Sobre las formas de lectura en el mundo digital1
José Luis González Quirós
Instituto de Filosofía, CSIC, Madrid
[email protected]
Del mismo modo que hay dos formas distintas de viajar hay, fundamentalmente, dos
formas distintas de leer. Podemos viajar por puro placer, desde el grato paseo al
atardecer hasta dar la vuelta al mundo por el gusto de darla. Pero también podemos
viajar porque necesitemos hacerlo, desde salir a tomar un refresco hasta pasar seis
meses fuera de casa haciendo gestiones diversas mundo adelante. Ambas formas de
viajar tienen elementos comunes pero son muy distintas. La segunda no excluye el
placer ni la primera la utilidad, pero ni nadie las confunde, ni es necesario enfrentarlas
de modo maniqueo. Con la lectura pasa algo semejante. Cabe la lectura por puro placer
y cabe la lectura por necesidad, porque necesitamos saber algo. La lectura privada y por
placer es, históricamente, un producto tardío. Sabemos que la forma ordinaria de lectura
fue la lectio, la lectura en voz alta de un texto dirigida a un público interesado y atento y
que la lectura privada, eso que hoy consideramos como leer por antonomasia, era una
rareza antes de la época moderna. De hecho, podemos ver cómo la locura del Quijote
nace de una lectura que Cervantes, de algún modo, da por sentado que era excesiva, de
un descomunal consumo de un placer todavía raro, la lectura como afición y
pasatiempo.
Desde la puesta en marcha de la era digital, desde que es posible manejar textos, por
complejos que sean, a base de unos y ceros, venimos asistiendo a la puesta en marcha
de posibilidades de lectura que eran sencillamente impensables hace unas décadas.
Narraré una anécdota personal: junto con Wenceslao Castañares, he compuesto un
Diccionario de citas que ha tenido un cierto éxito. La primera edición se hizo ya con un
equipo de tratamiento de textos que ayudó mucho a indexar las decenas de miles de
citas que el libro contiene, pero la búsqueda de las citas para poder dar a los lectores sus
referencias exactas hubo de hacerse por el método tradicional, esto es comprobando
página a página en miles de libros que la referencia era correcta; cuando hicimos la
segunda edición ya existía Internet, todavía rudimentaria pero ya en pleno crecimiento.
La búsqueda de referencias y citas se facilitó muchísimo y pudimos incrementar de
modo muy notable el contenido del Diccionario con un esfuerzo menor porque si, por
ejemplo, para la primera edición no pudimos encontrar un poema de Hölderlin, para la
segunda ya pudimos disponer en la red de varias ediciones completas de su obra
pulcramente hechas y colocadas en el espacio público y gratuito de Internet por
diversas universidades alemanas.
Esta facilidad para disponer de una gran variedad de textos (obras clásicas, artículos de
prensa, conferencias, apuntes, etc.) fenómeno ha ido creciendo sin que ello haya
supuesto mayores dificultades de búsqueda gracias a la rapidez y el buen
funcionamiento de los llamados buscadores. A muchos efectos puede decirse que todo
1
Este texto ha aparecido publicado como artículo con el mismo título en El Noticiero de las Ideas, nº 28,
Madrid, Octubre-Diciembre de 2006, páginas 35-42. Aparece en esta página web con permiso expreso de
la citada revista.
1
está en la red afirmación que, aunque dista mucho de ser cierta, marca una tendencia
que es cada vez más evidente y que se colmará casi completamente en el curso de los
próximos años.
De cualquier manera, decir que todo está en la red es equivalente a haber dicho, hace
veinte años, que todo está en una buena Biblioteca, algo que tampoco era cierto en
absoluto pero señalaba la excelencia de determinadas instituciones capaces de albergar
de una manera organizada y permanentemente al día cuanto era posible leer respecto a
una serie de disciplinas o autores. Respecto a esa Biblioteca ideal e, incluso, respecto a
una red ideal de todas las bibliotecas de mundo, la red nos ofrece, ya en la actualidad,
una serie de ventajas, aunque también una serie, nada pequeña, de desventajas.
Las ventajas de la red digital respecto al conjunto de bibliotecas físicas dependen,
esencialmente, de la capacidad de búsqueda de los programas que se dedican a eso y de
la facilidad con la que, a un costo muy pequeño, pueden ponerse en la red toda clase de
documentos. La facilidad de acceso en la red consiste, en primer lugar, en que no exige
el desplazamiento físico y en que los textos son accesibles de múltiples maneras.
La segunda ventaja decisiva de la red respecto a los textos impresos consiste en que, al
menos en principio, acceder a un texto significa la posibilidad inmediata de trabajar con
él en el mismo computador que estamos utilizando. Los buscadores nos facilitan,
además, la búsqueda de muchos textos aunque no tengamos una referencia exacta de
aquello que buscamos puesto que la tecnología que utilizan les permite ofrecernos un
texto a partir de cualquier de las muchas propiedades que el texto tiene, sin que sea
necesario buscarlos a partir de un conjunto preciso y único de descriptores
especializados; es obvio que esta última cualidad tiene, a su vez, ventajas e
inconvenientes, puesto que nos facilita encontrar un texto que no tenemos bien
localizado, pero nos da por cada búsqueda un gran número de textos que seguramente
no nos interesan demasiado. El proceso de refino en la búsqueda suele hacernos llegar a
buen puerto, si es que el texto está disponible en la red, cosa que no siempre sucede.
Las desventajas de la red frente a una buena biblioteca residen, evidentemente, en el
carácter casi caótico de la red frente al reino de orden, de precisión y de pertinencia que
caracteriza a cualquier buena biblioteca. Es de suponer que en un futuro inmediato
asistiremos a la creación de bibliotecas digitales tan ordenadas como las de libros y
revistas impresas y infinitamente más poderosas y accesibles. Lo que estamos viendo
ahora es cómo dan los primeros pasos en ese sentido algunas empresas, instituciones y
universidades, pasos iniciales, a veces contradictorios y llenos de dificultades, tentativos
en cualquier caso, que si bien son necesarios y, en cierto modo, inevitables, distan
mucho de ser suficientes. Al fin y al cabo, tampoco las primeras bibliotecas de textos
sobre papel eran tan perfectas como una buena biblioteca contemporánea.
Así pues, cuando hablamos de bibliotecas en el entorno digital, nos referimos, a la vez,
a dos realidades distintas: en primer lugar, al hecho de que, a diferencia de lo que ocurre
en el entorno de los textos impresos, podemos acceder, al menos en teoría, a una gran
parte de los documentos que se han producido a lo largo de la historia. Pero, en
realidad, la expresión biblioteca digital debería reservarse para las nuevas instituciones
nacidas en ese entorno, o trasladadas a él, en las que podamos gozar de facilidades de
acceso, búsqueda y lectura sencillamente inimaginables en las bibliotecas tradicionales
debido al trabajo de orden y sistematización que hayan desarrollado esas instituciones
2
con los textos que nos interesan. Hablamos, pues, de algo que ya hay, pero también, y
sobre todo, de algo que no hay todavía, al menos de un modo plenamente satisfactorio,
porque el tipo de organización y de gestión de esas nuevas bibliotecas digitales será
necesariamente muy distinto al usual en el entorno de los textos impresos.
¿Cómo van a ser esas nuevas bibliotecas que hoy apenas existen? ¿Qué tipo de lectura
van a propiciar? Como es obvio, ni en este terreno ni en ningún otro nos es dado
predecir el futuro con un mínimo de acierto, aunque lo que podemos hacer es imaginar
cómo debiera ese futuro siempre incierto y conjeturar de qué modo podríamos irnos
acercando a un diseño ideal y universal de ese nuevo servicio.
La universalidad de las bibliotecas digitales debería imponerse como una necesidad de
primer orden y no hay duda de que así se hará. Lo contrario sería tan impensable y
absurdo como no disponer, por ejemplo, de un sistema de regulación del tráfico aéreo
coherente a escala mundial. Ahora, si seguimos la comparación con la aviación, estamos
todavía en la época de Lindberg y es lógico que predomine una diversidad un tanto
caótica, pero hay que esperar que eso sea algo que se corregirá por puro buen sentido, a
medida que maduren las tecnologías específicas y que se vayan produciendo los
correspondientes acuerdos internacionales. No estamos, por tanto, ante un simple
cambio por adición de novedades más o menos aparatosas y eficaces sino que, a pesar
de que la expresión se usa con exceso, podemos decir, en efecto, que en el ámbito de las
bibliotecas hemos de cambiar de paradigma. Como Karim Gherab Martín y yo
sugerimos en nuestro libro El templo del saber. Hacia una biblioteca digital universal,
la teoría popperiana del Mundo 3 puede proporcionarnos un andamiaje teórico para
desarrollar la nueva estructura lógica que ha de tener el sistema de referencias de las
bibliotecas digitales.
La decisión más importante que se ha de tomar en relación con las bibliotecas digitales
del futuro no depende de la tecnología, sino de la lógica y el arte con que decidamos
usar las poderosísimas herramientas que nos brinda la tecnología digital. En el entorno
digital, por otra parte, el uso ha sido un indicador bastante autorizado del desarrollo
tecnológico. Las tecnologías digitales nos dan hoy un conjunto enteramente nuevo de
posibilidades para gestionar informaciones y datos, pero tenemos que saber claramente
lo que queremos hacer con ellas.
El desarrollo del ordenador personal, en primer lugar, y, algunos años más tarde, la
disponibilidad de Internet, han sido los grandes hitos del avance tecnológico. Es muy
posible que el desarrollo de las nuevas tecnologías necesarias para aprovechar al
máximo el patrimonio documental universal signifique una tercera etapa de
consecuencias decisivas en el desarrollo cultural y tecnológico. Las tecnologías digitales
que comenzaron a desarrollarse para controlar nuevas máquinas de cálculo muy
aparatosas, dieron lugar luego, un poco como a saltos, en una auténtica explosión de
nuevas posibilidades que ninguno o casi ninguno de sus creadores acertaron a prever.
No estamos hablando del sueño de un ingeniero ambicioso, sino del de auténticos sabios
enamorados de la capacidad humana para conocer la verdad. Fuera del ámbito de las
tecnologías si ha habido quienes han pensado y deseado poseer ese increíble tesoro de la
totalidad del saber. Sin remontarnos a Lulio o a Leibniz, en los años 30 del pasado siglo
H. G. Wells llegó a sugerir, como explicamos en nuestro libro, un archivo universal y
omnicomprensivo, aunque basado en micro-films que era la mejor herramienta
3
disponible a la que Wells podía encomendar su imaginación enciclopédica. Ahora
poseemos tecnologías bastante más eficientes que el micro-film para acercarnos a ese
propósito, pero será necesario unir la capacidad del ingeniero, el sistematismo del
erudito, la astucia del investigador y la imaginación del escritor para acertar a definir
con claridad por dónde queremos ir, ya que ahora es claro que podemos encontrar miles
de cosas, pero, precisamente, por eso hay millones de encrucijadas en que podremos
perdernos, lo que tal vez no sea siempre malo y sirva para recuperar en este nuevo
contexto el placer de la lectura privada.
Aunque el avance de las tecnologías supone siempre un buen número de posibilidades,
son muchas las inercias que impiden sacar el máximo provecho de esas novedades. La
tendencia a no alterar los hábitos, reales o supuestos, de los usuarios actúa de freno
poderoso de la capacidad de muchas innovaciones porque hacemos que lo nuevo
funcione como un calco de lo viejo sin atrevernos a dar los saltos que realmente se
pueden dar. En los ordenadores, por ejemplo, tendemos a seguir alfabetizando y a
depender del viejo sistema de archivos propio de la burocracia de legajos, un trabajo
humano que la capacidad del computador hace perfectamente innecesario.
Para imaginar las posibilidades que se nos abren en el mundo de las bibliotecas o, lo que
es lo mismo, en lo que se refiere a la lectura como procedimiento de investigación,
puede ser útil considerar un caso que es bien conocido. Imaginemos que hace, por
ejemplo, treinta años, se encarga a una institución de almacenar y gestionar el conjunto
de imágenes fotográficas de nuestro planeta tomadas por satélite, de modo que pudiese
resultar fácil y rápido acceder a una determinada fotografía. Suponiendo que cada una
de las fotografías de que dispusiésemos reflejase un kilómetro cuadrado de terreno,
necesitaríamos más de 510 millones de fotografías. No es difícil imaginar las razones
por las que, hace treinta años, a nadie se le ocurrió hacer nada semejante. Pues bien,
gracias, por ejemplo, a Google, ahora es posible hacer eso con un par de clicks en
cualquier ordenador y se puede obtener, además, la fotografía con los precisos límites
que cada cual pueda querer, porque la tecnología ha cambiado y la foto A no tiene que
ser distinta por completo de la foto B, dado que las fotografías digitales no tienen que
atenerse a la ley de discontinuidad que era razonable en el soporte de papel.
Es seguro que en el mundo de la ciencia alcanzaremos pronto servicios de eficacia y
calidad similar. Será posible hacer una verdadera biblioteca universal porque así com es
imposible compartir ejemplares físicos (que inevitablemente están en un sitio y no
pueden estar en otro) es enormemente fácil compartir ejemplares digitales, de forma
que, dentro de ese casi infinito campo formado por la casi totalidad de los documentos
(de cierto tipo o de muy variados tipos, raramente será interesante hacerlo con los de
cualquier tipo) que se han escrito hasta una determinada fecha, lo que expresará el valor
específico de cada institución de gestión de esos fondos será la flexibilidad y la eficacia
de sus sistemas de catalogación, gestión, búsqueda y explotación de contenidos.
La organización de los textos digitales puede ser entendida como un caso particular de
una idea del filósofo Kart Popper: cualquier texto debe ser visto no tanto como una
descripción de un estado de cosas (aunque desde muchos puntos de vista eso es
exactamente lo que son), sino como un discurso en el que resuenan otros discursos,
como un documento que se refiere primariamente a otros documentos sin los cuales no
habría llegado a escribirse, como una trama de símbolos que forma parte de una trama
más amplia en la que cobra sentido y que le confiere un orden y una posición en el seno
4
de esa unidad superior que es la totalidad del texto que la tecnología digital nos facilita
manejar (como es obvio, también se podía manejar la totalidad física de los textos
impresos, pero con unos costes infinitamente superiores y con muchísimo menos
eficacia). Ese universo complejo es el que recorren, en realidad, quienes han escrito
cualquiera de esos libros y es el que deberían conocer, tan bien como puedan, cualquiera
de sus lectores. La consideración popperiana del único libro total o de cualquiera de
sus grandes provincias, proporciona un modelo lógico que permite una catalogación
muy distinta de la ahora habitual, una catalogación mucho más amplia, rica y útil que
debería ser la propia de una biblioteca digital.
La naturaleza de los textos digitales es muy distinta a la de los textos impresos, aunque
lo que digan sea lo mismo. Los textos impresos pueden estar cerrados o abiertos,
mientras que los textos digitales pueden estar siempre abiertos y, puesto que no
necesitan estar en un único lugar, pueden aparecer en multitud de contextos. El espacio
lógico que se crea al considerar una colección cualquiera de textos como un único texto,
por ejemplo, todos los libros de novelistas escoceses o todos los poemas de tema
amoroso escritos en una de las lenguas europeas entre 1560 y 1580 o cualquier otro
subconjunto que imagine un investigador o un lector, permite constituir a su alrededor,
podríamos decir, un universo popperiano, un conjunto objetivo de conjeturas y
refutaciones y que, además de estar estrictamente determinado por los textos mismos,
está internamente articulado por las muy variadas relaciones objetivas que cada uno de
esos textos, cada una de sus ideas, cada una de sus citas o afirmaciones, guardan entre
sí.
Los textos impresos solo pueden ser leídos por personas, mientras que en los textos
digitales los programas pueden prestarnos toda clase de ayudas a la lectura porque
pueden ser recorridos a velocidades inimaginables por buscadores, por programas que
son capaces de encontrar en esas cadenas cualquier serie definida de símbolos que
exista en la colección. No tenemos que limitarnos a referirnos a los textos digitales con
la serie limitada de descriptores clásicos de los libros impresos (tales como, títulos,
capítulos, índices, citas o notas), sino que podemos encontrarlos y penetrar en ellos
mediante infinidad de descriptores que no son rígidos sino flexibles (cadenas estrictas
de texto o términos sin relación que figuran en el texto, por ejemplo), que pueden ser tan
distintos y variados como lo requiera la ocasión y el interés del usuario y que, por ello,
pueden configurar un ámbito de búsqueda mucho más abierto a las intenciones y a las
expectativas del lector o del investigador, de manera que quien los maneje puede
moverse por dentro de los documentos con entera libertad.
Cuando un bibliotecario digital catalogue un texto no debería limitarse a enumerar una
serie de descriptores clásicos o externos, sino que podrá advertir al posible lector de un
sinnúmero de descriptores internos, además de que el lector podrá adentrarse en el texto
explotando con toda facilidad los recursos de su memoria. Sólo un erudito de primera
estaba hasta ahora en condiciones de asegurar si Cervantes usó o no una determinada
expresión, un término, si citó o no en la segunda parte del Quijote a un determinado
poeta de la antigüedad: con una edición digital de nuestro autor es esa una tarea de niños
que, si somos un tanto optimistas, hará que nadie quiera dedicarse a exhibir erudiciones
estériles como si de un trabajo serio se tratase.
Es importante hacer notar que entre esos descriptores internos se pueden crear muchos
que singularicen completamente un texto determinado, que le convengan a él y
5
solamente a él. A este tipo de descriptores, a los que deberíamos llamar
singularizadores, nos permitirán localizar un texto entre un millón de similares. Los
textos, como las personas, pueden ser muy parecidos, pero son todos distintos. Un sistema
ideal de catalogación sería aquel que subrayase precisamente lo original de un texto, lo
que evita su confusión con los documentos similares. Podemos intentar reflejar esa
singularidad porque incluso el texto más convencional tiene propiedades que solo él tiene.
La singularidad más importante de un texto no reside, sin embargo, en su unicidad
como cadena de signos, sino en su singularidad intelectual, en su valor como pieza de
conocimiento. Esta propiedad es, desde luego, mucho menos objetiva que la primera,
pero mucho más relevante desde el punto de vista del que quiere saber. Las facilidades
que nos brinda la digitalización nos van a permitir etiquetar cada texto de una manera
muy libre y variada, adjuntándole, naturalmente para que lo consulte quien quiera, una
enorme variedad de etiquetas, con nuevos descriptores popperianos que reflejen
valoraciones externas del texto provistas de firma y de las indicaciones que permitan
localizar su autoría de modo inequívoco.
Si, por ejemplo, quisiésemos reconstruir el camino que ha seguido una determinada
línea de investigación en cualquier terreno, para detectar la estructura histórica de un
determinado campo de conocimiento, el entorno digital podrá darnos indicaciones muy
precisas, precisamente porque cabrá hacer un nuevo descriptor de cada texto a cada
nueva lectura. Podríamos saber con cierta facilidad en qué textos se apoya un
documento determinado, qué fuentes se han usado, cuáles se han seguido, cuáles se han
rechazado, que ideas se han modificado en la lectura que el autor ha hecho de otros
textos etc. En una biblioteca digital, cada texto puede estar relacionado con todos
aquellos otros que el mismo autor haya escogido y, lo que es más importante, con todos
aquellos otros que los críticos, otros escritores y los simples lectores hayan tenido a
bien señalar. En resumidas cuentas, cabe aumentar de manera prácticamente ilimitada
no solo la información contenida en los textos sino también la que se refiere a ellos y la
que de ellos nace. El bibliotecario se convertirá no en un especialista sobre libros
cerrados sino en un gerente de líneas abiertas capaz de ordenar cada texto en un contexto
metatextual muy rico que nos permitirá catalogaciones mucho más precisas y ajustadas,
búsquedas ahora impensables y formas de lectura muy complejas.
Una catalogación ideal es la que organiza de manera adecuada y útil el conjunto de los
descriptores posibles, recogiendo no solo el texto mismo sino todos los rasgos que ha
dejado su lectura en aquellos que han tenido a bien objetivarlos mediante otro texto.
Singularizadores y descriptores popperianos serán esenciales para encontrar documentos
cuyos precisos datos bibliográficos no se recuerdan ya. Se cuenta que Kart Popper
siendo ya muy anciano se refirió en una conferencia a un libro que había escrito y cuyo
título no recordaba pero que trataba del pensamiento de Platón y del autoritarismo: con
esa descripción que el viejo filósofo retenía en su memoria debería ser fácil recuperar en
la futura Biblioteca universal la obra titulada The Open Society and Its Ennemies.
La escritura y la lectura han sido dos actividades muy distintas en el universo de la
imprenta, como lo fueron antes en el mundo de los rollos o en el medieval de los
códices. El texto impreso ha permitido, sin embargo, al lector curioso y erudito escribir
en los márgenes de lo que leía, subrayar, rodear el texto de determinados signos que le
facilitaran su uso posterior o su relectura. El texto digital hace posible que se cierre un
tanto la brecha que separa esas dos actividades en el mundo de los textos impresos. El
6
texto abierto puede ser, a la vez, un cuaderno, de tal modo que en el mundo digital
cualquier lectura puede dejar huella, haciendo real el ideal según el cual en libro es lo
que han leído en él sus lectores. Lo que sin duda tendrá sus inconvenientes, pues todo
los tiene, pero tendrá ventajas indiscutibles en el ámbito del estudio y de la
investigación.
El entorno digital nos va a permitir relacionar con facilidad cualquier texto con
cualesquiera otros que resulten pertinentes. Distinguiendo claramente los textos
originales de nuevas ediciones y de cualquier clase de metatextos, se podrán adjuntar a
cada texto numerosos dictámenes de lectura y numerosas pistas de interpretación del
texto. Este tipo de acotaciones supondrá la generalización y, en cierto modo, la
democratización, de las evaluaciones que determinan el valor de un texto, asunto de
enorme importancia en ciencia y que también podrá explotarse con provecho en otros
muchos terrenos.
Las ideas popperianas nos pueden ayudar a pensar en un modelo alternativo al vigente,
un modelo no fundado en espacios disjuntos (Geografia/Historia, Física/Química, etc.),
no inspirado en cajones o estantes, sino que, por el contrario, se base en una metáfora
continuista, en que los humanos llevamos miles de años enzarzados en una gran
conversación en la que, de una u otra manera, todo tiene que ver con todo. La idea de
fondo es la certeza de que todo texto refleja unas discusiones que ponen en
comunicación unas cuestiones con otras, y que configuran un espacio lógico en el que
nada está aislado y en el que las relaciones de todo tipo entre unos textos y otros pueden
establecerse o reconstruirse de manera bastante rigurosa. Los textos guardan entre sí
relaciones muy complejas, contienen memoria unos de otros: no estamos, pues, ante un
árbol claro sino ante un cerebro complejo en el que, como en el cerebro real, las
neuronas de este cerebro textual, guardan cientos de miles de relaciones con otras
neuronas que no necesitan ser del mismo tipo ni dedicarse a idéntica función.
Las tecnologías pueden facilitar el manejo de ingentes cantidades de información, pero
solo la experiencia, la imaginación y la audacia de los bibliotecarios y de los
investigadores será capaz de encontrar fórmulas realmente innovadoras que faciliten el
trabajo del saber, que sistematicen de modo muchísimo más rico el conocimiento que
poseemos y que permitan utilizarlo de un modo más eficiente y ordenado. En la
biblioteca digital asistiremos también al rescate del trabajo de muchísimas personas de
ese limbo de indiferencia en el que ahora se halla, lo que sucederá cuando se pueda
hacer uso efectivo de ese enorme porcentaje de investigación que ahora está al margen
del circuito en el que se trabaja de manera efectiva por progresar y saber más.
La lectura y el estudio podrán experimentar un proceso de depuración, de
rejuvenecimiento, liberadas de las estrechas condiciones y limitaciones que traía
consigo el universo de la imprenta. Habrá mucho trabajo que no haya que hacer una y
otra vez, aunque siempre habrá trabajos que repetir por otras razones (por ejemplo,
porque vayan cambiando los términos con los que llamamos ordinariamente a las
distintas cosas), pero podremos ser mucho más efectivos en aprovechar el trabajo de los
demás para tratar de ir un poco más lejos. Newton explicó la fecundidad de su trabajo y
la penetración de sus ideas afirmando que iba subido sobre los hombros de los gigantes
que le procedieron. Ahora dispondremos de muchos más hombros a que subirnos. Leer
será más fácil porque llegaremos antes a aquello que de verdad estamos buscando. Esto
no anulará, por supuesto, el placer solitario y errático de la lectura personal ni la
7
necesidad de fomentar la sabiduría personal, pero en el ámbito de la objetividad de la
ciencia, un ámbito que no se debe dejar de buscar y apuntalar nunca, tendremos más
garantías que nunca de poder disponer, sin esfuerzos innecesarios o muy necesarios
pero ya realizados por otros con la debida garantía, de la información necesaria, de lo
que se sabe y se puede preguntar sobre cualquier cosa.
José Luis González Quirós
[email protected]
8
View publication stats