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tes ortográfiques más llingüísticamente autónomes, y otra «llinia Caveda» (de
cuando 1839, añu de publicación de la so antoloxía lliteraria), que recoyendo delles tendencies de so pá Francisco de Paula Caveda, tenía un oldéu más averáu al
castellanu. La «llinia Caveda» trescala tol sieglu xix, y da-y a la ortografía d’esi sieglu ciertu fustaxe unitariu, siempre teniendo en cuenta la falta d’estandardización.
Un méritu indudable del estudiu de Consuelo Vega ye’l dir esbillando les diverses propuestes o tendencies ortográfiques p’aquellos casos peculiares del asturianu, como son: escritura de /ʃ/; escritura de /ʎ-/ inicial; de /j/ intervocálica; de
los pronomes átonos de complementu indirectu -y -yos; usu de «q» o de «c» en
palabres del tipu cuando ~ quando, cuadernu ~ quadernu; etc. Tien interés siguir
el decursu de les propuestes pal fonema /ʃ/: «s» cruzada d’una «i», «x» con una raya horizontal enriba, «x» con una coma embaxo, «xs», «x» con circunflexu, «xh»,
«xi», «xj», «x»… Una grafía que tuvo munchu ésitu a lo llargo del xix y parte del
xx ye la «ẍ» con diéresis, de raigañu cavedianu. Contémplense tamién nesti estudiu otres grafíes conocíes del asturianu, como les contracciones y los apóstrofos,
siendo Junquera Huergo’l primeru que reglamenta’l so usu.
Quiciabes l’estudiu de Consuelo Vega tuviere más completu si ufriere material complementario, como testos d’acuerdu en diferentes grafíes, o dalgún averamientu estadísticu al usu d’estremaes grafíes. En tou casu, tales ausencies nun faen otro que resaltar la bondá d’un trabayu mui suxerente pa los historiadores de
la nuestra llingua.
Ramón d’Andrés
Xulio Viejo Fernández, Relatos medievales asturianos del sieglu xii, Uviéu (Ed.
Trabe), 2003, 140 págs.
A quienes nos dedicamos a la Edad Media nos gusta decir que leer relatos de
entonces es viajar en el tiempo a una época remota, muy distante de la nuestra
no tanto por los siglos transcurridos como por el cambio de mentalidad. Puede
que la diferencia entre ellos y nosotros no sea tanta, pues sigue habiendo fieles
que confían en los milagros, gentes que peregrinan hasta las reliquias de los santos confiados en su poder sobrenatural. Es posible también que el hombre del
Medievo no fuera siempre tan crédulo como tendemos a pensar: he visto en
otros relatos medievales de milagros no pocas señales de escepticismo en los narradores, o, en sentido contrario, muy significativas advertencias de éstos para
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que el público se crea las maravillas que se cuentan, indicio todo ello de que incluso entonces había dudas. En todo caso, sí que es cierto que en la Edad Media
la dimensión de lo sobrenatural lo invadía todo, de modo que formaba parte de
la realidad cotidiana. Para ellos la realidad material, la empírica, no era la única
ni la más verdadera; la realidad espiritual era superior.
Pues bien, los siete relatos que tan eficazmente pone ahora Xulio Viejo a
nuestro alcance, son buena muestra de hasta qué punto lo sobrenatural impregnaba todas las esferas de la vida medieval, de la asturiana en este caso. Evidencian
que todas estas creencias sobre reliquias y milagros no eran sólo un fenómeno de
devoción popular, sino que los clérigos más letrados las hacían suyas, si es que no
habían salido de ellos, y las conservaban por escrito. Viejo ha seleccionado, traducido, prologado y anotado, todo ello con notable esmero, una serie de textos
que nos dan a conocer las leyendas de este tipo ambientadas en Asturias.
En 1988 leí un trabajo de John K. Walsh, que fue el más vigoroso impulsor de
los estudios sobre hagiografía hispánica medieval, «La leyenda medieval de Santo
Toribio y su arca sancta (con una edición del texto en el ms. 780 de la Biblioteca
Nacional)» (Nueva York, Lorenzo Clemente, 1987). Y pensé entonces que sería
muy conveniente hacer algo por divulgar estas leyendas asturianas en alguna publicación que tuviera difusión en Asturias, porque las características del opúsculo
de Walsh lo hacían inaccesible al público en general. Así que ahora felicito muy
de veras a Viejo, como autor del libro, por su iniciativa, y a la editorial Trabe por
haberla acogido. Me queda la duda, no obstante, de si para alcanzar ese objetivo
(que expresamente declara Viejo, pág. 46) de darles a estas leyendas la máxima difusión, no habría tenido más alcance una edición en castellano. El caso es que por
el momento contamos con esta excelente traducción de los textos latinos al asturiano. Entreveo (porque mi conocimiento en materia de lengua asturiana no llega
a más) que el resultado lingüístico y literario de la traducción de Viejo es admirable. Los relatos se leen con tal fluidez que a veces uno se olvida de que se trata de
traducciones del latín. La excelencia se deja ver además en otras cuestiones en las
que quizá yo tenga más fundado criterio. Me refiero a la información que el autor
provee en el prólogo o en las notas a pie de página, que sin ser abrumadora (no es
lo deseable), sirve para cumplir su cometido: aclarar los puntos oscuros del relato
y contextualizarlo en el marco histórico y en la tradición literaria.
Antes de pasar a referirme, sumariamente, a las diversas partes del libro, he de
poner una objeción al título y, en la misma línea, a algunas ambigüedades en la
presentación del volumen, que responden –según yo pienso– a una orientación
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político-lingüística, y que resultan chocantes –por excepcionales– en este trabajo
pulcro y preciso. La información que ofrece un título, evidentemente, es esencial,
porque identifica el contenido del libro, pero también porque, como primera impresión, queda de alguna forma grabada en la mente del lector e influye en su recepción a lo largo de la lectura. Pues bien, Relatos medievales asturianos del sieglu
xii comunica una falsa idea: la de que los relatos fueron escritos en asturiano. Como al abrir el libro uno se encuentra con textos que ahora están en asturiano, un
lector poco avisado, sobre todo si se salta los preliminares, puede quedarse con esa
falsa idea. Es verdad que en el prólogo se explica que los relatos están traducidos
del latín al asturiano, que en la cubierta se lee «Edición y traducción de Xulio Viejo Fernández», y en la contracubierta «siete relatos [...] orixinalmente concebíos y
difundíos en llatín». En conjunto, la presentación es veraz, pero no es todo lo clara que podría ser, porque el título pesa mucho. En la página 17 el propio Viejo
habla de «documentos llatinos asturianos», con lo que nos da la fórmula que debería haber recogido el título: Relatos llatinos asturianos del sieglu xii, y no haría
falta añadir medievales, que es redundante. Por otro lado, el último párrafo del
prólogo revela que la ambigüedad del título no es casual, sino que responde a una
orientación política que pretende conectar con un público determinado: en él
Viejo establece una relación, a mi juicio nada pertinente, entre lo que él considera
la actual «agresión totalitaria contra l’asturianu» y la capacidad de los asturianos
del siglo xii para imaginar un «orde superior y más xustu»; nada pertinente, digo,
entre otras cosas porque aquel orden superior y más justo era de naturaleza religiosa y por ende nada reivindicativo. Siempre he creído que las convicciones personales del filólogo no deben influir en su presentación o interpretación de los
textos. El hecho de que la literatura medieval nos ofrezca, por ejemplo, a cada paso consideraciones morales, a los medievalistas nos pone en guardia para esforzarnos en separar nuestra ideología del análisis de los textos. Y creo que, salvo en los
puntos mencionados, Viejo mantiene esa deseable asepsia.
Volvamos al contenido del libro. Queda dicho ya que Viejo no se conforma
con traducir y anotar los relatos, sino que además ofrece una bien pensada introducción que sirve para contextualizarlos. Plantea primero lo más general para
evolucionar hacia lo más concreto, que sería la identificación de los textos. Así
que esboza el marco histórico en el que destaca convenientemente la marginalidad
y singularidad de la Asturias medieval, que se intensifica con el traslado de la
corte a León en el siglo x, y el nacimiento o consolidación de los grandes monasterios en los siglos xi y xii, lo que lleva a que los santuarios asturianos, por estar
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en una retaguardia segura, se conviertan en lugar de custodia de las reliquias que
se trasladan desde las zonas más conflictivas.
Pasa luego al fondo ideológico de las narraciones asturianas del siglo xii, que se
centra sobre todo en el prestigio que supone para la sede episcopal de Oviedo recibir las reliquias del Arca Santa desde Toledo o desde Jerusalén y las de Santa
Olaya desde Mérida. Con las reliquias llega a Asturias también la dignidad de las
sedes de origen.
Aborda asimismo la interesante cuestión de la naturaleza y difusión de los relatos, que, aun con ciertas diferencias a las que enseguida aludiré, coinciden en
su pertenencia al ámbito clerical. No podía ser de otra manera, tratándose de
textos latinos del siglo xii. Gracias a la internacionalidad de los cauces clericales
estas leyendas, locales en principio, llegaron a traspasar nuestras fronteras. Ahora
bien, si clérigos debieron de ser sus autores y clericales las fuentes que utilizaron,
la difusión bien pudo trascender ese ámbito y alcanzar a la generalidad de los fieles. En cuanto a esta otra vertiente, la de la divulgación entre el pueblo asturiano,
no hace falta recurrir a la conjetura de que los juglares pudieron dar a conocer
ulteriores versiones en romance. El propio Viejo (pág. 28) advierte que no hay
ningún dato cierto de esto. Sino que, como él mismo apunta, las sucesivas ampliaciones temáticas de los textos latinos evidencian una acomodación al gusto
«novelesco» popular, cuyo contenido bien pudo ser trasladado a los fieles por los
propios clérigos si recurrían a ellos en sus sermones. Cabe pensar que ocurrió
con estos relatos lo mismo que con otras narraciones piadosas o didácticas (pasajes bíblicos, vidas de santos, milagros, incluso cuentos), que, aunque se conservaran en latín, que era la lengua propia de la escritura, los predicadores podían difundirlos oralmente en romance.
La introducción termina con la presentación de los siete textos que luego se
traducen y con unas observaciones «sobre la edición», que realmente debería llamarse «sobre la traducción», puesto que de eso se trata, según queda dicho.
Ya he aludido al Arca Santa como tema principal. Cuatro de los siete relatos
cuentan, de diferentes maneras y combinado con temas diversos, el traslado a
Oviedo de las preciosas reliquias del Arca Santa. Puesto que de eso se trata, y también de milagros, estos episodios son de género hagiográfico, concretamente corresponden a la modalidad de la translatio. Ahora bien, estos pasajes están insertos
en textos de otra naturaleza. El primero es un texto notarial de una donación del
rey Alfonso VI, lo cual se deja sentir en la austeridad de la mención del Arca San-
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ta y en el carácter enumerativo, sea el listado de reliquias o la nómina de testigos.
Presenta la particularidad de aludir a reliquias de santos hispánicos que no aparecen en versiones posteriores en las que se afirma que el Arca procede de Jerusalén.
El segundo es un texto cronístico que considera varios reyes, entre ellos sobre
todo y favorablemente a Alfonso VI, y se debe, como el tercer y cuarto relatos, a
Pelayo, obispo de Oviedo entre 1098 y 1130. Forma parte de su Liber Chronicorum, pero hay que contar con que entonces el discurso historiográfico incorporaba las leyendas, y de hecho este texto incluye diversos milagros, como el que
cuenta al final del agua que mana de las piedras en la iglesia de San Isidoro de
León, y del que dice ser testigo el propio autor, el obispo Pelayo.
El tercero, obra del mismo, ofrece una versión del Arca Santa que la hace
proceder de Jerusalén, y se refiere a la pérdida de España por el último rey godo,
Rodrigo, con una alusión a sus pecados que será mucho más expresa en el texto
sexto. Este tercero se cierra con una abierta propaganda para atraer a los peregrinos a tan maravillosas reliquias, por sus virtudes sobrenaturales, pero también
con la promesa de quitarles la tercera parte de la penitencia. No hace Pelayo nada extraño: estas proclamas propagandísticas son algo habitual en la tradición hagiográfica.
El cuarto es un brevísimo texto, obra también del obispo Pelayo, que relata
otra translatio: la de los restos de Santa Olaya desde Mérida. Tiene el interés de
ser una interpolación propia del obispo ajena a las fuentes cronísticas que utilizaba, en la que él se autoatribuye el redescubrimiento de las reliquias de Santa Olaya en la catedral de Oviedo.
En el quinto podemos leer otra versión del traslado del Arca Santa, que nos
habla de un viaje por mar hasta Gijón. Ofrece además el primer relato de cierta
entidad sobre una bella leyenda: la fabricación sobrenatural de la Cruz de los Ángeles. Cuenta este texto de la Crónica Seminense que dos ángeles se presentan como orfebres a Alfonso II el Casto, que no sabía cómo llevar a cabo, de la mejor
manera, su idea de hacer una cruz con el oro y las piedras preciosas que tenía.
El sexto, el del manuscrito de Cambrai, es el texto más interesante desde el
punto de vista literario. Ya su extensión, notablemente mayor que la de los otros
relatos, promete una entidad que luego confirman múltiples aspectos, entre ellos
los puramente técnicos, como puede ser el ágil uso del estilo directo, y en concreto del diálogo. No menos admirable es la capacidad para compendiar múltiples y llamativas leyendas hagiográficas: el traslado de las reliquias desde Jerusa-
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lén, algunos milagros de San Ildefonso, la leyenda de la venganza del conde don
Julián que favoreció la invasión árabe porque el rey Rodrigo había violado a su
hija, la resistencia asturiana, la fundación de San Salvador y de Oviedo, el milagro de la viga corta que se alarga lo necesario, y un esforzado exorcismo de una
endemoniada llamada Oria (como la de Gonzalo de Berceo). A este respecto, es
interesante, como apunta Viejo, que el demonio es caracterizado como «cortés»,
lo que implica la denigración de esta cultura. Cabe destacar también, en relación
con la propaganda local (y aunque esta versión se deba a un autor extranjero),
que según se desprende del texto, la protección que ofrece Santiago, en competencia con la de San Salvador de Oviedo, es débil.
El séptimo y último es otro caso de un episodio hagiográfico inserto en un
documento notarial, esta vez del monasterio de Corias. Se trata del relato fundacional, que cuenta cómo Dios quiso señalar el sitio donde debía edificarse el monasterio que los condes Piñolo y Aldonza querían levantar, así que Dios se apareció en sueños a un caballero mayordomo del conde, que acabó haciendo las veces
de mensajero, aunque se resistía a ello. Tanto el señalamiento sobrenatural del
lugar del futuro cenobio como la aparición en sueños son lugares comunes de la
literatura hagiográfica.
En suma, estos relatos en conjunto nos transmiten una idea de lo que fue la
Asturias sobrenatural en la Edad Media. Logran transportarnos a otro mundo
cuya alteridad es tanto más llamativa cuanto que los escenarios, aunque hayan
sufrido transformaciones, los tenemos muy cerca: se trata de nuestra misma Asturias, del monasterio de Corias, de la misma Cámara Santa que sigue custodiando el Arca y las reliquias, la misma Cruz de los Ángeles; las creencias, los sentimientos y aspiraciones en torno a estas realidades probablemente han cambiado
mucho más.
Todo ello nos lo presenta Viejo, como queda dicho, con una introducción y
notas que suplen la información necesaria para poder aprovechar la lectura de los
relatos, tanto en lo que se refiere a las circunstancias históricas como a diversos
aspectos filológicos: detalles de la traducción, diferencias entre las versiones, o indicios sobre la difusión y uso. Se percibe que Viejo no sólo se ha esmerado, sino
que además se ha deleitado con este trabajo, que ofrece como resultado una lectura muy recomendable para quienes quieran conocer algo de las creencias de los
asturianos del Medievo.
Fernando Baños Vallejo