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Del canon a la crítica: los dilemas de un discurso canonizador

2006, Anales. Universidad Metropolitana

El presente trabajo es una investigación de carácter teórico centrada en el análisis de la crítica de arte como presencia canónica y canonizadora del arte, especialmente aquella que viene ocupando espacios en el periodismo cultural. Se estudia la presencia de la crítica como un discurso doblemente legitimador cuando pasa por el espacio de los medios de comunicación masivos, pero a su vez se incorporan las perspectivas críticas surgidas alrededor de lo que Steiner califica como discursos secundarios, basados en una interpretación que se entroniza a su vez como referencia y “orden del discurso”, como la denomina Foucault. Utilizando un análisis heurístico, se abordan las visiones teóricas que evalúan el peso de la crítica de arte en la construcción de una historiografía artística e incluso en las orientaciones estéticas de una época y en las potencialidades que se le abren a obras, artistas y circuitos expositivos para el consumo cultural contemporáneo. De igual forma se analizan las tensiones que el discurso canónico de la crítica genera entre quienes defienden el carácter inefable y autotélico del arte frente a la voracidad interpretante de la crítica moderna. También se pone de relieve el hecho de que no obstante el papel jugado por la crítica en la difusión de nuevas ideas respecto al arte, resulta paradójico asistir en el presente al adelgazamiento de su presencia pública en el mundo contemporáneo y su reducción a un ritual de reseñas expositivas sobre las últimas novedades.

1 DEL CANON A LA CRÍTICA: LOS DILEMAS DE UN DISCURSO CANONIZADOR Prof. Moraima Guanipa, UCV [email protected] El presente trabajo es una investigación de carácter teórico centrada en el análisis de la crítica de arte como presencia canónica y canonizadora del arte, especialmente aquella que viene ocupando espacios en el periodismo cultural. Se estudia la presencia de la crítica como un discurso doblemente legitimador cuando pasa por el espacio de los medios de comunicación masivos, pero a su vez se incorporan las perspectivas críticas surgidas alrededor de lo que Steiner califica como discursos secundarios, basados en una interpretación que se entroniza a su vez como referencia y “orden del discurso”, como la denomina Foucault. Utilizando un análisis heurístico, se abordan las visiones teóricas que evalúan el peso de la crítica de arte en la construcción de una historiografía artística e incluso en las orientaciones estéticas de una época y en las potencialidades que se le abren a obras, artistas y circuitos expositivos para el consumo cultural contemporáneo. De igual forma se analizan las tensiones que el discurso canónico de la crítica genera entre quienes defienden el carácter inefable y autotélico del arte frente a la voracidad interpretante de la crítica moderna. También se pone de relieve el hecho de que no obstante el papel jugado por la crítica en la difusión de nuevas ideas respecto al arte, resulta paradójico asistir en el presente al adelgazamiento de su presencia pública en el mundo contemporáneo y su reducción a un ritual de reseñas expositivas sobre las últimas novedades. Palabras clave: Arte, Crítica, Canon, Prensa ABSTRACT FROM THE CANON TO THE CRITIQUE: THE QUANDARIES OF A CANONIZING SPEECH This essay is a theoretical investigation centred on the analysis of art critique as a canonical and canonizing presence, specially the one that is starting to occupy spaces in cultural journalism. The presence of the critique is presented as a doubly legitimizing discourse when it goes through the space of the mass media; and at the same time, critical perspectives that came up around what Steiner qualifies as secondary discourses, based on an interpretation that enthrones itself as reference and “discursive order”, as denominated by Foucault are incorporated. Using a heuristic analysis, theoretical visions that evaluate the weight of the art critique in the construction of the artistic historiography and also in the aesthetic orientations of a period and the potentialities that are opened to art works, artists and expositive tracks for the contemporary cultural consumption are undertaken. Also, the tensions generated by the canonical discourse among those who defend the indescribable and autotelic nature of art against the voracious interpretation of the modern critique are analysed. Moreover, it is empathised the fact that, despite the role played by the critique in spreading new ideas in what it comes to art, it results paradoxical to be present in the narrowing of its public presence in the contemporary world and its reduction to a ritual of expositive reviews on the last novelties. Key words: Art, critique, canon, press. 2 A la manera del personaje shakespereano consumido por la duda esencial, la crítica de arte se interroga permanentemente sobre su ser y sus fines. ¿Cuál es la tarea de un crítico? ¿Con quién dialogar o a quiénes dirigirse? ¿Cuál es su papel en la vida contemporánea? Las interrogantes quedan en suspenso frente a un quehacer cuyos límites y alcances dividen aguas, avivan el fuego de una discusión inconclusa, rica en la diversidad de criterios que ensanchan su cauce. Desde esta perspectiva, pensar en la crítica del arte supone enfrentarse a territorios movedizos. Y es que la crítica de arte reúne en un mismo caudal diversas aguas: las de los artistas y productores; las de los consumidores; las de las instituciones; las de los circuitos de consumo y difusión. Pero dichas aguas no son en modo alguno serenas ni tampoco invocan el tranquilo reflejo especular para la mirada de Narciso. Se trata más bien de un espacio dilemático, marcado por la tensión entre la vocación canónica que acompaña este quehacer y los reclamos que al interior mismo del campo artístico se generan por las contradicciones y los desvíos que tal práctica ofrece. En las próximas líneas navegaremos en las aguas de esta tensión. CANON Y CRÍTICA Adentrarse en las aguas de la crítica obliga a detenernos en algunas precisiones temporales y conceptuales necesarias para comprender los alcances de una tradición cuyas raíces vienen con las transformaciones que en los diversos órdenes de la vida implantó la modernidad con sus impulsos de la Razón Ilustrada y la civilización técnico-industrial. Los orígenes de ese “arte de la interpretación”, como Calabrese (1) llamó a la crítica de arte, están ligados a la modernidad que instituyó la Ilustración. Existe consenso en ubicar en el siglo XVIII el surgimiento de la crítica de arte, cuando aparecen los primeros discursos que dejaban atrás tanto la teorización propia de los tratadistas de la antigüedad como las fórmulas y doctrinas de los artistas sobre su propio quehacer. En ello también influirá el clima de la época proclive a la institucionalización de las academias, los museos, las exposiciones y salones, que a su vez alimentaron la formación de una nueva conciencia artística que se venía fraguando desde el 3 renacimiento. Un cambio que arrastraría consigo a los artistas, por siglos sumergidos en la anónima condición de artesanos antes que en la figura del creador con nombre y valor propio como se les comenzó a ver a partir de los siglos XV y XVI. Piénsese en la defensa que hicieron artistas de la talla de León Batista Alberti y Leonardo Da Vinci para colocar a la pintura a la misma altura de otras ciencias y artes liberales. De la mano de un enciclopedista del siglo XVIII, Denis Diderot, autor de las “Críticas del Salón”, una serie de textos publicados entre 1759 y 1781, surge esta nueva institución del arte, una práctica discursiva que a partir de entonces y hasta el presente tendrá como característica la externalidad: no serán los artistas teorizando y hablando del arte y de los otros artistas, sino personajes ajenos a la creación artística los que se dedicarán a estos territorios de la interpretación y la valoración del arte. Con ello también se abriría camino al encuentro con un polo comunicativo que llega hasta nuestros días: el público. El arte dejaría de ser el coto cerrado y exclusivo de una relación desigual entre los poderes del Estado, los grandes señores y el artista anónimo, para insertarse en un espacio en el que comerciantes y burgueses, así como los procesos alfabetizadores y expansivos del libro y la naciente prensa, asomaron en el panorama con nuevas e inéditas relaciones. El eje artista-mecenas/comprador cambia sustancialmente para introducir una figura que en adelante validará la experiencia artística: “El público de arte se transforma pronto en ‘la Humanidad’, y la crítica en su órgano, en vigilia” (2). Bien lo destaca Calabrese cuando se refiere a los distintos elementos que se conjugaron para hacer posible la aparición de la crítica de arte: [...] la crítica, en tanto que arte de la interpretación, estaría vinculada a la extensión de un mercado burgués del arte, a la aparición de ‘movimientos’ artísticos con poética concreta y vocación de militancia cultural, y, por fin, a la divulgación del producto estético de las culturas que desde finales del siglo XVIII podemos empezar a definir, con mayor o menor exactitud, ‘de masas’ (por lo demás, el ‘crítico’ comienza entonces a influir en las páginas de los cotidianos y de los periódicos que, precisamente, se configuran tal y como los conocemos al acabar dicho siglo) (3). 4 Surge, pues, la crítica como discurso descriptivo, interpretativo y valorador de las obras artísticas por parte de un sujeto-intérprete, en el marco de conformación de la modernidad y del pensamiento humanístico occidental. El ejercicio crítico nació de la mano del proceso cultural que hizo posible la formación de públicos y la consolidación de una “cultura letrada” basada en el libro y, más aún, en la prensa. De allí el carácter doblemente consagratorio y legitimador de la crítica de arte, no sólo por su función valorativa y orientadora sobre lo que es el arte y quiénes son los artistas que merecen tal condición, sino también por la utilización de medios de difusión (prensa escrita) para entrar en contacto con el público. En atención a lo planteado por Hermann Bauer, la figura del crítico surge como mediador entre la obra de arte y el público y es “ahí donde el público de arte es anónimo, y deja de ser un destinatario individual. Así es el público y no el artista quien sitúa al crítico en su campo, siendo además aquél para quien el crítico juzga” (4). Es la Ilustración, con el empuje de los valores y derechos individuales, lo que permite que tanto el crítico, el intelectual, como el público, alcancen no sólo cierto grado de independencia y autonomía respecto al poder político-religioso, sino también una inusitada visibilidad social. Como lo exponen Ortega y Humanes: La Ilustración va a permitir la libertad de pensamiento y de discusión. Para hacerla viable surgirán justamente los intelectuales. Es esta impronta ilustrada (la de los públicos racionales y reflexivos y la de los intelectuales entregados a promover tal causa) la que va a perdurar largo tiempo y sostendrá la figura del sujeto racional como pivote en torno al cual gira el conocimiento (5). Debemos recordar que a lo largo del siglo XIX e incluso a comienzos del XX, la crítica de arte fue una práctica cultural ejercida de manera espontánea por escritores, poetas, filósofos volcados a la tarea de inventariar y de valorar las obras. En el caso de América Latina y de Venezuela, buena parte de sus textos se publicaban con regularidad en periódicos y revistas. Esta labor impulsó el surgimiento de la figura del crítico-intelectual en diálogo con un público 5 progresivamente masificado (alfabetizado) en tanto consumidores de bienes culturales y, especialmente, de la cultura letrada. Surge el crítico como figura intelectual llamada a contribuir con sus prédicas culturales y con sus visiones del mundo, al proceso de autonomía del campo cultural al que se ha referido Bourdieu (6) y cuya figura crucial en este sentido, de acuerdo con el autor, será Charles Baudelaire. En el siglo XIX, este poeta francés prestó su pluma para cuestionar el papel de una crítica de arte volcada a la exégesis y al relato formal y notarial de la obra. Baudelaire quiso ir más lejos, propuso ver la obra a partir de las intenciones y propósitos del artista, con lo cual dotó al crítico de un revitalizado papel social y con ello abrió camino a la conformación de un campo cultural que alcanzó un elevado nivel de autonomía y de conciencia de sí mismo. No obstante esta autonomía del campo a la que hace referencia Bourdieu con relación al paradigma crítico que encuentra tanto en Flaubert como en Baudelaire, se enfrenta con el reclamo de atención hacia los receptores de sus mensajes: el público y el vehículo de la intermediación: la prensa. Bien lo sostienen Ortega y Humanes: El escritor-intelectual necesita, más que ningún otro tipo, de un público y de los medios que le permitan tener acceso e influencia en él. Y lo necesita por partida doble: porque sin público no hay influencia [...], y porque sin público, el escritor sólo dedicado a su oficio no puede vivir en una sociedad en la que el rentista ha desaparecido (7). La presencia del binomio crítico-medio en su relación dialógica con los públicos, será el soporte de confirmación del canon artístico moderno. El proceso canonizador se define a través de la conformación de un acumulado de autores, movimientos, épocas y obras que a lo largo del tiempo se mantienen como referencias validadas de lo que es el arte. Esta noción del canon, que tanto y de manera tan diversa ha sido abordada desde el campo literario, que por lo demás conoció igual fortuna crítica en paralelo con el arte, está vinculado con la idea del “paradigma estético de una 6 época” (8), con el capital simbólico de lo nacional de una cultura y con la constitución de los clásicos: Los clásicos son textos que cultural y convencionalmente se instituyen como modelos. En sociedades modernas, con públicos anónimos y en donde los bienes culturales se acrecientan y sirven igualmente para integrar y discriminar, los clásicos resumen el conjunto de valores que se consideran estéticos (9). El canon asoma como una memoria social y común, como plantea Harold Bloom (10) en la que el crítico, las instituciones culturales (museos, circuitos expositivos y académicos) y la prensa misma, se constituyen en instancias de legitimación de artistas, movimientos, tendencias e instituciones artísticas. La figura del crítico emerge entonces como autoridad (para el medio que lo avala, para la comunidad artística y para el público). ¿Qué caracteriza o define al canon? Podría decirse que estamos frente a un proceso de históricas inclusiones y exclusiones. Las obras que ingresan al canon gozan de dos cualidades: una “perpetua modernidad”, como la calificó Kermode (11) y una “originalidad significativa”, en palabras de Bloom (12). Esa vigencia y originalidad es ratificada por Italo Calvino en Por qué leer los clásicos, cuando sostiene que los clásicos son libros (obras en el caso que nos ocupa) que “se imponen como inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual” (13). De acuerdo a Bloom (14), el canon, una palabra religiosa en su origen, es una elección entre un conjunto de textos o de obras que compiten para sobrevivir. Este proceso de selección (inclusión-exclusión), tanto de las obras que ocupan un lugar canónico como de aquellos paradigmas y modelos culturales que orientan lo específicamente artístico la realizan grupos sociales dominantes, instituciones educativas, tradiciones críticas. Vale recordar lo planteado por Montaldo en este sentido: [...] esos valores -que el canon pretende como universales- son siempre construcciones sociales y culturales pues, más allá del valor estético de una obra, ésta entrará o no al canon según que las normas de las instituciones culturales hegemónicas de una determinada cultura le den o no autorización (15). 7 Pero además, el canon es una lucha por la supervivencia y conservación antes que un relevo generacional o una herencia. De hecho, Bourdieu (16) se refiere a las “listas de autores” o de movimientos. Esto es, un proceso de canonización marcado por la construcción de una genealogía, un marco acotado de nombres consagrados y clasificados en torno a parámetros comunes e institucionalizados: épocas, generaciones, escuelas, géneros, movimientos. A favor de esta idea volvemos con Calvino quien, como lo hiciera Bloom, sostiene que “un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la genealogía” (17). El proceso canónico tiene en las voces autorizadas de la crítica su espacio de realización. Para Kermode, la opinión que impulsa la crítica “es una gran formadora de cánones y no se puede tener privilegiados sin dejar a otros por fuera, apócrifo” (18). La inclusión en las “listas de autores” de las que habla Bourdieu recibirá un tipo de interpretación que reforzará continua y progresivamente su condición de modernidad, su actualidad. CANON COMO “POLICÍA DISCURSIVA” Pero en este punto cabría preguntarnos si acaso el canon y sus procesos se corresponden con lo que Michel Foucault denomina las “sociedades del discurso” (19), aquellas cuyo modelo resulta excluyente. ¿Acaso no pertenece el canon a lo que Foucault llama “el orden del discurso”, ese espacio donde no se ingresa si no se cumple con algunos requisitos o no se está capacitado para ello? La afirmación resulta inevitable. Aquí identificamos uno de los dilemas de la crítica de arte, en tanto discurso canonizador. 8 En su lección inaugural en el Collège de France, en 1970, Foucault se dedicó a desmontar críticamente el más conspicuo orden de la Academia: el orden del discurso. El autor francés parte de una hipótesis demoledoramente simple: [...] en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad (20). Encontramos en Foucault la idea del “comentario” como una categoría mediante la cual los discursos “fundamentales o creadores” dan lugar a la construcción indefinida de otros nuevos discursos que aluden a los primeros. El canon, ese intento ordenador, clasificatorio, de alguna manera es irradiado por el sistema de exclusiones que condicionan lo que Foucault llama el orden del discurso y que tienen en la disciplina, en el quehacer especializado, en los compartimientos estancos del saber, un principio de control de la producción del discurso. Esto es lo que Foucault identifica como “una ‘policía’ discursiva”, la cual establece las reglas, e incluso los principios de verdad y verosimilitud de los discursos. Si seguimos esta perspectiva, el canon operaría como una policía discursiva, puesto que nadie entra en el orden del discurso si no cumple con algunos requisitos o no está capacitado para ello, al igual que no se ingresa al canon si no se cumple con las exigencias canonizadoras de una tradición institucionalizada. El canon formaría parte de las llamadas por Foucault “sociedades de discurso”, dirigidas a “conservar o producir discursos, para hacerlos circular en un espacio cerrado, distribuyéndolos según reglas estrictas y sin que los detentadores sean desposeídos de la función de distribución” (21). Estas “sociedades del discurso” asumen la guarda y custodia de saberes secretos, compartidos grupalmente, que en el caso de la literatura se expresan en el proceso institucionalizado del libro y sus mecanismos de edición y de presencia pública del autor. Bien podríamos establecer una correlación entre estos modelos excluyentes que Foucault describe como expresión de las sociedades del discurso- y los mecanismos de exclusión implícitos en todo canon. 9 Otro punto que pone de relieve Foucault al describir el funcionamiento del orden del discurso, es la preeminencia y prominencia que alcanza la figura del autor. Si llevamos esta figura al campo de la literatura y del arte canónicos, encontramos que no hay canon sin autores. En el canon es imposible el autor anónimo. Para usar las palabras del propio autor, "se pide que el autor rinda cuenta de la unidad del texto que se pone a su nombre, se le pide que revele, o al menos que manifieste ante él, el sentido oculto que lo recorre; se le pide que lo articule con su vida personal y con sus experiencias vividas, con la historia real que lo vio nacer" (22). Frente al esfuerzo ordenador de todo canon y su inevitable proceso de selección y exclusión, encontramos también una suerte de “veneración del discurso”, de “logofilia”, como la define Foucault. Pero bajo esa logofilia se esconde el temor contra “esa masa de cosas dichas, contra la aparición de todos esos enunciados, contra todo lo que puede haber allí de violento, de discontinuo, de batallador, y también de desorden y de peligroso, contra ese gran murmullo incesante y desordenado de discurso” (23). El discurso crítico, ha apuntado Barthes, como le ocurre a una obra de arte o literaria, se valida mediante lo que el autor francés llama “lo verosímil”, un discurso que no entra en contradicción con las voces autorizadas (canónicas) que imperan en nuestros días desde los medios y las instituciones de consumo cultural: La antigua crítica no carece de relación con lo que se podría imaginar de una crítica de masa, por poco que nuestra sociedad se lance al consumo del comentario crítico de igual modo que se entrega al consumo del film, de la novela o de la canción; al nivel de la comunidad cultural, dispone de un público, reina en las páginas literarias de algunos grandes diarios y se mueve al interior de una lógica intelectual que no permite contradecir lo que proviene de la tradición, de los Sabios, de la opinión corriente, etc. Hay, en suma, un verosímil crítico (24) El canon asoma entonces como un dique, una “policía” que fija fronteras y que, para usar la expresión de Bloom, “pretende poner límites a lo inconmensurable” (25). En este punto cabría preguntarse ¿podemos pensar el canon fuera del orden del discurso?. 10 CRÍTICA Y DISCURSOS SECUNDARIOS Modernamente la crítica de arte como discurso es vista desde otras perspectivas críticas que apuntan al corazón mismo de su esencia: la interpretación y valoración de la obra artística. Y esta crítica a la crítica arrastra consigo a los medios en los que tradicionalmente se ha construido y conformado el valor de sus discursos. A continuación abordaremos las posiciones críticas que en este sentido aportan dos autores: George Steiner y Susan Sontag. El estudioso de la cultura europea, George Steiner dedica buena parte de su libro Presencias Reales a cuestionar la preeminencia y el protagonismo de lo que llama los “discursos secundarios”. Se queja de que “los usos y valores predominantes en las sociedades de consumo de Occidente son hoy los existentes en la imaginaria comunidad de lo inmediato. Abunda lo secundario y lo parasitario” (26). Se refiere con alarma a la proliferación de palabras sobre obras de arte, literarias musicales que nunca serán vistas, leídas o escuchadas en tanto nos conformamos con la lectura secundaria del comentario: un perpetuo murmullo de comentarios estéticos, juicios improvisados y pontificaciones enlatadas inunda el aire. Es de suponer que la mayor parte del discurso artístico o el reportaje literario, de las reseñas musicales o la crítica de ballet, se hojea más que se lee, se oye más que se escucha (27). Steiner advierte sobre el desplazamiento de la crítica y su suerte de usurpación del lugar de la obra de arte. Es más natural leer el comentario que ver una obra y apreciarla en el contacto directo. Su crítica apunta a considerar este “discurso secundario” como una verdadera amenaza para las humanidades. Desde otra orilla y en otro momento, la escritora norteamericana Susan Sontag (28) también enfiló sus armas contra la interpretación y al igual que Steiner cuestiona el hecho de que la crítica pueda asumirse como un acto de sustitución y de suplantación discursiva. 11 En Contra la interpretación, Susan Sontag aborda un tema de larga historia en las artes: la condición de la obra de arte, obligada a justificarse a sí misma y a encontrar nuevos ecos en el reflejo especular de la crítica. En el ensayo que da nombre al libro, Sontag pone en cuestión el papel cultural e históricamente atribuido a la crítica en su tarea de interpretar, traducir, develar lo que una obra de arte dice. Su punto de partida es la afirmación de que todavía hoy la teoría del arte -y con ella la crítica- responde a la idea según la cual se supone que una obra de arte es su contenido (29). La autora pone de relieve el hecho de que este peso en el plano del contenido, antes que en el de la forma, lleva al arte al terreno de la justificación de sus fines, intenciones y recursos expresivos. El arte parece obligado permanentemente a dar cuenta de sus mensajes, del sentido de sus procesos comunicativos. Este énfasis, a juicio de Sontag, delata "un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe algo realmente asimilable a la idea de contenido de una obra de arte" (30). Para esta autora, los procesos de interpretación de la obra de arte, los intentos por volver inteligible un texto, una obra, esconden una tentativa de alteración: no se trata de "leer" el cuerpo textual (sea literatura, sean artes visuales), sino de revelar su sentido, su contenido secreto. De allí que reaccione contra esta tentativa que califica de simple "filisteísmo": En una posición que en cierto modo podría entenderse como purista y autotélica, la autora cuestiona los esfuerzos de comprensión y de profundización presentes en la crítica moderna: "El antiguo estilo de la interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigía otro significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba 'más allá del texto' para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero" (31). 12 Y si bien Sontag reconoce que en algunos contextos culturales, los cuales, dicho sea de paso no señala con claridad, la interpretación puede ser liberadora, en otros "es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante" (32). Hacia esta última dirige sus cuestionamientos. Su sospecha se basa en la percepción de que en el acto interpretativo subyace un deseo inconfesado de alteración, de sustitución de un contenido por otro. "La interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte", afirma en su ensayo. En la búsqueda de revelar inteligiblemente el contenido de la obra, el texto interpretativo desplaza, suplanta a la obra misma de la cual partió. En este contexto entendemos su afirmación de que la interpretación, apuntalada básicamente sobre la prevalencia del contenido y su significado, reduce el arte a "una adecuación a un esquema mental de categorías" (33). Expresión de estas tentativas serían los métodos y procedimientos de análisis que privilegian el plano del contenido, como el marxismo y el psicoanálisis freudiano, en los que se produce una domesticación de la obra de arte, sustentada en lo que llama "una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte” (34). Al reducirla a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. El intérprete, esto es el crítico, es una suerte de águila condenado (porque esta carencia de una voz afirmada en sí misma, necesitada de un referente para ser ella misma es una condena en sí) a devorar incesantemente al último Prometeo: el arte. Pero este vivir a expensas de la obra de arte, según sus palabras, "no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad" (35). ¿Acaso no incurre Sontag en el extremo de defender la inefabilidad del arte, con el riesgo de plantear un autotelismo tan peligroso como la tentación misma de invadir todos los espacios del arte con la voracidad interpretante de la crítica moderna? Para procurar una respuesta provisoria, volvemos sobre las páginas de su ensayo, cuando esboza lo que debería ser una crítica " que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio" (36). 13 Frente al énfasis en el contenido, la autora opone la mirada sobre la forma. Los estudios formalistas, como los desarrollados por Panosky y Francastel para la pintura; Barthes y Frye para la literatura, son modelos para la autora, al igual que considera como camino válido de la crítica aquel en el que se opta por describir la aparición de una obra de arte. Ambas rutas suponen una interpretación que revele "la superficie sensual del arte sin enlodarla". En consecuencia, lanza una sentencia que podría leerse como su programa crítico para el arte: "en lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte" (37). Transparencia sería, entonces, la palabra clave, en tanto será ésta la elevada tarea de la crítica: vivenciar el objeto artístico en sí mismo, en su insondabilidad, y ver el mundo, las cosas "tal como son". La autora exige para la crítica gestos de autenticidad, de fidelidad con lo que la obra es y no con lo que nosotros pensamos o interpretamos que ella es. Ahora bien, ¿Podemos concebir la obra como un ente cuya inefabilidad, precisamente, estaría resguardada por nuestra mirada inocente, transparente, auténtica? ¿Dónde quedan nuestras visiones del mundo, prejuicios, valores? ¿Qué lugar le damos? El papel que exige Sontag estaría más próximo a la contemplación que al análisis. Y a una contemplación que más que calificar o valorar, describe y lo hace desde la actitud amorosa del reconocimiento del texto. No se plantea la tiranía de una interpretación que traduzca y reelabore, sino la búsqueda de una crítica que restaure la soberanía de la obra y le otorgue al crítico la ardua tarea de dar cuenta de lo que es: "Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más" (38), apunta la autora, en un ejercicio que en mucho nos recuerda las lecciones del poeta Rafael Cadenas: "la única doctrina de los ojos es ver" (39). La crítica, la interpretación deberían ser, según la perspectiva planteada por Sontag, caminos para hacer que las obras de arte se nos presentaran cada vez más reales, tal y como son, no tal y como quisiéramos verlas, sin los aditamentos de nuestros prejuicios y valores colocados en el texto 14 que da cuenta de nuestra mirada. La posición de Sontag recuerda el dilema presente en el acto de enfrentarnos a una obra de arte, de lo que vemos y de lo que nos mira, esa suerte de horror a la “escisión” a la que se refiere George Didí-Huberman (40) cuando distingue dos actitudes básicas de la experiencia del ver: la tautología (lo que veo es lo que veo), un ejercicio de la visión basado “en una serie de obligaciones con la forma”, y la creencia (ver más allá de lo que se ve), una creencia basada en una verdad “invocante, etérea pero autoritaria”. ¿Acaso la crítica no se debate entre la experiencia tautológica y la creencia? La autenticidad, la "transparencia" de la que habla Sontag, quizás sirvan como los grandes antídotos frente a los excesos de un intelectualismo que ha secuestrado la obra artística y la ha sumergido en el universo de la "logofilia", para usar el término de Foucault. Para esta autora, "la función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa" (41). Menudo dilema el que se le plantea a la crítica desde estas perspectivas expuestas por Steiner y por Sontag. Más aún cuando desde la orilla de la sociología, Pierre Bourdieu aboga por desnudar de inefabilidad e incomprensibilidad a la obra de arte y lanza al ruedo interrogantes como la siguiente: “¿Será verdad que el análisis científico está condenado a destruir lo que constituye la especificidad de la obra literaria y de la lectura, empezando por el placer estético?” (42). El planteamiento de Bourdieu enfila baterías contra la tradición hermenéutica instituida por Gadamer, quien en Verdad y Método (43) abrió un fecundo camino para la interpretación de la experiencia del arte, así como también contra visiones puristas de la inefabilidad del arte como las que inspiran a Steiner y Sontag. Bourdieu rescata la vigencia del análisis científico para el arte y la literatura, reivindica el papel profanador y humano del saber científico puesto al servicio del arte: Sólo preguntaré por qué a tantos críticos, a tantos escritores, a tantos filósofos les complace tanto sostener que la experiencia de la obra de arte es inefable, que escapa por definición al conocimiento racional; por qué tanta prisa para afirmar así, sin combatir, la derrota del saber; de dónde les viene esa 15 necesidad tan poderosa por rebajar el conocimiento racional, esa furia por afirmar la irreductibilidad de la obra de arte o, para usar una palabra más apropiada, su trascendencia (44) De nuevo nos asaltan preguntas: ¿Acaso podemos escapar de los excesos de la devoción por la forma, que tantos frutos ha dado en el terreno de la crítica formalista y estructural, con sus peligrosas vivisecciones, y que llevó a aislar y a descontextualizar la obra misma hasta volverla igualmente difusa? El reto sería encontrar un punto de equilibrio entre una crítica que atienda a la realidad de la forma de la obra y, al mismo tiempo, no descuide las señales implícitas en el contenido. CRÍTICA Y “SIMULACRO DE LO ARTÍSTICO” ¿Qué lugar ocupa la crítica de arte en el mundo contemporáneo, marcado por los vaivenes del mercado, la cosificación y la fetichización de sus productos culturales? A la pregunta por la vigencia de la crítica se suma la interrogante sobre el lugar de la obra de arte en estos contextos socio-culturales dominados por el empuje de las sociedades tecno-científicas. Una primera respuesta podría ser construida desde la historia del arte y sus lecciones, tal y como lo plantea el historiador venezolano Simón Noriega (45), quien para referirse a esta crisis de la crítica va del momento en que la obra de arte, de valor en sí misma, como se la concibió en el Renacimiento, se transformó progresivamente en objeto de consumo. Un “producto”, por lo tanto, intercambiable, susceptible de entrar en el ciclo frenético de la compra-venta, del mercado, así como a su asimilación en tanto objeto reproducible, cosificable y digno de los engranajes industriales y comerciales. En la línea que inauguraron los teóricos de la escuela de Frankfurt, Noriega denuncia la masificación y la cosificación de la obra de arte, con el consiguiente proceso de desvalorización y de pérdida de su poder transformador de la sensibilidad humana. En un mundo mediatizado por las 16 industrias culturales (cine, televisión, entre otras), la obra de arte no sólo es una mercancía, sino que también es convertida en un subproducto mediático. La crítica, en este contexto, corre también el riesgo de someterse a las tentaciones de un mercado que fácilmente reduce toda labor al comercio. Amenazado por la superficialidad, el crítico en países como el nuestro, está más próximo a los comentaristas y cronistas de arte, tal y como lo reseñan Steiner y Sontag, que a la función teórica e investigadora capaz de enriquecer la mirada sobre el objeto artístico, tal y como lo propugna Bourdieu. La falta de un bagaje teórico es, precisamente, la mayor de las debilidades de la crítica de arte, el talón de Aquiles con el cual sucumbe ante las saetas del mercado y del medio artístico. Pero también hay quienes, como Ramón Almela, abogan por la existencia de “un crítico dentro de la propia disciplina artística de las artes plásticas familiarizado con la trasgresión además de la norma” (46). A los dilemas sobre su ser y su proceder, la crítica de arte también es sacudida por su fácil filiación con las modas y tendencias del momento e incluso por el impulso del mercado o por el deseo de no pasar de moda. Bourdieu ha advertido con justicia que modernamente la labor artística se ha vuelto más tributaria que nunca “de todo el acompañamiento de comentarios y de analistas que contribuyen directamente a la producción de la obra a través de su reflexión sobre el arte y sobre la labor artística que comporta siempre una labor del artista sobre sí mismo” (47). Por su parte, Alberto Carrere y José Saborit (48) plantean que en un presente marcado por la omnipresencia de los medios masivos y en sociedades de alta tecnificación, la preeminencia de lo visual mediático en modo alguno hace viable el espacio para el arte y sus expresiones. Incluso el espacio canónico, llamado a mantenerse en el tiempo, se ve avasallado por los impulsos y la rapidez del mundo de las imágenes mediáticas, por el “simulacro de significados” en el que “'las obras de arte del espectáculo mediático' fluyen y se revelan, impide la subsistencia de viejas formas de aportar significados, incapaces de cuestionar o negar la ‘realidad’ tal y como es mediáticamente 17 constituida por el poder económico” (49). Se produce lo que estos autores denominan una “suspensión estética”, en la que se diluyen los significados perdurables porque [...] la única forma posible de arte es su simulacro, o lo que es lo mismo, su definición institucional, es decir, aquello que, ‘obviando’ lo que pudiera ser una experiencia (estética) improbable en los sujetos, dictamina lo que por encima de ellos debe ser considerado arte. De este modo, el Arte –secularmente condicionado por fuerzas sociales- queda ahora en manos de los media, como agentes de homogeneización social (50). Bourdieu, por su parte, insiste en las modificaciones que al interior del campo de producción artística supusieron la incorporación “de un conjunto sin precedente de instituciones de registro, de conservación y de análisis de las obras (reproducciones, catálogos, revistas de arte, museos que abren sus puertas a las obras más recientes, etc.), el incremento del personal dedicado, total o parcialmente, a la solemnización de la obra de arte [...]” (51). Para Bourdieu, el destino del campo artístico y las lógicas de producción mercantil de las obras artísticas, corre parejo con el proceso del comentario o crítica que precede a su consumo, y en ocasiones lo garantiza. Según el sociólogo francés, en este proceso el discurso (crítica, comentario) sobre la obra, intensifica la relación entre los intérpretes (crítico, comentador) y la obra, al punto de que el texto crítico va más allá de un discurso para propiciar su comprensión, su “aprehensión”, su valoración, sino que forma parte consustancial con la producción de la obra, con su sentido y su valor. En este mismo sentido vale traer a colación lo aportado por Almela cuando sostiene que En la crítica actual se alcanza el extremo opuesto de lo acontecido ante las posturas vanguardistas del siglo pasado. Se propaga una complacencia con la aceptación de cualquier realización artística y con una patente falta de rigor en el análisis del arte. El manejo de la obra se convierte en un objetivo esencialmente económico. Esto ha convertido la actividad crítica en una manifestación o extensión del aparato comercial encargado de la difusión de la obra. La crítica de arte se perfila como institución de cultura utilitaria sirviendo sus propios fines e intereses. Se pierde la distinción entre el buen y el mal arte y un relativismo cultural se adueña de las artes (52). En su cuestionamiento a los desvíos de la crítica contemporánea, Almela recuerda el planteamiento formulado por Terry Eagleton cuando sostiene que la crítica ha perdido su función social fundamental, dado que aquella institución surgida con la Ilustración, nacida de una lucha 18 contra los poderes del Estado absolutista del siglo XVIII, devino componente de la estructura de relaciones públicas de la disciplina artística o en otros casos, en un asunto propio de los académicos. En estas aguas turbulentas cabe sumar la crítica que desde el interior del campo y entre el público se le hace al lenguaje de la crítica: o bien abstruso y difícil, en tanto concebido para el consumo de círculos de conocedores, o bien condescendiente y descriptivo. También cabe agregar un antiguo miedo de la crítica a equivocarse, como históricamente lo hizo cuando algunas de las más reputadas voces críticas se alzaron contra las llamadas vanguardias históricas. Al respecto, Carrere y Saborit han llamado la atención ante el hecho de que los criterios con los que el mercado y los medios, junto con la crítica y el museo, valoran los productos artísticos de manera interesada y contradictoria, toda vez que: “se valoran las aportaciones novedosas al contexto o sistema cultural en que el fenómeno se produce [...] y se valora el arte como expresión de esos sujetos excepcionales, a veces geniales, llamados artistas” (53). Una explicación la ofrece el análisis que Mircea Eliade (54) hace de lo que llama “los mitos de la élite”, especialmente aquellos vinculados con la creación artística y su impacto cultural y social, surgidos de las duras lecciones que tanto para la crítica como para las instituciones artísticas (museos, coleccionistas) y el público supusieron las actitudes negativas, agresivas incluso, contra movimientos y vanguardias (impresionismo, cubismo, surrealismo). Esto trajo como consecuencia la instauración de un relativismo artístico que promovió el acuerdo automático entre público e instituciones culturales, incluyendo a la crítica, respecto a expresiones artísticas tenidas por nuevas o vanguardistas. En palabras de Eliade, “es el arte el triunfo absoluto de la revolución permanente”: Hoy, su único miedo [de la crítica, el público, las instituciones] es no ser lo suficientemente avanzados, el no adivinar a tiempo el genio de una obra a primera vista ininteligible. Jamás en la historia de un artista ha sido tan cierto como hoy que cuanto más audaz, iconoclasta, absurdo e inaccesible sea, tanto más se reconocerá su valía, se le mimará, se le idolatrará [...] Tan sólo importa una cosa: no correr el riesgo de tener que confesar un día que no se ha comprendido la importancia de una nueva experiencia artística (55). 19 No obstante el papel jugado por la crítica en la difusión de nuevas ideas respecto al arte, resulta paradójico asistir en el presente al adelgazamiento de su presencia pública en el mundo contemporáneo y su reducción a un ritual de reseñas expositivas sobre las últimas novedades, como lo advirtió hace décadas Georg Jappe (56). Este autor sostiene que dicho adelgazamiento se percibe en tiempos cuando estamos frente a fenómenos de popularización del arte, por la vía de la difusión que de éste han realizado los críticos tanto en las instituciones artísticas como en esos espacios devenidos lugares naturales para este oficio: los medios de comunicación social. El precio pagado por la crítica ha sido, según apunta, la devaluación de esta labor en el día a día de la actualidad, con el consiguiente riesgo de circunscribir el oficio de la crítica a los vaivenes económicos del mercado. Se mantiene vigente la puesta en cuestión que Jappe formula respecto al papel tradicional del crítico: antes que pensar socialmente en esta figura como alguien que se limita a enjuiciar o a valorar una obra, deberíamos pensar en alguien llamado a profundizar tanto en el proceso de creación artística como en traducir la obra en su multiplicidad de significados. En esta tarea, la función del crítico se encuentra condicionada por distintos factores: el medio por el cual difunde su trabajo, el contexto social en el que se inserta, los públicos a los que se dirige, los círculos artísticos y académicos en los cuales se mueve. En tal complejidad de escenarios y de relaciones, se mantienen abiertas las mismas interrogantes que Jappe planteara en su texto: hacia dónde se orienta la misión del crítico, cuáles son sus modelos y patrones y cuáles son los límites de su libertad como escritor. En medio de la vorágine de su práctica cotidiana y después de pasearnos por distintos aspectos vinculados a la actividad crítica, volvemos al comienzo: la crítica se realiza en ámbitos contradictorios; se debate entre lo que es y lo que no es. El dilema de su parentesco con el arte o con la ciencia, es una de sus tantas interrogantes abiertas, al igual que su proximidad entre la Academia y la Universidad. Otro dilema: la crítica es una actividad que se desarrolla entre el aislamiento en el 20 espacio especializado de las humanidades y la trivialización de sus conceptos, métodos y contenidos cuando se masifica en medios de comunicación. De allí que la necesaria tarea de la crítica y su práctica se desarrolle sobre una navaja de doble filo. Mantenerse en este tenso borde es el papel para un oficio que, como el de la crítica, encuentra entre nosotros escasos espacios para dejar oír su voz. CITAS Y NOTAS 1. CALABRESE, O. (1994). El lenguaje de la crítica del arte. Madrid: Ediciones Cátedra. 2. BAUER. Historiografía del Arte. Madrid: Editorial Taurus. p. 41 3. CALABRESE. Ob. Cit. p. 7 4. BAUER. Ob. Cit. p. 41 5. ORTEGA, F. y HUMANES, M. L. (2000). Algo más que periodistas. Sociología de una profesión. Barcelona: Editorial Ariel. p. 34. 6. BOURDIEU, P. (1995). Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. BarcelonaEspaña: Editorial Anagrama. P. 108. 7. ORTEGA y HUMANES. Ob. Cit. p. 29. 8. MONTALDO, G. (2001). Teoría crítica, teoría cultural. Caracas: Equinoccio, Ediciones de la Universidad Simón Bolívar. P.74. 9. Id. 10. BLOOM, H. (1995). El canon occidental. Barcelona: Anagrama Bloom 1995. p. 28 11. KERMODE, F. (1988). Formas de atención. Barcelona-España: Editorial Gedisa. p. 115. 12. BLOOM. Ob. Cit. p. 18. 13. CALVINO, I. (1993). Por qué leer los clásicos. Barcelona: Tusquets Editores. p. 14. 14. BLOOM. Ob. Cit. p. 30. 15. MONTALDO. Ob. Cit. p. 74. 16. BOURDIEU, P. (1999). Razones Prácticas . Barcelona: Editorial Anagrama. p. 58. 17. CALVINO. Ob. Cit. p. 17. 18. KERMODE. Ob. Cit. p. 114. 19. FOUCAULT, M (1980). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets Editores. p. 34. 20. Ibid. p. 11. 21. Ibid. p. 34. 22. Ibid. p. 25. 23. Ibid. p. 42. 21 24. BARTHES, R. (1994). Crítica y verdad, México. Siglo XXI Editores. p.15. 25. BLOOM. Ob. Cit. p. 50. 26. STEINER, G. (2001). Presencias reales. Barcelona: Editorial Destino. p. 37. 27. Ibid. p. 38. 28. Véase SONTAG, S. (1961/1996) Contra la Interpretación. México: Alfaguara. En particular el capítulo homónimo que abre el libro. p.p. 25-39. 29. Ob. Cit. p. 27. 30. Id. 31. Ibid. p. 29. 32. Ibid. p. 30. 33. Ibid. p. 34. 34. Ibid. p. 31. 35. Ibid. p. 32. 36. Ibid. p. 37. 37. Ibid. p. 39. 38. Id. 39. CADENAS, R. (1986). Memorial. Caracas: Monte Avila Editores. p. 116. 40. DIDÍ-HUBERMAN, G. (1997). Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Ediciones Manantial. 41. SONTAG. Ob. Cit. p. 39. 42. BOURDIEU (1995). Las reglas…, p. 10. 43. GADAMER, H. G. (1977): Verdad y Método. Salamanca: Ediciones Sígueme. 44. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 11. 45. NORIEGA, S. (1979): La crítica de arte en Venezuela. Mérida: Departamento de Arte de la Universidad de Los Andes. 46. ALMELA, R. (2001): Norma y transgresión en las artes plásticas. Un alegato por el artista que critica. En: http://www.criticarte.com/Page/file/art2001/Critica_artes_plasticas.html 47. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 257. 48. CARRERE, A. y SABORIT, J. (2000). Retórica de la pintura. Madrid: Ediciones Cátedra. 49. Ibid. p. 39. 50. Id. 51. BOURDIEU. Ob. Cit. p. 254. 52. ALMELA. Ob. Cit. ¶ 6. 53. CARRERE. y SABORIT. Ob. Cit. p. 40. 54. ELIADE, M. (1994). Mito y realidad. Colombia: Editorial Labor. 55. Ibid. p. 195. 22 56. JAPPE, G. (1980). “La crítica de arte en la práctica”. En: Victoria Combalía (Comp.): El descrédito de las vanguardias artísticas. Barcelona: Blume. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS - ALMELA, R. (2001). “Norma y trasgresión en las artes plásticas. Un alegato por el artista que critica”. Dirección URL: < http://www.criticarte.com/Page/file/art2001/Critica_artes_plasticas.html> [Consulta: 18 febrero 2005] - BARTHES, R. (1994). Crítica y verdad, México. Siglo XXI Editores. - BAUER, H. (1981). Historiografía del Arte. Madrid: Editorial Taurus. - BLOOM, H. (1995). El canon occidental. Barcelona: Anagrama. - BOURDIEU, P. (1999). Razones Prácticas . Barcelona: Editorial Anagrama. - BOURDIEU, P. (1995). Las reglas del arte. 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