“El Origen del Patriarcado”
Gerda Lerner.
La Creación del Patriarcado, 1986. (traducción)
El patriarcado es una creación histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó
casi 2.500 años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado arcaico.
La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que expresaba y generaba
constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué manera tan profunda influyeron las
definiciones del género en la formación del estado. Ahora demos un breve repaso de la forma en
que se creó, definió e implantó el género.
Las funciones y la conducta que se consideraba que eran las apropiadas a cada sexo venían
expresadas en los valores, las costumbres, las leyes y los papeles sociales. También se hallaban
representadas, y esto es muy importante, en las principales metáforas que entraron a formar
parte de la construcción cultural y el sistema explicativo. La sexualidad de las mujeres, es decir,
sus capacidades y servicios sexuales y reproductivos, se convirtió en una mercancía antes incluso
de la creación de la civilización occidental. El desarrollo de la agricultura durante el periodo
neolítico impulsó el «intercambio de mujeres» entre tribus, no sólo como una manera de evitar
guerras incesantes mediante la consolidación de alianzas matrimoniales, sino también porque las
sociedades con más mujeres podían reproducir más niños. A diferencia de las necesidades
económicas en las sociedades cazadoras y recolectoras, los agricultores podían emplear mano de
obra infantil para incrementar la producción y estimular excedentes.
El colectivo masculino tenía unos derechos sobre las mujeres que el colectivo femenino no tenía
sobre los hombres. Las mismas mujeres se convirtieron en un recurso que los hombres adquirían
igual que se adueñaban de las tierras. Las mujeres eran intercambiadas o compradas en
matrimonio en provecho de su familia; más tarde se las conquistaría o compraría como esclavas,
con lo que las prestaciones sexuales entrarían a formar parte de su trabajo y sus hijos serían
propiedad de sus amos. En cualquier sociedad conocida los primeros esclavos fueron las mujeres
de grupos conquistados, mientras que a los varones se les mataba. Sólo después que los hombres
hubieran aprendido a esclavizar a las mujeres de grupos catalogados como extraños supieron
cómo reducir a la esclavitud a los hombres de esos grupos y, posteriormente, a los subordinados
de su propia sociedad.
De esta manera la esclavitud de las mujeres, que combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la
formación y a la opresión de clases. Las diferencias de clase estaban en sus comienzos expresadas
y constituidas en función de las relaciones patriarcales. La clase no es una construcción aparte del
género, sino que más bien la clase se expresa en términos de género.
Hacia el segundo milenio a.C. en las sociedades mesopotámicas las hijas de los pobres eran
vendidas en matrimonio o para prostituirlas a fin de aumentar las posibilidades económicas de su
familia. Las hijas de hombres acaudalados podían exigir un precio de la novia, que era pagado a su
familia por la del novio, y que frecuentemente permitía a la familia de ella concertar matrimonios
financieramente ventajosos a los hijos varones, lo que mejoraba la posición económica de la
familia. Si un marido o un padre no podían devolver una deuda, podían dejar en fianza a su esposa
e hijos que se convertían en esclavos por deudas del acreedor. Estas condiciones estaban tan
firmemente establecidas hacia 1750 a.C. que la legislación hammurábica realizó una mejora
decisiva en la suerte de los esclavos por deudas al limitar su prestación de servicios a tres años,
mientras que hasta entonces había sido de por vida.
Los hombres se apropiaban del producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de
la novia, el precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera acumulación de
propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres de tribus conquistadas no sólo se
convirtió en un símbolo de estatus para los nobles y los guerreros, sino que realmente permitía a
los conquistadores adquirir riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del
trabajo de las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud. Claude Lévi-Strauss, a
quien debemos el concepto de «el intercambio de mujeres», habla de la cosificación de las
mujeres que se produjo a consecuencia de lo primero. Pero lo que se cosifica y lo que se convierte
en una mercancía no son las mujeres. Lo que se trata así es su sexualidad y su capacidad
reproductiva.
La distinción es importante. Las mujeres nunca se convirtieron en «cosas» ni se las veía de esa
manera. Las mujeres, y no importa cuán explotadas o cuánto se haya abusado de ellas,
conservaban su poder de actuación y de elección en el mismo grado, aunque más limitado, que los
hombres de su grupo. Pero ellas, desde siempre y hasta nuestros días, tuvieron menos libertad
que los hombres. Puesto que su sexualidad, uno de los aspectos de su cuerpo, estaba controlada
por otros, las mujeres, además de estar en desventaja física, eran reprimidas psicológicamente de
una manera muy especial. Para ellas, al igual que para los hombres de grupos subordinados y
oprimidos, la historia consistió en la lucha por la emancipación y en la liberación de la situación de
necesidad. Pero las mujeres lucharon contra otras formas de opresión y dominación distintas que
las de los hombres, y su lucha, hasta la actualidad, ha quedado por detrás de ellos.
El primer papel social de las mujeres definido según el género fue ser las que eran intercambiadas
en transacciones matrimoniales. El papel genérico anverso para los hombres fue el de ser los que
hacían el intercambio o que definían sus términos. Otro papel femenino definido según el género
fue el de esposa «suplente», que se creó e institucionalizó para las mujeres de la elite. Este papel
les confería un poder y unos privilegios considerables pero dependía de que estuvieran unidas a
hombres de la elite como mínimo, en que cuando les prestaran servicios sexuales y reproductivos
lo hicieran de forma satisfactoria. Si una mujer no cumplía esto que se pedía de ella, era
rápidamente sustituida, por lo que perdía todos sus privilegios y posición.
El papel de guerrero, definido según el género, hizo que los hombres lograran tener poder sobre
los hombres y las mujeres de las tribus conquistadas. Estas conquistas motivadas por las guerras
generalmente ocurrían con gentes que se distinguían de los vencedores por la raza, por la etnia o
simplemente diferencias de tribu. En un principio, la «diferencia» como señal de distinción entre
los conquistados y los conquistadores estaba basada en la primera diferencia clara observable, la
existente entre sexos. Los hombres habían aprendido a vindicar y ejercer el poder sobre personas
algo distintas a ellos con el intercambio primero de mujeres. Al hacerlo obtuvieron los
conocimientos necesarios para elevar cualquier clase de «diferencia» a criterio de dominación.
Desde sus inicios en la esclavitud, la dominación de clases adoptó formas distintas en los hombres
y las mujeres esclavizados: los hombres eran explotados principalmente como trabajadores; las
mujeres fueron siempre explotadas como trabajadoras, como prestadoras de servicios sexuales y
como reproductoras. Los testimonios históricos de cualquier sociedad esclavista nos aportan
pruebas de esta generalización. Se puede observar la explotación sexual de las mujeres de clase
inferior por hombres de la clase alta en la antigüedad, durante el feudalismo, en las familias
burguesas de los siglos XIX y XX en Europa y en las complejas relaciones de sexo/raza entre las
mujeres de los países colonizados y los colonizadores: es universal y penetra hasta lo más hondo.
La explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres. En
cualquier momento de la historia cada «clase» ha estado compuesta por otras dos clases distintas:
los hombres y las mujeres. La posición de clase de las mujeres se consolida y tiene una realidad a
través de sus relaciones sexuales. Siempre estuvo expresada por grados de falta de libertad en
una escala que va desde la esclava, con cuyos servicios sexuales y reproductivos se comercia del
mismo modo que con su persona; a la concubina esclava, cuya prestación sexual podía suponerle
subir de estatus o el de sus hijos; y finalmente la esposa «libre», cuyos servicios sexuales y
reproductivos a un hombre de la clase superior la 'autorizaba' a tener propiedades y derechos
legales. Aunque cada uno de estos grupos tenga obligaciones y privilegios muy diferente en lo que
respecta a la propiedad, la ley y los recursos económicos, comparten la falta de libertad que
supone estar sexual y reproductivamente controladas por hombres. Podemos expresar mejor la
complejidad de los diferentes niveles de dependencia y libertad femeninos si comparamos a cada
mujer con su hermano y pensamos en como difieren las vidas y oportunidades de una y otro.
Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con los medios de producción:
aquellos que poseían los medios de producción podían dominar a quienes no los poseían. Los
propietarios de los medios de producción adquirían también la mercancía de cambio de los
servicios sexuales femeninos, tanto de mujeres de su misma clase como de las de clases
subordinadas. En la antigua Mesopotamia, en la antigüedad clásica y en las sociedades esclavistas,
los hombres dominantes adquirían también, en concepto de propiedad, el producto de las
capacidades reproductivas de las mujeres subordinadas: niños, que harían trabajar, con los que
comerciarían, a los que casarían o venderían como esclavos, según viniera al caso.
Respecto a las mujeres, la clase está mediatizada por sus lazos sexuales con un hombre. A través
de un hombre las mujeres podían acceder o se les negaba el acceso a los medios de producción y
los recursos. A través de su conducta sexual se produce su pertenencia a una clase. Las mujeres
«respetables» pueden acceder a una clase gracias a sus padres y maridos, pero romper con las
normas sexuales puede hacer que pierdan de repente la categoría social. La definición por género
de «desviación» sexual distingue a una mujer como «no respetable», lo que de hecho la asigna al
estatus más bajo posible. Las mujeres que no prestan servicios heterosexuales (como las solteras,
las monjas o las lesbianas) están vinculadas a un hombre dominante de su familia de origen y a
través de él pueden acceder a los recursos. O, de lo contrario, pierden su categoría social.
En algunos períodos históricos, los conventos y otros enclaves para solteras crearon un cierto
espacio de refugio en el cual esas mujeres podían actuar y conservar su respetabilidad. Pero la
amplia mayoría de las mujeres solteras están, por definición, al margen y dependen de la
protección de sus parientes varones. Es cierto en toda la historia hasta la mitad del siglo XX en el
mundo occidental, y hoy día todavía lo es en muchos de los países subdesarrollados. El grupo de
mujeres independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es muy
pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres económicos.
La opresión y la explotación económicas están tan basadas en dar un valor de mercancía a la
sexualidad femenina y en la apropiación por parte de los hombres de la mano de obra de la mujer
y su poder reproductivo, como en la adquisición directa de recursos y personas.
EI estado arcaico del antiguo Próximo Oriente surgió en el segundo milenio a.C. de las dos raíces
hermanas del dominio sexual de los hombres sobre las mujeres y de la explotación de unos
hombres por otros. Desde su comienzo el estado arcaico estuvo organizado de tal manera que la
dependencia del cabeza de familia del rey o de la burocracia estatal se veía compensada por la
dominación que ejercía sobre su familia. Los cabezas de familia distribuían los recursos de la
sociedad entre su familia de la misma manera que el estado les repartía a ellos los recursos de la
sociedad. El control de los cabeza de familia sobre sus parientes femeninas y sus hijos menores
era tan vital para la existencia del estado como el control del rey sobre sus soldados. Ello está
reflejado en las diversas recopilaciones jurídicas mesopotámicas, especialmente en el gran
número de leyes dedicadas a la regulación de la sexualidad femenina.
Desde el segundo milenio a.C. en adelante el control de la conducta sexual de los ciudadanos ha
sido una de las grandes medidas de control social en cualquier sociedad estatal. A la inversa,
dentro de la familia la dominación sexual recrea constantemente la jerarquía de clases.
Independientemente de cuál sea el sistema político o económico, el tipo de personalidad que
puede funcionar en un sistema jerárquico está creado y nutrido en el seno de la familia patriarcal.
La familia patriarcal ha sido extraordinariamente flexible y ha variado según la época y los lugares.
El patriarcado oriental incluía la poligamia y la reclusión de las mujeres en harenes. El patriarcado
en la antigüedad clásica y en su evolución europea está basado en la monogamia, pero en
cualquiera de sus formas formaba parte del sistema el doble estándar sexual que iba en
detrimento de la mujer.
En los modernos estados industriales, como por ejemplo los Estados Unidos, las relaciones de
propiedad en el interior de la familia se desarrollan dentro de una línea más igualitaria que en
aquellos donde el padre posee una autoridad absoluta y, sin embargo, las relaciones de poder
económicas y sexuales dentro de la familia no cambian necesariamente. En algunos casos, las
relaciones sexuales son más igualitarias aunque las económicas sigan siendo patriarcales; en otros,
se produce la tendencia inversa. En todos ellos, no obstante, estos cambios dentro de la familia
no alteran el predominio masculino sobre la esfera pública, las instituciones y el gobierno. La
familia es el mero reflejo del orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan,
con lo que crea y refuerza constantemente ese orden.
Hay que señalar que cuando hablamos de las mejoras relativas en el estatus femenino dentro de
una sociedad determinada, frecuentemente ello tan sólo significa que presenciamos unas mejoras
de grado, ya que su situación les ofrece la oportunidad de ejercer cierta influencia sobre el sistema
patriarcal. En aquellos lugares en que las mujeres cuentan relativamente con un mayor poder
económico, pueden tener algún control más sobre sus vidas que en aquellas sociedades donde no
lo tienen. Asimismo, la existencia de grupos femeninos, asociaciones o redes económicas sirve
para incrementar la capacidad de las mujeres para contrarrestar los dictámenes de su sistema
patriarcal concreto. Algunos antropólogos e historiadores han llamado «libertad» femenina a esta
relativa mejora. Dicha nominación es ilusoria e injustificada. Las reformas y los cambios legales,
aunque mejoren la condición de las mujeres y sean parte fundamental de su proceso de
emancipación, no van cambiar de raíz el patriarcado. Hay que integrar estas reformas dentro de
una vasta revolución cultural a fin de transformar el patriarcado y abolirlo.
El sistema patriarcal solo puede funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta
cooperación le viene avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la
enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la división entre ellas al
definir la «respetabilidad» y la «desviación» a partir de sus actividades sexuales; mediante la
represión y la coerción total; por medio de la discriminación en el acceso a los recursos
económicos y el poder político; y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se
conforman.
Durante casi cuatro mil años las mujeres han desarrollado sus vidas y han actuado a la sombra del
patriarcado, concretamente de una forma de patriarcado que podría definirse mejor como
dominación paternalista. El término describe la relación entre un grupo dominante, al que se
considera superior, y un grupo subordinado, al que se considera inferior, en la que la dominación
queda mitigada por las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos. El dominado cambia
sumisión por protección, trabajo no remunerado por manutención. En la familia patriarcal, las
responsabilidades y las obligaciones no están distribuidas por un igual entre aquellos a quienes se
protege: la subordinación de los hijos varones a la dominación paterna es temporal; dura hasta
que ellos mismos pasan a ser cabezas de familia. La subordinación de las hijas y de la esposa es
para toda la vida. Las hijas únicamente podrán escapar a ella si se convierten en esposas bajo el
dominio/la protección de otro hombre. La base del paternalismo es un contrato de intercambio
no consignado por escrito: soporte económico y protección que da el varón a cambio de la
subordinación en cualquier aspecto, los servicios sexuales y el trabajo doméstico no remunerado
de la mujer. Con frecuencia la relación continúa, de hecho y por derecho, incluso cuando la parte
masculina ha incumplido sus obligaciones.
Fue una elección racional por parte de las mujeres, en las condiciones de inexistencia de un poder
público y de dependencia económica, el escoger protectores fuertes para sí y sus hijos. Las
mujeres siempre compartieron los privilegios clasistas de los hombres de la misma clase mientras
se encontraran bajo la protección de alguno. Para aquellas que no pertenecían a la clase baja, el
«acuerdo mutuo» funcionaba del siguiente modo: a cambio de vuestra subordinación sexual,
económica, política e intelectual a los hombres, podréis compartir el poder con los de vuestra
clase para explotar a los hombres y las mujeres de clase inferior. Dentro de una sociedad de clases
es difícil que las personas que poseen cierto poder, por muy limitado y restringido que éste sea, se
vean a sí mismas privadas de algo y subordinadas.
Los privilegios clasistas y raciales sirven para minar la capacidad de las mujeres para sentirse parte
de un colectivo con una coherencia, algo que en verdad no son, pues de entre todos los grupos
oprimidos únicamente las mujeres están presentes en todos los estratos de la sociedad.
La formación de una conciencia femenina colectiva debe desarrollarse por otras vías. Esta es la
razón por la cual las formulaciones teóricas que han sido de ayuda a otros grupos oprimidos sean
tan inadecuadas para explicar y conceptuar la subordinación de las mujeres.
Las mujeres han participado durante milenios en el proceso de su propia subordinación porque se
las ha moldeado psicológicamente para que interioricen la idea de su propia inferioridad. La
ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de
mantenerlas subordinadas. La estrecha conexión de las mujeres con las estructuras familiares hizo
que cualquier intento de solidaridad femenina y cohesión de grupo resultara extremadamente
problemático. Toda mujer estaba vinculada a los parientes masculinos de su familia de origen a
través de unos lazos que conllevaban unas obligaciones específicas. Su adoctrinamiento, desde la
primera infancia en adelante, subrayaba sus obligaciones no sólo de hacer una contribución
económica a sus parientes y allegados, sino también de aceptar un compañero para casarse
acorde con los intereses familiares. Otra manera de explicarlo es decir que el control sexual de la
mujer estaba ligado a la protección paternalista y que, en las diferentes etapas de su vida, ella
cambiaba de protectores masculinos sin superar nunca la etapa infantil de estar subordinada y
protegida.
Las condiciones reales de su estatus de subordinación impulsaron a otras clases y a otros grupos
oprimidos a crear una conciencia colectiva. El esclavo y la esclava podían trazar claramente una
línea entre los intereses y los lazos con su familia y los ligámenes de servidumbre/protección que
le vinculaban a su amo. En realidad, la protección de los padres esclavos de su familia frente al
amo fue una de las causas más importantes de la resistencia esclavista. Por otro lado, las mujeres
«libres» aprendieron pronto que sus parientes las expulsarían si alguna vez se rebelaban contra su
dominio. En las sociedades campesinas tradicionales se han registrado muchos casos en los que
miembros femeninos de una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas,
inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el «honor» familiar. En tiempos bíblicos, la
comunidad entera se reunía para lapidar a la adultera hasta matarla. Prácticas similares
prevalecieron en Sicilia, Grecia, Albania hasta entrado el siglo XX. Los padres y maridos de
Bangladesh expulsaron a sus hijas y esposas que habían sido violadas por los soldados invasores,
arrojándolas a la prostitución. Así pues, a menudo las mujeres se vieron forzadas a huir de un
«protector» por otro, y su «libertad» frecuentemente se definía sólo por su habilidad para
manipular a dichos protectores.
El impedimento más importante al desarrollo de una conciencia colectiva entre las mujeres fue la
carencia de una tradición que reafirmase su independencia y su autonomía en alguna época
pasada. Por lo que nosotras sabemos, nunca ha existido una mujer o un grupo de mujeres que
hayan vivido sin la protección masculina. Nunca ha habido un grupo de personas como ellas que
hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso
creyeron. Por tanto, en última instancia, la hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos
fue lo que situó de forma decisiva a las mujeres en una posición desventajosa.
La hegemonía masculina en el sistema de símbolos adoptó dos formas: la privación de educación a
las mujeres y el monopolio masculino de las definiciones. Lo primero sucedió de forma
inadvertida, más como una consecuencia de la dominación de clases y de la llegada al poder de las
elites militares. Durante toda la historia han existido siempre vías de escape para las mujeres de
las clases elitistas, cuyo acceso a la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios
de clase. Pero el dominio masculino de las definiciones ha sido deliberado y generalizado, y la
existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas apenas ha dejado huella después de cuatro
mil años. Hemos presenciado cómo los hombres se apropiaron y luego transformaron los
principales símbolos de poder femeninos: el poder de la diosa-madre y el de las diosas de la
fertilidad. Hemos visto que los hombres elaboraban teologías basadas en la metáfora irreal del
poder de procreación masculino y que redefinieron la existencia femenina de una forma estricta y
de dependencia sexual. Por último, hemos visto cómo las metáforas del género han representado
al varón como la norma y a la mujer como la desviación; el varón como un ser completo y con
poderes, la mujer como ser inacabado, mutilado y sin autonomía. Conforme a estas
construcciones simbólicas, fijadas en la filosofía griega, las teologías judeocristianas y la tradición
jurídica sobre las que se levanta la civilización occidental, los hombres han explicado el mundo con
sus propios términos y han definido cuales eran las cuestiones de importancia para convertirse así
en el centro del discurso.
Al hacer que el término «hombre» incluya el de «mujer» y de este modo se arrogue la
representación de la humanidad, los hombres han dado origen en su pensamiento a un error
conceptual de vastas proporciones. Al tomar la mitad por el todo, no sólo han perdido la esencia
de lo que estaban describiendo, si no que lo han distorsionado de tal manera que no pueden verlo
con corrección. Mientras los hombres creyeron que la tierra era plana no pudieron entender su
realidad, su función y la verdadera relación con los otros cuerpos celestes. Mientras los hombres
crean que sus experiencias, su punto de vista y sus ideas representan toda la experiencia y todo el
pensamiento humanos, no sólo serán incapaces de definir correctamente lo abstracto, sino que no
podrán ver la realidad tal y como es.
La falacia androcéntrica, elaborada en todas las construcciones mentales de la civilización
occidental, no puede ser rectificada «añadiendo» simplemente a las mujeres. Para corregirla es
necesaria una reestructuración radical del pensamiento y el análisis, que de una vez por todas
acepte el hecho de que la humanidad está formada por hombres y mujeres en partes iguales, y
que las experiencias, los pensamientos y las ideas de ambos sexos han de estar representados en
cada una de las generalizaciones que se haga sobre los seres humanos. EI desarrollo histórico ha
creado hoy por primera vez las condiciones necesarias gracias a las cuales grandes grupos de
mujeres, finalmente todas ellas, podrán emanciparse de la subordinación. Puesto que el
pensamiento femenino ha estado aprisionado dentro de un marco patriarcal estrecho y erróneo,
un prerrequisito necesario para cambiar es transformar la conciencia que las mujeres tenemos de
nosotras mismas y de nuestro pensamiento.
Hemos iniciado este libro con una discusión de la importancia que tiene la historia en la
concienciación y el bienestar psíquico humanos. La historia da sentido a la vida humana y conecta
cada existencia con la inmortalidad; pero la historia tiene todavía otra función. Al conservar el
pasado colectivo y reinterpretarlo para el presente, los seres humanos definen su potencial y
exploran los límites de sus posibilidades. Aprendemos del pasado no sólo lo que la gente que vivió
antes que nosotros hizo, pensó y tuvo la intención de hacer, sino que también en qué se
equivocaron y en qué fallaron.
Desde los días de las listas de monarcas babilonios en adelante, el registro del pasado ha sido
escrito e interpretado por hombres y se ha centrado principalmente en los actos, las acciones e
intenciones de los varones. Con la aparición de la escritura, el conocimiento humano empezó a
avanzar a grandes saltos y a un ritmo más rápido que antes. A pesar de que, como hemos
observado, las mujeres habían participado en el mantenimiento de la tradición oral y las funciones
religiosas y rituales durante el periodo preliterario hasta casi un milenio después, la privación de
educación y su arrinconamiento de los símbolos tuvieron un profundo efecto en su futuro
desarrollo. La brecha existente entre la experiencia de aquellos que podían o podrían (en el caso
de los hombres de clase inferior) participar en la creación del sistema de símbolos y aquellas que
meramente actuaban pero que no interpretaban se fue haciendo cada vez más grande. En su
brillante obra El segundo sexo, Simone de Beauvoir se centraba en el producto histórico final de
este desarrollo. Describía al hombre como un ser autónomo y trascendente, a la mujer como
inmanente. Cuando explicaba «por qué las mujeres carecen de medios concretos para organizarse
y formar una unidad» en defensa de sus intereses, declaraba con llaneza: «Ellas [las mujeres] no
tienen pasado, ni historia, ni religión que puedan llamar suyos». Beauvoir tiene razón cuando
observa que las mujeres no han «trascendido», si por trascendencia se entiende la definición e
interpretación del saber humano. Pero se equivoca al pensar que por tanto la mujer no ha tenido
una historia. Dos décadas de estudios sobre Historia de las mujeres han rebatido esta falacia al
sacar a la luz una interminable lista de fuentes y desenterrar e interpretar la historia oculta de las
mujeres. Este proceso de crear una historia de las mujeres está todavía en marcha y tendrá que
continuar así durante mucho tiempo. Sólo ahora empezamos a comprender lo que implica. El
mito de que las mujeres quedan al margen de la creación histórica y de la civilización ha influido
profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres se formaran
una opinión parcial y completamente errónea de cuál es su lugar dentro de la sociedad humana y
el universo. A las mujeres, como se evidencia en el caso de Simone de Beauvoir, que seguramente
es una de las más instruidas de su generación, les parecía que durante milenios la historia solo
había ofrecido lecciones negativas y ningún precedente de un acto importante, una heroicidad o
un ejemplo liberador.
Lo más difícil de todo era la aparente ausencia de una tradición que reafirmara la independencia y
la autonomía femeninas. Era como si nunca hubiera existido una mujer o grupo de mujeres que
hubieran vivido sin la protección masculina. Es significativo que todos los ejemplos de lo contrario
fueran expresados a través de mitos y fábulas: las amazonas, las asesinas de dragones, mujeres
con poderes mágicos. Pero en la vida real las mujeres no tenían historia: eso se les dijo y así lo
creyeron. Y como no tenían historia, no tenían alternativas para el futuro. En cierto sentido, se
puede describir la lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una
sociedad concreta. El grupo oprimido, que comparte y participa en los principales símbolos
controlados por los dominadores, desarrolla también sus propios símbolos. En la época de un
cambio revolucionario esto se convierte en una fuerza importante para la creación de alternativas.
Otra forma de decirlo es que sólo se pueden generar ideas revolucionarias cuando los oprimidos
poseen una alternativa al sistema de símbolos y significados de aquellos que les dominan. De este
modo, los esclavos que vivían en un medio controlado por los amos y que físicamente estaban
sujetos a su total control, pudieron conservar su humanidad y a veces fijar límites al poder de un
amo gracias a la posibilidad de asirse a su propia «cultura». Dicha cultura la formaban los
recuerdos colectivos, cuidadosamente mantenidos con vida, de una etapa previa de libertad y de
alternativas a los ritos, símbolos y creencias de sus amos. Lo que resulta decisivo para el individuo
era la posibilidad de que él o ella decidieran identificarse con un estado distinto al de esclavitud o
subordinación. De esta manera, todos los varones, tanto si eran esclavos como si estaban
económica o racialmente oprimidos, todavía podían identificarse con aquellos -otros varones- que
mostraban cualidades trascendentes, aunque pertenecieran al sistema simbólico del amo. No
importa cuánto se les hubiera degradado, todo esclavo campesino eran iguales al amo en su
relación con Dios.
No era así en el caso de las mujeres. Todo lo contrario; en la civilización occidental y hasta la
Reforma protestante, ninguna mujer, y no importan su posición elevada ni sus privilegios, podía
sentir que reforzaba y confirmaba su humanidad imaginándose a personas como ella -otras
mujeres- en puestos con autoridad intelectual en relación directa con Dios. Allí donde no existe un
precedente no se pueden concebir alternativas a las condiciones existentes. Es esta característica
de la hegemonía masculina lo, que ha resultado más perjudicial a las mujeres y ha asegurado su
estatus de subordinación durante milenios. La negación a las mujeres de su propia historia ha
reforzado que aceptasen la ideología del patriarcado y ha minado el sentimiento de autoestima de
cada mujer. La versión masculina de la historia, legitimada en concepto de «verdad universal», las
ha presentado al margen de la civilización y como víctimas del proceso histórico. Verse
presentada de esta manera y creérselo es casi peor que ser del todo olvidada. La imagen es
completamente falsa para ambas partes, como ahora sabemos, pero el paso de las mujeres por la
historia ha estado marcado por su lucha en contra de esta distorsión mutiladora.
Por otra parte, durante más de 2.500 años, las mujeres se han encontrado en una situación de
desventaja educativa y se las ha privado de las condiciones para crear un pensamiento abstracto.
Obviamente, esto no depende del sexo; la capacidad de pensar es inherente a la humanidad:
puede alimentársela o desanimarla, pero no se la puede reprimir. Esto es cierto, sin duda alguna,
en lo que respecta al pensamiento que genera la vida diaria y relacionado con ella, el nivel de
pensamiento en el que la mayoría de hombres y mujeres se mueven toda la vida. Pero la
generación de un pensamiento abstracto y de nuevos modelos conceptuales -la formación de
teorías- es otra cuestión. Esta actividad depende de que el pensador haya sido educado en lo
mejor de las tradiciones existentes y de que le acepten un grupo de personas instruidas que, con
sus críticas y el intercambio de ideas, le darán un «espaldarazo cultural». Depende de disponer de
tiempo para uno. Por último, depende de que el pensador en cuestión sea capaz de absorber esos
conocimientos y dar luego el salto creativo a un nuevo orden de ideas.
Las mujeres, históricamente, no se han podido valer de ninguno de estos prerrequisitos
necesarios. La discriminación en la enseñanza les ha impedido acceder a todos estos
conocimientos; el «espaldarazo cultural», institucionalizado en las cotas más altas de los sistemas
religioso y académico, no estaba a su alcance. De manera universal, las mujeres de cualquier clase
han dispuesto siempre de menos tiempo libre que los hombres y, debido a que tienen que criar a
sus hijos además de sus funciones de atender a la familia, el tiempo libre que tenían por lo general
no era para ellas. El tiempo que necesitan los pensadores para sus trabajos y sus horas de estudio
ha sido respetado como algo privado desde los inicios de la filosofía griega. Igual que los esclavos
de Aristóteles, las mujeres, «que con sus cuerpos atienden a las necesidades vitales», han sufrido
durante más de 2.500 años las desventajas de un tiempo fraccionado, constantemente
interrumpido.
Por último, el tipo de formación del carácter que hace que una mente sea capaz de dar nuevas
conexiones y modelar un nuevo orden de abstracciones ha sido exactamente el contrario al que se
exigía de las mujeres, educadas para aceptar su posición subordinada y destinadas a prestar
servicios dentro de la sociedad. No obstante, siempre ha existido una pequeña minoría de
mujeres privilegiadas, por lo general pertenecientes a la elite dirigente, que han tenido acceso al
mismo tipo de educación que sus hermanos. De entre sus filas han salido las intelectuales, las
pensadoras, las escritoras, las artistas. Son ellas quienes en toda la historia nos han podido dar
una perspectiva femenina, una alternativa al pensamiento androcéntrico. Han pagado un precio
muy alto por ello y lo han hecho con enormes dificultades. Estas mujeres, que fueron admitidas
en el centro de la actividad intelectual de su época y en especial de los últimos cien años, han
tenido antes que aprender «a pensar como hombres». Durante el proceso, muchas de ellas
asumieron tanto esa enseñanza que perdieron la capacidad de concebir alternativas. La manera
para pensar en abstracto es definir con exactitud, crear modelos mentales y generalizar a partir de
ellos. Ese pensamiento, nos han enseñado los hombres, ha de partir de la eliminación de los
sentimientos.
Las mujeres, igual que los pobres, los subordinados, los marginados, tienen un profundo
conocimiento de la ambigüedad, de sentimientos mezclados con ideas, de juicios de valor que
colorean las abstracciones. Las mujeres han experimentado desde siempre la realidad del
individuo y la comunidad, la han conocido y la han compartido. Sin embargo, al vivir en un mundo
en el que no se las valora, su experiencia arrastra el estigma de carecer de importancia. Por
consiguiente, han aprendido a dudar de sus experiencias y a devaluarlas. ¿Qué sabiduría hay en la
menstruación? ¿Qué fuente de saber en unos pechos llenos de leche? ¿Qué alimento para la
abstracción en la rutina de cocinar y limpiar? El pensamiento patriarcal ha relegado estas
experiencias definidas por el género al reino de lo «natural», de lo intrascendente. El
conocimiento femenino es mera intuición, la conversación entre mujeres, «cotilleo». Las mujeres
se ocupan de lo perpetuamente concreto: experimentan la realidad día a día, hora a hora, en sus
funciones de servicios a otros (preparando la comida y quitando la suciedad); en su tiempo
continuamente interrumpido; en su atención dividida. ¿Puede alguien generalizar cuando lo
concreto le está tirando de la manga? Él es quien fabrica símbolos y explica el mundo y ella quien
cuida de las necesidades físicas y vitales de él y sus hijos: el abismo que media entre ambos es
enorme.
Históricamente, las pensadoras han tenido que escoger entre vivir una existencia de mujer, con
sus alegrías, cotidianeidad e inmediatez, y vivir una existencia de hombre para así poder dedicarse
a pensar. Durante generaciones esta elección ha sido cruel y muy costosa. Otras han optado
deliberadamente por una existencia fuera del sistema sexo-género, viviendo solas o con otras
mujeres. Muchos de los avances más importantes dentro del pensamiento femenino nos los
dieron esas mujeres cuya lucha personal por un modo de vida alternativo les sirvió de inspiración
para sus ideas. Pero esas mujeres, durante la mayor parte de la época histórica, se han visto
obligadas a vivir al margen de la sociedad; se las consideraba «desviaciones» y por ello se hacía
difícil generalizar a partir de sus experiencias y lograr influencia y aprobación. ¿Por qué no ha
habido mujeres creadoras de sistemas? Porque no se puede pensar en lo universal cuando ya se
está excluida de lo genérico. Nunca se ha reconocido el costo social de la exclusión femenina de la
empresa de crear el pensamiento abstracto. Podemos empezar a calcular lo que ha supuesto a las
pensadoras si damos el nombre exacto a lo que se nos ha hecho y describimos, no importa lo
doloroso que resulte, cómo hemos participado en dicha empresa. Hace tiempo que sabemos que
la violación ha sido una forma de aterrorizarnos y mantenernos sujetas. Ahora sabemos también
que hemos participado, aunque fuera inconscientemente, en la violación de nuestras mentes.
Las mujeres creativas, las escritoras y las artistas, han luchado asimismo contra una realidad
distorsionada. Un canon literario que se define a partir de la Biblia, los clásicos griegos y Milton
ocultará necesariamente la importancia y el significado de los trabajos literarios femeninos, del
mismo modo que los historiadores hicieron desaparecer las actividades de las mujeres. El
esfuerzo por resucitar este significado y revalorar la obra literaria y la poesía feministas nos han
adentrado en la lectura de una literatura femenina que muestra una visión del mundo oculta,
deliberadamente tendenciosa y sin embargo intensa. Gracias a las reinterpretaciones que han
realizado las críticas literarias feministas estamos descubriendo entre las escritoras de los siglos
XVIII y XIX un lenguaje femenino repleto de metáforas, símbolos y mitos. Los temas son a menudo
profundamente subversivos ante la tradición masculina. Presentan críticas a la interpretación
bíblica de la caída de Adán; un rechazo a la dicotomía diosa/bruja; una proyección o miedo ante la
división de la personalidad. El aspecto intenso de la creatividad masculina queda simbolizado en
las heroínas dotadas con poderes mágicos de bondad o en mujeres fuertes a las que se destierra
en sótanos o a vivir como «la loca del ático». Otras autoras escriben metáforas en las que se
concede un alto valor al diminuto espacio doméstico, convirtiéndolo en un símbolo del mundo.
Durante siglos encontramos en las obras literarias femeninas una búsqueda patética, casi
desesperada, de una Historia de las mujeres mucho antes de que existieran esos estudios. Las
escritoras decimonónicas leían con avidez los trabajos de las novelistas del siglo XVIII; releían una y
otra vez las «vidas» de reinas, abadesas, poetizas, mujeres instruidas.
Las primeras
«compiladoras» indagaban en la Biblia y en todas las fuentes históricas a las que tenían acceso
para crear tomos voluminosos repletos de heroínas femeninas. Las voces literarias femeninas, que
el sistema masculino dominante marginó y trivializó con éxito, sobrevivieron a pesar de todo. Las
voces de mujeres anónimas estaban presentes, como una corriente sólida, en la tradición oral, las
canciones populares y las canciones infantiles, en los cuentos que hablan de brujas poderosas y
hadas buenas. A través del punto, el bordado y el tejido de colchas la creatividad artística
femenina expreso una visión alternativa en las cartas, diarios, oraciones y canciones latía y pervivía
la fuerza de la creatividad femenina para generar símbolos. Todo este trabajo será el tema de
nuestra investigación en el próximo volumen. Cómo se las arreglaron las mujeres para sobrevivir
bajo la hegemonía cultural masculina; qué efecto e influencia tuvieron sobre el sistema de
símbolos patriarcal; cómo y en qué condiciones lograron crear una visión alternativa, feminista,
del mundo. Estas son las cuestiones que examinaremos para seguir los derroteros del surgimiento
de la conciencia feminista como un fenómeno histórico.
Las mujeres y los hombres han ingresado en el proceso histórico en ocasiones diferentes y han
pasado por él a un ritmo distinto. Si el registro, la definición y la interpretación del pasado señalan
la entrada del hombre en la historia, ello ocurrió en el tercer milenio a.C. En el caso de las mujeres
(y sólo de algunas) sucedió, salvo notables excepciones, en el siglo XIX. Hasta entonces toda la
Historia era para las mujeres prehistoria. La falta de conocimientos que tenemos de nuestra
propia historia de luchas y logros ha sido una de las principales maneras de mantenernos
subordinadas. Pero incluso a aquellas de nosotras que nos consideramos pensadoras feministas y
que estamos inmersas en el proceso de criticar las ideas tradicionales, nos refrenan todavía los
impedimentos cuya existencia no admitimos y que están en el fondo de nuestra psique. La nueva
mujer afronta el reto de su definición de individuo. ¿Cómo puede su osado pensamiento -que da
un nombre a lo que hasta hace poco era innombrable, que pregunta cuestiones que todas las
autoridades catalogan de «inexistentes»-, cómo puede ese pensamiento coexistir con su vida
como mujer? Cuando sale de las construcciones patriarcales afronta, como señaló Mary Daly, la
«nada existencial». Y, de un modo más inmediato, ella teme la amenaza de una pérdida de
comunicación, de la aprobación y del amor del hombre (o los hombres) de su vida. La renuncia al
amor y catalogar de «pervertidas» a las pensadoras han sido, históricamente, los medios de
desalentar el trabajo intelectual de las mujeres.
En el pasado y en el presente muchas mujeres nuevas han recurrido a otras como objeto de su
amor y reforzadoras de la personalidad. Las feministas heterosexuales de cualquier época han
sacado fuerzas de su amistad con mujeres, de su celibato voluntario o de la separación entre amor
y sexo. Ningún pensador varón se ha visto amenazado en su persona y en su vida amorosa como
precio a sus ideas. No deberíamos subestimar la importancia de este aspecto del control del
género como una fuerza que impide a las mujeres participar de pleno en el proceso de creación de
sistemas de pensamiento. Afortunadamente para esta generación de mujeres instruidas, la
liberación ha supuesto la ruptura con ese dominio emocional y el refuerzo consciente de nuestras
personalidades gracias al apoyo de otras mujeres.
Tampoco es este el fin de nuestras dificultades. Acorde con nuestros condicionamientos de
género históricos, las mujeres han aspirado a agradar y han evitado por todos los medios la
desaprobación. No es la preparación idónea para dar ese salto a lo desconocido que se exige a
quienes elaboran sistemas nuevos. Por otra parte, cualquier mujer nueva ha sido educada dentro
del pensamiento patriarcal. Todas tenemos al menos un gran hombre en nuestra cabeza. La falta
de conocimientos del pasado de las mujeres nos ha privado de heroínas femeninas, una situación
que sólo recientemente ha empezado a corregirse con el desarrollo de la Historia de las mujeres.
Por tanto, y durante largo tiempo, las pensadoras han renovado sistemas ideológicos creados por
los hombres, entablando diálogo con las grandes mentes masculinas que ocupan sus cabezas.
Elizabeth Cady Stanton lo hizo con la Biblia, los padres de la Iglesia; los fundadores de la república
norteamericana; Kate Millet debatió con Freud, Norman Mailer y el mundo literario liberal;
Simone De Beauvoir, con Sartre, Marx y Camus; todas las feministas marxistas dialogan con Marx y
Engels y algo también con Freud. En este diálogo la mujer simplemente procura aceptar cualquier
cosa que le sea útil del gran sistema del varón. Pero en estos sistemas la mujer -como concepto,
entidad colectiva, individuo- está marginada o se la incluye en ellos. Al aceptar este diálogo, las
pensadoras permanecen más tiempo del debido en los territorios o el planteamiento de
cuestiones definidas por los «grandes hombres». Y durante todo el tiempo en que lo hacen se
secan las fuentes de nuevas ideas.
El pensamiento revolucionario ha estado siempre basado en conceder un valor más alto a la
experiencia de los oprimidos. El campesino tuvo que aprender a creerse la importancia de su
experiencia laboral antes de que pudiera atreverse a desafiar a los señores feudales. El obrero
industrial ha tenido que llegar a una «conciencia de clase» y los negros a una «conciencia racial»
antes que la liberación pudiera concretarse en una teoría revolucionaria. Los oprimidos han
creado y aprendido al mismo tiempo: el proceso de llegar a ser una persona o un grupo recién
concienciado es en sí liberador.
Lo mismo con las mujeres. El cambio de conciencia que hemos de hacer nosotras se produce en
dos pasos: hemos de poner en el centro, al menos por un tiempo, a las mujeres. Hemos de
aparcar, en la medida de lo posible, el pensamiento patriarcal. Centrarse en las mujeres significa:
al preguntar si las mujeres están en el centro de este argumento, ¿cómo lo definiríamos? Significa
ignorar cualquier testimonio de marginación femenina porque, incluso cuando parece que las
mujeres se hallan al margen, es consecuencia de la intervención del patriarcado; y por lo general
también eso es mera apariencia. La asunción básica debería ser que es inconcebible que haya
ocurrido algo en el mundo sin que las mujeres no estuvieran implicadas, a menos que por medio
de la coerción o de la represión se les hubiera impedido expresamente participar. Cuando se usen
los métodos y los conceptos de los sistemas de pensamiento tradicionales, habrá que hacerlo
desde el punto de vista de la centralidad de las mujeres. No se las puede colocar en los espacios
vacíos del pensamiento y los sistemas patriarcales: al situarse en el centro transforman el sistema.
Aparcar el sistema patriarcal significa: mostrarse escépticas ante cualquier sistema de
pensamiento conocido; ser críticas ante cualquier supuesto, valor de orden y definición. Verificar
una aseveración fiándonos de nuestra propia experiencia femenina. Puesto que habitualmente se
ha trivializado o hecho caso omiso de esa experiencia, significa superar la inculcada resistencia que
hay en nosotras a aceptar nuestra valía y la validez de nuestros conocimientos. Significa
desembarazarse del gran hombre que hay en nuestra cabeza y sustituirle por nosotras mismas,
por nuestras hermanas, por nuestras anónimas antepasadas. Mostrarse críticas ante nuestro
propio pensamiento que, después de todo, es un pensamiento formado dentro de la tradición
patriarcal.
Por último, significa buscar el coraje intelectual, el coraje para estar solas, el coraje para ir más allá
de nuestra comprensión; el coraje para arriesgarse a fracasar. Puede que el mayor desafío para las
pensadoras sea el de pasar del deseo de seguridad y aprobación a la cualidad «menos femenina»
de todas: la arrogancia intelectual, el supremo orgullo que da derecho a reordenar el mundo. El
orgullo de los creadores de Dios, el orgullo de los que levantaron el sistema masculino.
El sistema del patriarcado es una costumbre histórica; tuvo un comienzo y tendrá un final. Parece
que su época ya toca fin; ya no es útil ni a hombres, ni a mujeres y con su vínculo inseparable con
el militarismo, la jerarquía y el racismo, amenaza la existencia de vida sobre la tierra. Qué es lo
que le seguirá, qué tipo de estructura será la base a formas alternativas de organización social,
todavía no lo podemos saber. Vivimos en una época de cambios sin precedentes. Estamos en el
proceso de llegar a ser. Pero ahora al menos sabemos que la mente de la mujer, al fin libre de
trabas después de tantos milenios, participará en dar una visión, un orden, soluciones. Las
mujeres por fin están exigiendo, como lo hicieran los hombres en el Renacimiento, el derecho a
explicar, el derecho a definir. Las mujeres, cuando piensan fuera del patriarcado, añaden ideas
que transforman el proceso de redefinición. Mientras que tanto hombres como mujeres
consideren «natural» la subordinación de la mitad de la raza humana a la otra mitad, será
imposible visionar una sociedad en la que las diferencias no connoten dominación o
subordinación. La crítica feminista del edificio de conocimientos patriarcales está sentando las
bases para un análisis correcto de la realidad, en el que al menos pueda distinguirse entre el todo
y la parte.
La Historia de las mujeres, la herramienta imprescindible para crear una conciencia feminista entre
las mujeres, está proporcionando el corpus de experiencias con el cual pueda verificarse una
nueva teoría, y la base sobre la que se puede apoyar la visión femenina. Una visión feminista del
mundo permitirá que mujeres y hombres liberen sus mentes del pensamiento patriarcal y
finalmente construyan un mundo libre de dominaciones y jerarquías, un mundo que sea
verdaderamente humano.