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DEL CANON A LA CRÍTICA: LOS DILEMAS DE UN DISCURSO CANONIZADOR
Prof. Moraima Guanipa, UCV
[email protected]
El presente trabajo es una investigación de carácter teórico centrada en el análisis de la crítica de
arte como presencia canónica y canonizadora del arte, especialmente aquella que viene ocupando
espacios en el periodismo cultural. Se estudia la presencia de la crítica como un discurso doblemente
legitimador cuando pasa por el espacio de los medios de comunicación masivos, pero a su vez se
incorporan las perspectivas críticas surgidas alrededor de lo que Steiner califica como discursos
secundarios, basados en una interpretación que se entroniza a su vez como referencia y “orden del
discurso”, como la denomina Foucault. Utilizando un análisis heurístico, se abordan las visiones
teóricas que evalúan el peso de la crítica de arte en la construcción de una historiografía artística e
incluso en las orientaciones estéticas de una época y en las potencialidades que se le abren a obras,
artistas y circuitos expositivos para el consumo cultural contemporáneo. De igual forma se analizan
las tensiones que el discurso canónico de la crítica genera entre quienes defienden el carácter
inefable y autotélico del arte frente a la voracidad interpretante de la crítica moderna. También se
pone de relieve el hecho de que no obstante el papel jugado por la crítica en la difusión de nuevas
ideas respecto al arte, resulta paradójico asistir en el presente al adelgazamiento de su presencia
pública en el mundo contemporáneo y su reducción a un ritual de reseñas expositivas sobre las
últimas novedades.
Palabras clave:
Arte, Crítica, Canon, Prensa
ABSTRACT
FROM THE CANON TO THE CRITIQUE: THE QUANDARIES OF A CANONIZING SPEECH
This essay is a theoretical investigation centred on the analysis of art critique as a canonical and
canonizing presence, specially the one that is starting to occupy spaces in cultural journalism. The
presence of the critique is presented as a doubly legitimizing discourse when it goes through the
space of the mass media; and at the same time, critical perspectives that came up around what
Steiner qualifies as secondary discourses, based on an interpretation that enthrones itself as
reference and “discursive order”, as denominated by Foucault are incorporated. Using a heuristic
analysis, theoretical visions that evaluate the weight of the art critique in the construction of the
artistic historiography and also in the aesthetic orientations of a period and the potentialities that are
opened to art works, artists and expositive tracks for the contemporary cultural consumption are
undertaken. Also, the tensions generated by the canonical discourse among those who defend the
indescribable and autotelic nature of art against the voracious interpretation of the modern critique
are analysed. Moreover, it is empathised the fact that, despite the role played by the critique in
spreading new ideas in what it comes to art, it results paradoxical to be present in the narrowing of
its public presence in the contemporary world and its reduction to a ritual of expositive reviews on
the last novelties.
Key words:
Art, critique, canon, press.
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A la manera del personaje shakespereano consumido por la duda esencial, la crítica de arte se
interroga permanentemente sobre su ser y sus fines. ¿Cuál es la tarea de un crítico? ¿Con quién
dialogar o a quiénes dirigirse? ¿Cuál es su papel en la vida contemporánea? Las interrogantes
quedan en suspenso frente a un quehacer cuyos límites y alcances dividen aguas, avivan el fuego de
una discusión inconclusa, rica en la diversidad de criterios que ensanchan su cauce. Desde esta
perspectiva, pensar en la crítica del arte supone enfrentarse a territorios movedizos.
Y es que la crítica de arte reúne en un mismo caudal diversas aguas: las de los artistas y
productores; las de los consumidores; las de las instituciones; las de los circuitos de consumo y
difusión. Pero dichas aguas no son en modo alguno serenas ni tampoco invocan el tranquilo reflejo
especular para la mirada de Narciso. Se trata más bien de un espacio dilemático, marcado por la
tensión entre la vocación canónica que acompaña este quehacer y los reclamos que al interior mismo
del campo artístico se generan por las contradicciones y los desvíos que tal práctica ofrece. En las
próximas líneas navegaremos en las aguas de esta tensión.
CANON Y CRÍTICA
Adentrarse en las aguas de la crítica obliga a detenernos en algunas precisiones temporales y
conceptuales necesarias para comprender los alcances de una tradición cuyas raíces vienen con las
transformaciones que en los diversos órdenes de la vida implantó la modernidad con sus impulsos de
la Razón Ilustrada y la civilización técnico-industrial.
Los orígenes de ese “arte de la interpretación”, como Calabrese (1) llamó a la crítica de arte,
están ligados a la modernidad que instituyó la Ilustración. Existe consenso en ubicar en el siglo
XVIII el surgimiento de la crítica de arte, cuando aparecen los primeros discursos que dejaban atrás
tanto la teorización propia de los tratadistas de la antigüedad como las fórmulas y doctrinas de los
artistas sobre su propio quehacer. En ello también influirá el clima de la época proclive a la
institucionalización de las academias, los museos, las exposiciones y salones, que a su vez
alimentaron la formación de una nueva conciencia artística que se venía fraguando desde el
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renacimiento. Un cambio que arrastraría consigo a los artistas, por siglos sumergidos en la anónima
condición de artesanos antes que en la figura del creador con nombre y valor propio como se les
comenzó a ver a partir de los siglos XV y XVI. Piénsese en la defensa que hicieron artistas de la
talla de León Batista Alberti y Leonardo Da Vinci para colocar a la pintura a la misma altura de
otras ciencias y artes liberales.
De la mano de un enciclopedista del siglo XVIII, Denis Diderot, autor de las “Críticas del
Salón”, una serie de textos publicados entre 1759 y 1781, surge esta nueva institución del arte, una
práctica discursiva que a partir de entonces y hasta el presente tendrá como característica la
externalidad: no serán los artistas teorizando y hablando del arte y de los otros artistas, sino
personajes ajenos a la creación artística los que se dedicarán a estos territorios de la interpretación y
la valoración del arte. Con ello también se abriría camino al encuentro con un polo comunicativo
que llega hasta nuestros días: el público.
El arte dejaría de ser el coto cerrado y exclusivo de una relación desigual entre los poderes
del Estado, los grandes señores y el artista anónimo, para insertarse en un espacio en el que
comerciantes y burgueses, así como los procesos alfabetizadores y expansivos del libro y la naciente
prensa, asomaron en el panorama con nuevas e inéditas relaciones. El eje artista-mecenas/comprador
cambia sustancialmente para introducir una figura que en adelante validará la experiencia artística:
“El público de arte se transforma pronto en ‘la Humanidad’, y la crítica en su órgano, en vigilia” (2).
Bien lo destaca Calabrese cuando se refiere a los distintos elementos que se conjugaron para hacer
posible la aparición de la crítica de arte:
[...] la crítica, en tanto que arte de la interpretación, estaría vinculada a la extensión de un mercado
burgués del arte, a la aparición de ‘movimientos’ artísticos con poética concreta y vocación de
militancia cultural, y, por fin, a la divulgación del producto estético de las culturas que desde finales
del siglo XVIII podemos empezar a definir, con mayor o menor exactitud, ‘de masas’ (por lo demás, el
‘crítico’ comienza entonces a influir en las páginas de los cotidianos y de los periódicos que,
precisamente, se configuran tal y como los conocemos al acabar dicho siglo) (3).
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Surge, pues, la crítica como discurso descriptivo, interpretativo y valorador de las obras
artísticas por parte de un sujeto-intérprete, en el marco de conformación de la modernidad y del
pensamiento humanístico occidental.
El ejercicio crítico nació de la mano del proceso cultural que hizo posible la formación de
públicos y la consolidación de una “cultura letrada” basada en el libro y, más aún, en la prensa. De
allí el carácter doblemente consagratorio y legitimador de la crítica de arte, no sólo por su función
valorativa y orientadora sobre lo que es el arte y quiénes son los artistas que merecen tal condición,
sino también por la utilización de medios de difusión (prensa escrita) para entrar en contacto con el
público. En atención a lo planteado por Hermann Bauer, la figura del crítico surge como mediador
entre la obra de arte y el público y es “ahí donde el público de arte es anónimo, y deja de ser un
destinatario individual. Así es el público y no el artista quien sitúa al crítico en su campo, siendo
además aquél para quien el crítico juzga” (4).
Es la Ilustración, con el empuje de los valores y derechos individuales, lo que permite que
tanto el crítico, el intelectual, como el público, alcancen no sólo cierto grado de independencia y
autonomía respecto al poder político-religioso, sino también una inusitada visibilidad social. Como
lo exponen Ortega y Humanes:
La Ilustración va a permitir la libertad de pensamiento y de discusión. Para hacerla viable surgirán
justamente los intelectuales. Es esta impronta ilustrada (la de los públicos racionales y reflexivos y la
de los intelectuales entregados a promover tal causa) la que va a perdurar largo tiempo y sostendrá la
figura del sujeto racional como pivote en torno al cual gira el conocimiento (5).
Debemos recordar que a lo largo del siglo XIX e incluso a comienzos del XX, la crítica de
arte fue una práctica cultural ejercida de manera espontánea por escritores, poetas, filósofos
volcados a la tarea de inventariar y de valorar las obras. En el caso de América Latina y de
Venezuela, buena parte de sus textos se publicaban con regularidad en periódicos y revistas. Esta
labor impulsó el surgimiento de la figura del crítico-intelectual en diálogo con un público
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progresivamente masificado (alfabetizado) en tanto consumidores de bienes culturales y,
especialmente, de la cultura letrada.
Surge el crítico como figura intelectual llamada a contribuir con sus prédicas culturales y con
sus visiones del mundo, al proceso de autonomía del campo cultural al que se ha referido Bourdieu
(6) y cuya figura crucial en este sentido, de acuerdo con el autor, será Charles Baudelaire. En el
siglo XIX, este poeta francés prestó su pluma para cuestionar el papel de una crítica de arte volcada
a la exégesis y al relato formal y notarial de la obra. Baudelaire quiso ir más lejos, propuso ver la
obra a partir de las intenciones y propósitos del artista, con lo cual dotó al crítico de un revitalizado
papel social y con ello abrió camino a la conformación de un campo cultural que alcanzó un elevado
nivel de autonomía y de conciencia de sí mismo.
No obstante esta autonomía del campo a la que hace referencia Bourdieu con relación al
paradigma crítico que encuentra tanto en Flaubert como en Baudelaire, se enfrenta con el reclamo de
atención hacia los receptores de sus mensajes: el público y el vehículo de la intermediación: la
prensa. Bien lo sostienen Ortega y Humanes:
El escritor-intelectual necesita, más que ningún otro tipo, de un público y de los medios que le
permitan tener acceso e influencia en él. Y lo necesita por partida doble: porque sin público no hay
influencia [...], y porque sin público, el escritor sólo dedicado a su oficio no puede vivir en una
sociedad en la que el rentista ha desaparecido (7).
La presencia del binomio crítico-medio en su relación dialógica con los públicos, será el
soporte de confirmación del canon artístico moderno. El proceso canonizador se define a través de la
conformación de un acumulado de autores, movimientos, épocas y obras que a lo largo del tiempo
se mantienen como referencias validadas de lo que es el arte. Esta noción del canon, que tanto y de
manera tan diversa ha sido abordada desde el campo literario, que por lo demás conoció igual
fortuna crítica en paralelo con el arte, está vinculado con la idea del “paradigma estético de una
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época” (8), con el capital simbólico de lo nacional de una cultura y con la constitución de los
clásicos:
Los clásicos son textos que cultural y convencionalmente se instituyen como modelos. En sociedades
modernas, con públicos anónimos y en donde los bienes culturales se acrecientan y sirven igualmente
para integrar y discriminar, los clásicos resumen el conjunto de valores que se consideran estéticos (9).
El canon asoma como una memoria social y común, como plantea Harold Bloom (10) en la
que el crítico, las instituciones culturales (museos, circuitos expositivos y académicos) y la prensa
misma, se constituyen en instancias de legitimación de artistas, movimientos, tendencias e
instituciones artísticas. La figura del crítico emerge entonces como autoridad (para el medio que lo
avala, para la comunidad artística y para el público).
¿Qué caracteriza o define al canon? Podría decirse que estamos frente a un proceso de
históricas inclusiones y exclusiones. Las obras que ingresan al canon gozan de dos cualidades: una
“perpetua modernidad”, como la calificó Kermode (11) y una “originalidad significativa”, en
palabras de Bloom (12). Esa vigencia y originalidad es ratificada por Italo Calvino en Por qué leer
los clásicos, cuando sostiene que los clásicos son libros (obras en el caso que nos ocupa) que “se
imponen como inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria
mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual” (13).
De acuerdo a Bloom (14), el canon, una palabra religiosa en su origen, es una elección entre
un conjunto de
textos o de obras que compiten para sobrevivir. Este proceso de selección
(inclusión-exclusión), tanto de las obras que ocupan un lugar canónico como de aquellos paradigmas
y modelos culturales que orientan lo específicamente artístico la realizan grupos sociales
dominantes, instituciones educativas, tradiciones críticas. Vale recordar lo planteado por Montaldo
en este sentido:
[...] esos valores -que el canon pretende como universales- son siempre construcciones sociales y
culturales pues, más allá del valor estético de una obra, ésta entrará o no al canon según que las normas
de las instituciones culturales hegemónicas de una determinada cultura le den o no autorización (15).
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Pero además, el canon es una lucha por la supervivencia y conservación antes que un relevo
generacional o una herencia. De hecho, Bourdieu (16) se refiere a las “listas de autores” o de
movimientos. Esto es, un proceso de canonización marcado por la construcción de una genealogía,
un marco acotado de nombres consagrados y clasificados en torno a parámetros comunes e
institucionalizados: épocas, generaciones, escuelas, géneros, movimientos. A favor de esta idea
volvemos con Calvino quien, como lo hiciera Bloom, sostiene que “un clásico es un libro que está
antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en
seguida su lugar en la genealogía” (17).
El proceso canónico tiene en las voces autorizadas de la crítica su espacio de realización.
Para Kermode, la opinión que impulsa la crítica “es una gran formadora de cánones y no se puede
tener privilegiados sin dejar a otros por fuera, apócrifo” (18). La inclusión en las “listas de autores”
de las que habla Bourdieu recibirá un tipo de interpretación que reforzará continua y
progresivamente su condición de modernidad, su actualidad.
CANON COMO “POLICÍA DISCURSIVA”
Pero en este punto cabría preguntarnos si acaso el canon y sus procesos se corresponden con
lo que Michel Foucault denomina las “sociedades del discurso” (19), aquellas cuyo modelo resulta
excluyente. ¿Acaso no pertenece el canon a lo que Foucault llama “el orden del discurso”, ese
espacio donde no se ingresa si no se cumple con algunos requisitos o no se está capacitado para
ello? La afirmación resulta inevitable. Aquí identificamos uno de los dilemas de la crítica de arte, en
tanto discurso canonizador.
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En su lección inaugural en el Collège de France, en 1970, Foucault se dedicó a desmontar
críticamente el más conspicuo orden de la Academia: el orden del discurso. El autor francés parte de
una hipótesis demoledoramente simple:
[...] en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida
por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros,
dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (20).
Encontramos en Foucault la idea del “comentario” como una categoría mediante la cual los
discursos “fundamentales o creadores” dan lugar a la construcción indefinida de otros nuevos
discursos que aluden a los primeros. El canon, ese intento ordenador, clasificatorio, de alguna
manera es irradiado por el sistema de exclusiones que condicionan lo que Foucault llama el orden
del discurso y que tienen en la disciplina, en el quehacer especializado, en los compartimientos
estancos del saber, un principio de control de la producción del discurso. Esto es lo que Foucault
identifica como “una ‘policía’ discursiva”, la cual establece las reglas, e incluso los principios de
verdad y verosimilitud de los discursos. Si seguimos esta perspectiva, el canon operaría como una
policía discursiva, puesto que nadie entra en el orden del discurso si no cumple con algunos
requisitos o no está capacitado para ello, al igual que no se ingresa al canon si no se cumple con las
exigencias canonizadoras de una tradición institucionalizada.
El canon formaría parte de las llamadas por Foucault “sociedades de discurso”, dirigidas a
“conservar o producir discursos, para hacerlos circular en un espacio cerrado, distribuyéndolos
según reglas estrictas y sin que los detentadores sean desposeídos de la función de distribución”
(21). Estas “sociedades del discurso” asumen la guarda y custodia de saberes secretos, compartidos
grupalmente, que en el caso de la literatura se expresan en el proceso institucionalizado del libro y
sus mecanismos de edición y de presencia pública del autor. Bien podríamos establecer una
correlación entre estos modelos excluyentes que Foucault describe como expresión de las
sociedades del discurso- y los mecanismos de exclusión implícitos en todo canon.
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Otro punto que pone de relieve Foucault al describir el funcionamiento del orden del
discurso, es la preeminencia y prominencia que alcanza la figura del autor. Si llevamos esta figura al
campo de la literatura y del arte canónicos, encontramos que no hay canon sin autores. En el canon
es imposible el autor anónimo. Para usar las palabras del propio autor, "se pide que el autor rinda
cuenta de la unidad del texto que se pone a su nombre, se le pide que revele, o al menos que
manifieste ante él, el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule con su vida personal y
con sus experiencias vividas, con la historia real que lo vio nacer" (22).
Frente al esfuerzo ordenador de todo canon y su inevitable proceso de selección y exclusión,
encontramos también una suerte de “veneración del discurso”, de “logofilia”, como la define
Foucault. Pero bajo esa logofilia se esconde el temor contra “esa masa de cosas dichas, contra la
aparición de todos esos enunciados, contra todo lo que puede haber allí de violento, de discontinuo,
de batallador, y también de desorden y de peligroso, contra ese gran murmullo incesante y
desordenado de discurso” (23).
El discurso crítico, ha apuntado Barthes, como le ocurre a una obra de arte o literaria, se
valida mediante lo que el autor francés llama “lo verosímil”, un discurso que no entra en
contradicción con las voces autorizadas (canónicas) que imperan en nuestros días desde los medios
y las instituciones de consumo cultural:
La antigua crítica no carece de relación con lo que se podría imaginar de una crítica de masa, por poco
que nuestra sociedad se lance al consumo del comentario crítico de igual modo que se entrega al
consumo del film, de la novela o de la canción; al nivel de la comunidad cultural, dispone de un
público, reina en las páginas literarias de algunos grandes diarios y se mueve al interior de una lógica
intelectual que no permite contradecir lo que proviene de la tradición, de los Sabios, de la opinión
corriente, etc. Hay, en suma, un verosímil crítico (24)
El canon asoma entonces como un dique, una “policía” que fija fronteras y que, para usar la
expresión de Bloom, “pretende poner límites a lo inconmensurable” (25). En este punto cabría
preguntarse ¿podemos pensar el canon fuera del orden del discurso?.
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CRÍTICA Y DISCURSOS SECUNDARIOS
Modernamente la crítica de arte como discurso es vista desde otras perspectivas críticas que
apuntan al corazón mismo de su esencia: la interpretación y valoración de la obra artística. Y esta
crítica a la crítica arrastra consigo a los medios en los que tradicionalmente se ha construido y
conformado el valor de sus discursos. A continuación abordaremos las posiciones críticas que en
este sentido aportan dos autores: George Steiner y Susan Sontag.
El estudioso de la cultura europea, George Steiner dedica buena parte de su libro Presencias
Reales a cuestionar la preeminencia y el protagonismo de lo que llama los “discursos secundarios”.
Se queja de que “los usos y valores predominantes en las sociedades de consumo de Occidente son
hoy los existentes en la imaginaria comunidad de lo inmediato. Abunda lo secundario y lo
parasitario” (26). Se refiere con alarma a la proliferación de palabras sobre obras de arte, literarias
musicales que nunca serán vistas, leídas o escuchadas en tanto nos conformamos con la lectura
secundaria del comentario:
un perpetuo murmullo de comentarios estéticos, juicios improvisados y pontificaciones enlatadas
inunda el aire. Es de suponer que la mayor parte del discurso artístico o el reportaje literario, de las
reseñas musicales o la crítica de ballet, se hojea más que se lee, se oye más que se escucha (27).
Steiner advierte sobre el desplazamiento de la crítica y su suerte de usurpación del lugar de la
obra de arte. Es más natural leer el comentario que ver una obra y apreciarla en el contacto directo.
Su crítica apunta a considerar este “discurso secundario” como una verdadera amenaza para las
humanidades.
Desde otra orilla y en otro momento, la escritora norteamericana Susan Sontag (28) también
enfiló sus armas contra la interpretación y al igual que Steiner cuestiona el hecho de que la crítica
pueda asumirse como un acto de sustitución y de suplantación discursiva.
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En Contra la interpretación, Susan Sontag aborda un tema de larga historia en las artes: la
condición de la obra de arte, obligada a justificarse a sí misma y a encontrar nuevos ecos en el
reflejo especular de la crítica.
En el ensayo que da nombre al libro, Sontag pone en cuestión el papel cultural e
históricamente atribuido a la crítica en su tarea de interpretar, traducir, develar lo que una obra de
arte dice. Su punto de partida es la afirmación de que todavía hoy la teoría del arte -y con ella la
crítica- responde a la idea según la cual se supone que una obra de arte es su contenido (29).
La autora pone de relieve el hecho de que este peso en el plano del contenido, antes que en el
de la forma, lleva al arte al terreno de la justificación de sus fines, intenciones y recursos expresivos.
El arte parece obligado permanentemente a dar cuenta de sus mensajes, del sentido de sus procesos
comunicativos. Este énfasis, a juicio de Sontag, delata "un proyecto, perenne, nunca consumado, de
interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la
intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe algo realmente
asimilable a la idea de contenido de una obra de arte" (30).
Para esta autora, los procesos de interpretación de la obra de arte, los intentos por volver
inteligible un texto, una obra, esconden una tentativa de alteración: no se trata de "leer" el cuerpo
textual (sea literatura, sean artes visuales), sino de revelar su sentido, su contenido secreto. De allí
que reaccione contra esta tentativa que califica de simple "filisteísmo": En una posición que en
cierto modo podría entenderse como purista y autotélica, la autora cuestiona los esfuerzos de
comprensión y de profundización presentes en la crítica moderna: "El antiguo estilo de la
interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro significado. El
moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba 'más allá
del texto' para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero" (31).
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Y si bien Sontag reconoce que en algunos contextos culturales, los cuales, dicho sea de paso
no señala con claridad, la interpretación puede ser liberadora, en otros "es reaccionaria,
impertinente, cobarde, asfixiante" (32). Hacia esta última dirige sus cuestionamientos. Su sospecha
se basa en la percepción de que en el acto interpretativo subyace un deseo inconfesado de alteración,
de sustitución de un contenido por otro. "La interpretación es la venganza que se toma el intelecto
sobre el arte", afirma en su ensayo. En la búsqueda de revelar inteligiblemente el contenido de la
obra, el texto interpretativo desplaza, suplanta a la obra misma de la cual partió. En este contexto
entendemos su afirmación de que la interpretación, apuntalada básicamente sobre la prevalencia del
contenido y su significado, reduce el arte a "una adecuación a un esquema mental de categorías"
(33).
Expresión de estas tentativas serían los métodos y procedimientos de análisis que privilegian
el plano del contenido, como el marxismo y el psicoanálisis freudiano, en los que se produce una
domesticación de la obra de arte, sustentada en lo que llama "una hipócrita negativa a dejar sola la
obra de arte” (34). Al reducirla a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra
de arte. El intérprete, esto es el crítico, es una suerte de águila condenado (porque esta carencia de
una voz afirmada en sí misma, necesitada de un referente para ser ella misma es una condena en sí)
a devorar incesantemente al último Prometeo: el arte. Pero este vivir a expensas de la obra de arte,
según sus palabras, "no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la
manera moderna de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad" (35).
¿Acaso no incurre Sontag en el extremo de defender la inefabilidad del arte, con el riesgo de
plantear un autotelismo tan peligroso como la tentación misma de invadir todos los espacios del arte
con la voracidad interpretante de la crítica moderna? Para procurar una respuesta provisoria,
volvemos sobre las páginas de su ensayo, cuando esboza lo que debería ser una crítica " que sirviera
a la obra de arte, sin usurpar su espacio" (36).
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Frente al énfasis en el contenido, la autora opone la mirada sobre la forma. Los estudios
formalistas, como los desarrollados por Panosky y Francastel para la pintura; Barthes y Frye para la
literatura, son modelos para la autora, al igual que considera como camino válido de la crítica aquel
en el que se opta por describir la aparición de una obra de arte. Ambas rutas suponen una
interpretación que revele "la superficie sensual del arte sin enlodarla". En consecuencia, lanza una
sentencia que podría leerse como su programa crítico para el arte: "en lugar de una hermenéutica,
necesitamos una erótica del arte" (37).
Transparencia sería, entonces, la palabra clave, en tanto será ésta la elevada tarea de la
crítica: vivenciar el objeto artístico en sí mismo, en su insondabilidad, y ver el mundo, las cosas "tal
como son". La autora exige para la crítica gestos de autenticidad, de fidelidad con lo que la obra es
y no con lo que nosotros pensamos o interpretamos que ella es. Ahora bien, ¿Podemos concebir la
obra como un ente cuya inefabilidad, precisamente, estaría resguardada por nuestra mirada inocente,
transparente, auténtica? ¿Dónde quedan nuestras visiones del mundo, prejuicios, valores? ¿Qué
lugar le damos?
El papel que exige Sontag estaría más próximo a la contemplación que al análisis. Y a una
contemplación que más que calificar o valorar, describe y lo hace desde la actitud amorosa del
reconocimiento del texto. No se plantea la tiranía de una interpretación que traduzca y reelabore,
sino la búsqueda de una crítica que restaure la soberanía de la obra y le otorgue al crítico la ardua
tarea de dar cuenta de lo que es: "Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos
aprender a ver más, a oír más, a sentir más" (38), apunta la autora, en un ejercicio que en mucho nos
recuerda las lecciones del poeta Rafael Cadenas: "la única doctrina de los ojos es ver" (39).
La crítica, la interpretación deberían ser, según la perspectiva planteada por Sontag, caminos
para hacer que las obras de arte se nos presentaran cada vez más reales, tal y como son, no tal y
como quisiéramos verlas, sin los aditamentos de nuestros prejuicios y valores colocados en el texto
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que da cuenta de nuestra mirada. La posición de Sontag recuerda el dilema presente en el acto de
enfrentarnos a una obra de arte, de lo que vemos y de lo que nos mira, esa suerte de horror a la
“escisión” a la que se refiere George Didí-Huberman (40) cuando distingue dos actitudes básicas de
la experiencia del ver: la tautología (lo que veo es lo que veo), un ejercicio de la visión basado “en
una serie de obligaciones con la forma”, y la creencia (ver más allá de lo que se ve), una creencia
basada en una verdad “invocante, etérea pero autoritaria”. ¿Acaso la crítica no se debate entre la
experiencia tautológica y la creencia?
La autenticidad, la "transparencia" de la que habla Sontag, quizás sirvan como los grandes
antídotos frente a los excesos de un intelectualismo que ha secuestrado la obra artística y la ha
sumergido en el universo de la "logofilia", para usar el término de Foucault. Para esta autora, "la
función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en
mostrar qué significa" (41).
Menudo dilema el que se le plantea a la crítica desde estas perspectivas expuestas por Steiner
y por Sontag. Más aún cuando desde la orilla de la sociología, Pierre Bourdieu aboga por desnudar
de inefabilidad e incomprensibilidad a la obra de arte y lanza al ruedo interrogantes como la
siguiente: “¿Será verdad que el análisis científico está condenado a destruir lo que constituye la
especificidad de la obra literaria y de la lectura, empezando por el placer estético?” (42).
El planteamiento de Bourdieu enfila baterías contra la tradición hermenéutica instituida por
Gadamer, quien en Verdad y Método (43) abrió un fecundo camino para la interpretación de la
experiencia del arte, así como también contra visiones puristas de la inefabilidad del arte como las
que inspiran a Steiner y Sontag. Bourdieu rescata la vigencia del análisis científico para el arte y la
literatura, reivindica el papel profanador y humano del saber científico puesto al servicio del arte:
Sólo preguntaré por qué a tantos críticos, a tantos escritores, a tantos filósofos les complace tanto
sostener que la experiencia de la obra de arte es inefable, que escapa por definición al conocimiento
racional; por qué tanta prisa para afirmar así, sin combatir, la derrota del saber; de dónde les viene esa
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necesidad tan poderosa por rebajar el conocimiento racional, esa furia por afirmar la irreductibilidad de
la obra de arte o, para usar una palabra más apropiada, su trascendencia (44)
De nuevo nos asaltan preguntas: ¿Acaso podemos escapar de los excesos de la devoción por
la forma, que tantos frutos ha dado en el terreno de la crítica formalista y estructural, con sus
peligrosas vivisecciones, y que llevó a aislar y a descontextualizar la obra misma hasta volverla
igualmente difusa? El reto sería encontrar un punto de equilibrio entre una crítica que atienda a la
realidad de la forma de la obra y, al mismo tiempo, no descuide las señales implícitas en el
contenido.
CRÍTICA Y “SIMULACRO DE LO ARTÍSTICO”
¿Qué lugar ocupa la crítica de arte en el mundo contemporáneo, marcado por los vaivenes
del mercado, la cosificación y la fetichización de sus productos culturales? A la pregunta por la
vigencia de la crítica se suma la interrogante sobre el lugar de la obra de arte en estos contextos
socio-culturales dominados por el empuje de las sociedades tecno-científicas.
Una primera respuesta podría ser construida desde la historia del arte y sus lecciones, tal y
como lo plantea el historiador venezolano Simón Noriega (45), quien para referirse a esta crisis de la
crítica va del momento en que la obra de arte, de valor en sí misma, como se la concibió en el
Renacimiento, se transformó progresivamente en objeto de consumo. Un “producto”, por lo tanto,
intercambiable, susceptible de entrar en el ciclo frenético de la compra-venta, del mercado, así como
a su asimilación en tanto objeto reproducible, cosificable y digno de los engranajes industriales y
comerciales.
En la línea que inauguraron los teóricos de la escuela de Frankfurt, Noriega denuncia la
masificación y la cosificación de la obra de arte, con el consiguiente proceso de desvalorización y de
pérdida de su poder transformador de la sensibilidad humana. En un mundo mediatizado por las
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industrias culturales (cine, televisión, entre otras), la obra de arte no sólo es una mercancía, sino que
también es convertida en un subproducto mediático.
La crítica, en este contexto, corre también el riesgo de someterse a las tentaciones de un
mercado que fácilmente reduce toda labor al comercio. Amenazado por la superficialidad, el crítico
en países como el nuestro, está más próximo a los comentaristas y cronistas de arte, tal y como lo
reseñan Steiner y Sontag, que a la función teórica e investigadora capaz de enriquecer la mirada
sobre el objeto artístico, tal y como lo propugna Bourdieu. La falta de un bagaje teórico es,
precisamente, la mayor de las debilidades de la crítica de arte, el talón de Aquiles con el cual
sucumbe ante las saetas del mercado y del medio artístico. Pero también hay quienes, como Ramón
Almela, abogan por la existencia de “un crítico dentro de la propia disciplina artística de las artes
plásticas familiarizado con la trasgresión además de la norma” (46).
A los dilemas sobre su ser y su proceder, la crítica de arte también es sacudida por su fácil
filiación con las modas y tendencias del momento e incluso por el impulso del mercado o por el
deseo de no pasar de moda. Bourdieu ha advertido con justicia que modernamente la labor artística
se ha vuelto más tributaria que nunca “de todo el acompañamiento de comentarios y de analistas que
contribuyen directamente a la producción de la obra a través de su reflexión sobre el arte y sobre la
labor artística que comporta siempre una labor del artista sobre sí mismo” (47).
Por su parte, Alberto Carrere y José Saborit (48) plantean que en un presente marcado por la
omnipresencia de los medios masivos y en sociedades de alta tecnificación, la preeminencia de lo
visual mediático en modo alguno hace viable el espacio para el arte y sus expresiones. Incluso el
espacio canónico, llamado a mantenerse en el tiempo, se ve avasallado por los impulsos y la rapidez
del mundo de las imágenes mediáticas, por el “simulacro de significados” en el que “'las obras de
arte del espectáculo mediático' fluyen y se revelan, impide la subsistencia de viejas formas de
aportar significados, incapaces de cuestionar o negar la ‘realidad’ tal y como es mediáticamente
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constituida por el poder económico” (49). Se produce lo que estos autores denominan una
“suspensión estética”, en la que se diluyen los significados perdurables porque
[...] la única forma posible de arte es su simulacro, o lo que es lo mismo, su definición institucional, es
decir, aquello que, ‘obviando’ lo que pudiera ser una experiencia (estética) improbable en los sujetos,
dictamina lo que por encima de ellos debe ser considerado arte. De este modo, el Arte –secularmente
condicionado por fuerzas sociales- queda ahora en manos de los media, como agentes de
homogeneización social (50).
Bourdieu, por su parte, insiste en las modificaciones que al interior del campo de producción
artística supusieron la incorporación “de un conjunto sin precedente de instituciones de registro, de
conservación y de análisis de las obras (reproducciones, catálogos, revistas de arte, museos que
abren sus puertas a las obras más recientes, etc.), el incremento del personal dedicado, total o
parcialmente, a la solemnización de la obra de arte [...]” (51).
Para Bourdieu, el destino del campo artístico y las lógicas de producción mercantil de las
obras artísticas, corre parejo con el proceso del comentario o crítica que precede a su consumo, y en
ocasiones lo garantiza. Según el sociólogo francés, en este proceso el discurso (crítica, comentario)
sobre la obra, intensifica la relación entre los intérpretes (crítico, comentador) y la obra, al punto de
que el texto crítico va más allá de un discurso para propiciar su comprensión, su “aprehensión”, su
valoración, sino que forma parte consustancial con la producción de la obra, con su sentido y su
valor. En este mismo sentido vale traer a colación lo aportado por Almela cuando sostiene que
En la crítica actual se alcanza el extremo opuesto de lo acontecido ante las posturas vanguardistas del
siglo pasado. Se propaga una complacencia con la aceptación de cualquier realización artística y con
una patente falta de rigor en el análisis del arte. El manejo de la obra se convierte en un objetivo
esencialmente económico. Esto ha convertido la actividad crítica en una manifestación o extensión del
aparato comercial encargado de la difusión de la obra. La crítica de arte se perfila como institución de
cultura utilitaria sirviendo sus propios fines e intereses. Se pierde la distinción entre el buen y el mal
arte y un relativismo cultural se adueña de las artes (52).
En su cuestionamiento a los desvíos de la crítica contemporánea, Almela recuerda el
planteamiento formulado por Terry Eagleton cuando sostiene que la crítica ha perdido su función
social fundamental, dado que aquella institución surgida con la Ilustración, nacida de una lucha
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contra los poderes del Estado absolutista del siglo XVIII, devino componente de la estructura de
relaciones públicas de la disciplina artística o en otros casos, en un asunto propio de los académicos.
En estas aguas turbulentas cabe sumar la crítica que desde el interior del campo y entre el
público se le hace al lenguaje de la crítica: o bien abstruso y difícil, en tanto concebido para el
consumo de círculos de conocedores, o bien condescendiente y descriptivo. También cabe agregar
un antiguo miedo de la crítica a equivocarse, como históricamente lo hizo cuando algunas de las más
reputadas voces críticas se alzaron contra las llamadas vanguardias históricas. Al respecto, Carrere y
Saborit han llamado la atención ante el hecho de que los criterios con los que el mercado y los
medios, junto con la crítica y el museo, valoran los productos artísticos de manera interesada y
contradictoria, toda vez que: “se valoran las aportaciones novedosas al contexto o sistema cultural
en que el fenómeno se produce [...] y se valora el arte como expresión de esos sujetos excepcionales,
a veces geniales, llamados artistas” (53).
Una explicación la ofrece el análisis que Mircea Eliade (54) hace de lo que llama “los mitos
de la élite”, especialmente aquellos vinculados con la creación artística y su impacto cultural y
social, surgidos de las duras lecciones que tanto para la crítica como para las instituciones artísticas
(museos, coleccionistas) y el público supusieron las actitudes negativas, agresivas incluso, contra
movimientos y vanguardias (impresionismo, cubismo, surrealismo).
Esto trajo como consecuencia la instauración de un relativismo artístico que promovió el
acuerdo automático entre público e instituciones culturales, incluyendo a la crítica, respecto a
expresiones artísticas tenidas por nuevas o vanguardistas. En palabras de Eliade, “es el arte el triunfo
absoluto de la revolución permanente”:
Hoy, su único miedo [de la crítica, el público, las instituciones] es no ser lo suficientemente avanzados,
el no adivinar a tiempo el genio de una obra a primera vista ininteligible. Jamás en la historia de un
artista ha sido tan cierto como hoy que cuanto más audaz, iconoclasta, absurdo e inaccesible sea, tanto
más se reconocerá su valía, se le mimará, se le idolatrará [...] Tan sólo importa una cosa: no correr el
riesgo de tener que confesar un día que no se ha comprendido la importancia de una nueva experiencia
artística (55).
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No obstante el papel jugado por la crítica en la difusión de nuevas ideas respecto al arte,
resulta paradójico asistir en el presente al adelgazamiento de su presencia pública en el mundo
contemporáneo y su reducción a un ritual de reseñas expositivas sobre las últimas novedades, como
lo advirtió hace décadas Georg Jappe (56). Este autor sostiene que dicho adelgazamiento se percibe
en tiempos cuando estamos frente a fenómenos de popularización del arte, por la vía de la difusión
que de éste han realizado los críticos tanto en las instituciones artísticas como en esos espacios
devenidos lugares naturales para este oficio: los medios de comunicación social. El precio pagado
por la crítica ha sido, según apunta, la devaluación de esta labor en el día a día de la actualidad, con
el consiguiente riesgo de circunscribir el oficio de la crítica a los vaivenes económicos del mercado.
Se mantiene vigente la puesta en cuestión que Jappe formula respecto al papel tradicional del
crítico: antes que pensar socialmente en esta figura como alguien que se limita a enjuiciar o a valorar
una obra, deberíamos pensar en alguien llamado a profundizar tanto en el proceso de creación
artística como en traducir la obra en su multiplicidad de significados. En esta tarea, la función del
crítico se encuentra condicionada por distintos factores: el medio por el cual difunde su trabajo, el
contexto social en el que se inserta, los públicos a los que se dirige, los círculos artísticos y
académicos en los cuales se mueve. En tal complejidad de escenarios y de relaciones, se mantienen
abiertas las mismas interrogantes que Jappe planteara en su texto: hacia dónde se orienta la misión
del crítico, cuáles son sus modelos y patrones y cuáles son los límites de su libertad como escritor.
En medio de la vorágine de su práctica cotidiana y después de pasearnos por distintos
aspectos vinculados a la actividad crítica, volvemos al comienzo: la crítica se realiza en ámbitos
contradictorios; se debate entre lo que es y lo que no es. El dilema de su parentesco con el arte o con
la ciencia, es una de sus tantas interrogantes abiertas, al igual que su proximidad entre la Academia
y la Universidad. Otro dilema: la crítica es una actividad que se desarrolla entre el aislamiento en el
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espacio especializado de las humanidades y la trivialización de sus conceptos, métodos y contenidos
cuando se masifica en medios de comunicación. De allí que la necesaria tarea de la crítica y su
práctica se desarrolle sobre una navaja de doble filo. Mantenerse en este tenso borde es el papel para
un oficio que, como el de la crítica, encuentra entre nosotros escasos espacios para dejar oír su voz.
CITAS Y NOTAS
1. CALABRESE, O. (1994). El lenguaje de la crítica del arte. Madrid: Ediciones Cátedra.
2. BAUER. Historiografía del Arte. Madrid: Editorial Taurus. p. 41
3. CALABRESE. Ob. Cit. p. 7
4. BAUER. Ob. Cit. p. 41
5. ORTEGA, F. y HUMANES, M. L. (2000). Algo más que periodistas. Sociología de una profesión.
Barcelona: Editorial Ariel. p. 34.
6. BOURDIEU, P. (1995). Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. BarcelonaEspaña: Editorial Anagrama. P. 108.
7. ORTEGA y HUMANES. Ob. Cit. p. 29.
8. MONTALDO, G. (2001). Teoría crítica, teoría cultural. Caracas: Equinoccio, Ediciones de la
Universidad Simón Bolívar. P.74.
9. Id.
10. BLOOM, H. (1995). El canon occidental. Barcelona: Anagrama Bloom 1995. p. 28
11. KERMODE, F. (1988). Formas de atención. Barcelona-España: Editorial Gedisa. p. 115.
12. BLOOM. Ob. Cit. p. 18.
13. CALVINO, I. (1993). Por qué leer los clásicos. Barcelona: Tusquets Editores. p. 14.
14. BLOOM. Ob. Cit. p. 30.
15. MONTALDO. Ob. Cit. p. 74.
16. BOURDIEU, P. (1999). Razones Prácticas . Barcelona: Editorial Anagrama. p. 58.
17. CALVINO. Ob. Cit. p. 17.
18. KERMODE. Ob. Cit. p. 114.
19. FOUCAULT, M (1980). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets Editores. p. 34.
20. Ibid. p. 11.
21. Ibid. p. 34.
22. Ibid. p. 25.
23. Ibid. p. 42.
21
24. BARTHES, R. (1994). Crítica y verdad, México. Siglo XXI Editores. p.15.
25. BLOOM. Ob. Cit. p. 50.
26. STEINER, G. (2001). Presencias reales. Barcelona: Editorial Destino. p. 37.
27. Ibid. p. 38.
28. Véase SONTAG, S. (1961/1996) Contra la Interpretación. México: Alfaguara. En particular el
capítulo homónimo que abre el libro. p.p. 25-39.
29. Ob. Cit. p. 27.
30. Id.
31. Ibid. p. 29.
32. Ibid. p. 30.
33. Ibid. p. 34.
34. Ibid. p. 31.
35. Ibid. p. 32.
36. Ibid. p. 37.
37. Ibid. p. 39.
38. Id.
39. CADENAS, R. (1986). Memorial. Caracas: Monte Avila Editores. p. 116.
40. DIDÍ-HUBERMAN, G. (1997). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Ediciones Manantial.
41. SONTAG. Ob. Cit. p. 39.
42. BOURDIEU (1995). Las reglas…, p. 10.
43. GADAMER, H. G. (1977): Verdad y Método. Salamanca: Ediciones Sígueme.
44. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 11.
45. NORIEGA, S. (1979): La crítica de arte en Venezuela. Mérida: Departamento de Arte de la
Universidad de Los Andes.
46. ALMELA, R. (2001): Norma y transgresión en las artes plásticas. Un alegato por el artista que
critica. En: http://www.criticarte.com/Page/file/art2001/Critica_artes_plasticas.html
47. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 257.
48. CARRERE, A. y SABORIT, J. (2000). Retórica de la pintura. Madrid: Ediciones Cátedra.
49. Ibid. p. 39.
50. Id.
51. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 254.
52. ALMELA. Ob. Cit. ¶ 6.
53. CARRERE. y SABORIT. Ob. Cit. p. 40.
54. ELIADE, M. (1994). Mito y realidad. Colombia: Editorial Labor.
55. Ibid. p. 195.
22
56. JAPPE, G. (1980). “La crítica de arte en la práctica”. En: Victoria Combalía (Comp.): El descrédito
de las vanguardias artísticas. Barcelona: Blume.
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