Las amigas de Laura
Ignacio Tamés García
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LAS AMIGAS DE LAURA
Si yo fuera una de las amigas de Laura tendría la
voluptuosa sensación de sentirme desnuda debajo de un
vestido de organdí y tras colgar el teléfono para evitar más
llamadas saldría a la calle y entraría en un bar. Eso me haría
recordar lo repugnante que yo mismo resultaba al resto de
las amigas de Laura antes de que yo fuera una de ellas. Así
es: bebería tanto que si leyera de nuevo estas páginas
llegaría a pensar que tienen sentido puesto que,
efectivamente, al mirarme en un espejo vería no sólo a una
sino incluso a varias amigas de Laura entre las cuales habría
una más. Me observaría, me peinaría cien veces, me
pondría el camisón y me acostaría con la tranquilidad de
saber que si se acercara a mí un tipo así, con mi aspecto, le
miraría de reojo y él ya sabría, sin mediar palabra, que la
respuesta es no. También me vigilaría muy de cerca, tal y
como ahora hago con las amigas de Laura, y tendría bien
presente que la de actriz es una profesión en la que un mal
paso puede dar contigo en un estudio X bajo el implacable
peso de una triple penetración. Por ello lo primero que haría
sería apuntarme en un gimnasio y lo segundo provocar la
desesperada situación que acabaría conmigo en dicho plató.
Hay que saber perder, me diría a menudo, pero, en
cualquier circunstancia siempre me agradaría recordar las
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palabras que la propia Laura me dedicó la última vez que
me vio aparecer en su apartamento.
- ¡Ah! ¡Eres tú! ¡Fuera de aquí o llamo a la
policía!
Estaba claro que no quería saber nada de mí después
un pasmoso incidente que aconteció en una fiesta que ella
misma había organizado sin tomar la precaución de evitar
mi presencia; aunque bien sé yo, tanto hoy como entonces,
que a ella sólo le importa el valor material de esos visillos
pues mis sentimientos, mis razones etc... el porqué de cómo
los arranqué y los pisoteé, como todo lo que a mí concierne,
le es indiferente. Así que esa tarde, después de sus palabras,
salí a la calle pensando que en lugar de tratar de ser un autor
teatral me iría mejor de cualquier otra cosa y así dejé de ser
dramaturgo lo cual no resultó muy difícil porque lo último
que había estrenado era un abrigo de segunda mano que la
propia Laura me había regalado: eran otros tiempos en los
que por mi mente aún no había empezado a rondar la idea
de que lo que yo quería ser, simplemente, era amiga de
Laura. Y estaba a punto de dejar de ser autor teatral cuando
me senté en un banco y reparé en una mancha que se había
hecho fuerte en mi pantalón. La mancha era de tomate y
mostaza -materiales oleaginosos que habían pertenecido a
un perrito caliente valorado en 175 pesetas- y cuanto más la
miraba más formas extrañas me sugería. Era como un test
de Rochard en el que los patrióticos colores de la bandera
rojigualda contorneaban caprichosos dibujos y así llegué a
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fijar un rostro semejante al de un amigo mío, antiguo
súbdito de Laura, que una vez había tocado un apéndice de
una de las amigas de Laura.
- Que tal compadre.
Tanto miré el pegote que de recordar el rostro pasé a
sintonizar sonidos concordantes con la imagen de mi amigo
y así conseguí revivir hasta el timbre de voz de ese colega
que era conocido en el barrio por la prudencia de sus
consejos.
- Mira lo que te pasa es que necesitas un polvo. O por
lo menos un sucedáneo. Lo mejor que puedes hacer es irte
de putas o por lo menos cascarte una paja. ¿Hace?
El mundo está loco y yo sigo la corriente por lo que
nadie me puede decir que sea un inadaptado, pero no tenía
suficiente dinero como para irme de juerga, así que dirigí
mis pasos hacia mi casa y saqué todo el material
pornográfico que tenía a mi disposición: tres ejemplares de
Private, una vieja revista de la transición y una espeluznante
película de Tábata Cash. Dispuse todo con orden y método
y localicé el teatro de operaciones en el comedor. Cerré las
cortinas. Puse las revistas modernas bien abiertas encima
del sofá, situé la veterana publicación transicional sobre el
ordenador e introduje la cinta en el video para que el
aparato echara humo gracias a la Cash. Por último me situé
en el centro y como Renato Descartes, con la sola ayuda de
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mi razón, me dispuse a sacar algunas conclusiones
provisionales sobre las consecuencias a las que conduce
intentar ser una de las amigas de Laura y no alguien que
corteja, sin excepción, a todas las amigas de Laura.
Comencé a darle al manubrio y a concentrarme en mi tarea
hasta que sonó el timbre del recibidor.
DING-DONG
¿Quién tendría el valor de interrumpir mi cartesiana
percepción de la realidad? ¡Quien coño se atreve a golpear
la jaula de un animal en celo! Vivir en democracia significa
que puedes abrir la puerta por la noche con la tranquilidad
de que sólo un lechero osaría turbar la paz de tu hogar, pero
como no era de noche y yo odio la leche resultó ser la
policía. Después de echar un ojo por la mirilla y asegurarme
de la condición de maderos de los que llamaban, adopté una
pose solemne, me ajusté la bragueta y abrí la puerta.
- ¿Es usted Lorenzo González Lo?
- Sí señor, yo soy.
- Le traemos una notificación.
- ¿Una notificación?
- Sí. De la Comisaría de Buenavista, para que
comparezca en las dependencias mañana a las diez.
- ¿Por qué motivo?
- Se trata de una denuncia por daños, para tomarle
declaración, ¿me firma aquí?
- Sí señor. ¿Qué pasa si no voy?
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- Que ya le llamarán del Juzgado. ¿Me devuelve el
bolígrafo?
- Perdone, ¿nada más?
- Nada más, hasta luego.
Me corrió el sudor por la frente y permanecí pasmado
en el recibidor. La energía que los funcionarios me habían
inducido a contener debía ser aprovechada para continuar
mi labor pues una denuncia por daños sólo podía proceder
de la propia Laura debido a mi impetuoso comportamiento
con su visillería. Me fui haciendo a la idea de que cada vez
estaba más difícil llegar a ser una de sus amigas, no sólo por
lo diferente que nos pueda parecer el hecho de ser, poseer o
tener a sus colegas sino porque ya nos separa un diferente
concepto de la amistad: fue ella quien no tomó ni la más
mínima precaución de evitar mi presencia en esa
desdichada celebración y luego situó la botellería a mi
alcance. Pero en fin !que le vamos a hacer! Deseché la idea
de llamarla y me aparqué en el comedor para continuar mi
interrumpida tarea pues el Estado se había visto involucrado
en mi vida sexual y debo decir que es un amante frío. Me
sentía como si un horrible monstruo dominase mi
pensamiento, pero no podía precisar si el bicho estaba fuera
de mí, o si era yo mismo, o si quizás sería mejor percibir mi
existencia con la ayuda de un tercero, un espíritu placebo
que me sintonizase con el monstruo quien, en cualquier
caso, me ordenó lo siguiente: ponga manos a la obra.
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Así lo hice. Había oído que Carballo, el detective,
hacía uso de una técnica autoerógena que consiste en
sentarte sobre tu propia mano durante unos quince minutos
hasta que el miembro (superior) se duerme. De esta manera
se llega a sentir que tu miembro (superior) no es tuyo y
puedes ordenarle a tu gusto, como si tú mismo fueses un
monstruo delegado, que actúe sobre otro apéndice
(inferior). Es lo que podríamos llamar una paja al cuarto de
hora, como una sopa de las que hacía mamá, con bien de
fideos, así que puse en marcha mi cronómetro digital y me
senté en la silla del comedor encima de mis dos manos.
Después dirigí la mirada hacia la pantalla de televisión con
la declarada intención de que un determinado órgano
retráctil se diese por aludido y pacientemente esperé a que
se produjese alguna alteración relevante en mi cuerpo
serrano, pero sólo se oyó un timbre.
RING-RING-RING
Era el teléfono y decidí dejarlo sonar hasta que el
pesado de turno cejase en su empeño de interrumpir mi
penosa escalada hasta las cimas del placer; pero el molesto
interlocutor era persistente, aguantó bien su llamada y
después de que sonó el pitido final dejó un mensaje en el
contestador.
- Lorenzo, soy Curra, una de las amigas de Laura.
Oye te llamo porque tengo entradas para el estreno de el
Mirador, y bla, bla bla ...
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Al oír la voz de una de las musas más elevadas de esta
metrópoli salí disparado hacia el aparato, pero el truco de
Carballo había funcionado a la perfección y cuando llegué a
coger el teléfono ambas manos estaban hormigueantes y
dormidas: el aparato cayó al suelo como un fardo
desbaratándose en mil pedazos que sólo un electricista, un
fontanero, un ingeniero... no sé, alguien útil en definitiva,
conseguiría arreglar. Permanecí postrado mirando el
aparato destrozado y escuchando los gemidos de Tábata
Cash hasta que volví a reparar en la mancha de tomate y
mostaza que seguía apostada en mi pantalón. Volví a fijar
un rostro semejante al de ese amigo mío, antiguo súbdito de
Laura, que era conocido por la prudencia de sus consejos.
- Que tal compadre.
- Mal, muy mal. Estoy citado para mañana en la
Comisaría y he perdido una ocasión de las que sólo hay una
en la vida.
- ¿Has pensado en ir al psicoanalista?
- Hace tiempo que no ejerzo, exactamente desde que
conocí a Laura y decidí ser autor teatral: colgué el título en
el retrete y allí sigue.
- ¿Y el diván?
- El diván está en su sitio.
- Túmbate en él.
Seguí sus instrucciones y me eché a lo largo del diván
que era el reflejo de mi próspera consulta y escalé las más
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altas cotas del placer sexual autoerógeno motivado con las
arengas de la mancha hasta que una explosión seminal
sacudió los cimientos de mi neurosis. La relajación fue total
sin necesidad de ayuda externa. Tábata Cash permanecía en
la pantalla del comedor entregada a sus quejumbrosas
contorsiones, pero mi única preocupación era que no se
manchase con semen el patriótico óleo rojigualda que tan
buenos resultados había reportado a un autor teatral
retirado. Mi humor cambió y decidí bautizar el experimento
como postsurrealista esquizoide Charcot 3, y volví a colgar
el título en su sitio. La consecuencia que extraje de mi
gratuita exposición a los avances de la ciencia es que, al
igual que en gastronomía no conviene abusar de las salsas,
en autoerotismo no hay que excederse en el uso de los
estímulos externos y apagué el video con los gemidos de
Tábata, guardé las revistas y eché a lavar el pantalón. Sólo
entonces, una vez que ya estaba en bata y anochecía, me
puse a meditar sobre la declaración que habría de prestar a
la mañana siguiente en Comisaría y entresoñé lo dichoso
que era por vivir en democracia y saber que puedes abrir la
puerta con la tranquilidad de que sólo un lechero osaría
turbar la paz de tu hogar. Hasta que el timbre volvió a
sonar.
DING-DONG
No tenía nada que temer gracias al transparente
funcionamiento de las instituciones y me levanté
pesadamente, como el animal satisfecho que era,
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preguntándome para mis adentros: ¿quién coño en
democracia puede atreverse a golpear la jaula de un animal
que descansa?
- ¿Es usted Lorenzo González Lo?
- Sí señor, yo soy.
- Le traemos una notificación.
- ¿Otra notificación?
- Sí. De la Comisaría de Buenavista, para que
comparezca en las dependencias.
- ¿Por qué motivo?
- Se trata de una denuncia, para tomarle declaración.
- ¿Otra denuncia?
- Así es, otra denuncia. ¿Me firma la lectura de
derechos?
- ¿Qué pasa si no voy?
- No puede no ir. Está usted detenido. ¿Me devuelve
el bolígrafo?
FIN
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Con la colaboración de la Reverenda N.
en el papel de
MANO INOCENTE
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