al valor de la importancia. Ni que decir tiene que se trata de un valor, el de la
jerarquía, por decirlo con un término más
sospechoso y por tanto revelador, no sólo
practicado, sino también asumido y defen-
dido por este auténtico Maestro con tanta
solvencia como valentía (y, si se me permite, con más razón que un santo). Así de
claro y de demoledor de lo políticamente
correcto se manifiesta en nuestro libro:
«Considerar que Sófocles, Dante o Shakespeare están mancillados por una mentalidad imperialista, colonialista, es pura y
simple estupidez. Desechar la poesía o la
novela occidentales desde Cervantes hasta
Proust por “machismo” es ceguera. [...]
Que Bach y Beethoven llegan a límites del
empeño humano que sobrepasan el rap o
el havy metal; que Keats pone en solfa
ideas a las que Bob Dylan es ajeno, es o
debiera ser algo evidente por sí mismo,
sean cuales fueren las connotaciones político-sociales –y en efecto las hay– de tal
convicción» (p. 137). No me resisto a copiar también la siguiente observación, tan
pertinente y oportuna para cuantos profesamos las letras: «Las ciencias no conocen
semejante estupidez. Este punto crucial se
pasa a menudo por alto. El legado de Arquímedes, Galileo, Newton y Darwin sigue
estando seguro. [...] En la ciencia, la engañifa, y mucho más la falsificación por
motivos de raza, género o ideología está –
hasta donde es humanamente posible– excluida. La corrección es la de la ecuación,
no la de la política de la cobardía. Esta
diferencia –podemos conjeturar– ayuda a
explicar el relativo prestigio y dignidad que
actualmente poseen las ciencias y las letras humanas» (p. 138).
Pero nada será tan elocuente sobre la
relevancia de primer orden del contenido
del libro como la mera enumeración de las
principales figuras, obras o casos que se
tratan en él. Protagonistas del capítulo 1,
titulado «Unos orígenes perdurables», son
nada menos que Sócrates y Jesús de Nazaret, los dos Maestros orales decisivos y
fundadores de nuestra civilización, pero el
examen de los temas del magisterio y el
discipulazgo en que se centra el libro se
remonta también a figuras como Pitágoras,
Empédocles y los sofistas, y se tratan te-
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mas como la paradoja de que se pueda
cobrar o pagar por la transmisión de la
sabiduría, o el de la oralidad («Sólo la palabra hablada y el cara a cara pueden [...]
garantizar la enseñanza honrada», p. 38),
con resonancias de Presencias reales, y
también el muy grave y delicado del erotismo, recurrente en el libro y tratado por
Steiner, como cabía esperar, con seriedad y
profundidad ejemplares: «El erotismo, encubierto o declarado, imaginado o llevado
a la práctica, está entretejido con la enseñanza [...] Este hecho elemental ha sido
trivializado por una fijación en el acoso
sexual. Pero sigue siendo esencial» (p. 33).
El segundo capítulo, «Lluvia de fuego»,
sigue el hilo de dos corrientes soberanas
que se entrecruzan a partir de los orígenes,
el cristianismo y el neoplatonismo. Por él
desfilan Plotino, Jámblico, San Agustín
(«Los deconstruccionistas y los posmodernos son agustinianos sin fe», p. 49), para,
después de una interesante digresión shakespeariana («el asunto que nos ocupa –el
de los maestros y discípulos– dejó indiferente a Shakespeare [...] sospecho que si
pudiéramos explicar esa omisión lograríamos acceder a áreas vitales de la laberíntica sensibilidad de Shakespeare», p. 51),
centrarse en Dante y su Divina Comedia,
sobre todo en el encuentro entre el Peregrino y Brunetto Latini, su maestro («ad
hora ad ora / m’insegnavate come l’uom
s’etterna»), y concluir con Fernando Pessoa y sus fantasmales heterónimos (Reis y
Campos, discípulos de Caeiro).
En «Magnificus», el capítulo 3, encontramos un examen del mito de Fausto, con
estaciones en Marlowe, Goethe, Pessoa y
Valéry, así como de las relaciones entre
Kepler y Tycho Brahe, entre Kafka y Max
Brod, sobre todo entre Heidegger y Husserl, cuyo encuentro es uno de los más
decisivos para la filosofía y cuyo desenlace, con la traición de Heidegger, «compone una de las historias más tristes de la
historia del pensamiento» (p. 86) y termina con la consideración del tema del maes-
601
tro de más edad y la joven discípula, en
L’école des femmes, en Middlemarch, en
los casos de Abelardo y Eloísa, y, otra vez,
de Heidegger y Hannah Arendt.
El título del capítulo cuarto, «Maîtres
à penser», es muy significativo precisamente por lo que tiene de intraducible. Se centra en lo que se conoce como «la république des professeurs», determinada históricamente por la humillación de Francia en
1870-1871 y por el caso Dreyfus, república dominada por la figura de Alain, que
se enseñorea de este capítulo junto con
Nietzsche. Pero hay lugar también para los
casos de Georges Palante o Gérard Granel,
para el análisis de Le disciple de Paul
Bourget y El juego de los abalorios de
Herman Hesse, así como de la figura y el
círculo de Stefan George.
Al ámbito americano se dedica el capítulo 5, «En tierra natal», aunque desde
el principio se advierta de que el tema tratado «va a contrapelo de lo americano» en
cuanto «la irreverencia es tan americana
como el pastel de cerezas» (p. 121). Entiende Steiner que durante las últimas décadas dos patologías han erosionado en los
Estados Unidos la confianza entre maestro
y discípulo: al eros inseparable de la enseñanza «el «acoso sexual» al estilo americano le ha añadido amenaza, trivialización, cinismo y las artes del chantaje»
(p. 136), de una parte, y de otra, la caza
de brujas desatada por la llamada «corrección política». A propósito de esto salen a
relucir las novelas Ravelstein (2000) de
Saul Bellow y El animal moribundo (2001)
de Philip Roth. Con más detalle se atiende a Henry James y la mencionada Lesson
of the Master (1988), a Henry Adams y La
educación (1906), «un clásico del desencanto» (p. 123), y a Lionel Trilling (Of
This Time, Of That Place, 1943; The Lesson and the Secret, 1945). Muy interesantes resultan las incursiones en el magisterio aplicado a otras disciplinas, la música
con Nadia Boulanger y el deporte con
Knute Rockne.
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RESEÑAS DE LIBROS
En el último capítulo, «El intelecto que
no envejece», pasa revista Steiner a dos
vastas tradiciones, el judaísmo («el hasidismo escribió una página que casi no tiene
parangón. En ninguna parte ha habido unos
«maestros cantores» del alma humana más
auténticos», p. 149) y el Oriente (confucionismo, budismo, zen). Otro gran tema tratado, con resonancias de Gramáticas de la
creación, es el de la pedagogía en las ciencias y en las humanidades. El caso central
es el de Karl Popper, que enlaza con el
tema del error en la enseñanza: «un Maestro que deliberadamente enseña a sus discípulos la mentira o la inhumanidad (son
la misma cosa) entra en la categoría de lo
imperdonable» (p. 166). El cierre lo pone
la conferencia «La ciencia como vocación»
de Max Weber y la respuesta, deliberada
o no, de Heidegger en su Rektoratsrede.
Particularmente comprometido resulta el
«Epílogo», en el que el autor confronta su
tema con la situación presente y se pregunta
sobre su proyección en el futuro: «¿Persistirán los tipos de relaciones entre Maestros
y discípulos tal como los he bosquejado?»
(p. 169). Entre los cambios importantes que
se vienen produciendo en la actualidad,
destaca estos tres: Primero, la revolución
científica y tecnológica, en particular la
informática, internet, etc., que suponen en
efecto mucho más que un mero cambio tecnológico pues implican transformaciones de
la conciencia, la expresión, la percepción o
la sensibilidad que apenas empezamos a
vislumbrar, y cuya influencia en el aprendizaje es ya trascendente. Los ámbitos de
aplicación de la gran tradición del magisterio, europea en lo esencial, que saca Steiner literalmente a relucir parecen ser cada
vez más restringidos, de una parte, y de
otra, «la fidelidad y la traición humanas, los
mandamientos zaratustrianos de amor y rebelión, que se exigen mutuamente, son extraños a lo electrónico» (p. 170). En segundo lugar, la feminización en las humanidades y las artes liberales: «La estructura
patriarcal inherente a las relaciones de
Maestro y discípulo está en retirada» pero
sobre el impacto de lo femenino en este
asunto «sólo podemos aventurar conjeturas
acerca de unos valores y tensiones sin precedentes» (p. 171). La tercera y más importante mutación es la crisis de la veneración,
del fundamento en último término religioso de Magisterio y discipulazgo, en la era
de la irreverencia que es la nuestra, con la
exaltación de los impresentables «famosos»
de los programas de telebasura y la correspondiente idea del sabio que roza lo risible. Con todo, se impone la esperanza. «Las
«lecciones de los Maestros» ¿pueden, deben
sobrevivir al embate de la marea? Yo creo
que lo harán, aunque sea de una forma
imprevisible. Creo que es preciso que así
sea. La libido sciendi, el deseo de conocimiento, el ansia de comprender, está grabada en los mejores hombres y mujeres.
También lo está la vocación de enseñar. No
hay oficio más privilegiado» (p. 172-173).
Bastará este catálogo incompleto de su
contenido para apreciar la importancia del
libro, genuinamente antitético de tanta nadería como se publica. Añádase la brillantez de un estilo a la altura de una inteligencia tan afilada como poderosa y un
pensamiento solvente y radical, que va a
la raíz, en lo hondo, de las cuestiones, y
se tendrá una idea de la calidad, en verdad extraordinaria, de un libro cuyos lectores se han de sentir, con razón, privilegiados.
JOSÉ LUIS GARCÍA BARRIENTOS
POZUELO YVANCOS, José María, De la autobiografía. Teoría y estilos, Barcelona,
Crítica («Letras de la Humanidad»),
2006, 258 pp.
La autobiografía es un género que hoy
en día despierta mucho interés. En los últimos cuarenta años ha aumentado el gusto por la exhibición del yo, por lo que
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RESEÑAS DE LIBROS
progresivamente han ganado preeminencia
los géneros memorialísticos. Sin embargo,
a lo largo de la historia conceptos como
los de identidad, autoría, autoridad, credibilidad, privacidad, intimidad, etc. han experimentado cambios tan radicales, que
resulta difícil aunar bajo la misma etiqueta a multitud de obras que podrían ser
consideradas autobiográficas. En De la
autobiografía, Pozuelo Yvancos parte de la
premisa de que la autobiografía es un género literario, y no un estilo que puede
superponerse a otro tipo de obras, y la
define pragmáticamente como una institución que añade convenciones de lectura, e
implica una práctica social y una tradición
genérica previa.
Para Pozuelo, la cuestión esencial por lo
que concierne a la autobiografía es su estatus resbaladizo, en un espacio fronterizo
de la ficción. Desde antiguo, el objeto de
las autobiografías ha oscilado entre la búsqueda de conocimiento (hacia la construcción del ‘yo’) y el encomio o defensa (intervención pública). A partir del concepto
de frontera (que Pozuelo analizó en 1993
en Poética de la ficción), en el presente
libro se concluye que este género posee un
estatuto dual, «en el límite entre la construcción de una identidad, que tiene mucho
de invención, y la relación de unos hechos
que se presentan y testimonian como reales» (p. 17). Lo que caracteriza a la autobiografía es el espacio indefinido que ocupa entre categorías de pares opuestos, como
son la de sujeto / objeto, autor / narrador,
mismo / idéntico, privado / público, hombre interior / mundo exterior, factual (o
verdadero) / ficcional... categorías que, además, han ido cambiando a lo largo de la
historia de la cultura occidental.
La primera mitad del libro hace un
exhaustivo repaso a las principales escuelas teóricas que más luz han arrojado al
estudio de la autobiografía. En esta exposición el libro cobra un gran interés, a través de los análisis específicos de las diversas concepciones y el constructivo diálogo
603
que se establece entre ellas. Se ponen de
relieve las limitaciones o los errores en que
han incurrido algunas teorías, y en ocasiones se iluminan sus contradicciones internas, o se confrontan con otros discursos
para dilucidar qué conclusiones son las más
acertadas. En primera instancia se revisan
las teorías estructuralista y formalista, cuyas limitaciones dieron lugar a dos vertientes críticas: la pragmática y la deconstrucción. Más adelante, en un intento por
conciliar los postulados pragmáticos y deconstructivistas, Pozuelo alude a los presupuestos de la filosofía analítica, y a las
teorías de la textualidad.
Para empezar, se exponen las teorías
estructuralistas y formalistas. El estructuralismo lingüístico, continuador de los principios teóricos de Jakobson y Saussure,
propugnaba separar los textos de su contexto, de su producción y de su recepción,
y por tanto buscaba una lectura auto-referenciada en el propio discurso. Para el caso
de la autobiografía, la primera persona del
texto remite estructuralmente al ‘yo’ que
habla (Benveniste escribió que «yo es
quien dice una frase con sujeto»). No obstante, en cada texto el ‘yo’ incluye distinto mundo en su referencia, por lo que el
conflicto autobiográfico es de la misma
naturaleza que el de la distinción entre
discurso e historia; en la autobiografía se
dan al mismo tiempo ambas formas, puesto que el ‘yo’ se propone como ‘historia’,
el discurso, por tanto, no es sólo discurso,
y el sujeto lo es a la vez de la enunciación y del enunciado. Los dos grandes dilemas con los que se enfrentó el formalismo fueron, en primer lugar, que no existe
un estatuto formal de la autobiografía –
novelas y autobiografías pueden compartir
la misma forma discursiva-; y en segundo
lugar que el trasvase de formas permite a
los autores jugar con el horizonte de expectativas de los lectores. Pragmática y
deconstrucción se ocuparon de dar respuesta, desde perspectivas opuestas, a ambos
problemas.
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RESEÑAS DE LIBROS
Lo esencial para los teóricos pragmáticos es que la autobiografía se diferencia de
otros textos en que no se lee como ficción,
en su peculiar modo de lectura se identifica el ‘yo textual’ con el ‘yo autor’. Por
tanto, la autobiografía se propone como
verdad, y como tal se lee. La prueba de su
presupuesto de autenticidad es que se puede acusar a un autor de fraude por haber
cometido imposturas, o haber caído en olvidos en su autobiografía (p. 44). Básicamente, la pragmática presta atención a un
cronotopos externo, y parte de la premisa
de que toda publicación (seguida de compra y/o lectura) es un contrato social. El
autor es un testigo privilegiado del ‘yo’, y
con cada nueva lectura el lector realiza una
actualización única de ese contrato, puesto
que, al leer, firma un ‘pacto de credulidad’
- pacto autobiográfico según Lejeune. Ese
contrato de lectura gobierna al texto como
acto comunicativo, de modo que no es extratextual (Bruss). Lejeune enumera una
serie características que deben concurrir simultáneamente en un texto para poder ser
llamado autobiográfico: 1) texto narrativo,
en forma de prosa; 2) tema relativo a una
vida individual; la historia de una personalidad; 3) la autoridad del texto se basa en
que autor y narrador coinciden, y por tanto
el contenido es susceptible de verificación
(fundamento pragmático de la misma naturaleza que en los textos jurídicos, científicos o históricos); 4) por medio del relato
retrospectivo, narrador y protagonista coinciden. En la autobiografía, la firma del autor (que equivale a él mismo y lo avala) es
la que produce la identidad entre autor-narrador-personaje, y la credibilidad con que
el lector lee el texto, asumiéndolo como
verdad. Campillo se refiere al nombre del
autor como a una garantía.
Aparte del bloque pragmático (desde el
que Pozuelo siempre rebate las demás escuelas teóricas), existe otro bloque conceptual, en el que de algún modo se aúnan las
propuestas de la deconstrucción, el psicoanálisis lacaniano, el postestructuralismo lin-
güístico, la postmodernidad, la filosofía
analítica y las teorías de la textualidad.
Todas ellas tendrían en común la certeza
de que todo texto, por mucha que sea su
mimesis con la historia, es, en última instancia, ficticio. Tanto la modernidad como
la postmodernidad surgen de la crisis de la
idea de sujeto del discurso, hasta el punto
de que el ‘yo’ ha dejado de ser, progresivamente, una referencia indiscutible. Ciertamente, desde antiguo existe una tradición
(Goethe, Nietzsche, Rimbaud, Proust, Valéry) que propugna que toda la literatura
pertenece al dominio autobiográfico; y viceversa, desde Freud hay acuerdo acerca
del hecho de que la memoria evoca seleccionando los recuerdos para conferir sentido a la vida, por lo que también se puede considerar que toda autobiografía es una
literaturización, dado el proceso de ficcionalización que lleva consigo la narración.
Al contrario que la pragmática, la deconstrucción presta su atención a un cronotopos interno y propugna la muerte del
autor. La ‘vida’ planteada en el texto es
una simple ilusión producida por la estructura retórica del lenguaje, de manera que
la verdad del texto no puede estar en la
vida del autor, sino dentro del lenguaje,
que vela y revela. Si para los pragmáticos
es la vida da que lugar a la obra autobiográfica, tanto para los lacanianos como
para los deconstructivistas es al revés,
puesto que el ‘yo’ es más efecto de la
escritura que origen de ella; la figuración
construye la referencia, y todo sujeto viene a ser una construcción significante. Así,
Gusdorf llama «pecado original autobiográfico» a la coherencia lógica que necesariamente acompaña a toda recapitulación de
lo vivido, y por tanto le dota de un valor
moral o estético. Precisamente, Lacan pone
de manifiesto la estrecha relación que hay
entre lenguaje e identidad, y explica cómo
el sujeto surge del discurso intersubjetivo
con el ‘otro’, y con ello se construye por
medio de un texto. Por eso, la autobiografía es una práctica discursiva que estable-
RLit, 2007, julio-diciembre, vol. LXIX, n.o 138, 587-703, ISSN: 0034-849
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ce la relación del ‘yo’ con los ‘otros’,
siendo‘otros’ una construcción real inconsciente. Levinas va más lejos, y reflexiona
acerca de que el concepto de ‘yo’ surge
como una interrelación ética con el otro.
La consecuencia de todo lo anterior es
que la única distinción entre una obra literaria y una autobiografía es una distinción
retórica. De Man apunta que el tropo de la
autobiografía es la prosopopeya (de-facement), donde el texto funciona como una
máscara que sustituye a la persona convocada (ese ‘yo’ que escribe). En la misma
línea, Derrida señala la crisis de relación de
referencialidad entre el logos del texto y de
la verdad del autor, y afirma que se es
autor en la medida en que la firma es iterable; como no es posible la verificación de
esa firma (que representa la ausencia del
autor) para cada acto de habla, no existe
una estabilidad epistemológica entre el autor y su firma, con lo que el presupuesto
pragmático queda deconstruido.
La arquitectura teórica de la deconstrucción presenta una fisura que De Man advierte al comprobar que es indecidible la
medida en que una autobiografía es simultáneamente una justificación. Por su parte,
Lledó pone de manifiesto que, frente a las
obras de ficción, que fomentan la ambigüedad y generan procesos simbólicos, la autobiografía anula la interpretación, y en
ella el narrador-autor ejerce un control férreo sobre la interpretación e impone la
verdad de referencia.
Dado que la retórica de la autobiografía se resuelve en un doble estatuto epistemológico –el asertivo y el performativo–
, la filosofía analítica añade unas valiosas
consideraciones al estudio del tema. Para
los analíticos, la autobiografía es una mimesis no ya de la realidad, sino de un acto
de lenguaje, y por ello actúa como una
representación de la comunicación en presencia, similar a un mecanismo de combate contra el olvido, mediante la restauración de la inmediatez presencial. Searle
corrige los presupuestos de Derrida acerca
605
de la escritura: esta no actúa como sustitución tras el desplazamiento y ausencia
del escritor, sino como sustitución de la
comunicación oral (este matiz replica el
cambio de modelo lector que dio paso, de
la lectura en voz alta, a la lectura como
experiencia mental). Frente a la discontinuidad del sujeto que propugna la deconstrucción, Ricœur se refiere a la continuidad e interdependencia entre el ‘yo’ que
escribe y los ‘yoes’ pasados sobre los que
habla, dado que el recuerdo se hace desde
un modelo continuo de identidad.
En la misma línea argumental, las teorías de la textualidad aclaran las áreas inexplicadas por la deconstrucción, cuyo error
conceptual partía de la confusión entre mimesis de autor y mimesis de acto de lenguaje. Y aducen que la coherencia textual
de las autobiografías no es una prueba de
su ficción, sino más bien de lo contrario,
de su interés por persuadir mediante la sinceridad. Los silencios, olvidos y pretericiones de la autobiografía poseen una función
que no existe en otros textos literarios,
porque lo que no está en una autobiografía
no remite al autor (que, según De Man, se
construía como sujeto por medio de la figuración tropológica) sino que remite a un
texto, el de la memoria, sin errores, frente
al que se confronta el texto factual.
A lo largo de toda la exposición de la
primera parte del libro, Pozuelo trata de
conciliar los aspectos conciliables de todas
las teorías revisadas, y sostiene que son
compatibles la ficcionalidad de la autobiografía y la convención de que socialmente
sea leída como verdad. Para él es innegable que, previo a la escritura existe un
‘yo’. Ese nuevo sujeto, al escribir para un
‘tú’, se obliga a una organización retórica
y apelativa, y da sentido de ser –pragmático- al texto. A su vez, esa relación entre
el ‘yo’ y el ‘tú’ produce un texto el cual,
paradójicamente, revierte en el concepto
mismo de identidad del sujeto, que a lo
largo del proceso termina siendo producto
del acto mismo de la escritura. No obstan-
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te, en el esfuerzo por hacer compatibles la
«verdad» pragmática con la deconstructivista (reforzada con el psicoanálisis lacaniano), no deberemos olvidar que se trata
de dos órdenes teóricos que parten de distintos lugares epistemológicos.
El exhaustivo repaso de la sección teórica es de una utilidad didáctica innegable.
Pozuelo no ha seguido una secuencia expositiva cronológica, sino que ha agrupado sus disquisiciones en apartados tales
como «La frontera autobiográfica», «Silencios, olvidos, el tejido del otro texto» y
«Del tropo al acto de lenguaje».
La segunda parte del libro, «Estilos de
la autobiografía», da paso a un análisis
menos abstracto. El evidente placer estético que Pozuelo experimenta en la lectura
de las cinco autobiografías que analiza se
deja traslucir en un lenguaje lírico, metafórico, que contrasta con el riguroso empleo del lenguaje de la sección teórica.
«Estilos de la autobiografía» es una pormenorizada reflexión acerca de las autobiografías de cinco escritores: Rafael Alberti,
Carlos Castilla del Pino, José Manuel Caballero Bonald, Philip Roth y Roland Barthes. El autor justifica su particular selección porque considera a cada una de esas
autobiografías «representativas de determinadas (no todas) opciones estilísticas que
el género puede adoptar en el siglo XX (...)
Cada uno de estos cinco autores ha pensado el género de manera diferente, ha realizado tanto en su semántica como en su
pragmática y en su estructura narrativa
opciones que conforman su posición dentro del género» (pp. 106-7).
Con cada una de estas obras, Pozuelo
pretende ilustrar un enfoque crítico esencial. Esta sección práctica del libro presenta el atractivo de ejemplificar las abstracciones teóricas de la primera parte, y gracias a ella el esfuerzo teórico inicial se ve
iluminado, puesto que las autobiografías
objeto de estudio ejemplifican las cinco
grandes perspectivas teóricas: la estructural-formalista, la pragmática, la psicoana-
lítica, la deconstructivo-postmoderna y la
analítico-textual.
A través de fragmentos y resúmenes de
argumentos, el autor arroja claridad sobre
distintos modos de llevar a cabo una obra
autobiográfica, al tiempo que demuestra
que la pragmática posee un peso decisivo
a la hora de leer y desde luego de poner
en práctica el quehacer autobiográfico. Así
pues, lo representativo del estilo de Alberti
es su particular construcción de «espacio
de memoria» como idea del sujeto. En La
arboleda perdida el tema del exilio articula
al sujeto, quien (re-)construye su pasado
desde esa perspectiva de pérdida y desubicación. El Pretérito imperfecto y la Casa
del olivo de Castilla del Pino son un ejemplo de autobiografía como testimonio con
pretensión histórica. El estilo de Tiempo de
guerras perdidas y La costumbre de vivir,
de Caballero Bonald, se caracteriza por el
constante trasvase entre la perspectiva del
sujeto novelista, el sujeto autobiográfico y
el personaje literario. Más sofisticado es el
estilo que Roth emplea en The Facts, donde los conocimientos teóricos sobre la autobiografía obligan al autor a escribir una
meta-autobiografía donde la ironía juega
con las convenciones genéricas que ya conocen los lectores. Y como ejemplo de
estilo audaz, Roland Barthes par Roland
Barthes es una práctica autobiográfica desde los presupuestos de la deconstrucción.
Aparte de las líneas (citadas más arriba) que el autor dedica a justificar la elección de esas cinco (y no otras) autobiografías, alguien podría encontrar en esta parte del libro cierto sesgo de selección.
Como la presencia en su corpus de obras
de distintos ámbitos culturales –hay tres
obras españolas, una norteamericana y una
francesa– y de distintas décadas, podría
despertar en el lector la sospecha de que
se han elegido de manera azarosa, Pozuelo se pregunta por qué ha elegido la autobiografía de Caballero Bonald en vez de la
de Carlos Barral, o la de Philip Roth en
vez de la de Juan Goytisolo. Y responde:
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«una discusión semejante desvirtuaría el
sentido de ejemplos de opciones estilísticas (...) necesariamente restringida si, como
quería, se proponía hacer un estudio en
profundidad de cada una de ellas, y no un
repaso o sobrevuelo por todas aquellas que
me parecen interesantes» (p. 107).
Desgranada la teoría, y hecha la reflexión sobre los estilos, el libro no aborda la cuestión del juicio moral que inevitablemente entra en juego en cualquier
autobiografía. Aunque los lectores actuales
estén entrenados en la separación de los
juicios estéticos de los morales en el caso
de la novela (desde el famoso, cuasi legendario, juicio a Flaubert), al ser el juego que
plantea la autobiografía precisamente el de
la recuperación de una lectura moral del
texto, quedamos a la espera de una nueva
entrega del autor sobre este aspecto, que
tanto se aviene con los actuales intentos
intelectuales en Occidente por la reagrupación de estética y espiritualidad.
En esta continuación habrá que incluir
también alguna reflexión acerca de la facilidad que las nuevas tecnologías han
brindado a la pública e instantánea exposición del ‘yo’. A lo largo de todo el libro se alude a multitud de géneros concomitantes con la autobiografía –memorias,
apología, biografía, encomio, (auto)rretrato,
diarios íntimo, novela autobiográfica, novela personal...–, pero en ningún caso se
menciona el fenómeno de los blogs, al que,
no obstante, el autor ha prestado atención
en algunas de las acertadas reseñas de libros que publica periódicamente.
IRENE ZOE ALAMEDA
CLERC, Jeanne-Marie y Monique CARCAUDMACAIRE, L´adaptation cinematographique et littéraire. 50 Questions, Paris,
Klincksieck, 2004, 214 pp.
Jeanne-Marie Clerc, profesora emérita
de literatura comparada de la Universidad
607
Paul Valéry (Montpellier III), ha consagrado una dilatada carrera investigadora al
estudio de las relaciones entre imagen y
palabra en la comunicación contemporánea.
De su prolija dedicación da cuenta una
nutrida relación de ensayos que no dejan
de ofrecer sugerentes análisis y convierten
sus aportaciones en referencia inexcusable
para el estudioso de dicha materia. Desde
la aparición hace ya más de veinte años de
Le cinéma, témoin de l’imaginaire dans le
roman français contemporaine: écriture du
visuel et transformations d’une culture
(1984), hasta este que nos complacemos en
reseñar, no han faltado títulos imprescindibles como La mort et le récit (1989),
Littérature et cinéma (1993) o Pour une
lecture sociocritique de l’adaptation cinématographique (1996), en colaboración con
Monique Carcaud-Macaire, maître de conférences de cine en la misma universidad.
L´adaptation cinematographique et littéraire. 50 Questions, escrito asimismo en
colaboración con Carcaud-Macaire, recopila
en un práctico libro-guía cincuenta cuestiones básicas sobre los fundamentos de la
adaptación. Como no podía ser de otro
modo, la primera pregunta se refiere a la
propia definición del objeto de estudio que
sus autoras entienden indisociable de un
estudio global de dichos procesos. Tanto si
ésta se refiere a la transposición cinematográfica de un texto literario (I. Del texto
literario al film), como si ocurre en sentido inverso, la transposición literaria de un
texto cinematográfico (II. Del film al texto literario), estamos hablando de una «restitution différée» en cuyo devenir el texto
original se da a leer a través de una rescritura en la que se inscribe el modo de
apropiación específica del objeto, desplazado casi siempre a otro tiempo y otro
espacio, por cuanto es toda una sociedad
la que se hace intermediaria, ya sea de lo
que se reconoce del texto inicial, ya de lo
que no se retiene. Más allá de los juicios
de valor enquistados en escudriñar los diferentes grados de fidelidad al original, el
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análisis de la adaptación permite reparar
los diversos modos de apropiación de una
obra y los desplazamientos que han tenido
lugar como consecuencia de ello.
Desde las novelas cineoptique de los
años veinte a los textos híbridos de finales del siglo XX, esta apropiación se sitúa
en un «entre-deux» donde las barreras entre los géneros se borran para experimentar una suerte de juego barroco, un reflejo
en busca interminable de un referente ausente, una nueva forma de «fable mystique» propia de la posmodernidad que llevaría al exilio del discurso, a la rarefacción del texto o su superabundancia en
busca de una fuente improbable (III. Aspectos de la postmodernidad. Hacia lo
transgenérico).
Establecidos los tres ejes fundamentales del estudio, sus autoras se detienen en
aspectos que atañen a la evolución histórica de la adaptación cinematográfica en
Francia, y las razones por las que los cineastas franceses del período mudo demuestran un interés particular en la adaptación de los textos literarios a la pantalla, dominados, tal vez, por un prejuicio
culturalista que intenta contrarrestar la dimensión popular del cine. Así se afirma
que, ante la imposibilidad de apoyarse en
la palabra, el cineasta de los primeros
tiempos se siente más libre para encontrar
equivalencias según la significación general del libro, la impresión producida por el
mismo y no sus detalles; como Jean Epstein, quien en su rodaje de El hundimiento de la casa Usher, instauró un modelo
de referencia al intentar plasmas su impresión de Poe. Él, como Renoir, son hitos en
la perspectiva histórica por el subrayado de
los poderes poéticos de la imagen. En efecto, el trabajo de adaptación para el autor
de La bestia humana es otra cosa diferente que una traducción a través de la imagen, es una suerte de aventura interior.
Parece que alrededor de la cuestión de
la adaptación, de la polémica suscitada por
la rivalidad entre novela y cine, hayan cris-
talizado todos los temores de una sociedad
enferma de su propio lenguaje, gravada por
veinte siglos de cultura logocéntrica, ante
la irrupción de un nuevo modelo de expresión donde el mundo parece decirse a sí
mismo. La adaptación pone en pie un escenario de enfrentamiento, no sólo de dos
artes, sino de dos modos de afrontar la
realidad, con o sin el filtro de la razón
conceptual. La aventura de lo visual puede ser entendida en este sentido como una
evasión hacia los límites de modelos representativos impuestos por la abstracción lingüística.
Las obras de Malraux y Cocteau sirven
de ejemplo para el análisis de variables
implicadas en el diálogo entre imagen y
palabra y sus deudas mutuas en relación
con la representación del mito moderno.
Los mass media permiten el renacimiento
de los viejos mitos incardinados en el quehacer cotidiano en contra de lo que proponía Benjamin y pueden nimbar la realidad y los seres que la habitan de una renovada aura mitológica, «autre chose
d´inconnu qui attire les idolâtres d´un âge
privé de dieu» (63).
Uno de los asuntos más relevantes del
ensayo se detiene en la aportación de la
sociocrítica en el análisis de la adaptación
cinematográfica por cuanto permite explicar los motivos atenuados, descuidados, e
incluso descuidados en las actualizaciones
de la obra de origen, y que aquello que
puede sólo figurar de forma potencial en
estados virtuales pueda tomar formas concretas. La variabilidad de estas diseminaciones explica que la misma obra pueda ser
adaptada tantas veces como se desee con
resultados diferentes lo que demuestra la
dinamicidad del proceso y afianza el universo ilimitado de la adaptación como relectura en el que el momento de la lectura
coincide con el de la creación.
En este sentido Clerc y Carcaud plantean los límites de la adaptación como una
práctica social y cultural a través de Croix
de bois de Roland Dorgelès, novela suce-
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sivamente adaptada en Francia bajo el mismo título por Raymond Bernard en 1931,
y en los Estados Unidos por Howard
Hawks bajo el título The Road to Glory,
en 1936. En el estudio comparado queda
patente el paso de un mismo texto a diversos sistemas colectivos en los que se
vuelcan las estructuras míticas que organizan el espacio imaginario de una sociedad.
Asimismo, cabe destacar el papel de la
sociocrítica en el ensamblaje de intertextos culturales del texto literario de partida
a propósito de Muerte en Venecia, adaptación de Luchino Visconti de la novela de
Thomas Mann de 1912, Der Tod in Venedig, o los medios que moviliza la cámara
de Visconti para reconstruir el efecto de
realidad en el escritor alemán.
El cine compartió con la literatura desde sus orígenes su condición de arte de la
narración, dependencia que se refuerza
cuando desarrolla su vertiente más ficcional al comprobar que las películas que
incorporan un desarrollo narrativo con actores se venden mejor que las cintas documentales. La práctica de la novelización
de películas fue simultánea a su desarrollo
desde comienzos de siglo y estrecha uno
de los espacios de fricción entre la literatura y el cinematógrafo. La productora
Pathé contrató a novelistas a partir de 1905
para hacer versiones noveladas por episodios de los filmes, conocidas como cinéromans y publicadas en la prensa semanal,
paralela o posteriormente a su estreno, a
modo de novela por entregas, con un propósito fundamentalmente comercial. De la
imagen al texto literario, se sigue la suerte de experiencias como la del roman-cinema a través de la célebre serie de Fantomas de Louis Feuillade, tan preciado por
los surrealistas y modelo de colecciones
famosas. Cinéma-Collection, Cinéma Bibliothèque, Les chefs-d´oeuvre du Cinéma,
contribuyeron a difundir bajo forma de
textos adaptados y a menudo ilustrados de
fotografías hechas del film, obras tales
como Caligari, La Roue o La Passion de
609
Jeanne d´Arc. Editores de renombre como
Gallimard se sumaron a la moda de estos
textos híbridos y la misma L´Illustration,
revista de prestigio de la época, no se libró de publicar en su suplemento la adaptación romanceada de Metropolis o de
Bossu. En el ámbito hispánico prolifera un
modelo similar en colecciones como La
Novela Semanal Cinematográfica de Francisco Mario Bistagne con más de seiscientos números editados durante la década de
los años 20 y con una captación popular
que obligó a su dirección a reeditar algunos de los casos de grandes éxitos de taquilla.
Otras experiencias como el roman-cinéoptique y la colección Cinario con textos especialmente compuestos para la pantalla y concebida de una forma parecida al
lenguaje cinematográfico, o la originalidad
de Robbe-Grillet en su trabajo de aproximación a la imagen cinematográfica a través del lenguaje narrativo, revelan diferentes formas de tensión entre palabras e imágenes.
En fin, todo ello consagra unos modos
de expresión tendentes a borrar las fronteras entre géneros, una escritura transmodal
que se extasía en la obra de Marguerite
Duras, paralela a su colaboración con Resnais, con consecuencias derivadas de la
triple dedicación literaria, teatral y cinematográfica; textos calificados de híbridos
como Détruire, dit-elle, «teatro, film» e
India Song, «texto, teatro, film».
Los problemas suscitados por la adaptación cinematográfica de obras literarias
traspasan con mucho la simple cuestión de
la fidelidad de las imágenes a las palabras
o de su traición demasiado a menudo denunciada. La transposición –lo olvidamos
con frecuencia– obedece a un cierto número de constricciones impuestas por el trayecto que, si bien limita la capacidad de
traducción término a término, vehicula a
cambio nuevas posibilidades que comprometen al film en una vía que le es propia.
La confrontación de imágenes y pala-
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RESEÑAS DE LIBROS
bras permite poner en evidencia que, como
en el caso de una transposición de una
lengua extranjera, lo que se pone en juego
en el trasvase de una obra original a una
película es, mucho más que una búsqueda
de equivalencias, el enfrentamiento de dos
visiones del mundo. Asimismo, el paso de
imágenes a palabras, o textos escritos a
partir de un referente icónico, demuestra de
qué modo la relación que nos ocupa es
compleja. Contrariamente a lo que se pueda creer, la nueva visualidad introducida en
el discurso literario se revela curiosamente paradójica; lejos de rendir la escritura a
una mayor fidelidad a lo mostrado, se aleja como si en el enfrentamiento de dos
modos diferentes de entender el mundo se
perdieran definitivamente los esfuerzos por
representarlo.
L´adaptation cinematographique et littéraire. 50 Questions invita al lector a la
reflexión acerca de la solidaridad cada vez
más estrecha entre estos dos registros de
la expresión, la palabra y la imagen, y sus
consecuencias más allá del escrutinio anecdótico sobre traiciones y fidelidades, una
de las cuales, la definición de una escritura transmodal se traduce una nueva forma
de percibir el mundo confundida en lo
sucesivo con sus imágenes.
M.ª TERESA GARCÍA-ABAD GARCÍA
OBREGÓN, Rodolfo, A escena, México, Ediciones Sin Nombre / Conaculta (Colección La Centena: Ensayo), 2006, 80 pp.
La prestigiosa colección La Centena,
que se propone recuperar y poner en valor
las obras más significativas de poetas, narradores, dramaturgos y ensayistas, aparecidas durante el último cuarto de siglo y
que han enriquecido y transformado la tradición literaria, incluye en su catálogo esta
recopilación de nueve artículos concisos y
muy inteligentes de Rodolfo Obregón,
quien combina de manera admirable la
práctica como director de escena y maestro de actuación con la reflexión sobre el
teatro, y de cuyo excelente libro Utopías
aplazadas (últimas teatralidades del siglo
XX), del 2003, di cuenta no hace mucho en
estas mismas páginas.
El volumen se abre con «Don Juan José
Arreola, ¡A escena!» (pp. 9-11), una semblanza de este personaje de inmensa teatralidad, dotado con una «voluntad espectacular que permea su trayectoria desde una
infancia de declamador hasta la vejez de
comentarista televisivo» (p. 9) y cuya experiencia escénica «estuvo signada por la
idea tácita de que la única capacidad de
emancipación poética que ofrece un escenario estriba en su calidad de soporte para
una poesía proferida en voz alta» (p. 11);
personaje que queda retratado, en fin,
como «el último de los juglares» (p. 11).
En «La Antología del otro Teatro mexicano del siglo XX» (pp. 12-20), entendido
como «aquel que consigna los intentos de
nuestros hombres de letras por hacerse
escuchar desde los escenarios» (p. 14),
plantea Obregón un tema de mi predilección, el del divorcio entre hombres de teatro y hombres de letras, que, siendo seguramente universal, resulta llamativo que se
dé en unos términos tan poco civilizados
precisamente en México, donde los dos
principales movimientos de renovación teatral en el siglo XX son iniciativas marcadamente «literarias».
«Ensayar» (pp. 21-25) parte de la fértil polisemia del término «ensayo» en nuestra lengua, como operación teatral y como
«el centauro de los géneros» literarios. Se
lamenta el autor de que en el ámbito teatral se ensaye tan poco (en este segundo
sentido, sobre todo) y concluye que «es
tiempo de revalorar el auténtico arte de la
interpretación, la ciencia del artista: es hora
de ensayar» (p. 25).
«El sexto Elemento» (pp. 26-32) se
refiere al que Aristóteles relega en su Poética al último lugar en importancia entre
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los constitutivos de la tragedia, o sea, el
espectáculo. Lo interesante es la perspectiva, actual, con que se revisa esta «parte
cualitativa»: al concluir el siglo del director de escena, de los que, desde Stanislavsky hasta Bob Wilson, fueron «los amos
del reino». Mucho menos convencido que
Obregón, al fin y al cabo director, de que
el teatro de nuestros días sea sólo y todo
«postdramático» o de que haya que renunciar a la doble naturaleza, escénica y literaria, del teatro y menos aún de que se
haya producido tal reducción de facto, me
rindo, en cambio, a la agudeza y brillantez de su reflexión.
El ensayo más extenso, «Drama y Representación de la Historia» (pp. 33-47),
tras el planteamiento general y en cierto
modo paradójico de la representación poética de la historia y la obligada parada en
la distinción aristotélica entre poesía e historia, hace un lúcido recorrido por la tradición del drama histórico, con su edad de
oro en Europa entre el siglo XVII y el XIX,
del teatro aurisecular español e isabelino
inglés al romántico, con el colofón del teatro épico de Brecht y del teatro documental de los años sesenta, para, desde ese
telón de fondo, caracterizar «una rica tradición que conforma uno de los aspectos
más interesantes del repertorio mexicano:
el teatro antihistórico» (p. 41), tradición
cuyo padre es Rodolfo Usigli.
Apasionante es la cuestión que plantea
«Las Barreras Interiores» (pp. 48-55), entiéndase lingüísticas, pues, en efecto,
«mientras la gran poesía y la narrativa hispanoamericanas reunifican el espíritu de
una identidad común, el teatro (y no sólo
el drama), que trabaja con las formas del
habla características de cada región y las
connotaciones emocionales del gesto y las
palabras, establece nuestras diferencias»
(pp. 52-53). El problema rebasa, desde
luego, el ámbito de nuestra lengua: «¿hasta qué punto está dispuesto un público
británico a escuchar una obra de Shakespeare hecha por actores texanos?» (p. 54).
611
Los matices y las implicaciones interesantes son tantos que no caben aquí.
De la cita de Antoine Vitez: «El teatro
es el laboratorio del habla y el gesto de
una nación» arranca «El Laboratorio del
Gesto» (pp. 56-62), escrito en colaboración
con Angélica García. De alcance más estrictamente mexicano, ante la ausencia de
escuelas que desarrollen determinadas identidades artísticas, evoca algunas brillantes
iniciativas individuales que no han tenido
continuidad, en particular la de Alexandro
Jodorowski.
«La Importancia de Brecht en América
Latina» (pp. 63-75) es buena muestra de
que el interés del autor es más la reflexión
que el rescate y articulación, desde luego
imprescindibles, de los datos. Poco nos
dice de la presencia e influjo de Brecht en
el continente, apenas que «la difusión de
Brecht por estas tierras careció de los
ejemplos vivos de su teatro y fue permeada durante años por el cliché estético y el
reduccionismo ideológico» (p. 66), pues
cuando llegó a ellas el Berliner Ensemble
no era más que una pálida sombra de lo
que había sido. Lo que sí nos ofrece el
ensayo es una certera lectura, en clave bien
teatral, de Brecht y de su vigencia actual,
a veces con la mediación de Peter Brook,
una de los maestros predilectos de Obregón. Así, por ejemplo, «hoy en día, y gracias a Brecht entre otros, el gusto contemporáneo reconoce el placer de contemplar
al mismo tiempo la obra y la mano que la
realiza, así como las tensiones e intercambios que suceden entre ambas» (p. 69).
Cierra el volumen el texto más breve,
«El Actor Narrador» (pp. 76-78), que explicita una sugerencia recurrente, la apuesta
del autor por la narración escénica en el
panorama actual del teatro postdramático.
Me parece sintomático de la calidad y la
seriedad del pensamiento de Rodolfo Obregón que salgan al paso en estas páginas,
además de los ya citados, nombres como
los de Alfonso Reyes u Octavio Paz, George Steiner o Gabriel Zaid. Una escritura
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pulcra y elegante, con meandros de ironía,
no deja la menor duda de que nos encontramos ante un director de escena que sabe
ensayar y que lo hace inmejorablemente.
JOSÉ-LUIS GARCÍA BARRIENTOS
L AFARGA , Francisco y Luis P EGENAUTE
(eds.), Historia de la traducción en España, Salamanca, Editorial Ambos
Mundos (Biblioteca de Traducción),
2004, 872 pp.
He aquí el resultado de un plan tan
ambicioso como arriesgado, pues es empeño difícil convenirse en una obra colectiva que pretende historiar un quehacer entendido de diferente modo a lo largo de los
siglos, y sin apenas modelos de referencia,
si se exceptúa la todavía reciente Aproximación a una historia de la traducción en
España de J. F. Ruiz Casanova (Madrid,
2000). Es ambicioso porque editores y
autores colaboradores –Julio-César Santoyo, José María Micó, Miguel Gallego
Roca, Miguel Ángel Vega, Josep Pujol,
Josep Solervicens, Enric Gallén, Marcel
Ortín, Camiño Noia y Xavier Mendiguren–
han tomado sobre sí el compromiso de
«presentar adecuadamente, siguiendo un
orden cronológico, la situación de la traducción en España en distintos períodos
históricos, combinando las referencias a la
actividad traductora con las necesarias alusiones a las poéticas vigentes o generalmente aceptadas en cada período» (p. 16).
Y resulta arriesgado porque, al no haber
alcanzado el mismo nivel las investigaciones sobre la traducción desde el medioevo
hasta nuestros días, no siempre es fácil
elaborar una síntesis que dé cuenta y razón de la actividad de una época cuando
faltan todavía estudios parciales sobre autores, géneros y lectores. Es problema viejo
con el que han de enfrentarse quienes llevan a cabo grandes panoramas históricos
porque cuanta mayor amplitud, se corren
mayores peligros de evidenciar desequilibrios informativos. Por poner un ejemplo,
difiere el estado de la cuestión sobre las
traducciones en el siglo XVIII y en el XIX,
con desventaja para este último, como saben muy bien Lafarga y Pegenaute, autores también de los capítulos correspondientes de esta Historia.
«Se ha procurado dar un carácter uniforme», teniendo «en cuenta, como norma
general, [...] (la) diversidad de las traducciones literarias, (los) agentes de la traducción [...] (y la) relación entre literatura traducida o importada y literatura autóctona»
(p. 16). Los editores ciertamente han respetado la «iniciativa de los autores» (ibíd.)
a tal grado que podría aplicarse a esta obra
el comentario de Juan de Mairena a las
antologías. Hay disonancias, en efecto, de
algún que otro solista y la orquesta, como
es el caso de Micó, quien resuelve en
treinta escasas páginas la Edad de Oro, en
llamativo contraste con la extensión del
resto de los capítulos; o las diferencias de
planteamiento –e incluso de estilo– que se
encuentran entre los capítulos suscritos por
Gallego Roca y Vega y los demás; o el
tono reivindicativo que trasluce Noia al
tratar la cultura gallega y el más neutro de
los respectivos responsables de los «ámbitos» catalán y vasco.
Pero pasemos por alto las apostillas previas de lector de lupa y escalpelo y vayamos por orden siguiendo el índice de su
contenido, que se articula en dos partes.
«La traducción en el ámbito de la cultura
castellana» es la primera y más extensa.
Comprende ocho capítulos correspondientes
a las edades, épocas y períodos habituales
en las historias literarias. Es una periodización convencional, aceptada con reservas
por alguno de los autores –léanse las pertinentes observaciones de Gallego Roca
(p. 480)–, pero tiene la ventaja de remitir
a unos marbetes reconocibles por el lector.
Con meticulosidad notarial, Julio-César
Santoyo registra en «La Edad Media» (pp.
RLit, 2007, julio-diciembre, vol. LXIX, n.o 138, 587-703, ISSN: 0034-849
RESEÑAS DE LIBROS
23-174) desde los primeros traslados bíblicos, a finales del siglo IV, hasta la intensa
actividad que los humanistas del Cuatrocientos llevan a cabo en las cortes reales,
como la de Juan II, y en las casas de algunos nobles, como las del marqués de
Santillana, el conde de Benavente y don
Álvaro de Luna. El seguimiento de textos
griegos y árabes trasladados al latín y al
romance, y a este desde otras lenguas modernas, la aparición de diversos grupos de
traductores que dan al traste con el falso
mito de la «escuela toledana», y los trabajos y semblanzas de los más ilustres componen un apasionante e iluminador panorama. Más allá de una nómina cronológica de traductores en el complejo mosaico
cultural de los mal llamados «siglos oscuros», Santoyo destaca el desarrollo de una
teoría de la traducción desde sus balbuceos
hasta las formulaciones de Cartagena –cuya
polémica con Bruni reseña cumplidamente– y de Madrigal en los años centrales del
siglo XV, que ya perfilan los ideales que
intentarán llevar a la práctica los humanistas de las centurias siguientes. De «La
época del Renacimiento y del Barroco»
(pp. 175-208) se ocupa José María Micó,
quien prescinde de establecer «un inventario de traductores» y de exponer «algunas
de las cuestiones generales que afectan a
la traducción de los siglos XVI y XVII en
España», supliendo el vacío con referencias
bibliográficas (p. 175, n. 1). A cambio, por
un lado destaca la relación del latín con la
dignificación de la prosa romance y la distinción entre traducciones, adaptaciones e
imitaciones en la poesía petrarquista; y por
otro, la traducción de «lenguas fáciles»,
como las llamaba don Quijote. A lo largo
de estas páginas se encuentra implícita la
tesis cuya conclusión aflora al final: que
entre los grandes creadores de la época
traducir era también «una forma más de
creación literaria» (p. 202).
En la vida cultural del Setecientos contrasta la «efervescencia de la actividad traductora» con el escaso prestigio social de
613
quien la ejerce, a la vez que se inicia su
profesionalización y destacados creadores
literarios la cultivan y establecen reglas
para realizarla correctamente. Francisco
Lafarga pasa revista a todos esos aspectos
en «El siglo XVIII, de la Ilustración al Romanticismo» (pp. 209-319) –utilizando parte de lo expuesto en la introducción a El
discurso sobre la traducción en la España
del siglo XVIII. Estudio y antología (Kassel, 2004), libro del que es coautora M.ª
Jesús García Garrosa– y desarrolla otros
tales como concepto y función de la traducción entre los ilustrados, la censura y
las polémicas suscitadas por algunas versiones, las reflexiones teóricas sobre transferencia lingüística y configuración de las
lenguas y su repercusión en las traducciones de los géneros literarios, en especial de
la poesía, y una modélica nómina analítica de autores y obras literarias y científicas. Tras el repaso de todo ello es fácil
concluir que traductores y editores contribuyeron a difundir la sensibilidad y pensamiento europeos que desembocarían en
una nueva época, reduciendo las carencias
propias, aún a riesgo de provocar entre sus
paisanos el sentimiento de vivir en «una
nación traducida». En el fondo, se trataba
de una reacción más que discurrió por gran
parte del siglo XIX –desde el «marasmo»
de entre siglos, pasando por el debate sobre la «nueva escuela» y las controversias
sobre el naturalismo–, de quienes veían
amenazada su identidad, desbordada por
modas e innovaciones de todo tipo. Traducir no fue una «manía», sino la respuesta
a las demandas de un público que había
crecido y se había diversificado.
En «La época romántica» (pp. 321-396)
y «La época realista y el Fin de siglo» (pp.
397-478), Luis Pegenaute estudia o deja
implícitos estos aspectos. En su plausible
afán por aportar un panorama lo más completo posible de la producción editorial de
los primeros cincuenta años –novelas,
cuentos, poesías, obras teatrales–, ofrece un
caudaloso inventario de autores, traduccio-
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RESEÑAS DE LIBROS
nes y obras originales, que a veces reduce
a una relación nominal. Pero tal limitación
no siempre es achacable al autor, pues para
incluir y analizar en una gran síntesis tan
ingente material libresco harían falta muchas monografías previas, de las que desgraciadamente aún no disponemos. Características similares presenta el estudio dedicado a la segunda mitad del siglo, con
un significativo aumento de referencias a
la traducción del pensamiento moderno.
Aunque no faltan notas sobre el ejercicio
y técnicas de la traducción, se desearía
mayor atención a este aspecto fundamental.
Al siglo XX contribuyen Miguel Gallego Roca y Miguel Ángel Vega con sendos
capítulos. Tras unas interesantes notas liminares en «De las vanguardias a la Guerra Civil» (pp. 479-526), el primero señala el «raptus traductor» que se produce en
el mercado editorial español para centrarse a continuación en las cuestiones expresivas que se plantean los poetas traductores del Modernismo, de la vanguardia y de
la generación del 27. Son las páginas más
atractivas, seguidas de otras más esquemáticas sobre la novela, el teatro y la prosa
ensayística. También empieza Vega «De la
Guerra Civil al pasado inmediato» (pp.
527-578) con unas reflexiones metodológicas, de las más enjundiosas que el lector
puede encontrar en esta Historia, que sitúan la traducción en una nueva conciencia cultural. Desde el «año 0» hasta la instauración de la democracia distingue cuatro etapas de la comunicación con el
exterior estrechamente ligadas al desarrollo político y social. El crecimiento de algunas editoriales surgidas al final de los
cuarenta y la aparición de otras con perfiles innovadores preparan el terreno para
que, después de 1975, «España se conviert(a), junto con Italia, en el país europeo que más traduce, es decir, [...] en el
más dispuesto a recibir las tendencias culturales del presente» (p. 538). El resto del
capítulo tiende a demostrar tal aserto con
la relación de empresas, colecciones, len-
guas originales e intermediarias, autores y
obras que abastecen el mercado, papel de
la crítica, tipo de traductor predominante,
estética traductiva, etc. Todo un muestrario, en fin, de una problemática compleja
expuesta con rigor y amenidad.
Cierra esta primera parte el capítulo de
Pegenaute sobre «La situación actual»
(pp. 579-619) del traductor como profesional institucional y privado, formación, incentivos sociales, publicaciones específicas,
etc.
Bajo el título «La traducción en otros
ámbitos lingüísticos y culturales» la segunda parte agrupa las restantes lenguas hispánicas. «El ámbito de la cultura catalana»
comprende a su vez cuatro breves capítulos, de los que resulta modélico «Traducciones y cambio cultural entre los siglos
XIII y XV » (pp. 623-650), de Josep Pujol.
No desmerecen, sin embargo, «Traducciones catalanas en la edad moderna» (pp.
650-661), de Josep Solervicens; «La traducción entre el siglo XIX y el Modernismo» (pp. 661- 673), de Enric Gallén; y
«Las traducciones del Noucentisme a la
actualidad» (674-694), de Marcel Ortín.
Aunque geográficamente simétrico al anterior, las circunstancias históricas, sociales
y económicas que han coincidido en «El
ámbito de la cultura gallega» (pp. 721-790)
le han dado características diferentes, y de
realzarlas se ocupa Camiño Noia por extenso. En una lengua que casi desapareció
de la escritura entre el siglo XVI y mediados del XIX, la actividad traductora corrió
pareja suerte y no empezó a recuperarse
hasta después del Rexurdimento, sobre todo
durante la etapa nacionalista de 1917 a
1936; y vuelve a interrumpirse su natural
desarrollo con la dictadura de Franco, convirtiéndose a veces en refugio de la propia lengua, para «experimentar un importante crecimiento» a partir de la entrada en
vigor del Estatuto Galego (1981). El último capítulo de esta segunda parte se titula
«El ámbito de la cultura vasca» (pp. 791815), de Xavier Mendiguren Bereziartu.
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Aunque con precedentes de incierta cronología, la publicación del Nuevo Testamento en 1571 fija el principio de la traducción al euskera. Desde esa fecha hasta el
presente se establecen seis períodos, determinados los dos últimos por la unificación
de la lengua literaria y por la creación de
la Escuela de Traducción de Martutene, ya
con el régimen autonómico. Mayoritariamente, las obras traducidas son de carácter religioso muy entrado el siglo XX, distinguiéndose al menos tres tendencias traductológicas, si bien a mediados de la
centuria aumentan paulatinamente las traducciones de literatura y pensamiento universal. Como todos los capítulos, este se
completa con unas extensas «Referencias
bibliográficas».
Un imprescindible «Índice onomástico»
pone punto final a esta Historia cuyas casi
novecientas páginas constituyen la más
importante aportación al estudio diacrónico de la traducción en España hasta el
momento. Y precisamente por eso, los responsables de la editorial y colección que
la publica deberían haber evitado algunas
erratas (v. gr. pp. 134, 331, 339, 347, 433
n. 40, 485, 793, 812, 814) y la sistemática
metátesis de Rusker por Rukser (pp. 353
n. 60, 354 y n. 61, 355, 394, 436 n. 46).
Lunares ínfimos, desde luego, pero que
deberían corregirse en sucesivas ediciones.
LUIS F. DÍAZ LARIOS
ROMERO TOBAR, Leonardo, La literatura en
su historia, Madrid, Arco/Libros, 2006,
358 pp.
El profesor Romero Tobar, bien conocido por su trayectoria como historiador de
la literatura del XIX, nos presenta ahora una
recopilación de sus trabajos sobre Historiografía literaria. Los dieciocho artículos incluidos –publicados durante los últimos
años y revisados para la ocasión– suponen
615
algo más que el contrapunto a sus estudios
sobre Larra, Clarín o Valera, pues conforman una línea de trabajo ininterrumpida
desde 1979, fecha de impresión del más
antiguo de ellos. Así, estaría satisfecho
Guillermo Díaz-Plaja, quien en el prólogo
a su Al filo del novecientos (1971) escribía con rotundidad: «La publicación de un
libro misceláneo sólo se justifica cuando
los trabajos que en él se reúnen adquieren
una vertebración y un sentido acordes con
la intención que promovió su nacimiento».
Comencemos por destacar el eufónico
título La literatura en su historia, que tanto evoca el de España en su historia (Cristianos, moros y judíos) (1948, después
sustituido por La realidad histórica de España, 1954), de Américo Castro, pieza fundamental del Centro de Estudios Históricos
(1910-1936) y del momento dorado de la
Filología románica en la primera mitad del
XX . «La literatura en su historia» no deja
de ser una llamada de atención sobre el
hecho de que la idea que poseemos de la
literatura –la Historia de una literatura nacional, por extensión– ha de ser puesta en
crisis, para lo cual es necesario un conocimiento de su devenir, de su historia (merece la pena que recordemos que etimológicamente historia significa ‘investigación’
o ‘inquisición’). Y es que lo que este libro del profesor Romero Tobar nos ofrece
es una discusión epistemológica de la Historia de la literatura española, cuestión
nodal que no ha sido apenas tratada añadiendo a la especulación teórica el análisis de los textos críticos más importantes,
es decir, las Historias literarias.
La disciplina de la Historiografía literaria es la encargada de compensar dicha
carencia, que ya podemos considerar que
está siendo asediada por diferentes frentes:
la revisión de la periodización de la literatura española (términos historiográficoliterarios como Romanticismo, Generación
del 27... y demás divisiones) y la noción
de cambio literario, el estudio de la gestación del canon actual, y la contextualiza-
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ción de la labor de los críticos del pasado
(Historia de las instituciones, Historia de
la crítica literaria...). Todas estas cuestiones tienen cabida en La literatura en su
historia, cuya acertada estructura tripartita
pasamos a describir.
La primera parte se titula «Clío versus
Calíope», que rinde homenaje –como apunta el autor en el prólogo (p. 11)– a Apolo
en Pafos (1987), la tercera entrega de los
folletos literarios de Clarín. La musa de la
Historia hacia la de la Elocuencia y la
Poesía o, lo que es lo mismo, la relación
que se establece entre el historiador y el
poeta. Un viejo debate al que pocos pensadores e historiadores se han sustraído,
desde los greco-romanos hasta los postmodernos y deconstruccionistas, pasando por
Kant o Hegel (vid. el clásico de Collingwood, Idea de la historia). Incluye este
apartado cuatro trabajos en los cuales pondera la reflexión sobre la descripción, dotando así a la obra de un pórtico teórico
que no esconde las heterogéneas dimensiones del problema en cuestión: la idea de
la Historia de la literatura nacional. Dedicaremos un poco más de atención a estos
primeros trabajos dado que su reflexión se
proyecta al resto del libro, que pone en
práctica algunas de las cuestiones previamente presentadas.
Especialmente interesante es el primero de ellos: «La Historia literaria, toda
problemas» (publicado previamente en las
muy recomendables actas de un congreso
sobre Historiografía literaria organizado por
el grupo de investigación que dirige el
mismo autor de La literatura en su historia: Romero Tobar, ed., Historia literaria/
Historia de la literatura, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2004). Se trata de una
suerte de estado de la cuestión que, aunque pudiera pensarse que viene a encadenarse a una serie de trabajos que flirtean
con el desencanto y la resignación respecto de la Historia literaria –como el relevante estudio de Wellek «El ocaso de la historia literaria» (1973, trad. en 1983) o Is
Literary History Possible? de Perkins
(1993)– es más bien una toma de conciencia de la dificultad, una invitación a no
olvidar todas las vertientes del asunto y, en
suma, una declaración de intenciones que
presenta el libro y la dirección multidisciplinar de los estudios historiográfico-literarios actuales. A lo largo de este trabajo
se destacan los escasos hitos de la crítica
sobre la Teoría de la historia literaria y se
dibujan las líneas de trabajo actuales, que
giran en torno a la periodización de la literatura española y el cambio literario especialmente.
Más concreto, «Extraterritorialidad y
multilingüismo en la historiografía literaria
española», el segundo de los trabajos, incide en la necesidad de incluir en las Historias literarias a todos esos autores políglotas y exiliados, así como sus respectivos discursos en diferentes lenguas, pues
forman también parte de la idea de la Historia de la literatura nacional, que poco a
poco se va rectificando. Es el mismo caso
–pero a la inversa– de los autores latinos
Séneca o Marcial, nacidos en Córdoba y
Calatayud respectivamente, y que se incluían en los manuales decimonónicos o
tradicionales (que proyectaríamos hasta
bien entrado el XX); pero que dejaron de
aparecer en las Historias literarias modernas (la de Ángel Valbuena Prat, de 1937
en su primera edición, fue una de las primeras en dejar de hacerlo). Sabemos que
se está reflexionando sobre la incorporación de la Historia de la literatura española del exilio a la Historia de la literatura
española, algo que, por otro lado, no es tan
sencillo como añadir un capítulo complementario (vid. las páginas que dedicó Claudio Guillén a este asunto en su El sol de
los desterrados: literatura y exilio, Barcelona, Quaderns Crema, 1995; así como el
monográfico sobre «Exilio e Historia literaria» VV. AA., Migraciones & Exilios.
Cuadernos de las Asociación para el Estudio de los Exilios y Migraciones Ibéricos Contemporáneos, Madrid, AEMIC-
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UNED, n.º 3, diciembre de 2002). La trascendencia teórica es semejante al caso comentado de Séneca y Marcial, pues el debate nos lleva a cuestionarnos la etiqueta
Historia de la literatura española, donde
española ya no hace referencia forzosamente ni a la lengua española ni al país
de España, desencadenando un problema
tautológico notable. En fin, tres ejemplos
más de la trascendencia del asunto que
sólo enunciaremos (no son objeto de estudio del profesor Romero Tobar, quien se
detiene en el caso de los exiliados y los
políglotas): los escritores extranjeros que
escriben en español; la relación de las literaturas regionales y la española; y la de
esta con la literatura hispanoamericana,
que, por ejemplo, a raíz del boom del 60
cambió la trayectoria de los escritores en
España, contrariamente a lo sucedido en el
pasado.
El tercer trabajo, «Las Historias de la
literatura y la fabricación del canon», se
detiene en la reflexión sobre el papel determinante que desempeñan las Historias
literarias –junto a las antologías, con las
que tantas cosas guardan en común– en la
configuración del canon, que viene a ser
la pervivencia del pasado en el presente.
Los ejemplos espigados resultan muy ilustrativos –cuestión que se puede generalizar
a todo el libro, con testimonios y citas
valiosísimas– de esta función de las Historias literarias. Destacaremos sólo uno: la
inclusión del Gil Blas, del francés Lesage,
en el canon de la picaresca española debido a unas palabras ambiguas del padre Isla,
su traductor. Este error, que el profesor
Romero Tobar rastrea hasta el primer tercio del XX, sirve, como decimos, para dejar patente la repercusión de las tan poco
atendidas Historias literarias.
«Sobre temas y motivos literarios», el
último trabajo del primer apartado, se detiene en la definición de estos términos que
no siempre son distinguidos. Como explica el profesor Romero Tobar, los temas
pertenecen al orden de la vida, mientras
617
que los motivos, al literario. Estas cuestiones, que recientemente también han recibido la atención del citado comparatista
Claudio Guillén en varias ocasiones, representan el esqueleto de múltiples trabajos
filológicos que merecería la pena procurar
ordenar. La tematología, como parte o
complemento de las Historias literarias
según las conocemos, es una línea de trabajo que supera la constatación de los vínculos entre determinadas obras. Se trata de
una apuesta comparatista que no ha sido
acometida con firmeza.
El segundo apartado de La literatura en
su historia, «En el telar de las Historias
literarias (siglos XIX y XX)», entra de lleno
en el estudio historiográfico-literario. Dos
tipos de estudios encontramos aquí. El primero son los que componen la contextualización y descripción de las Historias literarias de los siglos XIX y XX (abordado en
«El campo intelectual del siglo XIX», «Regulaciones del canon en el siglo XIX», «Las
Historias de la Literatura en el siglo XIX»,
«Entre 1898 y 1998: cien años de Historias
literarias» y «Las Historias literarias de los
hispanistas escritores»). Estos tres trabajos
últimos conforman algo más que una introducción a la Historia de la historiografía
literaria española de los siglos XIX y XX. La
correcta explicación de las Historias literarias más importantes y conocidas (Amador
de los Ríos, Fitzmaurice-Kelly, Valbuena
Prat...), así como la de muchas otras más
olvidadas, como la producción de los discípulos de Menéndez Pelayo (Bonilla San
Martín, Méndez Bejarano, Montoliu...), supera con mucho otros panoramas generales
que se detienen en poco más que las fechas
de publicación de las obras en cuestión. Las
notas socio-históricas y la recepción de las
diferentes Historias literarias son abandonadas al poco en aras del análisis de las
cuestiones teórico-metodológicas más pertinentes y el comentario del canon y el estilo. Y todo ello perfectamente relacionado
con la situación en otras literaturas nacionales (sobre todo la francesa y alemana, las
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más influyentes en los modos historiográficos del XIX y XX). Trabajos, pues, que debemos tener muy presentes cuando recurramos a las necesarias e imperfectas Historias literarias.
El segundo tipo de estudios de este
apartado se centra en el análisis de varios
conceptos/términos historiográfico-literarios
de una trascendencia fundamental, como
son Realismo y Naturalismo («Realismo,
Naturalismo y otros ismos en la críticas del
XIX » y «La construcción del canon del
“realismo” español»). El estudio de estos
conceptos/términos permite analizar transversalmente las Historias literarias, pues
estas son a veces construidas a partir de
términos prestados de otras disciplinas
(como Barroco, de la Historia del arte) u
otras literaturas nacionales (Edad de Oro,
de la periodización latina) o, sencillamente, son neologismos ad hoc que se han
asentado desvirtuando en muchas ocasiones
la realidad que denotan. Son, pues, muy
acertados este tipo de estudios, que otros
han aplicado, por ejemplo, al caso del Modernismo o la Generación del 27.
Ya en la tercera parte del libro, «Textos e historia de la literatura», encontramos
otros trabajos que también podrían haber
sido incluidos en el apartado anterior, pues
giran en torno a determinados términos historiográfico-literarios: «El Quijote de románticos y realistas», ««Clarín» entre romanticismo y realismo», «El Romanticismo,
cien años después». Como se adivinará,
ahora cobra protagonismo la recepción de
determinados autores y obras, método crítico que queda perfectamente explicado en el
primero de los trabajos que abren este apartado: «Notas sobre empleo del método de
recepción en Historia literaria», que es, ni
más ni menos, una aplicación de la teoría
de Jauss a la literatura española, con el
valor añadido de ser pionera para el caso
español, pues data de 1979. Un trabajo que
ahora se descubre como vaticinador del
rumbo de una línea crítica muy fructífera a
finales del XX y principios del XXI.
El resto de los trabajos, más heterogéneos, dejan a la luz algunas de las cuestiones que con mayor denuedo ha trabajado la
faceta del autor de historiador de la literatura: «Los géneros literarios y el periodismo
en el paso del XIX al XX», «Una conferencia de Valle-Inclán sobre “literatura nacional”» y «El «continuará» de los folletines
en la novela actual», por lo que el estudio
se carga todavía de más autoridad.
Dieciocho trabajos, en resumen, con sus
respectivas aportaciones (algunas ideas, en
fin, resuenan de unos trabajos a otros,
como el comentario de los manuales de Gil
de Zárate), pero cuya reunión en un libro
conforma ahora un manual (¿por qué no
incluir el consuetudinario índice onomástico?) para todo el interesado en la Historiografía literaria, la Historia de la literatura española, su canon, el Realismo, el
Romanticismo, los estudios tematológicos,
la teoría de la recepción... Una obra de
consulta y de estudio, con no pocas pistas, por cierto, para el que esté decidido a
continuar esta labor historiográfico-literaria
que el hispanismo tanto ha esperado que
se iniciara.
A NTONIO MARTÍN EZPELETA
CASTILLO MARTÍNEZ, Cristina, Antología de
libros de pastores, Alcalá de Henares,
Centro de Estudios Cervantinos, 2005.
530 pp.
Esta Antología, de reciente aparición,
nos ofrece, en sus más de quinientas páginas, varios fragmentos de un total de veintiún títulos pertenecientes al género de los
libros de pastores que van desde los más
conocidos (La Diana de Montemayor, La
Arcadia de Lope de Vega, o La Galatea de
Cervantes) a otros menos nombrados (Ninfas y pastores de Henares, de Bernardo
González de Bobadilla, La enamorada Elisea de Jerónimo de Covarrubias o las Tra-
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gedias de amor, de Juan Arce Solórceno).
El objetivo es rescatar del olvido un puñado de textos a los que la crítica no ha prestado mucha atención. De hecho, de todas
las obras allí recogidas, tan sólo diez están
editadas modernamente; es decir, más de la
mitad de los libros de pastores que han
sobrevivido hasta nuestro siglo no han visto nuevas ediciones. Todo esto da cuenta
del poco interés puesto en este ámbito literario en cuestión. Asimismo, resulta sorprendente comprobar que son nueve las
obras que cuentan solamente con un testimonio, que se encuentra en la Sala de Raros de la Biblioteca Nacional de Madrid o
bien en la Biblioteca de El Escorial. De manera que se trata de textos de difícil acceso para el investigador y para el curioso,
algo que, aunque de manera fragmentaria,
ha querido subsanar la profesora Castillo.
Para la selección de los títulos, la autora ha tomado como base el corpus presentado por Juan Bautista Avalle-Arce en
La novela pastoril (Madrid, Istmo, 1974),
al que ha añadido una obra más: La pastora de Mançanares y desdichas de Pánfilo [s.l, s.a], un texto curiosísimo por ser
la única obra pastoril conservada manuscrita, y que ella misma se encargó de editar
en la Universidad de Salamanca (Colec.
Textos Recuperados), 2005. Al mismo
tiempo, no nos podemos olvidar de las
cuatro obras situadas en el Apéndice: Primera parte de la Clara Diana a lo divino
[Zaragoza, 1599], de fray Bartolomé Ponce; Los pastores de Belén [Madrid, 1612],
de Lope de Vega; Los sirgueros de la Virgen [México, 1620], de Francisco Bramón;
y la Vigilia y octavario de San Juan Bautista [Zaragoza, 1679], de la monja cisterciense Ana Francisca Abarca de Bolea.
Todas ellas situadas en otro apartado porque tienen como denominador común el
haber adaptado la temática pastoril a un
contexto religioso. Los autores de estas
obras asumieron el molde pastoril con una
finalidad distinta, de ahí que no se hayan
incluido en el grueso de la Antología, sino
619
en el apéndice, aunque no por ello deja de
enriquecer el florilegio de los libros de
pastores. Tal vez, por el mismo motivo, la
profesora Castillo Martínez haya decidido
con acierto no seguir fielmente la Bibliografía de los libros de pastores en la literatura española, de Francisco López Estrada, Javier Huerta Calvo y Víctor Infantes
(Madrid, Universidad Complutense, 1984),
en la que figuran alrededor de cincuenta
títulos, puesto que, en muchos de ellos,
predomina lo cortesano o lo bizantino
mientras que lo puramente pastoril pasa a
ocupar un segundo plano.
Además de la fina selección de los títulos de esta Antología, lo más destacado
de este libro sería la forma con la que cada
texto está presentado. Como nos comenta
la autora en la introducción, no ha querido que su volumen fuera una repetición de
fragmentos comunes en los libros de pastores (página XIX). Con unos ejemplos
basta para mostrar la esencia de lo pastoril. Por eso, Cristina Castillo ha optado por
proporcionarnos, tras sus estudios pormenorizados, los aspectos que se alejan de lo
habitual en estos libros, con la intención
de mostrar un panorama más completo,
rico y variado de cada uno de ellos. Gracias a esto, es posible contemplar el género desde otra perspectiva, apreciar aquellos
aspectos que hacen que cada obra sea única y original, e incluso percibir la evolución del género, desde el nacimiento hasta
la decadencia de este éste. Las escenas
violentas descritas en Los siete libros de
la Diana [Valencia, h. 1559] de Jorge de
Montemayor, o las de humor encontradas
en el Siglo de oro en las selvas de Erifile
[Madrid, 1608] de Bernardo de Balbuena
podrían asombrar a los lectores que esperan topar con una literatura dominada por
la armonía y el equilibrio, en un entorno
natural en el que sus protagonistas, los
pastores, hablan de sus experiencias amorosas con una aparente seriedad y esto por
poner sólo un ejemplo el amplio material
que ofrece este obra.
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RESEÑAS DE LIBROS
Unas palabras más sobre la organización de esta Antología. Cada entrada, que
está ordenada cronológicamente, comienza
con la introducción diestramente argumentada, en la que la autora ofrece más información acerca del autor, de la obra en sí
misma y del entorno literario que rodea a
cada uno de estos textos. Tras ésta, aparece un apartado dedicado a los Testimonios conservados, con indicación de la
edición de la que ha extraído el fragmento, con la idea de que pueda servir de
orientación para futuras investigaciones.
Termina cada entrada con el apartado de
Textos en el que se leen algunas escenas
delicadamente seleccionadas de cada libro.
El resultado es una Antología cuidada y
completa en la que se adivinan las muchas
horas de trabajo y estudio de la profesora
Castillo.
EMMA NISHIDA
SETANTÍ, Joaquín, Centellas de varios conceptos, edición de Emilio Blanco, Barcelona, J.J. de Olañeta-Universitat de
les Illes Balears, 2006, 182 pp.
La colección «Medio Maravedí», dirigida por Antonio Bernat Vistarini, presenta, junto a importantes y renovadoras aportaciones sobre el Siglo de Oro, como el
trabajo de Melveena Mckendrick sobre El
teatro en España (1490-1700) y el de
Aurora Egido sobre las conexiones entre
literatura y arte, entre la página y el lienzo (De la mano de Artemia. Literatura,
emblemática, mnemotecnia y arte en el
Siglo de oro), otras publicaciones que van
desde Pietro Aretino, a Andrea Alciato, a
Hans Holbein, al anónimo Arte de bien
morir. No cabe ahora sino felicitarse por
la oferta de una cuidada edición de las
Centellas de varios conceptos de Joaquín
Setantí (1540-1617). La edición de Emilio
Blanco presenta las 500 «centellas» del
autor catalán sin inundar el pie y el cuerpo de la página. Frente a la imposibilidad
de una glosa exhaustiva de los muchos
asuntos abordados en los aforismos, el editor, con mucho acierto, ha procurado ser
parco y las notas se añaden sin interpolaciones ni paradas enojosas. En general las
notas, muy útiles y ajustadas, intentan facilitar la comprensión del léxico y apuntar
algunas similitudes entre Setantí y otros
autores. También el haber modernizado el
texto, así como la puntación y los acentos,
el acompañar todo ello con un índice analítico permite al lector disfrutar más fácilmente de las Centellas y de los 200 Avisos de amigo que cierran el volumen.
Es preciso destacar también que la introducción de Emilio Blanco resulta algo
más que iluminadora. La conexión entre
texto e introducción revela una verdadera
conspiración íntima. Parece casi que ésta
tome al pie de la letra la advertencia Al
lector del mismo Setantí que antecede a las
quinientas centellas. Preliminares que avisan de lo poco que «aprovecha la luz de
las Centellas si no dan sobre materia dispuesta para encenderse, yesca o pólvora.
Ha de saber en el espíritu el que leyere
estos avisos, si quiere sacar de él, y de
ellos, fuego de aprovechamiento» (p. 80).
En este sentido las centellas, en el significado primigenio de chispas, prenden al
topar con la materia inflamable de la introducción. A través de una síntesis clara
y ordenada de la trayectoria del género del
aforismo y de otros géneros afines (sentencia, máxima...) en la Antigüedad, en la
Edad Media y en el Renacimiento, Emilio
Blanco evidencia las deudas de Setantí con
la tradición pero también, cosa nada fácil,
los elementos de innovación presentes.
En sintonía con esto, el editor levanta
acta sobre la ambigüedad y la dificultad de
diferenciar aforismos, sentencias y máximas. Dificultad de definir el aforismo y
superposición de términos con carácter sinónimo que muchas veces se transforma en
confusión, como prueban las deficiones de
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RESEÑAS DE LIBROS
las tres formas citadas en los diccionarios
estrictamente lexicográficos o en los específicos de algunas materias. De ahí el precisar más y el esbozar –a partir de un
conocido ensayo de Umberto Eco sobre
Wilde– una serie de características básicas
del género aforístico.
Si es verdad que en Hipócrates el aforismo representaba un principio científico
expresado de forma concisa, que en la
Edad Media proliferan los libros sapienciales, con sus pensamientos breves (castigos,
sentencias, avisos...), que los humanistas
del Renacimiento (Erasmo, por ejemplo)
recopilan sentencias, apotegmas, adagios,
facecias, apólogos, no cabe duda de que,
como señala Emilio Blanco, nunca este
tipo de literatura sapiencial emplea la voz
aforismo. Que el cultismo no exista lo atestiguan los diccionarios. Y si no lo omiten,
como hace en 1611 el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias,
sólo recogen aforismo en su sentido médico, sin atender al género sentencioso.
Para encontrar empleada la voz aforismo hay que esperar a 1614. En este año
Baltasar Álamos de Barrientos publica
(aunque compuesto a finales del siglo XVI)
su Tácito español ilustrado con aforismos.
El libro es un punto de partida imprescindible. El autor liga el aforismo a la política, y más concretamente al tacitismo. Pronto el aforismo pretende transformarse en un
instrumento científico de ánalisis y praxis
para la acción política, general e individual. Hay una voluntad evidente de crear
una ciencia política. Pero hay más, según
muestra Emilio Blanco. Se trata de la sintonía entre Baltasar Álamos de Barrientos
y Francis Bacon, entre los textos liminares del autor de Medina del Campo y El
avance del saber (1605) del londinense,
libro en donde éste confiere al aforismo,
por su carácter asistemático, un papel primordial como método innovador en el
avance del conocimiento frente al estatismo del sistema. De hecho, el interés de
Bacon por los aforismos y su interés por
621
el método son dos aspectos de una misma
cosa.
Las Centellas de Setantí se insertan en
este horizonte cultural y, cosa harto significativa, se imprimen en 1614, el mismo
año del libro de Baltasar Álamos de Barrientos. Si después de esta fecha el término aforismo ya se usará con cierta predilección en los títulos de los libros, como,
entre otros, prueban las obras de Fernando Alvia de Castro, de Eugenio Narbona,
de Pedro de Figueroa, del padre Nieremberg y, sobre todo, de Baltasar Gracián, los
aforismos de Setantí son en la Península
parte auroral del género aforístico.
Las centellas del autor catalán son un
claro ejemplo de lo que es el aforismo
político, con su evidente objetivo: el triunfo
en la vida personal y política. Ya autor, en
1610, de los Frutos de Historia, Setantí
muestra interés por una lectura de la historia que permita hallar en ella normas de
actuación práctica, aplicables en función de
las circunstancias. Y por esa vía se entronca claramente con el tacitismo. Este libar
como abeja en los distintos textos históricos, permite –como opina Blanco– entrever en los Frutos un ejercicio propedéutico para ir destilando sus Centellas.
Por último, conviene destacar la originalidad del título. Por un lado el término
ya contaba con una larga tradición en la
literatura espiritual del siglo XVI y aludía
al momento en que el amor de Dios penetraba en el corazón del hombre (cf. íbid.,
p. 62), por otro lado se asiste a un marcado desplazamiento desde un conocimiento
espiritual y místico hacia el ámbito profano de la actuación práctica en la vida política.
Y sin embargo, las Centellas, que ofrecen consejos de todo tipo más que dar
reglas de comportamiento para actuar de
manera exitosa, describen el cambiante
mundo de comienzos del siglo XVII . En
todas, más allá de las posibles clasificaciones y las diferencias que se perfilan, sorprenden no sólo la brevedad y la extrema
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RESEÑAS DE LIBROS
sencillez de las centellas, sino la falta casi
absoluta de metáforas, la escasa presencia
de imágenes, como si hubiera una voluntad de abandonar toda expresión literaria
por parte de quien, como Setantí, no era
un profesional de la escritura. Un modo de
hablar lacónico que, como apunta el autor
en su escueto prólogo, «es cierto que no
es para todos, ni para todas ocasiones» (p.
80). Para poder sacar provecho de las chispas, para que las centellas prendan, como
el autor subraya en la última de ellas, se
necesita «seso acomodado, prendas de naturaleza, que no se dan a todos igualmente» (p. 165).
La edición de las Centellas de Setantí
resulta, en definitiva, un interesante y útil
recorrido por el texto de uno de los primeros autores que compilan libros de aforismos, antes de que legión de escritores
se dediquen al nuevo género. Asistimos al
oportuno y merecido rescate de un libro al
cual el estudioso de ese periodo y el lector no podían acceder con la facilidad deseable. Lástima que todo ello no venga
acompañado de un adecuado índice bibliográfico, a través del cual dar cuenta de la
gran cantidad de ensayos europeos, especialmente alemanes, franceses e italianos
sobre el aforismo. De hecho, son estos trabajos los que iluminan la definición de
dicho término en castellano a falta de una
imprescindible aproximación histórica y
teórica al aforismo en España, que, lamentamos, tarda en llegar.
Con todo, es un mérito del editor iluminar los aforismos de Setantí, insertarlos
en un adecuado marco cultural español y
europeo, enlazar la estructura lógica y retórica de este texto con las líneas de fuerza de escenarios más extensos, sea el de
la literatura sapiencial, sea el de un género que sufrirá con los años grandes transformaciones y que encontrará en Baltasar
Gracián uno de sus más conspicuos cultivadores.
F ELICE GAMBIN
CAYUELA, Anne, Alonso Pérez de Montalbán. Un librero en el Madrid de los
Austrias, Madrid, Calambur (Biblioteca
Litterae, 6), 2005, 382 pp.
La historia del libro en España ha contado con una trayectoria ilustre que, desde
sus pioneros (Jaime Moll, José Simón
Díaz) hasta sus más recientes estudiosos
(José Manuel Prieto, Fermín de los Reyes,
Fernando Bouza, Anastasio Rojo), ha dado
cuenta con rigor y eficacia de cómo se fue
formando el negocio librero en la España
de los Siglos de Oro. En el ámbito del
hispanismo francés, aportaciones como las
de François López o Christian Péligry nos
han ofrecido también una visión muy detallada de inventarios, imprentas y lectores,
completando con ello un rico panorama
internacional que ha tenido en décadas recientes la fortuna de contar igualmente con
figuras como las de Roger Chartier entre
sus filas. Gracias a ellos hemos podido
vislumbrar cómo evolucionó la historia de
la lectura y la entidad del lector en estas
décadas fundamentales que vieron nacer,
además, algunas de las nuestras obras
maestras.
Se une a este rico parnaso la investigación de la profesora Anne Cayuela (Universidad de Avignon), quien recoge en este
valioso estudio el perfil biográfico –en su
labor de editor y mercader– de quien fue
uno de los más activos y prestigiosos libreros del siglo XVII , Alonso Pérez de
Montalbán. El libro contiene una detallada
contextualización del famoso editor y de su
librería, para pasar después a la reproducción de su catálogo ordenado por los diferentes géneros que comercializó. Partiendo
de la premisa correcta de que no puede
concebirse una historia de la lectura sin
una historia de la edición en sus formas
impresas, así como de «los mecanismos de
producción, de control, de difusión y de
recepción de los libros» (p. 139), Cayuela
recorre el Madrid de quien fuera padre del
famoso Juan Pérez de Montalbán a través
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RESEÑAS DE LIBROS
de los vericuetos económicos y amistades
ilustres que definieron su carrera profesional. Se trata, de hecho, de una actividad
impresionante de casi cinco décadas por
parte de un librero que contó con una
clientela distinguida, estando al servicio del
Rey desde 1604 y supliendo, por ejemplo,
al mismísimo Duque de Lerma. Desde su
edición de la Diana de Montemayor (1602)
hasta las Oraciones evangélicas de Paravicino (1645), Pérez de Montalbán contó en
su catálogo con obras maestras de Lope,
Salas Barbadillo, Castillo Solórzano o Vélez de Guevara, entrando también en ciertas rencillas e intrigas literarias derivadas,
precisamente de la amistad y el trato con
algunos de estos ingenios.
Este es, acaso, uno de los mayores
atractivos del presente estudio, que combina una rigurosa tarea de archivo con un no
menos útil recuento de las condiciones
materiales –importancia del espacio urbano, suspensión de licencias para la novela
y la comedia (1624-1635), cultura material
del mundo libresco, establecimiento de redes comerciales, etc.– que rodearon la explosión editorial en la España de los Austrias, y que dieron lugar a que, sólo en
Madrid, se concentraran nada menos que
46 libreros-editores en el período comprendido entre 1566 y 1626. Pérez de Montalbán pasará a la historia por la labor difusora de la obra literaria de su hijo Juan,
pero también por la innovadora idea de las
Partes de comedias lopescas, o el pleito
que entabla Quevedo por su edición pirata
del Buscón. Igualmente fascinantes son las
relaciones con censores –Valdivieso, Gracián Dantisco, Espinel– que fueron designados para algunos de sus libros. Alonso
Pérez se muestra, según señala muy acertadamente Cayuela, como un hombre atento
a los gustos de su tiempo y con un finísimo olfato para detectar la buena literatura
y el talento joven. A las numerosas ediciones de temática religiosa y moral –casi un
cuarto del total de su catálogo– se unirán
también ediciones de poesía profana y re-
623
ligiosa, teatro, novela, misceláneas, historia y derecho, evidenciando así el amplio
espectro de gustos y la vasta cultura de
nuestro editor; su papel en la comercialización de un género como la novela corta, es, de hecho, seminal, así como también lo será su responsabilidad en el lanzamiento de nuevas figuras como los
veinteañeros Bocángel o Polo de Medina.
Alonso Pérez, concluye la autora, «aparece en este contexto como el artífice de una
producción editorial sometida a la presión
creciente del público y como un comerciante al servicio de la novedad de las
formas y de los géneros» (p. 162). Estamos ante un estudio de gran utilidad para
todos aquellos que deseen conocer más a
fondo cómo se formó el campo cultural del
Madrid de Felipe III y Felipe IV. Acompañado de un generoso número de ilustraciones de sus más famosas portadas, se
trata además de un volumen editado con
sumo gusto por parte de una casa editorial
sin la cual no sabríamos hoy lo que sabemos de la historia del libro en España.
ENRIQUE GARCÍA SANTO-TOMÁS
MARÍN PRESNO, Araceli, Zur Rezeption der
Novelle Rinconete y Cortadillo von Miguel de Cervantes im deutschsprachigen
Raum. Frankfurt, Lang, 2005.
(La recepción literaria de la novela ejemplar Rinconete y Cortadillo de Miguel
de Cervantes en los países de lengua
alemana. Fráncfort del Meno, Lang,
2005)
Publicada en el cuarto centenario del
Quijote, la tesis doctoral de Araceli Marín
Presno sobre la recepción literaria de la
novela Rinconete y Cortadillo de Miguel
de Cervantes en los países de lengua alemana recuerda al lector que Cervantes no
sólo escribió el célebre Ingenioso Hidalgo
Don Quijote de la Mancha, sino también
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RESEÑAS DE LIBROS
unas maravillosas Novelas ejemplares. La
historia de la recepción de una de esas
novelas, expuesta en la presente tesis, resulta no menos emocionante y entretenida
que el Quijote, aun cuando se trata de una
publicación claramente científica que obtiene sorprendentes conclusiones.
La elección de la novela Rinconete y
Cortadillo como objeto de estudio se explica, en primer lugar, porque es una de
las novelas cervantinas más populares en
Alemania y, en segundo lugar, por el hecho histórico-literario de que la primera
traducción al alemán de dicha novela, que
llevó a cabo Ulenhart en 1617, introdujo
el género de la novela picaresca en Alemania.
La obra de Araceli Marín Presno es un
trabajo historiográfico en toda su extensión,
situado en el punto de intersección de la
germanística, la hispanística y la traductología. Con este trabajo se llena un vacío:
si bien ya existen algunas publicaciones
sobre las Novelas ejemplares y su relevancia literaria, estamos ante el primer análisis exhaustivo desde la perspectiva de la
traductología. De ahí que la tesis se entienda a sí misma como un estudio históricodescriptivo en el marco de la investigación
sobre la recepción histórico-literaria y sobre la traducción.
La autora es licenciada en traducción y
ha sido profesora durante muchos años en
la Universidad alemana de Germersheim,
en la Facultad de Lingüística y Estudios
Culturales Aplicados de Germersheim.
Además posee profundos conocimientos de
ciencia literaria. Es evidente que este trasfondo interdisciplinar enriquece el análisis,
lo que se aprecia tanto en los objetivos
como en el desarrollo del trabajo.
Araceli Marín incorpora planteamientos
de la Escuela de Gotinga y su traductología descriptiva, en concreto de Armin Paul
Frank y sus colaboradores. El enfoque centrado en la transferencia de los investigadores de Gotinga analiza las traducciones
sin separarlas del texto original: el análi-
sis considera siempre el texto de partida.
En consecuencia, la autora intenta comparar las diferentes traducciones con su original, con otras traducciones y con las
normas de traducción y literarias dominantes. Las traducciones se confrontan siempre de modo interlingüístico (con el original) y también intralingüístico (con otras
traducciones al alemán existentes).
Para estructurar su análisis, la autora
recurre a la clasificación de Friedmar Apel
y divide la historia de la recepción en
cuatro épocas diferentes: Barroco, Ilustración y Romanticismo, siglo XIX y finalmente siglo XX. Se exponen las condiciones de
recepción específicas de cada una de las
épocas en los países de lengua alemana.
Además se enuncian las normas literarias
y traslatorias que imperaban en cada época. Finalmente se describen y analizan las
diferentes traducciones asignándolas a su
contexto histórico.
El trabajo está dividido en cuatro capítulos. El primero sintetiza los fundamentos
teóricos de la investigación sobre la recepción y los estudios histórico-descriptivos
sobre la traducción. El segundo ofrece una
visión general sobre la investigación de la
obra de Cervantes en España. El tercero
aborda el análisis textual de la novela Rinconete y Cortadillo desde el punto de vista de los aspectos relevantes para la traducción. El cuarto capítulo, el más amplio
y exhaustivo, presenta de modo sistemático la recepción de las traducciones de la
novela elegida en los países de lengua alemana para proseguir con el análisis de dichas traducciones y recoger finalmente las
conclusiones fundamentales de la investigación.
Cotejando la historia de la recepción se
observa, por ejemplo, que la novela se
interpretó de manera muy diferente en
Alemania y España. Mientras que en su
país de origen fue considerada durante mucho tiempo una obra realista o idealista, en
Alemania se leía como un libro de apuntes humorísticos o un relato satírico. Des-
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de la década de los veinte del siglo pasado, en ambos países la obra comienza a
definirse cada vez más como un cuadro de
costumbres destacándose su carácter picaresco.
El anexo de la tesis documenta en un
cuadro sinóptico las soluciones que las
diferentes traducciones alemanas han encontrado para los problemas de traducción
más interesantes, entre los que se cuentan
los nombres significativos, la germanía, los
refranes, la seguidilla y la jerga de los
jugadores de cartas. La presentación sinóptica es muy apropiada para fines didácticos, por ejemplo en seminarios para traductores, etc.
La selección de los nombres significativos de los dos protagonistas («Rinconete» y «Cortadillo») puede servir de ejemplo de lo diferentes que han sido las soluciones de las distintas traducciones al
alemán: Isaac Winckelfelder y Jobst von
der Schneidt, Rinkonnet y Cortadille,
Rinkonete y Cortadillo, Winkel y Schnitt,
Rinconete y Cortadillo, Winkelpeter y Schneiderlein, Ecklein y Schnittel, Winkelchen
y Schnittling, Winkelin y Schnittchen.
Las traducciones de los otros nombres
significativos son igual de variadas e ingeniosas. La autora comenta detenidamente las diferentes propuestas demostrando
ser extraordinariamente competente en el
campo de la traducción. En este sentido,
el trabajo también es muy adecuado como
modelo para las críticas de la traducción
pluridimensionales.
Araceli Marín recorre la recepción traslatoria y literaria de Rinconete y Cortadillo valiéndose de las diferentes traducciones alemanas realizadas durante casi 400
años. Y aquí encontramos la primera sorpresa del trabajo: entre 1617 y 1997, esta
novela ha sido traducida nada menos que
21 veces, 12 de las cuales a lo largo del
siglo XX.
Esta elevada cifra denota en primer
lugar el gran prestigio del que ha disfrutado Cervantes en Alemania desde el siglo
625
(prestigio que continúa aumentando
actualmente). Pero además expresa el deseo de buscar una traducción adecuada a
cada época, así como la sensación, si no
de haber fracasado en esa gran empresa, al
menos sí de no haber conseguido encontrar la traducción última y definitiva. Y así
llegamos al tema de la importancia del
método de traducción elegido por los diferentes traductores. La autora nos premia
con una segunda sorpresa: demuestra la
correlación clara e inequívoca entre el Zeitgeist imperante en una determinada época
y el método traductor correspondiente.
Si nos retrotraemos unos 400 años, no
podemos olvidar que los conocimientos de
idiomas extranjeros en los países de lengua alemana, y en especial el conocimiento del español, a comienzos de la Edad
Moderna y hasta bien entrado el siglo XIX
eran más bien escasos. Los primeros traductores de Cervantes fueron autodidactas
en su aprendizaje de este idioma y, en su
batalla continua con la gramática y el vocabulario, tuvieron que prescindir prácticamente de diccionarios, manuales y gramáticas con fundamento. A veces incluso,
debido a la falta de conocimientos de español, las obras se traducían a partir de la
traducción francesa. Por eso no puede
asombrar el que apenas se tuvieran en
cuenta para la traducción aspectos como el
estilo, el género, las características textuales o específicas del escritor. Bajo estas
condiciones tan precarias es probable que
la traducción les pareciera ese «afán utópico» al que se refería Ortega y Gasset.
En la medida en que fueran ampliándose los conocimientos de español –sobre
todo con la «euforia hispánica» de los románticos alemanes– era posible esperar traducciones más atinadas y exigentes desde
el punto de vista filológico. Por eso la
autora parte de la hipótesis de trabajo de
que las traducciones más «libres» del principio se irían haciendo con el tiempo cada
vez más fieles al original filológicamente
hablando.
XVII
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626
RESEÑAS DE LIBROS
El estudio pone de manifiesto la relación entre las normas específicas de cada
época con respecto a los fines de la traducción y el correspondiente método traductor elegido. Un hallazgo que, sin ser
pretendido por la autora, confirma con creces la validez de las teorías de traducción
funcionalistas y de escopo.
Pongamos cuatro ejemplos para mostrar
la relación entre norma y método teórico.
En su primera traducción al alemán de
1617, Ulenhart siguió la norma o el principio de que las traducciones tenían que
contribuir a la creación de una literatura
nacional alemana. En consecuencia, su traducción muestra rasgos de una adaptación
tal de la novela, que su resultado bien
puede considerarse un plagio. Por el contrario, Conradi, que tradujo por segunda
vez la novela al alemán en 1753, quería
contribuir a la creación de un lenguaje literario alemán. Por eso realizó una traducción cuajada de extranjerismos, en la que
abundaban los préstamos del español; préstamos que habían de enriquecer el idioma
alemán. En su traducción de 1810, el traductor romántico Siebmann abre nuevos
caminos al intentar que el lector alemán
comprenda el texto, y así no calca los
nombres geográficos, sino que los germaniza. Por último, Rothbauer realiza en 1963
una traducción basándose en la teoría de
la equivalencia, que imperaba en traducción en los años sesenta del siglo XX.
La hipótesis de trabajo, por cierto, sólo
se pudo comprobar en parte, en concreto
con las traducciones realizadas hasta finales del siglo XIX. Y nos encontramos ante
la tercera sorpresa: en las traducciones del
siglo XX se detecta una tendencia a la aproximación intralingüística. La mayor parte
de las traducciones recientes no se basa en
el original español, sino en las traducciones anteriores, sobre todo en la de Notter,
que data de 1840. Esto se manifiesta sobre todo en que adoptan la propuesta de
traducción de Notter en los nombres significativos y la germanía. Los traductores
posteriores, por tanto, son más bien revisores, cuya comprensión de la novela ha
cristalizado sobre traducciones ya existentes y que no compararon sus revisiones con
el original hasta más adelante. En este sentido, estas revisiones no pueden entenderse como recepción de la novela original.
La lectura de esta tesis es esclarecedora y sorprendente, además de recomendable para todos los germanistas e hispanistas interesados en el intercambio cultural
literario entre España y Alemania. También
deberían leerla aquellos traductores y estudiosos de la traducción –no sólo literarios– que se ocupan de cuestiones de crítica de la traducción. Es muy deseable que
esta obra sea traducida pronto al español.
HOLGER SIEVER
R ICO, Francisco, El texto del «Quijote».
Preliminares a una ecdótica del Siglo
de Oro, Barcelona, Destino (Biblioteca
Francisco Rico), y Valladolid, Servicio
de Publicaciones de la Universidad de
Valladolid-Centro para la Edición de
los Clásicos Españoles, 2005, 568 pp.
El nuevo trabajo de Francisco Rico
tiene como antecedente la serie de estudios
sobre el Quijote que ha venido publicando
en los últimos años y que ahora revisa y
desarrolla de manera profunda. En el punto de partida de todo ello están su edición
crítica y su editio minor de la obra, y en
particular la «Historia del texto» que figura entre los prólogos de aquélla y donde
ya anunciaba la elaboración del presente
volumen. Como se recordará, la edición
crítica, publicada primero en 1998 y varias
veces reimpresa con correcciones (Barcelona, Crítica), ha sido enteramente puesta
al día en 2004 (Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores-Centro para la
Edición de los Clásicos Españoles). La aludida editio minor la difundió en 2004 la
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RESEÑAS DE LIBROS
Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, y, el mismo año, el texto y las notas
se reprodujeron en su integridad en la
Edición del IV Centenario patrocinada por
la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española; recientemente, en 2007, ha aparecido
revisada en la colección Punto de Lectura
y en Ediciones Alfaguara.
Estamos ante un estudio riguroso que
reflexiona sobre las bases del cervantismo,
en especial, naturalmente, en lo que concierne al texto del Quijote. El prólogo nos
brinda una certeza inicial que iluminará el
camino desbrozado en su libro: «es inútil
... preguntarse por el plan primitivo del
relato de 1604 y por sus vicisitudes, sin
recorrer uno a uno los pasos que usualmente seguía entonces una obra desde la pluma del escritor hasta las manos del lector:
borradores, original (es decir, copia en limpio por un amanuense), revisión o revisiones del autor, censura, manipulaciones de
la imprenta ... El asunto sólo se deja enfrentar con éxito ... restituyendo los datos
literales y los indicios literarios particulares a las circunstancias históricas de unos
modos de escritura y producción» (p. 10).
(Recordemos que al nombrar «el Quijote
de 1604» nos estamos refiriendo a la impresión de finales de ese año, que circuló
en su mayoría a comienzos de 1605, y que
llamaremos «primera edición» o «princeps».) A partir de esta reflexión, bien
fundada en la perspectiva de la «histoire
du livre», la obra de Francisco Rico articula por vez primera todo el entramado del
proceso editorial del libro en el Seiscientos, y se adentra en los problemas que hoy
sigue planteando la edición del Quijote.
La introducción formula las primeras
cuestiones en torno a «El fantasma de la
«princeps»» del Quijote, respetada fieramente desde finales del siglo XIX hasta
nuestros días. Rico completa con puntualidad minuciosa la historia de las ediciones
quijotescas que ya había planteado en su
texto prologal a la edición crítica de 1998,
627
historia que conforma una tradición ecdótica en el siglo XX presidida por «la escrupulosidad en la transcripción de la princeps
de cada parte y descartando de antemano
todos los conocimientos y planteamientos
que pudieran empañar ese objetivo»
(p. 18), con la convicción injustificada de
que Cervantes nada tuvo que ver en las
sucesivas ediciones de 1605 y de 1608. El
Quijote adolece todavía de una edición que
solucione con todos los posibles indicios a
mano los problemas de mayor enjundia
para los cervantistas, pero también para el
lector sencillo que imaginaba Miguel de
Cervantes. No podemos confundir nuestro
anhelo de «cercanía al original cervantino»
con «la duplicación de las primeras ediciones» (p. 19). Advierte Rico cómo el «estricto e ilimitado apego a la princeps» o,
más exactamente, la fe en los ficticios facsímiles se ha visto favorecido por una renuncia a emprender nuevas investigaciones.
El lector podrá comprobar, con los ejemplos proporcionados por el autor hasta llegar a nuestros días, la inercia y los pasos
atrás en el cervantismo, en un tiempo en
que las herramientas filológicas se afinan
mientras el fetichismo de la príncipe se
recrudece. Lo que se justificaba antaño en
las tareas editoriales hoy resulta impertinente, ya sólo con los rudimentos de la
crítica textual en la mano.
Algunos intentos se perdieron por el
camino. Hartzenbusch fue el primer editor
moderno que osó transmutar la disposición
de la primera edición, y lo hizo con el
pecado del exceso, pero también con la
suspicacia inteligente que luego no se alimentó en posteriores ediciones y que Rico
reclama con insistencia. Sin repasar en este
foro las coordenadas exhaustivas de que se
sirve el estudioso para recomponer en la
«Introducción» el panorama de la crítica
textual del Quijote desde sus orígenes setecentistas hasta la fecha, sí me parece
oportuno ceñirme en este momento a las
palabras de Rico, cuando denuncia que «a
lo largo del siglo XX el estado de cosas
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RESEÑAS DE LIBROS
haya perdurado y aun ido a peor» (p. 33):
«En vez del trillado y previsible cortejo de
lectiones faciliores, atracciones del contexto y demás explicaciones ecdóticas –las
explicaciones que esperaríamos y que ni se
nos insinúan–, nos encontramos ... con que
las erratas flagrantes se vuelven muestras
del absoluto dominio artístico que Cervantes despliega para desafiar al lector desprevenido. Uno de los principales apoyos de
tal posición está en un bellísimo artículo
de Leo Spitzer que presenta «la inestabilidad y variedad de los nombres dados a
algunos personajes» como «un deseo de
destacar los diferentes aspectos bajo los
que puede aparecer a los demás el personaje en cuestión»» (pp. 42-43). La contrapartida reside en el hecho de haber convertido la brillante aportación de Spitzer en
patente de corso para cualquier eventualidad textual. Todo se resuelve en genialidad cervantina, regateando erratas y accidentes propios de los medios de producción en el Siglo de Oro. Y, frente a ello,
el autor comenta con argumentos de peso
ejemplos como el espurio «Quexana», que
ha sido aducida a menudo como polionomasia cervantina. Rico explica esta variante
como errata ya resuelta en «Quixana» en
algunos ejemplares de la propia princeps,
fruto de una nueva composición de dicho
cuaderno, y de nuevo corregida en la segunda edición, en 1605, que se imprimió,
sin embargo, a la vista del primer pliego
compuesto (el que contenía «Quexana»).
Los ejemplos analizados no siempre resultan, sin embargo, igual de convincentes. En
mi opinión, el caso de las variantes en el
nombre del galán de Leandra, Vicente de
la Rosa o de la Roca, plantea algún problema. En el caso anterior, la recomposición del pliego (en la tirada de 1604) que
contenía el traído «Quexana», sustituyéndolo por «Quixana», reforzaba el testimonio confirmado y corregido por sucesivas
ediciones. Por el contrario, ahora estamos
ante variantes distintas en cada edición
(1604 y 1605: Rosa, Rosa, Roca; 1608:
Roca, Roca, Roca). En el primer caso, la
divergencia coincide con caras distintas de
un pliego, y como advierte Rico, era habitual que dos cajistas se repartieran la
composición de un pliego preparando una
forma cada uno. Puede verse cómo la tercera edición corrige en sentido inverso.
Opino que el hecho de que Cervantes, muy
probablemente, estuviera al tanto de la
edición madrileña de 1608, no permite
hacer extensivo el argumento de su participación a todas las modificaciones introducidas; además, quién sabe si el desarrollo de la historia de Leandra, que vuelve
burlada (no sé sabe cuánto) de su aventura con el soldado, indujo a Cervantes al
chiste velado. Cada caso –es normal que
así ocurra– presenta problemas diferentes
y quizá los haya sin datos suficientes para
resolverlos. El propio Rico toma la precaución de no convertir en definitivos los elementos puestos a examen, pero asume la
necesidad de tomar partido y opta, libremente, por la que a él le parece la explicación más plausible.
A tenor de lo expuesto, venimos hablando de tres ediciones del Quijote: la
príncipe, de 1604; la segunda, de 1605; y
la tercera, de 1608. Para Francisco Rico,
es patente la necesidad de cotejar estas
ediciones, junto a otras cercanas en el
tiempo a Cervantes, cuyas variantes textuales pueden iluminar aspectos que hoy estarían condenados a la oscuridad, por la
mera distancia cultural y lingüística que
nos aleja del autor: «los correctores y los
componedores del siglo XVII poseían aún
como suyas la lengua, la cultura y las formas de vida de Cervantes, y con ellas una
indudable capacidad para percibir problemas textuales que hoy, si no, se nos escaparían. Sin duda tenían también capacidad
para resolverlos a su aire y para suponerlos o introducirlos donde no los había,
pero, utilizada con las cautelas necesarias,
la contribución de los viejos tipógrafos es
imprescindible. ... El cotejo y el examen
detallado del mayor número posible de
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Quijotes antiguos son la escuela de crítica
textual más beneficiosa para un solvente
Quijote moderno. Hasta las erratas menudas de las ediciones secundarias resultan
instructivas» (p. 48).
La edición pendiente del Quijote precisa este camino, como siempre ha prescrito la ecdótica. Sin embargo, en el caso
del Quijote, la adoración por la princeps
ha entorpecido el cotejo textual con otras
ediciones. Una tarea de estas exigencias
exige un equipo y, sobre todo, una precaución cuyos límites, entre el abismo y Cervantes, tardarán todavía un tiempo en perfilarse. Pienso, por ejemplo, en la necesidad previa de identificar la idiosincrasia
única de la prosa de Cervantes, como su
huella dactilar. Se impone una precaución
máxima para no atribuir a Cervantes los
ecos de otros lugares y tiempos. Las herramientas informáticas, los programas de
análisis textual, las bases de datos o Google, no han alcanzado en mi opinión la
madurez necesaria para dar por definitivos
algunos de los estudios sobre autoría que
vienen gestándose en los últimos años. A
pesar del posible estado rudimentario de la
tecnología, capaz ya de deslumbrarnos,
veremos más adelante cómo puede abrirnos una senda sin retroceso posible.
Hasta aquí, no hemos salido de la «Introducción» del libro. A continuación, el
primer capítulo, «Cómo se hacía un libro
en el Siglo de Oro», nos presenta un recorrido claro, exhaustivo y crítico, de los
avatares que seguía un manuscrito hasta
convertirse en los pliegos prestos a ser
encuadernados, si se requería. No me detendré aquí en conceptos fundamentales
como el de original (copia en limpio del
manuscrito, realizada por un amanuense),
documentos necesarios para la impresión
(aprobación, privilegio, fe de erratas,
tasa...) o en el mecanismo habitual de trabajo en los talleres de impresión. La existencia habitual del llamado original, transcripción en limpio realizada por un amanuense, impide seguir pensando que los
629
tipógrafos manejaron manuscritos cervantinos. Este dato, advierte el autor, ha sido
ignorado de manera sistemática en la ecdótica del Siglo de Oro. Y en España, más
que en ningún otro lugar, se conservan
cientos de originales de imprenta cuyo
estudio, realizado por Sonia Garza bajo la
tutela de Francisco Rico, está evidenciando en días recientes el trasiego y los accidentes propios de la imprenta. El lector
puede leer y comprobar los ejemplos aducidos en las láminas de cada capítulo, con
materiales muy diversos y de gran interés
para comprender el proceso editorial del
siglo XVII. En las reproducciones pueden
verse, por ejemplo, las peculiaridades de
los originales de imprenta (con revisiones
del autor o del corrector, adiciones, marcas de la cuenta de líneas o de palabras
de cara a la composición por formas, y
toda una larga serie de rasgos significativos) y sus correspondientes páginas impresas con deturpaciones, el formato de los
pliegos y el funcionamiento de la composición por formas, autógrafos de Cervantes y de Lope, páginas y pliegos enteros
del Quijote (representativos por alteraciones debidas a razones tipográficas), y todo
ello, con las indicaciones pertinentes para
su recta comprensión. El libro explica por
medio de un relato rebosante de vida el
proceso que exige la composición de un
libro en el Siglo de Oro: desde la tramitación del paratexto (materiales preliminares
al texto propiamente dicho: documentos de
trámite, dedicatoria, poemas laudatorios,
prólogo...), al proceso de fabricación a
varias manos. Se trata, en definitiva, de los
avatares propios de los talleres de impresión y de las condiciones del mercado (todavía éste por estudiar en toda su dimensión por lo que atañe a la literatura áurea).
Por tanto, de la mano del autor al texto
que leyeron los lectores, media todo un
proceso de revisión y de copia que deturpa, como es sabido en crítica textual, la
supuesta pureza de la voluntad del autor,
con todas las dudas que este concepto vie-
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RESEÑAS DE LIBROS
ne suscitando (a veces, de modo gratuito,
como también ironiza Rico). Así, me parece muy oportuno convenir con Rico en
la consecuente «merma en la autoridad de
las príncipes», lo que «nos obliga en particular a plantear bastantes problemas del
Quijote con una óptica distinta de la empleada hasta ahora, preguntándonos siempre si un elemento atestiguado por las primeras ediciones arranca del borrador, de
una puesta en limpio autógrafa o de un
original de escribano más o menos corregido» (pp. 105-106). Con estas últimas palabras, nos hallamos ya en el segundo
capítulo del libro, «Del borrador a la censura».
Rico observa las peculiaridades de los
originales que se conservan para sugerir de
modo plausible «cómo insertó el novelista
algunas de las modificaciones que hizo en
el [original] entregado a la imprenta de
Cuesta» (p. 111). Por fortuna, contamos
incluso con algún original de la oficina de
Madrigal, que aporta indicios de un modo
de trabajo propio, como el de la obra titulada Sumario de la memorable y santa
batalla de Clavijo..., de Juan de Salinas
(p. 157), que permite observar la transformación gráfica que se opera del original
al impreso. El estudio de las revisiones que
alteraban los originales, de mano del autor o del corrector, permite sugerir a Rico
una hipótesis plausible y plena de consecuencias que sirve para explicar, si la aceptamos, los desbarajustes que presenta el
relato cervantino de 1604. En este sentido, varios estadios en la revisión, mal conjugados después en la imprenta, habrían
dado lugar a los sinsabores de la primera
edición que, sin embargo, es la que condicionará la escritura del Quijote de 1615.
Las idas y venidas de algunos aspectos del
relato de 1604, mal casados si exigimos al
Quijote un relato lineal con absoluta coherencia (lo contrario de la vida, como sabía
Cervantes), podrían ser explicadas, como
aduce Rico, si aceptásemos una evidencia:
«las pesquisas sobre la elaboración del
Quijote tendrán que reformularse sustancialmente, arrinconando el supuesto manejable y simplista de un único manuscrito
cervantino más o menos castigado y sustituyéndolo por otros más acordes con la
práctica tipográfica y editorial del Seiscientos, con su sistemático recurso a un original sometido a una o dos revisiones del
autor» (p. 141).
Es cierto que, a pesar de que conocemos cada día mejor las condiciones materiales de la impresión de libros en el XVII,
todavía no hemos calculado bien las exigencias de la ecdótica orientada al Seiscientos.
En este sentido el libro presente es una
aportación importante, porque reconstruye
de modo riguroso la historia compleja de la
producción editorial y la enriquece con el
estudio del concepto de original en el tiempo de Cervantes. La urdimbre filológica e
histórica en que se afana Rico tiene una
razón de ser plena, y llevará su tiempo responder a su planteamiento.
El capítulo tercero, «Por Juan de la
Cuesta», ahonda en el proceso editorial
como tarea en la que las responsabilidades
están bien delimitadas y repartidas. Diferenciemos, para siempre, el papel de editor, en este caso Francisco de Robles, del
de impresor, aquí Juan de la Cuesta (aunque es más un nombre comercial, como se
nos recuerda, de la imprenta de Pedro Madrigal en esas fechas). Una de las claves
de este apartado reside en la consideración
de la libertad que entonces disfrutaban los
responsables de la edición, que choca con
la literalidad que hoy tendemos a atribuir
a la tarea editorial (literalidad bastante limitada a menudo, porque mediatiza todo el
proceso un contrato entre el autor y el
editor, siempre con la mira puesta en la
ganancia). Conviene, pues, tener esa precaución muy en cuenta, junto con los accidentes propios de la copia. Dicha libertad atañía a cuestiones como las vacilaciones gráficas, la puntuación del original,
etc., por lo que el intento de buscar rasgos caracterizadores del autor en las pre-
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ferencias gráficas, vacilantes asimismo en
los autógrafos cervantinos, resulta una
cuestión prácticamente imposible de dilucidar. El escritor del Seiscientos, con muy
pocas excepciones, convenía de antemano
en todas las decisiones tomadas a pie de
imprenta en torno a las cuestiones mencionadas. Si entendemos esto, es fácil aceptar la idoneidad del concepto de «texto
autorizado», frente a la ingenuamente llamada «voluntad del autor». Es muy probable que Cervantes, por ejemplo, no escribiera, como argumenta Rico, la dedicatoria al duque de Béjar, pero sí la autorizó
y, por tanto, conviene mantenerla como
parte de la obra que le entreguemos al lector. La «impresión se nos revela por ello
mismo como exponente máximo de la «voluntad del autor» por cuanto toca a la presentación gráfica: incluso si existe una
autógrafo, el texto crítico que pretenda
mantener una grafía de época debe ajustarse a los hábitos del impreso» (p. 155). En
nota al pie y con igual relieve, Rico explica los yerros, en este sentido, de la escuela angloamericana en sus modos de edición de los textos antiguos. Pero no sólo
esta cuestión atañe a la grafía, la acentuación y la puntuación (inexistente en los
autógrafos cervantinos), todas ellas competencias del corrector de la imprenta, no de
los tipógrafos: piénsese, como propone
Rico, en «un aspecto tan importante y escurridizo como la caracterización lingüística de los personajes» (p. 162).
A la par de todo lo que aquí vamos
reseñando, los trabajos de Flores en torno
a la composición del Quijote han dado pie
en varios puntos al estudio de Francisco
Rico y, después, a una réplica más que
justificada. Lo que visto a luz de las nuevas aportaciones parece un disparatado
paso atrás, no lo es, como reconoce Rico,
cuando sirve de primer intento, aunque sea
fallido. Uno de los puntos refutados, y de
mayor interés, reside en el hecho de que
el Quijote fue compuesto por formas, y no
por páginas, como quería Flores. Las ex-
631
plicaciones vienen acompañadas de láminas
que ilustran muy bien las consecuencias de
la composición por formas, o mejor dicho,
cómo las peculiaridades materiales o las
«argucias tipográficas» (p. 183) de los
ejemplares conservados hablan claramente
del proceso editorial del Quijote en cuarto
conjugado. Francisco Rico advierte, también, que tales procedimientos, y tan comunes, son difíciles si no imposibles de
decantar con total seguridad. Pero nos exigen no bajar la guardia en ningún caso,
sobre todo en la segunda y tercera edición
del Quijote, dado que los operarios acudieron a añadidos falaces, pero bastante inofensivos (véase, como ejemplo, la p. 204),
para cuadrar las páginas compuestas por
formas, desbarajustadas en ocasiones por
los añadidos que Cervantes tuvo a bien
hilvanar, sin mucho cuidado, al texto.
El Quijote de 1604 está plagado de erratas, pero aún desasosiega más el hecho de
que en 1615, a pesar de no existir ya la
prisa que acució el primer lanzamiento, los
errores duplican en número a los primeros.
De nuevo, y de manera muy general, opinamos que la necesidad de identificar la
textura de la prosa cervantina es imprescindible para no confundir su registro con el
ruido de fondo. Y al tiempo, surge una
duda: ¿ese deslinde puede ser total?, ¿será
real el resultado cuando tengamos un instrumento de precisión para medirla? En el
intento, quizá, podremos irlo viendo.
Sólo unas pocas páginas del Quijote de
1604 nos proporcionan la certeza de que
el original, que ya de por sí contendría
variaciones respecto al manuscrito cervantino, fue objeto a su vez de nuevas desviaciones. Se trata de los epígrafes de los
capítulos, por una parte, y de su sistematización en la Tabla final. Rico se propone demostrar, primero, que la Tabla depende de un texto manuscrito, y no de las
capillas del impreso. Entre los argumentos
que aduce podríamos destacar el sabio apoyo que encuentra en el estudio de la práctica editorial, a partir de los originales
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RESEÑAS DE LIBROS
conservados (en los que la lista es de una
mano y la foliación de otra): el primer
paso era hacer la lista de contenidos que,
una vez impresos, podrían numerarse a
partir de las capillas. Esa hojita suelta, al
margen del original, sirvió para componer
la Tabla. Los epígrafes de cada capítulo se
tomaban, sí en este caso, del original,
como el resto del contenido. Las variantes
que Rico sistematiza responden a los errores propios proceso de copia: dos lecturas
distintas del mismo documento que sirven
para ejemplificar el proceso editorial, complejo y distorsionador de un texto primigenio, casi utópico. Es cierto que al entrar
en detalles, al buscar una explicación para
algunos botones de muestra de dichas variantes, Rico tiene que echar mano de la
conjetura, como no puede ser de otra manera, y así, el entramado que forma con las
pistas puede ser discutible. Pienso, por
arriesgar aquí un ejemplo, en la explicación que creo discutible de caterba>turba
como una lectio facilior. Sinónimos tan
claros hablan, en mi opinión, de una elección estilística, no de un tipógrafo distraído. Pero más que la explicación de cada
minucia, si bien deseable, interesan las
premisas y la actitud que va a condicionar
la edición del Quijote.
De las diversas anomalías que pueden
espigarse en el primer Quijote, me interesa centrarme aquí en la que concierne al
robo del asno de Sancho, anomalía cuyo
estudio constituye el quinto capítulo del
libro. A estas alturas del camino, resulta
fácil convenir con el estudioso en que un
stemma de las ediciones no nos permitirá
remontarnos a un texto más cervantino, ya
que podemos ya presumir con buenas razones la intervención de Cervantes en las
ediciones inmediatas. Lo mismo cabe decir para la gran mayoría de los libros del
siglo XVII. El tema toca de manera directa
a la discutida autoría de las adiciones sobre el robo del pollino que ya en 1605
fueron incluidas en la segunda edición.
¿Escribió Cervantes los dos extensos re-
miendos de los capítulos XXIII y XXX?,
¿decidió él dónde insertarlas? La respuesta a estas dos preguntas condiciona un sinnúmero de decisiones ecdóticas. Tras detallar el contexto y los fallos de dichas
intercalaciones, Francisco Rico realiza un
minucioso análisis lingüístico usando herramientas informáticas.
He revisado con mecanismos distintos
todas y cada una de las 48 apostillas explicativas que le permiten demostrar con
datos que las adiciones y su inserción en
el texto son obra de Miguel de Cervantes.
El método seguido por Rico es el siguiente: coteja las unidades significativas (de
varios elementos cada una) que pueden
identificarse en el texto con el resto de la
obra cervantina y con las dos partes del
Guzmán de Alfarache y con el Quijote
apócrifo. Todas las notas al pie son muy
pertinentes, si bien los elementos comentados no tienen siempre el mismo peso
argumentativo, y menos aún cuando los
pasamos por el banco de datos CORDE
(disponible en http://corpus.rae.es/cordenet.html) como prueba de contraste. Para
el análisis, he usado diversos parámetros de
búsqueda. He limitado las búsquedas al
período 1580-1620, usando el asterisco (*)
al final de la raíz de un elemento cuando
puede admitir diversas desinencias, la interrogación de cierre (?) en el lugar de las
grafías que pueden vacilar (caso de la b,
v, h, g, j, x, etc.) indistintamente, y los
signos necesarios para indicar cierta distancia entre dos o más segmentos (dist/10, por
ejemplo, para separar dos elementos en un
entorno de hasta 10 palabras). Los resultados obtenidos son muy elocuentes y convergen de manera rotunda con las conclusiones de Francisco Rico. Los segmentos
analizados llevan en su gran mayoría, y de
manera unidireccional y objetiva, a la pluma de Cervantes, y muchos de ellos de
manera casi incuestionable entre los miles
de documentos (así lo creo para los casos
de las notas al pie número 2, 6, 12, 13,
23, 26, 32, 37, 38, 46).
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Pero además, he ampliado los segmentos elegidos por Rico, obteniendo resultados muy elocuentes en un par de casos.
Por ejemplo, al comprobar en el CORDE
la secuencia anotada como número 2, las
entrañas de Sierra Morena, busqué asimismo mitad de las entrañas, según aparece
en el fragmento estudiado. Puede comprobarse que, al margen de este caso, sólo
aparecen otros dos en la literatura del período acotado. Y los dos son de Cervantes: «¿Quién te persigue, o quién te acosa,
ánimo de ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas de
la abundancia?» (QII, 29, 870); «Mas el
dolor que siento de los celos me la representa en la memoria bien así como espada
que atravesada tengo por mitad de las entrañas, y no es mucho...» (Las dos doncellas). Puede verse, además, que estos ejemplos remiten a fechas posteriores a las
adiciones, por lo que el imitador hubo de
ser también adivino, o Cervantes imitó al
imitador. La secuencia número 6, Pero la
suerte, se corrobora y se amplía si la buscamos también con p minúscula, respetando su característica de inicio de período:
se obtienen 8 casos en 4 documentos, todos de Miguel de Cervantes. Para el caso
anotado como decimotercero, bienintencionado, que Rico califica como «voz muy
grata a Cervantes...», se revela asimismo
como exclusiva de Cervantes. (En este
caso, hemos de tener la precaución de anotar que la grafía de esta palabra compuesta, sin mediar un espacio entre los dos
elementos que la componen, puede ser responsabilidad tanto de los editores antiguos
como de los modernos). Podemos ver también la nota número 23, brinco de como
expresión ponderativa. Según el CORDE,
no existen casos fuera de Cervantes con el
mismo uso. Para el caso número 26, ciñéndonos aquí sólo al segmento con las mejores razones, obtenemos 9 resultados en
5 documentos, de los cuales 8 (contando
el citado del rucio) están en 4 obras cervantinas. Además, el segmento siempre es
633
con las mejores razones que (él) supo(e)/
que pudo, desde La Galatea al Persiles. La
excepción a la regla la pone Salas Barbadillo con un uso bien diferente: «pero con
las mejores razones que ellos pudieron
adquirir y juntar allí de repente le vistieron sus vestidos...» (El caballero puntual.
Primera parte, 1614). La nota 32 resulta
reveladora de nuevo. Dice Rico que «Pese
a la normalidad en la construcción, no se
la encuentra nunca en Avellaneda ni el
Guzmán». Quizá no estemos ante una construcción normal, sino netamente cervantina, ya que el CORDE sólo localiza 2 casos semejantes de caballero sobre: «Por el
peso, que el demonio, caballero sobre el
negro caballo de las herejías» (Juan de
Pineda, Diálogos familiares...1589) y
«cuando pareció en la plaza un gallardo
caballero sobre un poderoso caballo» (Ginés Pérez de Hita, Guerras Civiles de Granada, 1595; nótese, además, que este uso
es diferente a los citados). El ejemplo anotado como 37, como era la verdad –y aquí
no puedo dejar de decir que estamos ante
una expresión cervantina maravillosa, toda
una «rúbrica» como expresa Rico–, sólo
presenta 8 casos, de los cuales 6 (contando el citado) pertenecen a Cervantes, y 2
a Avellaneda. La nota 38, en traje de gitano, al buscar en traje/hábito de gitano,
sólo se documenta en Cervantes, si no
prescindimos del complemento adyacente.
Y por aducir un último ejemplo, el 46, sin
responderle palabra alguna el CORDE
proporciona evidencias de que estamos ante
una expresión, con sus posibles variantes,
de nuevo muy cervantina. Sin ánimo de
comentar aquí todos los ejemplos irrefutables, que son muchos de los que aporta
Francisco Rico entre otros también valiosos pero menos excluyentes, quisiera añadir también un nuevo caso hallado en mis
búsquedas: bien lejos de poder ser. Al rastrear la secuencia «bien lejos de + infinitivo», aparte del caso que se da en la interpolación analizada, pueden verse otros dos
ejemplos documentados en Cervantes: «por
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entonces le parecía que estaba bien lejos
de tenerle, porque, maguer era tonto» (QII,
30, 874); «Fui a ver lo que me quería, bien
lejos de pensar en lo que me dijo» (La
ilustre fregona); y, al margen, dos casos
más, uno en San Juan Bautista de la Concepción (Exhortaciones a la perseverancia,
1610-1612) y otro en Pedro Chirino (Relación de las islas filipinas, 1604).
Rico también analiza los mecanismos
de inserción de estos fragmentos, y llega
a la conclusión, demostrada con suficiencia, de que también las costuras son del
propio Miguel. Ya sólo los casos tan clamorosamente cervantinos que he deseado
destacar, entre los cuales y también entre
los no citados aquí se dan varios que pertenecen a la prosa de un Cervantes que
todavía no se había sentado a escribir de
nuevo en 1605, bastarían para contestar
con entusiasmo a la pregunta. Las adiciones sobre el rucio son de Cervantes. A no
ser que nos empecinemos en postular que
Cervantes imitó en sus obras posteriores a
1605 a un imitador inverosímil que espigó
cachazudamente de muy diversos textos
cervantinos expresiones únicas y mínimas
como un temblor en la rúbrica personal.
Ahora podrá el lector anticipar que esta
respuesta condiciona muchas decisiones
editoriales, una vez que sabemos que Cervantes conoció y revisó la segunda e inmediata segunda edición de 1605. El autor estuvo allí, aunque anduvo a tientas
(como era propio de su carácter despreocupado), y queriendo salvarse de las críticas malévolas dio sus razones lo mejor que
supo, pero fuera de lugar. El imitador inverosímil habría colocado mucho mejor
que Cervantes la prueba del delito. Con
estas evidencias, diremos, con sus palabras,
que la segunda edición madrileña recobra
un valor que se ha negado larga y obstinadamente, cuyo texto, además, se nos
aparece superior en pulcritud respecto a las
demás ediciones del siglo. Con la excepción, recuerda Rico, de la de Bruselas de
1607, que salió con excelentes correccio-
nes que también enturbiaron, en ocasiones,
la voz cervantina. Ya se trate de los extensos fragmentos añadidos, ya de las variantes menores que la crítica no ha tocado y aunque sea difícil atribuirlas sin duda
al autor de la obra, el editor moderno debe
sopesarlas con igual tiento y exhaustividad.
La situación de la crítica ante la tercera edición madrileña, de 1608, varía un
poco respecto a la segunda. Desde Bowle,
se viene sospechando la mano de Cervantes en las correcciones que la tercera presenta, correcciones orientadas a subsanar
aquellas discordancias en el hilo narrativo
a cuenta del asno que todavía se notaron
en la segunda edición de Madrid. Francisco Rico advierte de la necesidad de considerar, junto con los argumentos ecdóticos
que se han aducido para probar la intromisión cervantina, los factores contextuales de la biografía del autor que lo sitúan
junto al taller de Cuesta y en continua
relación con Robles (véase también ahora
Jaime Moll, «Juan de la Cuesta», BRAE,
LXXXV (205), pp. 475-484, y «El taller
donde se imprimió el Quijote», Voz y Letra, XVI (2005), pp. 15-22).
Quizá sea este el momento de plantear
la mayor duda que me asalta por cuanto a
la hipótesis de trabajo ofrecida por Rico.
Me pregunto si, a sabiendas de que el proceso de copia comporta yerros necesariamente, y de que así sucedería a pesar de
la supuesta intervención depuradora cervantina y de los correctores en algunos puntos del relato, no podremos temer en cada
nueva edición una deturpación superior a
la de las enmiendas introducidas respecto
a la princeps. Y bajo el peso de esa posibilidad, punto de partida de la crítica textual, cómo haremos para cribar el texto o,
más aún, si no terminaremos fabricando un
Quijote igual de utópico que los papeles
que escribió Cervantes. Una duda tan general plantea iguales problemas de respuesta, pero hace deseable buscar las respuestas en el terreno aquí desbrozado.
El último capítulo del libro, «Las hue-
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RESEÑAS DE LIBROS
llas del rucio: cuestiones de principio», que
da paso a los Excursos finales, presenta las
consecuencias derivadas de las evidente
intervención de Miguel de Cervantes en las
que se venían considerando casi con seguridad ediciones ajenas a él. Representan un
texto igualmente autorizado por Cervantes,
como el de 1604. Sin embargo, y esto es
muy importante, el Quijote de 1615 «vino
a confirmar la dirección del movimiento
enmendador que había guiado las adiciones de 1605 (con los retoques de 1608) y
vino al mismo tiempo a invalidar las interpolaciones» (p. 297). Se trata de la conocida retractatio de Cervantes, que reside en las justificaciones en torno a los
olvidos del escritor, del historiador o del
impresor, dando por inexistentes de manera implícita los largos retoques de 1605 y
de 1608. Y así se dejó, porque ninguna
disculpa podría haber solventado no ya los
fallos patentes de 1604, sino los yerros que
continuaron en 1605 a pesar de las interpolaciones y, todavía, en 1608. «El decoro –escribe Rico– no se perdía con una
retractación, que en buena medida está ahí,
vaga como convenía y a la vez un punto
desafiante. Pero multiplicar la palinodia por
dos o por tres era demasiado» (p. 300).
Así, pues, el Ingenioso caballero de 1615
se gesta desde el punto de vista de la estructura narrativa de la edición de 1604.
Esta última consideración, bien pensada
por Francisco Rico, conduce a una edición
del Quijote, con sus dos partes, que prescinda de las interpolaciones, a pesar de ser
de Cervantes. Depende del concepto de
unidad que manejemos, si deseamos que al
lector en general le cuadren en la lectura
las dos partes del Quijote. Es sencillo de
entender, pero exige una decisión difícil de
tomar. De interés son aquí las reflexiones
en torno al concepto teórico de la «voluntad del autor» y del mito de la princeps
que ha empobrecido la edición de la obra
clásica. No hay un solo Quijote, pero no
podemos ofrecerle al lector todos y cada
uno de los testimonios conservados de cada
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edición, camino a que conducen de manera absurda e indefectible los laberintos hipertextuales que erige la informática. Para
el erudito, todos los Quijotes pueden albergar un valor peculiar digno de saberse,
pero pensemos mejor en qué texto vamos
a ofrecer al «lector real», el clear text sin
las notas ni el aparato crítico (una vez
asumidos en las propias decisiones ecdóticas) que nos roban el placer de la lectura.
No comentaré aquí los seis estudios ya
publicados con anterioridad y ahora ampliamente revisados que Francisco Rico
compila en el apartado final de «Excursos»
por la idoneidad del marco teórico que los
alberga. Un comentario justo de cada uno
de ellos merecería una reseña aparte. Baste señalar que tratan en detalle una serie
de puntos importantes en relación con la
fabricación del Quijote de 1604, desde el
mismo título que lleva el volumen (y que
probablemente no sea cervantino por entero) hasta el ritmo al que el libro se imprimió, los cajistas que lo compusieron o los
gastos que comportó, pasando por detalles
tan curiosos como la confección en Valladolid de un primer pliego provisional, en
las Navidades del 1604, o las razones por
las que se perpetró una dedicatoria a todas luces falsa. El último de dichos «Excursos», por otro lado, reconoce la pluma
de Cervantes en dos textos firmados por
Francisco de Robles y ofrece interesantes
noticias sobre las actividades editoriales del
novelista en sus últimos años. Los artículos aludidos y ahora muy revisados son:
«Componedores y grafías en el “Quijote”
de 1604 (sobre un libro de R.M. Flores)»,
en Actas del Tercer Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas (IIICindac), Cala Galdana, Menorca, 20-25 de
octubre de 1997, ed. Antonio Bernat Vistarini, Universidad de las Islas Baleares,
Palma de Mallorca, 1998, pp. 63-83; “Don
Quijote”, Madrid, 1604, en prensa», Bulletin Hispanique, CI (1999), pp. 415-434, y,
en versión revisada, en Don Quijote. Biografía de un libro 1605-2005, Ministerio
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de Cultura-Biblioteca Nacional, Madrid,
2005, pp. 49-75; «El primer pliego del
“Quijote”», Hispanic Review, LXIV (1996),
pp. 313-336; «El título del “Quijote”», Bulletin of Spanish Studies, LXXXI (2004),
pp. 541-551; «Quexana» y las «conjeturas
verisímiles», publicado como «Quexana»,
Euphrosyne, nueva serie, XXII (1994: In
Honorem Manuel C. Díaz y Díaz), pp. 431439; «A pie de imprentas. Páginas y noticias de Cervantes viejo», Bulletin Hispanique, CIV (2002: Hommage à François
Lopez), pp. 673-702.
En conjunto, estamos ante un libro cabal, escrito desde el sentido común más
palmario, lleno de exigencia y de esperanza. Cada reflexión se sustenta en un estudio minucioso de fuentes de primera mano
y de una vastísima bibliografía en torno a
diversas materias que acuden en ayuda de
la ciencia editorial, y que servirán de auxilio bibliográfico a los especialistas. Su estilo personal es un placer, además, literario. Por todo lo expuesto y por razones que
no habré atinado siquiera a entrever, el
objetivo prologal de situar los problemas
de mayor enjundia ecdótica del Quijote en
el terreno en que deben ser replanteados se
cumple con creces, al tiempo que soluciona interrogantes tan inmemoriales como la
propia obra. Por todo ello, gracias al trabajo impagable de Francisco Rico, hemos
contraído una nueva deuda con el Quijote.
PATRICIA MARÍN CEPEDA
LOPE DE VEGA, Rimas humanas y divinas
del licenciado Tomé de Burguillos. Edición de Juan Manuel Rozas y Jesús
Cañas Murillo. Madrid, Castalia (Clásicos Castalia, 280), 2005, 422 pp.
Trabajaba el profesor Juan Manuel Rozas en una edición comentada de las Rimas humanas y divinas del licenciado
Tomé de Burguillos cuando le sorprendió
la muerte. La tarea, aunque pudo realizar
numerosas anotaciones y comentarios particulares a los textos y proyectar el prólogo de la misma, quedó inconclusa. Ahora
su discípulo y amigo, el profesor Jesús
Cañas, nuestro maestro, continuando su
labor, tomando los materiales por él elaborados, ha dado a la imprenta la versión
definitiva de aquella otra inacabada de las
Rimas de Burguillos. Han pretendido los
editores facilitar el acercamiento y la comprensión de una de las obras fundamentales de Lope de Vega, aquella quizá que
presenta los rasgos de mayor modernidad.
Para lograr este objetivo recurrieron a la
edición príncipe, fechada en 1634, que
cotejaron con la segunda, de 1674, y se
valieron de las aportaciones de quien les
precedió en este camino, don Juan Manuel
Blecua. Han extraído, además, el texto de
La Gatomaquia, que aparecía en la parte
final de la editio princeps y ha tenido
mejor suerte editorial, y añadido comentarios individuales a los poemas y notas tanto textuales como explicativas y eruditas.
Han elaborado también un prólogo, donde
se analizan con rigor las principales claves
de la obra, que termina con un repertorio
bibliográfico bien seleccionado y clasificado. La edición se publica, por otra parte,
en la prestigiosa colección Clásicos de la
editorial Castalia e incluye el poema Sanatorio, original de Rozas que figuraba al
frente de su cuaderno de trabajo sobre las
Rimas. Lo advertido permite ver los aciertos de esta edición del poemario del Fénix, buen hacer que se remata con la claridad expositiva y las agudas interpretaciones de sus editores, ambos lopistas de
reconocido prestigio.
Son Las Rimas humanas y divinas del
licenciado Tomé de Burguillos un libro que
presenta un claro carácter unitario y ha
sido estructurado y organizado de manera
moderna. Está formado por ciento setenta
y nueve poemas, divididos en dos partes.
La primera estaría constituida por las Rimas humanas, y la segunda por las Rimas
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divinas. Esta división es falaz dado, como
advierten los editores, la gran desproporción existente entre los poemas de una y
otra temática. Estamos ante una obra de
madurez de Lope, escrita en su ciclo de
senectute, que presenta gran complejidad,
donde recurre al heterónimo y la máscara;
que evidencia su desengaño y su crítica
social e, incluso, una dura sátira contra
Pellicer y el gongorismo. Son todos estos
aspectos que, y así lo hacen los editores,
han de tenerse en cuenta al realizar un
análisis e interpretación correcta de la obra.
Lope escribe este poemario en los últimos años de su vida. Es un tiempo en el
que la tragedia parece cebarse en él. Muere su último gran amor, una de sus hijas
es raptada, perece también su hijo, se siente solo, queda en un segundo plano frente
a los pájaros nuevos y la Corte le niega
siempre cargos. Sin embargo los editores
afirman que con esta obra, gracias a la
ironía, al humor y la soberbia intelectual
del poeta, éste alcanza la superación definitiva de la vejez.
Las Rimas de Burguillos, sea como
fuere, es una obra compleja, que se caracteriza por su diversidad. Desterrado ya el
calificativo de colección de varias poesías
sagradas y profanas y superada también la
primera apariencia, aquella según la cual
estos versos constituyen un cancionero a
Juana, lavandera del río Manzanares de la
que se ha enamorado Burguillos, supuesto
autor de la obra, debe entenderse de forma unitaria, por mucho que los textos aparezcan sin separación intercalando unos
asuntos con otros, gracias a la intencionalidad que persigue la obra, la personalidad
de su autor, la referencia a problemas específicos que le preocupaban o a asuntos
de la época en que los textos fueron escritos, a sus aspectos biográficos y a la
utilización de determinados recursos, como
por ejemplo la parodia o la invención del
heterónimo. Juan Manuel Rozas y Jesús
Cañas insisten en ello repetidas veces. Estamos en realidad ante aspectos fundamen-
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tales para que la obra sea correctamente
descifrada y entendida. No puede olvidarse nunca que estamos ante una obra en
clave, que tiene graves dificultades de
comprensión, y que requiere de un buen
conocimiento del contexto social, cultural
y vital del autor. A todos esos aspectos se
entregan con generosidad los editores, y no
sólo en numerosas páginas del amplio prólogo que precede a los textos sino también
en la anotación precisa que se hace a los
mismos. Logran de esta forma explicar una
obra que, aunque muy editada, ha sido por
lo general poco entendida. Contribuyen, en
fin, a conocer más y mejor al Fénix de los
ingenios.
Lope logra, por otra parte, en este poemario, el primer heterónimo suficientemente desarrollado de la literatura española.
Juan Manuel Rozas y Jesús Cañas explican su funcionamiento y la evolución que
se da en Lope desde la recurrencia al pseudónimo hasta, ya en el ciclo de senectute,
la creación del heterónimo y su articulación a veces como máscara. Con ello ofrecen claves correctas para interpretar la
obra, para acercarnos al Lope de los últimos años.
La sátira contra Pellicer y el gongorismo es, sin duda alguna, fundamental en las
Rimas de Burguillos. Así lo afirman los
editores de la obra. Sin ella no se puede
entender a ésta. Se trata de una de las
batallas literarias más significativas que
tuvo abierta el Fénix, la que mantuvo con
el erudito y comentarista gongorino José
Pellicer de Tovar y los poetas jóvenes.
Juan Manuel Rozas y Jesús Cañas desenredan para el lector este enfrentamiento
desde el momento en que surge, cuando
Lope no consigue un cargo en la Corte al
ser adjudicado a Pellicer, hasta el momento de componer estos poemas, capítulo final de la contienda al menos por parte de
nuestro escritor. En la obra Lope pone a
Burguillos como ejemplo de lengua castellana y de ética profesional, con una forma de escribir contraria a la del gongori-
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no, por lo que arremete también contra los
jóvenes escritores que aplauden y siguen a
don Luis. De ahí la importancia de la sátira en el poemario. Los editores establecen, incluso, una clasificación de los poemas de Pellicer en cuatro grupos, según la
crítica vaya dirigida a los pájaros nuevos,
a la erudición del propio Pellicer, se convierta en ataque personal o se refiera al
honor de los contendientes, clave esta cuestión para entender poemas como la Gatomaquia.
Esencial es también abordar la cuestión
del desengaño y la crítica social que ha
sido muy poco tratado por los estudiosos.
La crítica social se va a realizar centrándose en la riqueza, la justicia y el poder.
El desengaño es doble, vital y artístico.
Lope quiso tener el respeto que pensaba se
merecía por su cultura y letras, el propio
de un escritor de estilo y temas cultos y
graves. El estudio introductorio termina
con un breve comentario al poema ciento
sesenta y uno, Discúlpase el poeta del estilo humilde, considerado como colofón de
esta obra, remate de sus caracteres de composición y de su problemática, y de todas
las creaciones poéticas dadas a conocer en
vida por el Fénix, y también síntesis de sus
preocupaciones, de su pensamiento y de su
postura ante la vida.
José Manuel Rozas y Jesús Cañas nos
llevan deliciosamente de la mano para
ofrecernos una interpretación coherente de
las Rimas. Nos advierten para ello que el
libro camina por cuatro vías bien diferenciadas, ya sea el cancionero a Juana, la
crítica social (sobre todo de ciertos poderes), los poemas anticulteranos dentro de la
guerra literaria contra Pellicer y los pájaros nuevos o los sonetos dedicados a personas reales, para insistir en la importancia que tiene la segunda y la tercera, aquellas a los que más versos dedica el Fénix
y más páginas explicativas los editores.
La edición de las Rimas humanas y
divinas del licenciado Tomé de Burguillos
realizada por Juan Manuel Rozas y Jesús
Cañas cumple con creces los objetivos que
estos profesores se habían propuesto. Ayudan a entender una obra compleja dentro
de las circunstancias vitales de su creador,
el Lope del ciclo de senectute, sobre el que
también han trabajado en otras ocasiones.
La habilidad a la hora de exponer las claves de interpretación, la profusión de notas eruditas, el acercamiento a la biografía
de Lope, la valoración de recursos como
el de la parodia, el análisis del funcionamiento del heterónimo, la contextualización
de parte de la obra en torno a la guerra
literaria contra Pellicer y el gongorismo, el
buen conocimiento de la producción literaria de Lope, el estudio del tema del desengaño o la crítica social y las abundantes
aclaraciones a los textos hacen que la edición sea muy útil y recomendable tanto
para el neófito en esta poesía como para
el investigador del Fénix y la literatura
barroca. Con ella las dificultades para entender el poemario desaparecen. Buena edición, pues, la de estos dos profesores, que
se han reunido otra vez en torno a Lope.
JOSÉ ROSO DÍAZ
SCHWARTZ, Lía, De Fray Luis a Quevedo.
Lecturas de los clásicos antiguos, Málaga, Universidad de Málaga, 2005,
338 pp.
Las mismas palabras de la autora que
abren el prólogo sirven de presentación
para este volumen: «Reúno en este libro
quince trabajos representativos de mi investigación en el área de las relaciones hispanoclásicas que aparecieron en homenajes,
actas de congresos y revistas especializadas durante la última década del siglo XX.
Todos han sido actualizados y, en algunos
casos, modificados considerablemente para
esta publicación» (p. 5).
En el mismo prólogo sigue tratando Lía
Schwartz de los criterios que la han guia-
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do para agrupar los trabajos: por un lado
tratará cuestiones de traducción e imitatio
(en los bloques I y IV respectivamente);
por otro fenómenos de transmisión de la
literatura de Grecia y Roma y de comprensión de los clásicos antiguos en la literatura renacentista (en los bloques II y III).
Las restantes páginas del prólogo las
dedica Schwartz a presentar lo que será la
metodología empleada en sus trabajos. Repasa por ello los distintos enfoques utilizados para analizar a los clásicos en relación con sus fuentes en la última centuria
y, así, critica las aproximaciones del New
Criticism y de la estilística por su búsqueda de la originalidad del autor, al considerar que este concepto, de estirpe romántica y posromántica, se opone a los de
continuidad e imitación que regían las
prácticas literarias renacentistas. Prefiere
Schwartz, pues, estudiar a los autores del
XVI y del XVII dentro de la tradición clásica, pero no viendo esta de manera intemporal y ahistórica, sino intentando reconstruir en la medida de lo posible en qué
coordenadas se movían los escritores que
estudia: cuáles eran los autores grecolatinos que conocían, en qué condiciones los
leían, imitaban y traducían; y será teniendo en cuenta este contexto en el que fueron compuestos los textos como Lía
Schwartz se aproxime a ellos. Se trata, en
suma, de reconstruir la «cultura real»: qué
libros concretos se leían, cómo se entendían, para «acercarnos, a través de nuestros autores áureos, no a la Grecia clásica
o a la Roma de Ovidio, sino a la manera
en que ambas civilizaciones fueron reconstruidas por los humanistas de dos complejos siglos» (p. 15).
El primer bloque del libro, dedicado a
Las traducciones de los clásicos, se compone de dos artículos en los que se analizan, por un lado, el traslado de la elegía
II, 3 de Tibulo debida a fray Luis de León,
y por otro las versiones del griego del
mismo fray Luis en su contexto humanista. En ambos trabajos están muy presentes
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ideas como la importancia de la traducción
en la formación académica del XVI o cómo
las de fray Luis anticipan en parte sus
composiciones propias. Schwartz dedica
gran atención, en la línea de las ideas expuestas en el prólogo, a reconstruir el contexto de esas versiones: por un lado el que
se podría denominar material (qué ediciones pudo haber manejado fray Luis, qué
otras traducciones pudo haber consultado,
si se trata –en el caso de las del griego–
de versiones directas o indirectas) y por
otro las técnicas y bases ideológicas que
pudieron guiar las traducciones, en las que
se siguen ideas expuestas por Pierre de la
Ramée, de acuerdo con las que se desmontaba analíticamente el sentido de un poema para volverlo a rehacer en la lengua de
llegada, por lo que «el buen traductor poético era, pues, quien parafraseaba, contraía
o amplificaba ciertas palabras del texto
base manteniendo, al mismo tiempo, el
sentido, la sententia del texto a traducir»
(p. 63).
Sobre estas premisas estudia Schwartz
con gran detenimiento la versión frayluisiana de la mencioda elegía de Tibulo, de
la que fray Luis tradujo solo un fragmento cuyo sentido no representa fielmente el
sentido general del poema y le da un toque moral más acorde con las prácticas
poéticas de fray Luis. En lo que respecta
a las traducciones del griego, la autora
examina distintas citas incluidas en Libro
de la perfecta casada y en Exposición del
Libro de Job analizando sus posibles fuentes, así como ofreciendo propuestas de
identificación para aquellas cuyo origen
aún era oscuro, y concluye con el estudio
detenido del traslado de fray Luis de dos
fragmentos de Andrómaca de Eurípides
siguiendo los criterios ya expuestos.
El segundo bloque trata Sobre la transmisión y reconstrucción de la cultura grecolatina y consta de cuatro capítulos. En
los dos trabajos que abren el bloque la
protagonista es la elegía, de manera más
general en el primero, pues se estudia su
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evolución en las letras hispanas del XVI y
del XVII, y más particular en el segundo,
en el que se centra Schwartz en el estudio
de dos composiciones de Luis Barahona de
Soto.
Al analizar la evolución de la elegía en
el XVI da cuenta Schwartz de distintos factores que pudieron mediatizar la recepción
del género. Menciona cómo los tratadistas
del Renacimiento retomaron debates que ya
habían entretenido a los autores clásicos
sobre su origen o sobre la contradicción
entre su descripción teórica como poema
funeral y su uso amoroso, y trata seguidamente de su importancia entre los poetas
neolatinos, que mantuvieron la dimensión
irónica del género presente entre sus antiguos cultivadores romanos.
Centrándose ya en la práctica poética
castellana, repasa Schwartz cómo, tras la
cierta indeterminación genérica que se percibe en Garcilaso, la elegía se perfila con
mayor nitidez en Herrera, que imita de
manera más sistemática a los elegíacos latinos, aunque en muchos casos adaptando
los motivos elegíacos a la tradición petrarquista. Tal tendencia se acentuará en el
XVII, donde importa más el tratamiento de
motivos propios del género antes que la
recreación formal, de ahí que la elegía se
transforme en una modalidad temática definible a partir de criterios semánticos. Para
insistir en ello, sigue un detenido análisis
de diversos motivos elegíacos y del diferente tratamiento que tuvieron.
Un ajustado resumen de las ideas expuestas en este trabajo abre el dedicado a
analizar dos elegías de Luis Barahona de
Soto («Buelue esos ojos, que en mi daño
ha sido» y «¡Quién fuera cielo, ninfa, más
que él clara») que se ven como ejemplo de
esa contaminación e indeterminación en su
cultivo, pues muchos motivos parecen provenir más de Garcilaso o Herrera que directamente de los elegíacos, de tal manera
que «la escasez de elegías transmitidas [de
Barahona] no nos permite precisar con
exactitud cómo había interpretado Baraho-
na la obra de Tibulo, Propercio u Ovidio»
y las dos elegías analizadas vendrían a ser
«dos poemas en busca de un género»
(p. 114).
En los dos siguientes trabajos de este
bloque el protagonismo pasa a Quevedo y
a su amigo y editor González de Salas. El
primero de estos artículos es una admirable ejemplificación del principio ya anunciado por la autora en el prólogo de reconstruir la cultura grecolatina real que tenían
los autores áureos, pues la recepción de los
clásicos de la Antigüedad iba variando según las ediciones que los hicieran accesibles y según los comentarios que acompañasen textos y traducciones. Desde esta
perspectiva se detiene Schwartz en los comentarios de González de Salas –al que la
autora ve como lector ideal de la época,
p. 122– a los poemas XXXVIII y XXXIX
de la musa Erato, que tratan del motivo del
amor hacia más de un sujeto amado, y se
detiene en la suerte de tal motivo en la
época y en calibrar las fuentes mencionadas por el amigo de Quevedo de acuerdo
con su recepción entonces y buscando los
lugares concretos de que se pudieron tomar,
pues a veces las referencias de González de
Salas no coinciden con las de las ediciones
modernas (en el caso de Agathias Scholastico, y a pesar de sus esfuerzos, no da Lía
Schwartz con el pasaje al que se refiere el
editor del Parnaso).
Las referencias a González de Salas
siguen en las primeras páginas del siguiente artículo, dedicado a la influencia de los
Deipnosophistae de Ateneo en Quevedo,
pues, tras dar noticia de la fortuna de Ateneo en los siglos XVI y XVII, se detiene
Schwartz en cómo González de Salas señaló en sus notas que los motivos recreados por Quevedo en distintas letrillas satíricas y bailes habían sido recogidos por
Ateneo en su compilación. Sigue la autora
repasando la presencia de los Deipnosophistae en poemas morales de Quevedo, en
su Anacreón castellano y en algunas obras
en prosa, para concluir señalando la impor-
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tancia de estudiar estas compilaciones griegas tardías, que en muchos casos eran la
fuente de la que provenían muchos conocimientos de los autores áureos sobre el
mundo clásico.
En el tercer bloque reúne Schwartz cuatro artículos en torno a Los clásicos recuperados en una cultura enciclopédica. En
todos ellos insiste de nuevo la autora en
conocer las coordenadas literarias en que
se movían los escritores, las retóricas y
poéticas en que se basaban, la importancia
de las citas y sentencias de autores clásicos, tomados directamente de la fuente o
de recopilaciones, a la hora de componer
las obras, con todo lo cual se intentaba
conseguir no la originalidad, sino el escribir en imitación y diálogo con otros textos, buscando en muchos casos aplicaciones ingeniosas de modelos o sentencias
conocidas, de acuerdo con la técnica de la
agudeza imperante en el XVII.
Desde estas premisas estudia Schwartz
la imagen del camaleón en diversos textos
de Quevedo, en los que puede representar,
desde una persepectiva positiva, al amante,
o bien, desde una negativa, al adulador (o,
más en concreto, al pretendiente), todo ello
encuadrado siempre en fuentes y motivos literarios, paremiológicos y emblemáticos.
En la misma línea se analiza en el siguiente trabajo la fortuna del mito de Acteón en Quevedo, partiendo de la fuente
ovidiana aunque poniéndose en relación
con otros textos contemporáneos. Analiza
Schwartz un soneto de Quevedo en el que
el mito se relaciona con el motivo neoplatónico de que el amor entra por la vista;
otro moral en el que Acteón representa al
cazador, sobre el que se emite un juicio
negativo en la línea de la interpretación del
mito hecha por Pérez de Moya, para concluir con el análisis de unos versos satíricos en los que Acteón se utiliza como
imagen del cornudo.
A continuación estudia Schwartz la pervivencia del neoplatonismo a través de
Ficino en la literatura del XVII, frente a la
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opinión escéptica de algunos autores. Aunque no se reduzca a ellos, Schwartz se
centra en los casos de Quevedo y Lope de
Vega, en quienes cree que existía un conocimiento directo de Ficino y su obra, y
así lo intenta demostrar a través del estudio de diversos poemas de don Francisco
y de textos de Lope posteriores a 1621.
Cierra este bloque Lía Schwartz con un
detenido análisis del empleo de las fuentes y sentencias –tomadas directa o indirectamente– por parte de Lope de Vega en
sus Novelas a Marcia Leonarda, insistiendo en el intento de renovación de esta forma literaria que mediante este procedimiento ensayaba el Fénix e intentando corregir
interpretaciones recientes un tanto negativas que acusaban a Lope de pedante o de
superficial, negando un gran valor literario a esta obra. Schwartz, tras estudiarla en
su contexto literario, ve a Lope, por el
contrario, como «un digno representante de
esa cultura del bricolage que produjo el
humanismo renacentista y debe ser revaluado dentro de los parámetros establecidos
por aquella» (p. 231).
El cuarto y último bloque del libro está
dedicado a Los juegos de la imitación en
la poesía amorosa de Quevedo y lo conforman cinco artículos en los que Schwartz analiza distintos motivos que aparecen
en la poesía amorosa (aunque no sólo) de
Quevedo para ponerla en relación con las
corrientes literarias y culturales de su época, de tal manera que la autora combate
interpretaciones que han tendido a resaltar
la originalidad o incluso la iconoclastia de
algunos poemas de Quevedo para intentar,
por el contrario, situarlos en los contextos
culturales, literarios e ideológicos de su
época, insistiendo en el carácter convencional (entendido en oposición a original) de
la poesía quevediana. Se trata de artículos
que al análisis detallado de distintos motivos literarios suelen añadir diferentes consideraciones previas de carácter teórico, en
la línea de las señaladas en el prólogo y
siempre de gran interés.
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Así se hace en el primero de los artículos, en el que tras insistir Schwartz en
la importancia de la imitación compuesta
en la creación literaria del XVI y del XVII
(y también, por extensión, en Quevedo) y
tras encuadrar el saber mitológico dentro
de la cultura libresca de la época, pasa a
repasar las distintas apariciones de Orfeo
en la obra quevediana: desde la alusión
para encarecer el canto de un pájaro o la
brillantez de un poeta hasta la parodia del
descenso al infierno de Orfeo en busca de
Eurídice, intentando encuadrar siempre los
textos quevedianos dentro de los procedimientos de la estética barroca.
En el trabajo siguiente se centra la autora en la fortuna de los motivos de la prisión y del desengaño de amor en Quevedo
y en Soto de Rojas. Se analizan sus distintas apariciones en la elegía latina y en los
poetas petrarquistas y su reflejo en los dos
autores mencionados, que siguen la tradición elegíaca pero tamizada por la poesía
petrarquista y la filosofía neoplatónica.
El siguiente artículo, que en principio
parece dedicarse tan sólo al análisis de un
soneto de Quevedo en su contexto, contiene quizá la reflexión teórica de mayor calado de entre las que se pueden espigar en
los artículos del libro. En ella analiza la
autora la labor que debe desempeñar el filólogo y critica posturas teóricas como las
de formalistas o estructuralistas que buscaban acercarse a los textos literarios desentendiéndose del contexto en que habían sido
escritos. Schwartz se encuadra, por el contrario, en las corrientes historicistas que
intentan reconstruir el significado de los
textos en su contexto, aun a sabiendas de
lo provisorio de las conclusiones que puedan alcanzarse. Ejemplifica la autora las
diferencias entre ambos tipos de aproximaciones a través del análisis de un soneto de
Quevedo («Quédate a Dios, Amor, pues no
lo eres») construido sobre el motivo de la
prisión y esclavitud de amor tratado irónicamente al introducirse la figura de Amor
como siervo de la amada que se resiste a
amar. Schwartz se opone a algunas interpretaciones que habían querido ver en el
soneto rasgos personalistas o una cierta iconoclastia en el tratamiento del mito por
parte de Quevedo, y prefiere insistir en su
carácter convencional documentando sus
imágenes y motivos y ver el poema como
un ejemplo de la dialéctica de la imitatio.
Concluye Schwartz: «Sin duda, esta reconstrucción de contextos literarios y mitográficos pretende respetar la historicidad del
texto, pero el hallazgo mismo de estas posibles fuentes depende del conocimiento
actual, siempre limitado, del acervo de lecturas con las que se nutría la imaginación
de nuestros clásicos» (p. 295-96).
El procedimiento se repite en el trabajo siguiente. En este caso se opone la autora a las aproximaciones teóricas que
quieren ver en la poesía de Quevedo un
reflejo del mundo del autor, de sus conflictos existenciales, y vuelve a recurrir al
análisis de un soneto («No es artífice, no,
la simetría») para ejemplificar sus ideas.
Algunos autores, a partir de las imágenes
contenidas en algunos versos del poema,
habían querido verlo como una oposición
por parte de Quevedo a ciertos principios
del neoplatonismo para dar una visión más
carnal del amor. Schwartz, sin embargo, y
siguiendo la pista ya señalada por González de Salas en nota al poema al apuntar
a Telesio como fuente, rebusca en distintos autores de la época situados en la órbita del neoplatonismo (el propio Telesio,
Antonio Persio de Matera, León Hebreo o
Flaminio Nobile) para encontrar el origen
de las imágenes quevedianas y ver el poema no con ese carácter iconoclasta, sino
«como el locus de una exploración poética de conceptos que pertenecen a códigos
ideológicos de esa época» (p. 310).
En el último de los artículos recogidos
en el libro son las figuras del Orco y las
del infierno interior en Quevedo las que
estudia la autora, partiendo de las fuentes
clásicas (sobre todo un pasaje de las Metamorfosis de Ovidio que figuraba ya en las
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antologías que se estudiaban en la escuela)
y pasando por autores como Marino hasta
llegar a las distintas plasmaciones en la
poesía de Quevedo, desde el infierno al que
baja Cristo en Poema heroico a Cristo resucitado hasta el infierno de amor de su
poesía amorosa, para concluir con una
aproximación al motivo del infierno interior
a partir de un texto del Sueño del Infierno.
Poco puede añadirse, en suma, a la alabanza de un libro tras decir que es Lía
Schwartz su autora; más aún en este caso,
al tratarse de textos que, aunque han sido
modificados en diversa medida, ya eran
conocidos. Al verse reunidos aquí, y además de facilitarse su consulta, se puede
apreciar la coherencia de la labor investigadora de Schwartz y el enorme mérito
que representa el intento de reconstruir en
la medida de lo posible el contexto en que
se movían fray Luis, Quevedo y demás escritores áureos al escribir sus poemas, rebuscando en todo tipo de textos contemporáneos, así como en las circunstancias en
que pudieron acceder a ellos e interpretarlos, todo lo cual constituye un ejercicio de
erudición y de finura interpretativa admirable, y muy de agradecer en estos tiempos en que se va perdiendo el dominio de
las fuentes clásicas, lo cual, sin embargo,
es de desear que siga en el futuro dando
tan buenos frutos como los recogidos en el
presente volumen.
FERNANDO RODRÍGUEZ-GALLEGO
HERRERO SALGADO, Félix, La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII. Tomo V:
La predicación en la Orden de la Santísima Trinidad. Predicadores mercedarios. Predicadores procesados por la
Inquisición, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2006, 577 pp.
«Cuando hace unos días –escribe el
autor en la “Nota previa”– tecleé las últimas páginas de este quinto tomo, volví la
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vista atrás, al largo camino recorrido durante más de cuarenta años trabajando en
esta materia de la Oratoria sagrada». Algo
parecido he hecho yo al tener en mis manos este quinto tomo: he vuelto la vista
atrás, al año 1996, y he contemplado el
camino que Herrero Salgado, Profesor jubilado de la Universidad de Salamanca, ha
ido jalonando con cinco voluminosos y
densos libros de una materia, la oratoria
sagrada, que, felizmente, gracias a su ingente obra, ha dejado ya de ser «una mina
de todo punto inexplorada», como se lamentaba Miguel Mir, para convertirse en
rica mina de atrayentes filones para los
estudiosos de la materia religiosa, social,
política y literaria.
Recorriendo yo ahora ese camino, he
podido comprobar que el autor ha seguido
en lo esencial el proyecto que se planteó en
un principio: en un primer tomo daría una
idea lo más completa posible de lo que fue
la predicación en los siglos XVI y XVII; en
un segundo tomo estudiaría las peculiaridades de la predicación en distintas Órdenes
religiosas, y en un tercer tomo ofrecería una
antología de sermones. De este proyecto ha
mantenido la finalidad del primer tomo; ha
tratado la materia del proyectado segundo
tomo en cuatro, y, al parecer, ha considerado que en las tres mil páginas de los cinco tomos publicados ha ofrecido ya una
copiosa y hermosa antología.
En efecto; si repasamos el índice del
primer tomo, podemos comprobar que en
él se aborda todo lo que concierne a la
oratoria sagrada: fines de la predicación –
enseñar, deleitar, mover–, estudio del orador –cualidades naturales, adquiridas e infusas–, observaciones sobre el público
oyente –concurrencia a los sermones, actitudes–, y teoría del sermón –materia, disposición, géneros, lengua y estilo, y acción–. A este análisis del hecho retórico
del sermón precede una visión de lo que
hasta hoy se ha escrito sobre la materia, y
la evolución de la oración sagrada desde
los Santos Padres hasta el siglo XVI.
RLit, 2007, julio-diciembre, vol. LXIX, n.o 138, 587-703, ISSN: 0034-849
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RESEÑAS DE LIBROS
En los tres tomos siguientes Herrero ha
abordado el estudio de la predicación en
cinco Órdenes religiosas: dominicos y franciscanos (tomo II, 1998), jesuitas (tomo III,
2001) y agustinos y carmelitas (tomo IV,
2004). En ellos el autor ha estudiado la
importancia y la función que las Órdenes
religiosas conceden a la predicación en las
Constituciones y Reglas respectivas, la teoría concionatoria expuesta en las retóricas
escritas por preceptistas propios, y la práctica del púlpito en predicadores representativos de cada Orden. Así, salen a la palestra predicadores eximios de nuestros dos
Siglos de Oro: los dominicos Fr. Luis de
Granada y Fr. Alonso de Cabrera; los franciscanos Fr. Alonso Lobo, Fr. Diego Murillo y Fr. Antonio de Guevara; los jesuitas P. Jerónimo Florencia y P. Juan Rodríguez; los agustinos Santo Tomás de
Villanueva, Fr. Basilio Ponce de León y
Fr. Pedro de Valderrama; los carmelitas Fr.
Agustín Núñez Delgadillo, Fr. Cristóbal de
Avendaño y Fr. Luis Pueyo y Abadía. En
cada uno de estos predicadores el autor
aborda el estudio de su personalidad y de
sus sermones, prestando atención en poner
de relieve en cada uno de ellos alguna singularidad en la materia o en el tratamiento del texto. Así, la influencia clásica, en
Fr. Luis de Granada; la riqueza del léxico, en Fr. Alonso Cabrera; la singularidad
expositiva de los sermones en forma de
«razonamientos», en Fr. Antonio de Guevara, o «en idea de...», «en metáfora de...»,
a la manera de los Conceptos de Alonso
de Ledesma, en Fr. Luis Pueyo; la recíproca influencia de predicación y vida cortesana, en los PP. Florencia y Rodríguez; la
importancia religioso-social de las misiones
populares de los jesuitas, en los PP. Jerónimo López y Tirso González; el panorama
de la predicación en las primeras décadas
del XVI y su reforma, en Santo Tomás de
Villanueva; la presentación, funciones e
importancia de las citas de la Sagrada Escritura en los sermones, en Fr. Basilio
Ponce de León; la materia social y políti-
ca en los sermones, en Fr. Agustín Núñez
Delgadillo; un curioso estudio de reescritura de un sermón, «Sermón del Domingo
Cuarto de Cuaresma», o sea, cómo tratan
ese sermón diferentes oradores sagrados:
temas –teológicos, morales, sociales, políticos–, citas y recursos, en Fr. Cristóbal de
Avendaño; la posibilidad de elaborar una
biografía con la riqueza de información y
de matices que ofrecen los sermones recogidos en sermonarios publicados con ocasión de ciertos acontecimientos, en Sermones en la Beatificación de la M. Teresa de
Jesús. Estas peculiaridades señaladas en determinados autores y otras muchas que se
singularizan en otros predicadores citados
en los tres tomos, sirven al autor para
mostrar la riqueza de aspectos que la Oratoria sagrada ofrece a los posibles estudiosos.
Y si, entrando ya en el análisis del
Tomo V, objeto primordial de esta reseña,
quisiésemos seguir con esta idea de singularizar, podríamos ver aumentada esta lista de temas con otros tres de materias de
tan relevante importancia, como el uso de
los recursos literarios, estudiado en los
sermones de los trinitarios Paravicino y
Guerra y Ribera; o la función de la oración fúnebre en las exequias reales, analizada en sermones del mercedario Fr. Hernando de Santiago, o la mirada inquisitorial hacia el púlpito, escrutadora de los
sermones de tres predicadores procesados
por el Santo Oficio.
Herrero estructura el Tomo V, y último, de la que él llama «minihistoria de la
predicación en los siglos XVI y XVII», en
cuatro capítulos, a los que precede la habitual «Nota previa».
La «Nota previa» no es la nota habitual, introductoria del tomo, sino, como ya
he indicado, una mirada hacia atrás, a la
labor emprendida desde cuarenta años antes. En sus generosas páginas (13-57) traza el autor un interesante y documentado
bosquejo de la trayectoria recorrida por la
predicación en esos dos siglos, para cuya
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escritura se sirve del testimonio de textos
tomados de preceptivas, de prólogos, censuras y aprobaciones de sermones y sermonarios, y de pasajes de las mismas oraciones sagradas.
En el capítulo primero (pp. 59-201),
«La predicación en la Orden de la Santísima Trinidad», aborda Herrero el estudio
de la personalidad y obra concionatoria de
dos eximios y controvertidos predicadores
cuyas vidas llenaron el barroco Seiscientos: Fr. Hortensio Félix Paravicino (15861633) y Fr. Manuel Guerra y Ribera
(1638-1692). De Paravicino analiza, en
primer lugar, su personalidad y la polémica en que se vieron envueltas sus innovaciones en el campo de la oratoria sagrada,
al igual que lo fueron las novedades de su
maestro, o discípulo, Góngora en el campo de la lírica; después ofrece una detallada exposición de sus sermones estudiando su estructura, la materia política y social, y, finalmente, la lengua y del estilo,
interesantísimo apartado en que se reflejan
los procedimientos empleados por el más
famoso de nuestros oradores barrocos.
A Fr. Manuel Guerra y Ribera le tocó
vivir y sufrir uno de los periodos más críticos de nuestra historia, el reinado de Carlos II. Predicador real, muy crítico, es lógico que en sus sermones reflejara la decadencia de la corte y de la sociedad.
Herrero aborda este tema en la biografía
y en las oraciones sagradas del predicador.
Pone de relieve los diversos procedimientos y recursos de que se vale el orador en
sus sermones analizando su estructura o
disposición y la dialéctica y retórica seguidas en tres sermones concretos. Como colofón, dedica un apartado a una faceta
importante de la predicación: la teatralización del sermón, que analiza en la «Oración quinta de la Soledad», del Mtro. Guerra y Ribera.
Termino esta breve descripción del contenido de este capítulo dedicado a dos predicadores trinitarios del Seiscientos, afirmando que en el curso del centenar y me-
645
dio de páginas dedicados al estudio de su
personalidad y de su obra se hallan, sin
duda, algunas de las más hermosas y retoricadas páginas de la prosa de nuestro Siglo de Oro.
El capítulo II (pp. 203-266) está dedicado, casi en su integridad, al mercedario
Fr. Hernando de Santiago, persona de «rígido natural y condición intolerable», según
su correligionario Fr. Gabriel Téllez; fraile
intrigante, engreído y soberbio, en opinión
de sus superiores, y famoso y eximio predicador, a quien Felipe II llamó «pico de
oro» y Paulo V, «armonía de la Iglesia».
Herrero plantea el estudio de la obra del
predicador mercedario desde la perspectiva
de estos honrosos apelativos, y, así, en «armonía de la Iglesia» analiza la estructura de
sus oraciones sagradas: «un entramado perfecto –concluye–, taracea de opiniones ajenas y propias consciente y trabajosamente
elaboradas, equilibrio de sabiduría y elocuencia, de lección de cátedra y oración de
púlpito». Y en «pico de oro» sigue el fluir
de su palabra y el acertado uso de los recursos retóricos.
El capítulo III (pp. 267-414) tal vez sea
el más novedoso; en él el autor da, como
necesaria introducción: un esbozo de lo que
fueron las corrientes espirituales que afloraron desde los comienzos del siglo XVI:
recogimiento, alumbradismo, erasmismo,
obviando el luteranismo, cuya doctrina da
por sabida; la influencia de la Universidad
de Alcalá en la renovación espiritual, y la
actitud de la Inquisición frente a estos movimientos. Después, en tres apartados, estudia la personalidad y predicación de tres
oradores sagrados que pasaron por los tribunales del Santo Oficio e ingresaron en
sus cárceles: un santo predicador, un Arzobispo de Toledo y Primado de las Españas,
y un predicador de S. M. el Emperador.
De la mano de Fr. Luis de Granada,
Herrero sigue la vida y predicación del
Maestro Ávila en tres puntos: «Biografía:
Varón apostólico»; «De la estima y concepto que este Padre tenía de la predica-
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ción»; clasificación, estructura y lengua y
estilo de sus sermones.
Si a San Juan de Ávila le acusaron sus
delatores de seguir en su predicación doctrinas iluministas y erasmistas, al Arzobispo Carranza se le acusó de luterano y de
ser el corifeo de la rebelión luterana en
Castilla que amargó los últimos días del
Emperador, retirado en Yuste. Apoyándose en la copiosa documentación reunida y
publicada por el Prof. Tellechea Idígoras,
Herrero resume el largo proceso y prisión
de dieciséis años a que la Inquisición sometió al Arzobispo, y después, bajo el
epígrafe «vocación apostólica y espíritu
reformador», estudia tres facetas de la predicación del fraile dominico: «En Trento,
reformar»; «Carranza en Inglaterra, restaurar»; «En Valladolid, un sermón de tolerancia».
De erasmista y luterano fue acusado el
Dr. Constantino Ponce de la Fuente y recluido en la cárcel del Santo Oficio de
Sevilla en 1558 hasta su muerte dos años
después; declarado apóstata y hereje, su
cadáver fue quemado en auto de fe celebrado en diciembre de 1560. Herrero da un
apunte de la movida biografía del Dr.
Constantino –estudiante de Alcalá, predicador del Emperador, magistral de la catedral
de Sevilla y proceso–, y analiza su predicación.
El capítulo IV y último del libro (páginas 415-517) –«Predicadores y sermones»– está dedicado a presentar 849 sermones y sermonarios de 256 predicadores
de distintas Órdenes religiosas –trinitarios,
mercedarios, basilios, benedictinos, jerónimos, cistercienses ...– y del Clero secular.
Herrero aplica a estos sermones y predicadores y comenta las certeras palabras con
que el Licdo. Carlos Cevallos presentaba
su sermonario colectivo Ideas del púlpito
y teatro de varios predicadores de España
(Barcelona, 1638): «Estos sagrados ecos,
que, formados en el púlpito gloriosamente
por tantos doctos espíritus oradores, bastaron a hazer dichosa nuestra edad, res-
tituidos agora segunda vez a la perpetuidad de la estampa, pasan a hazer felices las siguientes». Por nuestra parte, bien
podríamos aducir las palabras, no menos
categóricas, de Dámaso Alonso: «tal vez de
los hechos sociales en que la literatura tiene más intervención, los dos más importantes de aquellos siglos [dorados] sean el
teatro y la oratoria sagrada [...], dos hechos
de parecido poder de penetración para rastrear los móviles estético-afectivos de aquellas muertas generaciones», para poder afirmar que estos 849 sermones y sermonarios, más los 1.780 dados en los tres tomos anteriores –en total, 2.629–, de los
que se dan ficha bibliográfica y signatura
para su localización en bibliotecas públicas o privadas, ofrecen al investigador una
mina inagotable para adentrarse en el conocimiento de las ideas que sobre temas
religiosos, sociales, políticos y literarios de
los Siglos de Oro de nuestra literatura tenían los predicadores, hombres curtidos en
los afanes de la cátedra, del púlpito y de
la vida.
Termino esta reseña con palabras que
escribía, ya en el 2002, el Prof. de la Universidad de Toulouse Francis Cerdan, sin
duda el más prestigioso estudioso de la
Oratoria sagrada, en Criticón, Revista Internacional del Siglo de Oro (84-85,
p. 16): «Pero en lo tocante a obras generales de síntesis, lo que ha marcado el
mayor avance en estos últimos años es, indiscutiblemente, la publicación de una obra
de gran envergadura que ha sacado la oratoria sagrada del Siglo de Oro del estado
de necesidad en que se hallaba. Con su estudio La oratoria sagrada en los siglos XVI
y XVII, Félix Herrero Salgado ha proporcionado no sólo a los especialistas, sino al
más dilatado público de los curiosos de la
literatura española, una indispensable herramienta de trabajo que, de ahora en adelante
y por muchos años, será una imprescindible obra de referencia».
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JOSÉ
DEL
CANTO PALLARES
RESEÑAS DE LIBROS
Jesús C AÑAS M URILLO /Sabine S CHMITZ
(Eds.), Aufklärung: Literatura y cultura del siglo XVIII en la Europa occidental y meridional. Frankfurt a.M., Peter
Lang, 2004, 318 pp.
Merecido fue el homenaje que con motivo de su sesenta y cinco cumpleaños recibió el profesor Hans-Joachim Lope en el
mes de Noviembre de 2003 en la ciudad
alemana de Marburg der Lahn, en cuya
universidad ocupó desde 1974 y hasta entonces la cátedra de literaturas románicas.
El motivo reunió a un grupo de colegas y
discípulos suyos, todos amigos, en torno al
siglo ilustrado, eje central sin duda de las
investigaciones del profesor Lope. El homenaje, que estuvo al cuidado de Jesús Cañas
Murillo y Sabine Schmitz, fue publicado
por la Peter Lang. Europäischer Verlag der
Wissenschaften en Frankfurt am Mein. Buena fue la elección de la editorial, y no sólo
por su prestigio y trayectoria, sino también
por la estrecha relación que desde años
mantiene con el homenajeado, puesto que
en ella dirige la colección Studien und Dokumente zur Geschichte der Romanischen
Literaturen, en la que se han publicado ya
más de cuarenta obras.
El volumen, titulado Aufklärung: Literatura y cultura del siglo XVIII en la Europa occidental y meridional, recoge diecisiete estudios realizados por investigadores de reconocida categoría profesional
procedentes de diversas universidades europeas, ya sean de Alemania, Austria, Bélgica o España. Ello le da un carácter de
internacionalidad que se constata también
en las lenguas en las que se han redactado los trabajos: alemán, francés y español.
El volumen incluye, además, una relación
bien clasificada de las publicaciones del
profesor Lope y el poema Jardín botánico
(Gästehaus) de José Luis Bernal, que refleja la pasión que siente el profesor marburgués por el jardín madrileño y los buenos lazos de amistad que ha establecido
con colegas de otras universidades.
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Se incluyen en esta obra homenaje estudios muy variados, aunque todos ellos
centrados en aspectos de la cultura y la
literatura europea del siglo XVIII. Así encontramos trabajos centrado en la figura de
un escritor, sobre obras concretas de escritores, sobre aspectos de la lengua española, sobre la influencia de un autor en otro
de diferente nación, sobre la prensa dieciochesca, sobre diccionarios burlescos, sobre
las teorías lingüísticas ilustradas, sobre la
recepción de un reino en la literatura de
otra nación, sobre la presencia de un pintor en la poesía ilustrada y romántica, sobre óperas, etc. Esta heterogeneidad evidencia bien la forma que tiene Hans-Joachim Lope de acercarse al siglo XVIII, que,
como dicen los editores, es «desde una
perspectiva general, abierta, internacionalista, en constante búsqueda de las conexiones culturales y literarias que existen en
toda la Europa ilustrada del setecientos».
Los trabajos, que se presentan conscientemente sin criterio clasificatorio, pueden
organizarse, tras su análisis, en tres grupos.
El primer grupo lo formarían artículos centrados en el estudio de un autor, en un
aspecto de su obra o en obras concretas
suyas. En el segundo tendrían cabida trabajos dedicados a la recepción de autores,
obras y motivos en otros pertenecientes a
la misma época. El tercero atiende aspectos culturales de la Europa dieciochista.
Dentro del primer grupo se encuentran
trabajos como el que realizan los profesores Pedro Alonso y M.ª Teresa Ibáñez centrado en establecer la intención última del
Arte de las putas de Moratín, a partir de
un análisis contrastivo de las ideas supuestamente materialistas y libertinas de este
autor con las del filósofo Julien Offroy.
Anna-Sophia Buck estudia la superposición
del discurso onírico y metapoético en Le
diable amoureux del escritor francés Jacques Cazotte. Jesús Cañas nos ofrece un
trabajo referido a la figura de Federico II
de Prusia, uno de los monarcas europeos
más significativos para la ilustración, a
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RESEÑAS DE LIBROS
partir del análisis de la comedia Federico
y Voltaire en la quinta de Postdan, o Lo
que son los sofistas de José Cagígal, en el
que concluye que el texto, de claro carácter propagandístico, fue puesto al servicio
de la defensa del absolutismo monárquico
y del antiguo régimen. Hans Felten, en un
trabajo también notable, ofrece algunas
claves para leer A Jovino, el melancólico,
elegía del poeta extremeño Meléndez Valdés y obra fundamental de la poesía del
siglo XVIII que tiene lecturas muy diversas,
como texto antirreligioso y anticlerical,
verdadero ataque contra la tradicional doctrina moral. Martin Hummel, profesor de
la Universidad de Graz formado en Marburg, analiza la estructura narrativa de Rêveries de Jean-Jacques Rousseau. Hubert
Roland, por otra parte, expone una imagen
de los belgas antes de la existencia de
Bélgica a partir de la figura del cronista y
narrador Adolphe Borgnet. Hay también
trabajos pertenecientes a este grupo que
están dedicados a la utilización de la lengua en obras literarias. Así el profesor
González Calvo aporta un artículo en el
que analiza la creatividad y la expresividad léxica logradas con los procedimientos morfológicos de flexión, derivación y
composición en la obra Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas,
alias Zote del jesuita José Francisco de
Isla. Salvador Plans, por su parte, analiza
el habla de una de las figuras habituales
en el mundo de los sainetes, el majo, mediante la comparación con otros personajes populares, para llegar a la conclusión
de que la presencia del tipo trae consigo
la utilización de una serie de elementos
lingüísticos caracterizadores Todos estos
estudios contribuyen a esclarecer la literatura de la Europa ilustrada del siglo XVIII
y a ofrecer una visión trasnacional de la
ilustración.
Varios artículos, los pertenecientes al
segundo de los tres grupos señalados, plantean cuestiones relacionadas con la recepción de las obras. Bodo Guthmüller rastrea
la presencia de Molière en Goldoni y Merciers. Ernst Leonardy estudia las escenas
del jardín en algunas óperas de Mozart,
insistiendo en el locus amoenus y en el
laberinto de amor. Leonardo Romero investiga la presencia de Goya como tema en
la poesía de la ilustración y el romanticismo, a partir del uso que los poetas contemporáneos del pintor e inmediatamente
posteriores a su muerte hicieron de su obra
y de su figura. Sabine Schmitz analiza la
comedia L´île de la raison de Marivaux
considerando la obra Gulliver´s Travels de
Jonathan Swift. Manfred Tietz examina la
recepción que se tiene del reino de Valencia en la Alemania del siglo XVIII, centrándose sobre todo en la figura y la obra del
catedrático Christian August Fischer. También en este grupo cabe destacar el trabajo que presenta Isabel Zollna sobre la influencia de los ideólogos ilustrados en las
teorías lingüísticas españolas; pretende esta
profesora analizar el tema en sus aspectos
y autores menos tratados, tomando como
referencia la Gramática de Destutt de Tracy, la más leída y traducida, y analizando
la obra de Miquel Surís, Francisco de Paula Camerino y José Gómez Hermosilla.
Todos estos trabajos centrados en la recepción de obras y autores aclaran numerosos
enlaces literarios y enriquecen, sin duda
alguna, nuestro conocimiento de la ilustración europea.
Un tercer grupo de estudios, el destinado a aspectos relacionados con la cultura ilustrada, engloba artículos como el que
Siegfried Jüttner destina a Las Memorias
instructivas y curiosas de Miguel Gerónimo Suárez con el fin de establecer el valor de la prensa para la utilidad de la nación; el que ofrece Martin Kuester sobre
poemas escatológicos de Jonathan Swift y
la tradición satírica en el siglo XVIII, o el
de la profesora Isabel Román que se ocupa del espíritu ilustrado y los diccionarios
burlescos, aquellos confeccionados de forma irónica con el fin de que fueran utilizados por un sector social, el de los pe-
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dantes, que utilizaba el lenguaje como una
forma más de aparentar, circunstancia que
estos diccionarios pretenden desenmascarar.
En definitiva, el volumen que reseñamos está formado por un racimo precioso
de estudios que contribuyen claramente a
un mejor conocimiento de la literatura y la
cultura europea del siglo XVIII. En él se
abordan temas muy variados, se desarrollan
muchos aspectos desde una perspectiva
internacional, se buscan conexiones culturales y literarias, se exponen interpretaciones nuevas de obras o detalles singulares
de la recepción de las mismas. Se aprecia
en ello el espíritu de Lope. Es, por todo,
un buen homenaje al hombre, al amigo, al
profesor y al investigador.
JOSÉ ROSO DÍAZ
Á LVAREZ BARRIENTOS, Joaquín, Los hombres de letras en la España del siglo
XVIII . Apóstoles y arribistas, Madrid,
Editorial Castalia, 2006, 398 pp.
Desde hace ya tiempo, el nombre de
Joaquín Álvarez Barrientos está presente en
los círculos de los más destacados estudiosos del siglo XVIII español. Si bien sus trabajos abarcan un amplio espectro de temas,
podemos decir que su preocupación fundamental ha sido explicar al hombre de letras del setecientos. Por ello, el libro que
hoy nos ocupa no nos sorprende; por el
contrario, lo estábamos esperando. Los
hombres de letras en la España del siglo
XVIII. Apóstoles y arribistas sale del gabinete de Álvarez Barrientos como resultado
de ese arduo y constante trabajo que ha
venido realizando durante estos últimos
años.
En esta monografía, el estudioso se ha
dado a la tarea de investigar, reflexionar
y explicar el sitio que el hombre de letras
ocupa en la nueva sociedad que está dejando atrás al Antiguo Régimen y la fun-
649
ción que allí desempeña. Para lograrlo, el
investigador da inicio a su libro explicando algunos términos que tienen relación
con la manera de llamar al escritor. Más
que dar importancia desde un punto de
vista semántico a palabras como erudito,
docto, literato, sabio, etc., el autor se demora en explicarnos la posición ideológica y la carga cultural y social que están
reflejando estos conceptos en el debate que
se está abriendo para diferenciar a los antiguos de los nuevos literatos. De tal modo
que este nuevo intelectual en cierne se
«replantea el problema de la literatura
como medio de vida» y ya no le bastan la
«gloria y la marginalidad» que tiempo atrás
habían sido características de su relación
directa y dependiente con el poder y de las
canonjías del mecenazgo. Ahora, este «nuevo escritor» desea ocupar un lugar en la
sociedad, a partir de nuevos espacios que
le ayuden a lograr un intercambio intelectual más fructífero, un lugar más abierto y
democrático que le permita singularizarse
como una nueva clase social. En este sentido, la tertulia o la prensa serán espacios
que abrirán brechas inéditas para lograr esa
conversación pública necesaria a este hombre de letras que desea expresar su independencia como escritor.
Resulta interesante la manera en cómo
Álvarez Barrientos va construyendo su discurso interpretativo del setecientos a partir de determinados textos literarios leídos
bajo un cariz histórico; por ello, los textos de ciertos escritores canónicos españoles como Cadalso, Feijoo, Forner, Jovellanos, Mayans, Moratín, Nifo, por mencionar sólo algunos, sirven para tejer fino en
la construcción del intelectual en el siglo
XVIII. Detengámonos sólo en este ejemplo,
la particularidad de Los eruditos a la violeta de Cadalso permite a Álvarez Barrientos mostrar el entramado conceptual de lo
que en realidad significaba ser un «violeto» en la época. La relectura desde el horizonte de expectativas de su contexto cultural, social e histórico dan la pauta al
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investigador para no caer en la inercia y
repetir juicios acríticamente que conllevan
a limitar la explicación de que un violeto
era sinónimo de superficialidad e ignorancia. No, en esta lectura de conjunto comprendemos que los violetos de Cadalso son
un tipo de hombres de letras que «atentan
contra lo establecido al atreverse a pensar
con libertad y hablar con claridad sobre
cuestiones de literatura y ciencia. Nada
más alejado de lo que suele escribirse al
respecto.
En esta preocupación por explicar al
hombre de letras en una amplia gama de
aspectos que se relacionan con su entorno
tanto social como individual, Álvarez Barrientos aborda temas como la salud y señala que los mismos escritores «fueron dados a escribir en detalle, a menudo cayendo en la coquetería, sus enfermedades». En
consecuencia, nos explica la proclividad de
estos literatos a ciertas enfermedades digestivas por llevar una vida sedentaria, o las
recurrentes enfermedades de los ojos como
vista cansada o miopía; claro está, sin faltar los catarros, dolores de dientes, hemorroides, etc. El investigador advierte que lo
importante para estos hombres de letras no
es la enfermedad en sí, sino el utilizarla en
sus discursos como medio de representación
de sí mismos. Además recordemos que «La
enfermedad no [fue] materia literaria en el
XVIII porque la idea, en una sociedad constructiva y positiva [...] quiere un hombre de
letras sano».
Por lo tanto, a partir de la lectura de
Los hombres de letras en la España del
siglo XVIII. Apóstoles y arribistas podemos
tener la idea de que los literatos buscaban
representarse de distintas maneras, ya fuera a partir de sus enfermedades, ya realizándose retratos que ofrecían una «imagen
institucionalizada de su respetabilidad y
notoriedad», ya escribiendo su biografía o
sus memorias. Cualquiera de estas tres formas de representación pretendía agregar
plusvalía al ejercicio literario dignificando
la profesión de escritor al singularizarlo en
la sociedad y dotarlo de estimación, virtud
y, por supuesto, destacar su utilidad. Además, estas representaciones nos permiten
comprender la imagen institucional que
estos personajes construían de sí mismos
con el propósito de ser reconocidos y recordados como parte de la República de las
Letras.
Del mismo modo, la forma en cómo se
ganaban la vida los escritores, es decir las
diversas maneras por medio de las cuales
obtenían ingresos, es materia de estudio
para Álvarez Barrientos; así corroboramos
que escribir no siempre permitía vivir de
manera decorosa. Los literatos no ganaban
suficiente dinero con sus libros, quizá lo
que les daba un poco más era escribir trabajos cortos, anecdóticos y satíricos, por
ello la creación de academias, centros de
investigación y bibliotecas les permitió obtener ingresos extras del propio desempeño
de su actividad intelectual y a la vez participar en los proyectos de la administración
pública. Cabe señalar que entre las muchas
y variadas actividades que desempeñaron
los literatos para medio vivir se encuentran
la de «presbíteros, gente de iglesia, militares, abogados, médicos, profesores, preceptores, criados en casas nobles...», pero, sin
duda, el trabajo más codiciado era tener un
puesto en la Biblioteca Real.
Por otro lado, detengámonos en decir
que el libro está estructurado en cuatro
apartados fundamentales: «El escritor y la
sociedad»; «Representación del escritor»;
«Las economías del escritor», y «Política
cultural y hombres de letras: instituciones
y proyectos». Estos apartados temáticos le
sirven al autor del libro que ahora reseñamos para desentrañar una visión más amplia y compleja de la construcción de la
imagen histórica del hombre de letras en
la España del siglo XVIII. Sin falsa modestia, Álvarez Barrientos nos dice en la introducción que su estudio es pionero en la
construcción del intelectual a lo cual nosotros hacemos eco en la medida que vamos leyendo sus páginas y corroboramos
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RESEÑAS DE LIBROS
su dicho, ya que esta visión nos parece
inédita en los estudios acerca de la literatura española del setecientos.
Si bien Los hombres de letras en la
España del siglo XVIII. Apóstoles y arribistas
incluye algunos textos que ya antes habían
sido publicados, el autor se dio a la tarea
de corregirlos y modificarlos con una visión
más pertinente respecto de sus nuevas indagatorias; además, la organización del conjunto en que ahora son presentados estos
materiales les permite articular un discurso
más complejo y abarcador. No olvidemos
consignar en este espacio que el libro viene
acompañado de algunas ilustraciones muy
sugerentes. Estas imágenes sirven para mostrar cómo se representaban gráfica y simbólicamente los literatos de la época. También se incluyen los «Apuntes biográficos»
de los escritores que tuvieron un papel
importante en la República de las Letras y
una útil cronología, pero sobre todo destaquemos la caudalosa bibliografía consultada por Álvarez Barrientos que, sin duda,
nos muestra el trabajo riguroso y actualizado que ha desarrollado el investigador.
Finalmente, Los hombres de letras en
la España del siglo XVIII. Apóstoles y arribistas es un libro que viene a cubrir de
manera espléndida un hueco grande que
existía en los estudios del siglo XVIII español a propósito del nacimiento y desarrollo de las élites letradas, alimentándose
con originalidad de cuanto se ha escrito
sobre esta materia en otras latitudes.
ESTHER MARTÍNEZ LUNA
LÓPEZ DE JOSÉ, Alicia, Los teatros cortesanos en el siglo XVIII: Aranjuez y San
Ildefonso, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2006, 532 pp.
El auge de los estudios dieciochistas en
las últimas décadas y el creciente interés
por considerar el teatro no solo como una
manifestación puramente literaria, sino
651
como un fenómeno que implica su representación escénica y el mundo que le rodea (actores, público, medios materiales,
etc.) explican, quizás, la génesis de este
libro, cuyos objetivos van mucho más allá
del análisis de las distintas obras dramáticas que se representaron durante el siglo
XVIII en los teatros cortesanos aludidos en
el título.
Además de suponer una valiosa aportación a la historia del teatro y de los espacios teatrales, el libro de Alicia López
de José constituye un estudio que se mueve en el ámbito de la historia social, la
historia de las mentalidades, la historia del
gusto y, además, realiza interesantes contribuciones historigráficas a los campos de
la arquitectura, el urbanismo y la vida cotidiana y laboral de distintas capas sociales, aristócratas, pueblo y monarcas.
Estamos, por tanto, ante una obra que
debería ser conocida por los estudiosos de
las disciplinas que acabo de enumerar.
Todos ellos encontrarán en sus páginas informaciones e interpretaciones que les serán muy útiles en sus respectivas investigaciones.
La simple descripción del contenido del
libro corroborará cuanto llevo dicho. Para
empezar, su autora justifica la supresión en
su estudio de los Reales Sitios de El Pardo
y de San Lorenzo de El Escorial: ninguno
de los dos fueron relevantes para el motivo de esta investigación. El del Pardo porque generalmente era utilizado por los monarcas solo para pasar unas horas de caza
o descanso, y el del Escorial porque ninguno de los Borbones del siglo XVIII se sintió verdaderamente vinculado a aquel sitio.
Puede decirse que los diez capítulos en
que la autora divide su obra obedecen a la
siguiente estructura: una primera parte donde se define la «jornada» real y se describen los Reales Sitios de Aranjuez y San
Ildefonso, así como sus teatros y espacios
para representaciones teatrales, el «teatrito», el Teatro de Serenatas o Coliseo Real,
la Casa de Vacas, el Real Cortijo de San
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RESEÑAS DE LIBROS
Isidro, etc., en Aranjuez; el «teatrito portátil», Teatro de la Galería o Teatro Real,
en San Ildefonso. No olvida la autora el
estudio de los teatros extramuros de los
palacios, el Coliseo Viejo y el Coliseo de
Óperas y Comedias en Aranjuez, el Teatro de Madera y el Coliseo de Comedias
en San Ildefonso.
A continuación, entre los capítulos 3 y
6, se halla la parte crucial del libro. Se
trata del estudio histórico, cronológico, de
los distintos reinados del siglo XVIII, hasta
el final del reinado de Carlos IV. Encontramos aquí preciosos datos sobre muy
variados hechos y personajes. Entre ellos,
destaco las explicaciones sobre cómo se
divertían los reyes, cuáles eran su psicología y su gusto, cómo eran las veladas musicales en el «Cuarto del Rey», las funciones del Corpus, las representaciones teatrales y fiestas en los palacios, repertorios de
obras, Farinelli en la Corte, el teatro musical italiano, los actores, los directores, los
alojamientos y los salarios de las compañías, etc. Estos son algunos de los motivos que con gran rigor documental y amenidad estudia y expone Alicia López de
José. Particularmente interesantes me parecen las páginas dedicadas al Conde de
Aranda y al Marqués de Grimaldi.
En el conjunto de la obra merecen destacarse dos breves y reveladores capítulos
(séptimo y octavo), modélicos para conocer con exactitud el gusto literario de finales de siglo: se trata de la relación de
obras representadas en los coliseos de
Aranjuez y San Ildefonso durante el bienio 1793-1794, con la identificación de sus
autores y la indicación de las recaudaciones obtenidas en sus representaciones.
Finaliza la obra con los correspondientes capítulos dedicados a conclusiones y
bibliografía. Esta última revela la variedad
de campos de estudio a los que Alicia
López ha debido acudir, dado el carácter
multidisciplinar de su investigación. Es
evidente que el estudio de esta abundante
bibliografía crítica ha supuesto un enorme
esfuerzo para la autora, pero mayor aún ha
debido de ser el tiempo y trabajo dedicados
a la bibliografía primaria: el carácter de
esta investigación ha obligado a Alicia López a buscar sus fuentes en un buen número de archivos y bibliotecas, consultando una gran cantidad de documentos, la
mayoría de ellos inéditos y aprovechables
en diversos campos temáticos.
Por ejemplo, la historiografía actual en
el ámbito del pensamiento literario dieciochesco podría reforzarse o modificarse gracias a datos contenidos en este libro acerca de la influencia del gusto francés, la
presencia del teatro italiano, los gustos
personales de los dos primeros borbones y
su rechazo de los autos sacramentales, el
apoyo institucional a los neoclásicos, la
elección de repertorios en función de criterios políticos reformistas, etc. No sería
aventurado decir que la teoría literaria en
la España de la época fue en algunos períodos a remolque del gusto cortesano.
Entre la bibliografía dieciochista no
existía hasta ahora una monografía sobre
los teatros cortesanos abarcadora de sus
variados aspectos como la presente. Este
estudio, serio y sistemático, amplía y reordena la escasa y parcial historiografía al
respecto. Insisto en la idea de que serán
muchos los investigadores y disciplinas que
se beneficiarán de este libro, revelador de
toda una época y toda una gama de perspectivas culturales.
JOSÉ CHECA BELTRÁN
GARCÍA DE LA HUERTA, José, Cartas críticas sobre la Italia (Introducción y notas a cargo de Livia Brunori), Rímini,
Panozzo Editore, 2006, 459 pp. (Centro
di Studi sul Settecento Spagnolo. «Testi
inediti e rari», n. 9)
Casi medio siglo ha pasado desde que
las investigaciones de Miguel Batllori res-
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RESEÑAS DE LIBROS
cataron del olvido a numerosos jesuitas
españoles e hispanoamericanos que, tras el
decreto de expulsión dictado por Carlos III
(1767), encontraron acogida en muchas
ciudades italianas. El gran interés suscitado por este trabajo, que todavía constituye
una referencia ineludible para cuantos se
dedican a estudiar el fenómeno, se comprueba por las numerosas publicaciones
que se han editado, y siguen editándose
hoy en día, sobre el tema. Gracias a estos
estudios, conocemos a fondo la producción
literaria de numerosos jesuitas, entre ellos,
para citar a algunos de los más importantes, Juan Andrés, Francisco Javier Llampillas, Manuel Lassala, Antonio Eximeno,
Juan Bautista Colomés, Francisco Masdeu,
y las relaciones culturales establecidas entre España e Italia a finales del siglo XVIII,
en las que los jesuitas desarrollaron un rol
de notable relieve. Pero, al mismo tiempo,
estos ensayos revelan que aún queda por
estudiar la producción literaria, a menudo
inédita, de otros jesuitas, no tan conocidos
como sus citados colegas, pero no de escaso valor.
Livia Brunori, apreciada investigadora
a la que se debe la reciente, monumental
edición del Epistolario (1740-1817) de
Juan Andrés (Valencia, Generalitat Valenciana, 2006, 3 vols.), y miembro del Centro di Studi sul Settecento Spagnolo del
Alma Mater Studiorum de la Universidad
de Bolonia, ofrece una contribución para
colmar esta laguna, al publicar, por primera
vez, las Cartas críticas sobre la Italia del
jesuita José García de la Huerta (17301793). Dicha edición se basa en el manuscrito autógrafo de las mismas, conservado
en la Biblioteca Meléndez Pelayo de Santander (Ms. 98). La estudiosa, en la nota
biográfica con la que cierra su edición,
aclara la verdadera identidad del escritor,
puesta en duda por algunos investigadores,
al indentificarlo con documentos fidedignos, en uno de los hermanos de Vicente,
célebre dramaturgo, y de Pedro, también
jesuita, que acompañó a José en su exilio,
653
hecho confirmado también por Nicolás Rodríguez Laso que lo encontró en Bolonia,
como recuerda en su Diario en el viaje de
Francia e Italia (1788), recientemente editado por Antonio Astorgano Abajo (Institución «Fernando el Católico (C.S.I.C),
Exc.ma Diputación de Zaragoza, Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos
del País, Zaragoza, 2006, p. 447). Brunori
aporta nuevos e interesantes datos sobre la
estancia del ex-jesuita en Italia, a través de
la cual realizó numerosos viajes, para instalarse, tras la definitiva disolución de la
Compañía (1773), en Bolonia, donde finalizó su vida.
La obra de José García de la Huerta
consta de trece cartas, redactadas en varias
ciudades de la península italiana, desde
Génova hasta Reggio Calabria. Las misivas son de diferente amplitud: las últimas
mucho más breves respecto a las demás,
quizás debido al escaso interés del autor
por los asuntos de economía de que trata.
Escritas entre 1776 y 1787, van dirigidas
a un desconocido comitente, del que se
resalta el prestigio, puesto que se le apela
«Vuestra Merced». Se trata, probablemente, de un recurso literario, que asimismo
evidencia la voluntad del jesuita de ensalzar su propia labor.
Como explica Brunori en la breve, pero
completa introducción, el propósito de José
García de la Huerta, al escribir sus Cartas, es el de tomar partido en la polémica
que, como es conocido, involucró a muchos intelectuales españoles en las últimas
décadas del siglo dieciocho con motivo del
despectivo artículo de Masson de Morvillers hacia España, editado en la Enciclopedia francesa y también de las críticas
dirigidas por Saverio Bettinelli (Del risorgimento d’Italia negli studi, nelle arti e nei
costumi dopo il Mille, 1775) y Girolamo
Tiraboschi (Storia della letteratura italiana, 1772-1782) a la literatura española y,
en particular, a la poesía que, en su opinión, tan negativamente había influido en
la italiana. El jesuita, como sus colegas
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Llampillas y Masdeu, se opone a las críticas dirigidas a la cultura española, entendida en el amplio sentido que se le dio en
el siglo XVIII, intentando demostrar su superioridad no sólo a la italiana, sino también a cualquier otra cultura europea. El
autor revela un conocimiento para nada
mediocre de la producción literaria, ciéntifica, histórica, geográfica, artística italiana, pasada y contemporánea, señalando un
número exorbitante de autores, de los que
Brunori, en las copiosas notas al texto,
ofrece información detallada, que completa y aclara la ofrecida por el mismo José
de la Huerta. Sin embargo, los argumentos esgrimidos por el jesuita para defender
la cultura española no tienen la profundidad de los de otros colegas o de Forner.
Aunque en varios pasajes José García
la Huerta lamenta su imparcialidad, su actitud en general es abiertamente facciosa.
Esto puede verse, sobre todo, en las cartas en las que, relatando episodios de los
que asegura haber sido testigo, desquita a
los españoles de los defectos que les atribuían los extranjeros, achacándolos a los
italianos, que define altivos, orgullosos,
superficiales, dados al lujo y a la ostentación, jugadores, viciosos y supersticiosos.
Brunori, con todo, intenta justificar esta
actitud, al afirmar que juega en ella «[...]
l’acceso patriottismo, l’orgoglio nazionale,
il desidero di rivincita, forse anche personale, che poteva albergare nell’animo
dell’autore, probabilmente avvilito dalla
sua condizione di espulso [...]» (p. 8).
La actitud conservadora y, en algunos
casos, hasta reaccionaria del jesuita, queda manifiesta en las críticas dirigidas a los
modernos filósofos –entre ellos, Montaigne, Bayle, Helvétius, Montesquieau, y, en
particular, Voltaire–, acusados por impiedad y por corromper a la juventud. La educación de los jóvenes parece interesar particularmente al escritor, puestos que le dedica varias reflexiones en sus Cartas. Con
este propósito, Brunori evidencia la ideología anti-ilustrada del jesuita al señalar su
firme rechazo a los viajes como instrumento de educación para la juventud, que bien
se expresa en su afirmación que sería oportuno «cerrar nuestros países por aquella
parte de tierra donde confina con nuestros
vecinos con una doble muralla, y más impenetrable que la que divide China de la
Tartaria» (pp. 15-16).
Es evidente que José García de La
Huerta no está dotado del talento literario
de su hermano, tan apreciado por su La
Raquel. Sin embargo, afirma Brunori, Las
cartas críticas no carecen de algún mérito
literario, que encuentra en el uso de la
retórica y, sobre todo, en su lenguaje, que,
a pesar de los numerosos italianismos, es
«forbito, ma non affettato» (p. 8). Y hay
que darle la razón, puesto que la lectura
de las Cartas nos parece, además de instructiva, agradable, curiosa, y, hasta, en
algunos pasajes, divertida, debido a su viveza y animación.
Queda por señalar que el escritor revela en ellas su vocación lírica, ensayando
algunas traducciones al castellano y al italiano de poemas. Para concluir, pensamos
que las Cartas críticas de José García de
la Huerta, si bien con los límites reconocidos por su editora, constituyen sin duda
un documento histórico, social y literario
apreciable, que merece ser conocido por
los investigadores para profundizar su conocimiento del Siglo de las Luces.
PATRIZIA GARELLI
RODRÍGUEZ LASO, Nicolás, Diario en el viaje de Francia e Italia (1788) (Edición
crítica, estudio preliminar y notas por
Antonio Astorgano Abajo), Institución
«Fernando el Católico (C.S.I.C), Excma.
Diputación de Zaragoza, Real Sociedad
Económica Aragonesa de Amigos del
País, Zaragoza, 2006, 752 pp.
Antonio Astorgano, profesor de Lengua
y Literatura españolas del Instituto «Coro-
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RESEÑAS DE LIBROS
na de Aragón» de Zaragoza, desde hace
algunos años, entre otros valiosos trabajos,
viene dedicando su atención al salmantino
Nicolás Rodríguez Laso (1747-1820), el
último inquisidor de Valencia, un personaje
que ha pasado casi inadvertido ante los
investigadores del dieciocho español. Esto
se debe, en buena parte, según el investigador, a su discreción y prudencia, que le
aconsejó mantenerse lejos de la Corte,
cumpliendo impecablemente con su cargo.
De tal manera, a pesar de su filojansenismo, alimentado por sus relaciones con el
círculo alrededor de la condesa de Montijo, pudo seguir en su oficio durante cuarenta años, y salir indemne de las vicisitudes políticas que afectaron a España desde la última década del siglo XVIII, hasta
las primeras del siguiente. Ahora Astorgano culmina sus prolongadas investigaciones, realizadas en numerosos archivos y
bibliotecas españoles e italianos, con su
reciente edición del Diario en el viaje de
Francia e Italia (1788) de Nicolás Rodríguez de Laso, que enriquece con detalladas notas y con una tabla cronológica del
viaje, en la que se da cuenta de las personas encontradas por el inquisidor así como
de las instituciones por él visitadas, que sin
duda agiliza su consulta. En la obra, cuyo
manuscrito se encuentra en el monasterio
de Cogullada (Zaragoza), el inquisidor relata puntualmente, día tras día, el viaje, de
trece meses, efectuado entre 1788-1789,
por Francia e Italia, para acompañar a su
hermano Simón (1751-1821) a Bolonia,
donde ocuparía el cargo de Rector de Colegio de San Clemente. Para la edición,
Astorgano ha utilizado también los Papeles del viaje dejados por Rodríguez Laso,
ahora en poder de un descendiente suyo.
Como el editor explica en el amplio y articulado prólogo –tras reconstruir la vidas
de Nicolás y de Simón, muy relacionadas
entre sí–, a pesar de que el autor del Diario es un docto humanista, buen conocedor de la retórica, y miembro de varias
Academias, su obra no tiene pretensiones
655
literarias. En efecto, no se trata de un relato estructurado, sino de una serie de minuciosos apuntes de diferente extensión,
redactados en un estilo que Astorgano califica de «árido y desgabardo» (p 151),
aunque la lengua utilizada es culta, con
pocos galicismo e italianismos. Ello explica que el Diario haya quedado sin editar,
pero no quiere decir que el viajero lo escribiera para sí, confiando poco en su propia memoria. Todo lo contrario. El inquisidor es un hombre abierto y progresista,
auténtico ilustrado, apasionado por la literatura y las bellas artes, que había fundado la Sociedad económica de Ciudad Rodrigo, interesado por las ciencias, y preocupado por la elevada mortandad infantil
todavía presente en España. Debido a eso,
aprovecha la ocasión que inesperadamente
se le brinda para visitar dos países que
representaban la codiciada meta del Gran
Tour dieciochesco, para tomar nota de todo
bueno que encuentra en sus peregrinaciones para contribuir a mejorar su propio
país, y acallar de esta manera las críticas
que seguía dirigiéndole Europa. Le impulsa el deseo de ser útil, por eso no encontramos en el diario detalles fútiles, amenos,
o descripciones paesísticas. Como buen
ilustrado, dice el editor, Nicolás planifica
su viaje racionalmente (p. 121). Elije cuidadosamente los destinos: grandes ciudades
(Lyon, París, Turín, Milán, Venecia, Bolonia, Florencia...), pero también pequeños
pueblos y aldeas, si hay en ellos algo interesante. Sale llevando en la mano las más
utilizadas «guías turísticas» de la época, y,
sobre todo, informado por apropiadas lecturas de las que ha sacado estímulos y
amplia –pero, como comprueba, no siempre cierta– información. Entre ellas, El viaje fuera de España de Antonio Ponz, la
Década epistolar del duque de Almodóvar,
las Cartas familiares de Juan Andrés, la
inédita relación de viaje del magistrado
Francisco Zamora, un personaje poco conocido, del que el profesor Astorgano
anuncia estar a punto de editar una mono-
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RESEÑAS DE LIBROS
grafía, y que, al parecer, animó a Simón a
escribir el Diario y fue su primer lector.
Y, ya en Italia, el ejemplo de un reciente
conocido, el conde Luigi Castiglioni, viajero milanés, con quien el inquisidor comparte el interés por la botánica. Las condiciones en las que Nicolás realiza su viaje, anota el investigador, son las de un
turista privilegiado: puede hospedarse en
los mejores hoteles, debido a los medios
económicos de que dispone, y su cargo de
inquisidor, que nunca silencia, le permite
acceder a ilustres personajes –aristócratas,
prelados, magistrados, funcionarios, intelectuales, artistas–, aunque esto dificulte sus
relaciones en algunos ámbitos, como, por
ejemplo, el receloso Colegio de San Clemente. Quizás, en mi opinión, lo que se
echa de menos en este Diario es un mayor trato de Nicolás con la gente común,
tan importante para conocer sus ideas y sus
costumbres y para tomar el pulso a una
nación.
Al no tratarse de un viaje comisionado
por el gobierno o por una entidad, como
tantos otros realizados en la época, Nicolás goza de completa libertad de movimento y para escribir lo que quiera, aunque en
algunos casos, demostrando una vez más
su prudencia, se autocensura. Lo que el
editor atinadamente resalta es la actitud
objetiva con la que el diarista observa la
realidad que lo rodea. Aunque Nicolás se
percata de la actitud a menudo hostil hacia los españoles, sobre todo en Italia, se
mantiene lejos de la polémica que involucró a muchos intelectuales, en particular a
los ex-jesuitas Masdeu y Llampillas, empeñados, no sólo en desquitar a España de
las críticas, sino más bien, en demonstrar
su superioridad ante las demás naciones
europeas. En efecto, si el inquisidor observa, y, con método experimental, compara
lo visto con la realidad de su propio país,
al encontrar algo que no funciona, no condena, sino, más bien, se muestra sorprendido y hasta decepcionado. Astorgano detecta precisos ámbitos a los que se dirige
la atención del viajero: el de la Iglesia, en
particular de la burocracia vaticana, gracias, sobre todo a las gestiones de Azara,
embajador en Roma, el de los judíos, de
los protestantes y francmasones, por los
que se muestra especialmente interesado
debido a su profesión, y el de los jesuitas,
con los que, a pesar de su filojansenismo,
tiene buenas relaciones, y encontrándose
así con muchos españoles expulsos residentes en Italia, entre ellos, Masdeu, Aponte,
Llampillas, Montengón, Luengo, José de la
Huerta. El editor destaca también el profundo interés que demuestra el diarista en
Italia por el arte del Renacimiento y neoclásico, y por los libros, hecho que le lleva a visitar de una manera casi obsesiva
–cual «bibliófilo empedernido» (147)– bibliotecas públicas y privadas y las mejores librerías, donde compra varios volúmenes, cuya nota se encuentra en sus Papeles del viaje (pp. 174-179). Su afán
reformador le lleva, en especial en Francia, a visitar las instituciones científicas
más importantes para conocer sus progresos, en particular en el terreno de la mecánica, gabinetes de historia natural, jardines botánicos, hospitales y centros educativos –Academias, Universidades, Colegios
civiles o militares– donde estudia los estatutos de los más modernos y organizados.
Una especial atención la dedica a los hospicios, sobre todo los destinados a los niños expósitos, convencido, como su buena
amiga, la condesa de Montijo, que los que
existían en España merecían una radical
reforma.
Sin insistir demasiado, creo que el Diario en el viaje de Italia comprueba plenamente que Nicolás Rodríguez Laso tuvo un
papel en absoluto secundario en la Ilustración española, y se demuestra útil para conocer más detalladamente la situación política, económica, social y cultural de Francia e Italia, en vísperas de la Revolución
francesa, y para tener información acerca de
un gran número de personajes tanto famosos como menos conocidos, pero todos sig-
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RESEÑAS DE LIBROS
nificativos, por diferentes razones. En suma,
cabe agradecerle al profesor Astorgano su
excelente trabajo, que, con una modestia
hoy en día rara, define como una labor «de
aguja y ovillo» (p. 14). Sí, los investigadores sabemos que lo es, y lo que le ha costado, pero hay que reconocer que no todos
dan prueba de saber manejar estos instrumentos tan bien como él lo ha hecho.
PATRIZIA GARELLI
FERNÁNDEZ, Luis Miguel, Tecnología, espectáculo, literatura. Dispositivos ópticos en las letras españolas de los siglos XVIII y XIX, Universidad de Santiago de Compostela, 2006, 369 pp.
Cómo pensar en Gulliver sin el microscopio, en Zola sin la fotografía, y en
Proust sin la linterna mágica y la fotografía, o, ciñéndonos a España, en Espronceda sin la fantasmagoría, en el magistral
Fermín de Pas sin el catalejo, y en Mesonero y Pardo Bazán sin su variado muestrario de artilugios ópticos, es la cuestión
que conduce a Luis M. Fernández a plantear la hipótesis que subyace en Tecnología, espectáculo, literatura. Dispositivos
ópticos en las letras españolas de los siglos XVIII y XIX.
La indagación sobre la relevancia del
cine en nuestras letras viene asentando un
modelo de estudio cada día más revelador
sobre la interacción de diversos medios
artísticos en un sistema cultural. La trayectoria investigadora de Luis Miguel Fernández no es ajena a la preocupación sobre las
formas de contagio de la imagen en movimiento en los modos expresivos de nuestro patrimonio literario. A ello ha dedicado atinados estudios de los que merece la
pena citarse el dedicado a la influencia del
neorrealismo en la literatura de los años
cincuenta (El neorrealismo en la narración
española de los años cincuenta, 1992) y su
657
propuesta de una teoría de la recreación
fílmica derivada de un exhaustivo análisis
del trasvase de la figura de Don Juan en
el cine español (Don Juan en el cine español: una teoría de la recreación fílmica). Una filiación que hoy casi nadie discute, merece, sin embargo, la detención de
ensayos que, lejos de generalidades, se
dispongan con rigurosidad a clarificar
cómo operan los préstamos que la imagen
ha vertido en el trazo de la letra, durante
el siglo XX, y aún antes, a través del desarrollo de diferentes tecnologías, ya que
no parece arriesgado pensar que la dimensión visual de la escritura curse íntimamente ligada a la evolución de dichas prótesis
de la visión.
El cine marca, sin duda, un hito fundamental en el reconocimiento de tal deuda, pero antes de él no era la nada en el
planeta de los artilugios de reproducción
óptica: cámaras oscuras, linternas mágicas,
mundinuevos, sombras chinescas, microscopios, telescopios, catalejos, panoramas, dioramas, estereóscopos, daguerrotipos...; una
vida asolada por la fuerza y vertiginosidad
con la que el cinematógrafo se instala en
la percepción operada por dicho contagio
y ha dejado reducido todo un variado universo a la etiqueta de lo precinematográfico. Hasta tal punto es así que, bajo su
influjo, se reproducen interpretaciones poco
coherentes con la buena práctica historiográfica como la de vincular, por ejemplo,
el texto del paisaje urbano de Vetusta en
el capítulo inicial de La Regenta, con instrumentos ópticos inexistentes en ese momento como el cine, y no hacerlo con los
que sí eran propios de la época.
Con ellos, la ciencia se hace espectáculo y moda, se desplaza del ámbito rigurosamente científico al de la plaza pública,
hasta el punto de hacer concebir a Leibniz
la idea de una «academia de las representaciones» que acogiera una muestra de todas las ciencias y divertimentos. En la configuración del espectáculo, la fascinación
óptica se acompaña y se hace posible en
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RESEÑAS DE LIBROS
buena medida gracias a las palabras de los
buhoneros, saboyanos y otros truhanes y
exhibidores de artilugios, prestos a encarecer las maravillas de la naturaleza desveladas a través del poder de sus imágenes. «Si
se acepta el papel de la palabra en esa historia habrá de reconocerse que no sólo estamos ente una narración visual que busca
el movimiento, sino ante un hecho de enunciación, de un lenguaje del aquí y el ahora
históricos, que tiene tanto o más que ver
con formas de oralidad hoy desaparecidas,
e inexistentes, no en el cinematógrafo de los
primeros tiempos, pero sí en el modelo de
representación narrativo del cine posterior a
Griffith» (92).
Tecnología, espectáculo, literatura. Dispositivos ópticos en las letras españolas de
los siglos XVIII y XIX parte de la intuición
de Max Milner acerca de la imagen del
escritor como cliente óptico, derivada del
vínculo entre el género de la literatura fantástica y ciertos instrumentos ópticos durante el siglo XIX para explorar si, efectivamente, el escritor de este tiempo pudo
verse afectado, y en qué términos, por el
desarrollo de nuevas tecnologías. La literatura se convierte pues, desde muy temprano, en testimonio y habitáculo en el que
quedan impresos nuevos medios de representación de la realidad.
A medio camino entre la magia y la
ciencia natural, las invectivas morales contra los portadores de estos ingenios ópticos
no consiguieron frenar la fascinación de los
públicos populares, reseñada ya en los textos literarios desde antes de su uso masivo
e ilustrada en el estudio de Fernández pormenorizadamente: desde los espejos de El
Bernardo, El diablo cojuelo o Los anteojos
de mejor vista, a las linternas mágicas del
«Primer sueño» de Sor Juana Inés de la
Cruz, Los sufrimientos del joven Werther,
de Goethe, En busca del tiempo perdido de
Proust, o las sombras chinescas de La señorita malcriada de Iriarte.
El monstruo que a todos asombra se va
apropiando de nuevos territorios para la
mirada otorgando a lo visual un protagonismo inusitado. De mero receptáculo del
mundo exterior, instrumentos como el taumatropo, el fenakistiscopio o el estereóscopo, ponen de manifiesto la ruptura entre el
objeto y su representación. Frente a los
aparatos de registro identificados con una
mirada realista, éstos subrayan las condiciones físicas que permiten modificar la percepción de la realidad, de construirla merced a las modificaciones operadas por la
técnica y con ello la edificación de una retórica de lo visual que se traslada del ámbito científico, al filosófico o al literario.
La mirada se teatraliza íntimamente
asociada a tradiciones como la del «mundo al revés», visible en la mojiganga homónima y se privilegia en el éxito de géneros de gran espectacularidad como la
comedia de magia, o la imaginería romántica plagada de espectros, fantasmas y apariciones, cuya presencia es posible asociada a avances técnicos como la linterna
mágica. En el XIX la definición de un perfil narrador caracterizado por su condición
de observador desde una perspectiva diferente a la del siglo anterior amplía el alcance de sus dominios hacia una visualidad interior que se atreve a adentrarse en
el ámbito de la irracionalidad y del sueño.
Los géneros populares de esta etapa
realista se impregnan asimismo de estructuras narrativas deudoras de los modos
expresivos de panoramas y linternas mágicas caracterizados por la presentación de
un universo desarticulado del que se exhiben estampas sin aparente causalidad argumental, como en los cuadros de costumbres
o en las revistas teatrales. No sorprende,
por tanto, que varios de los periódicos del
momento adopten denominaciones como La
Linterna Mágica o El Mundo Nuevo o que
uno de los mayores éxitos de público de
finales del XIX corresponda a la revista
Panorama nacional (1889) de Carlos Arniches y Celso Lucio, con música del
maestro Brull. En el trasfondo de dicha
obra estuvo sin duda la presencia en Ma-
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drid desde 1880 del primer edificio destinado a acoger panoramas, el llamado Gran
Panorama Nacional, instalado en el Paseo
de la Castellana cuyo primer tema fue el
de la batalla de Tetuán.
Luis Miguel Fernández advierte nuevos
modos de focalización de la narración de
textos de Mesonero en los que se observa
una repartición del espacio similar a la que
posteriormente el cine reconoce como
«montaje». Las miradas soberanas del panóptico y los panoramas se deslizan a los
modos de narrar al servicio de valores ideológicos burgueses y se asocian con la perspectiva del narrador omnisciente del XIX
capaz en este tiempo de transvasar a la
escritura casos de simultaneismo espacial.
Por su parte, el efecto de las conquistas lumínicas de los dioramas tuvieron un
especial desarrollo en la escenografía romántica y postromántica habitual en Europa desde que en 1820, Isidore Taylor
intentara realizar una escenografía panorámica en un pequeño teatro parisino aprovechando las facilidades de la iluminación
de gas, mucho más potente y precisa que
la tradicional de lámparas de aceite. Pese
a su llegada tardía a nuestros teatros, lo
que impidió contar con una luz más efectiva durante los años de mayor esplendor
del Romanticismo, Fernández defiende, no
obstante, el rastro de dichas tentativas en
el proceso creador de Don Álvaro, del
Duque de Rivas, cuyo autor pudo experimentar durante su exilio. Sea como fuere,
de lo que sí hay constancia es del empleo
de diversos tipos de panoramas en la decoración teatral, en ocasiones sustituyendo
a los tradicionales bastidores y telones.
Finalmente, con la fotografía y el cine
se consolida una perspectiva que invita a
reconsiderar los acercamientos tradicionales a los fenómenos culturales desde la
perspectiva intermedial propuesta por Gadreault y se plantea la necesidad de una
historia de los modos de representación que
de cuenta del proceso de transferencia de
formas y contenidos entre los diferentes
659
medios y series culturales, pues si la configuración del texto literario no ha sido
inmune en el transcurso del tiempo a los
estímulos formales y de contenido derivados de los espectáculos ópticos, también
éstos los han recibido de la literatura, en
especial del teatro y la narrativa.
M.ª TERESA GARCÍA-ABAD GARCÍA
CANTOS CASENAVE, Marieta (Estudio, selección y notas), Los episodios de Trafalgar y Cádiz en las plumas de Frasquita Larrea y Fernán Caballero, Cádiz,
Servicio de Publicaciones Diputación de
Cádiz, 2006, 205 pp.
En uno de los textos más breves de los
incluidos en este libro, un escrito fechado
el 9 de mayo de 1814 como contestación
a la Junta de Censura por la publicación
de una loa al rey Fernando VII, Francisca
Larrea de Böhl de Faber se pregunta si es
subversiva toda palabra que pone falta a
una obra, o, si puestos así, es lo mismo
decir «Esta casa tiene una ventana mal
puesta» o «Vamos a derribar esta casa». La
exaltada salutación de doña Frasquita a un
Fernando regresado, publicada en Cádiz en
1814 y que provocó la reconvención de
aquella Junta, dice mucho del tono de estos escritos y del sentido de su rescate en
esta edición, pues sólo la distancia histórica y una postura analítica que huya de los
lugares comunes y que busque la resituación sin prejuicios de gestos y personas,
pueden hacernos leer de otro modo escritos así, evitar que propongamos derribar la
casa y que, simplemente, reparemos en que
la casa tiene una ventana mal puesta.
Ventanas como el ‘cuadro horroroso’
que pinta Frasquita Larrea cuya responsabilidad atribuye a la ‘turba’ liberal sin más
estudios que el pacto social, que intenta
debilitar el antiguo carácter español y que
impone el libertinaje frente al amor. O
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como la aceptación tibia –e ignorante aún
de que Fernando VII decretaba la abolición
de la Constitución de 1812– de un código
«si no perfecto, a lo menos hijo de los
desvelos del patriotismo y la filantropía».
Opiniones expresadas desde una nueva
conciencia ciudadana que hace que la mujer sienta esa necesidad de interesarse públicamente por la cuestión política dejándonos testimonios como los reunidos por
Marieta Cantos Casenave en este volumen,
quien consigue que los apreciemos en su
justo sentido histórico y que valoremos la
actitud combativa de estas mujeres.
El conjunto de los textos compilados
está compuesto por una docena de escritos de ese carácter político de Francisca
Larrea y tres relatos de su hija, Cecilia
Böhl de Faber, «Fernán Caballero», y responden, como señala Marieta Cantos Casenave, «a esos dos acontecimientos inaugurales de la conciencia ciudadana y del
nacimiento del patriotismo moderno: el
combate de Trafalgar y la Revolución Española desde el levantamiento del dos de
mayo, inicio de la Guerra de la Independencia, a la proclamación de la Constitución de Cádiz y la derogación posterior
con la subsiguiente represión del liberalismo doceañista. Todo ello visto por dos
mujeres, madre e hija que, aun de caracteres muy diferentes, compartieron una
misma ideología tradicionalista y una especial inquina anticonstitucional, por su
afección al sistema patriarcal del Antiguo
Régimen.» Un conjunto que, en palabras
de la compiladora, tiene como objetivo que
captemos la diversidad y complejidad de
aquel momento histórico fuera de su «remembranza simple y monolítica» (p. 14).
Por ello, ese primer valor ya señalado de
lograr en el lector una actitud distinta ante
hechos de tan varia revisión en la historiografía contemporánea.
El libro es edición principalmente de
unos textos de localización dispersa y, en
algún caso, difícil. Treinta años tiene ya la
recopilación anterior de los escritos de la
esposa de don Nicolás Böhl de Faber a
cargo de Antonio Orozco Acuaviva en La
gaditana Frasquita Larrea. Primera romántica española (Jerez, 1977), y algo más
las piezas narrativas de su hija incluidas en
las Obras completas de Fernán Caballero
de la BAE que preparara José María Castro y Calvo. Nuevo valor, pues, el de la
reunión en este volumen de estos textos:
proclamas políticas, algún apunte íntimo
como fragmento de un cuaderno de viaje,
esa loa a Fernando VII, relatos, cartas...
Son dos lados interesantes los que plantean
ambos bloques, el de la madre y el de la
hija. Por un lado, los escritos políticos de
Frasquita Larrea son de muy diverso origen, todos muy breves, y centrados principalmente en la exaltación patriótica. Por
otro lado, Cecilia nos ofrece ejemplos de
narración trufada de sentido político, con
mayor elaboración literaria.
Los textos de Frasquita Larrea editados
por Marieta Cantos son: «Una aldeana española a sus compatricias» (1808), Saluda
una andaluza a los vencedores de los vencedores de Austerlitz (1808), «Chiclana»
(1811), Fernando en Zaragoza. Una visión
(1814), «Contestación a la Junta de Censura» (1814), «El General Elio o lo que
son los españoles» (1814), «Fragmento escrito el día de San Fernando» (1814), «Al
autor del Español» (1814), «Carta al autor
del Español» (1814), «Otra vez Napoleón»
(1815), «Carta a un joven. Contestación
sobre el Obispo de Orense» (1815) y «Carta a un amigo analizando la proclama del
Señor Jefe político Jáuregui después del
horroroso atentado del populacho contra el
Sr. Obispo y otras personas respetables de
Cádiz» (1820?). Y los de su hija Cecilia:
La madre o el combate de Trafalgar
(1835), Magdalena y Un servilón y un liberalito, o Tres almas de Dios (1855).
Van precedidos de un estudio de casi
setenta páginas como introducción, que analiza el contexto literario de la primera mitad del siglo XIX en relación con el tratamiento, por ejemplo, de asuntos patrióticos
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o de episodios como el desastre de Trafalgar; y que también es una aproximación
biográfica a las dos figuras editadas. El
mayor interés de los textos de la autora de
La Gaviota repercute en el tratamiento crítico en estas páginas, que se centran en el
repaso por el recorrido literario de Trafalgar a Cádiz y en el análisis independiente
de los tres escritos de Cecilia Böhl de Faber, el ejemplo de La madre, «entre la épica y el patetismo sensible», el folletín de
Magdalena, y la visión caricaturesca del
legado de las Cortes de Cádiz en Un servilón y un liberalito, de los tres el que mejor parece combinar la voluntad literaria con
la tesis ideológica. La introducción crítica
a los tres textos los sitúa oportunamente en
el contexto biográfico y literario de la autora, y se detiene en analizar algunos de sus
procedimientos de manera muy sugerente
para el lector interesado; así, la intención
patético-realista del relato sobre Trafalgar,
el sevillano cuadro de costumbres de Magdalena, o la depuración de técnicas narrativas, algunas muy cinematográficas, o el uso
del diálogo, en el cuento sobre el joven
liberal «convertido».
Se nota, pues, que son los escritos de
Cecilia Böhl de Faber que se seleccionan
en esta edición de Marieta Cantos Casenave los que verdaderamente tienen interés como precedentes de la narrativa histórica contemporánea, que luego tendría en
Alarcón o Galdós notables cronistas. Otro
valor, por consiguiente, de esta edición que
llega desde Cádiz a completar nuestra historia literaria con un retal de singular trascendencia. Sin embargo, en los textos de
su madre que se aportan aquí como testimonios de un momento histórico, es más
visible la motivación litigante o por desagravio, y su ámbito de recepción, en algún caso –pues la editora pone ejemplos
de alguna amplia difusión de Frasquita
Larrea–, es más reducido y menos trascendente. Así, la «Carta a un joven» en defensa del Obispo de Orense, Pedro Quevedo, que se negó a jurar la Constitución, o
661
su otra epístola sin fecha en la que analiza una proclama publicada por el gobernador Jáuregui. De distinta índole son las
cartas que dirige a Blanco White y que
certifican una significativa percepción del
patriotismo desde un lado ideológico diferente al del autor de El Español.
El contexto de la conmemoración del
bicentenario doceañista enmarca la publicación por parte de la Diputación de Cádiz de esta edición, que es, finalmente, un
trabajo riguroso y útil de rescate y de análisis de textos poco divulgados de estas dos
protagonistas de la historia de las ideas de
la España convulsa de la primera mitad del
siglo XIX y que se fundamenta en un profundo conocimiento de esta dos figuras
femeninas y de su entorno socio-literario,
lo que ha demostrado la autora, Marieta
Cantos en estudios previos como su libro
Fernán Caballero, entre el folclore y la
literatura de creación. Del cuento a la
relación (Cádiz, 1999), su trabajo incluido
en el volumen del encuentro gaditano «De
la Ilustración al Romanticismo» de 2002
sobre «El patriotismo anticonstitucional de
una mujer gaditana: Frasquita Larrea» (Cádiz, 2004) o su contribución «La figura de
la mujer en el Cádiz de las Cortes: entre
la realidad y el deseo», en el volumen
colectivo Mujer y deseo: representaciones
prácticas de vida (Cádiz, 2004).
M IGUEL ÁNGEL LAMA
REINA LÓPEZ, Santiago, Manuel Reina. Catalogación completa de su obra. Análisis de su poesía en el tránsito al Modernismo, Córdoba, Diputación de Córdoba, 2006, 1.366 pp.
En ocasiones la crítica literaria y las
recensiones se tornan un acontecimiento
especialmente grato. Este es verdaderamente
el caso, al ocuparme de dos importantes
publicaciones que resumen largos años de
dedicación y estudio por parte de Santiago
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Reina López acerca de la obra de su bisabuelo el poeta modernista Manuel Reina.
Tuve el honor de dirigir la tesis de
Santiago Reina sobre su ilustre antepasado. Puedo dar constancia por tanto del
exhaustivo trabajo, realizado con devoción
admirable, que realizó sobre el poeta. La
suya fue una tesis de maestría, de las que
ya no se hacen, que le ocupó casi treinta
años si la memoria no me falla, y su lectura pública fue un pequeño acontecimiento en la ciudad de Córdoba en donde este
profesor reside. El profesor Reina pertenece asimismo desde su creación en 1992 al
grupo de investigación Andalucía Literaria
que yo mismo dirijo. Lo que nos presenta
ahora es el texto de dicha tesis doctoral.
Con este voluminoso libro los entusiastas
de nuestro fin de siglo XIX y adeptos a la
estética modernista están de enhorabuena.
Sí debo precisar que hay dos aspectos
que no hacen justicia a este soberbio trabajo. El primero es el título del libro, que
puede llevar a una impresión equivocada de
que se trata de un centón bibliográfico,
cuando la verdad es que constituye un ensayo inteligente y lúcido, escrito desde la
sabiduría y el buen gusto, y que incluye la
recopilación de la obra completa de Reina,
de la que además se incluyen numerosos
textos inéditos que avaloran el proyecto. El
segundo aspecto a que hacía referencia tiene que ver con los criterios de composición
tipográfica del libro que resulta excesivamente voluminoso y poco manejable debido a los criterios estéticos de la colección
en que aparece. A ello va unida la dificultad de lectura, por el tipo de letra excesivamente moderno y diminuto, de los interesantísimos textos críticos del profesor
Santiago Reina, a quien en absoluto puede
hacerse responsable de estos hechos. Pero
en todo caso se trata de una bella edición,
cuyo contenido además, como veremos enseguida, la hace altamente recomendable.
De entrada hay que dejar claro que este
es el estudio más completo y abarcador
que se ha podido dedicar a la figura del
poeta modernista. Y además incluye la
obra completa de Reina: poesía, prosa, teatro y epistolario, con indicación precisa de
las fuentes de donde se toman y las distintas versiones de los textos.
A descubrir la lírica de Reina, de diáfana sencillez compatible con un esteticismo admirable, propio del arte por el arte
finisecular, que representa lo mejor de
nuestro modernismo.
Ya en los preliminares Santiago Reina
comenta que en su poder se encuentran, en
Puente Genil, la mayor parte de los documentos que se conservan sobre su antepasado, y debe insistirse en la dedicación
completa y admirable con que ha cuidado
este legado.
Por otro lado también debe hacerse precisar que este hermoso volumen nos aporta textos del poeta de muy difícil acceso,
que ahora se ofrecen al alcance del lector
interesado.
Efectivamente sólo se podía hasta ahora consultar su primera obra Andantes y
Alegros (1877) en reducida edición en
Puente Genil (1977), la segunda Cromos y
acuarelas (1878) en otra edición local en
Puente Genil (1997) que prologó el propio
Santiago Reina, y su obra fundamental La
vida inquieta (1894) no ha sido reeditada
hasta 2003 salvo la selección de Richard
Cardwell (Exeter, 1978). Santiago Reina se
ocupó en 1984 en la reedición facsímil por
Diputación de Córdoba de La canción de
las estrellas (1895), Poemas paganos
(1896) y Rayo de sol y otras composiciones (1897). Nunca se han reeditado sus dos
últimos libros de poesía: El jardín de los
poetas (1899) Robles de la selva sagrada
(1906). Hay además una gran cantidad de
poemas y de prosa de creación que sólo
vieron la luz en revistas y periódicos, de
los que sólo la antología de Eduardo de
Ory (1916) y la tesina de Francisco Aguilar Piñal (Madrid, Editora Nacional, 1968)
recopilan algunos.
Santiago Reina alude a la dificultad
añadida de la gran cantidad de revisiones
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que hace el poeta sobre su obra. De su
teatro en verso se conservan manuscritos
que no fueron editados ni representados
con excepción de El dedal de plata
(1883).Y la obra en prosa de su antepasado no ha sido estudiada ni citada: cuentos
cortos, pensamientos, frases que publicaba
en la prensa, artículos de crítica literaria.
La prosa me recuerda en cierto sentido al
Valle modernista de la primera época, y
también a los hermosos cuentos de Rubén
Darío que creo pueden aún leerse en la
reedición que hizo Fondo de Cultura Económica y que recomiendo efusivamente al
lector de estas líneas.
El profesor Santiago Reina nos pone en
antecedentes respecto a la dificultad con
que se ha encontrado en su trabajo, un libro imprescindible para todos los amantes
y estudiosos de la literatura modernista
española.
El volumen que comento responde a un
plan inteligente en su sencillez, y a una
perfecta estructura. Se abre con una breve
biografía del poeta. Luego se aborda un
completo estudio de su poesía, en la que
se distinguen seis etapas, con las características anejas para una elucidación de la
obra. Hay en dicho estudio una completísima serie de referencias intertextuales,
tanto en lo relativo a autores coetáneos de
habla hispana como de otros países, con
especial atención –no podía ser de otro
modo– a los de habla francesa. También un
amplio catálogo de referencias a estudiosos actuales de la época modernista. Lástima como digo la dificultad con que se
encuentra el lector para poder leer las notas, diminutas en esta tipografía que los
impresores han elegido, y que obstaculizan
la comprensión de interesantes acotaciones
de detalle y valiosas sugerencias llenas de
cultura y conocimiento de la época literaria y sus precedentes. La vinculación de
Reina con la literatura francesa en Reina
es especialmente relevante.
Pero este libro contiene aportaciones
aún más importantes por cuanto se halla en
663
él todo un semillero de referencias a autores de la época, vinculadas al decurso cronológico y biográfico del poeta que se reconstruye de un modo verdaderamente pormenorizado, y con admirable sabiduría. A
ello se une una completa elucidación de
temas y motivos, e incluso de los aspectos métricos propios de la musicalidad de
la poesía modernista que Reina cultivó,
porque no olvidemos que el único sentido
de la métrica radica precisamente en la
relación entre poesía y música, tan querida a los representantes de dicho movimiento literario.
Si las primeras 253 páginas de este libro contienen una sugerente aproximación
analítica a la obra de Reina, desde ese
momento hasta el final del volumen la
parte más extensa del mismo incluye una
inapreciable colección de todos los textos
del autor de que se tiene noticia, tanto de
los publicados en libro como de los desperdigados en publicaciones muy diversas
que el profesor Santiago Reina ha rastreado con minuciosa dedicación y que recoge
según un riguroso criterio cronológico, con
valiosas indicaciones de las fuentes en que
puede encontrarse cada texto e incluso de
las fechas de su redacción.
Como dije antes, además de la recopilación de poemas se contiene la prosa,
separada en artículos, narraciones y frases;
cuatro obras teatrales (César y Pompeyo,
El dedal de plata, Los seductores y El
collar de diamantes); y como colofón cien
páginas de epistolario con cartas de Manuel Reina y cartas a Manuel Reina, al que
sigue una completa bibliografía. Todo ello
con unos completos índices muy útiles.
Resulta por tanto este un trabajo inapreciable por su valor y su rigor, que habla de
una dedicación amorosa a la figura de un
escritor que hay que rescatar para mejor
comprender la época tan rica en que vivió.
Como complemento a este volumen,
debe mencionarse una bellísima edición
facsimilar, en formato grande y lujoso, esta
vez sí con un planteamiento estético im-
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RESEÑAS DE LIBROS
pecable, de la revista La Diana (Córdoba, Diputación, 2005 –aunque editada en
2006–) al cuidado igualmente del profesor
Santiago Reina.
Manuel Reina se nos muestra aquí como
un precursor del modernismo en España,
antes de la difusión de los textos de Rubén
Darío, y muy vinculado a la literatura francesa. Reina fundó La Diana, hermosa revista de estética modernista en la que colaboraría un amplio plantel de escritores de
la época que le ofrecieron así su amistad.
La Diana se publicó con una periodicidad quincenal desde 1 de febrero de 1882
al 22 de enero de 1884, apareciendo veinticuatro números. Diez años después publicará Reina su obra maestra, La vida inquieta. Pero en cuanto a La Diana, tengamos en cuenta, añadiré por mi parte, que
precisamente en esta época es cuando surge el naturalismo en España, por influencia tardía de Le roman expérimental, auténtico manifiesto y exposición de ideas
estéticas de Emilio Zola de amplia repercusión en La Regenta de Clarín, según he
podido estudiar en otro sitio. Pero resulta
curioso que en plena época naturalista en
España, con los escritos conservadores –y
valiosos– de Pardo Bazán, que por esto
mismo no pueden ser considerados como
naturalistas –siendo el naturalismo ateo,
materialista, antimetafísico, científico y
determinista–, Reina se adelanta a su momento histórico y aboga por una nueva
estética, la que triunfaría poco después con
el Modernismo.
Reina se nos presenta aquí como monárquico alfonsino, partidario de las ideas
de Sagasta, de un liberalismo moderado.
Entre el importante elenco de colaboradores: Ortega Munilla, Clarín, Pérez Galdós,
Pereda, Echegaray, Julio Nombela, Emilio
Castelar, Pi y Margall, Ventura Ruiz Aguilera, Cánovas del Castillo, Fernández Shaw,
Salvador Rueda, José Zorrilla, Mariano de
Cavia, y un largo etcétera de figuras menores de muy diversas ideologías aunque
con el predominio de la liberal.
Me resulta muy curioso en esta revista
que en ella aparezcan los textos más importantes para la definición del naturalismo en
España, como el muy conocido y brillante
artículo de Clarín con ese título (n.º 1, 1
febrero 1882), o las numerosas referencias
a la obra de Zola que firman escritores
menores como Adolfo Posada. Ello cuando
la propia obra poética de Reina le encaminará más tarde a ser el más importante precursor del modernismo, referente claro para
el primer Juan Ramón junto a Santiago
Rueda que como sabemos recibió al poeta
de Moguer en Madrid apenas llegado a la
capital. Por esto la otra faceta estética que
aparece en La Diana es la relativa a la obra
de Baudelaire y Verlaine, que informará la
obra de los modernistas españoles, que
aprendieron aquí las raíces de su sentido de
la belleza y la literatura.
La Diana es así un reflejo importantísimo de la evolución del naturalismo de los
mayores hacia los atisbos de una nueva
estética, la modernista. Se trata por tanto
de un testimonio de fundamental importancia para la mejor comprensión de esta época fin de siglo, con toda una rica problemática estética e ideológica aneja. Precisamente aquí se hace compatible la ideología
social del naturalismo con la visión estética del arte por el arte de los precursores
del modernismo, y se puede seguir en estas páginas la interesante evolución que se
da de uno a otro hito literario.
Por otro lado la gran cantidad de autores extranjeros de que se da noticia en La
Diana nos habla del cosmopolitismo de
una juventud que luchaba por romper con
los rígidos corsés de las tendencias nacionales que iban a renovar.
En fin, esta hermosa edición facsimilar
es otro regalo inapreciable que el profesor
Santiago Reina ha dedicado a los estudiosos de una época que, también aquí, habría
que mirar con ojos nuevos, abierta como
está a jóvenes investigadores que ofrezcan
una nueva comprensión de la misma.
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D IEGO MARTÍNEZ TORRÓN
RESEÑAS DE LIBROS
HIBBS, Solange y Monique MARTÍNEZ, Traduction. Adaptation. Réécriture dans le
monde hispanique contemporain. Ouverture par Henri Meschonnic, Toulouse,
Presses Universitaires du Mirail, 2006,
446 pp.
Es de sobras conocido el trabajo intenso que llevan a cabo los hispanistas universitarios franceses. El libro que aquí se reseña constituye las Actas del XXXII congreso de la Sociedad de Hispanistas franceses
(que se reúne cada dos años), celebrado en
la Universidad de Toulouse le Mirail en
2005, de la mano de Solange Hibbs.
Al final del volumen, el Presidente de
la Sociedad, Georges Martin, sintetiza lo
que constituyó ese congreso, centrado en
el universo de la traducción como práctica
cultural y como objeto de estudio. No podía ser de otra manera, pues es bien sabido que la organizadora del congreso y su
equipo destacan especialmente por sus
aportaciones científicas en este campo.
El libro tiene como objetivo compaginar las reflexiones más teóricas (la traducción strictu sensu) con su práctica (a medio camino entre el portento interlingüístico y la imposibilidad de la traducción
total) y su complejidad en los campos sociales (autor, traductor, editor...) y encuentra, además, su unidad en la reflexión centrada exclusivamente en el siglo XX y en
la aportación, a modo de conferencia inaugural, de un trabajo de Henri Meschonnic, «Traduire: écrire ou désécrire».
Así pues el mundo de la traducción se
aborda desde sus diversas vertientes. La literatura se lleva la parte del león del libro,
pero la literatura se aborda desde una perspectiva abierta también al cine (sobre Soldados de Salamina) y desde una perspectiva que tanto incluye reflexiones de estudiosos universitarios, como de escritores y
críticos. La primera parte del volumen aborda la práctica de la auto-traducción de obras
catalanas, vascas y gallegas al castellano:
Carme Riera evoca las dificultades de la
665
traducción literaria desde su perspectiva
personal al traducirse al castellano; también
escribe su traductora al castellano, Luisa
Cotoner. Si la perspectiva de C. Riera, desde la ciencia, es más bien reticente sobre
la traducción (aunque asegura que le gusta,
evidentemente, ser traducida), Mariasun
Landa evoca su transcurrir vital entre dos
lenguas (euskera y castellano) como algo
muy enriquecedor: un sentido de hospitalidad. María Luis Gamillo reflexiona sobre el
proceso de auto-traducción del escritor gallego Manuel Rivas y ofrece comparaciones
de fragmentos literarios de la obra original
y traducida y las explica desde la perspectiva lingüística e ideológica. También constituye una reflexión desde la ciencia el artículo de Martine Roux sobre la autotraducción del escritor gallego Álvaro Cunqueiro centrada en su obra Merlín e familia e outras historias, con una conclusión
positiva sobre el proceso.
Un apartado considerable del capítulo
dedicado a los aspectos literarios, sin embargo, está dedicado al proceso de la traducción en teatro a partir de obras literarias españolas del siglo XX. Así, aparece una
reflexión sobre las dificultades de encarnar
el personaje de un fantasma (en el cuerpo
del actor) en la representación de Rezagados de Ernesto Caballero y se analizan las
dificultades y retos de la puesta en escena
(un trabajo ya de traducción filológica, afirma Antonia Amo) de Sangre Lunar de Sánchez Sinisterra en el teatro de la Digue, en
Toulouse, en 2004. También ese reto de la
puesta en escena es evocado en el artículo
de C. Vasserot, mientras que A. Surbezy
aborda la problemática de la traducción en
los subtítulos de obras teatrales escenificadas en lengua original (a partir de los casos concretos de Sangre lunar y El grito de
los espejos de M. Llobera) por la compañía de teatro «Les Anachroniques» (taller de
la universidad de Toulouse le Mirail).
Otro aspecto de la adaptación teatral surge cuando se representan obras clásicas:
¿cómo escenificar un texto de Calderón (La
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666
RESEÑAS DE LIBROS
vie est un songe, adaptación en verso de
Benito Pelegrín) hoy en día? A esta pregunta responde C. Egger a partir de una reflexión basada en fragmentos concretos escogidos por su carga simbólica. Sigue a este
estudio la reflexión del propio Pelegrín reflexiona sobre la adaptación (Faust vainqueur
ou le procès de Dieu) a partir de un clásico
como El mágico prodigioso de Calderón.
Además de la literatura en sí (señalemos asimismo el análisis sobre las posibilidades de traducir el ritmo en poesía a
partir de Los placeres prohibidos de Cernuda o el análisis comparado de diferentes versiones al francés de la poesía de San
Juan de la Cruz), el volumen aborda el
caso de la traducción especializada dentro
de los estudios lingüísticos (C. Vicente),
mientras que C. Núñez se interroga sobre
la palabra española, «que», como giro independiente y sus posibilidades de traducción al francés a partir de Cinco horas con
Mario de Delibes.
Más espacio se dedica al status del traductor en el mundo hispánico: Jean Portante y Renaud Cazalbou se interrogan sobre
la figura del traductor, a veces denostada,
siempre necesario sin embargo. Marie-Noëlle Costa aborda los límites que la editorial impone al traductor a partir del ejemplo de la edición en Francia del Spill de
Jaume Roig, mientras que T. Faye estudia
cómo la traducción influencia la recepción
del original, a partir del ejemplo del Cantar de Mío Cid, en castellano actual y en
versión de Camilo José Cela. Por su parte, M. Roig estudia las dos traducciones
del Buscón de Quevedo, por parte del mismo traductor, Germond de Lavigne, 1843
y 1868 y ofrece una explicación a tal proceder. S. Baulo observa cómo se condenaba la traducción en la España de los años
treinta del siglo XIX pues se la consideraba corruptora del idioma español. Cierra el
capítulo una interesante contribución de I.
Taillandier sobre las traducciones de textos literarios españoles en Francia entre
1975 y hasta el final del siglo.
El último gran apartado del volumen
está dedicado a estudios que abordan el
problema cultural y el ideológico en el
terreno de la traducción: cómo Diego Sánchez de Badajoz adapta diversos episodios
del Antiguo Testamento en una obra teatral de carácter didáctico (Farsa de Abraham, 1554); cómo Chateaubriand se inspira, para Les Aventures du dernier Abencérage, del episodio El Abencerraje incluido
en La Diana de Jorge de Montemayor;
cómo se traduce o adapta, en España, el
teatro de boulevard en los primeros años
del siglo XX... S. Saillard cierra el apartado estudiando cómo se adaptó o tradujo
L’Assommoir de Zola en el teatro madrileño y barcelonés de finales del siglo XIX.
En fin, la síntesis hasta aquí expuesta da
fe de la riqueza científica del volumen.
Estamos, pues, ante una obra que leerán con
provecho los estudiosos de la lengua y de
la literatura españolas (aunque hay también
algunas contribuciones referidas a la literatura hispanoamericana), pero también los
especialistas en el campo de la traducción
y de su historia pues el terreno propiamente creativo de la traducción se aborda sin
olvidar el terreno cultural y social (retos
económicos, políticos e ideológicos) y los
aspectos de teoría de la recepción.
En todos los casos, no se trata –por
parte de los diferentes estudiosos– de adoptar criterios prescriptivos sino descriptivos,
perspectiva que nos parece la más acertada en el ámbito de algo tan vivo (y por
tanto) tan movible como la lengua y, por
ende, la traducción.
M ARTA GINÉ JANER
DÍAZ FERNÁNDEZ, José, Prosas, Introducción y selección de Nigel Dennis, Madrid, Fundación Santander Central Hispano, 2006, pp. 489.
Hablar de literatura en los tiempos en
que vivimos no deja de ser, como en cual-
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RESEÑAS DE LIBROS
quier época de la existencia humana, sentir
la conciencia ética o estética del Hombre.
Así, rememorar letras y pensamientos de
unos escritores, en un pasado cercano, y
cercenados al olvido por cuestiones políticas es hoy una alegría para cualquier amante de la sabiduría de un pueblo. José Díaz
Fernández es uno de esos escritores, que
vivió y sufrió nuestra literatura de entreguerras. Sus dos novelas, El blocao (1928) y
La Venus mecánica (1929) y su libro ensayístico, El nuevo romanticismo (1930) son
obras fundamentales en el proceso de superación del vanguardismo español.
Este escritor salmantino de Aldea del
Obispo nació en el mítico año de 1898, fue
diputado por el partido Radical-Socialista,
primero, y por el partido fundado por Manuel Azaña, Izquierda Republicana, después. Destinado a Marruecos en pleno conflicto colonial, a su regreso trabajó como
articulista literario en el periódico El Sol.
Fundó la revista Post-guerra y participó en
la fundación de «Ediciones Oriente», en
1928 y cuya dirección asumió el futuro
troskista Juan Andrade. Su compromiso
político le llevó a tomar parte en revueltas estudiantiles y en las sucesivas conjuras
contra la dictadura de Primo de Rivera.
Condenado a tres meses de cárcel en la
Modelo de Madrid y otros tantos meses de
destierro en Lisboa, en 1929. Fue diputado por Asturias (1931-33) y por Murcia en
1936. Durante la Guerra Civil ocupó cargos relacionados con el mundo cultural,
editorial y de prensa, como la secretaría
política de Instrucción Pública o la Jefatura de las ediciones del subsecretariado de
propaganda del Ministerio de Estado. En
1939 huyó a Francia. Tras salir de un campo de concentración se instaló en Toulouse
a la espera de un pasaje para Cuba, pero
la muerte le sorprendió en febrero de 1941.
En 1930, José Díaz Fernández postulaba la urgente vuelta al romanticismo, en su
ensayo El nuevo romanticismo: polémica
de arte, política y literatura, que enmarcó
la tendencia literaria de los escritores del
667
«Nuevo Romanticismo», como una amplia
corriente artística y cultural de signo comprometido que se extiendía por Europa y
América desde el comienzo de los años
veinte. Esta obra de Díaz Fernández era
una tesela más de su incipiente universo
literario, ya que un año antes, con la publicación de La Venus mecánica había destripado el Madrid de la Dictadura, con intención crítico-satírica, desde el ámbito
político, artístico y social. Los escritores de
este nuevo movimiento artístico reaccionan
fuertemente ante los cambios surgidos en
la estructura social de ese primer tercio de
siglo. Al igual que sus coetáneos, los escritores vanguardistas de los ismos :èsurrealismo, expresionismo, futurismo, dadaísmo, etc.:è los escritores del «Nuevo
romanticismo» intentan crear un arte para
rehumanizar, para llegar a todos los hombres, el ser colectivo, que se halla inmerso en una crisis de valores insufrible. Este
cansancio de vivir, el descontento vital y
el desconcierto se pueden superar con el
deseo de movilizarse por un amor, como
afirmaba Díaz Fernández «dilatado y complejo fruto del progreso humano y de la
depuración de las relaciones sociales» que
«será el eje de la gran comunidad universal» Se trata, pues, de un crear un nuevo
orden social donde prevalezca la vida sobre la muerte. Díaz Fernández piensa en
una nueva revolución romántica, al modo
de Los miserables de Victor Hugo, Los
misterios de París de E. Sue o las novelas
de Balzac. El eco del ensayo de Díaz Fernández El Nuevo romanticismo..., a decir
de Víctor Fuentes, se puede parangonar
con La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset o Literaturas europeas de
vanguardia, de Guillermo de Torre.
Desde entonces nuestro escritor propugna un arte literario de «avanzada», frente a
una «literatura de vanguardia». En este orden de cosas escribió: «La auténtica vanguardia será aquella que dé una obra construida con todos los elementos modernos
:èsíntesis, metáfora, antirretoricismo:ón ar-
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RESEÑAS DE LIBROS
tística el drama contemporáneo de la conciencia universal». Su concepción literaria
se inspira en teóricos y pensadores rusos
como Gorka o Rolland que «supieron vislumbrar una nueva civilización, fundada en
la justicia humana y sostenida por la libertad integral del hombre». Arte y acción;
desde la pluma a las aulas universitarias,
con la intención de aunar a las fuerzas proletarias «las únicas con capacidad revolucionaria», y al colectivismo obrero de donde
tiene que surgir la «vida nueva» y el «arte
del futuro». Esta comunión entre arte y
política, tan denostada hoy, era en el primer tercio de siglo XX la panacea de la
revolución cultural. No olvidemos que Díaz
Fernández, Ramón J. Sender, entre otros
escritores e intelectuales, solicitaron el apoyo moral de su causa a Ortega y Gasset.
José Díaz Fernández dirigió, junto con
Antonio Espina, la revista quincenal Nueva
España (1930-31), de línea rigurosamente
izquierdista, que a partir del número 15, se
convirtió en «Semanario Político-Social», al
tiempo que se cerraba la influyente revista
de Giménez Caballero, La Gaceta Literaria.
El 26 de marzo de 1931 se inicia la nueva
etapa monárquica del periódico El Sol, y
Díaz Fernández, junto con otros redactores
de la talla de Ortega, «Azorín», Pérez de
Ayala, Gómez de la Serna, Jarnés, Espina,
Américo Castro, etc., y con el director del
periódico Félix Lorenzo «Heliófilo», se
marcharon a conformar las filas periodísticas de dos nuevos, pero efímeros, diarios:
Crisol y Luz.
Son años de luchas frente al capitalismo y al imperialismo que, en la «novela
social», hacen destacar a autores como César Falcón, Arderíus, Julián Zugazagoitia y
Díaz Fernández con varios relatos como
«La largueza», incluido en el volumen colectivo Las siete virtudes (1931) y «Cruce
de caminos» (1931). Las orientaciones de la
novela social quedaron descritas magistralmente, en el notable prólogo de Díaz Fernández a Los Príncipes iguales (1930) de
Joaquín Arderíus: «¿No es verdad que nues-
tros jóvenes neoclasicistas estiman demasiado la cultura y olvidan con exceso la
vida?». Esta decadencia moral de la sociedad moderna y de la acomodaticia pequeña-burguesía se destacó en novelas de la
guerra de Marruecos, como Imán de Sender y El blocao (1928) de Díaz Fernández;
o en los análisis de la crisis de la burguesía ante la revolución inminente, como Cándido, hijo de Cándido (1930) de Manuel D.
Benavides o un año antes La Venus mecánica de nuestro «romántico», José Díaz.
Conforme avanzaba la década de los
treinta algunos escritores del «Nuevo Romanticismo» como José Antonio Cabezas,
o el propio Díaz Fernández se vieron sobrepasados por los acontecimientos y en el
caso del escritor salmantino pasó de escritor revolucionario contra la Dictadura y la
Monarquía a un lenguaje proletario y de
consignas, ubicado en tiempos de la Segunda República. Su literatura será mutilada y
acosada en los tiempos sucesivos, pero con
la restauración de su memoria sería conveniente reconocer que Díaz Fernández
escribió para intentar dignificar las condiciones de vida del oprimido y proponer un
cambio de la realidad político y social.
F RANCISCO MARTÍN MARTÍN
ALARCÓN SIERRA, Rafael, Pablo DEL BARCO y Antonio RODRÍGUEZ A LMODÓVAR
(eds.), Colección Unicaja Manuscritos
de los Hermanos Machado, Málaga,
Fundación Unicaja, 2006, 10 vols.
La publicación de material autógrafo
siempre es una buena noticia, sobre todo
cuando pertenece a escritores de la talla de
los hermanos Manuel y Antonio Machado
(Sevilla, 1874-Madrid, 1947; Sevilla, 1875Colliure, 1939). En este caso, es al autor
de Campos de Castilla a quien corresponde la mayor parte de los manuscritos que
ahora presentamos. Esta edición facsimilar
con transcripción diplomática, datación,
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ordenación y anotación crítica, que incluye una breve introducción, ha sido preparada por un equipo de especialistas en la
obra de los Machado, compuesto por los
profesores Rafael Alarcón (Universidad de
Jaén), Pablo del Barco (Universidad de
Sevilla) y Antonio Rodríguez Almodóvar,
a los que es lícito añadir la restauradora
Carmen Molina. Los diez volúmenes que
componen esta obra han sido sufragados
por la Fundación Unicaja, que adquirió en
subasta pública los papeles originales, completando así todos los componentes que
aseguran una edición de calidad: un valioso material autógrafo, un nutrido grupo de
especialistas en la materia y una entidad
dispuesta a prestar todo el apoyo que una
obra de esta envergadura precisa.
De estos aspectos, solo me referiré al
primero, aunque no puedo por menos dejar de destacar la impecable factura editorial con que está confeccionada esta obra,
que no ha dudado, por ejemplo, en publicar los cuadernos que componen parte del
material autógrafo íntegros, aun a pesar de
que muchas de las hojas de estos cuadernos permanezcan en blanco o hayan sido
arrancadas, en el entendido de que estas
cuestiones pueden guardar claves para explicar la génesis de determinadas obras.
Respecto a la procedencia de estos papeles, los editores aclaran que se trata del
conocido fondo de Sevilla (custodiado en la
sede central de la Fundación Unicaja en la
capital hispalense), adquirido en 2003 por
dicha Fundación a los herederos de Francisco Machado, el menor de los cinco hermanos. Los avatares de estos manuscritos
machadianos podemos simplificarlos aclarando que Manuel Machado se convirtió en
albacea de la obra de su hermano Antonio
y, muerto el primero, fue a parar la mayoría de los papeles del menor de los dos a
Francisco Machado. Algunos otros papeles
de Antonio se encuentran todavía, junto a
la mayor parte del legado de Manuel, en el
fondo machadiano de Burgos (en la Diputación y la Institución Fernán González), del
669
cual se ha publicado una reciente edición
facsimilar sin ordenación, transcripción o
anotación , llevada a cabo por Alberto C.
Ibáñez Pérez (El fondo machadiano de Burgos. Los papeles de Antonio Machado, introd. de A.C.I.P., Burgos, Institución Fernán González, 2004, 2 vols.).
En suma, estos dos fondos abren una
nueva perspectiva para los estudiosos de
los hermanos Machado, que ahora tienen
accesibles la mayor parte de los documentos originales. Para el caso de Antonio
Machado, hay que subrayar que el fondo
de Sevilla recuperado es el más importante, sobre todo si pensamos en la cantidad
y en el material que incumbe a la poesía.
De este fondo ya teníamos, eso sí, alguna
noticia, pues varios fragmentos de estos
papeles que guardaba Francisco Machado
fueron publicados en Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 11-12, 1949, incluyéndose
aquí también una presentación del denominado Cuaderno de literatura, que vivió su
propia peripecia, como luego explicaremos.
El equipo científico responsable de la
edición del fondo de Sevilla no ha tenido
nada fácil la ordenación de este heterogéneo material que describiré brevemente. La
peculiaridad de diferentes soportes físicos
(cuadernos y papeles sueltos), la doble
autoría y, sobre todo, la mezcolanza de
géneros y temas: borradores de obras creativas (poesía, teatro y prosa), apuntes de
estudio sobre Historia, Literatura, Filosofía y Aritmética (Antonio Machado sopesó la idea de entrar a trabajar en el Banco
de España y se estuvo preparando para ello
hasta 1906, momento en que decide abandonar este proyecto), o papeles personales,
entre los que destacan varias cartas con
destinatarios tan relevantes como Ortega y
Gasset, Giménez Caballero o Martínez Sierra, conforman un heteróclito corpus que
ha sido ordenado de la siguiente manera.
Se ha tratado de salvaguardar siempre
la autoría (en el caso del fragmento del
borrador de La Lola se va a los puertos
es curioso observar cómo la doble autoría
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se plasma plásticamente en la diferente
caligrafía de los hermanos) y la unidad que
confieren los formatos donde fueron redactados los textos (los mencionados cuadernos no es raro que incluyan cada uno de
ellos fragmentos de diverso género) y, en
la medida de lo posible, se ha procurando
ordenar temáticamente los mismos, lo cual
se lleva a cabo diferenciando los textos
denominados profesionales y los creativos,
estos últimos divididos por géneros literarios, así como los personales. Se trata de
la ordenación más práctica y cabal; sin
embargo, a esta difícil tarea hay que añadir la necesidad de disponer el caudaloso
material en diferentes volúmenes para su
publicación. Esto repercute más si cabe en
la dificultad de realizar búsquedas precisas
de determinados textos, algo que se podría
haber solucionado con un índice que especificara el contenido de cada uno de los
volúmenes y, puestos a pedir, que apareciera mejor en todos los volúmenes que no
solo en el primero o el último. Tracemos
un boceto de este índice que juzgamos de
interés para el lector.
La obra consta de diez volúmenes, aunque hay que señalar que el primero de
ellos, numerado 0 y titulado Cuaderno 0.
Poemas Inéditos, es todo él una selección
del resto que viene a anticipar la relevancia del material contenido. Especialmente
se centra en las versiones de poemas –algunos son inéditos– de Antonio Machado
y en la importancia de todo este material
para los investigadores preocupados en la
comprensión de su proceso de composición
poética (de Campos de Castilla y Nuevas
Canciones, especialmente), que, como es
sabido, estaba basado en la continua reescritura de los poemas en cuadernillos (sobre estas y otras cuestiones versó el curso
de la Universidad Internacional de Andalucía Manuscritos de los Machado, celebrado en Baeza entre los días 21-25 de agosto de 2006; sobre el taller poético de Antonio Machado, vid. Rafael Alarcón, «Los
manuscritos machadianos de Sevilla y Bur-
gos», en prensa, que nos exime ahora de
glosar torpemente este asunto).
De este modo, el resto de los volúmenes (1-9) son los que presentan la mencionada ordenación. Los tres primeros volúmenes corresponden a tres cuadernos independientes, numerados en la edición del 1 al
3. En el primero, se recoge lo correspondiente a la etapa de Baeza (1912-1919), y
en él encontramos borradores y variantes de
poemas, así como reflexiones sobre la poesía y el teatro, además de la traducción de
una balada de Henri W. Longfellow. En el
segundo volumen, y más extenso, se incluyen borradores y versiones de poemas (de
Nuevas Canciones, sobre todo) y otros escritos en prosa (diversas reflexiones sobre
literatura, poesía y filosofía, además de un
fragmento de un borrador de carta a Ortega y Gasset), datado todo ello entre los
años 1922 y 1924. El tercero está compuesto por borradores de poemas escritos probablemente entre 1924 y 1926.
Los siguientes volúmenes siguen una
ordenación por géneros: el cuarto se titula
Poemas sueltos e incluye numerosos borradores y variantes de poemas de Antonio
Machado datados entre 1912 y 1933 (también se encuentra manuscrito el poema
«Resuena Falla», de Manuel Machado). El
quinto volumen, Prosas sueltas, presenta
las biografías de Antonio Machado y Núñez y Antonio Machado y Álvarez –el pintoresco Demófilo–, abuelo y padre respectivamente (vid. la biografía de Ian Gibson,
Ligero de equipaje, Barcelona, Planeta,
2006, pp. 25-91, que presta una atención
muy especial a los antepasados de Antonio Machado), dos manuscritos distintos e
incompletos del relato «Gentes de mi tierra» (1911), la autocrítica a El Condenado
por Desconfiado (1924), dos manuscritos
distintos e incompletos también de «Reflexiones sobre la lírica. El libro Colección
del poeta andaluz José Moreno Villa
(1924)», un borrador incompleto de Juan
de Mairena, y una significativa nota sobre
el asesinato de Federico García Lorca
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(1936). El sexto volumen, Epistolario y
Teatro, está compuesto por siete cartas
escritas entre 1912 y 1929, dirigidas a su
madre (1912), a Gregorio Martínez Sierra
(1912), a su madre y a su hermano José
(1913), a Alejandro Guichot (1922), a José
Ortega y Gasset (1924), a Manuel García
Morente (1924-1925) y a Ernesto Giménez
Caballero (1929). Las dirigidas a Ortega y
Gasset y Giménez Caballero son fragmentos. Esta última fue publicada en La Gaceta Literaria (n.º 53, 1 de marzo de 1929,
p. 1), pero se censuró unas líneas en las
que arremetía Antonio Machado contra la
juventud literaria del momento y que ahora recuperamos en la nueva edición (p.
263). Respecto del teatro, se encuentra el
manuscrito incompleto de La Lola se va a
Los Puertos, con caligrafía de los dos hermanos, como se ha mencionado, y un fragmento de La prima Fernanda.
Por último, los restantes volúmenes (79) reproducen los apuntes de estudio de
Antonio Machado, salvaguardando, como
en el caso de los tres primero volúmenes,
la unidad que confiere su escritura en diferentes cuadernos. El volumen séptimo,
Textos profesionales, agavilla tres cuadernillos (numerados 1-3) que respectivamente nos presentan apuntes sobre Teoría de
la Aritmética, Aritmética mercantil (ambos
de 1906 aproximadamente) y un programa
de Lengua Francesa, fechado por el autor
en Soria, de 1910 a 1911, al que acompaña en un anexo una hoja suelta donde se
listan libros de texto de la misma asignatura. Por su parte, el octavo volumen titulado Cuadernos de Historia, incluye dos
cuadernos redactados en torno a 1915 que
resumen la prehistoria general, la Historia
de España desde Fernando IV a Napoleón
y la Primera Guerra Mundial, a partir del
Compendio de Historia Universal de Manuel Sales y Ferré (1883) y la obra de un
autor sin identificar, Camueso. Cierran el
volumen unas reflexiones filosóficas a partir del pensamiento de Bergson. Finalmente, el último de los volúmenes presenta el
671
mencionado Cuaderno de literatura, que
repasa la Historia de la literatura española
desde Diego Hurtado de Mendoza hasta
Luis Vélez de Guevara, al que acompañan
otras anotaciones sobre diversos autores
también de los Siglos de Oro, todo ello
escrito en torno a 1915.
Como Alfredo Carballo Picazo develó
en un artículo de 1961 («El Cuaderno de
Literatura de Antonio Machado», Revista
de Literatura, n.º 37-38, Madrid, 1961, pp.
93-102), que los editores olvidan citar, este
cuaderno de literatura no es más que un
resumen de la segunda edición francesa de
la History of Spanish Literature de James
Fitzmaurice-Kelly (París, 1913; 1.ª ed.,
Londres, 1898), obra de gran importancia
en la Historiografía literaria española,
como lo demuestra el hecho de que se tradujera al español en 1901 por Adolfo Bonilla con un sustancioso prólogo de Menéndez y Pelayo. Enrique Casamayor publicó primero un fragmento en los
mencionados Cuadernos Hispanoamericanos y luego el texto prácticamente íntegro
en Bogotá en 1952 sin darse cuenta de que
se trataba de un mero resumen de la obra
de Fitzmaurice-Kelly. Después de Carballo
Picazo, en las Obras completas preparadas
por Oreste Macrì –ayudado por Gaetano
Chiappini– se reprodujo el texto cotejándolo a doble columna con el texto francés,
y corrigiendo el texto original sin dejar
constancia expresa de esta componenda,
cosa que se enmienda en esta nueva edición con transcripción diplomática.
En fin, como se comprenderá, el contenido de estas obras da para mucho más
que una reseña. Otros más autorizados se
encargarán de demostrar en sus estudios
sobre los hermanos Machado la utilidad
manifiesta de todo el material contenido en
esta edición (recuérdese el trabajo citado
de Rafael Alarcón). Por nuestra parte, no
queremos dejar pasar la oportunidad de
apuntar, para terminar, la pertinencia de
considerar la naturaleza y contenidos de
estos papeles a la hora de completar la, por
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RESEÑAS DE LIBROS
otro lado muy bien analizada, biografía
intelectual de Antonio Machado.
Y es que, a nuestro juicio, la lectura de
estos manuscritos (la caligrafía de ambos
hermanos es muy agradecida, aunque no por
ello deja de ser imprescindible la consulta
de la transcripción de los editores) sumerge
rápidamente al lector en ese mundo misantrópico de Antonio Machado y su decidida
voluntad intelectual (como dato anecdótico,
digamos que la celebérrima sentencia del
príncipe Hamlet «To be or not to be that
is the question» se repite más de una docena de veces: vol. 1, pp. 139, 147, 193...,
vol. 3, pp. 185, 213..., convirtiéndose en un
trascendental leit motiv de todos estos papeles), que va más allá del uso terapéutico
de la escritura o el escapismo de su momento biográfico, histórico y social, con ser
estos evidentes. Sus numerosos apuntes sobre Filosofía, Historia o Literatura, por
ejemplo, se nos revelan como un significativo testimonio de ese camino de perfección
que insinuara la Institución Libre de Enseñanza, y que cimienta también mucho más
que la preparación del poeta o el docente.
Estos papeles de los hermanos Machado
son, pues, además de un nuevo filón para
los especialistas, una invitación a compartir esa senda intelectual encarnada otrora en
los humanistas (como ellos, Machado se
atrevió ¡hasta con la Aritmética!), esa escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido: «predilecto / de la España que [medita] >palpita< / impaciente, / vive y siente / trabaja,
estudia y medita» (vol. 1, fol. 24r y p. 171).
A NTONIO MARTÍN EZPELETA
A LTAMIRA, Rafael, Tierras y hombres de
Asturias, Oviedo, Universidad de Alicante-Universidad de Oviedo-KRK Ediciones, 2005, 565 pp.
Dos años antes de morir en la ciudad
de México, donde se había exiliado como
efecto de su gestión política de carácter
republicano, Rafael Altamira Crevea reunió
en un libro los textos que había escrito a
lo largo de su vida a propósito de su residencia en Oviedo. Así, en 1949, el poeta
asturiano Alfonso Camín editó, bajo el
sello de la revista Norte, Tierras y hombres de Asturias, uno más de la serie de
libros que el exilio español diseminó en las
prensas mexicanas. Poco más de medio
siglo después, la Universidad de Alicante
y la Universidad de Oviedo, conjuntamente con KRK Ediciones, han publicado una
nueva edición de esta obra en la cual Xuan
Cándano incorporó dos escritos que Altamira se había lamentado de no tener a
mano para integrar el libro que dedicó «A
los asturianos de América». Se trata de
unas páginas sobre Leopoldo Alas y otras
sobre Juan Ochoa. De este modo, la edición universitaria que ahora reseñamos recupera una obra articulada gracias al republicanismo español avecindado en México
desde 1938, y nos invita a considerarla
como una fuente documental para quienes
se interesan en el estudio de los intelectuales que animaron el proyecto de la extensión universitaria y la educación obrera en
los claustros de la Universidad de Oviedo.
Rafael Altamira Crevea se desempeñó
entre 1898 y 1910 como profesor de la
célebre universidad ovetense. Gracias a
esta oportunidad, formó parte del reconocido «Grupo de Oviedo», pequeña comunidad de intelectuales universitarios que
hicieron de las aulas al pie del Naranco un
foco de irradiación no sólo de sus conocimientos especializados en diversas materias, sino también, y sobre todo, de una
perspectiva pedagógica alimentada gracias
al krausismo difundido en España por
Francisco Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza, de los cuales
estos personajes habían sido discípulos.
La educación madrileña de Rafael Altamira lo aproximó a la crítica de las rutinas anquilosadas de la enseñanza española, gravemente lastrada por un entramado
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RESEÑAS DE LIBROS
institucional conservador y tradicionalista,
llevada a cabo por Fermín Canella, Adolfo Álvarez-Buylla, Adolfo Posada, Aniceto
Sela y Leopoldo Alas, entre otros. La colocación laboral de Altamira en Oviedo ha
de entenderse en el cuadro general de la
transformación de las tradiciones intelectuales y la modernización de los universos
conceptuales propios de la vida universitaria que ocurrió en España hacia el
fin del siglo XIX.
Altamira escribió en México este libro
como un recurso de la nostalgia. Esta disposición anímica determina la materia y los
procedimientos que se advierten en la primera parte de Tierras y hombres de Asturias. Allí se encuentran artículos cuyos
motivos son el mar, las playas, los farallones y las islas de la costa asturiana: el
paisaje marino cercano al domicilio de
descanso de Altamira, situado entonces en
la desembocadura del Nalón. Estas descripciones, además de dar noticia a posibles
visitantes e inversionistas de la belleza
natural de la región, ensayan la evocación
de impresiones y estados de ánimo de los
cuales no se aparta una intención regionalista: el amor y la reivindicación de la tierra. En algunos pasajes, el estilo de Altamira es digno de nota. El dominio de sus
recursos expresivos le permite evocar y
describir asuntos de difícil tratamiento literario. Tal sucede con los paisajes modestos del suelo marino que la bajamar deja
al descubierto provisionalmente, tal con el
repertorio de los sonidos que produce el
agua en las diversas formas de su encuentro con la costa, tal con la paleta de colores que la luz cobra en el ocaso y en el
amanecer, tal con las maneras diversas de
la costa: ya suave y arenosa, ya pedregosa
y abrupta, ya escarpada, ondulante... Y así
hasta recorrer los vericuetos de una naturaleza que sólo el firme empeño de un
naturalista puede llegar a conocer.
Los materiales contenidos en la segunda parte de esta obra son un testimonio de
la mentalidad que condujo a las personali-
673
dades del Grupo de Oviedo a renovar los
contenidos de sus disciplinas, modernizar
sus hábitos pedagógicos y sustentar exitosamente un programa de extensión universitaria y de educación obrera. Gracias a los
escritos de Altamira estamos en condiciones de recuperar el entusiasmo renovador
y el optimismo ilustrado que caracterizaron las empresas intelectuales y educativas
de este grupo. Los universitarios de Oviedo, de acuerdo con esta perspectiva, representan uno de los segmentos más notables
del entorno reformador, crítico y regeneracionista que se apoderó de España hacia
fines del siglo XIX y principios del XX. El
concurso prestado por este grupo a la causa
española pasa, como dijimos, por el krausismo y el institucionismo, pero también se
conecta con la tradición genuinamente ovetense de educación popular y asistencia
pública que es propia de las Sociedades
Económicas de la Ilustración española.
El peso de estas páginas de Rafael Altamira recae sobre las personalidades del
ámbito universitario que el autor conoció
y trató durante su paso por la Universidad
de Oviedo. Se trata de Fermín Canella,
Félix Aramburu, Leopoldo Alas, Aniceto
Sela y Adolfo Álvarez Buylla, rectores y
profesores distinguidos que proyectaron las
actividades de la Universidad de Oviedo
más allá de las fronteras asturianas con
base en los programas de la extensión universitaria. Altamira incluye en este apartado a escritores como Armando Palacio Valdés y Ramón de Campoamor, cuyos libros
había reseñado periodísticamente. El escrito
más elaborado de esta sección es el que
corresponde a Álvarez Buylla. Esas páginas, además de constituir un perfil intelectual muy completo del especialista en el
pensamiento y la historia económicos, documentan el muy acusado sentido social
que caracterizó tanto las pautas intelectuales como la gestión pública del Grupo de
Oviedo. Hablamos de una preocupación
muy viva por la asistencia social y la educación de la clase obrera que se fortaleció
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RESEÑAS DE LIBROS
gracias al estudio técnico del problema
obrero de acuerdo con el pensamiento sociológico disponible sobre esta materia en
el periodo y con la tradición social del
cristianismo. Los atributos de todas estas
personalidades coinciden en el tratamiento
de la cuestión social, caracterizado por un
liberalismo de fuertes matices sociales, una
intensa vocación pedagógica, una clara disposición para la especialización y un compromiso público muy serio.
Hay un tópico que caracteriza esta sección del libro: en un hombre de letras, la
competencia intelectual y el caudal de sus
conocimientos ha de apreciarse tanto como
(si no es que un poco menos) las virtudes
de orden psicológico, moral y anímico: el
entusiasmo, la generosidad, el don de gentes y de la administración de los recursos
comunes, la alegría. Tal orden de virtudes
explica, según la versión de Altamira, el
éxito de la extensión universitaria, la educación popular, las reformas sociales y el
prestigio de la Universidad de Oviedo
como institución de asistencia pública y
reforma social.
La tercera y última parte del volumen
completa estas ideas, pues su asunto es la
enseñanza en Asturias. Es tal la importancia que la educación universitaria tiene
para Rafael Altamira y las personalidades
a las cuales se asoció durante su estancia
en la Universidad de Oviedo, que nuestro
autor se dedica a explicar y a rendir un
informe tan detallado como sus archivos
dispersos se lo permitían de la actividad
desarrollada por el instituto ovetense bajo
los rectorados de Canella y Aramburu. El
fenómeno de la extensión universitaria y su
ulterior desarrollo social, la instrucción
obrera, ocupa la parte sustancial de este
capítulo. Allí se explican las ideas más
importantes que sustentan la gestión pública del Grupo de Oviedo. En primer lugar,
la idea de la universidad entendida como
una comunidad solidaria, madre intelectual
que nutre a sus hijos y los dispone para
llevar a cabo una tarea común en benefi-
cio de la sociedad. En este sentido, universidad equivale a patriotismo, sobre todo si
pensamos en los momentos dramáticos que
sacudieron a España alrededor de 1898. En
segundo lugar, la proyección de los bienes
de la universidad más allá de las aulas, el
currículo y los grados. El programa de la
extensión universitaria satisface este propósito educativo y patriótico. Las personalidades de la Universidad de Oviedo se comprometen a dictar clases y conferencias a
«la clase media de la capital y, con ella,
una representación de la clase alta que alcanzó incluso a parte de los aristócratas»,
y a la clase obrera. El conocimiento especializado en diversos ramos salió de las
aulas para encontrarse con la sociedad con
el fin de difundir el conocimiento alcanzado mediante procedimientos exigentes y
prolongados, y ampliar el grado de conciencia del hombre común sobre el mundo
que lo rodea. La tarea de la instrucción
obrera se esmera en este último propósito.
Así, el obrero recibe los conocimientos
necesarios para entender su origen histórico, su estatuto social, los instrumentos jurídicos a su alcance, etcétera. Altamira,
luego de explicar este programa universitario, reproduce las listas de profesores y
materias que tiene a mano, el resumen de
algunas conferencias y las memorias oficiales de la Extensión que conservaba, gracias
a los cuales podemos obtener una idea muy
clara del modo en que esta iniciativa tuvo
repercusiones en ciudades diferentes de
Oviedo. Así, a la explicación, Altamira
añade un fondo documental que concreta
nuestro conocimiento.
En suma, la nueva edición de Tierras
y hombres de Asturias enriquece las fuentes testimoniales de quienes se dedican al
estudio de un ámbito excepcionalmente
complejo: la transición entre los siglos XIX
y XX en España. Allí confluyen, por lo
menos, el 98, el regeneracionismo, el modernismo, el institucionismo y el Grupo de
Oviedo. La perspectiva de Rafael Altamira indica las pautas intelectuales de esta
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comunidad, así como también el tono de
su ánimo. Uno y otras son necesarias para
el entendimiento cabal de las tesis sobre la
nueva universidad y la reforma del estatuto disciplinario de las ciencias y las humanidades en esa grave coyuntura española.
LEONARDO MARTÍNEZ CARRIZALES
LABRADOR BEN, J. M., SÁNCHEZ ÁLVAREZINSÚA, A., Teatro Frívolo y Teatro Selecto, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2005, 288 pp.
L ABRADOR BEN , J. M., CASTILLO , M.
C., GARCÍA TORAÑO, C., La Novela de
Hoy, La Novela de Noche y El Folletín Divertido, Madrid, Consejo Superior
de Investigaciones Científicas, 2006,
372 pp.
La investigación de la historia cultural
española de principios de siglo XX ha hecho posible que hoy podamos reconstruir
el proceso por muchos calificado de «revolución cultural» o, de manera más concreta, «revolución de la industria editorial»
que se dio en esta época y que hizo posible la universalización de la cultura española mediante la oferta de lo que se convirtió en la forma más barata de ocio: la
lectura. Uno de los síntomas más claros
que nos han ayudado a intuirlo, es la gran
cantidad de colecciones de literatura breve
que se suceden en el primer tercio de siglo y que abarcan variedad de géneros:
novela, teatro, poesía, pero también novelizaciones de cine mudo, de sucesos históricos y biografías.
A pesar de los beneficios que el desarrollo de esta industria tuvo para la literatura española (la incorporación de gran
número de autores, la expansión del público lector por el abaratamiento de los costes, la dignificación de la profesión del
escritor, etc.) estas obras han sido insistentemente silenciadas –cuando no directa-
675
mente denostadas– por la crítica literaria
tradicional hasta casi el último tercio de s.
XX; después de que J. C. Mainer subrayara
la importancia que estas colecciones tuvieron en el desarrollo de la llamada Edad de
Plata de las letras españolas, la labor de
catalogación de dichas colecciones como
herramienta imprescindible para su estudio,
se presentaba en el panorama investigador
actual como una tarea ineludible.
Dentro de esta línea de estudio y de
reconstrucción, se sitúa la colección Literatura Breve –dirigida por A. Sánchez Álvarez-Insúa– que, desde 1996, está editando las fichas bibliográficas de las colecciones más significativas de la época. En los
últimos meses, han aparecido dos números
nuevos: el primero, dedicado a las colecciones publicadas por la barcelonesa Editorial Cisne (Teatro Frívolo y Teatro Selecto) y, el segundo, dedicado a la labor
del editor Artemio Precioso (La Novela de
Hoy, La Novela de Noche y El Folletín
Divertido).
Tras el subtítulo que acompaña al primero de los volúmenes, «La producción
teatral de Editorial Cisne, Barcelona (19351943)», encontramos una breve introducción en la que los dos autores explican el
surgimiento de este tipo de series de «teatro para leer» en el contexto de las colecciones de anteguerra –algunas de las cuales ya han sido catalogadas en números
anteriores de esta misma colección: La
Novela Teatral (1), o La Novela Cómica
(3)– para después pasar a analizar más
detalladamente las dos series de las que se
ocupa. Teatro Frívolo fue la única dedicada exclusivamente a la publicación de libretos del subgénero de la revista; desde
diciembre de 1935 hasta agosto del año
siguiente, publicó veintinueve números en
los que se combinaba el texto con fotografías, bien de las intérpretes, bien de alguna escena de su representación con el fin
de que los lectores pudieran hacerse una
idea de lo que sería el espectáculo en su
totalidad ya que, tanto las partituras musi-
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RESEÑAS DE LIBROS
cales como las indicaciones de los elementos de escenificación no se recogían en sus
páginas.
El carácter de la colección Teatro Selecto, iniciada por Cisne en el mismo mes
que la anterior, fue muy diferente; hasta
noviembre de 1936, publicó treinta y dos
obras de autores reconocidos que, normalmente, ya habían sido editadas en colecciones más importantes: Benavente, Arniches, Marquina, Azorín... Después de suprimir de sus catálogos obras y autores
comprometidos, es de las pocas colecciones que consigue reanudar su edición en
los años de posguerra y que logra alcanzar los ochenta y cinco números hasta el
año 1943. Además, Cisne publicó también
pequeñas series que agrupaban, en un volumen, obras de un mismo autor: Teatro
Selecto Extraordinario, Teatro Selecto Especial Extranjero, Teatro Selecto Especial
Dramático, Teatro Selecto Especial Lírico
y Teatro Selecto Especial Clásico.
Tras esta introducción, encontramos en
el volumen tanto las fichas bibliográficas
de ambas colecciones, como los índices por
autor, compositor, título de obra, de actrices fotografiadas, de fechas de estreno y
de definiciones de las obras dadas por los
autores.
J. M. Labrador Ben es de nuevo la
encargada del estudio introductorio del último número publicado en Literatura Breve que lleva el subtítulo de «La labor editorial de Artemio Precioso»; después de
ofrecer algunos datos biográficos de este
personaje, que han sido igualmente repasados en un estudio reciente de Martínez
Arnaldos, se centra en su colección más
importante: La Novela de Hoy (19221932). Con sus 526 títulos, esta serie destaca por el grandísimo impacto que causó
en el mercado editorial madrileño del que
se adueñó en poco tiempo. Después de
presentar los datos más significativos sobre sus participantes –escritores, dibujantes, etc.– el volumen recoge las fichas bibliográficas realizadas por M. C. del Cas-
tillo seguidas de los índices de autores,
títulos, prologuistas e ilustradores.
La catalogación de los sesenta y dos
títulos que integraron La Novela de Noche
(1924-1926) y el estudio introductorio que
la precede está realizada por C. García
Toraño que nos ofrece una panorámica,
tanto del contexto literario en el que aparecen, el de las diferentes colecciones de
literatura erótica y galante de la época –y
los problemas con la crítica y la censura a
la que fueron expuestas–, como una caracterización general tomando ejemplos de
obras concretas. Las fichas de la catalogación, que en este caso incluyen un breve
argumento de cada obra, están seguidas por
los índices de autores, obras e ilustradores.
Finalmente, se presenta el estudio y la
catalogación de la brevísima colección
(sólo 5 números de octubre de 1926 a febrero de 1927) titulada El Folletín Divertido; según señala J. M. Labrador Ben,
encargada de este último capítulo, el poco
éxito de esta colección y su pronta desaparición, se debió a la publicación de autores extranjeros poco conocidos por el público español.
Estos dos volúmenes, además, introducen una novedad de gran valor práctico: un
soporte electrónico con un programa de
búsqueda que nos permite acceder de manera más rápida y exacta a las diferentes
fichas; este programa, CSIC-LITI BUSCALIBROS, desarrollado por el Laboratorio
de Innovación en Tecnologías de la Información de la Universidad Politécnica de
Madrid, facilita tanto la utilización de distintos criterios y campos de búsqueda,
como la impresión de la información requerida.
Finalmente, cabe destacar la cuidada
edición que caracteriza toda esta colección
y que utiliza, en sus portadas y contraportadas, composiciones hechas a partir de las
ilustraciones originales reproducidas en color. De la misma forma, en el interior de
ambos volúmenes, podemos encontrar tanto fotografías e ilustraciones, como imáge-
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RESEÑAS DE LIBROS
nes publicitarias que aparecían en las colecciones correspondientes.
En definitiva, junto a la Bibliografía e
Historia de las Colecciones Literarias en
España (1907-1957) publicada por el mismo A. Sánchez Álvarez-Insúa hace ya más
de diez años, la colección Literatura Breve se ha convertido en un referente instrumental imprescindible para cualquier investigación que se interese por el desarrollo
de las manifestaciones culturales españolas
de anteguerra.
A NA LOZANO
DE LA
POLA
BREYSSE-CHANET, Laurence, En la memoria
del aire. Poesía y poética de Manuel
Altolaguirre, Málaga, Centro Cultural
de la Generación del 27, 2005, 277 pp.
(Col. Estudios del 27) .
Las recientes lecturas críticas de la obra
de Altolaguirre son un signo del vivo interés que despierta este poeta e impresor
tan central, y tan distante, en la generación
del 27. A la vez presente y poco conocido
(especialmente apreciado por sus compañeros de generación), está siendo fuente de
homenajes, congresos y estudios de investigadores que parecen tomar la palabra a
Cernuda cuando consideraba, en 1962, que
debía rehabilitarse a Altolaguirre, frente al
desconocimiento de su obra y la tendencia
a considerarlo como poeta menor. Este
olvido de la obra de un poeta de voz personal, de espacio propio y de un itinerario
poético de 33 años impulsa la publicación
de En la memoria del aire. Poesía y poética de Manuel Altolaguirre, estudio crítico
que resulta fundamental para el conocimiento de la poesía y la poética del escritor malagueño, realizado por la investigadora Laurence Breysse-Chanet, Maître de
Conférences de la Université Paris IV-Sorbonne, quien reconstruye cronológicamente un intenso recorrido por aspectos poco
677
visitados del entramado entre vida y creación literaria del autor.
La panorámica de los estudios más importantes de la obra del benjamín del 27
(desde los primeros artículos de presentación general de su obra, a partir de los
años sesenta, y la primera tesis aparecida
en 1970, hasta las publicaciones surgidas
en conmemoración del aniversario de su
nacimiento en 2005), da a conocer un material poético que, en palabras de la autora, «desemboca en el reconocimiento de
una identidad». Efectivamente, la crítica irá
centrándose paulatinamente en los puntos
cardinales del imaginario de Altolaguirre a
partir de teorías que hacen visible el engranaje de un sistema simbólico propio y
que concentran diferentes perspectivas psicológicas y temáticas. Reflejo inequívoco
del interés suscitado por su obra poética y,
en el caso de Breysse-Chanet, por la poética y los mecanismos que construyen su
voz y elaboran su lenguaje, es también la
reciente edición de poemarios con novedosos enfoques como los de Poesías completas (y otros poemas) a cargo de James
Valender.
A través de una propuesta de itinerario
a lo largo de tres décadas de una «vida en
poesía», la autora del estudio se plantea
preguntas esenciales sobre los poemas de
este autor «descentrado», a través de la
problemática surgida con la lectura de una
obra aparentemente sencilla. Cómo leer a
un autor que vuelve constantemente sobre
sus poemas, a modo de Gran Obra, no es
una cuestión baladí, y a ella ya se enfrentó tempranamente Cernuda con la edición
de Poesías completas (1926-1959). Así,
una de las aportaciones sustanciales del
presente estudio sobre Altolaguirre es, junto con la mirada detallada hacia su lenguaje, la atención a la recurrencia de la repetición de poemas en distintas obras, rasgo
que Laurence Breysse-Chanet supone decisivo en su universo literario: «en poemarios que llevan ya en sí su propia memoria». Poemarios con afinidades con los de
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RESEÑAS DE LIBROS
Juan Ramón Jiménez y Jules Supervielle,
especialmente destacadas en el estudio, y
en la tradición de Jorge Manrique, Garcilaso, Machado, Lorca, Alberti, Valle-Inclán, Unamuno, Azorín y otros grandes
nombres del 98. Como aspecto fundacional de la obra del poeta se subraya también lo desconcertante de ciertos momentos de su trayectoria poética y la atracción
que este rasgo confiere a su estudio. El
objetivo de esta investigación es acercar su
universo poético al lector, hacer más próximo el tono particular de Manuel Altolaguirre, de una «sencilla transparencia cautivadora», llena de «inocencia y misterio».
La lectura propuesta por Breysse-Chanet recorre tres pasos a modo de itinerario
sentido como un viaje desde la iniciación
y educación sentimental malagueña en los
años 20 hasta la maduración de la obra en
el exilio mexicano. En la parte inicial titulada «El espacio original del canto»se
reconstruye el panorama social, cultural y
geográfico del poeta atendiendo al vínculo
con su Málaga natal, ciudad mágica en el
imaginario de Altolaguirre y de los poetas
de su generación; una ciudad con el encanto de «un lugar más allá de un lugar»,
cuya evocación encabeza un estudio que
pone gran énfasis en este espacio privilegiado, epicéntrico, desde donde reseguir los
caminos que atraviesa su poesía hasta alcanzar una «unidad significativa, un designio unitario».
En un segundo momento la obra profundiza, por una parte, en el microcosmos
del poeta, en la aportación de su imaginario y la presencia de una religiosidad fundamental que lo aleja del tono mayoritariamente descreído de la generación al que
pertenece, en vínculo con la sensibilidad
española de la tradición de San Juan de la
Cruz y de Bécquer. El capítulo «La noche
oscura de Manuel Altolaguirre» ofrece al
lector una admirable revisión de la vías de
espiritualidad mística cercanas a San Juan
de la Cruz exploradas por Altolaguirre, ligadas a un imaginario nocturno que lo
convierte en un «poeta de la muerte y más,
poeta del más allá». Por otra parte, de esta
segunda sección titulada «La fatalidad del
ángel» (puesto que el ángel es una imagen
destacada como central), interesa enormemente señalar el capítulo «El yo y sus
paisajes», donde se demuestra que los fundamentos del universo poético de Altolaguirre ya se confirman en «Vida poética»
y se propone una lectura llena de sugerencias a partir de los elementos fundacionales de su obra: el agua, el mar, la tierra,
el aire (espacio propicio al ángel), la brisa
y el viento, el horizonte y las nubes. Con
gran acierto Breysse-Chanet llama reiteradamente la atención sobre el aspecto movedizo de los motivos poéticos como rasgo importante que pone en alerta ante cualquier lectura homogeneizante de la obra,
destacando la importancia del hecho de que
en Soledades juntas se repiten por primera vez poemas y señalando, además, una
visión panteísta cercana a veces a Emilio
Prados.
«La encarnación de lo invisible», última parte del estudio, ratifica la extraordinaria dotación para la lectura crítica de
poesía de la que está capacitada BreysseChanet, en su dedicación al análisis, poco
frecuentado, tanto del lenguaje poético y de
las elecciones léxicas del poeta, de la disposición estrófica, del equilibrio entre polimetría e isometría y del tratamiento de la
rima, como del funcionamiento de los títulos y las elecciones tipográficas, reflejo
mallarmeano del impresor-tipógrafo en una
poesía con preferencia por los «micro-poemas», caracterizados por un tono general
de desasimiento y de arrebato, y un movimiento de itinerancia que arrastra el poeta
hasta su período mexicano, «donde su obra
puede ser percibida desde una amplia perspectiva».
Una de las líneas distintivas de este
estudio es la proyectada sobre la construcción del yo en la obra del poeta, rasgo que
fundamentaría la visión cohesionada de su
poesía, donde se evidencia un vaivén inte-
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resante entre la presencia del yo en los
poemas y su desaparición. Como destaca la
investigadora en su lúcida visión sobre este
tema nuclear, existe una experiencia personal única que logra la singularidad; en
definitiva, una visión dividida entre la adhesión a un individualismo extremo y el
principio exterior del mundo, al que tanto
apela el poeta. El yo crea un mundo en la
medida en que el mundo ayuda al sujeto,
garante de su propia creación, provocándose un esparcimiento «aleixandrino» y la
posterior destrucción del yo en el cosmos.
Si un poeta es el autor de una «arquitectura habitada», como recordaba el poeta malagueño a propósito de Supervielle,
«sus propios textos construyen la casa de
ensueño que le gustaba encontrar a Altolaguirre en obras ajenas», afirma Lawrence Breysse-Chanet. El espacio de su casa,
sin embargo, no se cierra sobre sí mismo,
sino que se abre al mundo, y En la memoria del aire. Poesía y poética de Manuel Altolaguirre así lo demuestra, a través de múltiples interrogantes que lanza y
que recoge con enorme finura de espíritu.
M ARIA ROSELL.
DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier, Gerardo Diego en sus raíces estéticas, Valladolid, Universidad de Valladolid, Serie Libro y Literatura, 2006, 179 pp.
Es lugar común hoy en día, en los ámbitos literarios, tanto de creación como de
crítica, aludir a la condición metaliteraria
de todo texto. No hay sino texto sobre
texto, palimpsesto que dicen enterados.
Parece como si no hubiera texto primigenio, increado a partir de otro. Un texto
adánico, a partir del cual, todo texto posterior fuese pergeñado.
Podemos partir de cualquier época literaria, antigua, medieval, moderna o contemporánea. No digamos ya postmoderna o
679
actual. Siempre encontraremos las fuentes.
La Literatura Comparada, que tantos réditos críticos ha obtenido a lo largo de la
historia de los estudios literarios, pudiérase presentar como hija o consecuencia de
este fenómeno al que aludimos.
Si Berceo tenía en la cabeza, y acaso en
el scriptorium, las colecciones mariales en
latín, Santillana leía, deficientemente, los
endecasílabos que sus agentes en Italia le
enviaban junto con originales grecolatinos.
Si Garcilaso leía a Ausías March, Cervantes los novellieri y Quevedo a Propercio;
más tarde, ya con mayor malicia creadora,
Bécquer conoció a Heine, Galdós a Victor
Hugo, Juan Ramón Jiménez aprendió idiomas para ampliar su bagaje poético, y etc.,
etc., etc. Señalemos como penúltima estación de esta larga vía férrea el llamado
Venecianismo o Culturalismo de una de las
postreras escuelas poéticas españolas.
En la Generación o Grupo Poético del
27, llamada también Generación de los
Profesores, aunque no todos fueran docentes de la materia literaria –ni de ninguna
otra–, este acaecimiento o costumbre de
seleccionar las propias raíces literarias, fue,
acaso, la primera ocasión en que tal faceta del hecho creativo mostró cualidades de
rigurosa profesionalidad. Diego, Guillén,
Dámaso, Salinas o Cernuda fueron docentes de la Literatura. Pudieron escoger con
acomodo, conocimiento y afán puramente
selectivo, sus propias fuentes. Lejos estaban de los inquietos románticos, preocupados tan sólo, o casi, por su expresividad
personal. Tenían, los del 27, ante sí toda
una panoplia de autores, no sólo españoles, de los que extraer lección, superficial
o profunda.
Pero, hoy, el concepto de palimpsesto
es aplicable no sólo a lo literario sobre lo
literario. Es la totalidad de la expresión
artística la que influye en cualquier modalidad creativa. Los creadores, literarios o
de otro tipo, responden a un complejo sistema estético, que ellos mismo se construyen a lo largo de toda su biografía. Ra-
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RESEÑAS DE LIBROS
diografíar ese terreno de la estética subyacente a una obra literaria, ya completa, es,
en nuestros días, una clave importante para
esclarecer inmanencias y subyacencias nada
baladíes.
Por tanto, estudiar, analizar y esclarecer esos conocimientos que los poetas del
27 tenían, tanto del Signo Literario como
de los demás Signos Estéticos, no es sino
parte fundamental de las claves que fundamentan la obra de estos escritores, tan
abiertos al mundo cultural europeo y universal. Lo que sucede con cualquier escritor, cómo no ha de suceder con los escritores que fueron, a su vez, profesores de
Literatura... Poner orden en el liado palimpsesto, así de globalmente entendido, de
la obra de un poeta del 27 es atacar el
castillo de su significación literaria por
donde precisamente ha de hacerse: por la
parte de muralla más gruesa. Para el que
asedia tal fortaleza, no hay mejor ni mayor reto.
En este orden de cosas, el asedio a las
fuentes estéticas, más allá de lo literario,
que Francisco Javier Díez de Revenga,
Catedrático de Literatura Española de la
Universidad de Murcia, ha efectuado sobre
la varia, brillante y compleja obra de Gerardo Diego, de quien se ha convertido en
uno de sus principales especialistas, resulta de una trascendencia notoria, habida
cuenta de que, casi, inaugura análisis. Solamente un estricto conocedor de la vastísima obra del poeta santanderino podría
atreverse a iniciar el asedio a tal fortaleza, como hace en este libro, Gerardo Diego en sus raíces estéticas.
Comienza el profesor de la Universidad
de Murcia por los ecos medievales en Gerardo Diego. Apunta allí al estudio, atrevido, innovador y con bastantes visos de
acierto, que el poeta de Santander hiciera
sobre el verso del Poema de Mío Cid. La
irregularidad versal con que la crítica tradicional despachaba la métrica del anónimo autor, queda subvertida por la tesis del
profesor poeta, que aduce expresividad y
motivación para establecer una medida u
otra. Prefiere decir que estamos ante la
primera vez que fue usado el verso libre.
El autor, juglar o abogado culto de Burgos, subvirtió la métrica alejandrina importada de Francia, con plena conciencia de
que su creatividad primaba sobre el canon,
según Diego. Naturalmente, la idea no era
sino, además de aducir propuesta crítica,
librar la batalla por el verso libre de sus
propios días del siglo XX. Y lo hacía él,
Gerardo Diego, un riguroso practicante,
cuando pertinente era, del endecasílabo y
otros metros clásicos.
Las alusiones de Diego a la Literatura
anterior a él suman ingentes producciones,
muchas creadas para los efímeros radiotextos, que tanto prodigó. De Bécquer, tan
admirado por Luis Cernuda, y aludido por
el sevillano del 27 como maestro lejano,
Diego destaca una y otra vez, su musicalidad. El cántabro, bien formado musicalmente, destaca una y otra vez, casi sin
dejar rima becqueriana sin atacar, esa cualidad, la armonía del poema, acaso no tan
estrictamente estética. De Rubén Darío,
insiste el poeta en que a él se debe el interés por Góngora, que pasó por banderín
de enganche del 27. Darío, a través del
simbolismo y parnasianismo francés –que
como buen centroamericano degustó antes
que sus colegas de verso españoles– conoció las impresionistas estampas de arduo
lenguaje que el cordobés usara. Y él las
transmitió entre la juventud creadora de
aquella inicial etapa del siglo. De manera
que cuando los del 27 accedieron a su
madurez poética, Góngora ya estaba allí.
Acaso quepa reseñar que todas estas
síntesis, que en la presente reseña presentamos desnudas, reducidas a frase nodal,
aparecen en el trabajo que reseñamos con
todo lujo de cita, de artículo, de obra, de
alusión o comentario, debidamente documentado. Estamos ante un trabajo empírico que contempla mucha obra de la llamada menor, epistolar, crítica o fútil, de los
autores referenciados.
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RESEÑAS DE LIBROS
Pasa luego el Profesor Díez de Revenga a tratar la relación, cordial y amigable
entre Azorín y Gerardo Diego. Discípulo
suyo se confesó el de Santander del alicantino. Entrañable la anécdota de «La raspa»,
pieza musical que sonaba en el transistor,
primero que veía Azorín, y que alguien
trajo desde Estados Unidos. Da cuenta el
autor del libro de los pormenores de las
oposiciones a Cátedra de Instituto, de cuyos tribunales Azorín, por su cargo ministerial, ocupaba vocalía. Y muchos más detalles, referidos, concienzudamente, a todos
los del 27.
De Juan Ramón, el difícil Juan Ramón,
se da cuenta de la paciencia dieguina hacia el de Moguer. Una y otra vez despechado por el autor de Platero, Diego soportó los desaires con la tozudez del vencedor. Al final, el que fuera Premio Nobel
dedicó a su persona, nada menos que el
emblemático poema Espacio.
Y cabalgamos con Óscar Esplá y Diego por la Sierra de Aitana, como antes
hemos estado con Alberti en la Tudanca de
Cossío. O aprendiendo tauromaquia con el
pintor Molina Sánchez, para plasmar todas
las suertes del toreo. O, contemplamos el
paso de la Oración del Huerto, de Salzillo, una mañana de los años 20, en la
misma Murcia del Viernes Santo. O, subidos a la Catedral de la misma urbe, asistimos al bautizo de un neologismo, el adverbio murcianamente, mientras imagina un
soneto para Francisco Cano Pato.
Y, aunque no es el capítulo postrero,
no tiene desperdicio, sobre todo en una
Literatura en la que se ha despreciado tal
dimensión creativa, el seguimiento que
Díez de Revenga hace del humor en Gerardo Diego. Como una columna vertebral
menor, pero ciertamente novedosa en una
espacio creativo dominado por la mordacidad y el sarcasmo cruel, de quevediana
estirpe, el limpio e ingenioso, casi inglés,
humor del poeta cántabro se presenta como
una propuesta de categorización literaria,
muy a tener en cuenta.
681
La edición de la Universidad de Valladolid, de factura noble, pasta dura y estudiado diseño, amén de cuidado papel de
apreciable grosor y brillo espléndido, adolece de una letra acaso excesivamente menuda, con renglón inmediato. Un desmayo,
en medio de un océano de aciertos.
SANTIAGO DELGADO
UTRERA MACÍAS, Rafael, Poética cinematográfica de Rafael Alberti, Sevilla,
Fundación El Monte, 2006, 404 pp.
La indagación sobre la relevancia del
cine en el horizonte de expectativas de los
escritores que han cincelado su poética en
el pasado siglo, el del cine, según Hauser,
no deja de aportar frutos a una bibliografía que despierta un interés creciente. La
dedicación de Rafael Utrera a los estudios
sobre literatura y cine no es nueva, de
modo que esta última aportación, debe ser
considerada en el curso de una trayectoria
iniciada en los años 80 a la que pertenecen ensayos como Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo, Escritores y Cinema
en España: un acercamiento histórico, Literatura Cinematográfica /Cinematografía
Literaria, Homenaje literario a Charlot,
Memoria Cinematográfica de R. Porlán
Merlo, Azorín: periodismo cinematográfico, o Cuentos de cine: De Baroja a Buñuel, entre otros.
Sabido es que son miembros del grupo
del 27 los primeros que se sitúan frente al
cine con una conciencia generacional sobre los valores expresivos que el nuevo
arte moviliza y su influencia en otras manifestaciones de más antigua prosapia. A
Alberti, de entre ellos, corresponde el privilegio de haber engendrado ese verso de
Cal y Canto, «Yo nací –¡respetadme!– con
el cine», para verter en un trazo inequívoco su voluntad poética de transitar por un
tipo de escritura afectado del dinamismo de
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RESEÑAS DE LIBROS
la época, de la velocidad de nuestro tiempo, una euritmia posible gracias al cinematógrafo: «Yo pido una atención especial
para los que hemos nacido en el siglo, con
el cine, que tanta influencia ha tenido y
sigue teniendo en la visión de las cosas.
He oído hasta una conferencia sobre ese
verso. Para mí el cine era una cosa muy
seria que quería cambiar la visión de las
artes plásticas, la pintura, la literatura;
mucha prosa está inspirada en la técnica
del cine, en la velocidad del cine, en los
cambios rápidos de la visión de una escena. Con el «respetadme» del verso llamaba la atención sobre algo que iba a ser
fundamental». Por ello, el interés de Rafael Utrera por el diálogo entre los códigos de la palabra y la imagen ha recalado
asimismo en estudios y publicaciones cuya
temática aborda la incidencia del cine en
escritores andaluces de la «generación» del
27: Federico García Lorca: el cine en su
obra, su obra en el cine y Luis Cernuda:
recuerdo cinematográfico. Esta Poética cinematográfica de Rafael Alberti conforma,
pues, una trilogía donde se puede palpar,
ejemplarmente, la positiva influencia del
cine como modelo de representación en la
obra universal de nuestros poetas más consagrados.
El cine plantea un nuevo modo de representación de la realidad y, como tal,
aviva un debate sobre la estética realista
por su doble y paradójica condición de
registro documental y vehículo de expresión suprarreal. Así, los primeros capítulos
de la Poética cinematográfica de Rafael
Alberti proponen un sucinto estado de la
cuestión sobre las controversias del cine
con las otras artes, especialmente con la
literatura y el género poético. Más allá de
los textos que apelan a una mirada precinematográfica para vincular la literatura y
el cine, Rafael Utrera revisa en su búsqueda de una taxonomía, las propuestas de
teóricos que encontraron en la imagen cinematográfica una nueva modalidad para la
expresión del subconsciente y un instru-
mento privilegiado para la poesía. Epstein
y Buñuel, maestro y discípulo en una época de efervescencia creadora sin igual,
participan de la edificación de un concepto de lo poético más allá de lo verbal y la
capacidad de la palabra para contener la
imagen, que consagra la eficacia del diálogo entre distintas artes y sus posibilidades de transferencia expresiva.
Rafael Utrera propone algunos motivos
para la reflexión sobre la influencia del cine
en la poesía española, referidos a estructuras, temas y personajes, ejemplificados con
gran detenimiento para plantear a continuación la relevancia de los universos contemplados en la pantalla como desencadenantes de una escritura que, a la vez que los
mimetiza y asimila, se sirve de ellos como
moldes sobre los que se vierte la personal
problemática del poeta en un proceso de
autodescubrimiento, presente tanto en Alberti, como en Lorca o Cernuda.
A partir del capítulo IV el ensayo se
concentra en el estudio de la poética de
Rafael Alberti en relación con el cine y los
aspectos de su biografía que ponen en contacto al poeta con experiencias cinematográficas de gran trascendencia para su formación creadora: su intervención en la
sexta sesión del Cine-Club español en cuyo
intermedio Alberti lee varios de los poemas dedicados a los cómicos del cine, su
participación como actor en el Noticiario
de Cine-Club, de Ernesto Giménez Caballero, su provocadora indumentaria de película cómica en una controvertida conferencia en el Lyceum Club, o sus contactos con el cine en Méjico.
Cabe destacar asimismo los elementos
de su poética desde Marinero en tierra a
Sobre los ángeles cuya inspiración pudiera encontrarse en secuencias de películas
emblemáticas de la época, Metrópolis o El
acorazado Potemkin. Pero, sin duda, donde el poeta vuelca una fascinación mayor
es en el capítulo que configura su poemario sobre los tontos del cine, Yo era un
tonto y lo que he visto me ha hecho dos
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tontos, de cuyos poemas se ofrece el texto
completo acompañado de un pormenorizado análisis: «Cita triste de Charlot»,
«Buster Keaton busca por el bosque a su
novia que es una verdadera vaca», Harold
Lloyd, estudiante», «Stan Laurel y Oliver
Hardy rompen sin ganas 75 o 76 automóviles y luego afirman que de todo tuvo la
culpa una cáscara de plátano», «Telegrama
de Raimond Haptton a Wallace Beery»,
«Telegrama de Luisa Fazenda a Bebe Daniels y Harold Lloyd»... , la mayoría de
ellos aparecidos por primera vez en las
páginas de La Gaceta Literaria. Con posterioridad a este momento, su afamada
amistad con intérpretes de éxito reconocido como Vittorio Gassman o Francisco
Rabal se vierte en poemas pensados para
formar parte de programas de locución.
Testimonios de admiración y amistad mutua se prodigan entre Fernando Birri, director del documental «Rafael Alberti, un
retrato del poeta» (1983) y el poema que
éste dedica al cineasta.
La actividad cinematográfica del matrimonio León/Alberti en Argentina y Uruguay ocupa la atención del capítulo séptimo y con ella, el protagonismo especial de
M.ª Teresa León en la redacción de diversos guiones de películas adaptadas de textos castellanos, o inspiradas por insignes
representantes de las letras hispánicas. A
ella se atribuye el peso principal del guión
de La dama duende de Luis Saslavsky,
dejando la colaboración de Alberti reducida a la selección del repertorio de las canciones y coplas populares. En términos
parecidos se pondera la participación del
matrimonio en la película de Alberto Zavalía, El gran amor de Bécquer, en cuyo
guión debió de tener M.ª Teresa León un
claro protagonismo por el interés despertado por el poeta romántico en aquel momento, vertido en una biografía posterior,
El gran amor de Gustavo Adolfo Bécquer,
de cuyo contenido es antecedente el guión
de la película. A la pluma de Alberti se
deben las palabras que acompañan las imá-
683
genes del film de Enrico de Grass, Pupila
al viento, un cortometraje de ritmo rápido
que evoca el cine de vanguardia de los
años 20.
Los últimos capítulos del ensayo se
ocupan de algunos reflejos de la poesía
cinematográfica de Rafael Alberti en autores contemporáneos: Aquilino Duque, Andrés Neuman o Juan Cobos Wilkins.
Poética cinematográfica de Rafael Alberti ordena en un volumen de cuidada
edición la deuda del poeta gaditano con el
cine, ese nuevo paisaje que contemplaron
absortos los espectadores de comienzos del
siglo XX y que se infiltra en los modos
expresivos de nuestra poesía más universal.
M.ª TERESA GARCÍA-ABAD GARCÍA
AUB, Max, Fábulas de vanguardia y ciertos cuentos mexicanos, Obras completas, vol. IV-A, Joan Oleza (Dir.), Edición crítica, estudio introductorio y
notas de Franklin García Sánchez, Valencia, Biblioteca Valenciana - Institució Alfons el Magnànim, 2006, 472 pp.
A UB , Max, Los relatos de El laberinto
mágico, Obras completas, vol. IV-B,
Joan Oleza (Dir.), Edición crítica, estudio introductorio y notas de Luis Llorens Marzo y Javier Lluch Prats, Valencia, Biblioteca Valenciana - Institució Alfons el Magnànim, 2006, 508 pp.
Desde la última década del siglo pasado, la edición de textos aubianos se ha
convertido en una empresa en creciente
desarrollo, por la que apuestan diferentes
editoriales, poniendo en manos del lector
materiales de difícil –cuando no imposible–
localización. En este sentido, destaca la
ambiciosa edición de las Obras completas
de Max Aub, dirigida por Joan Oleza, en
cuya preparación intervienen los más autorizados especialistas. A los volúmenes
que ya han visto la luz desde 2001 en el
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RESEÑAS DE LIBROS
marco de este proyecto, promovido por la
Biblioteca Valenciana y la Institució Alfons
el Magnànim, y favorecido por la Fundación Max Aub en tanto depositaria del legado del autor, se suman ahora los dos
tomos del cuarto, que recoge, por vez primera, todos los relatos de Aub publicados
en vida del autor, más las narraciones recuperadas póstumamente, un corpus que en
su diversidad da cuenta de los diferentes
momentos atravesados por la literatura aubiana, desde sus tempranas incursiones de
tendencia vanguardista hasta sus últimos
escritos en el exilio mexicano.
La edición crítica, el estudio introductorio y las notas del volumen IV-A, titulado «Fábulas de vanguardia y ciertos
cuentos mexicanos», es responsabilidad de
Franklin García Sánchez, quien, junto a
Ignacio Soldevila, fue editor de los cuentos fantásticos y maravillosos de Aub en
el libro Escribir lo que imagino (Barcelona: Alba, 1994). En cuanto al volumen IVB, que reúne «Los relatos de El laberinto
mágico», sus responsables son Luis Llorens
Marzo y Javier Lluch Prats, quienes habían
llevado a cabo la edición –pionera en España en la utilización de la crítica genética– de las novelas Campo de sangre y
Campo del Moro, respectivamente, dentro
del volumen III-A («El laberinto mágico
II») de estas Obras completas.
En su edición, García Sánchez empieza
por presentar un corpus que, en razón de
sus coordenadas temporales, atraviesa la
trayectoria literaria de Max Aub, zanjada
por la Guerra Civil española. Y subraya que
subyace un estrato común de fantasía tanto
en la prosa narrativa esteticista y experimental previa a 1936 como en la de tendencia «mimética» publicada en el exilio.
El corpus se divide en dos grupos de dispar extensión, anunciados por el título del
tomo: por un lado, el núcleo vanguardista,
y, por otro, el mexicano. El primero comprende aquellas tempranas prosas aubianas
concebidas a la luz de Revista de Occidente, pero sobre todo en consonancia con las
novedades foráneas, esto es, los movimientos históricos de vanguardia a cuyas diversas manifestaciones tenía acceso el joven
Aub a través de las publicaciones europeas
a que estaba suscripto, especialmente la
Nouvelle Revue Française, en lo que constituye un aspecto fundamental de su formación cultural cosmopolita. La articulación
de ambas vertientes es –señala García
Sánchez– un factor diferencial respecto del
común de los escritores de la órbita orteguiana, esencial a la hora de comprender
la asimilación por el autor de las nuevas estéticas, así como la consecuente experimentación temática y formal, observable en
las cinco obras vanguardistas: Geografía
([1925] 1928), «Caja» (1926), Fábula verde ([1930] 1932), «Prehistoria, 1928»
(1932) y Yo vivo ([1934-1936] 1953).
Delimitado este núcleo, el editor procede a analizar el conjunto, al que considera unificado no sólo por sus fechas de
escritura sino también por el aludido sustrato de fantasía, ligado a la ruptura de las
vanguardias con el realismo. Pero acaso lo
más interesante de este apartado del texto
introductorio gire en torno a las diferencias. El análisis de los rasgos vanguardistas
presentes en la inicial producción narrativa aubiana sugiere la unidad en bloque de
las tres primeras obras, que comparten la
tendencia al animismo. La mirada se vuelve entonces sobre el carácter diferencial de
«Prehistoria, 1928», texto que, si bien coincide con los primeros en ciertos rasgos
vanguardistas, como la estructuración del
relato en forma de montaje cinematográfico o el antisentimentalismo, presenta en
germen la crítica a la modernidad y a la
vanguardia –en tanto su expresión última–
de la novela Luis Álvarez Petreña (1934).
No menos interesante es el análisis del
editor abocado a dilucidar las características de Yo vivo, atento especialmente a una
cuestión que el editor identifica como pendiente de análisis: su específica relación
con la vanguardia, cifrada en su cosmovisión optimista y vitalista.
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Considerablemente más extenso, el núcleo mexicano está constituido por los relatos de Aub producidos en su exilio americano, que no versan sobre la Guerra Civil española y sus consecuencias. Aunque
el agrupamiento y el orden de aparición en
el volumen de las más de cincuenta piezas que componen este núcleo están determinados por sus obras de origen, el estudio introductorio propone una división en
tres subnúcleos en diálogo: realista, de fantasía y no ficcional. Los dos primeros se
muestran equilibrados, cada uno con poco
más de veinte títulos que corresponden a
relatos unitarios, excepto los Crímenes
ejemplares, serie de microrrelatos ubicada
en el conjunto realista. El análisis de estos dos grupos ficcionales se divide en dos
partes que corresponden a sendos niveles
textuales. Apunta, en primer término, a las
características formales de las piezas breves, como la concisión narrativa, tan lograda en «Muerte», cuya inspiración cinematográfica conduce al abordaje hacia otro
rasgo –de procedencia vanguardista–: la
técnica del montaje, plasmada con mayor
claridad en textos como «Homenaje a Próspero Merimée» y, fundamentalmente, en
los Crímenes. Otra de las particularidades
del conjunto ficcional en este nivel es la
hibridación de la fantasía con lo lírico, lo
alegórico, lo grotesco, lo filosófico, lo maravilloso, lo mítico, lo satírico o lo absurdo, matices que determinan formas diversas de la fantasía que se juegan entre los
polos de lo extraño –como punto de mayor realismo– y su opuesto puramente
maravilloso. Por último, el análisis se centra en las filiaciones barrocas de algunos
relatos.
El otro nivel de análisis es el semántico-temático, en el que García Sánchez
identifica tres zonas estrechamente vinculadas entre sí: existencialismo, crueldad y
rebelión del objeto. La proyección existencialista estaría ejemplificada por «Trampa»,
en el que lo absurdo y lo despiadado son
inherentes a la condición humana. En con-
685
secuencia, aparece la idea del padecimiento humano, una estética de la crueldad, que
alcanza su punto más notorio en los Crímenes. Y la rebelión del objeto se manifiesta fundamentalmente en los relatos de
carácter fantástico, pero también deriva del
animismo de raigambre vanguardista.
Este estudio introductorio se cierra con
el análisis del conjunto no ficcional. Las
piezas que componen el «tríptico sentencioso», tal como lo llama García Sánchez,
comparten un posicionamiento humorístico
que emerge en formas breves, paródicas,
irónicas, grotescas, y se mueven en un terreno delimitado por la narratividad, de
modo que el conjunto se confunde con los
Crímenes ejemplares –más aún en el caso
de los Epitafios mexicanos y algo de suicidios y gastronomía, por los evidentes
vínculos temáticos–, lo aforístico y lo epigramático, indefinición tipológica que explicaría las intersecciones de este tomo con
el primer volumen de estas Obras completas, dedicado a la obra poética completa de
Aub, que en 2001 también incluyó los
otros dos títulos que componen el tríptico:
Paremiología particular y Signos de ortografía.
En cuanto al volumen IV-B, el problema del ordenamiento y la clasificación del
corpus editado es resuelto de modo igualmente adecuado por Luis Llorens y Javier
Lluch. En principio, se analiza la pertinencia de su título: «Los relatos de El laberinto mágico». Bajo tal denominación, el
ciclo narrativo aubiano se fue extendiendo
hasta abarcar cinco novelas (Campo cerrado, Campo abierto, Campo de sangre,
Campo del Moro y Campo de los almendros), un híbrido entre novela y guión cinematográfico (Campo francés) y un conjunto de relatos cuyo número continúa creciendo, publicados paralelamente a las novelas
–a veces, como episodios desgajados de
ellas– junto a otras narraciones breves de
temas diversos –las incluidas en IV-A–, en
diferentes colecciones y, en muchos casos,
en las secciones No son cuentos y Zarzue-
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la de la revista aubiana Sala de Espera. El
propio Aub –señalan los editores– se vio
asaltado por la incertidumbre respecto del
estatuto de sus cuentos a la hora de recopilarlos en volúmenes de relatos «históricos», como Cuentos ciertos, o dedicados a
otros de carácter más imaginario, como
Algunas prosas.
El análisis del problemático estatuto de
tales relatos conduce a los editores al abordaje de la génesis de El laberinto mágico
y su devenir escritural, aspecto particularmente interesante de la literatura de Aub,
sobre el que los editores, en su introducción crítica, vuelven en el apartado «La
novela no escrita del exilio». Y es que
anotaciones y planes hallados en diversos
cuadernos aubianos insinúan la posibilidad
cierta de que personajes de estos relatos
hubiesen formado parte de un Campo faltante en el ciclo; los cruces temáticos y
formales entre las novelas y los cuentos
laberínticos ponen en entredicho la condición de los mismos al relativizar su autonomía respecto de una unidad mayor, sea
una novela o El laberinto mágico en conjunto, cuestión que remite nuevamente al
título del volumen IV-B.
Uno de los mayores méritos de esta
edición es su carácter totalizador, la intención manifiesta de incluir todos los relatos aubianos sobre la Guerra Civil y sus
consecuencias conocidos, propósito llevado
felizmente a cabo, aun cuando los fondos
documentales del escritor continúan dando
a luz «nuevos» relatos. En virtud de tal
propósito, los editores declaran preferir la
publicación, a modo de apéndice, de varios
relatos recuperados cuando el volumen ya
estaba en prensa, pese a que tal decisión
no hiciese viable entonces la anotación
informativa de los mismos, aunque sí su
inserción en el estudio introductorio, resolviendo de ese modo las dudas que los relatos con este origen presentan al crítico al
delimitar el corpus editable. Conforman el
mencionado apéndice «El que ganó Almería»; «Realidad del sueño»; «La guerra es
lo mejor» y «Proclamación de la Tercera
República Española».
Por todo ello, este tomo resulta ser una
pieza clave dentro de estas Obras completas, ya que no sólo complementa el volumen IV-A, recogiendo entre ambos la totalidad de los relatos de Aub, sino que
además completa el Laberinto en su aspecto estrictamente narrativo una vez publicadas las novelas que lo componen (volúmenes II y III), excepto Campo francés, que
aparecerá en el vol. IX.
En lo que respecta al orden impuesto
al material en su edición, Lluch y Llorens
proceden de modo semejante a García Sánchez. Reconocen el acierto de la tipología
sujeta a criterios temáticos que ordenó la
primera edición conjunta de estos relatos
en 1994 (Barcelona: Alba), propuesta por
Javier Quiñones en tres grandes bloques:
Guerra Civil, campos de concentración y
exilio, división temática que, en cierto
modo, subyace al abordaje crítico del corpus. Sin embargo, la edición presenta los
relatos ordenados cronológicamente, de
acuerdo con el momento de aparición y
con la publicación en que fueron recogidos, criterio apoyado, fundamentalmente,
en la imposibilidad de establecer claras
fronteras temáticas en un grupo de narraciones en las que muchas veces se religan
la guerra y sus consecuencias. Lo propio
sucede con los libros en que ellas fueron
recogidas; así, tal como refieren Llorens y
Lluch, ya en No son cuentos (1944) aparecen relatos en torno a los tres temas.
En su introducción se presentan distintos apartados: «Los relatos de la Guerra
Civil», «El primer exilio y los campos de
concentración», y un último gran núcleo
temático: «El exilio de Max Aub en México», «La conciencia del transterrado» y
«Los relatos del exilio». Tras la noticia de
la nunca escrita novela aubiana sobre el
exilio, y los planes y títulos hallados en
torno a la misma, el análisis se aboca al
estudio del exilio como tema, a sus variantes en el grupo de relatos exílicos, así
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como a las formas que adopta cada uno de
los diversos aspectos del exilio, como experiencia múltiple y compleja, en el contexto de la particular experiencia de Aub.
Otra de las dimensiones del exilio –
consecuencia suya que a Aub le tocó vivir
en carne propia aun después de muerto–,
en la que hace crítico hincapié la lectura
de Llorens y Lluch, es la problemática del
escritor exiliado. En «El remate», uno de
los relatos más conocidos y extensos de
este último grupo, se hace visible la marginación de la institución literaria, la separación de su público, la ignorancia de su
obra por la crítica y las historias de la literatura, todo ello derivado de la condición
exílica. El estatuto de la literatura del exilio incide, como afirman los editores, en
uno de los motores fundamentales de la
escritura aubiana, a saber, la memoria de
la Guerra Civil española, de Francia y sus
campos de concentración y de la tierra de
acogida, tres temas que se entrelazan en
este y otros relatos –desaconsejando, como
se dijo anteriormente, la clasificación del
corpus por temas–, todos densos nudos de
la historia europea y americana a cuyo
esclarecimiento contribuyen las notas críticas al pie que acompañan a los textos.
Ambos tomos de este volumen IV se
cierran, cada uno, con tres apartados. El
primero de ellos es el aparato crítico, que
completa la información sobre los criterios
seguidos para la edición de los textos
–aclarados al final de cada estudio introductorio–, en el que se indican las lecturas divergentes respecto del texto base y
las enmiendas significativas. A continuación se presenta una bibliografía en la que
se consignan los manuscritos y/o ediciones
aubianos consultados, acompañados por
una selección bibliográfica que ofrece en
sus títulos un actualizado panorama del
estado de los estudios sobre el autor y su
producción, y que orienta al lector interesado en la profundización del conocimiento al respecto. Finalmente, un completo
glosario de voces escogidas, correspondien-
687
te a los dos tomos del volumen que allana
el camino a la comprensión y contextualización del corpus editado.
De este modo, la nueva entrega de las
Obras completas de Max Aub pone a disposición del público lector una edición
crítica de excelencia. Su rigor científico y
calidad editorial optimizan el acceso a una
parte emblemática de la literatura aubiana,
que la recorre de parte a parte y en la que
se reúnen algunas de sus piezas más logradas. En suma, se trata de dos tomos de un
mismo volumen que dan cuenta de dos
caras de una misma escritura, huella de una
prolífica pluma que supo escribir lo imaginado sin callar lo vivido.
FEDERICO GERHARDT
DÍAZ-CASANUEVA, Humberto, El blasfemo
coronado [1926-1991]. Antología poética, edición de Luis Bagué Quílez y
Joaquín Juan Penalva, Madrid, Huerga
y Fierro Editores, 2006, 362 pp.
La editorial Huerga y Fierro viene conformando en su colección «Signos» un corpus renovador de la poesía del siglo XX,
ampliando los estrechos márgenes del canon
oficializado con una serie de antologías
sobre los poetas más reveladores de la pasada centuria, tanto españoles como foráneos. En ocasiones –como la que ahora nos
ocupa– se trata de obras que han gozado de
escasa difusión editorial, la cual se trata de
paliar con una selección significativa de la
producción poética de estos autores, en
principio, excluidos o poco atendidos por la
historia literaria más reciente. Esta serie de
antologías aúna a poetas indiscutiblemente
influyentes y decisivos para el devenir poético de este siglo (Dylan Thomas, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Francisco Brines) junto a voces más desconocidas como
Vicente Núñez, Juan Bernier o Ricardo Molina y, particularmente, poetas hispanoamericanos cuya poesía se ha difundido esca-
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RESEÑAS DE LIBROS
samente en la Península, como César Moro,
Rosamel del Valle, Emilio Vallagas, o Herrera y Reissig. También poetas europeos
como el italiano Sergio Corazzini, el portugués Joaquim Manuel Magalhães, o estadounidenses como Theodore Roethke cuentan con antologías de sus obras en esta colección. Estos volúmenes, con una andadura
ya amplia y sólida, ponen de relieve la simplificación a la que el canon editorial y
crítico reduce el rico y variado panorama
poético del siglo XX, todavía por revelarse
en su entera significación, conformación,
influencia y aportación a la historia literaria, a la vez que van conformando un muestrario de lo más granado de la poesía del
siglo XX cuya consulta se hace esencial para
el estudio de la poesía de esta centuria.
Un sector de la lírica contemporánea
particularmente desatendido en los estudios
literarios lo constituye la lírica hispanoamericana, a uno de cuyos principales representantes, el chileno Humberto Díaz-Casanueva, se ha dedicado El blasfemo coronado
[1926-1991]. Antología poética, con edición
a cargo de Luis Bagué Quílez y Joaquín
Juan Penalva. La poesía hispanoamericana
del XX se presenta, todavía hoy, como un
abigarrado panorama que se debate entre el
modernismo y sus secuelas posmodernistas
y la irrupción de las vanguardias, que cada
país latinoamericano asumió de acuerdo a
su propia idiosincrasia y tradición literaria.
Queda por definir siquiera las líneas fundamentales que vertebran la historia de la
poesía del XX en Hispanoamérica, y el principal escollo crítico para abordar tal tarea
radica en la falta de difusión de los textos
literarios. Mientras este corpus textual no se
difunda, la poesía hispanoamericana del XX
seguirá siendo un capítulo pendiente en la
historiografía literaria más reciente. El llamado «boom» de la narrativa hispanoamericana ha centrado todo el interés de los medios editoriales y de la crítica, dejando en la
sombra y en el silencio la rica producción
poética de estos años. Respondiendo a estas
circunstancias los estudios sobre poesía se
han circunscrito a figuras fundamentales
como César Vallejo, Pablo Neruda u Octavio Paz. La recuperación de los textos y de
las voces poéticas imprescindibles para
completar la panorámica de la poesía hispanoamericana del XX –Díaz-Casanueva en
el caso de la poesía chilena o Herrera y
Reissig en la poesía argentina– irá contribuyendo, junto a esos otros puntales indiscutibles, a fijar las líneas principales del
análisis literario de este período. La accesibilidad a los textos supone, entonces, el
primer acicate para llevar a cabo esa tarea.
Esta antología de Díaz-Casanueva va
acompañada, al igual que otros volúmenes
de la misma colección –como el dedicado
a Herrera y Reissig–, de una introducción,
a modo de guía de lectura, y una semblanza biobibliográfica, las cuales facultan al
lector para un primer acercamiento sólido
y certero a la obra del poeta chileno. Esta
labor de edición se complementa con un
capítulo epilogal de homenaje a Díaz-Casanueva que completa el su retrato literario.
Se trata de un texto poético de Rosamel del
Valle dedicado al poeta chileno (pp. 251-2)
y una reseña crítica de Gabriela Mistral al
libro Réquiem (pp. 353-357). En el prólogo
(pp. 9-23) recogen los editores, de forma
sintética e iluminadora, los aspectos vitales
y creadores capitales para una comprensión
completa de la poesía de Díaz-Casanueva.
Se enhebran en él los apuntes biográficos
con el bosquejo de la evolución creativa del
poeta chileno y las claves estéticas fundamentales de su poética (pp. 9-15). A ello
sigue un demorado recorrido por cada uno
de los libros que conforman su intensa y
amplia producción poética (pp. 15-23), desvelando pautas estilísticas y temáticas,
ejemplificadas en composiciones concretas
que van perfilando las líneas fundamentales del quehacer poético del chileno. Se
incide, a lo largo del repaso de su producción, en un análisis intrínseco de cada libro atendiendo a su estructura, metro o ejes
temáticos así como la imbricación de cada
volumen en la trayectoria poética global del
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autor delineando, así, el conjunto de su
producción creativa. Los hitos fundamentales de la biografía quedan resaltados en un
cuadro cronológico (pp. 25-28) colocado al
final del prólogo, a continuación del cual
se ofrece, además, el esquema de su producción poética mediante el listado de los
poemarios (p. 29).
Han optado los editores por la cronología como criterio organizativo de la antología, disposición que resulta pertinente,
entre otras, por dos razones: primero, permite dar cuenta de la rica, intensa y amplia producción poética del poeta chileno en
la secuencialidad de su gestación y, segundo, se convierte en un caso ejemplificador
del desarrollo de la poesía del XX en Hispanoamérica en un arco temporal que se
extiende desde el posmodernismo y las vanguardias hasta la vaguedad en que, en la
actualidad, quedan indefinidos los años de
mediados y finales de siglo. Asistimos, de
acuerdo con esta disposición cronológica, a
la evolución de rasgos estilísticos y de concepción poética, que se debaten entre la
solución individual adoptada por Díaz-Casanueva y los trazos generales del devenir
poético de la pasada centuria. La proporción
entre los poemas antologados de cada libro
se adecua a la extensión del poemario en
que se incluyen y a la calidad o representatividad de los libros en el conjunto de su
producción poética, de lo que resulta una
selección coherente y equilibrada.
Al hilo de la lectura de la antología
esbozaré someramente las líneas estilísticas
y temáticas fundamentales que los editores
han subrayado en esta selección de textos,
a la vez que intentaré su contextualización
en la práctica poética del momento. Dos
poemas, «El viaje de Buffalo-Bill» y «La
reina de Saba», constituyen una muestra
representativa del primer libro de DíazCasanueva titulado El aventurero de Saba
(1926). Aparecen ya algunas marcas estilísticas y formales características de la
poesía del chileno como el verso largo
cercano a la prosa poética, la ausencia de
689
puntuación y la fluencia del pensamiento
en una sucesión de imágenes que alternan
lo creacionista y lo surrealista. El segundo
libro, Vigilia por dentro (1931), abunda en
la dimensión introspectiva polarizando el
espacio poético en el ámbito de la ensoñación. Entonces, pasa a primer plano la
indagación en la identidad del sujeto lírico, revelándose el «canto» o la poesía
como instrumento privilegiado de esa búsqueda interior: «Después de cantar siento
que el temor es la más segura / medida de
la frente, / Tengo arpas crecidas, pero cada
noche se lleva la parte / más misteriosa de
mi alma» («Elevación de la sima», p. 51).
Junto al predominio de imágenes basadas
en asociaciones insólitas, se van delineando, paralelamente, las líneas temáticas que
vertebran la poética de Díaz-Casanueva: el
amor, la muerte y la infancia como paraíso perdido («Cauce de la vida», «Retorno»). En El blasfemo coronado el verso
largo, presente en los dos poemarios anteriores, alarga su período coqueteando con
la prosa poética. Impera cierto tono vehemente asentado en la apelación a una segunda persona del singular genérica o en
la sostenida presencia de la voz del yo
poético, en numerosas ocasiones diluida en
la primera persona del plural: «Ay no vivimos, sobrevivimos. / Ahí tienen en sueño como un manzano muerto sobre una /
casa profunda / roída por el pensamiento
del hombre, / somos heridas para adentro
que entreabrimos a veces / con intención,
somos casta alzada» (fragmento X, p. 80).
Asimismo, contribuyen a este tono las exclamaciones y continuas interrogaciones
que enhebran preguntas de tinte existencial,
veteadas por imágenes oníricas con un trasfondo mítico. Se va delineando una poética presidida por la importancia del símbolo y la imagen visionaria, a veces con proyección alegórica, sobre un marco mítico,
filosófico o bíblico, que, sin perder la
orientación introspectiva, universaliza el
problema de la existencia. El poemario
Réquiem (1941) modula a lo largo de los
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12 poemas antologados los distintos matices elegíacos que van dando forma al sentimiento de orfandad. Estos se encuentran
veteados, bien por cierto tono reflexivo
subrayado por el acento interrogativo que
se tiñe de trascendencia religiosa (fragmento I y III); bien por un deje dolorido, como
dejan traslucir estos versos: «¡Ay, madre!,
¿es cierto, entonces? te has dormido tan /
profundamente que has despertado más allá
de la / noche, en la fuente invisible y hambrienta» (fragmento II); bien por la evocación familiar nostálgica en el fragmento V;
o bien por la consolación que brinda el
recuerdo, sublimada en imágenes de signo
visionario: «Pero si mueres quedas también
viviendo a través de mí / como el fruto
que una y mil veces sube al monte / y no
teme la escarcha / y desapareces consumida y tornas a aparecer rescatada / y en tus
vaivenes de súbito veo que pasas por los /
ojos de mi hija / como una cinta fulgurante» (fragmento VIII). Todo ello culmina en
una genérica poetización de los sentimientos materno-filiales, a través de símbolos
e imágenes brillantes en el fragmento X,
y de filiación mítica en el XI. La expresión se despoja de la densidad imaginística de libros anteriores en favor de la desnudez expresiva y de la floración de los
sentimientos para construir un discurso hilado por el sentimiento de orfandad del
hombre atenuado por la memoria. En La
estatua de sal la presencia del mundo familiar del poeta cobra protagonismo en su
dimensión emotiva, por ejemplo, en el poema XXVI dedicado a sus hijos: «Mirad
cómo vuestro padre danza lleno de días /
Con su casa brillante entre sus manos / en
medio del espacio». La exploración de los
sentimientos íntimos no abandona la proyección simbólica y onírica original del
imaginario de Díaz-Casanueva. Se prolongan en este poemario los ejes temáticos de
libros anteriores. Continúa la reflexión sobre la muerte (XI, XIV, canto I) –en ocasiones acudiendo a mitos como el de Narciso (XXI, canto I)–, vehiculada en el tono
interrogativo, exclamativo o apelativo (I,
canto II), que otorgan gran impulso vehemente a su poesía y dejan traspasar cierto
desgarramiento metafísico. Tonalidades reflexivas y existencialistas impregnan poemas como el XIII del canto II: «El hombre es órbita deshecha, llanto en que el
otoño / se agiganta, / Tierra que relampaguea sobre la tierra, / casa en que pernocta el tiempo perseguido». A éste se pueden sumar otros ejemplos significativos
como la composición XVIII del mismo
canto II: «Es terrible perder el mundo siguiendo en el mundo», que se amplía en
el texto XXIII, canto II: «¡Ay, me palpo,
yo soy Nada, Nada, Nada / Pero también
Soy». Los mismos temas y motivos se despliegan en los poemas antologados del canto III y IV, acentuando los matices interrogativos y exclamativos de raíz existencial. Este libro supone para los editores «la
culminación de un primer ciclo en la obra
de Díaz-Casanueva» (p. 18).
En La hija vertiginosa, publicado en
1954, domina la atmósfera emotiva, como
ejemplifican estos versos: «Buscas / el
cuerpecito que te dimos / apenas la cáscara cubierta de una pelusa húmeda / como
si tu madre le pasara una y otra vez / la
celosa lengua de gata» (IX). A partir de
Los penitenciales (1960) observamos cómo
el verso se acorta y la extensión de los
poemas se amplía, anunciando la dinámica
discursiva de los libros posteriores. El siguiente poemario, El sol ciego [En la
muerte de Rosamel del Valle] (1966) nace
como respuesta a una carta póstuma de
Rosamel del Valle. Retoma aquí Díaz-Casanueva el registro elegíaco que imperaba
en Requiem. La intensidad del sentimiento
amistoso –firmemente manifiesto a partir
del quehacer poético que compartían– se
revela en toda su fuerza en el poema titulado «El holocausto» donde la enumeración
caótica remeda el dolor y absurdo de la
existencia y de la muerte: «Mi gemelo / Mi
niño / del dedo carbonizado / Mi fabricante
/ de máscaras parlantes / Mi vendedor / de
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lámparas velludas / Mi apache de la noche / blanca // Te doblas / como un arcoiris / encima de tu muerte». El dolor
vuelve a enlazarse estrechamente al sentimiento de orfandad: «Me dejaste solo /
como dentro de un trueno / viendo crecer
un cirio / en cada mano [...] // Allá vas
oh hermano mío [...] // Ya no podemos
charlar / hasta la madrugada / Consolarnos
del tiempo olvidadizo». La lamentación
elegíaca deja paso a la reflexión sobre el
destino individual y colectivo focalizada en
el tema de la muerte: «Lo irrevocable / es
una verdad vacía / que nos acecha / sin
razón verdadera // Al contemplarte / nos
contemplamos / petrificados / vivos!» («La
intolerable unión de los despojos»). Finalmente, en «Ofrenda para hacerlo presente»
se le impone al sujeto lírico la necesidad
de una «ofrenda», de un homenaje, del
reconocimiento de un magisterio vital, literario y humano: «Ay! / Tu frente fue mi
acantilado / Tu mano mi abrevadero / Tu
ángel / mi horno de la noche / Tu poesía
/ la marca candente de mi alma [...] // Me
enseñaste / a aborrecer el oficio / a desdeñar la tinta / a suprimir las vocales». El
canto a la muerte de Rosamel culmina en
«La llave de las dádivas», donde las contradicciones de la vida y la muerte encuentran un punto de conciliación en la aceptación de la nada y en el «resplandor» de
la vida como asidero en el que fundar la
esperanza de una plenitud fugaz: «No estoy solo / Sobre mi corazón / empolla un
águila // En el silencio / se abre una flor
de / piel / La vida restalla / su verde hermoso / látigo / Ser es un mandato más
hondo [...] // Mi voz / trenzada a la tuya /
seguirá cantando / escudriñando / en la
arcana mortal / presencia / Ayúdame oh
ayúdame / Rosamel / a reunir el resplandor / del mundo!». Sol de leguas (1970)
vuelve a actualizar el omnipresente tema de
la búsqueda de la identidad, que «simbolizada en la figura del tigre, se manifiesta a
través de una compleja red verbal que se
caracteriza por la inserción de referencias
691
librescas en el cuerpo del poema, la disposición icónica de los blancos de la página, los desmembramientos de la sintaxis
y los juegos lingüísticos» (p. 20). Junto al
poemario siguiente, El hierro y el hilo
(1980), prolongan el uso del verso corto y
el poema extenso. En Los veredictos
(1981) se prescinde de la división por composiciones, y algunos recursos tipográficos,
como las mayúsculas, la dilatación del espaciado entre caracteres o la cursiva, adquieren un mayor grado de semantización.
Estos recursos tipográficos se mantienen y
acrecientan su presencia en los restantes
libros de Díaz-Casanueva, sumados a la ya
característica ausencia de signos de puntuación, que quedan suplidos por el ritmo y
las secuencias de sentido.
Los últimos cinco poemarios –La aparición (1984), El traspaso de la antorcha
(1984), El niño de Robben Island (1985),
El pájaro Dunga (1985), Vox tatuada
(1985)– inciden sobre los mismos núcleos
temáticos. El amor, la muerte y la poesía
transidos por el desgarro existencial se insertan en un ámbito que mixtura el marco
de lo cotidiano –en el que adquiere protagonismo el ámbito íntimo del poeta– con
la dimensión reflexiva diluida en la colectividad, a través de imágenes brillantes y
renovadas que acuden al ámbito bíblico, a
la mitología grecolatina, a la filosofía o a
la naturaleza, sometidas a un creciente proceso de simbolización.
Notas como el simbolismo, la introspección teñida de tintes oníricos y un lenguaje asentado en imágenes de desusadas asociaciones referenciales con un alto grado
de intelectualización constituyen las marcas fundamentales de la poesía hispanoamericana del siglo XX que se dejan sentir
en la obra de Díaz-Casanueva, inmerso en
sus primeros experimentos poéticos en el
ambiente posmodernista chileno donde las
manifestaciones vanguardistas empezaban a
cobrar vigencia, especialmente el creacionismo. La influencia del movimiento creacionista se deja sentir en dos aspectos fun-
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damentales: en la creación de imágenes
desde la plena libertad de asociación en los
referentes y en la concepción del poeta
como revelador de los misterios del lenguaje y, en consecuencia, del mundo. En
otras ocasiones la presencia de lo onírico
y de imágenes visionarias actualizan procedimientos vinculados al surrealismo. Junto a ello conviven otros aspectos que pueden derivar de la crisis finisecular de valores que llevan al poeta a la búsqueda de
respuestas sobre el Origen y lo Absoluto
en el ámbito de lo sagrado, de lo mítico y
en cierto primitivismo que tiñen su obra de
esa orientación metafísica propia desde
mediados del XX, y que se concretiza en
esas interrogaciones continuas –muy acentuadas en libros como El blasfemo coronado o La estatua de sal– que cuestionan
toda certidumbre. Esas imágenes visionarias y las asociaciones inéditas se aúnan,
finalmente, para poner de relieve la desolación existencial del sujeto poético.
Así pues, se constata en esta andadura
por la poesía de Díaz-Casanueva gran variedad de registros, entre los que destaca el
elegíaco, sobre la base de una poesía en
constante proyección simbólica. Es en el
registro elegíaco, a mi parecer, donde DíazCasanueva alcanza la plenitud de su técnica creadora, y en el que sobresale el poemario Réquiem. El lenguaje se esencializa,
la expresión se desnuda y la intensidad
poética alcanza sus más elevadas cotas. Y
es en estos textos, paradójicamente, donde
el sentimiento vital se revela con mayor
fuerza y donde el lamento elegíaco pone de
relieve la belleza de la existencia, alejado
ya de la inquisición metafísica y del tono
existencialista. Traemos aquí las palabras de
Gabriela Mistral que comentan la obra titulada Réquiem del poeta chileno (apéndice,
pp. 353-357). Emparenta Gabriela Mistral la
poesía de Díaz-Casanueva con la tragedia,
subrayando que es el ««grito rasgado»» el
que caracteriza este libro del poeta chileno
y el que, también, se deja sentir en el resto de su producción poética. En los distin-
tos niveles de análisis –en el plano meramente tipográfico, en la sintaxis, en el tono
exclamativo, exhortativo e interrogativo, en
los encabalgamientos y en la violencia de
las imágenes– se cifra una poesía del desgarro, del ímpetu trágico, de lo patético.
Gabriela Mistral incide en la recuperación
de la tragedia grecolatina, del «poema trágico» (p. 357), como la principal aportación
de Díaz Casanueva a la poesía en lengua
castellana. Frente al tono metafísico o existencialista, el lenguaje se revela como el
único instrumento que puede paliar esos
efectos devastadores –especialmente los suscitados a raíz de la reflexión acerca de la
muerte– sobre la conciencia del hombre.
Los símbolos y las imágenes visionarias
con concesiones a corrientes vanguardistas
como el surrealismo o el creacionismo cifran el lenguaje y la reflexión sobre sus
límites en la principal cuestión del hecho
poético. La experimentación discursiva, tipográfica, métrica y sintáctica (alternancia
del verso largo y corto, del poema breve
y extenso) se mantiene en proceso creciente hasta sus últimos libros. Todo ello revela, en definitiva, una intensa preocupación por los fundamentos del lenguaje poético que se certifica en la experimentación
formal, así como en las directrices temáticas, que acuden a los más variados registros (bíblico, filosófico, la tradición mitológica grecolatina o la ritualidad y el primitivismo), revelando a Díaz-Casanueva
como una de las voces fundamentales para
el estudio de la poesía del XX.
M ARÍA D. MARTOS PÉREZ
LUJÁN, Ángel Luis, Desde las márgenes de
un río. La poesía coral de Diego Jesús Jiménez, Córdoba, Ediciones Litopress (Colección «La Manzana Poética»), 2006, 323 pp.
La obra de Diego Jesús Jiménez ocupa
un territorio de difícil acotación en la poe-
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RESEÑAS DE LIBROS
sía española contemporánea. En ello influye la adscripción del autor a la conflictiva
promoción del 60, que a veces se ha considerado como un grupo con características propias y otras veces se ha incluido
dentro de los amplios márgenes del sesentayochismo, que engloban a poetas no bendecidos con la bula novísima de Castellet.
Sin embargo, la situación de Diego Jesús
Jiménez no sólo es problemática por su
difuso anclaje generacional, sino también
por sus rasgos de estilo. Al relativo desconocimiento del autor han contribuido dos
factores: los periodos de silencio entre sus
libros y la radicalidad de sus planteamientos estéticos, de gran intensidad imaginativa y hondo calado histórico.
Su primer libro, La ciudad (1965), ensancha la faceta meditativa de algunos autores del cincuenta –en especial, de Claudio
Rodríguez–, pero al mismo tiempo anticipa
los recursos iniciales de los novísimos. Sus
títulos siguientes, Coro de ánimas (1968) y
Fiesta en la oscuridad (1976), van a continuar el camino emprendido sin dejarse
deslumbrar por los brillos de la moda literaria. Tras un prolongado silencio, en Bajorrelieve (1990) aparece la reflexión metapoética de varios de sus coetáneos. En los
últimos años, diversos síntomas apuntan a
la recuperación del autor. En 1996, con Itinerario para náufragos, su último libro
hasta la fecha, obtiene el premio Jaime Gil
de Biedma, y, más tarde, el premio Nacional. En 2001 aparecen casi simultáneamente una edición conjunta de Bajorrelieve e
Itinerario para náufragos, a cargo de Juan
José Lanz, y la antología Iluminación de los
sentidos, con un estudio previo de Manuel
Rico. También a la obra de Diego Jesús
Jiménez están dedicadas las monografías
Diego Jesús Jiménez. Capacidad visionaria
y meditativa del lenguaje (1996), de Manuel
Rico, y La poesía de Diego Jesús Jiménez
(2006), de Juan Manuel Molina Damiani y
Martín Muelas Herráiz, que incluye una
selección de artículos críticos y una antología del poeta.
693
A estos precedentes viene a sumarse
ahora Desde las márgenes de un río. La
poesía de Diego Jesús Jiménez, de Ángel
Luis Luján. El investigador ofrece una valiosa cartografía de la lírica de Diego Jesús Jiménez desde una perspectiva plural
que atiende a los aspectos esenciales de su
poesía. A lo largo de los capítulos se abordan el mundo representado, las herramientas del discurso, los recursos fónicos y
métricos de sus poemas y la elaboración de
una poética del nosotros que justifica la
consideración de su estilo como una poesía
coral. A esa sensación de coralidad –que
comparte con otros autores contemporáneos, como Julio Llamazares, Tomás Sánchez Santiago, José Luis Puerto o Juan
Carlos Mestre– no es ajena la voluntad de
dejar el discurso abierto para que penetren
en él las voces y los ecos que habitan en
sus textos. Por último, el libro se cierra
con el comentario de una composición de
Itinerario para náufragos: «Calderón de la
Barca, 41», que sintetiza las modalidades
enunciativas del poeta.
En el primer capítulo («Vivir es regresar de una guerra perdida»), Ángel Luis
Luján interpreta el mundo poético de Diego Jesús Jiménez a partir de un núcleo
unitario de sentido: la idea del regreso, que
adquiere una dimensión histórica más allá
de su raíz elegíaca. Junto a la noción del
regreso, cobran vigencia los conceptos de
la memoria y del origen, que se identifican con los paisajes de la infancia. La
mitificación de la niñez encarna un tiempo de descubrimientos y milagros cotidianos, un momento en el que era posible la
plenitud frente a la degradación del presente. Sin embargo, el regreso es siempre una
ilusión, la constatación de un espejismo
que no puede materializarse en la realidad.
Por eso, a menudo se impregna de los
matices barrocos de derrota y desengaño.
Este enfoque afecta a la construcción de la
propia identidad y a la de la Historia, que
se muestra como un constante hacerse a
través del tiempo. Otro motivo que anali-
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za Luján en el primer capítulo es la presencia del disfraz, el sueño y el espejo en
Diego Jesús Jiménez. Todos estos elementos son diferentes máscaras subjetivas que
oscilan entre la voluntad de hermetismo y
el impulso de apertura. El desvelamiento
de lo oculto funciona así como una iluminación ontológica que indaga en los sustratos de la realidad y pone al descubierto
el vacío sobre el que hay que edificar la
existencia. Los términos del ámbito rural
y de la naturaleza, los términos de lo mágico-religioso y los términos legendarios
constituyen los diversos campos semánticos
que se corresponden, según Luján, con los
temas estudiados anteriormente. Estos campos semánticos proporcionan las claves de
la reflexión estética, histórica y poética de
Diego Jesús Jiménez.
El segundo capítulo («La sintaxis de un
sueño») se centra en el análisis de los recursos técnicos de Diego Jesús Jiménez. La
articulación textual de esta poesía se caracteriza por la subversión de la lógica mediante la ruptura de las expectativas y la
desautomatización de la sintaxis. Con ello
se pretende abrir un espacio para el advenimiento de lo desconocido. La alquimia
verbal de Diego Jesús Jiménez se fundamenta en ciertos procedimientos recurrentes: el contraste, que suprime la continuidad discursiva; la oposición, que expresa
el antagonismo de ideas o significados, y
las anáforas y enumeraciones, que inciden
en una sensación acumulativa a través de
paralelismos, repeticiones y estructuras gramaticales iterativas. Asimismo, destacan las
analogías inesperadas, que establecen comparaciones implícitas o alternan varios planos de significado. Estos aspectos barrocos
nutren de sustancia estética la poesía del
autor y la relacionan con la tradición literaria en la que deliberadamente se inscribe, entre el universo onírico de Lorca y la
incertidumbre vital de Claudio Rodríguez.
En la trabazón interna de la obra de Diego Jesús Jiménez, Luján advierte también
una distribución orgánica en ciclos y li-
bros: las distintas «Rondas» de La ciudad
dialogan entre sí gracias a la presencia
central de los elementos naturales; los «Libros» de Coro de ánimas se estructuran
alrededor de la meditación existencial, y
Fiesta en la oscuridad se organiza en torno a la idea de la celebración. Por su parte, Bajorrelieve e Itinerario para náufragos se sustentan en la continua referencia
metaliteraria como forma de enlazar lo
personal con lo histórico.
El tercer capítulo («Habitar su ritmo»)
se acerca a los modelos rítmicos de Diego
Jesús Jiménez como mecanismos de cohesión y, en ocasiones, de ruptura textual. Por
un lado, las reiteraciones fónicas y de patrones sintácticos se relacionan con el canto y la música. Por otro, la alternancia entre los metros tradicionales y las variantes
del verso libre cristaliza en un doble ritmo
de gran originalidad. Aunque la apariencia
de sus poemas es la del versículo libre, son
frecuentes los encabalgamientos y los versos partidos y escalonados. Estas irregularidades se explican por el deseo de armonizar las estructuras libres con los versos
tradicionales, como el heptasílabo, el endecasílabo o el alejandrino. Se trata, en fin,
de un ritmo interno basado en la andadura
del pensamiento, de tal manera que la distribución gráfica y la escansión de los versos no siempre confluyen. Esta doble perspectiva ofrece, según Luján, un argumento
para encuadrar al poeta dentro de un nuevo barroquismo. De hecho, la complicación
del ritmo es un proceso gradual que se
corresponde –paradójicamente– con la búsqueda de una dicción más serena y más
clara. Con la finalidad de profundizar en los
recursos métricos y fónicos del autor, en
este apartado se estudian el uso del encabalgamiento, las combinaciones rítmicas del
verso, la reelaboración de las formas tradicionales –el soneto y la lira– y otros aspectos que afectan a la sonoridad del poema,
como las paronomasias y aliteraciones.
El cuarto capítulo («El olvido es el
coro de la tierra») ahonda en la polifonía
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RESEÑAS DE LIBROS
de Diego Jesús Jiménez. En ese sentido, se
puede hablar de una poesía coral. Así lo
justifican títulos tan expresivos como Coro
de ánimas, o aquellos en los que se hace
referencia a un protagonista plural, como
La ciudad e Itinerario para náufragos.
Este tipo de enunciación entronca con una
renovada epopeya que transita entre la voz
y las voces, entre lo particular y lo universal. El planteamiento anterior desemboca en la conformación de una poesía del
nosotros, en la que las marcas subjetivas
se diluyen mediante la apelación a la colectividad. El carácter participativo de esta
lírica muestra una identidad que se construye a partir de la asimilación de construcciones heredadas. Por tanto, el nosotros
adopta una dimensión trascendente, en la
medida en que no se configura como una
suma de individualidades, sino como una
entidad globalizadora que se orienta en dos
direcciones principales: la evocación del
pasado y la toma de conciencia del presente. La intertextualidad, la desubicación de
la experiencia o la ambigüedad de los deícticos explican la convivencia de discursos
y contribuyen a difuminar las fronteras
entre recuerdo e imaginación.
Finalmente, la «Conclusión» del volumen está dedicada al comentario del poema «Calderón de la Barca, 41», de Itinerario para náufragos. La composición
vuelve al entorno personal y refleja un
momento de la educación sentimental del
poeta. El título, que alude a la ubicación
de la casa familiar, fija una vivencia real
en la que el presente de la evocación se
funde con la escena evocada. Además,
Luján señala que en esta pieza se multiplican los niveles de voz del sujeto y los
planos de la representación. Todo ello deriva en un corolario negativo que pone de
relieve la paradoja inherente a la poesía:
el intento de dar forma al silencio en la
página en blanco.
El estudio de Ángel Luis Luján se completa con un amplio y actualizado repertorio bibliográfico, de utilidad tanto para el
695
investigador como para el lector de Diego
Jesús Jiménez. En definitiva, he aquí un
análisis lúcido y apasionado sobre un autor que acaso ya no exige ser revindicado
como nombre al margen, sino que reclama un espacio propio dentro de los mejores exponentes de su estética. Pero el libro de Luján es, sobre todo, una invitación
a la lectura, quizá la única salvación ante
«la indefensa blancura / que la nieve conquista».
LUIS BAGUÉ QUÍLEZ
ENCINAR, A. y M. GLEEN K., La pluralidad narrativa. Escritores españoles
contemporáneos (1984- 2004). Madrid,
Biblioteca Nueva, 2005, 303 pp.
En esta antología sobre narrativa contemporánea, el elenco de escritores analizados cubre una época bien reciente e incluye una síntesis bibliográfica final por
autores, en perfecta armonía con las obras
citadas al cierre de cada capítulo. Una vez
más, profesores de distintas universidades
presentan sus ensayos como contribuciones
imprescindibles al debate crítico literario
sobre la heterogeneidad narrativa de los
últimos veinte años. Las editoras introducen el compendio destacando precisamente la característica de la pluralidad literaria, las diferencias estéticas e ideológicas
en alternancia con los rasgos autoriales
comunes. Encinar y Glenn utilizan el término de grupo literario para nombrar a
una serie de narradores de la década de los
90. Resaltan por encima de todo el hibridismo como valor preponderante. Dedican
unas líneas preliminares a la trayectoria
bio-literaria de cada uno de los creadores
escogidos, subrayando en todos ellos factores como: la narratividad, el gusto por
contar historias atractivas, o la creación de
personajes muy moldeados que atrapen la
imaginación lectora. Aunque no se trate de
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RESEÑAS DE LIBROS
una compilación centrada en las mujeres
escritoras, sí saltan a la palestra cuestiones
de género sexual y literario, junto a los
temas de la identidad cultural y nacional
y de la lucha entre memoria y olvido.
En el primer capítulo José Carlos Mainer indaga en el escritor «Ignacio Martínez Pisón» y en su forma de «contar el fin
de los buenos tiempos». En su opinión, el
escritor estudiado concibe la novela como
un desvelamiento paulatino de la complejidad. Así, la primera novela: La ternura
del dragón, se gesta como imagen literaria desde un principio y sin que el autor
disimule el juego. El analista vislumbra
esta pauta en personajes como el escritor
adolescente, la abuela, el abuelo identificado con el dragón titular, figuras todas
muy ambiguas y en tránsito impredecible
de lo admirable a lo abominable. Mainer
describe ese universo novelístico cifrado en
una mansión, que él percibe como polimorfa y encarnación de paraíso y reclusión,
misterio y cotidianeidad, propiedad ajena y
pertenencia conquistada, y como representación de la familia y del pasado, de los
espacios inmunes de la infancia en tanto
que metáfora de una sociedad y de un país:
España al final del franquismo. La colección de relatos Alguien te observa en secreto supone para Mainer un avance literario, cortezariano, si bien con la recurrencia de los temas focales: vampirización de
un personaje por otro, la mujer atractiva y
fatal, la soledad y la impotencia del observador. Continúa con el análisis de este
mundo literario en la novela de aprendizaje Nuevo plano de la ciudad secreta, donde la narración de despedida de la infancia finalizó: el fingimiento, la obligación
laboral y la relación con la mujer irrumpen como signos de la entrada en la edad
adulta. Mainer analiza después la novela
Carreteras secundarias. Elogia la hábil
construcción, si bien echa de menos el
entusiasmo y la melancolía de las primeras obras de Pisón. Compara los personajes de la hippy Paquita, del padre Lozano,
del irritado adolescente narrador protagonista, con la adaptación cinematográfica de
Martínez Lázaro. Por último reseña las
novelas María Bonita (donde el tiempo de
la abundancia es siempre el pasado y en
la que el ensayista relaciona el paso de la
voz adolescente misógina y vulgar a la
conciencia viva de una chica de trece años
con el remate de la Transición) y El tiempo de las mujeres (considerada por el crítico la mejor, la más extensa y compleja
de las novelas de Pisón, que versa sobre
la enunciación femenina de la experiencia
familiar en las tres hermanas María, Carlota y Paloma, quienes dibujan a la madre
ausente, atravesando por el autorreconocimiento como ritual iniciático de la infelicidad y la madurez).
Rosalía Cornejo-Parriego se encarga del
capítulo II: «Genealogía esquizofrénica e
identidad nacional en Malena es un nombre de tango de Almudena Grandes». Cornejo prefiere obviar la más estudiada y
polémica representación del erotismo en
Grandes, y se concentra en la crítica y la
reflexión históricas de esta dicotómica novela que abarca desde la República hasta
la España global, pasando por la guerra
civil, la dictadura y la transición. Para
Cornejo la médula de la novela son las
oposiciones: de modelos de mujer, entre
hijos legítimos e ilegítimos, entre colectivos sociales y conceptos de nación. Concluye con la consideración en nuestra autora de la identidad individual y la colectiva como nociones y vivencias complejas
e irreductibles a dicotomías excluyentes,
del mismo modo que ve claramente en las
dos familias de Malena que la identidad y
la memoria no son sólo constructos narrativos sino también opciones políticas.
Janet Pérez firma «Mercedes Abad o el
arte de contar». La profesora sitúa a la
autora dentro de una generación de mujeres hispanas que han cultivado literatura
erótica en mayor o menor medida, que
tienden a evitar el lenguaje vulgar y que
acompañan lo sexual de subtemas como la
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RESEÑAS DE LIBROS
soledad existencial. Janet Pérez comienza
su análisis con una referencia a la publicación más reciente de la autora: la colección de artículos publicados en El País
entre 1995 y 2001 bajo el nombre: Titúlate tú; explica cómo estos escritos periodísticos versan en torno al erotismo y la
muerte, el absurdo, la vida doméstica o
casera, la cotidianeidad barcelonesa desde
el sarcasmo y la burla. A continuación,
examina las colecciones de cuentos como
Ligeros libertinajes sabáticos (en opinión
de Pérez concebidos como una sátira de la
sociedad burguesa de Barcelona que oculta una enorme corrupción moral bajo la
pátina de conservadurismo y etiqueta), Felicidades conyugales (una docena de cuentos y un diálogo que abundan en la temática de la infidelidad-promiscuidad o los
matrimonios problemáticos: Pasión defenestrante, Una bonita combinación, Sueldo de marido...) o Soplando al viento (donde Pérez observa que ha desaparecido la
temática obsesiva del matrimonio desavenido o del amor frustrado, reemplazada por
obcecaciones o tormentos en torno a los
sentidos, vista, oído, habla: El placer de
callar, El placer de escuchar...). Escoge
algunos de los cuentos y los comenta. Así
Pérez llega al examen de la primera novela larga de Abad: Sangre, caracterizándola
de obra muy sui géneris, más que postmoderna, sobre una familia barcelonesa que
pertenece a la secta espondalaria, un cruce entre los Testigos de Jehová y los Adventistas. La analista llama nuestra atención sobre la historia, imbuida desde el
principio en lo inusual: la madre es atropellada por un autobús y la hija accede a
la donación de sangre, a pesar del rechazo
de la moribunda. En opinión de Pérez, la
fusión supone que la hija reviva la existencia de la madre desde el interior, quedando así en paz con ella. Pérez elogia esta
novela por su absurdo no absurdo y por su
ironía triste y compasiva.
Robert C. Spires profundiza en «Una
historia fantasmal: Soldados de Salamina
697
de Javier Cercas». Parte de la tesis de que
Cercas prima la invención sobre la documentación e interpreta la historia como una
sensación pasajera emanada de fuerzas
irreales, en el sentido de Vattimo. Recupera igualmente la teoría de Gordon sobre
el personaje «haunted» o encantado, para
aludir al hecho de que es imposible negar
los fantasmas del pasado y éstos habitan
nuestra memoria. Spires describe la génesis argumental de la novela a partir de una
mera anécdota: el caso histórico de Rafael
Sánchez Mazas, uno de los fundadores de
la Falange Española, a quien un miliciano
anónimo deja huir en Banyoles durante los
estertores de la guerra civil española. Spires detalla cómo el narrador de la novela
inicia un periplo de entrevistas (los desertores que perdonaron la vida a Mazas, el
escritor chileno Roberto Bolaño) hasta averiguar quién fue ese miliciano salvavidas:
un tal Antoni Miralles, ahora ya anciano
y asilado en Dijon. No obstante, Spires
duda de la realidad del, en sus propias
palabras, más real de los personajes de
«Soldados de Salamina» que pudiera no
ser, en su opinión, más que una invención
artística. Spires regresa aquí al planteamiento de Cercas de la historia como palabras repetidas fantasmalmente hacia delante, valores humanos imposibles de verificar como hechos concretos e intuidos
sin más como fantasmas. De hecho, Miralles ni siquiera salvó a Sánchez Mazas
como revela el mismo personaje. Sin embargo, Spires se niega a englobar a Cercas en la Generación X, porque sus fantasmas artísticos tienen la función de intentar que la civilización siga hacia delante,
sin nihilismos y evasiones de la representación de los valores humanos.
En el capítulo V Marta E. Altisent bucea en «el mundo antitético de Planeta
Hembra de Gabriela Bustelo». Se enfrenta
a la historia narrada en términos contrapuestos de ciberfilia o ciberfobia (la disyuntiva se genera en la co-dependencia de
mujer y máquina y en la acentuación de
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la soledad, la carencia afectiva y la desconexión sexual que conllevan los tecnojuguetes), pastiche o parodia (Altisent percibe el reflejo mixto de las fórmulas utópicas y distópicas de la novela anglosajona,
la sci-fi feminista y el cyborg-feminism, de
las farsas comerciales exitosas, del efecto
collage, y señala el carácter paródico como
elemento avivador de la ficción de las categorías e identidades sexuales para dejarlas inoperantes); estudia cuestiones como la
corrección lingüística, la oralidad y la recepción de la novela. En definitiva, para
Altisent estamos ante el subgénero de la
ciencia ficción y la heterotopia lesbiana.
Asistimos en el Nueva York del tercer
milenio a la guerra fría entre los sexos,
entre el partido dirigente lesbiano XX y el
homo masculino XY, en lucha conjunta
contra la minoría terrorista heterosexualcélula H. La guerrillera Báez entra en contacto con el jefe de la oposición Graf, sospechoso de disidencia. Graf la seduce y la
«salva» del feminismo que la había secuestrado. Juntos se fugan al planeta Andrómeda y dan paso a un nuevo ciclo civilizador. Como conclusión, Altisent inscribe la
trama dentro del relativismo estético y moral posmodernos.
Álvaro Romero Marco revisa las categorías de «melodrama, laberinto y memoria en la novelística de Juana Salabert». A
juicio de Romero Marco, si consideramos
las cinco novelas de esta autora en su conjunto, ni el desvelamiento de la moral
oculta con el uso del melodrama, ni los
discursos que quieren enfrentarse a los trajes de la voluntad de verdad, ni el impulso moralizante que apoya a la narración
histórica conducen a la salida del laberinto. Así se desgaja de los distintos personajes (Ania y Daniel en Varadero, Nerea,
Ariadna y Ander en Arde lo que será,
Natalia y Zelia en Mar de los espejos).
Romero Marco observa en todos ellos una
desconfianza en la posibilidad del azar, los
interpreta como seres descreídos condicionados por el principio de autor de Foucault
y sometidos en gran medida al destino insalvable.
Biruté Ciplijauskaité en «Belén Gopegui entre la búsqueda y la denuncia de la
realidad» indaga en procedimientos literarios como la ambigüedad en tanto que indeterminación significativa o indefinición
cognitiva, o la invisibilidad en tanto que
percepción cambiante y sólo probable. En
opinión de la profesora, los títulos de sus
novelas testimonian sendos elementos: La
escala de los mapas (Ciplijauskaité condensa la línea argumental como una puesta en abismo donde el protagonista Marco
Kunz duda de su propia existencia a través del recurso a la máscara, hasta el punto
de hacernos creer que su amada tampoco
existe), Tocarnos la cara (la obertura de
esta obra con la dicotomía acción-parada
supone, a juicio de la ensayista, una síntesis de todo el argumento: el incierto proceso de crear algo nuevo que amenaza con
venirse abajo, de ahí la carcasa del avión
desplomándose y quedando suspendida en
el aire)y La conquista del aire (donde Ciplijauskaité advierte cómo Gopegui lleva
más allá la técnica del narrador semi-objetivo, con una precisión cronotópica, unos
personajes secundarios sobresalientes y un
dominio del cuerpo sobre lo espiritual, para
narrar cómo la falta de lealtad a una causa genera la disgregación de tres parejas).
Por último, Ciplijauskaité comenta la novela Lo real, llamando nuestra atención
sobre las nuevas estrategias narrativas de
la autora: sentencias, imágenes muy líricas,
la realidad manipulada de la televisión y
el cine, el coro épico-trágico, lo detectivesco, lo teatral, la acentuación de la urgencia de diseñar un plan bien calculado, etc,
todo ello en torno al eje principal de realidad/deseo. En definitiva, exalta en los
textos de Gopegui el rechazo del divertimento halagador.
El capítulo VIII corre a cargo de Luis
García Jambrina y se titula: «Entre la ironía y el desencanto: la narrativa de Ángela Vallvey». García comienza por situar a
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la autora dentro de la generación del desencanto, nacida en el desarrollismo, hija de
la transición, que con la caída del muro de
Berlín y la globalización aprende la decepción. Como características troncales de su
obra apunta el humor cosmopolita y trasgresor a lo Almodóvar o Jardiel Poncela,
los elementos heterogéneos: humor y trascendencia, lirismo y crueldad, cosmopolitismo y costumbrismo, alta cultura y cultura popular, y las experiencias autobiográficas, además de otros rasgos como el
ritmo ágil y trepidante o importancia de los
diálogos. Como temas fundamentales enfatiza la búsqueda de la felicidad (invitación
a gozar de la vida) y las relaciones amorosas (importancia del amor y del sexo, el
matrimonio, las obsesiones, la poligamia
femenina, la afición a lo escatológico). El
investigador puntualiza que a pesar de ser
temas muy actuales suelen tener referentes
clásicos. Analiza la creación autorial dividiéndola en distintas fases: novelas juveniles, segundo reconocimiento (estudia la
novela A la caza del último hombre salvaje, que interpreta como una mirada cínica sobre la situación de la mujer actual),
el paréntesis (García explica la novela Vías
de extinción en relación con una desideologización de la sociedad y una obscenidad
del capitalismo desbocado), la consagración
(en opinión de García esta fase adviene
con la premiada Los estados carenciales,
que él interpreta como revisión irónica del
mito de Ulises y Penélope en el mundo
actual) y epílogo (García considera el fragmentarismo narrativo de No lo llames amor
en clave de descenso a los infiernos, las
cloacas y purgatorios del amor).
Ángeles Encinar, por su parte, desvela
unos motivos recurrentes en la obra de
Luisa Castro: las relaciones madre-hija (El
secreto de la lejía), las relaciones hombre
maduro-mujer joven (El secreto de la lejía, Segunda mujer), la búsqueda de identidad y el proceso de formación (El secreto de la lejía), las relaciones interpersonales (El amor inútil, Cocodrilos), el tema
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del doble o la suplantación y la ciudad
como personaje. La novela El secreto de
la lejía sirve a Encinar como foco de su
estudio: a pesar del desplazamiento del
espacio narrativo del universo gallego a la
ciudad de Madrid, la ensayista afirma que
se trata de un viaje de ida y vuelta y sobre todo interior, donde la mezcla de ficción y realidad adquiere una admirable
tensión. Encinar relata cómo la protagonista, África, viaja desde Armor a Madrid,
para participar en un programa de radio y
asomarse al ambiente literario capitalino, si
bien el nomadismo y el encuentro con individuos insólitos, la conducen a una suerte
de nostalgia paralizante y a la retrospección en un hospital psiquiátrico. La profesora cierra su análisis con la conciencia de
que la narrativa de Castro se caracteriza
por la sinuosidad sobre la que la autora
lanza una mirada cristalina e intensa.
Silvia Bermúdez sostiene que «el pasado no está muerto», y así lo demuestra en:
«La memoria histórica en la novela de
guerra El nombre de los nuestros de Lorenzo Silva». La profesora examina la novela y las formas en que se manifiesta el
peso que el pasado ejerce sobre el presente. Arranca de la retórica del sacrificio y
la gloria como categorías de la novela de
guerra en diversos autores. En su opinión,
El nombre de los nuestros preserva el pasado en su continuidad con la tradición.
Bermúdez nos sitúa en las crisis hispanomarroquíes, siempre saldadas con las armas, el golpe militar y la dictadura. En
este contexto, se pregunta por el interés de
la novela histórica: la guerra de África es
un deseo de afianzar la identidad de aquellos que sufrieron trágicas circunstancias,
de los héroes de guerra, en tiempos de una
identidad posmoderna española. En este
sentido, aprecia el texto como contribución
a la novela de guerra por su descripción
realista de la batalla y por los signos de
masculinidad propios del género (coraje,
sentido del deber, lealtad y estoicismo soldadescos). En su opinión, Silva no sancio-
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na el militarismo abiertamente, sino que
incide en retomar al soldado anónimo. Bermúdez recalca la solidaridad y la camaradería, la miseria y el hambre como referentes históricos de estas gentes.
José F. Colmeiro trata «La nostalgia del
futuro: amnesia global y hábitos de consumo en Tokio ya no nos quiere de Ray
Loriga». Colmeiro piensa que la gran paradoja que define esta novela es la representación de una sociedad, un individuo,
que se quedan sin pasado y sin identidad,
por lo que quizás también sin futuro y sin
capacidad de encontrarse a sí mismos. Así,
nos cuenta cómo el narrador- protagonista, un agente comercial empleado por una
empresa farmacéutica multinacional, viaja
por el mundo vendiendo drogas legales
diseñadas para borrar la memoria. Este
apunte argumental le da pie al análisis de
la desmemoria como ideologización controlada, al examen de la cultura y narrativa
posmodernas (con rasgos como la desconfianza de los grandes relatos, la dislocación
espacio-temporal, la fragmentación narrativa, la hibridación, la suplantación y el simulacro) en tanto que homogeneización
cultural a escala universal. De igual modo,
estudia la globalización económica y cultural en el viaje del personaje a través de
ocho países, un viaje que, en su opinión,
no tiene en realidad lugares porque son
pasos sin memoria o con la sustitución de
una memoria por otra a través de los fármacos. Sintetiza cómo el protagonista acaba enfermo de epilepsia y afasia, por lo
que dará con sus huesos en un hospital de
Berlín, donde ni siquiera recuerda por qué
quería olvidar. En opinión del profesor, en
esta novela Berlín simboliza el inconsciente
colectivo y político, mientras que Tokio
sería una metáfora del futuro por los avances tecnológicos, por el amor en cubículos y el consumismo extremado; así las
cosas, Colmeiro colige que la demasía de
futuro conlleva un desgaste del pasado y
este mismo hecho explicaría la nostalgia
futurista de que adolece toda la obra.
Katleen M. Gleen estudia «Silencios
que cuentan en la narrativa de Marcos
Giralt Torrente». Analiza los silencios textuales característicos de este escritor filósofo en sus cuentos y en la novela París.
Entre las acepciones de silencio, la profesora escoge el silencio literario. Expone
diversos antecedentes literarios del silencio
(Carme Riera, Dulce Chacón, Cristina Fernández Cubas), en las que identifica la finalidad narrativa del silencio como medio
de resistencia crítica o de implicación epistemológica. Tras estos prolegómenos, se
centra en los cuentos de Giralt. Lista las
funciones del silencio en la antología de
cuentos Entiéndame (con títulos como: «En
apariencia un encuentro», «Ese inaudito
invisible», «Una inquietud muy razonable»): la imprecisión, la vaguedad, la indeterminación, la incertidumbre, la perplejidad, lo inconcluso, lo elíptico, los puntos suspensivos, las cláusulas hipotéticas,
las preguntas sin respuesta, las dudas sin
aclaración, los secretos inconfesos, reminiscencias de Chekhov y de la literatura fantástica. A continuación, rastrea el silencio
en la novela París; a su juicio, la obra
gravita en torno al deseo del protagonista
de saber qué sucedió en París entre su
padre y su madre, es decir, alrededor de
la memoria del pasado, la identidad, las
repeticiones obsesivas conducentes a la
duda eterna entre posibilidades alternativas.
Como confirma la investigadora, el protagonista no se decanta por ninguna de las
variantes, con lo que corta la satisfacción
de su avidez de saber.
En el capítulo XIII el profesor Epicteto Díaz Navarro descubre «Las máscaras
del escritor en las primeras novelas de Juan
Manuel de Prada». Díaz aborda en primer
lugar Las máscaras del héroe, estructurando la novela en una introducción (la carta
del escritor Pedro Luis de Gálvez al Inspector de prisiones), dos grandes capítulos
(«Museo de espectros» y «La dialéctica de
las pistolas», ideados por el escritor Fernando Navales) y una «Coda» narrada en
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tercera persona y que cuenta el final de los
personajes anteriores. Identifica ecos del
esperpento, las vanguardias literarias del
Madrid de los 30, la decadencia, la novela picaresca, la desmitificación de lo literario y el olvido del escritor, en un tono
de humor negro y sexualidad en La tempestad, una parodia de los relatos policíacos, donde un joven profesor que había
viajado a Venecia a investigar el famoso
cuadro de Giorgione, se ve involucrado en
un asesinato. A juicio del investigador, las
interpretaciones del cuadro, del crimen y
de la novela misma se abren a la subjetividad del receptor en un espacio cambiante, entre lo irreal- gótico y lo marginal.
Este componente raro y monstruoso se estudia igualmente en Las esquinas del aire,
donde se exploran los tópicos de la falsa
autobiografía y de la búsqueda del Santo
Grial en el personaje del joven escritor
Gonzalo Martel, que investiga la figura de
la escritora olvidada Martínez Sagi. Díaz
siente aquí el vacío sobre el que se asienta
la biografía actual, enlazando con las dos
líneas de significado de la última novela
La vida invisible, a saber: la vida oculta
bajo una apariencia de normalidad y la
vida oculta en tanto que marginalidad. En
opinión de Díaz, Prada gusta de las frases
y párrafos muy elaborados y de las metáforas sorprendentes, si bien la riqueza de
registros lingüísticos impide encasillarlo
sea como neorrealista, sea como estilista.
Ana Rueda estudia «Los Solos de Care
Santos» como ‘variaciones’ sobre un
tema». La investigadora hace girar su análisis en torno a la atracción fatal por la
música, los poetas románticos alemanes,
los simbolistas franceses, Valle Inclán y los
modernistas, etc. Se pregunta si Care Santos pretendía una transposición musical
específica con sus Solos. Aconseja escepticismo en el campo de la interdisciplinariedad y confiesa que no desea probar que
Solos responde a una pauta musical determinada, sino mostrar que la música opera
como impulso en este opúsculo. Para ello,
701
se basa en el método de Calvin S. Brown,
consistente en la observación de ciertas
formas y principios comunes a ambas artes, música y literatura. Abunda en la concepción de la secuencia como historias
individuales que mantienen sus rasgos distintivos, si bien no son experiencias formales cerradas: nos preparan para el siguiente
cuento. Detalla que Solos se centra temáticamente en el sentido del oído y responde estructuralmente a los principios de la
repetición emparejada y de la configuración
silábica del texto. En opinión de Rueda, la
pauta musical informa los nueve relatos,
que podrían calificarse de strip tease musical en solitario, por tanto en cuanto, explica la profesora, se ponen en boca de un
personaje frustrado y solitario al borde de
la depresión total, que monologa hacia un
tú ausente para romper con su soledad. La
sinopsis de los seis cuentos que componen
el volumen permite a Rueda desembocar en
el estudio del contrapunto: voces producidas simultáneamente, inseparables, pero
percibidas como distintas. La investigadora conviene en asociar el remate lúdico o
la repetición poética a la técnica del contrapunto.
Concha Alborg explora la «(Re) Lectura y (Sub)Versión de los cuentos de hadas»
en Espido Freire. Alborg se fija el objetivo de analizar cómo Freire continúa con la
tradición desmitificadora emprendida en los
50. Además quiere ver si la autora sigue
las normas feministas propuestas por Jack
Zipes para cambiar las tradiciones anticuadas de los cuentos tradicionales. Arranca
de ensayos como Primer Amor o Ser o no
ser guapa. La vida frente al espejo, estudios sociológicos sobre los cuentos de hadas, que tilda de revisiones paródicas de
los clásicos, con rasgos como el humor, el
cambio del orden convencional o la novedad con el uso de los signos familiares, así
como la incorporación de utopías y de
ciencia ficción al mundo mítico del cuento. Enfatiza cómo Freire trata temas hilarantes como la sexualidad de la mujer o los
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orgasmos vaginales y clitorianos, pero también temas serios como el maltrato, la violación, el abuso a menores, el lesbianismo,
el incesto, la bulimia. La profesora anota
el dato del linaje matriarcal en la identificación de Freire con su abuela y las otras
mujeres de la familia. Prosigue con el análisis de la novela Irlanda, donde rastrea el
arquetipo invertido: Natalia, la supuesta
Cenicienta, debería transformarse en princesa, pero se convierte en una bruja perfecta. Por último, parangona el sarcasmo
como subversión implícita de Primer amor,
con la verdadera inversión de Cuentos malvados, donde asistimos, a su juicio, a una
experimentación posmoderna que cuestiona todos los aspectos de este género y nos
anticipa cualquier otro cambio en la lectura o escritura del siglo XXI.
Jordi Gracia investiga el concepto de
ruptura en tanto que modelo novelesco
inmerso en un proceso democratizador. Se
enfrenta al tratamiento de la ruptura en
escritores como Roger Wolfe o Ray Loriga. Se da cuenta de que los rasgos literariamente valiosos en ambos autores se han
transformado y se han revestido de una
consistencia estética y moral. En opinión
del investigador esto equivale a decir que
el papel de ruptura cede su significado en
virtud del significado literario de sus libros; la rebeldía literaria deviene un modo
de respeto a la vieja tradición romántica:
el simulacro de ruptura. De ahí que Gracia considere la dimensión autobiográfica
de estas obras «rebeldes» como inevitable,
aunque inevitablemente engañosa también.
A continuación identifica el rasgo diferenciador de Wolfe y de Loriga con respecto
a otras expresiones generacionales: la ausencia de código ideológico, sobre la base
del análisis de dos creaciones novelescas
de Loriga Días extraños y de Héroes. Los
personajes son antihéroes, inadaptados, heterodoxos y románticos que quieren salir
del cauce burgués en pos de sus deseos,
de la autenticidad y de la verdad personal,
todo ello en un magma difuso sin argu-
mentos propiamente dichos. En lo relativo
a las formas de narrar, el ensayista destaca la ironía narrativa de Lo peor de todo,
la prosa dislocada y la sequedad en Héroes, formas que él presiente ligadas a la
enajenación del mundo. Estudia la canalización de la ira y la violencia en El índice de Dios y revisa la estructura narrativa
de Días extraños, Lo peor de todo, o Caídos del cielo, para arribar por fin al examen de la última novela de Loriga: El
hombre que inventó Manhattan. De esta
novela, a Gracia le interesa el cambio de
modelo autorial, con la ligazón de los relatos como pedazos al estilo del montaje
cinematográfico, pero sobre todo la ausencia del tono confesional y el abandono de
la primera persona.
Germán Gullón presenta «Dos proyectos narrativos para el siglo XXI: Juan Manuel de Prada y José Ángel Mañas». Su
ensayo versa sobre la asimetría del panorama narrativo español actual a través de
dos maneras opuestas de entender y practicar la creación literaria, la de Prada, que
exige un bagaje cultural propio e interior,
y la de Mañas, cuya lectura no precisa un
archivo de referencias culturales. Gullón no
ve en estos autores ni falta de costumbrismo ni falta de imaginación, sino eliminación del trasfondo literario. Da un dato
para la unidad de esta generación que culmina en los 80: el éxito de la novela debut: así Las máscaras del héroe en Prada
o Historias del Kronen en Mañas. Compara
los estilos de Prada y de Mañas. Del primero resalta su léxico excelente, rico y
escogido, su sintaxis innovadora y ágil, la
creación de imágenes que contribuyen a
una lectura literaria del texto, con multitud de palabras de uso infrecuente. De
Mañas enfatiza el vocabulario nuevo, la
sintaxis inesperada, la impresión innovadora, los referentes que se autoconsumen en
el propio texto. Subraya este último rasgo
como principal diferencia entre Mañas y
Prada. A pesar de la superioridad que la
crítica otorga a Prada, Gullón valora la
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capacidad de Mañas para recrear el lenguaje oral y la unidad que hila toda su obra,
que constituye a su juicio una verdadera
tetralogía (Historias del Kronen, Mensaka,
Ciudad rayada, y Sonko95).
En suma, las tendencias literarias en
lengua española contemporánea apuntan
hacia una creación múltiple y unos escritores bastante conscientes de su individualidad. Los críticos y profesores que analizan
los productos literarios reseñados enfrentan
una vez más la diversidad desde una voluntad filológica expansiva antes que constrictora. La búsqueda del grupo literario alterna con el rastreo de otras cualidades artísticas más específicas; así, el estudio de las
innovaciones en los distintos planos léxico,
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morfosintáctico y narratológico cobra una
importancia crucial. En este sentido, la atención a los contenidos queda estrechamente
vinculada al examen de la técnica escritural
de cada autor. La línea argumental de las
narraciones está siempre puesta en relación
con el potencial inédito de los creadores
compendiados. El análisis de la expresión
original y personal se une a la explicación
del recuerdo literario y la tradicionalidad.
Encinar y Glenn editan una antología esencialmente poligenética y descubren lo diverso de cada narrador en el marco de una
materia común en auge: la narrativa española contemporánea.
PATRICIA GONZÁLEZ ALMARCHA
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