Lencina, Eva. “W. H. Hudson en las lecturas de Jorge Luis Borges”.
Estudios de Teoría Literaria. Revista digital: artes, letras y humanidades, noviembre de 2019, vol. 8, n° 17, pp. 186-201
W. H. Hudson en las lecturas de Jorge Luis Borges
W. H. Hudson in the Readings of Jorge Luis Borges
Eva Lencina1
Recibido: 17/04/2018
Aceptado: 19/10/2018
Publicado: 08/11/2019
Resumen
William Henry Hudson (1841-1922) es un autor
en lengua inglesa. Si bien nació y se crio en
Argentina, se radicó en Londres a los treinta y
tres años y vivió allí hasta su muerte. Se
consideraba a sí mismo un escritor inglés e,
ideológicamente, un súbdito de la corona. Las
condiciones de su crianza en el entorno rural
pampeano, así como la temática criolla de
muchas de sus obras, fueron acentuadas por la
recepción argentina, desde donde se reivindicó
el origen “gaucho” de Hudson y se convirtió al
autor en una suerte de emblema de la cultura
nacional (comparable con figuras como
Sarmiento, Hernández, Lugones o Güiraldes).
Proponemos aquí un abordaje de la lectura
emblematizadora que hace Jorge Luis Borges, a
lo largo de su obra crítica, en torno a la figura
de Hudson. Para ello, buscaremos el
funcionamiento
de
esta
representación
discursiva sobre el autor anglo-argentino en
tres elementos claves para abordar nuestros
interrogantes: (a) la anglofilia propia del
proyecto creador borgeano, (b) las formaciones
imaginarias provenientes del criollismo que
nacionalizaron a Hudson, y (c)
la
representación, típica en Borges, de la lectura
como una experiencia cuyos alcances sólo se
Abstract
William Henry Hudson (1841-1922) is an
English language writer. Although he was born
and raised in Argentina, he settled in London at
33 years old and lived there until his death. He
considered himself an English writer and,
ideologically, a subject of the Crown. The
conditions of his upbringing in the rural
Pampean environment, as well as the criollo
thematic of much of his work, were emphasized
by the Argentine reception, from which
Hudson’s gaucho origin was claimed, turning
the author in a sort of emblem of national
culture (parallel to figures such as Sarmiento,
Hernández, Lugones or Güiraldes). We
propose here an approach to the emblematizing
reading Jorge Luis Borges carries out
throughout his critical work regarding Hudson.
We will search for the functioning of this
discursive representation about the AngloArgentine author in three key elements: (a) the
Anglophilia of the Borgean creative project, (b)
the imaginary formations coming from the
criollismo that were responsible for Hudson’s
nationalization, and (c) the representation,
typical in Borges, of reading as an experience
whose scope is only restricted to the field of the
individual: Borges as an “hedonic reader”.
1
Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán, actualmente cursa el Doctorado en Letras en la
Universidad Nacional de Córdoba con una Beca del CONICET. Prepara su tesis sobre la obra de W.H. Hudson y
su recepción en el campo literario argentino. Ha publicado artículos críticos sobre literatura argentina, inglesa y
norteamericana en revistas especializadas nacionales e internacionales. Un libro suyo sobre la obra de J.D. Salinger
se encuentra en prensa. Contacto:
[email protected].
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restringen al plano de lo individual: Borges
como “lector hedónico”.
Palabras clave
Hudson; Borges;
criollismo.
canonización;
Keywords
Hudson; Borges; canonization; anglophilia;
criollismo.
anglofilia;
Introducción
W
illiam Henry Hudson (1841-1922) es un autor en lengua inglesa. Si bien nació y se
crio en Argentina, se radicó en Londres a los treinta y tres años y vivió allí hasta su
muerte, acaecida medio siglo después. Se consideraba a sí mismo un escritor inglés
e, ideológicamente, un súbdito de la corona. Las condiciones de su crianza en el entorno rural
pampeano, así como la temática criolla de muchas de sus obras, fueron acentuadas por la
recepción argentina, desde donde se reivindicó el origen “gaucho” de Hudson y se convirtió al
autor en una suerte de emblema de la cultura nacional (comparable con figuras como Sarmiento,
Hernández, Lugones o Güiraldes).
En Argentina, su recepción fue póstuma y la puesta en valor de su figura se produjo a
principios de los años treinta con las primeras traducciones de su obra. A lo largo del siglo XX,
diversos sectores del campo intelectual argentino (en especial, la oligarquía criollista) hicieron
uso de Hudson como emblema cultural de la identidad nacional, particularmente a través de las
lecturas críticas de autores canónicos como Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada,
Samuel Glusberg (también conocido como Enrique Espinoza), Horacio Quiroga, Luis Franco
y, más recientemente, Ricardo Piglia.
¿Qué razones tiene Borges para encabezar, entre otros intelectuales, la canonización de
Hudson entre las décadas del veinte y el cuarenta, proceso que en la época llegaría a adquirir
las proporciones de una campaña cultural? ¿Qué lo lleva, además, a insistir en incluir a Hudson
dentro del canon literario argentino, a pesar de tratarse de un autor en lengua inglesa?
Resumiendo, ¿qué busca Borges en Hudson y por qué lo hace argentino?
Proponemos aquí un abordaje de la lectura emblematizadora que hace Jorge Luis
Borges, a lo largo de su obra crítica, en torno a la figura de Hudson. Buscaremos el
funcionamiento de esta representación discursiva sobre el autor anglo-argentino en tres
elementos claves para afrontar nuestros interrogantes: (a) la anglofilia propia del proyecto
creador borgeano, (b) las formaciones imaginarias provenientes del criollismo que
nacionalizaron a Hudson, y (c) la representación, típica en Borges, de la lectura como una
experiencia cuyos alcances sólo se restringen al plano de lo individual: Borges como “lector
hedónico”.
Borges fue un agente estratégico del campo literario de su época y gran parte de sus
campañas de difusión (en especial de autores anglosajones, como Chesterton, Carlyle o
Machen) se relacionaban estrechamente con su intención de abrir un horizonte de legibilidad y
canonización para su propia obra (en tanto que introducir la legitimidad cultural de estos textos
en Argentina implica a su vez habilitarlos como potenciales intertextos). Hudson no es la
excepción en este sentido y veremos cómo Borges se identifica con la ambigüedad identitaria
hudsoniana, así como también utiliza la obra del naturalista para sentar su propia postura con
respecto a la tradición literaria de la gauchesca.
Para abordar nuestras preguntas, haremos uso de una serie de conceptos: frontera
(pensando el término como un dispositivo pedagógico del disenso que ayuda a visibilizar
identidades en conflicto, cfr. Szurmuk y McKee Irwin 106-111, y con el cual matizaremos las
connotaciones binaristas y lineales del concepto de biculturalismo) y canon literario, entendido
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como sistema de configuración de legitimaciones culturales (cfr. Szurmuk y McKee Irwin 5055).
Entrecruzamientos identitarios
Podría decirse que la vida de Hudson fue también el sueño de Georgie a través de la biblioteca
paterna: emigrar a Inglaterra y convertirse en un escritor inglés. La anglofilia borgeana se
configura, entonces, como un elemento coyuntural central en nuestro análisis de su valoración
de Hudson.
Ya James Woodall (27) nota que la extranjería borgeana dota finalmente al autor de un
cierto cosmopolitismo que lo eleva por sobre las medianerías identitarias. Doblemente
desterritorializado, a medio camino entre Europa y Argentina, Borges decide convertir su
escisión ya no en una marca de autoría sino en el principal recurso de su trayectoria literaria.
Para diluir la propia hibridez, Borges necesita transferírsela a la literatura argentina, toda
vez que la dota, canonizando para ella, de autores de ambigua extranjería, como el caso de
Hudson. Autores ubicados en una constante transterritorialidad, tanto física, como imaginaria.
Borges concibe su condición de posibilidad identitaria como resultado de una previa
europeización: la feliz reterritorialización física y simbólica operada después de la
desterritorialización. Buenos Aires sólo se despliega ante sus ojos luego de la experiencia
europea, es decir, que es este filtro el que termina configurando la Buenos Aires borgeana (tal
vez el mejor ejemplo de este entrecruzamiento lo ofrece el mismo Borges en “La muerte y la
brújula”).
Borges y Hudson comparten, entonces, una condición identitaria básica y determinante:
su biculturalismo, que Els Oksaar (17-36) define como la competencia para actuar en dos
contextos culturales según los requisitos y reglas de cada uno. Mientras otros autores valoran a
Hudson por considerar que configura la expresión del espíritu criollo, ajeno a todo
cosmopolitismo (que es la postura de Glusberg o Franco), y otros lo hacen desde un punto de
vista filosófico (como Martínez Estrada), Borges, por su parte, podría decirse que se acerca a
Hudson por empatía existencial y por lo que esta similitud de trayectorias vitales puede
aportarle en su valoración de la literatura argentina, la cual considera inevitable y
deseablemente atravesada por las culturas europeas (como veremos más adelante al tratar sobre
su ensayo programático “El escritor argentino y la tradición”). Reivindicando a un autor como
Hudson, Borges construye un nicho de valoración para su propia obra. Ahora bien, ese
biculturalismo no es tal (en especial en el caso de Borges), y la “empatía existencial” de Borges
hacia Hudson no deja de ser tanto una “pose” como un efecto de sentido utilizado a modo de
estrategia para posicionarse en el campo literario de su época, en base a sus recursos simbólicos
diferenciados: la extranjería y la anglofilia ya no como las expresiones lineales de una identidad,
sino como construcción de una imagen de autor.
También podría decirse que lo que a Borges le atrae de Hudson es su condición de sujeto
transfronterizo. Habitando en la frontera de lo inglés, vivió en algún momento la situación de
elegir: irse o no irse a Inglaterra, ser o no ser inglés, sin haber sido antes, precisamente,
argentino. Quizá más que biculturalismo sea mejor utilizar el concepto de “frontera” (cfr.
Szurmuk y McKee Irwin 106-111) para hablar de Hudson: un sujeto que no posee realmente
las competencias para moverse en dos culturas (porque no fue realmente argentino, sino que se
crio en una comunidad anglosajona en Argentina), sino que habita las fronteras de la cultura
inglesa. Como diría Homi Bhabha, ese in-between (entre-medio) desde el cual el discurso se
desenvuelve en la frontera de las “esencias”, un discurso que debe enfrentarse siempre a ese
estar a punto de dejar de ser, pero que, a la vez, confiere una exterioridad que brinda ciertos
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fueros. Borges, al definir la “naturaleza” de la literatura argentina en “El escritor argentino y la
tradición”, haría un encomio de tales fueros.
Borges, lector hedónico de Hudson
La concepción hedónica que Borges tiene de la lectura apunta a ciertas zonas de su recepción
de Hudson donde debemos prestar mayor atención, pues es allí, en la zona del texto en que
aumenta la subjetividad, donde encontramos los rasgos de la experiencia lectora borgeana y el
valor que el autor otorgaba a The Purple Land como “libro feliz”. Si hay una concepción
borgeana de valor, ésta se enuncia en la concepción hedónica de la lectura y en la idea de
innovación que surge cuando el escritor no somete su imaginación a preceptos impuestos por
la tradición (tal como plantea en “El escritor argentino y la tradición” de 1951). De esta manera,
The Purple Land es una obra valiosa dentro del paradigma borgeano, puesto que:
La diferencia que aporta el “autor extranjero” Hudson se concentra en su mirada
excéntrica, lo cual traducido a términos de técnica es un proceso particular de focalización
dentro del relato. La diferencia es un plus, y por lo tanto la obra gauchesca previamente
canonizada por Lugones, el Martín Fierro, se presenta con irremediables limitaciones.
(Cilento 54-55)
Las menciones a The Purple Land como una obra de placentera lectura, que cae en la
esfera de los “libros felices” de la biblioteca borgeana, aparecen espaciadamente, pero
distribuidas a lo largo de toda su obra crítica, incluso en textos o entrevistas no dedicados
exclusivamente a Hudson. Es significativo que la obra de Hudson que Borges elige mencionar
una y otra vez es esta novela situada en la Banda Oriental, habiendo tenido oportunidad (por
ejemplo, en 1941) de agregar nuevos elementos a la campaña de difusión y canonización del
naturalista, como sí harían Glusberg, Franco o Martínez Estrada, que se esfuerzan por
mencionar otras novelas de Hudson e incluso obras poco conocidas en Argentina por esos años.
Borges sigue sus propios impulsos e insiste en comentar The Purple Land, evidentemente su
obra favorita dentro de la producción hudsoniana.
Breves antecedentes de la canonización de Hudson en Argentina
Curiosamente, la primera traducción al español de una obra de Hudson es la de su primer texto
literario en prosa y resulta contemporánea a su escritura. En 1884, Abel Pardo (un argentino
que Hudson conoció a bordo del Ebro durante su travesía a Londres en 1874, cfr. Jurado 73)
tradujo “Pelino Viera’s Confession” (The Cornhill Magazine, 1883), que se publicaría en el
diario La Nación de Buenos Aires el 11 y 12 de enero de ese mismo año como “La confesión
de Pelino Viera”. A pesar del buen augurio que esta traducción podría haber significado, se
debió principalmente a la amistad que unió a Pardo con Hudson desde ese entonces y durante
muchos años y resultaría ser prácticamente la única en vida del autor.
Si bien el nombre de Hudson figuraba desde 1911 en el Catálogo de la Biblioteca
Nacional, recién entre 1913 y 1916 empieza a ser nombrado, cuando el director del Museo de
Historia Natural de Buenos Aires, Martín Doello Jurado, publica dos notas en la revista
científica Physis: la primera es una breve reseña de The Naturalist in La Plata, mientras que la
segunda es una traducción del “Biografía de una vizcacha” de Hudson, ambas publicaciones
movidas más por un afán científico que literario. También en 1916, ya constituida la Sociedad
Ornitológica del Plata (actualmente denominada Aves Argentinas), Hudson fue nombrado
primer socio honorario de la asociación.
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En 1924 se produce la llegada, formal y póstuma, de Hudson a la Argentina. Y es
curiosamente de la mano de un extranjero que se lleva a cabo esta repatriación del naturalista.
En noviembre de ese año, el poeta y filósofo indio Rabindranath Tagore (1861-1941) visita la
Argentina y se incorpora a la historia de las letras nacionales debido a la muy estudiada relación
que forja entonces con Victoria Ocampo (quien lo aloja en su quinta de San Isidro). Pero antes
de eso fue el periodista de La Nación Carlos Alberto Leumann (1886-1952) uno de los
encargados2 de recibir a Tagore y, podría especularse, uno de los primeros críticos argentinos
en escuchar el nombre de Hudson en el siglo XX y de vuelta en Argentina. Cuando se le
preguntó cómo es que conocía nuestro país, el autor indio se refirió a la obra de Hudson, un
autor anglo-argentino fallecido recientemente y a quien consideraba uno de los mejores
prosistas en lengua inglesa,3 requiriéndole mayores informaciones al periodista, quien tuvo que
admitir que desconocía a Hudson (Leumann rememora el encuentro con Tagore en ocasión de
los homenajes a Hudson de 1941 con una nota en La prensa. Además, cfr. Fernández Cordero
243 y Cilento 49-50, quienes también consideran éste como uno de los acontecimientos
fundacionales de la canonización de Hudson en nuestro país).4
Tagore se referiría incluso en otras ocasiones a la obra de Hudson,5 la cual tenía en muy
alta estima y consideraba íntimamente relacionada a la experiencia americana, llegando a decir:
Los presentimientos de una América creadora de civilizaciones nacieron en mí al leer a
uno de mis autores favoritos, tal vez el más grande prosista de nuestra época: el escritor
argentino W. H. Hudson. (Cereseto, epígrafe)
Según Leila Gómez, la opinión de Tagore despertó “la pasión argentina por Hudson,
sostenida asimismo por la tendencia espiritualista de la época” (56, n13). Con ella coincide
también Federico Carden cuando dice que “fue un acontecimiento que generó una verdadera
ola de entusiasmo” (80). Ese mismo año se edita en España la traducción que Eduardo Hillman
hace de Far Away and Long Ago (cfr. Gómez 75).
Textos críticos de Borges sobre Hudson
En 1925, Borges, el gran importador de modas literarias anglosajonas, se refiere a Hudson por
primera vez en “Queja de todo criollo” (en Inquisiciones, 1925, un texto de escritura
contemporánea a “La tierra cárdena”). Esto constituye la primera mención de Hudson dentro
de la crítica literaria argentina. Volverá a mencionarlo en “La pampa y el suburbio son dioses”
(en El tamaño de mi esperanza), pero esto luego de dedicarle toda una reseña en 1925.
En 1937, Hudson ingresa formalmente a la institución canonizadora por excelencia
cuando se lo menciona en la “Introducción” a la Antología clásica de la literatura argentina
2
El comité oficial de bienvenida que recibió a Tagore estuvo presidido por Ricardo Rojas (hasta ese año decano
de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA).
3
Si bien Hudson fue altamente estimado por sus contemporáneos ingleses, su éxito literario no trascendió
usualmente las barreras de los círculos de literatos e intelectuales, siendo Green Mansions (1904) su obra más
recordada por el público anglosajón y su mayor éxito comercial. Alicia Jurado (153) se refiere a Hudson como “un
escritor para escritores” y probablemente sea ésta la razón de su nula trascendencia al ámbito argentino antes de
la mención de Tagore.
4
Al respecto, Borges publicó la breve nota “La llegada de Tagore” en Proa, segunda época, Buenos Aires, Año 1,
N° 4, noviembre de 1924 (Recobrados 1919), donde no menciona a Hudson. Es Leumann quien se lleva el crédito,
entonces, de presentar a Hudson ante los demás intelectuales.
5
Hudson y Tagore se conocieron probablemente en Londres, en el círculo literario de Mont Blanc (Pickenhayn
44), presidido por el amigo y editor de Hudson, Edward Garnett, a principios del siglo XX (Jurado 152) durante
alguna de las giras literarias que Tagore solía hacer por Inglaterra y Estados Unidos.
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que Borges publicara junto a Pedro Henríquez Ureña. A pesar de que ésta no es una antología
muy borgeana, Barcia considera que la inclusión de Hudson es muy probablemente sugerencia
de Borges (44).
Más allá de menciones menores y alusiones,6 Borges tiene estrictamente sólo dos textos
sobre Hudson, en ambos casos reseñas de la obra más conocida del autor, The Purple Land
(1885): “La tierra cárdena” (1925) y “Nota sobre La tierra purpúrea” (en la Antología crítica
de Pozzo de 1941), luego ampliada para La Nación el mismo año y retitulada “Sobre The Purple
Land” para su inclusión en Otras inquisiciones (1952). En estos dos textos es significativo que
el autor compare extensamente la obra de Hudson con el Martín Fierro de Hernández, para
encontrar a este último siempre en desventaja frente a la novela del “inglés chascomusero”.
1. “La tierra cárdena” (1925)
“La tierra cárdena” fue originalmente publicado en la revista Proa en 1925 (N°13) y luego
incluido en El tamaño de mi esperanza en 1926,7 un libro de ensayos donde Borges propone
expandir culturalmente la vida intelectual porteña a partir de un mayor contacto intercultural,
especialmente con Europa y el mundo anglosajón. El texto constituye la primera reseña
argentina sobre una obra de Hudson, escrita apenas un año después de la mención que Tagore
hiciera de Hudson. Borges, entonces, toma la delantera e inaugura lo que en pocos años será
claramente una campaña de canonización de Hudson en el campo literario argentino,8 a la que
se sumarán intelectuales de distintos sectores (Quiroga, Martínez Estrada, Fernando Pozzo),
además del sector editorial.9
Esta reseña corresponde a la etapa criollista de la obra poética y crítica de Borges,
caracterizada por la indagación que el autor emprende sobre la identidad argentina, la cual lo
lleva a lo que luego considerará un uso excesivo de jerga y color local. El abogar por la
argentinidad de Hudson es coherente con el proyecto creador borgeano de esta etapa (que
rescató figuras como Almafuerte o Evaristo Carriego), pero cabe señalar que también es
característica de Borges la búsqueda de autores extranjeros con los que enriquecer la tradición
nacional. En el caso de Hudson, es Borges el primer escritor argentino que le dedica una reseña
Además, Borges menciona a Hudson transversalmente en los siguientes textos: “Saludo A Buenos-Ayres” (orig.
en Martín Fierro, N° 39, 28 de marzo de 1927, incluido en Recobrados 1919 211); “Francisco Espínola, Hijo:
Raza Ciega” (orig. en Síntesis, N° 11, abril de 1928, incluido en Recobrados 1919 242); Evaristo Carriego (6);
“Encuesta Sobre La Novela” (orig. en Gaceta de Buenos Aires, letras, arte, ciencia, crítica, N° 6, sábado 6 de
octubre de 1934, incluido en Recobrados 1931 177-178); “Sobre Don Segundo Sombra” (orig. en Sur, N° 217218, noviembre-diciembre de 1952, incluido en Borges en Sur 17-18); “Prefacio” a En tu aire, Argentina de
Nicolás Cócaro (orig. Ediciones “Voz Viva”, 1957/58, incluido en Círculo 5); “Adolfo Bioy Casares. Antes Del
Novecientos” (orig. en Sur, N° 257, marzo-abril de 1959, incluido en Borges en Sur 121); “El gaucho” (texto de
1968, incluido en Prólogo 42); “El Evangelio según san Marcos” (Brodie 38-39); “Domingo F. Sarmiento:
Facundo” (Prólogo 92); “El Sur geográfico e íntimo” (texto de 1985 en Diálogo 24-25). Las menciones menores
que Borges hace de Hudson abarcan, espaciadas, un período de sesenta años (1925-1985), la totalidad de la carrera
del escritor. No debería descartarse un posible intertexto hudsoniano en la obra de Borges: la influencia de “Story
of a Piebald Horse” (El Ombú, 1904) en “La intrusa” (1966) mencionada por Arocena (160).
7
Las dos versiones son iguales, excepto porque Borges cambia la palabra “despuesismo” por “mañanismo” en la
primera página.
8
En 1978, Piglia reconoce a Borges como “el primer escritor argentino que escribió un ensayo sobre Hudson”
(24).
9
Para la historia de las diversas instancias de canonización que atraviesa la obra de Hudson en el campo literario
argentino, cfr. nuestro estudio “Canon y nacionalización: historia ideológica de la edición y difusión de la obra de
W.H. Hudson en Argentina (1883-1981)” en Imágenes de lo inglés y lo argentino: Identidad, frontera y
canonización en la lectura argentina de W. H. Hudson (nuestra tesis doctoral presentada en la FFyH de la
Universidad Nacional de Córdoba).
6
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a una de sus obras y argumenta a favor de su identidad argentina. Hay aquí un doble movimiento
que encontramos en otros autores nacionalistas de la época: Borges no sólo desarrolla la
tradición de la gauchesca como base de la literatura argentina (postura de la que luego se alejará
en “El escritor argentino y la tradición” de 1951), sino que su contribución a la misma es la
incorporación de un autor inglés que durante muchos años disfrazará de argentino en su crítica.
Resulta curioso cómo este primer texto sobre Hudson contiene germinalmente todos los
elementos que caracterizarán posteriormente la crítica dedicada a canonizarlo: la insistencia en
la versión castellana del nombre del autor, la falacia argumentativa que consistía en suponer
que el naturalista concebía sus obras en español aunque luego las escribiera en inglés (Cilento
llama a esto argumento del “hogar del idioma” [52]; también Glusberg, Franco y Martínez
Estrada lo utilizarán en su crítica hudsoniana) y la comparación de The Purple Land con el
Martín Fierro de Hernández, contienda en la que Borges encuentra siempre que la obra de
Hudson aventaja a la del poeta nacional, principalmente como una manera de oponerse en esta
época a la figura de Lugones y su ensayo nacionalista El payador (1916).
Tal como hará más adelante en su segunda reseña, Borges comienza el texto insertando
al naturalista en un sistema de autores extranjeros (lo que Cilento llama “un brevísimo ensayo
de imagología” [52]) mediante una comparación del carácter inglés con el alemán, el francés y
el español, a los que encuentra en general incapaces de empatía con la alteridad. Esto a
diferencia de ciertos ingleses (como Robert Browning, Lafcadio Hearn o el propio Hudson),
cuya capacidad de “empaparse en forasteras variaciones del ser” (“La tierra cárdena” 38)
produce un “desinglesamiento” que los salva de quedar atrapados en la propia idiosincrasia.
Borges no es conclusivo al respecto, pero de sus reflexiones se deriva que esta facilidad de los
escritores ingleses para asumir distintas máscaras (cita en especial autores del siglo XIX,
influenciados por la estética del exotismo victoriano) confiere a su literatura mayor profundidad
y riqueza.
Cuando llega a la obra que lo ocupa, la llama sin demora “esa novela primordial del
criollismo” (39). Recordemos que ésta es la primera reseña de una obra de Hudson en el campo
intelectual argentino. Borges está haciendo la presentación en sociedad de Hudson y no duda
en afirmar que The Purple Land es una obra fundamental para la tradición literaria nacional.
Podríamos arriesgar que lo acaso apresurado de su juicio se debe a la ansiedad del joven escritor
por dar el puntapié inicial a la campaña de canonización de Hudson. Borges quiere coronarse
como descubridor de un autor hasta ese momento desconocido para sus compatriotas, pero
también de uno que valga la pena repatriar. Es por ello que la cuestión del valor se configura
como eje intencional de todo el texto.
El tamaño de mi esperanza constituye una fuerte estrategia de posicionamiento por parte
de Borges, pues es en este libro de ensayos donde elige también abogar por la canonización de
Güiraldes (quien acababa de publicar Don Segundo Sombra) y la excomunión de Lugones,
figura ineludible de la época, que representaba a su vez el nacionalismo del Centenario, al cual
Borges se oponía con su propia forma de nacionalismo, “algo así como un nacionalismo
ilustrado, mezcla de populismo y xenofobia” (Bordelois 65). Entonces, la prisa de Borges por
alabar y canonizar a Hudson debe ser comprendida en el marco de una compleja dinámica del
campo literario, en el que nuestro autor intentaba posicionarse como albacea de una nueva
generación y a la vez hacerle frente a los que consideraba postulados ya caducos de la
generación anterior. En este sentido, Borges decide tomar la delantera, presentar a Hudson en
sociedad y hacer también el primer llamamiento a la traducción de su obra, “libro más nuestro
que una pena, sólo alejado de nosotros por el idioma inglés, de donde habrá que restituirlo algún
día al purísimo criollo en que fue pensado” (“La tierra cárdena” 39).
Si bien fue Martín Fierro la obra más rescatada en esa época para visibilizar la figura
del gaucho (a través de El payador de Lugones), es Don Segundo Sombra el texto que termina
de afincar la figura del gaucho sabio (también gaucho maestro, y ya no gaucho matrero) dentro
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del imaginario social, en un período existencial de melancolía y decadencia, de afianzamiento
de la identidad argentina frente al mundo.
Es a través de este arquetipo que se legibiliza en el campo literario argentino la figura
de Hudson. La figura del gaucho sabio y crepuscular güiraldino abre un horizonte de
posibilidades para leer a Hudson, junto con la idea de un espiritualismo gauchesco, que en
Hudson tiene el signo legítimo de una extranjería inglesa, y en Güiraldes el de un
afrancesamiento. Mediante el elogio a Güiraldes, Borges favorece la recepción de Hudson y la
de su propia obra en esa época.
Borges compara la novela de Hudson con la de Hernández y a su protagonista, Richard
Lamb, con el gaucho Martín Fierro. Ambos textos se parecen en “el sentimiento criollo […] de
aceptación estoica del sufrir y de serena aceptación de la dicha” (41). Pero entonces Borges
encuentra lo que considera una hipocresía, una inconsistencia en Hernández: el giro ideológico
que el autor experimentó entre la publicación de la Ida (1872) y la Vuelta (1879) y que generaría
que, en la segunda parte del Martín Fierro, el protagonista defienda ideas políticas que asienten
con el ideal sarmientino de civilización (Borges cita el verso más famoso que ejemplifica la
metamorfosis de Fierro: “Debe el gaucho tener casa / Escuela, Iglesia y derechos”).
Esta crítica de Borges a Hernández, junto con una mención anterior en la que tilda de
“gritona” la dicotomía planteada por Sarmiento (40), apuntan nuevamente al pensamiento
borgeano neocriollista de esta etapa, cuando el autor valoraba la estética de los arrabales y la
barbarie, el primer Fierro y el arrepentimiento de Lamb desde el Cerro de Montevideo. En 1925,
Borges está pronto a apoyar el populismo yrigoyenista y sus convicciones se mantendrán
relativamente estables hasta los albores del peronismo en la década del cuarenta (el posterior
antiperonismo borgeano condecirá con una revaloración de la “civilización” sarmientina).
La segunda diferencia que Borges encuentra entre las obras de Hudson y Hernández ya
no versa acerca de lo ideológico, sino específicamente de su experiencia lectora, que ya hemos
visto anteriormente. El de Fierro es un destino trágico y el de Lamb, uno feliz, y esto para
Borges es un aspecto ineludible de su juicio literario, de base hedónica. Aquí vuelve a las
consideraciones primeras del artículo, cuando situó a Hudson entre los ingleses andariegos, y
lo llama ahora “gustador de las variedades del yo” (42), acentuando la empatía y profundidad
de comprensión que el narrador despliega frente a las distintas alteridades que encuentra durante
su travesía.
2. “Nota sobre La tierra purpúrea” (1941) en Otras inquisiciones (1952)
Existen dos versiones de este texto: “Nota sobre La tierra purpúrea” (1941)10 es un texto más
breve que su segunda versión, retitulada “Sobre The Purple Land” (en Otras Inquisiciones
1952), donde Borges introduce pequeñas correcciones, cambios en algunas frases y varios
párrafos nuevos.
Más allá de las diferencias entre las dos versiones, las consideraremos como un único
evento escriturario (junto con Cilento), constituyendo entonces el segundo texto importante que
Borges publica sobre Hudson, esta vez en ocasión de los homenajes por el centenario del
nacimiento del naturalista. Esta segunda reseña de 1941/1952 sobre Hudson se enmarca luego
del declive del período criollista de Borges y justo en el comienzo de la etapa plenamente
literaria del autor (con la publicación ese mismo año de El jardín de los senderos que se
10
Este texto habría sido concebido como parte de una antología (según Reeds), publicado luego en La Nación el
3 de agosto de 1941, incluido casi al mismo tiempo en la Antología de Pozzo (con fecha de impresión del 5 de
agosto de ese año) y finalmente incluido en Otras inquisiciones (1952). Consideramos que la corrección y
ampliación de Borges fue efectuada entre 1941 y 1952.
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bifurcan, que se convertiría luego en la primera parte de Ficciones en 1944). Esto es
significativo, debido a la apertura terminológica de Borges, que comienza a usar el nombre
inglés original de Hudson y deja de traducir los títulos de sus obras.
En 1925, Borges insertaba a Hudson en el sistema de escritores ingleses, mientras que
ahora abre el texto eligiendo enmarcar la novela del naturalista en un contexto más amplio, el
de la literatura universal (junto a varios ingleses), y específicamente en el sistema de la
picaresca (que va desde la Odisea hasta Don Segundo Sombra, casi contemporáneo a The
Purple Land), aunque rechaza esta terminología por su estrechez. Borges se refiere al género
universal del héroe andariego que se echa al camino. La novela de Hudson pertenece, según
Borges, a una etapa moderna del género, donde se produce un movimiento doble: “el héroe
modifica las circunstancias, las circunstancias modifican el carácter del héroe” (“Sobre The
Purple Land” 210). Y aquí The Purple Land convive con la segunda parte del Quijote y
Huckleberry Finn de Mark Twain.
Más de quince años han pasado desde la primera reseña, pero las aventuras de Richard
Lamb mantienen su puesto entre las favoritas de Borges: “Quizá ninguna de las obras de la
literatura gauchesca aventaje a The Purple Land” (211). Pero el crítico ya no está solo en sus
afirmaciones: ahora puede citar, por ejemplo, las palabras de Martínez Estrada para defender la
causa de Hudson. Esta única referencia a otro autor argentino que hable del naturalista es
suficiente para diagnosticar el estado avanzado de su campaña de canonización en nuestro
campo literario. Cuando en 1941 se decidió homenajear el centenario de su nacimiento, no hubo
sólo voluntades de editores y difusores culturales, sino muchos autores que ya conocían la obra
del naturalista y estaban dispuestos a escribir sobre ella (además de Borges y Martínez Estrada,
podemos mencionar a Samuel Glusberg, Luis Franco, Carlos Leumann, Fernando Pozzo, sin
contar autores latinoamericanos).
Borges hace girar la reseña en torno a esta tendencia de la crítica argentina a definir la
obra como parte de la gauchesca, y devela entonces como una virtud oculta en la obra, su
perspectiva extranjera. En este momento, pasa a considerar una ventaja la condición de inglés
de Hudson que antes tuviera que refutar: “The Purple Land es fundamentalmente criolla. La
circunstancia de que el narrador sea un inglés justifica ciertas aclaraciones y ciertos énfasis que
requiere el lector y que resultarían anómalos en un gaucho” (212).
Cabe señalar que ya en 1941 no parece importar la contradicción de que Hudson, un
escritor inglés, haya escrito una de las obras más importantes de la literatura argentina. Al
contrario, su nacionalidad (como Borges explicitará en la conclusión) es un plus a la hora de
interpretar el verdadero espíritu criollo.
Borges insiste en señalar como aciertos todo lo que otros creerían desventajas o
debilidades de la obra de Hudson: el papel secundario o de trasfondo que tiene el gaucho en
The Purple Land es fiel a su naturaleza taciturna. Situar la obra en Montevideo y no en Buenos
Aires es más acertado históricamente (aunque literariamente la tradición gauchesca más fuerte
sea la de Argentina), pues en Uruguay la montonera, “el organismo típico de la guerra gaucha”,
tuvo mayor preeminencia debido a la ausencia de una gran ciudad.
Surge una vez más la ineludible comparación con la obra de Hernández, aprovechando
la ocasión para realizar también un ataque a Lugones: “El Martín Fierro (pese al proyecto de
canonización de Lugones) es menos la epopeya de nuestros orígenes –¡en 1872!– que la
autobiografía de un cuchillero, falseada por bravatas y por quejumbres que casi profetizan el
tango” (212).
Estas constantes comparaciones con Hernández nos dicen algo acerca de la crítica
hudsoniana de la etapa de su canonización: la recepción argentina de Hudson hace un uso de su
figura que le sirve como excusa para tratar otros temas desde un punto de vista renovado. El
campo literario parece estar rumiando el símil Hudson-Hernández durante muchos años, con
una doble intención: la de legitimar a Hudson a través de un parangón con la máxima figura de
194
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la gauchesca y la de revisitar a Hernández desde los nuevos y más amplios paradigmas de la
tradición nacional.
Es la conclusión de la reseña, un agregado de 1952, lo que termina de filiar la postura
de Borges en 1925 con la de su madurez. El hecho de que sea un agregado posterior a la
publicación original remite a la costumbre borgeana de corregir y pulir obras anteriores, incluso
en aspectos importantes, por considerar que una obra literaria nunca está del todo terminada.
De esta manera, el joven Borges que en 1925 abre “La tierra cárdena” hablando del
“desinglesamiento” de Browning se funde con el Borges maduro que termina así su reseña:
“Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros
(sin excluir por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés. Miller, Robertson,
Burton, Cunninghame Graham, Hudson” (215).
Aunque volverá a mencionar a Hudson en numerosas ocasiones después de 1952
indirectamente, éste es el último texto dedicado íntegramente a Hudson. Borges concluye su
participación en la campaña de nacionalización y canonización del naturalista definiéndolo
como extranjero, un inglés capaz de percibir los matices criollos.
Hudson como engranaje móvil
El ingreso de Hudson al debate crítico y académico de la primera mitad del siglo XX
siguió los lineamientos de la producción intelectual acerca de la pampa y del gaucho,
establecidos como «íconos» de la identidad nacional. Se trataba de incorporar a la
tradición de la gauchesca un nuevo perfil identitario, el de la inmigración culta, en su
mayor parte inglesa. Así, Hudson sería sacado de su contexto inglés para ser trasplantado
como una pieza «móvil y estable» (Latour 1987, Leask 2002), capaz de combinarse y
articularse con el museo de la nacionalidad. (Gómez 76-77)
Dentro del sistema de la literatura argentina, Hudson funciona como un engranaje móvil, pues
ayuda al funcionamiento general del campo literario, pero a la vez es trasladable de un sector a
otro del mismo campo, donde encaja (engrana) en este subconjunto, cumpliendo una función
específica. También Eva-Lynn Jagoe ha expresado esta misma idea cuando dice que “Hudson
funciona como un calibrador de los deseos y de las necesidades de diferentes identidades
nacionales y personales” (245).
Borges constituye una figura preponderante en la generación de intelectuales que
participaron de la empresa canonizadora de Hudson, no sólo por sí mismo sino como
representante de un sector específico del campo literario, identificado con Florida, Sur, e incluso
los intereses de la oligarquía porteña. Dentro de la crítica borgeana, entonces, Hudson le sirve
al autor para incorporar a la gauchesca su propio perfil identitario, el de la inmigración inglesa
y culta, con la intención última de universalizar y brindar prestigio a la tradición más importante
de la literatura argentina en esa época. La postura de Borges es, una vez más, metafísica: quiere
nimbar la literatura nacional afiliándola a la inglesa y cosmopolitizarla al hacerla concebible en
inglés.
Interesa otro autor que dedicó una importante cantidad de obra crítica a la canonización
de Hudson por la misma época: Luis Franco, escritor y poeta catamarqueño cercano al
trotskismo e integrante de una “hermandad” de intelectuales apadrinada por Leopoldo Lugones
(Tarcus).11 Mientras que Borges desciende de ingleses y nace en el seno de una familia patricia
11
Horacio Tarcus compila la correspondencia de Franco, Samuel Glusberg (alias Enrique Espinoza, editor de
Babel), Ezequiel Martínez Estrada y Horacio Quiroga, quienes, alrededor de la década del veinte, habían
constituido una singular cofradía que gustaba de reunirse en la Biblioteca Nacional en torno de la figura tutelar de
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en el centro del país, Luis Franco proviene de un aislado pueblo catamarqueño y, aunque hijo
de una familia acomodada, tuvo desde su juventud “una natural tendencia a simpatizar o
identificarse con los de abajo –criaditos, viejos sirvientes, peones, artesanos” (Correas 11),
llegando a trabajar como peón de campo y considerándose “el único escritor argentino […] que
vivió del trabajo de sus manos” (Penelas 59). Mientras que gran parte de la labor crítica de
Borges se relacionó con la revista Sur (de tendencia liberal y orientación antiperonista), Franco
colaboró profusamente con la revista Babel, editada por Samuel Glusberg, una publicación que
se mantuvo excéntrica al campo literario y de orientación populista y socialista.
Franco representa un sector ideológico del campo literario argentino completamente
opuesto al que encabeza Borges, dentro del cual Hudson engrana de manera muy distinta.
Franco pasa por alto toda posible pertenencia de Hudson a la cultura anglosajona12 y considera
que el naturalista cuenta con cierta superioridad moral y cultural (lo que en el sector borgeano
podría llamarse “prestigio anglosajón”) que debe servir de ejemplo, mediante su canonización,
para elevar espiritualmente a todo el pueblo argentino. La postura de Franco, contraria a la de
Borges, está enmarcada en sus ideales igualitarios y revolucionarios, así como en una lectura
heterodoxa del socialismo: Franco quiere que el inmigrante y el proletario se sientan argentinos,
mediante una toma de posesión de la tradición literaria nacional.13
Queda claro entonces cómo el Hudson emblemático constituyó un engranaje móvil
capaz de representar posturas ideológicas y cumplir funciones opuestas dentro del mismo
campo literario. Esta ubicuidad no es una característica intrínseca a la figura u obra de Hudson,
sino que se logra a través de dos operaciones: 1) el aprovechamiento de la crisis identitaria que
está en la raíz del pensamiento hudsoniano, que resulta a su vez en un ambiguo perfil identitario
intrínseco a su obra y utilizable por distintos e incluso opuestos sectores del mismo campo, y
2) el ejercicio de una visión deliberadamente sesgada (sesgo cognitivo), según los propios
intereses del sector, de la totalidad del fenómeno hudsoniano.
Hilando más fino, puede verse cómo incluso en el sistema de pensamiento de un solo
autor, dentro de la crítica borgeana, Hudson sirve para defender posturas prácticamente
opuestas en distintos momentos de su evolución.
Coincidentemente con su primera etapa criollista, Borges defenderá la argentinidad de
Hudson y, dependiendo de esta premisa, argumentará que Hudson es uno de los mejores autores
de la literatura gauchesca (a la cual se adscribe por derecho de nacimiento). En su segunda
etapa, Borges no descarta la totalidad de su labor crítica con respecto a Hudson. Ahora lo remite
a la literatura inglesa, renegando de su enfática campaña por conseguirle al naturalista nuestra
carta de ciudadanía,14 pero aprovecha su anterior caracterización de Hudson como autor de la
gauchesca para nuevas finalidades: si Hudson es inglés, pero ha escrito algunas de las mejores
páginas de la literatura gauchesca, entonces ahora Borges puede hacer ingresar, por
contigüidad, la gauchesca dentro de la gigantesca y prestigiosa tradición de la literatura inglesa.
Esto concierta con su finalidad de “universalizar” la literatura argentina.
Lugones. Se referían a sí mismos como “hermanos” y su relación habría de extenderse a lo largo de varias décadas.
Tarcus titula la compilación Cartas de una hermandad.
12
De hecho, su estudio biográfico de 1956 culmina antes de que Hudson parta hacia Inglaterra, evitando en lo
posible mencionar su ulterior destino. Franco intercala muchas digresiones en su biografía del naturalista,
principalmente porque Hudson sirve casi como un pretexto para tratar cuestiones de índole social, política e
histórica que interesaban a Franco en el resto de su obra ensayística.
13
Acerca de la lectura hudsoniana que hace Luis Franco a lo largo de su obra poética y ensayística, cfr. nuestro
artículo “‘Nada menos que todo un gaucho’: la presencia de William Henry Hudson como emblema en la obra de
Luis Franco” en Argus-a. Artes&Humanidades. Vol. VI. No.23.
14
Si bien en 1965 Borges se refiere a Hudson como “escritor argentino” (Introducción 70), podemos considerar
que este gentilicio se usa inocentemente, siendo descriptivo sólo de su lugar de nacimiento, pues se trata de su
Introducción a la literatura inglesa donde hace esta afirmación.
196
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El gusto de Borges por la paradoja ayuda a entender mejor este doble movimiento:
Hudson es el autor en que la gauchesca (tradición bárbara) se civiliza y esta relación podría
funcionar desfavorablemente para el naturalista, que adquiriría características de la barbarie.
Pero Borges nos presenta a Hudson como un hombre de mentalidad inglesa, como el propio
autor, que encuentra en (a la vez que brinda a) la gauchesca algo espiritual y hasta
filosóficamente valioso, enalteciéndola. De esta manera, la operación e influencia que Hudson
ejerce sobre la tradición gauchesca es equivalente a la del propio Borges.
El proceso de emblematización de Hudson responde a un discurso más amplio que
operaba en el campo intelectual argentino desde el Centenario, intentando fundar las bases de
una identidad nacional frente a la modernidad y el aluvión migratorio: el criollismo, en tanto
constructo discursivo, constituyó la base sobre la cual se erigieron las ideas argentinas durante
la primera mitad del siglo XX. El epicentro de estas discusiones estuvo dominado por grupos
cercanos a la ideología oligarca, que se dieron a la tarea de “dotar a la figura del gaucho de una
nueva función social” (Altamirano y Sarlo 205), despojándolo de las vestimentas bárbaras, que
ahora se le adjudicarían al inmigrante, para emplazarlo como emblema de tradición y épica
nacional.
La canonización de Hudson en torno a “El escritor argentino y la tradición”
“El escritor argentino y la tradición”15 es quizá el elemento coyuntural más relevante para
nuestro análisis de la crítica borgeana sobre Hudson. Primero una clase dictada en 1951 y luego
un ensayo programático del pensamiento del autor y de la discusión en torno a la labor literaria
de los escritores argentinos durante décadas, en él Borges se pregunta por la actitud, el tipo de
relación que el escritor argentino debe plantear con la tradición, que Moretti (65) nos recuerda
que está regido por el modelo de la novela de Europa occidental.
Su escritura fue contemporánea a la redacción definitiva de “Sobre The Purple Land” y
contiene algunas reflexiones que pueden iluminar aún más la valoración que Borges hiciera de
Hudson. Podemos afirmar sin duda que Hudson constituyó un elemento central en el marco de
referencia de Borges cuando éste delineaba sus consideraciones acerca de cómo escribir desde
la periferia.
Hacia el final del texto, Borges dice que la tradición que le corresponde al escritor
argentino es “toda la cultura occidental” (“El escritor” 200), pero que además tiene mayor
derecho a ésta que escritores de otras culturas porque, como los judíos, su excentricidad (con
respecto al centro de la cultura occidental) le permite moverse en la misma con mayor soltura.
Citando a Thorstein Veblen, Borges concluye que esta condición es generadora de innovación
literaria.
En “Sobre The Purple Land”, Borges califica esta obra como “fundamentalmente
criolla” (211) y luego elogia la decisión de Hudson de situar su novela en un escenario
excéntrico a la ambientación canónica de la literatura gauchesca (Uruguay en vez de la pampa).
La reseña termina con un agregado de la segunda versión de 1952: “Una observación última.
Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros
“El escritor argentino y la tradición” es la versión taquigráfica de una clase dictada en 1951 en el Colegio Libre
de Estudios Superiores. La confusa cuestión de las fechas en torno a la publicación de este artículo ha sido aclarada
por Balderston: “Dicha charla se publicó en la revista Cursos y Conferencias de la misma institución en 1953;
luego apareció en Sur en enero-febrero de 1955, meses antes de la llamada Revolución Libertadora que derrocó a
Perón, y finalmente fue incluida por Borges en la segunda edición de Discusión en 1957. Desde esa fecha ocupa
ese lugar en todas las ediciones de las Obras completas, confundiendo a algunos lectores incautos que piensan que
una charla de 1951 podría haberse dictado en 1932” (2).
15
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[…] nadie los percibe como el inglés. Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham,
Hudson” (215).
El elogio que Borges hace de la obra de Hudson va acompañado de una caracterización
de semi-excentricidad: la obra del naturalista es considerada a la par del resto de las obras de la
literatura gauchesca, cuyos autores son siempre locales, pero se aclara que el autor tiene un
amplio conocimiento del terreno: “En carne propia, Hudson conoció los rigores de una vida
semibárbara, pastoril” (“Sobre The Purple Land” 210). Se elogia también la ambientación
paralela que le da a la novela y finalmente se lo alinea con los extranjeros, pero con el grupo de
estos que mejor sabe captar “los matices criollos”, los ingleses (junto al también versado en
argentinismos y amigo personal de Hudson, R.B. Cunninghame Graham).
También en “La tierra cárdena” (1925), Borges comienza situando a Hudson entre los
ingleses que “ejercen una facultá de empaparse de forasteras variaciones del ser: un
desinglesamiento despacito, instintivo, que los americaniza, los asiatiza, los africaniza y los
salva” (38); es decir, los ingleses tienen, a diferencia de otras naciones (como los alemanes o
los franceses, según Borges) una cierta capacidad de empatía con otras culturas que relativiza
positivamente su propia idiosincrasia.
Del entrecruzamiento de estos textos de Borges se desprende una valoración de la
originalidad que el autor habría visto en Hudson. La obra del naturalista resulta innovadora con
respecto a la tradición nacional de la gauchesca, justamente por su ajenidad respecto de la
misma (pues Hudson la ignoraba y jamás pretendió producir para el campo literario argentino).
Hudson resulta involuntariamente innovador (tal vez el mejor tipo de innovador, si seguimos
lo que dice Borges al final de “El escritor argentino y la tradición”, cuando nos insta a no
esforzarnos por ser argentinos y abandonarnos “al sueño voluntario que se llama la creación
artística”, 203) debido a su relativa excentricidad con respecto a la tradición argentina, la cual
conoce pero a la que no rinde excesivo culto, moviéndose en ella sin ataduras (como los judíos
en la tradición occidental). Puede hacerlo porque, como Borges, es un sujeto que se mueve entre
fronteras culturales.
Mientras que, a lo largo de la campaña de canonización de Hudson, Borges abogaría por
la argentinidad del naturalista, en este texto extiende en cambio un permiso para que el escritor
argentino sea como Hudson, es decir, inglés si lo prefiere, no signado por las ataduras de la
tradición literaria que lo haya visto nacer. Hudson, que ni siquiera era hijo de ingleses y que
eligió Londres (no volvió allí, por lo cual lo suyo no constituye un retorno), erige para Borges
un ejemplo de voluntad identitaria y literaria.
Conclusiones
No resulta sorpresivo que de este análisis se desprenda una concepción colonialista de canon y
de la literatura argentina por parte de Borges, que la concibe principalmente en relación a la
tradición de la novela europea. Cuando en “El escritor argentino y la tradición” se habla del
derecho que el escritor argentino tiene (y debe ejercer) de servirse de la cultura occidental, se
refiere al centro de ésta. Para Borges, Argentina es una periferia cuya única esperanza de
desarrollo cultural e intelectual consiste en apuntar siempre al centro. Con su crítica y con su
literatura, el autor quiere establecer un puente para que la literatura argentina ingrese a la
europea por el subterfugio de la marginalidad: esa marginalidad que ha hecho de literaturas
como la judía con Kafka o la irlandesa con Joyce, según Borges, literaturas centrales.
Cuando en un principio Borges encabezaba las filas de los intelectuales que insistían en
la argentinidad de Hudson, su prioridad era dotar a la tradición literaria nacional de un carácter,
de un status de existencia. A estos fines, las constantes comparaciones con el Martín Fierro
constituyen la estrategia de posicionamiento más destacable del período, pues entonces Borges
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no sólo se enfrenta a la postura lugoniana al encontrar un texto “mejor” que el de Hernández,
sino que provee al de Hudson con el valor suficiente como para compararse con el poema épico
nacional.
Sin embargo, Borges nunca negó explícitamente el carácter inglés del naturalista y esto,
a su vez, constituye también una estrategia de posicionamiento que subyace a la anterior. Borges
la refuerza mediante la constante inclusión de Hudson en el sistema de escritores ingleses y la
mención de viajeros que desde Inglaterra escriben sobre la pampa argentina durante el siglo
XIX, estrategia contemporánea, aunque no la principal durante la canonización argentina del
naturalista.
Entonces, durante la campaña de canonización de Hudson, Borges y otros intelectuales
abogan por su argentinidad. Más adelante (cerrado ya el capítulo de la canonización), Borges
parece admitir la condición anglosajona de Hudson, haciéndolo formar parte incluso de su
Introducción a la literatura inglesa de 1965.
En 1967, en una conferencia dictada en el Instituto Superior de Cultura Inglesa, Borges
llega a decir: “[…] es absurdo alimentar la polémica de si Hudson es argentino o inglés a mi
juicio, Hudson escribe en inglés lo que siente y piensa en castellano” (Agnelli).
A pesar de que aún sostiene la falacia argumentativa básica de la crítica hudsoniana (que
Hudson piensa en español, aunque escriba en inglés), este comentario rompe finalmente la
dicotomía que había obsesionado a los críticos. Para Borges, Hudson es inglés y es argentino,
tanto y de la misma manera en que él mismo lo era, por lo que no hay en ello una contradicción.
Los motivos de Borges para abogar por la canonización de Hudson y encabezar tempranamente
la campaña cultural que esto traería aparejado corresponden principalmente a la anglofilia y el
cosmopolitismo de su proyecto creador, a su voluntad de crear un horizonte de legibilidad para
su propia obra a través de una apertura en el campo intelectual de su época. Esto es lo que lo
lleva a incluir a Hudson entre los escritores argentinos, en vez de reivindicarlo simplemente en
tanto inglés (como hizo con tantos otros). Borges aprovecha la identidad fronteriza de la figura
de Hudson para nutrir el criollismo de la tradición literaria a la que ha elegido pertenecer y, en
última instancia, para que, por un juego especular, Hudson termine siendo otra imagen de lo
borgeano.
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