Actualidades Pedagógicas
Number 73
Article 7
2019
La carrera por la teoría
Barbara Christian
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Citación recomendada
Christian, B.. (2019). La carrera por la teoría. Actualidades Pedagógicas, (73), 119-134. doi:https://doi.org/10.19052/ap.vol1.iss73.7
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https://doi.org/10.19052/ap.vol1.iss73.6
La carrera por la teoría
Barbara Christian
Versión en español de
Mónica María del Valle Idárraga**
Universidad de La Salle, Bogotá, Colombia
[email protected]
[email protected]
Resumen: Este artículo es una traducción del capítulo “The Race for Theory”,
de Barbara Christian, cuya preocupación es poner en evidencia un corpus de autoras y autores afroamericanos poco estudiados hasta la década de los noventa,
insistiendo en la potencia de sus narrativas, en el papel de los factores de raza,
clase y género en sus obras y en una crítica literaria adecuada a esas obras. Es
relevante, hoy en día, porque se empeña en consolidar una filosofía de la crítica
literaria en el marco del feminismo negro.
Palabras clave: feminismo negro, crítica literaria, autores estadounidenses.
Recibido: 6 de agosto de 2018
Aceptado: 30 de octubre de 2018
*
**
Traducción del capítulo que apareció publicado bajo el título “The Race for Theory” (pp. 37-49), en
el libro editado en 1990 por Abdul R. JanMohamed y David Lloyd: The Nature and Context of Minority
Discourse (Oxford: Oxford University Press).
Doctora en Estudios Culturales e Hispánicos, magíster en Literaturas Hispánicas, ambos en Michigan
State University. Profesional en Idiomas Inglés-Francés-Español (Universidad de Antioquia). Profesora
de la Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad de La Salle, Bogotá. Entre sus publicaciones
recientes están: “El creol y la traducción literaria en el Gran Caribe” (Mutatis Mutandis, 10[1], junio de
2017); “El negro haitiano y el vudú en el Diario de Montecristi a Cabo Haitiano” (Revista Brasileira do
Caribe, 17[33], junio-diciembre de 2016), y el libro Frankétienne de antología (cotraducido con Gertrude
Martin Laprade, Bogotá: Lasirén, 2016).
Cómo citar este artículo: Christian, B. (2019). La carrera por la teoría. Actualidades Pedagógicas (73), 119134. https://doi.org/10.19052/ap.vol1.iss73.6
Actual. Pedagog. ISSN 0120-1700. N°. 73, enero-junio 2019, pp. 119-134
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Barbara Christian
The Race for Theory
Abstract: This paper is a translation of
the chapter “The Race for Theory,” by Barbara Christian, which aims to highlight a
corpus of barely studied African-American
authors up to the 1990s, insisting on the
power of their narratives, on the role of
race, class and gender in their works and
on a proper literary review of those works.
Nowadays, it is relevant because it insists
on consolidating a philosophy of literary review within the context of black feminism.
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Keywords: black feminism, literary criticism, american authors.
A corrida pela teoría
Resumo: Este artigo é uma tradução do
capítulo “The Race for Theory”, de Barbara
Christian, cujo objetivo é destacar um corpus de autores e autores afro-americanos
pouco estudados até a década de 1990, insistindo no poder de suas narrativas, no papel
dos fatores de raça, classe e gênero em suas
obras e em uma crítica literária apropriada
dessas obras. Hoje em dia é relevante porque
insiste em consolidar uma filosofia da crítica
literária no contexto do feminismo negro.
Palavras chave: feminismo negro, crítica literária, autores americanos.
Sección general
La carrera por la teoría
Sobre la autora1
Barbara Christian nació en 1943 en St. Thomas (Islas Vírgenes, en el
Caribe); siendo muy joven, terminó su pregrado en Marquette University,
Milwaukee, y luego su posgrado en Columbia University, con una tesis
doctoral sobre un tema que apenas hoy empieza a cobrar auge y que era
terreno inexplorado en su momento: Spirit Bloom in Harlem: The Search for
a Black Aesthetic during the Harlem Renaissance: The Poetry of Claude McKay,
Countee Cullen, and Jean Toomer. Esta tesis es el comienzo de lo que se hará
una constante en su labor docente y administrativa: la preocupación por
poner en evidencia un corpus de autoras y autores afroamericanos hasta
entonces poco estudiados, insistiendo en la potencia de sus narrativas, en
el papel de los factores de raza, clase y género en sus obras y en una crítica
literaria adecuada a esas obras.
Durante la mayor parte de su vida académica fue docente en la Universidad de California (Berkeley); allí ocupó el cargo de decana y, además,
sirvió como artífice de la fundación del Departamento de Estudios Afroamericanos, a comienzos de la década de los setenta, y luego del Programa
de Estudios Étnicos.
Es considerada fundamental en la crítica literaria estadounidense
contemporánea, por su insistencia en consolidar una filosofía de la crítica
literaria en el marco del feminismo negro, precisamente lo que constituye
el centro argumental del texto que presentamos, uno de los más conocidos
y aclamados. Otros de sus escritos claves son: Black Women Novelists: The
Development of a Tradition 1892-1976 (Greenwood Press, 1980) y Black Feminist Criticism: Perspectives on Black Women Writers (Pergamon Press, 1985).
***
Aprovecho esta oportunidad para romper el silencio entre aquellos de nosotros —críticos, como ahora se nos llama— que hemos sido intimidados,
1
Nota de la traductora.
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devaluados, por lo que denomino la carrera por la teoría. Estoy convencida
de que ha habido un golpe al mundo literario de una vieja élite, la de los humanistas neutrales, por parte de los filósofos occidentales. Los filósofos han
podido tomarse el poder, porque gran parte de la literatura occidental se ha
vuelto insípida, desesperanzada, indulgente consigo misma y desconectada
de la realidad. Los nuevos filósofos, ansiosos de entender un mundo que hoy
escapa velozmente a su control político, han redefinido la literatura de modo que las distinciones implícitas en ese término —es decir, las distinciones
entre todo lo escrito y aquello que ha sido escrito para evocar sentimiento
y para expresar pensamiento— se han desdibujado. Han transformado el
lenguaje crítico literario para servir a sus propios fines como filósofos y han
reinventado el sentido de la teoría.
Mi primera reacción tras comprenderlo fue ignorarlo. Quizás, pese a
su egocentrismo, algo bueno podría resultar de esta tendencia. Sentía que
tenía cosas más urgentes e interesantes que hacer, como leer y estudiar la
historia y la literatura de las mujeres negras, una historia que había sido
totalmente ignorada, una literatura contemporánea repleta de originalidad, pasión, intuición y belleza. Sin embargo, infortunadamente, es difícil
ignorar este nuevo relevo, pues la teoría se ha vuelto una mercancía que
ayuda a determinar si nos contratan o nos ascienden en las instituciones
académicas, y peor aún: si somos escuchados o no. Debido a esta nueva
orientación, los textos se han vuelto trabajos (una palabra que entraña productividad). A los críticos ya no les interesa la literatura, sino los textos
de otros críticos, porque el crítico ansioso de atención ha desplazado al
escritor y se ha ubicado a sí mismo en el centro. Curiosamente, a comienzos de este siglo, al menos en Inglaterra y Estados Unidos, el crítico solía
ser también un poeta, un dramaturgo o un novelista. Pero en la actualidad,
a medida que surge una nueva generación de profesionales, el crítico, la
crítica, es más a menudo un académico, una académica. Entre este grupo,
actividades como enseñar o escribir la reacción propia a una obra literaria
concreta se subordinan a un propósito principal: ese momento en que uno
crea una teoría, fijando así una constelación de ideas durante un tiempo,
al menos, una estabilización que sin duda será reemplazada por otra en
un mes o dos, por la teoría rival de alguien más, a medida que la carrera
se acelere. Tal vez, debido a que quienes han hecho el relevo tienen el
poder (aunque lo nieguen), primero que todo para ser publicados y, por lo
tanto, para dirigir qué ideas se consideran valiosas, algunos de nuestros
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La carrera por la teoría
críticos más atrevidos y potencialmente radicales —y cuando digo nuestros
quiero decir negros, mujeres, tercermundistas— se han visto impelidos e,
incluso, sutilmente obligados a hablar un lenguaje y definir su discusión en
términos ajenos y opuestos a nuestras necesidades y a nuestra orientación.
Al menos hasta ahora, los escritores creativos que estudio se han opuesto
a ese lenguaje.
Porque la gente de color siempre ha teorizado: pero en formas bien
distintas a la forma occidental de la lógica abstracta. Y me inclino a creer
que nuestro teorizar (y uso intencionalmente el verbo, en lugar del sustantivo) se hace a menudo en formas narrativas, en las historias que creamos,
en adivinanzas y proverbios, en el juego con el lenguaje, pues las ideas
dinámicas parecen ser más de nuestro agrado que las ideas fijas. ¿De qué
otro modo hemos logrado sobrevivir con tal fortaleza de espíritu el asalto
a nuestros cuerpos, a nuestras instituciones sociales, a nuestros países y a
nuestra propia humanidad? Y las mujeres, al menos aquellas alrededor de
las cuales crecí, solían especular acerca de la naturaleza de la vida en un
lenguaje terso, que desenmascaraba las relaciones de poder del mundo en
que vivían. Este lenguaje, la gracia y el placer con que jugaban con él, es lo
que a mi ver se celebra, se refina, se critica en las obras de escritoras como
Morrison y Walker. En otras palabras, mi gente siempre ha sido una raza
para la teoría [a race for theory] —aunque más en forma de jeroglífico, una
figura que por escrito es, a la vez, sensual y abstracta, a la vez, hermosa y
comunicativa—. En mi propio trabajo trato de iluminar y explicar estos
jeroglíficos, una actividad muy distinta, pienso yo, a la de crearlos. Como
dicen los budistas: el dedo que señala la luna, no es la luna.
Sin embargo, en esta discusión me interesa más el tema planteado por
mi primer uso de la expresión “la carrera por la teoría” [the race for theory],
en lo relativo a su hegemonía académica y acaso a su inadecuación a las
enérgicas literaturas emergentes en el mundo actual. La ubicuidad de esta
hegemonía académica es un asunto del que se habla a menudo… pero, por
lo general, en grupos cerrados, no vaya a ser que nosotros, esos a quienes
perturba, parezcamos ignorantes ante la élite académica reinante. Entre
los que hablan por lo bajo están la gente de color, las feministas, los críticos
radicales, los escritores y escritoras, que han luchado durante más de una
década para que sus voces, sus múltiples voces, sean oídas, y para quienes
la literatura no es una oportunidad de disertar entre los críticos, sino el
nutriente necesario de sus comunidades y un modo de lograr entender
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mejor sus vidas. Por más cliché que esto pueda sonar, vale la pena, pienso
yo, volverlo a decir aquí.
La carrera por la teoría, con su jerga lingüística, su hincapié en citar
a sus profetas, su tendencia a la exégesis “bíblica”, su rechazo a mencionar
siquiera obras concretas de escritores, mucho menos si son contemporáneos, su preocupación por el análisis mecánico del lenguaje, los gráficos, las
ecuaciones algebraicas, sus burdas generalizaciones sobre la cultura, nos
ha silenciado a muchos al punto que algunos sentimos que ya no podemos
discutir nuestra propia literatura, mientras otros, que han desarrollado
bloques de escritura intensa, quedan perplejos ante la ininteligibilidad del
lenguaje al garete en los círculos literarios. En el último año, ha habido
varias ocasiones en las que he tenido que convencer a críticos literarios,
pioneros de toda un área de pesquisa crítica, de que efectivamente tienen
algo que decir. Algunos nos vemos hostigados sin cesar a inventar teorías
al por mayor, independientemente de la complejidad de la literatura que
estudiamos. Yo, por mi parte, estoy cansada de que se me pida que produzca
una teoría literaria feminista negra como si yo fuera una máquina. Porque
tal teoría es prescriptiva… debería guardar alguna relación con la práctica.
Ya que puedo contar en los dedos de una mano a la gente que intenta hacer
crítica literaria feminista negra en la actualidad, creo que sería presuntuoso
de mi parte inventar una teoría de cómo tendríamos que leer. En cambio,
pienso que tenemos que leer los trabajos de nuestras escritoras y nuestros
escritores según el modo de cada uno y seguir abiertos a la complejidad de
la intersección entre lenguaje, clase, raza y género en la literatura. Y sería
útil que compartiéramos nuestro proceso, es decir, nuestra práctica, tanto
como fuera posible, pues, a fin de cuentas, nuestro trabajo es un empeño
colectivo.
En el mismo nombre de este número especial —discurso minoritario—2
se condensa para mí el carácter insidioso de esta carrera por la teoría: es un
rótulo prestado de la teoría reinante y no corresponde a las literaturas que
nuestros escritores vienen produciendo, pues muchas de nuestras literaturas —la literatura afroamericana, ciertamente— son fundamentales, no
menores; se condensa también en los títulos de muchos de los artículos,
que estudian el lenguaje como un asalto al otro, antes que como una posible
comunicación y juego o, incluso, afirmación del otro. He usado la voz pasiva
2
Christian alude al libro Minority Discourse, en el que fue incluido originalmenteel texto (N. de la T.).
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La carrera por la teoría
en la frase anterior, contraviniendo las reglas del Inglés Negro, que, como
todas las lenguas, tiene un sistema de valores particular, porque no pretendo descargar la responsabilidad sobre una u otra persona o grupo. Pero eso
es así precisamente porque esta nueva ideología se ha vuelto tan común
entre nosotros que se comporta como muchas de las otras ideologías que
hemos tenido que enfrentar. Parece no tener ni cabeza ni centro. Aunque,
como mínimo, podemos decir que los términos minoría y discurso están
firmemente instalados en un marco occidental dualista o “binario”, que ve
al resto del mundo como menor o secundario y trata de convencer a ese
resto del mundo de que él sí es fundamental o superior, por lo general a la
fuerza y luego con el lenguaje, mientras reclama para sí muchas de las ideas
que nosotros, su “histórico” otro, hemos sabido y discutido durante un buen
tiempo. Pues muchos de nosotros nunca nos hemos concebido solo como el
otro de alguien más.
No quiero dar la impresión de que al objetar la carrera por la teoría me
sumo a los humanistas neutrales que ven la literatura como expresión pura
y no admiten que, desde luego, su producción, su valor y su distribución
están bajo control de aquellos que tienen poder; aquellos que niegan, en
otras palabras, que la literatura es, necesariamente, política. Tengo entre
manos un gran corpus literario que durante siglos ha sido denigrado con
términos como literatura política. A lo largo de todo un siglo, escritores
afroamericanos, desde Charles Chestnutt en el siglo XIX, pasando por
Richard Wright en los años treinta del siglo XX, Imamu Baraka en los
años sesenta, hasta Alice Walker en los años setenta, han protestado contra
la jerarquía literaria de la dominancia que declara cuándo la literatura es
literatura, cuándo la literatura es formidable, dependiendo de lo que más
les conviene. El Movimiento del Arte Negro de la década de los sesenta,
del cual nacieron los estudios negros, el Movimiento Literario Feminista
de los años setenta y los estudios de mujeres, articuló precisamente esos
problemas, los cuales no surgieron de declaraciones de los nuevos filósofos
occidentales, sino de las reflexiones de esos grupos sobre sus propias vidas.
Muchos grupos así se han opuesto vehementemente a la vieja creencia de
los académicos occidentales de que sus ideas son universales. A algunos
de mis colegas, los escritores críticos negros de décadas anteriores no les
parecen lo suficientemente elocuentes. Es obvio que no han leído “Blueprint
for Negro Writing”, de Wright; Shadow and Act, de Ellison; la renuncia de
Chesnutt a ser escritor o “Search for Zora Neale Hurston”, de Alice Walker.
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Dos razones explican este desconocimiento generalizado de lo que nuestros
escritores-críticos han dicho. Una es que en este país la escritura negra ha
sido por lo general ignorada. Ya que, usando las palabras de Toni Morrison,
somos vistos como un pueblo desacreditado, no es de extrañar, entonces,
que nuestras creaciones sean así mismo desacreditadas; pero esto también
se debe al hecho de que hasta hace muy poco los críticos dominantes en
el mundo occidental han sido escritores creativos con acceso a las instituciones educativas de la clase media y alta, y hasta hace muy poco nuestros
escritores habían sido decididamente excluidos de esas instituciones y, de
hecho, a menudo, han sido reacios a ellas. Dada la ignorancia general del
mundo académico sobre la literatura de la gente negra y de las mujeres,
cuyo trabajo ha sido igualmente desacreditado, no es extraño que tantos
de nuestros críticos piensen que la posición que sostiene que la literatura
es política comenzó con esos nuevos filósofos. Infortunadamente, muchos
de nuestros críticos jóvenes no investigan por qué esa declaración —la literatura es política— es hoy aceptable cuando antes no lo era; tampoco
recurrimos a nuestros propios predecesores, en busca de los argumentos
sofisticados que podemos desarrollar para modificar la tendencia de que
cualquier idea occidental establecida se vuelva hegemónica.
Pues yo siento que el nuevo énfasis en la teoría crítica literaria es tan
hegemónico como el mundo al cual ataca. Para mí, el lenguaje que crea
desconcierta en vez de esclarecer nuestra condición, permitiendo que las
escasas personas que manejan ese lenguaje dominen la escena crítica —curiosamente, ese lenguaje surgió justo cuando la literatura de la gente de color, de las mujeres negras, de los latinoamericanos, de los africanos, empezó
a moverse al “centro”—. Palabras como centro y periferia son en sí dicientes.
Discourse, canon, text, palabras tan alatinadas como la tradición de la que
provienen, me son bastante familiares. Como estudié en una escuela de la
Misión Católica, en las Antillas inglesas, tengo que confesar que no puedo
oír la palabra “canon” sin que me huela a incienso, que la palabra “texto” me
trae de inmediato recuerdos dolorosos de exégesis bíblicas, que “discurso”
apesta a la metafísica que me embutieron a la fuerza en esos cursos que
recorrían la filosofía mundial, desde Aristóteles hasta Tomás de Aquino y
Heidegger. “Periferia” también es una palabra que escuché durante toda mi
niñez, pues si algo era visto como periférico eran esas pequeñas islas que
no tenían ni masa terrestre ni poder militar. Aun así, notaba lo tremendamente importante que era esa periferia, pues las tropas estadounidenses
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La carrera por la teoría
invadían una isla tras otra al menor indicio siquiera de cambio en el control
político. Ya que para aquellos entre quienes vivía el lenguaje era una forma
absolutamente necesaria de validar nuestra existencia, me dijeron que las
mentes del mundo vivían solo en el pequeño continente europeo. El lenguaje metafísico de la Nueva Filosofía, entonces, debo admitirlo, me resulta
repulsivo y es una de las razones por las que salí corriendo de la filosofía a la
literatura, pues me parecía que esta última contenía las posibilidades de presentar el mundo tan completo y tan complejo como yo lo vivía, tan sensual
como sabía que era. En la literatura percibí que podía integrar sentimiento/
conocimiento, en lugar de dividir entre lo abstracto y lo emocional, en lo
que se deleitaba la filosofía occidental.
Y ahora me vienen a decir que los que escriben literatura son los filósofos, que los autores están muertos, son irrelevantes, meros recipientes
a través de los cuales sus narrativas exudan, que no hacen ningún trabajo
ni tienen la menor idea de lo que están haciendo; que más bien producen
textos tan incorpóreos como los ángeles. Francamente, estoy estupefacta
de que académicos que se dicen marxistas o posmarxistas puedan usar con
seriedad un lenguaje tan metafísico, aun si su propósito es deconstruir la
tradición filosófica de la que proviene ese lenguaje. Y como estudiosa de la
literatura, me horroriza la simple fealdad de ese lenguaje, su falta de claridad, la innecesaria complicación de sus estructuras sintácticas, su carencia
de deleitabilidad, su cualidad alienante. Es el tipo de escritura por el que
cualquier profesor de composición le pondría a un universitario de primer
semestre un cero rotundo.
No obstante, como soy una persona curiosa, pospuse la lectura de las
mujeres negras escritoras sobre las que estaba trabajando para leer a algunos de los profetas de esta nueva orientación literaria. Estos escritores
anunciaban, sí, su insatisfacción con algunas de las ideas angulares de su
propia tradición, una insatisfacción con la que nací. Pero en su intento de
reorientar la academia occidental, ellos, como suele suceder, se concentraban sobre sí mismos y no tenían el más mínimo interés por los mundos
que estaban soslayando o subyugando. Y otra vez se suponía que yo debía
conocerlos a ellos, mientras que a ellos no les interesaba en lo más mínimo
conocerme a mí. Mejor, procuraban “deconstruir” la tradición a la que ellos
pertenecían, a pesar de que usaban las mismas formas, estilo y lenguaje de
esa tradición, formas que necesariamente encarnan sus valores. Y entre más
los leía y veía cómo sustituían sus escritos filosóficos por escritos literarios,
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me iba en aumento la incómoda sensación de que su gente no estaba produciendo literatura digna de nota. Porque siempre se remontaban a las obras
maestras del pasado, volviendo así a reificar los mismos textos que decían
que estaban deconstruyendo. Cada vez más, mientras su modo, sus términos,
sus enfoques seguían siendo centrales y se convertían en el medio para definir a los críticos literarios, muchos de mis propios colegas, que se venían
concentrando en lidiar con el otro lado de la ecuación —el reclamo y la
discusión de las literaturas pasadas y presentes del tercer mundo—, se veían
desviados a discutir continuamente la nueva teoría literaria.
Desde mi punto de vista como crítica de la escritura de mujeres afroamericanas contemporáneas, esta orientación es extremadamente problemática. En el intento de encontrar las estructuras profundas de la tradición
literaria, una de las grandes preocupaciones de la nueva nueva crítica, muchos nos hemos obsesionado con la naturaleza de la lectura en sí misma,
al punto de que hemos dejado de escribir sobre la literatura que sale en la
actualidad. Dado que soy ligeramente paranoica, se me ha ocurrido que la
literatura que se está produciendo es precisamente una de las razones por
las cuales esta nueva teoría crítico-literario-filosófica de la relatividad es tan
notoria. En otras palabras, la literatura de los negros, de las mujeres suramericanas y africanas, etcétera, una literatura tan abiertamente “política”,
se dejaba sin efecto mediante un nuevo concepto occidental que proclamaba
que la realidad no existe, que todo es relativo y que cualquier texto silencia
algo, lo que de hecho con toda seguridad siempre es así.
Desde luego, se puede aprender mucho explorando cómo conocemos lo
que conocemos, cómo leemos lo que leemos, una exploración que, indudablemente, no tiene final. Pero también tiene que haber un “qué”, y ese “qué”,
cuando al menos es mencionado por los nuevos filósofos, son textos del
pasado, fundamentalmente textos masculinos occidentales, cuyas normas se
están transfiriendo una vez más a los textos del tercer mundo, a los textos
femeninos, a medida que las teorías de la lectura proliferan. Inevitablemente, se ha establecido ahora una jerarquía entre lo que se llama crítica teórica y
crítica práctica, igual que la mente se juzga superior a la materia. No discuto
con quienes desean filosofar acerca de cómo conocemos lo que conocemos,
pero me ofende el hecho de que esta orientación en particular reciba tantas
prerrogativas y nos haya desviado a tantos de leer de primera mano lo que
se está escribiendo hoy en día, así como obras del pasado sobre las cuales
no se ha escrito nada. Dejo dicho, por ejemplo, que se ha hecho poco trabajo
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La carrera por la teoría
sobre Gloria Naylor; que la mayor parte de las obras de Alice Walker no
han sido comentadas —pese al revuelo en torno a El color púrpura—; que
falta todavía un estudio a profundidad de Frances Harper, la poeta y novelista abolicionista del siglo XIX. Si nuestro énfasis en la crítica teórica
continúa, los críticos del futuro quizás tengan que recuperar a los escritores
que estamos ignorando actualmente, y eso, si acaso se percatan de que estos
artistas existen.
Me perturba en particular el movimiento que exalta la teoría, así mismo, por mi propia historia de la adultez. Fui miembro activo del Movimiento del Arte Negro de los años sesenta y sé lo peligrosa que puede volverse la
teoría. Quizás muchos no lo sepan hoy en día, pero el Movimiento del Arte
Negro trató de crear la teoría literaria negra y, al hacerlo, se volvió prescriptivo. Mi temor es que cuando la teoría no está enraizada en la práctica,
se vuelve prescriptiva, exclusiva, elitista.
Un ejemplo de este carácter prescriptivo es el acercamiento del Movimiento del Arte Negro al lenguaje. Para ellos, la negridad residía en el uso
del habla negra, que definieron como un lenguaje urbano a la moda. Así
que, cuando Nikki Giovanni analizó Chosen Place, Timeless People, de Paule
Marshall, criticó la novela sobre la base de que no era negra, porque el
lenguaje era demasiado elegante, demasiado blanco. Según ella, los negros
no hablaban así. Viniendo de las Antillas inglesas, donde nosotros a veces
hablamos así, me sorprendió la miopía de su visión. El énfasis en una forma
de ser negro dio como resultado que los escritores sureños fueran vistos
como no negros, puesto que el habla negra de Georgia no suena como el
habla negra de Philadelphia. En tanto los ideólogos, como Baraka, provenían de centros urbanos, tendieron a privilegiar su forma de hablar, pensar
y escribir y a condenar otros modos de escribir por no ser suficientemente
negros. Áreas enteras del canon fueron evaluadas según el dictamen de la
perspectiva nacionalista del Movimiento del Arte Negro, como en el caso
de The Way of the World, de Addison Gayle, mientras que otros trabajos
fueron ignorados porque desbordaban el esquema del nacionalismo cultural. Escritores más antiguos como Ellison y Baldwin fueron condenados,
porque sostenían que la intersección entre las influencias africanas y las
occidentales daba lugar a una nueva cultura afroamericana, una posición
que la mayor parte de los ideólogos nacionalistas negros no compartían. A
los escritores se les dijo que escribir poemas de amor era no ser negro. Y así
abundan los ejemplos.
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Es cierto que el Movimiento del Arte Negro dio origen a una crítica importante y necesaria tanto para la literatura afroamericana anterior
como para el mundo literario blanco establecido; pero al intentar tomarse
el poder, terminó pareciéndose, como Ismael Reed lo satiriza muy bien en
Mumbo Jumbo, a su oponente: monolítico y categóricamente represivo.
Es esta tendencia hacia lo monolítico, lo monoteísta, etcétera, lo que
me preocupa de la carrera por la teoría. Conceptos como centro y periferia
revelan esa tendencia a querer hacer el mundo menos complejo, al organizarlo de acuerdo con un principio, al fijarlo mediante una idea que en
verdad es un ideal. Muchos de nosotros somos particularmente sensibles
a lo monolítico, pues uno de los principales elementos de las ideologías
dominantes, como el sexismo y el racismo, es que deshumanizan a la gente
mediante el estereotipo, les niegan su variedad y su complejidad. Ineludiblemente, el monolitismo se vuelve un metasistema en el que hay un ideal
de control, especialmente en relación con el placer. El lenguaje, como una
forma de placer, es de inmediato restringido y se vuelve pesado, abstracto,
prescriptivo, monótono.
La variedad, la multiplicidad, el erotismo son difíciles de controlar. Y
bien puede ser por esto que a los escritores se les considera con frecuencia
persona non grata en los Estados políticos, cualquiera sea la forma que adquieran, pues los escritores/artistas tienen la tendencia a no dejarse despojar de
su modo de ver el mundo y a jugar con las posibilidades; de hecho, su misma
expresión depende de esa insistencia. Tal vez sea por eso que la literatura,
incluso cuando es escrita por gente políticamente reaccionaria, puede ser
tan liberadora, pues, al tener que materializar ideas y recrear el mundo, los
escritores no pueden simplemente reproducirlo “de un solo modo”.
Me temo que las características del Movimiento del Arte Negro se
están repitiendo hoy, ciertamente, en la otra área con la que me siento en
sintonía. En la carrera por la teoría, las feministas, ansiosas de ingresar a
las salas del poder, han intentado formular sus propias prescripciones. Con
mucha frecuencia he leído libros de teoría literaria feminista que restringen
la definición de lo que significa ser feminista y generalizan tan burdamente
el mundo que la mayoría de las mujeres y de los hombres quedan por fuera.
Ni suelen las teóricas feministas tomar en consideración la complejidad
de la vida: que las mujeres son de muchas razas y trasfondos étnicos, con
distintas historias y culturas, y que por regla las mujeres pertenecen a distintas clases, las cuales tienen distintas preocupaciones. Raramente hacen
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La carrera por la teoría
estas distinciones, porque si las hicieran, no podrían articular una teoría.
A menudo, como una forma de compensación, reconocen que existen, por
ejemplo, las mujeres de color, y luego siguen haciendo lo que iban a hacer
de todos modos, que es inventarse una teoría que tiene poca relevancia
para nosotras.
Precisamente, encuadradas en esa tendencia al monolitismo veo a las
teóricas feministas francesas. Se concentran en el cuerpo femenino como el
medio para crear un lenguaje femenino, puesto que el lenguaje, según ellas,
es masculino y necesariamente concibe a las mujeres como un otro. Es claro
que muchas están irritadas por las teorías de Lacan, para quien el lenguaje
es fálico. Pero supongamos que hay gente en el mundo cuyo lenguaje fue
inventado principalmente en relación con las mujeres, que después de todo
son las que se relacionan con los niños y enseñan el lenguaje. Algunas lenguas nativoamericanas, por ejemplo, usan pronombres femeninos cuando se
habla de actividades específicas no relacionadas con el género. Quién sabe
quién, de acuerdo con el género, habrá creado las lenguas. Es más, al poner el
cuerpo como la fuente de todo, las feministas francesas vuelven al viejo mito
de que la biología lo determina todo e ignoran el hecho de que el género es
un constructo social, más que biológico.
Podría seguir criticando las posturas de las feministas francesas que
son en sí mismas más diversas en sus perspectivas que el rótulo con el
que se las suele describir, pero ese no es mi punto. Lo que me interesa es
la autoridad que esa escuela tiene ahora en la investigación feminista: la
manera en que se ha vuelto un discurso autoritario, monológico, cosa que
ocurre precisamente porque tiene acceso a los medios para promulgar sus
ideas. El Movimiento del Arte Negro fue capaz de hacer eso mismo durante
un tiempo, debido a los movimientos políticos de los años sesenta del siglo
XX… y ocurre igualmente con las feministas francesas, que no podrían
estarse inventando la “teoría” si el movimiento de las mujeres no hubiera
creado un espacio para ello. En los dos casos, ambos grupos propusieron
una teoría que excluía a muchas de las personas que habían hecho posible
ese espacio. De ahí que una de las razones de la explosión de la escritura de
mujeres afroamericanas durante la década de los setenta y su énfasis en el
sexismo de la comunidad negra sea precisamente que, cuando los ideólogos
de los años sesenta decían negro, querían decir hombre negro.
Para mis hermanas —las mujeres negras— y yo, el mundo no es así de
sencillo. Y tal vez es por eso que no nos hemos apresurado a crear teorías
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abstractas, pues sabemos que hay innumerables mujeres de color, tanto
en Estados Unidos como en el resto del mundo, a quienes nuestras ideas
singulares se les aplicarían. De ahí que sintamos una cautela respecto a sostener una teoría feminista negra que podría verse como un enunciado final
sobre las mujeres del tercer mundo. Esto no quiere decir que no estemos
teorizando. Con certeza, nuestra literatura es un indicio de los modos en
que nuestro teorizar, por necesidad, se basa en la multiplicidad de nuestras
experiencias.
Hay por lo menos otra lección que aprendí del Movimiento del Arte
Negro. Una razón para su aproximación monolítica era su deseo de destruir
el poder que controlaba a la gente negra, pero era un poder que muchos de
sus ideólogos deseaban tener para sí. La naturaleza de nuestro contexto
actual es tal que un abordaje que desea decididamente el poder debe necesariamente volverse idéntico a lo que desea destruir. En lugar de querer
cambiar todo el modelo, muchos queremos ocupar su centro. Es este punto
de vista el que escritoras como June Jordan y Audre Lorde no dejan de
cuestionar, aun cuando urgen al empoderamiento y enfatizan nuestro miedo
a la diferencia y nuestra necesidad de líderes, en detrimento de la confianza
en nosotros mismos.
Porque hay que distinguir entre el deseo de poder y la necesidad de
empoderarse, es decir, de verse a uno mismo como capaz de algo y tener el
derecho a determinar su propia vida. Ese empoderamiento se deriva parcialmente de conocer la historia. El Movimiento del Arte Negro tuvo como
consecuencia la creación de los estudios afroamericanos como concepto,
y así les abrió un lugar en la universidad, donde se pudiera recuperar la
historia y la cultura afroamericanas y legarlas a otros. Me preocupa profundamente que muchos de nuestros académicos negros o nuestras académicas
mujeres por lo general no consideren de importancia instituciones como
los estudios negros y los estudios de mujeres, por las que se peleó con
tanto vigor y con algo de sacrificio, precisamente porque estiman superior
la antigua jerarquía tradicional de departamentos frente a estos grupos
“marginales”. Con todo, es en ese contexto donde muchos de nosotros estamos descubriendo el alcance de nuestra complejidad, las interrelaciones
de distintas áreas del conocimiento con una experiencia inequívocamente
femenina o afroamericana. En lugar de tener que ver nuestro mundo como
subordinado a otros, o en lugar de tener que trabajar como si fuéramos
híbridos, podemos investigarnos a nosotros mismos como sujetos.
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La carrera por la teoría
Mi principal objeción a la carrera por la teoría, como algunos lectores
y lectoras probablemente hayan adivinado llegados a este punto, realmente
gira en torno a la cuestión de ¿para quién estamos haciendo lo que hacemos
cuando hacemos crítica literaria? Esta es, creo yo, la pregunta central hoy
en día, especialmente para los pocos que hemos infiltrado la academia suficientemente como para ser cortejados por ella. La respuesta a esa pregunta
determina la orientación que tomamos en nuestro trabajo, el lenguaje que
usamos y los propósitos a los que se destina.
Solo puedo hablar por lo que a mí corresponde. Pero lo que escribo
y cómo lo escribo está hecho para salvar mi propia vida. Y digo esto así
de literalmente. Para mí, la literatura es una forma de saber que no estoy
alucinando, que lo que siento/sé, es. Es una afirmación de que la sensualidad
es inteligencia, de que el lenguaje sensual tiene sentido y da sentido. Mi
respuesta, entonces, va dirigida a aquellos que escriben lo que leo y a aquellos que leen lo que leo —en concreto—: a Toni Morrison y a la gente que
lee a Toni Morrison (entre los cuales hay escasos académicos). Ese número
va en aumento, al igual que la cantidad de personas que leen a Walker y a
Marshall. Pero de ninguna manera, y en ningún sentido, la literatura que
crean Morrison, Marshall o Walker tiene el apoyo del mundo académico. Y
dado el contexto político de nuestra sociedad, dudo que eso cambie pronto.
Porque existen todas las razones, en vista de quiénes son los que controlan
estas instituciones, para que se sientan amenazados por estas escritoras.
Mi lectura presupone una necesidad, un deseo entre la gente común
que, como yo, también quiere salvar su propia vida. Mi preocupación, entonces, es una preocupación pasional, pues la literatura de la gente que no está
en el poder siempre ha estado en peligro de extinción o de enajenación, no
porque no teoricemos, sino porque lo que podemos imaginar, y más aún, a
quiénes podemos leer, está continuamente limitado por estructuras sociales.
Para mí, la crítica literaria es divulgación tanto como comprensión; es una
respuesta al escritor o escritora, para quien a menudo no hay respuesta, a la
gente que necesita la escritura tanto como necesita todo lo demás. Gracias
a la historia literaria sé que la escritura desaparece a menos que reciba una
respuesta. Al escribir sobre autoras y autores que están escribiendo en este
momento, espero ayudar a garantizar que su tradición tenga continuidad y
sobreviva.
Mi “método”, entonces, para usar una nueva palabra de “crítica literaria”, no es fijo, sino que depende de lo que leo y del contexto histórico de los
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escritores que leo, así como de las numerosas actividades críticas que realizo
y que pueden entrañar o no la escritura. Es un aprendizaje del lenguaje creativo de los escritores, que es una sorpresa por la cual descubro qué lenguaje a
mi vez podría usar. Pues mi lenguaje está muy basado en lo que leo y en cómo
me afecta, es decir, en la sorpresa que resulta de leer algo que te compele a
leer de otra forma, como creo que hace la literatura. Yo, por tanto, no tengo
un método fijo, otro prerrequisito de la nueva teoría, pues para mí cada obra
sugiere una nueva aproximación. Con todo lo arriesgado que esto puede
parecer, eso es, creo yo, lo que significa inteligencia: una sensibilidad acorde
con lo que está vivo y, por ende, solo se puede conocer cuando se conoce.
Audre Lorde lo dice mucho más sucinta y sensualmente en su ensayo “La
poesía no es un lujo”:3
A medida que se nos vuelven familiares y aceptables, nuestros sentimientos y su
honesta exploración se convierten en zonas de reserva y campos de desove para
las ideas más radicales y desafiantes. Se vuelven refugios para esa diferencia tan
necesaria para el cambio y la conceptualización de cualquier acción significativa.
En este instante, podría nombrar al menos diez ideas que me habrían parecido
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intolerables o incomprensibles y aterradoras, si no fuera porque vinieron tras
sueños y poemas. No se trata de una inútil fantasía, sino de una atención disciplinada al verdadero sentido del “se siente bien”. Podemos entrenarnos para
respetar nuestros sentimientos y para trasplantarlos a un lenguaje en el que se
puedan compartir. Y si ese lenguaje no existiera todavía, nuestra poesía ayuda a
fabricarlo. La poesía no es solo sueño y visión; es el esqueleto arquitectónico de
nuestras vidas. Sienta las bases para un futuro distinto, tiende un puente sobre
nuestro miedo a lo que nunca antes ha existido.
3
Lorde, A. (1984). Sister Outsider. Trumansburg, Nueva York: The Crossing Press.
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