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Derechos, democracia y constitución

2000, ponencia inédita presentada en una conferencia el

... Juan Carlos Bayón (Universidad Autónoma de Madrid) I. Coto vedado y constitucionalismo En la filosofía moral y política contemporánea la idea de derechos básicos o fundamentalessuele definirse a partir de la concurrencia de dos rasgos. ...

Democracia y derechos: problemas de fundamentación del constitucionalismo  Este escrito se enmarca en el proyecto BJU 2002-00467 del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Juan Carlos Bayón _____________________________________________________________ 1. El constitucionalismo y sus formas de articulación institucional De “constitucionalismo” y “Estado constitucional” puede hablarse sin duda en una pluralidad de sentidos, más o menos densos o exigentes en cuanto a su contenido conceptual Una enumeración sintética de esas acepciones, presentadas en una gradación desde la más amplia a la más restringida, puede verse en Carlos S. Nino, La constitución de la democracia deliberativa (Barcelona: Gedisa, 1997), pp. 15-17.. Así, no es de ninguna manera impropio hablar del constitucionalismo inglés, aunque es notorio que el ideal primigenio de un poder del monarca limitado por los “antiguos derechos y libertades” de los ingleses y por las competencias del parlamento no se ha plasmado nunca en una constitución escrita Es preciso, de todos modos, dejar atrás algunos lugares comunes acerca del sistema constitucional británico que es más que dudoso que puedan seguir manteniéndose después de la Human Rights Act de 1998 (que entró en vigor en octubre de 2000). En primer lugar, sobre la discusión acerca del sentido que debe darse en la actualidad al viejo dogma de la soberanía parlamentaria, vid. José Luis Pérez Triviño, “Una revisión de la soberanía del Parlamento británico”, Revista Española de Derecho Constitucional 18 (1998) 171-204. En cuanto al sistema de control judicial de la ley resultante de la Human Rights Act, se sustancia de entrada en la obligación para los tribunales de interpretar las leyes de conformidad con la Convención Europea de Derechos Humanos, cuyo contenido está incorporado a la Human Rights Act; y, si ello no es posible, en la facultad de emitir una declaration of incompatibility que no invalida ni permite inaplicar la ley, cuya eventual modificación o derogación a la vista de dicha declaración sigue en todo caso estando en manos del Parlamento. Para una evaluación de conjunto de este sistema vid., tempranamente, K.D. Ewing, “The Human Rights Act and Parliamentary Democracy”, Modern Law Review 62 (1999) 79-99; y ahora, con algo más de perspectiva, los ensayos incluidos en J. Jowell y J. Cooper (eds.), Delivering Rights: How the Human Rights Act is Working (Oxford: Hart Publ., 2003). Por descontado, uno de los aspectos más delicados del modelo es el que tiene que ver con la dificultad de distinguir en la práctica cuándo se ha limitado un tribunal a hacer una “interpretación conforme a la Convención” de una ley y cuándo, so pretexto de haber realizado una interpretación de esa clase, lo que en realidad ha hecho es inaplicarla y resolver el caso con un criterio extraño a ella, eludiendo así el preceptivo recurso a la declaration of incompatibility y alterando en definitiva la esencia del sistema: sobre la doctrina que los tribunales británicos han ido elaborando al respecto y los problemas teóricos de fondo que encierra esta cuestión, vid. Aileen Kavanagh, “The Elusive Divide Between Interpretation and Legislation under the Human Rights Act 1998”, Oxford Journal of Legal Studies 24 (2004) 259-285. . Ni tampoco lo es aludir al modelo constitucional de los revolucionarios franceses, a pesar de que estuviera organizado sobre el principio de superioridad política del parlamento y supremacía jurídica de la ley, excluyendo por tanto el auténtico carácter normativo de la constitución Y ello aunque, como es sabido, las constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795 fuesen todas ellas rígidas. Vid., por todos, Roberto L. Blanco Valdés, El valor de la Constitución. Separación de poderes, supremacía de la ley y control de constitucionalidad en los orígenes del Estado liberal (Madrid: Alianza, 1994), cap. 4.. O calificar hoy día como “Estados constitucionales”, en un cierto sentido del término, a sistemas jurídico-políticos como los de Australia (con una constitución rígida que no incluye declaración de derechos), Nueva Zelanda (dotada de un bill of rights, pero con un régimen de constitución flexible), Holanda (con una declaración de derechos incorporada a una constitución rígida, pero sin control jurisdiccional de constitucionalidad de la ley) o Canadá (donde el legislador ordinario -con ciertos límites y sujeto a una serie de condiciones- puede hacer valer una ley aun a pesar de que la Corte Suprema la haya considerado contraria a derechos reconocidos en su constitución rígida) La constitución australiana puede verse en www.aph.gov.au/senate/general/constitution. La New Zealand Bill of Rights Act de 1990 (modificada por la Human Rights Act de 1993 y la Human Rights Amendment Act de 2001) se puede consultar en www.bill-of-rights.net.nz. Debe tenerse en cuenta que en Nueva Zelanda, desde 2001, el Human Rights Review Tribunal puede emitir “declaraciones de incompatibilidad” de una ley con el Bill of Rights, sin invalidarla ni inaplicarla, generando así un diseño institucional equiparable –excepto, obviamente, en lo que resulta del sistema europeo de protección de derechos fundamentales– al británico posterior a 1998: sobre ello, vid. Grant Huscroft, “Rights, Bill of Rights and the Role of Courts and Legislatures”, en G. Huscroft y P. Rishworth (eds.), Litigating Rights: Perspectives from Domestic and International Law (Oxford: Hart Publ., 2002) 3-17, p. 13 . Para todas las referencias en este trabajo a textos constitucionales de la Unión Europea, cfr. F. Rubio Llorente y M. Daranas Peláez (eds.) Constituciones de los Estados de la Unión Europea (Barcelona: Ariel, 1997). Pero téngase en cuenta que –dejando aparte el caso británico– entre los miembros de la UE anterior a la última ampliación ya sólo los Países Bajos y Luxemburgo carecen de cualquier tipo de control judicial de constitucionalidad. Finlandia lo ha adoptado en 2000, si bien en una forma muy limitada equiparable a la existente en Suecia o Dinamarca: cfr. Jaakko Husa, “Guarding the Constitutionality of Laws in the Nordic Countries: A Comparative Perspective”, American Journal of Comparative Law 48 (2000) 345-381. En cuanto al sistema canadiense, cfr. Peter W. Hogg, Constitutional Law of Canada (Toronto: Carswell, 4ª ed. 2001), que incluye en apéndice la Constitution Act de 1982, cuya primera parte es la Charter of Rights and Freedoms.. No obstante, sobre todo a los efectos del tipo de discusión que aquí interesa, se suele hablar de “constitucionalismo” en un sentido más restringido: es el que históricamente trae causa del modelo estadounidense y del europeo de inspiración kelseniana (y, en puridad, más del primero que del segundo) Sobre el primero de ellos, baste de nuevo con remitir al excelente estudio de R. Blanco Valdés, El valor de la Constitución, cit. en nota 3, cap. 3. En relación con los orígenes y presupuestos del segundo es referencia obligada Pedro Cruz Villalón, La formación del sistema europeo de control de constitucionalidad (1918-1939) (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1987). Sobre las similitudes efectivas y la tendencia a la convergencia entre ambos modelos de justicia constitucional vid., desde la perspectiva europea, Alfonso Ruiz Miguel, "Modelo americano y modelo europeo de justicia constitucional", Doxa 23 (2000) 145-160; y desde la estadounidense, Alec Stone Sweet, “Why Europe Rejected American Judicial Review – And Why It May Not Matter” Michigan Law Review 101 (2003) 2744-2780, especialmente pp. 2771-2778. La idea apuntada en el texto de que, a pesar de la apariencia en contrario desde el punto de vista procesal y organizativo, la forma de constitucionalismo hoy imperante en Estados con justicia constitucional concentrada está más cerca en su sustancia del modelo de la judicial review (si bien combinando decisivamente la idea de “norma fundamental de garantía”, tomada de esa tradición, con la de “norma directiva fundamental”, proveniente de la revolucionaria francesa) que de la inspiración original del diseño kelseniano, es desarrollada convincentemente por M. Fioravanti o L. Prieto: cfr. Maurizio Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, trad. M. Martínez Neira (Madrid: Trotta/Universidad Carlos III, 1996) pp. 127-134; Luis Prieto, “Tribunal Constitucional y positivismo jurídico”, en M. Carbonell (ed.), Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos (México: Porrúa/UNAM, 2002), 305-342, pp. 312-317; Id., Justicia constitucional y derechos fundamentales (Madrid: Trotta, 2003), pp. 107-117 y 165-166. y que se traduce en una arquitectura institucional muy determinada, resumida en la conjunción de tres rasgos esenciales. En primer lugar, en el Estado constitucional el poder normativo del legislador democrático está sujeto a límites materiales, cuyo contenido puede ser de lo más diverso Vid. Francisco Laporta, “El ámbito de la Constitución”, Doxa 24 (2001) 459- 484, pp. 469-477., pero entre los cuales el límite por antonomasia es sin duda el representado por los derechos fundamentales. Como resultaba ya transparente en el venerable artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, el constitucionalismo en su sentido más genérico ha sido siempre, por encima de cualquier otra cosa, el ideal normativo de limitar el poder político con el fin de garantizar los derechos individuales. Pero además, y precisamente con la intención de conjurar el riesgo de que se malogre ese fin primordial, el Estado constitucional en este sentido más exigente o restringido al que ahora me estoy refiriendo -y que hoy es usual contraponer al Estado legislativo de derecho- añade a ese primer elemento otros dos, relativos justamente al modo de salvaguardarlo: la rigidez de la constitución y la justicia constitucional. El emplazamiento de los derechos fundamentales en una constitución rígida los hace indisponibles para el legislador, ya que la rigidez no es sino la previsión de un procedimiento de reforma constitucional más complejo o exigente que el procedimiento legislativo ordinario Esa complejidad comparativamente mayor puede ser de muchos tipos y de muy distintas intensidades. Puede ir desde las cláusulas de inmodificabilidad (permanentes o sólo temporales), en un extremo, a la simple exigencia de que la ley se apruebe expresamente como de reforma constitucional en el otro (sin más diferencia en ese caso respecto al procedimiento legislativo ordinario que la exclusión del automatismo de la lex posterior), pasando por una serie de posibilidades intermedias: requerimiento de mayorías cualificadas (más o menos exigentes), de referéndum o, en sistemas federales, de ratificación por un cierto número de estados, “cláusulas de enfriamiento” (que obligan a reiterar la decisión de reforma pasado un cierto tiempo, durante el cual puede exigirse además la renovación electoral del órgano decisor), etc.: vid. Jon Elster, Ulysses Unbound: Studies in Rationality, Precommitment, and Constraints (Cambridge/New York: Cambridge University Press, 2000), pp. 101-104; Víctor Ferreres, "Una defensa de la rigidez constitucional", Doxa 23 (2000) 29-47, pp. 30-33; y Francisco Laporta, "El ámbito de la Constitución", cit. en nota 6, pp. 465-469. De todos modos, como subraya oportunamente Víctor Ferreres, la rigidez efectiva de las constituciones –i.e. la dificultad en la práctica de proceder a su reforma- depende no sólo de estas exigencias jurídico-formales, sino también de circunstancias tales como el sistema de partidos o la propia cultura política imperante ("Una defensa de la rigidez constitucional", cit. en esta nota, pp. 32-33).. Y el control judicial de constitucionalidad de la ley sería la garantía necesaria (e incluso, para algunos, bien el presupuesto o bien la consecuencia lógica) de la primacía constitucional, esto es, de la auténtica superioridad jurídica -y no meramente política- de la constitución sobre la ley En la literatura más reciente aparecida entre nosotros se ha producido cierta discusión acerca de la relación entre las ideas de primacía constitucional, rigidez y control de constitucionalidad: me refiero especialmente a Luis Prieto, “Constitución y democracia” [2001] (ahora, con alguna modificación, en L. Prieto, Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, pp. 137-174, por donde se cita); y a Alfonso Ruiz Miguel, “Costituzionalismo e democrazia”, Teoria Política 19 nº 2/3 (2003) 73-108. Prieto, en particular, sostiene que la objeción democrática al constitucionalismo “no está del todo bien planteada” (p. 139) precisamente porque malinterpretaría la relación entre las nociones de rigidez y superioridad constitucional, con lo que en su opinión, despejado el presunto error, “se desactivan algunas críticas usuales al constitucionalismo” (p. 151). Creo que la fuerza de la objeción democrática no brota de un error conceptual ni se desactiva con tanta facilidad, como espero ir mostrando a lo largo de este trabajo. Pero para no romper ahora el hilo de la argumentación con una digresión excesiva, el problema de la relación entre las nociones de rigidez, supremacía y control de constitucionalidad se trata separadamente en un Apéndice situado al final del texto.. Ahora bien, la rigidez y el control judicial son –es cierto que bajo determinadas condiciones y, a tenor de ellas, no siempre en idéntico grado, pero singularmente cuando se combinan– mecanismos contramayoritarios. Una constitución rígida pone límites a lo que pueden decidir los órganos políticos que representan la voluntad mayoritaria. Si esos límites pueden modificarse o removerse a través de un procedimiento que sólo es más complejo o exigente que el legislativo ordinario porque añade requisitos especiales encaminados a intensificar la deliberación previa a la decisión del propio órgano legislador o a confirmar que ésta corresponde realmente a la voluntad mayoritaria de los ciudadanos (tales como la necesidad de someter la reforma a una segunda votación pasado cierto tiempo, de que entre tanto se renueve electoralmente el órgano legislativo, o de convocar un referéndum), no habrá, obviamente, nada que objetar desde el punto de vista democrático Cfr. F. Laporta, “El ámbito de la Constitución”, cit. en nota 6, pp. 467-469.. Pero si se requiere el concurso de órganos no representativos (o con una legitimidad democrática derivativa menor que la de primer grado que ostenta el legislador), se exigen mayorías cualificadas o, en el límite, existen cláusulas de intangibilidad, puede decirse que la rigidez de la constitución impone verdaderas restricciones al procedimiento democrático de toma de decisiones por mayoría (tanto más severas, como es obvio, cuanto más alejada esté del poder de la mayoría la posibilidad efectiva de reformar la constitución). Salvo indicación en contrario, al hablar en lo sucesivo de “rigidez” me referiré a estas formas de rigidez contramayoritaria. En cuanto al control judicial de constitucionalidad, podría pensarse que no añade nada a la dimensión contramayoritaria que lleve implícita la rigidez, limitándose a corroborarla o hacerla efectiva frente al legislador (y que por tanto la justificación del control no entrañaría ninguna dificultad adicional respecto a la que ya pudiera suponer justificar la rigidez misma). Esto podría ser cierto si los límites que los jueces constitucionales hacen valer frente al legislador estuviesen claramente predeterminados en la constitución No debe olvidarse que la defensa originaria de la justicia constitucional, tanto en la tradición de la judicial review como en la del modelo europeo de jurisdicción concentrada, iba ligada precisamente al sobreentendido de que los jueces constitucionales hacen valer frente al legislador límites claramente preestablecidos por la constitución. Así, según Hamilton, al poder judicial le correspondería “declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución”: cfr. A. Hamilton, J. Madison y J. Jay, El Federalista [1780], trad. G.R. Velasco (México: Fondo de Cultura Económica, 1994), cap. 78, p. 331 (la cursiva es mía). Y Kelsen, como es notorio, sostuvo que si la constitución “quiere establecer principios relativos al contenido de las leyes” debe, “especialmente si crea un tribunal constitucional”, “formularlos del modo más preciso posible”, porque de lo contrario “el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente insoportable”: cfr. H. Kelsen, “La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)” [1928], en H. Kelsen, Escritos sobre la democracia y el socialismo, selección y presentación de J. Ruiz Manero (Madrid: Debate, 1988) 109-155, p. 143.. Si no es así, su contribución específica como mecanismo contramayoritario surge por la reunión de tres factores y puede ser mayor o menor dependiendo del grado de intensidad con que se dé cada uno de ellos Sigo aquí, con alguna libertad en cuanto a la presentación del argumento, a Víctor Ferreres, Justicia constitucional y democracia (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997), pp. 42-46.. El primero viene dado en efecto por el modo en que se establezcan en la constitución las restricciones a la capacidad de decisión del legislador democrático e incluso por el tipo de práctica interpretativa seguida de hecho por los jueces constitucionales. Cuanto mayor sea el número de disposiciones constitucionales formuladas en términos muy abstractos, cuyo significado sea esencialmente controvertido y que puedan entrar con frecuencia en colisión, y cuanto menor sea la autocontención de los jueces constitucionales y su deferencia ante la interpretación de esas disposiciones de significado controvertible que haga suya el legislador Incluso si la constitución contiene disposiciones cuya interpretación es altamente controvertible, el efecto contramayoritario específico de la justicia constitucional se debilita notablemente o incluso desaparece si ésta se ejerce, como dice Cappelletti que ocurre en Noruega, Dinamarca o Suecia –y ahora en Finlandia: vid. supra, nota 4-, “con extremada prudencia y moderación”: vid. Mauro Cappelletti, The Judicial Process in Comparative Perspective (Oxford: Clarendon Press, 1989), p. 141 (recuérdese que según la constitución sueca “Ley de 24 de noviembre de 1994, por la que se reforma el instrumento de gobierno”, cap. 11, art. 14- los tribunales sólo podrán inaplicar una ley por contradecir la constitución “si el defecto es manifiesto”)., tanto más podrá afirmarse que el alcance preciso de los límites al poder de éste está en la práctica en manos de los jueces constitucionales Nótese que el planteamiento de la objeción democrática a la justicia constitucional no depende en modo alguno (como parece pensar Luis Prieto: vid. Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 163) de que se asuma la tesis, nada plausible, de la indeterminación radical de las constituciones. Sin poner en duda que pueda haber interpretaciones correctas y otras que no lo son, lo que cuenta, en primer lugar, es que la posibilidad de que los jueces mantengan una interpretación de los límites constitucionales distinta de la del legislador es tanto más alta cuanto mayor sea la vaguedad y la abstracción con que estén formulados; y en segundo lugar que, se quiera o no, las decisiones firmes de los jueces constitucionales, aunque quepa decir de ellas que son incorrectas, trazan (como se verá enseguida, con el concurso de un alto grado de rigidez constitucional) los límites efectivos del poder normativo del legislador ordinario.. Éstos –segundo factor– tienen una legitimidad democrática de origen menor que la del parlamento (simplemente menor si, aun no siendo en modo alguno políticamente responsables, son elegidos por los órganos políticos representativos -con lo que tendrán al menos una legitimidad de segundo grado- y se nombran por tiempo limitado; mucho menor o nula si son designados de otro modo y con carácter vitalicio). Y si, en tercer y último lugar, el grado de rigidez de la constitución es tal que para la mayoría parlamentaria la posibilidad real de responder con una enmienda constitucional a las decisiones de los jueces constitucionales de las que discrepa es demasiado remota Se dice a veces que no es ése el único modo en el que la mayoría parlamentaria puede intentar neutralizar decisiones de los jueces constitucionales de las que discrepa: que también puede aprobar otra ley con el mismo contenido que una que haya sido invalidada para forzar la reconsideración del problema –vid. Ferreres, “Una defensa de la rigidez...”, cit. en nota 7, p. 43– o, simplemente, esperar a que se presente la oportunidad de cambiar la composición del tribunal constitucional para propiciar un cambio de criterio por parte de éste. Pero ello, a mi juicio, no solventa la objeción democrática: porque al margen de las dudas acerca de la admisibilidad jurídica de la primera posibilidad (cfr. Ferreres, op. cit. pp. 43-44, nota 35) y de que ninguna de las dos garantiza el éxito del intento, lo que esta respuesta pasa por alto es que, desde el punto de vista democrático, no sólo importa qué decisión prevalece, sino también que no se demore sin justificación el momento en que prevalece; o dicho de otro modo, lo que seguirá pendiente de justificarse es por qué, durante todo el tiempo que tarde el legislador en lograr su propósito –que puede ser mucho: vid. los ilustrativos ejemplos que ofrece Robert Dahl, A Preface to Democratic Theory (Chicago: University of Chicago Press, 1956), pp. 106-107– debe prevalecer frente a su opinión la de los jueces constitucionales., el resultado es que el control de constitucionalidad poseerá un potencial contramayoritario específico más allá del que traiga consigo la propia rigidez: porque no sólo habrá restricciones al poder de la mayoría, sino que además, cuando sea controvertible el sentido y alcance de esas restricciones, no será necesariamente la opinión que la mayoría parlamentaria tenga al respecto la que prevalezca Insistiendo en que el efecto contramayoritario específico del control judicial de constitucionalidad se produce sólo por la concurrencia de los tres factores mencionados puede contestarse, según creo, a algunas dudas manifestadas por Luis Prieto acerca de la objeción democrática a la justicia constitucional (cfr. Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, pp. 162-164). A Prieto le parece “inconsecuente” que la “preocupación por la naturaleza antidemocrática de la interpretación constitucional” no se extienda también a la interpretación judicial de la ley, alegando –con razón– que la interpretación de ésta puede ser tan controvertible como la de la constitución. Pero la respuesta a sus observaciones me parece clara: cuando la mayoría parlamentaria discrepa de la interpretación que hacen los jueces de la ley, puede reaccionar cambiándola (y en ese sentido, dejando al margen el efecto de cosa juzgada, el legislador “conserva la última palabra”); y que no pueda reaccionar cambiando la constitución cuando discrepe de la interpretación que hacen de ella los jueces constitucionales es precisamente lo que da pie a la objeción democrática. 2. ¿Democracia constitucional u objeción democrática al constitucionalismo? Si rigidez y control se consideran rasgos característicos del Estado constitucional en su acepción más estricta, el constitucionalismo así entendido suscita delicados problemas de justificación para todo el que asuma el valor de la democracia y acepte que el principio mayoritario, aun cuando no se identifique sin más con ella, es como mínimo uno de sus ingredientes. Así lo ha visto desde siempre la teoría constitucional estadounidense (y no sólo, por cierto, desde que Bickel acuñara, con indudable éxito, la expresión “dificultad contramayoritaria” para referirse al problema Vid. Alexander Bickel, The Least Dangerous Branch. The Supreme Court at the Bar of Politics (New Haven: Yale University Press, 1962; 2ª ed., 1986), pp. 16 y ss. La historia de la discusión, desde el mismo momento fundacional del constitucionalismo americano hasta el presente, está ahora documentada de forma exhaustiva en la serie de artículos que Barry Friedman ha ido publicando en los últimos años: vid. B. Friedman, “The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part One: The Road to Judicial Supremacy”, New York University Law Review 73 (1998) 333-433; “The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part Two: Reconstruction’s Political Court”, Georgetown Law Journal 91 (2002) 1-65; “The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part Three: The Lesson of Lochner”, New York University Law Review 76 (2001) 1383-1455; “The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part Four: Law’s Politics”, University of Pennsylvania Law Review 148 (2000) 971-1064; “The Birth of an Academic Obsession: The History of the Countermajoritarian Difficulty, Part Five”, Yale Law Journal 112 (2002) 153-259.), muchas veces para concluir –por diversos caminos– que finalmente es posible articular una respuesta satisfactoria a la objeción democrática, otras para sostener que es insuperable, pero admitiendo en cualquiera de los casos que la justificación del constitucionalismo encuentra en ella un genuino desafío que debe ser tomado en serio. No me parece, sin embargo, que pueda decirse lo mismo de nuestra cultura jurídico-constitucional Y, como explica Víctor Ferreres, ello no puede justificarse alegando que la legitimidad democrática de la justicia constitucional es problemática en los Estados Unidos y no en España porque en nuestro caso está expresamente establecida en el texto constitucional, aprobado democráticamente, y en el estadounidense no; porque una cosa es que la estructura de una institución sea o no compatible con la democracia –que es lo que en este caso hace falta discutir– y otra que su existencia sea el producto de una decisión democrática (es obvio que podría decidirse democráticamente la adopción de instituciones no democráticas): vid. Ferreres, Justicia constitucional y democracia, cit. en nota 11, pp. 47-49. Lo mismo, por cierto, puede decirse de la rigidez constitucional: si se concluyese que ciertas formas de rigidez de la constitución representan un diseño institucional incompatible con la democracia, que su adopción se hubiese decidido democráticamente sería irrelevante., en la que se ha tendido, hasta hace bien poco Si no estoy equivocado, entre los constitucionalistas españoles la primera discusión de fondo es la de Víctor Ferreres, Justicia constitucional y democracia [1997], cit. en nota 11. En castellano eran en aquel momento puntos de referencia recientes diversos escritos de Nino (desarrollando ideas que culminaron en Carlos S. Nino, La constitución de la democracia deliberativa, cit. en nota 1) y Roberto Gargarella, La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del poder judicial (Barcelona: Ariel, 1996). Desde entonces se ha generado entre nosotros un debate bastante vivo: vid. José Juan Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta” [1998], ahora en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003), pp. 371-398; Juan Carlos Bayón, “Derechos, democracia y constitución” [1998], ahora en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, cit., pp. 399-422; Pablo de Lora, “La posibilidad del constitucional thayeriano” [2000], ahora, con el título “Justicia constitucional y deferencia al legislador”, en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, cit., pp. 345-370; Víctor Ferreres, "Una defensa de la rigidez constitucional", cit. en nota 7; Francisco Laporta, "El ámbito de la Constitución", cit. en nota 6; Luis Prieto, “Constitución y democracia”, cit. en nota 8; Juan Ramón de Páramo, “Compromisos, grilletes de arena y nudos corredizos”, en V. Zapatero (ed.), Horizontes de la Filosofía del Derecho. Homenaje a Luis García San Miguel (Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 2002), tomo I, pp. 443-454; Pablo de Lora, “Two Dogmas of Constitutionalism: Constitutional Rights and Judicial Review”, Rechtstheorie 33 (2002) 381-395; Alfonso Ruiz Miguel, “Costituzionalismo e democrazia”, cit. en nota 8., a subestimar la envergadura del problema y a dar por sentado con demasiada facilidad que entre democracia y constitucionalismo no hay ninguna dificultad de encaje especialmente severa. Y digo que con demasiada facilidad porque se ha entendido muchas veces que para demostrarlo basta con acudir a unos pocos argumentos aparentemente muy sencillos, de cuya solidez no parece dudarse lo más mínimo. 2.1. Mayoritarismo y democracia De ellos, quizá el más recurrente entre nosotros haya sido el que insiste en que la democracia no puede concebirse en términos puramente formales, no puede identificarse sin más con el mero procedimiento de toma de decisiones colectivas por mayoría, sino que implica una serie de requisitos sustanciales sin los cuales sería grotesco calificar una decisión mayoritaria como auténticamente democrática: no sólo, claro está, el sufragio universal e igual, sino todas las condiciones que permiten afirmar que las decisiones individuales que se agregan a través del método mayoritario han podido formarse y manifestarse de un modo libre e informado y son, por tanto, verdaderamente autónomas. Los derechos fundamentales encarnarían precisamente esos requisitos sustanciales. Por consiguiente –se dice-, cuando se restringe el poder de la mayoría para impedir que sus decisiones menoscaben los derechos fundamentales, el ideal democrático no sufriría daño alguno: al contrario, lo que se estaría haciendo es proteger a la democracia de lo que puede ser una seria amenaza para ella, la omnipotencia de la mayoría. O dicho de otro modo: la democracia sería en sí misma el fundamento de la limitación del poder de la mayoría. Y por eso no sólo no habría ninguna verdadera tensión que resolver entre constitucionalismo y democracia, sino que el Estado constitucional resultaría ser precisamente “la juridificación de la democracia” Esta es en síntesis la forma en la que han argumentado Ignacio de Otto, Derecho constitucional. Sistema de fuentes (Barcelona: Ariel, 1987), pp. 61 y 64-65; Eduardo García de Enterría, Democracia, jueces y control de la Administración (Madrid: Civitas, 1995; 3ª ed. ampliada, por donde se cita, 1997), pp. 67-75; Francisco Tomás y Valiente, “Constitución”, en E. Díaz y A. Ruiz Miguel (eds.), Filosofía política (II): Teoría del Estado. Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 10 (Madrid: Trotta, 1996) 45-61, p. 56; o Manuel Aragón, “La democracia constitucional”, en E. García de Enterría et al. (eds.), Constitución y constitucionalismo hoy. Cincuentenario del Derecho constitucional comparado de Manuel García-Pelayo (Caracas: Fundación Manuel García-Pelayo, 2000) 95-124, de quien procede la afirmación (p. 99) de que el Estado constitucional es la forma jurídica de la democracia. Por supuesto, un planteamiento como éste no es en modo alguno exclusivo de la cultura jurídico-constitucional española: vid., por mencionar sólo algunos ejemplos representativos, Mauro Cappelletti, The Judicial Process in Comparative Perspective, cit. en nota 12, p. 207 (“nuestro ideal democrático […] no es aquel en el que la voluntad mayoritaria es omnipotente”; “la justicia constitucional, lejos de ser inherentemente antidemocrática […] se revela como un instrumento capital para proteger al principio democrático […] del riesgo de corrupción”); o Luigi Ferrajoli, “El Derecho como sistema de garantías” [1992], ahora en L. Ferrajoli, Derechos y garantías: La ley del más débil, trad. de P. Andrés Ibáñez (Madrid: Trotta, 1999), p. 25 (la democracia, con arreglo a la “concepción sustancial” que asume Ferrajoli, sería “garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no simplemente de la omnipotencia de la mayoría”). En el ámbito anglosajón han insistido especialmente en la necesidad de diferenciar la democracia del mayoritarismo autores como Ronald Dworkin, Freedom’s Law. The Moral Reading of the American Constitution (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996), pp. 15 ss.; Cass Sunstein, Designing Democracy: What Constitutions Do (Oxford/ New York: Oxford University Press, 2001), pp. 6-7; o Christopher L. Eisgruber, Constitutional Self-Government (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2001), pp. 18-20.. Así que, en resumen, quienes esgrimen el ideal democrático para formular una objeción al constitucionalismo se estarían equivocando desde la raíz: porque, al asimilar indebidamente la democracia al mero mayoritarismo, no se estarían dando cuenta de que, rectamente entendido, sería el ideal democrático mismo, y no algún otro en tensión o en competencia con él, el que justificaría los mecanismos contramayoritarios que el constitucionalismo trae consigo. Este tipo de razonamiento no carece de precedentes ilustres. De hecho, coincide en lo sustancial con la posición que mantuvo Kelsen, que siempre insistió en que no había que confundir el “principio de la mayoría” (la genuina democracia) con el “dominio de la mayoría” (el mayoritarismo irrestricto) Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia [1920; 2ª ed. revisada y ampliada, 1929], trad. (de la 2ª ed.) de R. Luengo Tapia y L. Legaz y Lacambra (Barcelona: Guadarrama, 1977), p. 85; Id., Teoría general del Derecho y del Estado [1945], trad. de E. García Máynez (México: UNAM, 2º reimp. de la 2ª ed., 1979), p. 341.. Sin embargo cabe poner en duda que la objeción democrática quede realmente desactivada con un argumento como éste, con el que, a decir verdad, lo único que se consigue es encubrir el verdadero problema de fondo. La raíz de ese problema está en que la “democracia constitucional” es en realidad un ideal complejo compuesto por dos ingredientes, uno relativo a la distribución del poder (quién y cómo decide) y otro concerniente a su limitación (qué no se puede decidir o dejar de decidir). Es frecuente referirse al primero de ellos en términos de “autogobierno” (o soberanía popular, o autonomía pública), o considerarlo como una forma de “libertad” (“política”, “positiva”, o “de los antiguos”), pero, en rigor, es más adecuado caracterizarlo como el derecho de todos los miembros del cuerpo político a participar en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas No es apropiado decir que un individuo “se autogobierna” sólo por haber participado en la adopción de una decisión por mayoría, si la decisión (que llegado el caso se haría valer coactivamente contra él) puede haberse tomado con su voto en contra; ni que sólo por eso “es libre” en algún sentido significativo, con independencia de cuáles hayan sido las circunstancias que rodearan su participación en el procedimiento y de cuál sea el contenido de la decisión que se adoptó. Y la traslación de estos conceptos al plano colectivo tampoco resulta más clarificadora: la idea de una comunidad “libre” en el sentido de la “libertad política” o “de los antiguos” no es más que la idea de una comunidad que “se gobierna a sí misma” o “es soberana”; pero a su vez estas nociones, despojadas de cualquier mistificación, no quieren decir sino que en esa comunidad se consideran supremas las decisiones adoptadas por la mayoría de los individuos que la componen. Todo ello está claramente expuesto en Francisco Laporta, “Norma básica, constitución y decisión por mayorías” [1984], ahora en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, cit. en nota 18, pp. 85 y 87. (quod omnis tangit ab omnibus adprobetur), lo que implica que cada uno ha de disponer, directamente o a través de representantes, del más amplio poder posible (compatible con un poder igual de todos los demás) en cuanto a la determinación del resultado de esos procesos de decisión, exigencia que, en principio, sólo parece estar en condiciones de satisfacer la regla de la mayoría. El segundo ingrediente es el del respeto a los derechos que garantizan la autonomía individual de los ciudadanos. La asociación de estos dos ideales no es en modo alguno casual, puesto que ambos son manifestaciones de una misma concepción de las personas como sujetos morales. Es la que considera que todas las personas están igualmente dotadas de la doble capacidad de articular concepciones acerca de qué constituye una vida buena y de desarrollar un sentido de la justicia Cfr. John Rawls, Political Liberalism [1993] (New York: Columbia University Press, 2ª ed. 1996), pp. 310-324 y 413.: el igual aseguramiento para todos de la primera (la capacidad de concebir e intentar realizar planes de vida) requiere no sólo el trazado de una serie de espacios de acción no interferida, sino también la provisión a cada uno de los bienes instrumentales que hagan posible y significativa la elección autónoma; la segunda (la igual capacidad de las personas de formar concepciones acerca de cómo han de resolverse los conflictos intersubjetivos y, por tanto, de intervenir en la esfera pública no sólo como valedoras de sus intereses privados, sino también como defensoras de concepciones de lo justo), reclama una distribución del poder político que reconozca a todos los miembros de la comunidad, si no el imposible de que cada uno elija autónomamente –“se dé a sí mismo”- el marco intersubjetivo o institucional dentro del cual ha de desplegarse su concepción de la vida buena, sí al menos el derecho a participar como iguales en su configuración. Esa raíz común es la que permite afirmar, en la terminología de Habermas o Rawls, la “co-originalidad” de ambos ideales Vid. Jürgen Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso [1992; ed. rev. 1994], introd. y trad. de M. Jiménez Redondo (Madrid: Trotta, 1998), p. 193; Id., “El vínculo interno entre Estado de derecho y democracia”, en J. Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política [1996], trad. de J.C. Velasco (Barcelona: Paidos, 1999), p. 252; John Rawls, Political Liberalism, cit. en nota 22, pp. 412-413. No es seguro, sin embargo, que Rawls y Habermas entiendan exactamente del mismo modo la idea de co-originalidad. Para Rawls implica que los dos ideales no sólo tienen una raíz común, sino también que tienen “igual peso” y “no están jerarquizados” entre sí (Political Liberalism, cit. en nota 22, p. 413). Para Habermas, sin embargo, implicaría además que cualquier tensión o conflicto que se aprecie entre ellos sólo puede ser aparente (cfr. Facticidad y validez, cit. en esta nota, p. 194), un punto de vista que, como trataré de mostrar más adelante, Rawls –al menos el Rawls de A Theory of Justice– no comparte (vid. infra, apartado 3). No me es posible analizar aquí esta diferencia de planteamientos, ni tampoco explicar por qué me parece mejor concebido el de Rawls: pero véase de todos modos Christopher Zurn, “Deliberative Democracy and Constitutional Review”, Law and Philosophy 21 (2002) 467-542, pp. 521-531, donde se argumenta persuasivamente que las propuestas específicas de Habermas en el terreno del diseño institucional no están a la altura de las premisas normativas de las que parte ni las desarrollan coherentemente.. Y es también –aunque los usos de los términos básicos del lenguaje político sean muy inestables y no falte una larga tradición que asocia el vocablo “liberal” únicamente con la defensa de los derechos que garantizan la autonomía individual (e incluso, con mayor frecuencia, sólo con la de una parte de ellos)- la que permite que los dos puedan considerarse componentes igualmente esenciales de un liberalismo político consecuente O, como dice Rawls, del “liberalismo correctamente interpretado” (Political Liberalism, cit. en nota 22, p. 412). Ello es así, por cierto, incluso en Constant –cfr. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” [1819], en B. Constant, Escritos políticos, est. prel., trad. y notas de Mª L. Sánchez Mejía (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989), pp. 257-285–, aunque algunas lecturas fragmentarias de su célebre opúsculo hayan querido ver en él la negación pura y simple del valor de la libertad política o de los antiguos. Es verdad que Constant afirma que “[l]a independencia individual es la primera necesidad de los modernos” y que “no hay que exigir nunca su sacrificio para establecer la libertad política” (p. 274). Pero Constant advierte que sus observaciones “no van dirigidas en absoluto a disminuir el precio de la libertad política” (p. 278), de la que afirma con solemnidad que “engrandece el espíritu, al someter los más sagrados intereses al examen y estudio de todos los ciudadanos sin excepción” y con ello “establece entre todos una especie de igualdad intelectual que constituye la gloria y el poder de un pueblo” (p. 284). En realidad, lo que le importa resaltar a Constant es que el derecho de participación en el poder político requiere ahora “una organización distinta de la que podía convenir a la libertad antigua”, es decir, requiere “el sistema representativo” (p. 281). Pero, con esa decisiva matización, su conclusión es clara: “[l]ejos [...] de renunciar a ninguna de las dos clases de libertad […], es necesario [...] aprender a combinar la una con la otra” (p. 285).. Ahora bien, que ambos ideales cuenten con una raíz común e incluso puedan considerarse igualmente valiosos no implica en modo alguno que no pueda haber conflictos o tensiones entre uno y otro. Por eso no estaría de más traer a la memoria la conocida advertencia de Isaiah Berlin de que la libertad individual y el gobierno democrático “no son la misma cosa, cualquiera que sea el terreno común que tengan”, sino “fines en sí mismos” que “pueden chocar entre sí de manera irreconciliable”; y si es así, habría que convenir con él que “es mejor enfrentarse a este hecho intelectualmente incómodo que ignorarlo” Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad [1969], trad. de J. Bayón, N. Rodríguez Salmones y B. Urrutia (Madrid: Alianza Ed., 1988), pp. 58 y 59.. Eso, y no otra cosa, es a mi juicio lo que implica tomarse en serio la objeción democrática al constitucionalismo: enfrentarse al “hecho intelectualmente incómodo” del que nos habla Berlin, hacer frente, en suma, a la pregunta fundamental de si dos criterios distintos de legitimidad del poder que en principio nos parecen igualmente esenciales e irrenunciables conviven armoniosamente en una relación de complementariedad libre de fricciones o, por el contrario, pueden colisionar y resultar difíciles de acomodar en un diseño institucional coherente Cfr. Anna Pintore, “Diritti insaziabili” [2000], ahora en Luigi Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, ed. a cargo de E. Vitale (Roma/Bari: Laterza, 2001), 179-200, p. 184; y Francisco Laporta, “Filosofía del derecho y norma constitucional: una aproximación preliminar”, en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, cit. en nota 18, 15-42, p. 41, que apuntan con precisión que el problema de fondo en esta discusión es justamente hasta qué punto son compatibles dos ideales o exigencias de ética pública con los que nos sentimos comprometidos por igual.. En este sentido, el argumento de quienes pretenden desmontar la objeción democrática al constitucionalismo alegando que la democracia, lejos de poder ser asimilada al mero mayoritarismo, es en sí misma el fundamento de la limitación del poder de la mayoría, puede ser interpretado como un intento de demostrar que el “hecho intelectualmente incómodo” destacado por Berlin es en realidad aparente. Y desde luego hay que reconocer que Berlin fue demasiado lejos al sostener de modo tajante que no hay ninguna conexión necesaria entre la libertad individual y la democracia o el autogobierno Vid. Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit. en nota 25, pp. 229-230.. Parece mucho más atinado entender, por el contrario, que al menos algunos derechos y libertades individuales son en realidad prerrequisitos o condiciones necesarias de la genuina democracia Paradigmática, en este sentido, es la posición de Norberto Bobbio, Liberalismo y democracia [1966; 2ª ed. 1986], trad. de J. F. Fernández Santillán (México: F.C.E., 1989), p. 48 (“los derechos de libertad han sido desde el inicio la condición necesaria para la correcta aplicación de las reglas del juego democrático”); o de Elías Díaz, De la maldad estatal y la soberanía popular (Madrid: Debate, 1984), p. 66 (“sin libertad y, por de pronto, sin libertad de opinión, no hay democracia, ni hay legitimidad democrática ni soberanía popular”)., puesto que sin ellos el procedimiento de decisión por mayoría no diferiría realmente de la toma de decisiones manipuladas o impuestas, con lo que ni cabría afirmar que encarna verdaderamente el ideal que pretende hacer operativo (el de la auténtica participación de todos y en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas) ni, en definitiva, habría por qué considerarlo valioso De manera que, como dice Cass Sunstein –Designing Democracy, cit. en nota 19, p. 7- “la regla de la mayoría, por sí sola, es una caricatura de las aspiraciones democráticas”.. Lo que ocurre es que esta necesaria corrección al planteamiento de Berlin no basta para disipar el “hecho intelectualmente incómodo” del que en todo caso intentaba prevenirnos. La razón es muy sencilla: es controvertible qué derechos deberíamos considerar “precondiciones de la democracia”, como lo es también qué alcance debería reconocerse a cada uno de ellos y cómo deberían resolverse los conflictos entre los mismos; y no es evidente sin más por qué esas controversias, que se cuentan sin duda entre los conflictos intersubjetivos más trascendentales que demandan decisiones públicas, no deberían solventarse, precisamente, a través de un procedimiento de decisión basado en la participación en pie de igualdad de todos los miembros del cuerpo político, esto es, a través de la deliberación democrática y la decisión mayoritaria. Es verdad que surge aquí un problema capital, al que cabría referirse como la paradoja de las precondiciones de la democracia Lo señala con claridad Nino, La constitución de la democracia deliberativa, cit. en nota 1, pp. 193, 271, 275-276 y 301-302: el procedimiento de decisión por mayoría no encarna realmente un ideal valioso (el de la auténtica participación de todos en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas) a menos que estén satisfechas ciertas condiciones previas; pero cuanto más exigente sea la definición de esas condiciones, mayor es el número de cuestiones que, como prerrequisitos de la democracia, deberían sustraerse al procedimiento de decisión por mayoría; así que, en el extremo, el procedimiento democrático alcanzaría su valor pleno cuando apenas quedaran cuestiones sustanciales que decidir por mayoría. O dicho de otro modo: cuanto más perfectas fueran las condiciones de ejercicio del derecho de participación, menos posibilidades habría de ejercerlo. El problema, claro está, es que la realización efectiva del ideal de participación parece plantear a la vez dos exigencias (no sólo que se ejerza en ciertas condiciones, sino también que haya posibilidades verdaderamente significativas de ejercerlo, es decir, que no se sustraigan a su ejercicio las cuestiones más sustanciales de la vida política de la comunidad) entre las que se produce una tensión inevitable (la extensión del espacio que queda abierto para el ejercicio del derecho de participación es inversamente proporcional a la del que se entienda que queda ocupado por las precondiciones que harían valioso su ejercicio). La salida de esta paradoja -si se descartan otras alternativas La más radical de ellas, sin duda, la que empieza por poner en tela de juicio el derecho de todos los miembros del cuerpo político a participar en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas, que aquí estoy considerando uno de los dos componentes igualmente esenciales de un liberalismo político consecuente. Esta y otras alternativas al planteamiento del problema que se acaba de esbozar son discutidas más adelante (en el apartado 4).- requiere sin duda la articulación de una teoría normativa que justifique la elección de un punto de equilibrio entre ambas exigencias: como nos decía Berlin, hemos de “ajustar pretensiones, llegar a compromisos”, ponernos a hacer, en suma, “todas esas operaciones prácticas que de hecho siempre ha requerido la vida social” Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit. en nota 25, pp. 72-73. En un sentido similar, vid. Francisco Laporta, “Sobre el uso del término ‘libertad’ en el lenguaje político”, Sistema 52 (1983) 23-43, p. 39.. Esta es, me parece, una forma plausible de replantear el “hecho intelectualmente incómodo” berliniano, como creo que lo es también de identificar el problema de fondo que anida en la discusión acerca de la objeción democrática al constitucionalismo. Y lo que desde luego no se puede hacer es considerar zanjada esa compleja cuestión normativa limitándonos a dar por sentado que la “genuina democracia” es, por definición, la “democracia constitucional” (es decir, dando por buena desde el principio, sin argumento alguno, la forma de ajustar aquellas dos exigencias que es propia del Estado constitucional). Todo lo cual, por otra parte, debería servirnos para calibrar la trascendencia real de alguna discusión reciente acerca de si debería mantenerse una concepción de la democracia esencialmente procedimental o más bien una abiertamente sustancial Me refiero, en particular, a la que han venido manteniendo Ferrajoli (que propugna una concepción sustancial) y Bovero (partidario de una concepción procedimental): cfr. Luigi Ferrajoli , “Sobre la definición de ‘democracia’. Una discusión con Michelangelo Bovero”, Isonomia 19 (2003) 227-240, donde puede encontrarse (pp. 227-228, nota 1) la referencia detallada de los sucesivos textos de uno y otro en los que ha ido desarrollándose el debate.. Lo cierto es que, salvo que se entienda la primera en el sentido de que la democracia equivale al puro y simple mayoritarismo –algo, como se ha visto, totalmente implausible-, la diferencia real entre las dos opciones no es sino la mayor o menor extensión del conjunto de derechos que se supone que deben ser concebidos como precondiciones de la democracia. Y por eso –aun con ciertas diferencias, que a mi juicio hacen preferible una concepción esencialmente procedimental- ambas deben hacer frente en último término al mismo problema de fondo, que no es otro que el de articular y justificar adecuadamente una determinada salida a la paradoja de las precondiciones de la democracia. Un buen ejemplo del primer tipo de concepción podría ser la posición mantenida por Brian Barry, para quien la democracia debe ser entendida simplemente como un procedimiento para determinar el contenido de las decisiones colectivas cuyo rasgo distintivo consistiría en que “las preferencias de los ciudadanos tienen alguna conexión formal con el resultado en la que cada uno cuenta por igual” Brian Barry, “Is Democracy Special?” [1979], ahora en B. Barry, Democracy and Power: Essays in Political Theory, vol. 1 (Oxford: Clarendon Press, 1991), p. 25. Barry puntualiza que la exigencia de una conexión formal entre las preferencias de los ciudadanos y los resultados del procedimiento impide calificar como “democracia” a un sistema político en el que éstos simplemente queden condicionados de facto por aquéllas (pp. 25-26); que al requerir sólo alguna conexión formal se deja abierta la posibilidad de que un procedimiento democrático articule de muy diversos modos los mecanismos concretos de elección y representación (p. 26); y que la exigencia de que cada uno cuente por igual se refiere a la dimensión formal de la igualdad, no a la igualdad de influencia real sobre el resultado (p. 26).. Aunque en principio esto implica no introducir en la definición de “democracia” ninguna exigencia o restricción acerca del contenido de las decisiones adoptadas, una concepción como esta –y en ello radicaría su diferencia con el mayoritarismo irrestricto– admitiría como excepciones “las requeridas por la democracia misma como procedimiento” Brian Barry, “Is Democracy Special?”, cit. en nota 34, p. 25.., entendiendo que éstas son únicamente los derechos civiles y políticos que aseguran la libertad como no interferencia de cada una de las decisiones individuales que se agregan a través del método mayoritario y que establecen o constituyen esa conexión formal en pie de igualdad de cada una de ellas con el resultado que el procedimiento exige. Con arreglo al segundo punto de vista, en cambio, por “democracia” habría que entender no meramente un procedimiento de decisión (cuyo valor estaría sujeto a la satisfacción de unas condiciones mínimas), sino un sistema político completo que en su “estructura, composición y prácticas trata a todos los miembros de la comunidad, como individuos, con igual consideración y respeto” R. Dworkin, Freedom’s Law, cit. en nota 19, p. 17, donde afirma decididamente que “la esencia de la democracia” es el aseguramiento de un igual status para todos los ciudadanos., que “responde a los intereses y opiniones de todos” de manera imparcial Christopher L. Eisgruber, Constitutional Self-Government, cit. en nota 19, p. 47., o que asegura a todos “un igual derecho efectivo [...] a usar y desarrollar sus capacidades como seres humanos” C.B. Macpherson, Democratic Theory (Oxford: Clarendon Press, 1973), p. 51, quien concluye que “el principio igualitario inherente a la democracia no exige sólo ‘un hombre, un voto’, sino también ‘un hombre, un igual derecho efectivo a una vida humana tan plena como pueda desear’”; y que por ello mismo la democracia, más que un tipo de procedimiento para tomar decisiones, es “un tipo de sociedad”.. Para este tipo de concepción, abiertamente sustancial, lo decisivo para calificar un sistema político como “democracia” no sería cómo se toman las decisiones, sino además de eso, y en realidad por encima de eso, qué se puede y qué no se puede decidir o dejar de decidir. Y no porque la opción por un procedimiento de decisión u otro se considere intrascendente, sino porque se entiende que debe quedar determinada enteramente por la mayor o menor aptitud de cada uno para materializar el resultado intrínsecamente valioso del trato global de todos como iguales. Por tanto, la adopción de decisiones colectivas por mayoría no podría calificarse como auténticamente democrática si no se desarrollase en condiciones en las que esté satisfecha la exigencia de que todos sean tratados “con igual consideración y respeto”, ni tampoco si el contenido de la decisión adoptada socavase esas condiciones. Y ello requeriría no sólo la efectividad (y puesta a resguardo del poder normativo de la mayoría) de los derechos civiles y políticos, sino también, según suele decirse, la de los derechos sociales Cfr. Frank Michelman, “Welfare Rights in a Constitutional Democracy”, Washington University Law Quarterly 57 (1979) 659-694; o L. Ferrajoli, “Sobre la definición de ‘democracia’”, cit. en nota 33, p. 236. Más matizada es la opinión de Cécile Fabre, que considera como precondición de la democracia no la plena satisfacción de los derechos sociales, sino sólo la provisión de un determinado mínimo: vid. Cécile Fabre, Social Rights under the Constitution. Government and the Decent Life (Oxford: Oxford University Press, 2000), cap. 4, especialmente pp. 124-126. o incluso la de los relativos a la esfera de la autonomía personal, sin los cuales –como llegan a sostener algunos- quedaría socavada la calidad y autenticidad de la participación política Como llega a sostener F. Michelman, “Law’s Republic”, Yale Law Journal 97 (1988) 1493-1537, pp. 1533-1536, quien refiriéndose al derecho a desarrollar la propia opción sexual afirma que, siendo ésta un rasgo constitutivo esencial de la identidad personal, impedir a algunos individuos que ejerzan plena y libremente la suya no implica meramente tratarles de un modo injusto, sino además negarles el status de igual ciudadanía, lo que afectaría a la ”independencia y autenticidad de su contribución [...] a la determinación colectiva de la vida pública” (p. 1535) y debería entenderse por tanto como un verdadero menoscabo de la democracia. . Esto implica que el procedimiento mayoritario sería sólo una pieza –y en rigor, no la principal- de ese “sistema político completo” que vendría a ser la democracia; una pieza necesaria (porque, una vez satisfechas esas precondiciones y en la medida en que el procedimiento mayoritario fuese normativamente incompetente para afectarlas, tomar por mayoría las decisiones colectivas restantes resultaría ser la forma de tratar como iguales a los miembros de la comunidad en el ámbito así acotado), pero no invariablemente valiosa (en el sentido de que no habría ningún reparo que formular por razones democráticas a la toma de decisiones mediante procedimientos no mayoritarios si fuera más probable que a través de ellos resultasen más completa y eficazmente preservadas aquellas precondiciones). Debe notarse que con arreglo a una concepción esencialmente procedimental los derechos que habría que considerar como precondiciones de la democracia no equivaldrían a la totalidad de los que suele entenderse que el constitucionalismo está llamado a proteger. Pero ello no implica que quien sostenga una concepción de esa clase deba negar necesariamente la existencia de buenas razones para retirar también los demás derechos fundamentales del poder de decisión de la mayoría. Todo lo que estará diciendo es que los derechos que deben estar salvaguardados para que un sistema político se pueda calificar como democrático son sólo una parte de los que debería respetar un sistema político globalmente justo, no que la democracia sea el único ingrediente de la justicia política ni necesariamente el más valioso de ellos Esta es la posición que en su debate con Ferrajoli ha mantenido Bovero: vid. M. Bovero, “Diritti e democrazia costituzionale”, en Luigi Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, cit. en nota 26, pp. 258 y 260, nota 22. Allí queda claro que Bovero no pretende negar que estén justificados los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo; lo que discute es que su justificación pueda derivarse del propio ideal democrático y no, más bien, de algún valor externo a la democracia y en conflicto con ella.. Esto, al menos, tiene la inapreciable virtud de plantear los problemas con claridad: nos presenta a la democracia sólo como uno de nuestros ideales políticos, no la identifica sin más con la justicia y permite por tanto afirmar que un sistema político perfectamente democrático puede producir resultados profundamente injustos. Las concepciones sustanciales, en cambio, tienden a hacer de la democracia “un agujero negro en el que se funden todas las virtudes políticas” La expresión es de Dworkin –cfr. R. Dworkin, “Equality, Democracy and the Constitution: We the People in Court?”, Alberta Law Review 28 (1990) 324-346, p. 339-, que se pregunta retóricamente si no podría decirse eso de la concepción de la democracia que él propugna y si no sería ésta una razón para preferir la concepción opuesta (que él denomina “estadística” y que, grosso modo, vendría a coincidir con la que aquí estoy llamando “procedimental”). Por supuesto, trata de demostrar que no; pero parece difícil darle la razón si se tiene presente que en su opinión “[l]a igualdad de consideración es la virtud soberana de la comunidad política” –R. Dworkin, Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality (Cambridge, Mass./London: Harvard University Press, 2000), p. 1- y se recuerda su definición de “democracia” (cfr. supra, nota 36 y texto al que acompaña).. Por eso me parece preferible una concepción esencialmente procedimental, que -como dice Schauer Frederick Schauer, “Judicial Review of the Devices of Democracy”, Columbia Law Review 94 (1994) 1326-1347, p. 1335, nota 31.- deja pocas dudas acerca de qué es la democracia, aunque deja abierta la cuestión de cuál es su valor y qué peso ha de otorgársele frente a otros valores en conflicto, frente a una sustancial, que nos presenta a la democracia poco menos que como el compendio -ya armonizado o liberado de conflictos- de todos los valores políticos, pero a menudo no nos deja suficientemente claro en qué consiste. Pero lo que ahora interesa resaltar es la relación que existe entre cada una de estas formas de concebir la democracia y el argumento que sostiene que no hay tensión entre democracia y constitucionalismo porque el propio ideal democrático, rectamente entendido, sería el fundamento de la limitación del poder de la mayoría. Está claro, en primer lugar, que si se pretende esgrimir este argumento como una justificación completa o suficiente del constitucionalismo se debe partir de una robusta concepción sustancial de la democracia, porque si se asume una concepción procedimental sólo serviría –en el mejor de los casos y a reserva de lo que se dirá enseguida- para poner a salvo de la objeción democrática una parte del diseño institucional que representa el Estado constitucional. Pero en segundo lugar, ya se entienda la totalidad de los derechos fundamentales o sólo una parte de ellos como precondiciones de la democracia, lo que seguirá en pie en cualquier caso es el problema normativo fundamental de cómo articular un equilibrio satisfactorio entre dos ideales en tensión -los derechos y el principio del autogobierno- que justifique hasta qué punto debe estar abierta al procedimiento de decisión por mayoría la definición de los contornos de las precondiciones mismas que hacen de él un ideal valioso. La única diferencia es que si se asume una concepción procedimental nos representaremos una parte del problema que plantea la objeción democrática como una tensión entre la democracia y algo externo a ella, mientras que si se prefiere una concepción sustancial habremos de concebirlo más bien como una tensión enteramente interna al propio ideal democrático. Pero en definitiva, sea cual sea la extensión que decidamos dar al término “democracia”, plantear la objeción democrática es reclamar una respuesta a la pregunta de qué es (y por qué) lo que puede sustraerse legítimamente a la decisión de la mayoría. No cabe duda de que, sea cual sea la concepción de la democracia que se asuma, pueden articularse diferentes respuestas a esa pregunta fundamental. Lo pertinente, entonces, será explicitarlas y someterlas a examen. Pero lo que en cualquier caso está fuera de lugar es tratar esa pregunta normativa como si fuese un problema semántico, intentando cerrar la discusión a partir de una simple estipulación terminológica acerca de qué “es realmente” la democracia Este es exactamente el sentido en el que Anna Pintore ha criticado la posición de Ferrajoli: cfr. A. Pintore, “Diritti insaziabili”, cit. en nota 26, pp. 183-184. . 2.2. La esfera de lo indecidible Otra de las grandes líneas argumentales a las que suele recurrirse para fundamentar normativamente el constitucionalismo es la que afirma que el modelo de organización jurídico-política que llamamos “democracia constitucional” es, sin más, una exigencia inmediata del ideal mismo de los derechos Vid., p. ej., Liborio Hierro, “El concepto de justicia y la teoría de los derechos”, en E. Díaz y J.L. Colomer (eds.), Estado, justicia, derechos (Madrid: Alianza Ed., 2002) 11-73, p. 34. Más matizada es la opinión de Luis Prieto (cfr. Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 138), que considera que “la necesidad de preservar los derechos fundamentales, el conocido ‘coto vedado’” justifica la supremacía de la constitución y alguna clase de justicia constitucional, aunque tal vez no la rigidez (op. cit, p. 17: “la conocida como objeción democrática o contramayoritaria puede tener algún peso frente a la rigidez constitucional”). De la relación entre rigidez, supremacía y control me ocupo en el Apéndice de este trabajo.. Si los derechos básicos son “aquellas libertades, inmunidades, pretensiones y potestades que corresponden a todo ser humano como condición necesaria para realizarse como sujeto moral” L. Hierro, “El concepto de justicia y la teoría de los derechos”, cit. en nota 45, p. 33, su satisfacción debe concebirse como una exigencia ética incondicional e innegociable, hasta el punto de que podría decirse que el contenido de la idea de justicia se sustancia precisamente en la realización de los derechos. Y en ese caso el constitucionalismo no haría sino dar forma institucional a la idea de que la política debe estar subordinada a la justicia Cfr. L. Prieto, Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 12.: un sistema político justo debe respetar los derechos básicos de las personas, así que éstos deben ser límites infranqueables para cualquier poder, incluido naturalmente el democrático. Esta es, en síntesis muy apretada, la idea que late detrás de varias fórmulas bien conocidas que por su indudable poder expresivo se han ganado un lugar en la discusión filosófico-política contemporánea: los derechos –se ha dicho- son vetos o “cartas de triunfo frente a la mayoría” Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously (London: Duckworth 1977), pp. xi, 91 y 199., integran un “coto vedado” Ernesto Garzón Valdés, “Representación y democracia” [1989], ahora en Derecho, ética y política (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993), pp. 644-645. a la negociación o regateo políticos y a la intrusión del poder de decisión de las mayorías, o constituyen, en definitiva, “la esfera de lo indecidible” Luigi Ferrajoli, “Diritti fondamentali” [1998], ahora en L. Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, cit. en nota 26, p. 19. (de lo que no se puede decidir o dejar de decidir). Pero este punto de vista tropieza ya con un primer problema si se admite que la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas es precisamente uno de nuestros derechos. Así que, si no se está dispuesto a negar que lo sea, sólo se puede seguir manteniendo el argumento si se niega al menos que sea de igual valor que los que preservan la autonomía individual de los ciudadanos, de manera que el tipo de relación que medie entre éstos y aquél no sea la de tensión o conflicto entre derechos que se mueven en el mismo plano por ser igualmente esenciales, sino más bien la que resultaría de deslindar y jerarquizar dos planos diferentes. Esta idea básica, que muchos comparten, ha sido elaborada con cierto detalle por Ferrajoli Vid. “Diritti fondamentali” [1998], “I diritti fondamentali nella teoria del diritto” [1999], “I fondamenti dei diritti fondamentali” [2000], todos en Luigi Ferrajoli, Diritti fondamentali. Un dibattito teorico, cit. en nota 26, pp. 20, 287, 288-297, 318-319, 330-331; así como “La democracia constitucional” [1998], trad. A. Julio y G. Pisarello, en L. Ferrajoli, El garantismo y la filosofía del derecho (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2000), pp. 170-171; y “Sobre la definición de ‘democracia’”, cit. en nota 33, pp. 231-232.. En su opinión hay que trazar una distinción esencial entre derechos primarios o sustanciales (que consistirían en expectativas sustanciales de no lesión o de prestación, es decir, derechos de libertad y derechos sociales) y secundarios o instrumentales (o, como él los denomina, “derechos de autonomía”: pública o política, que se ejercería a través del procedimiento de decisión por mayoría, o privada, que se desplegaría mediante la utilización de las reglas del mercado), que serían poderes normativos (“derechos-poder”) y que como tales, si no hubiese límites a su ejercicio legítimo, podrían usarse para alterar la esfera de los derechos primarios, restringiéndolos o vulnerándolos. Y esto no podría aceptarse, porque los derechos primarios estarían sustraídos a cualquier clase de poder de decisión -como dice Ferrajoli, “estructuralmente” L. Ferrajoli, “I fondamenti dei diritti fondamentali”, cit. en nota 51, p. 325 y también p. 331 (donde habla de una “relación […] estructural”)., esto es, meramente en virtud de su carácter de exigencias éticas absolutas o no negociables, de su nota de incondicionalidad-, lo que es tanto como decir que quedan sustraídos a la disponibilidad de la política Cécile Fabre ha defendido un argumento análogo (vid. C. Fabre, Social Rights Under the Constitution, cit. en nota 39, pp. 93-100), sosteniendo que, si realmente consideramos que la satisfacción de cierto interés o necesidad de las personas es una condición necesaria de su desenvolvimiento como sujetos morales, sería incoherente afirmar que ello justifica la imposición de deberes e incompetencias sobre los demás cuando actúan como individuos privados y no cuando actúan como ciudadanos, indicando gráficamente que del mismo modo que no podemos usar nuestro cuerpo para dañar la autonomía de los demás, tampoco podemos usar para ello nuestro derecho al voto (p. 95).. De ahí, en suma, que los derechos primarios deban quedar a resguardo en la “esfera de lo indecidible” y que los secundarios –y en particular, para lo que aquí interesa, el de participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas- sólo puedan ejercerse legítimamente en el espacio restante (“la esfera de lo decidible”), en el que, por definición, ninguna de las decisiones que se adopten puede incidir de ningún modo en el contenido o alcance de los derechos considerados primarios La distinción entre estas dos esferas es equivalente a la que traza Ernesto Garzón entre el “coto vedado” y lo que, siguiendo una propuesta de J.O. Grunebaum, denomina el “ámbito de los deseos secundarios”: cfr. E. Garzón, “El consenso democrático: Fundamento y límites del papel de las minorías”, Isonomia 12 (2000) 7-34, pp. 22-23.. Y la democracia constitucional no sería sino la traducción en términos institucionales de un esquema como éste. Pero a pesar de su aparente solidez, con un argumento de este tipo el constitucionalismo queda fundamentado en realidad sobre una base muy endeble. La razón de fondo de su insuficiencia radica en que la propia idea de que la política debe quedar subordinada a la justicia representa ya, en el contexto de esta discusión, un planteamiento inadecuado del problema. Porque en una sociedad pluralista e ideológicamente fragmentada reina un desacuerdo profundo y persistente acerca de qué es lo justo (no menos profundo que el que existe entre diferentes concepciones de la vida buena), lo que inexorablemente deja planteada la necesidad de alcanzar una decisión colectiva acerca de qué habría de ser lo que en adelante no se pueda decidir o dejar de decidir y abre el interrogante de cómo alcanzarla. Dicho de otra manera: el trazado de la “esfera de lo indecidible” no es ni puede ser un asunto extrapolítico, sino algo que, de un modo u otro, tiene que hacerse precisamente a través de la política. Esta es la cuestión fundamental que dejan en la oscuridad los intentos de fundamentación del constitucionalismo centrados en ideas como las del “coto vedado” o la “esfera de lo indecidible” y lo que hace que, como concepciones filosófico-políticas, resulten incompletas. En la discusión más reciente este punto ha sido destacado con fuerza por Jeremy Waldron Pero mucho antes ya lo había señalado Rawls: cfr. John Rawls, A Theory of Justice (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1971; edición revisada, 1999 [todas las referencias a esta obra incluyen en lo sucesivo el número de página de la edición original de 1971 seguido, entre corchetes, del correspondiente a la edición revisada de 1999]), p. 196 [172], donde afirma que “una concepción completa de la justicia no sólo está en condiciones de evaluar normas jurídicas y decisiones políticas, sino que también es capaz de jerarquizar procedimientos para seleccionar qué opinión política debe convertirse en derecho”., que ha insistido en que un ideal de “sociedad bien ordenada” es incompleto a no ser que conste de dos niveles: una “teoría de la justicia”, es decir, una propuesta sustantiva acerca de cuáles deberían ser –y cuáles no- los contenidos de las decisiones colectivas de la comunidad; y una “teoría (normativa) de la autoridad”, esto es, una propuesta acerca de cuál debería ser –habida cuenta del desacuerdo reinante a propósito del primer nivel- el procedimiento para producir decisiones colectivas J. Waldron, “A Right-Based Critique of Constitutional Rights”, Oxford Journal of Legal Studies 13 (1993) 18-51, pp. 31 ss.; Id., Law and Disagreement (Oxford: Clarendon Press, 1999), pp. 243-249.. Con esta distinción a la vista, creo que cabe afirmar que el ideal de los derechos representa una sólida teoría de la justicia Como es notorio, ésta es una tesis moral sustantiva que ha sido y es impugnada desde diferentes ángulos. Pero aquí no pretendo entrar en absoluto en esa discusión., pero también que no proporciona por sí solo, sin premisas adicionales o presuposiciones implícitas, una teoría suficiente de la autoridad. La falta de claridad sobre este punto esencial hace que quienes mantienen que los derechos básicos deben estar “sustraídos a cualquier clase de poder de decisión” se vean atrapados en un dilema insoluble cuando se les enfrenta abiertamente a las preguntas específicas de una teoría de la autoridad (a saber: cómo ha de desenvolverse el momento constituyente –esto es, quién y cómo determinará qué es lo que no se permitirá en el futuro decidir a la mayoría-; hasta qué punto debe admitirse o no –y, en su caso, de qué modo- la reforma constitucional; y quién y cómo debe determinar en los momentos de “política ordinaria” o “constituida” el alcance exacto de aquellos confines a lo que las mayorías pueden decidir que se hayan establecido en las constituciones sólo de modo genérico o abstracto) El carácter insoslayable de estas preguntas ha sido oportunamente resaltado, en sus discusiones con Ferrajoli, tanto por Bovero como por Anna Pintore: vid. M. Bovero, “Diritti e democrazia costituzionale”, cit. en nota 41, p. 257; A. Pintore, “Diritti insaziabili”, cit. en nota 26, pp. 180-181 y 193.: porque o bien han de reconocer que no tienen respuesta para ellas, o bien han de responderlas de un modo que desmiente su propia tesis de que los derechos fundamentales deben estar sustraídos a cualquier clase de poder de decisión (y que, en algunos puntos, nos revelará que lo que en realidad se nos está proponiendo es sustraerlos al poder de decisión de la mayoría simplemente para encomendarlos a un poder de decisión diferente). En este sentido puede resultar llamativo, por ejemplo, que alguien como Dworkin sostenga que la decisión constituyente debe adoptarse mediante un referéndum Ronald Dworkin, “Constitutionalism and Democracy”, European Journal of Philosophy 3 (1995) 2-11, p. 10., lo que es tanto como decir que la decisión misma acerca de si han de constitucionalizarse derechos como “triunfos frente a la mayoría” –y, en su caso, cuáles y de qué manera- debe tomarse por mayoría. Pero es que, fatalmente, si un tema está “retirado de la agenda política”, la decisión de retirarlo o no tuvo que ser en algún momento uno de los temas de la agenda. En otros términos: toda comunidad política en la que el “derecho a X” esté institucionalmente sustraído al poder de decisión de la mayoría ha tenido que pasar por algún momento en el que la suerte de ese derecho ha estado, forzosamente, en manos del poder de decisión de alguien Lo subraya J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, p. 303.. Por supuesto, habrá podido ser el de la propia mayoría o cualquier otro. Elster ha sostenido que “la lógica fundamental” de los procesos constituyentes es la de “una mayoría simple tomando la decisión de que la mayoría simple puede no ser la mejor forma de tomar decisiones sobre ciertos temas” Jon Elster, “Majority Rule and Individual Rights”, en S. Shute y S. Hurley (eds.), On Human Rights: The Oxford Amnesty Lectures 1993 (New York: Basic Books, 1993) 175-216, p. 180., pero esto no puede interpretarse como una verdad conceptual. De hecho, cuando en la comunidad política reina el desacuerdo no sólo acerca de qué decisiones adoptar, sino también acerca de cómo han de adoptarse, la idea de que debe resolverse por mayoría cualquier desacuerdo (incluido por tanto el de si se debe o no decidir por mayoría) nos envuelve en un regreso al infinito. Así que la “lógica fundamental” de un proceso constituyente originario resulta ser más bien la de un puro acto -coronado por el éxito- de autoatribución de la competencia para decidir (lo que deja abiertas muchas posibilidades, incluida la autoatribución por parte de una minoría de la competencia para decidir que en lo sucesivo todo se decidirá por mayoría, o que se decidirá por mayoría si algunos asuntos han de sustraerse –reversible o irreversiblemente- al poder de decisión de la mayoría, etc.). Pero en cualquier caso la idea general resulta suficientemente clara: no tiene sentido decir que en el momento constituyente los derechos fundamentales deben estar “sustraídos a cualquier poder de decisión” (a no ser que con ello quiera decirse tan sólo que, cualquiera que sea el modo en que se decida, la decisión será injusta si no los reconoce adecuadamente, lo que por supuesto es una cuestión completamente distinta). Que los derechos constitucionales sean el producto contingente de una decisión originaria, cuyo contenido puede haber sido de lo más diverso, plantea además otro problema a quienes apelan a ideas como las del “coto vedado” para fundamentar el constitucionalismo, ahora en lo tocante a la cuestión de la reforma constitucional. Por un lado, parece que lo único congruente con la idea de que los derechos han de estar emplazados en la esfera de lo indecidible, sustraídos a cualquier poder de decisión, sería postular la absoluta inmodificabilidad de las normas constitucionales que consagran los derechos fundamentales Así lo afirma, decididamente, Ernesto Garzón -cfr. E. Garzón, “El consenso democrático: Fundamento y límites del papel de las minorías”, cit. en nota 54, p. 24-, que sostiene que “para el coto vedado vale la prohibición de reforma (como la establecida por el artículo 79.3 de la Ley Fundamental alemana)”. La posición de Ferrajoli, en cambio, es menos clara. Por una parte, ha sostenido también que las normas constitucionales que establecen los derechos fundamentales han de estar “en línea de principio, dotadas de rigidez absoluta” (“Diritti fondamentali”, cit. en nota 50, p. 21), puesto que al ser los derechos “inalienables e inviolables”, al ser establecidos “contra cualquier poder y en tutela de todos”, “ninguna mayoría, ni siquiera la unanimidad, [ha de tener el poder de] decidir violarlos o no satisfacerlos” (“La democracia constitucional”, cit. en nota 51, pp. 174 y 171). Pero, con independencia del problema de fondo al que se aludirá enseguida –vid. infra, nota 67 y texto al que acompaña-, en otro lugar ha sugerido que la absoluta inmodificabilidad convendría sólo a algunos derechos fundamentales, mientras que cabría discutir el grado de rigidez apropiado para otros (“I fondamenti dei diritti fondamentali”, cit. en nota 51, p. 327).. No estaría a la altura de las pretensiones teóricas de quienes insisten en que los derechos han de estar sustraídos a la disponibilidad de la política concluir que son “triunfos frente a la mayoría” de la mitad más uno, pero no frente a la mayoría de los tres quintos o los dos tercios, o que “la esfera de lo indecidible” es en realidad la de lo indecidible por mayoría simple pero decidible por mayoría cualificada. En este sentido, que la mayor parte de los textos constitucionales no consagren la inmodificabilidad absoluta de los derechos fundamentales -y por consiguiente no excluyan por principio la posibilidad, aun meramente teórica, de utilizar el procedimiento de reforma constitucional para suprimirlos- es algo que, desde este punto de vista, debería considerarse criticable Cuenta Sanford Levinson que Kurt Gödel, el eminente lógico y matemático, se negó a adoptar la nacionalidad estadounidense precisamente por negarse a jurar una constitución que, en teoría, “podría consentir la adopción de políticas de corte Nazi siempre y cuando se respetaran las sutilezas procedimentales del art. V”: vid. S. Levinson, “Introduction: Imperfection and Amendability”, en S. Levinson (ed.), Responding to Imperfection: The Theory and Practice of Constitutional Amendment (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1995) 3-11, p. 10. (y, de hecho, entender efectivamente que es inaceptable es lo que lleva a algunos autores a postular la existencia de límites materiales implícitos al poder de reforma en constituciones que explícitamente no establecen ninguno Fue el caso de Ignacio De Otto, que sostuvo que el hecho de que nuestra constitución no contenga ningún límite material explícito al poder de reforma permitiría acusarla de “indiferencia valorativa”, a no ser que se entienda, como él creía que debía hacerse, que impone implícitamente la prohibición de suprimir la democracia misma: cfr. I. De Otto, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit. en nota 19, pp. 64-65. En V. Ferreres, “Una defensa de la rigidez constitucional”, cit. en nota 7, p. 42, nota 31, pueden encontrarse referencias bibliográficas acerca de la discusión sobre la existencia o inexistencia de límites implícitos a la reforma constitucional, tanto en España como en Estados Unidos. Lo que, en relación con nuestra constitución, sostiene al respecto el propio Ferreres es que sí habría en ella límites materiales implícitos, pero que el Tribunal Constitucional no debería intervenir para controlar si las leyes de reforma constitucional los respetan: vid. V. Ferreres, Justicia constitucional y democracia, cit. en nota 11, p. 237.). Pero, por otra parte, que los derechos constitucionales sean el producto contingente de decisiones originarias de diverso signo tiene que poner en duda la pertinencia incondicionada de las cláusulas de intangibilidad. Considérese, por ejemplo, el caso de la constitución búlgara Tomo estos datos de J. Elster, “Majority Rule and Individual Rights”, cit. en nota 61, pp. 206 y 208; Id., Ulysses Unbound, cit. en nota 7, p. 102. : su art. 57.1 establece que los derechos fundamentales son inmodificables, pero su art. 11.4 establece un límite al derecho de asociación al prohibir la formación de partidos políticos de base étnica, racial o religiosa, su art. 6.2 prohíbe la discriminación inversa sobre esas mismas bases y su art. 36.2 reconoce el derecho de las minorías étnicas a estudiar su lengua, pero no a estudiar (cualquier materia) en su lengua. Todo el que estime que estos preceptos limitan o recortan de manera injustificable los derechos correspondientes tiene que considerar inaceptable la imposibilidad de reformarlos Dejo aquí al margen el problema, señalado por Elster - Ulysses Unbound, cit. en nota 7, p. 102, nota 33-, de que típicamente los preceptos que en una constitución contienen cláusulas de intangibilidad no se incluyan explícitamente a sí mismos entre las materias irreformables, así como cualquier discusión acerca de si se generaría o no alguna dificultad especial en el caso de que, autorreferencialmente, sí lo hicieran.. De ahí que alguien como Ferrajoli, tras haber afirmado con contundencia que “una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no son una cuestión de mayoría y deberían estar sustraídos también al poder de revisión”, se sienta en la necesidad de precisar: “o mejor, debería admitirse sólo su ampliación y nunca su restricción, ni mucho menos su supresión” Luigi Ferrajoli, “Sobre la definición de ‘democracia’”, cit. en nota 33, p. 234. La misma idea –que no podría admitirse la posibilidad de reformar la constitución para suprimir o limitar los derechos, pero sí para darles un reconocimiento más adecuado o expandirlos- es defendida por Cécile Fabre, Social Rights under the Constitution, cit. en nota 39, p. 104. Pero el problema, naturalmente, es que no hay acuerdo respecto a qué derechos deberían ser reconocidos en la constitución y con qué alcance preciso (por ejemplo, alguien podría sostener –como es de suponer que sostendría el constituyente búlgaro- que permitir la reforma del citado art. 6.2 para autorizar la discriminación inversa sobre bases étnicas, raciales o religiosas supondría autorizar restricciones no justificables de los derechos de quienes no son miembros de ninguna de esas minorías). Así que no serviría de nada establecer restricciones sustantivas indeterminadas al procedimiento de reforma constitucional, como sería el caso de una cláusula que estipulara simplemente que cabe la reforma para ampliar los derechos, pero no para restringirlos; y no hay forma de diseñar un procedimiento sin restricciones sustantivas que imposibilite por principio cualquier reforma que uno entienda que restringe los derechos fundamentales y consienta, en cambio, todas aquellas que uno estime que los amplían o les dan un reconocimiento más adecuado Dándose cuenta de la dificultad, Cécile Fabre corta el nudo gordiano proponiendo que, en definitiva, todos los derechos constitucionales sean reformables por una mayoría cualificada de dos tercios –vid. Fabre, Social Rights under the Constitution, cit. en nota 39, p. 105-, lo que, desde luego, no es más que una salida ad hoc.. En definitiva, por tanto, también en lo tocante a la reforma constitucional la idea de que los derechos fundamentales han de estar sustraídos a cualquier poder de decisión nos conduce a un callejón sin salida. Si se entiende que ello se traduce en la prohibición de reforma, lo que de hecho se está haciendo es dejarlos irreversiblemente encomendados, para bien y para mal, al que fue en su día el poder de decisión del constituyente. Y si se dice que aquella decisión originaria debe poder reformarse para ampliar los derechos, pero no para restringirlos, la determinación de qué cuenta como ampliaciones o restricciones admisibles e inadmisibles ha de quedar, indefectiblemente, en manos del poder de decisión de alguien. Lo mismo sucede por último, y esto debería ser lo más obvio, con la determinación del alcance exacto de los límites fijados al poder de decisión de la mayoría: cuando se han establecido mediante disposiciones formuladas en términos muy abstractos y de significado esencialmente controvertido, que además entran con frecuencia en colisión, alguien ha de tener el poder final de decidir cuáles son los contornos precisos de los derechos constitucionales y las relaciones de prioridad entre ellos para grupos de casos determinados. Ahora bien, que el poder de tomar todas estas decisiones –la constituyente, las de reforma constitucional y las de concreción de los límites constitucionales- haya de estar necesariamente en manos de alguien, junto al hecho de que, sea quien sea quien disponga del mismo, siempre será posible que haga un mal uso de él, pone de manifiesto la debilidad de un argumento como el esgrimido por Ferrajoli para sostener el carácter secundario o esencialmente limitado, meramente en virtud de su condición de “derecho-poder”, del que llama “derecho de autonomía pública” Lo señala también A. Ruiz Miguel, “Costituzionalismo e democrazia”, cit. en nota 8, p. 89. (es decir, el derecho de participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas). Por descontado, a través del procedimiento de decisión por mayoría podrían tomarse decisiones lesivas para los derechos fundamentales en cualquiera de los momentos indicados: pero lo mismo puede hacer una minoría en el momento constituyente, una mayoría cualificada al reformar la constitución o un órgano judicial al concretar los límites constitucionales. La idea de que no es legítimo usar el “derecho de autonomía pública” para decidir acerca de los derechos fundamentales, simplemente porque puede producir decisiones que los vulneren y su vulneración es injustificable, olvida precisamente que las decisiones son inevitables y que el hecho de que uno de los procedimientos de decisión posibles sea falible no puede ser por sí solo una razón suficiente para descartarlo cuando todos los demás también lo son. Creo que la raíz de los problemas en un planteamiento como el de Ferrajoli estriba en no darse cuenta de que la idea de que los derechos fundamentales deben ser límites infranqueables para cualquier poder, que tiene pleno sentido en el nivel de la teoría de la justicia -donde significa que cualquier decisión que los vulnere es incondicionalmente injusta-, se desfigura por completo cuando es trasladada al plano de la teoría de la autoridad y se la interpreta, indebidamente, en el sentido de que los derechos han de quedar sustraídos a cualquier poder de decisión. Y tras esa distorsión se infiere inmediatamente que el ideal de los derechos justifica por sí solo la democracia constitucional, porque se asume que ésta sería precisamente el diseño institucional en el que “los derechos son indisponibles para el poder”. Pero esto no es cierto, sencillamente porque no puede serlo: es imposible que los derechos estén sustraídos “a cualquier poder de decisión”, así que el constitucionalismo no es más que un diseño institucional que los encomienda a poderes de decisión distintos del de la mayoría (como mayorías reforzadas u órganos jurisdiccionales). Puede que haya buenas razones para ello, pero lo importante ahora es insistir en que el ideal de los derechos no justifica la democracia constitucional por sí solo, sin alguna clase de premisas o presuposiciones adicionales: y tal vez lo más censurable en una construcción como la de Ferrajoli sea precisamente crear la ilusión de que no son necesarias, con lo que no se hacen explícitas ni por tanto se someten a discusión Anna Pintore ha criticado a Ferrajoli en este mismo sentido, señalando que su postura entraña una respuesta implícita y no argumentada al problema normativo de quién debe tener el poder de decisión: cfr. A. Pintore, “Diritti insaziabili”, cit. en nota 26, p. 181. Ferrajoli ha respondido a esta objeción afirmando que se basa en un malentendido, puesto que sus tesis se moverían en el plano de la teoría del derecho (es decir, serían simplemente descriptivas del régimen jurídico de los derechos fundamentales en el Estado constitucional) y no en el de la filosofía de la justicia, en el que sí se propondrían tesis genuinamente normativas acerca de qué diseño institucional deberíamos considerar justificado: cfr. Ferrajoli, “I fondamenti dei diritti fondamentali”, cit. en nota 51, pp. 320 y 354, nota 2. Pero la réplica no es aceptable. Dejando aparte que, si realmente tuvieran el carácter que Ferrajoli pretende, sus afirmaciones acerca de los derechos resultarían triviales –se limitarían a recordarnos rasgos notorios del Estado constitucional-, son demasiados los pasajes en los que resulta transparente (como, por otra parte, era de esperar) que Ferrajoli en todo momento está abogando por el diseño institucional específico de la “democracia constitucional”, frente a una “ideología de lo mayoritario” que ve proliferar y que califica sin vacilación como peligrosa: cfr., por ejemplo, Ferrajoli, “Garantismo y poderes salvajes” [1998], trad. A. Julio y G. Pisarello, en L. Ferrajoli, El garantismo y la filosofía del derecho, cit. en nota 51, p. 139; Id., “I fondamenti dei diritti fondamentali”, cit. en nota 51, pp. 331-332.. No es difícil, de todos modos, identificar cuáles son esos presupuestos adicionales en los que descansan habitualmente los intentos de fundamentar el Estado constitucional como una presunta exigencia del propio ideal de los derechos. Utilizando la conocida terminología rawlsiana, pueden resumirse en dos ideas: que todos los diseños institucionales o procedimientos de decisión que puede adoptar una comunidad política son esquemas de justicia procesal imperfecta y que el Estado constitucional resultaría ser el menos imperfecto de ellos. Como se recordará, Rawls señaló que hay, en primer lugar, algunos casos –los de “justicia procesal pura”- en los que carecemos de criterios para evaluar los resultados de un procedimiento que sean independientes del procedimiento mismo, de manera que decimos que cualquier resultado producido a través de él es justo con tal de que se haya seguido el procedimiento correctamente (como sucede en el caso de una lotería, por ejemplo). Otras veces, sin embargo, sí contamos con criterios independientes para evaluar los resultados que arroje un procedimiento dado: y hablaremos entonces de “justicia procesal perfecta”, si el seguimiento del procedimiento asegura la obtención del resultado que con arreglo a dichos criterios independientes es correcto, o de “justicia procesal imperfecta”, si el seguimiento del procedimiento no asegura, sino que meramente hace probable, en mayor o menor medida, la corrección del resultado Cfr. J. Rawls, A Theory of Justice, cit. en nota 55, pp. 85-86 [74-75].. En realidad Rawls no dice en ningún lugar que esta enumeración sea exhaustiva, pero me parece que se ha tendido a interpretar que sí lo es. Y a partir de ahí se ha inferido con toda naturalidad que los distintos procedimientos de decisión que puede adoptar una comunidad política no pueden ser otra cosa que esquemas de justicia procesal imperfecta, puesto que damos por sentado que contamos con criterios independientes para evaluar los resultados que arrojen y que ninguno asegura la obtención de resultados correctos. Esto implica asumir que el único criterio para elegir entre procedimientos de decisión alternativos es su valor instrumental, es decir, la mayor o menor probabilidad de que siguiéndolos se alcancen los resultados correctos; o dicho de otro modo, que como esquemas de justicia procesal resulten, comparativamente, más o menos imperfectos. Ello nos llevaría a concluir, como hace José Juan Moreso, que “[s]i se acepta una teoría de la justicia que contiene principios que establecen derechos básicos, entonces estamos comprometidos con un diseño de nuestras instituciones políticas que aumente la probabilidad de obtener decisiones políticas que no violen estos derechos básicos” J.J. Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, p. 394 (y véase también p. 385). Un enfoque similar puede verse en L. Hierro, “El concepto de justicia y la teoría de los derechos”, cit. en nota 45, p. 35.. Y en tal caso, para sostener que el Estado constitucional es una exigencia del propio ideal de los derechos bastaría ya con presuponer que sus procedimientos de decisión específicos son los que, en comparación con cualquier posibilidad alternativa, con mayor probabilidad conducirán a resultados que respeten los derechos. No estoy seguro de que esto último pueda darse por sentado con tanta facilidad. Probablemente lo más sensato que quepa decir al respecto es que la clase de resultados que es de esperar que arroje un determinado procedimiento de decisión depende de factores contextuales, de manera que, si la evaluación de un procedimiento dependiera tan sólo de su valor instrumental, para diferentes condiciones sociales seguramente habría que considerar justificados procedimientos de decisión distintos Insisten en ello Robert Dahl, Democracy and its Critics (New Haven: Yale University Press, 1989) pp. 162 y 191-192; o Charles R. Beitz, Political Equality. An Essay in Democratic Theory (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1989), p. 118. Esta idea de dependencia contextual es claramente asumida por José Juan Moreso, que subraya que el control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes puede ser o no, dependiendo de las circunstancias, la mejor forma de proteger los derechos: y que, cuando no lo es, “no habrá razones para mantenerlo” (“Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, p. 394; vid. también pp. 391-392).. Pero por el momento dejaré al margen esta cuestión. Lo que ahora me interesa es la idea misma de que la evaluación de un procedimiento de decisión depende sólo de su valor instrumental. Charles Beitz ha sugerido, creo que con razón, que la clasificación tripartita de Rawls debe ser ampliada con una cuarta posibilidad, precisamente la que sería más apropiada para la valoración de los distintos diseños institucionales de los que puede dotarse una comunidad política: aquella en la que contamos con criterios independientes del procedimiento para evaluar los resultados de éste, pero contamos además con criterios para evaluar el procedimiento mismo que son independientes del valor de los resultados que es probable que produzca Vid. Charles R. Beitz, Political Equality, cit. en nota 73, pp. 47-48.. Dicho de otro modo: no importa sólo qué es probable que se decida, sino también cómo se decide; no cuenta sólo el valor instrumental de un procedimiento de decisión, sino también su valor intrínseco. Creo que ésta es en realidad la forma de plantear el problema más cercana al pensamiento del propio Rawls Es cierto –como señala L. Hierro, “El concepto de justicia y la teoría de los derechos”, cit. en nota 45, p. 63, n. 62- que Rawls afirma en un momento dado que “[e]l mejor esquema asequible es uno de justicia procesal imperfecta” (A Theory of Justice, cit. en nota 55, p. 198 [173]), pero lo hace en un contexto en el que sólo está resaltando que aunque “[i]dealmente una constitución justa sería un procedimiento justo dispuesto de modo que asegure un resultado justo” (op. cit., p. 197 [173]), esto último es inalcanzable, porque en política ningún procedimiento de decisión es un caso de justicia procesal perfecta. Pero eso ya deja claro que la consideración de una “constitución” como “ideal” depende tanto de su valor intrínseco como de su valor instrumental, lo que se reafirma al añadir poco después que el problema es entonces “seleccionar entre los diseños procedimentales que son a la vez justos y viables aquellos que es más probable que nos conduzcan a un orden jurídico justo y eficaz” (op. cit., p. 198 [173]). También en Political Liberalism -cit. en nota 22, pp. 421-422- afirma que si bien “la justicia de un procedimiento siempre depende […] de la justicia de su resultado probable”, esto no excluye que “los procedimientos justos tengan valores intrínsecos”. La posición de Rawls se analiza más adelante con mayor detalle (vid. infra, apartado 3)., pero ahora eso es lo de menos. Lo importante es marcar con claridad la distinción entre dos modos sustancialmente diferentes de entender qué es lo que determina la justificación de un procedimiento para la toma de decisiones colectivas: el que la hace depender exclusivamente de su valor instrumental y el que considera que depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental. Dilucidar cuál de esos dos enfoques es más acertado no es tan sencillo Aunque intuitivamente me parece más atractivo el segundo, no cabe ignorar que hay también defensas muy elaboradas del puramente instrumentalista: vid. infra, apartado 4.3.. Pero sin entrar ahora en el fondo de la discusión, lo que me interesaría destacar por el momento es que no parece que pueda descartarse ya de entrada, como si fuese acaso completamente arbitraria, la idea de que el procedimiento de decisión por mayoría es intrínsecamente valioso y lo es en mayor medida que cualquier procedimiento de decisión alternativo. Más bien sucede lo contrario: la idea de que la participación de todos y en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas está revestida de una especial calidad moral, al margen del tipo de resultados a los que conduzca, parece gozar de una considerable fuerza intuitiva, porque hay “una cierta dignidad en la participación y un elemento de insulto […] en la exclusión” J. Waldron, “A Right-Based Critique of constitucional Rights”, cit. en nota 56, p. 38. y porque, al atribuir igual valor a la decisión de cada uno, el procedimiento de decisión por mayoría simple “traduce a su ámbito de aplicación [el] principio ético de la igualdad moral de todos los seres humanos como personas” Francisco Laporta, Entre el derecho y la moral (México: Fontamara, 1993), p. 81.. Y en ese caso, incluso si fuese cierto que los procedimientos de decisión específicos del Estado constitucional son los que con mayor probabilidad conducirían a resultados que respeten los derechos, con ello aún no estaría zanjada la cuestión de su justificación: porque ese hipotético mayor valor instrumental debería contrapesarse todavía con el desvalor intrínseco de sus rasgos contramayoritarios. Por supuesto, lo que se acaba de apuntar no es de ninguna manera una justificación suficiente del valor intrínseco del procedimiento de decisión por mayoría. De hecho, se podría discutir esta idea alegando, por ejemplo, que ese presunto valor intrínseco resultaría ser en realidad enteramente derivativo, esto es, que el procedimiento mayoritario sólo sería valioso en la medida en que realice un principio superior y más abstracto de igualdad política; y que, bajo determinadas circunstancias, no sólo no lo materializa, sino que frustra aquel principio, cuya realización reclamaría por tanto el empleo de procedimientos de decisión diferentes Este es el esqueleto de una posición como la de Dworkin, a la que me referiré más tarde (en el apartado 4.3).. Pero tanto esta línea de argumentación como la que, alternativamente, conduciría a dar un fundamento más completo y apropiado a la idea intuitiva de que hay un valor intrínseco en el procedimiento de decisión por mayoría, pasan por la articulación de concepciones suficientemente detalladas de la igualdad política. Y qué forma de concebir la igualdad política sea la más satisfactoria no es, desde luego, una cuestión tan obvia como para que sea posible asumir, ya desde el principio, que la justificación de la elección de un procedimiento de toma de decisiones colectivas por parte de una comunidad política depende exclusivamente de su valor instrumental Tampoco, claro está, para dar por supuesto de manera concluyente lo contrario. Pero tengo la impresión de que el peso intuitivo de la idea de que el procedimiento mayoritario posee un singular valor intrínseco es tan grande que, tras ser arrojada por la puerta por quienes mantienen en principio que la elección entre procedimientos depende sólo de su valor instrumental, acaba penetrando por la ventana en sus planteamientos de formas inopinadas. Por ejemplo, si sólo cuenta el valor instrumental, creo que no se entiende bien qué lleva a dar por sentado que fuera del “coto vedado” –esto es, en la “esfera de lo decidible”- las decisiones sí deben tomarse precisamente por mayoría y no de cualquier otro modo. Y tampoco entiendo bien cómo cabe afirmar que en los casos constitucionales difíciles los tribunales deberían mostrar “un cierto grado de deferencia a las decisiones legislativas”, no –como sería coherente con un planteamiento estrictamente instrumentalista- porque se suponga que de ese modo será más probable que se alcancen los resultados correctos, sino “con el fin de evitar que unas pocas personas tomen decisiones contrarias a la mayoría democrática sobre cuestiones todavía ampliamente controvertidas” (como sostiene J.J. Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, p. 397-398). Porque si resultase que el valor intrínseco de la decisión por mayoría cuenta en algunas elecciones sobre procedimientos, entonces no se me alcanza por qué no habría de contar igualmente en todas ellas.. En suma: la idea, tan común, de que la “democracia constitucional” es una exigencia inmediata del compromiso con el ideal de los derechos, da por supuestas demasiadas cosas (y todas ellas demasiado discutibles). Incluso cuando conseguimos desembarazarnos del tópico de que lo que justifica el constitucionalismo es simplemente que los derechos “han de estar sustraídos a cualquier poder de decisión” y entendemos que de lo que se trata, indefectiblemente, es de justificar por qué entre procedimientos de decisión falibles han de preferirse unos en lugar de otros, el hilo argumental con el que usualmente se intenta anudar el constitucionalismo al ideal de los derechos parece presuponer que la evaluación de un diseño institucional depende sólo de su valor instrumental y que los procedimientos de decisión específicos del Estado constitucional son los que, en comparación con cualquier posibilidad alternativa, con mayor probabilidad han de conducir a resultados que respeten los derechos. Ya he sugerido que lo primero es dudoso, pero tal vez convenga detenerse algo más sobre lo segundo. 2.3. La amenaza de la mayoría El temor a la tiranía de la mayoría es uno de los filones verdaderamente clásicos de la reflexión sobre el constitucionalismo. La idea no es polémica si todo lo que pretende recordarnos es que la mayoría, como cualquier otro poder, también puede conculcar los derechos y que la opresión resultante no dejará de ser tal porque provenga de esa fuente. Pero, en un sentido no tan moderado, con ella se quiere decir algo más: que la mayoría, librada a su propia dinámica y si no se oponen obstáculos que la contrarresten, no es que pueda, sino que tiende en la práctica a violar los derechos. Esta idea clásica, como era de esperar, también ha encontrado su oportunidad para reavivarse en los debates más recientes sobre la fundamentación del constitucionalismo, ahora insistiendo especialmente en la tendencia a la degeneración partitocrática del sistema representativo Entre nosotros, un buen ejemplo de este tipo de planteamiento podría ser el de Perfecto Andrés Ibáñez, “Derecho y justicia en el siglo XXI: Más difícil todavía”, Jueces para la Democracia 48 (2003) 27-40.. Y para quienes ven las cosas de este modo, plantear una objeción democrática al constitucionalismo que pueda conducir en algún caso a la sugerencia de que la última palabra sobre el contenido y alcance de los derechos se ponga en manos de la mayoría parlamentaria ordinaria sería como recomendar que se ponga al lobo al cuidado de las ovejas Y ello llevaría acto seguido a proyectar una sombra de duda sobre la limpieza de los motivos de quienes vuelven a plantear ahora la objeción democrática al constitucionalismo, llegándose a decir que la crítica a la rigidez de los derechos –y a las consecuencias de ésta en términos jurisdiccionales- “parece ser el lema enarbolado por los exponentes de todo un partido transversal [que recorrería la derecha y la izquierda políticas] de damnificados por la justicia” como consecuencia de procesos contra la corrupción y la criminalidad del poder (P. Andrés Ibáñez, “Derecho y justicia en el siglo XXI: Más difícil todavía”, cit. en nota 81, p. 34; las cursivas son del original).. Pero para apreciar el valor de observaciones como estas es importante centrar los términos de la discusión. Quien considera, en primer lugar, que la participación de todos en pie de igualdad propia del procedimiento de decisión por mayoría tiene un valor intrínseco que no posee en igual medida ningún procedimiento alternativo; en segundo lugar, que la justificación global de un procedimiento depende de todos modos del balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental; y, en tercer lugar, que éste último depende de factores contextuales, puede llegar a la conclusión de que hay circunstancias en las que, todo sumado, la última palabra sobre los derechos debería estar en manos de la mayoría parlamentaria ordinaria. Pero exactamente por las mismas razones entenderá que puede haber otras circunstancias significativas en las que no habría de estarlo: porque lo que su enfoque niega no es eso, sino que haya alguna clase de argumento general capaz de mostrar que siempre habría que considerar preferibles los procedimientos de decisión específicos del Estado constitucional, con sus característicos rasgos contramayoritarios. La idea de que la mayoría tiende –no en determinadas circunstancias o respecto a alguna cuestión, sino, por así decirlo, estructuralmente- a ser una amenaza para los derechos puede ser vista entonces como un intento de proporcionar precisamente ese tipo de argumento general: porque, bajo el presupuesto implícito de que el valor instrumental es lo único relevante para la justificación de los procedimientos, lo que de hecho nos viene a decir es que el valor instrumental de un procedimiento en el que la última palabra acerca de los derechos estuviese en manos de la mayoría parlamentaria ordinaria sería sistemáticamente inferior al de los procedimientos contramayoritarios del Estado constitucional. Pero la idea de que la mayoría tiende sistemáticamente a ser una amenaza para los derechos es simplista y empíricamente discutible, y es además una tesis de doble filo que se vuelve con facilidad contra quienes la esgrimen. Estas afirmaciones requieren sin duda algún desarrollo. Se ha dicho con cierta frecuencia que, en realidad, es muy fácil refutar la idea de que los derechos fundamentales serán menos respetados en un sistema político en el que la última palabra sobre su contenido y alcance corresponda a la mayoría parlamentaria ordinaria que en otro dotado de rigidez y control de constitucionalidad: bastaría con comparar la situación de Canadá (o Nueva Zelanda) con la de los Estados Unidos, o la de Holanda con la de Alemania Vid., por ejemplo, R. Dahl, Democracy and its Critics, cit. en nota 73, p. 189; o Ian Shapiro, The State of Democratic Theory (Princeton: Princeton University Press, 2003), p. 64.. Recordar datos como estos es sin duda saludable en una cultura jurídica como la nuestra, acostumbrada a asumir acríticamente No sin relevantes excepciones, desde luego. Vid. F. Rubio Llorente, “Seis tesis sobre la jurisdicción constitucional en Europa”, en La forma del poder: Estudios sobre la Constitución Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2ª ed. 1997), pp. 544-545. que fuera de los mecanismos específicos del Estado constitucional no hay esperanza para los derechos, inermes ante la amenaza de la mayoría. Pero, lamentablemente, el argumento no es convincente Resulta esclarecedor al respecto Wojciech Sadurski, “Judicial Review and the Protection of Constitutional Rights”, Oxford Journal of Legal Studies 22 (2002) 275-299, pp. 275-276.. Lo sería si entre los sistemas políticos que se comparan la única variable fuese esa diferencia de diseño institucional y todo lo demás (tradiciones, estructura social, cultura política…) fuese igual. Pero obviamente no lo es, así que la observación no prueba que el nivel de respeto de los derechos, pongamos por caso, de Canadá u Holanda, no se haya alcanzado precisamente gracias a esos otros factores y a pesar de su diseño institucional. Así que, para que el argumento fuese realmente concluyente, debería basarse en juicios contrafácticos: debería preguntarse, por ejemplo, si en Estados Unidos los derechos estarían mejor o peor protegidos que en la actualidad si se hubiese dotado de un diseño institucional como el de Canadá, o si habría sido mejor o peor la situación de Holanda en el caso de que hubiera adoptado un sistema como el de Alemania. El problema, naturalmente, es que esos juicios contrafácticos parecen impracticables Cfr. J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 287-288, donde se desarrolla la idea de que es imposible verificar la afirmación de Dworkin –en R. Dworkin, Law’s Empire (Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1986), p. 356– de que “Estados Unidos es una sociedad más justa que la que habría sido si sus derechos constitucionales se hubiesen confiado a la conciencia de instituciones mayoritarias”.. Y por eso se ha llegado a decir que en realidad no hay forma de comparar con rigor los respectivos valores instrumentales de procedimientos de decisión diferentes Erwin Chemerinsky, “Losing Faith: America Without Judicial Review?”, Michigan Law Review 98 (2000) 1416-1435, pp. 1418 y 1433.. No obstante, como sugirió Rawls, tal vez la forma de “resolver este problema de un modo inteligente” J. Rawls, A Theory of Justice, cit. en nota 55, p. 198 [173]. pase por el análisis comparativo de los incentivos que para la conducta de cada uno de los actores relevantes (ya sea el constituyente, la mayoría parlamentaria ordinaria o los jueces constitucionales) resultan de sus respectivas posiciones institucionales. En este sentido, se insiste a menudo en que las mayorías parlamentarias no son el mejor vehículo para la protección de los derechos porque están interesadas por encima de todo en que la mayoría popular les reelija: así que tendrían fuertes incentivos tanto para manipular estratégicamente en su favor los derechos políticos J. Elster, “Majority Rule and Individual Rights”, cit. en nota 61, p. 182., como para ponerse sistemáticamente del lado de la mayoría popular “en cualquier disputa seria acerca de los derechos de una minoría contra ella” R. Dworkin, Law’s Empire, cit. en nota 86, p. 375.. Mientras que los jueces constitucionales, según suele decirse, ocupan una posición institucional que les haría inmunes a ese tipo de presiones o incentivos políticos a corto plazo, lo que, unido a otras circunstancias (que hayan de motivar adecuadamente sus decisiones, que no controlen su agenda, que puedan plantear sus pretensiones ante ellos minorías marginales en el proceso democrático ordinario…), haría de ellos un cauce mucho más idóneo para que los derechos alcancen una protección satisfactoria Es un argumento clásico que se ha formulado en múltiples ocasiones: recientemente, y con bastante detalle, en Eisgruber, Constitutional Self-Government, cit. en nota 19, pp. 51-71.. Pero este tipo de argumentos comparativos deben formularse con mucho cuidado para evitar lo que cabría denominar “falacias de asimetría”, esto es, comparaciones de los peores rasgos o de la descripción más pesimista posible de uno de los actores cuyas posiciones institucionales se están contrastando, con los mejores rasgos o la descripción más idealizada del otro Cautela que, no debería hacer falta decirlo, debe respetarse en ambas direcciones. Por ejemplo, Perfecto Andrés Ibáñez cree que quienes plantean objeciones democráticas al constitucionalismo “contraponen una imagen candorosa e incluso naïf de la institución parlamentaria a una visión tremendista y apocalíptica de la jurisdicción”, “el tipo ideal de parlamento y el antimodelo de juez, constitucional u ordinario” (P. Andrés Ibáñez, “Derecho y justicia en el siglo XXI: Más difícil todavía”, cit. en nota 81, p. 36; las cursivas son del original); pero no parece creer que él presente el “antimodelo” de los partidos políticos al afirmar que se han convertido “los de gobierno, sobre todo, […] en verdaderas agencias de gestión de intereses corporativos”, ni que sea tremendista decir que los casos de corrupción de años recientes constituyen “un nuevo fenómeno macroscópico de degradación criminal del poder” (op. cit., p. 32). Estos reproches de asimetría y de idealización ingenua de la opción por la que uno mismo se decanta, por supuesto, no surgen sólo como protesta frente a posibles caracterizaciones angélicas de los legisladores democráticos: cfr., en el sentido contrario, Mark Tushnet, “A Goldilocks Account of Judicial Review?”, University of San Francisco Law Review 37 (2002) 63-87, donde se critica la posición de Eisgruber a la que me he referido hace un momento (vid. supra, nota 94) censurándole precisamente su demonización de las mayorías parlamentarias y su ingenuidad respecto a los jueces constitucionales.. Así que una imagen como la que se acaba de presentar debería ser corregida o reequilibrada en los dos sentidos. En primer lugar, no hay ninguna razón sólida para dar por sentado que los ciudadanos en general y los legisladores en particular actúen sistemáticamente movidos por estrechas consideraciones de interés propio, y nunca por razones de principio que sean expresión de diferentes concepciones de lo justo Lo resaltan Jeremy Waldron, “Rights and Majorities: Rousseau Revisited”, en J. Waldron, Liberal Rights: Collected Papers 1981-1991 (Cambridge: Cambridge University Press, 1993) 392-421, p. 418; o Cass Sunstein, The Partial Constitution (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993), p. 146.. Los debates entre mayorías y minorías –populares o parlamentarias- invocan este último tipo de razones: y aunque, naturalmente, es posible que esa invocación no sea más que una fachada para encubrir motivaciones reales puramente interesadas, no sólo carecemos de una buena razón de orden general para presuponer que siempre haya de ser así, sino que, si dispusiéramos de ella, sería difícil entender por qué no habría de aplicarse por igual a todos los actores del sistema (esto es, por qué no habría que pensar también que las razones invocadas en sus fallos por los jueces constitucionales no son más que la fachada con la que intentan encubrir sus motivos reales en términos de estricto interés). Ahora bien, si se admite que el punto de vista de los individuos acerca de los derechos –ya sea como votantes o como legisladores- no está necesariamente gobernado por su interés, sino que puede basarse en genuinas razones de principio, en una creencia honesta acerca de qué es justo, entonces no hay por qué aceptar la imagen de una mayoría parlamentaria incondicionalmente dispuesta a configurar los derechos políticos de cualquier modo que mejor convenga a sus expectativas de mantenerse en el poder La realidad siempre brinda ejemplos para poner en cuestión cualquier tópico. En Buckley vs. Valeo (424 US 1, 1976) el Tribunal Supremo de Estados Unidos consideró contrarios a la libertad de expresión de la Primera Enmienda determinados preceptos de la Federal Election Campaign Act de 1971 (tal y como había resultado modificada por la Election Act Amendment de 1974) que establecían límites a los gastos de campaña en que podían incurrir terceros en favor de un candidato. Así que a quienes insisten en que los legisladores están sujetos a presiones financieras como una de las diversas razones que militarían en favor del control judicial de constitucionalidad -como Dworkin, Freedom’s Law, cit. en nota 19, p. 34-, habría que enfrentarles al hecho de que no es inconcebible que los intentos de contener o limitar esas presiones por parte del propio legislador democrático se vean frustrados, precisamente, por jueces constitucionales: la ironía es subrayada ácidamente por Ara Lovitt, “Constitutional Confusion?”, Stanford Law Review 50 (1998) 565-603, p. 593.. Ni el hecho de que un determinado punto de vista sobre los derechos sea asumido por la mayoría popular tiene por qué significar que sea necesariamente contrario u hostil a los intereses legítimos de la minoría Como recuerdan oportunamente Sadurski o Amar, el reconocimiento de buena parte de los derechos de las minorías (e incluso la adopción de medidas de discriminación inversa en su favor) se ha producido en muchos sistemas políticos precisamente a través del proceso mayoritario: vid. Sadurski, “Judicial Review and the Protection of Constitutional Rights”, cit. en nota 85, pp. 292-293; y Akhil R. Amar, “The Consent of the Governed: Constitutional Amendment Outside Article V”, Columbia Law Review 94 (1994) 457-508, pp. 503-504., con lo que, incluso si es cierto que la mayoría parlamentaria tiende a reproducir ese punto de vista de la mayoría popular a fin de incrementar la probabilidad de ser reelegida, de ello no tiene por qué seguirse indefectiblemente una amenaza para los derechos. Y en segundo lugar, la misma visión realista –ni idealizadora ni peyorativa- que subraya que el punto de vista de las mayorías no está necesariamente gobernado por su interés, tiene que llevar a admitir que el de los jueces constitucionales no es necesariamente inmune a toda consideración de esa naturaleza. Es ingenuo pensar que su posición les aísla totalmente de cualquier forma de presión política, o que carecen por completo de incentivos, en términos de interés personal, que puedan condicionar de algún modo el sentido de sus decisiones Especialmente si su puesto no es vitalicio y sus expectativas personales cuando lo abandonen pueden depender en parte del modo en que decidieron mientras lo ocupaban. Sobre los diferentes factores que pueden influir en la conducta judicial resulta ilustrativo Frederick Schauer, “Incentives, Reputation, and the Inglorious Determinants of Judicial Behavior”, University of Cincinnati Law Review 68 (2000) 615-636. . A decir verdad, parece mucho más realista entender que en el seno de un tribunal constitucional se reproducen a grandes rasgos las mismas divisiones ideológicas que presiden la política ordinaria, y que también dentro de él, como en ésta, la formación de una mayoría se consigue en parte a través de la negociación y el compromiso Es muy recomendable, en este sentido, la consulta de Edward Lazarus, Closed Chambers: The First Eyewitness Account of the Epic Struggles Inside the Supreme Court (New York: Times Books, 1998), que, a partir de la experiencia de su autor como law clerk del juez Blackmun, ilustra con profusión de detalles las pugnas y compromisos que se desarrollan de puertas para adentro en el Tribunal Supremo de Estados Unidos.. Y hay que subrayar además que la línea argumental seguida por quienes sostienen que la mayoría es sistemáticamente una amenaza para los derechos se puede volver aquí contra sí misma. Porque si se insiste tanto en que la mayoría actúa exclusivamente en función de su interés, habrá que dar por sentado que eso será exactamente lo que haga no sólo cada vez que apruebe una ley, sino también cada vez que se hayan de nombrar jueces constitucionales o se presente cualquier oportunidad de influir en sus decisiones. Es cierto, por una parte, que esa presión de la mayoría sobre los jueces constitucionales daría un cierto respaldo a lo que se ha dicho a veces para justificar la justicia constitucional: que la insistencia en su carácter contramayoritario es una exageración, porque a medio y largo plazo “hay muchos vínculos que conectan [a un tribunal constitucional] con su tiempo y su sociedad” Mauro Cappelletti, The Judicial Process in Comparative Perspective, cit. en nota 12, p. 206. , que en la práctica el punto de vista de los jueces constitucionales no suele diferir por mucho tiempo del de la mayoría de los ciudadanos El estudio clásico que trata de documentar empíricamente que, con pocas excepciones (vid. supra, nota 14), esto es lo que sucede, es el de Robert Dahl, “Decision-Making in a Democracy: The Supreme Court as a National Policy-Maker”, Journal of Public Law 6 (1957) 279-295. Un trabajo mucho más reciente que desarrolla un argumento similar es el de William Mishler y Reginald Sheehan, “The Supreme Court as a Countermajoritarian Institution? The Impact of Public Opinion on Supreme Court Decisions”, American Political Science Review 87 (1993) 87-101. y que por ello, en suma, la constitución no es lo que el tribunal diga que es, sino “lo que el pueblo, al actuar constitucionalmente a través de los demás poderes, eventualmente le permita al Tribunal decir que es” J. Rawls, Political Liberalism, cit. en nota 22, p. 237; lo cita con aprobación J.J. Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, p. 398.. Pero, por otro lado, defender la justicia constitucional de esa manera es como saltar de la sartén para caer en el fuego: porque si se parte de que la mayoría amenaza sistemáticamente los derechos, no se entiende cómo el peligro podría ser conjurado por los jueces constitucionales si realmente es cierto que a medio plazo estos tienden a alinearse con el punto de vista de aquélla. Sencillamente, uno no puede servirse de ambos argumentos a la vez. Algo parecido sucede cuando se comparan los momentos constituyentes con los de política ordinaria. Una teoría que insista en que la mayoría es sistemáticamente una amenaza para los derechos no deja muy claro de quién espera entonces la aprobación de constituciones que reconozcan los derechos de los más débiles Como dice Waldron, sería “demasiado pesimista” como para confiar en que los derechos lleguen a obtener alguna vez una protección adecuada: vid. J. Waldron, “Rights and Majorities: Rousseau Revisited”, cit. en nota 93, p. 406.; y además se incapacita a sí misma para explicar cómo es posible que hayan existido mayorías que han limitado su propio poder de esa manera. A veces se intenta explicarlo insistiendo en que hay una diferencia cualitativa entre los momentos constituyentes y los de política ordinaria, que supuestamente haría que las motivaciones de la mayoría variaran sistemáticamente de un caso a otro. Pero, dejando al margen que esto ya implica conceder que el que la mayoría sea o no una amenaza para los derechos depende de las circunstancias, la idea misma de que las motivaciones de los constituyentes han de ser, por principio, esencialmente diferentes a las de los legisladores ordinarios es totalmente gratuita. Como dice Elster, “la idea de que los constituyentes son semidioses legislando para bestias es una ficción” J. Elster, Ulysses Unbound, cit. en nota 7, p. 172. En un sentido similar, vid. F. Laporta, "El ámbito de la Constitución", cit. en nota 6, pág. 463. . Nada impide que las decisiones constituyentes sean estrictamente interesadas Es más, desde el punto de vista estratégico, la toma de decisiones constituyentes, en la medida en que no puedan ser removidas en el futuro por una mayoría simple de signo contrario, brinda oportunidades mucho más valiosas de promover el propio interés que las que ofrecen las decisiones de política ordinaria. Y de hecho algunas decisiones constituyentes que se presentan como formas de autorrestricción pueden explicarse mejor como decisiones estratégicas encaminadas a restringir, en beneficio propio, el margen de acción de una mayoría posterior de signo contrario. Por ejemplo –como expone J. Elster, Ulysses Unbound, cit. en nota 7, p. 171-, la decisión de Giscard d’Estaing en 1974 de fortalecer los poderes de control del Conseil Constitutionnel se basaba en haber previsto (y el tiempo demostró que con razón) que la próxima mayoría sería socialista, que emprendería un programa de nacionalizaciones y que el Conseil invalidaría por juzgarla inconstitucional la legislación correspondiente. , ni tampoco que las de política ordinaria se basen en genuinas razones de principio que sean expresión de una concepción de lo justo: sencillamente, en cualquiera de los dos momentos es posible que las motivaciones de la mayoría sean de uno u otro tipo. En resumidas cuentas, tal vez si se piensa que la mayoría es una amenaza para los derechos es porque se presupone que éstos son por definición de las minorías y contra la mayoría (y es por eso por lo que confiar a ésta la última palabra sobre su contenido y alcance se ve de inmediato como una violación del principio nemo iudex in causa sua). Pero esa suposición encierra una buena cantidad de equívocos. Claro que en ocasiones la clase de los beneficiarios de un determinado derecho es una minoría de individuos, y por supuesto que a veces la pretensión legítima de esa minoría se enfrenta a los prejuicios, la hostilidad y el rechazo de la mayoría. Pero no tiene por qué ser así. En primer lugar, la clase de quienes no son beneficiarios de un derecho y la de quienes se oponen a su reconocimiento no tienen por qué coincidir: como ya se apuntó, la mayoría no tiene por qué ser hostil a los derechos de una minoría. Pero es que además, en segundo lugar, no tiene por qué ser necesariamente malo que la mayoría sea hostil a las pretensiones de una minoría. Si esto no se ve con claridad, será probablemente porque la alusión en este contexto a las minorías resulta ambigua Lo recuerda Roberto Gargarella, La justicia frente al gobierno, cit. en nota 18, p. 33.: al hablar de “minoría” se puede hacer referencia o bien a un sentido estrictamente numérico, o bien a la idea de un colectivo marginado o desaventajado. Pero los dos sentidos no coinciden: una minoría en el primer sentido puede no serlo en el segundo, y viceversa. Y si hablamos de “minorías” en el primer sentido, debería ser obvio que la justificación de la pretensión de reconocimiento de un derecho simplemente no tiene nada que ver con que sea mayor o menor la clase de sus hipotéticos beneficiarios. O dicho de otro modo: que la pretensión de reconocimiento de un derecho provenga de un grupo minoritario, por sí solo, no dice nada a su favor, porque sencillamente no todas las pretensiones invocadas por minorías son respetables Y menos cuando su invocación, muchas veces, implica la negación de un derecho incompatible con ellas esgrimido por otro grupo y quizá más defendible (por ejemplo, la vindicación de un derecho de los empresarios a contratar o no a quienes deseen y en las condiciones que deseen implica la negación del derecho de los trabajadores a ciertas condiciones mínimas o a no ser discriminados). El hecho obvio, pero que a veces parece olvidado, de que no todo derecho invocado por una minoría es respetable, es resaltado por R. Dahl, A Preface to Democratic Theory, cit. en nota 14, p. 26; o C. Sunstein, Legal Reasoning and Political Conflict (New York/Oxford: Oxford University Press, 1996), pp. 176-178.. Si alguna vez se tiende irreflexivamente a suponer lo contrario, será seguramente porque se piensa en las minorías en el segundo de los sentidos antes mencionados: de hecho, su propia caracterización como grupos “discriminados” o “desaventajados” encierra ya la idea de que sus pretensiones son justificadas. Pero entonces, en tercer lugar, podemos estar hablando de grupos desaventajados, pero numéricamente mayoritarios (como las personas de raza negra en la Sudáfrica del apartheid, por ejemplo): y en ese caso -ahora enfrentándose a la hostilidad de una minoría en sentido numérico, pero socialmente dominante- que la suerte de sus derechos se determine a través de un proceso mayoritario, bien lejos de ser una amenaza, puede ser su única esperanza. Todo esto debería servir, en suma, para recordarnos dos ideas esenciales. La primera, que en realidad sólo algunos derechos pueden caracterizarse con sentido como derechos de una minoría en sentido numérico. Y no sólo porque la clase de sus beneficiarios pueda ser un grupo desaventajado pero numéricamente mayoritario, sino sobre todo porque en la mayor parte de los casos la clase de los beneficiarios de un derecho fundamental (a la vida, a la libertad de expresión, a la intimidad...) no puede ser identificada con un grupo social específico, ni mayoritario ni minoritario: quienes discrepan acerca de su contenido y alcance están en desacuerdo acerca de cómo articular derechos cuyos beneficiarios serían todos los individuos, esto es, discrepan –como dice Sadurski—"acerca de una concepción de la justicia, no acerca de cómo proteger a una minoría" W. Sadurski, “Judicial Review and the Protection of Constitutional Rights”, cit. en nota 85, p. 293.. Y la segunda, que el peligro de la tiranía de la mayoría es simétrico al de la tiranía de la minoría: como explica lúcidamente Robert Dahl R. Dahl, Democracy and its Critics, cit. en nota 73, pp. 155-156., la idea de que el poder de veto de una minoría sólo puede emplearse para bloquear amenazas de la mayoría a sus derechos, y no para vulnerar derechos de la mayoría o de otras minorías, carece por completo de fundamento Esto explica también los dos sentidos en los que anda errada la afirmación de Kelsen, acorde sin duda con una opinión muy generalizada, de que la exigencia de mayorías reforzadas es un “medio eficaz de protección de la minoría contra los abusos de la mayoría” (cfr. H. Kelsen, “La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)”, cit. en nota 10, p. 152): una regla de mayoría reforzada, al establecer un cierto umbral numérico para la toma de decisiones, no sólo deja desprotegidas frente a la posibilidad de abuso de la mayoría a las minorías que no lo alcancen, sino que también deja a la mayoría desprotegida frente a la posibilidad de que use abusivamente su poder de veto una minoría que lo rebase (y la paradoja consiste además en que esos dos males simultáneos requerirían remedios opuestos: el primero, que la mayoría exigida sea lo más alta posible, para que sean más las minorías protegidas; el segundo, exactamente lo contrario, para que sean menos las minorías que puedan abusar de su poder de veto). Todo ello, por supuesto, dejando ahora al margen el desvalor intrínseco que suponga una regla de mayoría reforzada, al no atribuir igual valor a la decisión de cada votante.. Y por cierto, de ello se seguiría finalmente que, habida cuenta de ese peligro simétrico y dado que en ausencia de unanimidad no hay más alternativa a la regla de la mayoría que la regla de alguna minoría, la invocación en este contexto de la idea de nemo iudex in causa sua, justamente porque cabría aplicarla a cualquiera de las opciones posibles, no sirve para desechar ninguna de ellas Vid. en este sentido J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, p. 297.. En definitiva, no me parece posible alcanzar ninguna conclusión de orden general acerca de los respectivos valores instrumentales de procedimientos de decisión diferentes. El que en concreto quepa esperar que alcance uno cualquiera de ellos, dependerá en todo caso del contexto, de las circunstancias específicas de la comunidad política en la que se pretenda aplicarlo: y en esto, como escribió Cappelletti, “una página de buen análisis empírico será seguramente más notable que muchos libros llenos de [...] especulaciones abstractas” M. Cappelletti, The Judicial Process in Comparative Perspective, cit. en nota 12, p. 206; la misma conclusión en Larry Alexander, “Is Judicial Review Democratic? A Comment on Harel”, Law and Philosophy 22 (2003) 277-283, p. 279.. 3. Un planteamiento rawlsiano: valor del procedimiento y valor de los resultados Quizá convenga recapitular las ideas más importantes que han ido perfilándose a lo largo del análisis precedente. En primer lugar, tanto la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas como el respeto de los derechos que garantizan la autonomía individual de las personas son componentes igualmente esenciales e irrenunciables de un liberalismo político consecuente. Pero esto, en segundo lugar, no implica que no haya tensión entre uno y otro, y esa tensión se materializa en la paradoja de las precondiciones de la democracia, que no puede resolverse ni por una mera definición de “democracia”, ni sólo apelando a las implicaciones de un compromiso serio con el ideal moral de los derechos. Así que, en tercer lugar, la justificación de un diseño institucional depende de un balance entre su valor intrínseco (cuya estimación depende a su vez, en último término, del modo en que se articule el ideal de la igualdad política) y su valor instrumental (que depende de las circunstancias específicas de la comunidad política en que se aplique). Y de todo ello resultaría, en cuarto y último lugar, la aceptación de la idea de dependencia contextual: en diferentes condiciones sociales pueden estar justificados procedimientos de decisión distintos. Un planteamiento como éste se aparta en varios extremos de las formas más habituales de abordar los problemas de fundamentación del constitucionalismo En particular, tal vez lo menos usual sea la aceptación de la tesis de la dependencia contextual. En un trabajo anterior - J.C. Bayón, “Derechos, democracia y constitución”, cit. en nota 18-, en el que la idea central ya era que la elección de un procedimiento depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental, no acerté a ver con claridad que la consecuencia obligada de un planteamiento semejante es que en condiciones sociales diferentes no tienen por qué estar justificados los mismos procedimientos, lo que me llevaba a proponer incondicionalmente un tipo de diseño institucional –de “constitucionalismo débil”- que ahora me parece adecuado sólo bajo ciertos presupuestos. Volveré sobre ello en el apartado 5.. Pero en realidad no es novedoso: coincide -no en todos los detalles, pero sí en lo sustancial- con el que defendió Rawls en A Theory of Justice Amy Gutmann subraya, creo que con razón, que Rawls no trata estas cuestiones exactamente del mismo modo en A Theory of Justice y en Political Liberalism: cfr. A. Gutmann, “Rawls on the Relationship between Liberalism and Democracy”, en S. Freeman (ed.), The Cambridge Companion to Rawls (Cambridge/New York: Cambridge University Press, 2003), pp. 168-199, p. 168. Pero Gutmann cree que en conjunto las dos obras ofrecen un análisis más satisfactorio que el que brinda cualquiera de ellas por separado, mientras que a mi modo de ver es preferible –y más claro- el de A Theory of Justice. Aquí, sin embargo, no trataré de justificar esta opinión, ni entraré siquiera a comparar la forma en que Rawls trata el problema en una y otra obra. , así que en lo sucesivo me referiré en términos generales a este tipo de enfoque como “planteamiento rawlsiano”. Y lo que me gustaría destacar ahora, repasando brevemente las ideas del propio Rawls, es el problema fundamental con el que se enfrenta a mi juicio un planteamiento de esta clase. En el análisis de Rawls la idea fundamental es que la justicia de un diseño institucional (o de una “constitución”, lato sensu) tiene dos componentes: ha de ser “un procedimiento justo que satisfaga las exigencias de igual libertad” y, entre todos los procedimientos justos que resulten viables, ha de ser el que haga más probable que se alcancen resultados justos, de manera que, en suma, “[l]a justicia de la constitución ha de evaluarse bajo ambos aspectos a la luz de lo que permitan las circunstancias” (221 [194]) En este apartado todas las referencias que aparecen entre paréntesis en el texto remiten a A Theory of Justice –cit. en nota 55-, indicándose en primer lugar el número de página de la edición original y a continuación, entre corchetes, el correspondiente a la edición revisada de 1999.. Aquí están condensados los elementos esenciales de su enfoque, pero conviene destacarlos de forma sucinta por separado. En primer lugar, entre las “exigencias de la igual libertad” o del primero de los principios de la justicia se cuentan no sólo la protección de las libertades personales fundamentales, sino también el aseguramiento de un “status común de igual ciudadanía” (199 [175]), esto es, también el “principio de (igual) participación” (221 [194]) o de la “libertad política” entendida como “la libertad de participar en pie de igualdad en los asuntos políticos” (201 [177]). Y Rawls es tajante al subrayar que esa igual libertad política “no es sólo un medio” (234 [205]), no tiene su fundamento exclusivamente en consideraciones instrumentales, sino que dar a cada uno “una voz igual a la de todos los demás en la determinación del modo en que han de quedar dispuestas las condiciones sociales básicas” tiene “un efecto profundo en la calidad moral de la vida cívica” (233 [205]) en la medida en que “eleva la autoestima y el sentimiento de aptitud política del ciudadano medio” (234 [205]), lo que obviamente es tanto como decir que un procedimiento que respete el principio de igual participación es intrínsecamente valioso. Y en segundo lugar, Rawls afirma de modo muy claro que la igual libertad política es “menos extensa” cada vez que el procedimiento de toma de decisiones por mayoría simple se ve restringido por los mecanismos del constitucionalismo (224 [197]), de manera que el problema fundamental será determinar qué extensión precisa haya de darse a aquélla, esto es, qué limitaciones del principio de igual participación se podrían considerar justificadas (228 [200]). Y su respuesta es que, habida cuenta de que “la justificación para los mecanismos del constitucionalismo es que presumiblemente protegen las demás libertades”, cuál sea el mejor diseño institucional depende de “las consecuencias para el sistema de la libertad en su conjunto”, es decir, depende de si una “libertad de participación menos extensa queda suficientemente compensada por la mayor seguridad y extensión de las demás libertades” (229 [201]). Esto es tanto como decir que el criterio para juzgar un diseño constitucional “es siempre el balance global de la justicia” (231 [203]), porque aunque siempre es preferible una mayor libertad, esa afirmación vale “para el sistema de la libertad en su conjunto, y no para cada libertad en particular” (203 La redacción del párrafo del que procede esta cita no es la misma en la edición original de 1971 y en la edición revisada de 1999.). En resumen, el primer principio de la justicia da prioridad al sistema de libertades básicas en su conjunto, no a la libertad política sobre las libertades personales ni a la inversa, por lo que la justificación de un diseño institucional depende de un balance entre la extensión que alcance en él la “igual libertad política” y su mayor o menor aptitud para asegurar la protección del resto de las libertades. Pero ello nos lleva al punto más delicado del planteamiento rawlsiano. El problema no es que con un enfoque así no se pueda dar una respuesta en abstracto a la pregunta de cuál es entonces el diseño institucional en el que “el sistema de la libertad en su conjunto” saldría mejor parado: al contrario, mostrarnos que esa clase de respuesta general es imposible y que hemos de aceptar en su lugar la tesis de la dependencia contextual es posiblemente uno de sus mayores atractivos Donde Rawls parece asumir más claramente la tesis de la dependencia contextual es en Political Liberalism, cit. en nota 22, pp. 234-235; o p. 405, donde afirma que “la justicia como equidad [...] permite –pero no requiere- que las libertades básicas se incorporen a la constitución y sean protegidas como derechos constitucionales” (las cursivas son mías). Amy Gutmann entiende que, en una interpretación de conjunto, también se puede decir que Rawls mantuvo esa tesis en A Theory of Justice (cfr. A. Gutmann, “Rawls on the Relationship between Liberalism and Democracy”, cit. en nota 112, p. 188). Esto quizá no sea tan claro (por ejemplo, al explicar por qué no convendría dar expresión constitucional a las exigencias del principio de diferencia, Rawls parece dar por sentado que en un diseño institucional justo las libertades del primer principio de la justicia sí que habrían de estar constitucionalizadas: cfr. A Theory of Justice, cit. en nota 55, p. 199 [174]), pero no entraré aquí a discutirlo.. El problema, más bien, es que con un enfoque como éste tampoco parece posible precisar cuál sería el mejor diseño institucional en circunstancias concretas: porque si no se nos proporciona algún criterio para determinar que “pérdida marginal” sufrida por el principio de participación (230 [202]) quedaría compensada por la correspondiente ganancia marginal en la protección del resto de las libertades que hipotéticamente pudiera traer consigo aquella pérdida, entonces, por mucho que dispongamos de suficiente información empírica, no será posible determinar “las consecuencias para el sistema de la libertad en su conjunto” de ningún diseño institucional determinado. En definitiva, el planteamiento rawlsiano sostiene que la justificación de un diseño institucional depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental, pero no proporciona criterios para llevar a cabo ese balance. Y no deja de ser irónico que con ello se convierta en este punto en una “teoría intuicionista” en el sentido específico empleado por el propio Rawls, precisamente el tipo de enfoque que él rechazó decididamente por considerar que su estructura era inapropiada para una concepción de la justicia Según Rawls las teorías intuicionistas tienen dos rasgos: “consisten en una pluralidad de [...] principios que pueden entrar en conflicto” y “no incluyen ningún método explícito, ninguna regla de prioridad, para sopesar esos principios”, con lo que no nos queda otro remedio que llevar a cabo el balance “por intuición” (A Theory of Justice, cit. en nota 55, p. 34 [30]); y una teoría con ese tipo de estructura no sería aceptable porque “[l]a asignación de pesos es una parte esencial y no menor de una concepción de la justicia”, ya que “[s]i no podemos explicar cómo se determinan esos pesos mediante criterios éticos razonables, los medios de la discusión racional han llegado a su fin”, de manera que una concepción intuicionista de la justicia no sería más que “una concepción a medias” (op. cit., p. 41 [37]).. Recapitulando, para enfocar correctamente la discusión de los problemas de fundamentación del constitucionalismo hay que partir a mi modo de ver de las ideas nucleares de un planteamiento rawlsiano Aunque empleo la expresión “planteamiento rawlsiano”, insisto en que ésta no es más que una fórmula cómoda para referirme genéricamente a un tipo de enfoque (centrado en la idea de que la justificación de un diseño institucional depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental) que tal vez Rawls no mantuvo sin matizaciones después de A Theory of Justice y que, en todo caso, también es posible encontrar en otros autores: por ejemplo, en Robert Dahl, Democracy and its Critics, cit. en nota 73, p. 191; Charles R. Beitz, Political Equality, cit. en nota 73, pp. 95-96; David Copp, “Could Political Truth Be a Hazard for Democracy?”, en D. Copp, J. Hampton y J.E. Roemer (eds.), The Idea of Democracy (Cambridge: Cambridge University Press, 1993), p. 111; o Thomas Christiano, The Rule of the Many (Boulder: Westview Press, 1996), pp. 81-82.: la participación democrática en la toma de decisiones públicas es intrínsecamente valiosa; precisamente por ello todo mecanismo contramayoritario es prima facie disvalioso, con lo que su implantación resulta especialmente necesitada de justificación (y plantear una objeción democrática al constitucionalismo no es más que subrayar esto); de todos modos, esa justificación es posible si los mecanismos contramayoritarios aseguran un mayor valor instrumental y lo hacen en un grado suficiente como para compensar su falta de valor intrínseco; y en definitiva, si se entiende por un lado que la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas es uno de nuestros derechos, y, por otro, que el posible mayor valor instrumental de los mecanismos contramayoritarios se refiere a su hipotética mayor aptitud para proteger adecuadamente el resto de ellos, el problema de la justificación del constitucionalismo debería ser concebido esencialmente como la resolución de un conflicto de derechos Así, como conflicto de derechos, es exactamente como plantean la cuestión R. Dahl, Democracy and Its Critics, cit. en nota 73, p. 191; Stephen M. Griffin, American Constitutionalism (Princeton: Princeton University Press, 1996), p. 123; o W. Sadurski, “Judicial Review and the Protection of Constitutional Rights”, cit. en nota 85, p. 280.. Pero aunque en mi opinión este enfoque es esencialmente correcto, resulta incompleto si no se intenta articular algún criterio para orientar mínimamente el modo de resolver ese conflicto. En el último apartado de este trabajo trataré de explorar alguna posibilidad en esa dirección. Pero antes de eso, un enfoque como éste debe medirse con una serie de planteamientos alternativos, todos los cuales vendrían a coincidir, por razones diferentes, en que un punto de vista rawlsiano no es meramente insuficiente, sino que está sustancialmente equivocado. Algunas de estas perspectivas alternativas se discuten a continuación. 4. Alternativas 4.1. Del “gobierno de los muertos” a las “ataduras liberadoras” El núcleo de un enfoque rawlsiano está en la idea de que hay una tensión inevitable entre dos aspiraciones irrenunciables e igualmente valiosas, el autogobierno y el gobierno limitado por los derechos individuales: y aunque un enfoque de este tipo admite que las restricciones que el constitucionalismo impone al poder de decisión de la mayoría podrían estar finalmente justificadas en determinadas circunstancias, insiste decididamente en que para justificarlas han de ofrecerse razones en su favor con un peso suficiente como para compensar el desvalor inherente a su condición de límites al autogobierno. No obstante, hay defensores del constitucionalismo que piensan que sostener esto último ya es conceder demasiado a quienes enarbolan la objeción democrática. Algunos, naturalmente, lo piensan porque ponen en duda el valor intrínseco del autogobierno, pero no me refiero ahora a ese tipo de crítica. Me refiero a la de quienes sostienen que, aun si se acepta que el autogobierno es intrínsecamente valioso, de ello no se sigue que todo límite al mismo sea prima facie disvalioso. Y no se seguiría por dos razones. La primera, porque sin alguna clase de límites el autogobierno sería lógicamente imposible (lo que es tanto como decir que habría algo profundamente equivocado en la idea misma de un antagonismo de principio entre autogobierno y gobierno limitado). Y la segunda, porque los límites no sólo son inevitables, sino que pueden ser beneficiosos para el autogobierno mismo (algo que podría ser difícil de entender si estamos apegados a una concepción muy simplista de la racionalidad práctica para la que los límites son por definición obstáculos que estorban la consecución de nuestros fines, pero que deberíamos ver con claridad si nos desembarazamos de ella y nos damos cuenta de los distintos modos en los que la autoimposición de límites puede servir para alcanzar mejor los propios objetivos). En mi opinión, hay sin duda algo acertado en ambas ideas. Pero lo que no está tan claro es que realmente nos obliguen a corregir las premisas básicas de un planteamiento rawlsiano. En relación con la primera, hay que reconocer que alguno de los modos en que se ha formulado la objeción democrática al constitucionalismo pone de manifiesto una comprensión inadecuada de la idea de autogobierno. Esto es a mi juicio lo que ocurría cuando, en sus primeras manifestaciones históricas, la dificultad contramayoritaria tendió a presentarse como una dificultad intertemporal, como un problema “entre generaciones”. Así es, en efecto, como planteaban el problema Paine o Jefferson: admitir que el poder de decisión de la generación actual esté constreñido por decisiones adoptadas por una generación precedente sería admitir el gobierno de los muertos sobre los vivos, negar a la generación presente su derecho pleno a autogobernarse, ignorando -en palabras de Paine- que “cada generación debe ser tan libre para actuar por sí misma como aquellas que la han precedido” Puede encontrarse cumplida referencia de éste y otros pasajes ilustrativos en sentido similar en Stephen Holmes, “Precommitment and the Paradox of Democracy” [1988], ahora, con modificaciones menores, en S. Holmes, Passions and Constraint: On The Theory of Liberal Democracy (Chicago: University of Chicago Press, 1995) 134-177, especialmente pp. 137-148. . Pero esta no es la única forma posible de plantear la objeción democrática al constitucionalismo y, desde luego, no es la mejor. Porque si realmente la objeción contramayoritaria no tuviese otra sustancia que la impugnación de que “una norma aprobada en el pasado condicione lo que se puede decidir en el futuro” En eso la hace consistir Luis Prieto en Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 138 (y vid. también p. 151, donde insiste en la “preocupación por el cambio generacional” de quienes plantean la objeción contramayoritaria y se pregunta si no se daría satisfacción a sus preocupaciones sólo con estipular que la constitución se reformara preceptivamente cada cierto tiempo)., entonces habría que dar la razón a quienes piensan que descansa en un error conceptual y debe desvanecerse en cuanto reparemos en ello. Y no ya porque la idea misma de “generaciones” sea sumamente vaga y resulte imposible trazar linderos entre unas y otras Lo apuntan con razón F. Laporta, “El ámbito de la Constitución”, cit. en nota 6, p. 481; y L. Prieto, Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 143., sino por la razón más decisiva de que es simplemente insensato pretender evitar que las decisiones actuales estén condicionadas por normas preexistentes. Sencillamente, las cosas no pueden ser de otro modo: legislar es un acto institucional y, como tal, conceptualmente imposible en ausencia de normas constitutivas previas que al definir qué cuenta como “decisión válida” inevitablemente limitan y condicionan qué puede decidirse válidamente. El “pueblo” no puede expresar mágicamente “su voluntad mayoritaria” sin normas que establezcan qué cuenta como “el pueblo”, quién, cómo y cuándo vota o cómo se agregan esas voluntades, así que es cierto que la idea de autogobierno en un vacío enteramente libre de cualquier clase de límites institucionales debe considerarse un sinsentido Que el autogobierno no es posible sin decisiones tomadas por nuestros predecesores es una de las ideas centrales en las que insiste S. Holmes, “Precommitment and the Paradox of Democracy”, cit. en nota 119, especialmente pp. 167-168 (de donde, lamentablemente, ha desaparecido una expresión sumamente gráfica -“sin atar sus manos, el pueblo no tendrá manos”- que incluía Holmes en la primera versión de ese texto: cfr. J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy (Cambridge: Cambridge University Press, 1988), p. 231). En el mismo sentido, vid. Ch. Eisgruber, Constitutional Self-Government, cit. en nota 19, pp. 12, 14 y 44; y F. Laporta, “El ámbito de la Constitución”, cit. en nota 6, p. 480.. Pero quienes pretenden que con esto queda desactivada la objeción democrática han elegido como blanco su formulación más desafortunada. Porque del hecho de que el procedimiento mayoritario, como todo procedimiento, requiera normas constitutivas no se sigue que esas normas hayan de ser inmunes al cambio o modificables sólo por una vía distinta del propio procedimiento mayoritario. Y la cuestión no es entonces si el pasado debe condicionar el presente, sino cómo debe condicionarlo. Vistas así las cosas, la objeción democrática puede y debe plantearse de un modo mucho más plausible que el que sugiere la vieja retórica de la tensión entre las generaciones. De un modo que, por supuesto, da por sentado que ha de haber normas constitutivas del procedimiento legislativo ordinario (que por definición impedirán legislar válidamente de cualquier otro modo), pero que pregunta por qué dichas normas, en todo o en parte, habrían de ser inmodificables a través de ese mismo procedimiento; que reclama, en suma, una justificación para el hecho de que, siendo intrínsecamente valioso el autogobierno a través del procedimiento mayoritario, haya materias -ya se trate de sus propias normas constitutivas o de cualquier otra- que queden atrincheradas frente a éste. Es cierto, entonces, que el autogobierno en un vacío de normas constitutivas es lógicamente imposible y que, en ese preciso sentido, el gobierno limitado no es lo contrario del autogobierno. Pero también es cierto que no hay nada paradójico en la idea de que una de las cuestiones –y, ciertamente, no la menos importante- acerca de las cuales una comunidad política podría ejercer su autogobierno es precisamente la redefinición de los términos en que se autogobierna Para lo cual basta con que emplee una regla de decisión colectiva auto-comprensiva, esto es, que incluya entre el conjunto de decisiones que permite adoptar válidamente la de modificar esa misma regla.; y si se entiende que hay razones para que quede sujeta en esto a ciertos límites que el procedimiento mayoritario no puede remover, la pregunta acerca de cuáles son esas razones y por qué deberían prevalecer sobre el valor intrínseco del autogobierno, sea cual sea el modo en que se responda, no puede despacharse como el fruto de un simple error conceptual. Y en este sentido, que me parece claramente distinguible del anterior, la tensión entre los ideales de autogobierno y gobierno limitado en la que insiste un planteamiento rawlsiano no se desvanece en modo alguno. Tampoco me parece que los términos básicos de un planteamiento rawlsiano deban verse sustancialmente afectados por la idea de que la autoimposición de límites puede servir para alcanzar mejor los propios objetivos. Esta es una idea, y no deberíamos olvidarlo, articulada originariamente en relación con la racionalidad práctica individual. Lo que se trata de destacar con ella es que un agente puede cambiar en su favor los términos de una situación en la que habrá de tomar una decisión mediante la manipulación previa del conjunto de alternativas de acción disponibles para entonces, bien cancelando o suprimiendo alguna de ellas, bien asociándole ciertos costes que modificarían las consecuencias de su elección. En un contexto estrictamente paramétrico, ese tipo de manipulación puede servir para prevenir cambios indeseados de preferencias asociados al fenómeno de la debilidad de la voluntad; en un contexto estratégico, puede servir tanto para hacer posibles las ventajas de la cooperación (ayudando a superar problemas de acción colectiva en la medida en que resulte desincentivado o se haga imposible el comportamiento oportunista), como para mejorar la posición del agente a expensas de otros (por ejemplo, haciendo creíble una amenaza y aumentando de ese modo su poder en una negociación), esto es, tanto para promover la eficiencia como para conseguir ventajas puramente distributivas La literatura sobre estos temas es poco menos que inabarcable. Un excelente balance de lo producido en este terreno, aplicado además a la relación entre democracia y constitucionalismo, es el de Ignacio Sánchez-Cuenca, “Institutional Commitments and Democracy”, Archives Européennes de Sociologie 39 (1998) 78-109.. En cualquiera de esos casos ciertamente cabe decir que autolimitarse no debilita, sino que fortalece, que imponerse ataduras puede tener también el efecto liberador de crear posibilidades de acción que serían inviables sin ellas. Como es sabido, también se ha tratado de aplicar estas ideas al ámbito de la comunidad política, intentando mostrar los beneficios que ésta podría obtener de la imposición deliberada de límites a su autogobierno: por ejemplo, que determinadas decisiones básicas sean difícilmente modificables evitaría que la cuestión de su revisión formase parte permanentemente de la agenda política, lo que permitiría a la comunidad concentrar sus energías en otros objetivos y disfrutar así de las ventajas de la estabilidad; o sustraer a la política ordinaria cuestiones intensamente controvertidas y que provocan divisiones profundas entre sectores sociales podría ser una forma de autocensura estratégica que evitase fracturas que hagan peligrar la pervivencia misma de la comunidad Los textos pioneros en esta línea son dos de Stephen Holmes, “Gag Rules or the Politics of Omission” [1988] y el ya mencionado “Precommitment and the Paradox of Democracy” [1988], ambos ahora, con alguna modificación, en S. Holmes, Passions and Constraint, cit. en nota 119; vid. también Cass Sunstein, Designing Democracy: What Constitutions Do, cit. en nota 19, especialmente pp. 96, 99 y 101. Entre nosotros, marcadamente influido por este tipo de planteamiento, vid. Juan Ramón de Páramo, “Compromisos, grilletes de arena y nudos corredizos”, cit. en nota 18.. Ahora bien, lo que están señalando argumentos como estos es simplemente que diseños institucionales que incorporen mecanismos contramayoritarios pueden producir mejores resultados que los que se alcanzarían a través del procedimiento de decisión por mayoría, es decir, que pueden ser superiores a éste desde el punto de vista de su valor instrumental. Y esto hace necesarias de inmediato dos puntualizaciones: la primera, que no tiene por qué ser necesariamente así En lo que concierne a la estabilidad, es obvio que no se trata de un valor absoluto y que un sistema político muy estable puede ser profundamente injusto. Tampoco los mecanismos de autocensura estratégica –las llamadas gag rules o “reglas de mordaza”- tienen por qué considerarse necesariamente justificados. Para empezar, sólo es posible “silenciar” o extraer una cuestión de la discusión pública tomando algún tipo de decisión acerca del status normativo de las acciones correspondientes y haciendo esa decisión irrevisable por el procedimiento mayoritario (o irrevisable a secas), con lo que la forma en la que la cuestión ha quedado “cerrada” puede ser peor que los efectos de dejarla “abierta”; en segundo lugar, puede ser inmoral la propia supresión de la discusión sobre ciertos temas; y, por último, el “silenciamiento” podría no tener el efecto pacificador que se supone que lo justificaría, sino que, al contrario, la percepción de la imposibilidad de reabrir la discusión sobre un tema que se considere capital por los cauces de la política ordinaria puede llevar a ciertos sectores sociales a la convicción de que la única salida está en romper las reglas de juego del sistema. Todas estas circunstancias, de hecho, han sido advertidas incluso por los propios impulsores de la idea de “autocensura estratégica”: cfr. S. Holmes, “Gag Rules or the Politics of Omission”, cit. en nota 125, pp. 218-219 y 229; C. Sunstein, “Constitutions and Democracies: An Epilogue”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, cit. en nota 122, 327-353, pp. 339-341. J. Elster, Ulysses Unbound, cit. en nota 7, p. 155. Vid. también, subrayando los límites de esta clase de argumentos, F. Laporta, “El ámbito de la Constitución”, cit. en nota 6, pp. 470-471.; y la segunda, que en cualquier caso esto no afecta en absoluto a los términos de un planteamiento rawlsiano, que admite desde el principio que el mayor valor instrumental de un procedimiento puede compensar su menor valor intrínseco, pero que sigue insistiendo en que también éste debe ser tomado en cuenta y en que hay por tanto una dimensión disvaliosa en las limitaciones al autogobierno, por más que éstas, eventualmente, generen efectos beneficiosos. A veces se ha pretendido rechazar este tipo de réplica haciendo hincapié en que no tendría sentido hablar de la falta de valor intrínseco de esa clase de limitaciones eventualmente beneficiosas si precisamente han sido autoimpuestas, si han sido producto del autogobierno de la comunidad en un momento precedente. Pero esto confunde la naturaleza del contenido de una decisión con la de su fuente: que un diseño institucional que limita el autogobierno haya sido adoptado a través de un acto de autogobierno no cambia el carácter de aquél Cfr. J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 255-256.. Sin embargo, es notorio que para escapar también a esta última respuesta se ha venido acudiendo con alguna frecuencia a una estrategia argumental que, intentando explotar un pretendido paralelismo entre el plano individual y el colectivo, intenta redefinir la idea misma de autogobierno para mostrar así que éste, rectamente entendido, requiere en realidad la autolimitación. La estrategia se basa en distinguir desde el punto de vista cualitativo entre dos tipos de circunstancias en las que una comunidad política -en el fondo, como los individuos- puede adoptar sus decisiones: aquellas en que reflexiona colectivamente con mayor seriedad, imparcialidad y altura de miras (los “momentos de política extraordinaria”) y aquellas otras, menos brillantes (o de “política ordinaria”), en las que prevalecería el intento descarnado de satisfacer los intereses inmediatos, aun a riesgo de adoptar decisiones miopes que la comunidad política lamentaría a la larga, porque con ellas se acabaría perjudicando a sí misma. En la consabida imagen popularizada por Elster J. Elster, Ulysses and the Sirens: Studies in Rationality and Irrationality (Cambridge: Cambridge University Press, 1979). Pero hay precedentes en el uso de esa analogía, de los que da cuenta el propio Elster: vid. J. Elster, Ulysses Unbound, cit. en nota 7, pp. 88-89; Id. “Don’t Burn Your Bridge Before You Come To It: Some Ambiguities and Complexities of Precommitment”, Texas Law Review 31 (2003) 1751-1787, pp. 1752-1753., del mismo modo que Ulises se hizo atar al mástil para no dejarse seducir por el canto de las sirenas, la comunidad política puede tomar la decisión de incapacitarse a sí misma para tomar ciertas decisiones que sabe que pueden tentarla, pero que, vistas desde un momento de lucidez, considera repudiables La conceptualización de los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo precisamente como un “precompromiso” adoptado en el momento constituyente para prevenir los efectos de posibles etapas futuras de akrasia colectiva está bien desarrollada en Samuel Freeman, “Constitutional Democracy and the Legitimacy of Judicial Review”, Law and Philosophy 9 (1990) 327-370, especialmente p. 353. Entre nosotros se ha servido de la idea J.J. Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, pp. 389-390, en términos que a su vez cita con aprobación J.R. de Páramo, “Compromisos, grilletes de arena y nudos corredizos”, cit. en nota 18, p. 449.. Y así, precisamente imponiéndose límites, recurriendo a “precompromisos”, tanto los individuos como la comunidad asegurarían su genuino autogobierno, que no debería entenderse como la capacidad de tomar cualquier decisión en cualquier momento, sino como la capacidad de guiar consistentemente las propias acciones a lo largo del tiempo sobre la base de decisiones de orden superior, adoptadas en momentos de racionalidad no distorsionada, acerca de lo que se querría o no llegar a decidir en momentos singulares. En realidad esta analogía entre el plano individual y el colectivo es engañosa por muchas razones, puestas de manifiesto ya tantas veces en los últimos años que casi no vale la pena detallarlas de nuevo Por mi parte, intenté resaltar algunas de ellas en J.C. Bayón, “Derechos, democracia y constitución”, cit. en nota 18, pp. 410-411. Una crítica pormenorizada y creo que definitiva del intento de trasladar la idea de precompromiso a la fundamentación del constitucionalismo es ahora la desarrollada en J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, cap. 12. En sentido similar, vid. también F. Laporta, “El ámbito de la Constitución”, cit. en nota 6, p. 464. Muy sintéticamente, la analogía entre el plano individual y el colectivo es engañosa, entre otras cosas, porque es arbitrario equiparar los problemas de debilidad de la voluntad o racionalidad distorsionada de un sujeto permanente y la autolimitación como remedio para los mismos a lo que no son sino desacuerdos de signo cambiante dentro de conjuntos de individuos cuya composición está sujeta a variación continua: la sociedad no es la misma a lo largo del tiempo, ni tiene en cada momento “una” opinión, ni nada garantiza que las decisiones constituyentes sean las de mayor lucidez o racionalidad y no un intento de proteger intereses específicos de los constituyentes frente a decisiones futuras y, por fin, ni siquiera cabe hablar en sentido estricto de limitaciones “autoimpuestas” cuando quien supuestamente se autolimita (el constituyente) pone en buena medida en manos del juicio de otro (los jueces constitucionales) la definición precisa de esos límites.; y, si es que tras ello conservaba alguna fuerza, la debe haber perdido por completo después del reconocimiento final por parte del propio Elster de que era inapropiada Cfr. J. Elster, Ulysses Unbound, cit. en nota 7, pp. ix, 92-96, 167-174; Id., “Don’t Burn Your Bridge Before You Come To It…”, cit. en nota 128, pp. 1758 ss. Pero ya antes Elster o Holmes habían apuntado que la analogía tenía una validez limitada: vid. J. Elster, Nuts and Bolts for the Social Sciences (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), pp. 176 ss.; S. Holmes, “Precommitment and the Paradox of Democracy”, cit. en nota 119, pp. 174-175.. Pero quizá sí merezca la pena esbozar ahora una reflexión diferente. Si la analogía fuese aceptable, sería no ya útil, sino a decir verdad indispensable para quien pretendiera justificar el constitucionalismo partiendo de la base de que no hay más fuente de legitimidad que la “soberanía popular”, de que el único ideal valioso para una comunidad política es precisamente el autogobierno. En realidad este punto de partida no es en absoluto plausible Si entre todos los procedimientos posibles se considera más valioso el de decisión por mayoría ha de ser por razones sustantivas, lo que implica que existen criterios de valoración independientes del procedimiento: y en ese caso no resulta fácil entender por qué no habrían de ser relevantes para evaluar los resultados que el procedimiento genere. Por eso, la idea de que para elegir un diseño institucional sólo cuenta su valor intrínseco y no su dimensión instrumental resulta inaceptable: lo resalta William Nelson, On Justifying Democracy (London/Boston: Routledge & Kegan Paul, 1980), pp. 17-33, especialmente p. 33., pero quien lo adoptara no tendría efectivamente más vía para justificar los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo que la de ensayar una estrategia dualista Paradigmática, en este sentido, es la posición de Bruce Ackerman, We The People. Vol I: Foundations (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1991). Pero debe tenerse en cuenta, según aclara el propio Ackerman, que con ese modelo dualista pretende estar ofreciendo una reconstrucción de la práctica constitucional estadounidense, no una propuesta normativa ideal: cfr. B. Ackerman, “Rooted Cosmopolitanism”, Ethics 104 (1994) 516-535, especialmente pp. 532-533, donde subraya de hecho que, si se tratara de esto último, lo que él propondría, siguiendo el modelo alemán, sería que los derechos fundamentales quedaran protegidos por una cláusula de intangibilidad, porque “la democracia no es nuestro valor [...] último”, “la dignidad humana y la justicia social van primero” y “no debería hacer falta el horror de un holocausto para que los americanos reconocieran que la democracia dualista no es la mejor forma de gobierno disponible para la sociedad moderna” (p. 533, la cursiva es del original). En cambio, la democracia dualista “es enteramente abierta” y en ella “todo depende del contenido de la voluntad del pueblo”: B. Ackerman, La política del diálogo liberal, trad. G. Alonso, (Barcelona: Gedisa 1999), pp. 158-159., esto es, que la de distinguir por su calidad entre dos clases de decisiones, de manera que resultase explicable por qué, siendo el autogobierno lo único que cuenta, algunas decisiones mayoritarias serían más legítimas que otras y no habría de ser siempre la más reciente la que prevaleciera La idea de que para evitar esa conclusión es imprescindible la distinción cualitativa entre unas y otras decisiones se recalca en Bruce Ackerman, “Neo-Federalism?”, en J. Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy, cit. en nota 122, 153-193, pp. 188-189.. Lo que en cambio es más difícil de entender es que recurran también a la idea de precompromiso quienes parten de la premisa, completamente diferente, de que el criterio para elegir entre procedimientos de decisión alternativos es su valor instrumental, entendido concretamente como la mayor o menor probabilidad de que a través de ellos se obtengan decisiones que respeten los derechos básicos Como es el caso de J.J. Moreso, “Derechos y justicia procesal imperfecta”, cit. en nota 18, que expresa con claridad que son ésas las premisas de las que parte en pp. 385 y 394 (si bien, aunque sólo de manera incidental, apunta en otro lugar –p. 397- que también habría que tomar en cuenta los derechos de participación política, esto es, el valor intrínseco y no meramente instrumental de los procedimientos de decisión, un elemento a mi juicio de la máxima importancia que, sin embargo, creo que no acaba de quedar integrado en el conjunto de su enfoque).. Quienes piensen esto y crean también que el constitucionalismo es el diseño institucional con mayor valor instrumental no necesitan más para considerar justificada su adopción. En particular, no necesitan justificarla apelando a la superior lucidez colectiva del momento constituyente, porque desde su punto de vista lo que hace valioso un diseño institucional no es que su adopción haya sido un acto de autogobierno (ni siquiera de “genuino” autogobierno). Así que quienes desde presupuestos como esos recurren a la idea de precompromiso hacen en realidad un uso espurio de un argumento ya de por sí muy dudoso, que opera como un cuerpo extraño dentro de la lógica de sus planteamientos y del que, en definitiva, no tienen necesidad alguna. 4.2. El “derecho de los derechos” Desde un planteamiento rawlsiano los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo conllevan inevitablemente la restricción de uno de nuestros derechos (el de participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas), que sin embargo cabe la posibilidad de que quede compensada por una mejor protección de los demás (i.e., de los derechos que aseguran la autonomía individual). Discutir acerca de la justificación del constitucionalismo pasaría entonces por hacer un balance de las consecuencias de diferentes diseños institucionales para el sistema global de los derechos, intentando determinar en cada caso si su impacto negativo sobre algunos de ellos se justifica o no por su afianzamiento de otros. Pero esta forma de consecuencialismo de los derechos ha sido considerada por Jeremy Waldron como un auténtico “error categorial” Cfr. J. Waldron , “Participation: The Right of Rights”, Proceedings of the Aristotelian Society 98 (1998) 307-337, p. 327 [texto que constituye ahora, con modificaciones, el cap. 11 de J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, donde no se conserva sin embargo la expresión citada].. En su opinión es totalmente inapropiado plantear el problema como si se tratase de un conflicto entre el derecho de participación y el resto de los derechos, lo que presupondría que todos ellos se encuentran en el mismo plano y que hay que sopesarlos cuando el respeto de unos se consigue a costa del menoscabo de otros. Porque según Waldron el de participación no es uno más entre nuestros derechos, con mayor o menor peso que el resto, sino un derecho esencialmente diferente, situado en un nivel distinto: sería, incluso, el “derecho de los derechos” Una expresión que toma de William Cobbett: vid. J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, p. 232, nota 1., puesto que su ejercicio sería precisamente un modo de determinar, en condiciones de desacuerdo, qué derechos habrían de tener reconocimiento institucional en la comunidad política (y, como tal, no competiría con estos, sino con otros modos alternativos –por ejemplo, elitistas- de determinarlo). El modo en que Waldron concibe esa diferencia de planos puede resultar más claro si se recuerda la distinción entre el nivel de una teoría de la justicia y el de una teoría de la autoridad Vid. supra, nota 56 y texto al que acompaña.. Los derechos que protegen la autonomía individual corresponderían al primero de ellos (y permitirían calificar como injusta a toda decisión pública que no los respetara), mientras que el derecho de participación correspondería al segundo (sería un poder hohfeldiano para asignar institucionalmente derechos y deberes, dado que reina el desacuerdo en la comunidad acerca de su contenido y alcance, pero necesitamos a pesar de todo decisiones colectivas al respecto). Y la conclusión que extrae Waldron de todo ello, en contraste con un planteamiento rawlsiano, es que la elección de un diseño institucional no debe estar guiada nada más que por el respeto al derecho de participación (que sería el modo más justo de tomar decisiones colectivas acerca de los derechos por ser precisamente el más afín al ideal profundo que late tras ellos), un punto de vista que rechaza que ese valor deba ser integrado en un balance con cualesquiera otros y desde el cual, por consiguiente, parece que los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo no podrían considerarse justificados en circunstancia alguna. Ahora bien, aunque Waldron insiste –y a mi juicio con razón- en el valor intrínseco de la participación J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 236-239., no piensa en absoluto que el único ideal valioso para una comunidad política sea el autogobierno. De hecho, siempre ha subrayado que su crítica al constitucionalismo pretende estar basada en el propio ideal de los derechos. La pregunta obvia, en ese caso, es por qué para la elección de un procedimiento de decisión no habría que tomar en cuenta también su valor instrumental en orden a la protección de éstos; por qué, en suma, tendríamos que aceptar que las consideraciones instrumentales no están llamadas a desempeñar ningún papel en la justificación de un diseño institucional, aunque no se base exclusivamente en ellas Sobre la importancia insoslayable de la dimensión instrumental para la justificación de un diseño institucional, vid. Joseph Raz, Ethics in the Public Domain: Essays in the Morality of Law and Politics (Oxford: Clarendon Press, 1994), p. 117.. Su contestación sigue esencialmente dos líneas, ninguna de las cuales es en realidad convincente. La primera consiste en alegar que la respuesta a la cuestión de qué procedimiento de decisión hemos de considerar justificado no se puede hacer depender, ni siquiera en parte, de la determinación de cuál de ellos protegería mejor los derechos, porque, como discrepamos acerca de qué derechos tenemos, no serviría de nada preguntarnos qué procedimiento produciría con mayor probabilidad un resultado que no estamos de acuerdo en qué consiste J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 248-249 y 252-254.. Pero esta respuesta sí que implica una verdadera confusión de planos. Quien se pregunta qué derechos debería reconocer la comunidad política, como quien se pregunta qué procedimiento debería adoptar ésta para alcanzar decisiones colectivas al respecto, no está ya tomando parte en la adopción de una decisión colectiva, sino desarrollando aún una deliberación en primera persona, en la que precisamente intenta determinar qué posición defenderá en la discusión colectiva. Por supuesto no todos estarán de acuerdo con la teoría de la justicia que uno propugne, y tampoco con la elección del procedimiento de decisión que uno considere justificado Sencillamente porque, como nos recuerdan Gutmann y Thompson, “no hay nada que pueda sustituir a la deliberación moral sustantiva a la hora de resolver conflictos entre procedimientos”: cfr. Amy Gutmann y Dennis Thompson, Democracy and Disagreement (Cambridge, Mass.: The Belknap Press, 1996), p. 32.. Pero si el hecho del desacuerdo acerca de esto último no nos impide –y ciertamente no le impide a Waldron- defender ante los demás un procedimiento en particular entre los muchos posibles, no se ve por qué el desacuerdo acerca de lo primero debería ser un obstáculo para que uno defienda ante los demás una determinada concepción de los derechos y para incluir, como uno de los elementos que ha tomado en cuenta en su selección del procedimiento que considera justificado, la mayor o menor probabilidad de que respete esa forma de entenderlos. En definitiva (y dejando ahora al margen la cuestión del valor intrínseco), no se trata de aportar al procedimiento de decisión colectiva la propuesta de que la comunidad adopte “el procedimiento que con mayor probabilidad proteja los derechos”, una recomendación que –en esto tiene razón Waldron- sería vacía y perfectamente inútil cuando reina el desacuerdo al respecto y con la que, caso de ser adoptada, la comunidad no sabría qué hacer. Se trata de determinar en primera persona cuál sería el procedimiento que protegería mejor los derechos -tal y como uno los concibe: ninguno podemos escapar a nuestra propia perspectiva- y, una vez identificado, de promover la adopción por parte de la comunidad de ese procedimiento concreto. Y esto probaría que el primero de los argumentos de Waldron para convencernos de que en la elección de un procedimiento de decisión no habría que tomar en cuenta también su valor instrumental es en realidad el producto de una confusión. La segunda línea seguida por Waldron para fundamentar la relevancia en exclusiva del derecho de participación es la que aduce que, habiendo desacuerdo acerca del contenido y alcance de los derechos que se nos deberían reconocer institucionalmente y necesitando una decisión colectiva al respecto, hemos de generarla a través de un procedimiento que reconozca que, siendo todos capaces por igual de desarrollar un sentido de la justicia, el punto de vista de cada cual es merecedor de un igual respeto; y justamente por eso sería ofensivo tomar la decisión correspondiente de cualquier modo que no fuese el que reconoce a todos el derecho a participar en pie de igualdad en su adopción J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 238-239.. Pero, formulado en estos términos, el argumento queda atrapado en un dilema Vid. Thomas Christiano, "Waldron on Law and Disagreement", Law and Philosophy 19 (2000) 513-543, pp. 519-523.: o nos lleva a un regreso al infinito, o se vuelve contra sí mismo. Sucedería lo primero si decimos que, por las mismas razones por las que es moralmente deseable tomar las decisiones acerca de cuestiones sustantivas mediante procedimientos que reconozcan a cada uno la participación en pie de igualdad en su adopción, también lo será tomar la decisión acerca de qué procedimiento elegir mediante un procedimiento de orden superior basado a su vez en el derecho a tomar parte en pie de igualdad en su adopción. Y si se quiere cortar el regreso al infinito, el argumento socava la propia posición de Waldron Como han señalado Joseph Raz, “Disagreement in Politics”, American Journal of Jurisprudence 43 (1998) 25-52, p. 47; Cécile Fabre, Social Rights Under the Constitution, cit. en nota 39, pp. 141-142; o Aileen Kavanagh, "Participation and Judicial Review: A Reply to Jeremy Waldron", Law and Philosophy 22 (2003) 451-486, p. 468.: porque no se acierta a ver por qué sería ofensivo -o expresaría falta de respeto hacia la capacidad de las personas de desarrollar una concepción de lo justo- promover sin más la adopción de un diseño institucional por su valor instrumental para proteger los principios sustantivos de justicia que uno considera correctos, a pesar de que reine el desacuerdo sobre ellos, y no habría de serlo igualmente promover sin más la adopción del procedimiento de decisión basado en la preeminencia exclusiva del derecho de participación, a pesar de la existencia de un desacuerdo no menos profundo acerca del modo en que deberíamos adoptar nuestras decisiones colectivas Waldron es consciente de que pesa sobre él la carga de explicar -sin incurrir en un regreso al infinito y reconociendo que no sólo hay desacuerdos sobre cuestiones sustantivas, sino también sobre el modo en que deberíamos decidir- por qué razón la cuestión acerca de si usar el procedimiento basado en el derecho de participación u otro distinto debería decidirse precisamente usando el primero. Y su respuesta es decepcionante: “decidir entre los procedimientos A y B usando el procedimiento A –nos dice- no es privilegiar el procedimiento A; es simplemente usarlo” (J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, p. 301; la cursiva es del original); así que, como a fin de cuentas necesitamos algún procedimiento, podríamos sostener sin incurrir en petición de principio que para decidir si hemos de usar o no el procedimiento mayoritario se ha de recurrir al propio procedimiento mayoritario, simplemente por razones “pragmáticas” y porque, después de todo, se trata de un procedimiento que nos es “familiar” (p. 300). Esta endeble respuesta ha merecido la crítica de Cécile Fabre, "The Dignity of Rights", Oxford Journal of Legal Studies 20 (2000) 271-282, p. 277; y Aileen Kavanagh, "Participation and Judicial Review...”, cit. en nota 146, pp. 468-469, ambas subrayando que no cabe entender cómo usar un procedimiento para decidir qué procedimiento usar no implica “privilegiarlo”, ni qué valor justificativo podrían tener las consideraciones “pragmáticas” de recurrir a lo que nos resulte más “familiar”.. Así que, en definitiva, Waldron no aporta ninguna razón convincente para abandonar las ideas esenciales de un planteamiento rawlsiano: que en la justificación de un diseño institucional el valor intrínseco del derecho de participación debe ser integrado en un balance que tome en cuenta también su valor instrumental para proteger el resto de nuestros derechos; y que, por consiguiente, puede haber circunstancias en las que el mayor valor instrumental de un procedimiento se sobreponga a su menor valor intrínseco De hecho, hay al menos un momento en el que Waldron se aparta de la idea central que anima su crítica al constitucionalismo y reconoce que la elección de un diseño institucional puede depender de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental, aceptando así, de paso, la tesis de la dependencia contextual. Es aquel (cfr. J. Waldron, Law and Disagreement, cit. en nota 56, pp. 279-281) en que se pregunta si no sería una buena razón para adoptar restricciones constitucionales al poder de la mayoría el que hubiese sólidas razones para creer que ésta pretende suprimir las libertades de la oposición para silenciar la disidencia (p. 279), a lo que responde simplemente que esas circunstancias no se dan en Estados Unidos o el Reino Unido, donde hay “robustas y asentadas tradiciones de libertad política”; pero admite que sí podrían corresponder con las de algún sistema político como los de las “nuevas democracias del Este de Europa o de la antigua Unión Soviética”, en cuyo caso no excluye que las restricciones constitucionales al poder de la mayoría pudieran estar justificadas (p. 281). En realidad, creo que no hace falta nada más para dar por bueno el planteamiento rawlsiano, del que con tanto esfuerzo ha intentado distanciarse.. 4.3. Instrumentalismo estricto e igualdad política Como he resaltado ya en varias ocasiones, para un planteamiento rawlsiano hay dos dimensiones relevantes para la evaluación de un procedimiento -la calidad de los resultados que es probable que produzca y la calidad del modo mismo en que se decide- y estas dos dimensiones son irreductibles. Hay sin embargo quienes sostienen un planteamiento estrictamente instrumentalista, según el cual el valor de un procedimiento de decisión dependería exclusivamente de su tendencia a producir resultados justos Cfr., por ejemplo, Richard J. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, en D. Copp, J. Hampton y J.E. Roemer (eds.), The Idea of Democracy, cit. en nota 117, 118-148, especialmente pp. 118-125; R. Dworkin, Freedom’s Law, cit. en nota 19, pp. 17 y 34 (pero ténganse en cuenta las matizaciones que se harán en breve); Philippe Van Parijs, “Is Democracy Compatible With Justice?”, Journal of Political Philosophy 4 (1996) 101-117; Stephen Holmes, “Constitutionalism, Democracy and State Decay”, en H.H. Koh y R.C. Slye (eds.), Deliberative Democracy and Human Rights (New Haven: Yale University Press, 1999), 116-135, p. 124 (donde afirma que “una actitud instrumental hacia el derecho constitucional es la correcta”).. Esto implica que cualquier otro sentido en el que se dijese de un procedimiento que es valioso debería ser en realidad reducible a esa dimensión instrumental Cfr. R. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, cit. en nota 148, p. 144, nota 7.. Y por eso, desde este punto de vista se pone en duda que tengamos un derecho independiente a la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas. O dicho de otro modo, el de participación no se podría considerar realmente uno de nuestros derechos sustantivos, de la misma clase que los que protegen nuestra autonomía individual, sino que, todo lo más, cabría hablar de él como un derecho en sentido puramente derivativo Es lo que sostienen Larry Alexander, “Are Procedural Rights Derivative Substantive Rights?”, Law and Philosophy 17 (1998) 19-42; Id., “Is Judicial Review Democratic?...”, cit. en nota 110, p. 281; o R. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, cit. en nota 148, p. 118.: tendríamos “derecho” a la participación en pie de igualdad si –pero sólo si- esa forma de tomar las decisiones públicas resultara ser la que con mayor probabilidad salvaguarda nuestros derechos sustantivos; y en ese preciso sentido no habría mayor inconveniente en que siguiésemos hablando de un “derecho de participación”, pero a condición de que no cayéramos en el error conceptual de pensar en un “derecho a que se respeten nuestros derechos” Esto es, un derecho a que todas las instituciones se diseñen de forma tal que se maximice la probabilidad de que se respeten nuestros derechos sustantivos. como si fuese un derecho más que se añade a éstos y que, llegado el caso, podría competir con ellos. Y si no tenemos un derecho independiente a la participación, si el presunto valor intrínseco de un procedimiento debe reducirse en realidad a su valor instrumental, entonces la justificación de un diseño institucional no pasaría por balance alguno R. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, cit. en nota 148, p. 137. y los términos básicos de un planteamiento rawlsiano estarían sustancialmente equivocados. La idea de que un diseño institucional sólo se justifica por la calidad de los resultados que es probable que produzca y de que no cabe hablar de un derecho de participación en pie de igualdad en la toma de decisiones (excepto como una forma laxa de referirse a la hipotética superioridad del procedimiento democrático en términos instrumentales, pendiente en cualquier caso de confirmación) tiene sin embargo implicaciones que no parecen fáciles de aceptar. Supondría, por ejemplo, que no hay ninguna objeción de principio a una propuesta como la del voto plural de Mill Cfr. John Stuart Mill, Del gobierno representativo [1861], trad. Marta C.C. de Iturbe, presentación de Dalmacio Negro (Madrid: Tecnos, 1985), cap. VIII, pp. 106-109.. Uno puede pensar que no es cierto, por diversas razones, que otorgar a los individuos más instruidos o con mejor formación “dos o más votos” –en lugar de uno, como al resto de los ciudadanos- aumente la probabilidad de que las decisiones adoptadas sean más justas, pero eso no es lo decisivo: lo decisivo es que, si fuese cierto, desde el punto de vista del instrumentalismo estricto no habría nada censurable en una propuesta como esa. En términos más generales: para quien asuma un enfoque estrictamente instrumentalista la idea del voto plural de Mill puede estar equivocada en las presuposiciones empíricas en las que se basaba su estimación de las consecuencias que tendría ese sistema, pero no lo estaría en el principio básico de que no tenemos derecho a un igual poder político, lo que es tanto como decir que no habría nada intrínsecamente disvalioso en un diseño institucional que lo distribuyera desigualmente (incluso si lo encomendara en exclusiva a un “déspota benevolente”, o a una mínima élite de “expertos morales”) si con ello aumentase la probabilidad de que se adoptaran a través de él las decisiones correctas Una idea que, como es obvio, tendría consecuencias inmediatas para la justificación de los mecanismos contramayoritarios del constitucionalismo. De hecho, un instrumentalista estricto como Arneson apunta que “[l]os principios subyacentes a la supremacía judicial y al voto plural son los mismos” y que “[l]a supremacía judicial no es sino el voto plural por otros medios”: R. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, cit. en nota 148, p. 135.. Parece, sin embargo, que hay poderosas razones para entender que el derecho a un igual poder político, entendido en concreto como el derecho a la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas, es un corolario de la idea de que todos somos merecedores de un igual respeto no sólo como individuos privados, sino también como ciudadanos. Y que, del mismo modo que valoramos la autonomía individual por la importancia intrínseca de desarrollar una vida autónoma, y no porque esperemos que las elecciones de un individuo autónomo tiendan necesariamente a ser las más correctas, apreciamos el procedimiento democrático no meramente por su mayor o menor valor instrumental, sino –como dice Rawls, discutiendo precisamente la propuesta del voto plural de Mill- por lo que representa en sí mismo “para la calidad moral de la vida cívica”, para “la autoestima y el sentimiento de aptitud política del ciudadano medio” J. Rawls, A Theory of Justice, cit. en nota 55, pp. 233-234 [205]., en suma, por el valor no instrumental, sino expresivo o simbólico, de sentirse parte de una comunidad cuyos miembros organizan la esfera pública a partir de su reconocimiento recíproco como iguales Sobre la analogía entre el valor intrínseco de la autonomía individual y el de la participación en pie de igualdad, vid. David Copp, “Could Political Truth Be a Hazard for Democracy?”, cit. en nota 117, pp. 112 y 114-115.. Los instrumentalistas estrictos sostienen en cambio que el derecho a un igual poder político “no se sigue de ninguna forma plausible de igualitarismo” Larry Alexander, “Is Judicial Review Democratic?...”, cit. en nota 110, p. 281; Id., “Are Procedural Rights Derivative Substantive Rights?”, cit. en nota 150, p. 39.. Para fundamentar una posición semejante, parece que podrían seguirse dos caminos. El primero consistiría en afirmar pura y simplemente que si alguien se sintiese insultado, minusvalorado o, en suma, no respetado como un igual por un procedimiento como el del voto plural, dicho sentimiento carecería por principio de justificación y por consiguiente no podría constituir de ningún modo una razón contra el procedimiento en cuestión. Este camino parece muy poco prometedor y aquí asumiré sin más que no es plausible. El segundo, más refinado, vendría a coincidir esencialmente con el tipo de estrategia que ha seguido Dworkin: y lo que intentaré mostrar es que conduce al abandono subrepticio del instrumentalismo y a la admisión encubierta de los términos básicos de un planteamiento rawlsiano. Según Dworkin, hay dos modos de concebir el ideal democrático. El primero –y que él defiende- pondría su atención en los resultados, y entendería que lo importante es articular una estructura institucional, cualquiera que sea su forma, que haga más probable que se generen decisiones sustantivas que traten a todos los miembros de la comunidad con igual consideración. El segundo, en cambio, se fijaría en los rasgos del procedimiento mismo, y consideraría que lo relevante es que éste distribuya el poder político de un modo igual, no qué resultados es previsible que produzca R. Dworkin, Sovereign Virtue: The Theory and Practice of Equality (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2000), p. 186; vid. también R. Dworkin, Freedom’s Law, cit. en nota 19, p. 34.. Lo que ocurre, según Dworkin, es que la igualdad de poder político es un ideal ambiguo que podría ser interpretado hasta de cuatro maneras, todas las cuales resultarían ser sin embargo, una vez analizadas adecuadamente, o irrealizables, o indeseables, o ambas cosas a la vez. Y si realmente la pretensión de que tenemos derecho a un igual poder político fuese insostenible, de ello se seguiría que la forma correcta de interpretar el ideal democrático tiene que ser la primera, lo que equivaldría a haber justificado un enfoque instrumentalista estricto. El paso crucial de la argumentación de Dworkin consiste por tanto en mostrar que ninguna de las cuatro formas posibles de entender la igualdad de poder político representa un ideal atractivo. Esas cuatro formas resultan de cruzar dos distinciones: la que media por un lado entre igualdad horizontal (entre unos ciudadanos y otros) e igualdad vertical (entre gobernantes y gobernados) y la que, por otro, distingue entre igualdad de impacto (que se refiere a la medida en que la decisión de cada uno, expresada en su voto, condiciona la decisión colectiva que se adopte) e igualdad de influencia (que tiene que ver con el grado en que cada uno puede incidir en las opiniones de los demás e inducirles a tomar sus decisiones políticas en un sentido determinado) R. Dworkin, Sovereign Virtue, cit. en nota 158, p. 191. Creo que pueden aceptarse en líneas generales las consideraciones de Dworkin en contra de la igualdad vertical, ya sea de impacto o de influencia, y de la igualdad horizontal de influencia Sintéticamente, en una democracia representativa y en ausencia de mandato imperativo no hay por definición igualdad de impacto entre representantes (que son quienes toman directamente las decisiones políticas) y representados, y la desigualdad vertical de influencia parece inevitable en la práctica. Y en cuanto a la igualdad horizontal de influencia, lo que en realidad resulta censurable es una de las causas –la principal, seguramente- de la desigualdad de influencia: la distribución no equitativa de los recursos. Pero, si se corrigiera esa injusticia distributiva de base, verosímilmente la desigualdad de influencia subsistiría de todos modos como resultado de otros factores (las diferencias de talento, de dedicación a los asuntos públicos o de disposición a utilizar para fines políticos los recursos que a uno le correspondan según una distribución equitativa), y no parece que haya una justificación moral para la supresión de las desigualdades de influencia que puedan tener su origen en estas otras causas.. Los problemas aparecen, según creo, en su opinión acerca de la igualdad horizontal de impacto. Pero antes de entrar a considerarlos conviene traer a la vista otro elemento esencial de la posición de Dworkin, que resultará decisivo para esa discusión. Cuando desde un planteamiento instrumentalista se habla de los “resultados” de un procedimiento, lo que en principio se entiende por tal son exclusivamente las decisiones que se adoptan a través de él. A esta clase de resultados los denomina Dworkin las “consecuencias distributivas” del procedimiento (puesto que distribuyen derechos y deberes, entendidos como “recursos” en el sentido más amplio del término). Pero en su opinión un procedimiento generaría también otro tipo de resultados, las “consecuencias participativas”, que no serían decisiones tomadas a través del procedimiento, sino efectos generados en las percepciones que los individuos se forjan de sí mismos y de la clase de relación que mantienen con los demás por la forma misma en la que el procedimiento hace que se desenvuelva la actividad política R. Dworkin, Sovereign Virtue, cit. en nota 158, pp. 186-187. . Y según Dworkin, si bien ninguna concepción satisfactoria de la democracia puede ignorar las consecuencias participativas Op. cit., p. 187., ello no obligaría de ninguna manera a abandonar una perspectiva puramente instrumentalista: porque el contraste básico no se daría entre un enfoque que se fija en las consecuencias distributivas y otro que pone su atención en las consecuencias participativas, sino entre uno que se fija en ambos tipos de consecuencias (y que por tanto seguiría siendo instrumentalista, pero dando un sentido más amplio a la noción de “resultado” Este tipo de “instrumentalismo ampliado” también es sostenido por R. Arneson, “Democratic Rights at National and Workplace Levels”, cit. en nota 148, p. 138.) y otro que ignora todas ellas e insiste en un rasgo del procedimiento mismo, como sería su reconocimiento del presunto derecho a un igual poder político R. Dworkin, Sovereign Virtue, cit. en nota 158, p. 188.. A mi entender, sin embargo, la diferencia entre esa clase de instrumentalismo ampliado y un planteamiento rawlsiano es puramente aparente Algo que ya señala Beitz en relación con una sugerencia, en la línea del planteamiento de Dworkin, que según dice le formuló Dennis Thompson: cfr. Ch. Beitz, Political Equality, cit. en nota 73, p. 44.. La “igualdad horizontal de impacto” de todos los ciudadanos no es más que otro nombre para su participación en pie de igualdad –en sentido formal- en la toma de decisiones públicas. Conviene entonces examinar de cerca las razones por las que Dworkin no la considera un ideal atractivo. Esencialmente son dos. La primera es que la igualdad horizontal de impacto no sería suficiente para una concepción satisfactoria de la democracia, puesto que el hecho de que el voto de cada uno cuente por igual para la adopción de la decisión colectiva puede ser compatible con la ausencia de libertades básicas de expresión o asociación, o con que algunos individuos hayan podido disfrutar de ellas y otros no R. Dworkin, Sovereign Virtue, cit. en nota 158, p. 193.. Pero que la “igualdad horizontal de impacto” no sea el único valor político ni el más importante de ellos no prueba que carezca de valor intrínseco, que no sea valiosa en sí misma Cfr. Alfonso Ruiz Miguel, “La igualdad política”, Derechos y Libertades 11 (2002) 65-98, p. 94.. Un planteamiento rawlsiano no insiste en que el derecho de participación en pie de igualdad sea absoluto, sino en que siempre ha de ser tomado en cuenta como uno de los elementos del balance requerido para la justificación de un diseño institucional. Por ello mismo, parecería en principio mejor encaminado el segundo de los argumentos de Dworkin, que trata de mostrar que la igualdad horizontal de impacto tampoco es un ingrediente necesario de un diseño institucional justificado. Para probarlo, alega que si una modificación de las circunscripciones electorales y del número de representantes que elige cada una de ellas produjera desigualdad horizontal de impacto (i.e., atribuyera más valor a la decisión de los votantes de ciertos distritos que a la de los votantes de otros), pero ello hiciese más probable la adopción de decisiones más justas y no tuviera consecuencias participativas negativas para los individuos cuyo voto pasara a tener menor impacto (es decir, si éstos no percibieran esa reducción como una forma de ultraje incompatible con el respeto al que son acreedores por su igual ciudadanía), entonces el diseño institucional resultante estaría impecablemente justificado y no habría ninguna razón en contra de su adopción Op. cit., p. 188.. Esto es tanto como decir que lo que cuenta no es en sí la igualdad o desigualdad horizontal de impacto como característica del procedimiento mismo, sino sus consecuencias para la percepción que tienen los individuos de sí mismos y de su relación con los demás a la vista del modo en que se configura la vida política de la comunidad a la que pertenecen. Ahora bien, una cosa es que ciertas formas de desigualdad horizontal de impacto produzcan o no de hecho un efecto negativo sobre esas percepciones y otra, muy distinta, que debieran o no producirlo. Después de todo, las “consecuencias participativas negativas” que genere de hecho un diseño institucional dependen de las expectativas y aspiraciones de los individuos, moldeadas a su vez por las circunstancias de su socialización y, en definitiva, por el peso de las tradiciones, del modo en que su comunidad se haya venido organizando políticamente hasta el presente Lo subraya con razón Ch. Beitz, Political Equality, cit. en nota 73, p. 45., algo que, como es obvio, no posee en sí mismo ninguna fuerza justificativa. Por eso, que cierta forma de desigualdad horizontal de impacto no produzca de hecho consecuencias participativas negativas no implica necesariamente que no deba considerarse intrínsecamente disvaliosa. En realidad, se podría decir más bien que los únicos casos en que se justificaría que los individuos no apreciasen “consecuencias participativas negativas” en una determinada forma de desigualdad horizontal de impacto serían precisamente aquellos en los que fuese razonable entender que el derecho a la participación en pie de igualdad ha cedido justificadamente ante consideraciones relativas al mayor valor instrumental de un procedimiento alternativo que se aparta en alguna medida de la participación igualitaria. Pero esto simplemente nos lleva de nuevo a la idea de que el respeto al derecho de participación no es el único valor que cuenta en la justificación de un diseño institucional, no a la idea, completamente distinta y vindicada por el instrumentalismo estricto, de que en realidad no constituye un valor independiente en absoluto. En definitiva, el instrumentalismo estricto o genuino, que es el que entiende que la justificación de un procedimiento depende de la mayor o menor probabilidad de que a través de él se adopten decisiones justas y de nada más que eso, sería inaceptable precisamente por no conceder relevancia alguna a lo que llama Dworkin “consecuencias participativas negativas”. Pero una forma de instrumentalismo ensanchado que entienda que éstas son también parte de los “resultados” del procedimiento que hay que tener en cuenta, o bien mide esas consecuencias participativas desde el rasero de las convicciones políticas –aceptables o no- imperantes de hecho en la comunidad, y pierde con ello su potencial justificativo, o bien acaba siendo indistinguible en realidad de un planteamiento rawlsiano Lo que creo que queda suficientemente claro con la admisión por parte de Dworkin de que no puede excluirse que los diferentes objetivos que persigue una concepción de la democracia como la que él propugna –maximizar la probabilidad de que el procedimiento genere las “consecuencias distributivas” correctas y evitar al tiempo que produzca “consecuencias participativas” negativas- entren en conflicto y haya que articular alguna forma de compromiso entre ellos (cfr. R. Dworkin, Sovereign Virtue, cit. en nota 158, pp. 200 y 207-208).. 5. Dependencia del contexto y constitucionalismo débil En las discusiones acerca de la justificación del constitucionalismo hay aún, con demasiada frecuencia, dos presuposiciones implícitas. La primera, que nos enfrentamos a una opción cerrada entre dos únicas posibilidades, el modelo de supremacía parlamentaria incondicionada (eso que se ha dado en llamar “Estado legislativo de derecho”, o “modelo de Westminster” Vid. Arend Lijphart, Democracies (New Haven: Yale University Press, 1984), pp. 16 ss.) y el Estado constitucional, entendido precisamente como alguna forma de “constitucionalismo fuerte” (es decir, que incorpore los característicos mecanismos contramayoritarios de la rigidez y el control jurisdiccional de constitucionalidad, en el sentido explorado al comienzo de este trabajo). La segunda, que aquel de los dos que se juzgue preferible, lo será para cualquier comunidad política, porque la justificación de un diseño institucional no es relativa a circunstancias contingentes que puedan variar de una comunidad a otra. Pero en mi opinión se trata de dos prejuicios que hay que acabar de desterrar cuanto antes. Por un lado, una mirada suficientemente atenta a los sistemas políticos existentes en la actualidad nos muestra de inmediato que entre los dos polos mencionados hay una tercera posibilidad, representada por las distintas formas de “constitucionalismo débil”, que (aun variando los detalles de sus respectivas maquinarias institucionales) vienen a coincidir en reservar la última palabra a la mayoría parlamentaria ordinaria Vid. supra, notas 2 y 4 y texto al que acompañan. Me referí con más detalle a este tipo de diseños institucionales en un trabajo anterior (J.C. Bayón, “Derechos, democracia y constitución”, cit. en nota 18, especialmente pp. 418-419), donde sin embargo, como he reconocido ya –vid. supra, nota 111-, me pronunciaba a favor de su adopción sin percibir adecuadamente la importancia de la idea de dependencia contextual. Una valoración comparativa de tres de los casos más representativos de constitucionalismo débil (los del Reino Unido, Nueva Zelanda y Canadá), que sí presta atención a las particulares circunstancias de cada una de esas comunidades políticas, es la de Stephen Gardbaum, “The New Commonwealth Model of Constitutionalism”, American Journal of Comparative Law, 49 (2001) 707-760. El interés que van despertando ésas u otras formas funcionalmente equivalentes de constitucionalismo débil, hasta hace poco no muy tenidas en cuenta en la discusión académica, ha prendido incluso en Estados Unidos, donde Michael Perry ha abogado por la adopción de un sistema como el canadiense o Frank Michelman ha sugerido que sería deseable que existiera un órgano representativo –el “Consejo de Revisión”- con competencia para anular las decisiones de la Corte Suprema: cfr. M. Perry, The Constitution in the Courts: Law or Politics? (New York/Oxford: Oxford University Press, 1994, pp. 197-201; Id., “Protecting Human Rights in a Democracy: What Role for the Courts?”, Wake Forest Law Review 38 (2003) 635-695; F. Michelman, “Judicial Supremacy, the Concept of Law, and the Sanctity of Life”, en A. Sarat y Th. Kearns (eds.), Justice and Injustice in Law and Legal Theory (Ann Arbor: The University of Michigan Press, 1996 139-164, p. 146., pero introduciendo a pesar de ello diferencias en absoluto irrelevantes respecto al simple –y, en su forma pura, hoy ya en realidad inexistente- “modelo de Westminster”. Por otro, si se acepta la tesis -que aquí he defendido- de que la justificación de un diseño institucional depende de un balance entre su valor intrínseco y su valor instrumental, se ha de admitir que cuál sea el diseño institucional preferible es una cuestión inevitablemente dependiente del contexto, de manera que para diferentes condiciones sociales habrá que considerar justificados procedimientos de decisión distintos. Sobre la base de estas dos ideas me gustaría apuntar brevemente, ya para concluir, en qué condiciones genéricas se podría considerar que el diseño institucional más justificable sería precisamente alguna forma de “constitucionalismo débil” (lo que, al tiempo, podría servir para indicar tentativamente algún modo de reducir el grado de indeterminación que es inherente a un planteamiento rawlsiano, no sólo por la variabilidad empírica de las circunstancias de las que depende el valor instrumental de un procedimiento, sino también por su falta de concreción en la asignación de pesos relativos al valor intrínseco y al valor instrumental). La primera consideración relevante, en este sentido, tiene que ver con la distinción entre el derecho mismo a la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones (entendida, en la terminología dworkiniana, como “igualdad de impacto”) y el valor de ese derecho para los distintos individuos a la vista de circunstancias contingentes relativas a su comunidad política. Aunque disponer de un voto igual bajo una regla de decisión por mayoría no cualificada asegura ex ante el mismo impacto de la decisión de cada individuo sobre la decisión colectiva a adoptar, esto no implica necesariamente –dejando al margen el problema de las desigualdades de influencia- que todos tengan las mismas probabilidades de que finalmente ésta se corresponda con su elección, puesto que esto depende como es obvio de cuántos individuos más estén dispuestos a votar en el mismo sentido que él, y por tanto del perfil que adopte la distribución de preferencias políticas dentro de la comunidad. Cuando la distribución de intereses, preferencias e ideales sobre la totalidad de cuestiones que requieren decisiones colectivas sigue una pauta tal que es esperable que no se repita sistemáticamente la composición de la mayoría, esto es, cuando no es esperable que grupos bien definidos de individuos se encuentren constantemente en minoría, puede decirse que no sólo hay igualdad de impacto ex ante, sino también ex post (en el sentido de que, a largo plazo y en la consideración de cuestiones diferentes, la probabilidad de que las decisiones de cada individuo coincidan con las decisiones colectivas que se adopten es, grosso modo, similar) Sobre esta distinción entre igualdad de impacto ex ante y ex post, vid. Ch. Beitz, Political Equality, cit. en nota 73, pp. 8-10; y A. Ruiz Miguel, “La igualdad política”, cit. en nota 167, p. 82.. Pero si no es así, si la pauta de distribución de las preferencias e ideales que se aportan al proceso de decisión y a los que los individuos atribuyen mayor importancia coincide sustancialmente con la división entre grupos sociales claramente identificables y contrapuestos –por ejemplo, sobre bases étnicas o religiosas- que acaban siendo de manera recurrente la mayoría y la minoría, entonces cabe afirmar que el valor del derecho de participación en pie de igualdad claramente no es el mismo para quienes se encuentran formando parte de una de esas minorías enquistadas. No se trata aquí de que desde su punto de vista el procedimiento tenga un reducido valor instrumental (o, al menos, no se trata sólo de eso): se trata de que la percepción que pueda tener cada uno de que la comunidad ha organizado su vida política de un modo que le reconoce también a él como miembro igualmente digno y valioso no depende sólo de que se le haya reconocido el derecho a participar en pie de igualdad en el procedimiento de decisión, sino también del valor que pueda tener para él ese derecho a la vista de la probabilidad efectiva de que a través de su ejercicio sus intereses e ideales no se encuentren por principio ni en mejor ni en peor situación que los de los demás para verse reflejados en la decisión colectiva Cfr. Torbjörn Tännsjö, Populist Democracy: A Defence (London: Routledge, 1992), pp. 48-49; A. Gutmann y D. Thompson, Democracy and Disagreement, cit. en nota 142, p. 30; A. Gutmann, “Rawls on the Relationship between Liberalism and Democracy”, cit. en nota 112, pp. 190-191; A. Kavanagh, "Participation and Judicial Review...”, cit. en nota 146, p. 464.. Pero esto pone ya de manifiesto algo que aquí interesa mucho resaltar: las circunstancias sociales en las que el valor del derecho de participación es más bajo son también aquellas en las que es más probable que la mayoría sea una amenaza para los derechos de alguna minoría “discreta e insular” Por utilizar la conocida terminología empleada en el constitucionalismo estadounidense desde la celebre nota 4 de United States v. Carolene Products Co. (304 US 144, 1938). O dicho de otro modo: aunque el conflicto entre el valor intrínseco y el valor instrumental de un procedimiento es siempre posible, las circunstancias sociales en las que el procedimiento mayoritario realiza en mayor medida su valor intrínseco tienden a coincidir con aquellas en las que menos reticencias hay que tener en relación con su valor instrumental, con aquellas, en suma, en que son más escasas las razones para presuponer que, en comparación con él, desplegará sistemáticamente un mayor valor instrumental un procedimiento que incorpore restricciones contramayoritarias. Este es seguramente el caso de toda comunidad cuya cultura política haga impensable la violación frontal por parte de la mayoría de los casos paradigmáticamente claros de ejercicio de los derechos, y donde el desacuerdo público reina por tanto sólo acerca de cómo articular el contenido preciso de derechos a los que los miembros de la comunidad no sabrían cómo dar protección constitucional si no es a través de principios muy genéricos que requieren concreción. En circunstancias como esas no hay razones para esperar que sistemáticamente las decisiones al respecto de la mayoría parlamentaria deban ser peores que las de los jueces constitucionales. Y si no hay por qué esperar del procedimiento democrático un menor valor instrumental, su superioridad desde el punto de vista de su valor intrínseco debe decantar la balanza en favor de soluciones que den la última palabra a la mayoría parlamentaria ordinaria. Pero la intervención de los jueces constitucionales dentro de un diseño de constitucionalismo débil puede dar pie a pesar de todo a una forma de diálogo institucional que aumente la calidad deliberativa de los procesos de decisión, no, por tanto, imponiendo al legislador ordinario sus puntos de vista acerca de cuestiones relativas a la concreción de los derechos sobre las que existen desacuerdos razonables, sino haciendo ver a la mayoría el peso de razones o puntos de vista que no ha sabido tomar en cuenta, o contradicciones y puntos débiles en la fundamentación de sus decisiones, forzándola de ese modo a reconsiderarlas, pero no necesariamente a abandonarlas Para conseguir del mejor modo posible los objetivos de esa clase de diálogo institucional, ciertas peculiaridades de los distintos sistemas de constitucionalismo débil parecen más apropiados que otros. Por ejemplo, la solución canadiense parece preferible a la británica o neozelandesa, puesto que en éstas la inercia favorece la desatención por parte del legislador de los razonamientos que en contra de su decisión le opongan los tribunales (la declaration of incompatibility no anula ni inaplica la ley, así que el legislador simplemente no necesita hacer nada para que sea su punto de vista el que prevalezca), mientras que en el sistema canadiense –si se eliminase la posibilidad, que no parece justificable, de utilizar ex ante el mecanismo de la sección 33 de la Charter of Rights and Freedoms- sucede exactamente lo contrario (la decisión de los jueces constitucionales prevalece salvo que el legislador active dicho mecanismo, incumbiéndole por tanto la carga de defender esa decisión, cuya adopción, además podría exigirse que siguiera ciertos requisitos –como la inserción obligatoria de un preámbulo que contestase a las razones expuestas en el fallo judicial al que se responde, o la celebración de audiencias preliminares ante comités parlamentarios en las que se diera voz a individuos o grupos que hubiesen intervenido en los correspondientes procesos judiciales previos- que servirían para asegurar mejor el fin último que en definitiva ha de perseguir esta clase de diálogo institucional, que no es otro que la mejora de la calidad deliberativa). Sobre todo ello, vid. Tsvi Kahana, “Understanding the Notwithstanding Mechanism”, University of Toronto Law Journal 52 (2002), 221-274. . Admitir la tesis de la dependencia contextual, en suma, implica reconocer que hay circunstancias en las que un diseño institucional de esta clase puede resultar el más justificable. Tal vez el punto más interesante en la agenda de quienes discuten acerca de la fundamentación del constitucionalismo consista en determinar, precisamente, si esas circunstancias son las nuestras. Apéndice: primacía, rigidez y control de constitucionalidad 1. La rigidez como condición necesaria de la supremacía.- En un trabajo anterior (J.C. Bayón, “Derechos, democracia y constitución”, cit. en nota 18) sostuve que “es la previsión de un procedimiento de reforma de la constitución más exigente que el procedimiento legislativo ordinario la que determina su superioridad jerárquica respecto a la ley” (p. 400) y que “no hay primacía sin rigidez” (p. 405). La primera de esas dos afirmaciones daba a entender que la rigidez es condición suficiente de la supremacía y, como trataré de explicar más adelante, creo que estaba formulada de un modo descuidado y demasiado simplificador que debe ser matizado. Sigo pensando en cambio que puede mantenerse la segunda, que indica que la rigidez es condición necesaria de la supremacía, y me gustaría en primer lugar defenderla frente a una objeción recientemente formulada en su contra. En efecto, Luis Prieto ha sostenido que con ella incurro en una confusión: que “rigidez y supremacía son [...] cuestiones diferentes” y que, tan pronto como se repara en ello, no debería haber problema en admitir que “una Constitución flexible sigue siendo –o puede seguir siendo– una norma suprema que debe ser respetada” (Justicia constitucional y derechos fundamentales, cit. en nota 5, p. 150). Me parece, sin embargo, que la objeción de Prieto se basa en un doble malentendido: uno acerca de qué se entiende por “constitución flexible” y otro a propósito de la noción misma de “supremacía”. El primero de ellos se arrastra, me parece, desde una afirmación de Ignacio de Otto (Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit. en nota 19, p. 62) a la que Prieto se remite expresamente y que parece haber hecho fortuna en nuestra cultura jurídico-constitucional (se apoyan también en ella R. Blanco Valdés, El valor de la Constitución, cit. en nota 3, p. 111; y V Ferreres, “En defensa de la rigidez constitucional” cit. en nota 7, p. 30 nota 2). Según De Otto “[u]na Constitución flexible –esto es, modificable por el mismo procedimiento que se exige para la aprobación de una ley a ella sujeta– es también norma superior si se exige que esa reforma por la vía ordinaria se haga de manera expresa” (cursiva en el original). Pero esta es una afirmación claramente paradójica: si una ley ordinaria puede modificar a otra anterior sin necesidad de que ello “se haga de manera expresa”, entonces una constitución que exige que su reforma se lleve a cabo precisamente de ese modo no es “modificable por el mismo procedimiento que se exige para la aprobación de una ley a ella sujeta” y por tanto, según la propia definición manejada por I. de Otto, no es una constitución flexible. Dicho de otro modo: si convenimos en que la rigidez es la previsión de un procedimiento de reforma constitucional más complejo o exigente que el procedimiento legislativo ordinario, por mínima que sea esa mayor complejidad o exigencia, entonces el supuesto al que se refieren De Otto y Prieto es el de una constitución rígida (y su argumento no prueba que pueda haber superioridad sin rigidez). Alternativamente, si estipulásemos que ese supuesto también puede ser llamado “constitución flexible” y aceptáramos que una “constitución flexible” es norma superior si –pero sólo si– se exige que su reforma se haga de manera expresa, nuestra discrepancia sería meramente verbal (entiendo que a esta misma conclusión llega A. Ruiz Miguel, “Costituzionalismo e democrazia”, cit. en nota 8, pp. 100-101, nota 9). Para que no fuera simplemente eso, sino un desacuerdo genuino, lo que Prieto tiene que mantener es que una constitución flexible “es también norma superior” incluso cuando es modificable exactamente “por el mismo procedimiento que se exige para la aprobación de una ley a ella sujeta” (es decir, sin la exigencia de que su reforma se haga de manera expresa). No creo que resulte abusivo entender que, en algún sentido, efectivamente lo mantiene: porque sostiene de hecho que afirmar que la constitución “es una norma suprema significa sólo [...] que [...] no puede ser violada por los poderes públicos” (p. 149) y que una constitución flexible “sigue siendo –o puede seguir siendo– una norma suprema que debe ser respetada”, porque “[u]na cosa es violar la Constitución y otra reformarla” (p. 150). Y ello nos lleva al segundo de los malentendidos a los que me referí anteriormente. Al insistir en la diferencia entre violar una norma y modificarla o derogarla Prieto se apoya en una observación de Guastini –cfr. “La Constitución como límite a la legislación”, en R. Guastini, Estudios de teoría constitucional, trad. M. Carbonell (México: Fontamara, 2001), pp. 51-52–, quien considera que “debe ser aclarada” la idea común de que “las Constituciones flexibles no limitan en modo alguno la legislación […] y por tanto no existe superioridad jerárquica de la Constitución [flexible] sobre la ley”. Y la aclaración que Guastini propone consiste en subrayar que si existe una constitución flexible “el legislador puede cambiar las normas constitucionales sobre el procedimiento legislativo, pero no puede violarlas hasta que no las haya cambiado” porque una cosa es “[u]na norma que deroga (tácitamente) otra norma precedente” y otra “una conducta que viola una norma” (ibid.). En otros términos, creo que el argumento de Guastini podría reconstruirse así: si la constitución contiene una norma según la cual para legislar se ha de seguir el procedimiento P, entonces 1) es flexible si usando ese mismo procedimiento P –y no algún otro procedimiento R, más complejo o exigente que P– puede cambiarse el contenido de la constitución y por tanto dicha norma, dictándose válidamente una norma nueva que establezca que en lo sucesivo para legislar se ha de seguir un procedimiento diferente P’; y 2) a pesar de ser flexible será suprema en el sentido de que el intento de “legislar” mediante el procedimiento P’ –sin usar antes P para tomar la decisión de que en lo sucesivo se habrá de seguir P’– no tendrá como resultado la creación de normas válidas. Ahora bien, la cuestión es qué probaría exactamente la segunda de estas afirmaciones. Porque si el punto que se discute es si la rigidez es o no condición necesaria de la supremacía, la respuesta depende obviamente no sólo de lo que se entienda por “rigidez”, sino también de lo que se entienda por “supremacía”: y lo que yo mantengo es que la rigidez es condición necesaria de la supremacía entendida como superioridad jerárquica en sentido estricto. Esto requiere alguna aclaración. En la teoría del derecho es un lugar común distinguir entre dos sentidos de “superioridad” de una norma sobre otra. Con arreglo al primero, al que se alude a veces como “jerarquía lógica”, la norma que establece las condiciones para la producción válida de otra es “superior” respecto de ésta. Con arreglo al segundo, que suele denominarse “jerarquía formal” o “positiva”, cierta clase de fuente o forma normativa es superior a otra si goza frente a ésta de “fuerza activa” (puede modificarla válidamente, así como a las anteriores de su mismo rango) y “pasiva” (no puede ser modificada válidamente por ella). Es entonces obvio que una constitución flexible –en el sentido de Guastini: i.e. una que contiene una norma según la cual para legislar se ha de seguir el procedimiento P, que puede ser reformada siguiendo ese mismo procedimiento P- es superior a la ley en el sentido de la jerarquía lógica y no lo es en el de la jerarquía formal o positiva (puesto que carece frente a ella de “fuerza pasiva”). Luis Prieto afirma que la objeción democrática “pretende impugnar la supremacía constitucional” (p. 139), así que la pregunta inmediata es si cree que lo que la objeción pretende impugnar es la supremacía o superioridad en el sentido de la “jerarquía lógica” o en el de la “jerarquía formal o positiva”. Prieto parece creer lo primero, pues –como se vio anteriormente: vid. supra, nota 120 y texto al que acompaña- afirma de hecho que la objeción contramayoritaria se plantea “frente a la pretensión de que una norma aprobada en el pasado condicione lo que se puede decidir en el futuro” (p. 138). Si esto fuera cierto, Prieto tendría razón: es verdad que la rigidez no es de ninguna manera condición necesaria de la supremacía o superioridad en el sentido de la jerarquía lógica. Y además, como intenté aclarar en su momento –en el apartado 4.1-, también tendría razón en que la objeción democrática descansa en buena medida en un error conceptual, porque es inevitable que las decisiones institucionales del presente estén condicionadas por normas preexistentes. Pero ya señalé entonces que el planteamiento más sólido e interesante de la objeción democrática no es el que pone reparos a que “normas aprobadas en el pasado condicionen lo que se puede decidir en el futuro”, sino el que pregunta por qué ha de haber materias, incluidas las normas constitutivas del procedimiento de toma de decisiones por mayoría, que queden atrincheradas frente a éste. Así que en definitiva lo que la objeción democrática, rectamente entendida, pretende discutir es la supremacía o superioridad de la constitución en el sentido de la jerarquía formal o positiva, no en el sentido de la “jerarquía lógica”. Y no veo de qué modo las observaciones de Guastini y Prieto obligarían a revisar la afirmación de que la rigidez es condición necesaria de la supremacía –en el sentido de la jerarquía formal o positiva- de la constitución sobre la ley. En resumen, la objeción de Prieto a la idea de que “no hay primacía sin rigidez” gravita sobre dos ambigüedades. A resultas de ello acaba probando que “una constitución flexible es también suprema” no en uno, sino en dos sentidos diferentes: o bien prueba –en la línea de De Otto– que una constitución modificable por un procedimiento que no es exactamente el mismo que se exige para la aprobación de una ley es (aunque, como se verá dentro de un momento, sería más acertado decir “puede ser”) superior a ésta en el sentido de la “jerarquía formal o positiva”; o bien prueba –en la línea de Guastini– que una constitución modificable exactamente por el mismo procedimiento que se exige para la aprobación de una ley es (o mejor: puede ser) superior a ésta en el sentido de la “jerarquía lógica”. Pero ninguno de ellos es negado en realidad por la tesis que pretende criticar. 2. ¿Es la rigidez condición suficiente de la supremacía? La supremacía como “valor normativo”.– Una constitución que establezca que para su propia reforma se ha de seguir el procedimiento R, más exigente que el procedimiento legislativo ordinario P, puede a pesar de ello no gozar de superioridad jerárquica en sentido estricto sobre la ley: es decir, puede suceder que sea reformable válidamente mediante el procedimiento P. Esto es exactamente lo que habría de ocurrir bajo la “concepción clásica” de la soberanía del Parlamento británico, con arreglo a la cual se entendería que éste goza de una omnipotencia normativa continuada –cfr. H.L.A. Hart, El concepto de Derecho [1961], trad. G.R. Carrió (Buenos Aires: Abeledo Perrot, 1963), p. 186–, lo que es tanto como decir que puede adoptar válidamente por mayoría simple cualquier decisión excepto la de privarse para el futuro de la capacidad de adoptar válidamente por mayoría simple cualquier decisión (de manera que, como escribe Wade, “si un hábil legislador intentase atrincherar una ley del Parlamento del Reino Unido prohibiendo su derogación, excepto por referéndum, tal ley, como cualquier otra, podría ser derogada por una ley ordinaria de la Corona, Lores y Comunes sin referéndum”: tomo la cita de Pérez Triviño, “Una revisión de la soberanía del Parlamento británico”, cit. en nota 2, pp. 176-177). Ahora bien, como advierte Hart, si un Parlamento –el británico o cualquier otro– goza o no de esa clase de omnipotencia continuada “es una cuestión empírica relativa a la forma de regla que es aceptada como criterio último para identificar el Derecho” (El concepto de Derecho, cit., p. 185). Todo esto no debe ser visto más que como un sencillo recordatorio de ideas bien asentadas en la teoría del derecho contemporánea: el problema de la identificación de las normas supremas de un sistema jurídico no puede resolverse intrasistemáticamente, sino que depende de una práctica de reconocimiento que las acepta como tales; y el contenido de esa práctica es inmodificable a través de procedimientos jurídicos –cfr. Frederick Schauer, “Amending the Presuppositions of a Constitution”, en S. Levinson (ed.), Responding to Imperfection, cit. en nota 63, pp. 145-161–, siendo su cambio una pura cuestión de hecho. De todo ello se sigue que la rigidez, esto es, la previsión en un texto constitucional de un procedimiento para su reforma más exigente que el procedimiento legislativo ordinario, no es condición suficiente de su superioridad jerárquica sobre la ley. Ninguna norma puede determinar por sí sola, autorreferencialmente, su posición jerárquica dentro del sistema –cfr. Alfonso Ruiz Miguel, “El principio de jerarquía normativa” [1988], ahora en F. Laporta (ed.), Constitución: Problemas filosóficos, cit. en nota 18, pp. 93-109; y Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, “La regla de reconocimiento” [1996], ibidem, pp. 111-133– y tampoco, como es natural, la constitución: ni estableciendo un procedimiento agravado para su propia reforma, ni por el simple expediente de proclamar su superioridad con “cláusulas de supremacía” al estilo del art. VI.2 de la Constitución de los Estados Unidos o el 9.1 de nuestro texto constitucional. En suma, para que una constitución goce realmente de “fuerza pasiva” frente a la ley (y sea por tanto “suprema” en el sentido de la jerarquía formal o positiva) no basta con que estipule un procedimiento para su reforma más exigente que el procedimiento legislativo ordinario: es preciso además que se acepte, como parte de la práctica de reconocimiento correspondiente, que las leyes que contradicen la constitución no son válidas. En caso contrario -como sucedió con los textos constitucionales del período revolucionario francés: vid. supra, nota 3- sólo cabrá decir de la constitución, por más que sea rígida, que su valor es “programático” o que su superioridad sobre la ley es “política” (y no, en sentido estricto, jurídica); o, por recurrir a una forma de expresión habitual, que carece de auténtico “valor normativo”. Y en rigor lo mismo debe decirse del sentido en que una constitución flexible puede ser suprema frente a la ley. Prieto afirma que la supremacía de la constitución consiste en que ésta “no puede ser violada por los poderes públicos” (p. 149), en que “debe ser respetada” (p. 150), coincidiendo así con De Otto, para quien la supremacía constitucional –o lo que sería lo mismo: la existencia misma de la “Constitución como norma”– consistiría en que el cumplimiento de sus preceptos “es obligatorio y, en consecuencia, [...] su infracción es antijurídica” (Derecho constitucional. Sistema de fuentes, cit. en nota 19, p. 15). Si para una constitución rígida ello es tanto como decir que goza realmente de “fuerza pasiva” frente a la ley, para una de carácter flexible equivale a afirmar que, como parte de la práctica de reconocimiento, se acepta efectivamente que sólo son válidas las leyes producidas con arreglo a las condiciones que la constitución estipula o a las que resulten de modificarlas usando ese mismo procedimiento legislativo que ella establece. 3. Supremacía y control de constitucionalidad.- A juicio de Luis Prieto “la existencia de una Constitución como norma suprema reclama como corolario indispensable la presencia de una garantía jurisdiccional” (p. 155). En principio, una afirmación como esta podría interpretarse simplemente en el sentido –naturalmente discutible, pero esa es otra cuestión– de que hay buenas razones para proteger la supremacía de la constitución mediante el establecimiento de un sistema de control judicial de constitucionalidad de las leyes. En ese caso entre supremacía y control no se estaría postulando una vinculación conceptual –la constitución no sería suprema porque existiese el control judicial ni dejaría necesariamente de serlo sólo porque no existiera–, sino meramente contingente: el control sería la garantía (deseable o no) de la supremacía, no su presupuesto ni su consecuencia lógica. Esta es la posición que sostuvo Nino –vid. La constitución de la democracia deliberativa, cit. en nota 1, p. 269– y que me parece correcta. No parece esa, sin embargo, la opinión de Prieto. Es verdad que apunta que, aunque exista alguna forma de control, bien podría ser política y no judicial (p. 156). Y se apoya en Cruz Villalón para recordar que la defensa de la constitución puede adoptar formas distintas de la tutela judicial y que por tanto la supremacía constitucional podría sustentarse en otros factores como “la opinión pública, [...] el ejercicio de las libertades públicas, [...] la conciencia de la legitimidad...” (cfr. P. Cruz Villalón, La formación del sistema europeo..., cit. en nota 5, p. 27). Pero esta remisión no aclara mucho las cosas, porque en realidad la opinión de Cruz Villalón sobre este punto es un tanto ambigua o vacilante: si bien concluye a partir de las observaciones anteriores que “[e]l control de constitucionalidad [...] sólo matizadamente puede ser considerado presupuesto de la primacía de la Constitución” (ibid.), a renglón seguido añade que el paso de la mera garantía política a la garantía jurisdiccional supondría un “salto cualitativo”, una auténtica “mutación” en la constitución. Y aunque el propio Cruz ya no se extiende más sobre el efecto de esa “mutación” ni sobre el sentido en que obligaría a “matizar” su afirmación precedente acerca de la relación entre primacía y control, Prieto sí que es mucho más claro en cuanto a las implicaciones que tendría a su juicio ese “salto cualitativo”. Su tesis, a fin de cuentas, es que sin garantía jurisdiccional no hay constitución verdaderamente suprema (o dotada de auténtica “fuerza normativa”, o “fuente de derechos y obligaciones”), sino “simplemente un documento político” (pp. 139, 155 y 156), lo que es tanto como decir que el control de constitucionalidad es el presupuesto de la supremacía de la constitución y que la relación entre ambos sería de carácter conceptual, no contingente (una tesis, por otra parte, bien arraigada en nuestra cultura jurídica: según García de Enterría –Democracia, jueces y control de la Administración, cit. en nota 19, p. 140– “el carácter normativo de la Constitución sólo se asegura si el juez constitucional es capaz de controlar al legislador”). Está claro que se enfrentan aquí dos esquemas conceptuales diferentes. Con arreglo al que a mí me parece preferible, se puede decir que una constitución es suprema si, como parte de la práctica de reconocimiento existente, se acepta efectivamente que los preceptos de la constitución son obligatorios para el legislador y que las leyes que la contradigan son inválidas, aunque el ordenamiento niegue a los jueces cualquier posibilidad de control y les obligue a aplicarlas. Desde este punto de vista, del mismo modo que no habría inconveniente conceptual alguno en reconocer la posibilidad de la existencia de genuinos deberes jurídicos sin sanción, tampoco tendría por qué haberlo para hablar de leyes inválidas (en el sentido de que incumplen los requisitos exigidos para su producción regular) que los jueces no tienen competencia para invalidar ni inaplicar. Prieto parece considerar que este esquema conceptual es una construcción artificiosa (cfr. p. 156), pero creo que tiene ventajas teóricas no desdeñables (por ejemplo: si, como sucede en algunos ordenamientos, el control de constitucionalidad sólo puede ejercerse en un plazo determinado, permite afirmar, pasado dicho plazo, que una ley que incumplió los requisitos exigidos por la constitución para su producción regular es inválida y que sin embargo los jueces deben aplicarla). En cualquier caso, no es éste el lugar para desarrollar esta discusión en detalle. Lo que sí es más importante subrayar aquí es que el modo en que se dirima esta cuestión conceptual no condiciona de ninguna manera el fondo de la discusión normativa acerca de si es o no justificable el control judicial de la ley. Lo único que cambiará, dependiendo de la posición que se adopte en cuanto a la cuestión conceptual aludida, será la forma de presentar el debate normativo: si se entiende que entre supremacía y control hay una relación contingente, se tendrá que discutir por qué una constitución suprema habría de estar garantizada por el control judicial; si, por el contrario, se considera que la relación es necesaria y que una constitución suprema está por definición jurisdiccionalmente garantizada, lo que habrá que justificar es por qué la constitución debería ser suprema. Como con toda razón dice el propio Prieto –p. 156– “la justificación de un control judicial de constitucionalidad no debe apelar a la lógica, sino a consideraciones prácticas” y resultaría engañoso pretender extraer argumentos para la discusión normativa de fondo a partir de la postulación de una relación conceptual entre supremacía y control de constitucionalidad. Y eso es precisamente lo que hace el tipo de argumentación (que no creo que se le deba atribuir a Prieto, a pesar de su afirmación –p. 155– de que “la existencia de una Constitución como norma suprema reclama como corolario indispensable la presencia de una garantía jurisdiccional”) a la que hoy es usual referirse, siguiendo a Nino, como “lógica de Marshall” (cfr. La constitución de la democracia deliberativa, cit. en nota 1, pp. 261-269). Se trata de un argumento encaminado a sostener, tal y como razonó el juez Marshall en Marbury v. Madison, que si la constitución es suprema de ello se sigue como consecuencia lógica, aunque el texto constitucional no la establezca expresamente, la competencia de los jueces para ejercer el control de constitucionalidad. Nótese, en primer lugar, lo que el argumento no pretende. No pretende justificar por qué debería existir una constitución suprema jurisdiccionalmente garantizada. Tampoco pretende que de la mera existencia de un texto constitucional se siga sin más la competencia implícita de los jueces para ejercer el control de constitucionalidad. Lo único que afirma es que si la constitución es suprema entonces, como cuestión de necesidad conceptual, ha de existir la justicia constitucional; y por tanto, si es que no la ha previsto explícitamente, ha de entenderse que una constitución suprema –no cualquier constitución– la establece implícitamente. Pues bien, fijadas exactamente sus pretensiones, ha de observarse en primer lugar que se trata de un argumento de alcance muy limitado: sólo viene al caso en el supuesto realmente infrecuente de un texto constitucional –como el de los Estados Unidos– que guarde silencio acerca del establecimiento (o la exclusión) de la justicia constitucional, resultando ocioso en caso contrario. Pero, sobre todo, es un argumento falaz. Si se tiene claro que la superioridad de la constitución no puede determinarla autorreferencialmente el propio texto constitucional mediante una “cláusula de supremacía”, sino que depende de una práctica de reconocimiento, es fácil caer en la cuenta de que el razonamiento de Marshall encerraba una doble petición de principio: si se aceptaba la supremacía de la constitución, esto es, si se aceptaba un modo posible de configurar la práctica de reconocimiento que era el que Marshall propugnaba (y sabemos que lo hizo con éxito), y se presuponía además la vinculación conceptual entre supremacía y control, de ello había de seguirse la competencia implícita de los jueces. Con ello, como ya señaló Bickel (The Least Dangerous Branch, cit. en nota 16, pp. 1-14), su doctrina fue más una creación política que una conclusión a partir de la constitución misma. PAGE 26 Juan Carlos Bayón PAGE 27 Democracia y derechos PAGE 1
DERECHOS, DEMOCRACIA Y CONSTITUCIÓN Juan Carlos Bayón 1. Coto vedado y constitucionalismo En la filosofía moral y política contemporánea la idea de derechos básicos o fundamentales suele definirse a partir de la concurrencia de dos rasgos. Se entiende, en primer lugar, que los derechos básicos son límites a la adopción de políticas basadas en cálculos coste-beneficio, lo que es tanto como decir que esos derechos atrincheran ciertos bienes que se considera que deben asegurarse incondicionalmente para cada individuo, poniéndolos a resguardo de eventuales sacrificios basados en consideraciones agregativas. En segundo lugar, suele entenderse que los derechos básicos constituyen límites infranqueables al procedimiento de toma de decisiones por mayoría, esto es, que delimitan el perímetro de lo que las mayorías no deben decidir, sirviendo por tanto frente a estas -utilizando la ya célebre expresión de Dworkin- como vetos o cartas de triunfo Vid., entre otras muchas referencias posibles, Dworkin 1977, xi, 91 y 199; Nino 1989, 35 ss.; Ferrajoli 1990, 899-900; Rawls 1993, 151, nota 16.. Ciertamente las concepciones de la justicia que asignan un papel central a la idea de derechos básicos pueden invocar fundamentos muy diversos y postular contenidos dispares; pero todas ellas tendrían en común la específica configuración estructural resultante de los rasgos mencionados, que suele resumirse diciendo que los derechos básicos retiran ciertos temas de la agenda política ordinaria para emplazarlos en esa esfera intangible a la que Ernesto Garzón ha llamado "el coto vedado" (Garzón [1989] 1993). En esa peculiaridad estructural hay por supuesto una genuina tesis moral sustantiva, específica de un grupo o familia de concepciones de la justicia y rechazada como es notorio por relevantes concepciones rivales de diversa progenie. Pero en este trabajo no es eso lo que me interesa. En lo que deseo concentrar mi atención es en el paso que media entre la adhesión a ese ideal moral sustantivo que es la tesis del coto vedado y la elección de un diseño institucional específico para una comunidad política. Porque en ese paso, me temo, se agazapan más dificultades de lo que parece. Normalmente se da por sentado que quien haga suya la tesis del coto vedado queda comprometido con esa específica estructura institucional que es el constitucionalismo. Hay, por supuesto, muchas formas diferentes de "constitucionalismo", dependiendo de cómo queden configuradas ciertas variables fundamentales. Pero por lo general suele pensarse que el diseño institucional requerido por la tesis del coto vedado es el que resulta de la combinación de dos piezas maestras: la primacía de una constitución que incluya un catálogo de derechos básicos y la existencia de un mecanismo de control jurisdiccional de constitucionalidad de la legislación ordinaria. En cuanto a la primera, la idea aparentemente obvia consiste en que la traducción en términos de técnica jurídica del ideal del coto vedado no podría ser sino el emplazamiento de los derechos básicos en una constitución rígida, ya que es la previsión de un procedimiento de reforma de la constitución más exigente que el procedimiento legislativo ordinario la que determina su superioridad jerárquica respecto a la ley y por tanto la indisponibilidad de los derechos básicos para el legislador. En cuanto al segundo de los ingredientes mencionados, aunque la primacía de la constitución es conceptualmente independiente de la existencia de un mecanismo de control jurisdiccional de constitucionalidad de la legislación ordinaria No está de más recordar, incluso dejando al margen casos como el holandés o el neozelandés (en los que no hay control jurisdiccional de constitucionalidad, pero puede alegarse que tampoco supremacía en sentido estricto, sino flexibilidad constitucional), la existencia de constitucionalismos con genuina supremacía constitucional pero con controles de constitucionalidad no estrictamente jurisdiccionales, sino -como poco- semi-políticos (como el del Consejo Constitucional francés) o abiertamente políticos, ya sean internos al propio Parlamento (como el del Comité Constitucional finlandés) o externos a él (como el del Consejo de la Revolución en la Constitución portuguesa de 1976). Todo ello por no mencionar un sistema peculiar como el canadiense, al que me referiré más adelante con algún detenimiento., suele darse por sentado que éste es, en la práctica, el instrumento necesario sin el cual aquélla carecería de garantías efectivas. La combinación de estos dos ingredientes esenciales, no obstante, puede aún dar como resultado diseños institucionales muy diversos. La variable esencial reside en que las constituciones no flexibles pueden ser más o menos rígidas: pueden contener o no cláusulas de inmodificabilidad; y, en cuanto a lo que consideren modificable, el procedimiento de reforma puede ir desde lo sólo ligeramente más exigente que el procedimiento legislativo ordinario, hasta una acumulación de requisitos tan gravosos que pueda llegar a decirse, sin exageración, que la reforma de la constitución queda en la práctica fuera del margen de maniobra real de la comunidad política (como creo que sucede en el caso del art. 168 de la Constitución española vigente). Por ello puede decirse que existen constitucionalismos más o menos fuertes. Y aquí surge ya, por lo pronto, un primer problema en torno a la cuestión de qué diseño institucional requeriría el ideal moral sustantivo del coto vedado. Si se toma en sentido estricto la idea de que el contenido del coto vedado ha de ser intangible, ¿no requeriría esto el constitucionalismo más fuerte posible, es decir, el que -al estilo del art. 79.3 de la Ley Fundamental alemana de 1949- dispusiera la pura y simple inmodificabilidad del catálogo de derechos básicos? Y si no es así, ¿por qué razones no requiere tanto? Y en definitiva, ¿cómo habría de ser de fuerte el constitucionalismo requerido por el ideal del coto vedado? Todo ello nos sugiere que la afirmación usual de que el ideal moral del coto vedado exigiría el constitucionalismo como diseño institucional específico resulta, como mínimo, incompleta. Pero eso no es todo. Aunque se conceda que queda por determinar cuál habría de ser el grado de rigidez de la constitución, lo que sí suele darse por supuesto es que existe una conexión enormemente sólida entre el ideal del coto vedado y el diseño institucional resultante de combinar primacía constitucional y control jurisdiccional de constitucionalidad, hasta el punto de presuponer que la impugnación de ese diseño sólo podría ser debida al rechazo previo de la tesis de los derechos como ideal moral sustantivo Esto es efectivamente lo que ocurre en alguna crítica reciente al constitucionalismo como la de Hutchinson 1995.. Pero incluso esto, sin embargo, dista a mi juicio de ser obvio. Creo que para ir asentando esa duda basta con recordar que el constitucionalismo tiene una espinosa cuenta pendiente en relación con lo que, por lo menos desde Bickel (1962, 16 ss.), es usual denominar "objeción contramayoritaria". Es sabido que esa objeción adopta dos formas fundamentales. La primera apunta a la idea misma de primacía constitucional, ya que si la democracia es el método de toma de decisiones por mayoría, la primacía constitucional implica precisamente restricciones a lo que la mayoría puede decidir. Y la segunda, que afecta al control jurisdiccional de constitucionalidad, consiste en preguntar qué legitimidad tienen jueces no representativos ni políticamente responsables para invalidar decisiones de un legislador democrático. En suma: si como ideales morales se parte no sólo del de los derechos, sino también del valor de la democracia, entonces el camino hacia el constitucionalismo es quizá menos llano de lo que parece. En las últimas décadas, la historia de la teoría constitucional es en buena medida la de la reiteración de estas objeciones y la de las muchas formas en que se ha intentado contestarlas. Con todo, las réplicas más usuales vendrían a coincidir en que la tensión entre democracia y constitucionalismo es sólo aparente. En cuanto a la primera vertiente de la objeción contramayoritaria, suele replicarse que todo depende de lo que entendamos por "democracia". Si se entiende meramente regla de decisión por mayoría, entonces es trivialmente cierto que hay un conflicto entre ella y la primacía de la constitución. Pero lo que se alega es que ese conflicto no debe preocuparnos particularmente, por cuanto no habría nada especialmente valioso en el mero mayoritarismo irrestricto: esto es, lo que se nos dice es que una comunidad política haría mal en adoptar una regla de decisión colectiva tan simple como "lo que decida la mayoría", en vez de otras más complejas, del tipo "lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere derechos básicos" (o quizá, para ciertas cuestiones esenciales, "lo que decida, no la mayoría simple, sino una cualificada o reforzada"). Alternativamente, si se maneja un concepto más rico y matizado de democracia -de manera que ésta incluya o presuponga ya derechos básicos-, no sólo no habría un conflicto esencial entre ella y el constitucionalismo, sino que éste sería la forma institucional de la genuina democracia Dos buenos ejemplos de esta forma de argumentación pueden encontrarse en Freeman 1990; y en Dworkin 1996, especialmente pp. 17-18.. Y por lo que se refiere, en segundo lugar, a la justificación del control jurisdiccional de constitucionalidad, una respuesta verdaderamente clásica -tanto, que se remonta a lo escrito por Hamilton en El Federalista y por el juez Marshall en Marbury v. Madison- es la que alega que cuando los jueces constitucionales invalidan decisiones de un legislador democrático no ponen de ninguna manera su propio criterio por encima del de éste, sino que se limitan a hacer valer frente a aquellas decisiones la más fundamental voluntad democrática del constituyente. A mí me parece, sin embargo, que estas réplicas usuales a la objeción contramayoritaria resultan poco convincentes. Comenzando por la segunda, me parece claro que se basa en una concepción objetivista de la interpretación constitucional difícilmente sostenible. La idea de que los jueces constitucionales tan sólo hacen valer frente al legislador límites claramente preestablecidos pasa por alto la "brecha interpretativa" (Gargarella 1996, 59) que existe entre el texto constitucional y las decisiones que lo aplican. No pretendo decir que todos los casos constitucionales concebibles sean casos difíciles: pero sí me parece sustancialmente correcto asumir -como hace Dworkin (1996, 2-4)- que, dado que los preceptos constitucionales que declaran derechos básicos están ordinariamente formulados en términos considerablemente vagos y abstractos, su aplicación hace estrictamente inevitable una "lectura moral" de los mismos. Y si esto se admite, creo que hay razones para tomar en serio las dudas sobre la justificación del control jurisdiccional de constitucionalidad planteadas por la objeción contramayoritaria. Y más aún cuanto mayor sea la rigidez de la constitución: porque si el procedimiento de reforma constitucional es tan exigente que, en la práctica, su puesta en marcha es inviable, entonces los jueces constitucionales tienen de facto la última palabra sobre el contenido y alcance de los derechos básicos. Todo ello, además, muestra la escasa solidez de la réplica usual a la objeción contramayoritaria en lo que se refiere a la justificación de la primacía de la constitución. Porque nos hace ver que la verdadera regla de decisión colectiva con la que se compromete quien acepta la primacía de una constitución considerablemente rígida, combinada con un mecanismo de control jurisdiccional de constitucionalidad, no es en realidad "lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere derechos básicos", sino -en la práctica- "lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere lo que los jueces constitucionales entiendan que constituye el contenido de los derechos básicos"; y aunque quizá a muchos les parezca obvia la justificabilidad de la primera de esas cláusulas de limitación al criterio de decisión por mayoría, espero que se me conceda que resulta menos obvia la justificabilidad de la segunda. Pero aún hay más. Es que ni siquiera es evidente por qué quien haga suyo el ideal moral del coto vedado debería considerar una mala regla de decisión colectiva el puro y simple criterio de la mayoría. Esto puede parecer contraintuitivo, pero en torno a esta idea se han articulado algunas de las críticas recientes al constitucionalismo que me parecen más interesantes. Entre ellas, creo que la de Jeremy Waldron es la más lúcida y potente Vid. Waldron 1993, 1994 y 1996; también, en una línea muy similar, Allan 1996. . Y también, ciertamente, la de consecuencias más radicales. En este trabajo centraré mi atención en esa crítica y en sus consecuencias. Y en relación con ellas intentaré argumentar en favor de dos conclusiones. En primer lugar, que un enfoque como el de Waldron saca a la luz las debilidades más serias en los modos usuales de justificar el constitucionalismo; y que con ello ha aportado argumentos muy sólidos en contra de lo que propondré denominar "constitucionalismo fuerte" (que justamente resulta ser el tipo de constitucionalismo existente hoy en países como España, Alemania, Estados Unidos o -en menor medida, puesto que su constitución es comparativamente menos rígida- Italia). En segundo lugar, no obstante, que en una argumentación como la de Waldron -que conduce en realidad al rechazo de cualquier forma de constitucionalismo- hay también algunas fisuras significativas, a través de las cuales puede introducirse la idea de que quien haga suyo el ideal moral del coto vedado debería propugnar un tipo peculiar de constitucionalismo, diferente del fuerte en aspectos sustanciales, al que llamaré "constitucionalismo débil". 2. Desacuerdo y reglas de decisión colectiva: la crítica de Waldron al constitucionalismo Si la regla de la mayoría opera como procedimiento de decisión no sujeto a restricciones sustantivas, a través de él será posible adoptar decisiones con cualquier contenido. Y eso, se supone, es precisamente lo que la haría peligrosa, puesto que obviamente la mayoría puede decidir oprimir a la minoría. A partir de ahí parece natural concebir el constitucionalismo precisamente como el remedio necesario para conjurar ese peligro, puesto que, como mecanismo de decisión, consistiría en la imposición a un procedimiento (la regla de la mayoría) de límites sustantivos últimos (los derechos básicos). Esta es, en pocas palabras, la intuición esencial en la que se apoyan las justificaciones convencionales del constitucionalismo. Pero lo que sostiene Waldron es que esa intuición, por arraigada que pueda estar, es engañosa. O dicho de otro modo, que afirmar que el constitucionalismo establece que hay cosas que las mayorías no pueden decidir es contar una historia incompleta: porque antes, en ausencia más que previsible de unanimidad al respecto, ha habido que tomar de algún modo la decisión sobre qué es lo que las mayorías no podrán decidir Vid. Waldron 1993, 33. En el mismo sentido, Robert Dahl 1989, 173; y Ackerman 1991, 12. ; y después, por cierto, habrá que seguir tomando decisiones sobre la delimitación exacta de los confines sólo genéricamente establecidos a lo que pueden decidir. En suma, la idea de Waldron es que cuando se trata de organizar la vida política de una comunidad en la que reina el desacuerdo acerca de qué es lo justo, antes de la sustancia y después de ella son ineludibles los procedimientos. Vistas las cosas desde esa perspectiva, el constitucionalismo no consistiría -como suele decirse- en un procedimiento de decisión con restricciones sustantivas, sino en una combinación de procedimientos, ensamblados de tal modo que algunos de ellos sirven para tomar decisiones colectivas acerca de los límites de funcionamiento de otros. En los momentos de política constituyente -ya sean originarios o de reforma constitucional- la pregunta acerca de qué es lo que no se permitirá en el futuro decidir a la mayoría no la responde un listado de criterios sustantivos, sino el resultado -cualquiera que sea- que arroje un procedimiento (el de aprobación -o revisión- de la constitución). Y en los momentos de política constituida, el límite real al funcionamiento del procedimiento mayoritario no viene dado tampoco por un conjunto de criterios sustantivos, sino por los resultados que arroje otro procedimiento más, el de control jurisdiccional de constitucionalidad, cualesquiera que éstos sean. El límite real al poder de decisión de la mayoría no son los derechos constitucionalizados, sino lo que el órgano que ejerza el control jurisdiccional de constitucionalidad -o incluso meramente la mayoría de sus miembros- establezca que es el contenido de esos derechos: porque, por discutibles o infundadas que puedan parecernos las decisiones que adoptan, su firmeza no está condicionada a su corrección material (Waldron 1994, 36). Y es que además, según Waldron, no podría ser de otra manera. Porque la forma más usual de concebir el constitucionalismo habría olvidado que toda regla de decisión colectiva última, so pena de incurrir en regreso al infinito, tiene que ser estrictamente procedimental (Waldron 1993, 32-33; 1994, 32-34). Si no lo fuese -es decir, si incluyera restricciones sustantivas respecto a lo que puede ser decidido, como ocurriría con la regla "se ha de hacer lo que decida la mayoría, siempre y cuando no vulnere derechos básicos"- reproduciría en su interior el desacuerdo mismo que hizo necesario recurrir a ella y reclamaría inevitablemente un procedimiento suplementario para tomar decisiones en lo concerniente a dicho desacuerdo. Y si toda regla última de decisión colectiva ha de ser estrictamente procedimental, entonces a través de cualquiera de ellas es posible tomar válidamente decisiones con cualquier contenido, lo que equivale a decir que todas son falibles (o lo que es lo mismo: que ninguna excluye por principio la posibilidad de la opresión, ya sea la de alguna minoría o la de la propia mayoría) Algo que ya había sido señalado por Fishkin 1979, 212 ss.. Según Waldron, por tanto, no se trata de elegir entre un procedimiento sin restricciones sustantivas y otro que sí las tiene, sino entre dos reglas de decisión colectiva que -aun con diferentes grados de complejidad- son por igual estrictamente procedimentales y, como tales, falibles. Ahora la pregunta decisiva es cuál de las dos debería preferir quien acepte el ideal moral del coto vedado. Y su respuesta es tajante: debe preferir la mera regla de la mayoría. Porque el ideal profundo de los derechos es el de una comunidad de individuos que se reconocen entre sí como agentes morales de igual dignidad: y la regla de la mayoría -nos dice Waldron- es la única que reconoce y toma en serio la igual capacidad de autogobierno de las personas, el derecho de todos y cada uno a que su voz cuente, y cuente en pie de igualdad con la de cualquier otro, en el proceso público de toma de decisiones (Waldron 1993, 36-38; 1996, 2210). Y esto conferiría a la regla de la mayoría un valor intrínseco, una calidad moral, de la que carecería -o al menos no poseería en el mismo grado- cualquier otro procedimiento de decisión colectiva. El constitucionalismo, en cambio, constriñe y limita el funcionamiento de este procedimiento básico colocando en cada uno de sus costados otros procedimientos -el de reforma constitucional y el de control jurisdiccional de constitucionalidad- que implican por definición la negación de ese valor esencial. Así, en primer lugar, no parece fácil justificar la primacía constitucional, al menos mientras se entienda que la genuina rigidez -y no hay primacía sin rigidez- implica exigencia de mayorías reforzadas para la reforma de la constitución. Porque, como se ha señalado con frecuencia (Nelson 1980, 19; Dahl 1989, 153), existe una poderosa objeción de principio en contra de la exigencia de mayorías reforzadas: que cualquier regla de decisión de ese tipo está intrínsecamente sesgada en favor del statu quo, es decir, de lo que seguirá contando como decisión pública en vigor si la propuesta que se somete a votación no reúne la mayoría requerida. Vista en negativo, la exigencia de mayoría reforzada equivale al poder de veto de la minoría: atribuye desigual valor al voto de partidarios y oponentes de la propuesta que se vota, lo que es tanto como decir que constituye un procedimiento que no les trata como iguales. Y ni siquiera es cierto que -como pensaba Kelsen [1928] 1988, 152- la exigencia de mayorías reforzadas se justifique como "medio eficaz de protección de la minoría contra los abusos de la mayoría", en la medida en que implicaría "que algunas cuestiones fundamentales no pueden resolverse más que de acuerdo con la minoría". En primer lugar, porque es obvio que cualquier regla de mayoría reforzada, mientras no llegue a la exigencia de unanimidad, extiende su virtualidad protectora sólo para las minorías lo bastante grandes como para poder bloquear con éxito las decisiones que promueve la mayoría. Y en segundo lugar porque, contra Kelsen, no siempre es bueno que algunas cuestiones fundamentales no puedan resolverse más que de acuerdo con ciertas minorías: porque el poder de veto del que goza entonces la minoría puede ser empleado no sólo para bloquear amenazas de la mayoría a los derechos de la minoría, sino también en contra de los derechos de la mayoría o de alguna otra minoría (Rae 1969, 54; Dahl 1989, 156). En suma: la regla de decisión por mayoría reforzada es tan falible como cualquier otra regla de decisión colectiva y carece además de la calidad moral como procedimiento justo que posee la regla de decisión por mayoría no cualificada. Así que no parece fácil justificar por qué el funcionamiento de ésta debería estar sujeto a límites sólo modificables -y quizá también originalmente fijados- a través de aquélla. Y tampoco parece fácil de justificar -por las mismas razones- el segundo de los procedimientos con los que el constitucionalismo flanquea a la regla de decisión por mayoría. Porque el control jurisdiccional de constitucionalidad, como mecanismo estrictamente procedimental -y, como tal, falible- destinado a precisar el contenido de los límites a la regla de la mayoría sólo génericamente fijados mediante los procedimientos de aprobación y reforma de la constitución, se aparta también -como éstos- del ideal de la participación en términos de igualdad en la elaboración de las decisiones públicas. Se aparta ya, en primer lugar, si el procedimiento de reforma constitucional no es tan exigente como para que su puesta en marcha resulte inviable (de manera que, frente a una decisión de los jueces constitucionales que la mayoría considere inapropiada, quepa reaccionar enmendando la constitución): porque en ese caso, y supuesto siempre que la reforma de la constitución exija una mayoría reforzada, a la desigualdad ya inherente a esta exigencia habría que añadir que sería en realidad la decisión de los jueces constitucionales, y no una decisión democrática previa abierta a todos, la que vendría a determinar sobre qué ciudadanos recae la desigual carga de tener que reunir una mayoría cualificada para conseguir que prevalezca su posición (Waldron 1994, 39-41). Y más se apartará aún de aquel ideal si los jueces constitucionales tienen de facto la última palabra sobre el contenido preciso de los límites al funcionamiento de la regla de la mayoría. Porque ello implica, como dice Waldron (1993, 50-51), advertir a los ciudadanos ordinarios que en cuestiones relativas a derechos, y por serio que haya sido su esfuerzo para formar un juicio meditado e imparcial, en caso de discrepancia entre la opinión al respecto de la mayoría de ellos y la de la mayoría de los jueces constitucionales, será la de éstos la que prevalezca; algo -añade- que difícilmente concuerda "with the respect and honour normally accorded to ordinary men and women in the context of a theory of rights" En contra de esta conclusión suelen esgrimirse algunos argumentos típicos. Quizá el más usual es el que nos recuerda, por un lado, que la opinión de la mayoría de los ciudadanos no se refleja sin distorsiones en la de la mayoría de sus representantes; y por otro que, si de credenciales representativas se trata, en la mayoría de los sistemas los jueces constitucionales no están totalmente desprovistos de ellas (puesto que suelen ser elegidos por órganos que ostentan a su vez una representatividad de primer o de segundo grado). Pero para sostener que la última palabra sobre el contenido de los derechos no ha de corresponder al legislador no basta con alegar que las credenciales democráticas de los parlamentos son imperfectas y que las de los jueces constitucionales no son nulas: lo que habría que mostrar es que las de éstos son mejores o más fuertes que las de aquéllos, algo que difícilmente puede ser aceptado. Una segunda réplica relativamente usual en contra de la conclusión de Waldron es la que subraya que en la práctica nunca es cierto que los jueces constitucionales tengan la última palabra frente a la mayoría de los ciudadanos por mucho tiempo: porque la mayoría, incluso si es verdad que queda fuera de su alcance la reforma de la constitución, siempre puede reaccionar frente a decisiones que desaprueba controlando los nombramientos de futuros jueces constitucionales. Pero creo que hay un argumento de principio en contra de esta forma de réplica: porque no importa sólo qué decisión prevalece: importa también que no se demore sin justificación el momento en que prevalece.. Todas estas consideraciones bastan, según creo, para sembrar serias dudas acerca de algunas intuiciones comunes. Para justificar el constitucionalismo como diseño institucional se dice usualmente que la mayoría puede decidir oprimir a la minoría, que para conjurar ese peligro su poder debe estar limitado y que, para que esos límites no carezcan de valor, no puede ser ella misma quien los trace. Pero entonces la cuestión es quién y cómo se supone que debe trazarlos. Vistas así las cosas, el abanico de respuestas disponibles no parece ir más allá de la célebre enumeración de Lincoln ([1861] 1989, 220): "Unanimity is impossible; the rule of a minority [...] is wholly inadmissible; so that rejecting the majority principle, anarchy or despotism in some form is all that is left." Y si, como sostiene Waldron, uno de esos mecanismos de decisión colectiva posee como procedimiento una respetabilidad moral de la que los demás carecen -o no tienen en el mismo grado-, encarnada en la idea del derecho al igual valor de la participación de cada uno en la toma de decisiones básicas que afectan a todos, entonces el desdén ante el "mero mayoritarismo irrestricto" resultaría quizá demasiado apresurado. O lo que es lo mismo: la idea de que la adhesión al ideal de los derechos exige la postulación del constitucionalismo como diseño institucional tendría una base menos firme de lo que parece. 3. Las réplicas del constitucionalismo Una argumentación como la de Waldron conduce desde el punto de vista institucional a la adopción de lo que, desde Lijphart (1984, 16 ss.), es usual denominar "modelo de Westminster", es decir, de supremacía parlamentaria. Ese es un diseño institucional que a muchos les parece sencillamente peligroso. Frente a ello podría alegarse que la variable decisiva que determina el nivel de respeto efectivo del que gozan en una comunidad los derechos individuales no es tanto su sistema institucional cuanto su cultura política Insiste en ello Dahl 1956, 83., de manera que, como alternativa al modelo de Westminster, el constitucionalismo -además, si Waldron tiene razón, de injustificable como procedimiento- sería en algunas sociedades innecesario y clamorosamente insuficiente en otras. Creo que hay mucho de cierto en esa observación: pero, aunque sólo sea porque entre cultura política y sistema institucional hay relaciones de influencia recíproca, antes de dar la cuestión por zanjada es necesario considerar de qué estrategias de réplica dispondría el constitucionalismo frente a una argumentación como la de Waldron. Hay tres, en primer lugar, que creo que merecen ser examinadas con algún detenimiento. 3.1. La dinámica de la regla de la mayoría y el principio de Blakstone Quien -como Waldron- sugiere que nos enfrentamos a una elección última entre dos reglas de decisión colectiva, como son la regla de la mayoría y el constitucionalismo, habría olvidado una posibilidad: que una de las cosas que cabría decidir usando la primera es la adopción de la segunda, de manera que, aun concediendo como hipótesis la justificación última de la regla de la mayoría, justificado quedaría igualmente lo que trajese causa de ella. Tendríamos entonces un sistema político en el que los derechos no serían concebidos como un límite externo y previo al procedimiento mayoritario, sino como un producto generado por su propio funcionamiento. ¿No podría decirse, en ese caso, que la objeción democrática al constitucionalismo se habría autorrefutado? (Dworkin 1990, 36). La cuestión, sin embargo, no es tan simple. Todo depende de cuál entendamos que es el funcionamiento dinámico de la regla de mayoría como regla de decisión colectiva. Aceptar la regla de la mayoría como auto-comprensiva [self-embracing] o abierta al cambio es aceptar que una de las decisiones que puede tomarse usándola es la de dejar de usarla y adoptar en su lugar otra regla de decisión distinta (esto es, que las decisiones colectivas han de adoptarse por mayoría o por cualquier otro procedimiento que se decida por mayoría que lo reemplace); en cambio, aceptarla como regla de decisión continua o cerrada al cambio es entender que esa clase de decisión está excluida del conjunto de las que cabe adoptar válidamente al usarla (lo que equivale a aceptar que toda decisión futura ha de adoptarse por mayoría) La distinción está inspirada en la que establece Hart (1994, 149) entre dos sentidos en que cabe concebir la omnipotencia del parlamento.. A mi entender, quien comparta las razones de fondo que llevan a Waldron a decantarse por la regla de la mayoría como procedimiento de decisión justo debería defender su versión continua o cerrada al cambio: porque si la regla de la mayoría encarna un ideal que se reputa valioso -el de la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones públicas-, una comunidad no debería poder decidir por mayoría dejar de decidir por mayoría, pues en un acto semejante aquel ideal se autoanularía. Y parece que optar por la versión continua o cerrada al cambio de la regla de mayoría no es sino propugnar la idea de supremacía parlamentaria expresada en el viejo principio de Blackstone "Acts of parliament derogatory from the power of subsequent parliaments bind not" (Blackstone [1765-1769] 1966, vol. I, 90)., que implica que no puede haber en ningún momento materias acerca de las cuales el parlamento sea incompetente para decidir por mayoría, con la única excepción de la sustitución de ese procedimiento de decisión por otro; y ello cancela el intento de justificación del constitucionalismo basado simplemente en que su instauración se haya producido en virtud de una decisión democrática originaria. 3.2. Dualismo democrático y precompromiso Hay no obstante una línea argumental que pretende convencernos de que es posible sortear el principio de Blackstone sin que para ello sea imprescindible rechazar las premisas que nos han conducido hasta él (que la regla de la mayoría posee una calidad moral de la que carecen otros procedimientos de decisión y que las razones que la justifican avalan su versión continua o cerrada al cambio). La idea consiste en que el principio de Blackstone sólo se seguiría de esas premisas si se cierra los ojos al diferente valor de las circunstancias en que se adopta cada decisión. Cuando, por el contrario, éste se toma en cuenta, lo que nos sugiere esta forma de argumentación es que es racional que una comunidad, en los momentos en que reflexiona colectivamente con mayor seriedad y altura de miras, decida incapacitarse para tomar ciertas decisiones que sabe que pueden tentarla en sus momentos menos brillantes y que, a la larga, lamentaría haber tomado. En suma, ver la vida política de una comunidad como una sucesión de decisiones de calidades diferentes nos proporcionaría una razón para sostener que las de calidad superior (constituyentes) sí pueden trazar límites no removibles por decisiones posteriores de calidad inferior (de política ordinaria); y ese dualismo bastaría -se supone- para reconciliar la primacía constitucional con el ideal democrático (Ackerman 1991, 6-7; Zagrebelsky 1992, 155-157). En sus versiones más refinadas, ese argumento está construido proyectando hacia el plano de la comunidad política un modelo teórico bien conocido entre los estudiosos de la racionalidad individual, el de las llamadas "estrategias Ulises" (Elster 1979; Schelling 1983). Ulises se hizo atar al mástil de su barco, porque sabía de la irresistible atracción del canto de las sirenas y quería cerrarse de antemano la posibilidad de llegar a tomar bajo su influencia decisiones que le acarrearían fatales consecuencias. Las estrategias Ulises son por tanto formas de asegurar la racionalidad de manera indirecta: mecanismos de "precompromiso" [precommitment] o auto-incapacitación preventiva que adopta un individuo en un momento lúcido, consistentes en cerrarse de antemano ciertas opciones para protegerse de su tendencias previsible a adoptar, en momentos de debilidad de la voluntad o racionalidad distorsionada, decisiones "miopes" que sabe que frustrarían sus verdaderos intereses básicos duraderos. Y lo que se nos sugiere es que la comunidad necesitaría una constitución por las mismas razones que Ulises necesitaba sus ligaduras (Holmes 1995, 135; Freeman 1990, 352-354; Moreso 1997, 165-167). Hay sin embargo tres razones por las que el argumento no me parece convincente. En primer lugar, se basa en una analogía entre el plano individual y el plano colectivo profundamente engañosa. La sociedad no es la misma a lo largo del tiempo, con lo que hablar de "autolimitación" no pasa de ser un abuso del lenguaje. Y nunca tiene "la" sociedad "una" opinión, sino que en cada momento lo que hay es un desacuerdo básico entre sus miembros acerca de las restricciones que habrían de regir sobre el proceso de toma de decisiones. ¿Por qué tratar entonces como debilidad de la voluntad o racionalidad distorsionada de un sujeto permanente lo que no son sino desacuerdos de signo cambiante dentro de conjuntos de individuos cuya composición está sujeta a variación continua? Es cierto, en segundo lugar, que las decisiones colectivas pueden ser el resultado de procesos de muy desigual calidad deliberativa. Pero el dualismo presupone de modo arbitrario que los momentos en que se aprueban o reforman las constituciones son siempre de mayor calidad que los de legislación ordinaria. Por el contrario, la relación entre el carácter constituyente o meramente legislativo de una decisión y su mayor o menor calidad deliberativa es enteramente contingente. Puede que en el primer caso las decisiones hayan sido adoptadas por una mayoría reforzada que en el segundo caso no se ha conseguido alcanzar: pero la idea de que sólo con eso queda demostrado que se trata de decisiones "más lúcidas" presupone, sin especial fundamento, justamente lo que habría que probar. Por último, aunque el argumento del precompromiso sólo está encaminado a justificar la primacía de la constitución, y como tal no implica necesariamente la justificación adicional del control jurisdiccional de constitucionalidad, la habitual garantía de la primacía mediante esta clase de control genera un tercer problema para la estrategia dualista. Lo que en el plano individual hace que las estrategias Ulises sean verdaderos medios indirectos de preservar la racionalidad y la autonomía es que sea el propio agente que decide "atarse las manos" el que controle el propósito y alcance de la ligadura que se impone. Pero la autolimitación colectiva mediante la instauración de una constitución rígida no funciona así. Al menos, no mientras la constitución contenga principios extraordinariamente abiertos cuyo alcance va a ser fijado por las interpretaciones del órgano de control: porque entonces la comunidad no se fuerza a hacer en t2 exactamente aquello que en t1 quería hacer en t2, sino aquello que en t2 decida (por mayoría) el órgano de control que es el sentido más defendible de aquellos límites fijados en abstracto en t1. Esto no es disponer ex ante del control de limitaciones autoimpuestas: es simplemente ponerse en manos del juicio de otro. La diferencia es demasiado grande como para pretender que se trata de mecanismos análogos que preservan por igual la autonomía a largo plazo de los que ponen límites a sus acciones futuras. En suma: el dualismo democrático busca a través de la idea de precompromiso una reconciliación profunda entre primacía constitucional y regla de decisión por mayorías; pero a la vista de las objeciones que se acumulan en su contra, no parece que tenga éxito en su empeño. 3.3. Procedimentalismo: la constitucionalización de la democracia Hay, en tercer lugar, una estrategia encaminada a mostrar que si se acepta que la regla de decisión por mayoría posee una calidad moral especial y que las razones que la justifican avalan su versión continua o cerrada al cambio, en esas dos premisas está contenida ya una justificación satisfactoria del constitucionalismo (aunque de un constitucionalismo, eso sí, de alcance y pretensiones diferentes de las de aquél al que estamos acostumbrados). Lo que se alega es que si la democracia es valiosa, es valioso protegerla de sí misma; y que el ideal que hace valioso el procedimiento democrático -la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones- quedaría desfigurado sin la satisfacción previa de ciertas condiciones (un proceso de deliberación y conformación de las voluntades auténticamente abierto a todos sobre bases equitativas). Y de ello se seguiría que el valor de la democracia justifica su constitucionalización, lo que implicaría el atrincheramiento constitucional no sólo de un mecanismo procedimental, sino también de aquellos derechos que cabe considerar como presupuestos de una genuina decisión democrática El mejor exponente de esta estrategia es Ely 1980. Vid. también Parker 1994, 106; y Gaus 1996, 284.. Hay que resaltar que el procedimentalismo nos brinda una defensa condicionada del constitucionalismo que, si se diera por buena, exigiría modificaciones esenciales de nuestra práctica constitucional. En primer lugar, desde una posición procedimentalista todos los derechos deberían ser el resultado de decisiones ordinarias del legislador democrático con la única excepción de aquellos que tienen un carácter constitutivo o definitorio del procedimiento democrático mismo: y es obvio que, medidos por ese rasero, los sistemas constitucionales que nos son más familiares pecan decididamente por exceso. Pero además, para no acabar siendo una mera variante (con contenidos más reducidos) del dualismo democrático, ni desembocar en la versión auto-comprensiva o abierta al cambio del procedimiento democrático -todo lo cual estaría en contradicción con sus premisas-, el procedimentalismo exigiría a mi juicio no sólo que se constitucionalizaran el procedimiento democrático y sus presupuestos, sino además que se proclamaran irreformables (y desde ese punto de vista las formas más usuales del constitucionalismo pecarían ahora por defecto). Pero incluso en esa defensa condicionada no ha dejado de señalarse un problema de fondo Vid. Tribe 1980; Ackerman 1985; Dworkin 1985, 59 ss.; Sunstein 1993, 143-145; y sobre todo Waldron 1993, 39-41 y Schauer 1994, 1335-1336 y 1343-1344.. La toma de decisiones por mayoría en una democracia representativa exige, como condición de posibilidad, un conjunto de reglas que establezcan quiénes pueden ser electores y elegibles, con qué periodicidad y en qué circunscripciones se vota, qué mecanismos de agregación traducirán votos individuales a resultados electorales, etc. Todas esas reglas son, como dice Hart (1994, 76), "constitutivas del soberano": son el trasfondo de decisiones ya tomadas sin el que no es posible la toma de decisiones por mayoría. Ahora bien, hay no una, sino muchas concepciones diferentes acerca de cómo deberían quedar articuladas cada una de estas "reglas constitutivas" del procedimiento democrático. Lo mismo sucede con el contenido y límites precisos de los derechos que constituyen sus presupuestos, que obviamente son objeto de controversia. En realidad, todos esos desacuerdos tienen su raíz en diferentes concepciones del ideal de la igualdad política. En ese caso, ¿no habrían de valer respecto a las decisiones relativas a la configuración del procedimiento democrático exactamente los mismos argumentos que presidían la elección de un procedimiento para la toma de todas las demás? ¿no debería ser la comunidad la que democráticamente tome y revise sus decisiones acerca de cómo quiere configurar su democracia? (Waldron 1993, 39-41). Con esta clase de réplica, sin embargo, creo que queda uno atrapado entre los cuernos de un dilema. Es cierto que "procedimiento democrático" no es el nombre de un mecanismo de toma de decisiones, sino de una familia de ellos; y quizá hay buenas razones para que la decisión acerca de cuál de los miembros de ese conjunto es el procedimiento que se ha de seguir se tome, en cada momento, precisamente a través de aquél que entre ellos se haya adoptado como regla de decisión en el pasado. Pero sean cuales sean sus diferencias específicas, todas esas variantes han de compartir un núcleo mínimo común (so pena de convertir "procedimiento democrático" en una denominación vacía). Entonces, o bien ese núcleo mínimo es un límite a lo que las mayorías pueden decidir válidamente, o no lo es. Si no lo es, lo que se está propugnando es la versión del procedimiento democrático auto-comprensiva o abierta al cambio: y en ese caso el constitucionalismo quedaría justificado sólo con que su implantación se acordase mediante una decisión democrática. Por el contrario, si aquel núcleo mínimo es un límite intangible sustraído a la decisión de la mayoría, la estrategia procedimentalista sí fundamenta el atrincheramiento constitucional de algunos contenidos. Por cualquiera de los dos caminos, en definitiva, la tesis de Waldron sale malparada. Pero si se acepta que es preferible la versión continua o cerrada al cambio del procedimiento democrático, interesa sobre todo el segundo. Por él, hemos llegado a una regla de decisión colectiva que incorpora restricciones sustantivas y que por tanto no es, como Waldron subrayaba que necesariamente tendría que ser, "estrictamente procedimental". Cabría preguntarse entonces si esto es realmente posible; y si lo es, si no lo serían también otras restricciones sustantivas diferentes de las que emanan del argumento procedimentalista. Esto, unido al problema -que Waldron no aborda explícitamente- de la adopción originaria de una regla de decisión, justifica según creo una reconsideración global de sus planteamientos. 4. De nuevo sobre la elección de reglas de decisión colectiva. La argumentación de Waldron contenía dos ideas básicas. La primera, que toda regla de decisión colectiva última ha de ser estrictamente procedimental -y por tanto falible-, de manera que el constitucionalismo no es un procedimiento con restricciones sustantivas: es una combinación de procedimientos y no podría ser otra cosa. La segunda, que puestos a elegir entre reglas de decisión estrictamente procedimentales, la de la mayoría posee un valor intrínseco del que carece cualquier otro procedimiento alternativo. Conviene reconsiderar por separado hasta qué punto es aceptable cada una de ellas. 4.1. Procedimiento y sustancia: del desacuerdo a la indeterminación. Según Waldron, la imposición a un procedimiento-base de restricciones sustantivas a lo que puede ser decidido a través de él requiere inevitablemente otros procedimientos suplementarios. Antes, como no habrá acuerdo sobre cuáles habrán de ser esas restricciones, haría falta alcanzar una decisión al respecto mediante lo que llamaré un "procedimiento de incorporación". Después, como seguirá sin haberlo respecto a su contenido y límites precisos, sería necesario un "procedimiento de determinación". El primero de ellos, además, podría subdividirse en un procedimiento de incorporación originaria y otro de revisión o modificación de las restricciones sustantivas ya incorporadas. Pero Waldron no tiene razón. La adición de restricciones sustantivas a una regla de decisión no hace inevitable ninguno de esos tres procedimientos suplementarios. Para entender, en primer lugar, por qué no lo es el "procedimiento de incorporación originaria", basta con reparar en que en una comunidad política real no sólo no hay acuerdo respecto a qué restricciones sustantivas -si es que alguna- habría que incorporar al procedimiento-base, sino que tampoco lo hay respecto a cuál debería ser éste. A pesar de ello, algún procedimiento-base rige o está en vigor (si no, la comunidad política simplemente no existe); pero, so pena de regreso al infinito, no siempre puede ser el caso que esté en vigor porque su adopción haya sido decidida en virtud de un procedimiento anteriormente en vigor. No es cierto, por tanto, que antes de la sustancia sea ineludible el procedimiento. La adopción originaria de una regla de decisión -incluso si es estrictamente procedimental- sólo puede hacerse por y desde razones sustantivas (Gutmann y Thompson 1995, 97): y en ausencia de acuerdo al respecto, la implantación de una de ellas obedecerá a una compleja mezcla de motivos morales y prudenciales entre los miembros de la comunidad. Nada impide entonces la adopción originaria de una regla de decisión ya con restricciones sustantivas. Por descontado, no habrá acuerdo acerca de ella: pero si el desacuerdo abarca incluso a las reglas estrictamente procedimentales y ello no impide la implantación de alguna, no veo por qué habría de impedir fatalmente la de una que incorpore restricciones sustantivas. Más fácil es entender por qué tampoco es inevitable un procedimiento de revisión de las restricciones sustantivas ya incorporadas: sencillamente, esas restricciones sustantivas pueden declararse inmodificables (y lo mismo, por cierto, puede hacerse con el procedimiento-base o con alguna parte de él: es lo que sucede cuando se acepta como continuo o cerrado al cambio). En el fondo, ¿no es ridículo suponer que cuando alguien como Dworkin define los derechos como "triunfos frente a la mayoría" lo que quiere decir es que son triunfos respecto a la mayoría de la mitad más uno, pero no frente a la mayoría de los tres quintos o los dos tercios? Parece mucho más sensato entender que lo que se dice es que son triunfos frente a cualquier regla de decisión estrictamente procedimental; y eso, creo, equivale a decir que han de incorporarse a una regla de decisión como restricciones sustantivas inmodificables. El verdadero problema viene de la mano de lo que he llamado "procedimiento de determinación". Que este tercer tipo de procedimiento suplementario sea o no inevitable depende de qué forma adopten las restricciones sustantivas que incorpora el procedimiento-base. No es lo mismo prohibirle al legislador el establecimiento de la pena de muerte que el de penas "inhumanas o degradantes". Me parece que en el segundo caso es verdaderamente inevitable un "procedimiento de determinación" (ya corresponda ésta al propio parlamento, a jueces constitucionales o a cualquier otro mecanismo de decisión); en el primero, sin embargo, entiendo que no lo es. Usando los términos de manera conscientemente poco cuidadosa, diré que el procedimiento de determinación es inevitable cuando las restricciones sustantivas se formulan en forma de principios; pero es innecesario si se formulan en forma de reglas suficientemente precisas. Esto requiere una advertencia inmediata: muy pocos límites sustantivos pueden ser formulados del segundo modo. El problema no es sólo el desacuerdo con otros, sino la indeterminación de nuestras propias concepciones acerca del contenido y límites de las restricciones sustantivas que querríamos ver respetadas por cualquier regla de decisión: las formulamos en forma de principios no sólo porque a mayor vaguedad mayor posibilidad de aceptación general, sino también porque no sabemos ser más precisos sin correr el riesgo de comprometernos con reglas ante cuya aplicación estricta nosotros mismos retrocederíamos en circunstancias que, sin embargo, no somos capaces de establecer exhaustivamente de antemano. En suma: teóricamente, también el procedimiento de determinación es evitable; en la práctica, sin embargo, es muy reducido el conjunto de supuestos en que puede ser evitado. Pero en lo que concierne a ese núcleo mínimo -y si además se declara inmodificable-, es posible un constitucionalismo que consista verdaderamente en la imposición de límites sustantivos a la regla de la mayoría, y no en la limitación de ésta por cualesquiera decisiones colectivas que arroje el funcionamiento de otros procedimientos suplementarios (también falibles y carentes además de la calidad moral que ella poseería). Y entre un constitucionalismo de esa clase y el puro y simple modelo de Westminster, me parece que quien haga suyo el ideal moral del coto vedado debería preferir lo primero: porque quien entienda que ciertas decisiones no deben ser tomadas debe preferir un procedimiento que las excluya, es decir, uno que respecto a esas decisiones no sea falible. Ese constitucionalismo, sin embargo, es muy débil: es sólo una pequeña parte del contenido del coto vedado la que consigue primacía sobre la legislación ordinaria -aunque, eso sí, resulte inmodificable- y en él no hay lugar para el control jurisdiccional de constitucionalidad No lo hay, como ya he explicado, como "procedimiento de determinación". Quizá cabría pensar que debería haberlo, sin embargo, como mecanismo de garantía (esto es, no como medio para determinar el contenido y límites de los derechos constitucionalizados -lo que por hipótesis no es necesario-, sino para hacerlos valer frente al legislador cuando éste los transgrediera). Me parece, no obstante, que hay dos razones para descartar esa idea. La primera, que ese mecanismo sería ineficaz: cuando el límite es tan claro que resulta incontestable que se está transgrediendo, cuando el legislador lanza por tanto un desafío consciente contra el marco constitucional, es francamente improbable que vaya a frenarle un pronunciamiento jurisdiccional de inconstitucionalidad. La segunda, que además sería peligroso: porque los jueces constitucionales pueden convertir en la práctica el mero mecanismo de garantía en subrepticio "procedimiento de determinación", decidiendo que los límites claros encierran principios implícitos cuyo contenido les correspondería a ellos precisar (p. ej.: que la inmodificabilidad de la "forma republicana" de gobierno -art. 139 de la constitución italiana vigente- no implica sólo la imposibilidad de restaurar la monarquía, sino además la de modificar la "forma democrática de gobierno", entendiendo por tal algo que implica ya un núcleo de derechos básicos).. Respecto al resto del contenido del coto vedado -la que no se deja formular sino a través de principios- Waldron tiene razón en que se trata de elegir entre una regla estrictamente procedimental simple (la de la mayoría) y otra más compleja que resulta de constreñir el funcionamiento de ésta con límites determinables a través de otras reglas estrictamente procedimentales suplementarias. Falta por ver si son convincentes las razones que ofrece para considerar preferible la primera. 4.2. La elección de un procedimiento: valor intrínseco y valor instrumental. La justicia de un procedimiento (del cómo se decide) es distinguible de la justicia de sus productos (del qué se decide). Desde el primer punto de vista, un procedimiento posee un mayor o menor valor intrínseco; desde el segundo, un mayor o menor valor instrumental, que dependerá de la mayor o menor probabilidad de que los productos que arroje su funcionamiento sean justos. En la argumentación de Waldron, la elección de un procedimiento está gobernada sólo por la comparación de sus valores intrínsecos. La de sus valores instrumentales, en cambio, queda cerrada con la afirmación -correcta- de que todos son falibles. Pero que todos lo sean no implica que lo sean en el mismo grado, es decir, que la probabilidad de generar productos injustos sea la misma para todos los procedimientos. Y por tanto al elegir un procedimiento no deberíamos comparar sólo sus valores intrínsecos, sino también sus valores instrumentales. A partir de aquí, se abren dos posibles líneas de impugnación del argumento que lleva a Waldron a considerar preferible la regla de la mayoría. La primera -más radical- niega que ésta posea el valor intrínseco que Waldron le atribuye, afirmando entonces que para la elección sólo es relevante la comparación de los valores instrumentales Vid. Dworkin 1996, 17, 27-28 y 34.. La segunda no niega el valor intrínseco de la regla de la mayoría, pero sostiene que la elección de un procedimiento debe resultar de un balance entre valores intrínsecos e instrumentales Vid. Dahl 1956, 51; Rawls 1971, 229-230; Dahl 1989, 191-192; Beitz 1989, 99, 117; Allan 1996, 351.. 4.2.1) La pretensión de Waldron es que cuando las decisiones se toman de cualquier modo que no sea por mayoría (no reforzada) se violenta el derecho de los ciudadanos a la participación en pie de igualdad en la toma de decisiones. Desde luego, como demostró hace tiempo Kenneth May (May 1952), la regla de decisión por mayoría posee un atractivo moral difícil de discutir cuando opera bajo ciertas condiciones: cuando se vota de manera directa acerca de una única cuestión respecto de la cual no hay más que dos opciones. Es obvio, sin embargo, que el funcionamiento real de una democracia representativa no encaja en ese molde tan simplificado. Los cultivadores de la teoría de la elección social han analizado con detalle qué es lo que ocurre cuando se trata de decidir por mayoría acerca de cuestiones que pueden estar conectadas entre sí (en el sentido de que nuestra preferencia respecto a una está condicionada a la decisión que se adopte respecto a otra) y cada una de las cuales tiene más de dos opciones La literatura al respecto es abundantísima. Dos buenos resúmenes pueden encontrarse en Lane 1996, cap. 11; y Miller 1996.: puede no resultar vencedora la opción que, comparadas de una en una, derrotaría a cualquier otra (es decir, la llamada "ganadora de Condorcet"); o incluso puede no haber "ganadora de Condorcet", que es lo que ocurre cuando de la agregación de preferencias resultan mayorías cíclicas. Y en tales casos la decisión colectiva es "caótica", en el sentido de que lo que la determina no es el conjunto de preferencias de los votantes, la regla de decisión colectiva que las procesa y nada más que eso, sino la formación de coaliciones y el control de la agenda (i.e., el orden y el modo en que se someten los temas a votación). ¿Puede decirse entonces, bajo esas condiciones reales, que el procedimiento democrático posee el singular mérito moral que Waldron le atribuye? En mi opinión, sí. El valor moral del gobierno representativo no deriva de que en la toma de cada decisión la opinión de cada ciudadano tenga exactamente el mismo peso que la de cualquier otro. A mi juicio deriva más bien de otros dos tipos de consideraciones: de que el representante ocupa esa posición no por su calidad, sino por la cantidad de ciudadanos ordinarios que le respaldan (y no parece haber otro sistema de selección de quienes toman de modo directo las decisiones que respete en el mismo grado el ideal del valor igual de todos) Vid. un desarrollo de esta idea en Barry 1979, 193.; y de que, con todas las limitaciones que se quiera -y que es justo reconocer-, ningún otro procedimiento asegura la misma capacidad de reacción a la mayoría de los ciudadanos frente a decisiones que desaprueba (y en ese sentido ninguno se acerca tanto como él al ideal de que sea el conjunto de los ciudadanos comunes, sobre una base igualitaria, el que tenga la última palabra). Creo, en suma, que el procedimiento democrático sí posee un valor intrínseco del que carecen -o que no poseen en el mismo grado- los demás procedimientos. Resta por ver si la consideración de sus respectivos valores instrumentales puede a pesar de todo inclinar la balanza en favor de algún otro procedimiento. 4.2.2) Constitucionalizar el contenido del coto vedado en forma de principios hace necesario un procedimiento de determinación. Si la determinación corresponde al propio legislador, obtenemos un modelo de constitución flexible. Si la constitución es rígida -exigiendo para su reforma mayorías reforzadas- y la determinación corresponde a jueces constitucionales, obtenemos un modelo de "constitucionalismo fuerte". Si se reconoce que éste posee menos valor intrínseco que el procedimiento democrático, para defenderlo hay que demostrar no sólo que es mayor su valor instrumental, sino también que su ventaja en este campo es lo bastante grande como para compensar su desventaja en términos de valor intrínseco. Los defensores del constitucionalismo fuerte tienden a dar por sentados ambos extremos. Para ello, suelen considerar suficiente la mención de algunas ideas muy comunes: que los legisladores están sometidos a importantes presiones -entre las cuales la búsqueda de la reelección no es la menor- que les hacen poco proclives a la defensa de los derechos de minorías impopulares; y que en cambio los jueces constitucionales ocupan una posición institucional que en buena medida les hace inmunes ante esa clase de presiones. Pero una ojeada a la historia del constitucionalismo comparado muestra, según creo, que las cosas no son tan simples: en ella es fácil encontrar abundantes ejemplos no sólo de encomiables frenos a leyes encaminadas a erosionar los derechos básicos, sino también de intentos de legisladores de promoverlos que resultaron abortados por decisiones retrógradas de jueces constitucionales. Ello confirma, por otra parte, lo que desde hace tiempo han advertido los politólogos: que la clase de resultados que cabe esperar que arroje una determinada regla de decisión colectiva depende de factores contextuales; y que por lo tanto, si se toma en cuenta sólo su valor instrumental, para diferentes condiciones sociales resultan apropiadas diferentes reglas de decisión Cfr. Barry 1979, 176-185; Dahl 1989, 162, 191-192; Beitz 1989, 118.. Me parece, en suma, que poco puede decirse en general respecto al mayor o menor valor instrumental del constitucionalismo fuerte en relación con un modelo de constitución flexible: lo único que es seguro es su menor valor intrínseco. 5. Hacia un constitucionalismo débil Cabría entonces preguntarse si no será posible algún diseño institucional que, a la vez que respeta el mayor valor intrínseco del procedimiento democrático -lo que implica que no sean los jueces constitucionales los que, en la práctica, tengan la última palabra sobre el contenido y alcance de los derechos-, aproveche las posibles ventajas instrumentales del control jurisdiccional de constitucionalidad. Y la respuesta es que ese diseño no sólo es posible, sino que, bajo fórmulas diferentes -pero creo que funcionalmente equivalentes-, existe de hecho en países como Canadá o Suecia. En Canadá el parlamento puede decidir, por la misma mayoría requerida para el procedimiento legislativo ordinario -y excepto en lo relativo a algunos derechos-, que una ley considerada inconstitucional por el Tribunal Supremo continúa no obstante en vigor por un plazo de cinco años (susceptible de sucesivas renovaciones por el mismo procedimiento). En Suecia se consigue un resultado similar por una vía distinta: para enmendar el catálogo de derechos que goza de la protección constitucional más fuerte basta la misma mayoría necesaria para aprobar cualquier ley, aunque ha de alcanzarse en dos votaciones distintas entre las cuáles han de mediar elecciones generales y un mínimo de nueve meses. Con los dos sistemas se alcanzan a mi juicio resultados parecidos. Los jueces constitucionales tienden a adoptar una actitud de deferencia ante el legislativo siempre que la cuestión parezca dudosa. Y cuando entienden que los argumentos en contra de la constitucionalidad de una ley son difícilmente contestables, su pronunciamiento altera significativamente los términos del debate político: porque un legislador que disienta de aquél, pero que para ejercer su derecho a decir la última palabra ha de pasar por unas elecciones -en las que, inevitablemente, la cuestión debatida se convierte en centro de atención-, asume la carga no desdeñable de contrarrestar aquellos argumentos con una justificación alternativa capaz de obtener un respaldo suficiente entre el electorado (lo que, como enseña la práctica constitucional de aquellos dos estados, se traduce habitualmente en la simple aceptación por parte del legislador de la declaración de inconstitucionalidad). En suma: si como partidarios del ideal moral del coto vedado entendemos que uno de nuestros derechos es el de participar en términos igualitarios en la toma de decisiones colectivas, entonces un balance adecuado entre valores procedimentales y sustantivos recomienda a mi juicio la adopción de la clase de diseño institucional que podemos denominar "constitucionalismo débil" La expresión -aunque con un sentido que no es exactamente idéntico- ha sido empleada por Lane 1996, 261-263; y el diseño institucional que designa coincide en aspectos sustanciales con la posición defendida recientemente por Roberto Gargarella (vid. Gargarella 1996).. Ese diseño admite un núcleo -formulable en forma de reglas- irreformable; reconoce que puede haber ventajas -de tipo instrumental- en que el resto del contenido del coto vedado (sólo formulable en forma de principios) alcance expresión constitucional; y respecto al control jurisdiccional de constitucionalidad, puede considerarlo deseable -como mecanismo para incrementar la calidad de la deliberación previa a la toma de de decisiones- dependiendo de cuál sea su ensamblaje con el resto de los componentes del sistema: porque en lo que insiste de manera decidida es en evitar que la combinación de aquél con mecanismos de reforma constitucional que exigen gravosas mayorías reforzadas prive a los mecanismos ordinarios de la democracia representativa de la última palabra. Un diseño, en definitiva, lo bastante diferente de la clase de constitucionalismos a que estamos acostumbrados como para que reconsideremos seriamente si nuestras instituciones básicas son verdaderamente justificables. 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