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Martin Heidegger

Martin Heidegger - Caminos de conversación Traducción de Juan Manuel Silva Camarena en Revista de Filosofía, Universidad Iberoamericana. XIX, 56, mayo/agosto (1986) 333-339. Constantemente ve uno a personas que se sorprenden de que los pueblos vecinos formados por franceses y alemanes se hayan entendido tan mal a pesar de que ellos han contribuido de una manera absolutamente esencial a la configuración histórica y espiritual de Occidente. También muy frecuentemente se ve a personas convencidas de que un "acuerdo" es algo que ha llegado a ser imposible y que ya es bastante bueno en sí mismo el tratar de evitar un completo desacuerdo. Pero, ¿acaso la sorpresa de unos y la convicción de los otros no se afirma con tanta obstinación porque se ha llegado a entender muy poco el único sentido que puede y debe dársele aquí a la palabra "acuerdo"? La verdadera comprensión mutua entre los pueblos no puede comenzar y cumplirse sino por medio de una meditación conducida recíprocamente en el seno de un diálogo de creadores acerca de la herencia y la tarea que les han sido otorgadas por la historia. En esa meditación los pueblos se vinculan con aquello que les es propio y se sujetan a ello con una lucidez y una resolución crecientes. que le ha sido asignada y por la cual se compenetra de su misión histórica, y todo él se supera: de este modo y solamente de este modo accede a sí mismo. En la hora actual la misión de estos pueblos occidentales artífices de lo histórico consiste, en lo esencial, en salvar a Occidente. Aquí salvar no quiere decir simplemente conservar lo que existe todavía; más bien significa originariamente una justificación innovadora de su propia historia transcurrida y por transcurrir. Por eso la comprensión mutua de los pueblos vecinos de aquello que ellos tienen de más propio implica el saber apropiarse de la necesidad de esa salvación como tarea propia de cada uno de ellos. El saber de esa necesidad surge, sobre todo, de la experiencia del peligro que nace de la amenaza que atenta contra Occidente en lo más profundo de él mismo, y de la fuerza capaz de elaborar un proyecto que transfigure las posibilidades más altas del ser-ahí occidental. Pero de la misma manera que la amenaza padecida por Occidente representa el peligro de conducir hacia un desenraizamiento completo y un caos general, hacen falta, en el sentido contrario, las decisiones radicales que guíen esa voluntad de renovación completa. El acuerdo, en su sentido auténtico, es, a partir de una necesidad recíproca, la valentía soberana de reconocer eso que el otro tiene de propio. Un acuerdo (una alianza), históricamente creadora no es jamás un sentimiento de debilidad propia, sino algo que supone, muy por el contrario, el verdadero orgullo de los pueblos. El orgullo, que es fundamentalmente diferente a la vanidad, es la resolución madurada de mantenerse en su propio rango esencial que procede de la tarea que se le ha fijado. Pero la mayor parte del tiempo no conocemos el acuerdo sino en su sentido inauténtico. Lo abordamos con sospechas y en los esfuerzos que hacemos para mantenerlo encontramos muchas decepciones. Esto no sucede por azar. Pues el acuerdo inauténtico no termina sino en un acuerdo provisional. Es un arreglo oportunista que se hace para equilibrar ambiciones y realizaciones del momento. Esa comprensión recíproca no es, entonces, sino un que está llena de reservas formuladas explícita e implícitamente. Una alianza de este tipo puede ser inevitable en ciertas condiciones. Es absolutamente útil. Pero a ella le falta la fuerza histórica y creadora de la verdadera comprensión que transforma a su turno a aquellos que son su objeto de este modo a la aproximación de lo que ellos tienen de más propio y que es también siempre aquello que en ellos es lo más cierto y está más oculto. La verdadera comprensión es, por lo tanto, lo contrario de un abandono de la originalidad. Y lo contrario de una familiaridad vulgar. La comprensión auténtica tiene además eso que jamás se deja seducir por el cálculo de éxitos inmediatos y resultados definitivos. La comprensión auténtica no produce esa quietud que no tarda en degenerar en una indiferencia recíproca, más bien es en sí misma la inquietud del recíproco volver a poner en cuestión a partir de la preocupación que los pueblos tienen por las tareas históricas comunes. Una comprensión semejante debe manifestarse en todos los dominios de la actividad de los pueblos por medios diversos y en un rimo diferente. Engloba el conocimiento y la apreciación de la existencia cotidiana, simple, de los pueblos, lo mismo que la aprehensión y la comprensión de sus actitudes y tonalidades anímicas fundamentales, insondables y muy frecuentemente algo completamente imposible de formular directamente. Estas adquieren su forma de referencia y su fuerza fascinante en la gran literatura, en las artes plásticas y en el pensamiento esencial de un pueblo, es decir, en la filosofía. Pero parecería que la comprensión auténtica estaría expuesta, y precisamente en esos dominios, a una vacilación que bien podría paralizar de golpe toda tentativa de comprenderse bien. La comprensión es, en ese dominio, "prácticamente" inútil. La meditación recíproca, por ejemplo, acerca de los fundamentos filosóficos propios de cada uno queda ¾suponiendo incluso que pueda lograrse¾ como algo muy marginal y como asunto de una minoría. Este juicio muy corriente descansa sobre una representación insuficiente de la esencia de la comprensión, y también sobre una representación errónea, aunque muy propagada, de la esencia de la filosofía. Una característica de la opinión ordinaria y del pensamiento "práctico" es que ambos están equivocados por lo que refiere a la estimación que hacen de la filosofía y esto en el doble sentido de una sobre y una subestimación. Se sobre-estima a la filosofía cuando se espera de su pensamiento efectos inmediatamente útiles. A ella se le subestima en la medida en que se está contento con volver a encontrar en sus conceptos, bajo una forma abstracta (reductora y charlatana), lo que el manejo empírico de las cosas permite aprehender con certeza. Ahora bien, el saber filosófico auténtico es siempre una casa distinta al mero eco cojo de representaciones tan generales como posibles sobre el ente que, por otra parte, se le conoce ya; es, por el contrario, un saber anticipador de esa esencia de las cosas que no cesa de ocultarse, saber que abre nuevos campos y nuevas perspectivas para la investigación. Y esa es precisamente la razón por la cual está imposibilitado para ofrecer ese saber inmediatamente utilizable. El no obra jamás sino mediatamente, es decir, la meditación filosófica abre nuevas vías y fija los criterios nuevos para todo comportamiento y para toda decisión. De esta manera la filosofía en su función anticipadora y cerrada a toda cacería de utilidades rige la compostura y la avanzada del ser-ahí histórico del hombre. La filosofía es el saber inmediatamente inútil, y, sin embargo, soberano, de la esencia de las cosas. La esencia del ente sigue siendo siempre lo más digno de ser puesto en cuestión. Y en la medida en que la filosofía no hace sino esforzarse sin descanso en su cuestionamiento para ofrecer una apreciación de aquello que es lo más digno de ser interrogado, y aparentemente no produce jamás "resultados", no cesa de desconcertar al pensamiento cuyo eje es el cálculo y la utilidad. Y puesto que las ciencias van cada vez más, y según parece irreversiblemente, hacia la "tecnificación" y la "organización" (cf. por ejemplo, la naturaleza y el papel de los congresos internacionales) hasta el extremo de una ruta que se les ha tratado desde hace mucho tiempo, y ya que, por otra parte, las ciencias son, según la opinión común, las primeras y las únicas que poseen y representan el saber, precisamente en las ciencias y por ellas se manifiesta la más grande desconfianza ante la mirada de la filosofía y que al mismo tiempo se da la prueba llamada convincente de su superfluidad. Si se llevara a cabo una auténtica comprensión de las posiciones filosóficas fundamentales, si la fuerza y la voluntad de lograrlo se despertara en ambos países, entonces el saber se elevaría a una altura y a una claridad nuevas. Eso que se prepara es una transformación de los pueblos, por más que en la partida y luego frecuentemente durante un largo tiempo sea algo invisible. En efecto, hay que indicar brevemente que se abren aquí posibilidades que todavía no han sido vistas. Los dos dominios del ente que dominan el uno sobre el otro y que están imbricados recíprocamente son la naturaleza y la historia. El hombre mismo es, a la vez, el lugar y el guardián, el testigo y el que da forma al antagonismo de esos dominios. La ciencia moderna de la naturaleza, sobre todo la maestría técnica y la explotación de la naturaleza, están sostenidas esencialmente por el pensamiento matemático. A un pensador francés, Descartes, se le debe el haber puesto las bases decisivas del fundamento y del modelo de un saber matemático en el sentido principal del término. Y uno de los más alemanes de los pensadores alemanes, Leibniz, es guiado continuamente en su meditación por una conversación1 con Descartes. La meditación sobre la esencia de la naturaleza, tanto la naturaleza animada como la inanimada, inaugurada de modo preponderante por esos dos pensadores es hoy algo que por no estar consumada en modo alguno debe ser recuperada en primer lugar sobre el fondo de un cuestionamiento más originario. Solamente sobre ese camino conseguiremos los medios para concebir la esencia metafísica de la técnica, y entonces solamente, del llevar a efecto, que no es sino una forma de la organización del ente en una de sus configuraciones posibles. Ahora bien, el cuestionamiento fundamental acerca de la naturaleza y sobre el carácter de verdad de la ciencia de la naturaleza implica una conversación con el comienzo de la filosofía francesa moderna. Pero, por otro lado, por primera vez en la historia de Occidente, gracias a los escritores y pensadores de la época del idealismo alemán ha sido inaugurado un saber metafísico de la esencia de la historia. ¿Todavía puede uno sorprenderse de que desde hace años los autores franceses recientes, que se han dado cuenta de la necesidad de liberarse del marco de la filosofía cartesiana, se han esforzado por comprender a Hegel, a Schelling, a Holderlin? Para desconocer el carácter indispensable de esa mediación recíproca sobre la esencia de la naturaleza y de la historia hace falta ser como esa gente que es incapaz de ponderar la singularidad del instante histórico en el cual ha entrado Occidente. Por lo demás, se desconocería totalmente el tipo de meditación que les toca a los pueblos en una comprensión filosófica auténtica si se quisiera contentarse con constataciones o definiciones superficiales de las cualidades del pensamiento francés en relación con el alemán, o incluso si se deseara emprender una aproximación por esos rodeos. Semejante procedimiento no sería en todo caso sino una manera de evitar las cuestiones esenciales concernientes a los elementos que reclaman una decisión, y sobre todo, un modo de eludir la tarea más difícil, es decir, la de la preparación de un dominio de decidibilidad o de no decidibilidad de las cuestiones. Pero no hay que esperar ya que se pueda, a la manera de intercambios de resultados científicos, pedir prestados los unos a los otros las interrogaciones filosóficas y los conceptos fundamentales y completarlos consecuentemente. La comprensión es aquí también, y aquí en primer lugar, el combate de la recíproca puesta en cuestión. Sólo la conversación coloca a cada uno en su dominio más propio, si no obstante se llega con esfuerzo a comenzar y a sostener esa conversación con la mirada puesta en ese desenraizamiento que amenaza a Occidente y que para ser superado requiere del compromiso de cada uno de los pueblos creadores. La forma fundamental de la conversación es la del diálogo efectivo entre los creadores mismos en un encuentro entre vecinos. Sólo un trabajo de escritura que se enraíza en semejante conversación puede estar seguro de desarrollar la comprensión y tender a conferirle permanencia. Cuando meditamos sobre la grandeza posible y los criterios de la cultura occidental pensamos inmediatamente en el mundo histórico de la aurora griega. Pero también rápidamente olvidamos que los griegos no llegaron a ser eso que ellos son para siempre mediante un aislamiento en su espacio. Solamente por la conversación más encendida pero también más creadora con el mundo que para ellos era lo que había de más extraño y más difícil, el mundo asiático, ese pueblo se elevó sobre la corta vía de su grandeza y su singularidad histórica. Si volvemos a colocar al ser-ahí histórico de los dos pueblos vecinos en el círculo de estas meditaciones que tienden hacia una renovación de la textura fundamental del ser occidental, el espacio vital propiamente dicho de su vecindad se abre en su más amplia extensión. Si los pueblos quieren penetrar en él, lo que quiere decir: si ellos quieren darle forma de creencia, es necesario que tengan una visión clara, en el fondo de ellos mismos, de las condiciones fundamentales de una auténtica comprensión. Estas condiciones son dos: la voluntad perseverante de escuchar al otro y la valentía contenida de determinarse a sí mismo, las cuales no se dejan engañar ni debilitar por los resultados pasajeros de una comprensión inauténtica. Aquella hace que los interlocutores que se comprenden estén seguros de sí mismos, y por tanto, abiertos hacia el otro.