220
Revista de libros
conjunto de mundos posibles, contradiciendo el teorema de Cantor. Kripke
argumenta que las cardinalidades y los mundos posibles no forman parte de
la esencia de este argumento, y que es su paradoja la que muestra lo que es
realmente problemático en la paradoja de Kaplan. Después Kripke considera
que una solución natural a estas paradojas es la teoría ramificada de tipos de
Russell: el predicado ‘pensar en’ (sea en un conjunto de instantes o en una
proposición) ha de venir jerarquizado. Un punto clave del artículo, aunque
desgraciadamente está expuesto de manera muy condensada, es mostrar que
esta paradoja sirve como modelo para ver que una motivación para introducir
la teoría ramificada de tipos (a saber, evitar paradojas de autorrefencia) no se
ve afectada por la aceptación del axioma de reducibilidad, contra la opinión
común. Para acabar, Kripke señala que no se compromete con la tesis de que
una solución russelliana de su paradoja sería la correcta, y que podrían buscarse alternativas entre las otras soluciones propuestas para las paradojas de
autorreferencia.
Dado el lugar prominente que Saul Kripke ocupa ya en la historia de la
filosofía, probablemente sea a priori innecesario enfatizar los muchos motivos por los que resulta recomendable este volumen. Son especialmente destacables cada uno de los nuevos textos, hasta ahora desconocidos para casi
todos los lectores. Hacemos nuestras las afirmaciones de T. Burge en la contraportada del libro: cualquier estudiante de filosofía del lenguaje, filosofía de
la lógica, filosofía de la mente o epistemología debería leer y releer la obra de
Kripke, incluyendo estos ensayos.
Manuel Pérez Otero y José Martínez Fernández
Departamento de Lógica, Historia y
Filosofía de la Ciencia
Universitat de Barcelona
LOGOS (http://www.ub.edu/grc_logos/)
C/ Montalegre 6, E-08001. Barcelona
E-Mail:
[email protected]
E-Mail:
[email protected]
La expresión y lo interno, de DAVID H. FINKELSTEIN, TRADUCCIÓN DE LINO
SAN JUAN; OVIEDO, KRK EDICIONES, 2010, 416 pp.
Conocemos nuestras intenciones, deseos, sensaciones y emociones de
una manera peculiar; sabemos lo que queremos o creemos sin tener que considerar ninguna evidencia y, además, somos, la mayoría de las veces, la fuente más apropiada para informarse acerca de ello. En efecto, gozamos de una
Revista de libros
221
autoridad especial en cuanto a si tenemos ganas de comer un helado de limón, aquello que nos gusta, si deseamos ir al cine o si creemos que mañana
será un día nublado. Esto sugiere que cada uno de nosotros es el candidato
ideal para responder preguntas sobre qué opina, desea, siente o se propone en
un momento determinado. Por supuesto, eso no quita que no haya ocasiones
en que cada uno de nosotros llegue a conocer cosas sobre sí mismo de un
modo indirecto, esto es, observando lo que hace o realizando inferencias. Se
ha vuelto un desafío filosófico ofrecer una explicación del hecho de que las
personas declaran de modo inmediato y altamente fiable sus estados psicológicos. El libro de Finkelstein se propone explicar en qué consiste este tipo especial de relación con nuestros estados mentales, que no requiere evidencia y
respecto de la cual somos una autoridad, y ofrecer una crítica detallada de
otros enfoques que fallan, según él, en dar cuenta del fenómeno en cuestión.
Finkelstein enfrenta este desafío y ofrece una explicación de la autoridad de
la primera persona basada en la dimensión expresiva de las autoadscripciones
de estados psicológicos.
Uno de los grandes méritos del libro, si no el principal, quizás resida en
ofrecernos un mapa en el cual orientarnos cuando tratamos de comprender
los desafíos involucrados en la elucidación filosófica del autoconocimiento.
Para justificar esta afirmación nos detendremos primero en la descripción del
escenario conceptual que el libro reconstruye, para luego presentar algunos
interrogantes acerca de los modos en los que el autor intenta resolver tales
desafíos.
Finkelstein divide el terreno de las aproximaciones filosóficas al autoconocimiento en dos grandes regiones: la de quienes defienden alguna forma
de detectivismo (viejo o nuevo), y la de los que sostienen alguna variante de
constitutivismo, para ubicar en el medio la que denomina concepción de
“sendero intermedio”.
Con propósitos evaluativos, Finkelstein presenta una serie de condiciones de adecuación a las que deben ajustarse los distintos modelos; prima facie, los enfoques deben poder ser adecuados en cuanto a (1) intimidad, (2)
naturalidad y (3) responsabilidad. La intimidad recoge el hecho de que existe
una diferencia importante entre el sentido externo y el interno, la percepción
del mundo y nuestro percatamiento consciente de nosotros mismos; en particular, el hecho de que existe una relación más estrecha entre los juicios sobre
nuestros estados mentales y la presencia de los mismos que la correspondiente entre los juicios sobre el mundo externo y los hechos a los que estos se refieren. La naturalidad señala que el modelo ofrecido debe ser compatible con
una imagen del mundo especificable en términos de las ciencias naturales. La
responsabilidad apunta al hecho de que la teoría debe hacer justicia a los tipos especiales de responsabilidad involucrados en la autoadscripción, capturando las diferencias relevantes entre los aspectos activos y pasivos
involucrados en nuestra relación con nuestros propios estados psicológicos.
222
Revista de libros
Adicionalmente, señala Finkelstein, son desiderata para toda elucidación filosófica de la autoridad de primera persona que la misma (i) nos ayude
a pensar la distinción entre estados psicológicos conscientes e inconscientes;
(ii) especifique cómo se relaciona el sentir con el saber y (iii) elucide cómo se
parecen y distinguen nuestras mentes de las de los animales que carecen de
lenguaje, ofreciendo al responder a estas preguntas un enfoque unificado de
la autoridad de la primera persona sobre los diversos estados mentales, incluyendo tanto emociones y sensaciones como actitudes proposicionales.
Según Finkelstein, típicamente se ha abordado el problema del autoconocimiento y la autoridad de primera persona de acuerdo a tres modelos:
(a) el modelo de la percepción, que analoga el autoconocimiento a
cierto tipo de percepción, apelando a algún tipo de mecanismo
natural o de otra clase. El mecanismo detecta o descubre el estado
en cuestión [pp. 37-77].
(b) el modelo de la decisión, representado por C. Wright, según el cual
la autoadscripción constituye el estado que adscribe, al modo en que
la declaración de un coronel declara los límites de un territorio
[pp.79-126].
(c) el modelo del concepto, atribuido a McDowell, donde los objetos
del sentido interno son el resultado de la actualización de nuestras
capacidades conceptuales que, al ser ejercitadas, constituyen de
manera pasiva tales objetos (pp. 127-173).
A partir de las tres condiciones de adecuación antes mencionadas, Finkelstein
diagnostica las limitaciones de estos modelos. El modelo perceptivo, que denomina detectivismo, no logra satisfacer conjuntamente los requisitos de intimidad y de naturalidad, pues o bien elucida la intimidad a partir de un
mecanismo sobrenatural (tal es el caso de lo que Finkelstein denomina el “viejo” detectivismo) o bien especifica la percepción involucrada en continuidad
con la percepción externa, y si bien así satisface el requisito de naturalidad,
pierde, sin embargo, la posibilidad de elucidar la intimidad. El modelo de la
decisión, que Finkelstein denomina constitutivismo, si bien es adecuado en
cuanto a naturalidad y logra dar cuenta de la intimidad, falla al explicar el tipo de responsabilidad que tenemos respecto de nuestros estados. El problema
de este enfoque es que hace equivaler la ocurrencia del estado mental a la autoadscripción correspondiente y concibe a esta última con el modelo de las
acciones voluntarias, así confunde la responsabilidad propia de estas últimas
con la que corresponde a la ocurrencia de los estados psicológicos. Finalmente, se encuentra el modelo del sendero intermedio, que si bien si bien es adecuado en relación con los criterios (1), (2) y (3), revela sus debilidades como
teoría cuando se lo evalúa desde los desiderata que, según Finkelstein, debe
Revista de libros
223
satisfacer una elucidación filosófica del autoconocimiento. En particular, este
modelo, representado por los argumentos de McDowell, provee un concepto
de responsabilidad que supone que contamos con justificación epistémica para toda autoatribución. Sin embargo, si esto fuera así, sería imposible especificar lo que tienen en común las sensaciones humanas con la de otros
animales. Asimismo, para Finkelstein, este modelo acaba reconstruyendo
equivocadamente el modo en que se vinculan el sentir y el saber, puesto que
circunscribe exclusivamente la vida mental humana al espacio de las razones.
¿En qué consiste entonces la posición defendida por Finkelstein? Así
como Wright y McDowell basan sus concepciones de la autoridad de la primera persona en sus respectivas lecturas de Wittgenstein y en estrecha relación con el diagnóstico que hacen de la problemática del seguir una regla,
Finkelstein asume como punto de partida su propia lectura de dicha problemática wittgensteiniana, así como la posición semántica a cuya defensa dicha
lectura, en su opinión, contribuye. Según Finkelstein, la clave de la problemática reside en deshacerse de la idea de que entre una regla y su aplicación
existe una brecha que hay que ‘saltar’. Se trata de abandonar la creencia en la
necesidad de una explicación o interpretación que esté en la base de la posibilidad de seguir una regla. Si este fuese de modo generalizado el caso, se volvería imposible seguir cualquier regla, ya que la interpretación misma
demandaría ser interpretada y el regreso al infinito estaría servido. Sin embargo, esa creencia se disuelve cuando se advierte que las interpretaciones y
explicaciones sólo son necesarias en algunos casos. En general, sabemos perfectamente cómo aplicar una regla, y esto es así porque su formulación pertenece a un contexto práctico, en el cual la regla y nuestras actividades vitales
están estrechamente vinculadas, vínculo a partir del cual se tornan mutuamente
significativas. El contextualismo à la Wittgenstein, sugiere, según Finkelstein,
que comprendemos las palabras en el contexto no sólo de otras palabras y oraciones sino de las actividades vitales con las cuales esas palabras están entretejidas. Vida corporal y vida mental no pueden escindirse: una da sentido,
contextualiza, a la otra.
De acuerdo con el modelo de la expresión, como podemos denominar a
la posición de Finkelstein, una autoadscripción es una expresión de aquello
de lo cual habla, que pertenece y adquiere su significado en el espacio de la
vida animada. Esta posición no debe, sin embargo, confundirse con ese otro
expresivismo que sugiere que las locuciones expresivas carecen de contenido
proposicional y, por consiguiente, no son verdaderas o falsas. Las autoadscripciones expresan lo que atribuyen y son a un tiempo expresivas y evaluables en cuanto a su verdad o falsedad. Es precisamente su carácter lingüístico
y conceptual lo que las distingue de los modos en los que otros animales, no
humanos, expresan sus estados internos. Finalmente, en función de esta misma distinción es posible caracterizar en qué consiste que un estado sea consciente. Lo que diferencia a un estado consciente de uno inconsciente es que,
224
Revista de libros
en el primer caso, el sujeto es capaz de atribuirse el estado expresándolo en
una autoadscripción.
Sin embargo, cuando se intenta especificar algunas de las tesis del expresivismo de Finkelstein surgen diferentes dificultades. A continuación comentaremos cuatro de ellas, que conciernen a (1) el contextualismo de las
autoadscripciones, (2) el carácter conceptual de las expresiones, (3) el valor de
verdad de las expresiones y (4) la comprensión de la condición de transparencia.
(1) La elucidación de Finkelstein de las autoadscripciones no permite especificar ningún papel que estas desempeñen por oposición a otros ítems lingüísticos o no lingüísticos y que las haga especialmente eficaces en su capacidad
de expresión de nuestros estados mentales. De acuerdo con la concepción del
significado que Finkelstein atribuye a Wittgenstein, lo que hace expresivos a
una oración o conjunto de términos es el contexto, es decir, el modo en que
funcionan junto con otros y en el marco de actividades de distinto tipo. Y este
contexto no parece tener límites. Por consiguiente, cualquier cosa puede, en
principio, ser expresiva de un estado interno: la novena Sinfonía de Beethoven puede expresar mi alegría, el poema de mi amigo expresar mi angustia.
El juicio de Juan de que llueve, por ejemplo, dadas ciertas circunstancias,
puede expresar mi creencia de que así es. De acuerdo con esta concepción
contextualista à la Wittgenstein del significado, no hay nada especial en la
autoadscripción como ítem lingüístico que la haga necesaria para cumplir una
función expresiva de estados mentales. Por otra parte, tampoco la autoadscripción como acto lingüístico es suficiente para expresar un estado mental.
Hay autoadscripciones no expresivas. Una autoadscripción en boca de un actor en el teatro no expresa el estado mental del actor; tampoco una que es insincera, las mentiras no expresan los estados que atribuyen, al menos que
sean interpretadas en clave convencionalista o constitutivista, posición que
Finkelstein rechaza. Así, si la expresividad es contextual y no intrínseca y si,
dado el contexto adecuado, las divisas expresivas pueden ser de muy variado
tipo, parece que no hemos dicho nada muy informativo acerca de las autoadscripciones, algo que nos permita entender en qué consiste su específica
autoridad preteórica, i.e. el hecho de que puedan considerarse prima facie
verdaderas. ¿Cuál sería, pues, la diferencia que hace peculiares las autoadscripciones? El modelo presupone que la autoadscripción tiene una capacidad
especial de contextualización, pero no lo explica.
(2) ¿Cómo podemos entender no ya lo que tienen en común las expresiones
faciales (como sonrisas y muecas de dolor) y nuestras autoadscripciones -i.e.
su capacidad expresiva de estados mentales-, sino eso en que se distinguen?
En particular, cabe preguntar cómo es que el dolor puede ser no sólo expresado en una mueca sino autoatribuído en un juicio, donde hacer esto es hacer
algo distinto de meramente expresar el dolor. Este parece ser el punto central
Revista de libros
225
que un modelo como el de McDowell busca elucidar. Se trata no sólo de
mostrar, como lo hace Finkelstein, que algo conceptualmente articulado pertenece al ámbito de lo expresivo, sino, y más crucialmente, cómo es que lo
expresivo es, al mismo tiempo, conceptualmente articulable. En la propuesta
de Finkelstein, esto parece un presupuesto de una clase especial: de esa que,
ante los ojos de McDowell, parece conducir al mito de lo dado. Aunque no
necesitemos justificación epistémica para autoatribuirnos estados mentales –y
Finkelstein sostiene que es ese el punto de Wittgenstein respecto del mito de
lo dado (suponer que todo deba ser dado epistémicamente por observación o
inferencia sería ser víctimas del mito)–, sí necesitamos entender en qué sentido lo que es para los animales no lingüísticos un mero sentir, para nosotros,
por el contrario, es pasible de una articulación conceptual, es decir, cuenta
como saber. Es precisamente este rasgo el que hace posible que nuestras expresiones sean capaces de justificar otros juicios.
Finkelstein señala que nos diferenciamos de los animales por nuestra
capacidad de autoadscribirnos los estados internos y esta capacidad es específicamente lingüística. Pero el hecho de caracterizar la autoadscripción como
expresiva no parece capturar correctamente la diferencia. En efecto, si el significado lingüístico debe entenderse como sugiere Finkelstein, a partir de
asociaciones contextuales, al igual que un grito, la mera apelación al carácter
lingüístico de la autoadscripción no constituye ninguna diferencia.
(3) ¿Cómo se compatibilizan los dos rasgos centrales que Finkelstein atribuye
a las autoadscripciones de estados mentales: que sean expresiones y que sean
aserciones conceptualmente articuladas y portadoras de valores de verdad?
Finkelstein señala que lo que vuelve a una cadena lingüística una expresión
es que hace manifiesto lo que adscribe. Expresar cuenta, pues, como el criterio
de inteligibilidad de las expresiones. Una sonrisa es, dado el contexto, inteligible o ininteligible. Cuando la sonrisa tiene lugar en contextos apropiados ( frente a un chiste, como respuesta a un elogio, etc.), hace manifiesta la alegría, la
picardía, etcétera. Alternativamente resulta ininteligible, si, por ejemplo, está
asociada con actitudes constantes de tristeza, malhumor, etcétera. En estos
casos no contaría como una sonrisa sino como una mueca de otro tipo, una
reacción física automática por ejemplo, y no la tomaríamos como expresando
nada. Pero si la autoadscripción es, además de una expresión, un juicio, entonces surge la pregunta por cuál es el criterio para su verdad.
La inteligibilidad parece contar al tiempo como criterio para la verdad
del juicio puesto que resulta difícil dotar de sentido a la idea de que una autoadscripción es expresiva pero al mismo tiempo falsa. En efecto, una sonrisa
dado el contexto es inteligible o ininteligible; en el caso en que resulta inteligible como sonrisa manifiesta el estado correspondiente y, en el caso en que
no lo manifieste, es ininteligible. Sin embargo, ello torna problemática la
afirmación finkelsteiniana según la cual una autoadscripción debe ser evalua-
226
Revista de libros
ble como verdadera o falsa. Efectivamente, el criterio de su inteligibilidad parece residir en que sea expresiva, donde por esto se entiende que, dado el
contexto, manifieste aquello que adscribe. Pero ¿puede ser la autoadscripción
inteligible y al mismo tiempo falsa? La dificultad reside en entender cómo es
posible que una sonrisa pueda ser significativa al modo en que lo son nuestros
juicios, es decir, cómo puede referirse al estado sin ser ella misma verdadera (lo
que podríamos llamar una sonrisa falsa o simulada). Ello requiere, como es
evidente, distinguir entre criterio de inteligibilidad y el criterio de verdad.
Un modo en que podría entenderse tal distinción es concibiendo la relación entre la autoadscripción y el estado que expresa como definicional, i.e.
como una regla según la cual quien se autoadscribe un estado mental cuenta
como teniendo el estado en cuestión, para una comunidad relevante y en un
contexto dado. La autoatribución sería falsa si fallan algunas condiciones
habilitantes. Pero si esto es así, estamos ante una variante del modelo de la
decisión o constitutivista, para el cual la autodeclaración es suficiente para
contar como teniendo el estado. Sin embargo, aunque esta parece ser una alternativa plausible para entender la relación entre expresión y juicio, es incompatible con la propuesta de Finkelstein, quien niega explícitamente que la
autoadscripción sea suficiente para determinar la ocurrencia del estado mental que adscribe. Aunque es posible cuestionar la manera en que Finkelstein
reconstruye la posición constitutivista, así como las críticas que a estas posiciones dirige, pareciera que hay una objeción de fondo a este tipo de posición, que apunta precisamente al modo en que la misma desdibuja la
responsabilidad frente a nuestros estados mentales y autoadscripciones, y con
ello distorsiona el tipo de autoridad que tenemos en relación a estas últimas.
Es posible, alternativamente, comprender el criterio de verdad para las
autoadscripciones en términos de aquello a lo que se refieren, i.e. los estados
en cuestión. Eso supone que aquello de lo que hablan las autoadscripciones
tiene que ser identificable con independencia de la emisión del juicio en un
contexto dado, de modo que, emitido el juicio, la ocurrencia del estado pueda
ser criterio de su verdad. Sin embargo, dado que la autoadscripción es expresión, el hecho que la hace verdadera depende o se identifica a partir de su expresión (incluso desde el punto de vista de la primera persona, como
“expresión en el pensamiento”). Así, lo que hace verdadera la autoadscripción no es algo independiente de su expresión, con lo que no puede ser el criterio de verdad del juicio, ya que, para poder ser identificado, requeriría que el
juicio sea verdadero. Aquí no tiene sentido la idea de que el juicio pueda ser
falso y por tanto la idea misma de que se trata de un juicio parece ponerse en
cuestión.
Así, la propia posición de Finkelstein fracasaría tanto en ofrecer un criterio de verdad para las autoadscripciones que sea compatible con el desiderátum de que estas sean genuinos juicios verdaderos o falsos como en hacer
inteligible el tipo de autoridad y de responsabilidad que tenemos cuando emi-
Revista de libros
227
timos juicios de este tipo. La pregunta podría plantearse en términos de qué
hace correcta una autoadscripción. Recordemos que Wittgenstein, en su paradoja del seguimiento de reglas, hace hincapié en el hecho de que si no
hubiera distinción entre correcto e incorrecto, si cualquier cosa que hiciera
fuera compatible con la regla, no habría contenido alguno, no habría nada en
lo que consistiría seguir la regla en lugar de contravenirla. ¿Cuál es, entonces,
en el caso que nos ocupa, el criterio por medio del cual es posible establecer
si una autoadscripción es correcta o incorrecta?¿En qué sentido podríamos
ser responsables cuando nos autoadscribimos un estado mental? La propuesta
de Finkelstein no parece estar en condiciones de responder a estas preguntas
adecuadamente.
(4) En el núcleo de las investigaciones recientes sobre la autoridad de la
primera persona y el autoconocimiento se encuentra el fenómeno de la transparencia, a saber, que el punto de vista que tiene una persona sobre su vida
mental es transparente a su propio punto de vista sobre el mundo. Si alguien
le preguntara a Luis si cree que el mar está revuelto, Luis no necesitaría, para
responderle, buscar entre sus creencias qué es lo que cree sobre el estado del
mar; por el contrario, Luis dirigiría su atención hacia el mundo, cotejaría el
estado del mar y respondería sin más si está o no revuelto. Luis declara qué
es lo que cree (cuál es su creencia) deliberando acerca de lo que es efectivamente el caso (i.e sobre el mundo). Como ha señalado Evans (1982), las respuestas a preguntas sobre nuestros contenidos mentales están correlacionadas
sistemáticamente con respuestas sobre el mundo. Por consiguiente, para conocer el contenido de nuestros estados mentales deberíamos atender al mundo y no dirigir nuestra mirada hacia algo psicológico e interno. Quienes
estiman que el fenómeno de la transparencia es una clave de entrada a la
comprensión filosófica de la autoridad de la primera persona y al conocimiento de nuestras autoadscripciones psicológicas, suponen que si se logra o
no esa comprensión depende en gran parte de la correcta elucidación de ese fenómeno.
Finkelstein reúne bajo la etiqueta de “los muy impresionados por la
transparencia” a quienes comparten esta estimación; por el contrario, quienes
no la comparten pertenecen al grupo de “los que están poco impresionados por
el fenómeno de la transparencia”. Finkelstein dedica el epílogo de su libro a
examinar la posición de Richard Moran, la cual, según él, está equivocada porque sostiene erróneamente que: (a) nuestra capacidad para autoconocernos se
vuelve inteligible entendiendo acabadamente el fenómeno de la transparencia y
(b) el autoconocimiento de todos nuestros estados y procesos psicológicos no
podría explicarse de la misma manera, i.e. no habría un tratamiento filosófico
unificado, sino que habría posibles rutas epistémicas diferentes para explicar,
por un lado, las autoadscripciones en primera persona de experiencias sensoriales y perceptuales y, por otro, las autoadscripciones de actitudes proposciona-
228
Revista de libros
les. Finkelstein cree que Moran está equivocado porque considera no sólo que
la transparencia no es una via regia para elucidar nuestra capacidad para autoconocernos con autoridad, sino que, además, es posible un tratamiento unificado de todas nuestras adscripciones psicológicas. Puesto que hay, según
Finkelstein, autoadscripciones de estados psicológicos con contenido proposicional que comportan autoridad de primera persona y que no satisfacen la
condición de transparencia, no podemos volver inteligible nuestra capacidad
para autoconocernos a través de la transparencia. Por consiguiente, quienes
hubiesen intuído junto con Moran que sí, esto es, que el análisis del fenómeno de la transparencia ofrece una explicación coherente e interesante sobre el
autoconocimiento de las propias actitudes proposicionales, se habrían sencillamente equivocado. La posición de Finkelstein nos advierte, en consecuencia, que no deberíamos estar muy impresionados por la transparencia. Por
otro lado, su enfoque expresivista pretende ser, precisamente, un enfoque filosófico en condiciones de ofrecer una explicación unificada, fuerte en intimidad, naturalidad y responsabilidad, sobre todas nuestras autoadscripciones
psicológicas. Para Finkelstein, aunque no lo asuma explícitamente y no argumente a su favor, una explicación filosófica atractiva de la autoridad de la
primera persona es una explicación unificada, una explicación que asume una
misma metodología para dar cuenta de todas nuestras adscripciones psicológicas en primera persona y que parte de unos presupuestos que se aplican uniformemente a todos los estados psicológicos aunque pertenezcan a clases
diferentes -se trata, claro está, de posicionamientos filosóficamente disputables.
Si bien podríamos acordar con Finkelstein en que “no es nada fácil
mostrar por qué deberíamos estar ‘muy impresionados’ por la transparencia”
[p. 355], señalaríamos, al mismo tiempo, que tampoco es nada fácil mostrar
por qué no deberíamos estarlo. La razón de esto último es que los contraejemplos y el tratamiento que Finkelstein hace de ellos para mostrarnos por
qué conviene estar poco o nada impresionados por la transparencia son, para
nosotros, poco aleccionadores. Entre otros, Finkelstein trata dos clases de
ejemplos. Por una parte, casos en los cuales hablamos con autoridad de
primera persona sobre nuestros estados mentales aun cuando no podamos
declararlos; por otra parte, casos donde la actitud que declaramos no es aparentemente una que hayamos formado deliberando sobre lo que es de hecho el
caso.
Consideremos un caso de la primera clase de ejemplos. Imaginemos
que alguien me pregunta si temo a los perros y respondo que sí, que los temo;
sin embargo, si considero deliberativamente, mirando el mundo, si los perros
son algo temible, me respondo que no, que no lo son, puesto que no tengo razones para temerlos. Al decir que los temo estoy expresando un temor que no
está en línea con mis razones; expreso, entonces, un temor irracional. ¿En
qué sentido es éste un contrajemplo para el fenómeno de la transparencia? Lo
es, según Finkelstein, porque yo estaría declarando con autoridad de primera
Revista de libros
229
persona un temor irracional, esto es, un estado psicológico que no es transparente a las razones que tengo para sostenerlo justificadamente. Sin embargo,
para quien está impresionado por la transparencia, mi afirmación “temo a los
perros” no contaría como una declaración con autoridad de primera persona,
puesto que no expresaría mi actitud frente a los perros cuando considero deliberativamente si son o no temibles, sino más bien una disposición psicológica
que advierto en mí con independencia del resultado de mi deliberación. Desde un punto de vista muy impresionado por la transparencia, esa emisión expresaría algo que he descubierto en mí, que le temo a los perros a pesar de
que no son temibles. Si expresa algo que descubro en mí, de espaldas a mi
deliberación sobre si los perros son o no temibles, expresa algo de lo que soy
su portador y, en este sentido, algo sobre lo que tengo un conocimiento del
que resulta difícil predicar que es inmediato, en el sentido de independiente
de cualquier evidencia o inferencia; por el contrario, mi emisión de que temo
a los perros recoge un hecho que de alguna manera estaba fuera de mi alcance, en el sentido en que es un hecho que no deviene inmediatamente consciente; digo que los temo porque me he dado cuenta observando que cruzo de
vereda cuando los veo, que mi corazón palpita si me encuentro frente a frente
con uno de ellos, etcétera. En cambio, cuando temo algo que tengo razones
para temer puesto que lo considero temible, que temo algo y que sé que temo
no son dos estados mentales diferentes, sino dos aspectos de un mismo estado, i.e. el estado de temer a sabiendas algo. En definitiva, esto es lo que me
permite realizar un juicio donde expreso mi temor a los perros y también un
juicio donde expreso las razones que tengo para temer lo que temo – algo que
no ocurre en el caso de un temor irracional, el cual se encuentra aislado en mi
economía cognitiva por su desconexión con mis razones para temer. Y al estar aislado no puede volverse inmediatamente consciente. Por tanto, para
quien está muy impresionado por la transparencia, no podría expresar con autoridad de primera persona, i.e. sin recurrir a observación o evidencia, un temor que no estuviese en línea con sus razones. Claro está, esto no significa
que no tengamos temores irracionales, sino que no tenemos autoridad de primera persona sobre ellos, no los conocemos de manera inmediata o no se
vuelven inmediatamente conscientes – pace Finkelstein.
Consideremos ahora el caso de Max [p. 374], quien delibera acerca de
qué pedir en un restaurante y, a partir de seguir consejos médicos y preferencias, llega a la conclusión de que debería pedir o ensalada niçose o fletán.
Ante la pregunta de su esposa de qué habrá de pedir, él responde: “Ensalada
niçose”. Y si ella le repreguntase: “¿Por qué no fletán?” Max respondería:
“Porque me apetece la ensalda niçose”. Para Finkelstein este es un caso de
acuerdo con el cual Max debería declarar con autoridad de primera persona
“que tiene intención de pedir ensalada niçose o fletán, pero no debería ser capaz de decir con autoridad de primera persona cuál de las dos cosas tiene intención de pedir” [p. 375]. Resulta difícil entender por qué Finkelstein no
230
Revista de libros
puede considerar que la proferencia de Max, “pediré ensalada niçose porque
me apetece” es una declaración de su intención. Nuestra impresión es que no
está en condiciones de considerar esa proferencia como un caso de declaración porque es problemática tanto la noción de deliberación, así como de razón práctica que tiene en mente en este ejemplo. Respecto de la deliberación,
Finkelstein pareciera considerar que puede cerrarse en una alternativa sin resolución, pero si este fuese el caso, resultaría difícil denominar deliberación a
eso que Max ha llevado a cabo. Por otro lado, si imaginamos que Max acaba
inclinándose frente a la ensalada niçose porque le apetece, resulta difícil no
tratar a su deseo como una razón práctica, después de todo suscribe su deseo
inclinándose por la ensalada niçose y puede mencionar perfectamente su suscripción de ese deseo como una razón para su elección. La ensalada niçose
es, en ese momento en que Max delibera acerca de lo apetecible de las cosas
que puede comer, más apetecible que el fletán y esa es precisamente su razón
práctica para cerrar la deliberación, pedir la ensalada y responder: “porque
me apetece”. Mirarlo de otro modo podría conducir a desfigurar la noción de
lo que es una razón práctica. Y si Finkelstein quisiera hacerlo, entonces debería decirnos cuál es su idea sobre las razones prácticas. En definitiva, no está
nada claro que este no sea un caso, como Finkelstein pretende, donde se declara una intención formada deliberativamente.
En resumen, la estrategia de Finkelstein consiste en elucidar el peculiar
tipo de autoridad que caracteriza la relación de la primera persona con sus
propios estados psicológicos a partir de la distinción entre creencias que requieren justificación epistémica, sea observacional o inferencial (que denomina reportes) y aquellas que no la requieren (las expresiones). Sin embargo,
destacar el hecho de que ‘expresión’ es una categoría semántica y no epistémica, mientras que ‘reporte’ –tal como es definido– es una categoría epistémica, permite ver que una cuestión es el carácter expresivo de una oración y
otra el problema de en qué consiste su justificación epistémica. Finkelstein,
sin embargo, parece hacer caso omiso de la relevancia de la cuestión epistémica a la hora de entender en qué consiste nuestra habilidad de autoadscripción. En cierta forma se vuelve indiferente al asunto de si una persona que
declara su estado mental conoce que está en ese estado mental que declara.
No obstante, dadas las dificultades señaladas, parece que entender cómo somos capaces de algún tipo de logro epistémico respecto de nuestros estados,
por una parte, y entender cómo las autoadscripciones se distinguen de las expresiones de las criaturas no conceptuales, por otra, tiene mayoritariamente
que ver en los dos casos con comprender el carácter epistémico de las autoadscripciones. Quizás esta sea, contra Finkelstein, la moraleja de la paradoja
wittgensteiniana de las reglas: si no hemos podido mostrar respecto de una
regla que existe una distinción entre correcto o incorrecto, o en relación a un
Revista de libros
231
juicio en qué consiste que pueda ser correcto, tampoco hemos mostrado que
haya sido expresado contenido alguno.
Hallamos, pues, en este libro un excelente mapa de las posiciones teóricas que el pensamiento wittgensteiniano permite explicitar en relación con el
autoconocimiento; hallamos también una interesante caracterización en términos de condiciones de inteligibilidad de divisas expresivas humanas y no
humanas. Sin embargo, parece quedar aún pendiente la tarea de mostrar cómo es que tales divisas expresivas están en condiciones de expresar algo que
pudiéramos llamar genuinamente conocimiento.
Un párrafo aparte merece el logrado trabajo de traducción. El texto fluye y se muestra vivo a los ojos del lector, la traducción es precisa, cuidada y
con importantes hallazgos idiomáticos en nuestra lengua para expresiones en
inglés, cuyas traducciones habituales en uso no eran del todo felices.
Diego Lawler (CONICET-SADAF)
Güemes 3513, 3 piso
(1425) Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina
E-mail:
[email protected]
Glenda Satne (CONICET-UBA)
Pedro del Castillo 824
(1414) Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina
E-mail:
[email protected]
Historia cultural del dolor, de JAVIER MOSCOSO, MADRID: TAURUS, 2011,
383 páginas.
Cuando en el año 2009 la revista Isis dedicaba un número especial dedicado a la economía emocional de la ciencia, se estaba señalando un punto
de inflexión en los estudios culturales que pasaban de centrarse en el análisis
de virtudes epistémicas como la objetividad para examinar los modos históricos en los que la subjetividad había contribuido a constituir la experiencia
comprendida no sólo como un modo de conocimiento científico, sino como
un modo de conferir un significado a la vivencia en el que se daba cabida a
las emociones [White (2009), pp. 792-797]. Esta nueva manera de hacer historia, que ha sido denominada en algunas ocasiones como historia interior y,
en otras, historia de las emociones, pretende desarrollar una visión crítica
frente a las explicaciones ofrecidas por la neurociencia y la psicología evolutiva con el objetivo de mostrar cómo nuestros sentimientos, pasiones y afectos, así como las diferentes maneras de expresarlos, no están exclusivamente
determinados por la psicología profunda o la biología sino que se trata de
“construcciones históricas contingentes”, entre las que se incluye nuestra creencia contemporánea “en el poder de ciertas entidades invisibles e involuntarias a las que llamamos emociones”. De ahí que este programa de investigación
requiera llevar a cabo un esfuerzo imaginativo suplementario ya que, al inten-