J.D. Salinger
El guardián entre el centeno
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid®
Título original: The Catcher in the Rye Traductor: Carmen Criado
Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1978 Vigésima reimpresión en
"El Libro de Bolsillo": 1995
© Copyright 1945, 1946, 1951 by Copyright renewed 1973, 1974 © Ed.
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1991, 1992, 1993, 1994, 1995
Calle J. I. Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
Tel. 393 88 88
ISBN: 84-206-1689-3
Depósito legal: B: 41.558-1995
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Printed in Spain
Capítulo 1
Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán
saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis
padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield,
pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y,
segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a
hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo
mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay
quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con
pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó
durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que
tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D.B. tampoco le he
contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está
muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana.
El será quien me lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes próximo.
Acaba de comprarse un «Jaguar», uno de esos cacharros ingleses que se
ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil
dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en
casa era sólo un escritor corriente y normal. Por si no saben quién es, les
diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos
fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de
un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha
comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D.B. está en
Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni
me lo nombren.
Empezaré por el día en que salí de Pencey, que es un colegio que hay en
Agerstown, Pennsylvania. Habrán oído hablar de él. En todo caso, seguro
que han visto la propaganda. Se anuncia en miles de revistas siempre con un
tío de muy buena facha montado en un caballo y saltando una valla. Como
si en Pencey no se hiciera otra cosa que jugar todo el santo día al polo. Por
mi parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un caballo ni por
casualidad. Debajo de la foto del tío montando siempre dice lo mismo:
«Desde 1888 moldeamos muchachos transformándolos en hombres
espléndidos y de mente clara.» Tontadas. En Pencey se moldea tan poco
como en cualquier otro colegio. Y allí no había un solo tío ni espléndido, ni
de mente clara. Bueno, sí. Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente ya
eran así de nacimiento.
Pero como les iba diciendo, era el sábado del partido de fútbol contra
Saxon Hall. A ese partido se le tenía en Pencey por una cosa muy seria. Era
el último del año y había que suicidarse o -poco menos si no ganaba el
equipo del colegio. Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde estaba yo
en lo más alto de Thomsen Hill junto a un cañón absurdo de esos de la
Guerra de la Independencia y todo ese follón. No se veían muy bien los
graderíos, pero sí se oían los gritos, fuertes y sonoros los del lado de Pencey,
porque estaban allí prácticamente todos los alumnos menos yo, y débiles y
como apagados los del lado de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo
general nunca se traía muchos partidarios.
A los encuentros no solían ir muchas chicas. Sólo los más mayores podían
traer invitadas. Por donde se le mirase era un asco de colegio. A mí los que
me gustan son esos sitios donde, al menos de vez en cuando, se ven unas
cuantas chavalas aunque sólo estén rascándose un brazo, o sonándose la
nariz, o riéndose, o haciendo lo que les dé la gana. Selma Thurner, la hija
del director, sí iba con bastante frecuencia, pero, vamos, no era exactamente
el tipo de chica como para volverle a uno loco de deseo. Aunque simpática
sí era. Una vez fui sentado a su lado en el autobús desde Agerstown al
colegio y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy bien. Tenía una nariz
muy larga, las uñas todas comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el
pecho unos postizos de esos que parece que van a pincharle a uno, pero en el
fondo daba un poco de pena. Lo que más me gustaba de ella es que nunca te
venía con el rollo de lo fenomenal que era su padre. Probablemente sabía
que era un gilipollas.
Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en vez de en el campo de fútbol,
era porque acababa de volver de Nueva York con el equipo de esgrima. Yo
era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos ido a Nueva York aquella mañana
para enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo que el encuentro no
se celebró. Me dejé los floretes, el equipo y todos los demás trastos en el
metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó es que tuve que ir mirando el
plano todo el tiempo para saber dónde teníamos que bajarnos. Así que
volvimos a Pencey a las dos y media en vez de a la hora de la cena. Los tíos
del equipo me hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta. La verdad es
que dentro de todo tuvo gracia.
La otra razón por la que no había ido al partido era porque quería
despedirme de Spencer, mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé
que probablemente no se pondría bien hasta ya entradas las vacaciones de
Navidad. Me había escrito una nota para que fuera a verlo antes de irme a
casa. Sabía que no volvería a Pencey.
Es que no les he dicho que me habían echado. No me dejaban volver
después de las vacaciones porque me habían suspendido en cuatro
asignaturas y no estudiaba nada. Me advirtieron varias veces para que me
aplicara, sobre todo antes de los exámenes parciales cuando mis padres
fueron a hablar con el director, pero yo no hice caso. Así que me
expulsaron. En Pencey expulsan a los chicos por menos de nada. Tienen un
nivel académico muy alto. De verdad.
Pues, como iba diciendo, era diciembre y hacía un frío que pelaba en lo
alto de aquella dichosa montañita. Yo sólo llevaba la gabardina y ni guantes
ni nada. La semana anterior alguien se había llevado directamente de mi
cuarto mi abrigo de pelo de camello con los guantes forrados de piel
metidos en los bolsillos y todo. Pencey era una cueva de ladrones. La
mayoría de los chicos eran de familias de mucho dinero, pero aun así era
una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio más te roban,
palabra. Total, que ahí estaba yo junto a ese cañón absurdo mirando el
campo de fútbol y pasando un frío de mil demonios. Sólo que no me fijaba
mucho en el partido. Si seguía clavado al suelo, era por ver si me entraba
una sensación de despedida. Lo que quiero decir es que me he ido de un
montón de colegios y de sitios sin darme cuenta siquiera de que me
marchaba. Y eso me revienta. No importa que la sensación sea triste o hasta
desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que
me marcho. Si no luego da más pena todavía.
Tuve suerte. De pronto pensé en una cosa que me ayudó a sentir que me
marchaba. Me acordé de un día en octubre o por ahí en que yo, Robert
Tichener y Paul Campbell estábamos jugando al fútbol delante del edificio
de la administración. Eran unos tíos estupendos, sobre todo Tichener.
Faltaban pocos minutos para la cena y había anochecido bastante, pero
nosotros seguíamos dale que te pego metiéndole puntapiés a la pelota.
Estaba ya tan oscuro que casi no se veía ni el balón, pero ninguno queríamos
dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Al final no tuvimos más remedio.
El profesor de biología, el señor Zambesi, se asomó a la ventana del edificio
y nos dijo que volviéramos al dormitorio y nos arregláramos para la cena.
Pero, a lo que iba, si consigo recordar una cosa de ese estilo, enseguida me
entra la sensación de despedida. Por lo menos la mayoría de las veces. En
cuanto la noté me di la vuelta y eché a correr cuesta abajo por la ladera
opuesta de la colina en dirección a la casa de Spencer. No vivía dentro del
recinto del colegio. Vivía en la Avenida Anthony Wayne.
Corrí hasta la puerta de la verja y allí me detuve a cobrar aliento. La
verdad es que en cuanto corro un poco se me corta la respiración. Por una
parte, porque fumo como una chimenea, o, mejor dicho, fumaba, porque me
obligaron a dejarlo. Y por otra, porque el año pasado crecí seis pulgadas y
media. Por eso también estuve a punto de pescar una tuberculosis y tuvieron
que mandarme aquí a que me hicieran un montón de análisis y cosas de
ésas. A pesar de todo, soy un tío bastante sano, no crean.
Pero, como decía, en cuanto recobré el aliento crucé a todo correr la
carretera 204. Estaba completamente helada y no me rompí la crisma de
milagro. Ni siquiera sé por qué corría. Supongo que porque me apetecía. De
pronto me sentí como si estuviera desapareciendo. Era una de esas tardes
extrañas, horriblemente frías y sin sol ni nada, y uno se sentía como si fuera
a esfumarse cada vez que cruzaba la carretera.
¡Jo! ¡No me di prisa ni nada a tocar el timbre de la puerta en cuanto llegué
a casa de Spencer! Estaba completamente helado. Me dolían las orejas y
apenas podía mover los dedos de las manos.
—¡Vamos, vamos! —dije casi en voz alta—. ¡A ver si abren de una vez!
Al fin apareció la señora Spencer. No tenían criada ni nada y siempre
salían ellos mismos a abrir la puerta. No debían andar muy bien de pasta.
—¡Holden! —dijo la señora Spencer—. ¡Qué alegría verte! Entra, hijo,
entra. Te habrás quedado heladito.
Me parece que se alegró de verme. Le caía simpático. Al menos eso creo.
Se imaginarán la velocidad a que entré en aquella casa.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —le pregunté—. ¿Cómo está el
señor Spencer?
—Dame el abrigo —me dijo. No me había oído preguntar por su marido.
Estaba un poco sorda.
Colgó mi abrigo en el armario del recibidor y, mientras, me eché el pelo
hacia atrás con la mano. Por lo general, lo llevo cortado al cepillo y no tengo
que preocuparme mucho de peinármelo.
—¿Cómo está usted, señora Spencer? —volví a decirle, sólo que esta vez
más alto para que me oyera.
—Muy bien, Holden —Cerró la puerta del armario-. Y tú, ¿cómo estás?
Por el tono de la pregunta supe inmediatamente que Spencer le había
contado lo de mi expulsión.
—Muy bien —le dije—. Y, ¿cómo está el señor Spencer? ¿Se le ha
pasado ya la gripe?
—¡Qué va! Holden, se está portando como un perfecto... yo que sé qué...
Está en su habitación, hijo. Pasa.
Capítulo 2
Dormían en habitaciones separadas y todo. Debían tener como setenta
años cada uno y hasta puede que más, y, sin embargo, aún seguían
disfrutando con sus cosas. Un poco a lo tonto, claro. Pensarán que tengo
mala idea, pero de verdad no lo digo con esa intención. Lo que quiero decir
es que solía pensar en Spencer a menudo, y que cuando uno pensaba mucho
en él, empezaba a preguntarse para qué demonios querría seguir viviendo.
Estaba todo encorvado en una postura terrible, y en clase, cuando se le caía
una tiza al suelo, siempre tenía que levantarse un tío de la primera fila a
recogérsela. A mí eso me parece horrible. Pero si se pensaba en él sólo un
poco, no mucho, resultaba que dentro de todo no lo pasaba tan mal. Por
ejemplo, un domingo que nos había invitado a mí y a otros cuantos chicos a
tomar chocolate, nos enseñó una manta toda raída que él y su mujer le
habían comprado a un navajo en el parque de Yellowstone. Se notaba que
Spencer lo había pasado de miedo comprándola. A eso me refería. Ahí
tienen a un tío como Spencer, más viejo que Matusalén, y resulta que se lo
pasa bárbaro comprándose una manta.
Tenía la puerta abierta, pero aun así llamé un poco con los nudillos para
no parecer mal educado. Se le veía desde fuera. Estaba sentado en un gran
sillón de cuero envuelto en la manta de que acabo de hablarles. Cuando
llamé, me miró.
—¿Quién es? —gritó—. ¡Caulfield! ¡Entra, muchacho!
Fuera de clase estaba siempre gritando. A veces le ponía a uno nervioso.
En cuanto entré, me arrepentí de haber ido. Estaba leyendo el Atlantic
Monthly, tenía la habitación llena de pastillas y medicinas, y olía a Vicks
Vaporub. Todo bastante deprimente. Confieso que no me vuelven loco los
enfermos, pero lo que hacía la cosa aún peor era que llevaba puesto un batín
tristísimo todo zarrapastroso, que debía tener desde que nació. Nunca me ha
gustado ver a viejos ni en pijama, ni en batín ni en nada de eso. Van
enseñando el pecho todo lleno de bultos, y las piernas, esas piernas de viejo
que se ven en las playas, muy blancas y sin nada de pelo.
—Buenas tardes, señor —le dije—. Me han dado su recado. Muchas
gracias.
Me había escrito una nota para decirme que fuera a despedirme de él
antes del comienzo de las vacaciones.
—No tenía que haberse molestado. Habría venido a verle de todos modos.
—Siéntate ahí, muchacho dijo Spencer.
Se refería a la cama. Me senté.
-—¿Cómo está de la gripe?
—Si me sintiera un poco mejor, tendría que llamar al médico —dijo
Spencer.
Se hizo una gracia horrorosa y empezó a reírse como un loco, medio
ahogándose. Al final se enderezó en el asiento y me dijo:
—¿Cómo no estás en el campo de fútbol? Creí que hoy era el día del
partido.
—Lo es. Y pensaba ir. Pero es que acabo de volver de Nueva York con el
equipo de esgrima —le dije.
¡Vaya cama que tenía el tío! Dura como una piedra. De pronto le dio por
ponerse serio. Me lo estaba temiendo.
—Así que nos dejas, ¿eh?
—Sí, señor, eso parece.
Empezó a mover la cabeza como tenía por costumbre. Nunca he visto a
nadie mover tanto la cabeza como a Spencer. Y nunca llegué a saber si lo
hacía porque estaba pensando mucho, o porque no era más que un vejete
que ya no distinguía el culo de las témporas.
—¿Qué te dijo el señor Thurmer, muchacho? He sabido que tuvisteis una
conversación.
—Sí. Es verdad. Me pasé en su oficina como dos horas, creo.
—Y, ¿qué te dijo?
—Pues eso de que la vida es como una partida y hay que vivirla de
acuerdo con las reglas del juego. Estuvo muy bien. Vamos, que no se puso
como una fiera ni nada. Sólo me dijo que la vida era una partida y todo eso...
Ya sabe.
—La vida es una partida, muchacho. La vida es una partida y hay que
vivirla de acuerdo con las reglas del juego.
—Sí, señor. Ya lo sé. Ya lo sé.
De partida un cuerno. Menuda partida. Si te toca del lado de los que
cortan el bacalao, desde luego que es una partida, eso lo reconozco. Pero si
te toca del otro lado, no veo dónde está la partida. En ninguna parte. Lo que
es de partida, nada.
—¿Ha escrito ya el señor Thurner a tus padres? —me preguntó Spencer.
—Me dijo que iba a escribirles el lunes.
—¿Te has comunicado ya con ellos?
—No señor, aún no me he comunicado con ellos porque, seguramente, les
veré el miércoles por la noche cuando vuelva a casa.
—Y, ¿cómo crees que tomarán la noticia?
—Pues... se enfadarán bastante —le dije—. Se enfadarán. He ido ya como
a cuatro colegios.
Meneé la cabeza. Meneo mucho la cabeza.
—¡Jo! —dije luego. También digo «¡jo!» muchas veces. En parte porque
tengo un vocabulario pobrísimo, y en parte porque a veces hablo y actúo
como si fuera más joven de lo que soy. Entonces tenía dieciséis años. Ahora
tengo diecisiete y, a veces, parece que tuviera trece, lo cual es bastante
irónico porque mido seis pies y dos pulgadas y tengo un montón de canas.
De verdad. Todo un lado de la cabeza, el derecho, lo tengo lleno de millones
de pelos grises. Desde pequeño. Y aun así hago cosas de crío de doce años.
Lo dice todo el mundo, especialmente mi padre, y en parte es verdad,
aunque sólo en parte. Pero la gente se cree que las cosas tienen que ser
verdad del todo. No es que me importe mucho, pero también es un rollo que
le estén diciendo a uno todo el tiempo que a ver si se porta como
corresponde a su edad. A veces hago cosas de persona mayor, en serio, pero
de eso nadie se da cuenta. La gente nunca se da cuenta de nada.
Spencer empezó a mover otra vez la cabeza. Empezó también a meterse el
dedo en la nariz. Hacía como si sólo se la estuviera rascando, pero la verdad
es que se metía el dedazo hasta los sesos. Supongo que pensaba que no
importaba porque al fin y al cabo estaba solo conmigo en la habitación. Y
no es que me molestara mucho, pero tienen que reconocer que da bastante
asco ver a un tío hurgándose las napias.
Luego dijo:
—Tuve el placer de conocer a tus padres hace unas semanas, cuando
vinieron a ver al señor Thurner. Son encantadores.
—Sí. Son buena gente.
«Encantadores». Esa sí que es una palabra que no aguanto. Suena tan
falsa que me dan ganas de vomitar cada vez que la oigo.
De pronto pareció como si Spencer fuera a decir algo muy importante,
una frase lapidaria aguda como un estilete. Se arrellanó en el asiento y se
removió un poco. Pero fue una falsa alarma. Todo lo que hizo fue coger el
Atlantic Monthly que tenía sobre las rodillas y tirarlo encima de la cama.
Erró el tiro. Estaba sólo a dos pulgadas de distancia, pero falló. Me levanté,
lo recogí del suelo y lo puse sobre la cama. De pronto me entraron unas
ganas horrorosas de salir de allí pitando. Sentía que se me venía encima un
sermón y no es que la idea en sí me molestara, pero me sentía incapaz de
aguantar una filípica, oler a Vicks Vaporub, y ver a Spencer con su pijama y
su batín todo al mismo tiempo. De verdad que era superior a mis fuerzas.
Pero, tal como me lo estaba temiendo, empezó.
—¿Qué te pasa, muchacho? —me preguntó. Y para su modo de ser lo dijo
con bastante mala leche—. ¿Cuántas asignaturas llevas este semestre?
—Cinco, señor.
—Cinco. Y, ¿en cuántas te han suspendido?
—En cuatro.
Removí un poco el trasero en el asiento. En mi vida había visto cama más
dura.
—En Lengua y Literatura me han aprobado —le dije—, porque todo eso
de Beowulf y Lord Randal, mi hijo, lo había dado ya en el otro colegio. La
verdad es que para esa clase no he tenido que estudiar casi nada. Sólo
escribir una composición de vez en cuando.
Ni me escuchaba. Nunca escuchaba cuando uno le hablaba.
—Te he suspendido en historia sencillamente porque no sabes una
palabra.
—Lo sé, señor. ¡Jo! ¡Que si lo sé! No ha sido culpa suya.
—Ni una sola palabra —repitió.
Eso sí que me pone negro. Que alguien te diga una cosa dos veces cuando
tú ya la has admitido a la primera. Pues aún lo dijo otra vez:
—Ni una sola palabra. Dudo que hayas abierto el libro en todo el
semestre. ¿Lo has abierto? Dime la verdad, muchacho.
—Verá, le eché una ojeada un par de veces —le dije.
No quería herirle. Le volvía loco la historia.
—Conque lo ojeaste, ¿eh? —dijo, y con un tono de lo más sarcástico—.
Tu examen está ahí, sobre la cómoda. Encima de ese montón. Tráemelo, por
favor.
Aquello sí que era una puñalada trapera, pero me levanté a cogerlo y se lo
llevé. No tenía otro remedio. Luego volví a sentarme en aquella cama de
cemento. ¡Jo! ¡No saben lo arrepentido que estaba de haber ido a
despedirme de él!
Manoseaba el examen con verdadero asco, como si fuera una plasta de
vaca o algo así.
—Estudiamos los egipcios desde el cuatro de noviembre hasta el dos de
diciembre —dijo—. Fue el tema que tú elegiste. ¿Quieres oír lo que dice
aquí?
—No, señor. La verdad es que no —le dije.
Pero lo leyó de todos modos. No hay quien pare a un profesor cuando se
empeña en una cosa. Lo hacen por encima de todo.
—«Los egipcios fueron una antigua raza caucásica que habitó una de las
regiones del norte de África. África, como todos sabemos, es el continente
mayor del hemisferio oriental».
Tuve que quedarme allí sentado escuchando todas aquellas idioteces. Me
la jugó buena el tío.
—«Los egipcios revisten hoy especial interés para nosotros por diversas
razones. La ciencia moderna no ha podido aún descubrir cuál era el
ingrediente secreto con que envolvían a sus muertos para que la cara no se
les pudriera durante innumerables siglos. Ese interesante misterio continúa
acaparando el interés de la ciencia moderna del siglo XX».
Dejó de leer. Yo sentía que empezaba a odiarle vagamente.
—Tu ensayo, por llamarlo de alguna manera, acaba ahí —dijo en un tono
de lo más desagradable. Parecía mentira que un vejete así pudiera ponerse
tan sarcástico—. Por lo menos, te molestaste en escribir una nota a pie de
página.
—Ya lo sé —le dije. Y lo dije muy deprisa para ver si le paraba antes de
que se pusiera a leer aquello en voz alta. Pero a ése ya no había quien le
frenara. Se había disparado.
—«Estimado señor Spencer» —leyó en voz alta— «Esto es todo lo que sé
sobre los egipcios. La verdad es que no he logrado interesarme mucho por
ellos aunque sus clases han sido muy interesantes. No le importe
suspenderme porque de todos modos van a catearme en todo menos en
lengua. Respetuosamente, Holden Caulfield».
Dejó de leer y me miró como si acabara de ganarme en una partida de
ping-pong o algo así. Creo que no le perdonaré nunca que me leyera
aquellas gilipolleces en voz alta. Yo no se las habría leído si las hubiera
escrito él, palabra. Para empezar, sólo le había escrito aquella nota para que
no le diera pena suspenderme.
—¿Crees que he sido injusto contigo, muchacho? —dijo.
—No, señor, claro que no —le contesté. ¡A ver si dejaba ya de llamarme
«muchacho» todo el tiempo!
Cuando acabó con mi examen quiso tirarlo también sobre la cama. Sólo
que, naturalmente, tampoco acertó. Otra vez tuve que levantarme para
recogerlo del suelo y ponerlo encima del Atlantic Monthly. Es un
aburrimiento tener que hacer lo mismo cada dos minutos.
—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? —me dijo—. Dímelo sinceramente,
muchacho.
La verdad es que se le notaba que le daba lástima suspenderme, así que
me puse a hablar como un descosido. Le dije que yo era un imbécil, que en
su lugar habría hecho lo mismo, y que muy poca gente se daba cuenta de lo
difícil que es ser profesor. En fin, el rollo habitual. Las tonterías de siempre.
Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo
en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park,
cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba,
adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos
cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre
a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a
algún sitio por su cuenta.
Tuve suerte. Pude estar diciéndole a Spencer un montón de estupideces y
al mismo tiempo pensar en los patos del Central Park. Es curioso, pero
cuando se habla con un profesor no hace falta concentrarse mucho. Pero de
pronto me interrumpió. Siempre le estaba interrumpiendo a uno.
—¿Qué piensas de todo esto, muchacho? Me interesa mucho saberlo.
Mucho.
—¿Se refiere a que me hayan expulsado de Pencey? —le dije. Hubiera
dado cualquier cosa porque se tapara el pecho. No era un panorama nada
agradable.
—Si no me equivoco creo que también tuviste problemas en el Colegio
Whooton y en Elkton Hills.
Esto no lo dijo sólo con sarcasmo. Creo que lo dijo también con bastante
mala intención.
—En Elkton Hills no tuve ningún problema —le dije—. No me
suspendieron ni nada de eso. Me fui porque quise... más o menos.
—Y, ¿puedo saber por qué quisiste?
—¿Por qué? Verá. Es una historia muy larga de contar. Y muy
complicada.
No tenía ganas de explicarle lo que me había pasado. De todos modos no
lo habría entendido. No encajaba con su mentalidad. Uno de los motivos
principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio
estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el
señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces
peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a
todos los padres que venían a visitar a. los chicos. Se derretía con todos
menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver cómo
trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una madre
era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un traje
de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa, les
echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos media
hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan
de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills.
Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.
—¿Qué? —le dije.
—¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?
—Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo
menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar
las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un
tarado.
—¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
—Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa —medité unos
momentos—. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
—Te preocupará —dijo Spencer—. Ya lo verás, muchacho. Te
preocupará cuando sea demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo
más deprimente.
—Supongo que sí —le dije.
—Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy
tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.
Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en campos
opuestos. Eso es todo.
—Ya lo sé, señor —le dije—. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho.
De verdad.
Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez minutos
más aunque me hubiera ido la vida en ello!
—Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger mis
cosas. De verdad.
Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión muy
seria. De pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más rato
por eso de que estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada vez
que echaba una cosa sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste que
le dejaba al descubierto todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vaporub
en toda la habitación.
—Verá, señor, no se preocupe por mí —le dije—. De verdad. Ya verá
como todo se me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tenemos
nuestras malas rachas, ¿no?
—No sé, muchacho. No sé.
Me revienta que me contesten cosas así.
—Ya lo verá —le dije—. De verdad, señor. Por favor, no se preocupe por
mí.
Le puse la mano en el hombro. —¿De acuerdo?— le dije.
—¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer...
—Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que pasar
por el gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias.
Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible.
—Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe.
—Adiós, muchacho.
Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó algo,
pero no le oí muy bien. Creo que dijo «buena suerte». Ojalá me equivoque.
Ojalá. Yo nunca le diré a nadie «buena suerte». Si lo piensa uno bien, suena
horrible.
Capítulo 3
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si
voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que
adonde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así
que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era
pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los
chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de
cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido
alumno de Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con
el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias
donde le entierran a uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡Bueno
es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río.
Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a esa ala de
la residencia. Cuando se celebró el primer partido del año, vino al colegio en
un enorme Cadillac y todos tuvimos que ponernos en pie en los graderíos y
recibirle con una gran ovación. A la mañana siguiente nos echó un discurso
en la capilla que duró unas diez horas. Empezó contando como cincuenta
chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos lo campechanote que era.
Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, nunca
se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos rezar
siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde
estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y
que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor!
Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios
que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso
pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante
que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de mí,
Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre
todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima
gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nadie se
atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hubiera
enterado de nada, pero el director, que estaba sentado a su lado, se quedó
pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni nada! En aquel momento se calló,
pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el paraninfo para una sesión de
estudio obligatoria y vino a echarnos un discurso. Nos dijo que el
responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno de asistir a
Pencey Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro mientras
Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les decía,
vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva.
Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spencer
porque todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, habían
encendido la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta y la
corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra que me
había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de
caza roja, de esas que tienen una visera muy grande. La vi en el escaparate
de una tienda de deportes al salir del metro, justo después de perder los
floretes, y me la compré. Me costó sólo un dólar. Así que me la puse y le di
la vuelta para que la visera quedara por la parte de atrás. Una horterada, lo
reconozco, pero me gustaba así. La verdad es que me sentaba la mar de
bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté en mi sillón. Había
dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de cuarto, Ward
Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo el mundo
se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos.
Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por error. Se
habían equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuve de
vuelta en mi habitación. Era Fuera de África, de Isak Dinesen. Creí que
sería un plomo, pero no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, pero
leo muchísimo. Mi autor preferido es D.B. y luego Ring Lardner. Mi
hermano me regaló un libro de Lardner el día de mi cumpleaños, poco antes
de que saliera para Pencey. Tenía unas cuantas obras de teatro muy
divertidas, completamente absurdas, y una historia de un guardia de la porra
que se enamora de una chica muy mona a la que siempre está poniendo
multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no puede
casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente y
se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es que
te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La
vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y
de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos
que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo
tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos
libros de esos. Por ejemplo, no me importaría nada llamar a Isak Dinesen, ni
tampoco a Ring Lardner, sólo que D.B. me ha dicho que ya ha muerto.
Luego hay otro tipo de libros como La condición humana, de Somerset
Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno, pero nunca
se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me
apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista
suya, Eustacia Vye, me encanta.
Pero, volviendo a lo que les iba diciendo, me puse mi gorra nueva y me
senté a leer Fuera de África. Ya lo había terminado, pero quería releer
algunas partes. No habría leído más de tres páginas cuando oí salir a alguien
de la ducha. No tuve necesidad de mirar para saber de quién se trataba. Era
Robert Ackley, el tío de la habitación de al lado. En esa residencia había
entre cada dos habitaciones una ducha que comunicaba directamente con
ellas, y Ackley se colaba en mi cuarto unas ochenta y cinco veces al día. Era
probablemente el único de todo el dormitorio, excluido yo, que no había ido
al partido. Apenas iba a ningún sitio. Era un tipo muy raro. Estaba en el
último curso y había estudiado ya cuatro años enteros en Pencey, pero todo
el mundo seguía llamándole Ackley. Ni Herb Gale, su compañero de cuarto,
le llamaba nunca Bob o Ack. Si alguna vez llega a casarse, estoy seguro de
que su mujer le llamará también Ackley. Era un tío de esos muy altos
(medía como seis pies y cuatro pulgadas), con los hombros un poco caídos y
una dentadura horrenda. En todo el tiempo que fuimos vecinos de
Habitación, no le vi lavarse los dientes ni una sola vez. Los tenía feísimos,
como mohosos, y cuando se le veía en el comedor con la boca llena de puré
de patata o de guisantes o algo así, daba gana de devolver. Además tenía un
montón de granos, no sólo en la frente o en la barbilla como la mayoría de
los chicos, sino por toda la cara. Para colmo tenía un carácter horrible. Era
un tipo bastante atravesado. Vamos, que no me caía muy bien.
Le sentí en el borde de la ducha, justo detrás de mi sillón. Miraba a ver si
estaba Stradlater. Le odiaba a muerte y nunca entraba en el cuarto si él
andaba por allí. La verdad es que odiaba a muerte a casi todo el mundo.
Bajó del borde de la ducha y entró en mi habitación.
—Hola —dijo. Siempre lo decía como si estuviera muy aburrido o muy
cansado. No quería que uno pensara que venía a hacerle una visita o algo
así. Quería que uno creyera que venía por equivocación. Tenía gracia.
—Hola —le dije sin levantar la vista del libro. Con un tío como Ackley
uno estaba perdido si levantaba la vista de lo que leía. La verdad es que
estaba perdido de todos modos, pero si no se le miraba en seguida, al menos
se retrasaba un poco la cosa.
Empezó a pasearse por el cuarto muy despacio como hacía siempre,
tocando todo lo que había encima del escritorio y de la cómoda. Siempre te
cogía las cosas más personales que tuvieras para fisgonearlas. ¡Jo! A veces
le ponía a uno nervioso.
—¿Cómo fue el encuentro de esgrima? —me dijo. Quería obligarme a
que dejara de leer y de estar a gusto. Lo de la esgrima le importaba un
rábano—. ¿Ganamos o qué?
—No ganó nadie —le dije sin levantar la vista del libro.
—¿Qué? —dijo. Siempre le hacía a uno repetir las cosas.
—Que no ganó nadie.
Le miré de reojo para ver qué había cogido de mi cómoda. Estaba
mirando la foto de una chica con la que solía salir yo en Nueva York, Sally
Hayes. Debía haber visto ya esa fotografía como cinco mil veces. Y, para
colmo, cuando la dejaba, nunca volvía a ponerla en su sitio. Lo hacía a
propósito. Se le notaba.
—¿Que no ganó nadie? —dijo—. ¿Y cómo es eso?
—Me olvidé los floretes en el metro —contesté sin mirarle.
—¿En el metro? ¡No me digas! ¿Quieres decir que los perdiste?
—Nos metimos en la línea que no era. Tuve que ir mirando todo el
tiempo un plano que había en la pared.
Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz.
—Oye —le dije—, desde que has entrado he leído la misma frase veinte
veces.
Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no.
—¿Crees que te obligarán a pagarlos? —dijo.
—No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poquito,
Ackley, tesoro? Me estás tapando la luz.
No le gustaba que le llamara «tesoro». Siempre me estaba diciendo que
yo era un crío porque tenía dieciséis y él dieciocho.
Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye llover.
Al final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para que
tardara mucho más en hacerlo.
—¿Qué demonios estás leyendo? —dijo.
—Un libro.
Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título.
—¿Es bueno? —dijo.
—Esta frase que estoy leyendo es formidable.
Cuando me pongo puedo ser bastante sarcástico, pero él ni se enteró.
Empezó a pasearse otra vez por toda la habitación manoseando todas mis
cosas y las de Stradlater. Al fin dejé el libro en el suelo. Con un tío como
Ackley no había forma de leer. Era imposible.
Me repantigué todo lo que pude en el sillón y le miré pasearse por la
habitación como Pedro por su casa. Estaba cansado del viaje a Nueva York
y empecé a bostezar. Luego me puse a hacer el ganso. A veces me da por
ahí para no aburrirme. Me corrí la visera hacia delante y me la eché sobre
los ojos. No veía nada.
—Creo que me estoy quedando ciego —dije con una voz muy ronca—.
Mamita, ¿por qué está tan oscuro aquí?
—Estás como una cabra, te lo aseguro —dijo Ackley.
—Mami, dame la mano. ¿Por qué no me das la mano?
—¡Mira que eres pesado! ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Empecé a tantear el aire con las manos como un ciego, pero sin
levantarme del sillón y sin dejar de decir:
—Mamita, ¿por qué no me das la mano?
Estaba haciendo el indio, claro. A veces lo paso bárbaro con eso. Además
sabía que a Ackley le sacaba de quicio. Tiene la particularidad de despertar
en mí todo el sadismo que llevo dentro y con él me ponía sádico muchas
veces. Al final me cansé. Me eché otra vez hacia atrás la visera y dejé de
hacer el payaso.
—¿De quién es esto? —dijo Ackley. Había cogido la venda de la rodilla
de Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por tocar
era capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije que era
de Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo que
dejarla sobre la cama.
Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sentaba
en el asiento, siempre en los brazos.
—¿Dónde te has comprado esa gorra?
—En Nueva York.
—¿Cuánto?
—Un dólar.
—Te han timado.
Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba haciendo lo
mismo. En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohosos y
las orejas más negras que un demonio, pero en cambio se pasaba el día
entero limpiándose las uñas. Supongo que con eso se consideraba un tío
aseadísimo. Mientras se las limpiaba echó un vistazo a mi gorra.
—Allá en el Norte llevamos gorras de esas para cazar ciervos —dijo—.
Esa es una gorra para la caza del ciervo.
—Que te lo has creído —me la quité y la miré con un ojo medio guiñado,
como si estuviera afinando la puntería—. Es una gorra para cazar gente —le
dije—. Yo me la pongo para matar gente.
—¿Saben ya tus padres que te han echado?
—No.
—Bueno, ¿y dónde demonios está Stradlater?
—En el partido. Ha ido con una chica.
Bostecé. No podía parar de bostezar, creo que porque en aquella
habitación hacía un calor horroroso y eso da mucho sueño. En Pencey una
de dos, o te helabas o te achicharrabas.
—¡El gran Stradlater! —dijo Ackley—. Oye, déjame tus tijeras un
segundo, ¿quieres? ¿Las tienes a mano?
—No. Las he metido ya en la maleta. Están en lo más alto del armario.
—Déjamelas un segundo, ¿quieres? —dijo Ackley—. Quiero cortarme un
padrastro.
Le tenía sin cuidado que uno las tuviera en la maleta y en lo más alto del
armario. Fui a dárselas y al hacerlo por poco me mato. En el momento en
que abrí la puerta del armario se me cayó en plena cabeza la raqueta de tenis
de Stradlater con su prensa y todo. Sonó un golpe seco y además me hizo un
daño horroroso. Pero a Ackley le hizo una gracia horrorosa y empezó a
reírse como un loco, con esa risa de falsete que sacaba a veces. No paró de
reírse todo el tiempo que tardé en bajar la maleta y sacar las tijeras. Ese tipo
de cosas como que a un tío le pegaran una pedrada en la cabeza, le hacían
desternillarse de risa.
—Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro —le dije—. ¿Lo
sabías? —le di las tijeras—. Si me dejaras ser tu agente, te metería de
locutor en la radio.
Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas enormes
que tenía, duras como garras.
—¿Y si lo hicieras encima de la mesa? —le dije—. Córtatelas sobre la
mesa, ¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando ande por
ahí descalzo.
Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía el tío!
Era un caso.
—¿Con quién ha salido Stradlater? —dijo. Aunque le odiaba a muerte
siempre estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago.
—Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto.
Cuando me da por hacer el indio, llamo «encanto» a todo el mundo. Lo
hago por no aburrirme.
—Siempre con esos aires de superioridad... —dijo Ackley—. No le
soporto. Cualquiera diría...
—¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he dicho
ya como cincuenta...
—Y siempre dándoselas de listo —siguió Ackley—. Yo creo que ni
siquiera es inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo de...
—¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la mesa?
Te lo he dicho ya como cincuenta veces.
Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le decía
era gritarle.
Me quedé mirándole un rato. Luego le dije:
—Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavarte los
dientes de vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo por
afán de molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, pero no
quiso ofenderte. Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías mejor
si te lavaras los dientes alguna vez.
—Ya me los lavo. No me vengas con esas.
—No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto —le dije, pero sin mala
intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable que
le digan a uno que no se lava los dientes—. Stradlater es un tío muy decente.
No es mala persona. Lo que pasa es que no le conoces.
—Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído.
—Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad —le
dije—. Mira, supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te gusta.
Supón que lleva una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejemplo.
¿Sabes lo que haría? Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría. De
verdad. O si no, ¿sabes qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el caso es
que te la daría. No hay muchos tíos que...
—¡Qué gracia! —dijo Ackley—. Yo también lo haría si tuviera la pasta
que tiene él.
—No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras tanto
dinero como él, serías el tío más...
—¡Deja ya de llamarme «tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edad que tengo
podría ser tu padre.
—No, no es verdad —le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces! No
perdía oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo
dieciséis—. Para empezar, no te admitiría en mi familia.
—Lo que quiero es que dejes de llamarme...
De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Siempre
iba corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en plan
gracioso y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa que
puede resultar molestísima.
—Oye —me dijo—, ¿vas a algún sitio especial esta noche?
—No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? —Llevaba el abrigo
cubierto de nieve.
—Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaqueta de
pata de gallo?
—¿Quién ha ganado el partido?
—Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos —dijo Stradlater—. Venga,
en serio, ¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he puesto el
traje de franela gris perdido de manchas.
—No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros que
tienes —le dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble que
yo. Tenía unos hombros anchísimos.
—Te prometo que no te la daré de sí.
Se acercó al armario a todo correr.
—¿Cómo va esa vida? —le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bastante
simpático. Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capaz de
saludar a Ackley.
Cuando éste oyó lo de «¿Cómo va esa vida?» soltó un gruñido. No quería
contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse por
enterado. Luego me dijo: —Me voy. Te veré luego.
—Bueno —le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el corazón
al verle salir por la puerta.
Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata.
—Creo que voy a darme un afeitado rápido —dijo. Tenía una barba muy
cerrada, de verdad.
—¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? —le pregunté.
—Me está esperando en el anejo.
Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo. No
llevaba camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía que
tenía un físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo.
Capítulo 4
Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el
tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos
porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal
y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez
lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de
en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo
del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar Song of
India mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno
el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones
como Song of India o Slaughter on Tentb Avenue que ya son difíciles de por
sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le
echaran.
¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo
personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. El era un
marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la
maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de
pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba
el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un
guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locamente
enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemisferio
occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, pero era
un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del colegio en
seguida preguntan: —¿Quién es ese chico?— Vamos, que era el tipo de
guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me
parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en
fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme.
Eso me ha pasado un montón de veces.
Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el
grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para
atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra.
—Oye —dijo Stradlater—, ¿quieres hacerme un gran favor?
—¿Cuál? —le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo
favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy
importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan que
todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo por
ellos. En cierto modo tiene gracia.
—¿Sales esta noche? —me dijo.
—Puede. No lo sé. ¿Por qué?
—Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes —
dijo—. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no
la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?
La cosa tenía gracia, de verdad.
—Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una
composición.
—Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas.
Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh?
Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco
de suspense.
—¿Sobre qué? —le dije.
—Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o
una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que
describas como loco.
Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de
quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen.
—Pero no la hagas demasiado bien —dijo—. Ese hijoputa de Hartzell te
considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto.
Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio.
Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un
tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que
pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composiciones
horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un
poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamos en
el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar desde
el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Pues
Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitución
perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas!
Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos
pasos y me puse a bailar claquet para pasar el rato. Lo hacía sólo por
divertirme un poco. No tengo ni idea de claquet, pero en los lavabos había
un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de
esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión,
pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del
espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un
exhibicionista nato.
—Soy el hijo del gobernador —le dije mientras zapateaba como un loco
por todo el cuarto—. Mi padre no / quiere que me dedique a bailar. Quiere
que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.
Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.
—Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld —me estaba quedando
casi sin aliento. No podía ni respirar—. El primer bailarín no puede salir a
escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle?
A mí. Al hijo del gobernador.
—¿De dónde has sacado eso? —dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de
caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.
Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la
gorra y la miré por milésima vez.
—Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te
gusta?
Stradlater afirmó con la cabeza.
—Está muy bien.
Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó: —
¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.
—Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.
Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.
—¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?
—¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.
—¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.
—Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.
De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso,
se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una
llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un
brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé
sobre él como una pantera.
—¡No jorobes, Holden! —dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas
porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?
Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.
—¿A que no te libras de mi brazo de hierro? —le dije.
—¡Mira que eres pesado!
Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a
soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.
—¡A ver si dejas ya de jorobar! —dijo.
Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar
guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.
—Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? —le
pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo—. ¿Con Phyllis Smith?
—No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la
compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.
—¿Quién? —pregunté.
—Esa chica.
—¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se llama?
Aquello me interesaba muchísimo.
—Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.
¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.
—¡Jane Gallaher! —le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de
milagro—. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde
pasamos el verano el año antepasado. Tenía un Dobberman Pinscher. Por
eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra...
—Me estás tapando la luz, Holden —dijo Stradlater—. ¿Tienes que
ponerte precisamente ahí?
¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.
—¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el
anejo?
—Sí.
—¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que
iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero,
¿cómo es que habéis hablado de mí?
Estaba excitadísimo, de verdad.
—No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla —
me había sentado en su toalla.
¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se
estaba poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis.
—Sabe bailar muy bien —le dije—. Baila ballet. Practicaba siempre dos
horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que
se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas.
Jugábamos a las damas todo el tiempo.
—¿A qué?
—A las damas.
—¿A las damas? ¡No fastidies!
—Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La
dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las
movía.
Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.
—Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas
de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con
ella. No le daba a la bola ni por casualidad.
Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos
bucles.
—Voy a bajar a decirle hola.
—Anda sí, ve.
—Bajaré dentro de un momento.
Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.
—Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda
vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas
todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo.
Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía
bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban por la
radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.
—¿Sí? —dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que
se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el
sexo, le encantaba al muy hijoputa.
—Ha tenido una infancia terrible. De verdad.
Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.
—¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! —no podía dejar de pensar en ella.
—Tengo que bajar a saludarla.
—¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? —dijo
Stradlater.
Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda
empañada.
—En este momento no tengo ganas —le dije. Y era verdad. Hay que estar
en vena para esas cosas—. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera
jurado.
Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.
—¿Le ha gustado el partido? —dije.
—Sí. Supongo que sí. No lo sé.
—¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?
—Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.
Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando
todas sus marranadas en el neceser.
—Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?
—Bueno —dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría.
Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los
lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.
—Oye —le dije—, no le digas que me han echado, ¿eh?
—Bueno.
Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle
cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en
el fondo era porque no le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de
gallo.
—No me la estires por todas partes —le dije. Sólo me la había puesto dos
veces.
—No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?
—Están en el escritorio— le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía
nada—. Debajo de la bufanda.
Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta.
Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me
entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.
—Oye, ¿adonde vais a ir? ¿Lo sabes ya? —le pregunté.
—No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido
permiso más que hasta las nueve y media.
No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:
—Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera
sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.
—Desde luego — dijo Stradlater. No había forma de hacerle enfadar. Se
lo tenía demasiado creído.
—Ahora en serio. Escríbeme esa composición —dijo.
Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.
—No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima
descripción, ¿eh?
No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:
—Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.
—Bueno —dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a
preguntar.
—¡Que te diviertas! —dijo. Y luego salió dando un portazo.
Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero
decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que
había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo
loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.
De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como
hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras
cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de
Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que
tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el
muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.
Capítulo 5
Los sábados por la noche siempre cenábamos lo mismo en Pencey. Lo
consideraban una gran cosa porque nos daban un filete. Apostaría la cabeza
a que lo hacían porque como el domingo era día de visita, Thurmer pensaba
que todas las madres preguntarían a sus hijos qué habían cenado la noche
anterior y el niño contestaría: «Un filete.» ¡Menudo timo! Había que ver el
tal filete. Un pedazo de suela seca y dura que no había por dónde meterle
mano. Para acompañarlo, nos daban un puré de patata lleno de grumos y, de
postre, un bizcocho negruzco que sólo se comían los de la elemental, que a
los pobres lo mismo les daba, y tipos como Ackley que se zampaban lo que
les echaran.
Pero cuando salimos del comedor tengo que reconocer que fue muy
bonito. Habían caído como tres pulgadas de nieve y seguía nevando a
manta. Estaba todo precioso. Empezamos a tirarnos bolas unos a otros y a
hacer el indio como locos. Fue un poco cosa de críos, pero nos divertimos
muchísimo.
Como no tenía plan con ninguna chica, yo y un amigo mío, un tal Mal
Brossard que estaba en el equipo de lucha libre, decidimos irnos en autobús
a Agerstown a comer una hamburguesa y ver alguna porquería de película.
Ninguno de los dos tenía ninguna gana de pasarse la noche mano sobre
mano. Le pregunté a Mal si le importaba que viniera Ackley con nosotros.
Se me ocurrió decírselo porque Ackley nunca hacía nada los sábados por la
noche. Se quedaba en su habitación a reventarse granos. Mal dijo que no le
importaba, pero que tampoco le volvía loco la idea. La verdad es que
Ackley no le caía muy bien. Nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones
a arreglarnos un poco y mientras me ponía los chanclos le grité a Ackley
que si quería venirse al cine con nosotros. Me oyó perfectamente a través de
las cortinas de la ducha, pero no dijo nada. Era de esos tíos que tardan una
hora en contestar. Al final vino y me preguntó con quién iba. Les juro que si
un día naufragara y fueran a rescatarle en una barca, antes de dejarse salvar
preguntaría quién iba remando. Le dije que iba con Mal Brossard.
—Ese cabrón... Bueno. Espera un segundo.
Cualquiera diría que le estaba haciendo a uno un favor. Tardó en
arreglarse como cinco horas. Mientras esperaba me fui a la ventana, la abrí e
hice una bola de nieve directamente con las manos, sin guantes ni nada. La
nieve estaba perfecta para hacer bolas. Iba a tirarla a un coche que había
aparcado al otro lado de la calle, pero al final me arrepentí. Daba pena con
lo blanco y limpio que estaba. Luego pensé en tirarla a una boca de agua de
esas que usan los bomberos, pero también estaba muy bonita tan nevada. Al
final no la tiré. Cerré la ventana y me puse a pasear por la habitación
apelmazando la bola entre las manos. Todavía la llevaba cuando subimos al
autobús. El conductor abrió la puerta y me obligó a tirarla. Le dije que no
pensaba echársela a nadie, pero no me creyó. La gente nunca se cree nada.
Brossard y Ackley habían visto ya la película que ponían aquella noche,
así que nos comimos un par de hamburguesas, jugamos un poco a la
máquina de las bolitas, y volvimos a Pencey en el autobús. No me importó
nada no ir al cine. Ponían una comedia de Cary Grant, de esas que son un
rollazo. Además no me gustaba ir al cine con Brossard ni con Ackley. Los
dos se reían como hienas de cosas que no tenían ninguna gracia. No había
quien lo aguantara.
Cuando volvimos al colegio eran las nueve menos cuarto. Brossard era un
maniático del bridge y empezó a buscar a alguien con quien jugar por toda
la residencia. Ackley, para variar, aparcó en mi habitación, sólo que esta vez
en lugar de sentarse en el sillón de Stradlater se tiró en mi cama y el muy
marrano hundió la cara en mi almohada. Luego empezó a hablar con una
voz de lo más monótona y a reventarse todos sus granos. Le eché con mil
indirectas, pero el tío no se largaba. Siguió, dale que te pego, hablando de
esa chica con la que decía que se había acostado durante el verano. Me lo
había contado ya cien veces, y cada vez de un modo distinto. Una te decía
que se la había tirado en el Buick de su primo, y a la siguiente que en un
muelle. Naturalmente todo era puro cuento. Era el tío más virgen que he
conocido. Hasta dudo que hubiera metido mano a ninguna. Al final le dije
por las buenas que tenía que escribir una composición para Stradlater y que
a ver si se iba para que pudiera concentrarme un poco. Por fin se largó, pero
al cabo de remolonear horas y horas. Cuando se fue me puse el pijama, la
bata y la gorra de caza y me senté a escribir la composición.
Lo malo es que no podía acordarme de ninguna habitación ni de ninguna
casa como me había dicho Stradlater. Pero como de todas formas no me
gusta escribir sobre cuartos ni edificios ni nada de eso, lo que hice fue
describir el guante de béisbol de mi hermano Allie, que era un tema
estupendo para una redacción. De verdad. Era un guante para la mano
izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas
escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió para
tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie está
muerto. Murió de leucemia el 18 de julio de 1946 mientras pasábamos el
verano en Maine. Les hubiera gustado conocerle. Tenía dos años menos que
yo y era cincuenta veces más inteligente. Era enormemente inteligente. Sus
profesores escribían continuamente a mi madre para decirle que era un
placer tener en su clase a un niño como mi hermano. Y no lo decían porque
sí. Lo decían de verdad. Pero no era sólo el más listo de la familia. Era
también el mejor en muchos otros aspectos. Nunca se enfadaba con nadie.
Dicen que los pelirrojos tienen mal genio, pero Allie era una excepción, y
eso que tenía el pelo más rojo que nadie. Les contaré un caso para que se
hagan una idea. Empecé a jugar al golf cuando tenía sólo diez años.
Recuerdo una vez, el verano en que cumplí los doce años, que estaba
jugando y de repente tuve el presentimiento de que si me volvía vería a
Allie. Me volví y allí estaba mi hermano, montado en su bicicleta, al otro
lado de la cerca que rodeaba el campo de golf. Estaba nada menos que a
unas ciento cincuenta yardas de distancia, pero le vi claramente. Tan rojo
tenía el pelo. ¡Dios, qué buen chico era! A veces en la mesa se ponía a
pensar en alguna cosa y se reía tanto que poco le faltaba para caerse de la
silla. Cuando murió tenía sólo trece años y pensaron en llevarme a un
siquiatra y todo porque hice añicos todas las ventanas del garaje.
Comprendo que se asustaran. De verdad. La noche que murió dormí en el
garaje y rompí todos los cristales con el puño sólo de la rabia que me dio.
Hasta quise romper las ventanillas del coche que teníamos aquel verano,
pero me había roto la mano y no pude hacerlo. Pensarán que fue una
estupidez pero es que no me daba cuenta de lo que hacía y además ustedes
no conocían a Allie. Todavía me duele la mano algunas veces cuando llueve
y no puedo cerrar muy bien el puño, pero no me importa mucho porque no
pienso dedicarme a cirujano, ni a violinista, ni a ninguna de esas cosas.
Pero, como les decía, escribí la redacción sobre el guante de béisbol de
Allie. Daba la casualidad de que lo tenía en la maleta así que copié
directamente los poemas que tenía escritos. Sólo que cambié el nombre de
Allie para que nadie se diera cuenta de que era mi hermano y pensaran que
era el de Stradlater. No me gustó mucho usar el guante para una
composición, pero no se me ocurría otra cosa. Además, como tema me
gustaba. Tardé como una hora porque tuve que utilizar la máquina de
escribir de Stradlater, que se atascaba continuamente. La mía se la había
prestado a un tío del mismo pasillo.
Cuando acabé eran como las diez y media. Como no estaba cansado, me
puse a mirar por la ventana. Había dejado de nevar, pero de vez en cuando
se oía el motor de un coche que no acababa de arrancar. También se oía
roncar a Ackley. Los ronquidos pasaban a través de las cortinas de la ducha.
Tenía sinusitis y no podía respirar muy bien cuando dormía. Lo que es el tío
tenía de todo: sinusitis, granos, una dentadura horrible, halitosis y unas uñas
espantosas. El muy cabrón daba hasta un poco de lástima.
Capítulo 6
Hay cosas que cuesta un poco recordarlas. Estoy pensando en cuando
Stradlater volvió aquella noche después de salir con Jane. Quiero decir que
no sé qué estaba haciendo yo exactamente cuando oí sus pasos acercarse por
el pasillo. Probablemente seguía mirando por la ventana, pero la verdad es
que no me acuerdo. Quizá porque estaba muy preocupado, y cuando me
preocupo mucho me pongo tan mal que hasta me dan ganas de ir al baño.
Sólo que no voy porque no puedo dejar de preocuparme para ir. Si ustedes
hubieran conocido a Stradlater les habría pasado lo mismo. He salido con él
en plan de parejas un par de veces, y sé perfectamente por qué lo digo. No
tenía el menor escrúpulo. De verdad.
El pasillo tenía piso de linóleum y se oían perfectamente las pisadas
acercándose a la habitación. Ni siquiera sé dónde estaba sentado cuando
entró, si en la repisa de la ventana, en mi sillón, o en el suyo. Les juro que
no me acuerdo.
Entró quejándose del frío que hacía. Luego dijo:
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? Esto parece el depósito de
cadáveres.
Ni me molesté en contestarle. Si era tan imbécil que no se daba cuenta de
que todos estaban durmiendo o pasando el fin de semana en casa, no iba a
molestarme yo en explicárselo. Empezó a desnudarse. No dijo nada de Jane.
Ni una palabra. Yo sólo le miraba. Todo lo que hizo fue darme las gracias
por haberle prestado la chaqueta de pata de gallo. La colgó en una percha y
la metió en el armario.
Luego, mientras se quitaba la corbata, me preguntó si había escrito la
redacción. Le dije que la tenía encima de la cama. La cogió y se puso a
leerla mientras se desabrochaba la camisa. Ahí se quedó, leyéndola,
mientras se acariciaba el pecho y el estómago con una expresión de
estupidez supina en la cara. Siempre estaba acariciándose el pecho y la cara.
Se quería con locura, el tío. De pronto dijo:
—Pero, ¿a quién se le ocurre, Holden? ¡Has escrito sobre un guante de
béisbol!
—¿Y qué? —le contesté más frío que un témpano.
—¿Cómo que y qué? Te dije que describieras un cuarto o algo así.
—Dijiste que no importaba con tal que fuera descripción. ¿Qué más da
que sea sobre un guante de béisbol?
—¡Maldita sea! —estaba negro el tío. Furiosísimo—. Todo tienes que
hacerlo al revés —me miró—. No me extraña que te echen de aquí. Nunca
haces nada a derechas. Nada.
—Muy bien. Entonces devuélvemela —le dije. Se la arranqué de la mano
y la rompí.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo.
Ni siquiera le contesté. Eché los trozos de papel a la papelera, y luego me
tumbé en la cama. Los dos guardamos silencio un buen rato. El se desnudó
hasta quedarse en calzoncillos y yo encendí un cigarrillo. Estaba prohibido
fumar en la residencia, pero a veces lo hacíamos cuando todos estaban
dormidos o en sus casas y nadie podía oler el humo. Además lo hice a
propósito para molestar a Stradlater. Le sacaba de quicio que alguien hiciera
algo contra el reglamento. El jamás fumaba en la habitación. Sólo yo.
Seguía sin decir una palabra sobre Jane, así que al final le pregunté:
—¿Cómo es que vuelves a esta hora si ella sólo había pedido permiso
hasta las nueve y media? ¿La hiciste llegar tarde?
Estaba sentado al borde de su cama cortándose las uñas de los pies.
—Sólo un par de minutos —dijo—. ¿A quién se le ocurre pedir permiso
hasta esa hora un sábado por la noche?
¡Dios mío! ¡Cómo le odiaba!
—¿Fuisteis a Nueva York? —le dije.
—¿Estás loco? ¿Cómo íbamos a ir a Nueva York si sólo teníamos hasta
las nueve y media?
—Mala suerte —me miró.
—Oye, si no tienes más remedio que fumar, ¿te importaría hacerlo en los
lavabos? Tú te largas de aquí, pero yo me quedo hasta que me gradúe.
No le hice caso. Seguí fumando como una chimenea. Me di la vuelta, me
quedé apoyado sobre un codo y le miré mientras se cortaba las uñas.
¡Menudo colegio! Adonde uno mirase, siempre veía a un tío o cortándose
las uñas o reventándose granos.
—¿Le diste recuerdos míos?
—Sí.
El muy cabrón mentía como un cosaco.
—¿Qué dijo? ¿Sigue dejando todas las damas en la fila de atrás?
—No se lo pregunté. No pensarás que nos hemos pasado la noche
jugando a las damas, ¿no?
No le contesté. ¡Jo! ¡Cómo le odiaba!
—Si no fuisteis a Nueva York, ¿qué hicisteis?
No podía controlarme. La voz me temblaba de una manera horrorosa.
¡Qué nervioso estaba! Tenía el presentimiento de que había pasado algo.
Estaba acabando de cortarse las uñas de los píes. Se levantó de la cama en
calzoncillos, tal como estaba, y empezó a hacer el idiota. Se acercó a mi
cama y, de broma, me dio una serie de puñetazos en el hombro.
—¡Deja ya de hacer el indio! —le dije—. ¿Adonde la has llevado?
—A ninguna parte. No bajamos del coche.
Volvió a darme otro puñetazo en el hombro.
—¡Venga, no jorobes! —le dije—. ¿Del coche de quién?
—De Ed Banky.
Ed Banky era el entrenador de baloncesto. Protegía mucho a Stradlater
porque era el centro del equipo. Por eso le prestaba su coche cuando quería.
Estaba prohibido que los alumnos usaran los coches de los profesores, pero
esos cabrones deportistas siempre se protegían unos a otros. En todos los
colegios donde he estado pasaba lo mismo.
Stradlater siguió atizándome en el hombro. Llevaba el cepillo de dientes
en la mano y se lo metió en la boca.
—¿Qué hiciste? ¿Tirártela en el coche de Ed Banky? —¡cómo me
temblaba la voz!
—¡Vaya manera de hablar! ¿Quieres que te lave la boca con jabón?
—Eso es lo que hiciste, ¿no?
—Secreto profesional, amigo.
No me acuerdo muy bien de qué pasó después. Lo único que recuerdo es
que salté de la cama como si tuviera que ir al baño o algo así y que quise
pegar con todas mis fuerzas en el cepillo de dientes para clavárselo en la
garganta. Sólo que fallé. No sabía ni lo que hacía. Le alcancé en la sien.
Probablemente le hice daño, pero no tanto como quería. Podría haberle
hecho mucho más, pero le pegué con la derecha y con esa mano no puedo
cerrar muy bien el puño por lo de aquella fractura de que les hablé.
Pero, como iba diciendo, cuando me quise dar cuenta estaba tumbado en
el suelo y tenía encima a Stradlater con la cara roja de furia. Se me había
puesto de rodillas sobre el pecho y pesaba como una tonelada. Me sujetaba
las muñecas para que no pudiera pegarle. Le habría matado.
—¿Qué te ha dado? —repetía una y otra vez con la cara cada vez más
colorada.
—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije casi gritando—.
¡Quítate de encima, cabrón!
No me hizo caso. Siguió sujetándome las muñecas mientras yo le gritaba
hijoputa como cinco mil veces seguidas. No recuerdo exactamente lo que le
dije después, pero fue algo así como que creía que podía tirarse a todas las
tías que le diera la gana y que no le importaba que una chica dejara todas las
damas en la última fila ni nada, porque era un tarado. Le ponía negro que le
llamara «tarado». No sé por qué, pero a todos los tarados les revienta que se
lo digan.
—¡Cállate, Holden! —me gritó con la cara como la grana—. Te lo aviso.
¡Si no te callas, te parto la cara!
Estaba hecho una fiera.
—¡Quítame esas cochinas rodillas de encima! —le dije.
—Si lo hago, ¿te callarás?
No le contesté.
—Holden, si te dejo en paz, ¿te callarás? —.repitió.
—Sí.
Me dejó y me levanté. Me dolía el pecho horriblemente porque me lo
había aplastado con las rodillas.
—¡Eres un cochino, un tarado y un hijoputa! —le dije.
Aquello fue la puntilla. Me plantó la manaza delante de la cara.
—¡Ándate con ojo, Holden! ¡Te lo digo por última vez! Si no te callas te
voy a...
—¿Por qué tengo que callarme? —le dije casi a gritos—. Eso es lo malo
que tenéis todos vosotros los tarados. Que nunca queréis admitir nada. Por
eso se os reconoce en seguida. No podéis hablar normalmente de...
Se lanzó sobre mí y en un abrir y cerrar de ojos me encontré de nuevo en
el suelo. No sé si llegó a dejarme K.O. o no. Creo que no. Me parece que
eso sólo pasa en las películas. Pero la nariz me sangraba a chorros. Cuando
abrí los ojos lo tenía encima de mí. Llevaba su neceser debajo del brazo.
—¿Por qué no has de callarte cuando te lo digo? —me dijo.
Estaba muy nervioso. Creo que tenía miedo de haberme fracturado el
cráneo cuando me pegó contra el suelo. ¡Ojalá me lo hubiera roto!
—¡Tú te lo has buscado, qué leches!
¡Jo! ¡No estaba poco preocupado el tío!
—Ve a lavarte la cara, ¿quieres? —me dijo.
Le contesté que por qué no iba a lavársela él, lo cual fue una estupidez, lo
reconozco, pero estaba tan furioso que no se me ocurrió nada mejor. Le dije
que camino del baño no dejara de cepillarse a la señora Schmidt, que era la
mujer del portero y tenía sesenta y cinco años.
Me quedé sentado en el suelo hasta que oí a Stradlater cerrar la puerta y
alejarse por el pasillo hacia los lavabos. Luego me levanté. Me puse a
buscar mi gorra de caza pero no podía dar con ella. Al fin la encontré.
Estaba debajo de la cama. Me la puse con la visera para atrás como a mí me
gustaba, y me fui a mirar al espejo. Estaba hecho un Cristo. Tenía sangre
por toda la boca, por la barbilla y hasta por el batín y el pijama. En parte me
asustó y en parte me fascinó. Me daba un aspecto de duro de película
impresionante. Sólo he tenido dos peleas en mi vida y las he perdido las dos.
La verdad es que de duro no tengo mucho. Si quieren que les diga la verdad,
soy pacifista.
Pensé que Ackley habría oído todo el escándalo y estaría despierto, así
que crucé por la ducha y me metí en su habitación para ver qué estaba
haciendo. No solía ir mucho a su cuarto. Siempre se respiraba allí un tufillo
raro por lo descuidado que era en eso del aseo personal.
Capítulo 7
Por entre las cortinas de la ducha se filtraba en su cuarto un poco de luz.
Estaba en la cama, pero se le notaba que no dormía.
—Ackley —le pregunté—. ¿Estás despierto?
—Sí.
Había tan poca luz que tropecé con un zapato y por poco me rompo la
crisma. Ackley se incorporó en la cama y se quedó apoyado sobre un brazo.
Se había puesto por toda la cara una pomada blanca para los granos. Daba
miedo verle así en medio de aquella oscuridad.
—¿Qué haces?
—¿Cómo que qué hago? Estaba a punto de dormirme cuando os pusisteis
a armar ese escándalo. ¿Por qué os peleabais?
—¿Dónde está la llave de la luz? —tanteé la pared con la mano.
—¿Para qué quieres luz? Está ahí, a la derecha.
Al fin la encontré. Ackley se puso la mano a modo de visera para que el
resplandor no le hiciera daño a los ojos.
—¡Qué barbaridad! —dijo—. ¿Qué te ha pasado?
Se refería a la sangre.
—Me peleé con Stradlater —le dije. Luego me senté en el suelo. Nunca
tenían sillas en esa habitación. No sé qué hacían con ellas—. Oye —le
dije—, ¿jugamos un poco a la canasta? —era un adicto a la canasta.
—Estás sangrando. Yo que tú me pondría algo ahí.
—Déjalo, ya parará. Bueno, ¿qué dices? ¿Jugamos a la canasta o no?
—¿A la canasta ahora? ¿Tienes idea de la hora que es?
—No es tarde. Deben ser sólo como las once y media.
—¿Y te parece pronto? —dijo Ackley—. Mañana tengo que levantarme
temprano para ir a misa y a vosotros no se os ocurre más que pelearos a
media noche. ¿Quieres decirme que os pasaba?
—Es una historia muy larga y no quiero aburrirte. Lo hago por tu bien,
Ackley —le dije.
Nunca le contaba mis cosas, sobre todo porque era un estúpido. Stradlater
comparado con él era un verdadero genio.
—Oye —le dije—, ¿puedo dormir en la cama de Ely esta noche? No va a
volver hasta mañana, ¿no?
Ackley sabía muy bien que su compañero de cuarto pasaba en su casa
todos los fines de semana.
—¡Yo qué sé cuándo piensa volver! —contestó. ¡Jo! ¡Qué mal me sentó
aquello!
—¿Cómo que no sabes cuándo piensa volver? Nunca vuelve antes del
domingo por la noche.
—Pero yo no puedo dar permiso para dormir en su cama a todo el que se
presente aquí por las buenas.
Aquello era el colmo. Sin moverme de donde estaba, le di unas
palmaditas en el hombro.
—Eres un verdadero encanto, Ackley, tesoro. Lo sabes, ¿verdad?
—No, te lo digo en serio. No puedo decirle a todo el que...
—Un encanto. Y un caballero de los que ya no quedan —le dije. Y era
verdad.
—¿Tienes por casualidad un cigarrillo? Dime que no, o me desmayaré del
susto.
—Pues la verdad es que no tengo. Oye, ¿por qué os habéis peleado?
No le contesté. Me levanté y me acerqué a la ventana. De pronto sentía
una soledad espantosa. Casi me entraron ganas de estar muerto.
—Venga, dime, ¿por qué os peleabais? —me preguntó por centésima vez.
¡Qué rollazo era el tío!
—Por ti —le dije.
—¿Por mí? ¡No fastidies!
—Sí. Salí en defensa de tu honor. Stradlater dijo que tenías un carácter
horroroso y yo no podía consentir que dijera eso.
El asunto le interesó muchísimo.
—¿De verdad? ¡No me digas! ¿Ha sido por eso?
Le dije que era una broma y me tumbé en la cama de Ely. ¡Jo! ¡Estaba
hecho polvo! En mi vida me había sentido tan solo.
—En esta habitación apesta —le dije—. Hasta aquí llega el olor de tus
calcetines. ¿Es que no los mandas nunca a la lavandería?
—Si no te gusta cómo huele, ya sabes lo que tienes que hacer —dijo
Ackley. Era la mar de ingenioso—. ¿Y si apagaras la luz?
No le hice caso. Seguía tumbado en la cama de Ely pensando en Jane. Me
volvía loco imaginármela con Stradlater en el coche de ese cretino de Ed
Banky aparcado en alguna parte. Cada vez que lo pensaba me entraban
ganas de tirarme por la ventana. Claro, ustedes no conocen a Stradlater, pero
yo sí le conocía. Los chicos de Pencey —Ackley por ejemplo— se pasaban
el día hablando de que se habían acostado con tal o cual chica, pero
Stradlater era uno de los pocos que lo hacía de verdad. Yo conocía por lo
menos a dos que él se había cepillado. En serio.
—Cuéntame la fascinante historia de tu vida, Ackley, tesoro.
—¿Por qué no apagas la luz? Mañana tengo que levantarme temprano
para ir a misa.
Me levanté y la apagué para ver si con eso se callaba. Luego volví a
tumbarme.
—¿Qué vas a hacer? ¿Dormir en la cama de Ely?
¡Jo! ¡Era el perfecto anfitrión!
—Puede que sí, puede que no. Tú no te preocupes.
—No, si no me preocupo. Sólo que si aparece Ely y se encuentra a un tío
acostado en...
—Tranquilo. No tengas miedo que no voy a dormir aquí. No quiero
abusar de tu exquisita hospitalidad.
A los dos minutos Ackley roncaba como un energúmeno. Yo seguía
acostado en medio de la oscuridad tratando de no pensar en Jane, ni en
Stradlater, ni en el puñetero coche de Ed Banky. Pero era casi imposible. Lo
malo es que me sabía de memoria la técnica de mi compañero de cuarto, y
eso empeoraba mucho la cosa. Una vez salí con él y con dos chicas. Fuimos
en coche. Stradlater iba detrás y yo delante. ¡Vaya escuela que tenía!
Empezó por largarle a su pareja un rollo larguísimo en una voz muy baja y
así como muy sincera, como si además de ser muy guapo fuera muy buena
persona, un tío de lo más íntegro. Sólo oírle daban ganas de vomitar. La
chica no hacía más que decir: «No, por favor. Por favor, no. Por favor...»
Pero Stradlater siguió dale que te pego con esa voz de Abraham Lincoln que
sacaba el muy cabrón, y al final se hizo un silencio espantoso. No sabía uno
ni adonde mirar. Creo que aquella noche no llegó a tirarse a la chica, pero
por poco. Por poquísimo.
Mientras seguía allí tumbado tratando de no pensar, oí a Stradlater que
volvía de los lavabos y entraba en nuestra habitación. Le oí guardar los
trastos de aseo y abrir la ventana. Tenía una manía horrorosa con eso del
aire fresco. Al poco rato apagó la luz. Ni se molestó en averiguar qué había
sido de mí.
Hasta la calle estaba deprimente. Ya no se oía pasar ningún coche ni nada.
Me sentí tan triste y tan solo que de pronto me entraron ganas de despertar a
Ackley.
—Oye, Ackley —le dije en voz muy baja para que Stradlater no me oyera
a través de las cortinas de la ducha. Pero Ackley siguió durmiendo.
—¡Oye, Ackley!
Nada. Dormía como un tronco.
—¡Eh! ¡Ackley!
Aquella vez sí me oyó.
—¿Qué te pasa ahora? ¿No ves que estoy durmiendo?
—Oye, ¿qué hay que hacer para entrar en un monasterio? —se me
acababa de ocurrir la idea de hacerme monje—. ¿Hay que ser católico y
todo eso?
—¡Claro que hay que ser católico! ¡Cabrón! ¿Y me despiertas para
preguntarme esa estupidez?
—Vuélvete a dormir. De todas formas acabo de decidir que no quiero ir a
ningún monasterio. Con la suerte que tengo iría a dar con los monjes más
hijoputas de todo el país. Por lo menos con los más estúpidos...
Cuando me oyó decir eso, Ackley se sentó en la cama de un salto.
—¡Óyeme bien! —me dijo—. No me importa lo que digas de mí ni de
nadie. Pero si te metes con mi religión te juro que...
—No te sulfures —le dije—. Nadie se mete con tu religión.
Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta. En el camino me paré, le
cogí una mano, y le di un fuerte apretón. El la retiró de un golpe.
—¿Qué te ha dado ahora? —me dijo.
—Nada. Sólo quería darte las gracias por ser un tío tan fenomenal. Eres
todo corazón. ¿Lo sabes, verdad Ackley, tesoro?
—¡Imbécil! Un día te vas a encontrar con...
No me molesté en esperar a oír el final de la frase. Cerré la puerta y salí al
pasillo. Todos estaban durmiendo o en sus casas, y aquel corredor estaba de
lo más solitario y deprimente.
Junto a la puerta del cuarto de Leahy y de Hoffman había una caja vacía
de pasta dentífrica y fui dándole patadas hasta las escaleras con las zapatillas
forradas de piel que llevaba puestas. Iba a bajar para ver qué hacía Mal
Brossard, pero de pronto cambié de idea. Decidí irme de Pencey aquella
misma noche sin esperar hasta el miércoles. Me iría a un hotel de Nueva
York, un hotel barato, y me dedicaría a pasarlo bien un par de días. Luego,
el miércoles, me presentaría en casa descansado y de buen humor. Suponía
que mis padres no recibirían la carta de Thurmer con la noticia de mi
expulsión hasta el martes o el miércoles, y no quería llegar antes de que la
hubieran leído y digerido. No quería estar delante cuando la recibieran. Mi
madre con esas cosas se pone totalmente histérica. Luego, una vez que se ha
hecho a la idea, se le pasa un poco. Además, necesitaba unas vacaciones.
Tenía los nervios hechos polvo. De verdad.
Así que decidí hacer eso. Volví a mi cuarto, encendí la luz y empecé a
recoger mis cosas. Tenía una maleta casi hecha. Stradlater ni siquiera se
despertó. Encendí un cigarrillo, me vestí, bajé las dos maletas que tenía, y
me puse a guardar lo que me quedaba por recoger. Acabé en dos minutos.
Para todo eso soy la mar de rápido.
Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que
guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi
madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé
yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de preguntas
absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los
patines que no eran; yo le había pedido de carreras y ella me los había
mandado de hockey, pero aun así me dio lástima. Casi siempre que me
hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.
Cuando cerré las maletas me puse a contar el dinero que tenía. No me
acordaba exactamente de cuánto era, pero debía ser bastante. Mi abuela
acababa de mandarme un fajo de billetes. La pobre está ya bastante ida —
tiene más años que un camello— y me manda dinero para mi cumpleaños
como cuatro veces al año. Aunque la verdad es que tenía bastante, decidí
que no me vendrían mal unos cuantos dólares más. Nunca se sabe lo que
puede pasar. Así que me fui a ver a Frederick Woodruff, el tío a quien había
prestado la máquina de escribir, y le pregunté cuánto me daría por ella. El
tal Frederick tenía más dinero que pesaba. Me dijo que no sabía, que la
verdad era que no le interesaba mucho la máquina, pero al final me la
compró. Había costado noventa dólares y no quiso darme más de veinte.
Estaba furioso porque le había despertado.
Cuando me iba, ya con maletas y todo, me paré un momento junto a las
escaleras y miré hacia el pasillo. Estaba a punto de llorar. No sabía por qué.
Me calé la gorra de caza roja con la visera echada hacia atrás, y grité a
pleno pulmón: «¡Que durmáis bien, tarados!» Apuesto a que desperté hasta
al último cabrón del piso. Luego me fui. Algún imbécil había ido tirando
cáscaras de cacahuetes por todas las escaleras y no me rompí una pierna de
milagro.
Capítulo 8
Como era ya muy tarde para llamar a un taxi, decidí ir andando hasta la
estación. No estaba muy lejos, pero hacía un frío de mil demonios y las
maletas me iban chocando contra las piernas todo el rato. Aun así daba
gusto respirar ese aire tan Limpio. Lo único malo era que con el frío empezó
a dolerme la nariz y también el labio de arriba por dentro, justo en el lugar
en que Stradlater me había pegado un puñetazo. Me había clavado un diente
en la carne y me dolía muchísimo. La gorra que me había comprado tenía
orejeras, así que me las bajé sin importarme el aspecto que pudiera darme ni
nada. De todos modos las calles estaban desiertas. Todo el mundo dormía a
pierna suelta.
Por suerte cuando llegué a la estación sólo tuve que esperar como diez
minutos. Mientras llegaba el tren cogí un poco de nieve del suelo y me lavé
con ella la cara. Aún tenía bastante sangre.
Por lo general me gusta mucho ir en tren por la noche, cuando va todo
encendido por dentro y las ventanillas parecen muy negras, y pasan por el
pasillo esos hombres que van vendiendo café, bocadillos y periódicos. Yo
suelo comprarme un bocadillo de jamón y algo para leer. No sé por qué,
pero en el tren y de noche soy capaz hasta de tragarme sin vomitar una de
esas novelas idiotas que publican las revistas. Ya saben, esas que tienen por
protagonista un tío muy cursi, de mentón muy masculino, que siempre se
llama David, y una tía de la misma calaña que se llama Linda o Marcia y
que se pasa el día encendiéndole la pipa al David de marras. Hasta eso
puedo tragarme cuando voy en tren por la noche. Pero esa vez no sé qué me
pasaba que no tenía ganas de leer, y me quedé allí sentado sin hacer nada.
Todo lo que hice fue quitarme la gorra y metérmela en el bolsillo.
Cuando llegamos a Trenton, subió al tren una señora y se sentó a mi lado.
El vagón iba prácticamente vacío porque era ya muy tarde, pero ella se sentó
al lado mío porque llevaba una bolsa muy grande y yo iba en el primer
asiento. No se le ocurrió más que plantar la bolsa en medio del pasillo,
donde el revisor y todos los pasajeros pudieran tropezar con ella. Llevaba en
el abrigo un prendido de orquídeas como si volviera de una fiesta. Debía
tener como cuarenta o cuarenta y cinco años y era muy guapa. Me encantan
las mujeres. De verdad. No es que esté obsesionado por el sexo, aunque
claro que me gusta todo eso. Lo que quiero decir es que las mujeres me
hacen muchísima gracia. Siempre van y plantan sus cosas justo en medio del
pasillo.
Pero, como decía, íbamos sentados uno al lado del otro, cuando de pronto
me dijo:
—Perdona, pero eso, ¿no es una etiqueta de Pencey? —iba mirando las
maletas que había colocado en la red.
—Sí —le dije. Y era verdad. 'En una de las maletas llevaba una etiqueta
del colegio. Una gilipollez, lo reconozco.
—¿Eres alumno de Pencey? —me preguntó. Tenía una voz muy bonita,
de esas que suenan estupendamente por teléfono. Debería llevar siempre un
teléfono a mano.
—Sí —le dije.
—¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama
Ernest Morrow y estudia en Pencey.
—Sí, claro que le conozco. Está en mi clase.
Su hijo era sin lugar a dudas el hijoputa mayor que había pasado jamás
por el colegio. Cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre
pegando a todos en el trasero con la toalla mojada. Eso da la medida de lo
hijoputa que era.
—¡Cuánto me alegro! —dijo la señora, pero sin cursilería ni nada. Al
contrario, muy simpática—. Le diré a Ernest que nos hemos conocido.
¿Cómo te llamas?
—Rudolph Schmidt —le dije. No tenía ninguna gana de contarle la
historia de mi vida. Rudolph Schmidt era el nombre del portero de la
residencia.
—¿Te gusta Pencey? —me preguntó.
—¿Pencey? No está mal. No es un paraíso, pero tampoco es peor que la
mayoría de los colegios. Algunos de los profesores son muy buenos.
—A Ernest le encanta.
—Ya lo sé —le dije. De pronto me dio por meterle cuentos—. Pero es que
Ernest se hace muy bien a todo. De verdad. Tiene una enorme capacidad de
adaptación.
—¿Tú crees? —me preguntó. Se le notaba que estaba interesadísima en el
asunto.
—¿Ernest? Desde luego —le dije. La miré mientras se quitaba los
guantes. ¡Jo! ¡No llevaba pocos pedruscos!
—Acabo de romperme una uña al bajar del taxi —me dijo mientras me
miraba sonriendo. Tenía una sonrisa fantástica. De verdad. La mayoría de la
gente, o nunca sonríe, o tiene una sonrisa horrible—. A su padre y a mí nos
preocupa mucho —dijo—. A veces nos parece que no es muy sociable.
—No la entiendo...
—Verás, es que es un chico muy sensible. Nunca le ha resultado fácil
hacer amigos. Quizá porque se toma las cosas demasiado en serio para su
edad.
¡Sensible! ¿No te fastidia? El tal Morrow tenía la sensibilidad de una tabla
de retrete. La miré con atención. No parecía tonta. A lo mejor hasta sabía
qué clase de cabrón tenía por hijo. Pero con eso de las madres nunca se
sabe. Están todas un poco locas. Aun así la de Morrow me gustaba. Estaba
la mar de bien la señora.
—¿Quiere un cigarrillo? —le pregunté.
Miró a su alrededor.
—Creo que en este vagón no se puede fumar, Rudolph —me dijo.
¡Rudolph! ¡Qué gracia me hizo!
—No importa. Cuando empiecen a chillarnos lo apagaremos —le dije.
Cogió un cigarrillo y le di fuego. Daba gusto verla fumar. Aspiraba el
humo, claro, pero no lo tragaba con ansia como suelen hacer las mujeres de
su edad. La verdad es que era de lo más agradable y tenía un montón de sexappeal.
Me miró con una expresión rara.
—Quizá me equivoque, pero creo que te está sangrando la nariz —dijo de
pronto.
Asentí y saqué el pañuelo. Le dije:
—Es que me han tirado una bola de nieve. De esas muy apelmazadas.
No me hubiera importado contarle lo que había pasado, pero habría
tardado muchísimo. Estaba empezando a arrepentirme de haberle dicho que
me llamaba Rudolph Schmidt.
—Con que Ernie, ¿eh? Es uno de los chicos más queridos en Pencey, ¿lo
sabía?
—No. No lo sabía.
Afirmé:
—A todos nos llevó bastante tiempo conocerle. Es un tío muy especial.
Bastante raro en muchos aspectos, ¿entiende lo que quiero decir? Por
ejemplo, cuando le conocí le tomé por un snob. Pero no lo es. Es sólo que
tiene un carácter bastante original y cuesta llegar a conocerle bien.
La señora Morrow no dijo nada. Pero, ¡jo! ¡Había que verla! La tenía
pegada al asiento. Todas las madres son iguales. Les encanta que les cuenten
lo maravilloso que es su hijo.
Entonces fue cuando de verdad me puse a mentir como un loco.
—¿Le ha contado lo de las elecciones? —le pregunté—. ¿Las elecciones
que tuvimos en la clase?
Negó con la cabeza. La tenía como hipnotizada.
—Verá, todos queríamos que Ernie saliera presidente de la clase. Le
habíamos elegido como candidato unánimemente. La verdad es que era el
único tío que podía hacerse cargo de la situación —le dije. ¡Jo! ¡Vaya bolas
que le estaba metiendo!—. Pero salió elegido otro chico, Harry Fencer, y
por una razón muy sencilla y evidente: que Ernie es tan humilde y tan
modesto que no nos permitió que presentáramos su candidatura. Se negó en
redondo. ¡Es tan tímido! Deberían ayudarle a superar eso —la miré—. ¿Se
lo ha contado?
—No. No me ha dicho nada.
—¡Claro! ¡Típico de Ernie! Eso es lo malo, que es demasiado tímido.
Debería ayudarle a salir de su cascarón.
En ese momento llegó el revisor a pedir el billete a la señora Morrow y
aproveché la ocasión para callarme. Esos tíos como Morrow que se pasan el
día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que
no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida.
Pero apuesto la cabeza a que después de todo lo que le dije aquella noche, la
señora Morrow verá ya siempre en su hijo a un tío tímido y modesto que no
se deja ni proponer como candidato a unas elecciones. Vamos, eso creo.
Luego nunca se sabe. Aunque las madres no suelen ser unos linces para esas
cosas.
—¿Le gustaría tomar una copa? —le pregunté. Me apetecía tomar algo—.
Podemos ir al vagón restaurante.
—¿No eres muy joven todavía para tomar bebidas alcohólicas? —me
preguntó, pero sin tono de superioridad. Era demasiado simpática para
dárselas de superior.
—Sí, pero se creen que soy mayor porque soy muy alto —le dije—, y
porque tengo mucho pelo gris.
Me volví y le enseñé todas las canas que tengo. Eso le fascinó.
—Vamos, la invito. ¿No quiere? —le dije—. La verdad es que me habría
gustado mucho que aceptara.
—Creo que no. Muchas gracias de todos modos —me dijo—. Además el
restaurante debe estar ya cerrado. Es muy tarde, ¿sabes?
Tenía razón. Se me había olvidado la hora que era. Luego me miró y me
dijo lo que desde un principio temía que acabaría preguntándome:
—Ernest me escribió hace unos días para decirme que no os darían las
vacaciones hasta el miércoles. Espero que no te hayan llamado
urgentemente porque se haya puesto enfermo alguien de tu familia —no lo
preguntaba por fisgonear, estoy seguro.
—No, en casa están todos bien —le dije—. Yo soy quien está enfermo.
Tienen que operarme.
—¡Cuánto lo siento! —dijo. Y se notaba que era verdad. En cuanto cerré
la boca me arrepentí de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
—Nada grave. Es sólo un tumor en el cerebro.
—¡Oh, no! —se llevó una mano a la boca y todo.
—No crea que voy a morirme ni nada. Está por la parte de fuera y es muy
pequeñito. Me lo quitarán en un dos por tres.
Luego saqué del bolsillo un horario de trenes que llevaba y me puse a
leerlo para no seguir mintiendo. Una vez que me disparo puedo seguir horas
enteras si me da la gana. De verdad. Horas y horas.
Después de aquello ya no hablamos mucho. Ella empezó a leer un Vogue
que llevaba, y yo me puse a mirar por la ventanilla. En Newark se bajó. Me
deseó mucha suerte en la operación. Seguía llamándome Rudolph. Luego
me dijo que no dejara de ir a visitar a Ernie durante el verano, que tenían
una casa en la playa con pista de tenis y todo en Gloucester, Massachusetts,
pero yo le di las gracias y le dije que me iba de viaje a Sudamérica con mi
abuela. Esa sí que era una trola de las buenas, porque mi abuela no sale ni a
la puerta de su casa si no es para ir a una sesión de cine o algo así. Pero ni
por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijo de puta de
Morrow. Por muy desesperado que estuviera.
Capítulo 9
Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue meterme
en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a
la puerta para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve dentro
no supe a quién llamar. Mi hermano D.B. estaba en Hollywood y mi
hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve. No le habría
importado nada que la despertara, pero lo malo es que no hubiera cogido
ella el teléfono. Habrían contestado mis padres, así que tuve que olvidarme
del asunto. Luego, se me ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher para
preguntarle cuándo llegaba su hija a Nueva York, pero de pronto se me
quitaron las ganas. Además, era ya muy tarde para telefonear a una señora.
Después pensé en llamar a una chica con la que solía salir bastante a
menudo. Sally Hayes. Sabía que ya estaba de vacaciones porque me había
escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a decorar el árbol con
ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se pusiera su madre al
teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son capaces de
romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi madre
que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar con la
señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y que no
tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que había
conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un poco
imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie.
Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí a la
calle, cogí mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de taxis, y
cogí uno.
Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxista mi
verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un par de
días en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empezaran
oficialmente las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cruzado
ya medio parque. Entonces le dije muy deprisa:
—¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al darle la
dirección. Quiero volver al centro.
El taxista era un listo.
—Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única.
Tendremos que seguir hasta la Diecinueve.
No tenía ganas de discutir:
—Está bien — le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una
cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Central
Park South... Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad
adonde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se
meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió
y me miró como si yo estuviera completamente loco.
—¿Qué se ha propuesto, amigo? —me dijo—. ¿Tomarme un poco el
pelo?
—No. Sólo quería saberlo, de verdad.
No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central
Park en la calle Diecinueve. Entonces me dijo:
—Usted dirá, amigo. ¿Adonde vamos?
—Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde pueda
tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito —le dije. Me revienta
decir horteradas como «viajo de incógnito», pero cuando estoy con alguien
que dice ese tipo de cosas procuro hablar igual que él—. ¿Sabe usted quién
toca hoy en la Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker?
—Ni la menor idea, amigo.
—Entonces lléveme al Edmont —le dije—. ¿Quiere parar en el camino y
tomarse una copa conmigo? Le invito. Estoy forrado.
—No puedo. Lo siento —el tío era unas castañuelas. Vaya carácter que
tenía.
Llegamos al Edmont y me inscribí en el registro. En el taxi me había
puesto la gorra de caza, pero me la quité antes de entrar al hotel. No quería
parecer un tipo estrafalario lo cual resultó después bastante gracioso. Pero
entonces aún no sabía que ese hotel estaba lleno de tarados y maníacos
sexuales. Los había a cientos.
Me dieron una habitación inmunda con una ventana que daba a un patio
interior, pero no me importó mucho. Estaba demasiado deprimido para
preocuparme por la vista. El botones que me subió el equipaje al cuarto
debía tener unos sesenta y cinco años. Resultaba aún más deprimente que la
habitación. Era uno de esos viejos que se peinan echándose todo el pelo a un
lado para que no se note que están calvos. Yo preferiría que todo el mundo
lo supiera antes que tener que hacer eso. Pero, en cualquier caso, ¡vaya
carrerón que llevaba el tío! Tenía un trabajo envidiable. Transportar maletas
todo el día de un lado para otro y tender la mano para que le dieran una
propina. Supongo que no sería ningún Einstein, pero aun así el panorama era
bastante horrible.
Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrigo ni
nada. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imaginan
ustedes las cosas que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquiera se
molestaba nadie en bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tío en
calzoncillos, que tenía el pelo gris y una facha de lo más elegante, hacer una
cosa que cuando se la cuente no van a creérsela siquiera. Primero puso la
maleta sobre la cama. Luego la abrió, sacó un montón de ropa de mujer, y se
la puso. De verdad que era toda de mujer: medias de seda, zapatos de tacón,
un sostén y uno de esos corsés con las ligas colgando y todo. Luego se puso
un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a pasearse por toda la
habitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y fumando un
cigarrillo mientras se miraba al espejo. Lo más gracioso es que estaba solo,
a menos que hubiera alguien en el baño, que desde donde yo estaba no se
veía. Justo en la habitación de encima, había un hombre y una mujer
echándose agua el uno al otro a la cara. Quizá se tratara de alguna bebida,
pero a esa distancia era imposible distinguir lo que tenían en los vasos.
Primero él se llenaba la boca de líquido y se lo echaba a ella a la cara, y
luego ella se lo echaba a él. Se lo crean o no, lo hacían por riguroso turno.
¡No se imaginan qué espectáculo! Y, mientras, se reían todo el tiempo como
si fuera la cosa más divertida del mundo. En serio. Ese hotel estaba lleno de
maníacos sexuales. Yo era probablemente la persona más normal de todo el
edificio, lo que les dará una idea aproximada de la jaula de grillos que era
aquello. Estuve a punto de mandarle a Stradlater un telegrama diciéndole
que cogiera el primer tren a Nueva York. Se lo habría pasado de miedo.
Lo malo de ese tipo de cosas es que, por mucho que uno no quiera,
resultan fascinantes. Por ejemplo, la chica que tenía la cara chorreando, era
la mar de guapa. Creo que ése es el problema que tengo. Por dentro debo ser
el peor pervertido que han visto en su vida. A veces pienso en un montón de
cosas raras que no me importaría nada hacer si se me presentara la
oportunidad. Hasta puedo entender que, en cierto modo, resulte divertido, si
se está lo bastante bebido, echarse agua a la cara con una chica. Pero lo que
me pasa es que no me gusta la idea. Si se analiza bien, es bastante absurda.
Si la chica no te gusta, entonces no tiene sentido hacer nada con ella, y si te
gusta de verdad, te gusta su cara y no quieres llenársela de agua. Es una
lástima que ese tipo de cosas resulten a veces tan divertidas. Y la verdad es
que las mujeres no le ayudan nada a uno a procurar no estropear algo
realmente bueno. Hace un par de años conocí a una chica que era aún peor
que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas cosas raras! Pero durante una temporada nos
divertíamos muchísimo. Eso del sexo es algo que no acabo de entender del
todo. Nunca se sabe exactamente por dónde va uno a tirar. Por ejemplo, yo
me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo. El año
pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me gustara
de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba cien
patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas enteras
besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba Arme
Louise Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro.
Mientras estaba mirando por la ventana se me ocurrió llamar directamente
a Jane. Pensé en ponerle una conferencia a BM, en vez de hablar con su
madre, para preguntarle cuándo llegaría a Nueva York. Las alumnas tenían
prohibido recibir llamadas telefónicas por la noche, pero me preparé todo el
plan. Diría a la persona que contestara que era el tío de Jane, que su tía había
muerto en un accidente de coche, y que tenía que hablar con ella
inmediatamente. Se lo habrían creído. Pero al final no lo hice porque no
estaba en vena y cuando uno no está en vena no hay forma de hacer cosas
así.
Al cabo de un rato me senté en un sillón y me fumé un par de cigarrillos.
Me sentía bastante cachondo, tengo que confesarlo. De pronto se me ocurrió
una idea. Saqué la cartera y busqué una dirección que me había dado el
verano anterior un tío de Princeton. Al final la encontré. El papel estaba
todo amarillento, pero todavía se leía. No es que la chica fuera una puta ni
nada de eso, pero, según me había dicho el tío aquél, no le importaba
hacerlo de vez en cuando. El la llevó un día a un baile de la universidad y
por poco le echan de Princeton. Había sido bailarina de strip-tease o algo
así. Pues, como iba diciendo, me acerqué a donde estaba el teléfono y llamé.
La chica se llamaba Faith Cavendish y vivía en el Hotel Stanford Arms, en
la esquina de las calles 65 y Broadway. Un tugurio, sin la menor duda.
Sonó el timbre bastante rato. Cuando ya pensaba que no había nadie,
descolgaron el teléfono.
—¿Oiga? —dije. Hablaba con un tono muy bajo para que no sospechara
la edad que tenía. De todas formas tengo una voz bastante profunda.
—Diga —contestó una mujer. Y no muy amable por cierto.
—¿Es Faith Cavendish?
—¿Quién es? ¿A qué imbécil se le ocurre llamarme a esta hora?
Aquello me acobardó un poco.
—Verás, ya sé que es un poco tarde —dije con una voz como muy
adulta—. Tienes que perdonarme, pero es que ardía en deseos de hablar
contigo —se lo dije de la manera más fina posible. De verdad.
—Pero, ¿quién es?
—No me conoces. Soy un amigo de Birdsell. Me dijo que si algún día
pasaba por Nueva York no dejara de tomar una copa contigo.
—¿Qué dices? ¿Que eres amigo de quién?
¡Jo! ¡Esa mujer era una fiera corrupia! Me hablaba casi a gritos.
—Edmund Birdsell. Eddie Birdsell —le dije. No me acordaba si se
llamaba Edmund o Edward. Le había visto sólo una vez en una fiesta
aburridísima.
—No conozco a nadie que se llame así. Y si crees que tiene gracia
despertarme a media noche para... —Eddie Birdsell... De Princeton —le
dije.
Se notaba que le estaba dando vueltas al nombre en la cabeza.
—Birdsell, Birdsell... ¿De Princeton, dices? ¿De la
—¿Estás tú en Princeton?
—Más o menos, universidad?
—Eso —le dije.
—Y, ¿cómo está Eddie? —dijo—. Oye, vaya horitas que tienes tú de
llamar, ¿eh? ¡Qué barbaridad!
—Está muy bien. Me dijo que te diera recuerdos.
—Gracias. Dale también recuerdos de mi parte cuando le veas —dijo—.
Es un chico encantador. ¿Qué es de su vida?
De repente estaba simpatiquísima.
—Pues nada. Lo de siempre —le dije. ¡Yo qué sabía lo que andaría
haciendo ese tío! Apenas le conocía. Ni siquiera sabía si seguiría en
Princeton—. Oye, ¿podríamos vernos para tomar una copa juntos?
—¿Tienes ni la más remota idea de la hora que es? —dijo—. ¿Cómo te
llamas? ¿Te importaría decirme cómo te llamas? —de pronto sacaba acento
británico—. Por teléfono pareces un poco joven.
Me reí.
—Gracias por el cumplido —le dije, así como con mucho mundo—. Me
llamo Holden Caulfield.
Debí darle un nombre falso, pero no se me ocurrió.
—Verás, Holden. Nunca salgo a estas horas de la noche. Soy una pobre
trabajadora.
—Pero mañana es domingo —le dije.
—No importa. Tengo que dormir mucho. El sueño es un tratamiento de
belleza. Ya lo sabes.
—Creí que aún podríamos tomar una copa juntos. No es demasiado tarde.
—Eres muy amable —me dijo—. Por cierto, ¿desde dónde me llamas?
¿Dónde estás?
—¿Yo? En una cabina telefónica.
—¡Ah! —dijo. Hubo una pausa interminable—. Me gustaría muchísimo
verte. Debes ser muy atractivo.
Por la voz me parece que tienes que ser muy atractivo. Pero es muy tarde.
—Puedo subir yo.
—En otra ocasión me habría parecido estupendo que subieras a tomar
algo, pero mi compañera de cuarto está enferma. No ha pegado ojo la pobre
en toda la tarde y acaba de dormirse hace un minuto.
—Vaya, lo siento...
—¿Dónde te alojas? Quizá podamos vernos mañana.
—Mañana no puedo —le dije—. La única posibilidad era esta noche.
¡Soy un cretino! ¡Nunca debí decir aquello!
—Vaya, entonces lo siento muchísimo...
—Le daré recuerdos a Eddie de tu parte.
—No te olvides, por favor. Que lo pases muy bien en Nueva York. Es una
ciudad maravillosa.
—Ya lo sé. Gracias. Buenas noches —le dije. Y colgué.
¡Jo! ¡Vaya ocasión que había perdido! Al menos podía haber quedado con
ella para el día siguiente.
Capítulo 10
Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde
luego no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy
cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño,
me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón
Malva. Así se llamaba la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva.
Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana
Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba
hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no podía
arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada a esa
hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar en seguida si
contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían dado
cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las que te
adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charlar un
buen rato con mi hermana.
No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es
listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que
sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo. Mi
hermano D.B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho
que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánto me
gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en
el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas.
Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva
largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero
siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo,
pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido para
patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al
parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho
conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende
perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier
parte. Si se la lleva a ver una película mala, en seguida se da cuenta de que
es mala. Si se la lleva a ver una película buena, en seguida se da cuenta de
que es buena. D.B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de
Raimu que se llamaba La mujer del panadero. Le gustó muchísimo. Pero su
preferida es Los treinta y nueve escalones, de Robert Donat. Se la sabe de
memoria porque la ha visto como diez veces. Por ejemplo, cuando Donat
llega a Escocia huyendo de la policía y se refugia en una granja y un escocés
le pregunta: «¿Va a comerse ese arenque, o no?», Phoebe va y lo dice en
voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo el diálogo de memoria. Y cuando el
profesor, que luego resulta ser un espía alemán, saca un dedo mutilado que
tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le adelanta y me planta un dedo
ante las narices en medio de la oscuridad. Es estupenda, de verdad. Les
gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de cariñosa. Para lo
pequeña que es, es muy sensible.
Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que luego
nunca termina: La protagonista es una niña detective que se llama Hazel
Weatherfield, sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio parece
que es huérfana, pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es «un
caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad». Es graciosísima la
tal Phoebe. Les encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuando era
sólo una cría, Allie y yo solíamos llevarla al parque con nosotros,
especialmente los domingos. Allie tenía un barquito de vela con el que le
gustaba jugar en el lago y Phoebe se venía con nosotros. Se ponía unos
guantes blancos y caminaba entre los dos muy seria, como una auténtica
señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar sobre cualquier cosa,
Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como era tan chica,
se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de recordárnoslo
porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un empujón a
Allie y le decía: «Pero, ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?» Nosotros le
explicábamos quién lo había dicho y ella decía: «¡Ah!», y seguía
escuchando. A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchísimo
también. Ahora tiene ya diez años, o sea que no es tan cría, pero sigue
haciendo mucha gracia a todo el mundo. A todo el mundo que tiene un poco
de sentido, claro.
Como decía, es una de esas personas con las que da gusto hablar por
teléfono, pero me dio miedo llamarla, que contestaran mis padres, y que se
dieran cuenta de que estaba en Nueva York y me habían echado de Pencey.
Así que me puse la camisa, acabé de arreglarme y bajé al vestíbulo en el
ascensor para echar un vistazo al panorama.
El vestíbulo estaba casi vacío a excepción de unos cuantos hombres con
pinta de chulos y unas cuantas mujeres con pinta de putas. Pero se oía tocar
a la orquesta en el Salón Malva y entré a ver cómo estaba el ambiente por
allí. No había mucha gente, pero aun así me dieron una mesa de lo peor,
detrás de todo. Debí plantarle un dólar delante de las narices al camarero.
¡Jo! ¡Les digo que en Nueva York sólo cuenta el dinero! De verdad.
La orquesta era pútrida. Aquella noche tocaba Buddy Singer. Mucho
metal, pero no del bueno sino del tirando a cursi. Por otra parte, había muy
poca gente de mi edad. Bueno, la verdad es que no había absolutamente
nadie de mi edad. Estaba lleno de unos tipos viejísimos y afectadísimos con
sus parejas, menos en la mesa de al lado mío en que había tres chicas de
unos treinta años o así. Las tres eran bastante feas y llevaban unos
sombreros que anunciaban a gritos que ninguna era de Nueva York. Una de
ellas, la rubia, no estaba mal del todo. Tenía cierta gracia, así que empecé a
echarle unas cuantas miradas insinuantes; pero en ese momento llegó el
camarero a preguntarme qué quería tomar. Le dije que me trajera un whisky
con soda sin mezclar y lo dije muy deprisa porque como empieces a titubear
en seguida se dan cuenta de que eres menor de edad y no te traen nada que
tenga alcohol. Pero aun así se dio cuenta.
—Lo siento mucho —me dijo—, ¿pero tiene algún documento que
acredite que es mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo?
Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo
y le pregunté:
—¿Es que parezco menor de veinte años?
—Lo siento, señor, pero tenemos nuestras...
—Bueno, bueno —le dije. Había decidido no meterme en honduras—.
Tráigame una coca-cola.
Ya se iba cuando le llamé:
—¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? —se lo dije de muy
buenos modos—. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échele un
chorrito de algo...
—Lo siento, señor —dijo. Y se largó.
La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo bebidas
alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñeta!,
era menor de edad.
Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la rubia.
Para mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valor. La
verdad es que lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy frío y
con mucho mundo, pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírse las
tres como idiotas. Probablemente me consideraban demasiado joven para
ligar. ¿No te fastidia? Ni que hubiera querido casarme con ellas. Debía
haberlas mandado a freír espárragos, pero no lo hice porque tenía muchas
ganas de bailar. Hay veces que no puedo resistir la tentación y ésa era una
de ellas. Me incliné hacia las tres chicas y les dije:
—¿Os gustaría bailar?
No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finísimo,
pero no sé por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a reírse
como locas, de verdad. Eran las tres unas cretinas integrales.
—Venga —les dije—, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acuerdo?
¿Qué os parece? Decid que sí.
Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien me
dirigía era a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la pista.
Mientras tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histéricas.
Debía estar loco para molestarme siquiera por ellas.
Pero valió la pena. La rubia aquélla bailaba de miedo. He conocido a
pocas mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan unas
bailarinas estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad de las
veces, o se empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que puedes
hacer es quedarte sentado en la mesa y emborracharte con ellas.
—Lo haces muy bien —le dije a la rubia aquélla—. Deberías dedicarte a
bailarina, de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la mitad
de buena que tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda?
—¿Qué?
Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas.
—He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda.
—No sé. No. No sé quiénes son.
—Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todos los
pasos perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en qué se
nota cuándo una mujer es una bailarina estupenda?
—¿Qué?
No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación.
—He dicho que si sabes en qué se nota cuándo una mujer es una bailarina
estupenda.
—No...
—Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si me da
la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas,
ni pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal.
Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a bailar.
¡Jo! ¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta tocaban
esa canción que se llama Just one of those things, y por muchos esfuerzos
que hacían no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa. No
intenté hacer ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos que
se ponen a hacer fiorituras en la pista, pero me moví todo lo que quise y la
rubia me seguía perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que ella se
lo estaba pasando igual de bien que yo hasta que se descolgó con una
estupidez:
—Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El actor de
cine. Estaba comprando el periódico. Es un sol.
—Tuvisteis suerte —le dije—. Mucha suerte, ¿sabes?
Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que traté de
contenerme no pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, justo
en la coronilla. Cuando lo hice se enfadó.
—¡Oye! Pero, ¿qué te has creído?
—Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien —le dije—. Tengo
una hermana pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan bien
como ella y eso que mi hermana lo hace como Dios.
—Mucho cuidado con lo que dices.
¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva.
—¿De dónde sois?
—¿Qué? —dijo.
—Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes que
hacer tal esfuerzo.
—Seattle, Washington —dijo como si me estuviera haciendo un gran
favor.
—Tienes una conversación estupenda —le dije—, ¿sabes?
—¿Qué?
Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.
—¿Quieres que hagamos un poco de jitterbug? Nada de saltar a lo
hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos
menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te
parece?
—Lo mismo me da —contestó—. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?
No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.
—¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que
represento un poco más.
—Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si
sigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto
concluido.
Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza
rápida. Bailamos el jitterbug, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía
estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda
de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de
una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos
a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En
cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora
de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le
vuelven a uno loco. De verdad.
No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran
unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había
bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo.
Las dos feas se llamaban Marty y Láveme. Les dije que me llamaba Jim
Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversación
inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo.
No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantemente
a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a aparecer
por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían que
cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer que ir
al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así.
Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo que
hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una respuesta
inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Láveme,
eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo. Se
veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pero no
dejaba de tener cierta gracia.
Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Láveme, no lo hacía mal
del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era
como arrastrar la estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más
remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa
de ver a Gary Cooper.
—¿Dónde? —me preguntó nerviosísima—. ¿Dónde?
—Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando te lo
dije?
Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía.
—¡Qué rabia! —dijo.
Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay personas a
quienes no se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan.
Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo a las
otras dos que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Láveme y Bernice por
poco se suicidan cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas y le
preguntaron a Marty si ella le había visto. Les contestó que sólo de refilón.
Por poco suelto la carcajada.
Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí para mí
otras dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Láveme, no
paraba de tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido del
humor realmente exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nada
menos que en pleno diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rubia,
Bernice, bebía bourbon con agua —tenía buen saque para el alcohol—, y las
tres miraban continuamente a su alrededor buscando actores de cine. Apenas
hablaban, ni siquiera entre ellas. La tal Marty era un poco más locuaz que
las otras dos, pero decía unas cursiladas horrorosas. Llamaba a los servicios
«el cuarto de baño de las niñas» y cuando el pobre carcamal de la orquesta
de Buddy Singer se levantó y le atizó al clarinete un par de arremetidas que
resultaron heladoras, comentó que aquello sí que era el no va más del jazz
caliente. Al clarinete lo llamaba «el palulú». No había por dónde cogerla. La
otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me repitió como cincuenta veces
que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche y me preguntó también
otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era ingeniosísima. La tal
Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que le preguntaba una
cosa, contestaba: «¿Qué?» Al final le ponía a uno negro.
En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron que
se iban a la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temprano
para ir a la primera sesión del Music Hall de Radio City. Traté de
convencerlas de que se quedaran un rato más, pero no quisieron. Así que
nos despedimos con todas . las historias habituales. Les prometí que no
dejaría de ir a verlas si alguna vez iba a Seattle, pero dudo mucho que lo
haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.
Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo que por
lo menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado antes
de que yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hubiera
sido un detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignorantes y
llevaban unos sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Eso de
que quisieran levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio City
me deprimió más todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilísimo
venga desde Seattle, Washington, hasta Nueva York, para terminar
levantándose temprano y asistir a la primera sesión del Music Hall, es como
para deprimir a cualquiera. Les habría invitado a cien copas por cabeza a
cambio de que no me hubieran dicho nada.
Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De todos
modos estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de tocar.
La verdad es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a menos
que vaya con una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a uno
tomar alcohol en vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el mundo
entero que se pueda soportar mucho tiempo a no ser que pueda uno
emborracharse o que vaya con una mujer que le vuelva loco de verdad.
Capítulo 11
De pronto, mientras andaba hacia el vestíbulo, me volvió a la cabeza la
imagen de Jane Gallaher. La tenía dentro y no podía sacármela. Me senté en
un sillón vomitivo que había en el vestíbulo y me puse a pensar en ella y en
Stradlater metidos en ese maldito coche de Ed Banky. Aunque estaba seguro
de que Stradlater no se la había cepillado —conozco a Jane como la palma
de la mano—, no podía dejar de pensar en ella. Era para mí un libro abierto.
De verdad. Además de las damas, le gustaban todos los deportes y aquel
verano jugamos al tenis casi todas las mañanas y al golf casi todas las
tardes. Llegamos a tener bastante intimidad. No me refiero a nada físico —
de eso no hubo nada. Lo que quiero decir es que nos veíamos todo el
tiempo. Para conocer a una chica no hace falta acostarse con ella.
Nos hicimos amigos porque tenía un Dobermann Pinscher que venía a
hacer todos los días sus necesidades a nuestro jardín y a mi madre le ponía
furiosa. Un día llamó a la madre de Jane y le armó un escándalo tremendo.
Es de esas mujeres que arman escándalos tremendos por cosas así. A los
pocos días vi a Jane en el club, tumbada boca abajo junto a la piscina, y le
dije hola. Sabía que vivía en la casa de al lado aunque nunca había hablado
con ella. Pero cuando aquel día la saludé, ni me contestó siquiera. Me costó
un trabajo terrible convencerla de que me importaba un rábano dónde
hiciera su perro sus necesidades. Por mi parte podía hacerlas en medio del
salón si le daba la gana. Bueno, pues después de aquella conversación, Jane
y yo nos hicimos amigos. Aquella misma tarde jugamos al golf. Recuerdo
que perdió ocho bolas. Ocho. Me costó un trabajo horroroso conseguir que
no cerrara los ojos cuando le golpeaba a la pelota. Conmigo mejoró
muchísimo, de verdad. No es porque yo lo diga, pero juego al golf
estupendamente. Si les dijera los puntos que hago ni se lo creerían. Una vez
iba a salir en un documental, pero en el último momento me arrepentí. Pensé
que si odiaba el cine tanto como creía, era una hipocresía por mi parte
dejarles que me sacaran en una película.
Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente guapa,
pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia.
Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los
labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me
encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco
entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf o cuando leía
algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos. Le
gustaba mucho la poesía. Es a la única persona, aparte de mi familia, a quien
he enseñado el guante de Allie con los poemas escritos y todo. No había
conocido a Allie porque era el primer verano que pasaban en Maine —antes
habían ido a Cape Cod—, pero yo le hablé mucho de él. Le encantaban ese
tipo de cosas.
A mi madre no le caía muy bien. No tragaba ni a Jane ni a su madre
porque nunca la saludaban. Las veía bastante en el pueblo cuando iban al
mercado en un Lasalle descapotable que tenían. No la encontraba guapa
siquiera. Yo sí. Vamos, que me gustaba muchísimo, eso es todo.
Recuerdo una tarde perfectamente. Fue la única vez que estuvo a punto de
pasar algo más serio. Era sábado y llovía a mares. Yo había ido a verla y
estábamos en un porche cubierto que tenían a la entrada. Jugábamos a las
damas. Yo la tomaba el pelo porque nunca las movía de la fila de atrás. Pero
no me metía mucho con ella porque a Jane no podía tomarle el pelo. Me
encanta hacerlo con las chicas, pero es curioso que con las que me gustan de
verdad, no puedo. A veces me parece que a ellas les gustaría que les tomara
el pelo, de hecho lo sé con seguridad, pero es difícil empezar una vez que se
las conoce hace tiempo y hasta entonces no se ha hecho. Pero, como iba
diciendo, aquella tarde Jane y yo estuvimos a punto de pasar a algo más
serio. Estábamos en el porche porque llovía a cántaros, y, de pronto, esa
cuba que tenía por padrastro salió a preguntar a Jane si había algún cigarrillo
en la casa. No le conocía mucho, pero siempre me había parecido uno de
esos tíos que no te dirigen la palabra a menos que te necesiten para algo.
Tenía un carácter horroroso. Pero, como iba diciendo, cuando él preguntó si
había cigarrillos en la casa, Jane no le contestó siquiera. El tío repitió la
pregunta y ella siguió sin contestarle. Ni siquiera levantó la vista del tablero.
Al final el padrastro volvió a meterse en la casa. Cuando desapareció le
pregunté a Jane qué pasaba. No quiso contestarme tampoco. Hizo como si se
estuviera concentrando en el juego y de pronto cayó sobre el tablero una
lágrima. En una de las casillas rojas. ¡Jo! ¡Aún me parece que la estoy
viendo! Ella la secó con el dedo. No sé por qué, pero me dio una pena
terrible. Me senté en el columpio con ella y la obligué a ponerse a mi lado.
Prácticamente me senté en sus rodillas. Entonces fue cuando se echó a llorar
de verdad, y cuando quise darme cuenta la estaba besando toda la cara,
donde fuera, en los ojos, en la nariz, en la frente, en las cejas, en las orejas...
en todas partes menos en la boca. No me dejó. Pero aun así aquella fue la
vez que estuvimos más cerca de hacer el amor. Al cabo del rato se levantó,
se puso un jersey blanco y rojo que me gustaba muchísimo, y nos fuimos a
ver una porquería de película. En el camino le pregunté si el señor Cudahy
(así era como se llamaba la esponja) había tratado de aprovecharse de ella.
Jane era muy joven, pero tenía un tipo estupendo y yo no hubiera puesto la
mano en el fuego por aquel hombre. Pero ella me dijo que no. Nunca llegué
a saber a ciencia cierta qué puñetas pasaba en aquella casa. Con algunas
chicas no hay modo de enterarse de nada.
Pero no quiero que se hagan ustedes la idea de que Jane era una especie
de témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos ni nada. Por
ejemplo hacíamos manitas todo el tiempo. Comprendo que no parece gran
cosa, pero para eso de hacer manitas era estupenda. La mayoría de las
chicas, o dejan la mano completamente muerta, o se creen que tienen que
moverla todo el rato porque si no vas a aburrirte como una ostra. Con Jane
era distinto. En cuanto entrábamos en el cine, empezábamos a hacer manitas
y no parábamos hasta que se terminaba la película. Y todo el rato sin
cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane no tenías
que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que
estabas muy a gusto. De verdad.
De pronto recordé una cosa. Un día, en el cine, Jane hizo algo que me
encantó. Estaban poniendo un noticiario o algo así. Sentí una mano en la
nuca y era ella. Me hizo muchísima gracia porque era muy joven. La
mayoría de las mujeres que hacen eso tienen como veinticinco o treinta
años, y generalmente se lo hacen a su marido o a sus hijos. Por ejemplo, yo
le acaricio la nuca a mi hermana Phoebe de vez en cuando. Pero cuando lo
hace una chica de la edad de Jane, resulta tan gracioso que le deja a uno sin
respiración.
En todo eso pensaba mientras seguía sentado en aquel sillón vomitivo del
vestíbulo. ¡Jane! Cada vez que me la imaginaba con Stradlater en el coche
de Ed Banky me ponía negro. Sabría que no le habría dejado que la tocara,
pero, aun así, sólo de pensarlo me volvía loco. No quiero ni hablar del
asunto.
El vestíbulo estaba ya casi vacío. Hasta las rubias con pinta de putas
habían desaparecido y, de pronto, me entraron unas ganas terribles de
largarme de allí a toda prisa. Aquello estaba de lo más deprimente. Como,
por otra parte, no estaba cansado, subí a la habitación y me puse el abrigo.
Me asomé a la ventana para ver si seguían en acción los pervertidos de
antes, pero estaban todas las luces apagadas. Así que volví a bajar en el
ascensor, cogí un taxi, y le dije al taxista que me llevara a Ernie. Es una sala
de fiestas adonde solía ir mi hermano D.B. antes de ir a Hollywood a
prostituirse. A veces me llevaba con él. Ernie es un negro enorme que toca
el piano. Es un snob horroroso y no te dirige la palabra a menos que seas un
tipo famoso, o muy importante, o algo así, pero la verdad es que toca el
piano como quiere. Es tan bueno que casi no hay quien le aguante. No sé si
me entienden lo que quiero decir, pero es la verdad. Me gusta muchísimo
oírle, pero a veces le entran a uno ganas de romperle el piano en la cabeza.
Debe ser porque sólo por la forma de tocar se le nota que es de esos tíos que
no te dirige la palabra a menos que seas un pez gordo.
Capítulo 12
Era un taxi viejísimo que olía como si acabara de vomitar alguien dentro.
Siempre me toca uno de ésos cuando voy a algún sitio de noche. Pero más
deprimente aún era que las calles estuvieran tan tristes y solitarias a pesar de
ser sábado. Apenas se veía a nadie. De vez en cuando cruzaban un hombre y
una mujer cogidos por la cintura, o una pandilla de tíos riéndose como
hienas de algo que apuesto la cabeza a que no tenía la menor gracia. Nueva
York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas
y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En
el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar
con Phoebe. Pero, en fin, como les iba diciendo, al poco de subir al taxi, el
taxista empezó a darme un poco de conversación. Se llamaba Howitz y era
mucho más simpático que el anterior. Por eso se me ocurrió que a lo mejor
él sabía lo de los patos.
—Oiga, Howitz —le dije—. ¿Pasa usted mucho junto al lago de Central
Park?
—¿Qué?
—El lago, ya sabe. Ese lago pequeño que hay cerca de Central South
Park. Donde están los patos. Ya sabe.
—Sí. ¿Qué pasa con ese lago?
—¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando allí? Sobre todo en
la primavera. ¿Sabe usted por casualidad adonde van en invierno?
—Adonde va, ¿quién?
—Los patos. ¿Lo sabe usted por casualidad? ¿Viene alguien a llevárselos
a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué
hacen?
El tal Howitz volvió la cabeza en redondo para mirarme. Tenía muy poca
paciencia, pero no era mala persona.
—¿Cómo quiere que lo sepa? —me dijo—. ¿Cómo quiere que sepa yo
una estupidez semejante?
—Bueno, no se enfade usted por eso —le dije.
—¿Quién se enfada? Nadie se enfada.
Decidí que si iba a tomarse las cosas tan a pecho, mejor era no hablar.
Pero fue él quien sacó de nuevo la conversación. Volvió otra vez la cabeza
en redondo y me dijo:
—Los peces son los que no se van a ninguna parte. Los peces se quedan
en el lago. Esos sí que no se mueven.
—Pero los peces son diferentes. Lo de los peces es distinto. Yo hablaba
de los patos —le dije.
—¿Cómo que es distinto? No veo por qué tiene que ser distinto —dijo
Howitz. Hablaba siempre como si estuviera muy enfadado por algo— No irá
usted a decirme que el invierno es mejor para los peces que para los patos,
¿no? A ver si pensamos un poco...
Me callé durante un buen rato. Luego le dije:
—Bueno, ¿y qué hacen los peces cuando el lago se hiela y la gente se
pone a patinar encima y todo?
Se volvió otra vez a mirarme:
—¿Cómo que qué hacen? Se quedan donde están. ¿No te fastidia?
—No pueden seguir como si nada. Es imposible.
—¿Quién sigue como si nada? Nadie sigue como si nada —dijo Howitz.
El tío estaba tan enfadado que me dio miedo de que estrellara el taxi contra
una farola—. Viven dentro del hielo, ¿no te fastidia? Es por la naturaleza
que tienen ellos. Se quedan helados en la postura que sea para todo el
invierno.
—Sí, ¿eh? Y, ¿cómo comen entonces? Si el lago está helado no pueden
andar buscando comida ni nada.
—¿Que cómo comen? Pues por el cuerpo. Pero, vamos, parece mentira...
Se alimentan a través del cuerpo, de algas y todas esas mierdas que hay en el
hielo. Tienen los poros esos abiertos todo el tiempo. Es la naturaleza que
tienen ellos. ¿No entiende? —se volvió ciento ochenta grados para mirarme.
—Ya —le dije. Estaba seguro de que íbamos a pegarnos el trastazo.
Además se lo tomaba de un modo que así no había forma de discutir con
él—. ¿Quiere usted parar en alguna parte y tomar una copa conmigo? —le
dije.
No me contestó. Supongo que seguía pensando en los peces, así que le
repetí la pregunta. Era un tío bastante decente. La verdad es que era la mar
de divertido hablar con él.
—No tengo tiempo para copitas, amigo —me dijo—. Además, ¿cuántos
años tiene usted? ¿No debería estar ya en la cama?
—No estoy cansado.
Cuando me dejó a la puerta de Ernie y le pagué, aún insistió en lo de los
peces. Se notaba que se le había quedado grabado:
—Oiga —me dijo—, si fuéramos peces, la madre naturaleza cuidaría de
nosotros. No creerá usted que se mueren todos en cuanto llega el invierno,
¿no?
—No, pero...
—¡Pues entonces! —dijo Howitz, y se largó como un murciélago
huyendo del infierno. Era el tío más susceptible que he conocido en mi vida.
A lo más mínimo se ponía hecho un energúmeno.
A pesar de ser tan tarde, Ernie estaba de bote en bote. Casi todos los que
había allí eran chicos de los últimos cursos de secundaria y primeros de
universidad. Todos los colegios del mundo dan las vacaciones antes que los
colegios adonde voy yo. Estaba tan lleno que apenas pude dejar el abrigo en
el guardarropa, pero nadie hablaba porque estaba tocando Ernie. Cuando el
tío ponía las manos encima del teclado se callaba todo el mundo como si
estuvieran en misa. Tampoco era para tanto. Había tres parejas esperando a
que les dieran mesa y los seis se mataban por ponerse de puntillas y estirar
el cuello para poder ver a Ernie. Habían colocado un enorme espejo delante
del piano y un gran foco dirigido a él para que todo el mundo pudiera verle
la cara mientras tocaba. Los dedos no se le veían, pero la cara, eso sí. ¿A
quién le importaría la cara? No estoy seguro de qué canción era la que
tocaba cuando entré, pero fuera la que fuese la estaba destrozando. En
cuanto llegaba a una nota alta empezaba a hacer unos arpegios y unas
florituras que daban asco. No se imaginan cómo le aplaudieron cuando
acabó. Entraban ganas de vomitar. Se volvían locos. Eran el mismo tipo de
cretinos que en el cine se ríen como condenados por cosas que no tienen la
menor gracia. Les aseguro que si fuera pianista o actor de cine o algo así,
me reventaría que esos imbéciles me consideraran maravilloso. Hasta me
molestaría que me aplaudiesen. La gente siempre aplaude cuando no debe.
Si yo fuera pianista, creo que tocaría dentro de un armario. Pero, como iba
diciendo, cuando acabó de tocar y todos se pusieron a aplaudirle como
locos, Ernie se volvió y, sin levantarse del taburete, hizo una reverencia
falsísima, como muy humilde. Como si además de tocar el piano como
nadie fuera un tío sensacional. Tratándose como se trataba de un snob de
primera categoría, la cosa resultaba bastante hipócrita. Pero, en cierto modo,
hasta me dio lástima porque creo que él ya no sabe siquiera cuándo toca
bien y cuándo no. Y me parece que no es culpa suya del todo. En parte es
culpa de esos cretinos que le aplauden como energúmenos. Esa gente es
capaz de confundir a cualquiera. Pero, como les iba diciendo, aquello me
deprimió tanto que estuve a punto de recoger mi abrigo y volverme al hotel,
pero era pronto y no tenía ganas de estar solo.
Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un
poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan
arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte
pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí
un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien
helados. En Ernie está siempre tan oscuro que serían capaces de servir un
whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comino la
edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nadie te
diga una palabra.
Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi
encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de
mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba en seguida
que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que pedir
otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decían. El
le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella misma
tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era
el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le
importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le
quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de
verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no
puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está
encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación era
peor todavía. Había un tío al que se le notaba en seguida que era de Yale,
vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados con
muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buenas del
Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que vaya
a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir a un
antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba
con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan la
conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco curdas.
El la metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablaba de
un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspirinas
y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible! No,
aquí no, cariño. Aquí no, por favor... ¡Qué horror!» ¿Se imaginan a alguien
metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era
para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado
allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que
fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie que si
quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que era
hermano de D.B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca dan
ningún recado a nadie.
De repente se me acercó una chica y me dijo: —¡Holden Caulfield!—. Se
llamaba Lillian Simmons y mi hermano D.B. había salido con ella una
temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima.
—Hola —le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella
mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que parecía
que se había tragado el sable.
—¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!— ¿Cómo
está tu hermano? —eso era lo que en realidad quería saber.
—Muy bien. Está en Hollywood.
—¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?
—No sé. Escribir —le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se le
notaba que le parecía el no va más eso de que D.B. estuviera en Hollywood.
A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído sus
cuentos. A mí en cambio me pone negro.
—¡Qué maravilla! —dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de marina.
Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos que
consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuando le
dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas!
—¿Estás solo, cariño? —me preguntó la tal Lillian. Había cortado el paso
por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloquear el
tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no se dio
ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de marina
le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de
lástima.
—¿Estás solo? —volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera se
molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a uno de
pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficial de
marina—. Holden, cada día estás más guapo.
El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que estaba
bloqueando el tráfico.
—Vente con nosotros, Holden —dijo Lillian—. Tráete tu vaso.
—Me iba en este momento —le dije—. He quedado con un amigo.
Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se lo
contara a D.B.
—Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano,
dile que le odio.
Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos
encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia
muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas
conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno
quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de esas.
Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no me
quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por alguna
casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes que
quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de marina a
aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo sentí
una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas.
Capítulo 13
Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. No lo
hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme la noche
entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno de ir en taxi tanto
como de ir en ascensor. De pronto te entra una necesidad enorme de utilizar
las piernas, sea cual sea la distancia o el número de escalones. Cuando era
pequeño, subía andando a nuestro apartamento muy a menudo. Y son doce
pisos.
No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las aceras,
pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del bolsillo la gorra
de caza roja y me la puse. No me importaba tener un aspecto rarísimo. Hasta
bajé las orejeras. No saben cómo me acordé en aquel momento del tío que
me había birlado los guantes en Pencey, porque las manos se me helaban de
frío. Aunque estoy seguro de que si hubiera sabido quién era el ladrón no le
habría hecho nada tampoco. Soy un tipo bastante cobarde. Trato de que no
se me note, pero la verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sabido
quién me había robado los guantes, probablemente habría ido a la habitación
del ladrón y le habría dicho: «¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?»., El
otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: «¿Qué guantes?».
Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los guantes
escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo. Los
hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: «Supongo que
éstos son tuyos, ¿no?» El ladrón me habría mirado otra vez con una
expresión muy inocente y me habría dicho: «No los he visto en mi vida. Si
son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para nada.» Probablemente
me habría quedado allí como cinco minutos con los guantes en la mano
sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle al tío la cara. Hasta el
último hueso, vamos. Sólo que no habría tenido agallas para hacerlo. Me
habría quedado de pie, mirándole con cara de duro de película y luego le
habría dicho algo muy ingenioso, muy agudo. Lo malo es que , si le hubiera
dicho algo así, el ladrón seguramente se habría levantado y me habría dicho:
«Oye, Caulfield, ¿me estás llamando ladrón?», y yo, en lugar de
responderle: «Naturalmente», probablemente le habría dicho: «Todo lo que
sé es que tenías mis guantes dentro de tus botas de lluvia.» El chico habría
pensado que no iba a atizarle y se me habría encarado: «Oye, pongamos las
cosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?», y yo probablemente le habría
contestado: «Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que mis guantes estaban
dentro de tus botas de lluvia», y así podría haber repetido lo mismo durante
horas. Al final habría salido de la habitación sin pegarle un puñetazo
siquiera. Habría bajado a los lavabos, habría encendido un cigarrillo y luego
me habría mirado al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que iba
pensando camino del hotel. De verdad que no tiene ninguna gracia ser
cobarde. Aunque quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que además de
ser un poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me importa un
pimiento que me roben los guantes.
Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado perder
nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tíos que
se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me importa
lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso sea un
poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobarde en
absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la cara,
hay que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Prefiero
tirar a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un
puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa que
me aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vuelve
loco—, pero si se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver
la cara del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera los
ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, pero
aun así es cobardía. No crean que me engaño.
Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, más
deprimido me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier parte. En
Ernie sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado. Para
eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda la noche si me
da la gana sin que se me note absolutamente nada. Una vez, cuando estaba
en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba Raymond Goldfarb y yo
nos compramos una pinta de whisky un sábado por la noche y nos la
bebimos en la capilla para que no nos vieran. El acabó como una cuba, pero
a mí ni se me notaba. Sólo estaba así como muy despegado de todo, muy
frío. Antes de irme a la cama vomité, pero no porque tuviera que hacerlo.
Me forcé un poco.
Pero, como iba diciendo, antes de volver al hotel pensé entrar en un bar
que encontré en el camino y que era bastante cochambroso, pero en el
momento en que abría la puerta salieron un par de tíos completamente
curdas y me preguntaron si sabía dónde estaba el metro. Uno de ellos que
tenía pinta de cubano, me echó un alientazo apestoso en la cara mientras les
daba las indicaciones. Decidí no entrar en aquel tugurio y me volví al hotel.
El vestíbulo estaba completamente vacío y olía como a cincuenta millones
de colillas. En serio. No tenía sueño pero me sentía muy mal. De lo más
deprimido. Casi deseaba estar muerto. Y, de pronto, sin comerlo ni beberlo,
me metí en un lío horroroso.
No hago más que entrar en el ascensor, y el ascensorista va y me
pregunta:
—¿Le interesa pasar un buen rato, jefe? ¿O es demasiado tarde para
usted?
—¿A qué se refiere? —le dije. No sabía adonde iba a ir a parar.
—¿Le interesa, o no?
—¿A quién? ¿A mí? —reconozco que fue una respuesta bastante
estúpida, pero es que da vergüenza que un tío le pregunte a uno a bocajarro
una cosa así.
—¿Cuántos años tiene, jefe? —dijo el ascensorista.
—¿Por qué? —le dije—. Veintidós.
—Entonces, ¿qué dice? ¿Le interesa? Cinco dólares por un polvo y quince
por toda la noche —dijo mirando su reloj de pulsera—. Hasta el mediodía.
Cinco dólares por un polvo, quince toda la noche.
—Bueno —le dije. Iba en contra de mis principios, pero me sentía tan
deprimido que no lo pensé. Eso es lo malo de estar tan deprimido. Que no
puede uno ni pensar.
—Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o hasta el mediodía? Tiene que decidirlo
ahora.
—Un polvo.
—De acuerdo. ¿Cuál es el número de su habitación?
Miré la placa roja que colgaba de la llave.
—Mil doscientos veintidós —le dije. Empezaba a arrepentirme de haberle
dicho que sí, pero ya era tarde para volverse atrás.
—Bien. Le mandaré a una chica dentro de un cuarto de hora.
Abrió las puertas del ascensor y salí.
—Oiga, ¿es guapa? —le pregunté—. No quiero ningún vejestorio.
—No es ningún vejestorio. Por eso no se preocupe, jefe.
—¿A quién le pago?
—A ella —dijo—. Hasta la vista, jefe.
Y me cerró la puerta en las narices.
Me fui a mi habitación y me mojé un poco el pelo, pero no hay forma de
peinarlo cuando lo lleva uno cortado al cepillo. Luego miré a ver si me olía
mal la boca por todos los cigarrillos que había fumado aquel día y por las
copas que me había tomado en «Ernie». No hay más que ponerse la mano
debajo de la barbilla y echarse el aliento hacia la nariz. No me olía muy mal,
pero de todas formas me lavé los dientes. Luego me puse una camisa limpia.
Ya sé que no hace falta ponerse de punta en blanco para acostarse con una
prostituta, pero así tenía algo que hacer para entretenerme. Estaba un poco
nervioso. Empezaba también a excitarme, pero sobre todo tenía los nervios
de punta. Si he de serles sincero les diré que soy virgen. De verdad. He
tenido unas cuantas ocasiones de perder la virginidad, pero nunca he llegado
a conseguirlo. Siempre en el último momento, ocurría alguna cosa. Por
ejemplo, los padres de la chica volvían a casa, o me entraba miedo de que lo
hicieran. Si iba en el asiento posterior de un coche, siempre tenía que ir en el
delantero alguien que no hacía más que volverse a ver qué pasaba. En fin,
que siempre ocurría alguna cosa. Un par de veces estuve a punto de
conseguirlo. Recuerdo una vez en particular, pero pasó algo también, no me
acuerdo qué. Casi siempre, cuando ya estás a punto, la chica, que no es
prostituta ni nada, te dice que no. Y yo soy tan tonto que la hago caso. La
mayoría de los chicos hacen como si no oyeran, pero yo no puedo evitar
hacerles caso. Nunca se sabe si es verdad que quieren que pares, o si es que
tienen miedo, o si te lo dicen para que si lo haces la culpa luego sea tuya y
no de ellas. No sé, pero el caso es que yo me paro. Lo que pasa es que me
dan pena. La mayoría son tan tontas, las pobres... En cuanto se pasa un rato
con ellas, empiezan a perder pie. Y cuando una chica se excita de verdad
pierde completamente la cabeza. No sé, pero a mí me dicen que pare, y paro.
Después, cuando las llevo a su casa, me arrepiento de haberlo hecho, pero a
la próxima vez hago lo mismo.
Pero, como les iba diciendo, mientras me abrochaba la camisa pensé que
aquella vez era mi oportunidad. Se me ocurrió que estaba muy bien eso de
practicar con una prostituta por si luego me casaba y todo ese rollo. A veces
me preocupan mucho esas cosas. En el Colegio Whooton leí una vez un
libro sobre un tío muy elegante y muy sexy. Se llamaba Monsieur
Blanchard. Todavía me acuerdo. El libro era horrible, pero el tal Monsieur
Blanchard me caía muy bien. Tenía un castillo en la Riviera y en sus ratos
libres se dedicaba a sacudirse a las mujeres de encima con una porra. Era lo
que se dice un libertino, pero todas se volvían locas por él. En un capítulo
del libro decía que el cuerpo de la mujer es como un violín y que hay que
ser muy buen músico para arrancarle las mejores notas. Era un libro
cursilísimo, pero tengo que confesar que lo del violín se me quedó grabado.
Por eso quería tener un poco de práctica por si luego me casaba. ¡Caulfield y
su violín mágico! ¡Jo! ¡Es una chorrada, lo admito, pero no tanto como
parece! No me importaría nada ser muy bueno para esas cosas. La verdad es
que la mitad de las veces cuando estoy con una chica no se imaginan lo que
tardo en encontrar lo que busco. No sé si me entienden. Por ejemplo, esa
chica de que acabo de hablarles, ésa que por poco me acuesto con ella.
Tardé como una hora en quitarle el sostén. Cuando al fin lo conseguí, ella
estaba a punto de escupirme en un ojo.
Pero, como les iba diciendo, me puse a pasear por toda la habitación
esperando a que apareciera la tal prostituta. Ojalá fuera guapa. Aunque la
verdad es que en el fondo me daba igual. Lo importante era pasar el trago
cuanto antes. Por fin llamaron a la puerta y cuando iba a abrir tropecé con la
maleta que tenía en medio del cuarto y por poco me rompo la crisma.
Siempre elijo el momento más oportuno para tropezar con las maletas.
Cuando abrí la puerta vi a la prostituta de pie en el pasillo. Llevaba un
chaquetón muy largo y no se había puesto sombrero. Tenía el pelo medio
rubio, pero se le notaba que era teñido. Era muy joven.
—¿Cómo está usted? —le dije con un tono muy fino. ¡Jo!
—¿Eres tú el tipo de que me ha hablado Maurice? —me preguntó. No
parecía muy simpática.
—¿El ascensorista?
—Sí —dijo.
—Sí, soy yo. Pase, ¿quiere? —le dije. Conforme pasaba el tiempo me iba
tranquilizando un poco.
Entró, se quitó el chaquetón y lo tiró sobre la cama. Llevaba un vestido
verde. Luego se sentó en una silla que había delante del escritorio y empezó
a balancear el pie en el aire. Cruzó las piernas y siguió moviendo el pie.
Para ser prostituta estaba la mar de nerviosa. De verdad. Creo que porque
era jovencísima. Tenía más o menos mi edad. Me senté en un sillón a su
lado y le ofrecí un cigarrillo.
—No fumo —me dijo. Tenía un hilito de voz. Apenas se le oía. Nunca
daba las gracias cuando uno le ofrecía alguna cosa. La pobre no sabía. Era
una ignorante.
—Permítame que me presente. Me llamo Jim Steele —le dije.
—¿Llevas reloj? —me contestó. Naturalmente le importaba un cuerno
cómo me llamara—. Oye, ¿cuántos años tienes?
—¿Yo? Veintidós.
—¡Menuda trola!
Me hizo gracia. Hablaba como una cría. Yo esperaba que una prostituta
diría algo así como «¡Menos guasas!» o «¡Déjate de leches!», pero eso de
«¡Menuda trola!»...
—Y tú, ¿cuántos años tienes? —le pregunté.
—Los suficientes para no chuparme el dedo —me dijo. Era ingeniosísima
la tía—. ¿Llevas reloj? —me preguntó de nuevo. Luego se puso de pie y
empezó a sacarse el vestido por la cabeza.
De pronto empecé a notar una sensación rara. Iba todo demasiado rápido.
Supongo que cuando una mujer se pone de pie y empieza a desnudarse, uno
tiene que sentirse de golpe de lo más cachondo. Pues yo no. Lo que sentí fue
una depresión horrible.
—¿Llevas reloj?
—No, no llevo —le dije. ¡Jo! ¡No me sentía poco raro!
—¿Cómo te llamas? —le pregunté. No llevaba más que una combinación
de color rosa. Aquello era de lo más desairado. De verdad.
—Sunny —me dijo—. Venga, a ver si acabamos.
—¿No te apetece hablar un rato? —le pregunté. Comprendo que fue una
tontería, pero es que me sentía rarísimo—. ¿Tienes mucha prisa?
Me miró como si estuviera loco de remate.
—¿De qué demonios quieres que hablemos? —me dijo.
—De nada. De nada en especial. Sólo que pensé que a lo mejor te
apetecía charlar un ratito.
Volvió a sentarse en la silla que había junto al escritorio. Se le notaba que
estaba ¡furiosa. Volvió también a balancear el pie en el aire. ¡Jo! ¡No era
poco nerviosa la tía!
—¿Te apetece un cigarrillo ahora? —le dije. Me había olvidado de que no
fumaba.
—No fumo. Oye, si quieres hablar, date prisa. Tengo mucho que hacer.
De pronto no se me ocurrió nada que decirle. Lo que me apetecía saber
era por qué se había metido a prostituta y todas esas cosas, pero me dio
miedo preguntárselo. Probablemente no me lo hubiera dicho.
—No eres de Nueva York, ¿verdad? —le pregunté finalmente. No se me
ocurrió nada mejor.
—Soy de Hollywood —me dijo. Luego se acercó adonde había dejado el
vestido—. ¿Tienes una percha? No quiero que se me arrugue. Acabo de
recogerlo del tinte.
—Claro —le dije. Estaba encantado de poder hacer algo. Llevé el vestido
al armario y se lo colgué. Tuvo gracia porque cuando lo hice me entró una
pena tremenda. Me la imaginé yendo a la tienda y comprándose el vestido
sin que nadie supiera que era prostituta ni nada. El dependiente
probablemente pensaría que era una chica como las demás. Me dio una
tristeza horrible, no sé por qué.
Volví a sentarme y traté de animar un poco la conversación. La verdad es
que aquella mujer era una tumba:
—¿Trabajas todas las noches? —le dije. Sonaba horrible, pero no me di
cuenta hasta que se lo pregunté.
—Sí.
Había empezado a pasearse por la habitación. Cogió el menú del
escritorio y lo leyó.
—¿Qué haces durante el día?
Se encogió de hombros. Estaba muy delgada:
—Duermo. O voy al cine —dejó el menú y me miró—. Bueno, ¿qué? No
tengo toda la...
—Verás —le dije—. No me encuentro bien. He pasado muy mala noche.
De verdad. Te pagaré pero no te importará si no lo hacemos, ¿no? ¿Te
molesta?
La verdad es que no tenía ninguna gana de acostarme con ella. Estaba
mucho más triste que excitado. Era todo deprimentísimo, sobre todo ese
vestido verde colgando de su percha. Además no creo que pueda acostarme
nunca con una chica que se pasa el día entero en el cine. No creo que pueda
jamás.
Se me acercó con una expresión muy rara en la cara, como si no me
creyera.
—¿Qué te pasa? —me dijo.
—No me pasa nada. —¡Jo! ¡No me estaba poniendo poco nervioso!—. Es
sólo que me han operado hace poco.
—Sí, ¿eh? ¿De qué?
—Del... ¿cómo se llama? Del clavicordio.
—¿Sí? ¿Y qué es eso?
—¿El clavicordio? —le dije—. Verás, es como si fuera la espina dorsal.
Está al final de la columna vertebral.
—¡Vaya! —me dijo—. ¡Qué mala suerte!
Luego se me sentó en las rodillas:
—Eres muy guapo —me dijo.
Me puse tan nervioso que seguí mintiendo como loco.
—Todavía no me he recuperado de la operación —le dije.
—Te pareces a un actor de cine. ¿Sabes cuál digo? ¿Cómo se llama?
—No lo sé —le dije. No había forma humana de que se levantara.
—Claro que lo sabes. Salía en una película de Melvin Douglas. El que
hacía de hermano pequeño. El que se cae de la barca. Seguro que sabes cuál
es.
—No. Voy al cine lo menos posible.
De pronto se puso a hacer unas cosas muy raras, unas groserías
horrorosas.
—¿Te importaría dejarme en paz? —le dije—. No tengo ganas. Acabo de
decírtelo. Me han operado hace poco.
No se levantó, pero me echó una mirada asesina.
—Oye —me dijo—. Estaba durmiendo cuando ese cretino de Maurice me
despertó para que viniera. Si crees que voy a...
—Te he dicho que te pagaré y voy a hacerlo. Tengo mucho dinero. Pero
es que me estoy recuperando de una operación y...
—Entonces, ¿para qué le dijiste a Maurice que te mandara una chica a tu
habitación si te acababan de operar del...? ¿Cómo se llama eso?
—Creí que estaba mejor de lo que estoy. Me equivoqué en mis cálculos.
Me he precipitado, de verdad. Lo siento. Si te levantas un momento, iré a
buscar mi cartera.
Estaba furiosísima, pero se levantó para dejarme ir a coger el dinero.
Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo di.
—Gracias —le dije—. Un millón de gracias.
—Me has dado cinco y son diez.
Iba a ponerse pesada. La veía venir. Me lo estaba temiendo hacía rato, de
verdad.
—Maurice dijo cinco —le contesté—. Dijo que quince hasta el mediodía
y cinco por un polvo.
—Diez por un polvo.
—Dijo cinco. Lo siento muchísimo, pero no pienso soltar un céntimo
más.
Se encogió de hombros como había hecho antes y luego dijo muy
fríamente:
—¿Te importaría darme mi vestido, o es demasiada molestia?
Daba miedo la tía. A pesar de la vocecita que tenía. Si hubiera sido una
prostituta vieja con dos dedos de maquillaje en la cara, no habría dado tanto
miedo.
Me levanté y le di el vestido. Se lo puso y luego recogió el chaquetón que
había dejado sobre la cama.
—Adiós, pelagatos —dijo.
—Adiós —le contesté. No le di las gracias ni nada. Y luego me alegré de
no habérselas dado.
Capítulo 14
Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientras me
fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué triste me
sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto empecé a hablar
con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro
muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me
espere delante del jardín de Bobby Fallón. Bobby era un chico que vivía
muy cerca de nuestro chalet en Maine, pero de eso hace ya muchos años.
Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta.
Pensábamos llevarnos la comida y una escopeta de aire comprimido.
Éramos unos críos y pensábamos que con eso podríamos cazar algo. Allie
nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño.
Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda. Ve
a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa.» No
crean que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañaba.
Pero aquel día no le dejé. El no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—,
pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la
depresión.
Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o algo
así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer
lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de
la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo. Si quieren que les diga la
verdad no les tengo ninguna simpatía. Cuando Jesucristo murió no se
portaron tan mal, pero lo que es mientras estuvo vivo, le ayudaron como un
tiro en la cabeza. Siempre le dejaban más solo que la una. Creo que son los
que menos trago de toda la Biblia. Si quieren que les diga la verdad, el tío
que me cae mejor de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es ese
lunático que vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras. Me
cae mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Colegio
Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tenía su
habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs. Era
cuáquero y leía constantemente la Biblia, Aunque era muy buena persona
nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente sobre los
discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco me gustaba
Jesucristo. Decía que como El los había elegido, tenían que caerte bien por
fuerza. Yo le contestaba que claro que El los había elegido, pero que los
había elegido al aliguí, que Cristo no tenía tiempo de ir por ahí analizando a
la gente. Le decía que no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya si no
tenía tiempo para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si creía
que Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalmente
que lo creía. Ese era exactamente el tipo de cosas sobre el que nunca
coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que Cristo no había
mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría apostando si los tuviera.
Estoy seguro de que cualquiera de los discípulos hubiera mandado a Judas al
infierno —y a todo correr—, pero Cristo no. Childs me dijo que lo que me
pasaba es que nunca iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. Nunca
voy. En primer lugar porque mis padres son de religiones diferentes y todos
sus hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto a los
curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban unas
vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un sermón. No veo por
qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo más
falso.
Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me ocurrió
rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza la cara
de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama y me fumé
otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido de Pencey debía
haberme liquidado como dos cajetillas.
De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé que a
lo mejor se habían equivocado, peroren el fondo estaba seguro de que no.
No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era. Soy adivino.
—¿Quién es? —pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy muy
cobarde.
Volvieron a llamar. Más fuerte.
Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pijama,
entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día. En el pasillo
esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Nada de importancia —dijo Maurice—. Sólo cinco dólares.
El hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a su lado, con
la boca entreabierta.
—Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella —le
dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince hasta el
mediodía. Se lo dije bien clarito.
—No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el mediodía,
pero...
—Abra, jefe.
—¿Para qué? —le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fuera a
escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido. Es
horrible estar en pijama en medio de una cosa así.
—¡Vamos, jefe! —dijo Maurice. Luego me dio un empujón con toda la
manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo sentado.
Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían colado en mi
habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa. Sunny se sentó en el
alféizar de la ventana. Maurice se hundió en un sillón y se desabrochó el
botón del cuello —aún llevaba el uniforme de ascensorista—. ¡Jo, yo estaba
con los nervios desatados!
—¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo.
—Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los cinco
dólares...
—¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta!
—¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? —le dije. Apenas podía
hablar—. Lo que quieren es timarme.
El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más que un
cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo.
—Nadie está tratando de timarle —dijo—. Vamos, la pasta, jefe.
—No.
Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como muy
cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo! Recuerdo
que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado en pijama, no me
habría sentido tan mal.
—La tela, jefe.
Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío.
—La tela, jefe —era un tarado.
—No.
—Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece que
no va a quedarme otro remedio —me dijo—. Nos debe cinco dólares.
—No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como un demonio.
Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía —¡cómo me temblaba la voz!
—Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que usted
quiera —dijo Maurice—. Pero, ¿quiere que se enteren sus padres de que ha
pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? —el tío no era
tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un pelo.
—Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, se los
daría, pero usted dijo claramente...
—¿Nos lo da o no? —Me tenía acorralado contra la puerta y estaba
prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo.
—Déjenme en paz y lárguense de mi habitación —les dije. Seguía como
un imbécil con los brazos cruzados.
De pronto Sunny habló por primera vez:
—Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? —le preguntó—. La
tiene encima del mueble ése.
—Sí, cógela.
—¡No toque esa cartera!
—Ya la tengo —dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de las
narices—. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No soy
una ladrona.
De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hacerlo,
pero lo hice.
—No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.
—¡Cállate! —dijo Maurice y me dio un empujón.
—¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me
debía. Venga, vámonos.
—Ya voy —dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.
—Vamos, Maurice, déjale ya.
—¿Quién le está haciendo nada? —dijo con una voz tan inocente como
un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. No les
diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo y un
tarado.
—¿Cómo has dicho? —dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja
como si estuviera sordo—. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?
Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.
—Que es un cerdo y un tarado —le grité—. Un cretino, un timador y un
tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acercan a
uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y estará
más...
Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle,
ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en el
estómago.
Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y les vi
salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me quedé
un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Stradlater.
Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fuera a
ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al
baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago.
Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé a
hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Mauricio me
había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de whisky
para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo de la
habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver en el
bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría bien
aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la comisura
de los labios. Bajaría unos cuantos pisos —abrazado a mi estómago y
dejando un horrible rastro de sangre—, y luego llamaría al ascensor. Cuando
Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en
la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que
le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estómago
gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor —una vez
limpias las huellas— y volvería arrastrándome hasta mi habitación.
Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la imaginé
perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fumara
mientras sangraba como un valiente.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.
Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó
mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí.
Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera
gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado
seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado que
un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho
un Cristo.
Capítulo 15
No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me desperté. En
cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada desde las
hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley cuando fuimos
a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había pasado mucho tiempo.
Como cincuenta años. Había un teléfono en la mesilla y estuve a punto de
llamar para que me subieran el desayuno, pero de pronto se me ocurrió que
a lo mejor me lo mandaban con el tal Maurice. Como no me seducía la idea
de verle de nuevo, me quedé en la cama un rato más y fumé otro cigarrillo.
Pensé en llamar a Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encontraba
muy en vena.
Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estaba de
vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo había
dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía hacía años.
Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bastante
de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho
trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me llevó
años enteros darme cuenta de que lo era: Creo que lo hubiera sabido mucho
antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos
mano. Lo malo que yo tengo es que siempre tengo que pensar que la chica a
la que estoy besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver una
cosa con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera.
Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Primero
contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella.
—¿Sally? —le dije.
—Sí. ¿Quién es? —preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectamente
que era yo porque acababa de decírselo su padre.
—Holden Caulfield. ¿Cómo estás?
—Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú?
—Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio?
—Muy bien —me dijo—. Como siempre, ya sabes...
—Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero siempre
habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas, ya sabes. ¿Te
gustaría que fuéramos?
—Muchísimo. Es una idea encantadora.
Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo más
hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del asunto, pero
seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando ella. No había
forma de encajar una palabra ni de canto. Primero me habló de un tipo de
Harvard que, según ella, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Seguro que era
del primer curso, pero eso se lo calló, claro. Me dijo que la llamaba día y
noche. ¡Día y noche! ¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un cadete
de West Point, que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio! Le
dije que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y que no
llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos y media.
Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué. La tal Sally me
daba cien patadas pero había que reconocer que era muy guapa.
Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la maleta.
Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los pervertidos, pero
tenían todas las persianas echadas. Se ve que durante el día les daba por lo
decente. Luego bajé al vestíbulo en ascensor y pagué la cuenta. El Maurice
de marras había desaparecido el muy cerdo. Naturalmente tampoco me maté
a buscarle.
Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota idea de
adonde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo y no podía
volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta el martes. No tenía
ninguna gana de meterme en otro hotel a que ' me machacaran los sesos, así
que le dije al taxista que me llevara a la estación Grand Central, que estaba
muy cerca del Biltmore, donde había quedado con Sally. Pensé que lo mejor
sería dejar las maletas en la consigna y después ir a desayunar. Estaba
hambriento. En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me quedaba.
No recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna. En
dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un manirroto
horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me olvido de
recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas de fiestas, y sitios así. A
mis padres les saca de quicio y con razón. Pero papá tiene mucho dinero. No
sé cuánto gana —nunca me lo ha dicho—, pero me imagino que mucho. Es
abogado de empresa y los tíos que se dedican a eso se forran. Además, debe
tener bastante pasta porque siempre está interviniendo en obras de teatro de
Broadway. Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se lleva
unos disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de salud.
Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran echado
otra vez.
Después de dejar las maletas en la estación, entré en un bar a desayunar.
En comparación con lo que suelo tomar por las mañanas, aquel día comí
muchísimo: zumo de naranja, huevos con jamón, tostada y café. Por lo
general sólo tomo un zumo. Como muy poco. De verdad. Por eso estoy tan
delgado. El médico me había dicho que tenía que hacer un régimen especial
de mucho carbohidrato y porquerías de esas para engordar, pero yo nunca le
hacía caso. Cuando no como en casa, generalmente tomo a mediodía un
sandwich de queso y un batido. No es mucho, ya sé, pero el batido tiene un
montón de vitaminas. H. V. Caulfield, así deberían llamarme. Holden
Vitaminas Caulfield.
Mientras me comía los huevos, entraron dos monjas y se sentaron en la
barra a mi lado. Supongo que se mudaban de un convento a otro y estaban
esperando el tren. No sabían dónde dejar sus maletas que eran de esas
baratas como de cartón. Ya sé que no hay que dar importancia a esas cosas,
pero no aguanto las maletas baratas. Reconozco que es horrible, pero puedo
llegar a odiar a una persona sólo porque lleve una maleta de ésas. Una vez,
cuando estaba en Elkton Hills, tuve por compañero de cuarto una temporada
a un tal Dick Slagle. Tenía unas maletas horribles y las escondía debajo de
la cama en vez de ponerlas encima de la red para que nadie las comparara
con las mías. Aquello me deprimía tanto que hubiera preferido tirar mis
maletas o hasta cambiarlas por las suyas. Me las había comprado mi madre
en Mark Cross; eran de piel auténtica y supongo que le habían costado una
fortuna. Pero la cosa tuvo gracia. No se imaginan lo que ocurrió. Un día las
metí debajo de la cama para que no le dieran a Slagle complejo de
inferioridad. Pues verán lo que hizo él. Al día siguiente las sacó y volvió a
ponerlas en la red. Al final caí en la cuenta de que lo había hecho para que
todos creyeran que eran las suyas. De verdad. Para todo ese tipo de cosas
Slagle era un tipo rarísimo. Por ejemplo, siempre se estaba metiendo
conmigo y diciéndome que tenía unas maletas muy burguesas. Esa era su
palabra favorita. Se ve que la había oído o leído en algún sitio. Todo lo que
yo tenía era burgués. Hasta la pluma estilográfica. Me la pedía prestada todo
el tiempo, pero decía que era burguesa. Sólo fuimos compañeros de cuarto
dos meses. Los dos pedimos que nos cambiaran. Y lo más gracioso es que
cuando lo hicieron me arrepentí, porque Slagle tenía un sentido del humor
estupendo y a veces lo pasábamos muy bien. Y no me sorprendería saber
que él también me echó de menos. Al principio cuando me llamaba burgués
y todas esas cosas se notaba que lo decía en broma y no me molestaba.
Hasta lo encontraba gracioso. Pero después me di cuenta de que empezaba a
decirlo en serio. Lo cierto es que resulta muy difícil compartir la habitación
con un tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo natural
sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importaran un
rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta que sí importa.
Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón como Stradlater que al
menos tenía unas maletas tan caras como las mías.
Pero, como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar en la
barra y charlamos un rato. Llevaban unas cestas de paja como las que sacan
en Navidad las mujeres del Ejército de Salvación cuando se ponen a pedir
dinero por las esquinas y delante de los grandes almacenes, sobre todo por la
Quinta Avenida. A la que estaba al lado mío se le cayó la cesta al suelo y yo
me agaché a recogérsela. Le pregunté si iban pidiendo para los pobres o algo
así. Me dijo que no, que es que no les habían cabido en la maleta cuando
hicieron el equipaje y por eso tenían que llevarlas en la mano. Cuando te
miraba sonreía con una expresión muy simpática. Tenía una nariz muy
grande y llevaba unas gafas de esas con montura de metal que no favorecen
nada, pero parecía la mar de amable.
—Se lo decía porque si estaban haciendo una colecta —le dije—, iba a
hacer una pequeña contribución. Si quiere le doy el dinero y usted lo guarda
hasta que lo necesiten.
—¡Qué amable es usted! —me dijo. La otra, su amiga, me miró. Leía un
librito negro mientras se tomaba el café. Por las pastas parecía una Biblia,
pero era más delgadito. Desde luego, debía ser un libro religioso. No
tomaban más que un café y una tostada. Eso me deprimió muchísimo. No
puedo comerme un par de huevos con jamón cuando a mi lado hay una
persona que no puede tomar más que un café y una tostada. No querían
aceptar los diez dólares que les di. Me preguntaron si estaba seguro de que
podía deshacerme de tanto dinero. Les dije que llevaba muchísimo encima,
pero me parece que no me creyeron. Al final lo cogieron. Me dieron las
gracias tantas veces que me dio vergüenza. Para cambiar de conversación
les pregunté adonde iban. Me dijeron que eran maestras, que acababan de
llegar de Chicago y que iban a enseñar en un convento de la Calle 168 ó
186, no sé, una calle de esas que están en el quinto infierno. La que se había
sentado a mi lado, la de las gafas de montura de metal, me dijo que ella daba
Literatura y su amiga Historia. De pronto, como un imbécil que soy, se me
ocurrió qué pensaría siendo monja de algunos de los libros que tendrían que
leer en clase. No precisamente verdes, pero sí de esos que son de amor y de
cosas de ésas. Me pregunté qué pensaría de Eustacia Vye, por ejemplo, la
protagonista de La vuelta del indígena, de Thomas Hardy. No es que fuera
un libro muy fuerte, pero sentí curiosidad por saber qué le parecería a una
monja Eustacia Vye. Claro, no se lo pregunté. Sólo les dije que la literatura
era lo que se me daba mejor.
—¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! —dijo la de las gafas—. ¿Y qué han
leído este curso? Me interesa mucho saberlo.
La verdad es que era muy simpática.
—Pues verá, hemos pasado casi todo el semestre con literatura medieval,
Beowulf, y Grendel, y Lord Randal... todas esas cosas. Pero fuera de clase
teníamos que leer otros libros para mejorar la nota. Yo he leído, por
ejemplo, La vuelta del indígena, de Thomas Hardy, y Romeo y Julieta, y...
—¡Romeo y Julieta! ¡Qué bonito! ¿Verdad que es precioso? —la verdad
es que no parecía una monja.
—Sí, claro. Me gustó muchísimo. Algunas cosas no me convencieron del
todo, pero en general me emocionó mucho.
—¿Qué es lo que no le gustó? ¿Se acuerda?
La verdad es que me daba un poco de vergüenza hablar de Romeo y
Julieta con ella. Hay partes en que la obra se pone un poco verde y, después
de todo, era una monja, pero en fin, al fin y al cabo la que lo había
preguntado era ella, así que hablamos de eso un rato.
—Verá, los que no me acaban de gustar son Romeo y Julieta —le dije—,
bueno, me gustan, pero no sé... A veces se ponen un poco pesados. Me da
mucha más pena cuando matan a Mercucio que cuando los matan a ellos. La
verdad es que Romeo empezó a caerme mal desde que mata a Mercucio ese
otro hombre, el primo de Julieta, ¿cómo se llama?
—Tibaldo.
—Eso, Tibaldo —siempre se me olvida ese nombre—. Se muere por
culpa de Romeo. Mercucio es el que me cae mejor de toda la obra. No sé,
todos esos Montescos y Capuletos son buena gente, sobre todo Julieta, pero
Mercucio... no sé cómo explicárselo... Es listísimo y además muy gracioso.
La verdad es que siempre me revienta que maten a alguien por culpa de otra
persona, sobre todo cuando ese alguien es tan listo como él. Ya sé que
también mueren al final Romeo y Julieta, pero en su caso fue por culpa
suya. Sabían muy bien lo que se hacían.
—¿A qué colegio va? —me preguntó. Probablemente quería cambiar de
tema.
Le conteste que a Pencey y me dijo que había oído hablar de él y que
decían que era muy bueno. Yo lo dejé correr. De pronto, la otra, la que daba
Historia, le dijo que tenían que darse prisa. Cogí el ticket para invitarlas,
pero no me dejaron. La de las gafas me obligó a devolvérselo.
—Ha sido muy generoso con nosotras —me dijo—. Es usted muy
amable.
Era una mujer simpatiquísima. Me recordaba un poco a la madre de
Ernest Morrow, la que conocí en el tren. Sobre todo cuando sonreía.
—Hemos pasado un rato muy agradable —me dijo.
Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad. Y lo
habría pasado mucho mejor si no me hubiera estado temiendo todo el rato
que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos siempre quieren
enterarse de si los demás lo son también o no. A mí me lo preguntan todo el
tiempo porque mi apellido es irlandés, y la mayoría de los americanos de
origen irlandés son católicos. La verdad es que mi padre lo fue hasta que se
casó con mi madre. Pero hay gente que te lo pregunta aunque no sepa
siquiera cómo te llamas. Cuando estaba en el Colegio Whooton conocí a un
chico que se llamaba Louis Gorman. Fue el primero con quien hablé allí.
Estábamos sentados uno junto al otro en la puerta de la enfermería
esperando para el reconocimiento médico y nos pusimos a hablar de tenis.
Nos gustaba muchísimo a los dos. Me dijo que todos los veranos iba a ver
los campeonatos nacionales de Forest Hills. Como yo también los veía
siempre, nos pasamos un buen rato hablando de jugadores famosos. Para la
edad que tenía sabía mucho de tenis. De pronto, en medio de la
conversación, me preguntó:
—¿Sabes por casualidad dónde está la iglesia católica de este pueblo?
Por el tono de la pregunta se le notaba que lo que quería era averiguar si
yo era católico o no. De verdad. No es que fuera un fanático ni nada, pero
quería saberlo. Lo estaba pasando muy bien hablando de tenis, pero se le
notaba que lo habría pasado mucho mejor si yo hubiera sido de la misma
religión que él. Todo eso me fastidia muchísimo. Y no es que la pregunta
acabara con la conversación, claro que no, pero tampoco contribuyó a
animarla, desde luego. Por eso me alegré de que aquellas dos monjas no me
hicieran lo mismo. No habría pasado nada, pero probablemente hubiera sido
distinto. No crean que critico a los católicos. Estoy casi seguro de que si yo
lo fuera haría exactamente lo mismo. En cierto modo, es como lo que les
decía antes sobre las maletas baratas. Todo lo que quiero decir es que la
pregunta de aquel chico no contribuyó precisamente a animar la charla. Y
nada más.
Cuando las dos monjas se levantaron, hice una cosa muy estúpida que
luego me dio mucha vergüenza. Como estaba fumando, cuando me despedí
de ellas me hice un lío y les eché todo el humo en la cara. No fue a
propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé muchas veces y
ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aun así no saben la vergüenza que
pasé.
Cuando se fueron me dio pena no haberles dado más que diez dólares,
pero había quedado en llevar a Sally al teatro y aún tenía que sacar las
entradas y todo. De todos modos lo sentí. ¡Maldito dinero! Siempre acaba
amargándole a uno la vida.
Capítulo 16
Cuando terminé de desayunar eran sólo las doce. Como no había quedado
con Sally hasta las dos, me fui a dar un paseo. No se me iban de la cabeza
aquellas dos monjas. No podía dejar de pensar en aquella cesta tan vieja con
la que iban pidiendo por las calles cuando no estaban enseñando. Traté de
imaginar a mi madre, o a mi tía, o a la madre de Sally Hayes —que está
completamente loca— recogiendo dinero para los pobres a la puerta de unos
grandes almacenes con una de aquellas cestas. Era casi imposible
imaginárselo. Mi madre no tanto, pero lo que es las otras dos... Mi tía hace
muchas obras de caridad —trabaja de voluntaria para la Cruz Roja y todo
eso—, pero va siempre muy bien vestida,; y cuando tiene que ir a alguna
cosa así se pone de punta en blanco y con un montón de maquillaje. No creo
que quisiera pedir para una institución de caridad si tuviera que ponerse un
traje negro y llevar la cara lavada. Y en cuanto a la madre de Sally, ¡Dios
mío!, sólo saldría por ahí con una cesta si cada tío que hiciera una
contribución se comprometiera a besarle primero los pies.
Si se limitaran a echar el dinero en la cesta y largarse sin decir palabra, no
duraría ni un minuto. Se aburriría como una ostra. Le encajaría la cestita a
otra y ella se iría a comer a un restaurante de moda. Eso es lo que me
gustaba de esas monjas. Se veía que nunca iban a comer a un restaurante
caro. De pronto me dio mucha pena pensar que jamás pisaban un sitio
elegante. Ya sé que la cosa no es como para suicidarse, pero, aun así, me dio
lástima.
Decidí ir hacia Broadway porque sí y porque hacía años que no pasaba
por allí. Además quería ver si encontraba una tienda de discos abierta.
Quería comprarle a Phoebe uno que se llamaba Litíle Shirley Beans. Era
muy difícil de encontrar. Tenía una canción de una niña que no quiere salir
de casa porque se le han caído dos dientes de delante y le da vergüenza que
la vean. Lo había oído en Pencey. Lo tenía un compañero mío y quise
comprárselo porque sabía que a mi hermana le gustaría muchísimo, pero el
tío no quiso vendérmelo. Era una grabación formidable que había hecho
hacía como veinte años esa cantante negra que se llamaba Estelle Fletcher.
Lo cantaba con ritmo de jazz y un poco a lo puta. Cantado por una blanca
habría resultado empalagosísimo, pero la tal Estelle Fletcher sabía muy bien
lo que se hacía. Era uno de los mejores discos que había oído en mi vida.
Decidí comprarlo en cualquier tienda que abriera los domingos y llevármelo
después a Central Park. Phoebe suele ir a patinar al parque casi todos los
días de fiesta y sabía más o menos dónde podía encontrarla.
No hacía tanto frío como el día anterior, pero seguía nublado y no
apetecía mucho andar. Por suerte había una cosa agradable. Delante de mí
iba una familia que se notaba que acaba de salir de la iglesia. Eran el padre,
la madre, y un niño como de seis años. Se veía que no tenían mucho dinero.
El padre llevaba un sombrero de esos color gris perla que se encasquetan los
pobres cuando quieren dar el golpe. El y la mujer iban hablando mientras
andaban sin hacer ni caso del niño. El crío era graciosísimo. Iba por la
calzada en vez de por la acera, pero siguiendo el bordillo. Trataba de andar
en línea recta como suelen hacer los niños, y tarareaba y cantaba todo el
tiempo. Me acerqué a ver qué decía y era esa canción que va: «Si un cuerpo
coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno.» Tenía una voz muy bonita
y cantaba porque le salía del alma, se le notaba. Los coches pasaban
rozándole a toda velocidad, los frenos chirriaban a su alrededor, pero sus
padres seguían hablando como si tal cosa. Y él seguía caminando junto al
bordillo y cantando: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el
centeno.» Aquel niño me hizo sentirme mucho mejor. Se me fue toda la
depresión.
Broadway estaba atestado de gente y había una confusión horrorosa. Era
domingo y sólo las doce del mediodía, pero ya estaba de bote en bote. Iban
todos al cine, al Paramount, o al Strand, o al Capitol, a cualquiera de esos
sitios absurdos. Se habían puesto de punta en blanco porque era domingo y
eso lo hacía todo aún peor. Pero lo que ya no aguantaba es que se les notaba
que estaban deseando llegar al cine. No podía ni mirarlos. Comprendo que
alguien vaya al cine cuando no tiene nada mejor que hacer, pero cuando veo
a la gente deseando ir y hasta andando más deprisa para llegar cuanto antes,
me deprimo muchísimo. Sobre todo cuando hay millones y millones de
personas haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a toda la manzana,
esperando con una paciencia infinita a que les den una butaca. ¡Jo! ¡No me
di poca prisa en salir de Broadway! Tuve suerte. En la primera tienda que
entré tenían el disco que buscaba. Me cobraron cinco dólares por él, porque
era una grabación muy difícil de encontrar, pero no me importó. ¡Jo! ¡Qué
contento me puse de repente! Estaba deseando llegar al parque para dárselo
a Phoebe.
Cuando salí de la tienda de discos, pasé por delante de una cafetería. Se
me ocurrió llamar a Jane para ver si había llegado ya a Nueva York, y entré
a ver si tenían teléfono público. Lo malo es que contestó su madre y tuve
que colgar. No quería tener que hablar con ella media hora. No me vuelve
loco la idea de hablar con las madres de mis amigas, pero reconozco que
debí preguntarle al menos si Jane estaba ya de vacaciones. No me habría
pasado nada por eso, pero es que no tenía ganas. Para esas cosas hay que
estar en vena.
Aún no había sacado las entradas, así que compré un periódico y me puse
a leer la cartelera. Como era domingo sólo había tres teatros abiertos. Me
decidí por una obra que se llamaba Conozco a mi amor y compré dos
butacas. Era una función benéfica o algo así. Yo no tenía el menor interés en
verla, pero como conocía a Sally y sabía que se moría por esas cosas, pensé
que se derretiría cuando le dijera que íbamos a ver eso, sobre todo porque
trabajaban los Lunt. Le encantan ese tipo de comedias irónicas y como muy
finas. El tipo de obra que hacen siempre los Lunt. A mí no. Si quieren que
les diga la verdad, para empezar no me gusta mucho el teatro. Lo prefiero al
cine, desde luego, pero tampoco me vuelve loco. Los actores me revientan.
Nunca actúan como gente de verdad, aunque ellos se creen que sí. Los
buenos a veces parecen un poco personas reales, pero nunca lo pasa uno
bien del todo mirándoles. En cuanto un actor es bueno, en seguida se le nota
que lo sabe y eso lo estropea todo. Es lo que pasa con Sir Lawrence Olivier,
por ejemplo. El año pasado D.B. nos llevó a Phoebe y a mí a que le
viéramos en Hamlet. Nos invitó a comer y luego al cine. El había visto ya la
película y, por lo que nos dijo durante la comida, se le notaba que estaba
deseando volver a verla. Pero a mí no me gustó. Yo no encuentro a
Lawrence Olivier tan maravilloso, de verdad. Reconozco que es muy guapo,
que tiene una voz muy bonita y que da gusto verle cuando se bate con
alguien o algo así, pero no se parecía en nada a Hamlet tal como D.B. me lo
había descrito siempre. En vez de un loco melancólico parecía un general de
división. Lo que más me gustó de toda la película fue cuando el hermano de
Ofelia —el que al final se bate con Hamlet— va a irse, y su padre le da un
montón de consejos mientras Ofelia se pone a hacer el payaso y a sacarle la
daga de la funda mientras el pobre chico trata de concentrarse en las
tontadas que le está diciendo su padre. Esa parte sí que está bien. Pero dura
sólo un ratito. Lo que más le gustó a Phoebe es cuando Hamlet le da unas
palmaditas al perro en la cabeza. Le pareció muy gracioso y tenía razón. Lo
que tengo que hacer es leer Hamlet. Es un rollo tenerse que leer las obras
uno mismo, pero es que en cuanto un actor empieza a representar, ya no
puedo ni escucharlo. Me obsesiona la idea de que de pronto va a salir con un
gesto falsísimo.
Después de sacar las entradas tomé un taxi hasta el parque. Debí coger el
metro porque se me estaba acabando la pasta, pero quería salir de Broadway
lo antes posible.
El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero estaba
muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos, y colillas
que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que no se
podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando se le
ponía a uno la carne de gallina. No parecía que Navidad estuviera tan cerca.
En realidad no parecía que estuviera cerca nada. Pero seguí andando en
dirección al Mall porque allí es donde suele ir Phoebe los domingos. Le
gusta patinar cerca del quiosco de la música. Tiene gracia porque allí era
también donde me gustaba patinar a mí cuando era chico.
Pero cuando llegué, no la vi por ninguna parte. Había unos cuantos críos
patinando y otros dos jugando a la pelota, pero de Phoebe ni rastro. En un
banco vi a una niña de su edad ajustándose los patines. Pensé que a lo mejor
la conocía y podía decirme dónde estaba, así que me senté a su lado y le
pregunté:
—¿Conoces a Phoebe Caulfield?
—¿A quién? —dijo. Llevaba unos pantalones vaqueros y como veinte
jerseys. Se notaba que se los había hecho su madre porque estaban todos
llenos de bollos y con el punto desigual.
—Phoebe Caulfield. Vive en la calle 71. Está en el cuarto grado...
—¿Tú la conoces?
—Soy su hermano. ¿Sabes dónde está?
—Es de la clase de la señorita Calloun, ¿verdad?
—No lo sé. Sí, creo que sí.
—Entonces debe estar en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado.
—¿Qué museo?
Se encogió de hombros
—No lo sé —dijo—. El museo.
—Pero, ¿el museo de cuadros o el museo donde están los indios?
—El de los indios.
—Gracias —le dije. Me levanté y estaba a punto de irme cuando recordé
que era domingo.
—Es domingo —le dije a la niña.
Me miró y me dijo:
—Es verdad. Entonces no.
No podía ajustarse el patín. No llevaba guantes ni nada y tenía las manos
rojas y heladas. La ayudé. ¡Jo! Hacía años que no cogía una llave de ajustar
patines. No saben lo que sudé. Si hace algo así como un siglo me hubieran
puesto un cacharro de esos en la mano en medio de la oscuridad, habría
sabido perfectamente qué hacer con él. Cuando acabé de ajustárselo me dio
las gracias. Era una niña muy mona y muy bien educada. Da gusto ayudar a
una niña así. Y la mayoría son como ella. De verdad. Le pregunté si quería
tomar una taza de chocolate conmigo y me dijo que no. Que muchas gracias,
pero que había quedado con una amiga. Los críos siempre quedan a todas
horas con sus amigos. Son un caso.
A pesar de la lluvia, y a pesar de que era domingo y sabía que no iba a
encontrar a Phoebe allí, atravesé todo el parque para ir al Museo de Historia
Natural. Sabía que era ése al que se refería la niña del patín. Me lo sabía de
memoria. De pequeño había ido al mismo colegio que Phoebe y nos
llevaban a verlo todo el tiempo. Teníamos una profesora que se llamaba la
señorita Aigletinger y que nos hacía ir allí todos los sábados. Unas veces
íbamos a ver los animales y otras las cosas que habían hecho los indios.
Cacharros de cerámica, cestos y cosas así. Cuando me acuerdo de todo
aquello me animo muchísimo. Después de visitar las salas, solíamos ver una
película en el auditorio. Una de Colón. Siempre nos lo enseñaban
descubriendo América y sudando tinta para convencer a la tal Isabel y al tal
Fernando de que le prestaran la pasta para comprar los barcos. Luego venía
lo de los marineros amotinándose y todo eso. A nadie le importaba un pito
Colón, pero siempre llevábamos en los bolsillos un montón de caramelos y
de chicles, y además dentro del auditorio olía muy bien. Olía siempre como
si en la calle estuviera lloviendo y aquél fuera el único sitio seco y acogedor
del mundo entero. ¡Cuánto me gustaba aquel museo! Para ir al auditorio
había que atravesar la Sala India. Era muy, muy larga y allí había que hablar
siempre en voz baja. La profesora entraba la primera y luego la clase entera.
Íbamos en fila doble, cada uno con su compañero. Yo solía ir de pareja con
una niña que se llamaba Gertrude Lavine. Se empeñaba en darle a uno la
mano y siempre la tenía toda sudada o pegajosa. El suelo era de piedra y si
llevabas canicas en la mano y las soltabas todas de golpe, botaban todas
armando un escándalo horroroso. La profesora paraba entonces a toda la
clase y se acercaba a ver qué pasaba. Pero la señorita Aigletinger nunca se
enfadaba. Luego pasábamos junto a una canoa india que era tan larga como
tres Cadillacs puestos uno detrás de otro, con sus veinte indios a bordo, unos
remando y otros sólo de pie, con cara de muy pocos amigos toda llena de
pinturas de guerra. Al final de la canoa había un tío con una máscara que
daba la mar de miedo. Era el hechicero. Se me ponían los pelos de punta,
pero aun así me gustaba. Si al pasar tocabas un remo o cualquier cosa, uno
de los celadores te decía: «No toquéis, niños», pero muy amable, no como
un policía ni nada. Luego venía una vitrina muy grande con unos indios
dentro que estaban frotando palitos para hacer fuego y una squaw tejiendo
una manta. La india estaba inclinada hacia adelante y se la veía el pecho.
Todos mirábamos al pasar, hasta las chicas, porque éramos todos muy críos
y ellas eran tan lisas como nosotros. Luego, justo antes de llegar al
auditorio, había un esquimal. Estaba pescando en un lago a través de un
agujero que había hecho en el hielo. Junto al agujero había dos peces que ya
había pescado. ¡Jo! Ese museo estaba lleno de vitrinas. En el piso de arriba
había muchas más, con ciervos que bebían en charcas y pájaros que
emigraban al sur para pasar allí el invierno. Los que había más cerca del
cristal estaban disecados y colgaban de alambres, y los de atrás estaban
pintados en la pared, pero parecía que todos iban volando de verdad y si te
agachabas y les mirabas desde abajo, creías que iban muy deprisa. Pero lo
que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el
mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el
esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los
ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan
bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta.
Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras
mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo.
Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita
Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella
mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en
la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina.
Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar
muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.
Saqué la gorra de casa del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba a
encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras seguía
andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados como había
ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había visto, y que sería
distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea me deprimiera, pero
tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas que no deberían
cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal
y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena. En fin, eso
es lo que pensaba mientras andaba.
Pasé por un rincón del parque en que había juegos para niños y me paré a
mirar a un par de críos subidos en un balancín. Uno de ellos estaba muy
gordo y puse la mano en el extremo donde estaba el delgado para equilibrar
un poco el peso, pero como noté que no les hacía ninguna gracia, me fui y
les dejé en paz.
Luego me pasó una cosa muy curiosa. Cuando llegué a la puerta del
museo, de pronto sentí que no habría entrado allí ni por un millón de
dólares. Después de haber atravesado todo el parque pensando en él, no me
apetecía nada entrar. Probablemente lo habría hecho si hubiera estado
seguro de que iba a encontrar a Phoebe dentro, pero sabía que no estaba. Así
que tomé un taxi y me fui al Biltmore. La verdad es que no tenía ninguna
gana de ir, pero como había hecho la estupidez de invitar a Sally, no me
quedaba más remedio.
Capítulo 17
Era aún muy pronto cuando llegué, así que decidí sentarme debajo del
reloj en uno de aquellos sillones de cuero que había en el vestíbulo. En
muchos colegios estaban ya de vacaciones y había como un millón de chicas
esperando a su pareja: chicas con las piernas cruzadas, chicas con las
piernas sin cruzar, chicas con piernas preciosas, chicas con piernas
horrorosas, chicas que parecían estupendas, y chicas que debían ser unas
brujas si de verdad se las llegaba a conocer bien. Era un bonito panorama,
pero no sé si me entenderán lo que quiero decir. Aunque por otra parte era
también bastante deprimente porque uno no podía dejar de preguntarse qué
sería de todas ellas. Me refiero a cuando salieran del colegio y la
universidad. La mayoría se casarían con cretinos, tipos de esos que se pasan
el día hablando de cuántos kilómetros pueden sacarle a un litro de gasolina,
tipos que se enfadan como niños cuando pierden al golf o a algún juego tan
estúpido como el ping-pong, tipos mala gente de verdad, tipos que en su
vida han leído un libro, tipos aburridos... Pero con eso de los aburridos hay
que tener mucho cuidado. Es mucho más complejo de lo que parece. De
verdad. Cuando estaba en Elkton Hills tuve durante dos meses como
compañero de cuarto a un chico que se llamaba Harris Macklin. Era muy
inteligente, pero también el tío más plomo que he conocido en mi vida.
Tenía una voz chillona y se pasaba el día hablando. No paraba, y lo peor era
que nunca decía nada que pudiera interesarle a uno. Sólo sabía hacer una
cosa. Silbaba estupendamente. Mientras hacía la cama o colgaba sus cosas
en el armario —cosa que hacía continuamente—, si no hablaba como una
máquina, siempre se ponía a silbar. A veces le daba por lo clásico, pero por
lo general era algo de jazz. Cogía una canción como por ejemplo Tin Roof
Blues y la silbaba tan bien y tan suavecito —mientras colgaba sus cosas en
el armario—, que daba gusto oírle. Naturalmente nunca se lo dije. Uno no se
acerca a un tío de sopetón para decirle, «silbas estupendamente». Pero si le
aguanté como compañero de cuarto durante dos meses a pesar del latazo que
era, fue porque silbaba tan bien, mejor que ninguna otra persona que haya
conocido jamás. Así que hay que tener un poco de cuidado con eso. Quizá
no haya que tener tanta lástima a las chicas que se casan con tipos aburridos.
Por lo general no hacen daño a nadie y puede que hasta silben
estupendamente. Quién sabe. Yo desde luego no.
Al fin vi a Sally que bajaba por las escaleras y me acerqué a recibirla.
Estaba guapísima. De verdad. Llevaba un abrigo negro y una especie de
boina del mismo color. No solía ponerse nunca sombrero pero aquella gorra
le sentaba estupendamente. En el momento en que la vi me entraron ganas
de casarme con ella. Estoy loco de remate. Ni siquiera me gustaba mucho,
pero nada más verla me enamoré locamente. Les juro que estoy chiflado. Lo
reconozco.
—¡Holden! —me dijo—. ¡Qué alegría! Hace siglos que no nos veíamos
—tenía una de esas voces atipladas que le dan a uno mucha vergüenza.
Podía permitírselo porque era muy guapa, pero aun así daba cien patadas.
—Yo también me alegro de verte —le dije. Y era verdad—. ¿Cómo estás?
—Maravillosamente. ¿Llego tarde?
Le dije que no, aunque la verdad es que se había retrasado diez minutos.
Pero no me importaba. Todos esos chistes del Saturday Evening Post en que
aparecen unos tíos esperando en las esquinas furiosos porque no llega su
novia, son tonterías. Si la chica es guapa, ¿a quién le importa que llegue
tarde? Cuando aparece se le olvida a uno en seguida.
—Tenemos que darnos prisa —le dije—. La función empieza a las dos
cuarenta.
Bajamos en dirección a la parada de taxis.
—¿Qué vamos a ver? —me dijo.
—No sé. A los Lunt. No he podido conseguir entradas para otra cosa.
—¡Qué maravilla!
Ya les dije que se volvería loca cuando supiera que íbamos a ver a los
Lunt.
En el taxi que nos llevaba al teatro nos besamos un poco. Al principio ella
no quería porque llevaba los labios pintados, pero estuve tan seductor que al
final no le quedó más remedio. Dos veces el imbécil del taxista frenó en
seco en un semáforo y por poco me caigo del asiento. Podían fijarse un poco
en lo que hacen, esos tíos. Luego —y eso les demostrará lo chiflado que
estoy—, en el momento en que acabábamos de darnos un largo abrazo, le
dije que la quería. Era mentira, desde luego, pero en aquel momento estaba
convencido de que era verdad. Se lo juro.
—Yo también te quiero —me dijo ella. Y luego, sin interrupción—.
Prométeme que te dejarás crecer el pelo. Al cepillo ya es hortera. Lo tienes
tan bonito...
¿Bonito mi pelo? ¡Un cuerno!
La representación no estuvo tan mal como yo esperaba, pero tampoco fue
ninguna maravilla. La comedia trataba de unos quinientos mil años en la
vida de una pareja. Empieza cuando son jóvenes y los padres de la chica no
quieren que se case con el chico, pero ella no les hace caso. Luego se van
haciendo cada vez más mayores. El marido se va a la guerra y la mujer tiene
un hermano que es un borracho. No lograba compenetrarme con ellos.
Quiero decir que no sentía nada cuando se moría uno de la familia. Se
notaba que eran sólo actores representando. El marido y la mujer eran
bastante simpáticos —muy ingeniosos y eso—, pero no había forma de
interesarse por ellos. En parte porque se pasaban la obra entera bebiendo té.
Cada vez que salían a escena, venía un mayordomo y les plantaba la bandeja
delante, o la mujer le servía una taza a alguien. Y a cada momento entraba o
salía alguien en escena. Se mareaba uno de tanto ver a los actores sentarse y
levantarse. Alfred Lunt y Lynn Fontanne eran el matrimonio y lo hacían
muy bien, pero a mí no me gustaron. Aunque tengo que reconocer que no
eran como los demás. No actuaban como actores ni como gente normal. Es
difícil de explicar. Actuaban como si supieran que eran muy famosos.
Vamos, que lo hacían demasiado bien. Cuando uno de ellos terminaba de
decir una parrafada, el otro decía algo en seguida. Querían hacer como la
gente normal, cuando se interrumpen unos a otros, pero les salía demasiado
bien. Actuaban un poco como toca el piano Ernie en el Village. Cuando uno
sabe hacer una cosa muy bien, si no se anda con cuidado empieza a pasarse,
y entonces ya no es bueno. A pesar de todo tengo que reconocer que los
Lunt eran los únicos en todo el reparto que demostraban tener algo de
materia gris.
Al final del primer acto salimos con todos los cretinos del público a fumar
un cigarrillo. ¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto farsante junto,
todos fumando como cosacos y comentando la obra en voz muy alta para
que los que estaban a su alrededor se dieran cuenta de lo listos que eran. Al
lado nuestro había un actor de cine. No sé cómo se llama, pero era ése que
en las películas de guerra hace siempre del tío que en el momento del ataque
final le entra e] canguelo. Estaba con una rubia muy llamativa y los dos se
hacían los muy naturales, como si no supieran que la gente los miraba.
Como si fueran muy modestos, vamos. No saben la risa que me dio. Sally se
limitó a comentar lo maravillosos que eran los Lunt porque estaba
ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio al otro lado del
vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de franela gris
oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale. Cualquiera
diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con aspecto de
estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo conozco
de algo.»
Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien de
algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que al fin
me harté y le dije: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un
beso bien fuerte? Le encantará.» Cuando se lo dije se enfadó. Al final él la
vio y se acercó a decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Como si
no se hubieran visto en veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños
se bañaban juntos en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba
ganas de vomitar. Y lo más gracioso era que probablemente se habían visto
sólo una vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la baba,
Sally nos presentó. Se llamaba George algo —no me acuerdo—, y estudiaba
en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando Sally
le preguntó si le gustaba la obra... Era uno de esos tíos que para perorar
necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y aterrizó
en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le rompió
hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí no era
una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles!
¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La
conversación más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en algún
sitio a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de
alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nuestras
butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En el segundo entreacto
continuaron la conversación. Siguieron pensando en más sitios y en más
nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía una de esas voces típicas de
Universidad del Este, como muy cansada, muy snob. Parecía una chica. Al
muy cabrón le importaba un rábano que Sally fuera mi pareja. Cuando
acabó la función creí que iba a meterse con nosotros en el taxi porque nos
acompañó como dos manzanas, pero por suerte dijo que había quedado con
unos amigos para ir a tomar unas copas. Me los imaginé a todos sentados en
un bar con sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y mujeres con
esa voz de snob que sacan. Me revientan esos tipos.
Cuando entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla oído
hablar diez horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto de llevarla
directamente a su casa, de verdad, pero de pronto me dijo:
—Tengo una idea maravillosa.
Siempre tenía unas ideas maravillosas.
—Oye, ¿a qué hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a una
hora fija?
—¿Yo? No. Puedo volver cuando me dé la gana —le dije. ¡Jo! ¡En mi
vida había dicho verdad mayor!—. ¿Por qué?
—Vamos a patinar a Radio City.
Ese tipo de cosas eran las que se le ocurrían siempre.
—¿A patinar a Radio City? ¿Ahora?
—Sólo una hora o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres...
—No he dicho que no quiera —le dije—. Si tienes muchas ganas, iremos.
—¿De verdad? Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero. No me
importa no ir.
¡No le importaba! ¡Poco!
—Se pueden alquilar unas falditas preciosas para patinar —dijo Sally—.
Jeanette Cultz alquiló una la semana pasada.
Claro, por eso estaba empeñada en ir. Quería verse con una de esas
falditas que apenas tapan el trasero.
Así que fuimos a Radio City y después de recoger los patines alquilé para
Sally una pizca de falda azul. La verdad es que estaba graciosísima con ella.
Y Sally lo sabía. Echó a andar delante de mí para que no dejara de ver lo
mona que estaba. Yo también estaba muy mono. Hay que reconocerlo.
Lo más gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la pista.
Los peores de verdad y eso que había algunos que batían el récord. A Sally
se le torcían tanto los tobillos que daba con ellos en el hielo. No sólo hacía
el ridículo, sino que además debían dolerle muchísimo. A mí desde luego
me dolían. Y cómo. Debíamos hacer una pareja formidable. Y para colmo
había como doscientos mirones que no tenían más que hacer que mirar a los
que se rompían las narices contra el suelo.
—¿Quieres que nos sentemos a tomar algo dentro? —le pregunté.
—Es la idea más maravillosa que has tenido en todo el día.
Aquello era cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamos los
patines y entramos en ese bar donde se puede tomar algo en calcetines
mientras se ve toda la pista. En cuanto nos sentamos, Sally se quitó los
guantes y le ofrecí un cigarrillo. No parecía nada contenta. Vino el camarero
y le pedí una Coca-Cola para ella —no bebía— y un whisky con soda para
mí, pero el muy hijoputa se negó a traérmelo o sea que tuve que tomar
Coca-Cola yo también. Luego me puse a encender cerillas una tras otra, que
es una cosa que suelo hacer cuando estoy de un humor determinado. Las
dejo arder hasta que casi me quemo los dedos y luego las echo en el
cenicero. Es un tic nervioso que tengo.
De pronto, sin venir a cuento, me dijo Sally:
—Oye, tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árbol de
Navidad, o no? Necesito que me lo digas ya.
Estaba furiosa porque aún le dolían los tobillos.
—Ya te dije que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro que
iré.
—Bueno. Es que necesitaba saberlo —dijo. Luego se puso a mirar a su
alrededor.
De pronto dejé de encender cerillas y me incliné hacia ella por encima de
la mesa. Estaba preocupado por unas cuantas cosas:
—Oye Sally —le dije.
—¿Qué?
Estaba mirando a una chica que había al otro lado del bar.
—¿Te has hartado alguna vez de todo? —le dije—. ¿Has pensado alguna
vez que a menos que hicieras algo en seguida el mundo se te venía encima?
¿Te gusta el colegio?
—Es un aburrimiento mortal.
—Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es sólo
el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses
de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que
te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que
los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a
los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare
de decir...
—No grites, por favor —dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera
gritaba.
—Los coches, por ejemplo —le dije en voz más baja—. La gente se
vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carrocería y
siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina.
No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo por
otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos. No me interesan nada.
Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo es más humano. Con un
caballo puedes...
—No entiendo una palabra de lo que dices —dijo Sally—. Pasas de un...
—¿Sabes una cosa? —continué—. Tú eres probablemente la única razón
por la que estoy ahora en Nueva York. Si no fuera por ti no sé ni dónde
estaría. Supongo que en algún bosque perdido o algo así. Tú eres lo único
que me retiene aquí.
—Eres un encanto —me dijo, pero se le notaba que estaba deseando
cambiar de conversación.
—Deberías ir a un colegio de chicos. Pruébalo alguna vez —le dije—.
Están llenos de farsantes. Tienes que estudiar justo lo suficiente para poder
comprarte un Cadillac algún día, tienes que fingir que te importa si gana o
pierde el equipo del colegio, y tienes que hablar todo el día de chicas,
alcohol y sexo. Todos forman grupitos cerrados en los que no puede entrar
nadie. Los de el equipo de baloncesto por un lado, los católicos por otro, los
cretinos de los intelectuales por otro, y los que juegan al bridge por otro.
Hasta los socios del Libro del Mes tienen su grupito. El que trata de hacer
algo con inteligencia...
—Oye, oye —dijo Sally—, hay muchos que ven más que eso en el
colegio...
—De acuerdo. Habrá algunos que sí. Pero yo no, ¿comprendes? Eso es
precisamente lo que quiero decir. Que yo nunca saco nada en limpio de
ninguna parte. La verdad es que estoy en baja forma. En muy baja forma.
—Se te nota.
De pronto se me ocurrió una idea.
—Oye —le dije—. ¿Qué te parece si nos fuéramos de aquí? Te diré lo
que se me ha ocurrido. Tengo un amigo en Grenwich Village que nos
prestaría un coche un par de semanas, íbamos al mismo colegio y todavía
me debe diez dólares. Mañana por la mañana podríamos ir a Massachusetts,
y a Vermont, y todos esos sitios de por ahí. Es precioso, ya verás. De
verdad.
Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea. Me incliné hacia ella y le
cogí la mano. ¡Qué manera de hacer el imbécil! No se imaginan.
—Tengo unos ciento ochenta dólares —le dije—. Puedo sacarlos del
banco mañana en cuanto abran y luego ir a buscar el coche de ese tío. De
verdad. Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos acabe el dinero.
Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos cerca de un río. Nos
casaremos y en el invierno yo cortaré la leña y todo eso. Ya verás. Lo
pasaremos formidable. ¿Qué dices? Vamos, ¿qué dices? ¿Te vienes
conmigo? ¡Por favor!
—No se puede hacer una cosa así sin pensarlo primero —dijo Sally.
Parecía enfadadísima.
—¿Por qué no? A ver. Dime ¿por qué no?
—Deja de gritarme, por favor —me dijo. Lo cual fue una idiotez porque
yo ni la gritaba.
—¿Por qué no se puede? A ver. ¿Por qué no?
—Porque no, eso es todo. En primer lugar porque somos prácticamente
unos críos. ¿Qué harías si no encontraras trabajo cuando se te acabara el
dinero? Nos moriríamos de hambre. Lo que dices es absurdo, ni siquiera...
—No es absurdo. Encontraré trabajo, no te preocupes. Por eso sí que no
tienes que preocuparte. ¿Qué pasa? ¿Es que no quieres venir conmigo? Si no
quieres, no tienes más que decírmelo.
—No es eso. Te equivocas de medio a medio —dijo Sally. Empezaba a
odiarla vagamente—. Ya tendremos tiempo de hacer cosas así cuando salgas
de la universidad si nos casamos y todo eso. Hay miles de sitios
maravillosos adonde podemos ir. Estás...
—No. No es verdad. No habrá miles de sitios donde podamos ir porque
entonces será diferente —le dije. Otra vez me estaba entrando una depresión
horrorosa,
—¿Qué dices? —preguntó—. No te oigo. Primero gritas como un loco y
luego, de pronto...
—He dicho que no, que no habrá sitios maravillosos donde podamos ir
una vez que salgamos de la universidad. Y a ver si me oyes. Entonces todo
será distinto. Tendremos que bajar en el ascensor rodeados de maletas y de
trastos, tendremos que telefonear a medio mundo para despedirnos, y
mandarles postales desde cada hotel donde estemos. Y yo estaré trabajando
en una oficina ganando un montón de pasta. Iré a mi despacho en taxi o en
el autobús de Madison Avenue, y me pasaré el día entero leyendo el
periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un montón de
noticiarios estúpidos y documentales y trailers. ¡Esos noticiarios del cine!
¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy elegante
rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un chimpancé
con pantalón corto montando en bicicleta. No será lo mismo. Pero, claro, no
entiendes una palabra de lo que te digo.
—Quizá no. Pero a lo mejor eres tú el que no entiende nada —dijo Sally.
Para entonces ya nos odiábamos cordialmente. Era inútil tratar de mantener
con ella una conversación inteligente. Estaba arrepentidísimo de haber
empezado siquiera.
—Vámonos de aquí —le dije—. Si quieres que te diga la verdad, me das
cien patadas.
¡Jo! ¡Cómo se puso cuando le dije aquello! Sé que no debí decirlo y en
circunstancias normales no lo habría hecho, pero es que estaba
deprimidísimo. Por lo general nunca digo groserías a las chicas. ¡Jo! ¡Cómo
se puso! Me disculpé como cincuenta mil veces, pero no quiso ni oírme.
Hasta se echó a llorar, lo cual me asustó un poco porque me dio miedo que
se fuera a su casa y se lo contara a su padre que era un hijo de puta de esos
que no aguantan una palabra más alta que otra. Además yo le caía bastante
mal. Una vez le dijo a Sally que siempre estaba escandalizando.
—Lo siento mucho, de verdad —le dije un montón de veces.
—¡Lo sientes, lo sientes! ¡Qué gracia! —me dijo. Seguía medio llorando
y, de pronto, me di cuenta de que lo sentía de verdad.
—Vamos, te llevaré a casa. En serio.
—Puedo ir yo sólita, muchas gracias. Si crees que te voy a dejar que me
acompañes, estás listo. Nadie me había dicho una cosa así en toda mi vida.
Como, dentro de todo, la cosa tenía bastante gracia, de pronto hice algo
que no debí hacer. Me eché a reír. Fue una carcajada de lo más inoportuna.
Si hubiera estado en el cine sentado detrás de mí mismo, probablemente me
hubiera dicho que me callara. Sally se puso aún más furiosa.
Seguí diciéndole que me perdonara, pero no quiso hacerme caso. Me
repitió mil veces que me largara y la dejara en paz, así que al final lo hice.
Sé que no estuvo bien, pero es que no podía más.
Si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que no sé siquiera por qué
monté aquel numerito. Vamos, que no sé por qué tuve que decirle lo de
Massachusetts y todo eso, porque muy probablemente, aunque ella hubiera
querido venir conmigo, yo no la habría llevado. Habría sido una lata. Pero lo
más terrible es que cuando se lo dije, lo hice con toda sinceridad. Eso es lo
malo. Les juro que estoy como una regadera.
Capítulo 18
Cuando me fui de la pista de patinar sentí un poco de hambre, así que me
metí en una cafetería y me tomé un sandwich de queso y un batido. Luego
entré en una cabina telefónica. Pensaba llamar a Jane para ver si había
llegado ya de vacaciones. No tenía nada que hacer aquella noche, o sea que
se me ocurrió hablar con ella y llevarla a bailar a algún sitio por ahí. Desde
que la conocía no había ido con ella a ninguna sala de fiestas. Pero una vez
la vi bailar y me pareció que lo hacía muy bien. Fue en una de esas fiestas
que daba el Club el día de la Independencia. Aún no la conocía bien y no me
atreví a separarla de su pareja. Salía entonces con un imbécil que se llamaba
Al Pike y estudiaba en Choate. Andaba siempre merodeando por la piscina.
Llevaba un calzón de baño de esos elásticos de color blanco y se tiraba
continuamente de lo más alto del trampolín. El muy plomo hacía el ángel
todo el día. Era el único salto que sabía hacer y lo consideraba el no va más.
El tío era todo músculo sin una pizca de cerebro. Pero, como les iba
diciendo, Jane iba con él aquella noche. No podía entenderlo, se lo juro.
Cuando empezamos a salir juntos, le pregunté cómo podía aguantar a un tío
como Al Pike. Jane me dijo que no era un creído, que lo que le pasaba es
que tenía complejo de inferioridad. En mi opinión eso no impide que uno
pueda ser también un cabrón. Pero ya saben cómo son las chicas. Nunca se
sabe por dónde van a salir. Una vez presenté a un amigo mío a la compañera
de cuarto de una tal Roberta Walsh. Se llamaba Bob Robinson y ése sí que
tenía complejo de inferioridad. Se le notaba que se avergonzaba de sus
padres porque decían «haiga» y «oyes» y porque no tenían mucho dinero.
Pero no era un cabrón. Era un buen chico. Pues a la compañera de cuarto de
Roberta Walsh no le gustó nada. Le dijo a Roberta que era un creído, y sólo
porque le había dicho que era capitán del equipo de debate. Nada más que
por una tontería así. Lo malo de las chicas es que si un tío les gusta, por muy
cabrón que sea te dicen que tiene complejo de inferioridad, y si no les gusta,
ya puede ser buena persona y creerse lo peor del universo, que le consideran
un creído. Hasta las más inteligentes, en eso son iguales.
Pero, como les iba diciendo, llamé a Jane, pero no cogió nadie el teléfono,
así que colgué. Luego miré la agenda para ver con quién demonios podría
salir esa noche. Lo malo es que sólo tengo apuntados tres números. El de
Jane, el del señor Antolini, que fue profesor mío en Elkton Hills, y el de la
oficina de mi padre. Siempre se me olvida apuntar los teléfonos de la gente.
Así que al final llamé a Carl Luce. Se había graduado en el Colegio
Whooton después que me echaron a mí. Era tres años mayor que yo y me
caía muy bien. Tenía el índice de inteligencia más alto de todo el colegio y
una cultura enorme. Se me ocurrió que podíamos cenar juntos y hablar de
algo un poco intelectual. A veces era la mar de informativo. Así que le
llamé. Estudiaba en Columbia y vivía en la Calle 65. Me imaginé que ya
estaría de vacaciones. Cuando se puso al teléfono, me dijo que cenar le era
imposible, pero que podíamos tomar una copa juntos a las diez en el Wicker
Bar de la Calle 54. Creo que se sorprendió bastante de que le llamara. Una
vez le había dicho que era un fantasma. Como aún tenía muchas horas que
matar antes de las diez, me metí en el cine de Radio City. Era lo peor que
podía hacer, pero me venía muy a mano y no se me ocurrió otra cosa. Entré
cuando aún no había terminado el espectáculo que daban antes de la
película. Las Rockettes pateaban al aire como posesas, todas puestas en fila
y cogidas por la cintura. El público aplaudía como loco y un tío que tenía al
lado no hacía más que decirle a su mujer: «¿Te das cuenta? ¡Eso es lo que
yo llamo precisión!» ¡Menudo cretino! Cuando acabaron las Rockettes salió
al escenario un tío con frac y se puso a patinar por debajo de unas mesitas
muy bajas mientras decía miles de chistes uno tras otro. Lo hacía la mar de
bien, pero no acababa de gustarme porque no podía dejar de imaginármelo
practicando todo el tiempo para luego hacerlo en el escenario, y eso me
pareció una estupidez. Se ve que no era mi día. Después hicieron eso que
ponen todas las Navidades en Radio City, cuando empiezan a salir ángeles
de cajas y de todas partes, y aparecen unos tíos que se pasean con cruces por
todo el escenario y al final se ponen a cantar todos ellos, que son miles, el
Adeste Fideles a voz en grito. No había quien lo aguantara. Ya sé que todo
el mundo lo considera muy religioso y muy artístico, pero yo no veo nada de
religioso ni de artístico en un montón de actores paseándose con cruces por
un escenario. Hacia el final se les notaba que estaban deseando acabar para
poder fumarse un cigarrillo. Lo había visto el año anterior con Sally Hayes,
que no dejó de repetirme lo bonito que le parecía y lo preciosos que eran los
vestidos. Le dije que estaba seguro de que Cristo habría vomitado si hubiera
visto todos esos trajes tan elegantes. Sally me contestó que era un ateo
sacrílego y probablemente tenía razón. Pero de verdad que creo que el que le
habría gustado a Jesucristo habría sido el que tocaba los timbales en la
orquesta. Siempre me ha gustado mirarle, desde que tenía ocho años.
Cuando íbamos a Radio City con mis padres, mi hermano y yo nos
cambiábamos de sitio para poder verle mejor. No he visto a nadie tocar los
timbales como él. El pobre sólo puede atizarles un par de veces durante toda
la sesión, pero mientras está mano sobre mano no parece que se aburra ni
nada. Y cuando al final le toca el turno, lo hace tan bien, con tanto gusto y
con una expresión tan decidida en la cara, que es un placer mirarle. Una vez
que fuimos a Washington con mi padre, Allie le mandó una postal, pero
estoy seguro de que no la recibió. No sabíamos a quién dirigirla.
Cuando acabó la cosa esa de Navidad, empezó una porquería de película.
Era tan horrible que no podía apartar la vista de la pantalla. Trataba de un
inglés que se llamaba Alec o algo así, y que había estado en la guerra y
había perdido la memoria. Cuando sale del hospital, se patea todo Londres
cojeando sin tener ni idea de quién es. La verdad es que es duque, pero no lo
sabe. Luego conoce a una chica muy hogareña y muy buena que se está
subiendo al autobús. El viento le vuela el sombrero y él se lo recoge. Luego
va con ella a su casa y se ponen a hablar de Dickens. Es el autor que más les
gusta a los dos. El lleva siempre un ejemplar de Oliver Twist en el bolsillo y
ella también. Sólo oírlos hablar ya daba arcadas. Se enamoran en seguida y
él la ayuda a administrar una editorial que tiene la chica y que va la mar de
mal porque el hermano es un borracho y se gasta toda la pasta. Está muy
amargado porque era cirujano antes de ir a la guerra y ahora no puede operar
porque tiene los nervios hechos polvo, así que el tío le da a la botella que es
un gusto, pero es la mar de ingenioso. El tal Alec escribe un libro y la chica
lo publica y se vende como rosquillas. Van a casarse cuando aparece la otra,
que se llama Marcia y era novia de Alec antes de que perdiera la memoria.
Un día le ve en una librería firmando ejemplares y le reconoce. Le dice que
es duque y todo eso, pero él no se lo cree y no quiere ir con ella a ver a su
madre ni nada. La madre no ve ni gorda. Luego la otra chica, la buena, le
obliga a ir. Es la mar de noble. Pero él no recobra la memoria ni cuando el
perro danés se le tira encima a lamerle, ni cuando la madre le pasa los
dedazos por toda la cara y le trae el osito de peluche que arrastraba él de
pequeño por toda la casa. Al final unos niños que están jugando al crickett le
atizan en la cabeza con una pelota. Recupera de golpe la memoria y
entonces le da un beso a su madre en la frente y todas esas gilipolleces. Pero
entonces empieza a hacer de duque de verdad y se olvida de la buena y de la
editorial. Podría contarles el resto de la historia, pero no quiero hacerles
vomitar. No crean que me lo callo por no estropearles la película. Sería
imposible estropearla más. Pero, bueno, al final Alec y la buena se casan, el
borracho se pone bien y opera a la madre de Alec que ve otra vez, y Marcia
y él empiezan a gustarse. Terminan todos sentados a la mesa
desternillándose de risa porque el perro danés entra con un montón de
cachorros. Supongo que es que no sabían que era perra. Sólo les digo que si
no quieren vomitar no vayan a verla.
Lo más gracioso es que tenía al lado a una señora que no dejó de llorar en
todo el tiempo. Cuanto más cursi se ponía la película, más lagrimones
echaba. Pensarán que lloraba porque era muy buena persona, pero yo estaba
sentado al lado suyo y les digo que no. Iba con un niño que se pasó las dos
horas diciendo que tenía que ir al baño, y ella no le hizo ni caso. Sólo se
volvía para decirle que a ver si se callaba y se estaba quieto de una vez. Lo
que es ésa, tenía el corazón de una hiena. Todos los que lloran como cosacos
con esa imbecilidad de películas suelen ser luego unos cabrones de mucho
cuidado. De verdad.
Cuando salí del cine me fui andando hacia el Wicker Bar donde iba a ver
a Carl Luce y, mientras, me puse a pensar en la guerra. Siempre me pasa lo
mismo cuando veo una película de esas. Yo creo que no podría ir a la
guerra. No me importaría tanto si todo consistiera en que te sacaran a un
patio y te largaran un disparo por las buenas, lo que no aguanto es que haya
que estar tanto tiempo en el ejército. Eso es lo que no me gusta. Mi hermano
D.B. se pasó en el servicio cuatro años enteros. Estuvo en el desembarco de
Normandía y todo, pero creo que odiaba el ejército más que la guerra. Yo
era un crío en aquel tiempo, pero recuerdo que cuando venía a casa de
permiso, se pasaba el día entero tumbado en la cama. Apenas salía de su
cuarto. Cuando le mandaron a Europa no le hirieron ni tuvo que matar a
nadie. Estaba de chófer de un general que parecía un vaquero. No tenía que
hacer más que pasearle todo el día en un coche blindado. Una vez le dijo a
Allie que si le obligaran a matar a alguien no sabría adonde disparar. Le dijo
también que en el ejército aliado había tantos cabrones como en el nazi.
Recuerdo que Allie le preguntó si no le venía bien ir a la guerra siendo
escritor porque de eso podía sacar un montón de temas. D.B. le dijo que se
fuera a buscar su guante de béisbol y le preguntó quién escribía mejores
poemas bélicos, si Rupert Brooke o Emily Dickinson. Allie dijo que Emily
Dickinson. Yo entiendo bastante poco de todo eso porque no leo mucha
poesía, pero sé que me volvería loco de atar si tuviera que estar en el ejército
con tipos como Ackley y Stradlater y Maurice, marchando con ellos todo el
tiempo. Una vez pasé con los Boy Scouts una semana y no pude aguantarlo.
Todo el tiempo te decían que tenías que mirar fijo al cogote del tío que
llevabas delante. Les juro que si hay otra guerra, prefiero que me saquen a
un patio y que me pongan frente a un pelotón de ejecución. No protestaría
nada. Lo que no comprendo es por qué D.B. me hizo leer Adiós a las armas
si odiaba tanto la guerra. Decía que era una novela estupenda. Es la historia
de un tal teniente Harry que todo el mundo considera un tío fenómeno. No
entiendo cómo D.B. podía odiar la guerra y decir que ese libro era
buenísimo al mismo tiempo. Tampoco comprendo cómo a una misma
persona le pueden gustar Adiós a las armas y El gran Gatsby D.B. se enfadó
mucho cuando se lo dije y me contestó que era demasiado pequeño para
juzgar libros como ésos. Le dije que a mí me gustaban Ring Lardner y El
gran Gatsby. Y es verdad. Me encantan. ¡Qué tío ese Gatsby! ¡Qué bárbaro!
Me chifla la novela. Pero, como les decía, me alegro muchísimo de que
hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo
encima de ella. Me presentaré voluntario, se lo juro.
Capítulo 19
Por si no viven en Nueva York, les diré que el Wicker Bar está en un
hotel muy elegante, el Seton. Antes me gustaba mucho, pero poco a poco fui
dejando de ir. Es uno de esos sitios que se consideran muy finos y donde se
ven farsantes a patadas. Había dos chicas francesas, Tina y Janine, que
actuaban tres veces por noche. Una de ellas tocaba el piano —lo
asesinaba—, y la otra cantaba, siempre unas canciones o muy verdes o en
francés. La tal Janine se ponía delante del micrófono y antes de empezar la
actuación, decía como susurrando: «Y ahoja les pjesentamos nuestja vejsión
de Vulé vú fjansé. Es la histojia de una fjansesita que llega a una gjan siudad
como Nueva Yojk y se enamoja de un muchachito de Bjooklyn. Espejo que
les guste.»
Cuando acababa de susurrar y de demostrar lo graciosa que era, cantaba
medio en francés medio en inglés una canción tontísima que volvía locos a
todos los imbéciles del bar. Si te pasabas allí un buen rato oyendo aplaudir a
ese hatajo de idiotas, acababas odiando a todo el mundo. De verdad. El
barman era también insoportable, un snob de muchísimo cuidado. No
hablaba a nadie a menos que fuera un tío muy importante o un artista
famoso o algo así, y cuando lo hacía era horroroso. Se acercaba a quien
fuera con una sonrisa amabilísima, como si fuera una persona estupenda, y
le decía: «¿Qué tal por Connecticut?», o «¿Qué tal por Florida?». Era un
sitio horrible, de verdad. Como les digo, poco a poco fui dejando de ir.
Cuando llegué aún era muy temprano. Estaba llenísimo. Me acerqué a la
barra y pedí un par de whiskis con soda. Los pedí de pie para que vieran que
era alto y no me tomaran por menor de edad. Luego me puse a mirar a todos
los cretinos que había por allí. A mi lado tenía a un tío metiéndole un
montón de cuentos a la chica con que estaba. Le decía por ejemplo que tenía
unas manos muy aristocráticas. ¡Menudo imbécil! El otro extremo de la
barra estaba lleno de maricas. No es que hicieran alarde de ello —no
llevaban el pelo largo ni nada—, pero aun así se les notaba. Al final apareció
mi amigo.
¡Bueno era el tal Luce! Se las traía. Cuando estaba en Whooton era mi
consejero de estudios. Lo único que hacía era que por las noches, cuando se
reunían unos cuantos chicos en su habitación, se ponía a hablarnos de
cuestiones sexuales. Sabía un montón de todo eso, sobre todo de
pervertidos. Siempre nos hablaba de esos tíos que se lían con ovejas, o de
esos otros que van por ahí con unas bragas de mujer cosidas al forro del
sombrero. Y de maricones y lesbianas. Sabía quien lo era y quien no en todo
Estados Unidos. No tenías más que mencionar a una persona cualquiera, y
Luce te decía en seguida si era invertida o no. A veces costaba trabajo creer
que fueran maricas o lesbianas los que él decía que eran, actores de cine o
cosas así. Algunos hasta estaban casados. Le preguntábamos, por ejemplo:
«¿Dices que Joe Blow es marica? ¿Joe Blow? ¿Ese tío tan grande y tan
bárbaro que hace siempre de gángster o de vaquero?» Y Luce contestaba:
«En efecto.» Siempre decía «en efecto». Según él no importaba que un tío
estuviera casado o no. Aseguraba que la mitad de los casados del mundo
eran maricas y ni siquiera lo sabían. Decía que si habías nacido así, podías
volverte maricón en cualquier momento, de la noche a la mañana. Nos metía
un miedo horroroso. Yo llegué a convencerme de que el día menos pensado
me pasaría a la acera de enfrente. Lo gracioso es que en el fondo siempre
tuve la sensación de que el tal Luce era un poco amariconado. Todo el
tiempo nos decía: «¡A ver cómo encajas ésta!», mientras nos daba una
palmada en el trasero. Y cuando iba al baño dejaba la puerta abierta y seguía
hablando contigo mientras te lavabas los dientes o lo que fuera. Todo eso es
de marica. De verdad. Había conocido ya a varios y siempre hacían cosas
así. Por eso tenía yo mis sospechas. Pero era muy inteligente, eso sí.
Jamás te saludaba al llegar. Aquella noche lo primero que hizo en cuanto
se sentó fue decir que sólo podía quedarse un par de minutos. Que tenía una
cita. Luego pidió un Martini. Le dijo al barman que se lo sirviera muy seco
y sin aceituna.
—Oye, te he buscado un maricón. Está al final de la barra. No mires. Te
lo he estado reservando.
—Muy gracioso —contestó—, ya veo que no has cambiado. ¿Cuándo vas
a crecer?
Le aburría a muerte. De verdad. Pero él a mí me divertía mucho.
—¿Cómo va tu vida sexual? —le dije. Le ponía negro que le preguntaran
cosas así.
—Tranquilo —me dijo—. Cálmate, por favor.
—Ya estoy tranquilo —le contesté—. Oye, ¿qué tal por Columbia?
¿Cómo te va? ¿Te gusta?
—En efecto, me gusta. Si no me gustara no estudiaría allí.
A veces se ponía insoportable.
—¿En qué vas a especializarte? —le pregunté—. ¿En pervertidos?
Tenía ganas de broma.
—¿Qué quieres? ¿Hacerte el gracioso?
—Te lo decía en broma —le dije—. Luce, tú que eres la mar de
intelectual, necesito un consejo. Me he metido en un lío terrible...
Me soltó un bufido:
—Escucha Caulfield. Si quieres que nos sentemos a charlar
tranquilamente y a tomar una copa...
—Está bien. Está bien. No te excites.
Se le veía que no tenía ninguna gana de hablar de nada serio conmigo.
Eso es lo malo de los intelectuales. Sólo quieren hablar de cosas serias
cuando a ellos les apetece.
—De verdad, ¿qué tal tu vida sexual? ¿Sigues saliendo con la chica que
veías cuando estabas en Whooton? La que tenía esas enormes...
—¡No, por Dios! —me dijo.
—¿Por qué? ¿Qué ha sido de ella?
—No tengo ni la más ligera idea. Pero ya que lo preguntas,
probablemente por estas fechas será la puta más grande de todo New
Hampshire.
—No está bien que digas eso. Si fue lo bastante decente como para dejarte
que la metieras mano, al menos podías hablar de ella de otra manera.
—¡Dios mío! —dijo Luce—. Dime si va a ser una de tus conversaciones
típicas. Prefiero saberlo cuanto antes.
—No —le contesté—, pero sigo creyendo que no está bien. Si fue contigo
lo bastante...
—¿Hemos de seguir necesariamente esa línea de pensamiento?
Me callé. Temí que se levantara y se largara de pronto si seguía por ese
camino. Pedí otra copa. Tenía ganas de coger una buena curda.
—¿Con quién sales ahora? —le pregunté—. ¿No quieres decírmelo?
—Con nadie que tú conozcas.
—¿Quién es? A lo mejor sí la conozco.
—Vive en el Village. Es escultora. Ahora ya lo sabes.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos años tiene?
—Nunca se lo he preguntado.
—Pero, ¿como cuántos más o menos?
—Debe andar por los cuarenta —dijo Luce.
—¿Por los cuarenta? ¿En serio? ¿Y te gusta? —le pregunté—. ¿Te gustan
tan mayores? —se lo dije porque de verdad sabía muchísimo sobre sexo y
cosas de esas. Era uno de los pocos tíos que he conocido que de verdad
sabían lo que se decían. Había dejado de ser virgen a los catorce años, en
Nantucket. Y no era cuento.
—Me gustan las mujeres maduras, si es eso a lo que te refieres.
—¿De verdad? ¿Por qué? Dime, ¿es que hacen el amor mejor o qué?
—Oye, antes de proseguir vamos a poner las cosas en claro. Esta noche
me niego a responder a tus preguntas habituales. ¿Cuándo demonios vas a
crecer de una vez?
Durante un buen rato no dije nada. Luego Luce pidió otro Martini y le
insistió al camarero en que se lo hiciera aún más seco.
—Oye, ¿cuánto tiempo hace que sales con esa escultora? —le pregunté.
El tema me interesaba de verdad—. ¿La conocías ya cuando estabas en
Whooton?
—¿Cómo iba a conocerla? Acaba de llegar a este país hace pocos meses.
—¿Sí? ¿De dónde es?
—Se da la circunstancia de que ha nacido en Shangai.
—¡No me digas! ¿Es china?
—Evidentemente.
—¡No me digas! ¿Y te gusta eso? ¿Que sea china?
—Evidentemente.
—¿Por qué? Dímelo. De verdad me gustaría saberlo.
—Porque se da la circunstancia de que la filosofía oriental me resulta más
satisfactoria que la occidental.
—¿Sí? ¿Qué quieres decir cuando dices «filosofía»? ¿La cosa del sexo?
¿Acostarte con ella? ¿Quieres decir que lo hacen mejor en China? ¿Es eso?
—No necesariamente en China. He dicho Oriente. ¿Tenemos que
proseguir con esta conversación inane?
—Oye, de verdad, Te lo pregunto en serio —le dije—. ¿Por qué es mejor
en Oriente?
—Es demasiado complejo para explicártelo ahora. Sencillamente
consideran el acto sexual una experiencia tanto física como espiritual. Pero
si crees que...
—¡Yo también! Yo también lo considero lo que has dicho, una
experiencia física y espiritual y todo eso. De verdad. Pero depende
muchísimo de con quién estoy. Si estoy con una chica a quien ni siquiera...
—No grites, Caulfield, por Dios. Si no sabes hablar en voz baja, será
mejor que dejemos...
—Sí, sí, pero oye —le dije. Estaba nerviosísimo y es verdad que hablaba
muy fuerte. A veces cuando me excito levanto mucho la voz—. Ya sé que
debe ser una experiencia física, y espiritual, y artística y todo eso, pero lo
que quiero decir es si puedes conseguir que sea así con cualquier chica, sea
como sea. ¿Puedes?
—Cambiemos de conversación, ¿te importa?
—Sólo una cosa más. Escucha. Por ejemplo, tú y esa señora, ¿qué hacéis
para que os salga tan bien?
—Ya vale, te he dicho.
Me estaba metiendo en sus asuntos personales. Lo reconozco. Pero eso
era una de las cosas que más me molestaban de Luce. Cuando estábamos en
el colegio te obligaba a que le contaras las cosas más íntimas, pero en
cuanto le hacías a él una pregunta personal, se enfadaba. A esos tipos tan
intelectuales no les gusta mantener una conversación a menos que sean ellos
los que lleven la batuta. Siempre quieren que te calles cuando ellos se callan
y que vuelvas a tu habitación cuando ellos quieren volver a su habitación.
Cuando estábamos en Whooton, a Luce le reventaba —se le notaba— que
cuando él acababa de echarnos una conferencia, nosotros siguiéramos
hablando por nuestra cuenta. Le ponía negro. Lo que quería era que cada
uno volviera a su habitación y se callara en el momento en que él acababa
de perorar. Creo que en el fondo tenía miedo de que alguien dijera algo más
inteligente. Me divertía mucho.
—Puede que me vaya a China. Tengo una vida sexual asquerosa —le dije.
—Naturalmente. Tu cerebro aún no ha madurado.
—Sí. Tienes razón. Lo sé. ¿Sabes lo que me pasa? —le dije—. Que nunca
puedo excitarme de verdad, vamos, del todo, con una chica que no acaba de
gustarme. Tiene que gustarme muchísimo. Si no, no hay manera. ¡Jo! ¡No
sabes cómo me fastidia eso! Mi vida sexual es un asco.
—Pues claro. La última vez que nos vimos ya te dije lo que te hacía falta.
—¿Te refieres a lo del sicoanálisis? —le dije. Eso era lo que me había
aconsejado. Su padre era siquiatra.
—Tú eres quien tiene que decidir. Lo que hagas con tu vida no es asunto
mío.
Durante unos momentos no dije nada porque estaba pensando.
—Supongamos que fuera a ver a tu padre y que me sicoanalizara y todo
eso —le dije—. ¿Qué me pasaría? ¿Qué me haría?
—Nada. Absolutamente nada. ¡Mira que eres pesado! Sólo hablaría
contigo y tú le hablarías a él. Para empezar te ayudaría a reconocer tus
esquemas mentales.
—¿Qué?
—Tus esquemas mentales. La mente humana está... Oye, no creas que
voy a darte aquí un curso elemental de sicoanálisis. Si te interesa verle,
llámale y pide hora. Si no, olvídate del asunto. Francamente, no puede
importarme menos.
Le puse la mano en el hombro. ¡Jo! ¡Cómo me divertía!
—¡Eres un cabrón de lo más simpático! —le dije—. ¿Lo sabías?
Estaba mirando la hora.
—Tengo que largarme —dijo, y se levantó—. Me alegro de haberte visto.
Llamó al barman y le dijo que le cobrara lo suyo.
—Oye -—le dije antes de que se fuera—. Tu padre, ¿te ha sicoanalizado a
ti alguna vez?
—¿A mí? ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Di, ¿te ha sicoanalizado?
—No exactamente. Me ha ayudado hasta cierto punto a adaptarme, pero
no ha considerado necesario llevar a cabo un análisis en profundidad. ¿Por
qué lo preguntas?
—Por nada. Sólo por curiosidad.
—Bueno. Que te diviertas —dijo. Estaba dejando la propina y se disponía
a marcharse.
—Toma una copa más —le dije—. Por favor. Tengo una depresión
horrible. Me siento muy solo, de verdad.
Me contestó que no podía quedarse porque era muy tarde, y se fue. ¡Qué
tío el tal Luce! No había quien le aguantara, pero la verdad es que se
expresaba estupendamente. Cuando estábamos en Whooton él era el que
tenía mejor vocabulario de todo el colegio. De verdad. Nos hicieron un
examen y todo.
Capítulo 20
Me quedé sentado en la barra emborrachándome y esperando a ver si
salían Tina y Janine a hacer sus tontadas, pero ya no trabajaban allí. Salieron
en cambio un tipo con el pelo ondulado y pinta de maricón que tocaba el
piano, y una chica nueva que se llamaba Valencia y que cantaba. No es que
fuera una diva, pero lo hacía mejor que Janine y por lo menos había elegido
unas canciones muy bonitas. El piano estaba junto a la barra y yo tenía a
Valencia prácticamente a mi lado. Le eché unas cuantas miradas
insinuantes, pero no me hizo ni caso. En circunstancias normales no me
habría atrevido a hacerlo, pero aquella noche me estaba emborrachando a
base de bien. Cuando acabó, se largó a tal velocidad que no me dio tiempo
siquiera a invitarla, así que llamé al camarero y le dije que le preguntara si
quería tomar una copa conmigo. Me dijo que bueno, pero estoy seguro de
que no le dio el recado. La gente nunca da recados a nadie.
¡Jo! Seguí sentado en aquella barra al menos hasta la una,
emborrachándome como un imbécil. Apenas veía nada. Me anduve con
mucho cuidado, eso sí, de no meterme con nadie. No quería que el barman
se fijara en mí y se le ocurriera preguntarme qué edad tenía. Pero, ¡jo!, de
verdad que no veía nada. Cuando me emborraché del todo empecé otra vez a
hacer el indio, como si me hubieran encajado un disparo. Era el único tío en
todo el bar que tenía una bala alojada en el estómago. Me puse una mano
bajo la chaqueta para impedir que la sangre cayera por el suelo. No quería
que nadie se diera cuenta de que estaba herido. Quería ocultar que era un
pobre diablo destinado a morir. Al final me entraron ganas de llamar a Jane
para ver si estaba en casa, así que pagué y me fui adonde estaban los
teléfonos. Seguía con la mano puesta debajo de la chaqueta para retener la
sangre. ¡Jo! ¡Vaya tranca que llevaba encima!
No sé qué pasó, pero en cuanto entré en la cabina se me pasaron las ganas
de llamar a Jane. Supongo que estaba demasiado borracho. Así que decidí
llamar a Sally Hayes. Tuve que marcar como veinte veces para acertar con
el número. ¡Jo! ¡No veía nada!
—Oiga —dije cuando contestaron al teléfono. Creo que hablaba a gritos
de lo borracho que estaba.
—¿Quién es? —dijo una voz de mujer en un tono la mar de frío.
—Soy Holden Caulfield. Quiero hablar con Sally, por favor.
—Sally está durmiendo. Soy su abuela. ¿Por qué llamas a estas horas,
Holden? ¿Tienes idea de lo tarde que es?
—Sí, pero quiero hablar con Sally. Es muy importante. Dígale que se
ponga.
—Sally está durmiendo, jovencito. Llámala mañana. Buenas noches.
—Despiértela. Despiértela. Ande, sea buena.
Luego sonó una voz diferente.
—Hola, Holden —era Sally—. ¿Qué te ha dado?
—¿Sally? ¿Eres tú?
—Sí. Y deja de gritar. ¿Estás borracho?
—Sí. Escucha. Iré en Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré a adornar el
árbol, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Sally?
—Sí. Estás borracho. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? No estarás
solo, ¿no?
—Sally, iré a ayudarte a poner el árbol, ¿de acuerdo?
—Sí. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? ¿Estás con alguien?
—No, estoy solo.
¡Jo! ¡Qué borrachera tenía! Seguía sujetándome el estómago.
—Me han herido. Han sido los de la banda de Rock, ¿sabes? Sally, ¿me
oyes?
—No te oigo. Vete a la cama. Tengo que dejarte. Llámame mañana.
—Oye Sally, ¿quieres que te ayude a adornar el árbol? ¿Quieres, o no?
—Sí. Ahora, buenas noches. Vete a casa y métete en la cama.
Y me colgó.
—Buenas noches. Buenas noches, Sally, cariño, amor mío— le dije. ¿Se
dan cuenta de lo borracho que estaba? Colgué yo también. Me imaginé que
había salido con algún tío y acababa de volver a casa. Me la imaginé con los
Lunt y ese cretino de Andover, nadando todos ellos en una tetera, diciendo
unas cosas ingeniosísimas, y actuando todos de una manera falsísima. Ojalá
no la hubiera llamado. Cuando me emborracho no sé ni lo que hago.
Me quedé un buen rato en aquella cabina. Seguía aferrado al teléfono para
no caer al suelo. Si quieren que les diga la verdad no me sentía muy bien. Al
final me fui dando traspiés hasta el servicio. Llené uno de los lavabos y
hundí en él la cabeza hasta las orejas. Cuando la saqué no me molesté
siquiera en secarme el agua. Dejé que la muy puñetera me chorreara por el
cuello. Luego me acerqué a un radiador que había junto a la ventana y me
senté. Estaba calentito. Me vino muy bien porque yo tiritaba como un
condenado. Tiene gracia, cada vez que me emborracho me da por tiritar.
Como no tenía nada mejor que hacer, me quedé sentado en el radiador
contando las baldosas blancas del suelo. Estaba empapado. El agua me
chorreaba a litros por el cuello mojándome la camisa y la corbata, pero no
me importaba. Estaba tan borracho que me daba igual. Al poco rato entró el
tío que tocaba el piano, el maricón de las ondas. Mientras se peinaba sus
rizos dorados, hablamos un poco, pero no estuvo muy amable que digamos.
—Oiga, ¿va a ver a Valencia cuando vuelva al bar? —le dije.
—Es altamente probable —me contestó. Era la mar de ingenioso. Siempre
me tengo que tropezar con tíos así.
—Dígale que me ha gustado mucho. Y pregúntele si el imbécil del
camarero le ha dado mi recado, ¿quiere?
—¿Por qué no se va a casita, amigo? ¿Cuántos años tiene?
—Ochenta y seis. Oiga, no se olvide de decirle que me gusta mucho, ¿eh?
—¿Por qué no se va a casa?
—Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien toca usted el piano! —le dije. Era pura coba
porque la verdad es que lo aporreaba—. Debería tocar en la radio. Un tío tan
guapo como usted... con esos bucles de oro. ¿No necesita un agente?
—Váyase a casa, amigo, como un niño bueno. Váyase a casa y métase en
la cama.
—No tengo adonde ir. Se lo digo en serio, ¿necesita un agente?
No me contestó. Acabó de acicalarse y se fue. Como Stradlater. Todos
esos tíos guapos son iguales. En cuanto acaban de peinarse sus rizos se van
y te dejan en la estacada.
Cuando al final me levanté para ir al guardarropa, estaba llorando. No sé
por qué. Supongo que porque me sentía muy solo y muy deprimido. Cuando
llegué al guardarropa no pude encontrar mi ficha, pero la empleada estuvo
muy simpática y me dio mi abrigo y mi disco de Litile Shirley Beans que
aún llevaba conmigo. Le di un dólar por ser tan amable, pero no quiso
aceptarlo. Me dijo que me fuera a casa y me metiera en la cama. Quise
esperarla hasta que saliera de trabajar, pero no me dejó. Me aseguró que
tenía edad suficiente para ser mi madre. Le enseñé todo el pelo gris que
tengo en el lado derecho de la cabeza y le dije que tenía cuarenta y dos años.
Naturalmente era todo en broma, pero ella estuvo muy amable. Luego le
mostré la gorra de caza roja y le gustó mucho. Me obligó a ponérmela antes
de salir porque tenía todavía el pelo empapado. Parecía muy buena persona.
Cuando salí me despejé un poco, pero hacía mucho frío y empecé a tiritar.
No podía parar. Me fui hasta Madison Avenue y me puse a esperar el
autobús porque me quedaba muy poco dinero y quería empezar a
economizar. Pero de pronto me di cuenta de que no quería ir en autobús.
Además, no sabía hacia dónde tirar. Al final eché a andar en dirección al
parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver si los patos seguían allí o
no. Aún no había podido averiguarlo, así que como no estaba muy lejos y no
tenía adonde ir, decidí darme una vuelta por ese lugar. Ni siquiera sabía
dónde iba a dormir. No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprimido.
Al entrar en el parque me pasó una cosa horrible. Se me cayó al suelo el
disco de Phoebe y se hizo mil pedazos. Estaba dentro de su funda, pero se
rompió igual. Me dio tanta pena que estuve a punto de echarme a llorar.
Recogí todos los pedazos y me los metí en el bolsillo del abrigo. Ya no
servían para nada pero no quise tirarlos. Luego entré en el parque. ¡Jo! ¡Qué
oscuro estaba!
He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central Park
como la palma de la mano porque de pequeño iba allí todos los días a
patinar y a montar en bicicleta, pero aquella noche me costó un trabajo
horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba —muy cerca de
Central Park South—, pero no acertaba a encontrarlo. Debía estar más
borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar. Cada vez se iba
poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo. En todo el tiempo que
estuve en el parque no vi ni un alma. Por suerte, porque les confieso que si
me hubiera topado con alguien, habría corrido como una milla entera sin
parar. Al final encontré el lago. Estaba helado sólo a medias, pero no vi
ningún pato. Di toda la vuelta alrededor —por cierto casi me caigo al
agua—, pero de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo en la
hierba al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. Pero,
como les digo, no vi ni uno.
Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro. ¡Jo!
Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de caza, tenía el pelo
lleno de trozos de hielo. Aquello me preocupó. Probablemente cogería una
pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme muerto y a todos los millones
de cretinos que acudirían a mi entierro. Vendrían mi abuelo, el que vive en
Detroit y va leyendo en voz alta los nombres de todas las calles cuando vas
con él en el autobús, y mis tías —tengo como cincuenta—, y los idiotas de
mis primos. Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué hatajo
de imbéciles eran. Según me contó D.B., una de mis tías, la que tiene una
halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo diciendo que daba
gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui. Estaba en el
hospital por eso que les conté de lo que me había hecho en la mano. Pero,
volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato sentado en aquel banco
preocupado por los trocitos de hielo y pensando que iba a morirme. Lo
sentía muchísimo por mis padres, sobre todo por mi madre, que aún no se ha
recuperado de la muerte de Allie. Me la imaginé sin saber qué hacer con mi
ropa, y mi equipo de deporte, y todas mis cosas. Lo único que me consolaba
es que no dejarían a Phoebe venir a mi entierro porque aún era una cría. Esa
fue la única cosa que me animó. Después me los imaginé metiéndome en
una tumba horrible con mi nombre escrito en la lápida y todo. Me dejarían
allí rodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena te la hacen cuando te mueres! Espero
que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido suficiente como
para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos que me dejen en un
cementerio. Eso de que vengan todos los domingos a ponerte ramos de
flores en el estómago y todas esas puñetas... ¿Quién necesita flores cuando
ya se ha muerto? Nadie.
Cuando hace buen tiempo, mis padres suelen ir a dejar flores en la tumba
de Allie. Yo fui con ellos unas cuantas veces pero después no quise volver
más. No me gusta verle en el cementerio rodeado de muertos y de losas.
Cuando hace sol aún lo aguanto, pero dos veces empezó a llover mientras
estábamos allí. Fue horrible. El agua empezó a caer sobre su tumba
empapando la hierba que tiene sobre el estómago. Llovía muchísimo y la
gente que había en el cementerio empezó a correr hacia los coches. Aquello
fue lo que más me reventó. Todos podían meterse en su automóvil, y poner
la radio, y después irse a cenar a un restaurante menos Allie. No pude
soportarlo. Ya sé que lo que está en el cementerio es sólo su cuerpo y que su
espíritu está en el Cielo y todo eso, pero no pude aguantarlo. Daría cualquier
cosa porque no estuviera allí. Claro, ustedes no le conocían. Si le hubieran
conocido entenderían lo que quiero decir. Cuando hace sol puede pasar,
pero el sol no sale más que cuando le da la gana.
Al cabo de un rato, para dejar de pensar en pulmonías y cosas de esas,
saqué el dinero que me quedaba y me puse a contarlo a la poca luz que daba
la farola. No me quedaban más que tres billetes de un dólar, cinco monedas
de veinticinco centavos, y una de cinco. ¡Jo! Desde que había salido de
Pencey había gastado una verdadera fortuna. Me acerqué al lago y tiré las
monedas en la parte que no estaba helada. No sé por qué lo hice. Supongo
que para dejar de pensar en que me iba a morir. Pero no me sirvió de nada.
De pronto se me ocurrió qué haría la pobre Phoebe si me diera una
pulmonía y la diñara. Era una tontería, pero no podía sacármelo de la
cabeza. Supongo que se llevaría un disgusto terrible. Me quiere mucho. De
verdad. No podía dejar de pensar en ello, así que decidí colarme en casa sin
que nadie me viera y verla por si acaso luego me moría. Tenía la llave de la
puerta. Podía entrar a escondidas y hablar un rato con ella. Lo único que me
preocupaba era que la puerta principal chirría como loca. Es una casa de
pisos bastante vieja. El administrador es un vago y todo cruje y rechina que
es un gusto. Pero aun así, me decidí a intentarlo.
Salí del parque y me fui a casa. Anduve todo el camino. No estaba muy
lejos y además no me sentía ni cansado ni borracho. Sólo hacía un frío
terrible y no se veía un alma.
Capítulo 21
Hacía años que no tenía tanta suerte. Cuando llegué a casa, Pete, el
ascensorista, no estaba. Le sustituía un tipo nuevo que no me conocía de
nada, así que, si no me tropezaba con mis padres, podría ver a Phoebe sin
que nadie se enterara siquiera de mi visita. La verdad es que fue una suerte
tremenda. Y para que todo me saliera redondo, el ascensorista era más bien
estúpido. Le dije con una voz de lo más natural que me subiera al piso de los
Dickstein, que son los vecinos de enfrente de mis padres. Luego me quité la
gorra de caza para no parecer sospechoso y me metí corriendo en el
ascensor como si tuviera una prisa horrorosa. El ascensorista había cerrado
ya las puertas, cuando de pronto se volvió y me dijo:
—No están. Han subido a una fiesta en el piso catorce.
—No importa —le contesté. Me han dicho que les espere. Soy su sobrino.
Me lanzó una mirada de duda.
—Mejor será que espere en el vestíbulo, amigo.
—No me importaría —le dije—. Pero estoy mal de una pierna y tengo
que tenerla siempre en cierta posición. Me sentaré en la silla que tienen al
lado de la puerta.
No entendió una sola palabra de lo que le dije, así que se limitó a
contestar: «¡Ah!», y me subió. ¡Vaya tío listo que soy! La verdad es que no
hay nada como decir algo que nadie entienda para que todos hagan lo que te
dé la gana.
Salí del ascensor cojeando como un condenado y eché a andar hacia el
piso de los Dickstein. Luego, cuando oí que se cerraba el ascensor, me volví
hacia nuestra puerta. Por ahora todo iba bien. Hasta se me había pasado la
borrachera. Saqué la llave y abrí con muchísimo cuidado de no hacer ruido.
Entré muy despacito y volví a cerrar. Debería dedicarme a ladrón.
El recibidor estaba en tinieblas y, naturalmente, no podía dar la luz. Tuve
que andar con mucho cuidado para no tropezar con nada y armar un
escándalo. Inmediatamente supe que estaba en casa. Nuestro recibidor huele
como ninguna otra parte del mundo. No sé a qué. No es ni a coliflor ni a
perfume, pero se nota en seguida que uno está en casa. Empecé a quitarme
el abrigo para colgarlo en el armario, pero luego me acordé de que las
perchas hacían un ruido terrible y me lo dejé puesto. Eché a andar muy
despacito hacia el cuarto de Phoebe. Sabía que la criada no me sentiría
porque no oye muy bien. Una vez me contó que de pequeña un hermano
suyo le había metido una paja por un oído. La verdad es que estaba bastante
sorda. Pero lo que es mis padres, especialmente mi madre, tienen un oído de
tísico, así que tuve mucho cuidado al pasar por delante de la puerta de su
cuarto. Hasta contuve el aliento. A mi padre, cuando duerme, se le puede
partir una silla en la cabeza y ni se entera, pero basta con que alguien tosa en
Siberia para que mi madre se despierte. Es nerviosísima. Se pasa la mitad de
la noche levantada fumando un cigarrillo tras otro.
Tardé como una hora en llegar hasta el cuarto de Phoebe, pero cuando
abrí la puerta no la vi. Se me había olvidado que cuando D.B. está en
Hollywood, ella se va a dormir a su habitación. Le gusta porque es la más
grande de toda la casa y porque tiene un escritorio inmenso que le compró
mi hermano a una alcohólica de Filadelfia, y una cama que no sé de dónde
habrá sacado pero que mide como diez millas de larga por otras diez de
ancha. Pero, como les iba diciendo, a Phoebe le encanta dormir en el cuarto
de D.B. cuando está fuera y él la deja. No se la imaginan haciendo sus tareas
en ese escritorio que es como una plaza de toros. Ni se la ve. Pero ése es el
tipo de cosas que a ella le vuelven loca. Dice que su cuarto no le gusta
porque es muy pequeño, que necesita expandirse. Me hace una gracia
horrorosa. ¿Qué tendría que expandir Phoebe? Nada.
Pero, como les decía, entré en el cuarto de D.B. y encendí la luz sin
despertar a Phoebe. La miré un buen rato. Estaba dormida con la cabeza
apoyada en la almohada y tenía la boca abierta. Tiene gracia. Los mayores
resultan horribles cuando duermen así, pero los niños no. A los niños da
gusto verlos dormidos. Aunque tengan la almohada llena de saliva no
importa nada.
Me paseé por la habitación sin hacer ruido, mirándolo todo. Al fin me
sentía completamente a gusto. Ya no pensaba siquiera en que iba a morirme
de pulmonía. Simplemente me encontraba bien. En una silla que había al
lado de la cama estaba la ropa de Phoebe. Para ser tan cría es la mar de
cuidadosa. No se parece nada a esos niños que dejan todas sus cosas
desparramadas por ahí. Ella es muy ordenada. En el respaldo había colgado
la chaqueta de un traje marrón que le había comprado mi madre en Canadá.
Sobre el asiento había puesto la blusa y el resto de sus cosas. Debajo, muy
colocaditos el uno junto al otro, estaban sus zapatos con los calcetines
dentro. Era la primera vez que los veía. Debían ser nuevos. Eran unos
mocasines, muy parecidos a los que yo tengo, que iban perfectamente con el
traje marrón. Mi madre la viste muy bien. De verdad. Para algunas cosas
tiene un gusto estupendo. No sabe comprar patines ni nada por el estilo,
pero para eso de los vestidos es estupenda. Phoebe lleva siempre unos
modelos que te dejan bizco. La mayoría de las crías de su edad, por mucho
dinero que tengan sus padres, van por lo general hechas unos adefesios. En
cambio, no se imaginan cómo iba Phoebe con ese traje que le había traído
mi madre de Canadá. En serio.
Me senté en el escritorio de D.B. y me puse a mirar Jo que había encima.
Eran las cosas de Phoebe del colegio. Sobre todo libros. El que estaba
encima de todo el montón se llamaba, La aritmética es divertida. Lo abrí y
miré la primera página donde Phoebe había escrito:
Phoebe Weatherfield Caulfield 4 B-l
Aquello me hizo muchísima gracia. ¡Qué trasto de niña! Se llama Phoebe
Josephine, no Phoebe Weatherfield. Pero a ella eso del Josephine no le gusta
nada. Cada vez que la veo se ha inventado un nombre nuevo. El libro que
había debajo del de matemática era el de geografía, y el tercero el de
ortografía. Para la ortografía es un genio. Se le dan bien todas las
asignaturas, pero sobre todo ésa. Debajo de los libros había un cuaderno.
Tiene como cinco mil. Lo abrí y miré la primera página. Había escrito:
Bernice, habla conmigo en el recreo. Tengo algo muy importante que
decirte.
Eso es todo lo que había en la primera página. En la segunda decía:
¿Por qué hay tantas fábricas de conservas en el sureste de Alaska?
Porque hay mucho salmón.
¿Por qué hay allí unos bosques tan extensos y valiosos?
Porque tiene el clima adecuado para ellos.
¿Qué ha hecho nuestro gobierno para ayudar al esquimal de Alaska?
Averiguarlo para mañana.
Phoebe Weatherfield Caulfield
Phoebe Weatherfield Caulfield
Phoebe Weatherfield Caulfield
Phoebe W. Caulfield
Sr. D. Phoebe Weatherfield Caulfield
¡Por favor, pásale esto a Shirley!
Shirley, dijiste que eras sagitario, pero no eres más que tauro. Tráete
los patines cuando vengas a casa.
Me leí el cuaderno entero sin levantarme del escritorio de D.B. No me
llevó mucho tiempo y además puedo pasarme horas y horas leyendo
cuadernos de críos, de Phoebe o de cualquier otro. Me encantan. Luego
encendí un cigarrillo, el último que me quedaba. Debía haberme fumado ese
día como tres cartones. Al final la desperté. No podía seguir sentado en
aquel escritorio el resto de mi vida y además me entró miedo de que me
descubrieran mis padres sin que me hubiera dado tiempo a decirle hola
siquiera. Así que la desperté.
No me costó ningún trabajo. A Phoebe no hace falta gritarle ni nada por el
estilo. Basta con sentarse en su cama y decirle «Despierta, Phoebe», y ¡zas!,
ya se ha despertado.
—¡Holden! —dijo enseguida, y me echó los brazos al cuello. Para la edad
que tiene es muy cariñosa. A veces hasta demasiado. Le dí un beso mientras
me decía:
—¿Cuándo has llegado a casa? —estaba contentísima de verme. Se le
notaba.
—No grites. Ahora mismo. ¿Cómo estás?
—Muy bien. ¿Has recibido mi carta? Te escribí cinco páginas...
—Sí. Oye, baja la voz. Gracias.
Es cierto que me había escrito una carta que yo no había podido contestar.
En ella me contaba que iban a hacer una función en el colegio y me pedía
que no quedara con nadie para ese viernes porque quería que fuera a verla.
—¿Qué tal va la función? —le pregunté—. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Cuadro navideño para americanos. Es malísima, pero yo hago de
Benedict Arnold. Es casi el papel más importante.
¡Jo! Tenía los ojos abiertos de par en par. Cuando le cuenta a uno cosas de
ésas se pone nerviosísima.
—Empieza cuando yo me estoy muriendo una Nochebuena y viene un
fantasma y me pregunta si no me da vergüenza. Ya sabes, haber traicionado
a mi país y todo eso. ¿Vas a venir? —estaba sentada en la cama—. Por eso
te escribí. ¿Vendrás?
—Claro que sí. No me lo perderé.
—Papá no puede. Tiene que ir a California —me dijo.
¡Jo! ¡No estaba poco despierta! En dos segundos se le pasa todo el sueño.
Estaba medio sentada medio arrodillada en la cama, y me había cogido una
mano.
—Oye, mamá dijo que no llegarías hasta el miércoles.
—Pero me dejaron salir antes. Y no grites tanto. Vas a despertar a todo el
mundo.
—¿Qué hora es? Dijeron que no volverían hasta muy tarde. Han ido a
Norwalk a una fiesta. ¡Adivina lo que he hecho esta tarde! ¿A que no sabes
qué película he visto? ¡Adivina!
—No lo sé. Oye, ¿no dijeron a qué hora...?
—Se llamaba El doctor —siguió Phoebe—, y era una película especial
que ponían en la Fundación Lister. Sólo hoy. Es la historia de un médico de
Kentucky que asfixia con una manta a un niño que está paralítico y no puede
andar. Luego le meten en la cárcel y todo. Es estupenda.
—Escucha un momento. ¿No dijeron a qué hora...?
—Al médico le da mucha pena y por eso le mata. Luego le condenan a
cadena perpetua, pero el niño se le aparece todo el tiempo para darle las
gracias por lo que ha hecho. Había matado por piedad, pero él sabe que
merece ir a la cárcel porque un médico no debe quitar la vida que es un don
de Dios. Nos llevó la madre de una niña de mi clase, Alice Holmborg. Es mi
mejor amiga. La única del mundo entero que...
—Para el carro, ¿quieres? —le dije—. Te estoy haciendo una pregunta.
¿Dijeron a qué hora volverían, o no?
—No, sólo que sería tarde. Se fueron en el coche para no tener que
preocuparse por los trenes. Le han puesto una radio, pero mamá dice que no
se oye por el tráfico.
Aquello me tranquilizó un poco. Por otra parte empezó a dejar de
preocuparme que me encontraran en casa o no. Pensé que, después de todo,
daba igual. Si me pillaban, asunto concluido.
No se imaginan lo graciosa que estaba Phoebe. Llevaba un pijama azul
con elefantes rojos en el cuello. Los elefantes le vuelven loca.
—Así que la película era buena, ¿eh?
—Muy buena, sólo que Alice estaba un poco acatarrada y su madre no
hacía más que preguntarle cómo se encontraba. En lo mejor de la película se
te echaba encima para ver si tenía fiebre. Le ponía a una nerviosa.
Luego le dije:
—Oye, te había comprado un disco, pero se me ha roto al venir para acá.
Saqué los trozos del bolsillo y se los enseñé,
—Estaba borracho —le dije.
—Dame los pedazos. Los guardaré.
Me los quitó de la mano y los metió en el cajón de la mesilla de noche. Es
divertidísima.
—¿Va a venir D.B. para Navidad? —le pregunté.
—Mamá ha dicho que no sabe. Que depende. A lo mejor tiene que
quedarse en Hollywood para escribir un guión sobre Annapolis.
—¿Sobre Annapolis? ¡No me digas!
—Es una historia de amor. Y ¿sabes quiénes van a ser los protagonistas?
¿Qué artistas de cine? Adivina.
—No me importa. Nada menos que sobre Annapolis. Pero, ¿qué sabe
D.B. sobre la Academia Naval? ¿Qué tiene que ver eso con el tipo de
cuentos que él escribe? —le dije. ¡Jo! Esas cosas me sacan de quicio.
¡Maldito Hollywood!— ¿Qué te has hecho en el brazo? —le pregunté. El
pijama era de esos sin mangas y vi que llevaba una tirita de esparadrapo.
—Un chico de mi clase, Curtis Weintraub, me empujó cuando bajábamos
la escalinata del parque —me dijo—. ¿Quieres verlo?
Empezó a despegarse la tirita.
—Déjalo. ¿Por qué te empujó?
—No sé. Creo que me odia —dijo Phoebe—. Selma Atterbury y yo
siempre le estamos manchando el anorak con tinta y cosas así.
—Eso no está bien. Ya no tienes edad de hacer tonterías.
—Ya sé, pero cada vez que voy al parque me sigue por todas partes. No
me deja en paz. Me pone nerviosa.
—Probablemente porque le gustas. Además, esa no es razón para
mancharle...
—No quiero gustarle —me dijo. Luego empezó a mirarme con una
expresión muy rara—. Holden, ¿cómo es que has vuelto antes del
miércoles?
—¿Qué?
¡Jo! ¡El cuidado que había que tener con ella! No se imaginan lo lista que
es.
—¿Cómo es que has venido antes del miércoles? —volvió a
preguntarme—. No te habrán echado, ¿verdad?
—Ya te he dicho que nos dejaron salir antes. Decidieron...
—¡Te han echado! ¡Te han echado! —dijo Phoebe. Me pegó un puñetazo
en la pierna. Cuando le da la ventolera te atiza unos puñetazos de miedo—.
¡Te han echado! ¡Holden! —se había llevado la mano a la boca y todo. Es
de lo más sensible. Lo juro.
—¿Quién dice que me hayan echado? Yo no he...
—Te han echado. Te han echado.
Luego me largó otro puñetazo. No saben cómo dolían.
—Papá va a matarte —dijo. Se tiró de bruces sobre la cama y se tapó la
cabeza con la almohada. Es una cosa que hace bastante a menudo. A veces
se pone como loca.
—Ya vale —le dije—. No va a pasar nada. Papá no va a... Vamos,
Phoebe, quítate eso de la cara. Nadie va a matarme.
Pero no quiso destaparse. Cuando se empeña en una cosa, no hay quien
pueda con ella. Siguió repitiendo:
—Papá va a matarte. Papá va a matarte —apenas se le entendía con la
almohada sobre la cabeza.
—No va a matarme. Piensa un poco. Para empezar voy a largarme de aquí
una temporada. Buscaré trabajo en el Oeste. La abuela de un amigo mío
tiene un rancho en Colorado. Le pediré un empleo —le dije—. Si voy, te
escribiré desde allí. Venga, quítate esa almohada de la cara. ¡Vamos,
Phoebe! Por favor. ¿Quieres quitártela?
No me hizo caso. Traté de arrancársela pero no pude porque tiene
muchísima fuerza. Se cansa uno de forcejear con ella. ¡Jo! ¡Qué tía! Cuando
se le mete una cosa en la cabeza...
—Phoebe, por favor, sal de ahí —le dije—. Vamos. ¡Eh, Weatherfield!
¡Sal de ahí!
Pero como si nada. A veces no hay modo de razonar con ella. Al final fui
al salón, cogí unos cigarrillos de la caja que había sobre la mesa, y me los
metí en el bolsillo. Se me habían terminado.
Capítulo 22
Cuando volví, Phoebe se había quitado la almohada de la cabeza —sabía
que al final lo haría—, pero, aunque ahora estaba echada boca arriba,
todavía se negaba a mirarme. Cuando me acerqué y me senté en su cama
volvió la cara hacia el otro lado. Me hacía el vacío total. Como el equipo de
esgrima de Pencey cuando se me olvidaron los floretes en el metro.
—¿Cómo está Hazel Weatherfield? —le pregunté—. ¿Has escrito algún
cuento más sobre ella? Tengo en la maleta el que me mandaste. Está en la
estación. Es muy bueno.
—Papá te matará.
¡Jo! ¡Qué terca es la tía!
—No, no me matará. A lo más me echará una buena regañina y me
mandará a una de esas escuelas militares que no hay quien aguante. Ya lo
verás. Además, para empezar no voy a estar en casa. Me iré a Colorado, al
rancho que te he dicho.
—¡No me hagas reír! Pero si ni siquiera sabes montar a caballo.
—¿Cómo que no? Claro que sí. Además eso se aprende en dos minutos.
Es facilísimo —le dije—. Déjate eso.
Se estaba hurgando la tira de esparadrapo.
—¿Quién te ha cortado el pelo? —acababa de darme cuenta de que le
habían hecho un corte de pelo horrible. Se lo habían dejado demasiado
corto.
—¡A ti que te importa!
A veces se pone la mar de grosera.
—Supongo que te habrán suspendido otra vez en todas las asignaturas —
continuó de lo más descarada. A veces tiene gracia. Más que una niña
parece una maestra de escuela.
—No es verdad —le dije—. Me han aprobado en Lengua y Literatura.
Luego, por jugar un poco, le di un pellizco en el trasero que se le había
quedado al aire. Apenas tenía nada. Quiso pegarme en la mano, pero no
acertó.
De pronto, me dijo:
—¿Por qué lo has hecho? —se refería a que me hubieran expulsado. Pero
me lo preguntó de un modo que me dio pena.
—¡Por Dios, Phoebe! No me digas eso. Estoy harto de que me lo pregunte
todo el mundo —le dije—. Por miles de razones. Es uno de los colegios
peores que he conocido. Estaba lleno de unos tíos falsísimos. En mi vida he
visto peor gente. Por ejemplo, si había un grupo reunido en una habitación y
quería entrar uno, a lo mejor no le dejaban sólo porque era un rollazo o
porque tenía granos. En cuanto querías entrar a algún cuarto te cerraban la
puerta en las narices. Tenían una sociedad secreta en la que ingresé sólo por
miedo, pero había un chico que se llamaba Robert Ackley y que quería
pertenecer a ella. Pues no le dejaron porque era pesadísimo y tenía acné. No
quiero ni acordarme de todo eso. Era un colegio asqueroso. Créeme.
Phoebe no dijo nada, pero me escuchaba muy atenta. Se le notaba en la
nuca. Da gusto porque siempre presta atención cuando uno le habla. Y lo
más gracioso es que casi siempre entiende perfectamente lo que uno quiere
decir. De verdad.
Seguí hablándole de Pencey. De pronto me apetecía.
—Hasta los profesores más pasables del colegio eran también falsísimos.
Había uno, un vejete que se llamaba Spencer. Su mujer nos daba siempre
chocolate y de verdad que eran muy buena gente. Pues no te imaginas un día
que Thurmer, el director, entró en la clase de historia y se sentó en la fila de
atrás. Siempre iba a todas las clases y se sentaba detrás de todo, como si
fuera de incógnito o algo así. Pues aquel día vino y al rato empezó a
interrumpir al profesor con unos chistes malísimos. Spencer hacía como si
se partiera de risa y luego no hacía más que sonreírle como si Thurmer fuera
una especie de dios del Olimpo o algo así.
—No digas palabrotas.
—Daban ganas de vomitar, de verdad —le dije—. Y luego el día de los
Antiguos. En Pencey hay un día en que los antiguos alumnos, los que
salieron del colegio en 1776 o por ahí, vienen y se pasean por todo el
edificio con sus mujeres y sus hijos y todo el familión. No te imaginas lo
que es eso. Un tío como de cincuenta años llamó a la puerta de nuestra
habitación y nos preguntó si podía pasar al baño. Estaba al final del pasillo,
o sea que no sé por qué tuvo que pedirnos permiso a nosotros. ¿Sabes lo que
nos dijo? Que quería ver si aún estaban sus iniciales en la puerta de uno de
los retretes. Las había grabado hacía como veinte años y quería ver si
seguían allí. Así que mi compañero de cuarto y yo tuvimos que acompañarle
y esperar de pie a que revisara la dichosa puerta de arriba a abajo. Mientras
tanto nos dijo cincuenta veces que los días que había pasado en Pencey
habían sido los más felices de toda su vida y no paró de darnos consejos
para el futuro y todo eso. ¡Jo! ¡Cómo me deprimió aquel tío! No es que
fuera mala persona, de verdad. Pero es que no hace falta ser mala persona
para destrozarle a uno. Puedes ser una persona estupenda y dejar a un tío
deshecho; No tienes más que darle un montón de consejos mientras buscas
tus iniciales en la puerta de un retrete. Eso es todo. No sé, a lo mejor no me
habría deprimido tanto si hubiera jadeado un poco menos. Pero se había
quedado sin aliento al subir las escaleras y todo el rato que estuvo buscando
sus iniciales se lo pasó jadeando sin parar. Las aletas de la nariz se le
movían de una manera tristísima mientras nos decía a Stradlater y a mí que
aprendiéramos en el colegio todo lo que pudiéramos. ¡Dios mío, Phoebe!
¡No puedo explicártelo! No aguantaba Pencey, pero no puedo explicarte por
qué.
Phoebe dijo algo pero no pude entenderla. Tenía media boca aplastada
contra la almohada y no la oía.
—¿Qué? —le dije—. Saca la boca de ahí. No te entiendo.
—Que a ti nunca te gusta nada.
Aquello me deprimió aún más.
—Hay cosas que me gustan. Claro que sí. No digas eso. ¿Por qué lo
dices?
—Porque es verdad. No te gusta ningún colegio, no te gusta nada de nada.
Nada.
—¿Cómo que no? Ahí es donde te equivocas. Ahí es precisamente donde
te equivocas. ¿Por qué tienes que decir eso? —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me estaba
deprimiendo!
—Porque es la verdad. Di una sola cosa que te guste.
—¿Una sola cosa? Bueno.
Lo que me pasaba es que no podía concentrarme. A veces cuesta
muchísimo trabajo.
—¿Una cosa que me guste mucho? —le pregunté.
No me contestó. Estaba hecha un ovillo al otro lado de la cama, como a
mil millas de distancia.
—Vamos, contéstame —le dije—. ¿Tiene que ser una cosa que guste
mucho, o basta con algo que me guste un poco?
—Una cosa que te guste mucho.
—Bien —le dije. Pero no podía concentrarme. Lo único que se me ocurría
eran aquellas dos monjas que iban por ahí pidiendo con sus cestas. Sobre
todo la de las gafas de montura de metal. Y un chico que había conocido en
Elkton Hills. Se llamaba James Castle y se negó a retirar lo que había dicho
de un tío insoportable, un tal Phil Stabile. Un día había comentado con otros
chicos que era un creído, y uno de los amigos de Stabile le fue corriendo con
el cuento. Phil Stabile se presentó con otros seis hijoputas en su cuarto,
cerraron la puerta con llave y trataron de obligarle a que retirara lo dicho,
pero Castle se negó. Le dieron una paliza tremenda. No les diré lo que le
hicieron porque es demasiado repugnante, pero el caso es que Castle siguió
sin retractarse. Era un tío delgadísimo y muy débil, con unas muñecas que
parecían lápices. Al final, antes de desdecirse, prefirió tirarse por la ventana.
Yo estaba en la ducha y oí el ruido que hizo al caer, pero creí que había sido
una radio, o un pupitre, o una cosa así, no una persona. Luego oí carreras
por el pasillo y tíos corriendo por las escaleras, así que me puse la bata, bajé,
y, tendido sobre la escalinata de la entrada, vi a James Castle. Estaba
muerto. Todo alrededor había desparramados dientes y manchas de sangre y
todo eso, y nadie se atrevía a acercarse siquiera. Llevaba puesto un jersey de
cuello alto que yo le había prestado. A los chicos que le habían pegado no
hicieron más que expulsarles. Ni siquiera los metieron en la cárcel.
Pues no se me ocurría nada más. Sólo las dos monjas con las que había
hablado durante el desayuno y ese chico que había conocido en Elkton Hills.
Lo más curioso es que a James Castle le había conocido poquísimo. Era un
tío muy callado. Estábamos en la misma clase de matemáticas, pero se
sentaba siempre al final de todo y nunca se levantaba ni para decir la
lección, ni para ir a la pizarra, ni nada. Creo que sólo hablé con él el día que
vino a preguntarme si le prestaba el jersey. Me quedé tan asombrado que por
poco me caí sentado. Recuerdo que estaba lavándome los dientes. El se
acercó y me dijo que iba a venir a verle un primo suyo para llevarle a dar un
paseo en coche. No sé siquiera ni cómo sabía que yo tenía un jersey de
cuello alto. Lo conocía porque iba delante de mí en la lista: Cabel, R.;
Cable, W.; Castle, J.; Caulfield. Todavía me acuerdo. Si quieren que les diga
la verdad, estuve a punto de no prestárselo. Sólo porque apenas le conocía.
—¿Qué dices? —le pregunté a Phoebe. Me había dicho algo, pero no la
había entendido.
—¿Ves como no hay una sola cosa que te guste?
—Sí hay. Claro que sí.
—¿Cuál?
—Me gusta Allie, y me gusta hacer lo que estoy haciendo ahora. Hablar
aquí contigo, y pensar en cosas, y...
—Allie está muerto. No vale. Si una persona está muerta y en el Cielo, no
vale...
—Ya lo sé que está muerto. ¿Te crees que no lo sé? Pero puedo quererle,
¿no? No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se
haya muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen
viviendo.
Phoebe no contestó. Cuando no se le ocurre nada que decir, se cierra
como una almeja.
—Además, ya te digo que también me gusta esto. Estar aquí sentado
contigo perdiendo el tiempo...
—Pero esto no es nada.
—Claro que sí. Claro que es algo. ¿Por qué no? La gente nunca le da
importancia a las cosas. ¡Maldita sea! Estoy harto.
—Deja de jurar y dime otra cosa. Dime por ejemplo qué te gustaría ser.
Científico o abogado o qué.
—Científico no. Para las ciencias soy un desastre.
—Entonces abogado como papá.
—Supongo que eso no estaría mal, pero no me gusta. Me gustaría si los
abogados fueran por ahí salvando de verdad vidas de tipos inocentes, pero
eso nunca lo hacen. Lo que hacen es ganar un montón de pasta, jugar al golf
y al bridge, comprarse coches, beber martinis secos y darse mucha
importancia. Además, si de verdad te. pones a defender a tíos inocentes,
¿cómo sabes que lo haces porque quieres salvarles la vida, o porque quieres
que todos te consideren un abogado estupendo y te den palmaditas en la
espalda y te feliciten los periodistas cuando acaba el juicio como pasa en
toda esa imbecilidad de películas? ¡Cómo sabes tú mismo que no te estás
mintiendo? Eso es lo malo, que nunca llegas a saberlo.
No sé si Phoebe entendía o no lo que quería decir porque es aún muy cría
para eso, pero al menos me escuchaba. Da gusto que le escuchen a uno.
—Papá va a matarte. Va a matarte —me dijo.
Pero no la oí. Estaba pensando en otra cosa. En una cosa absurda.
—¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad
si pudiera elegir?
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro
cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría...
—Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno»
—dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
—Ya sé que es un poema de Robert Burns.
Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre
el centeno», pero entonces no lo sabía.
—Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, pero,
verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un
campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay
nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi
trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a
correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que
me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el
centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me
gustaría hacer. Sé que es una locura.
Phoebe se quedó callada mucho tiempo. Luego, cuando al fin habló, sólo
dijo:
—Papá va a matarte.
—Por mí que lo haga —le dije. Me levanté de la cama porque quería
llamar al que había sido profesor mío de literatura en Elkton Hills, el señor
Antolini. Ahora vivía en Nueva York. Había dejado el colegio para ir a
enseñar a la Universidad—. Tengo que hacer una llamada —le dije a
Phoebe—. Enseguida vuelvo. No te duermas.
No quería que se durmiera mientras yo estaba en el salón. Sabía que no lo
haría, pero aun así se lo dije para asegurarme.
Mientras iba hacia la puerta, Phoebe me llamó:
—¡Holden!
Me volví. Se había sentado en la cama. Estaba guapísima.
—Una amiga mía, Phillis Margulis, me ha enseñado a eructarme —dijo—
. Escucha.
Escuché y oí algo, pero nada espectacular.
—Lo haces muy bien —le dije, y luego me fui al salón a llamar al señor
Antolini.
Capítulo 23
Hablé muy poco rato porque tenía miedo de que llegaran mis padres y me
pescaran con las manos en la masa. Pero tuve suerte. El señor Antolini
estuvo muy amable. Me dijo que si quería, vendría a buscarme
inmediatamente. Creo que les desperté a él y a su mujer porque tardaron
muchísimo en coger el teléfono. Lo primero que me preguntó fue que si me
pasaba algo grave y yo le contesté que no. Pero le dije que me habían
echado de Pencey. Pensé que era mejor que lo supiera cuanto antes. Me
dijo: «¡Vaya por Dios! ¡Buena la hemos hecho!». La verdad es que tenía
bastante sentido del humor. Me dijo también que si quería podía ir para allá
en seguida.
El señor Antolini es el mejor profesor que he tenido nunca. Es bastante
joven, un poco mayor que mi hermano D.B., y se puede bromear con él sin
perderle el respeto ni nada. El fue quien recogió el cuerpo de James Castle
cuando se tiró por la ventana. El señor Antolini se le acercó, le tomó el
pulso, se quitó el abrigo, cubrió el cadáver con él y lo llevó a la enfermería.
No le importó nada que el abrigo se le manchara todo de sangre.
Cuando volví a la habitación de D.B., Phoebe había puesto la radio.
Daban música de baile. Había bajado mucho el volumen para que no lo
oyera la criada. No se imaginan lo mona que estaba. Se había sentado sobre
la colcha en medio de la cama con las piernas cruzadas como si estuviera
haciendo yoga. Escuchaba la música. Me hizo una gracia horrorosa.
—Vamos —le dije—, ¿quieres bailar?
La enseñé cuando era pequeña y baila estupendamente. De mí no
aprendió más que unos cuantos pasos, el resto lo aprendió ella sola. Bailar
es una de esas cosas que se .lleva en la sangre.
—Pero llevas zapatos.
—Me los quitaré. Vamos.
Bajó de un salto de la cama, esperó a que me descalzara, y luego bailamos
un rato. Lo hace maravillosamente. Por lo general me revienta cuando los
mayores bailan con niños chicos, por ejemplo cuando va uno a un
restaurante y ve a un señor sacar a bailar a una niña. La cría no sabe dar un
paso y el señor le levanta todo él vestido por atrás, y resulta horrible. Por
eso Phoebe y yo nunca bailamos en público. Sólo hacemos un poco el indio
en casa. Además con ella es distinto porque sí sabe bailar. Te sigue hagas lo
que hagas. Si la aprieto bien fuerte, no importa que yo tenga las piernas
mucho más largas que ella. Y puedes hacer lo que quieras, dar unos pasos
bien difíciles, o inclinarte a un lado de pronto, o saltar como si fuera una
polka, lo mismo da, ella te sigue. Hasta puede con el tango.
Bailamos cuatro piezas. En los descansos me hace . muchísima gracia.
Se queda quieta en posición, esperando sin hablar ni nada. A mí me obliga a
hacer lo mismo hasta que la orquesta empieza a tocar otra vez. Está
divertidísima, pero no le deja a uno ni reírse ni nada.
Bueno, como les iba diciendo, bailamos cuatro piezas y luego Phoebe
quitó la radio. Volvió a subir a la cama de un salto y se metió entre las
sábanas.
—Estoy mejorando, ¿verdad? —me preguntó.
—Muchísimo —le dije. Volví a sentarme en la cama a su lado. Estaba
jadeando. De tanto fumar no podía ya ni respirar. Ella en cambio seguía
como si nada.
—Tócame la frente —dijo de pronto.
—¿Para qué?
—Tócamela. Sólo una vez.
Lo hice, pero no noté nada.
—¿No te parece que tengo fiebre?
—No. ¿Es que tienes?
—Sí. La estoy provocando. Tócamela otra vez.
Volví a ponerle la mano en la frente y tampoco sentí nada, pero le dije:
—Creo que ya empieza a subir —no quería que le entrara complejo de
inferioridad.
Asintió.
—Puedo hacer que suba muchísimo el ternómetro.
—Se dice «termómetro». ¿Quién te ha enseñado?
—Alice Homberg. Sólo tienes que cruzar las piernas, contener el aliento y
concentrarte en algo muy caliente como un radiador o algo así. Te arde tanto
la frente que hasta puedes quemarle la mano a alguien.
¡Qué risa! Retiré la mano corriendo como si me diera un miedo terrible.
—Gracias por avisarme —le dije.
—A ti no te habría quemado. Habría parado antes. ¡Chist!
Se sentó en la cama a toda velocidad. Me dio un susto de muerte.
—¡La puerta! —me dijo en un susurro—. Son ellos.
De un salto me acerqué al escritorio y apagué la luz. Aplasté la punta del
cigarrillo contra la suela de un zapato y me metí la colilla en el bolsillo.
Luego agité la mano en el aire para disipar un poco el humo. No debía haber
fumado. Cogí los zapatos, me metí en el armario y cerré la puerta. ¡Jo! El
corazón me latía como un condenado.
Sentí a mi madre entrar en la habitación.
—¿Phoebe? —dijo—. No te hagas la dormida. He visto la luz, señorita.
—Hola —dijo Phoebe—. No podía dormir. ¿Os habéis divertido?
—Muchísimo —dijo mi madre, pero se le notaba que no era verdad. No le
gustan mucho las fiestas—. Y ¿por qué estás despierta, señorita, si es que
puede saberse? ¿Tenías frío?
—No tenía frío. Es que no podía dormir.
—Phoebe, ¿has estado fumando? Dime la verdad.
—¿Qué? —dijo Phoebe.
—Ya me has oído.
—Encendí un cigarrillo un segundo. Sólo le di una pitada. Luego lo tiré
por la ventana.
—Y ¿puedes decirme por qué?
—No podía dormir.
—No me gusta que hagas eso, Phoebe. No me gusta nada —dijo mi
madre—. ¿Quieres que te ponga otra manta?
—No, gracias. Buenas noches —dijo Phoebe. Se le notaba que estaba
deseando que se fuera.
—¿Qué tal la película? —le preguntó mi madre.
—Estupenda. Sólo que la madre de Alice se pasó todo el rato
preguntándole que si tenía fiebre. Volvimos en taxi.
—Déjame que te toque la frente.
—Estoy bien. Alice no tenía nada. Es que su madre es una pesada.
—Bueno, ahora a dormir. ¿Qué tal la cena?
—Asquerosa —dijo Phoebe.
—Tu padre te ha dicho mil veces que no digas esas cosas. ¿Por qué
asquerosa? Era una chuleta de cordero estupenda. Fui hasta Lexington sólo
para...
—No era la chuleta. Es que Charlene te echa el alientazo encima cada vez
que te sirve algo. Echa toda la respiración encima de la comida.
—Bueno. A dormir. Dame un beso. ¿Has rezado tus oraciones?
—Sí. En el baño. Buenas noches.
—Buenas noches. Que te duermas pronto. Tengo un dolor de cabeza
tremendo —dijo mi madre. Suele tener unas jaquecas terribles, de verdad.
—Tómate unas cuantas aspirinas —dijo Phoebe—. Holden vuelve el
miércoles, ¿verdad?
—Eso parece. Métete bien dentro, anda. Hasta abajo.
Oí a mi madre salir y cerrar la puerta. Esperé un par de minutos y salí del
armario. Me di de narices con Phoebe que había saltado de la cama en
medio de la oscuridad para avisarme.
—¿Te he hecho daño? —le pregunté. Ahora que estaban en casa,
teníamos que hablar en voz muy baja.
—Tengo que irme —le dije. Encontré a tientas el borde de la cama, me
senté en él y empecé a ponerme los zapatos. Estaba muy nervioso, lo
confieso.
—No te vayas aún —dijo Phoebe—. Espera a que se duerman.
—No. Ahora es el mejor momento. Mamá estará en el baño y papá
oyendo las noticias. Es mi oportunidad.
A duras penas podía abrocharme los zapatos de nervioso que estaba. No
es que me hubieran matado de haberme encontrado en casa, pero sí habría
sido bastante desagradable.
—¿Dónde te has metido? —le dije a Phoebe. Estaba tan oscuro que no se
veía nada.
—Aquí.
Resulta que estaba allí a dos pasos y ni la veía.
-—Tengo las maletas en la estación —le dije—. Oye, ¿tienes algo de
dinero? Estoy casi sin blanca.
—Tengo el que he ahorrado para Navidad. Para los regalos. Pero aún no
he gastado nada.
No me gustaba la idea de llevarme la pasta que había ido guardando para
eso.
—¿Quieres que te lo preste?
—No quiero dejarte sin dinero para Navidad.
—Puedo dejarte una parte —me dijo. Luego la oí acercarse al escritorio
de D.B., abrir un millón de cajones, y tantear con la mano. El cuarto estaba
en tinieblas.
—Si te vas no me verás en la función —dijo. La voz le sonaba un poco
rara.
—Sí, claro que te veré. No me iré hasta después. ¿Crees que voy a
perdérmela? —le dije—. Probablemente me quedaré en casa del señor
Antolini hasta el martes por la noche y luego vendré a casa. Si puedo te
telefonearé.
—Toma —dijo Phoebe. Trataba de darme la pasta en medio de aquella
oscuridad, pero no me encontraba.
—¿Dónde estás?
Me puso el dinero en la mano.
—Oye, no necesito tanto —le dije—. Préstame sólo dos dólares. De
verdad. Toma.
Traté de darle el resto, pero no me dejó.
—Puedes llevártelo todo. Ya me lo devolverás. Tráelo cuando vengas a la
función.
—Pero, ¿cuánto me das?
—Ocho dólares con ochenta y cinco centavos. No, sesenta y cinco. Me he
gastado un poco.
De pronto me eché a llorar. No pude evitarlo. Lloré bajito para que no me
oyeran, pero lloré. Phoebe se asustó muchísimo. Se acercó a mí y trató de
calmarme, pero cuando uno empieza no puede pararse de golpe y porrazo.
Seguía sentado al borde de la cama. Phoebe me echó los brazos al cuello y
yo le rodeé los hombros con un brazo, pero aun así no pude dejar de llorar.
Creí que me ahogaba. ¡Jo! ¡Qué susto le di a la pobre! Noté que tiritaba
porque sólo llevaba el pijama y estaba abierta la ventana. Traté de obligarla
a que volviera a la cama pero no quiso. Al final me calmé, pero después de
mucho mucho rato. Acabé de abrocharme el abrigo y le dije que me pondría
en contacto con ella en cuanto pudiera. Me dijo que podía dormir en su
cama si quería, pero yo le contesté que no, que era mejor que me fuera
porque el señor Antolini estaba esperándome y todo. Luego saqué del
bolsillo la gorra de caza y se la di. Le gustan mucho esas cosas. Al principio
no quiso quedársela, pero yo la obligué. Estoy seguro de que durmió con
ella puesta. Le encantan ese tipo de gorras. Le dije que la llamaría en cuanto
pudiera y me fui. Resultó mucho más fácil salir de casa que entrar. Creo que
sobre todo porque de pronto ya no me importaba que me cogieran. De
verdad. Si me pillaban, me pillaban. En cierto modo, creo que hasta me
hubiera alegrado.
Bajé por la escalera de servicio en vez de tomar el ascensor. Casi me
rompo la crisma porque tropecé con unos diez mil cubos de basura, pero al
final llegué al vestíbulo. El ascensorista ni siquiera me vio. Probablemente
se cree que sigo en casa de los Dickstein.
Capítulo 24
El señor Antolini y su mujer tenían un apartamento muy elegante en
Sutton Place con bar y dos escalones para bajar al salón y todo. Yo había
estado allí muchas veces porque cuando me echaron de Elkton Hills el señor
Antolini venía a mi casa con mucha frecuencia a cenar y a ver cómo seguía.
Entonces aún estaba soltero. Luego, cuando se casó, solíamos jugar al tenis
los tres en el West Side Tennis Club de Forest Hills al que pertenecía su
mujer. La señora Antolini estaba podrida de dinero. Era como sesenta años
mayor que su marido, pero, al parecer, se llevaban muy bien. Los dos eran
muy intelectuales, sobre todo él, sólo que cuando hablaba conmigo era más
ingenioso que intelectual, lo mismo que D.B. La señora Antolini tiraba más
a lo serio. Tenía bastante asma. Los dos leían todos los cuentos de mi
hermano —ella también—, y cuando D.B. se marchó a Hollywood el señor
Antolini le llamó para decirle que no fuera, que un tío que escribía tan bien
como él no tenía nada que hacer en el cine. Prácticamente lo mismo que le
dije yo. Pero D.B. no le hizo caso.
Debí haber ido a su casa andando porque no quería gastar el dinero que
me había dado Phoebe si no era en algo absolutamente indispensable, pero
cuando salí a la calle sentí una sensación rara, como de mareo, así que tomé
un taxi. De verdad que no quería, pero no tuve más remedio. No saben lo
que me costó encontrar uno a esa hora.
Cuando llamé al timbre de la puerta —una vez que el ascensorista, el muy
cerdo, se decidió a subirme—, salió a abrir el señor Antolini. Iba en batín y
zapatillas y llevaba un vaso en la mano. Era un tío con mucho mundo y le
daba bien al alcohol.
—¡Holden, muchacho! —me dijo—. ¡Dios mío! Ya has crecido como
veinte pulgadas más. ¡Cuánto me alegro de verte!
—¿Cómo está usted, señor Antolini? ¿Cómo está la señora Antolini?
—Muy bien los dos. Venga, dame ese abrigo.
Me lo quitó de la mano y lo colgó.
—Esperaba verte llegar con un recién nacido en los brazos. Nadie a quien
recurrir, lágrimas, copos de nieve en las pestañas...
Cuando quiere es un tío muy ingenioso. Luego se volvió y gritó, en
dirección a la cocina:
—¡Lillian! ¿Cómo va ese café? —Lillian era el nombre de su mujer.
—Ya está listo —contestó ella también a gritos—. ¿Ha llegado Holden?
¡Hola, Holden!
—Hola señora Antolini.
Se hablaban todo el tiempo a berridos. Supongo que era porque nunca
estaban juntos en la misma habitación. Tenía gracia.
—Siéntate, Holden —dijo el señor Antolini. Se le notaba que estaba un
poco curda. En el salón había por todas partes copas y platitos llenos de
cacahuetes y cosas así, como si hubiera habido una fiesta.
—No te fijes en este desorden —me dijo—. Hemos tenido que invitar a
unos amigos de mi mujer. Unos tipos de Buffalo. Más bien diría que unos
búfalos.
Me reí. La señora Antolini me gritó algo desde la cocina, pero no pude
entenderla.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a su marido.
—Que no se te ocurra mirarla cuando entre. Acaba de levantarse de la
cama. Coge un cigarrillo. ¿Sigues fumando?
—Gracias —le dije. Tomé uno de la caja que me ofrecía abierta—. A
veces. Fumo con moderación.
—No lo dudo —me dijo. Me acercó un encendedor que había sobre la
mesa—. Así que Pencey y tú habéis dejado de ser uno.
Siempre decía cosas así. Unas veces me hacía gracia y otras no. Creo que
se le iba un poco la mano, aunque con eso no quiero decir que no fuera
ingenioso. Lo era, pero a veces le pone a uno nervioso que le digan cosas de
ese estilo todo el tiempo. D.B. hace lo mismo.
—¿Qué pasó? —dijo el señor Antolini—. ¿Qué tal saliste en Lengua?
Ahora mismo te pongo de patitas en la calle si me dices que te han
suspendido a ti, el mejor escritor de composiciones que haya visto este país.
—No, en Lengua me han aprobado, aunque era casi todo literatura. Sólo
he escrito dos composiciones en todo el semestre —le dije—. Lo que sí he
suspendido es Expresión Oral. Era una asignatura obligatoria. En ésa me
han cateado.
—¿Por qué?
—No lo sé.
La verdad es que no tenía ganas de contárselo. Aún me sentía un poco
mareado y de pronto me había entrado un dolor de cabeza terrible. De
verdad. Pero como se le notaba que estaba muy interesado en el asunto, le
expliqué un poco en qué consistía esa clase.
—Es un curso en que cada chico tiene que levantarse y dar una especie de
charla. Ya sabe. Muy espontánea y todo eso. En cuanto el que habla se sale
del tema los demás tienen que gritarle, «Digresión». Me ponía malo. Me
suspendieron.
—¿Por qué?
—No lo sé. Eso de tener que gritar «Digresión» me ponía los nervios de
punta. No puedo decirle por qué. Creo que lo que pasa es que cuando lo
paso mejor es precisamente cuando alguien empieza a divagar. Es mucho
más interesante.
—¿No te gusta que la gente se atenga al tema?
—Sí, claro que me gusta que se atengan al tema, pero no demasiado. No
sé. Me aburro cuando no divagan nada en absoluto. Los chicos que sacaban
las mejores notas en Expresión Oral eran los que hablaban con más
precisión, lo reconozco. Pero había uno que se llamaba Richard Kinsella y
que siempre se iba por las nubes. Le gritaban «Digresión» todo el tiempo.
Me daba muchísima pena porque, para empezar, era un tío muy nervioso,
pero mucho, de esos que en cuanto les toca hablar empiezan a temblarles los
labios. Si uno estaba sentado un poco atrás, ni siquiera le oía. Para mi gusto
era el mejor de la clase, pero por poco le suspenden también. Le dieron un
aprobado pelado sólo porque los otros le gritaban «Digresión» todo el
tiempo. Por ejemplo, un día habló de una finca que había comprado su padre
en Vermont. Bueno, pues el profesor, el señor Vinson, le puso un suspenso
porque no dijo qué clase de animales y de verduras y de frutas producía. Lo
que pasó es que Kinsella empezó hablando de todo eso, pero de pronto se
puso a contarnos la historia de un tío suyo que había cogido la polio cuando
tenía cuarenta y dos años y no quería que nadie fuera a visitarle al hospital
para que no le vieran paralítico. Reconozco que no tenía nada que ver con la
finca, pero era muy bonito. Me gusta mucho más que un chico me hable de
su tío. Sobre todo cuando empieza hablando de una finca y de repente se
pone a hablar de una persona. Es un crimen gritarle a un tío «Digresión»
cuando está en medio de... No sé. Es difícil de explicar.
Tenía un dolor de cabeza horrible y estaba deseando que apareciera la
señora Antolini con el café. Si hay una cosa que me molesta es cuando
alguien te dice que algo está listo y resulta que no es verdad.
—Holden, una breve pregunta de tipo pedagógico y ligeramente cargante.
¿No crees que hay un momento y un lugar apropiados para cada cosa? ¿No
crees que si alguien empieza a hablarte de la finca de su padre debe atenerse
al tema primero y después hablarte, si quiere, de la parálisis de su tío? Por
otra parte, si esa parálisis le parece tan fascinante, ¿por qué no la elige como
tema para la charla en vez de la finca?
No tenía ganas de contestarle a todo eso. Me encontraba muy mal. Hasta
empezaba a dolerme el estómago.
—Sí. Supongo que sí. Supongo que debía haber elegido como tema a su
tío si es que le interesaba tanto. Pero es que hay quien no sabe lo que le
interesa hasta que empieza a hablar de algo que le aburre. A veces es
inevitable. Por eso creo que es mejor que le dejen a uno en paz si lo pasa
muy bien con lo que dice. Es bonito que la gente se emocione con algo. Lo
que pasa es que usted no conoce al señor Vinson. Le volvía a uno loco.
Continuamente nos repetía que había que unificar y simplificar. No veo
cómo se puede unificar y simplificar así por las buenas, sólo porque a uno le
dé la gana. Usted no conoce a ese Vinson. A lo mejor era muy inteligente,
pero a mí me parece que no tenía más seso que un mosquito.
—Caballeros, el café al fin.
La señora Antolini entró en el salón llevando una bandeja con dos tazas
de café y un plato de pasteles.
—Holden, no se te ocurra ni mirarme. Voy hecha un cuadro.
—¿Cómo está usted, señora Antolini?
Empecé a levantarme, pero el señor Antolini me tiró de la chaqueta y me
obligó a sentarme. Su mujer tenía la cabeza llena de rulos. No llevaba
maquillaje ni nada y la verdad es que estaba bastante fea. De pronto parecía
mucho más vieja.
—Bueno, os dejo esto aquí. Servios lo que queráis —dijo mientras ponía
la bandeja sobre la mesa empujando hacia un lado todos los vasos—.
¿Cómo está tu madre, Holden?
—Muy bien, gracias. Hace bastante que no la veo, pero la última vez...
—Si Holden necesita algo, está todo en el ropero. En el estante de arriba.
Yo me voy a acostar. Estoy muerta —dijo la señora Antolini. Se le notaba—
. ¿Sabréis hacer la cama en el sofá vosotros solos?
—Ya nos las arreglaremos. Tú vete a dormir —dijo el señor Antolini. Se
dieron un beso y luego ella me dijo adiós y se fue a su cuarto. Siempre se
estaban besuqueando en público.
Tomé un poco de café y medio pastel que, por cierto, estaba más duro que
una piedra. El señor Antolini se tomó otro cocktail. Los hace bastante
fuertes, se le nota. Si no se anda con ojo acabará alcoholizado.
—Comí con tu padre hace un par de semanas —me dijo de repente—. ¿Te
lo ha dicho?
—No. No sabía nada.
—Está muy preocupado por ti.
—Sí. Ya lo sé.
—Al parecer, cuando me telefoneó acababa de recibir una carta del
director de Pencey en que le decía que ibas muy mal, que hacías novillos,
que no estudiabas, que, en general...
—No hacía novillos. Allí era imposible. Falté un par de veces a la clase
de Expresión Oral, pero eso no es hacer novillos.
No tenía ganas de hablar del asunto. El café me había sentado un poco el
estómago, pero seguía teniendo un dolor de cabeza terrible.
El señor Antolini encendió otro cigarrillo. Fumaba como un energúmeno.
Luego dijo:
—Francamente, no sé qué decirte, Holden.
—Lo sé. Es muy difícil hablar conmigo. Me doy cuenta.
—Me da la sensación de que avanzas hacia un fin terrible. Pero,
sinceramente, no sé qué clase de... ¿Me escuchas?
—Sí.
Se le notaba que estaba tratando de concentrarse.
—Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un bar
odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútbol en
la universidad. O puede que llegues a adquirir la cultura suficiente como
para aborrecer a los que dicen «Ves a verla». O puede que acabes de
oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. Pero
entiendes adonde voy a parar, ¿verdad?
—Sí, claro —le dije. Y era verdad. Pero se equivocaba en eso de que
acabaré odiando a los que hayan jugado al fútbol en la universidad. En serio.
No odio a casi nadie. Es posible que alguien me reviente durante una
temporada, como me pasaba con Stradlater o Robert Ackley. Los odio unas
cuantas horas o unos cuantos días, pero después se me pasa. Hasta es
posible que si luego no vienen a mi habitación o no los veo en el comedor,
les eche un poco de menos.
El señor Antolini se quedó un rato callado. Luego se levantó, se sirvió
otro cubito de hielo, y volvió a sentarse. Se le notaba que estaba pensando.
Habría dado cualquier cosa porque hubiera continuado la conversación a la
mañana siguiente, pero no había manera de pararle. La gente siempre se
empeña en hablar cuando el otro no tiene la menor gana de hacerlo.
—Está bien. Puede que no me exprese de forma memorable en este
momento. Dentro de un par de días te escribiré una carta y lo entenderás
todo, pero ahora escúchame de todos modos —me dijo. Volvió a
concentrarse. Luego continuó—. Esta caída que te anuncio es de un tipo
muy especial, terrible. Es de aquellas en que al que cae no se le permite
llegar nunca al fondo. Sigue cayendo y cayendo indefinidamente. Es la clase
de caída que acecha a los hombres que en algún momento de su vida han
buscado en su entorno algo que éste no podía proporcionarles, o al menos
así lo creyeron ellos. En todo caso dejaron de buscar. De hecho,
abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera. ¿Me sigues?
—Sí, señor.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Se levantó y se sirvió otra copa. Luego volvió a sentarse. Nos pasamos un
buen rato en silencio.
—No quiero asustarte —continuó—, pero te imagino con toda facilidad
muriendo noblemente de un modo o de otro por una causa totalmente inane.
Me miró de una forma muy rara y dijo:
—Si escribo una cosa, ¿la leerás con atención?
—Claro que sí —le dije. Y así lo hice. Aún tengo el papel que me dio. Se
acercó a un escritorio que había al otro lado de la habitación y, sin sentarse,
escribió algo en una hoja de papel. Volvió con ella en la mano y se instaló a
mi lado.
—Por raro que te parezca, esto no lo ha escrito un poeta. Lo dijo un
sicoanalista que se llamaba Wilhelm Stekel. Esto es lo que... ¿Me sigues?
—Sí, claro que sí.
—Esto es lo que dijo: «Lo que distingue al hombre insensato del sensato
es que el primero ansia morir orgullosamente por una causa, mientras que el
segundo aspira a vivir humildemente por ella.»
Se inclinó hacia mí y me dio el papel. Lo leí y me lo metí en el bolsillo.
Le agradecí mucho que se molestara, de verdad. Lo que pasaba es que no
podía concentrarme. ¡Jo! ¡Qué agotado me sentía de repente!
Pero se notaba que el señor Antolini no estaba nada cansado. Curda, en
cambio, estaba un rato.
—Creo que un día de estos —dijo—, averiguarás qué es lo que quieres. Y
entonces tendrás que aplicarte a ello inmediatamente. No podrás perder ni
un solo minuto. Eso sería un lujo que no podrás permitirte.
Asentí porque no me quitaba ojo de encima, pero la verdad es que no le
entendí muy bien lo que quería decir. Creo que sabía vagamente a qué se
refería, pero en aquel momento no acababa de entenderlo. Estaba demasiado
cansado.
—Y sé que esto no va a gustarte nada —continuó—, pero en cuanto
descubras qué es lo que quieres, lo primero que tendrás que hacer será
tomarte en serio el colegio. No te quedará otro remedio. Te guste o no, lo
cierto es que eres estudiante. Amas el conocimiento. Y creo que una vez que
hayas dejado atrás las clases de Expresión Oral y a todos esos Vicens...
—Vinson —le dije. Se había equivocado de nombre, pero no debí
interrumpirle.
—Bueno, lo mismo da. Una vez que los dejes atrás, comenzarás a
acercarte —si ése es tu deseo y tu esperanza— a un tipo de conocimiento
muy querido de tu corazón. Entre otras cosas, verás que no eres la primera
persona a quien la conducta humana ha confundido, asustado, y hasta
asqueado. Te alegrará y te animará saber que no estás solo en ese sentido.
Son muchos los hombres que han sufrido moral y espiritualmente del mismo
modo que tú. Felizmente, algunos de ellos han dejado constancia de su
sufrimiento. Y de ellos aprenderás si lo deseas. Del mismo modo que
alguien aprenderá algún día de ti si sabes dejar una huella. Se trata de un
hermoso intercambio que no tiene nada que ver con la educación. Es
historia. Es poesía.
Se detuvo y dio un largo sorbo a su bebida. Luego volvió a la carga. ¡Jo!
¡Se había disparado! No traté de pararle ni nada.
—Con esto no quiero decir que sólo los hombres cultivados puedan hacer
una contribución significativa a la historia de la humanidad. No es así. Lo
que sí afirmo, es que si esos hombres cultos tienen además genio creador, lo
que desgraciadamente se da en muy pocos casos, dejan una huella mucho
más profunda que los que poseen simplemente un talento innato. Tienden a
expresarse con mayor claridad y a llevar su línea de pensamiento hasta las
últimas consecuencias. Y lo que es más importante, el noventa por ciento de
las veces tienen mayor humildad que el hombre no cultivado. ¿Me entiendes
lo que quiero decir?
—Sí, señor.
Permaneció un largo rato en silencio. No sé si les habrá pasado alguna
vez, pero es muy difícil estar esperando a que alguien termine de pensar y
diga algo. Dificilísimo. Hice esfuerzos por no bostezar. No es que estuviera
aburrido —no lo estaba—, pero de repente me había entrado un sueño
tremendo.
—La educación académica te proporcionará algo más. Si la sigues con
constancia, al cabo de un tiempo comenzará a darte una idea de la medida
de tu inteligencia. De qué puede abarcar y qué no puede abarcar. Poco a
poco comenzarás a discernir qué tipo de pensamiento halla cabida más
cómodamente en tu mente. Y con ello ahorrarás tiempo porque ya no
tratarás de adoptar ideas que no te van, o que no se avienen a tu inteligencia.
Sabrás cuáles son exactamente tus medidas intelectuales y vestirás a tu
mente de acuerdo con ellas.
De pronto, sin previo aviso, bostecé. Sé que fue una grosería, pero no
pude evitarlo.
El señor Antolini se rió:
—Vamos —dijo mientras se levantaba—. Haremos la cama en el sofá.
Le seguí. Se acercó al armario y trató de bajar sábanas, mantas, y otras
cosas así del estante de arriba, pero no pudo porque aún tenía el vaso en la
mano. Se echó al coleto el poco líquido que quedaba dentro, lo dejó en el
suelo, y luego bajó las cosas. Le ayudé a llevarlas hasta el sofá e hicimos la
cama juntos. La verdad es que a él no se le daba muy bien. No estiraba las
sábanas ni nada, pero me dio igual. Estaba tan cansado que podía haber
dormido de pie.
—¿Qué tal tus muchas mujeres?
—Bien.
Reconozco que mi conversación no era muy brillante, pero no tenía ganas
de hablar.
—¿Cómo está Sally?
Conocía a Sally Hayes. Se la había presentado una vez.
—Está bien. He salido con ella esta tarde.
¡Jo! ¡Parecía que habían pasado como veinte años desde entonces!
—Ya no tenemos mucho en común —le dije.
—Pero era una chica muy guapa. ¿Y la otra? Aquélla de que me hablaste.
La que conociste en Maine.
—¿Jane Gallaher? Está bien. Probablemente la llamaré mañana.
Terminamos de hacer la cama.
—Es toda tuya —dijo el señor Antolini—. Pero no sé dónde vas a meter
esas piernas que tienes.
—No se preocupe. Estoy acostumbrado a camas cortas —le dije—. Y
muchas gracias. Usted y la señora Antolini me han salvado la vida esta
noche.
—Ya sabes dónde está el baño. Si quieres algo, dame un grito. Aún estaré
en la cocina un buen rato. ¿Te molestará la luz?
—No, claro que no. Muchas gracias.
—De nada. Buenas noches, guapetón.
—Buenas noches. Y muchas gracias.
Se fue a la cocina y yo me metí en el baño a desnudarme. No pude
lavarme los dientes porque no había traído cepillo. Tampoco tenía pijama y
el señor Antolini se había olvidado de prestarme uno de los suyos. Así que
volví al salón, apagué la lámpara, y me acosté en calzoncillos. El sofá era
cortísimo, pero aquella noche habría dormido de pie sin un solo parpadeo.
Estuve pensando un par de segundos en lo que me había dicho el señor
Antolini, en eso de que uno aprendía a calcular el tamaño de su inteligencia.
La verdad es que era un tío muy listo. Pero no podía mantener los ojos
abiertos y me dormí.
De pronto ocurrió algo. No quiero ni hablar de ello. No sé qué hora sería,
pero el caso es que me desperté. Sentí algo en la cabeza. Era la mano de un
tío. ¡Jo! ¡Vaya susto que me pegué! Era la mano del señor Antolini. Se había
sentado en el suelo junto al sofá en medio de la oscuridad y estaba como
acariciándome o dándome palmaditas en la cabeza. ¡Jo! ¡Les aseguro que
pegué un salto hasta el techo!
—¿Qué está haciendo?
—Nada. Estaba sentado aquí admirando...
—Pero, ¿qué hace? —le pregunté de nuevo. No sabía ni qué decir. Estaba
desconcertadísimo.
—¿Y si bajaras la voz? Ya te digo que estaba sentado aquí...
—Bueno, tengo que irme —le dije. ¡Jo! ¡Qué nervios! Empecé a ponerme
los pantalones sin dar la luz ni nada. Pero estaba tan nervioso que no
acertaba. En todos los colegios a los que he ido he conocido a un montón de
pervertidos, más de los que se pueden imaginar, y siempre les da por montar
el numerito cuando estoy delante.
—¿Que tienes que irte? ¿Adonde? —dijo el señor Antolini.
Trataba de hacerse el muy natural, como si todo fuera de lo más normal,
pero de eso nada. Se lo digo yo.
—He dejado las maletas en la estación. Creo que será mejor que vaya a
recogerlas. Tengo allí todas mis cosas.
—No tengas miedo que no va a llevárselas nadie. Vuelve a la cama. Yo
voy a acostarme también. Pero, ¿qué te pasa?
—No me pasa nada. Es que tengo el dinero y todas mis cosas en esas
maletas. Volveré enseguida. Tomaré un taxi y volveré inmediatamente.
¡Jo! No daba pie con bola en medio de aquella oscuridad.
—Es que el dinero no es mío. Es de mi madre.
—No digas tonterías. Holden. Vuelve a la cama. Yo me voy a dormir. El
dinero seguirá allí por la mañana.
—No, de verdad. Tengo que irme. En serio.
Había terminado de vestirme, pero no encontraba la corbata. No me
acordaba de dónde la había puesto. Dejé de buscarla y me puse la chaqueta
sin más. El señor Antolini se había sentado ahora en un sillón que había a
poca distancia del sofá. Estaba muy oscuro y no se veía muy bien, pero supe
que me miraba. Seguía bebiendo como un cosaco porque llevaba su fiel
compañero en la mano.
—Eres un chico muy raro.
—Lo sé —le dije.
Me cansé de buscar la corbata y decidí irme sin ella.
—Adiós —le dije—. Muchas gracias por todo. De verdad.
Me siguió hasta la puerta y se me quedó mirando desde el umbral
mientras yo llamaba al ascensor. No me dijo nada, sólo repetía para sí eso de
que era «un chico muy raro». ¡De raro, nada! Siguió allí de pie sin quitarme
ojo de encima. En mi vida he esperado tanto tiempo a un ascensor. Se lo
juro.
Como no se me ocurría de qué hablar y él seguía clavado sin moverse, al
final le dije:
—Voy a empezar a leer libros buenos. De verdad.
Algo tenía que decir. Era una situación de lo más desairada.
—Recoge tus maletas y vuelve aquí inmediatamente. Dejaré la puerta
abierta.
—Muchas gracias —le dije—. Adiós.
Por fin llegó el ascensor. Entré en él y bajé hasta el vestíbulo. ¡Jo! Iba
temblando como un condenado. Cosas así me han pasado ya como veinte
veces desde muy pequeño. No lo aguanto.
Capítulo 25
Cuando salí estaba empezando a amanecer. Hacía mucho frío pero me
vino bien porque estaba sudando. No tenía ni idea de dónde meterme. No
quería ir a un hotel y gastarme todo el dinero que me había dado Phoebe, así
que me fui andando hasta Lexington y allí tomé el metro a la estación de
Grand Central. Tenía las maletas en esa consigna y pensé que podría dormir
un poco en esa horrible sala de espera donde hay un montón de bancos. Y
eso es lo que hice. Al principio no estuvo tan mal porque como no había
mucha gente pude echarme todo lo largo que era en un banco. Pero prefiero
no hablarles de aquello. No fue nada agradable. No se les ocurra intentarlo
nunca, de verdad. No saben lo deprimente que es.
Dormí sólo hasta las nueve porque a esa hora empezaron a entrar miles de
personas y tuve que poner los pies en el suelo. Como así no podía seguir
durmiendo, acabé sentándome. Me seguía doliendo la cabeza y ahora mucho
más fuerte. Creo que nunca en mi vida me había sentido tan deprimido.
Sin querer empecé a pensar en el señor Antolini y en qué le diría a su
mujer cuando ella le preguntara por qué no había dormido allí. No me
preocupé mucho porque sabía que era un tío inteligente y se le ocurriría
alguna explicación. Le diría que me había ido a mi casa o algo así. Eso no
era problema. Lo que sí me preocupaba era haberme despertado y haberme
encontrado al señor Antolini acariciándome la cabeza. Me pregunté si me
habría equivocado al pensar que era marica. A lo mejor simplemente le
gustaba acariciar cabezas de tíos dormidos. ¿Cómo se puede saber esas
cosas con seguridad? Es imposible. Hasta llegué a pensar que a lo mejor
debía haber recogido las maletas y haber vuelto a su casa como le había
dicho. Pensé que aunque fuera marica de verdad, lo cierto es que se había
portado muy bien conmigo. No le había importado nada que le hubiera
llamado a media noche y hasta me había dicho que fuera inmediatamente si
quería. Pensé que se había molestado en darme todas esas explicaciones
acerca de cómo averiguar qué tamaño tienes de inteligencia, y pensé
también que fue el único que se acercó a James Castle cuando estaba
muerto. Pensé en todas estas cosas, y cuanto más pensaba, más me deprimía.
Quizá debía haber vuelto a su casa. Quizá me había acariciado la cabeza
sólo porque le apetecía. Pero cuantas más vueltas • le daba en la cabeza a
todo aquel asunto, peor me sentía. Me dolían muchísimo los ojos. Me
escocían de no dormir. Y para colmo estaba cogiendo un catarro y no
llevaba pañuelo. Tenía unos cuantos en la maleta, pero no me apetecía
abrirla en medio de toda aquella gente. Alguien se había dejado una revista
en el banco de al lado, así que me puse a ojearla a ver si con eso dejaba de
pensar en el señor Antolini y en muchas otras cosas. Pero el artículo que
empecé a leer me deprimió aún más. Hablaba de hormonas. Te decía cómo
tenías que tener la cara y los ojos y todo lo demás cuando las hormonas te
funcionaban bien, y yo no respondía para nada a la descripción. Era igualito,
en cambio, al tipo que según el artículo tenía unas hormonas horribles, así
que de pronto empecé a preocuparme por las dichosas hormonas. Luego me
puse a leer otro artículo sobre cómo descubrir si tienes cáncer. Decía que si
te sale una pupa en los labios y tarda mucho en curarse es probablemente
señal de que lo tienes. Precisamente hacía dos semanas que tenía una
calentura que no se secaba, así que inmediatamente me imaginé que tenía
cáncer. Aquella revistita era como para levantarle la moral a cualquiera.
Dejé de leer y salí a dar un paseo. Estaba seguro de que me quedaban como
dos meses de vida. De verdad. Completamente seguro de ello. Y la idea no
me produjo precisamente una alegría desbordante.
Parecía como si fuera a empezar a llover de un momento a otro, pero aun
así me fui a dar un paseo. Iría a desayunar. No tenía mucha hambre, pero
pensé que tenía que comer algo que tuviera unas cuantas vitaminas. Así que
crucé la Quinta Avenida y eché a andar hacia donde están los restaurantes
baratos porque no quería gastar mucho dinero.
Mientras caminaba pasé junto a dos tíos que descargaban de un camión un
enorme árbol de Navidad. Uno le gritaba al otro: «¡Cuidado! ¡Que se cae el
muy hijoputa! ¡Agárralo bien!»
¡Vaya manera de hablar de un árbol de Navidad! Como, a pesar de todo,
tenía gracia, solté la carcajada. No pude hacer nada peor porque en el
momento en que me eché a reír me entraron unas ganas horribles de
vomitar. De verdad. Hasta devolví un poco, pero luego se me pasó. No
entiendo por qué fue. No había comido nada que hubiera podido sentarme
mal y además tengo un estómago bastante fuerte. Pero, como les decía, se
me pasó y decidí tomar algo. Entré en un bar con pinta de barato y pedí un
café y un par de donuts, pero no pude con ellos. Cuando uno está muy
deprimido le resulta dificilísimo tragar. Pero por suerte el camarero era un
tipo muy amable y se los volvió a llevar sin cobrármelos ni nada. Me tomé
el café bebido y luego volví a la Quinta Avenida.
Era lunes, faltaban muy pocos días para Navidad y todas las tiendas
estaban abiertas. Daba gusto pasear por allí. Había un ambiente muy
navideño con todos esos Santa Claus tan cochambrosos que te encontrabas
en todas las esquinas y las mujeres del Ejército de Salvación, esas que no se
pintan ni nada, todos tocando campanillas. Miré a ver si encontraba a las
monjas que había conocido el día anterior, pero no las vi. Ya me lo
imaginaba porque me habían dicho que venían a Nueva York a enseñar, así
que dejé de buscarlas. Pero, como les decía, se notaba mucho que era época
de Navidad. Había millones de niños subiendo y bajando de autobuses y
entrando y saliendo de tiendas con sus madres. Eché de menos a Phoebe. Ya
no es tan pequeña como para volverse loca en el departamento de juguetes,
pero le gusta pasear por ahí y ver a la gente. Dos años antes la había llevado
de compras conmigo por esas fechas y lo pasamos estupendamente. Creo
que fuimos a Bloomingdale's. Entramos en el departamento de zapatería e
hicimos como si ella —¡qué Phoebe ésa!— hubiera querido comprarse unas
botas de las que tienen miles de agujeros para pasar los cordones. Volvimos
loco al dependiente. Phoebe se probó como veinte pares y el pobre hombre
tuvo que abrochárselas todas. Le hicimos una buena faena, pero Phoebe se
divirtió como loca. Al final compramos un par de mocasines y lo cargamos
a la cuenta de mamá. El empleado estuvo muy amable. Creo que se dio
cuenta de que estábamos tomándole el pelo, porque Phoebe acaba siempre
soltando el trapo.
Pero, como les decía, me recorrí toda la Quinta Avenida sin corbata ni
nada. De pronto empezó a pasarme una cosa horrible. Cada vez que iba a
cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de
que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme,
y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se
imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó
toda la camisa y la ropa interior y todo.
Luego me pasó otra cosa. Cuando llegaba al final de cada manzana me
ponía a hablar con mi hermano muerto y le decía: «Allie, no me dejes
desaparecer., No dejes que desaparezca. Por favor, Allie.» Y cuando
acababa de cruzar la calle, le daba las gracias. Cuando llegaba a la esquina
siguiente, volvía a hacer lo mismo. Pero seguí andando. Creo que tenía
miedo de detenerme, pero si quieren que les diga la verdad, no me acuerdo
muy bien. Sé que no paré hasta que llegué a la calle sesenta y tantos, pasado
el Zoo y todo. Allí me senté en un banco. Apenas podía respirar y sudaba
como un loco. Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme
de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio.
Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me
había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel
Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días
llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería.
Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera
poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me
importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo
no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así
no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un
papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el
resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz.
Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero
me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La
levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el
sol todo el tiempo. Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de
casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y
nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme
algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos,
los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les
enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos.
Pensando en todo aquello me puse contentísimo. De verdad. Sabía que
eso de hacerme pasar por sordomudo era imposible, pero aun así, me
gustaba imaginármelo. Lo que sí decidí con toda seguridad fue lo de irme al
Oeste. Pero antes tenía que despedirme de Phoebe. Crucé la calle a todo
correr —por poco me atropellan—, entré en una papelería y compré un bloc
y un lápiz. Pensé que le escribiría una nota diciéndole dónde podíamos
encontrarnos para despedirnos y para que yo pudiera devolverle el dinero
que me había prestado. Llevaría la nota al colegio y se la daría a alguien de
la oficina para que se la entregaran. Estaba demasiado nervioso para
escribirla en la tienda, así que me guardé el bloc y el lápiz en el bolsillo y
empecé a andar a toda prisa hacia el colegio. Fui casi corriendo porque
quería que recibiera el recado antes de que se fuera a comer a casa. No me
quedaba mucho tiempo.
Naturalmente sabía dónde estaba el colegio porque había ido de pequeño.
Cuando entré sentí una sensación rara. Creí que no iba a recordar cómo era
por dentro, pero me acordaba perfectamente. Estaba exactamente igual que
cuando yo estudiaba allí. El mismo patio interior, bastante oscuro, con una
especie de jaulas alrededor de las farolas para que no se rompieran las
bombillas si les daban con la pelota. Los mismos círculos blancos pintados
en el suelo para juegos y cosas así, y las mismas cestas de baloncesto sin la
red, sólo los maderos y los aros.
No había nadie, probablemente porque estaban todos en clase y aún no
era la hora de comer. No vi más que a un niño negro. Del bolsillo trasero del
pantalón le asomaba uno de esos pases de madera que llevábamos también
nosotros y que demostraban que tenía uno permiso para ir al baño.
Seguía sudando, pero no tanto como antes. Me acerqué a las escaleras, me
senté en el primer escalón y saqué el bloc y el lápiz que había comprado.
Olía igual que cuando yo era pequeño, como si alguien acabara de mearse
allí. Las escaleras de los colegios siempre huelen así. Pero, como les decía,
me senté y escribí una nota:
Querida Phoebe,
no puedo esperar hasta el miércoles, así que me voy esta tarde
al Oeste en auto-stop. Ven si puedes a la puerta del museo de
arte a las doce y cuarto. Te devolveré tu dinero de Navidad. No
he gastado mucho. Con mucho cariño,
Holden
El colegio estaba muy cerca del museo y Phoebe tenía que pasar por
delante para ir a casa, así que estaba seguro de que la vería.
Cuando acabé, me fui a la oficina del director para ver si alguien podía
llevarle la nota a su clase. La doblé como diez veces para que no la leyeran.
En un colegio no se puede fiar uno de nadie. Pensé que se la darían porque
era su hermano.
Mientras subía las escaleras creí que iba a vomitar otra vez, pero no. Me
senté un segundo y me recuperé bastante. Pero mientras estaba sentado vi
una cosa que me puso negro. Alguien había escrito J... en la pared. Me puse
furiosísimo. Pensé en Phoebe y en los otros niños de su edad que lo verían y
se preguntarían qué quería decir aquello. Siempre habría alguno que se lo
explicaría de la peor manera posible, claro, y todos pensarían en eso y hasta
se preocuparían durante un par de días. Me entraron ganas de matar al que
lo había escrito. Tenía que haber sido un pervertido que había entrado por la
noche en el colegio a mear o algo así, y lo había escrito en la pared. Me
imaginé que le pillaba con las manos en la masa y que le aplastaba la cabeza
contra los peldaños de piedra hasta dejarle muerto todo ensangrentado. Pero
sabía que no tenía valor para hacer una cosa así. Lo sabía y eso me deprimió
aún más. La verdad es que ni siquiera tenía valor para borrarlo con la mano.
Me dio miedo de que me sorprendiera un profesor y se creyera que lo había
escrito yo. Al final lo borré y luego subí a las oficinas. El director no estaba,
pero sentada a la máquina de escribir había una viejecita que debía tener
como cien años. Le expliqué que era hermano de Phoebe Caulfield de la 4B1 y le dije que por favor le entregara la nota, que era muy importante porque
mi madre estaba enferma y me había encargado que llevara a Phoebe a
comer a una cafetería. La viejecita estuvo muy amable. Llamó a otra
ancianita de la oficina de al lado y le dio la nota para que se la llevara a mi
hermana. Luego la que tenía como cien años y yo hablamos un buen rato.
Era muy simpática. Cuando le dije que había estudiado allí me preguntó que
adonde iba ahora y le contesté que a Pencey. Me dijo que era muy buen
colegio. Aunque hubiera querido hacerlo, no habría tenido fuerzas
suficientes para abrirle los ojos. Además si quería creer que Pencey era muy
buen colegio que lo creyera. De todos modos es dificilísimo hacer cambiar
de opinión a una ancianita que tiene ya como un siglo. Les gusta seguir
pensando las mismas cosas de antes. Al cabo de un buen rato me fui. Tuvo
gracia. Al salir la viejecita me gritó «Buena suerte» con el mismo tono con
que me lo había dicho Spencer cuando me largué de Pencey. ¡Dios mío!
¡Cómo me fastidia que me digan «Buena suerte» cuando me voy de alguna
parte! Es de lo más deprimente.
Bajé por una escalera diferente y vi otro J... en la pared. Quise borrarlo
con la mano también, pero en este caso lo habían grabado con una navaja o
algo así. No había forma de quitarlo. De todos modos, aunque dedicara uno
a eso un millón de años, nunca sería capaz de borrar todos los J... del
mundo. Sería imposible.
Miré el reloj del patio. Eran las doce menos veinte. Aún me quedaba
mucho tiempo por matar antes de ver a Phoebe, pero, como no tenía otro
sitio adonde ir, me fui al museo de todos modos. Pensé parar en una cabina
de teléfonos para llamar a Jane Gallaher antes de salir para el Oeste, pero no
estaba en vena.
Mientras esperaba a Phoebe dentro del vestíbulo del museo, se me
acercaron dos niños a preguntarme si sabía dónde estaban las momias. El
más pequeño, el que me había hablado, llevaba la bragueta abierta. Cuando
se lo dije se la abrochó sin moverse de donde estaba. No se molestó ni en
esconderse detrás de una columna ni nada. Me hizo muchísima gracia. Me
habría reído, pero tuve miedo de vomitar otra vez, así que me contuve.
—¿Dónde están las momias, oiga? —repitió el niño—. ¿Lo sabe?
Me dio por tomarles el pelo un rato.
—¿Las momias? ¿Qué es eso? —le pregunté.
—Ya sabe, las momias. Esos tíos que están muertos. Los que meten en
tundas y todo eso.
¡Qué risa! Quería decir tumbas.
—¿Cómo es que no estáis en el colegio? —le pregunté.
—Hoy no hay colegio —dijo el que hablaba siempre. Estoy seguro de que
mentía descaradamente, el muy sinvergüenza. Como no tenía nada que
hacer hasta que llegara Phoebe, les ayudé a buscar las momias. ¡Jo! Antes
sabía exactamente dónde estaban, pero hacía años que no entraba en aquel
museo.
—¿Os interesan mucho las momias? —les dije.
—Sí.
—¿No sabe hablar tu amigo?
—No es mi amigo. Es mi hermano.
—¿No sabe hablar? —miré al que estaba callado—. ¿No sabes?
—Sí —me dijo—, pero no tengo ganas.
Al final averiguamos dónde estaban las momias.
—¿Sabéis cómo enterraban los egipcios a los muertos? —pregunté a uno
de los niños.
—No.
Pues deberíais saberlo porque es muy importante. Los envolvían en una
especie de vendas empapadas en un líquido secreto. Así es como podían
pasarse miles de años en sus tumbas sin que se les pudriera la cara ni nada.
Nadie sabe qué líquido era ése. Ni siquiera los científicos modernos.
Para llegar adonde estaban las momias había que pasar por una especie de
pasadizo. Una de las paredes estaba hecha con piedras que habían traído de
la tumba de un faraón. La verdad es que daba bastante miedo y aquellos dos
valientes no las tenían todas consigo. Se arrimaban a mí lo más que podían y
el que no despegaba los labios iba prácticamente colgado de mi manga.
—Vámonos de aquí —le dijo de pronto a su hermano—. Yo ya las he
visto. Venga, vámonos.
Se volvió y salió corriendo.
—Es de un cobarde que no vea —dijo el otro—. Adiós.
Y se fue corriendo también. Me quedé solo en la tumba. En cierto modo
me gustó. Se estaba allí la mar de tranquilo. De pronto no se imaginan lo
que vi en la pared. Otro J... Estaba escrito con una especie de lápiz rojo justo
debajo del cristal que cubría las piedras del faraón.
Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no
existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que
alguien ha escrito un J... en la pared. De verdad les digo que cuando me
muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que
diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo
alguien escribirá la dichosa palabrita.
Cuando salí de donde estaban las momias, tuve que ir al baño. Tenía
diarrea. Aquello no me importó mucho, pero ocurrió algo más. Cuando ya
me iba, poco antes de llegar a la puerta, no me desmayé de milagro. Tuve
suerte porque podía haber dado con la cabeza en el suelo y haberme matado,
pero caí de costado. Me salvé por un pelo. Al rato me sentí mejor. De
verdad. Me dolía un poco el brazo de la caída, pero ya no estaba tan
mareado.
Eran como las doce y diez, así que volví a la puerta a esperar a Phoebe.
Pensé que quizá fuera aquélla la última vez que la veía. A Phoebe o a
cualquiera de mi familia. Supongo que volvería a verles algún día, pero
dentro de muchos años. Regresaría a casa cuando tuviera como treinta y
cinco o así. Alguien se pondría enfermo y querría verme antes de morir. Eso
sería lo único que podría hacerme abandonar mi cabaña. Me imaginé cómo
sería mi vuelta. Sabía que mi madre se pondría muy nerviosa y empezaría a
llorar y a suplicarme que no me fuera, pero yo no la haría caso. Estaría de lo
más sereno. Primero la tranquilizaría y luego me acercaría a la mesita que
hay al fondo del salón donde están los cigarrillos, sacaría uno y lo
encendería así como muy frío y despegado. Les diría que podían ir a
visitarme, pero no insistiría mucho. A Phoebe sí la dejaría venir a verme en
verano, en Navidad, en Pascua. D.B. podría venir también si necesitaba un
sitio bonito y tranquilo donde trabajar, pero en mi cabaña no le dejaría
escribir guiones de cine. Sólo cuentos y libros. A todos los que vinieran a
visitarme les pondría una condición. No hacer nada que no fuera sincero. Si
no, tendrían que irse a otra parte. De pronto miré el reloj que había en el
guardarropa y vi que era la una menos veinticinco. Empecé a temer que la
viejecita del colegio no le hubiera dado la nota a Phoebe. Quizá la otra la
había dicho que la quemara o algo así. No saben el susto que me llevé.
Quería ver a Phoebe antes de echarme al camino. Tenía que devolverle su
dinero y despedirme y todo eso.
Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposible no
reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escalinata
de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por qué
llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque apenas
podía con ella.
Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que usaba
cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella.
—Hola —me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber ido
arrastrando aquel trasto.
—Creí que no venías —le contesté—. ¿Qué diablos llevas ahí? No
necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que tengo
en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro?
Dejó la maleta en el suelo.
—Mi ropa —dijo—. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas?
—¿Qué? —le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro. Me
dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez.
—Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No pesa
nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de ésas.
Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás... ¿Puedo ir contigo, Holden?
¿Puedo? ¡Por favor!
—No. ¡Y cállate!
Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero es que
de verdad pensé que me iba al suelo.
—¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré contigo.
Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo...
—No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cállate de
una vez.
—Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que...
—No vas. Y a callar. Dame esa maleta —le dije. Se la quité de la mano y
estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar—. Creí que querías
salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold —le
dije de muy malos modos—. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función?
Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que se le
secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque si se
venía conmigo no saldría en esa representación.
—Vamos —le dije. Subí otra vez la escalinata del museo.
Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recogerla
cuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con ella.
—Venga, vámonos.
No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, dejé la
maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volvió la
espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así.
—No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que deja de
llorar —le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo grité
igual—. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a negar tarde.
No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Seguía
sin mirarme.
—¿Tomaste algo? —le pregunté. ¿Has comido ya?
No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza —la que yo le había
dado—, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Yo no
dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo.
—Vamos. Te llevaré al colegio. —No pienso volver al colegio.
Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin saber qué
decir unos minutos, parado en medio de la calle.
—Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quieres ser
Benedict Arnold, o no?
—No.
—Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí —le dije—.
En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuanto te
deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estación y
de allí me iré directamente...
—He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te dé la
gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya.
Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella sonaba
horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada vez
que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba.
—Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? —le pregunté—. ¿Quieres
que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en cambio
un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías?
No quiso contestarme, así que volví a decírselo:
—Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás mañana al
colegio como una buena chica?
—No lo sé —me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin mirar
siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca.
No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la acera
del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba con
el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fuimos
hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasaba un
autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no me
dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité:
—¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven!
No volvió la cabeza, pero sabía que me había oído, y cuando empecé a
bajar los escalones me volví y vi que estaba cruzando la calle para seguirme.
El zoológico estaba bastante desanimado porque hacía un día muy malo,
pero en torno al estanque de las focas se habían reunido unas cuantas
personas. Pasaba por allí sin detenerme cuando vi a Phoebe que fingía mirar
cómo daban de comer a los animales —había un tío echándoles pescado—,
así que volví atrás. Pensé que aquélla era buena ocasión para alcanzarla. Me
acerqué, me paré detrás de ella y le puse las manos en los hombros, pero
Phoebe dobló un poco las rodillas y se hizo a un lado. Ya les he dicho que
cuando le da por ahí, se pone bastante descarada. Se quedó mirando cómo
daban de comer a las focas y yo de pie tras ella. No volví a tocarla porque
sabía que si lo hacía se marcharía. Los críos tienen sus cosas. Hay que
andarse con mucho cuidado cuando uno trata con ellos.
Cuando se cansó del estanque de las focas, echó a andar si no a mi lado,
tampoco muy lejos de mí. Íbamos más o menos uno por cada extremo de la
acera. No era la situación ideal, pero era mejor que caminar a una milla de
distancia como antes. Subimos la colinita del zoológico y nos paramos en lo
alto, donde están los osos. Pero allí no había mucho que ver. Sólo estaba
fuera uno de ellos, el polar. El otro, el marrón, estaba metido en su cuevecita
dichosa y no le daba la gana de salir. No se le veía más que el trasero. A mi
lado había un crío de pie con un sombrero de vaquero que le tapaba hasta las
orejas. No hacía más que decir a su padre: «¡Hazle salir, papá! ¡Hazle salir!»
Miré a Phoebe pero no quiso reírse. A los niños se les nota en seguida
cuándo están enfadados en que no quieren reírse.
Dejamos de mirar a los osos, salimos del zoológico, cruzamos la callecita
del parque, y nos metimos en uno de esos túneles que siempre huelen a pis.
Era el camino del tiovivo. Phoebe seguía sin querer hablarme, pero por lo
menos ahora iba a mi lado. La cogí por el cinturón del abrigo, pero me dijo:
—Las manos en los bolsillos, si no te importa.
Aún estaba enfadada, pero no tanto como antes. Habíamos llegado muy
cerca del tiovivo y ya se oía esa musiquilla que toca siempre. En ese
momento sonaba «¡Oh, Marie!», la misma canción que cuando yo era
pequeño, como cincuenta años antes. Eso es lo bonito que tienen los
tiovivos, que siempre tocan la misma música.
—Creí que lo cerraban en invierno —me dijo Phoebe. Era la primera vez
que abría la boca. Probablemente se le había olvidado que estaba enfadada
conmigo.
—A lo mejor lo han abierto porque es Navidad —le dije.
No me contestó. Debía haberse acordado del enfado.
—¿Quieres subir? —le dije. Pensé que le gustaría. Cuando era muy
pequeñita y venía al parque con Allie y conmigo, le volvía loca montar en el
tiovivo. No había forma de bajarla de allí.
—Ya soy muy mayor —dijo. Pensé que no iba a decir nada, pero me
contestó.
—No es verdad. ¡Venga! Te esperaré. ¡Anda! —le dije. Habíamos
llegado. Subidos en el tiovivo había unos cuantos niños, la mayoría muy
chicos, mientras que en los bancos de alrededor esperaban unos cuantos
padres. Me acerqué a la ventanilla donde vendían los tickets y compré uno
para Phoebe. Luego se lo di. Estaba de pie justo a mi lado.
—Toma —le dije—. Espera un momento. Aquí tienes el resto de tu
dinero.
Quise darle lo que me quedaba, pero ella no me dejó.
—No, guárdalo tú. Guárdamelo —me dijo. Luego añadió—, por favor.
Me da mucha pena cuando alguien me dice «por favor», quiero decir
alguien como Phoebe. Me deprimió muchísimo. Volví a meterme el dinero
en el bolsillo.
—¿No vas a montar tú también? —me preguntó. Me miraba con una
expresión bastante rara. Se le notaba que ya no estaba enfadada conmigo.
—Quizá a la próxima. Esta te miraré —le dije—. ¿Tienes tu ticket?
—Sí.
—Entonces, ve. Yo te espero en ese banco. Te estaré mirando.
Me senté y ella subió al tiovivo. Dio la vuelta a toda la plataforma y al
final se montó en un caballo marrón muy grande y bastante tronado. Luego
el tiovivo se puso en marcha y la vi girar y girar. En esa vuelta habían
subido sólo como cinco o seis niños y la música era «Smoke Gets in Your
Eyes». El soniquete del aparato ese le daba a la canción un aire muy
gracioso, como de jazz. Todos los críos trataban de estirar los brazos para
tocar la anilla dorada del premio y Phoebe también. Me dio miedo que se
cayera del caballo, pero no le dije nada. A los niños hay que tratarles así.
Cuando se empeñan en hacer una cosa, es mejor dejarles. Si se caen que se
caigan, pero no es bueno decirles nada.
Cuando el tiovivo paró se bajó del caballo y vino a decirme:
—Esta vez te toca a ti.
—No. Prefiero verte montar —le dije. Le di más dinero—. Toma, saca
unos cuantos tickets.
Lo cogió.
—Ya no estoy enfadada contigo —dijo.
—Lo sé. Date prisa. Va a empezar otra vez.
De pronto, sin previo aviso, me dio un beso. Extendió la mano y me dijo:
—Llueve. Está empezando a chispear.
—Lo sé.
Luego hizo una cosa que me hizo mucha gracia. Me metió la mano en el
bolsillo del abrigo, sacó la gorra de caza, y me la puso.
—¿No la quieres tú? —le dije.
—Te la presto un rato.
—Bueno. Ahora date prisa. Vas a perderte esta vuelta. Te quitarán tu
caballo.
Pero no se movió.
—¿Es cierto lo que dijiste antes? ¿Que ya no vas a ninguna parte? ¿Irás a
casa desde aquí? —me preguntó.
—Sí —le dije. Y era verdad. No mentía. Pensaba ir desde allí—. Pero
date prisa. Ya empieza a moverse.
Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. Luego
dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caballo. Se
subió a él, me saludó con la mano, y yo le devolví el saludo. ¡Jo! ¡De pronto
empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padres y
madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hasta los
huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me empapé
bien, sobre todo el cuello y los pantalones. En cierto modo la gorra de caza
me protegía bastante, pero aun así me mojé. No me importó. De pronto me
sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la verdad,
me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. Sólo
porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vueltas sin
parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!
Capítulo 26
Esto es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cuando
volví a casa y cuando me puse enfermo, y a qué colegio voy a ir el próximo
otoño cuando salga de aquí, pero no tengo ganas. De verdad. En este
momento no me importa nada de eso.
Mucha gente, especialmente el siquiatra que tienen aquí, me pregunta si
voy a aplicarme cuando vuelva a estudiar en septiembre. Es una pregunta
estúpida. ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es
imposible. Yo creo que sí, pero, ¿cómo puedo saberlo con seguridad?
Vamos, que es una estupidez.
D.B. no es tan latoso como los demás, pero también me hace siempre un
montón de preguntas. Vino a verme el sábado pasado con una chica inglesa
que va a salir en la película que está escribiendo. Era la mar de afectada pero
muy guapa. En un momento en que se fue al baño, que está al fondo de la
otra ala del edificio, D.B. me preguntó qué pensaba de todo lo que les he
contado. No supe qué contestarle. Si quieren que les diga la verdad, no lo sé.
Siento habérselo dicho a tanta gente. De lo que estoy seguro es de que echo
de menos en cierto modo a todas las personas de quienes les he hablado,
incluso Stradlater y a Ackley, por ejemplo. Creo que hasta al cerdo de
Maurice le extraño un poco. Tiene gracia. No cuenten nunca nada a nadie.
En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos
a todo el mundo.
F I N