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Hermann Hesse

El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.

Hermann Hesse El lobo estepar io El lobo estepario Hermann Hesse A NOTACIONES DE HARRY HALLER Sólo para locos El día había t ranscurrido del m odo com o suelen t ranscurrir est os días; lo había m albarat ado, lo había consum ido suavem ent e con m i m anera prim it iva y ext raña de vivir; había t rabaj ado un buen rat o, dando vuelt as a los libros viej os; había t enido dolores durant e dos horas, com o suele t enerlos la gent e de alguna edad; había t om ado unos polvos y m e había alegrado de que los dolores se dej aran engañar; m e había dado un baño calient e, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido t res veces el correo y hoj eado las cart as, t odas sin im port ancia, y los im presos, había hecho m i gim nasia respirat oria, dej ando hoy por com odidad los ej ercicios de m edit ación; había salido de paseo una hora y había vist o dibuj adas en el cielo bellas y delicadas m uest ras de preciosos cirros. Est o era m uy bonit o, igual que la lect ura en los viej os libros y el est ar t endido en el baño calient e; pero, en sum a, no había sido precisam ent e un día encant ador, no había sido un día radiant e, de placer y Vent ura, sino sim plem ent e uno de est os días com o t ienen que ser, por lo vist o, para m í desde hace m ucho t iem po los corrient es y norm ales; días m esuradam ent e agradables, absolut am ent e llevaderos, pasables y t ibios, de un señor descont ent o y de ciert a edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desalient o y sin desesperanza; días en los cuales puede m edit arse t ranquila y obj et ivam ent e, sin agit aciones ni m iedos, hast a la cuest ión de si no habrá llegado el inst ant e de seguir el ej em plo del célebre aut or de los Est udios y sufrir un accident e al afeit arse. El que haya gust ado los ot ros días, los m alos, los de los at aques de got a o los del m aligno dolor de cabeza clavado det rás de los globos de los oj os, y convirt iendo, por art e del diablo, t oda act ividad de la vist a y del oído de una sat isfacción en un t orm ent o, o aquellos días de la agonía del espírit u, aquellos días t erribles del vacío int erior y de la desesperanza, en los cuales, en m edio de la t ierra dest ruida y esquilm ada por las sociedades anónim as, nos salen al paso, con sus m uecas com o un vom it ivo, la hum anidad y la llam ada cult ura con su fem ent ido brillo de feria, ordinario y de hoj alat a, concent rado t odo y llevado al colm o de lo insoport able dent ro del propio yo enferm o; el que haya gust ado aquellos días infernales, ése ha de est ar m uy cont ent o con est os días norm ales y m ediocres com o el de hoy; lleno de agradecim ient o se sent ará j unt o a la am able chim enea y con agradecim ient o com probará, al leer el periódico de la m añana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna part e ninguna nueva dict adura, ni se ha descubiert o en polít ica ni en el m undo de los negocios ningún chanchullo de im port ancia especial; con agradecim ient o habrá de t em plar las cuerdas de su lira enm ohecida para ent onar un salm o de grat it ud m esurado, regularm ent e alegre y casi placent ero, con el que aburrir a su callado y t ranquilo dios cont ent adizo y m ediocre, com o anest esiado con un poco de brom uro; y en el am bient e de t ibia pesadez de est e aburrim ient o m edio sat isfecho, de est a carencia de dolor t an de agradecer, se parecen los dos com o herm anos gem elos, el m onót ono y adorm ilado dios de la m ediocridad y el hom bre m ediocre algo encanecido que ent ona el salm o am ort iguado. Es algo herm oso est o de la aut osat isfacción, la falt a de preocupaciones, est os días llevaderos, a ras de t ierra, en los que no se at reven a grit ar ni el dolor ni el placer, donde t odo no hace sino susurrar y andar de punt illas. Ahora bien, conm igo se da el caso, por desgracia, de que yo no soport o con facilidad precisam ent e est a sem isat isfacción, que al poco t iem po m e result a int olerablem ent e odiosa y repugnant e, y t engo que refugiarm e desesperado en ot ras t em perat uras, a ser posible por la senda de 2 El lobo estepario Hermann Hesse los placeres y t am bién por necesidad por el cam ino de los dolores. Cuando he est ado una t em porada sin placer y sin dolor y he respirado la t ibia e insípida soport abilidad de los llam ados días buenos, ent onces se llena m i alm a infant il de un sent im ient o t an doloroso y de m iseria, que al dorm ecino dios de la sem isat isfacción le t iraría a la cara sat isfecha la m ohosa lira de la grat it ud, y m ás m e gust a sent ir dent ro de m í arder un dolor verdadero y endem oniado que est a confort able t em perat ura de est ufa. Ent onces se inflam a en m i int erior un fiero afán de sensaciones, de im presiones fuert es, una rabia de est a vida degradada, superficial, est erilizada y suj et a a norm as, un deseo frenét ico de hacer polvo alguna cosa, por ej em plo, unos grandes alm acenes o una cat edral, o a m í m ism o, de com et er t em erarias idiot eces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalm ent e respet ados, de equipar a un par de m uchachos rebeldes con el soñado billet e para Ham burgo, de seducir a una j ovencit a o ret orcer el pescuezo a varios represent ant es del orden social burgués. Porque est o es lo que yo m ás odiaba, det est aba y m aldecía principalm ent e en m i fuero int erno: est a aut osat isfacción, est a salud y com odidad, est e cuidado opt im ism o del burgués, est a bien alim ent ada y próspera disciplina de t odo lo m ediocre, norm al y corrient e. En t al disposición de ánim o t erm inaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y llevadero. No lo t erm inaba de la m anera norm al y convenient e para un hom bre algo enferm o, ent regándom e a la cam a preparada y provist a de una bot ella de agua calient e a m odo de im án; sino que insat isfecho y asqueado por m i poquit o de t rabaj o y descorazonado, m e calcé los zapat os, m e em but í en el abrigo, dirigiéndom e a la calle rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la host ería del Casco de Acero lo que los hom bres que beben llam an «un vaso de vino«, según un convencionalism o ant iguo. Así baj aba yo, pues, la escalera de m i sot abanco, est as penosas escaleras de la t ierra ext raña, est as escaleras burguesas, cepilladas y lim pias, de una decent ísim a casa de alquiler para t res fam ilias, j unt o a cuyo t ej ado t enía yo m i celda. No sé cóm o es est o, pero yo, el lobo est epario sin hogar, el enem igo solit ario del m undo de la pequeña burguesía, yo vivo siem pre en verdaderas casas burguesas. Est o debe ser un viej o sent im ent alism o por m i part e. No vivo en palacios ni en casas de prolet arios, sino siem pre exclusivam ent e en est os nidos de la pequeña burguesía, decent ísim os, aburridísim os e im pecablem ent e cuidados, donde huele a un poco de t rem ent ina y a un poco de j abón y donde uno se asust a, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puert a de la casa o si se ent ra con los zapat os sucios. Me gust a sin duda est a at m ósfera desde los años de m i infancia, y m i secret a nost algia hacia algo así com o un hogar m e lleva, sin esperanza, una y ot ra vez, por est os necios cam inos. Así es, y m e gust a t am bién el cont rast e en el que est á m i vida, m i vida solit aria, aj et reada y sin afect os, com plet am ent e desordenada, con est e am bient e fam iliar y burgués. Me com place respirar en la escalera est e olor de quiet ud, orden, lim pieza, decencia y dom est icidad, que a pesar de m i odio a la burguesía t iene siem pre algo em ot ivo para m í, y m e com place luego at ravesar la puert a de m i cuart o, donde t odo est o t erm ina, donde ent re los m ont ones de libros m e encuent ro las colillas de los cigarros y las bot ellas de vino, donde t odo es desorden, abandono e incuria, y donde t odo, libros, m anuscrit os, ideas, est á sellado e im pregnado por la m iseria del solit ario, por la problem át ica de la nat uraleza hum ana, por el vehem ent e afán de dot ar de un nuevo sent ido a la vida del hom bre que ha perdido el que t enía. Y ent onces pasé j unt o a la araucaria. En efect o, en el prim er piso de est a casa desem boca la escalera en el pequeño vest íbulo de una vivienda, que sin duda es aún m ás im pecable, m ás lim pia y m ás lust rosa que las dem ás, pues est e m odest o vest íbulo reluce por un cuidado sobrehum ano, es un brillant e y pequeño t em plo del orden. Sobre el suelo de parqué, que uno no se at reve a pisar, hay dos elegant es t aburet es, y sobre cada t aburet e una gran m acet a; en una crece una azalea, en la ot ra una araucaria bast ant e m agnífica, un árbol infant il sano y rect o, de la m ayor perfección, y hast a la últ im a hoj a acicular de la últ im a ram a reluce con la m ás fresca nit idez. A veces, cuando m e creo inobservado, uso est e lugar com o t em plo, m e sient o en un escalón sobre la araucaria, descanso un poco, j unt o las m anos y m iro con devoción hacia abaj o a est e 3 El lobo estepario Hermann Hesse j ardín del orden, cuyo aspect o em ot ivo y ridícula soledad m e conm ueven el alm a de un m odo ext raño. Det rás de est e vest íbulo, por decirlo así, en la som bra sagrada de la araucaria, barrunt o una vivienda llena de caoba relucient e, una vida llena de decencia y de salud, de levant arse t em prano y cum plim ient o del deber, fiest as fam iliares alegres con m oderación, visit as a la iglesia los dom ingos y acost arse a prim era hora. Con fingida alegría m e puse a t rot ar sobre el asfalt o de las calles, húm edo por la niebla. Las luces de los faroles, lacrim osas y em peñadas, m iraban a t ravés de la blanda opacidad y absorbían del suelo m oj ado los difusos reflej os. Mis años olvidados de la j uvent ud se m e represent aron; cuánt o m e gust aban ent onces aquellas noches t urbias y som brías de fines de ot oño y del invierno; cuán ávido y em briagado aspiraba ent onces el am bient e de soledad y m elancolía, corret eando hast a m edia noche por la nat uraleza host il y sin hoj as, em but ido en el gabán y baj o lluvia y t orm ent a, solo ya en aquella época t am bién, pero lleno de profunda com placencia y de versos, que después en m i alcoba escribía a la luz de la vela y sent ado sobre el borde de la cam a. Ahora ya est o había pasado, est e cáliz había sido apurado, y ya no m e lo volverían a llenar. ¿Habría que lam ent arlo? No. No había que lam ent ar nada de lo pasado. Era de lam ent ar lo de ahora, lo de hoy, t odas est as horas y días que yo iba perdiendo, que yo en m i soledad iba sufriendo, que ya no t raían ni dones agradables ni conm ociones profundas. Pero, gracias a Dios, no dej aba t am bién de haber excepciones: a veces, aunque raras, había t am bién horas que t raían hondas sacudidas y dones divinos, horas dem oledoras, que a m í, ext raviado, volvían a t ransport arm e j unt o al palpit ant e corazón del m undo. Trist e y, sin em bargo, est im ulado en lo m ás ínt im o, procuré acordarm e del últ im o suceso de est a clase. Había sido en un conciert o. Tocaban una ant igua m úsica m agnífica. Ent onces, ent re dos com pases de un pasaj e pianíst ico t ocado por oboes, se m e había vuelt o a abrir de repent e la puert a del m ás allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su t area, sufrí dolores bienavent urados, y ya no había de oponer resist encia a nada en el m undo, ni de t em er en el m undo a nada ya, había de afirm arlo t odo y de ent regar a t odo m i corazón. No duró m ucho t iem po, acaso un cuart o de hora; volvió en sueños aquella noche, y desde ent onces, a t ravés de los días de t rist eza, surgía radiant e alguna que ot ra vez de un m odo furt ivo; lo veía a veces cruzar claram ent e por m i vida durant e algunos m inut os, com o una huella de oro, divina, envuelt a casi siem pre profundam ent e en cieno y en polvo, brillar luego ot ra vez con chispas de oro, pareciendo que no había de perderse ya nunca, y, sin em bargo, perdida pront o de nuevo en los profundos abism os. Una vez sucedió por la noche que, est ando despiert o en la cam a, em pecé de pront o a recit ar versos, versos dem asiado bellos, dem asiado singulares para que yo hubiera podido pensar en escribirlos, versos que a la m añana siguient e ya no recordaba y que, sin em bargo, est aban guardados en m í com o la nuez sana y herm osa dent ro de una cáscara rugosa y viej a. Ot ra vez t om ó la visión con la lect ura de un poet a, con la m edit ación sobre un pensam ient o de Descart es o de Pascal; aún en ot ra ocasión volvió a surgir, est ando un día con m i am ada, y a conducirm e m ás adent ro en el cielo. ¡Ah, es difícil encont rar esa huella de Dios en m edio de est a vida que llevam os, en m edio de est e siglo t an cont est adizo, t an burgués, t an falt o de espirit ualidad, a la vist a de est as arquit ect uras, de est os negocios, de est a polít ica, de est os hom bres! ¿Cóm o no había yo de ser un lobo est epario y un pobre anacoret a en m edio de un m undo, ninguno de cuyos fines com part o, ninguno de cuyos placeres m e llam a la at ención? No puedo aguant ar m ucho t iem po ni en un t eat ro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro m oderno; no puedo com prender qué clase de placer y de alegría buscan los hom bres en los hot eles y en los ferrocarriles t ot alm ent e llenos, en los cafés replet os de gent e oyendo una m úsica fast idiosa y pesada; en los bares y variet és de las elegant es ciudades luj osas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias para los necesit ados de ilust ración, en los grandes lugares de deport es; no puedo ent ender ni com part ir t odos est os placeres, que a m í m e serían desde luego asequibles y por los que t ant os m illares de personas se afanan y se agit an. Y lo que, por el cont rario, m e sucede a m í en las raras horas de placer, lo que para m í es delicia, suceso, elevación y éxt asis, eso no lo conoce, ni lo am a, ni lo busca el m undo m ás que si acaso en las 4 El lobo estepario Hermann Hesse novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efect o, si el m undo t iene razón, si est a m úsica de los cafés, est as diversiones en m asa, est os hom bres am ericanos cont ent os con t an poco t ienen razón, ent onces soy yo el que no la t iene, ent onces es verdad que est oy loco, ent onces soy efect ivam ent e el lobo est epario que t ant as veces m e he llam ado, la best ia descarriada en un m undo que le es ext raño e incom prensible, que ya no encuent ra ni su hogar, ni su am bient e, ni su alim ent o. Con est as ideas habit uales seguí andando por la calle hum edecida, at ravesando uno de los m ás t ranquilos y viej os barrios de la ciudad. De pront o vi en la oscuridad, al ot ro lado de la calle, enfrent e de m í, una viej a t apia parda de piedras, que siem pre m e gust aba m irar; allí est aba siem pre, t an viej a y t an despreocupada, ent re una iglesia pequeña y un ant iguo hospit al; de día m e gust aba poner los oj os con frecuencia en su t osca superficie. Había pocas superficies t an calladas, t an buenas y t ranquilas en el int erior de la ciudad, donde, por ot ra part e, en cada m edio m et ro cuadrado le grit aba a uno a la cara su anuncio una t ienda, un abogado, un invent or, un m édico, un barbero o un callist a. Tam bién ahora volví a ver a la viej a t apia gozando t ranquila de su paz, y, sin em bargo, algo había cam biado en ella; vi una pequeña y linda puert a en m edio de la t apia con un arco oj ival y m e desconcert é, pues no sabía ya en realidad si est a puert a había est ado siem pre allí, o la habían puest o recient em ent e. Viej a parecía, sin duda, viej ísim a; probablem ent e la pequeña ent rada cerrada, con su puert a oscura de m adera, había servido de paso hace ya siglos a un soñolient o pat io convent ual, y t odavía hoy servía para lo m ism o, aun cuando el convent o ya no exist iera; y probablem ent e había vist o yo cien veces la puert a, sólo que no m e había dado cuent a de ella, quizás est aba recién pint ada y por eso m e llam aba la at ención. Sea com o fuere, m e quedé parado m irando at ent am ent e hacia aquella acera, sin at ravesar, sin em bargo; la calle por el cent ro t enía el piso t an blando y m oj ado... Me quedé en la ot ra acera, m irando sim plem ent e hacia aquel lado, era ya de noche, y m e pareció que en t orno de la puert a había una guirnalda o alguna cosa de colores. Y ent onces, al esforzarm e por ver con m ás precisión, dist inguí sobre el hueco de la puert a un escudo lum inoso, en el que m e parecía que había algo escrit o. Apliqué con afán los oj os y por fin at ravesé la calle, a pesar del lodo y el barro. Ent ones vi sobre la puert a, en el verde pardusco y viej o de la t apia, un espacio t enuem ent e ilum inado, por el que corrían y desaparecían rápidam ent e let ras m ovibles de colores, volvían a aparecer y se esfum aban. Tam bién han profanado, pensé, est a viej a y buena t apia para un anuncio lum inoso. Ent ret ant o, descifré algunas de las palabras fugit ivas, eran difíciles de leer y había que adivinarías en part e, las let ras aparecían con int ervalos desiguales, pálidas y borrosas, y desaparecían inm ediat am ent e. El hom bre que quería hacer su negocio con est o, no era hábil, era un lobo est epario, un pobre diablo. ¿Por qué ponía en j uego sus let ras aquí, sobre est a t apia, en la callej a m ás t enebrosa de la ciudad viej a, a est a hora, cuando nadie pasa por aquí, y por qué eran t an fugit ivas y ligeras las let ras, t an caprichosas y t an ilegibles? Pero... ya lo logré: conseguí at rapar varias palabras, unas det rás de ot ras, que decían: Teat ro m ágico. Ent rada no para cualquiera. No para cualquiera. I nt ent é abrir la puert a, el viej o y pesado picaport e no cedía a ningún esfuerzo. El j uego de las let ras había t erm inado, cesó de pront o, t rist em ent e, com o conscient e de su inut ilidad. Ret rocedí algunos pasos, m e m et í en el fango hast a los t obillos, ya no aparecían m ás let ras. El j uego se había ext inguido. Perm anecí m ucho rat o de pie en el lodo y esperé; en vano. Luego, cuando ya hube renunciado y est aba ot ra vez sobre la acera, cayeron por delant e de m í un par de let ras lum inosas de colores sobre el espej o del asfalt o. Leí: ¡Sólo... para... lo... cos! 5 El lobo estepario Hermann Hesse Se m e habían m oj ado los pies, y m e est aba helando, pero aún perm anecí un gran rat o en acecho. Nada m ás. Mient ras est uve allí de pie pensando cóm o los bonit os fuegos fat uos de las t enues y pint adas let ras habían bailot eado sobre la t apia húm eda y sobre el asfalt o negro brillant e, se m e volvió a ocurrir de repent e una fracción de m i ant erior pensam ient o: la alegría de la huella de oro resplandecient e, que se alej a t an pront o y no puede encont rarse. Me helaba y seguí andando, soñando con aquella huella, suspirando por la puert a de un t eat ro m ágico, sólo para locos. Ent ret ant o había ent rado en el barrio del m ercado, donde no falt aban diversiones noct urnas. Cada dos pasos había un anuncio y at raía un cart el: «Orquest a fem enina. Variet és. Cine. Dancing.» Pero t odo est o no era nada para m í, era para «cualquiera», para norm ales, com o en efect o los veía penet rar en grandes grupos por aquellas puert as. A pesar de t odo, m i t rist eza est aba un poco aclarada: ¡com o que m e había t ocado un saludo del ot ro m undo! , un par de let ras de colores habían bailado y j uguet eado sobre m i alm a y habían rozado acordes ínt im os, un resplandor de la huella de oro se había hecho ot ra vez visible. Busqué la pequeña y ant igua t aberna, en la que nada había cam biado desde m i prim era est ancia en est a ciudad hace unos veint icinco años, t am bién la t abernera era t odavía la de ant es, y algunos de los parroquianos de hoy est uvieron ya ent onces sent ados aquí, en el m ism o sit io, ant e los m ism os vasos. Ent ré en el m odest o cafet ín, aquí podía uno refugiarse. Ciert am ent e que era sólo un refugio com o, por ej em plo, el de la escalera j unt o a la araucaria; aquí t am poco encont raba yo hogar ni com unidad, sólo hallaba un lugar de observación, ant e un escenario, en el cual gent e ext raña represent aba ext rañas com edias; pero al m enos est e lugar apacible t enía en sí algo de valor: no había m uchedum bre, ni grit ería, ni m úsica, solam ent e un par de ciudadanos t ranquilos ant e m esas de m adera sin t apet e ( ¡ni m árm oles, ni porcelana, ni peluche, ni lat ón dorado! ) , y ant e cada uno, un buen vaso, un buen vino fuert e. Quizás est e par de parroquianos, a t odos los cuales conocía yo de vist a, eran verdaderos filist eos y t enían en sus casas, en sus viviendas de filist eos, pobres alt ares dom ést icos con ídolos de buen conform ar; quizá t am bién eran m ozos solit arios y descarrilados com o yo, t ranquilos y m edit abundos bebedores, de quebrados ideales, lobos de la est epa y pobres diablos ellos t am bién; yo no lo sabía. De cada uno de ellos t iraba hacia aquí una nost algia, un desengaño, una necesidad de com pensación; el casado buscaba la at m ósfera de su época de solt ero, el viej o funcionario, la rem iniscencia de sus años de est udiant e; t odos ellos eran bast ant e t acit urnos, y t odos eran bebedores y preferían, lo m ism o que yo, est ar aquí sent ados ant e m edio lit ro de vino de Alsacia a oír una orquest a de señorit as. Aquí at raqué, aquí se podía aguant ar una hora, acaso dos. Apenas hube t om ado un t rago del Alsacia, cuando not é que hoy no había com ido nada fuera del desayuno. Es m aravilloso t odo lo que el hom bre puede t ragar. Durant e unos buenos diez m inut os est uve leyendo un periódico, dej ando ent rar por los oj os el espírit u de un individuo irresponsable, que rum ia y m ast ica las palabras de ot ro, pero las devuelve sin digerir. Est o ingerí, t oda una colum na ent era. Y luego devoré un buen t rozo de hígado, recort ado del cuerpo de una t ernera sacrificada. ¡Maravilloso! Lo m ej or era el alsaciano. No m e gust an los vinos de fuerza, fogosos, por lo m enos no son para t odos los días, vinos que at raen con fuert es encant os y t ienen sabores fam osos y especiales. Prefiero generalm ent e vinos de la t ierra m uy puros, ligeros, m odest os, sin nom bre especial; se puede t olerar m ucho de est os vinos, y t ienen un sabor t an bueno y agradable, a cam po, a t ierra, a cielo y a bosque. Un vaso de vino de Alsacia y un t rozo de buen pan, esa es la m ej or de t odas las 'com idas. Ahora ya t enía yo dent ro una porción de hígado, goce especialísim o para m í, que rara vez com o carne, y t enía delant e el segundo vaso. Tam bién est o era m aravilloso, que en verdes valles de alguna part e buena gent e vigorosa cult ivara vides y se sacara vino, para que acá y allá por t odo el m undo, lej os de ellos, algunos ciudadanos desengañados y que em pinan el codo calladam ent e, algunos 6 El lobo estepario Hermann Hesse incorregibles lobos est eparios pudieran ext raer a sus vasos un poco de confianza y de alegría. Y por m í, ¡que siga siendo t an m aravilloso! Est aba bien, ent onaba, volvía el buen hum or. A propósit o de la ensalada de palabras del art ículo del periódico, m e salió t ardía una carcaj ada liberadora, y repent inam ent e volví a acordarm e de la olvidada m elodía de aquellos dulces com pases de oboes: com o una pequeña y relucient e pom pa de j abón la sent í ascender dent ro de m í, brillar, reflej ar policrom o y pequeño el m undo ent ero y rom perse de nuevo suavem ent e. Si había sido posible que est a pequeña m elodía celest ial echara m ist eriosam ent e raíces en m i alm a y un día dent ro de m í hiciera brot ar su encant adora flor con t odos los bellos m at ices, ¿podía est ar yo irrem isiblem ent e perdido? Y aunque yo fuera una best ia descarriada, incapaz de com prender al m undo que la rodea, no dej aba de haber un sent ido en m i vida insensat a, algo dent ro de m í respondía, era recept or de llam adas de lej anos m undos superiores, en m i cerebro se habían anim ado m il im ágenes: Coros de ángeles de Giot t o, de una pequeña bóveda azul en una iglesia de Padua, y j unt o a ellos iban Ham let y Ofelia coronada de flores, bellas alegorías de t oda la t rist eza y de t oda incom prensión en el m undo; allí est aba en el globo ardiendo el aeronaut a Gianozzo y t ocaba la t rom pet a; At ila Schm elzle llevaba en la m ano su som brero nuevo; el Borobudur hacía salt ar su m ont aña de escult uras. Y aun cuando t odas est as bellas figuras vivieran t am bién en ot ros m il corazones, t odavía quedaban ot ras diez m il im ágenes y m elodías desconocidas, para las cuales sólo dent ro de m í había un asilo, unos oj os que las vieran, unos oídos que las escucharan. La viej a t apia del hospit al con el viej o color verde pardo, sucia y ruinosa, en cuyas griet as y ruinas podía uno im aginarse cient os de frescos, ¿quién se ponía a t ono con ella, quién se adent raba en su espírit u, quién la am aba, quién percibía el encant o de sus colores en dulce agonía? Los viej os libros de los m onj es, con las m iniat uras t enuem ent e brillant es, y los libros olvidados por su pueblo de los poet as alem anes de hace doscient os y de hace cien años, t odos los t om os m anoseados y carcom idos por la hum edad, y los im presos y m anuscrit os de los m úsicos ant iguos, las t iesas y am arillent as hoj as de not as con fosilizados sueños de arm onías, ¿quién escuchaba sus voces espirit uales, picarescas y nost álgicas, quién llevaba el corazón lleno de su espírit u y de su encant o a t ravés de una edad t an diferent e y t an lej ana a ellos? ¿Quién se acordaba ya de aquel pequeño y duro ciprés en lo m ás alt o de la m ont aña sobre Gubbio, t ronchado y part ido por una roca desprendida y aferrado, sin em bargo, a vivir, hast a el punt o de echar una nueva copa m odest a y fragant e? ¿Quién hacía j ust icia a la cuidadosa señora del prim er piso y a su relucient e araucaria? ¿Quién leía de noche sobre las aguas del Rin las escrit uras que dej aban t razadas en el cielo las nubes viaj eras? Era el lobo est epario. ¿Y quién buscaba ent re los escom bros de la propia vida el sent ido que se había llevado el vient o, quién sufría lo aparent em ent e absurdo y vivía lo aparent em ent e loco y esperaba secret am ent e aún en el últ im o caos errant e la revelación y proxim idad de Dios? Apart é m i vaso, que la t abernera quería volver a llenarm e, y m e levant é. Ya no necesit aba m ás vino. La huella de oro había relam pagueado, m e había hecho recordar lo et erno, a Mozart y a las est rellas. Podía volver a respirar una hora, podía vivir, podía exist ir, no necesit aba sufrir t orm ent os, ni t ener m iedo, ni avergonzarm e. La finísim a y t enue lluvia im pulsada por el vient o frío t rem aba en t orno a los faroles y brillaba con helado cent elleo, cuando salí a la calle desiert a ya. ¿Adónde ahora? Si hubiese dispuest o en aquel m om ent o de una varit a de virt ud, se m e hubiera present ado al punt o un pequeño y lindo salón est ilo Luis XVI , en donde un par de buenos m úsicos m e hubiesen t ocado dos o t res piezas de Hándel y de Mozart . Para una cosa así t enía m i espírit u dispuest o en aquel inst ant e, y m e hubiera sorbido la m úsica noble y serena, com o los dioses beben el néct ar. Oh, ¡si yo hubiese t enido ahora un am igo, un am igo en una bohardilla cualquiera, ocupado en cualquier cosa a la luz de una buj ía y con un violín por allí en cualquier lado! ¡Cóm o m e hubiese deslizado hast a su callado refugio noct urno, hubiera t repado sin hacer ruido por las revuelt as de la escalera y lo hubiera sorprendido, celebrando en su com pañía con el diálogo y la m úsica dos horas celest iales 7 El lobo estepario Hermann Hesse aquella noche! Con frecuencia había gust ado est a felicidad ant iguam ent e, en años pasados ya, pero t am bién est o se m e había alej ado con el t iem po y est aba privado de ello; años m archit os se habían int erpuest o ent re aquello y est o. Lent am ent e em prendí el cam ino hacia m i casa, m e levant é el cuello del gabán y apoyé el bast ón en el suelo m oj ado. Aun cuando quisiera recorrer el cam ino m uy despacio, pront o m e hallaría sent ado ot ra vez en m i sot abanco, en m i pequeña ficción de hogar, que no era de m i gust o, pero de la cual no podía prescindir, pues para m í había pasado ya el t iem po en que pudiera andar am bulando al aire libre t oda una m adrugada lluviosa de invierno. Ea, ¡en el nom bre de Dios! Yo no quería est ropearm e el buen hum or de la noche, ni con la lluvia, ni con la got a, ni con la araucaria; y aunque no podía cont ar con una orquest a de cám ara y aunque no pudiera encont rarse un am igo solit ario con un violín, aquella linda m elodía seguía, sin em bargo, en m i int erior, y yo m ism o podía t arareárm ela con t oda claridad cant ándola por lo baj o en rít m icas inspiraciones. No, t am bién se las podía uno arreglar sin m úsica de salón y sin el am igo, y era ridículo consum irse en im pot ent es afanes sociales. Soledad era independencia, yo m e la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es ciert o, pero t am bién era t ranquila, m aravillosam ent e t ranquila y grande, com o el t ranquilo espacio frío en que se m ueven las est rellas. De un salón de baile por el que pasé, salió a m i encuent ro una violent a m úsica de j azz, ruda y cálida com o el vaho de carne cruda. Me quedé parado un inst ant e: siem pre t uvo est a clase de m úsica, aunque la execraba t ant o, un secret o at ract ivo para m í. El j azz m e producía aversión, pero m e era diez veces preferible a t oda la m úsica académ ica de hoy, llegaba con su rudo y alegre salvaj ism o t am bién hondam ent e hast a el m undo de m is inst int os, y respiraba una honrada e ingenua sensualidad. Est uve un rat o olfat eando, aspirando por la nariz est a m úsica chillona y sangrient a; vent eé, con envidia y perversidad, la at m ósfera de est as salas. Una m it ad de est a m úsica, la lírica, era pegaj osa, superazucarada y got eaba sent im ent alism o; la ot ra m it ad era salvaj e, caprichosa y enérgica, y, sin em bargo, am bas m it ades m archaban j unt as ingenua y pacíficam ent e y form aban un t odo. Era m úsica decadent ist a. En la Rom a de los últ im os em peradores t uvo que haber m úsica parecida. Nat uralm ent e que com parada con Bach y con Mozart y con m úsica verdadera, era una porquería..., pero est o m ism o era t odo nuest ro art e, t odo nuest ro pensam ient o, t oda nuest ra aparent e cult ura, si la com param os con cult ura aut ént ica. Y est a m úsica t enía la vent aj a de una gran sinceridad, de un negrism o innegable evident e y de un hum orism o alegre e infant il. Tenía algo de los negros y algo del am ericano, que a nosot ros los europeos, dent ro de t oda su puj anza, se nos ant oj a t an infant ilm ent e nuevo y t an aniñado. ¿Llegaría t am bién Europa a ser así? ¿Est aba ya en cam ino de ello? ¿Erram os nosot ros, los viej os conocedores del m undo ant iguo, de la ant igua m úsica verdadera, de la ant igua poesía legít im a, éram os nosot ros únicam ent e una exigua y necia m inoría de com plicados neurót icos, que m añana seríam os olvidados y puest os en ridículo? Lo que nosot ros llam ábam os «cult ura», espírit u, alm a, lo que t eníam os por bello y por sagrado, ¿era t odo un fant asm a no m ás, m uert o hace t iem po y t enido por aut ént ico y vivo t odavía solam ent e por un par de locos com o nosot ros? ¿Acaso no habría sido aut ént ico nunca, ni habría est ado vivo j am ás? ¿Habría podido ser siem pre una quim era y sólo una quim era eso por lo que t ant o nos afanam os nosot ros los locos? El viej o barrio de la ciudad m e acogió. Esfum ada e irreal, allí est aba la pequeña iglesia, envuelt a en t onalidad gris. De pront o se m e represent ó de nuevo el suceso de la t arde, con la enigm át ica puert a de arco oj ival, con la enigm át ica placa encim a, con las let ras lum inosas bailot eando burlescam ent e. ¿Qué decían sus inscripciones? «Ent rada no para cualquiera» y «Sólo para locos». Exam iné con la m irada la viej a t apia de la ot ra acera, deseando ínt im am ent e que el encant o volviese a em pezar y la inscripción m e invit ara de nuevo a m í, loco, y la pequeña puert a m e dej ara pasar. Allí quizás est uviera lo que yo anhelaba, allí t al vez t ocaran m úsica. Tranquila m e m iraba la oscura pared de piedra, envuelt a en niebla profunda, herm ét ica, hondam ent e abism ada en su sueño. Y en ninguna part e había una puert a, en 8 El lobo estepario Hermann Hesse part e alguna un arco oj ival, sólo la t apia oscura, callada, sin paso. Sonrient e, seguí m i cam ino, saludé am able con la cabeza al t apial: «Buenas noches, t apia; yo no t e despiert o. El t iem po vendrá en que t e derribarán, t e llenarán de codiciosos anuncios com erciales, pero ent ret ant o aún est ás ahí, aún eres bella y callada y m e gust as.» Surgiendo ant e m í de una oscura bocacalle, m e asust ó un individuo, un solit ario que se recogía t arde, con paso cansino, vest ido de blusa azul y con una gorra en la cabeza; sobre los hom bros llevaba un palo con un anuncio y delant e del vient re, suj et o por una correa, un caj ón abiert o, com o suelen llevarlos los vendedores en las ferias. Lent am ent e iba cam inando delant e de m í. No se volvió a m irarm e; si no, lo hubiera saludado y le hubiese dado un cigarro. A la luz del prim er farol int ent é leer su est andart e, su anuncio roj o pendient e del palo, pero iba oscilando, no podía descifrarse nada. Ent onces lo llam é y le rogué que m e enseñara el anuncio. Se quedó parado y sost uvo el ast a un poco m ás derecha; en aquel m om ent o pude leer let ras vacilant es e inseguras: VELADA ANARQUI STA TFATRO MAGI CO ENTRADA NO PARA CUAI ... - He est ado buscando a ust ed - grit é radiant e- . ¿Qué es esa velada? ¿Dónde? ¿Cuándo es? Él volvió a su cam ino: - No es para cualquiera - dij o indiferent e, con voz de sueño, y apret ó el paso. Ya iba cansado, y quería llegar cuant o ant es a su casa. - Espere - le grit é, corriendo t ras él- . ¿Qué lleva ust ed en el caj ón? Le com praré algo. Sin pararse, m et ió m ano el hom bre en su caj ón; m ecánicam ent e, sacó un pequeño follet o y m e lo alargó. Lo cogí en seguida y m e lo guardé. Mient ras m e desabrochaba el abrigo, para sacar dinero, t orció él por una puert a cochera, cerró la puert a t ras de sí y desapareció. En el pat io aún resonaron sus pesados pasos, prim ero sobre losas de piedra, después subiendo una escalera de m adera, luego ya no oí nada m ás. Y de pront o t am bién yo m e encont ré m uy cansado y t uve la sensación de que era m uy t arde y de que est aría bien llegar a casa. Corrí m ás de prisa, y at ravesando la dorm ida callej a del suburbio llegué a m i barrio de las ant iguas m urallas, donde viven los em pleados y los pequeños rent ist as en casas de alquiler m odest as y lim pias, t ras de un poco de césped y de hiedra. Pasando por la hiedra, por el césped, por el pequeño abet o, alcancé la puert a de m i casa, di con la cerradura, hallé la llave de la luz, m e deslicé j unt o a las puert as de crist ales, pasé por los arm arios barnizados y j unt o a las m acet as, abrí m i cuart o, m i pequeña apariencia de hogar, donde m e esperan el sillón y la est ufa, el t int ero y la caj a de pint uras, Novalis y Dost oiewski, igual que los ot ros, a los hom bres verdaderos, cuando vuelven a sus casas, los esperan la m adre o la m uj er, los hij os, las criadas, los perros y los gat os. Cuando m e quit é el abrigo m oj ado, volví a t ocar el pequeño opúsculo. Lo saqué, era un librillo m al im preso, en papel m alo, com o aquellos cuadernos El hom bre que había nacido en enero o Art e de hacerse en ocho días veint e años m ás j oven. Pero cuando m e hube acom odado en la but aca y m e puse las gafas de leer, vi, con asom bro y con la im presión de que de pront o se m e abría de par en par la puert a del dest ino, el t ít ulo en la cubiert a de est e follet o de feria: Tract at del lobo est epario. No para cualquiera Y lo que sigue era el cont enido del escrit o, que yo leí de un t irón, con t ensión siem pre crecient e. 9 El lobo estepario Hermann Hesse T RACTAT DEL LOBO ESTEPARIO No para cualquiera Érase una vez un individuo, de nom bre Harry, llam ado el lobo est epario. Andaba en dos pies, llevaba vest idos y era un hom bre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo est epario. Había aprendido m ucho de lo que las personas con buen ent endim ient o pueden aprender, y era un hom bre bast ant e int eligent e. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a est ar sat isfecho de sí m ism o y de su vida. Est o no pudo conseguirlo. Acaso ello proviniera de que en el fondo de su corazón sabía ( o creía saber) en t odo m om ent o que no era realm ent e un ser hum ano, sino un lobo de la est epa. Que discut an los int eligent es acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso ant es de su nacim ient o ya, había sido convert ido por art e de encant am ient o de lobo en hom bre, o si había nacido desde luego hom bre, pero dot ado del alm a de un lobo est epario y poseído o dom inado por ella, o por últ im o, si est a creencia de ser un lobo no era m ás que un product o de su im aginación o de un est ado pat ológico. No dej aría de ser posible, por ej em plo, que est e hom bre, en su niñez, hubiera sido acaso fiero e indóm it o y desordenado, que sus educadores hubiesen t rat ado de m at ar en él a la best ia y precisam ent e por eso hubieran hecho arraigar en su im aginación la idea de que, en efect o, era realm ent e una best ia, cubiert a sólo de una t enue funda de educación y sent ido hum ano. Mucho e int eresant e podría decirse de est o y hast a escribir libros sobre el part icular; pero con ello no se prest aría servicio alguno al lobo est epario, pues para él era com plet am ent e indiferent e que el lobo se hubiera int roducido en su persona por art e de m agia o a fuerza de golpes, o que se t rat ara sólo de una fant asía de su espírit u. Lo que los dem ás pudieran pensar de t odo est o, y hast a lo que él m ism o de ello pensara, no t enía valor para el propio int eresado, no conseguiría de ningún m odo ahuyent ar al lobo de su persona. El lobo est epario t enía, por consiguient e, dos nat uralezas, una hum ana y ot ra lobuna; ése era su sino. Y puede ser t am bién que est e sino no sea t an singular y raro. Se han vist o ya m uchos hom bres que dent ro de sí t enían no poco de perro, de zorro, de pez o de serpient e, sin que por eso hubiesen t enido m ayores dificult ades en la vida. En est a clase de personas vivían el hom bre y el zorro, o el hom bre y el pez, el uno j unt o al ot ro, y ninguno de los dos hacía daño a su com pañero, es m ás, se ayudaban m ut uam ent e, y en m uchos hom bres que han hecho buena carrera y son envidiados, fue m ás el zorro o el m ono que el hom bre quien hizo su fort una. Est o lo sabe t odo el m undo. En Harry, por el cont rario, era ot ra cosa; en él no corrían el hom bre y el lobo paralelam ent e, y m ucho m enos se prest aban m ut ua ayuda, sino que est aban en odio const ant e y m ort al, y cada uno vivía exclusivam ent e para m art irio del ot ro, y cuando dos son enem igos m ort ales y est án dent ro de una m ism a sangre y de una m ism a alm a, ent onces result a una vida im posible. Pero en fin, cada uno t iene su suert e, y fácil no es ninguna. Ahora bien, a nuest ro lobo est epario ocurría, com o a t odos los seres m ixt os, que, en cuant o a su sent im ient o, vivía nat uralm ent e unas veces com o lobo, ot ras com o hom bre; pero que cuando era lobo, el hom bre en su int erior est aba siem pre en acecho, observando, enj uiciando y crit icando, y en las épocas en que era hom bre, hacía el lobo ot ro t ant o. Por ej em plo, cuando Harry en su calidad de hom bre t enía un bello pensam ient o, o experim ent aba una sensación noble y delicada, o ej ecut aba una de las llam adas buenas acciones, ent onces el lobo que llevaba dent ro enseñaba los dient es, se reía y le m ost raba con sangrient o sarcasm o cuán ridícula le result aba t oda est a dist inguida farsa a un lobo de la est epa, a un lobo que en su corazón t enía perfect a conciencia de lo que le sent aba bien, que era t rot ar solit ario por las est epas, beber a rat os sangre o cazar una loba, y desde el punt o de vist a del lobo t oda acción hum ana 10 El lobo estepario Hermann Hesse t enía ent onces que result ar horriblem ent e cóm ica y absurda, est úpida y vana. Pero exact am ent e lo m ism o ocurría cuando Harry se sent ía lobo y obraba com o t al, cuando le enseñaba los dient es a los dem ás, cuando respiraba odio y enem iga t erribles hacia t odos los hom bres y sus m aneras y cost um bres m ent idas y desnat uralizadas. Ent onces era cuando se ponía en acecho en él precisam ent e la part e de hom bre que llevaba, lo llam aba anim al y best ia y le echaba a perder y le corrom pía t oda la sat isfacción en su esencia de lobo, sim ple, salvaj e y llena de salud. Así est aban las cosas con el lobo est epario, y es fácil im aginarse que Harry no llevaba precisam ent e una vida agradable y vent urosa. Pero con est o no se quiere decir que fuera desgraciado en una m edida singularísim a ( aunque a él m ism o así le pareciese, com o t odo hom bre cree que los sufrim ient os que le han t ocado en suert e son los m ayores del m undo) . Est o no debiera decirse de ninguna persona. Quien no lleva dent ro un lobo, no t iene por eso que ser feliz t am poco. Y hast a la vida m ás desgraciada t iene t am bién sus horas lum inosas y sus pequeñas flores de vent ura ent re la arena y el peñascal. Y est o ocurría t am bién al lobo est epario. Por lo general era m uy desgraciado, eso no puede negarse, y t am bién podía hacer desgraciados a ot ros, especialm ent e si los am aba y ellos a él. Pues t odos los que le t om aban cariño, no veían nunca en él m ás que uno de los dos lados. Algunos le querían com o hom bre dist inguido, int eligent e y original y se quedaban at errados y defraudados cuando de pront o descubrían en él al lobo. Y est o era irrem ediable, pues Harry quería, com o t odo individuo, ser am ado en su t ot alidad y no podía, por lo m ism o, principalm ent e ant e aquellos cuyo afect o le im port aba m ucho, esconder al lobo y repudiarlo. Pero t am bién había ot ros que precisam ent e am aban en él al lobo, precisam ent e a lo espont áneo, salvaj e, indóm it o, peligroso y violent o, y a ést os, a su vez, les producía luego ext raordinaria decepción y pena que de pront o el fiero y perverso lobo fuera adem ás un hom bre, t uviera dent ro de sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera adem ás escuchar a Mozart , leer versos y t ener ideales de hum anidad. Singularm ent e ést os eran, por lo general, los m ás decepcionados e irrit ados, y de est e m odo llevaba el lobo est epario su propia duplicidad y discordia int erna t am bién a t odas las exist encias ext rañas con las que se ponía en cont act o. Quien, sin em bargo, suponga que conoce al lobo est epario y que puede im aginarse su vida deplorable y desgarrada, est á, no obst ant e, equivocado, no sabe, ni con m ucho, t odo. No sabe ( ya que no hay regla sin excepción y un solo pecador es en det erm inadas circunst ancias preferido de Dios a novent a y nueve j ust os) que en el caso de Harry no dej aba de haber excepciones y m om ent os vent urosos, que él podía dej ar respirar, pensar y sent ir alguna vez al lobo y alguna vez al hom bre con libert ad y sin m olest arse, es m ás, que en m om ent os m uy raros, hacían los dos alguna vez las paces y vivían j unt os en am or y com pañía, de m odo que no sólo dorm ía el uno cuando el ot ro velaba, sino que am bos se fort alecían y cada uno de ellos redoblaba el valor del ot ro. Tam bién en la vida de est e hom bre parecía, com o por doquiera en el m undo, que con frecuencia t odo lo habit ual, lo conocido, lo t rivial y lo ordinario no habían de t ener m ás obj et o que lograr aquí o allí, un int ervalo aunque fuera pequeñísim o, una int errupción, para hacer sit io a lo ext raordinario, a lo m aravilloso, a la gracia. Si est as horas breves y raras de felicidad com pensaban y am ort iguaban el dest ino siniest ro del lobo est epario, de m anera que la vent ura y el infort unio en fin de cuent as quedaban equiparados, o si acaso t odavía m ás, la dicha cort a, pero int ensa de aquellas pocas horas absorbía t odo el sufrim ient o y aun arroj aba un saldo favorable, ello es de nuevo una cuest ión, sobre la cual la gent e ociosa puede m edit ar a su gust o. Tam bién el lobo m edit aba con frecuencia sobre ella, y ést os eran sus días m ás ociosos e inút iles. A propósit o de est o, aún hay que decir una cosa. Hay bast ant es personas de índole parecida a com o era Harry; m uchos art ist as principalm ent e pert enecen a est a especie. Est os hom bres t ienen t odos dent ro de sí dos alm as, dos nat uralezas; en ellos exist e lo divino y lo dem oníaco, la sangre m at erna y la pat erna, la capacidad de vent ura y la capacidad de sufrim ient o, t an host iles y confusos lo uno j unt o y dent ro de lo ot ro, com o est aban en Harry el lobo y el hom bre. Y est as personas, cuya exist encia es m uy agit ada, 11 El lobo estepario Hermann Hesse viven a veces en sus raros m om ent os de felicidad algo t an fuert e y t an indeciblem ent e herm oso, la espum a de la dicha m om ent ánea salt a con frecuencia t an alt a y deslum brant e por encim a del m ar del sufrim ient o, que est e breve relám pago de vent ura alcanza y encant a radiant e a ot ras personas. Así se producen, com o preciosa y fugit iva espum a de felicidad sobre el m ar de sufrim ient o, t odas aquellas obras de art e, en las cuales un solo hom bre at orm ent ado se eleva por un m om ent o t an alt o sobre su propio dest ino, que su dicha luce com o una est rella, y a t odos aquellos que la ven, les parece algo et erno y com o su propio sueño de felicidad. Todos est os hom bres, llám ense com o se quieran sus hechos y sus obras, no t ienen realm ent e, por lo general, una verdadera vida, es decir, su vida no es ninguna esencia, no t iene form a, no son héroes o art ist as o pensadores a la m anera com o ot ros son j ueces, m édicos, zapat eros o m aest ros, sino que su exist encia es un m ovim ient o y un fluj o y refluj o et ernos y penosos, est á infeliz y dolorosam ent e desgarrada, es t errible y no t iene sent ido, si no se est á dispuest o a ver dicho sent ido precisam ent e en aquellos escasos sucesos, hechos, ideas y obras que irradian por encim a del caos de una vida así. Ent re los hom bres de est a especie ha surgido el pensam ient o peligroso y horrible de que acaso t oda la vida hum ana no sea sino un t rem endo error, un abort o violent o y desgraciado de la m adre universal, un ensayo salvaj e y horriblem ent e desafort unado de la nat uraleza. Pero t am bién ent re ellos es donde ha surgido la ot ra idea de que el hom bre acaso no sea sólo un anim al m edio razonable, sino un hij o de los dioses y dest inado a la inm ort alidad. Toda especie hum ana t iene sus caract eres, sus sellos, cada una t iene sus virt udes y sus vicios, cada una, su pecado m ort al. A los caract eres del lobo est epario pert enecía el que era un hom bre noct urno. La m añana era para él una m ala part e del día, que le asust aba y que nunca le t raj o nada agradable. Nunca est uvo verdaderam ent e cont ent o en una m añana cualquiera de su vida, nunca hizo nada bueno en las horas ant es de m ediodía, nunca t uvo buenas ocurrencias ni pudo proporcionarse a sí m ism o ni a los dem ás alegrías en esas horas. Sólo en el t ranscurso de la t arde se iba ent onando y anim ando, y únicam ent e hacia la noche se m ost raba, en sus buenos días, fecundo, act ivo y a veces fogoso y alegre. Nunca ha t enido hom bre alguno una necesidad m ás profunda y apasionada de independencia que él. En su j uvent ud, siendo t odavía pobre y cost ándole t rabaj o ganarse el pan, prefería pasar ham bre y andar con los vest idos rot os, si así salvaba un poco de independencia. No se vendió nunca por dinero ni por com odidades, nunca a m uj eres ni a poderosos; m ás de cien veces t iró y apart ó de sí lo que a los oj os de t odo el m undo const it uía sus excelencias y vent aj as, para conservar en cam bio su libert ad. Ninguna idea le era m ás odiosa y horrible que la de t ener que ej ercer un cargo, som et erse a una dist ribución del t iem po, obedecer a ot ros. Una oficina, una cancillería, un negociado eran cosas para él t an execrables com o la m uert e, y lo m ás t errible que pudo vivir en sueños fue la reclusión en un cuart el. A t odas est as sit uaciones supo sust raerse, a veces m ediant e grandes sacrificios. En est o est aba su fort aleza y su virt ud, aquí era inflexible, aquí era su caráct er firm e y rect ilíneo. Pero a est a virt ud est aban ínt im am ent e ligados su sufrim ient o y su dest ino. Le sucedía lo que les sucede a t odos; lo que él, por un im pulso m uy ínt im o de su ser, buscó y anheló con la m ayor obst inación, logró obt enerlo, pero en m ayor m edida de la que es convenient e a los hom bres. En un principio fue su sueño y su vent ura, después su am argo dest ino. El hom bre poderoso en el poder sucum be; el hom bre del dinero, en el dinero; el servil y hum ilde, en el servicio; el que busca el placer, en los placeres. Y así sucum bió el lobo est epario en su independencia. Alcanzó su obj et ivo, fue cada vez m ás independient e, nadie t enía nada que ordenarle, a nadie t enía que aj ust ar sus act os, sólo y librem ent e det erm inaba él a su ant oj o lo que había de hacer y lo que había de dej ar. Pues t odo hom bre fuert e alcanza indefect iblem ent e aquello que va buscando con verdadero ahínco. Pero en m edio de la libert ad lograda se dio bien pront o cuent a Harry de que esa su independencia era una m uert e, que est aba solo, que el m undo lo abandonaba de un m odo siniest ro, que los hom bres no le im port aban nada; es m ás, que él m ism o a sí t am poco, que lent am ent e iba ahogándose en una at m ósfera cada vez m ás t enue de falt a de t rat o y de aislam ient o. Porque ya result aba que la soledad y la independencia no eran 12 El lobo estepario Hermann Hesse su afán y su obj et ivo, eran su dest ino y su condenación, que su m ágico deseo se había cum plido y ya no era posible ret irarlo, que ya no servía de nada ext ender los brazos abiert os lleno de nost algia y con el corazón henchido de buena volunt ad, brindando solidaridad y unión; ahora lo dej aban solo. Y no es que fuera odioso y det est ado y ant ipát ico a los dem ás. Al cont rario, t enía m uchos am igos. Muchos lo querían bien. Pero siem pre era únicam ent e sim pat ía y am abilidad lo que encont raba; lo invit aban, le hacían regalos, le escribían bonit as cart as, pero nadie se le aproxim aba espirit ualm ent e, por ninguna part e surgía com penet ración con nadie, y nadie est aba dispuest o ni era capaz de com part ir su vida. Ahora lo envolvía el am bient e de soledad, una at m ósfera de quiet ud, un apart am ient o del m undo que lo rodeaba, una incapacidad de relación, cont ra la cual no podía nada ni la volunt ad, ni el afán, ni la nost algia. Est e era uno de los caract eres m ás im port ant es de su vida. Ot ro era que había que clasificarlo ent re los suicidas. Aquí debe decirse que es erróneo llam ar suicidas sólo a las personas que se asesinan realm ent e. Ent re ést as hay, sin em bargo, m uchas que se hacen suicidas en ciert o m odo por casualidad y de cuya esencia no form a part e el suicidism o. Ent re los hom bres sin personalidad, sin sello m arcado, sin fuert e dest ino, ent re los hom bres adocenados y de rebaño hay m uchos que perecen por suicidio, sin pert enecer por eso en t oda su caract eríst ica al t ipo de los suicidas, en t ant o que, por ot ra part e, de aquellos que por su nat uraleza deben cont arse ent re los suicidas, m uchos, quizá la m ayoría, no ponen nunca m ano sobre sí en la realidad. El «suicida» - y Harry era uno- no es absolut am ent e preciso que est é en una relación especialm ent e violent a con la m uert e; est o puede darse t am bién sin ser suicida. Pero es peculiar del suicida sent ir su yo, lo m ism o da con razón que sin ella, com o un germ en especialm ent e peligroso, inciert o y com prom et ido, que se considera siem pre m uy expuest o y en peligro, com o si est uviera sobre el pico est rechísim o de una roca, donde un pequeño em puj e ext erno o una ligera debilidad int erior bast arían para precipit arlo en el vacío. Est a clase de hom bres se caract eriza en la t rayect oria de su dest ino porque el suicidio es para ellos el m odo m ás probable de m orir, al m enos según su propia idea. Est e t em peram ent o, que casi siem pre se m anifiest a ya en la prim era j uvent ud y no abandona a est os hom bres durant e t oda su vida, no presupone de ninguna m anera una. fuerza vit al especialm ent e debilit ada; por el cont rario, ent re los «suicidas» se hallan nat uralezas ext raordinariam ent e duras, am biciosas y hast a audaces. Pero así com o hay nat uralezas que a la m enor indisposición propenden a la fiebre, así est as nat uralezas, que llam am os «suicidas», y que son siem pre m uy delicadas y sensibles, propenden, a la m ás pequeña conm oción, a ent regarse int ensam ent e a la idea del suicidio. Si t uviéram os una ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad para ocuparse del hom bre y no solam ent e de los m ecanism os de los fenóm enos vit ales, si t uviéram os algo com o lo que debiera ser una ant ropología, algo así com o una psicología, serían conocidas est as realidades de t odo el m undo. Lo que hem os dicho aquí acerca de los suicidas se refiere t odo, nat uralm ent e, a la superficie, es psicología, est o es, un pedazo de física. Met afísicam ent e considerada, la cuest ión est á de ot ro m odo y m ucho m ás clara, pues en est e sent ido los «suicidas» se nos ofrecen com o los at acados del sent im ient o de la individuación, com o aquellas alm as para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y evolución, sino su disolución, t ornando a la m adre, a Dios, al t odo. De est as nat uralezas hay m uchísim as perfect am ent e incapaces de com et er j am ás el suicidio real, porque han reconocido profundam ent e su pecado. Para nosot ros, son, sin em bargo, suicidas, pues ven la redención en la m uert e, no en la vida; est án dispuest os a elim inarse y ent regarse, a ext inguirse y volver al principio. Com o t oda fuerza puede t am bién convert irse en una flaqueza ( es m ás, en det erm inadas circunst ancias se conviert e necesariam ent e) , así puede a la inversa el suicida t ípico hacer a m enudo de su aparent e debilidad una fuerza y un apoyo, lo hace en efect o con ext raordinaria frecuencia. Ent re est os casos cuent a t am bién el de Harry, el lobo est epario. Com o m illares de su especie, de la idea de que en t odo m om ent o le est aba abiert o el cam ino de la m uert e no sólo se hacía una t ram a fant ást ica m elancólico- 13 El lobo estepario Hermann Hesse infant il, sino que de la m ism a idea se forj aba un consuelo y un sost én. Ciert am ent e que en él, com o en t odos los individuos de su clase, t oda conm oción, t odo dolor, t oda m ala sit uación en la vida, despert aba al punt o el deseo de sust raerse a ella por m edio de la m uert e. Pero poco a poco se creó de est a predisposición una filosofía út il para la vida. La fam iliaridad con la idea de que aquella salida ext rem a est aba const ant em ent e abiert a, le daba fuerza, lo hacía curioso para apurar los dolores y las sit uaciones desagradables, y cuando le iba m uy m al, podía expresar su sent im ient o con feroz alegría, con una especie de m aligna alegría: «Tengo gran curiosidad por ver cuánt o es realm ent e capaz de aguant ar un hom bre. En cuant o alcance el lím it e de lo soport able, no habrá m ás que abrir la puert a y ya est aré fuera.» Hay m uchos suicidas que de est a idea logran ext raer fuerzas ext raordinarias. Por ot ra part e, a t odos los suicidas les es fam iliar la lucha con la t ent ación del suicidio. Todos saben m uy bien, en alguno de los rincones de su alm a, que el suicidio es, en efect o, una salida, pero m uy vergonzant e e ilegal, que en el fondo, es m ás noble y m ás bello dej arse vencer y sucum bir por la vida m ism a que por la propia m ano. Est a conciencia, est a m ala conciencia, cuyo origen es el m ism o que el de la m ala conciencia de los llam ados aut osat isfechos, obliga a los suicidas a una lucha const ant e cont ra su t ent ación. Est os luchan, com o lucha el clept óm ano cont ra su vicio. Tam bién al lobo est epario le era perfect am ent e conocida est a lucha; con t oda clase de arm as la había sost enido. Finalm ent e, llegó, a la edad de unos cuarent a y siet e años, a una ocurrencia feliz y no exent a de hum orism o, que le producía gran alegría. Fij ó la fecha en que cum pliera cincuent a años com o el día en el cual había de poder perm it irse el suicidio. En dicho día, así lo convino consigo m ism o, habría de est ar en libert ad de ut ilizar la salida para caso de apuro, o no ut ilizarla, según el cariz del t iem po. Aunque le pasase lo que quisiera, aunque se pusiera enferm o, perdiese su dinero, experim ent ara sufrim ient os y am arguras, ¡t odo est aba em plazado, t odo podía a lo sum o durar est os pocos años, m eses, días, cuyo núm ero iba dism inuyendo const ant em ent e! Y, en efect o, soport aba ahora con m ucha m ás facilidad m uchas incom odidades que ant es lo m art irizaban m ás y m ás t iem po, y acaso lo conm ovían hast a los t uét anos. Cuando por cualquier m ot ivo le iba part icularm ent e m al, cuando a la desolación, al aislam ient o y a la depravación de su vida se le agregaban adem ás dolores o pérdidas especiales, ent onces podía decirles a los dolores: «¡Esperad dos años no m ás y seré vuest ro dueño! » Y luego se abism aba con cariño en la idea de que el día en que cum pliera los cincuent a años, llegarían por la m añana las cart as y las felicit aciones, m ient ras que él, seguro de su navaj a de afeit ar, se despedía de t odos los dolores y cerraba la puert a t ras sí. Ent onces verían la got a en las art iculaciones, la m elancolía, el dolor de cabeza y el dolor de est óm ago dónde se quedaban. Aún rest a explicar el fenóm eno específico del lobo est epario y, sobre t odo, su relación part icular con la burguesía, refiriendo est os hechos a sus leyes fundam ent ales. Tom em os com o punt o de part ida, puest o que ello se ofrece por sí m ism o, aquella su relación con lo «burgués». El lobo est epario est aba, según su propia apreciación, com plet am ent e fuera del m undo burgués, ya que no conocía ni vida fam iliar ni am biciones sociales. Se sent ía en absolut o com o individualidad aislada, ya com o ser ext raño y enferm izo anacoret a, ya com o hipernorm al, com o un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas norm as de la vida corrient e. Conscient e, despreciaba al hom bre burgués y t enía a orgullo no serlo. Est o no obst ant e, vivía en m uchos aspect os de un m odo ent eram ent e burgués; t enía dinero en el Banco y ayudaba a parient es pobres, es verdad que se vest ía sin at ildam ient o, pero con decencia y para no llam ar la at ención; procuraba vivir en buena paz con la Policía, con el recaudador de cont ribuciones y ot ros poderes parecidos. Pero, adem ás, lo at raía t am bién un fuert e y secret o afán const ant e hacia el m undo de la pequeña burguesía, hacia las t ranquilas y decent es casas de 14 El lobo estepario Hermann Hesse fam ilia, con j ardinillos lim pios, escaleras relucient es y t oda su m odest a at m ósfera de orden y de pulcrit ud. Le gust aba t ener sus pequeños vicios y sus ext ravagancias, sent irse ext raburgués, com o ent e raro o com o genio, pero no habit aba ni vivía nunca, por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni est aba en su elem ent o ent re los hom bres violent os y de excepción, ni ent re los crim inales y m al avenidos con la ley, sino que se quedaba siem pre viviendo en los dom inios de la burguesía, con cuyos hábit os, norm as y am bient e no dej aba de est ar en relación, aunque fuera ant agónica y rebelde. Adem ás, se había criado en una educación de pequeña burguesía y había conservado desde ent onces una m ult it ud de concept os y rut inas. Teóricam ent e no t enía nada cont ra la prost it ución, pero hubiera sido incapaz de t om ar en serio personalm ent e a una prost it ut a y de considerarla realm ent e com o su igual. Al acusado de delit os polít icos, al revolucionario o al induct or espirit ual perseguido por el Est ado y por la sociedad podía est im ar com o a un herm ano, pero con un ladrón, salt eador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, com o no fuera com padecerlos de un m odo un t ant o burgués. De est a m anera reconocía y afirm aba siem pre con una m it ad de su ser y de su act ividad, lo que con la ot ra m it ad negaba y com bat ía. Educado con severidad y buenas cost um bres en una casa cult a de la burguesía, est aba siem pre apegado con part e de su alm a a los órdenes de est e m undo, aun después de haberse individualizado hacía m ucho t iem po por encim a de t oda m edida posible en un am bient e burgués y de haberse libert ado del cont enido ideal y del credo de la burguesía. Lo «burgués», pues, com o un est ado siem pre lat ent e dent ro de lo hum ano, no es ot ra cosa que el ensayo de una com pensación, que el afán de un t érm ino m edio de avenencia ent re los num erosos ext rem os y dilem as cont rapuest os de la hum ana conduct a. Si t om am os com o ej em plo cualquiera de est os dilem as de cont raposición, a saber, el de un sant o y un libert ino, se com prenderá al punt o nuest ra alegría. El hom bre t iene la facult ad de ent regarse por ent ero a lo espirit ual, al int ent o de aproxim ación a lo divino, al ideal de los sant os. Tiene t am bién, por el cont rario, la facult ad de ent regarse por com plet o a la vida del inst int o, a los apet it os sensuales y de dirigir t odo su afán a la obt ención de placeres del m om ent o. Uno de los cam inos acaba en el sant o, en el m árt ir del espírit u, en la propia renunciación y sacrificio por am or a Dios. El ot ro cam ino acaba en el libert ino, en el m árt ir de los inst int os, en el propio sacrificio en aras de la descom posición y el aniquilam ient o. Ahora bien, el burgués t rat a de vivir en un t érm ino m edio confort able ent re am bas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de ent regarse ni a la em briaguez ni al ascet ism o, nunca será m árt ir ni consent irá en su aniquilam ient o. Al cont rario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la sant idad ni a lo cont rario; la incondicionalidad le es insoport able; sí quiere servir a Dios, pero t am bién a los placeres del m undo; sí quiere ser virt uoso, pero al m ism o t iem po pasarlo en la t ierra un poquit o bien y con com odidad. En resum en, t rat a de colocarse en el cent ro, ent re los ext rem os, en una zona t em plada y agradable, sin violent as t em pest ades ni t orm ent as, y est o lo consigue, desde luego, aun a cost a de aquella int ensidad de vida y de sensaciones que proporciona una exist encia enfocada hacia lo incondicional y ext rem o. I nt ensivam ent e no se puede vivir m ás que a cost a del yo. Pero el burgués no est im a nada t ant o com o al yo ( claro que un yo desarrollado sólo rudim ent ariam ent e) . A cost a de la int ensidad alcanza seguridad y conservación; en vez de posesión de Dios, no cosecha sino t ranquilidad de conciencia; en lugar de placer, bienest ar; en vez de libert ad, com odidad; en vez de fuego abrasador, una t em perat ura agradable. El burgués es consiguient em ent e por nat uraleza una criat ura de débil im pulso vit al, m iedoso, t em iendo la ent rega de sí m ism o, fácil de gobernar. Por eso ha sust it uido el poder por el régim en de m ayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el sist em a de vot ación. Es evident e que est e ser débil y asust adizo, aun exist iendo en cant idad t an considerable, no puede sost enerse, que por razón de sus cualidades no podría represent ar en el m undo ot ro papel que el de rebaño de corderos ent re lobos errant es. Sin em bargo, vem os que, aunque en t iem pos de los gobiernos de nat uralezas m uy 15 El lobo estepario Hermann Hesse vigorosas el ciudadano burgués es inm ediat am ent e aplast ado cont ra la pared, no perece nunca, y a veces hast a se nos ant oj a que dom ina en el m undo. ¿Cóm o es est o posible? Ni el gran núm ero de sus rebaños, ni la virt ud, ni el com m on sense, ni la organización serían lo bast ant e fuert es para salvarlo de la derrot a. No hay m edicina en el m undo que pueda sost ener a quien t iene la int ensidad vit al t an debilit ada desde el principio. Y sin em bargo, la burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué? La respuest a es la siguient e: por los lobos est eparios. En efect o, la fuerza vit al de la burguesía no descansa en m odo alguno sobre las cualidades de sus m iem bros norm ales, sino sobre las de los ext raordinariam ent e num erosos out siders que puede cont ener aquélla gracias a lo desdibuj ado y a la elast icidad de sus ideales. Viven siem pre dent ro de la burguesía una gran cant idad de t em peram ent os vigorosos y fieros. Nuest ro lobo est epario, Harry, es un ej em plo caract eríst ico. Él, que se ha individualizado m ucho m ás allá de la m edida posible a un hom bre burgués, que conoce las delicias de la m edit ación, igual que las t enebrosas alegrías del odio a t odo y a sí m ism o, que desprecia la ley, la virt ud y el com m on sense es un adept o forzoso de la burguesía y no puede sust raerse a ella. Y así acam pan en t orno de la m asa burguesa, verdadera y aut ént ica, grandes sect ores de la hum anidad, m uchos m illares de vidas y de int eligencias, cada una de las cuales, aunque se sale del m arco de la burguesía y est aría llam ada a una vida de incondicionalidades, es, sin em bargo, at raída por sent im ient os infant iles hacia las form as burguesas y cont agiada un t ant o de su debilit ación en la int ensidad vit al, se aferra de ciert a m anera a la burguesía, quedando de algún m odo suj et a, som et ida y obligada a ella. Pues a ést a le cuadra, a la inversa, el principio de los poderosos: «Quien no est á cont ra m í, est á conm igo.» Si exam inam os en est e aspect o el alm a del lobo est epario, se nos m anifiest a ést e com o un hom bre al cual su grado elevado de individuación lo clasifica ya ent re los no burgueses, pues t oda individuación superior se orient a hacia el yo y propende luego a su aniquilam ient o. Vem os cóm o sient e dent ro de sí fuert es est ím ulos, t ant o hacia la sant idad com o hacia el libert inaj e, pero a causa de alguna debilit ación o pereza no pudo dar el salt o en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado ast ro m at erno de la burguesía. Est a es su sit uación en el Universo, ést e su at adero. La inm ensa m ayoría de los int elect uales, la m ayor part e de los art ist as pert enecen a est e t ipo. Únicam ent e los m ás vigorosos de ellos t raspasan la at m ósfera de la t ierra burguesa y llegan al cosm os, t odos los dem ás se resignan o t ransigen, desprecian la burguesía y pert enecen a ella sin em bargo, la robust ecen y glorifican, al t ener que acabar por afirm aría para poder seguir viviendo. Est as num erosas exist encias no llegan a lo t rágico, pero sí a un infort unio y a una desvent ura m uy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y fruct ificar sus t alent os. Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia, logran lo absolut o y sucum ben de m anera adm irable; son los t rágicos, su núm ero es reducido. Pero a los ot ros, a los que perm anecen som et idos, cuyos t alent os son con frecuencia obj et o de grandes honores por part e de la burguesía, a ést os les est á abiert o un t ercer im perio, un m undo im aginario, pero soberano: est os m árt ires perpet uos, a los cuales les es negada la pot encia necesaria para lo t rágico, para abrirse cam ino hast a los espacios siderales, que se sient en llam ados hacia lo absolut o y, sin em bargo, no pueden vivir en él: a ellos se les ofrece, cuando su espírit u se ha fort alecido y se ha hecho elást ico en el sufrim ient o, la salida acom odat icia al hum orism o. El hum orism o es siem pre un poco burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de com prenderlo. En su esfera im aginaria encuent ra realización el ideal enm arañado y com plicado de t odos los lobos est eparios: aquí es posible no sólo afirm ar a la vez al sant o y al libert ino, plegando los polos hast a j unt arlos, sino com prender adem ás en la afirm ación al propio burgués. Al poseído de Dios le es, sin duda, m uy posible afirm ar al crim inal, y viceversa; pero a am bos, y a t odos los ot ros seres absolut os, les es im posible afirm ar aquel t érm ino t ibio y neut ral, lo burgués. Sólo el hum orism o, el m agnífico invent o de los det enidos en su llam am ient o hacia lo m ás grande, de los casi t rágicos, de los infelices de la m áxim a capacidad, sólo el hum orism o ( quizás el product o m ás caract eríst ico y m ás genial de la hum anidad) lleva a cabo est e im posible, cubre y com bina t odos los círculos de la 16 El lobo estepario Hermann Hesse nat uraleza hum ana con las irradiaciones de sus prism as. Vivir en el m undo, com o si no fuera el m undo, respet ar la ley y al propio t iem po est ar por encim a de ella, poseer, «com o si no se poseyera», renunciar, com o si no se t rat ara de una renunciación - t an sólo el hum orism o est á en condiciones de realizar t odas est as exigencias, favorit as y form uladas con frecuencia, de una sabiduría superior de la vida. Y en caso de que el lobo est epario, a quien no falt an facult ades y disposición para ello, lograra en el laberint o de su infierno acabar de cocer y de t ranspirar est a bebida m ágica, ent onces est aría salvado. Aún le falt a m ucho para ello. Pero la posibilidad, la esperanza, exist e. Quien lo quiera, quien sient a sim pat ías por él, debe desearle est a salvación. Ciert am ent e que de est e m odo él se quedaría para siem pre dent ro de lo burgués, pero sus t orm ent os serían llevaderos y fruct íferos. Su relación con la burguesía, en am or y en odio, perdería la sent im ent alidad, y su ligadura a est e m undo cesaría de m art irizarlo const ant em ent e com o una vergüenza. Para alcanzar est o o acaso para, al final, poder t odavía osar el salt o en el espacio, t endría un lobo est epario así que enfrent arse alguna vez consigo m ism o, m irar hondam ent e en el caos de la propia alm a y llegar a la plena conciencia de sí. Su exist encia enigm át ica se le revelaría al inst ant e en su plena invariabilidad, y a part ir de ent onces sería im posible volver a refugiarse una y ot ra vez desde el infierno de sus inst int os en los consuelos filosófico- sent im ent ales, y de ést os en el ciego t orbellino de su esencia lobuna. El hom bre y el lobo se verían obligados a reconocerse m ut uam ent e, sin caret as sent im ent ales engañosas, y a m irarse fij am ent e a los oj os. Ent onces, o bien explot arían, disgregándose para siem pre, de m odo que se acabara el lobo est epario, o bien concert arían un m at rim onio de razón a la luz nacient e del hum orism o. Es posible que Harry se encuent re un día ant e est a últ im a posibilidad. Es posible que un día llegue a reconocerse, bien porque caiga en sus m anos uno de nuest ros pequeños espej os, o porque t ropiece con los inm ort ales, o porque encuent re quizás en uno de nuest ros t eat ros de m agia aquello que necesit a para la liberación de su alm a abandonada en la m iseria. Mil posibilidades así lo aguardan, su dest ino las at rae con fuerza irresist ible, t odos est os individuos al m argen de la burguesía viven en la at m ósfera de est as posibilidades. Una insignificancia bast a, y surge la chispa. Y t odo est o lo conoce m uy bien el lobo est epario, aun cuando no llegue nunca a ver est e t rozo de su biografía int erna. Presient e su sit uación dent ro del edificio del m undo, presient e y conoce a los inm ort ales, presient e y t em e la posibilidad de un encuent ro consigo m ism o, sabe de la exist encia de aquel espej o, en el cual sient e t an t errible necesidad de m irarse y en el cual t em e con m ort al angust ia verse reflej ado. Para t erm inar nuest ro est udio queda por resolver t odavía una últ im a ficción, una m ixt ificación fundam ent al. Todas las «aclaraciones», t oda la psicología, t odos los int ent os de com prensión necesit an, desde luego, de los m edios auxiliares, t eorías, m it ologías, ficciones; y un aut or honrado no debería om it ir al final de una exposición la resolución en lo posible de est as ficciones. Cuando digo «arriba» o «abaj o», ya es est o una afirm ación que necesit a explicarse, pues un arriba y un abaj o no los hay m ás que en el pensam ient o, en la abst racción. El m undo m ism o no conoce ningún arriba ni abaj o. Así es t am bién, para decirlo pront o, una m ent ira el lobo est epario. Cuando Harry se considera a sí m ism o com o hom bre- lobo y piensa que est á com puest o de dos seres host iles y cont rarios, ello es puram ent e una m it ología sim plificadora. Harry no es un hom bre- lobo, y si nosot ros t am bién acogim os, aparent em ent e sin fij arnos, su ficción, por él m ism o invent ada y creída, t rat ando de considerarlo y de explicarlo realm ent e com o un ent e doble, com o lobo est epario, nos aprovecham os de un engaño con la esperanza de ser com prendidos m ás fácilm ent e, engaño cuya depuración debe int ent arse ahora. La bidivisión en lobo y hom bre, en inst int o y espírit u, por la cual Harry procura hacerse m ás com prensible su sino, es una sim plificación m uy grosera, una violencia ej ercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de 17 El lobo estepario Hermann Hesse las cont radicciones que est e hom bre encuent ra dent ro de sí y que le parecen la fuent e de sus no escasos sufrim ient os. Harry encuent ra en sí un «hom bre», est o es, un m undo de ideas, sent im ient os, de cult ura, de nat uraleza dom inada y sublim ada, y a la vez encuent ra allí al lado, t am bién dent ro de sí, un «lobo», es decir, un m undo som brío de inst int os, de fiereza, de crueldad, de nat uraleza ruda, no sublim ada. A pesar de est a división aparent em ent e t an clara de su ser en dos esferas que le son host iles, ha com probado, sin em bargó, alguna vez que por un rat o, durant e algún feliz m om ent o, se reconcilian el lobo y el hom bre. Si Harry quisiera t rat ar de det erm inar en cada inst ant e aislado de su vida, en cada uno de sus act os, en cada una de sus sensaciones, qué part icipación t uviera el hom bre y cuál el lobo, se encont raría en un callej ón sin salida y se vendría abaj o t oda su bella t eoría del lobo. Pues no hay un solo hom bre, ni siquiera el negro prim it ivo, ni t am poco el idiot a, t an lindam ent e sencillo que su nat uraleza pueda explicarse com o la sum a de sólo dos o t res elem ent os principales; y querer explicar a un hom bre precisam ent e t an diferenciado com o Harry con la división pueril en lobo y hom bre, es un int ent o infant il desesperado. Harry no est á com puest o de dos seres, sino de cient o, de m illares. Su vida oscila ( com o la vida de t odos los hom bres) no ya ent re dos polos, por ej em plo el inst int o y el alm a, o el sant o y el libert ino, sino que oscila ent re m illares, ent re incont ables pares de polos. No ha de asom brarnos que un hom bre t an inst ruido y t an int eligent e com o Harry se t enga por un lobo est epario, crea poder encerrar la rica y com plicada t ram a de su vida en una fórm ula t an llana, t an prim it iva y brut al. El hom bre no posee m uy desarrollada la capacidad de pensar, y hast a el m ás espirit ual y cult ivado m ira al m undo y a sí propio siem pre a t ravés del lent e de fórm ulas m uy ingenuas, sim plificadoras y engañosas - ¡ especialm ent e a sí propio! - . Pues, a lo que parece, es una necesidad innat a fat al en t odos los hom bres represent arse cada uno su yo com o una unidad. Y aunque est a quim era sufra con frecuencia algún grave cont rat iem po y alguna sacudida, vuelve siem pre a curar y surgir lozana. El j uez, sent ado frent e al asesino y m irándolo a los oj os, que oye hablar t odo un rat o al crim inal con su propia voz ( la del j uez) y encuent ra adem ás en su propio int erior t odos los m at ices y capacidades y posibilidades del ot ro, vuelve ya al m om ent o siguient e a su propia ident idad, a ser Juez, se cobij a de nuevo rápidam ent e en la funda de su yo im aginario, cum ple con su deber y condena a m uert e al asesino. Y si alguna vez en las alm as hum anas organizadas delicadam ent e y de especiales condiciones de t alent o surge el present im ient o de su diversidad, si ellas, com o t odos los genios, rom pen el m it o de la unidad de la persona y se consideran com o polipart it as, com o un haz de m uchos yos, ent onces, con sólo que lleguen a expresar est o, las encierra inm ediat am ent e la m ayoría, llam a en auxilio a la ciencia, com prueba esquizofrenia y prot ege al m undo de que de la boca de est os desgraciados t enga que oír un eco de la verdad. Pero ¿ a qué perder aquí palabras, a qué expresar cosas cuyo conocim ient o se sobreent iende para t odo el que piense, pero que no es cost um bre expresarlas? Cuando, por consiguient e, un hom bre se adelant a a ext ender a una duplicidad la unidad im aginada del yo, result a ya casi un genio, al m enos en t odo caso una excepción rara e int eresant e. Pero en realidad ningún yo, ni siquiera el m ás ingenuo, es una unidad, sino un m undo alt am ent e m ult iform e, un pequeño cielo de est rellas, un caos de form as, de gradaciones y de est ados, de herencias y de posibilidades. Que cada uno individualm ent e se afane por t om ar a est e caos por una unidad y hable de su yo com o si fuera un fenóm eno sim ple, sólidam ent e conform ado y delim it ado claram ent e: est a ilusión nat ural a t odo hom bre ( aun al m ás elevado) parece ser una necesidad, una exigencia de la vida, lo m ism o que el respirar y el com er. La ilusión descansa en una sencilla t raslación. Com o cuerpo, cada hom bre es uno; com o alm a, j am ás. Tam bién en poesía, hast a en la m ás refinada, se viene operando siem pre desde t iem po inm em orial con personaj es aparent em ent e com plet os, aparent em ent e de unidad. En la poesía que hast a ahora se conoce, los especialist as, los com pet ent es, prefieren el dram a, y con razón, pues ofrece ( u ofrecería) la posibilidad m áxim a de represent ar al yo com o una m ult iplicidad - si a est o no lo cont radij era la grosera apariencia de que cada personaj e aislado del dram a ha de ant oj ársenos una 18 El lobo estepario Hermann Hesse unidad, ya que est á m et ido dent ro de un cuerpo solo, unit ario y cerrado- . Y es el caso t am bién que la est ét ica ingenua considera lo m ás elevado al llam ado dram a de caract eres, en el cual cada figura aparece com o unidad perfect am ent e dest acada y dist int a. Sólo poco a poco, y vist o desde lej os, va surgiendo en algunos la sospecha de que quizá t odo est o es una barat a est ét ica superficial, de que nos engañam os al aplicar a nuest ros grandes dram át icos los concept os, m agníficos, pero no innat os a nosot ros, sino sencillam ent e im buidos, de belleza de la Ant igüedad, la cual, part iendo siem pre del cuerpo visible, invent ó m uy propiam ent e la ficción del yo, de la persona. En los poem as de la viej a I ndia, est e concept o es t ot alm ent e desconocido; los héroes de las epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas, series de encarnaciones. Y en nuest ro m undo m oderno hay obras poét icas en las cuales, t ras el velo del personaj e o del caráct er, del que el aut or apenas si t iene plena conciencia, se int ent a represent ar una m ult iplicidad aním ica. Quien quiera llegar a conocer est o ha de decidirse a considerar a las figuras de una poesía así no com o seres singulares, sino com o part es o lados o aspect os diferent es de una unidad superior ( sea el alm a del poet a) . El que exam ine, por ej em plo, al Faust o de est a m anera, obt endrá de Faust o, Mefist ófeles, Wagner y t odos los dem ás una unidad, un hiperpersonaj e, y únicam ent e en est a unidad superior, no en las figuras aisladas, es donde se denot a algo de la verdadera esencia del alm a hum ana. Cuando Faust o dice aquella sent encia t an fam osa ent re los m aest ros de escuela y adm irada con t ant o horror por el filist eo: Hay viviendo dos alm as en m i pecho, ent onces se olvida de Mefist ófeles y de una m ult it ud ent era de ot ras alm as, que lleva igualm ent e en su pecho. Tam bién nuest ro lobo est epario cree firm em ent e llevar dent ro de su pecho dos alm as ( lobo y hom bre) , y por ello se sient e ya fuert em ent e oprim ido. Y es que, claro, el pecho, el cuerpo no es nunca m ás que uno; pero las alm as que viven dent ro no son dos, ni cinco, sino innum erables; el hom bre es una cebolla de cien t elas, un t ej ido com puest o de m uchos hilos. Est o lo reconocieron y lo supieron con exact it ud los ant iguos asiarcas, y en el yoga budist a se invent ó una t écnica precisa para desenm ascarar el m it o de la personalidad. Pint oresco y com plej o es el j uego de la vida: est e m it o, por desenm ascarar el cual se afanó t ant o la I ndia durant e m il años, es el m ism o por cuyo sost enim ient o y vigorización ha t rabaj ado el m undo occident al t am bién con t ant o ahínco. Si observam os desde est e punt o de vist a al lobo est epario, nos explicam os por qué sufre t ant o baj o su ridícula duplicidad. Cree, com o Faust o, que dos alm as son ya dem asiado para un solo pecho y habrían de rom perlo. Pero, por el cont rario, son dem asiado poco, y Harry com et e una horrible violencia con su alm a al t rat ar de explicársela de un aspect o t an rudim ent ario. Harry, a pesar de ser un hom bre m uy ilust rado, se produce com o, por ej em plo, un salvaj e que no supiera cont ar m ás que hast a dos. A un t rozo de silo llam a hom bre; a ot ro, lobo, y con ello cree est ar al fin de la cuent a y haberse agot ado. En el «hom bre» m et e t odo lo espirit ual, sublim ado o, por lo m enos, cult ivado, que encuent ra dent ro de sí, y en el «lobo» t odo lo inst int ivo, fiero y caót ico. Pero de un m odo t an sim ple com o en nuest ros pensam ient os, de un m odo t an grosero com o en nuest ro ingenuo lenguaj e, no ocurren las cosas en la vida, y Harry se engaña doblem ent e al aplicar est a t eoría prim it iva del lobo. Tem em os que Harry at ribuya ya al hom bre regiones ent eras de su alm a que aún est án m uy dist ant es del hom bre, y en cam bio al lobo part es de su ser que hace ya m ucho se han salido de la fiera. Com o t odos los hom bres, cree t am bién Harry que sabe m uy bien lo que es el ser hum ano, y, sin em bargo, no lo sabe en absolut o, aun cuando lo sospecha con alguna frecuencia en sueños y en ot ros est ados de conciencia difíciles de com probar. ¡Si no olvidara est as sospechas! ¡Si al m enos se las asim ilara en t odo lo posible! El hom bre no es de ninguna m anera un product o firm e y duradero ( ést e fue, a pesar de los present im ient os cont rapuest os de sus sabios, el ideal de la Ant igüedad) , es m ás bien un ensayo y una t ransición; no es ot ra cosa sino el puent e est recho y peligroso ent re la nat uraleza y el espírit u. Hacia el espírit u, hacia Dios lo im pulsa la det erm inación m ás ínt im a; hacia la nat uraleza, en ret orno a la m adre, lo at rae el m ás ínt im o deseo: ent re 19 El lobo estepario Hermann Hesse am bos poderes vacila su vida t em blando de m iedo. Lo que los hom bres, la m ayor part e de las veces, ent ienden baj o el concept o «hom bre», es siem pre no m ás que un t ransit orio convencionalism o burgués. Ciert os inst int os m uy rudos son rechazados y prohibidos por est e convencionalism o; se pide un poco de conciencia, de civilidad y desbest ialización, una pequeña porción de espírit u no sólo se perm it e, sino que es necesaria. El «hom bre» de est a convención es, com o t odo ideal burgués, un com prom iso, un t ím ido ensayo de ingenua t ravesura para frust rar t ant o a la perversa m adre prim it iva Nat uraleza com o al m olest o padre prim it ivo Espírit u en sus vehem ent es exigencias, y lograr vivir en un t érm ino m edio ent re ellos. Por est o perm it e y t olera el burgués eso que llam a «personalidad»; pero al m ism o t iem po ent rega la personalidad a aquel m oloc «Est ado» y enzarza cont inuam ent e al uno cont ra la ot ra. Por eso el burgués quem a hoy por herej e o cuelga por crim inal a quien pasado m añana ha de levant ar est at uas. Que el «hom bre» no es algo creado ya, sino una exigencia del espírit u, una posibilidad lej ana, t an deseada com o t em ida, y que el cam ino que a él conduce sólo se va recorriendo a pequeños t rocit os y baj o t erribles t orm ent os y éxt asis, precisam ent e por aquellas raras individualidades a las que hoy se prepara el pat íbulo y m añana el m onum ent o; est a sospecha vive t am bién en el lobo est epario. Pero lo que él dent ro de sí llam a «hom bre», en cont raposición a su «lobo», no es, en gran part e, ot ra cosa m ás que precisam ent e aquel «hom bre» m ediocre del convencionalism o burgués. El cam ino al verdadero hom bre, el cam ino a los inm ort ales, no dej a Harry de adivinarlo perfect am ent e y lo recorre t am bién aquí y allá con t im idez m uy poco a poco, pagando est o con graves t orm ent os, con aislam ient o doloroso. Pero afirm ar y aspirar a aquella suprem a exigencia, a aquella encarnación pura y buscada por el espírit u, cam inar la única senda est recha hacia la inm ort alidad, eso lo t em e él en lo m ás profundo de su alm a. Se da perfect a cuent a: ello conduce a t orm ent os aún m ayores, a la proscripción, al renunciam ient o de t odo, quizás al cadalso; y aunque al final de est e cam ino sonríe seduct ora la inm ort alidad, no est á dispuest o a sufrir t odos est os sufrim ient os, a m orir t odas est as m uert es. Aun t eniendo m ás conciencia del fin de la encarnación que los burgueses, cierra, sin em bargo, los oj os y no quiere saber que el apego desesperado al yo, el desesperado no querer m orir, es el cam ino m ás seguro para la m uert e et erna, en t ant o que sabe m orir, rasgar el velo del arcano, ir buscando et ernam ent e m ut aciones al yo, conduce a la inm ort alidad. Cuando adora a sus favorit os ent re los inm ort ales, por ej em plo a Mozart , no lo m ira en últ im o t érm ino nunca sino con oj os de burgués, y t iende a explicarse doct oralm ent e la perfección de Mozart sólo por sus alt as dot es de m úsico, en lugar de por la grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrim ient o e independencia frent e a los ideales de la burguesía, por su resignación para con aquel ext rem o aislam ient o, parecido al del huert o de Get sem ani, que en t orno del que sufre y del que est á en t rance de reencarnación enrarece t oda la at m ósfera burguesa hast a convert irla en helado ét er cósm ico. Pero, en fin, nuest ro lobo est epario ha descubiert o dent ro de sí, al m enos, la duplicidad fáust ica; ha logrado hallar que a la unidad de su cuerpo no le es inherent e una unidad espirit ual, sino que, en el m ej or de los casos, sólo se encuent ra en cam ino, con una larga peregrinación por delant e, hacia el ideal de est a arm onía. Quisiera o vencer dent ro de sí al lobo y vivir ent eram ent e com o hom bre o, por el cont rario, renunciar al hom bre y vivir, al m enos, com o lobo, una vida uniform e, sin desgarram ient os. Probablem ent e no ha observado nunca con at ención a un lobo aut ént ico; hubiese vist o ent onces quizá que t am poco los anim ales t ienen un alm a unit aria, que t am bién en ellos, det rás de la bella y aust era form a del cuerpo, viven una m ult iplicidad de afanes y de est ados; que t am bién el lobo t iene abism os en su int erior, que t am bién el lobo sufre. No, con la «¡Vuelt a a la nat uraleza! » va siem pre el hom bre por un falso cam ino, lleno de penalidades y sin esperanzas. Harry no puede volver a convert irse ent eram ent e en lobo, y silo pudiera, vería que t am poco el lobo es a su vez nada sencillo y originario, sino algo ya m uy com plicado y com plej o. Tam bién el lobo 20 El lobo estepario Hermann Hesse t iene dos y m ás de dos alm as dent ro de su pecho de lobo, y quien desea ser un lobo incurre en el m ism o olvido que el hom bre de aquella canción: «¡Feliz quien volviera a ser niño! » El hom bre sim pát ico, pero sent im ent al, que cant a la canción del niño dichoso, quisiera volver t am bién a la nat uraleza, a la inocencia, a los principios, y ha olvidado por com plet o que los niños no son felices en absolut o, que son capaces de m uchos conflict os, de m uchas desarm onías, de t odos los sufrim ient os. Hacia at rás no conduce, en sum a, ninguna senda, ni hacia el lobo ni hacia el niño. En el principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia; t odo lo creado, hast a lo que parece m ás sim ple, es ya culpable, es ya com plej o, ha sido arroj ado al sucio t orbellino del desarrollo y no puede ya, no puede nunca m ás nadar cont ra corrient e. El cam ino hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios, no va para at rás, sino hacia delant e; no hacia el lobo o el niño, sino cada vez m ás hacia la culpa, cada vez m ás hondam ent e dent ro de la encarnación hum ana. Tam poco con el suicidio, pobre lobo est epario, se t e saca de apuro realm ent e; t ienes que recorrer el cam ino m ás largo, m ás penoso y m ás difícil de la hum ana encarnación; habrás de m ult iplicar t odavía con frecuencia t u duplicidad; t endrás que com plicar aún m ás t u com plicación. En lugar de est rechar t u m undo, de sim plificar t u alm a, t endrás que acoger cada vez m ás m undo, t endrás que acoger a la post re al m undo ent ero en t u alm a dolorosam ent e ensanchada, para llegar acaso algún día al fin, al descanso. Por est e cam ino m archaron Buda y t odos los grandes hom bres, unos a sabiendas, ot ros inconscient em ent e, m ient ras la avent ura les salía bien. Nacim ient o significa desunión del t odo, significa lim it ación, apart am ient o de Dios, penosa reencarnación. Vuelt a al t odo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a ser Dios quiere decir: haber ensanchado t ant o el alm a que pueda volver a com prender nuevam ent e al t odo. No se t rat a aquí del hom bre que conoce la escuela, la econom ía polít ica ni la est adíst ica, ni del hom bre que a m illones anda por la calle y que no t iene m ás im port ancia que la arena o que la espum a de los m ares: da lo m ism o un par de m illones m ás o m enos; son m at erial nada m ás. No, nosot ros hablam os aquí del hom bre en sent ido elevado, del t érm ino del largo cam ino de la encarnación hum ana, del hom bre verdaderam ent e regio, de los inm ort ales. El genio no es t an raro com o quiere ant oj ársenos con frecuencia; claro que t am poco es t an frecuent e, com o se figuran las hist orias lit erarias y la hist oria universal y hast a los periódicos. El lobo est epario Harry, a nuest ro j uicio, sería genio bast ant e para int ent ar la avent ura de la encarnación hum ana, en lugar de sacar a colación last im eram ent e a cada dificult ad su est úpido lobo est epario. Que hom bres de t ales posibilidades salgan del paso con lobos est eparios y «hay viviendo dos alm as en m i pecho», es t an ext raño y ent rist ecedor com o que m uest ren con frecuencia aquella afición cobarde a lo burgués. Un hom bre capaz de com prender a Buda, un hom bre que t iene noción de los cielos y abism os de la nat uraleza hum ana, no debería vivir en un m undo en el que dom inan el com m on sense, la dem ocracia y la educación burguesa. Sólo por cobardía sigue viviendo en él, y cuando sus dim ensiones lo oprim en, cuando la angost a celda de burgués le result a dem asiado est recha, ent onces se lo apunt a a la cuent a del «lobo» y no quiere ent erarse de que a veces el lobo es su part e m ej or. A t odo lo fiero dent ro de silo llam a lobo y lo t iene por m alo, por peligroso, por t error de los burgueses; pero él, que cree, sin em bargo, ser un art ist a y t ener sent idos delicados, no es capaz de ver que fuera del lobo, det rás del lobo, viven ot ras m uchas cosas en su int erior; que no es lobo t odo lo que m uerde; que allí habit an adem ás zorro, dragón, t igre, m ono y ave del paraíso. Y que t odo est e m undo, est e com plet o edén de m iles de seres, t erribles y lindos, grandes y pequeños, fuert es y delicados, es ahogado y apresado por el m it o del lobo, lo m ism o que el verdadero hom bre que hay en él es ahogado y preso por la apariencia de hom bre, por el burgués. I m agínese un j ardín con cien clases de árboles, con m il variedades de flores, con cien especies de frut as y ot ros t ant os géneros de hierbas. Pues bien: si el j ardinero de est e j ardín no conoce ot ra diferenciación bot ánica que lo «com est ible» y la «m ala hierba», ent onces no sabrá qué hacer con nueve décim as part es de su j ardín, arrancará las flores m ás encant adoras, t alará los árboles m ás nobles, o los odiará y m irará con m alos oj os. 21 El lobo estepario Hermann Hesse Así hace el lobo est epario con las m il flores de su alm a. Lo que no cabe en las casillas de «hom bre» o de «lobo», ni lo m ira siquiera. ¡Y qué de cosas no clasifica com o «hom bre»! Todo lo cobarde, t odo lo sim io, t odo lo est úpido y m inúsculo, com o no sea m uy direct am ent e lobuno, lo cuent a al lado del «hom bre», así com o at ribuye al lobo t odo lo fuert e y noble sólo porque aún no consiguiera dom inarlo. Nos despedim os de Harry. Lo dej am os seguir solo su cam ino. Si ya est uviese con los inm ort ales, si ya hubiera llegado allí donde su penosa m archa parece apunt ar, ¡cóm o m iraría asom brado est e ir y venir, est e fiero e irresolut o zigzag de su rut a, cóm o sonreiría a est e lobo est epario, anim ándolo, censurándolo, con lást im a y con com placencia! 22 El lobo estepario Hermann Hesse SIGUEN LAS ANOTACIONES DE HARRY HALLER Sólo para locos Cuando hube t erm inado de leer, se m e ocurrió que algunas sem anas ant es había escrit o una noche una poesía un t ant o singular que t am bién t rat aba del lobo est epario. Est uve buscándola en el t orbellino de m i revuelt a m esa de escrit orio, la encont ré y leí: Yo voy, lobo estepario, trotando por el mundo de nieve cubierto; del abedul sale un cuervo volando, y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto. Me enamora una corza ligera, en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso; con mis dientes y zarpas de fiera destrozara su cuerpo sabroso. Y volviera mi afán a mi amada, en sus muslos mordiendo la carne blanquísima y saciando mi sed en su sangre por mi derramada, para aullar luego solo en la noche tristísima. Una liebre bastara también a mi anhelo; dulce sabe su carne en la noche callada y oscura. ¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo de la vida la parte más noble y más pura? Vetas grises adquiere mi rabo peludo; voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres; hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo y que troto y que sueno con corzas y liebres que mi triste destino me ahuyenta y espanta. Oigo al aire soplar en la noche de invierno, hundo en nieve mi ardiente garganta, y así voy llevando mi mísera alma al infierno. Allí t enía yo, pues, dos ret rat os m íos en la m ano; el uno, un aut orret rat o en m alos versos, t rist e y receloso com o m i propia persona; el ot ro, frío y t razado con apariencia de alt a obj et ividad por persona ext raña, vist o desde fuera y desde lo alt o, escrit o por uno que sabía m ás y al propio t iem po t am bién m enos que yo m ism o. Y est os dos ret rat os j unt os, m i poesía m elancólica y vacilant e y el int eligent e est udio de m ano desconocida, los dos m e hacían daño, los dos t enían razón, am bos dibuj aban con sinceridad m i exist encia sin consuelo, am bos m ost raban claram ent e lo insoport able e insost enible de m i est ado. Est e lobo est epario debía m orir, debía poner fin con propia 23 El lobo estepario Hermann Hesse m ano a su odiosa exist encia, o debía, fundido en el fuego m ort al de una nueva aut oinspección, t ransform arse, arrancarse la caret a y sufrir ot ra vez una aut oencarnación. ¡Ay! Est e proceso no m e era raro y desconocido; lo sabía, lo había vivido ya varias veces, siem pre en épocas de ext rem a desesperación. Cada vez en est e t rance que m e desgarraba t erriblem ent e las ent rañas, había salt ado rot o en pedazos m i yo de cada época, siem pre lo habían sacudido violent am ent e y lo habían dest rozado pot encias del abism o, cada vez m e había hecho t raición un t rozo favorit o y especialm ent e am ado de m i vida y lo había perdido para siem pre. En una ocasión hube de perder m i buen nom bre burgués j unt am ent e con m i fort una y aprender a renunciar a la consideración de aquellos que hast a ent onces se habían quit ado el som brero delant e de m í. Ot ra vez, de la noche a la m añana, se vino abaj o m i vida fam iliar: m i m uj er, at acada de locura, m e había arroj ado de m i casa y de m is com odidades; el am or y la confianza se habían t rocado repent inam ent e en odio y guerra a m uert e; llenos de com pasión y de desprecio m e m iraban los vecinos. Ent onces em pezó m i aislam ient o. Y m ás t arde, al cabo de los años, años am argos y difíciles, después de haberm e const ruido, en severa soledad y penosa disciplina de m í m ism o, una nueva vida ascét icoespirit ual y un nuevo ideal y de haber logrado ciert a t ranquilidad y alt eza en el vivir, ent regado a ej ercicios int elect uales y a una m edit ación ordenada con severidad, se m e vino abaj o t am bién nuevam ent e est a form a de vida, perdiendo en un m om ent o su elevado y noble sent ido; de nuevo m e lanzó por el m undo en fieros y fat igosos viaj es, se m e am ont onaban nuevos sufrim ient os y nueva culpa. Y cada vez, al arrancarm e una caret a, al derrum bam ient o de un ideal, precedía est e horrible vacío y quiet ud, est e m ort al acorralam ient o, aislam ient o y carencia de relaciones, est e t rist e y som brío infierno de la falt a de afect os y de desesperanza, com o t am bién ahora t enía que volver a soport ar. En t odos est os sacudim ient os de m i vida salía al final ganando alguna cosa, eso no podía negarse, algo de espirit ualidad, de profundidad, de liberación; pero t am bién algo de soledad, de ser incom prendido, de desalient o. Mirada desde el punt o de vist a burgués, m i vida había sido, de una a ot ra de est as sacudidas, un const ant e descenso, una dist ancia cada vez m ayor de ] o norm al, de lo perm it ido, de lo saludable. En el curso de los años había perdido profesión, fam ilia y pat ria; est aba al m argen de t odos los grupos sociales, solo, am ado de nadie, m irado por m uchos con desconfianza, en conflict o am argo y const ant e con la opinión pública y con la m oral; y aunque seguía viviendo t odavía dent ro del m arco burgués era yo, sin em bargo, con t odo m i sent ir y m i pensar, un ext raño en m edio de est e m undo. Religión, pat ria, fam ilia, Est ado, habían perdido su valor para m í y no m e im port aban ya nada; la pedant ería de la ciencia, de las profesiones, de las art es, m e daba asco; m is punt os de vist a, m i gust o, t oda m i m anera de pensar, con la cual yo en ot ro t iem po había sabido brillar com o un hom bre de t alent o y adm irado, est aba ahora olvidada y en abandono y era sospechosa a la gent e. Aunque en t odas m is dolorosas t ransform aciones hubiera ganado algo invisible e im ponderable, caro había t enido que pagarlo, y de una a ot ra vez m i vida se había vuelt o m ás dura, m ás difícil, m ás solit aria y peligrosa. En verdad que no t enía ningún m ot ivo para desear una cont inuación de est e cam ino, que m e llevaba a at m ósferas cada vez m ás enrarecidas, iguales a aquel hum o en la canción de ot oño de Niet zsche. ¡Ah, ya lo creo, yo conocía esos t rances, est os cam bios que el dest ino t iene reservados a sus hij os predilect os y m ás descont ent adizos, dem asiado bien los conocía! Los conocía com o un cazador am bicioso, pero desafort unado, conoce las et apas de una cacería, com o un viej o j ugador de Bolsa puede conocer las et apas de la especulación, de la ganancia, de la inseguridad, de la vacilación, de k quiebra. ¿Habría de vivir yo est o ahora ot ra vez en la realidad? ¿Todo est e t orm ent o, t oda est a errant e m iseria, t odos est os aspect os de la baj eza y poco valor del propio yo, t odo est e t errible m iedo ant e la derrot a, t oda est a angust ia de m uert e? ¿No era m ás prudent e y sencillo evit ar la repet ición de t ant os sufrim ient os, quit arse de en m edio? Ciert am ent e que era m ás sencillo y m ás prudent e. Y aunque lo que se afirm aba en el follet o del lobo est epario acerca de los «suicidas» fuera así o de ot ra m anera, nadie podía im pedirm e la 24 El lobo estepario Hermann Hesse sat isfacción de ahorrarm e con ayuda del gas, la navaj a de afeit ar o la pist ola la repet ición de un proceso, cuyo am argo dolor había t enido que gust ar, en efect o, t ant as veces y t an hondam ent e. No, por t odos los diablos, no había poder en el m undo que pudiera exigir de m í pasar una vez m ás por las pruebas de un encuent ro conm igo m ism o, con t odos sus horrores de m uert e, de una nueva conform ación, de una nueva encarnación, cuyo t érm ino y fin no era de ningún m odo paz y t ranquilidad, sino siem pre nueva aut odest rucción, en t odo caso nueva aut oconform ación. Y aunque el suicidio fuese est úpido, cobarde y ordinario, aunque fuese una salida vulgar y vergonzant e para huir de est e t orbellino de los sufrim ient os, cualquier salida, hast a la m ás ignom iniosa, era deseable; aquí no había com edia de nobleza y heroísm o, aquí est aba yo colocado ant e la sencilla elección ent re un pequeño dolor pasaj ero y un sufrim ient o infinit o que quem a lo indecible. Con frecuencia bast ant e en m i vida t an difícil y t an descarriada había sido yo el noble Don Quij ot e, había preferido el honor a la com odidad, el heroísm o a la razón. ¡Bast a ya y acabem os con t odo ello! Por los crist ales bost ezaba ya la m añana, la m añana plom iza y condenada a un día lluvioso de invierno, cuando por fin m e m et í en la cam a. A la cam a llevé conm igo m i resolución. Pero a últ im a hora, en el últ im o lím it e de la conciencia, en el inst ant e de quedarm e dorm ido, brilló com o un relám pago ant e m í durant e un segundo aquel pasaj e adm irable del librit o del lobo est epario, en donde se hablaba de los «inm ort ales», y a est o se unía el recuerdo, que en m i int erior se despert aba, de que en alguna ocasión, y precisam ent e la últ im a vez hacía m uy poco t iem po, m e había sent ido lo bast ant e cerca de los inm ort ales para saborear con ellos, en un com pás de m úsica ant igua, t oda su sabiduría serena, esclarecida y sonrient e. Est o se despert ó en m í, volvió a brillar y se ext inguió, y, pesado com o una m ont aña, se posó el sueño sobre m i frent e. Al despert ar a m ediodía, volví a encont rar dent ro de m í la sit uación aclarada; el pequeño librit o est aba sobre la m esa de noche, j unt am ent e con m i poesía, y con am able frialdad, de ent re el t orbellino de los recient es sucesos de m i vida, se dest acaba m irándom e m i decisión, afirm ada y redondeada durant e el sueño, después de pasada la noche. No corría prisa; m i resolución de m orir no era el capricho de una hora: era una frut a sana, m adura, criada despacio y bien sazonada, sacudida suavem ent e por el vient o del dest ino, cuyo próxim o soplo había de hacerla caer del árbol. En m i bot iquín de viaj e t enía yo un rem edio excelent e para acallar los dolores, un preparado de opio especialm ent e fuert e, cuyo goce no m e perm it ía sino en m uy pocas ocasiones, y a m enudo durant e m eses ent eros prescindía de él; t om aba est e grave est upefacient e sólo cuando ya no podía aguant ar los dolores m at eriales. Por desgracia, no era a propósit o para el suicidio. Ya lo había experim ent ado una vez hacía varios anos. Ent onces, en una época en que t am bién m e envolvía la desesperación, hube de ingerir una bonit a porción, lo suficient e para m at ar a seis hom bres, y, sin em bargo, no m e había m at ado. Me quedé dorm ido y est uve algunas horas t endido en un com plet o let argo; pero luego, para m i t rem endo desengaño, m e m edio despert aron violent as sacudidas del est óm ago, vom it é t odo el veneno sin haber vuelt o por com plet o en m i, y m e dorm í ot ra vez para despert ar definit ivam ent e en el cent ro del día siguient e, con el cerebro hecho cenizas y vacío y casi sin m em oria. Fuera de un período de insom nio y de m olest os dolores de est óm ago, no quedó ningún efect o del veneno. Con est e rem edio, por t ant o, no había que cont ar. Ent onces di a m i resolución la siguient e form a: t an pront o com o volviera a encont rarm e en un est ado en que m e fuera preciso echar m ano de aquel preparado de opio, en ese m om ent o había de serm e perm it ido acudir, en lugar de a est a breve redención, a la grande, a la m uert e; pero una m uert e segura y posit iva, con una bala o con la navaj a de afeit ar. Con est o quedó aclarada la sit uación: esperar hast a el día en que cum pliera los cincuent a años, según la chusca recet a del librillo del lobo est epario, eso no m e parecía dem asiado dilat ado; aún falt aban hast a ent onces dos años. Podía ser dent ro de un año, dent ro de un m es; podía ser m añana m ism o: la puert a est aba abiert a. 25 El lobo estepario Hermann Hesse No puedo decir que la «resolución» hubiese alt erado grandem ent e m i vida. Me hizo un poco m ás indiferent e para con los achaques, un poco m ás descuidado en el uso del opio y del vino, un poco m ás curioso por lo que se refiere al lím it e de lo soport able: est o fue t odo. Con m ayor int ensidad siguieron act uando los ot ros sucesos de aquella noche. Alguna vez volví a leer t odavía el t rat ado del lobo est epario, ora con devoción y grat it ud, com o si supiera de un m ago invisible que est aba dirigiendo sabiam ent e m i vida, ora con sarcasm o y desprecio cont ra la insulsez del t rat ado, que no m e parecía ent ender en absolut o la t ensión y el t ono específicos de m i exist encia. Lo que allí est aba escrit o de lobos est eparios y de suicidas podía est ar m uy bien y at inado; se refería a la especie, al t ipo, era una abst racción ingeniosa; a m i persona, en cam bio, a m i verdadera alm a, a m i sino propio y peculiar, se m e ant oj aba, sin em bargo, que no se podía encerrar en red t an burda. Más hondam ent e que t odo lo dem ás m e preocupaba aquella visión o alucinación de la pared de la iglesia, el prom et edor anuncio de aquella danzant e escrit ura de luces, que coincidía con alusiones del t rat ado. Mucho se m e había prom et ido allí, poderosam ent e habían aguij oneado m i curiosidad los ecos de aquel m undo ext raño; con frecuencia m edit é horas ent eras profundam ent e sobre est o. Y cada vez con m ayor claridad m e hablaba el aviso de aquellas inscripciones: «¡No para cualquiera! » y «¡Sólo para locos! » Loco, pues, t enía yo que est ar y m uy alej ado de «cualquiera» si aquellas voces habían de llegar hast a m í y hablarm e aquellos m undos. Dios m ío, ¿no est aba yo hacía ya m uchísim o t iem po bast ant e alej ado de la vida de t odos los hom bres, de la exist encia y del pensam ient o de las personas norm ales, no est aba yo hacía m uchísim o t iem po bast ant e apart ado y loco? Y, sin em bargo, en lo m ás ínt im o de m i ser com prendía perfect am ent e la llam ada, la invit ación a est ar loco, a arroj ar lej os de m í la razón, el obst áculo, el sent ido burgués, a ent regarm e al m undo hondam ent e agit ado y sin leyes del espírit u y de la fant asía. Un día, después de haber buscado en vano por calles y plazas al hom bre del anuncio est andart e y de haber pasado varias veces en acecho por la t apia con la puert a invisible, m e encont ré en el suburbio de San Mart ín con un ent ierro. Al cont em plar la cara de los deudos del m uert o, que iban t rot ando det rás del coche fúnebre, t uve est e pensam ient o: ¿Dónde vive en est a ciudad, dónde vive en est e m undo la persona cuya m uert e m e represent ara a m í una pérdida? ¿Y dónde la persona a la cual m i m uert e pudiera significar algo? Ahí est aba Erica, m i querida, es verdad; pero desde hace m ucho t iem po vivíam os en una relación m uy desligada, nos veíam os rara vez, no nos peleábam os, y por aquel ent onces hast a ignoraba yo en qué lugar est aría. Alguna vez m e buscaba ella o iba a verla yo, y com o los dos som os personas solit arias y dificult osas, afines en algún punt o del alm a y en la enferm edad espirit ual, se conservaba a pesar de t odo una relación ent re am bos. Pero ¿no respiraría ella quizás y no se sent iría bien aligerada cuando supiera la not icia de m i m uert e? No lo sabía, com o t am poco sabía nada acerca de la aut ent icidad de m is propios sent im ient os. Hay que vivir dent ro de lo norm al y de lo posible para poder saber algo acerca de est as cosas. Ent ret ant o, y siguiendo un capricho, m e había agregado a la com it iva y fui cam inando t ras el duelo con dirección al cem ent erio, un cem ent erio m oderno, de cem ent o, pat ent ado, con crem at orio y t odos los adit am ent os. Pero nuest ro m uert o no fue incinerado, sino que su caj a fue descargada ant e una sencilla fosa hecha en la t ierra, y yo m iraba al párroco y a los dem ás buit res de la m uert e, em pleados de una funeraria, en sus m anipulaciones, a las cuales t rat aban t odos de dar la apariencia de una alt a cerem onia y de una gran t rist eza, hast a el punt o de acabar rendidos de t ant a t eat ralidad y confusión e hipocresía y por hacer el ridículo. Vi cóm o el negro uniform e de su oficio iba flot ando de un lado para ot ro y cóm o se afanaban por poner a t ono al acom pañam ient o fúnebre y por obligarlo a rendirse ant e la m aj est ad de la m uert e. Era t rabaj o perdido, no lloraba nadie; el m uert o parecía ser innecesario a t odos. Tam poco con la palabra se podía persuadir a ninguno de que se sint iera en un am bient e de piedad, y cuando el párroco hablaba a los circunst ant es llam ándolos una y ot ra vez «caros herm anos en Crist o», t odos los callados rost ros de est os com erciant es y 26 El lobo estepario Hermann Hesse panaderos y de sus m uj eres m iraban al suelo con forzada seriedad, hipócrit as y confusos, y m ovidos únicam ent e por el deseo de que t odo est e act o desagradable acabara pront o. Por fin acabó; los dos prim eros ent re los herm anos en Crist o est recharon la m ano al orador, se lim piaron en el prim er borde de césped los zapat os llenos del húm edo lim o en el que habían colocado a su m uert o, adquirieron al inst ant e sus rost ros ot ra vez el aspect o corrient e y hum ano, y uno de ellos se m e ant oj ó de pront o conocido: era, a lo que m e figuré, el hom bre que aquella noche llevaba el anuncio y que m e había dado el librit o. En el m om ent o en que creí reconocerlo, daba m edia vuelt a y se agachaba para arreglarse los pant alones, que acabó por doblárselos por encim a de los zapat os, y se alej ó rápidam ent e con un paraguas suj et o debaj o del brazo. Corrí t ras él, lo alcancé, lo saludé con la cabeza; pero él pareció no conocerm e. - ¿No hay velada est a noche? - pregunt é, y t rat é de hacerle un guiño, com o hacen ent re sí los que est án en un secret o. Pero hacía ya dem asiado t iem po desde que t ales ej ercicios m ím icos m e eran corrient es. ¡Si en m i m anera de vivir casi había olvidado yo ya el habla! Me di cuent a yo m ism o de que sólo había hecho una m ueca est úpida. - ¿Velada? - gruñó el individuo, y m e m iró ext rañado a la cara- . Vaya ust ed al Aguila Negra, hom bre, si se lo pide el cuerpo. En realidad yo no sabía si era él. Desilusionado, seguí m i cam ino, no sabia adónde, para m i no había obj et ivos, ni aspiraciones, ni deberes. La vida sabía horriblem ent e am arga; yo sent ía cóm o el asco crecient e desde hace t iem po alcanzaba su m áxim a alt ura, com o la vida m e repelía y m e arroj aba fuera. Furioso, corrí a t ravés de la ciudad gris, t odo m e parecía oler a t ierra húm eda y a ent erram ient o. No; j unt o a m i fosa no había de est ar ninguno de est os cuervos, con su t raj e t alar y su serm oneo sent im ent al y de herm ano en Crist o. Ah, dondequiera que m irara, dondequiera que enviase m is pensam ient os, en part e alguna m e aguardaba una alegría ni un at ract ivo, en part e alguna at isbaba una seducción, t odo hedía a corrupción m anida, a put refact a m edioconform idad, t odo era viej o, m archit o, pardo, m acilent o, agot ado. Sant o Dios, ¿cóm o era posible? ¿Cóm o había podido yo llegar a t al ext rem o, yo, el j oven lleno de ent usiasm o, el poet a, el am igo de las m usas, el infat igable viaj ero, el ardoroso idealist a? ¿Cóm o había venido est o t an lent a y solapadam ent e sobre m í, est a paralización, est e odio cont ra la propia persona y cont ra los dem ás, est a cerrazón de t odos los sent im ient os, est e m aligno y profundo fast idio, est e infierno m iserable de la falt a de corazón y de la desesperanza? Cuando pasaba por la Bibliot eca, m e encont ré con un j oven profesor, con quien yo en ot ro t iem po hablaba alguna vez, al cual, en m i últ im a est ancia en est a ciudad hace algunos años, había llegado hast a a visit ar en su casa para conversar con él acerca de m it ologías orient ales, m at eria a la que m e dedicaba ent onces bast ant e. E] erudit o venia en dirección opuest a, t ieso y algo m iope, y sólo m e conoció cuando ya est aba a punt o de pasar a m i lado. Se lanzó hacia m í con gran efusión, y yo, en m i est ado deplorable, se lo agradecí casi. Se había alegrado y se anim ó, m e recordó det alles de aquellas nuest ras conversaciones, aseguró que debía m ucho a m is est ím ulos y que había pensado con frecuencia en m í; rara vez había vuelt o a t ener desde ent onces cont roversias t an em ot ivas y fecundas con colegas. Me pregunt ó desde cuándo est aba en la ciudad ( m ent í: desde hacia pocos días) y por qué no lo había buscado. Miré al hom bre am able a su buena cara de sabio, hallaba la escena verdaderam ent e ridícula, pero saboreé la m igaj a de calor, el sorbo de afect o, el bocado de reconocim ient o. Em ocionado abría la boca el lobo est epario Harry, en el seco gaznat e le fluía la baba; se apoderó de él, en cont ra de su volunt ad, el sent im ent alism o. Sí; salí del paso, pues, engañándolo bonit am ent e y diciéndole que sólo est aba aquí por una cort a t em porada, y que no m e encont raba m uy bien; de ot ro m odo ya lo hubiera visit ado, nat uralm ent e. Y cuando ent onces m e invit ó, afect uosam ent e, a pasar aquella velada con él, acept é agradecido, le rogué que saludara a su señora, y a t odo est o, por la vivacidad de las palabras y sonrisas, m e dolían las m ej illas que ya no est aban acost um bradas a est os esfuerzos. Y 27 El lobo estepario Hermann Hesse en t ant o que yo, Harry Haller, est aba allí en m edio de la calle, sorprendido y adulado, azorado y cort és, sonriendo al hom bre am able y m irando su rost ro bueno y m iope, a m i lado el ot ro Harry abría la boca t am bién, est aba haciendo m uecas y pensando qué clase de com pañero t an part icular, absurdo e hipócrit a era yo, que aun dos m inut os ant es había est ado furioso y rechinando los dient es cont ra t odo el m aldit o m undo, y ahora, a la prim era excit ación, al prim er cándido saludo de un honrado hom bre de bien, asent ía a t odo y m e revolcaba com o un lechón en el goce de un poquit o de afect o, consideración y am abilidad. De est e m odo se hallaban allí, frent e al profesor, los dos Harrys, am bas figuras ext raordinariam ent e ant ipát icas, burlándose uno de ot ro, observándose m ut uam ent e y escupiéndose al rost ro y plant eándose, com o siem pre en t ales sit uaciones, una vez m ás la cuest ión: si est o era sencillam ent e est ult icia y flaqueza hum anas, det erm inación general de la hum anidad, o si est e egoísm o sent im ent al, est a falt a de caráct er, est a im pureza y cont radicción de los sent im ient os era solam ent e una especialidad personal y loboest epariesca. Si la vileza era genérica de la hum anidad, ¡ah! , ent onces m i desprecio del m undo podía desat arse con puj anza renovada; si era solam ent e flaqueza personal m ía, se m e present aba m ot ivo para una orgía del aut odesprecio. Con la lucha ent re los dos Harrys quedó casi olvidado el profesor; de repent e volvió a serm e m olest o, y m e apresuré a librarm e de él. Mucho t iem po est uve m irando cóm o desaparecía por ent re los árboles sin hoj as del paseo, con el paso bonachón y algo cóm ico de un idealist a, de un creyent e. Violent a, se libraba la bat alla en m i int erior, y m ient ras yo cerraba y volvía a est irar los dedos agarrot ados, en la lucha con la got a que iba t rabaj ando secret am ent e, hube de confesarm e que m e había dej ado at rapar, que había cargado con una invit ación para com er a las siet e y m edia, con la obligación de cort esías, charla cient ífica y cont em plación de dicha ext raña. Encolerizado, m e fui a casa, m ezclé agua con coñac, m e t ragué con ella m is píldoras para la got a, m e t um bé en el diván e int ent é leer. Cuando, por fin, conseguí leer un rat o en el Viaj e de Sofía, de Mem el a Saj onia, un delicioso novelón del siglo XVI I I , volví a acordarm e de pront o de la invit ación y de que no est aba afeit ado y t enía que vest irm e. ¡Sabe Dios por qué se m e habría ocurrido acept ar! En fin, Harry, ¡levánt at e, pon a un lado t u libro, enj abónat e, ráscat e la barba hast a hacert e sangre, víst et e y t en una com placencia en t us sem ej ant es! Y m ient ras m e enj abonaba, pensé en el sucio hoyo de barro del cem ent erio, y en las caras cont raídas de los aburridos herm anos en Crist o, y ni siquiera podía reírm e de t odo ello. Me parecía que allí acababa, en aquel hoyo sucio de barro, con las est úpidas palabras confusas del predicador, con los est úpidos rost ros confusos de la com it iva fúnebre, a la vist a desconsoladora de t odas la cruces y lápidas de m árm ol y lat ón, con t odas est as flores falsas de alam bre y de vidrio, no sólo el desconocido, y acabaría un día u ot ro t am bién yo m ism o, ent errado en el lodo ant e la confusión y la hipocresía de los asist ent es, no, sino que así acababa t odo, t odos nuest ros afanes, t oda nuest ra cult ura, t oda nuest ra fe, t oda nuest ra alegría y nuest ro placer de vivir, que est aba t an enferm o y pront o habría de ser ent errado allí t am bién. Un cem ent erio era nuest ro m undo cult ural, aquí era Jesucrist o y Sócrat es, eran Mozart y Haydn, Dant e y Goet he, nom bres borrosos sobre lápidas de hoj alat a llenas de orín, rodeados de hipócrit as y confusos circunst ant es, que hubieran dado cualquier cosa por haber podido creer t odavía en las lápidas de lat ón que en ot ro t iem po les habían sido sagradas, y cualquier cosa por poder decir aunque sólo fuera una palabra seria y honrada de t rist eza y desesperanza acerca de est e m undo desaparecido, y a los cuales, en lugar de t odo, no les quedaba ot ra cosa que el confuso y ridículo est ar dando vuelt as alrededor de una t um ba. Furioso, acabé por cort arm e la barba en el sit io de cost um bre y est uve un rat o t rat ando de arreglarm e la herida; pero hube, sin em bargo, de volver a cam biarm e el cuello que acababa de ponerm e lim pio y no podía explicarm e por qué hacía t odas est as cosas, pues no t enía la m enor gana de acudir a aquella invit ación. Pero uno de los t rozos de Harry est aba represent ando una com edia ot ra vez, llam aba al profesor un hom bre sim pát ico, suspiraba por un poco de arom a de hum anidad, de sociedad y de charla, se acordó de la bella señora del profesor, encont ró en el fondo m uy agradable la idea de 28 El lobo estepario Hermann Hesse pasar una velada j unt o a am ables anfit riones y m e ayudó a pegarm e a la barbilla un t afet án, m e ayudó a vest irm e y a ponerm e una corbat a a propósit o, y suavem ent e m e desvió de seguir m i verdadero deseo y quedarm e en casa. Al propio t iem po est aba pensando: lo m ism o que yo ahora m e vist o y salgo a la calle, voy a visit ar al profesor y cam bio con él galant erías, t odo ello realm ent e sin querer, así hacen, viven y act úan un día y ot ro, a t odas horas, la m ayor part e de los hom bres; a la fuerza y, en realidad, sin quererlo, hacen visit as, sost ienen una conversación, est án horas ent eras sent ados en sus negociados y oficinas, t odo a la fuerza, m ecánicam ent e, sin apet ecerlo: t odo podía ser realizado lo m ism o por m áquinas o dej ar de realizarse. Y est a m ecánica et ernam ent e inint errum pida es lo que les im pide, igual que a m í, ej ercer la crít ica sobre la propia vida, reconocer y sent ir su est upidez y ligereza, su insignificancia horrorosam ent e ridícula, su t rist eza y su irrem ediable vanidad. ¡Oh, y t ienen razón, infinit a razón, los hom bres en vivir así, en j ugar sus j ueguecit os, en afanarse por esas sus cosas im port ant es, en lugar de defenderse cont ra la ent rist ecedora m ecánica y m irar desesperados en el vacío, com o hago yo, hom bre descarriado! Cuando en est as hoj as desprecio a veces y hast a ridiculizo a los hom bres, ¡no crea por eso nadie que les achaco la culpa, que los acuso, que quisiera hacer responsables a ot ros de m i propia m iseria! ¡Pero yo, que ya he llegado t an allá que est oy al borde de la vida, donde se cae en la oscuridad sin fondo, com et o una inj ust icia y m ient o si t rat o de engañarm e a m í m ism o y a los dem ás, de que est a m ecánica aún sigue funcionando para m í, com o si yo t am bién pert eneciera t odavía a aquel lindo m undo infant il del et erno Juguet eo! La noche se desarrolló, a su vez, de un m odo m agnífico, en arm onía con t odo est o. Ant e la casa de m i conocido m e quedé parado un m om ent o, m irando hacia arriba a las vent anas. Aquí vive est e hom bre - pensé- , y va haciendo año t ras año su labor, lee y com ent a t ext os, busca las relaciones ent re las m it ologías del Asia Menor y de la I ndia, y al propio t iem po, est á cont ent o, pues cree en el valor de su t rabaj o, cree en la ciencia cuyo siervo es, cree en el valor de la m era ciencia, del alm acenam ient o, pues t iene fe en el progreso, en la evolución. No est uvo en la guerra, no ha experim ent ado el est rem ecim ient o debido a Einst ein de los fundam ent os del pensam ient o hum ano hast a hoy ( est o cree él que im port a sólo a los m at em át icos) , no ve cóm o por t odas part es se est á preparando la próxim a conflagración; est im a odiosos a los j udíos y a los com unist as, es un niño bueno, falt o de ideas, alegre, que se concede im port ancia a sí m ism o, es m uy envidiable. Me decidí de golpe y ent ré, fui recibido por la criada con delant al blanco, y m e fij é, por no sé qué present im ient o, con t oda exact it ud dónde llevaba m i som brero y m i abrigo. Fui conducido a una habit ación clara y t em plada e invit ado a esperar, y en vez de m usit ar una oración o dorm it ar un poco, seguí un im pulso j uguet ón y cogí en las m anos el obj et o m ás próxim o que se m e ofrecía. Era un cuadro pequeño con su m arco, que t enía su puest o encim a de la m esa redonda, obligado a est ar de pie con una ligera inclinación por un soport e de cart ulina en la part e post erior. Era un grabado y represent aba al poet a Goet he, un anciano lleno de caráct er y caprichosam ent e peinado, con el rost ro bellam ent e dibuj ado, en el cual no falt aban ni los célebres oj os de fuego, ni el rasgo de soledad con un ligero velo de cort esanía, ni el aspect o t rágico, en los cuales el pint or había puest o t an especial esm ero. Había conseguido dar a est e viej o dem oníaco, sin perj uicio de su profundidad, un t int e algo académ ico y a la vez t eat ral de aut odom inio y de probidad, y represent arlo, dent ro de t odo, com o un viej o señor verdaderam ent e herm oso, que podía servir de adorno en t oda casa burguesa. Probablem ent e est e cuadro no era m ás necio que t odos los cuadros de est a clase, t odos est os lindos redent ores, apóst oles, héroes, genios y polít icos producidos por aplicados art ífices; quizá m e excit aba de aquella m anera sólo por una ciert a pedant ería virt uosa; sea de ello lo que quiera, m e puso de t odos m odos los pelos de punt a, a m í que ya est aba suficient em ent e excit ado y cargado, est a reproducción vanidosa y com placida de sí m ism a del viej o Goet he com o un desacorde fat al y m e hizo ver que no m e hallaba en el lugar apropiado. Aquí est aban en su elem ent o m aest ros ant iguos bellam ent e est ilizados y grandezas nacionales, pero no lobos est eparios. 29 El lobo estepario Hermann Hesse Si en aquel inst ant e hubiera ent rado el dueño de la casa, quizás hubiese t enido la suert e de poder llevar a cabo m i ret irada con pret ext os acept ables. Pero fue su m uj er quien ent ró y yo m e ent regué a m i dest ino, aunque presint iendo la cat ást rofe. Nos saludam os, y a la prim era disarm onía fueron siguiendo ot ras nuevas. La señora m e felicit ó por m i buen aspect o, y, sin em bargo, yo t enía perfect a conciencia de cóm o había envej ecido en los años desde nuest ro últ im o encuent ro; ya al darm e ella la m ano, m e había hecho recordarlo fat alm ent e el dolor en los dedos at acados de got a. Sí, y a cont inuación m e pregunt ó cóm o est aba m i buena m uj er, y hube de decirle que m i m uj er m e había abandonado y que nuest ro m at rim onio est aba disuelt o. Respiram os cuando el profesor ent ró. Tam bién él m e saludó cordialm ent e, y la t iesura y com icidad de la sit uación encont raron ent onces la expresión m ás deliciosa que puede im aginarse. Traía un periódico en la m ano, el diario a que est aba suscrit o, un periódico del part ido m ilit arist a e inst igador de la guerra, y después de haberm e dado la m ano, señaló el periódico y refirió que allí se decía algo de un t ocayo m ío, un publicist a Haller, que t enía que ser un m al bicho y un socio sin pat ria, que se había burlado del káiser y había expuest o su opinión de que su pat ria no era en nada m enos culpable que los países enem igos en el desencadenam ient o de la guerra. ¡Vaya un t ipo que t enía que ser! Ah, pero aquí llevaba el m ozo lo suyo, la redacción había dado buena cuent a del m al bicho y lo había puest o en la picot a. Pasam os a ot ra cosa, cuando vio que est e t em a no m e int eresaba, pero los dos no pudieron pensar ni por asom o en la posibilidad de que aquel energúm eno est uviera sent ado ant e ellos, y, sin em bargo, así era, el energúm eno era yo m ism o. Bien, ¿a qué arm ar un escándalo e inquiet ar a la gent e? Me reí en m i fuero int erno, pero di ya por perdida la esperanza de gozar est a noche de nada agradable. Precisam ent e en aquel m om ent o, cuando el profesor hablaba del t raidor a la pat ria, Haller, se condensaba en m i el m aligno sent im ient o de depresión y desesperanza que se había ido am ont onando en m i int erior desde la escena del cem ent erio, y no había dej ado de aum ent ar hast a convert irse en una t rem enda opresión, en un m alest ar corporal ( en el baj o vient re) , en una sensación sofocant e y angust iosa de fat alidad. Yo sent ía que algo est aba en acecho cont ra m í, que un peligro m e am enazaba por det rás. Afort unadam ent e llegó el aviso de que la com ida est aba dispuest a. Fuim os al com edor, y en t ant o que yo m e esforzaba por decir una y ot ra vez, o por pregunt ar cosas indiferent es, iba com iendo m ás de lo que t enía por cost um bre y m e sent ía m ás deplorable por m om ent os. ¡Dios m ío! - pensaba- . ¿Por qué nos at orm ent am os de est e m odo? Me daba cuent a perfect am ent e de que m is anfit riones t am poco se sent ían bien y de que su anim ación les cost aba t rabaj o, ya porque yo produj era un efect o t an deplorable, ya porque hubiera acaso algún disgust o en la casa. Me pregunt aron una m ult it ud de cosas, a las cuales no se podía dar una respuest a sincera; pront o m e hallé envuelt o en una porción de verdaderos em bust es y a cada palabra t enía que luchar con una sensación de asco. Por últ im o, y para variar de rum bo, em pecé a referir el ent ierro cuyo espect ador había sido. Pero no lograba encont rar el t ono, m is incursiones por el cam po del hum orism o producían un efect o desconcert ant e, cada vez nos íbam os apart ando m ás; dent ro de m í el lobo est epario se reía a m andíbula bat ient e, y a los post res est ábam os t odos, los t res, bien silenciosos. Volvim os a aquella prim era habit ación para t om ar café y licor, quizás est o viniera un poco en nuest ro auxilio. Pero ent onces m e fij é de nuevo en el príncipe de los poet as, aunque había sido colocado a un lado sobre una cóm oda. No podía desent enderm e de él, y, no sin oír dent ro de m í voces que m e anunciaban el peligro, volví a t om arlo en la m ano y em pecé a habérm elas con él. Yo est aba com o poseído del sent im ient o de que la sit uación era insoport able, de que ahora había de lograr ent usiasm ar a m is huéspedes, arrebat arlos y t em plarlos a m i t ono, o por el cont rario, provocar de una vez la explosión. - Es de suponer - dij e- que Goet he en la realidad no haya t enido est e aspect o. Est a vanidad y est a noble act it ud, est a m aj est ad lanzando am ables m iradas a los dist inguidos circunst ant es y baj o la m áscara varonil de est e m undo, de la m ás encant adora sent im ent alidad. Mucho se puede t ener ciert am ent e cont ra él, t am bién yo t engo a veces 30 El lobo estepario Hermann Hesse m uchas cosas cont ra el viej o lleno de suficiencia, pero represent arlo así, no, eso es ya dem asiado. La señora de la casa acabó de servir el café con una cara de profundo sufrim ient o, luego salió precipit adam ent e de la habit ación, y su m arido m e confesó m edio t urbado, m edio lleno de censura, que est e ret rat o de Goet he pert enecía a su m uj er, la cual sent ía por él una predilección especial. «Y aunque obj et ivam ent e est uviera ust ed en lo ciert o, lo que yo, por lo dem ás, pongo en t ela de j uicio, no t iene ust ed derecho a expresarse t an crudam ent e.» - Tiene ust ed razón en est o - concedí- . Por desgracia, es una cost um bre, un vicio en m í decidirm e siem pre por la expresión m ás cruda posible. Lo que por ot ra part e hacía t am bién Goet he en sus buenos m om ent os. Es verdad que est e m elifluo y alm ibarado Goet he de salón no hubiese em pleado nunca una expresión cruda, franca, inm ediat a. Pido a ust ed y a su señora m il perdones, t enga la bondad de decirle que soy esquizofrénico. Y, al propio t iem po, pido perm iso para despedirm e. El caballero, lleno de azoram ient o, no dej ó de oponer algunas obj eciones; volvió ot ra vez a decir, qué herm osos y llenos de est ím ulo habían sido en ot ro t iem po nuest ros diálogos, m ás aún, que m is hipót esis acerca de Mit ra y de Krichna le habían hecho profunda im presión, y que t am bién hoy esperaba ot ra vez..., et c. Le di las gracias y le dij e que est as eran palabras m uy am ables, pero que desgraciadam ent e m i int erés por Krichna, lo m ism o que m i com placencia en diálogos cient íficos habían desaparecido por com plet o y definit ivam ent e, que hoy le había m ent ido una porción de veces, por ej em plo, que no llevaba en la ciudad algunos días, sino m uchos m eses, pero que hacía una vida para m í solo y que no est aba ya en condiciones de visit ar casas dist inguidas, porque en prim er lugar siem pre est oy de m uy m al hum or y at acado de got a, y en segundo t érm ino, borracho la m ayor part e de las veces. Adem ás, para dej ar las cosas en su punt o y por lo m enos no quedar com o un em bust ero, t enía que confesar al est im ado señor que m e había ofendido m uy gravem ent e. Él había hecho suya la posición est úpida y obst inada digna de un m ilit ar sin ocupación, pero no de hom bre de ciencia, en que se colocaba un periódico reaccionario con respect o a las opiniones de Haller. Que est e «m ozo» y socio sin pat ria Haller era yo m ism o, y m ej or le iría a nuest ro país y al m undo, si al m enos los cont ados hom bres capaces de pensar se declararan part idarios de la razón y del am or a la paz, en vez de inst igar ciegos y fanát icos a una nueva guerra. Est o es, y con ello, adiós. Me levant é, m e despedí de Goet he y del profesor, agarré m is cosas del perchero y salí corriendo. Con est répit o aullaba dent ro de m i alm a el lobo dañino. Una form idable escena se desarrolló ent re los dos Harrys. Pues al punt o com prendí claram ent e que est a hora vespert ina poco reconfort ant e t enía para m í m ucha m ás im port ancia que para el indignado profesor; para él era un desengaño y un pequeño disgust o; pero para m í, era un últ im o fracaso y un echar a correr, era m i despedida del m undo burgués, m oral y erudit o, era una vict oria com plet a del lobo est epario. Y era un despedirse vencido y huyendo, una propia declaración de quiebra, una despedida inconsolable, irreflexiva y sin hum or. Me despedí de m i m undo ant erior y de m i pat ria, de la burguesía, la m oral y la erudición, no de ot ro m odo que el hom bre que t iene una úlcera de est óm ago se despide de la carne de cerdo. Furioso, corrí a la luz de los faroles, furioso y lleno de m ort al t rist eza. ¡Qué día t an sin consuelo había sido, t an vergonzant e, t an siniest ro, desde la m añana hast a la noche, desde el cem ent erio a la escena en casa del profesor! ¿Para qué? ¿Había alguna razón para seguir echando sobre sí m ás días com o ést e? ¡ No! Y por eso había que poner fin est a noche a la com edia. ¡ Vet e a casa, Harry, y córt at e el cuello! Bast ant e t iem po has esperado ya. De un lado para ot ro corrí por las calles, en m iserable est ado. Nat uralm ent e, había sido necio por m i part e m anchar a la buena gent e el adorno de su salón, era necio y grosero, pero yo no podía y no pude de ninguna m anera ot ra cosa, ya no podía soport ar est a vida dócil, de fingim ient o y corrección. Y ya que por lo vist o t am poco podía aguant ar la soledad, ya que la com pañía de m í m ism o se m e había vuelt o t an indeciblem ent e odiada y m e producía t al asco, ya que en el vacío de m i infierno m e 31 El lobo estepario Hermann Hesse ahogaba dando vuelt as, ¿qué salida podía haber t odavía? No había ninguna. ¡Oh, padre y m adre m íos! ¡Oh, fuego sagrado lej ano de m i j uvent ud, oh vosot ros, m iles de alegrías, de t rabaj os y de afanes de m i vida! Nada de t odo ello m e quedaba, ni siquiera arrepent im ient o, sólo asco y dolor. Nunca com o en est a hora m e parece que m e había hecho t ant o daño el m ero t ener que vivir. En una desvent urada t aberna de las afueras descansé un m om ent o, bebí agua con coñac, volví a seguir corret eando, perseguido por el diablo, y a subir y a baj ar las callej as em pinadas y ret orcidas de la part e ant igua de la ciudad y am bular por los paseos, por la plaza de la est ación. ¡Tom ar un t ren! , pensé. Ent ré en la est ación, m e quedé m irando fij am ent e a los it inerarios pegados en las paredes, bebí un poco de vino, t rat é de reflexionar. Cada vez m ás cerca, cada vez m ás dist int am ent e com encé a ver el fant asm a que t ant o m iedo m e producía. Era la vuelt a a m i casa, el ret orno a m i cuart o, el t ener que pararm e ant e la desesperación. A est o no podía escapar, aun cuando est uviera corriendo t odavía horas ent eras: al regreso hast a m i puert a, hast a la m esa con los libros, hast a el diván con el ret rat o de m i querida colgado encim a; no podía escapar al m om ent o en que t uviera que abrir la navaj a de afeit ar y darm e un t aj o en el cuello. Cada vez con m ayor claridad se present aba ant e m í est e cuadro, cada vez m ás dist int am ent e; con violent os lat idos del corazón, sent ía yo la angust ia de t odas las angust ias: el m iedo a la m uert e. Sí; t enía un horrible m iedo a la m uert e. Aun cuando no veía ot ra salida, aun cuando en t orno se am ont onaban el asco, el dolor y la desesperación, aun cuando ya nada est aba en condiciones de seducirm e, ni de proporcionarm e una alegría o una esperanza, m e horrorizaba sin em bargo de un m odo indecible la ej ecución, el últ im o m om ent o, el cort e t aj ant e y frío en la propia carne. No veía m edio alguno de sust raerm e a lo t em ido. Si en la lucha ent re la desesperación y la cobardía venciera hoy aun acaso la cobardía, m añana y t odos los días habría de t ener ant e m í de nuevo a la desesperación, aum ent ada con el desprecio de m í m ism o. Volvería a coger en la m ano la navaj a t ant as veces y a dej arla después, hast a que al fin alguna vez est uviera desde luego consum ado. Por eso, m ej or hoy que m añana. Razonablem ent e, t rat aba de persuadirm e a m í m ism o com o a un niño m iedoso, pero el niño no escuchaba, se escapaba, quería vivir. Bruscam ent e seguí siendo arrast rado a t ravés de la ciudad, en am plios círculos est uve dando vuelt as en t orno a m i vivienda, siem pre con el regreso en la m ent e, siem pre ret ardándolo. Acá y allá m e ent ret enía en una t aberna, para t om ar una copa, para t om ar dos copas; luego seguía m i correría, en am plio círculo alrededor del obj et o, de la navaj a de afeit ar, de la m uert e. Muert o de cansancio, est uve sent ado varias veces en algún banco, en el borde de alguna fuent e, en un guardacant ón, oía palpit ar el corazón, m e secaba el sudor de la frent e, volvía a correr, lleno de m ort al angust ia, lleno de ardient e deseo de vivir. Así fui a dar, a la hora ya m uy avanzada de la noche y por un suburbio ext raviado y para m í casi desconocido, en un rest aurant e, det rás de cuyas vent anas resonaba violent a m úsica de baile. Sobre la puert a leí al ent rar un viej o let rero: «Al Aguila Negra.» Dent ro había am bient e de j uerga, algarabía de m uchedum bre, hum o, vaho de vino y grit ería; en el segundo salón se bailaba, allí se debat ía furiosa la m úsica de danza. Me quedé en el prim er salón, lleno de gent e sencilla, en part e vest ida pobrem ent e, en t ant o que det rás, en la sala de baile, se divisaban t am bién figuras elegant es. Em puj ado por la m ult it ud de un lado a ot ro por el salón, fui apret ado cont ra una m esa cerca del m ost rador; en el diván j unt o a la pared est aba sent ada una bonit a m uchacha pálida, con un ligero vest idit o de baile, con gran escot e, en el cabello una flor m archit a. La m uchacha m e m iró con at ención y am ablem ent e cuando m e vio llegar; sonriendo, se hizo un poco a un lado y m e dej ó sit io. - ¿Me perm it e? - pregunt é, y m e sent é j unt o a ella. - Nat uralm ent e que t e perm it o - dij o- . ¿Quién eres t ú que no t e conozco? - Gracias - dij e- ; m e es im posible ir a casa; no puedo, no puedo, quiero quedarm e aquí, a su lado, si es ust ed t an am able. No, no puedo volver a casa. Hizo un adem án com o si m e com prendiera, y al baj ar la cabeza, observé su bucle que le caía de la frent e hast a j unt o al oído, y vi que la flor m archit a era una cam elia. Del ot ro 32 El lobo estepario Hermann Hesse lado t ronaba la m úsica, delant e del m ost rador las cam areras grit aban con precipit ación sus pedidos. - Quédat e aquí - m e dij o con una voz que m e hizo bien- . ¿Por qué es por lo que no puedes volver a t u casa? - No puedo. En casa m e espera algo... No, no puedo; es dem asiado t errible. - Ent onces déj alo est ar y quédat e aquí. Ven, lím piat e prim ero las gafas, no es posible que veas nada. Así, dam e t u pañuelo. ¿Qué vam os a beber? ¿Borgoña? Me lim pió las gafas; ent onces pude verla claram ent e: la cara pálida bien perfilada, con la boca pint ada de roj o desangre; los oj os, grises claros; la frent e, lisa y serena; el bucle derecho, por delant e de la orej a. Bondadosa y un poco burlona, se cuidó de m í, pidió vino, brindó conm igo y al propio t iem po m iró hacia el suelo a m is zapat os. - ¡Dios m ío! ¿De dónde vienes? Parece com o si hubieras llegado a pie desde París. Así no se viene a un baile. Dij e que si y que no, reí un poco, la dej é hablar. Me gust aba m ucho, y est o m e causaba adm iración, pues hast a ahora había evit ado siem pre a est a clase de m uchachas y las había m irado m ás bien con desconfianza. Y ella era para conm igo precisam ent e com o en est e m om ent o m e convenía que fuera. ¡ Oh, y así ha sido siem pre conm igo desde aquella hora! Me t rat aba con t ant o cuidado com o yo necesit aba, y t an burlonam ent e com o necesit aba t am bién. Pidió un bocadillo y m e ordenó que lo com iera. Me echó vino y m e m andó t am bién beber un t rago, pero no m uy de prisa. Luego alabó m i docilidad. - Eres bueno - dij o t rat ando de anim arm e- . Le haces a una fácil el t rabaj o. Vam os a apost ar a que hace m ucho t iem po desde la últ im a vez que t uvist e que obedecer a alguien. - Sí, ust ed ha ganado la apuest a. Pero, ¿de dónde sabe ust ed est o? - No t iene art e. Obedecer es com o com er y beber. El que se pasa m ucho t iem po prescindiendo de ello, a ése ya no le im port a nada. ¿No es verdad que a m í vas a obedecerm e t ú con m ucho gust o? - Con m uchísim o. Ust ed lo sabe t odo. - Tú facilit as a una el cam ino. Quizás, am igo, pudiera yo decirt e t am bién qué es lo que en t u casa t e espera y de lo cual t ienes t ant o m iedo. Pero t ú lo sabes t am bién, no t enem os necesidad de hablar de ello, ¿ no es eso? ¡ Pam plinas! O uno se ahorca, bueno, ent onces si se ahorca uno, desde luego será porque t enga m ot ivo. O vive uno, y ent onces no t iene que ocuparse m ás que de la vida. No hay nada m ás sencillo. - ¡Oh! - exclam é- . Si eso fuera t an sencillo... Yo m e he ocupado bast ant e de la vid a, Dios lo sabe, y no ha servido de nada. Ahorcarse es t al vez difícil, no lo sé. Pero vivir es m ucho, m uchísim o m ás difícil. ¡Dios sabe lo difícil que es! - Ya verás cóm o es sum am ent e fácil. Por algo se em pieza. Te has lim piado las gafas, has com ido, has bebido. Ahora vam os y lim piam os t us pant alones y t us zapat os, lo necesit an. Y luego vas a bailar un shim m y conm igo. - ¿Ve ust ed - dij e anim ado- cóm o yo t enía razón? Nada m e m olest a m ás que no poder ej ecut ar una orden de ust ed. Pero ést a no puedo cum plirla. No puedo bailar un shim m y, ni un vals, ni una polca y com o se llam en t odas esas cosas, nunca en m i vida he aprendido a bailar. ¿Ve ust ed cóm o no t odo es t an sencillo com o ust ed se figura? La herm osa m uchacha sonrió con sus labios roj os com o la sangre y m ovió la cabeza at usada y peinada a lo garçon. Al m irarla, se m e ant oj ó que se parecía a Rosa Kreisler, la prim era m uchacha de la que yo m e había enam orado siendo un m ozalbet e, pero aquélla era m orena y con el pelo oscuro. No, realm ent e no sabía yo a quién m e recordaba est a ext raña m uchacha; sólo sabía que era algo de la lej ana j uvent ud, de la época de niño. - Despacio - grit ó ella- , vam os por part es. ¿De m odo que no sabes bailar? ¿Ni siquiera un onest ep? Y al propio t iem po aseguras que la vida t e ha cost ado sabe Dios cuánt o t rabaj o. Eso es una t rola, am igo, y a t u edad ya no est á bien. Sí, ¿cóm o puedes decir que t e ha cost ado t ant o t rabaj o la vida, si ni siquiera quieres bailar? - Si es que no sé. No he aprendido nunca. 33 El lobo estepario Hermann Hesse Ella se echó a reír. - Pero a leer y a escribir sí has aprendido, vam os, y cuent as y probablem ent e t am bién lat ín y francés y t oda clase de cosas de est a nat uraleza. Apuest o a que has est ado diez o doce años en el colegio y adem ás has est udiado en alguna ot ra part e y hast a t ienes el t ít ulo de doct or y sabes chino o español. ¿O no? ¡ Ah! ¿Ves? Pero no has podido disponer del poquit o de t iem po y de dinero para unas cuant as clases de baile. ¿No es eso? - Fueron m is padres - m e j ust ifiqué- . Ellos m e hicieron aprender lat ín y griego y t odas esas cosas. Pero no m e hicieron aprender a bailar, no era m oda ent re nosot ros; m is padres m ism os no bailaron nunca. Me m iró fría y despreciat iva, y de nuevo vi en su cara algo que m e hizo recordar la época de m i prim era j uvent ud. - ¡Ah, vam os, van a t ener la culpa t us padres! ¿Les has pregunt ado t am bién si est a noche podías venir al Aguila Negra? ¿Lo has hecho? ¿Que se han m uert o hace m ucho t iem po, dices? ¡Ah, vam os! Si t ú por obediencia t an sólo no has querido aprender a bailar en t u j uvent ud, est á bien. Aunque no creo que ent onces fueras un m uchacho m odelo. Pero después.. ¿qué has est ado haciendo luego t ant os años? - ¡Ah - confesé- , ya no lo sé yo m ism o! He est udiado, hecho m úsica, he leído libros, he escrit o libros, he viaj ado... - ¡Vaya ideas raras que t ienes de la vida! De m odo que has hecho siem pre cosas difíciles y com plicadas y las m ás sencillas ni las has aprendido. ¿No has t enido t iem po? ¿No has t enido ganas? Bueno, por m í... Gracias a Dios no soy t u m adre. Pero hacer com o si hubieses gust ado la vida por com plet o sin encont rar nada en ella, no, a eso no hay derecho. - No m e riña ust ed - supliqué- . Ya sé que est oy loco. - Anda ya; no m e vengas con hist orias. ¡Qué vas a est ar loco, señor profesor! Lo que m e result as es dem asiado cuerdo. Se m e ant oj a que eres prudent e de un m odo est úpido, j ust o com o un profesor. Ven, cóm et e ahora ot ro panecillo. Después sigues hablando. Me pidió ot ra vez un bocadillo, le echó un poco de sal, le puso un poco de m ost aza, se cort ó un t rocit o para sí m ism a y m e m andó com er. Com í. Hubiese hecho t odo lo que m e hubiera m andado, t odo m enos bailar. Era m uy bueno obedecer a alguien, est ar sent ado j unt o a alguien que lo int errogara a uno, le m andara y le riñera. Si el profesor o su m uj er hubiesen hecho est o hace un par de horas, se m e habría ahorrado m ucho. Pero no; est aba bien así, hubiese perdido m ucho. - ¿Cóm o t e llam as? - m e pregunt ó de repent e. - Harry - ¿Harry? ¡Un nom bre de m uchacho! Y un m uchacho eres realm ent e, Harry, a pesar de las m anchas grises en el pelo. Eres un m uchacho y deberías t ener a alguien que se ocupara un poco de t i. Del baile no digo nada m ás. ¡Pero cóm o vas peinado! ¿Es que no t ienes m uj er, ni siquiera una am iga? - No t engo m uj er ya; est am os divorciados. Una am iga sí t engo, pero no vive aquí; la veo de t arde en t arde, no nos llevam os m uy bien. Ella siseó un poco por lo baj o. - Parece que has de ser un caballero bien difícil, ya que ninguna para a t u lado. Pero dim e ahora: ¿qué pasaba est a noche t an ext raordinario, que has andado corret eando por el m undo com o un alm a en pena? ¿Te has arruinado? ¿Has perdido en el j uego? Verdaderam ent e era difícil decirlo. - Verá ust ed - em pecé- . Ha sido en realidad una fut esa. Yo est aba convidado, en casa de un profesor - yo por m i part e no lo soy- , y en verdad no hubiera debido ir, ya no est oy acost um brado a est ar sent ado así con la gent e y charlar; he olvidado est o. Ent ré ya en la casa con la sensación de que no iba a salir bien la cosa. Cuando colgué m i som brero pensé que acaso m uy pront o t endría que volver a necesit arlo. Bueno, y en casa de est e profesor había allí sobre la m esa un cuadro... necio, que m e puso de m al hum or... - ¿Qué cuadro era ése? ¿Por qué t e puso de m al hum or? - m e int errum pió ella. 34 El lobo estepario Hermann Hesse - Sí, era un ret rat o que represent aba a Goet he, ¿sabe ust ed?, al poet a Goet he. Pero allí no est aba com o en realidad era. Claro que est o, a decir verdad, no lo sabe nadie con exact it ud, m urió hace cien años. Sino que cualquier pint or m oderno había represent ado allí a Goet he t an alm ibarado y peinadit o com o él se lo había figurado, y est e ret rat o m e exasperó y m e fue horrorosam ent e ant ipát ico. No sé si com prende ust ed est o. - Puedo com prenderlo m uy bien, no se preocupe. ¡Siga! - Ya ant es había est ado en desacuerdo con el profesor; es ést e, com o casi t odos los profesores, un gran pat riot a y ayudó bravam ent e durant e la guerra a engañar al pueblo, con la m ej or fe, nat uralm ent e. Yo, en cam bio, soy cont rario a la guerra. Bueno, da lo m ism o. Sigam os. Claro que yo no hubiese t enido necesidad de m irar el ret rat o... - Desde luego que no habías t enido ninguna necesidad. - Pero en prim er lugar m e m olest aba por el propio Goet he, a quien yo, en verdad, quiero m ucho, y luego que t uve que pensar - pensé o sent í sobre poco m ás o m enos est o- : aquí est oy sent ado con personas a las que considero m is iguales y de las que yo pienso que t am bién ellos han de am ar a Goet he com o yo y se habrán forj ado de él un ret rat o sem ej ant e al que yo m e he forj ado, y ahora result a que t ienen ahí de pie est e ret rat o sin gust o, falseado y dulzón y lo encuent ran m agnífico y no se dan cuent a de que el espírit u de est e cuadro es precisam ent e lo cont rario del espírit u de Goet he. Hallan m aravilloso el ret rat o, y por m í pueden hacerlo si quieren, pero para m í se acabó de una vez t oda confianza en est as personas, t oda am ist ad con ellas y t odo sent im ient o de afinidad y de solidaridad. Por lo dem ás, la am ist ad no era grande t am poco. Me puse, pues, furioso y t rist e, y vi que est aba solo y que nadie m e ent endía. ¿Com prende ust ed? - Es bien fácil de com prender, Harry. ¿Y luego? ¿Les t irast e el ret rat o a la cabeza? - No; em pecé a lanzar im properios y eché a correr, quería ir a casa, pero... - Pero allí no t e hubieras encont rado a la m am á que consolara o reprendiera al hij o incaut o. Est á bien, Harry; casi m e das lást im a; eres un espírit u infant il sin igual. Y verdaderam ent e m e pareció com prenderlo así. Ella m e dio a beber un vaso de vino. Me t rat aba, en efect o, com o una verdadera m adre. Pero ent ret ant o iba viendo yo por inst ant es qué herm osa y j oven era. - Vam os a ver - em pezó ella de nuevo- . Result a que Goet he se m urió hace cien años y Harry lo quiere m ucho y se ha hecho una m aravillosa idea de él y del aspect o que t endría, y a est o t iene Harry perfect o derecho, ¿no es eso? Pero el pint or, que t am bién sient e su ent usiasm o por Goet he y se ha forj ado de él una im agen, ése no t iene derecho, y el profesor t am poco; y en realidad nadie, porque eso no le gust a a Harry, no lo t olera, porque t iene que vociferar y echar a correr. Si fuese prudent e se reina sencillam ent e del pint or y del profesor. Si fuese un loco, les t iraría su Goet he a la cara. Pero com o no es m ás que un niño pequeño, se va corriendo a su casa y quiere ahorcarse. He com prendido m uy bien t u hist oria. Es una hist oria cóm ica. Me hace reír. Aguarda, no bebas t an de prisa. El borgoña se bebe despacio, da m ucho calor si no. Pero a t i hay que decírt elo t odo, niñit o. Su m irada era severa y reprensiva com o de una aya de sesent a anos. - Oh, sí- supliqué com placido- . No dej e de decírm elo t odo. - ¿Qué he de decirt e yo? - Todo lo que ust ed quiera. - Bueno, voy a decirt e una cosa. Desde hace una hora est ás oyendo que yo t e hablo de t ú, y t ú sigues diciéndom e a m ide ust ed. Siem pre lat ín y griego, siem pre lo m ás com plicado posible. Cuando una m uchacha t e llam a de t ú y no t e es ant ipát ica, ent onces debes llam arla de t ú a ella t am bién. ¿Ves? Ya has aprendido algo nuevo. Y segundo: desde hace m edia hora sé que t e llam as Harry. Lo sé porque t e lo he pregunt ado. Tú, en cam bio, no quieres saber cóm o m e llam o yo. - ¡Oh, ya lo creo, con m ucho gust o querría saberlo! - ¡Es t arde, am igo! Cuando nos volvam os a ver, m e lo pregunt as de nuevo. Hoy no t e lo digo ya. Bueno, y ahora, voy a bailar. Al hacer adem án de levant arse, se deprim ió profundam ent e m i ánim o, t uve m iedo de que se fuera y m e dej ara solo, y ent onces volvería t odo a ser com o ant es había sido. 35 El lobo estepario Hermann Hesse Com o un dolor de m uelas, desaparecido por un inst ant e, se present a ot ra vez de pront o y quem a com o el fuego, así se m e present aron al punt o ot ra vez el m iedo y el t error. ¡Oh, Dios! ¿Había podido yo olvidar lo que est aba aguardándom e? ¿Es que había cam biado alguna cosa? - ¡Alt o! - grit é, suplicant e- . No se vaya ust ed. No t e vayas. Claro que puedes bailar cuant o quieras, pero no est és m ucho t iem po por ahí; vuelve pront o. Se levant ó riendo. Me la había figurado m ás alt a, era esbelt a, pero no alt a. De nuevo volvió a recordarm e a alguien. ¿A quién? No podía acordarm e. - ¿Vuelves? - Vuelvo, pero puedo t ardar un rat o, m edia hora, o acaso una ent era. Voy a decirt e una cosa: cierra los oj os y duerm e un poco; eso es lo que necesit as. Le hice sit io y salió; su vest ido rozó m i rodilla, al salir se m iró en un pequeñísim o espej o redondo de bolsillo, levant ó las cej as, se pasó por la barbilla una m inúscula borla de polvos y desapareció en el salón de baile. Miré en t orno m ío; caras ext rañas, hom bres fum ando, cerveza derram ada sobre las m esas de m árm ol, algazara y grit erío por doquiera, al lado la m úsica de baile. Había dicho que m e durm iera. Ah, buena niña, vaya una idea que t ienes de m i sueño, que es m ás t ím ido que una gacela. ¡Dorm ir en est a feria, aquí sent ado, ent re los t arros de cerveza con sus t apaderas ruidosas! Bebí un sorbo de vino, saqué del bolsillo un cigarro, busqué las cerillas, pero en realidad no sent ía ganas de fum ar, dej é el cigarro delant e de m í sobre la m esa. «Cierra los oj os», m e había dicho. Dios sabe de dónde t enía la m uchacha est a voz, est a voz buena, algo profunda, una voz m at ernal. Era bueno obedecer a est a voz, ya lo había experim ent ado. Obedient e, cerré los oj os, apoyé la cabeza en la m ano, oí zum bar a m i alrededor cien ruidos violent os, m e hizo sonreír la idea de dorm ir en est e lugar, decidí ir a la puert a del salón y echar una m irada furt iva por el baile - t enía que ver bailar a m i bella m uchacha- , m oví los pies debaj o del asient o y hast a ent onces no sent í cuán t rem endam ent e cansado est aba del am bular errant e horas ent eras, y m e quedé sent ado. Y ent onces m e dorm í en efect o, fiel a la orden m at ernal, dorm í ávido y agradecido y soñé, soñé m ás clara y agradablem ent e que había soñado desde hacia m ucho t iem po. Soñé. Yo est aba sent ado y esperaba en una ant esala pasada de m oda. En un principio sólo sabía que había sido anunciado a un excelent ísim o señor, luego m e di cuent a de que era el señor Goet he, por quien había de ser recibido. Desgraciadam ent e no est aba yo allí del t odo com o part icular, sino com o corresponsal de una revist a; est o m e m olest aba m ucho y no podía com prender qué diablo m e había colocado en est a sit uación. Adem ás m e inquiet aba un escorpión, que acababa de hacerse visible y había int ent ado gat ear por m i pierna arriba. Yo m e había defendido desde luego del pequeño y negro anim alej o y m e había sacudido, pero no sabía dónde se había m et ido después y no osaba echar m ano a ninguna part e. No est aba t am poco seguro de sí por equivocación, en lugar de a Goet he, no había sido anunciado a Mat t hisson, al cual, sin em bargo, en el sueño confundía con Bürger, pues le at ribuía las poesías a Molly. Por ot ra part e m e hubiera sido m uy a propósit o un encuent ro con Molly, yo m e la im aginaba m aravillosa, blanda, m usical, occident al. ¡Si no hubiera est ado yo allí sent ado por encargo de aquella m aldit a redacción! Mi m al hum or por est o aum ent aba en cada inst ant e y se fue t rasladando poco a poco t am bién a Goet he, cont ra el cual t uve de pront o t oda clase de escrúpulos y censuras. ¡Podía result ar bonit a la audiencia! El escorpión, en cam bio, aun cuando peligroso y escondido quizá cerca de m í, acaso no fuera t an grave; pensé t am bién ser presagio de algo agradable, m e parecía m uy posible que t uviera alguna relación con Molly, que fuera una especie de m ensaj ero suyo o su escudo de arm as, un bonit o y peligroso anim al heráldico de la fem inidad y del pecado. ¿No se llam aría acaso Vulpius el anim al heráldico? Pero en aquel inst ant e abrió un criado la puert a, m e levant é y ent ré. Allí est aba el viej o Goet he, pequeño y m uy t iesecillo, y t enía, en efect o, una gran placa de condecoración sobre su pecho clásico. Aún parecía que est aba gobernando, que seguía const ant em ent e recibiendo audiencias y cont rolando el m undo desde su m useo de Weim ar. Pues apenas m e hubo vist o, m e saludó con un rápido m ovim ient o de 36 El lobo estepario Hermann Hesse cabeza, lo m ism o que un viej o cuervo, y habló solem nem ent e: ¿De m odo que vosot ros la gent e j oven est áis bien poco conform es con nosot ros y con nuest ros afanes? - Exact am ent e - dij e, y m e dej ó helado su m irada de m inist ro- . Nosot ros la gent e j oven no est am os, en efect o, conform es con ust ed, viej o señor. Ust ed nos result a dem asiado solem ne, excelencia, dem asiado vanidoso y presum ido y dem asiado poco sincero. Est o acaso sea lo esencial: dem asiado poco sincero. El hom bre chiquit ín, anciano, m ovió la severa cabeza un poco hacia adelant e, y al dist enderse en una pequeña sonrisa su boca dura y plegada a la m anera oficial y al anim arse de un m odo encant ador, m e palpit ó el corazón de repent e, pues m e acordé de pront o de la poesía «Baj ó de arriba la t arde» y de que est e hom bre y est a boca eran de donde habían salido las palabras de aquella poesía. En realidad ya en aquel m om ent o est aba yo t ot alm ent e desarm ado y aplanado, y con el m ayor gust o m e hubiera arrodillado ant e él. Pero m e m ant uve firm e y oí de su boca sonrient e est as palabras: ¡Ah! ¿Ent onces ust edes m e acusan de insinceridad? ¡Vaya qué palabras! ¿No querría ust ed explicarse un poco m ej or? Lo est aba deseando: - Ust ed, señor de Goet he, com o t odos los grandes espírit us, ha conocido y ha sent ido perfect am ent e el problem a, la desconfianza de la vida hum ana: la grandiosidad del m om ent o y su m iserable m archit arse, la im posibilidad de corresponder a una elevada sublim idad del sent im ient o de ot ro m odo que con la cárcel de lo cot idiano, la aspiración ardient e hacia el reino del espírit u que est á en et erna lucha a m uert e con el am or t am bién ardient e y t am bién sant o a la perdida inocencia de la nat uraleza, t odo est e t errible flot ar en el vacío y en la incert idum bre, est e est ar condenado a lo efím ero, a lo incom plet o, a lo et ernam ent e en ensayo y dilet ant esco, en sum a, la falt a de horizont es y de com prensión y la desesperación agobiant e de la nat uraleza hum ana. Todo est o lo ha conocido ust ed y alguna vez se ha declarado part idario de ello, y, sin em bargo, con t oda su vida ha predicado lo cont rario, ha expresado fe y opt im ism o, ha fingido a sí m ism o y a los dem ás una perdurabilidad y un sent ido a nuest ros esfuerzos espirit uales. Ust ed ha rechazado y oprim ido a los que profesan una profundidad de pensam ient o y a las voces de la desesperada verdad, lo m ism o en ust ed que en Kleist y en Beet hoven. Durant e decenios ent eros ha act uado com o si el am ont onam ient o de ciencia y de colecciones, el escribir y conservar cart as y t oda su dilat ada exist encia en Weim ar fuera, en efect o, un cam ino para et ernizar el m om ent o, que en el fondo ust ed sólo lograba m om ificar, para espirit ualizar a la nat uraleza, a la que sólo conseguía est ilizar en caricat ura. Est a es la insinceridad que le echam os en cara. Pensat ivo, m e m iró el viej o consej ero a los oj os; su boca seguía sonriendo. Luego, para m i asom bro, m e pregunt ó: «¿Ent onces La Flaut a encant ada de Mozart le t iene que ser a ust ed sin duda profundam ent e desagradable?» Y ant es de que yo pudiera prot est ar, cont inuó: - La Flaut a encant ada represent a a la vida com o un cant o delicioso, ensalza nuest ros sent im ient os, que son perecederos, com o algo et erno y divino, no est á de acuerdo ni con el señor de Kleist ni con el señor Beet hoven, sino que predica opt im ism o y fe. - ¡Ya lo sé, ya lo sé! - grit é furioso- . ¡Sabe Dios por qué se le ha ocurrido a ust ed La Flaut a encant ada, que es para m í lo m ás excelso del m undo! Pero Mozart no llegó a los ochent a y dos años, y en su vida privada no t uvo est as pret ensiones de perdurabilidad, orden y alm idonada m aj est ad que ust ed. No se dio nunca t ant a im port ancia. Cant ó sus divinas m elodías, fue pobre y se m urió pront o, en la m iseria y m al conocido... Me falt aba el alient o. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, em pecé a sudar por la frent e. Pero Goet he m e dij o con m ucha am abilidad. - El haber llegado yo a los ochent a y dos años puede que sea, desde luego, im perdonable. Pero el placer que yo en ello t uve, fue sin duda m enor de lo que ust ed puede im aginarse. Tiene ust ed razón; m e consum ió siem pre un gran deseo de perdurabilidad, siem pre t em í y com bat í a la m uert e. Creo que la lucha cont ra la m uert e, el afán absolut o y t erco de querer vivir es el est im ulo por el cual han act uado y han 37 El lobo estepario Hermann Hesse vivido t odos los hom bres sobresalient es. Que al final hay, sin em bargo, que m orir, est o, en cam bio, m i j oven am igo, lo he dem ost rado a los ochent a y dos años de m odo t an concluyent e com o si hubiera m uert o siendo niño. Por si pudiera servir para m i j ust ificación, aún habría que añadir una cosa: en m i nat uraleza ha habido m ucho de infant il, m ucha curiosidad y afán de j uego, m ucho placer en perder el t iem po. Claro, y he t enido que necesit ar un poco m ás hast a com prender que era ya hora de dar por t erm inado el j uego. Al decir est o, sonreía de un m odo t rem endo, ret orciéndose de risa. Su figura se había agrandado, habían desaparecido la t iesura y la violent a m aj est ad del rost ro. Y el aire en t orno nuest ro est aba lleno ahora por com plet o de t oda suert e de m elodías, de t oda clase de canciones de Goet he, oí claram ent e la Violet a, de Mozart , y el Llenas el bosque y el valle, de Schubert . Y la cara de Goet he era ahora rosada y j oven, y reía y se parecía ya a Mozart ya a Schubert , com o si fuera su herm ano, y la placa sobre su pecho est aba form ada sólo por flores cam pest res, una prím ula am arilla se dest acaba en el cent ro, alegre y plena. Me m olest aba que el anciano quisiera sust raerse a m is pregunt as y a m is quej as de una m anera t an brom ist a, y lo m iré lleno de enoj o. Ent onces se inclinó un poco hacia adelant e, puso su boca m uy cerca de m i orej a, su boca ya ent eram ent e infant il y m e susurró quedo al oído: Hij o m ío, t om as dem asiado en serio al viej o Goet he. A los viej os, que ya se han m uert o, no se les puede t om ar en serio, eso sería no hacerles j ust icia. A nosot ros los inm ort ales no nos gust a que se nos t om e en serio, nos gust a la brom a. La seriedad, j oven, es cosa del t iem po; se produce, est o por lo m enos quiero revelárt elo, se produce por una hipert ensión del t iem po. Tam bién yo est im é dem asiado en m is días el valor del t iem po, por eso quería llegar a los cien años. En la et ernidad, sin em bargo, no hay t iem po, com o ves: la et ernidad es un inst ant e, lo suficient e largo para una brom a. En efect o, ya no se podía hablar una palabra en serio con aquel hom bre; bailot eaba para arriba y para abaj o, alegre y ágil, y hacía salir a la prím ula de su est rella com o un cohet e, o la iba escondiendo hast a hacerla desaparecer. Mient ras daba sus pasos y figuras de baile, hube de pensar que est e hom bre por lo m enos no había om it ido aprender a bailar. Lo hacía m aravillosam ent e. En aquel m om ent o se m e represent ó ot ra vez el escorpión, o m ej or dicho, Molly, y dij e a Goet he: «Diga ust ed, ¿no est á Molly ahí?» Goet he solt ó una carcaj ada. Fue a su m esa, abrió un caj ón, sacó un precioso est uche de piel o de t erciopelo, lo abrió y m e lo puso delant e de los oj os. Allí est aba sobre el oscuro t erciopelo, pequeña, im pecable y relucient e, una m inúscula pierna de m uj er, una pierna encant adora, un poco doblada por la rodilla, con el pie est irado hacia abaj o, t erm inando en punt a en los m ás deliciosos dedos. Alargué la m ano queriendo coger la pequeña pierna que m e enam oraba, pero al ir a t ocarla con los dedos, pareció que el m inúsculo j uguet e se m ovía con una pequeña cont racción, y se m e ocurrió de repent e la sospecha de que ést e podía ser el escorpión. Goet he pareció com prenderlo, es m ás, parecía com o si precisam ent e hubiese querido y provocado est a profunda inquiet ud, est a brusca lucha de deseo y t em or. Me t uvo el encant ador escorpioncillo delant e de la cara, m e vio desearlo con ansiedad, m e vio echarm e at rás con espant o ant e él, y est o parecía proporcionarle un gran placer. Mient ras se burlaba de m í con la linda cosit a peligrosa, se había vuelt o ot ra vez ent eram ent e viej o, viej ísim o, m ilenario, con el cabello blanco com o la nieve; y su m archit o rost ro de anciano reía t ranquila y calladam ent e, por dent ro, de un m odo im pet uoso, con el insondable hum orism o de los viej os. Cuando despert é, había olvidado el sueño; sólo m ás t arde volví a darm e cuent a de él. Había dorm ido seguram ent e com o cosa de una hora, en m edio de la m úsica y de la algarabía, en la m esa del rest aurant e; nunca lo hubiera creído posible. La bella m uchacha est aba ant e m í, con una m ano sobre m i hom bro. - Dam e dos o t res m arcos - dij o- . Al ot ro lado he hecho algún consum o. Le di m i port am onedas, se fue con él y volvió a poco. 38 El lobo estepario Hermann Hesse - Bueno, ahora puedo est arm e sent ada cont igo t odavía un rat it o; luego t engo que irm e: t engo una cit a. Me asust é. - ¿Con quién, pues? - inquirí de prisa. - Con un caballero, pequeño Harry. Me ha invit ado al «Bar Odeón». - ¡Oh, pensé que no m e dej arías solo! - Para eso habrías t enido que ser t ú el que m e hubieras convidado. Se t e ha adelant ado uno. Nada, con eso ahorras algo. ¿Conoces el «Odeón»? A part ir de m edia noche, sólo cham paña, sillones, orquest a de negros, m uy dist inguido. No cont aba con est o. - ¡Ah - dij e suplicant e- , dej a que yo t e invit e! Me pareció que est o se sobreent endía; ¿no nos hem os hecho am igos? Déj at e invit ar adonde t ú quieras, t e lo ruego. - Eso est á m uy bien por t u part e. Pero m ira, una palabra es una palabra; he acept ado y t engo que ir. ¡No t e preocupes m ás! Ven, t om a t odavía un t rago, aún t enem os vino en la bot ella. Te lo acabas de beber y t e vas luego bonit am ent e a casa y duerm es. Prom ét em elo. - No, oye; a casa no puedo ir. - ¡Ah, vam os, t us hist orias! ¿Aún no has t erm inado con Goet he? ( En est e m om ent o se m e present ó nuevam ent e el sueño de Goet he.) Pero si verdaderam ent e no quieres ir a t u casa, quédat e aquí. Hay habit aciones para forast eros. ¿Quieres que t e pida una? Me pareció bien y le pregunt é dónde podría volver a verla. ¿Dónde vivía? Est o no m e lo dij o. Que no t enía m ás que buscarla un poco y ya la encont raría. - ¿No m e perm it es que t e invit e? - ¿Adónde? - Adonde t e plazca y cuando quieras. - Bien. El m art es, a cenar en el «Viej o Franciscano», en el prim er piso. Adiós. Me dio la m ano, y ahora fue cuando m e fij é en est a m ano, una m ano en perfect a arm onía con su voz, linda y plena, int eligent e y bondadosa. Cuando le besé la m ano, se reía burlona. Y t odavía en el últ im o m om ent o se volvió de nuevo hacia m í y dij o: - Aún t engo que decirt e una cosa, a propósit o de Goet he. Mira, lo m ism o que t e ha pasado a t i con Goet he, que no has podido soport ar su ret rat o, así m e pasa a m í algunas veces con los sant os. - ¿Con los sant os? ¿Eres t an devot a? - No, no soy devot a, por desgracia; pero lo he sido ya una vez y volveré a serlo. No hay t iem po para ser devot a. - ¿No hay t iem po? ¿Es que se necesit a t iem po para eso? - Oh, ya lo creo; para ser devot o se necesit a t iem po, m ej or dicho, se necesit a algo m as: independencia del t iem po. No puedes ser seriam ent e devot o y a la vez vivir en la realidad y, adem ás, t om arla en serio; el t iem po, el dinero, el «Bar Odeón» y t odas est as cosas. - Com prendo. Pero, ¿qué era eso de los sant os? - Si, hay algunos sant os a los que quiero especialm ent e: San Est eban, San Francisco y ot ros. De ellos veo algunas veces cuadros, y t am bién del Redent or y de la Virgen, cuadros hipócrit as, falsos y condenados, y los puedo sufrir t an poco com o t ú a aquel cuadro de Goet he. Cuando veo uno de est os Redent ores o San Franciscos dulzones y necios y m e doy cuent a de que ot ras personas hallan bellos y edificant es est os cuadros, ent onces sient o com o una ofensa del verdadero Redent or, y pienso: ¡Ah! ¿Para qué ha vivido y sufrido t an t rem endam ent e, si a la gent e le bast a de él un est úpido cuadro así? Pero yo sé, a pesar de est o, que t am bién m i im agen del Redent or o de San Francisco es hechura hum ana y no alcanza al original, que al propio Redent or m i im agen suya habría de result arle t an necia y t an insuficient e com o a m í aquellas im it aciones dulzonas. No t e digo est o para dart e la razón en t u m al hum or y furia cont ra el ret rat o de Goet he, no; en eso t ienes razón. Lo digo solam ent e para dem ost rart e que puedo ent ret enert e. Vosot ros los sabios y art ist as t enéis t oda clase de cosas raras dent ro de la cabeza, pero sois 39 El lobo estepario Hermann Hesse hom bres com o los dem ás, y t am bién nosot ros t enem os nuest ros sueños y nuest ros j uegos en el m agín. Porque observé, señor sabio, que t e apurabas un poquit o al ir a cont arm e t u hist oria de Goet he, t enias que esforzart e por hacer com prensibles t us cosas ideales a una m uchacha t an sencilla. Y por eso he querido hacert e ver que no necesit as esforzart e. Yo t e ent iendo ya. Bueno, ¡y ahora, punt o! Te est á esperando la cam a. Se fue, y a m í m e conduj o un anciano cam arero al segundo piso, m ej or dicho, prim ero m e pregunt ó por el equipaj e, y cuando oyó que no había ninguno, hube de pagar por ant icipado lo que él llam ó precio de la cam a. Luego m e llevó, por una viej a escalera siniest ra, a una habit ación de arriba y m e dej ó solo. Allí había una m iserable cam a de m adera, pequeña y dura, y de la pared colgaba un sable y un ret rat o en colores de Garibaldi, adem ás una corona m archit a, de la fiest a de alguna Asociación. Hubiera dado cualquier cosa por una cam isa de dorm ir. Al m enos había agua y una pequeña t oalla, pude lavarm e y m e eché en la cam a vest ido, dej é la luz encendida y t uve t iem po de m edit ar. «Bueno, con Goet he est aba yo ahora en orden. Era m agnífico que hubiera venido hast a m í en sueños. Y est a m aravillosa m uchacha... ¡Si yo hubiese sabido al m enos su nom bre! De pront o un ser hum ano, una persona viva que rom pe la t urbia cam pana de crist al de m i aislam ient o y m e alarga la m ano, una m ano cálida, buena y herm osa. De repent e, ot ra vez cosas que m e im port aban algo, en las que podía pensar con alegría, con preocupación, con int erés. Pront o una puert a abiert a, por la cual la vida ent raba hacia m í. Acaso pudiera vivir de nuevo, acaso pudiera volver a ser un hom bre. Mi alm a, adorm ecida de frío y casi yert a, volvía a respirar, alet eaba soñolient a con débiles alas m inúsculas. Goet he est aba conm igo. Una m uchacha m e había hecho com er, beber, dorm ir, m e había dem ost rado am abilidad, se había reído de m í y m e había llam ado j oven y t ont o. Y la m aravillosa am iga m e había referido t am bién cosas de los sant os y m e había dem ost rado que hast a en m is m ás raras ext ravagancias no est aba yo solo e incom prendido y no era una excepción enferm iza, sino que t enía herm anos y que alguien m e ent endía. ¿Volvería a verla? Sí; seguram ent e, era de fiar. «Una palabra es una palabra.» Y así volví a dorm irm e; dorm í cuat ro, cinco horas. Habían dado las diez cuando despert é, con el t raj e arrugado, lleno de cansancio, deshecho, con el recuerdo de algo horroroso del día ant erior en la cabeza, pero anim ado, lleno de esperanzas y de buenos pensam ient os. Al volver a m i casa, ya no sent í nada del m iedo que est e regreso había t enido ayer para m í. En la escalera, m ás arriba de la araucaria, m e encont ré con la «t ía», m i casera, a la que yo rara vez m e echaba a la cara, pero cuya am able m anera de ser m e com placía m ucho. El encuent ro no m e fue m uy agradable, com o que yo est aba en est ado un poco last im oso y con las huellas de haber t rasnochado, sin peinar y sin afeit ar. Saludé y quise pasar de largo. Ot ras veces respet aba ella siem pre m i afán de quedarm e solo y de pasar inadvert ido, pero hoy parecía, en efect o, que ent re el m undo a m i alrededor se había rot o un velo, se había derrum bado una barrera. Sonrió y se quedó parada. - Ha est ado ust ed de diversión, señor Haller, est a noche ni siquiera ha deshecho ust ed la cam a. ¡Est ará ust ed m uy cansado! - Sí - dij e, y hube de reírm e t am bién- . Est a noche ha sido un poco anim ada, y com o no quería t urbar las cost um bres de su casa, he dorm ido en un hot el. Mi consideración para con la t ranquilidad y respet abilidad de su casa es grande, a veces se m e ant oj a que soy en ella com o un cuerpo ext raño. - ¡No se burle ust ed, señor Haller! - ¡Oh, yo sólo m e burlo de m í m ism o! - Precisam ent e eso no debería ust ed hacerlo. En m i casa no debe ust ed sent irse com o cuerpo ext raño. Ust ed viva com o le plazca y haga lo que quiera. He t enido ya m uchos inquilinos m uy respet ables, j oyas de respet abilidad, pero ninguno era m ás t ranquilo, ni nos ha m olest ado m enos que ust ed. Y ahora... ¿quiere ust ed una t aza de t é? No m e opuse. En su salón, con los herm osos cuadros y m uebles de los abuelos, m e sirvieron t é, y charlam os un poco; la am able señora se ent eró, realm ent e sin pregunt arlo, de est as y las ot ras cosas de m i vida y de m is pensam ient os, y ponía 40 El lobo estepario Hermann Hesse at ención con esa m ezcla de respet o y de indulgencia m at ernal que t ienen las m uj eres int eligent es para las com plicaciones de los hom bres. Tam bién se habló de su sobrino, y m e enseñó en la habit ación de al lado su últ im o t rabaj o hecho en una t arde de fiest a, un aparat o de radio. Allí se sent aba el aplicado j oven por las noches y arm aba una de est as m áquinas, arrebat ado por la idea de la t ransm isión sin hilos, adorando de rodillas al dios de la t écnica, que después de m illares de años había conseguido descubrir y represent ar, aunque m uy im perfect am ent e, cosas que cualquier pensador ha sabido de siem pre y ha ut ilizado con m ayor int eligencia. Hablam os de est o, pues la t ía t iene un poco de inclinación a la religiosidad, y los diálogos sobre religión no le son desagradables. Le dij e que la om nipresencia de t odas las fuerzas y acciones era bien conocida de los ant iguos indios y que la t écnica no había hecho sino t raer a la conciencia general un t rozo pequeño de est a realidad, const ruyendo para ello, verbigracia, para las ondas sonoras, un recept or y un t ransm isor al principio t odavía t erriblem ent e im perfect os. Lo principal de aquella idea ant igua, la irrealidad del t iem po no ha sido observada aún por la t écnica, pero al fin será «descubiert a» nat uralm ent e t am bién y se les vendrá a las m anos a los laboriosos ingenieros. Se descubrirá acaso ya m uy pront o, que no sólo nos rodean const ant em ent e las im ágenes y los sucesos act uales, del m om ent o, com o por ej em plo se puede oír en Francfort o en Zurich la m úsica de París o de Berlín, sino que t odo lo que alguna vez haya exist ido quede de igual m odo regist rado por com plet o y exist ent e, y que nosot ros seguram ent e un buen día, con o sin hilos, con o sin ruidos pert urbadores, oirem os hablar al rey Salom ón y a Walt er von der Vogelweide. Y que t odo est o, lo m ism o que hoy los prim eros pasos de la radio, sólo servirá al hom bre para huir de sí m ism o y de su fin y para revest irse de una red cada vez m ás espesa de dist racción y de inút il est ar ocupado. Pero yo dij e est as cosas, para m í corrient es, no con el t ono acost um brado de irrit ación y de sarcasm o cont ra la época y cont ra la t écnica, sino en brom a y j ugando, y la t ía sonreía, y est uvim os así sent ados con seguridad una hora, t om am os t é y est ábam os cont ent os. Para el m art es por la noche había invit ado a la herm osa y adm irable m uchacha del «Aguila Negra», y no m e cost ó poco t rabaj o pasar el t iem po hast a ent onces. Y cuando por fin llegó el m art es, se m e había hecho clara, hast a darm e m iedo, la im port ancia de m i relación con la m uchacha desconocida. Sólo pensaba en ella, lo esperaba t odo de ella, m e hallaba dispuest o a sacrificarle t odo y ponérselo t odo a los pies, sin est ar enam orado de ella en lo m ás m ínim o. No necesit aba m ás que im aginarm e que quebrant aría nuest ra cit a, o que pudiera olvidarla, ent onces veía claram ent e lo que pasaba por m í; ent onces se quedaría para m í el m undo ot ra vez vacío, volvería a ser un día t an gris y sin valor com o ot ro, m e envolvería de nuevo la quiet ud t ot alm ent e horripilant e y el aniquilam ient o, y no habría ot ra salida de est e infierno callado m ás que la navaj a de afeit ar. Y la navaj a de afeit ar no se m e había hecho m ás agradable en est e par de días, no había perdido nada de su horror. Est o era precisam ent e lo t errible. yo sent ía un m iedo profundo y angust ioso del cort e a t ravés de m i gargant a, t em ía a la m uert e con una resist encia t an t enaz, t an firm e, t an decidida y t erca, com o si yo hubiera sido el hom bre de m ás salud del m undo y m i vida un paraíso. Me daba cuent a de m i est ado con una claridad com plet a y absolut a y reconocía que la insoport able t ensión ent re no poder vivir y no poder m orir era lo que daba im port ancia a la desconocida, la linda bailarina del «Aguila Negra». Ella era la pequeña vent anit a, el m inúsculo aguj ero lum inoso en m i som bría cueva de angust ia. Era la redención, el cam ino de la liberación. Ella t enía que enseñarm e a vivir o enseñarm e a m orir; ella, con su m ano segura y bonit a, t enía que t ocar m i corazón ent um ecido, para que al cont act o de la vida floreciera o se deshiciese en cenizas. De dónde ella sacaba est as fuerzas, de dónde le venía la m agia, por qué razones m ist eriosas había adquirido para m í est a profunda significación, sobre est o no m e era posible reflexionar, adem ás daba igual; yo no t enía el m enor int erés en saberlo. Ya no m e im port aba en absolut o saber nada, ni m edit ar nada, de t odo ello est aba ya supersat urado, precisam ent e est aban para m í el t orm ent o y la vergüenza m ás agudos y m ort ificant es, en que m e daba cuent a t an exact am ent e de m i propio est ado, t enía t an plena conciencia de él. Veía ant e m í a est e t ipo, a est e anim al 41 El lobo estepario Hermann Hesse de lobo est epario, com o una m osca en las redes, y not aba cóm o su sino lo em puj aba a la decisión, cóm o colgaba enredado e indefenso de la t ela, cóm o la araña est aba preparada para picar, cóm o surgió a la m ism a dist ancia la m ano salvadora. Hubiese podido decir las m ás prudent es y at inadas cosas acerca de las relaciones y causas de m i sufrim ient o, de la enferm edad de m i alm a, de m i em bruj am ient o y neurosis, la m ecánica m e era t ransparent e. Pero lo que m ás m e hacía falt a, por lo que suspiraba t an desesperadam ent e, no era saber y com prender, sino vida, decisión, sacudim ient o e im pulso. Aun cuando durant e aquellos dos días de espera no dudé un inst ant e de que m i am iga cum pliría su palabra, no dej é de est ar el últ im o día m uy agit ado e inciert o; j am ás en t oda m i vida he esperado con m ayor im paciencia la noche de ningún día. Y conform e se m e iba haciendo insoport able la t ensión y la im paciencia, m e producía al m ism o t iem po un m aravilloso bienest ar; herm oso sobre t oda ponderación, y nuevo fue para m i, el desencant ado, que desde hacía m ucho t iem po no había aguardado nada, no se había alegrado por nada, m aravilloso fue correr de un lado para ot ro est e día ent ero, lleno de inquiet ud, de m iedo y de violencia y expect ant e ansiedad, im aginarm e por ant icipado el encuent ro, la conversación, los sucesos de la noche, afeit arm e con est e fin y vest irm e ( con cuidado especial, cam isa nueva, corbat a nueva, cordones nuevos en los zapat os) . Fuese quien quisiera est a m uchachit a int eligent e y m ist eriosa, fuera cualquiera el m odo de haber llegado a est a relación conm igo, m e era igual; ella est aba allí, el m ilagro se había realizado de que yo hubiera encont rado una persona y un int erés en la vida. I m port ant e era sólo que est o cont inuara, que yo m e ent regase a est a at racción, siguiera a est a est rella. ¡Mom ent o inolvidable cuando la vi de nuevo! Yo est aba sent ado en una pequeña m esa del viej o y confort able rest aurant e, m esa que sin necesidad había m andado reservar previam ent e por t eléfono, est udiaba la list a, y había colocado en la copa para el agua dos herm osas orquídeas que había com prado para m i am iga. Tuve que esperar un gran rat o, pero m e sent ía seguro de su llegada y ya no est aba excit ado. Y llegó, por fin, se quedó parada en el guardarropa y m e saludó sencillam ent e con una at ent a e invest igadora m irada de sus claros oj os grises. Desconfiado, m e puse a observar cóm o se conducía con ella el cam arero. No, gracias a Dios no había fam iliaridad, no falt aban las dist ancias; él era int achablem ent e correct o. Y, sin em bargo, se conocían; ella lo llam aba Em ilio. Cuando le di las orquídeas, se puso cont ent a y río. - Es m uy bonit o por t u part e, Harry. Tú querías hacerm e un regalo, ¿no es verdad?, y no sabías bien qué elegir, no sabías así con seguridad hast a qué punt o est abas realm ent e aut orizado para hacerm e un obsequio sin ofenderm e, y has com prado orquídeas, est o no son m ás que unas flores, y, sin em bargo, son bien caras. Por ot ra part e, no quiero dej ar de decirt e en seguida: no quiero que m e regales nada. Yo vivo de los hom bres, pero de t i no quiero vivir. Pero, ¡cóm o t e has t ransform ado! Ya no t e conoce una. El ot ro día parecía com o si acabaran de librart e de la horca, y ahora eres casi ot ra vez una persona. Bueno, ¿has cum plido m i m andat o? - ¿Qué m andat o? - ¿Tan olvidadizo? Me refiero a que si sabes ya bailar el fox- t rot . Me dij ist e que no deseabas cosa m ej or que recibir órdenes m ías, que para t i no había nada m ás agradable que obedecerm e. ¿Te acuerdas? - Oh, si, ¡y lo sost engo! Era en serio. - ¿Y, sin em bargo, aún no has aprendido a bailar? - ¿Se puede hacer eso t an de prisa, sólo en un par de días? - Nat uralm ent e, el fox puedes aprenderlo en una hora, el bost on en dos, el t ango requiere m ás t iem po, pero el t ango no t e hace falt a. - Ahora, al fin, t engo que saber t u nom bre. Me m iró, silenciosa, un rat o. 42 El lobo estepario Hermann Hesse - Tal vez puedas adivinarlo. Me sería m uy agradable que lo adivinaras. Fíj at e un m om ent o y m íram e bien. ¿No has observado t odavía que yo alguna vez t engo cara de m uchacho? ¿Por ej em plo, ahora? Sí, al m irar en est e m om ent o fij am ent e su rost ro, t uve que darle la razón; era una cara de m uchacho. Y al t om arm e un m inut o de t iem po, em pezó la cara a hablarm e y a recordar m i propia infancia y a m i com pañero de ent onces, que se llam aba Arm ando. Por un m om ent o m e pareció ella com plet am ent e t ransform ada en aquel Arm ando. - Si fueses un m uchacho - le dij e con asom bro- t endrías que llam art e Arm ando. - Quién sabe, quizá lo sea; sólo que est é disfrazado - dij o ella j uguet ona. - ¿Te llam as Arm anda? Asint ió radiant e, porque yo lo hubiera adivinado. En aquel m om ent o llegó la sopa, nos pusim os a com er, y ella derrochó una infant il alegría. De t odo lo que en ella m e gust aba y m e encant aba, lo m ás delicioso y part icular era ver cóm o podía pasar com plet am ent e de pront o de la m ás profunda seriedad a la j ovialidad m ás encant adora, y viceversa, sin inm ut arse ni descom ponerse en absolut o, era com o un niño ext raordinario. Ahora est uvo un rat o cont ent a, se burló de m í con el fox- t rot , hast a m e dio con los pies, elogió con ardor la com ida, observó que había puest o yo gran cuidado en m i indum ent aria, pero aún hubo de crit icar m uchas cosas en m i ext erior. Ent ret ant o, le pregunt é: - ¿Cóm o t e las has arreglado para parecer de pront o un m uchacho y que yo pudiera adivinar t u nom bre? - ¡Oh, t odo eso lo has hecho t ú m ism o! ¿No com prendes, señor erudit o, que yo t e gust o y represent o algo para t i, porque en m i int erior hay algo que responde a t u ser y t e com prende? En realidad t odos los hom bres debían ser espej os así los unos para los ot ros y responder y corresponderse m ut uam ent e de est a m anera, pero los páj aros com o t ú son t odos personas ext rañas y caen con facilidad en un encant am ient o que les im pide ver y leer nada en los oj os de los dem ás, y ya no les im port a nada de nada. Y si uno de est os páj aros vuelve a encont rar así de pront o una cara que lo m ira verdaderam ent e y en la que not a algo com o respuest a y afinidad, ¡ah! , ent onces experim ent a nat uralm ent e un placer. - Tú lo sabes t odo, Arm anda - exclam é asom brado- . Es exact am ent e t al com o est ás diciendo. Y, sin em bargo, t ú eres t an com plet a y absolut am ent e diferent e a m í... Eres m i polo opuest o; t ienes t odo lo que a m í m e falt a. - Así t e lo parece - dij o lacónicam ent e- , y eso es bueno. Y ahora cruzó por su rost ro, que en efect o m e era com o un espej o m ágico, una densa nube de seriedad; de pront o t oda est a cara no expresaba ya sino circunspección y sent ido t rágico, sin fondo, com o si m irara de los oj os vacíos de una m áscara. Lent am ent e, cual si fuesen saliendo a la fuerza las palabras, dij o: - Tú, no olvides lo que m e has dicho. Has dicho que yo t e m ande, que para t i sería una alegría obedecer t odas m is órdenes. No lo olvides. Has de saber, pequeño Harry, que lo m ism o que a t i t e pasa conm igo, que m i cara t e da respuest a, que algo dent ro de m í sale a t u encuent ro y t e inspira confianza, exact am ent e lo m ism o m e pasa t am bién a m í cont igo. Cuando el ot ro día t e vi ent rar en el «Aguila Negra», t an cansado y ausent e y ya casi fuera de est e m undo, ent onces present í al punt o: ést e ha de obedecerm e, ést e se consum e porque yo le dé órdenes. Y he de hacerlo. Por eso t e hablé y por eso nos hem os hecho am igos. De est e m odo habló ella, llena de grave seriedad, baj o una fuert e presión del alm a, hast a el punt o de que yo no podía seguirla y t rat é de t ranquilizarla y de desviaría. Ella se desent endió con una cont racción de las cej as, m e m iró im perat iva y cont inuó con una voz de ent era frialdad: - Has de cum plir t u palabra, am igo, o ha de pesart e. Recibirás m uchas órdenes m ías y las acat arás, órdenes deliciosas, órdenes agradables, t e será un placer obedecerías. Y al final habrás de cum plir m i últ im a orden t am bién, Harry. - La cum pliré - dij e m edio inconscient e- . ¿Cuál habrá de ser t u últ im a orden para m í? Sin em bargo, yo la present ía ya, sabe Dios por que. 43 El lobo estepario Hermann Hesse Ella se est rem eció com o baj o los efect os de un ligero escalofrío y parecía que lent am ent e despert aba de su let argo. Sus oj os no se apart aban de m í. De pront o se puso aún m ás som bría. - Sería prudent e en m í no decírt elo. Pero no quiero ser prudent e, Harry, est a vez no. Quiero precisam ent e t odo lo cont rario. At iende, escucha. Lo oirás, lo olvidarás ot ra vez, t e reirás de ello, t e hará llorar. At iende, pequeño. Voy a j ugar cont igo a vida o m uert e, herm anit o, y quiero enseñart e m is cart as boca arriba ant es de que em pecem os a j ugar. ¡Qué herm osa era su cara, qué suprat errena, cuando decía est o! En los oj os flot aba serena y fría una t rist eza de hielo, est os oj os parecían haber sufrido ya t odo el dolor im aginable y haber dicho am én a t odo. La boca hablaba con dificult ad y com o im pedida, algo así com o se habla cuando a uno le ha paralizado la cara un frío t errible. Pero ent re los labios, en las com isuras de la boca, en el j uguet eo de la punt a de la lengua, que sólo rara vez se hacía visible, no fluía, en cont raposición con la m irada y con la voz, m ás que dulce y j uguet ona sensualidad, ínt im o afán de placer. En la frent e callada y serena pendía un cort o bucle, de allí, de ese rincón de la frent e con el bucle irradiaba de cuando en cuando com o hálit o de vida aquella ola de parecido a un m uchacho, de m agia herm afrodit a. Lleno de angust ia est aba escuchándola, y, sin em bargo, com o at urdido, com o present e sólo a m edias. - Yo t e gust o - cont inuó ella- , por el m ot ivo que ya t e he dicho: he rot o t u soledad, t e he recogido precisam ent e ant e la puert a del infierno y t e he despert ado de nuevo. Pero quiero de t i m ás, m ucho m ás. Quiero hacer que t e enam ores de m í. No, no m e cont radigas, déj am e hablar. Te gust o m ucho, de eso m e doy cuent a, y t ú m e est ás agradecido, pero enam orado de m í no lo est ás. Yo voy a hacer que lo est és, est o pert enece a m i profesión; com o que vivo de eso, de poder hacer que los hom bres se enam oren de m í, Pero ent érat e bien: no hago est o porque t e encuent re francam ent e encant ador. No est oy enam orada de t i, Harry, t an poco enam orada com o t ú de m í. Pero t e necesit o, com o t ú m e necesit as. Tú m e necesit as act ualm ent e, de m om ent o, porque est ás desesperado y t e hace falt a un im pulso que t e eche al agua y t e vuelva a reanim ar. Me necesit as para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir. Yo, en cam bio, t am bién t e necesit o a t i, no hoy, m ás adelant e, para algo m uy im port ant e y herm oso. Te daré m i últ im a orden cuando est és enam orado de m í, y t ú obedecerás, y ello será bueno para t i y para m í. Levant ó un poco en la copa una de las orquídeas de color violet a oscuro, con sus fibras verdosas; inclinó su rost ro un m om ent o sobre ella y est uvo m irando fij am ent e la flor. - No t e ha de ser cosa fácil, pero lo harás. Cum plirás m i m andat o y m e m at arás. Est o es t odo. No pregunt es nada. Con los oj os fij os aún en la orquídea, se quedó callada, su rost ro perdió la violencia. Com o un capullo que se abre, fue libert ándose de la t ensión y el peso, y de pront o se pint ó en sus labios una sonrisa encant adora, en t ant o que los oj os aún cont inuaron un m om ent o inm óviles y fascinados. Luego sacudió la cabeza con el pequeño m echón varonil, bebió un t rago de agua, volvió a darse cuent a de pront o de que est ábam os com iendo y cayó con alegre apet it o sobre los m anj ares. Yo había escuchado con t oda claridad palabra a palabra su siniest ro discurso, llegando hast a a adivinar su «últ im a orden», ant es de que ella la expresara, y ya no m e asust ó con él «m e m at arás». Todo lo que iba diciendo m e sonaba convincent e y fat al, lo acept aba y no m e defendía cont ra ello, y sin em bargo, a pesar de la t errible severidad con que había hablado, era para m í t odo sin verdadera realidad ni para t om arlo en serio. Una part e de m i alm a aspiraba sus palabras y las creía, ot ra part e de m i alm a asent ía bondadosa y com prendiendo que est a Arm anda t an int eligent e, sana y segura, t enía por lo vist o t am bién sus fant asías y sus est ados crepusculares. Apenas hubo resonado su últ im a palabra, se ext endió por t oda la escena un velo de irrealidad y de ineficiencia. De t odos m odos, yo no podía dar el salt o a lo probable y real con la m ism a ligereza equilibrist a que Arm anda. 44 El lobo estepario Hermann Hesse - ¿De m anera que un día he de m at art e? - pregunt é, soñando en voz baj a, m ient ras ella volvía a su risa y t rinchaba con afán su ración de ave. - Nat uralm ent e - asint ió ella, com o de paso- ; bast a ya de eso; es hora de com er. Harry, sé am able y pídem e t odavía un poco de ensalada. ¿Tú no t ienes apet it o? Voy creyendo que has de em pezar por aprender t odo lo que en los dem ás hom bres se sobreent iende por sí m ism o, hast a la alegría de com er. Mira, pues, est o es un m uslit o de pat o, y cuando uno desprende del hueso la m agnífica carne blanca, ent onces es una delicia, y uno se sient e t an lleno de apet it o, de expect ación y de grat it ud com o un enam orado cuando ayuda a su am ada por prim era vez a quit arse el corpiño. ¿Me has ent endido? ¿No? eres un borrego. At iende, voy a dart e un t rocit o de est e bello m uslo de pat o, ya verás. Así, ¡Abre la boca! ¡Qué est úpido eres! Pues no ha t enido que m irar a hurt adillas a los dem ás com ensales, para com probar que no lo ven coger un bocado de m i t enedor! No t engas cuidado, t ú, hij o perdido, no t e pondré en evidencia. Pero si para divert irt e necesit as el perm iso de los dem ás, ent onces eres verdaderam ent e un pobre diablo. Cada vez m ás irreal iba haciéndose la ant erior escena, cada vez m ás increíble que est os oj os hubiesen podido m irar t an desencaj ados y fij os hace aún pocos m inut os, con t ant a gravedad y t an t erriblem ent e. Oh, en est o era Arm anda com o la vida m ism a: siem pre m om ent o, no m as, nunca calculable de ant em ano. Ahora est aba com iendo, y el m uslo de pat o y la ensalada, la t art a y el licor se t om aban en serio, y se hacían obj et o de alegría y de crít ica, de conversación y de fant asía. Cuando un plat o era ret irado, em pezaba un nuevo capít ulo. Est a m uj er, que m e había penet rado t an perfect am ent e, que parecía saber de la vida m ás que t odos los sabios, se dedicaba a ser niña, al pequeño j uego de la vida del m om ent o, con un art e que m e convirt ió desde luego en su discípulo. Y lo m ism o da que fuese t odo ello alt a sabiduría o sencillísim a candidez. Quien sabía vivir de est a m anera el m om ent o, quien vivía de est e m odo t an act ual y sabía est im ar t an cuidadosa y am ablem ent e t oda flor pequeña del cam ino, t odo m inúsculo valor sin im port ancia del inst ant e, ést e est aba por encim a de t odo y no le im port aba nada la vida. Y est a alegre criat ura, con su buen apet it o, con su buen gust o ret ozón, ¿era al propio t iem po una soñadora y una hist érica que se deseaba la m uert e, o una despiert a calculadora que, conscient em ent e y con t oda frialdad quería enam orarm e y hacerm e su esclavo? Est o no podía ser. No; se ent regaba sencillam ent e al m om ent o de t al suert e, que est aba abiert a por ent ero, lo m ism o que a t oda ocurrencia placent era, t am bién a t odo fugit ivo y negro horror de lej anas profundidades del alm a y lo gust aba hast a el fin. Est a Arm anda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía t odo lo m ío, no m e parecía posible t ener nunca ya un secret o para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese com prendido del t odo m i vida espirit ual; en m is relaciones con la m úsica, con Goet he, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirm e, pero t am bién est o era m uy dudoso, probablem ent e t am poco le cost aría t rabaj o. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de m i «vida espirit ual»? ¿No había salt ado t odo en ast illas y no había perdido su sent ido? Todo lo dem ás que m e im port aba, t odos m is ot ros problem as personales, ést os sí había de com prenderlos, en ello no t enía yo duda. Pront o hablaría con ella del lobo est epario, del t rat ado, de t ant as y t ant as cosas que hast a ent onces sólo habían exist ido para m í y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona hum ana. No pude resist irm e a em pezar en seguida. - Arm anda - dij e- : el ot ro día m e sucedió algo m aravilloso. Un desconocido m e dio un pequeño librit o im preso, algo así com o un cuaderno de feria, y allí est aba descrit a con exact it ud t oda m i hist oria y t odo lo que m e im port a. Di, ¿no es asom broso? - ¿Y cóm o se llam a el librit o? - pregunt ó indiferent e. - Se llam a Tract at del lobo est epario. - ¡Oh, lobo est epario, es m agnífico! ¿ Y el lobo est epario eres t ú? ¿Eso eres t ú? - Sí, soy yo. Yo soy un ent e, que es m edio hom bre y m edio lobo, o que al m enos se lo figura así. 45 El lobo estepario Hermann Hesse Ella no respondió. Me m iró a los oj os con at ención invest igadora, m iró m is m anos, y por un m om ent o volvió a su m irada y a su rost ro la profunda seriedad y el velo som brío de ant es. Creí adivinar sus pensam ient os, a saber, si yo sería bast ant e lobo para poder ej ecut ar su «últ im a orden». - Eso es nat uralm ent e una figuración t uya - dij o ella, volviendo a la j ovialidad- ; o si quieres, una fant asía. Algo hay, sin em bargo, indudablem ent e. Hoy no eres lobo, pero el ot ro día, cuando ent rast e en el salón, com o caído de la luna, ent onces no dej abas de ser un pedazo de best ia, precisam ent e est o m e gust ó. Se int errum pió por algo que se le había ocurrido de pront o, y dij o con am argura: - Suena est o t an m al, una palabra de est a clase com o best ia o brut o. No se debería hablar así de los anim ales. Es verdad que a veces son t erribles, pero desde luego son m ucho m ás j ust os que los hom bres. - ¿«Qué es eso de «j ust o»? ¿Qué quieres decir con eso? - Bueno, observa un anim al cualquiera: un gat o, un páj aro, o uno de los herm osos ej em plares en el Parque Zoológico: un pum a o una j irafa. Verás que t odos son j ust os, que ni siquiera un solo anim al est á violent o o no sabe lo que ha de hacer y cóm o ha de conducirse. No quieren adulart e, no pret enden im ponérset e. No hay com edia. Son com o son, com o la piedra y las flores o com o las est rellas en el cielo. ¿Me com prendes? Com prendía. - Por lo general, los anim ales son t rist es - cont inuó- . Y cuando un hom bre est á m uy t rist e, no porque t enga dolor de m uelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un m om ent o se da cuent a de cóm o es t odo, cóm o es la vida ent era y est á j ust am ent e t rist e, ent onces se parece siem pre un poco a un anim al; ent onces t iene un aspect o de t rist eza, pero es m ás j ust o y m ás herm oso que nunca. Así es, y ese aspect o t enias, lobo est epario, cuando t e vi por prim era vez. - Bien, Arm anda, ¿y qué piensas t ú de aquel libro en el que yo est oy descrit o? - Ah, sabes, yo no est oy en t odo m om ent o para pensar. En ot ra ocasión hablarem os de est o. Puedes dárm elo alguna vez para que lo lea. O no, si yo algún día hubiera de volver a leer, ent onces dam e uno de los libros que t ú m ism o has escrit o. Pidió café y un rat o est uvo inat ent a y dist raída, luego, de repent e, brillaron sus oj os y pareció haber llegado a un t érm ino con sus cavilaciones. - Ya est á - exclam ó- , ya lo t engo. - ¿El qué? - Lo del fox- t rot , t odo el t iem po he est ado pensando en ello. Dim e: ¿t ú t ienes una habit ación, en la que alguna que ot ra vez nosot ros dos pudiéram os bailar una hora? Aunque sea pequeña, no im port a; lo único que hace falt a es que precisam ent e debaj o no viva alguien que suba y escandalice porque resuene un poco sobre su cabeza. Bien, m uy bien. Ent onces puedes aprender a bailar en t u propia casa. - Sí - dij e t ím idam ent e- ; t ant o m ej or. Pero creía que para eso se necesit aba adem ás m úsica. - Nat uralm ent e que se necesit a. Verás, la m úsica t e la vas a com prar, cuest a a lo sum o lo que un curso de baile con una profesora. La profesora t e la ahorras; la pongo yo m ism a. Así t enem os m úsica siem pre que queram os, y, adem ás, nos queda el gram ófono. - ¿El gram ófono? - ¡Nat uralm ent e! Com pras un pequeño aparat o de esos y un par de discos de baile... - Magnífico - exclam é- , y si consigues en efect o enseñarm e a bailar, recibes luego el gram ófono com o honorarios. ¿Hecho? Dij e est o m uy convencido, pero no m e salía del corazón. En m i cuart it o de t rabaj o, con los libros, no podía im aginarm e un aparat o de ést os, que no m e son nada sim pát icos, y hast a al m ism o baile había m ucho que oponer. Así, cuando hubiera ocasión, había pensado que se podía acaso probar alguna vez, aun cuando est aba convencido de que era ya dem asiado viej o y duro y de que no lograría aprender. Pero así, de buenas a prim eras, m e result aba m uy at ropellado y m uy violent o, y not aba que dent ro de m í hacía oposición t odo lo que yo t enía que echar en cara com o viej o y 46 El lobo estepario Hermann Hesse delicado conocedor de m úsica a los gram ófonos, al j azz y a t oda la m oderna m úsica de baile. Que ahora en m i cuart o, j unt o a Novalis y a Jean Paul, en la celda de m is pensam ient os, en m i refugio, habían de resonar piezas de m oda de bailes am ericanos y que adem ás, a sus sones, había yo de bailar, era realm ent e m ás de lo que un hom bre t enía derecho a exigir de m í. Pero es el caso que no era «un hom bre» el que lo exigía: era Arm anda, y ést a no t enía m ás que ordenar. Yo, obedecer. Nat uralm ent e que obedecí. Nos encont ram os a la t arde siguient e en un café. Arm anda est aba allí sent ada ya cuando llegué; t om aba t é y m e enseñó sonriendo un periódico en el que había descubiert o m i nom bre. Era uno de los libelos reaccionarios de m i t ierra, en los que de cuando en cuando iban dando la vuelt a violent os art ículos difam at orios cont ra m í. Yo fui durant e la guerra enem igo de ést a, y después, cuando se present ó ocasión, prediqué t ranquilidad, paciencia, hum anidad y aut ocrít ica y com bat í la inst igación nacionalist a que cada día se iba haciendo m ás aguda, m ás necia y m ás descarada. Allí había ot ra vez un at aque de ést os, m al escrit o, a m edias com puest o por el redact or m ism o, a m edias plagiado de los m uchos art ículos parecidos de la Prensa de su propio sect or. Es sabido que nadie escribe t an m al com o los defensores de ideologías que envej ecen, que nadie ej erce su oficio con m enos pulcrit ud y cuidado. Arm anda había leído el art ículo y había sabido por él que Harry Haller era un ser nocivo y un socio sin pat ria, y que nat uralm ent e a la pat ria no le podía ir sino m uy m al en t ant o fueran t olerados est os hom bres y est as t eorías, y se educara a la j uvent ud en ideas sent im ent ales de hum anidad, en lugar de despert ar el afán de venganza guerrera cont ra el enem igo hist órico. - ¿Eres t ú ést e? - pregunt ó Arm anda señalando m i nom bre- . Pues t e has proporcionado serios adversarios, Harry... ¿Te m olest a est o? Leí algunas líneas; era lo de siem pre: cada una de est as frases difam at orias est ereot ipadas m e era conocida hast a la saciedad desde hace años. - No - dij e- ; no m e m olest a; est oy acost um brado a ello hace m uchísim o t iem po. Un par de veces he expresado la opinión de que t odo pueblo y hast a t odo hom bre aislado, en vez de soñar con m ent idas «responsabilidades» polít icas, debía reflexionar dent ro de sí, hast a qué punt o él m ism o, por errores, negligencias y m alos hábit os, t iene part e t am bién en la guerra y en t odos los dem ás m ales del m undo; ést e acaso sea el único cam ino de evit ar la próxim a guerra. Est o no m e lo perdonan, pues es nat ural que ellos m ism os se crean perfect am ent e inocent es: el káiser, los generales, los grandes indust riales, los polít icos, nadie t iene que echarse en cara lo m ás m ínim o, nadie t iene ninguna clase de culpa. Se diría que t odo est aba m agníficam ent e en el m undo..., sólo yacen dent ro de la t ierra una docena de m illones de hom bres asesinados. Y m ira, Arm anda, aun cuando est os art ículos difam at orios ya no puedan m olest arm e, alguna vez no dej an de ent rist ecerm e. Dos t ercios de m is com pat riot as leen est a clase de periódicos, leen t odas las m añanas y t odas las noches est os ecos, son t rabaj ados, exhort ados, excit ados, los van haciendo descont ent os y m alvados, y el obj et ivo y fin de t odo est o es la guerra ot ra vez, la guerra próxim a que se acerca, que será aún m ás horrorosa que lo ha sido est a últ im a. Todo est o es claro y sencillo; t odo hom bre podría com prenderlo, podría llegar a la m ism a conclusión con una sola hora de m edit ación. Pero ninguno quiere eso, ninguno quiere evit ar la guerra próxim a, ninguno quiere ahorrarse así m ism o y a sus hij os la próxim a m at anza de m illones de seres, si no puede t enerlo m ás barat o. Medit ar una hora, ent rar un rat o dent ro de sí e inquirir hast a qué punt o t iene uno part e y es corresponsable en el desorden y en la m aldad del m undo; m ira, eso no lo quiere nadie. Y así seguirá t odo, y la próxim a guerra se prepara con ardor día t ras día por m uchos m iles de hom bres. Est o, desde que lo sé, m e ha paralizado y m e ha llevado a la desesperación, ya que no hay para m í «pat ria» ni ideales, t odo eso no es m ás que escenario para los señores que preparan la próxim a carnicería. No sirve para nada pensar, ni decir, ni escribir nada hum ano, no t iene sent ido dar vuelt as a buenas ideas dent ro de la cabeza; para dos o t res hom bres que hacen est o, hay día por día 47 El lobo estepario Hermann Hesse m iles de periódicos, revist as, discursos, sesiones públicas y secret as, que aspiran a lo cont rario y lo consiguen. Arm anda había escuchado con int erés. - Sí - dij o al fin- , t ienes razón. Es evident e que volverá a haber guerra, no hace falt a leer periódicos para saberlo. Por ello es nat ural que est é uno t rist e; pero est o no t iene valor alguno. Es exact am ent e lo m ism o que si est uviéram os t rist es porque, a pesar de t odo lo que hagam os en cont ra, un día indefect iblem ent e hayam os de t ener que m orir. La lucha cont ra la m uert e, querido Harry, es siem pre una cosa herm osa, noble, digna y sublim e; por t ant o, t am bién la lucha cont ra la guerra. Pero no dej a de ser en t odo caso una quij ot ada sin esperanza. - Quizá sea verdad - exclam é violent o- , pero con t ales verdades com o la de que t odos t enem os que m orir en plazo breve y, por t ant o, que t odo es igual y nada m erece la pena, con est o se hace uno la vida superficial y t ont a. ¿Es que hem os de prescindir de t odo, de renunciar a t odo espírit u, a t odo afán, a t oda hum anidad, dej ar que siga t riunfando la am bición y el dinero y aguardar la próxim a m ovilización t om ando un vaso de cerveza? Ext raordinaria fue la m irada que m e dirigió Arm anda, una m irada llena de com placencia, de burla y picardía y de cam aradería com prensiva, y al m ism o t iem po t an llena de gravedad, de ciencia y de seriedad insondable. - Eso no lo harás - dij o m at ernalm ent e- . Tu vida no ha de ser superficial y t ont a, porque sepas que t u lucha ha de ser est éril. Es m ucho m ás superficial, Harry, que luches por algo bueno e ideal y creas que has de conseguirlo. ¿ Es que los ideales est án ahí para que los alcancem os? ¿Vivim os nosot ros los hom bres para suprim ir la m uert e? No; vivim os para t em erla, y luego, para am arla, y precisam ent e por ella se enciende el poquit o de vida alguna vez de m odo t an bello durant e una hora. Eres un niño, Harry. Sé dócil ahora y vent e conm igo, t enem os hoy m ucho que hacer. Hoy no he de volver a ocuparm e de la guerra y de los periódicos. ¿Y t ú? ¡ Oh, no! Tam bién yo est aba dispuest o a no preocuparm e de nada. Fuim os j unt os - era nuest ro prim er paseo com ún por la ciudad- a una t ienda de m úsica y vim os gram ófonos, los abrim os y cerram os, hicim os que t ocasen algunos, y cuando hubim os encont rado uno de ellos m uy apropiado y bonit o y barat o, quise com prarlo, pero Arm anda no había t erm inado t an pront o. Me cont uvo y hube de buscar con ella t odavía una segunda t ienda y ver y oír allí t am bién t odos los sist em as y t am años, desde el m ás barat o al m ás caro, y sólo ent onces est uvo ella conform e en volver a la prim era t ienda y com prar el aparat o que nos había gust ado. - ¿Ves? - dij e- . Est o lo hubiésem os podido hacer de m odo m ás sencillo. - ¿Dices? Y ent onces acaso hubiésem os vist o m añana el m ism o aparat o expuest o en ot ro escaparat e veint e francos m ás barat o. Y, adem ás, que el com prar diviert e, y lo que diviert e, hay que saborearlo. Tú t ienes que aprender t odavía m uchas cosas. Con un criado llevam os nuest ra com pra a m i casa. Arm anda observó at ent am ent e m i gabinet e, elogió la est ufa y el diván, probó las sillas, cogió libros en la m ano, se quedó parada bast ant e rat o ant e la fot ografía de m i querida. Pusim os el gram ófono sobre la cóm oda, ent re m ont ones de libros. Y luego em pezó m i aprendizaj e. Ella hizo t ocar un fox- t rot , dio sola, para que yo los viera, los prim eros pasos, m e cogió la m ano y em pezó a llevarm e. Yo m archaba obedient e, t ropezaba con las sillas, oía sus órdenes, no las ent endía, le pisaba los pies y m e m ost raba t an inhábil com o aplicado. Después de la segunda pieza se t iró sobre el diván, riendo com o un niño. - ¡Dios m ío, pareces de palo! Anda sencillam ent e, de m odo nat ural, com o si fueras de paseo. No es necesario que t e esfuerces. Hast a creo que t e has acalorado. Vam os a descansar cinco m inut os. Mira, bailar, cuando se sabe, es t an sencillo com o pensar y de aprender es m ucho m ás fácil. Ahora com prenderás un poco m ej or por qué los hom bres no quieren acost um brarse a pensar, sino que prefieran llam ar al señor Haller un t raidor a la pat ria y esperar t ranquilam ent e la próxim a guerra. 48 El lobo estepario Hermann Hesse Al cabo de una hora se fue, asegurándom e que la próxim a vez habría de result ar m ej or. Yo pensaba de ot ra m anera y est aba m uy desilusionado por m i inhabilidad y t orpeza. A lo que m e parecía, en est a clase no había aprendido absolut am ent e nada, y no creía que ot ra vez hubiera de ir m ej or. No; para bailar había que t ener condiciones que m e falt aban por com plet o: alegría, inocencia, ligereza, im pulso. Ya m e lo había figurado yo hace m ucho t iem po. Pero m ira, en la próxim a vez fue la cosa, en efect o, m ej or, y hast a em pezó a divert irm e, y al final de la clase afirm ó Arm anda que el fox- t rot lo sabía yo ya; pero cuando sacó de est o la consecuencia de que al día siguient e t enía que ir a bailar a un rest aurant e, m e asust ó t erriblem ent e y m e defendí con calor. Con t oda t ranquilidad m e recordó m i vot o de obediencia y m e cit ó para el día siguient e al t é en el hot el Balances. Aquella noche est uve sent ado en casa queriendo leer y no pude. Tenía m iedo al día próxim o; m e era t errible la idea de que yo, viej o, t ím ido y sensible solit ario, no sólo había de visit ar uno de esos m odernos y ant ipát icos salones de t é y de baile con m úsica de j azz, sino que t enía que m ost rarm e allí ent re ext raños com o bailarín, sin saber t odavía absolut am ent e nada. Y confieso que m e reí de m í m ism o y m e avergoncé en m i int erior, cuando solo, en m i callado cuart o de est udio, di cuerda al aparat o y lo puse en m archa y despacio y en zapat illas repet í los pasos de m i fox. En el hot el Balances al ot ro día t ocaba una pequeña orquest a, se t om aba t é y whisky. I nt ent é sobornar a Arm anda, le present é past as, t rat é de invit arla a una bot ella de vino bueno, pero perm aneció inexorable. - Tú no est ás aquí hoy por gust o. Es clase de baile. Tuve que bailar con ella dos o t res veces, y en un int erm edio m e present ó al que t ocaba el saxofón, un hom bre m oreno, j oven y bello, de origen español o sudam ericano, el cual, com o ella dij o, sabía t ocar t odos los inst rum ent os y hablar t odos los idiom as del m undo. Est e «señor» parecía ser m uy conocido y am igo de Arm anda, t enía ant e sí dos saxofones de diferent e t am año, que t ocaba alt ernat ivam ent e, m ient ras que sus oj os negros y relucient es est udiaban at ent os y alegres a los bailarines. Para m i propio asom bro, sent í cont ra est e bello m úsico inofensivo algo com o celos, no celos de am or, pues de am or no exist ía absolut am ent e nada ent re Arm anda y yo, pero unos celos de am ist ad, m ás bien espirit uales; no m e parecía t an j ust am ent e digno del int erés y de la dist inción sorprendent e, puede decirse veneración, que ella m ost raba por él. Voy a t ener que hacer aquí conocim ient os raros, pensé descorazonado. Luego fue Arm anda solicit ada una y ot ra vez para bailar; m e quedé sent ado solo ant e el t é; escuché la m úsica, una especie de m úsica que yo hast a ent onces no había podido aguant ar. ¡Sant o Dios, pensé, ahora t engo, pues, que ser int roducido aquí y sent irm e en m i elem ent o, en est e m undo de los j uerguist as y los hom bres dedicados a los placeres, que m e es t an ext raño y repulsivo, del que he huido hast a ahora con t ant o cuidado, al que desprecio t an profundam ent e en est e m undo rut inario y pulido de las m esit as de m árm ol, de la m úsica de j azz, de las cocot as y de los viaj ant es de com ercio! Ent rist ecido, sorbí m i t é y m iré fij am ent e a la m ult it ud pseudoelegant e. Dos bellas m uchachas at raj eron m is m iradas, las dos buenas bailarinas, a las que con adm iración y envidia había ido siguiendo con la vist a, cóm o bailaban elást icas, herm osas, alegres y seguras. Ent onces apareció Arm anda de nuevo y se m ost ró descont ent a conm igo. Yo no est aba aquí, m e riñó, para poner est a cara y est ar sent ado j unt o a la m esa de t é sin m overm e, yo t enía ahora que darm e un im pulso y bailar. ¿Cóm o, que no conocía a nadie? Eso no hacía falt a t am poco. ¿No había m uchachas allí que m e gust aran? Le m ost ré una de aquellas dos, la m ás herm osa, que est aba precisam ent e cerca de nosot ros y daba una im presión encant adora con su bonit o vest ido de t erciopelo, con la rubia m elena cort a y vigorosa y con los brazos plenos y fem eninos. Arm anda insist ió en que yo fuera inm ediat am ent e y la solicit ara. Yo m e defendía desesperado. - ¡Pero si no puedo! - decía yo en t oda m i desgracia- ¡Si al m enos fuera un buen m ozo j oven y guapo! Pero un pobre hom bre endurecido y viej o, que ni siquiera sabe bailar, se reina de m í... 49 El lobo estepario Hermann Hesse Arm anda m e m iró despreciat iva. - Y si yo m e río de t i ¿no t e im port a ent onces? ¡Qué cobarde eres! El ridículo lo avent ura t odo el que se acerca a una m uchacha. Esa es la ent rada. Arriesga, Harry, y en el peor de los casos dej a que se ría de t i, si no, se acabó m i fe en t u obediencia. No cedía. Lleno de angust ia, m e levant é y m e dirigí a la bella m uchacha, en el preciso m om ent o en que volvía a em pezar la m úsica. - Realm ent e no est oy libre - dij o, y m e m iró llena de curiosidad con sus grandes oj os frescos- . Pero m i parej a parece quedarse allá arriba en el bar. Bueno, ¡venga ust ed! La cogí por el t alle y di los prim eros pasos, adm irado t odavía de que no m e hubiera despedido de su lado; not ó pront o cóm o andaba yo en est o del baile y se apoderó de la dirección. Bailaba m aravillosam ent e, y yo m e dej é llevar; por m om ent os olvidaba t odos m is deberes y reglas de baile, iba nadando sencillam ent e, sent ía las caderas apret adas, las rodillas raudas y flexibles de m i danzarina, le m iraba la cara j oven y radiant e, le confesé que bailaba hoy por prim era vez en m i vida. Ella sonreía y m e anim aba y cont est aba a m is m iradas de éxt asis y a m is frases lisonj eras de un m odo m aravillosam ent e insinuant e, no con palabras, sino con callados m ovim ient os expresivos, que nos aproxim aban de un m odo encant ador. Yo apret aba la m ano derecha por encim a de su t alle, seguía ent usiasm ado los m ovim ient os de sus piernas, de sus brazos, de sus hom bros: para m i adm iración no le pisé los pies ni una vez siquiera, y cuando acabó la m úsica, nos quedam os los dos parados y aplaudim os hast a que la pieza volvió a repet irse, y yo ej ecut é ot ra vez el rit o, lleno de afán, enam orado y con devoción. Cuando hubo t erm inado el baile, dem asiado pront o, se ret iró la herm osa m uchacha de t erciopelo, y de repent e hallé j unt o a m í a Arm anda, que nos había est ado m irando. - ¿Vas not ando algo? - pregunt ó en son de alabanza- . ¿Has descubiert o que las piernas de m uj er no son pat as de una m esa? ¡Bien, bravo! El fox ya lo sabes, gracias a Dios; m añana la em prenderem os con el bost on, y dent ro de t res sem anas hay baile de m áscaras en los salones del Globo. Había un int erm edio, nos habíam os sent ado y ent onces acudió t am bién el lindo y j oven señor Pablo, el del saxofón, nos saludó con la cabeza y se sent ó j unt o a Arm anda. Me pareció ser m uy buen am igo suyo. Pero a m í, confieso, en aquel prim er encuent ro no acababa de gust arm e en absolut o est e señor. Herm oso era, no podía negarse, herm oso de est at ura y de cara; pero ot ras prendas no pude descubrir en él. Tam bién aquello de los m uchos idiom as le result aba una fut esa; en efect o, no hablaba absolut am ent e nada, sólo palabras com o perdón, gracias, desde luego, ciert am ent e, haló y ot ras por el est ilo, que efect ivam ent e sabía en varias lenguas. No; no hablaba nada el «señor» Pablo, y t am poco parecía pensar precisam ent e m ucho est e lindo «caballero». Su ocupación era t ocar el saxofón en la orquest a del j azz, y a est a ocupación parecía ent regado con cariño y apasionam ient o, alguna vez salía aplaudiendo de pront o durant e el núm ero o se perm it ía ot ras expresiones de ent usiasm o; solt aba algunas palabras cant adas en voz alt a, com o «¡hooo, ho, ho, halo! ». Pero por lo dem ás no est aba evident em ent e en el m undo m ás que para ser bello, gust ar a las m uj eres, llevar los cuellos y corbat as de últ im a m oda y t am bién m uchas sort ij as en los dedos. Su conversación consist ía en est ar sent ado con nosot ros, sonreím os, m irar a su reloj de pulsera y liar cigarrillos, en lo que era m uy diest ro. Sus oj os de criollo, bellos y oscuros, sus negros bucles no ocult aban ningún rom ant icism o, ningunos problem as, ningunas ideas; vist o desde cerca era el bello sem idiós exót ico un j oven alegre y un t ant o consent ido, de m aneras agradables y nada m ás. Hablé con él de su inst rum ent o y de t onalidades en la m úsica de j azz; él no pudo por m enos de darse cuent a de que t enía que habérselas con un viej o cat ador y conocedor de cosas m usicales. Pero él no abordaba en m odo alguno est as cuest iones, y m ient ras que yo, por cort esía hacia él, o m ás verdaderam ent e hacia Arm anda, em prendía algo así com o una j ust ificación t eórico- m usical del j azz, se sonreía inofensivo de m í y de m is esfuerzos, y probablem ent e le era ent eram ent e desconocido que ant es y adem ás del j azz había habido alguna ot ra clase de m úsica. Era lindo, lindo y gracioso, 50 El lobo estepario Hermann Hesse sonreía de m odo encant ador con sus grandes oj os vacíos; pero ent re él y yo parecía no haber nada com ún; nada de lo que para él venía a result ar im port ant e y sagrado, podía serlo t am bién para m i, nosot ros veníam os de part es del m undo opuest as, no t eníam os una sola palabra com ún en nuest ros idiom as. ( Pero m ás t arde m e cont ó Arm anda cosas m aravillosas. Refirió que Pablo, después de aquella conversación, le dij o acerca de m i que ella debía t ener m ucho cuidado con est e hom bre, que era el pobre t an desgraciado. Y al pregunt arle ella de dónde lo deducía, dij o: «Pobre, pobre hom bre. Mira sus oj os. No sabe reír.») Cuando aquel día el de los oj os negros se hubo despedido y la m úsica volvió a t ocar, se levant ó Arm anda. - Ahora podrías volver a bailar conm igo, Harry. ¿O no quieres bailar m ás? Tam bién con ella bailé ahora m ás fácil, m ás libre y m ás alegrem ent e, aun cuando no t an ingrávido y olvidado de m i m ism o com o con aquella ot ra. Arm anda dej ó que yo la llevara y se plegaba a m í delicada y suavem ent e, com o la hoj a de una flor, y t am bién en ella encont ré y sent í ahora t odas aquellas delicias que unas veces venían a m i encuent ro y ot ras se m e alej aban; t am bién ella olía a m uj er y a am or, t am bién su baile cant aba delicada e ínt im am ent e la at rayent e canción deliciosa del sexo; y, sin em bargo, a t odo est o no podía yo responder con plena libert ad y alegría, no podía olvidarm e y ent regarm e por com plet o. Arm anda m e est aba dem asiado cerca, era m i cam arada, m i herm ana, era m i igual, se parecía a m i m ism o y se parecía a m i am igo de la j uvent ud, Arm ando, el soñador, el poet a, el com pañero de m is ej ercicios y correrías espirit uales. - Lo sé - dij o ella después, cuando hablam os de est o- ; lo sé bien. Yo he de hacer desde luego t odavía que t e enam ores de m i, pero no hay prisa. Prim ero, som os cam aradas, som os personas que esperan llegar a ser am igos, porque nos hem os conocido m ut uam ent e. Ahora querem os los dos aprender el uno del ot ro y j ugar uno con ot ro. Yo t e enseño m i pequeño t eat ro, t e enseño a bailar y a ser un poquit o alegre y t ont o, y t ú m e enseñas t us ideas y algo de t u ciencia. - Ah, Arm anda, en eso no hay m ucho que enseñar; t ú sabes m uchísim o m ás que yo. ¡Qué persona t an ext raordinaria eres, m uchacha! En t odo m e com prendes y t e m e adelant as. ¿Soy yo, acaso, algo para t i? ¿No t e result o aburrido? Ella m iraba al suelo con la vist a nublada. - Así no m e gust a oírt e. Piensa en la noche en que m alt recho y desesperado, saliendo de t u t orm ent o y de t u soledad, t e int erpusist e en m i cam ino y t e hicist e m i com pañero. ¿ Por qué crees t ú, pues, que pude ent onces conocert e y com prendert e? ¿Por qué, Arm anda? ¡Dím elo! - Porque yo soy com o t ú. Porque est oy precisam ent e t an sola com o t ú y com o t ú no puedo am ar ni t om ar en serio a la vida ni a las personas ni a m i m ism a. Siem pre hay alguna de esas personas que pide a la vida lo m ás elevado y a quien no puede sat isfacer la insulsez y rudeza de am bient e. - ¡Tú, t ú! - exclam é hondam ent e adm irado- . Te com prendo, cam arada; nadie t e com prende com o yo. Y, sin em bargo, eres para m í un enigm a. Tú t e las arreglas con la vida j ugando, t ienes esa m aravillosa consideración ant e las cosas y los goces m inúsculos, eres una art ist a de la vida. ¿Cóm o puedes sufrir con el m undo? ¿Cóm o puedes desesperar? - No desespero, Harry. Pero sufrir por la vida, oh, sí; en eso t engo experiencia. Tú t e asom bras de que yo soy feliz porque sé bailar y m e arreglo t an perfect am ent e en la superficie de la vida. Y yo, am igo m ío, m e adm iro de que t ú est és t an desengañado del m undo, hallándot e en t u elem ent o precisam ent e en las cosas m ás bellas y profundas, en el espírit u, en el art e, en el pensam ient o. Por eso nos hem os at raído m ut uam ent e, por eso som os herm anos. Yo t e enseñaré a bailar y a j ugar y a sonreír y a no est ar cont ent o, sin em bargo. Y aprenderé de t i a pensar y a saber y a no est ar sat isfecha, a pesar de t odo. ¿Sabes que los dos som os hij os del diablo? - Sí, lo som os. El diablo es el espírit u; nosot ros sus desgraciados hij os. Nos hem os salido de la nat uraleza y pendem os en el vacío. Pero ahora se m e ocurre una cosa: en el t rat ado del lobo est epario, del que t e he hablado, hay algo acerca de que es sólo una 51 El lobo estepario Hermann Hesse fant asía de Harry el creer que t iene una o dos alm as, que consist e en una o dos personalidades. Todo hom bre, dice, const a de diez, de cien, de m il alm as. - Eso m e gust a m ucho - exclam ó Arm anda- . En t i, por ej em plo, lo espirit ual est á alt am ent e desarrollado, y a cam bio de eso t e has quedado m uy at rás en t oda clase de pequeñas art es de la vida. El pensador Harry t iene cien anos, pero el bailarín Harry apenas t iene m edio día. A ést e vam os a ver ahora silo sacam os adelant e, y a t odos sus pequeños herm anit os, que son t an chiquit ines, inexpert os e incaut os com o él. Sonrient e, m e m iró ella. Y pregunt ó baj it o, con la voz alt erada: - Y dim e, ¿t e ha gust ado Mana? - ¿María? ¿Quién es María? - Esa con la que has bailado. Una m uchacha herm osa, una m uchacha m uy herm osa. Est abas un t ant o ent usiasm ado con ella, a lo que pude ver. - ¿Es que la conoces? - Oh, ya lo creo, nos conocem os m uy bien. ¿Te im port a m ucho? - Me ha gust ado, y est oy cont ent o de que haya sido t an indulgent e con m i baile. - ¡Bah! Y eso es t odo... Debieras hecerle un poco la cort e, Harry. Es m uy bonit a y baila t an bien, y un poco enam orado de ella sí que est ás. Creo que t endrás un éxit o. - Ah, no es esa m i am bición. - Ahora m ient es un poquit o. Yo ya sé que en alguna part e del m undo t ienes una querida y que la ves cada m edio año para peleart e con ella. Es m uy bonit o por t u part e que quieras guardar fidelidad a est a am iga m aravillosa, pero perm ít em e, no t om es est o t an com plet am ent e en serio. Ya t engo de t i la sospecha de que t om as el am or t erriblem ent e en serio. Puedes hacerlo, puedes am ar a t u m anera ideal cuant o quieras, eso es cosa t uya. Pero de lo que yo t engo que cuidar es de que aprendas las pequeñas y fáciles art es y j uegos de la vida un poco m ej or; en est e t erreno soy t u profesora y he de sert e una profesora m ej or que lo ha sido t u querida ideal; de eso, descuida. Tú t ienes una gran necesidad de volver a dorm ir una noche con una m uchacha bonit a, lobo est epario. - Arm anda - exclam é m art irizado- , m íram e bien, soy un viej o. - Un j oven m uy niño eres. Y lo m ism o que eras m uy com odón para aprender a bailar, hast a el punt o de que casi ya era t arde, así eras t am bién m uy com odón para aprender a am ar. Am ar ideal y t rágicam ent e, oh am igo, eso lo sabes con seguridad de un m odo m agnífico, no lo dudo, t odo m i respet o ant e ello. Pero ahora has de aprender a am ar t am bién un poco a lo vulgar y hum ano. El prim er paso ya est á dado, ya se t e puede dej ar pront o ir a un baile. El bost on t ienes que aprenderlo ant es t odavía; m añana em pezam os con él. Yo voy a las t res. Bueno, ¿y qué t e ha parecido por lo dem ás est a m úsica de aquí? - Excelent e. - ¿Ves? Est o es ya un progreso; t e han servido las lecciones. Hast a ahora no podías sufrir t oda est a m úsica de baile y de j azz, t e result aba dem asiado poco seria y poco profunda, y ahora has vist o que no es preciso t om arla en serio, pero que puede ser m uy linda y encant adora. Por lo dem ás, sin Pablo no sería nada t oda la orquest a. El la lleva, la caldea. Com o el gram ófono echaba a perder en m i cuart o de est udio el aire de ascét ica espirit ualidad, com o los bailes am ericanos irrum pían ext raños y pert urbadores, hast a dest ruct ores, en m i cuidado m undo m usical, así penet raba de t odos lados algo nuevo, t em ido, disolvent e en m i vida hast a ent onces de t razos t an firm es y t an severam ent e delim it ada. El t rat ado del lobo est epario y Arm anda t enían razón con su t eoría de las m il alm as; diariam ent e se m ost raban en m í, j unt o a t odas las ant iguas, algunas nuevas alm as m ás; t enían aspiraciones, arm aban ruido, y yo veía ahora claram ent e, com o una im agen ant e m i vist a, la quim era de m i personalidad ant erior. Había dej ado valer 52 El lobo estepario Hermann Hesse exclusivam ent e el par de facult ades y ej ercicios en los que por casualidad est aba fuert e y m e había pint ado la im agen de un Harry y había vivido la vida de un Harry, que en realidad no era m ás que un especialist a, form ado m uy a la ligera, de poesía, m úsica y filosofía; t odo lo dem ás de m i persona, t odo el rest ant e caos de facult ades, afanes, anhelos, m e result aba m olest o y le había puest o el nom bre de «lobo est epario». A pesar de t odo, est a conversión de m i quim era, est a disolución de m i personalidad, no era en m odo alguno sólo una avent ura agradable y divert ida; era, por el cont rario, a veces am argam ent e dolorosa, con frecuencia casi insoport able. El gram ófono sonaba a m enudo de una m anera verdaderam ent e endiablada en m edio de est e am bient e, donde t odo est aba t em plado a ot ros t onos t an dist int os. Y alguna vez, al bailar m is onest eps en cualquier rest aurant e de m oda ent re t odos los elegant es hom bres de m undo y caballeros de indust ria, m e result aba yo a m í m ism o un t raidor de t odo lo que durant e la vida ent era m e había sido respet able y sagrado. Si Arm anda m e hubiera dej ado solo, aunque no hubiera sido m ás que una sem ana, m e hubiese vuelt o a escapar m uy pront o de est os penosos y ridículos ensayos de m undología. Pero Arm anda est aba siem pre ahí, aunque no la veía t odos los días, siem pre era yo observado, dirigido, cust odiado, sancionado por ella; hast a m is furiosas ideas de rebeldía y de huida m e las leía ella, sonrient e, de m i cara. Con la progresiva dest rucción de aquello que yo había llam ado ant es m i personalidad, em pecé t am bién a com prender por qué, a pesar de t oda la desesperación, había t enido que t em er de m odo t an t errible a la m uert e, y em pecé a not ar que t am bién est e horrible y vergonzoso m iedo a la m uert e era un pedazo de m i ant igua exist encia burguesa y fem ent ida. Est e señor Haller de hast a ent onces, el escrit or de t alent o, el conocedor de Mozart y de Goet he, el aut or de observaciones dignas de ser leídas sobre la m et afísica del art e, sobre el genio y sobre lo t rágico, el m elancólico erm it año en su celda abarrot ada de libros, iba siendo ent regado por m om ent os a la aut ocrít ica y no resist ía por ninguna part e. Es verdad que est e int eligent e e int eresant e señor Haller había predicado buen sent ido y frat ernidad hum ana, había prot est ado cont ra la barbarie de la guerra, pero durant e la guerra no se había dej ado poner j unt o a una t apia y fusilar, com o hubiera sido la consecuencia apropiada de su ideología, sino que había encont rado alguna clase de acom odo, un acom odo nat uralm ent e m uy digno y m uy noble, pero de t odas form as, un com prom iso. Era, adem ás, enem igo de t odo poder y explot ación, pero guardaba en el Banco varios valores de em presas indust riales, cuyos int ereses iba consum iendo sin rem ordim ient os de conciencia. Y así pasaba con t odo. Ciert am ent e que Harry Haller se había disfrazado en form a m aravillosa de idealist a y despreciador del m undo, de anacoret a last im ero y de iracundo profet a, pero en el fondo era un burgués, encont raba reprobable una vida com o la de Arm anda, le m olest aban las noches desperdiciadas en el rest aurant e y los duros m algast ados allí m ism o, y le rem ordía la conciencia y suspiraba no precisam ent e por su liberación y perfeccionam ient o, sino por el cont rario, suspiraba con afán por volver a los t iem pos cóm odos, cuando sus j uguet eos espirit uales aún le divert ían y le habían proporcionado renom bre. Exact am ent e lo m ism o los lect ores de periódicos desdeñados y despreciados por él suspiraban por volver a la época ideal de ant es de la guerra, porque ello era m ás cóm odo que sacar consecuencias de lo sufrido. ¡Ah, dem onio, daba asco est e señor Haller! Y, sin em bargo, yo m e aferraba a él y a su larva que ya iba disolviéndose, a su coquet eo con lo espirit ual, a su m iedo burgués a lo desordenado y casual ( ent re lo que había que cont ar t am bién la m uert e) y com paraba con sarcasm o y lleno de envidia al nuevo Harry que se est aba form ando, a est e algo t ím ido y cóm ico dilet ant e de los salones de baile, con aquella im agen de Harry ant igua y pseudoideal, en la cual, ent ret ant o, había descubiert o t odos los rasgos fat ales que t ant o le habían at orm ent ado ent onces cuando el grabado de Goet he en casa del profesor. El m ism o, el viej o Harry había sido un Goet he así burguesm ent e idealizado, un héroe espirit ual de est a clase con nobilísim a m irada, radiant e de sublim idad, de espírit u y de sent ido hum ano, lo m ism o que de brillant ina, y em ocionado casi de su propia nobleza de alm a. Diablo, a est e lindo ret rat o le habían hecho, sin duda, grandes aguj eros, last im osam ent e había sido desm ont ado el ideal señor Haller. Parecía un 53 El lobo estepario Hermann Hesse dignat ario saqueado en la calle por bandidos, con los pant alones hechos j irones, que hubiese debido aprender ahora el papel de andraj oso, pero que llevaba sus andraj os com o si aún colgaran órdenes de ellos y siguiera pret endiendo last im eram ent e conservar la dignidad perdida. Una y ot ra vez hube de coincidir con Pablo, el m úsico, y t uve que revisar m i j uicio acerca de él, porque a Arm anda le gust aba y buscaba con afán su com pañía. Yo m e había pint ado a Pablo en m i im aginación com o una bonit a nulidad, com o un pequeño Adonis un t ant o vanidoso, com o un niño alegre y sin preocupaciones, que t oca con placer su t rom pet a de feria y es fácil de gobernar con unas palabras de elogio y con chocolat e. Pero Pablo no pregunt aba por m is j uicios, le eran indiferent es, com o m is t eorías m usicales. Cort és y am able, m e escuchaba siem pre sonrient e, pero no daba nunca una verdadera respuest a. En cam bio, parecía que, a pesar de t odo, había yo excit ado su int erés. Se esforzaba ost ensiblem ent e por agradarm e y por dem ost rarm e su am abilidad. Cuando una vez, en uno de est os diálogos sin result ado, m e irrit é y casi m e puse grosero, m e m iró const ernado y t rist e a la cara, m e cogió la m ano izquierda y m e la acarició, y m e ofreció de una pequeña caut a dorada algo para aspirar, diciéndom e que m e sent aría bien. Pregunt é con los oj os a Arm anda, ést a m e dij o que sí con la cabeza y yo lo t om é y aspiré por la nariz. En efect o, pront o m e refresqué y m e puse m ás alegre, probablem ent e había algo de cocaína en polvo. Arm anda m e cont ó que Pablo poseía m uchos de est os rem edios, que recibía clandest inam ent e y que a veces los ofrecía a los am igos y en cuya m ezcla y dosificación era m aest ro: rem edios para alet argar los dolores, para dorm ir, para producir bellos sueños, para ponerse de buen hum or, para enam orarse. Un día lo encont ré en la calle, en el m alecón, y se m e agregó en seguida. Est a vez logré por fin hacerlo hablar. - Señor Pablo - le dij e; iba j ugando con un bast oncit o delgado, negro y con adornos de plat a- . Ust ed es am igo de Arm anda; ést e es el m ot ivo por el cual yo m e int ereso por ust ed. Pero he de decir que ust ed no m e hace la conversación precisam ent e fácil. Muchas veces he int ent ado hablar con ust ed de m úsica; m e hubiera int eresado oír su opinión, sus cont radicciones, su j uicio; pero ust ed ha desdeñado darm e ni siquiera la m ás pequeña respuest a. Me m iró riendo cordialm ent e, y en est a ocasión no m e dej ó a deber la cont est ación, sino que dij o con t oda t ranquilidad: - ¿Ve ust ed? A m i j uicio no sirve de nada hablar de m úsica. Yo no hablo nunca de m úsica. ¿Qué hubiese podido responderle yo a sus palabras t an int eligent es y apropiadas? Ust ed t enía t ant a razón en t odo lo que decía... Pero vea ust ed, yo soy m úsico y no erudit o, y no creo que en m úsica el t ener razón t enga el m enor valor. En m úsica no se t rat a de que uno t enga razón, de que se t enga gust o y educación y t odas esas cosas. - Bien; pero, ent onces, ¿de qué se t rat a? - Se t rat a de hacer m úsica, señor Haller, de hacer m úsica t an bien, t ant a y t an int ensiva, com o sea posible. Est o es, m onsieur. Si yo t engo en la cabeza t odas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas m ás j uiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. Pero si yo coj o m i t ubo y t oco un shim m y de m oda, lo m ism o da que sea bueno o m alo, ha de alegrar sin duda a la gent e, se les ent ra en las piernas y en la sangre. De est o se t rat a nada m ás. Observe ust ed en un salón de baile las caras en el m om ent o en que se desat a la m úsica después de un largo descanso; ¡cóm o brillan ent onces los oj os, se ponen a t em blar las piernas, em piezan a reír los rost ros! Para est o se t oca la m úsica. - Muy bien, señor Pablo. Pero no hay sólo m úsica sensual, la hay t am bién espirit ual. No hay sólo aquella que se t oca precisam ent e para el m om ent o, sino t am bién m úsica inm ort al, que cont inúa viviendo, aun cuando no se t oque. Cualquiera puede est ar solo t endido en su cam a y despert ar en sus pensam ient os una m elodía de La Flaut a encant ada o de la Pasión de San Mat eo; ent onces se produce m úsica sin que nadie sople en una flaut a ni rasque un violín. 54 El lobo estepario Hermann Hesse - Ciert am ent e, señor Haller. Tam bién el Yearning y el Valencia son reproducidos calladam ent e t odas las noches por personas solit arias y soñadoras; hast a la m ás pobre m ecanógrafa en su oficina t iene en la cabeza el últ im o onest ep y t eclea en las let ras llevando su com pás. Ust ed t iene razón, t odos est os seres solit arios, yo les concedo a t odos la m úsica m uda, sea el Yearning o La Flaut a encant ada o el Valencia. Pero, ¿de dónde han sacado, sin em bargo, est os hom bres su m úsica solit aria y silenciosa? La t om an de nosot ros, de los m úsicos, ant es hay que t ocarla y oírla y t iene que ent rar en la sangre, para poder luego uno en su casa pensar en ella en su cám ara y soñar con ella. - Conform es - dij e secam ent e- . Sin em bargo, no es posible colocar en un m ism o plano a Mozart y al últ im o fox- t rot . Y no es lo m ism o que t oque ust ed a la gent e m úsica divina y et erna, o barat a m úsica del día. Cuando Pablo percibió la excit ación en m i voz puso en seguida su rost ro m ás delicioso, m e pasó la m ano por el brazo, acariciándom e, y dio a su voz una dulzura increíble. - Ah, caro señor; con los planos puede que t enga ust ed razón por com plet o. Yo no t engo ciert am ent e nada en cont ra de que ust ed coloque a Mozart y a Haydn y al Valencia en el plano que ust ed gust e. A m í m e es ent eram ent e lo m ism o; yo no soy quien ha de decidir en est o de los planos, a m í no han de pregunt arm e sobre el part icular. A Mozart quizá lo t oquen t odavía dent ro de cien años, y el Valencia acaso dent ro de dos ya no se t oque; creo que est o se lo podem os dej ar t ranquilam ent e al buen Dios, que es j ust o y t iene en su m ano la duración de la vida de t odos nosot ros y la de t odos los valses y t odos los fox- t rot s y hará seguram ent e lo m ás adecuado. Pero nosot ros los m úsicos t enem os que hacer lo nuest ro, lo que const it uye nuest ro deber y nuest ra obligación; hem os de t ocar precisam ent e lo que la gent e pide en cada m om ent o, y lo hem os de t ocar t an bien, t an bella y persuasivam ent e com o sea posible. Suspirando, hube de desist ir. Con est e hom bre no se podían at ar cabos. En algunos inst ant es aparecía revuelt o de una m anera ent eram ent e ext raña lo ant iguo y lo nuevo, el dolor y el placer, el t em or y la alegría. Tan pront o est aba yo en el cielo com o en el infierno, la m ayoría de las veces en los dos sit ios a un t iem po. El viej o Harry y el nuevo vivían j unt os ora en paz, ora en la lucha encarnizada. De cuando en cuando el viej o Harry parecía est ar t ot alm ent e inert e, m uert o y sepult ado, y surgir luego de pront o dando órdenes t iránicas y sabiéndolo t odo m ej or, y el Harry nuevo, pequeño y j oven, se avergonzaba, callaba y se dej aba apret ar cont ra la pared. En ot ras horas cogía el nuevo Harry al viej o por el cuello y le apret aba valient em ent e, había grandes alaridos, una lucha a m uert e, m ucho pensar en la navaj a de afeit ar. Pero con frecuencia se agolpaban sobre m i en una m ism a oleada la dicha y el sufrim ient o. Un m om ent o así fue aquel en que, pocos días después de m i prim er ensayo público de baile, al ent rar una noche en m i alcoba, encont ré, para m i inenarrable asom bro y ext rañeza, para m i t em or y m i encant o, a la bella María acost ada en m i cam a. De t odas las sorpresas a las que m e había expuest o Arm anda hast a ent onces, fue ést a la m ás violent a. Porque no dudé ni un inst ant e de que era «ella» la que m e había enviado est e ave del paraíso. Por excepción aquella t arde no había est ado con Arm anda, sino que había ido a la cat edral a oír una buena audición de m úsica religiosa; había sido una bella excursión m elancólica a m i vida de ot ro t iem po, a los cam pos de m i j uvent ud, a las com arcas del Harry ideal. En el alt o espacio gót ico de la iglesia, cuyas herm osas bóvedas de redes oscilaban de un lado para ot ro com o espect ros vivos en el j uego de las cont adas luces, había oído piezas de Buxt ehude, de Pachebel, de Bach y de Haydn, había m archado ot ra vez por los viej os senderos am ados, había vuelt o a oír la m agnífica voz de una cant ant e de obras de Bach, que había sido am iga m ía en ot ro t iem po y m e había hecho vivir m uchas audiciones ext raordinarias. Los ecos de la viej a m úsica, su infinit a grandeza y sant idad m e habían despert ado t odas las sublim idades, delicias y ent usiasm os de la j uvent ud; t rist e y abism ado est uve sent ado en el elevado coro de la 55 El lobo estepario Hermann Hesse iglesia, huésped durant e una hora de est e m undo noble y bienavent urado que fue un día m i elem ent o. En un dúo de Haydn se m e habían salt ado de pront o las lágrim as, no esperé el fin del conciert o, renuncié a volver a ver a la cant ant e ( ¡oh, cuánt as noches radiant es había pasado yo en ot ro t iem po con los art ist as después de conciert os así! ) , m e escurrí de la cat edral y anduve corriendo hast a cansarm e por las oscuras callej as, en donde aquí y allá, t ras las vent anas de los rest aurant es t ocaban orquest as de j azz las m elodías de m i exist encia present e. ¡Oh, en qué siniest ro t orbellino se había convert ido m i vida...! Mucho t iem po est uve reflexionando t am bién durant e aquel paseo noct urno acerca de m i ext raña relación con la m úsica, y reconocí una vez m ás que est a relación t an em ot iva com o fat al para con la m úsica era el sino de t oda la int elect ualidad alem ana. En el espírit u alem án dom ina el derecho m at erno, el som et im ient o a la nat uraleza en form a de una hegem onía de la m úsica, com o no lo ha conocido nunca ningún ot ro pueblo. Nosot ros, las personas espirit uales, en lugar de defendernos virilm ent e cont ra ellos y de prest ar obediencia y procurar que se prest e oídos al espírit u, al logos, al verbo, soñam os t odos con un lenguaj e sin palabras, que diga lo inexpresable, que reflej e lo irrepresent able. En lugar de t ocar su inst rum ent o lo m ás fiel y honradam ent e posible, el alem án espirit ual ha vit uperado siem pre a la palabra y a la razón y ha m ariposeado con la m úsica. Y en la m úsica, en las m aravillosas y bendit as obras m usicales, en los m aravillosos y elevados sent im ient os y est ados de ánim o, que no fueron im pelidos nunca a una realización, se ha consum ido volupt uosam ent e el espírit u alem án, y ha descuidado la m ayor part e de sus verdaderas obligaciones. Nosot ros los hom bres espirit uales t odos no nos hallábam os en nuest ro elem ent o dent ro de la realidad, le éram os ext raños y host iles; por eso t am bién era t an deplorable el papel del espírit u en nuest ra realidad alem ana, en nuest ra hist oria, en nuest ra polít ica, en nuest ra opinión pública. Con frecuencia en ot ras ocasiones había yo m edit ado sobre est as ideas, no sin sent ir a veces un violent o deseo de producir realidad t am bién en alguna ocasión, de act uar alguna vez seriam ent e y con responsabilidad, en lugar de dedicarm e siem pre sólo a la est ét ica y a oficios art íst icos espirit uales. Pero siem pre acababa en la resignación, en la sum isión a la fat alidad. Los señores generales y los grandes indust riales t enían razón por com plet o: no servíam os para nada los «espirit uales», éram os una gent e inút il, ext raña a la realidad, sin responsabilidad alguna, de ingeniosos charlat anes. ¡Ah, diablo! ¡La navaj a de afeit ar! Sat urado así de pensam ient os y del eco de la m úsica, con el corazón agobiado por la t rist eza y por el desesperado afán de vida, de realidad, de sent ido y de las cosas irrem isiblem ent e perdidas, había vuelt o al fin a casa, había subido m is escaleras, había encendido la luz en m i gabinet e e int ent ado en vano leer un poco, había pensado en la cit a que m e obligaba a ir al día siguient e por la noche al bar Cecil a t om ar un whisky y a bailar, y había sent ido rencor y am argura no sólo cont ra m í m ism o, sino t am bién cont ra Arm anda. No hay duda de que su int ención había sido buena y cordial, de que era una m aravilla de criat ura; pero hubiera sido preferible que aquel prim er día m e hubiese dej ado sucum bir, en lugar de at raerm e hacia el int erior y hacia la profundidad de est e m undo de la brom a, confuso, raro y agit ado, en el cual yo de t odos m odos habría de ser siem pre un ext raño y donde lo m ej or de m i ser se derrum baba y sufría horriblem ent e. Y en est e est ado de ánim o apagué, lleno de t rist eza, la luz de m i gabinet e; lleno de t rist eza, busqué la alcoba, em pecé a desnudarm e lleno de t rist eza; ent onces m e llam ó la at ención un arom a desusado, olía ligeram ent e a perfum e, y al volverm e, vi acost ada dent ro de m i cam a a la herm osa María, sonriendo algo asust ada con sus grandes oj os azules. - ¡María! - dij e. Y m i prim er pensam ient o fue que m i casera m e despediría cuando se ent erara de est o. - He venido - dij o ella en voz baj a- . ¿Se ha enfadado ust ed conm igo? - No, no. Ya sé que Arm anda le ha dado a ust ed la llave. Bien est a. - Oh, ust ed se ha enfadado. Me voy ot ra vez... 56 El lobo estepario Hermann Hesse - No, herm osa María, quédese ust ed. Sólo que yo precisam ent e est a noche est oy m uy t rist e, hoy no puedo est ar alegre; acaso m añana pueda volver a est arlo. Me había inclinado un poco hacia ella, ent onces cogió m i cabeza con sus dos m anos grandes y firm es, la at raj o hacia sí y m e dio un beso largo. Luego m e sent é en la cam a a su lado, cogí su m ano, le rogué que hablara baj o, pues no debían oírnos, y le m iré a la cara herm osa y plena. ¡Qué ext raña y m aravillosa descansaba allí sobre m i alm ohada, com o una flor grande! Lent am ent e llevó m i m ano a su boca, la m et ió debaj o de la sábana y la puso sobre su cálido pecho, que respiraba t ranquilam ent e. - No es preciso que est és alegre - dij o- ; ya m e ha dicho Arm anda que t ienes penas. Ya puede una hacerse cargo. Oye, ¿t e gust o t odavía? La ot ra noche, al bailar, est abas m uy ent usiasm ado. La besé en los oj os, en la boca, en el cuello y en los pechos. Precisam ent e hacía poco había est ado pensando en Arm anda con am argura y en son de quej a. Y ahora t enía en m is m anos su present e y est aba agradecido. Las caricias de María no hacían daño a la m úsica m aravillosa que había escuchado yo aquella t arde, eran dignas de ella y com o su realización. Lent am ent e fui levant ando la sábana de la bella m uj er, hast a llegar a sus pies con m is besos. Cuando m e acost é a su lado, m e sonreía om niscient e y bondadosa su cara de flor. Aquella noche, j unt o a María, no dorm í m ucho t iem po, pero dorm í profundam ent e y bien, com o un niño. Y ent re los rat os de sueño sorbí su herm osa y alegre j uvent ud y aprendí en la conversación a m edia voz una m ult it ud de cosas dignas de saberse acerca de su vida y de la de Arm anda. Sabía m uy poco de est a clase de criat uras y de vidas; sólo en el t eat ro había encont rado ant es alguna vez exist encias sem ej ant es, hom bres y m uj eres, sem iart ist as, sem im undanos. Ahora por vez prim era m iraba yo un poco en est as vidas ext rañas, inocent es de una m anera rara y de un m odo raro pervert idas. Est as m uchachas, pobres la m ayor part e por su casa, dem asiado int eligent es y dem asiado bellas para est ar t oda su vida ent regadas a cualquier ocupación m al pagada y sin alegría, vivían t odas ellas unas veces de t rabaj os ocasionales, ot ras de sus gracias y de su am abilidad. En ocasiones se pasaban un par de m eses t ras una m áquina de escribir, alguna t em porada eran las ent ret enidas de hom bres de m undo con dinero, recibían propinas y regalos, a veces vivían con abrigos de pieles en hot eles luj osos y con aut os, en ot ras épocas en buhardillas, y para el m at rim onio podía alguna vez ganárselas por m edio de algún gran ofrecim ient o, pero en general no llevaban esa idea. Algunas de ellas no ponían en el am or grandes afanes y sólo daban sus favores de m ala gana y regat eando el elevado precio. Ot ras, y a ellas pert enecía María, est aban ext raordinariam ent e dot adas para lo erót ico y necesit adas de cariño, la m ayoría experim ent adas t am bién en el t rat o con los dos sexos; vivían exclusivam ent e para el am or, y al lado del am igo oficial, que pagaba, sost enían florecient es aún ot ras relaciones am orosas. Afanosas y ocupadas, llenas de preocupaciones y al m ism o t iem po ligeras, int eligent es y a la vez inconscient es, vivían est as m ariposas su vida t an pueril com o refinada, con independencia, no en vent a para cualquiera, esperando lo suyo de la suert e y del buen t iem po, enam oradas de la vida, y, sin em bargo, m ucho m enos apegadas a ella que los burgueses, dispuest as siem pre a seguir a su cast illo a un príncipe de hadas y ciert as siem pre de m anera sem iconscient e de un fin t rist e y difícil. María m e enseñó - en aquella prim era noche singular y en los días siguient es- m uchas cosas, no sólo lindos j uguet eos desconocidos para m í y arrobam ient os de los sent idos, sino t am bién nueva com prensión, nuevos horizont es, am or nuevo. El m undo de los locales de baile y de placer, de los cines, de los bares y de las rot ondas de los hot eles, que para m í, solit ario y est ét ico, seguía t eniendo siem pre algo de inferior, prohibido y degradant e, era para María, Arm anda y sus com pañeras, sencillam ent e el m undo, ni bueno ni m alo, ni odiado ni apet ecible; en est e m undo florecía su vida breve y llena de deseos; en él est aban ellas en su elem ent o y t enían experiencia. Les gust aba un cham paña o un plat o especial en el grill- room , com o a uno de nosot ros puede gust arnos un com posit or o un poet a, y en un nuevo baile de m oda o en la canción sent im ent al y pegaj osa de un cant ant e de j azz ponían y derrochaban ellas el m ism o ent usiasm o, la 57 El lobo estepario Hermann Hesse m ism a em oción y t ernura que uno de nosot ros en Niet zsche o en Ham sun. María m e hablaba de aquel guapo t ocador de saxofón, Pablo, y de su song am ericano, que él les había cant ado alguna vez, y hablaba de est o con un arrobam ient o, una adm iración y un cariño, que m e em ocionaba y conm ovía m ucho m ás que los éxt asis de cualquier gran erudit o sobre goces art íst icos elegidos con exquisit o gust o. Yo est aba dispuest o a ent usiasm arm e con ella, fuese com o quisiera el song; las frases am orosas de María, su m irada volupt uosam ent e radiant e abrían am plias brechas en m i est ét ica. Ciert am ent e que había algo bello, poco y escogido, que m e parecía por encim a de t oda duda y discusión, a la cabeza de t odo Mozart , pero ¿dónde est aba el lím it e? ¿No habíam os ensalzado de j óvenes t odos nosot ros, los conocedores y crít icos, a obras de art e y art ist as, que nos result aban hoy m uy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido est o con Liszt , con Wagner, a m uchos hast a con Beet hoven? ¿No era la florecient e em oción infant il de María por el song de Am érica una im presión art íst ica t an pura, t an herm osa, t an fuera de t oda duda com o la em oción de cualquier profesor por el Trist án o el éxt asis de un direct or de orquest a ant e la Novena Sinfonía? ¿Y no se acom odaba t odo est o a los punt os de vist a del señor Pablo y le daba la razón? A est e Pablo, al herm oso Pablo, parecía t am bién querer m ucho María. - Es guapo - decía yo- ; t am bién a m í m e gust a m ucho. Pero dim e, María, ¿cóm o puedes al propio t iem po quererm e a m í t am bién, que soy un t ipo viej o y aburrido, que no soy bello y t engo ya canas y no sé t ocar el saxofón ni cant ar canciones inglesas de am or? - No hables de esa m anera t an fea - corregía ella- . Es com plet am ent e nat ural. Tam bién t ú m e gust as, t am bién t ienes t ú algo bonit o, am able y especial; no debes ser de ot ra m anera m ás que com o eres. No hace falt a hablar de est as cosas ni pedir cuent as de t odo est o. Mira, cuando m e besas el cuello o las orej as, ent onces m e doy cuent a de que m e quieres, de que t e gust o; sabes besar de una m anera..., un poco así com o t ím idam ent e, y est o m e dice: t e quiere, t e est á agradecido porque eres bonit a. Est o m e gust a m ucho, m uchísim o. Y ot ras veces, con ot ro hom bre, m e gust a precisam ent e lo cont rario, que parece no im port arle yo nada y m e besa com o si fuera una m erced por su part e. Nos volvim os a dorm ir. Me despert é de nuevo, sin haber dej ado de t ener abrazada a m i herm osa, herm osísim a flor. ¡Y qué ext raño! Siem pre la herm osa flor seguía siendo el regalo que m e había hecho Arm anda. Const ant em ent e est aba ést a det rás, encerrada en ella com o una m áscara. Y de pront o, en un int erm edio, pensé en Erica, m i lej ana y m alhum orada querida, m i pobre am iga. Apenas era m enos bonit a que María, aun cuando no t an florecient e y fresca y m ás pobre en pequeñas y geniales art es am at orias, y un rat o t uve ant e m í su im agen, clara y dolorosa, am ada y ent ret egida t an hondam ent e con m i dest ino, y volvió a esfum arse en el sueño, en olvido, en lej anía m edio deplorada. Y de est e m ism o m odo surgieron ant e m í en est a noche herm osa y delicada m uchas im ágenes de m i vida, llevada t ant o t iem po de una m anera pobre y vacua y sin recuerdos. Ahora, alum brado m ágicam ent e por Eros, se dest acó profundo y rico el m anant ial de las ant iguas im ágenes, y en algunos m om ent os se m e paraba el corazón de arrobam ient o y de t rist eza, al pensar qué abundant e había sido la galería de m i vida, cuán llena de alt os ast ros y de const elaciones había est ado el alm a del pobre lobo est epario. Mi niñez y m i m adre m e m iraban t iernas y radiant es com o desde una alt a m ont aña lej ana y confundida con el azul infinit o; m et álico y claro resonaba el coro de m is am ist ades, al frent e el legendario Arm ando, el herm ano espirit ual de Arm anda; vaporosos y suprat errenos, com o húm edas flores m arinas que sobresalían de la superficie de las aguas, venían flot ando los ret rat os de m uchas m uj eres, que yo había am ado, deseado y cant ado, de las cuales sólo a pocas hube conseguido e int ent ado hacerlas m ías. Tam bién apareció m i m uj er, con la que había vivido varios años y la cual m e enseñara cam aradería, conflict o y resignación y hacia quien, a pesar de t oda su incom prensión personal, había quedado viva en m í una profunda confianza hast a el día en que, enloquecida y enferm a, m e abandonó en repent ina huida y fiera rebelión, y 58 El lobo estepario Hermann Hesse conocí cuánt o t enía que haberla am ado y cuán profundam ent e había t enido que confiar en ella, para que su abuso de confianza m e hubiera podido alcanzar de un m odo t an grave y para t oda la vida. Est as im ágenes - eran cient os, con y sin nom bre- surgieron t odas ot ra vez; subían j óvenes y nuevas del pozo de est a noche de am or, y volví a darm e cuent a de lo que en m i m iseria hacía t iem po había olvidado, que ellas const it uían la propiedad y el valor de m i exist encia, que seguían viviendo indest ruct ibles, sucesos et ernizados com o est rellas que había olvidado y, sin em bargo, no podía dest ruir, cuya serie era la leyenda de m i vida y cuyo brillo ast ral era el valor indest ruct ible de m i ser. Mi vida había sido penosa, errabunda y desvent urada; conducía a negación y a renunciam ient o, había sido am arga por la sal del dest ino de t odo lo hum ano, pero había sido rica, alt iva y señorial, hast a en la m iseria una vida regia. Y aunque el poquit o de cam ino hast a el fin la desfigurase por ent ero de un m odo t an lam ent able, la levadura de est a vida era noble, t enía clase y dignidad, no era cuest ión de ochavos, era cuest ión de m undos siderales. Ya hace de est o nuevam ent e una t em porada, m uchas cosas han ocurrido desde ent onces y se han m odificado, sólo puedo recordar algunas concret as de aquella noche, palabras suelt as cam biadas ent re los dos, m om ent os y det alles erót icos de profunda t ernura, fugaces claridades de est rellas al despert ar del pesado sueño de la ext enuación am orosa. Pero aquella noche fue cuando de nuevo por vez prim era desde la época de m i derrot a m e m iraba m i propia vida con los oj os inexorablem ent e radiant es, y volví a reconocer a la casualidad com o dest ino y a las ruinas de m i vida com o fragm ent o celest ial. Mi alm a respiraba de nuevo, m is oj os veían ot ra vez, y durant e algunos inst ant es volví a present ir ardient em ent e que no t enía m ás que j unt ar el m undo disperso de im ágenes, elevar a im agen el com plej o de m i personalísim a vida de lobo est epario, para penet rar a m i vez en el m undo de las figuras y ser inm ort al. ¿No era ést e, acaso, el fin hacia el cual t oda m i vida hum ana significaba un im pulso y un ensayo? Por la m añana, después de com part ir conm igo m i desayuno María, t uve que sacarla de cont rabando de la casa, y lo logré. Aun en el m ism o día alquilé para ella y para m í en sit io próxim o de la ciudad un cuart it o, dest inado sólo para nuest ras cit as. Mi profesora de baile, Arm anda, com pareció fiel a su obligación, y hube de aprender el bost on. Era severa e inexorable y no m e perdonaba ni una lección, pues est aba convenido que yo había de ir con ella al próxim o baile de m áscaras. Me había pedido dinero para su disfraz, acerca del cual, sin em bargo, m e negaba t oda not icia. Y aún seguía est ándom e prohibido visit arla o saber dónde vivía. Est a t em porada hast a el baile de m áscaras, unas t res sem anas, fue ext raordinariam ent e herm osa. María m e parecía que era la prim era querida verdadera que yo hubiera t enido en m i vid a. Siem pre había exigido de las m uj eres, a las que am ara, espirit ualidad e ilust ración, sin darm e cuent a por com plet o nunca de que la m uj er, hast a la m ás espirit ual y la relat ivam ent e m ás ilust rada, no respondía j am ás al logos dent ro de m í, sino que en t odo m om ent o est aba en cont radicción con él; yo les llevaba a las m uj eres m is problem as y m is ideas, y m e hubiese parecido de t odo punt o im posible am ar m ás de una hora a una m uchacha que no había leído un libro, que apenas sabia lo que era leer y no hubiese podido dist inguir a un Tchaikowski de un Beet hoven; María no t enía ninguna ilust ración, no necesit aba est os rodeos y est os m undos de com pensación; sus problem as surgían t odos de un m odo inm ediat o de los sent idos. Conseguir t ant a vent ura sensual y am orosa com o fuera hum anam ent e posible con las dot es que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su t em peram ent o, hallar y producir en el am ant e respuest a, com prensión y cont raj uego anim ado y em briagador a t odas sus facult ades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísim o m odelado de su cuerpo, era lo que const it uía su art e y su com et ido. Ya en aquel prim er t ím ido baile con ella había yo sent ido est o, había aspirado est e perfum e de una sensualidad genial y encant adoram ent e refinada y había sido fascinado por ella. Ciert am ent e, que t am poco había sido por casualidad por lo que Arm anda, la om niscient e, m e había escogido a est a María. Su arom a y t odo su sello era est ival, era rosado. 59 El lobo estepario Hermann Hesse No t uve la fort una de ser el am ant e único o preferido de María, yo era uno de varios. A veces no t enía t iem po para m i; algunos días, una hora por la t arde; pocas veces, una noche ent era. No quería t om ar dinero de m í; det rás de est o se conocía a Arm anda. Pero regalos, acept aba con gust o. Y si le regalaba un nuevo port am onedas pequeño de piel roj a acharolada, podía poner dent ro t am bién dos o t res m onedas de oro. Por lo dem ás, a causa del bolsillit o encarnado, se burló bien de m í. Era m uy bonit o, pero era una ant igualla, pasado de m oda. En est as cosas, de las cuales yo ent endía y sabía hast a ent onces m enos que de cualquier lengua esquim al, aprendí m ucho de María. Aprendí ant e t odo que est os pequeños j uguet es, obj et os de m oda y de luj o, no sólo son bagat elas y una invención de am biciosos fabricant es y com erciant es, sino j ust ificados, bellos, variados, un pequeño, o m ej or dicho, un gran m undo de cosas, que t odas t ienen la única finalidad de servir al am or, refinar los sent idos, anim ar el m undo m uert o que nos rodea, y dot arlo de un m odo m ágico de nuevos órganos am at orios, desde los polvos y el perfum e hast a el zapat o de baile, desde la sort ij a a la pit illera; desde la hebilla del cint urón hast a el bolso de m ano. Est e bolso no era bolso, el port am onedas no era port am onedas, las flores no eran flores, el abanico no era abanico; t odo era m at eria plást ica del am or, de la m agia, de la seducción; era m ensaj ero, int erm ediario, arm a y grit o de com bat e. Muchas veces pensé a quién querría María realm ent e. Más que a ninguno creo que quería al j oven Pablo del saxofón, con sus negros oj os perdidos y las m anos alargadas, pálidas, nobles y m elancólicas. Yo hubiera t enido a est e Pablo por un poco soporífero, caprichoso y pasivo en el am or, pero María m e aseguró que, en efect o, sólo m uy lent am ent e se conseguía ponerlo al roj o, pero que ent onces era m ás puj ant e, m ás fuert e y varonil y m ás ret ador que cualquier as de boxeo o m aest ro de equit ación. Y de est a m anera aprendí y supe secret os de m uchos individuos, del m úsico del j azz, del act or, de m ás de cuat ro m uj eres, de m uchachas y de hom bres de nuest ro m edio am bient e; supe t oda suert e de secret os, vi baj o la superficie relaciones y enem ist ades, fui haciéndom e poco a poco confident e e iniciado ( yo, que en est a clase de m undo había sido un cuerpo ext raño com plet am ent e sin conexión) . Tam bién aprendí m uchas cosas referent es a Arm anda. Pero ahora m e reunía con frecuencia preferent em ent e con el señor Pablo, a quien María quería m ucho. A m enudo em pleaba ella t am bién sus rem edios clandest inos, y a m í m ism o m e proporcionaba alguna vez est os goces, y siem pre se m ost raba Pablo especialm ent e servicial. Una vez m e lo dij o sin circunloquios. - Ust ed es t an desgraciado... Eso no est á bien. No hay que ser así. Me da m ucha pena. Fúm ese ust ed una pequeña pipa de opio... Mi j uicio sobre est e hom bre alegre, int eligent e, aniñado y a la vez insondable, cam biaba cont inuam ent e; nos hicim os am igos. Con alguna frecuencia acept aba yo alguno de sus rem edios. Un t ant o divert ido, asist ía él a m i enam oram ient o de María. Una vez organizó una «fiest a» en su cuart o, la buhardilla de un hot el de las afueras. No había allí m ás que una silla; Maria y yo t uvim os que sent arnos en la cam a. Nos dio a beber un licor m ist erioso, m aravilloso, m ezclado de t res bot ellit as. Y luego, cuando m e hube puest o de m uy buen hum or, nos propuso con las pupilas brillant es celebrar una orgía erót ica los t res j unt os. Yo rehusé con brusquedad; a m í no m e era posible una cosa así; m as a pesar de t odo m iré un m om ent o a María, para ver qué act it ud adopt aba, y aunque inm ediat am ent e asint ió a m i negat iva, vi, sin em bargo, el fulgor de sus oj os y m e di cuent a de su pena por m i renuncia. Pablo sufrió una decepción con m i negat iva, pero no se m olest ó. - Es lást im a - dij o- ; Harry t iene m uchos escrúpulos m orales. No se puede con él. ¡Hubiera sido, sin em bargo, t an herm oso, t an herm osísim o! Pero t engo un sust it ut ivo. Tom am os cada uno una chupada de opio, y sent ados inm óviles, con los oj os abiert os, vivim os los t res la escena por él sugerida; María, en ese t iem po, t em blando de delicia. Cuando al cabo de un rat o m e sent í un poco m areado, m e colocó Pablo en la cam a, m e dio unas got as de una m edicina, y al cerrar yo por algunos m inut os los oj os, sent í sobre cada uno de los párpados com o el alient o de un beso fugit ivo. Lo adm it í com o si creyera que m e lo había dado María. Pero sabia perfect am ent e que era de él. 60 El lobo estepario Hermann Hesse Y una t arde m e sorprendió aún m ás. Apareció en m i casa, m e cont ó que necesit aba veint e francos y m e rogaba que le diera est e dinero. Me ofrecía, en cam bio, que aquella noche dispusiera de María en su lugar. - Pablo - dij e asust ado- , ust ed no sabe lo que est á diciendo. Ceder su querida a ot ro por dinero, eso es ent re nosot ros lo m ás indigno que cabe. No he oído su proposición, Pablo. Me m iró com pasivo. - ¿No quiere ust ed, señor Harry? Bien. Ust ed no hace m ás que proporcionarse dificult ades a sí m ism o. Ent onces no duerm a ust ed est a noche con María, si así lo prefiere, y dem e ust ed el dinero; ya se lo devolveré sin falt a. Me es absolut am ent e preciso. - ¿Para qué lo quiere? - Para Agost ino, ¿sabe ust ed? Es el pequeño del segundo violín. Lleva ocho días enferm o, y nadie se ocupa de él, no t iene un cént im o, y m i dinero se ha acabado t am bién ya. Por curiosidad y un poco t am bién por aut ocast igo, fui con él a casa de Agost ino. Le llevó a la buhardilla leche y unas m edicinas, una bien m iserable buhardilla; le arregló la cam a, le aireó la habit ación y le puso en la cabeza calent urient a una art íst ica com presa, t odo rápida y delicadam ent e y bien hecho, com o una buena herm ana de la Caridad. Aquella m ism a noche lo vi t ocar la m úsica en el Cit y- Bar hast a la m adrugada. Con Arm anda hablaba yo a m enudo larga y obj et ivam ent e acerca de María, de sus m anos, de sus hom bros, de sus caderas, de su m anera de reír, de besar, de bailar. - ¿Te ha enseñado ya est o? - m e pregunt ó Arm anda una vez, y m e describió un j uego especial de la lengua al dar un beso. Yo le pedí que m e lo enseñara ella m ism a, pero ella rehusó con seriedad- . Eso viene después - dij o- ; aún no soy t u querida. Le pregunt é de qué conocía las art es del beso en María y algunas ot ras secret as part icularidades de su cuerpo, sólo conocidas del hom bre am ant e. - ¡Oh! - exclam ó- . Som os am igas. ¿Crees acaso que nosot ras t enem os secret os ent re las dos? He dorm ido y he j ugado bast ant es veces con ella. Tienes suert e, has at rapado una herm osa m uchacha, que sabe m ás que ot ras. - Creo, sin em bargo, Arm anda, que aún t endréis algunos secret os ent re vosot ras. ¿O le has dicho t am bién acerca de m ilo que sabes? - No; esas son ot ras cosas que no ent endería ella. María es m aravillosa, puedes est ar sat isfecho; pero ent re t ú y yo hay cosas de las cuales ella no t iene ni noción. Le he dicho m uchas cosas acerca de t i, nat uralm ent e m ucho m ás de lo que a t i t e hubiera gust ado ent onces; m e im port aba seducirla para t i. Pero com prendert e, am igo, com o yo t e com prendo, no t e com prenderá María nunca, ni ninguna ot ra. Por ella he adquirido t am bién algunos conocim ient os; est oy al corrient e acerca de t i, en lo que María sabe. Ya t e conozco casi t an perfect am ent e com o si hubiéram os dorm ido j unt os con frecuencia. Cuando volví a reunirm e con María, m e result aba ext raño y m ist erioso saber que ella había t enido a Arm anda j unt o a su corazón lo m ism o que a m í, que había palpado, besado, gust ado y probado sus m iem bros, sus cabellos, su piel exact am ent e igual que los m íos. Ant e m i surgían relaciones y nexos nuevos, indirect os, com plicados, nuevas m odalidades de am or y de vida, y pensé en las m il alm as del t rat ado del lobo est epario. En aquella cort a t em porada ent re m i conocim ient o con María y el gran baile de m áscaras, era yo francam ent e feliz, pero no t enía por ello el present im ient o de que aquello fuera una redención, una lograda bienavent uranza, sino que m e daba cuent a claram ent e de que t odo era preludio y preparación, de que t odo se afanaba con violencia hacia adelant e y que lo verdadero venía ahora. Del baile había aprendido ya t ant o que m e parecía posible concurrir a la fiest a, de la cual se hablaba m ás cada día. Arm anda t enía un secret o, se em peñó en no revelarm e con qué disfraz iba a present arse. Pensaba que yo ya la reconocería, y si m e equivocaba, ent onces m e ayudaría ella; pero que con ant icipación, yo no debía saberlo. 61 El lobo estepario Hermann Hesse Así t am poco t enía ella curiosidad por m is planes de disfraz, y yo resolví no disfrazarm e. María, cuando quise invit arla al baile, m e declaró que para est a fiest a t enía ya un caballero, poseía ya en efect o una ent rada, y yo m e di cuent a un poco descorazonado de que iba a t ener que ir solo a la fiest a. Era el baile de t raj es m ás dist inguido de la ciudad, que se organizaba t odos los años por elem ent os art íst icos en los salones del Globo. En aquellos días veía poco a Arm anda, pero la víspera del baile est uvo un rat o en m i casa; vino para recoger su ent rada, de la que yo m e había encargado, y est uvo sent ada conm igo pacíficam ent e en m i cuart o, y allí se llegó a un diálogo que m e fue m uy singular y m e produj o una im presión profunda. - Ahora est ás realm ent e m uy bien - dij o ella- ; t e prueba el baile. Quien no t e haya vist o desde hace un m es, apenas t e reconocería. - Sí - asent í- ; desde hace años no m e he encont rado t an perfect am ent e. Est o proviene t odo de t i, Arm anda. - Oh, ¿no de t u herm osa María? - No. Esa t am bién es un regalo t uyo. Es m aravilloso. - Es la am iga que necesit abas, lobo est epario. Bonit a, j oven, alegre, m uy int eligent e en am or, y sin que puedas disponer de ella t odos los días. Si no t uvieras que com part irla con ot ros, si no fuese para t i siem pre un huésped fugit ivo, no irían las cosas t an bien. Sí; t am bién est o t enía que concedérselo. - Ent onces, ¿t ienes ahora, realm ent e, t odo lo que necesit as? - No, Arm anda, no es así. Tengo algo m uy bello y delicioso, una gran alegría, un am able consuelo. Soy verdaderam ent e feliz... - Bien, ent onces, ¿qué m ás quieres? - Quiero m ás. No est oy cont ent o con ser feliz, no he sido creado para ello, no es m i sino. Mi det erm inación es lo cont rario. - Ent onces, ¿es ser desdichado? ¡Ah! Est o ya lo has sido con exceso ant es, cuando a causa de la navaj a de afeit ar no podías ir a t u casa. - No, Arm anda; se t rat a de ot ra cosa. Ent onces era yo m uy desdichado, concedido. Pero era una desvent ura est úpida, est éril. - ¿Por qué? - Porque de ot ro m odo, no hubiese debido t ener aquel m iedo a la m uert e, que, sin em bargo, m e est aba deseando. La desvent ura que necesit o y anhelo, es ot ra; es de t al clase que m e hiciera sufrir con afán y m orir con volupt uosidad. Esa es la desvent ura o la felicidad que espero. - Te com prendo. En est o som os herm anos. Pero ¿qué t ienes cont ra la dicha que has encont rado ahora con María? ¿Por qué no est ás cont ent o? - No t engo nada cont ra est a dicha, ¡oh, no! ; la quiero, le est oy agradecido. Es herm osa com o un día de sol en m edio de una prim avera lluviosa. Pero m e doy cuent a de que no puede durar. Tam bién est a dicha es est éril. Sat isface, pero la sat isfacción no es alim ent o para m í. Adorm ece al lobo est epario, lo sacia. Pero no es felicidad para m orir por ella. - Ent onces, ¿hay que m orir, lobo est epario? - ¡Creo que sí! Yo est oy m uy sat isfecho de m i vent ura, aún puedo soport arla durant e una t em porada. Pero cuando la dicha m e dej a alguna vez una hora de t iem po para est ar despiert o, para sent ir anhelos ínt im os, ent onces t odo m i anhelo no se cifra en conservar por siem pre est a vent ura, sino en volver a sufrir, aunque m ás bella y m enos m iserablem ent e que ant es. Arm anda m e m iró con t ernura a los oj os, con la som bría m irada que t an repent inam ent e podía aparecer en ella. ¡Oj os m agníficos, t erribles! Lent am ent e, eligiendo una a una las palabras y colocándolas con cuidado, dij o... en voz t an baj a, que t uve que esforzarm e para oírlo: - Voy a decirt e hoy una cosa, algo que sé hace ya t iem po, y t ú t am bién lo sabes ya, pero quizá no t e lo has dicho a t i m ism o t odavía. Ahora t e digo lo que sé acerca de t i y de m i y de nuest ra suert e. Tú, Harry, has sido un art ist a y un pensador, un hom bre lleno de alegría y de fe, siem pre t ras la huella de lo grande y de lo et erno, nunca sat isfecho 62 El lobo estepario Hermann Hesse con lo bonit o y 10 m inúsculo. Pero cuant o m ás t e ha despert ado la vida y t e ha conducido hacia t i m ism o, m ás ha ido aum ent ando t u m iseria y t ant o m ás hondam ent e t e has sum ido hast a el cuello en pesares, t em or y desesperanza, y t odo lo que t ú en ot ro t iem po has conocido, am ado y venerado com o herm oso y sant o, t oda t u ant igua fe en los hom bres y en nuest ro alt o dest ino, no ha podido ayudart e, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no t enía aire para respirar. Y la asfixia es una m uert e m uy dura. ¿Es exact o Harry? ¿Es ést a t u suert e? Yo asent ía y asent ía. - Tú llevabas dent ro de t i una im agen de la vida, est abas dispuest o a hechos, a sufrim ient os y sacrificios, y ent onces fuist e not ando poco a poco que el m undo no exigía de t i hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el est ilo, sino una buena habit ación burguesa, en donde uno est á perfect am ent e sat isfecho con la com ida y la bebida, con el café y la calcet a, con el j uego de t arot y la m úsica de la radio. Y el que am a y lleva dent ro de silo ot ro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poet as o la veneración de los sant os, ése es un necio y un quij ot e. Bueno. ¡Y a m í m e ha ocurrido exact am ent e lo m ism o, am igo m ío! Yo era una m uchacha de buenas disposiciones y dest inada a vivir con arreglo a un elevado m odelo, a t ener para conm igo grandes exigencias, a cum plir dignos com et idos. Podía t om ar sobre m í un gran papel, ser la m uj er de un rey, la querida de un revolucionario, la herm ana de un genio, la m adre de un m árt ir. Y la vida no m e ha perm it ido m ás que llegar a ser una cort esana de m ediano buen gust o; ¡ya est o solo se ha hecho bast ant e difícil! Así m e ha sucedido. Est uve una t em porada inconsolable, y durant e m ucho t iem po busqué en m í la culpa. La vida, pensé, ha de t ener al fin razón siem pre; y si la vida se burlaba de m is herm osos sueños, habrán sido necios m is sueños, decía yo, y no habrán t enido razón. Pero est a consideración no servía de nada absolut am ent e. Y com o yo t enía buenos oj os, y buenos oídos y era adem ás un t ant o curiosa, m e fij é con t odo int erés en la llam ada vida, en m is vecinos y en m is am ist ades, m edio cent enar largo de personas y de dest inos, y ent onces vi, Harry, que m is sueños habían t enido razón, m il veces razón, lo m ism o que los t uyos. Pero la vida, la realidad, no la t enía. Que una m uj er de m i especie no t uviera ot ra opción que envej ecer pobre y absurdam ent e j unt o a una m áquina de escribir al servicio de un ganadineros, o casarse con uno de est os ganadineros por su posición, o si no, convert irse en una especie de m eret riz, eso era t an poco j ust o com o que un hom bre com o t ú t enga, solit ario, receloso y desesperado, que echar m ano de la navaj a de afeit ar. En m í era la m iseria quizá m ás m at erial y m oral; en t i, m ás espirit ual; la senda era la m ism a. ¿Crees que no soy capaz de com prender t u t error ant e el fox- t rot , t u repugnancia hacia los bares y los locales de baile, t u resist encia cont ra la m úsica de j azz y t odas est as cosas? Dem asiado bien lo com prendo, y lo m ism o t u aversión a la polít ica, t u t rist eza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacem os de los part idos y de la Prensa, t u desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la m anera cóm o hoy se piensa, se lee, se const ruye, se hace m úsica, se celebran fiest as, se prom ueve la cult ura. Tienes razón, lobo est epario, m il veces razón, y, sin em bargo, has de sucum bir. Para est e m undo sencillo de hoy, cóm odo y sat isfecho con t an poco, eres t ú dem asiado exigent e y ham brient o; el m undo t e rechaza, t ienes para él una dim ensión de m as. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hom bre com o t ú ni com o yo. El que en lugar de chinchín exij a m úsica, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alm a, en vez de loca act ividad verdadero t rabaj o, en vez de j uguet eo pura pasión, para ése no es hogar est e bonit o m undo que padecem os... Ella m iraba al suelo m edit ando. - ¡Arm anda - exclam é conm ovido- , herm ana! ¡Qué oj os t an buenos t ienes! Y, sin em bargo, t ú m e enseñast e el fox- t rot . ¿ Cóm o t e explicas est o, que hom bres com o nosot ros, hom bres con una dim ensión de m ás, no podam os vivir aquí? ¿En qué consist e? ¿No pasa est o m ás que en nuest ra época act ual? ¿O fue siem pre lo m ism o? - No sé. Quiero adm it ir en honor del m undo, que sólo sea nuest ra época, que sólo sea una enferm edad, una desdicha m om ent ánea. Los j efes t rabaj an con ahínco y con 63 El lobo estepario Hermann Hesse result ado preparando la próxim a guerra, los dem ás bailam os fox- t rot s ent ret ant o, ganam os dinero y com em os pralinés; en una época así ha de present ar el m undo un aspect o bien m odest o. Esperam os que ot ros t iem pos hayan sido y vuelvan a ser m ej ores, m ás ricos, m ás am plios, m ás profundos. Pero con eso no vam os ganando nada nosot ros. Y acaso haya sido siem pre igual... - ¿Siem pre así com o hoy? ¿Siem pre sólo un m undo para polít icos, arrivist as, cam areros y vividores, y sin aire para las personas? - No lo sé, nadie lo sabe. Adem ás, da lo m ism o. Pero yo pienso ahora en t u favorit o, am igo m ío, del cual m e has referido a veces m uchas cosas y hast a que has leído sus cart as: de Mozart . ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el m undo en su época, quién se llevó la espum a, quién daba el t ono y represent aba algo: Mozart o los negociant es, Mozart o los hom bres adocenados y superficiales? ¿Y cóm o m urió y fue ent errado? Y así, pienso yo que ha sido acaso siem pre y que siem pre será lo m ism o, y lo que en los colegios se llam a «Hist oria Universal» y allí hay que aprendérselo de m em oria para la cult ura, con t odos los héroes, genios, grandes acciones y sent im ient os, eso es sencillam ent e una superchería, invent ada por los m aest ros de escuela, para fines de ilust ración y para que los niños durant e los años prescrit os t engan algo en qué ocuparse. Siem pre ha sido así y siem pre será igual, que el t iem po y el m undo, el dinero y el poder, pert enecen a los m ediocres y superficiales, y a los ot ros, a los verdaderos hom bres, no les pert enece nada. Nada m ás que la m uert e. - ¿Fuera de eso, nada en absolut o? - Si, la et ernidad. - ¿Quieres decir el nom bre, la fam a para edades fut uras? - No, lobit o; la fam a, no. ¿Tiene ést a, acaso, algún valor? ¿Y crees t ú por vent ura que t odos los hom bres realm ent e verdaderos y com plet os han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones post eriores? - No; nat uralm ent e que no. - Por consiguient e, la fam a no es. La fam a sólo exist e t am bién para la ilust ración, es un asunt o de los m aest ros de escuela. La fam a no lo es, ¡ oh, no! Lo es lo que yo llam o la et ernidad. Los m íst icos lo llam an el reino de Dios. Yo m e im agino que nosot ros los hom bres t odos, los de m ayores exigencias, nosot ros los de los anhelos, los de la dim ensión de m ás, no podríam os vivir en absolut o si para respirar, adem ás del aire de est e m undo, no hubiese t am bién ot ro aire, si adem ás del t iem po no exist iese t am bién la et ernidad, y ést a es el reino de lo puro. A él pert enecen la m úsica de Mozart y las poesías de los grandes poet as; a él pert enecen t am bién los sant os, que hicieron m ilagros y sufrieron el m art irio y dieron un gran ej em plo a los hom bres. Pero t am bién pert enece del m ism o m odo a la et ernidad la im agen de cualquier acción noble, la fuerza de t odo sent im ient o puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la post eridad. En lo et erno no hay fut uro, no hay m ás que present e. - Tienes razón - dij e. - Los m íst icos - cont inuó ella con aire pensat ivo- son los que han sabido m ás de est as cosas. Por eso han est ablecido los sant os y lo que ellos llam an la «com unión de los sant os». Los sant os son los hom bres verdaderos, los herm anos m enores del Salvador. Hacia ellos vam os de cam ino nosot ros durant e t oda nuest ra vida, con t oda buena acción, con t odo pensam ient o audaz, con t odo am or. La com unión de los sant os, que en ot ro t iem po era represent ada por los pint ores dent ro de un cielo de oro, radiant e, herm osa y apacible, no es ot ra cosa que lo que yo ant es he llam ado la «et ernidad». Es el reino m ás allá del t iem po y de la apariencia. Allá pert enecem os nosot ros, allí est á nuest ra pat ria, hacia ella t iende nuest ro corazón, lobo est epario, y por eso anhelam os la m uert e. Allí volverás a encont rar a t u Goet he y a t u Novalis y a Mozart , y yo a m is sant os, a San Crist óbal, a Felipe Neri y a t odos. Hay m uchos sant os que en un principio fueron graves pecadores; t am bién el pecado puede ser un cam ino para la sant idad, el pecado y el vicio, Te vas a reír, pero yo m e im agino con frecuencia que acaso t am bién m i am igo Pablo pudiera ser un sant o. ¡Ah, Harry, nos vem os precisados a t aconear por t ant a 64 El lobo estepario Hermann Hesse basura y por t ant a idiot ez para poder llegar a nuest ra casa! Y no t enem os a nadie que nos lleve; nuest ro único guía es nuest ro anhelo nost álgico. Sus últ im as palabras las pronunció ot ra vez en voz m uy queda, y luego hubo un silencio apacible en la est ancia; el sol est aba en el ocaso y hacía brillar las let ras doradas en el lom o de los m uchos libros de m i bibliot eca. Cogí en m is m anos la cabeza de Arm anda, la besé en la frent e y puse frat ernal su m ej illa j unt o a la m ía; así nos quedam os un m om ent o. Así hubiera deseado quedarm e y no salir aquel día a la calle. Pero para est a noche, la últ im a ant es del gran baile, se m e había prom et ido María. Pero en el cam ino no iba pensando en María, sino en lo que Arm anda había dicho. Me pareció que t odos est os no eran t al vez sus propios pensam ient os, sino los m íos, que la clarivident e había leído y aspirado y m e devolvía, haciendo que ahora se concret aran y surgieran nuevos ant e m í. Por haber expresado la idea de la et ernidad le est aba especial y profundam ent e agradecido. La necesit aba; sin esa idea no podía vivir, ni m orir t am poco. El sagrado m ás allá, lo que est á fuera del t iem po, el m undo del valor im perecedero, de la sust ancia divina m e había sido regalado hoy por m i am iga y profesora de baile. Hube de pensar en m i sueño de Goet he, en la im agen del viej o sabio, que se había reído de un m odo t an sobrehum ano y m e había hecho obj et o de su brom a inm ort al. Ahora es cuando com prendí la risa de Goet he, la risa de los inm ort ales. No t enía obj et ivo est a risa, no era m ás que luz y claridad; era lo que queda cuando un hom bre verdadero ha at ravesado 105 sufrim ient os, los vicios, los errores, las pasiones y las equivocaciones del género hum ano y penet ra en lo et erno, en el espacio universal. Y la «et ernidad» no era ot ra cosa que la liberación del t iem po, era en ciert o m odo su vuelt a a la inocencia, su ret ransform ación en espacio. Busqué a María en el sit io en donde solíam os com er en nuest ras noches, pero aún no había llegado. En el callado cafet ín del suburbio est uve sent ado esperando ant e la m esa preparada, con m is ideas t odavía en nuest ro diálogo. Todas est as ideas que habían surgido allí ent re Arm anda y yo, m e parecieron t an profundam ent e fam iliares, t an conocidas de siem pre, t an sacadas de m i m ás ínt im a m it ología y m undo de im ágenes. Los inm ort ales, en la form a en que viven en el espacio sin t iem po, desplazados, hechos im ágenes, y la et ernidad crist alina com o el ét er en t orno de ellos, y la alegría serena, radiant e y sidérea de est e m undo ext rat erreno, ¿de dónde m e era t odo est o t an fam iliar? Medit é y se m e ocurrieron t rozos de las Casaciones, de Mozart ; del Piano bien afinado, de Bach, y por doquiera en est a m úsica m e parecía brillar est a serena claridad de est rellas, flot ar est e et éreo resplandor. Sí; eso era; est a m úsica era algo así com o t iem po congelado y convert ido en espacio, y por encim a, flot ando, infinit a, una alegría sobrehum ana, una et erna risa divina. ¡Oh, y a est o se acom odaba t an perfect am ent e el viej o Goet he de m i sueño! Y de pront o oí en t orno m ío est a insondable risa, oí reír a los inm ort ales. Encant ado, est uve sent ado allí; encant ado, saqué m i lápiz del bolsillo del chaleco, busqué papel, hallé la cart a de los vinos ant e m í, le di m edia vuelt a y escribí al dorso, escribí versos, que al día siguient e m e los encont ré en el bolsillo. Decían: LOS INMORTALES Hasta nosotros sube de los confines del mundo el anhelo febril de la vida: con el lujo la miseria confundida, vaho sangriento de mil fúnebres festines, espasmos de deleite, afanes, espantos, manos de criminales, de usureros, de santos; la humanidad con sus ansias y temores, a la vez que sus cálidos y pútridos olores, transpira santidades y pasiones groseras, 65 El lobo estepario Hermann Hesse se devora ella misma y devuelve después lo tragado, incuba nobles artes y bélicas quimeras, y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado; se retuerce y consume y degrada en los goces de feria de su mundo infantil, a todos les resurge radiante y renovada, y al final se les trueca en polvo vil. Nosotros, en cambio, vivimos las frías mansiones del éter cuajado de mil claridades, sin horas ni días, sin sexos ni edades. Y vuestros pecados y vuestras pasiones y hasta vuestros crímenes nos son distracciones, igual y único es para nosotros el menor momento. Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas, mirando en silencio girar los planetas, gozamos del gélido invierno espacial. Al dragón celeste nos une amistad perdurable; es nuestra existencia serena, inmutable, nuestra eterna risa, serena y astral. Luego llegó María, y después de una com ida alegre m e fui con ella a nuest ro cuart it o. Est uvo en esa noche m ás herm osa, m ás ardient e y m ás ínt im a que nunca, y m e dio a gust ar delicadezas y j uegos que consideré com o el lím it e del placer hum ano. - María - dij e- , eres pródiga hoy com o una diosa. No nos m at es por com plet o a los dos, que m añana es el baile de m áscaras. ¿Qué clase de parej a va a ser la t uya en la fiest a? Tem o, m i querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y t e rapt e y no vuelvas ya nunca a m i lado. Hoy m e quieres casi com o se quieren los buenos am ant es en el m om ent o de la despedida, en la vez post rera. Ella oprim ió los labios fuert em ent e a m i oído y susurró: - ¡Calla, Harry! Cada vez puede ser la últ im a. Cuando Arm anda t e haga suyo, no volverás m ás a m i lado. Quizá sea m añana ya. Nunca percibí el sent im ient o caract eríst ico de aquellos días, aquel doble est ado de ánim o deliciosam ent e agridulce, de un m odo m ás violent o que en aquella noche víspera del baile. Lo que sent ía era felicidad: la belleza y el abandono de María, el gozar, el palpar, el respirar cien delicadas y am ables sensualidades, que yo había conocido t an t arde, com o hom bre ya de ciert a edad, el chapot eo en una suave y ondulant e ola de placer. Y, sin em bargo, est o no era m ás que la cáscara; por dent ro est aba t odo lleno de significación, de t ensión y de fat alidad, y en t ant o yo est aba ocupado am able y delicadam ent e con las dulces y em ot ivas pequeñeces del am or, nadando al parecer en t ibia vent ura, m e daba cuent a dent ro del corazón de cóm o m i dest ino se afanaba at ropelladam ent e hacia adelant e, corriendo im pet uoso com o un corcel bravío, cara al abism o, cara al precipicio, lleno de angust ia, lleno de anhelos, ent regado con com placencia a la m uert e. Así com o t odavía hace poco m e defendía con t em or y espant o de la alegre frivolidad del am or exclusivam ent e sensual, y lo m ism o que había sent ido pánico ant e la belleza rient e y dispuest a a ent regarse de María, así sent ía yo ahora t am bién m iedo a la m uert e, pero un m iedo conscient e de que ya pront o habría de convert irse en t ot al ent rega y redención. Mient ras nosot ros est ábam os abism ados calladam ent e en los j uegos afanosos de nuest ro am or, pert eneciendo el uno al ot ro m ás ínt im am ent e que nunca, se despedía m i alm a de María y de t odo lo que ella m e había significado. Por ella aprendí a ent regarm e 66 El lobo estepario Hermann Hesse infant ilm ent e una vez m ás en el últ im o inst ant e al j uguet eo de la superficie, a buscar las alegrías m ás fugaces, a ser niño y best ia en la inocencia del sexo, un est ado que en m i vida ant erior sólo había conocido com o excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían t enido para m í casi siem pre el am argo sabor de culpa, el gust o dulce, pero t im orat o, de la frut a prohibida, ant e la cual debe ponerse en guardia un hom bre espirit ual. Ahora, Arm anda y María m e habían enseñado est e j ardín en t oda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pront o se hacía t iem po ya para m í de seguir andando, result aba dem asiado bonit o y dem asiado confort ant e est e j ardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinit a de la vida, era lo que m e est aba reservado. Una vida fácil, un fácil am or, una m uert e fácil, no eran cosas para m í. Por alusiones de la m uchacha deduj e que para el baile del día siguient e, o a cont inuación de él, est aban planeados volupt uosidades y goces especialísim os. Quizás 'est o fuera el fin, quizá t uviese razón María con su present im ient o, y nosot ros est ábam os acost ados aquella noche j unt os por últ im a vez. ¿Acaso em pezaba m añana la nueva senda del dest ino? Yo est aba lleno de anhelos ardient es, lleno de angust ia sofocant e, y m e agarré fuert em ent e y con fiereza a María, recorrí una vez m ás, ávido y ebrio, t odos los senderos y m alezas de su j ardín, m e cebé una vez m ás en la dulce frut a del árbol del paraíso. Recuperé al día siguient e el sueño perdido aquella noche. Por la m añana t om é un coche y fui a darm e un baño; luego a casa, m uert o de cansancio; puse a oscuras m i alcoba; al desnudarm e encont ré en el bolsillo m i poesía, la olvidé ot ra vez, m e acost é inm ediat am ent e, olvidé a María, a Arm anda y al baile de m áscaras, y dorm í durant e t odo el día. Cuando a la t arde m e levant é, hast a que no est aba afeit ándom e no m e volví a acordar de que una hora después em pezaba ya la fiest a y yo t enía que sacar una cam isa para el frac. De buen hum or acabé de arreglarm e y salí, para ir prim eram ent e a com er en cualquier lado. Era el prim er baile de m áscaras al que yo concurría. Es verdad que en ot ros t iem pos había visit ado acá y allá est as fiest as, a veces hast a encont rándolas bonit as, pero no había bailado nunca y había sido t an sólo espect ador, y siem pre m e había result ado cóm ico el ent usiasm o con que oía hablar a ot ros de est as fiest as y hallar en ellas una diversión. Pero en el día de hoy era el baile t am bién para m í un acont ecim ient o, del que m e alegraba con im paciencia y no sin m iedo. Com o no t enía que llevar a ninguna señora, decidí no ir hast a t arde; est o m e lo había recom endado t am bién Arm anda. Al Casco de Acero, m i refugio de ot ros t iem pos, donde los hom bres desengañados perdían sent ados las noches, libaban su vino y j ugaban a los solt eros, iba yo ya rara vez en la últ im a época; ya no se adecuaba al est ilo de m i vida present e. Pero est a noche m e sent í de nuevo at raído hacia allí com o cosa ent eram ent e nat ural. En el est ado de ánim o, a un t iem po alegre y t em eroso, de fat alidad y despedida, que m e dom inaba en aquella época, adquirían t odos los pasos y lugares de m is recuerdos una vez m ás el brillo dolorosam ent e herm oso del pasado, y así t am bién el pequeño cafet ín lleno de hum o, donde no ha m ucho aún cont aba yo ent re los parroquianos y donde t odavía hace poco bast aba el narcót ico prim it ivo de una bot ella de vino de la t ierra para poder irm e por una noche m ás a m i cam a solit aria y para poder aguant ar la vida por ot ro día m ás. Desde ent onces había gust ado ot ros rem edios, excit ant es m ás fuert es, había inj erido venenos m ás dulces. Sonrient e, pisé el viej o local y fui recibido por el saludo de la host elera y una inclinación de cabeza de los silenciosos parroquianos. Me recom endaron y m e sirvieron un pequeño pollo asado, el vino nuevo de la Alsacia corrió claro en el vaso rúst ico y de un dedo de grueso; am ablem ent e m e m iraban las lim pias y blancas m esas de m adera, la viej a vaj illa gualda. Y en t ant o yo com ía y bebía, iba aum ent ando dent ro de m i est e sent im ient o de m archit ez y de fiest a de despedida, est e sent im ient o dulce e ínt im am ent e doloroso de m ezcla con t odos los escenarios y cosas de m i vida ant erior, que no había sido resuelt a nunca por com plet o, pero cuya solución est aba ahora a punt o 67 El lobo estepario Hermann Hesse de m adurar. El hom bre «m oderno» llam a a est o sent im ent alism o; no am a ya las cosas, ni siquiera lo que le es m ás sagrado, el aut om óvil, que espera poder cam biar lo ant es posible por ot ra m arca m ej or. Est e hom bre m oderno es decidido, sano, act ivo, sereno y aust ero, un t ipo adm irable; se port ará a las m il m aravillas en la próxim a guerra. No m e im port aba nada; yo no era un hom bre m oderno ni t am poco ent eram ent e pasado de m oda; m e había salido de la época y seguía adelant e acercándom e a la m uert e, dispuest o a m orir. No t enía aversión a sent im ent alism os, est aba cont ent o y agradecido de not ar en m i abrasado corazón t odavía algo así com o sent im ient os. De est a m anera m e ent regué a los recuerdos del viej o cafet ín, a m i apego a las viej as y t oscas sillas; m e ent regué al vaho de hum o y de vino, al sent ido esfum ado del hábit o, de calor y de sem ej anza de hogar que t enía para m í t odo aquello. El despedirse es herm oso, ent ona dulcem ent e. Me gust aba el asient o duro y m i vaso rúst ico, m e gust aba el sabor fresco y las frut as del alsaciano, m e gust aba la fam iliaridad con t odo y con t odos en est e lugar; las caras de los bebedores acurrucados y soñadores, de los desengañados, cuyo herm ano había sido yo m ucho t iem po. Eran sent im ent alidades burguesas las que yo sent ía aquí, ligeram ent e salpicadas con un perfum e de rom ant icism o pasado de m oda, procedent e de la época de m uchacho, cuando el café, el vino y el cigarro eran aún cosas prohibidas, ext rañas y m agníficas. Pero no se alzó ningún lobo est epario para rechinar los dient es y hacer j irones m is sent im ent alism os. Apaciblem ent e est uve sent ado, inflam ado por el pret érit o, por la débil radiación de un ast ro que acababa de ponerse. Llegó un vendedor am bulant e con cast añas asadas y le com pré un puñado. Llegó una viej a con flores, le com pré un par de claveles y se los regalé a la host elera. Sólo cuando fui a pagar y busqué en vano el bolsillo acost um brado, m e di cuent a nuevam ent e de que iba de frac. ¡Baile de m áscaras! ¡Arm anda! Pero aún era excesivam ent e t em prano, no podía decidirm e a ir a los salones del Globo. Tam bién m e daba cuent a, com o m e había ocurrido en los últ im os t iem pos con t odas est as diversiones, de algunos obst áculos y resist encias, una aversión a ent rar en locales grandes, replet os de gent e y bulliciosos, una t im idez escolar ant e la at m ósfera ext raña, ant e el m undo de los elegant es, ant e el baile. Corret eando, vine a pasar por un cine, vi brillar haces de rayos y gigant escos anuncios de colores; pasé de largo unos m et ros, volví ot ra vez y ent ré. Allí podía yo est ar sent ado bonit am ent e en la oscuridad hast a eso de las once. Conducido por el bot ones con la lint erna, t ropecé con las cort inas y di en el salón en t inieblas, encont ré un sit io y de pront o est uve en m edio del Ant iguo Test am ent o. El film era uno de esos que se dicen producidos con gran luj o y refinam ient o no para ganar dinero, sino con fines nobles y sant os, y al cual, por las t ardes, hast a escolares eran llevados por sus profesores de religión. Allí se represent aba la hist oria de Moisés y de los israelit as en Egipt o con un enorm e aparat o de hom bres, caballos, cam ellos, palacios, pom pa faraónica y fat igas de los j udíos en la arena abrasadora del desiert o. Vi a Moisés, peinado un poco según el m odelo de Walt Whit m an, un m agnífico Moisés de guardarropía, cam inando por el desiert o, delant e de los j udíos, fogoso y som brío, con su largo báculo y con pasos com o Wot an. Lo vi j unt o al m ar Roj o im plorando a Dios y vi separarse al m ar Roj o dej ando libre una calle, un desfiladero ent re alt as m ont añas de agua ( los cat ecúm enos llevados por el párroco a est e film religioso podían discut ir largam ent e sobre la m anera cóm o los direct ores de la película habían operado est a escena) ; vi at ravesar por el desfiladero al profet a y al pueblo t em eroso; aparecer det rás de ellos a los carros del Faraón; vi vacilar y con m iedo a los egipcios a la orilla del m ar y luego avent urarse dent ro valerosam ent e, y vi cerrarse los m ont es de agua sobre el m agnífico Faraón con su arm adura de oro y sobre t odos sus carros y guerreros, no sin acordarm e de un dúo para dos baj os de Händel, en donde se cant a m agist ralm ent e est e acont ecim ient o. Vi después con t ransparencia a Moisés subir al Sinaí, un héroe som brío en un som brío páram o de piedras, y presencié cóm o allí Jehová le t ransm it ía los diez m andam ient os por m edio de t em pest ad, relám pagos y t ruenos, en t ant o que su pueblo indigno al pie de la m ont aña erigía el t ernero de oro y se ent regaba a placeres bast ant e 68 El lobo estepario Hermann Hesse im pet uosos. Me result aba t an ext raño e increíble presenciar t odo est o, ver cóm o, ant e un público agradecido que calladam ent e devoraba sus panecillos, se represent aba, por sólo el dinero del billet e, las hist orias sagradas, sus héroes y m ilagros, que derram aron sobre nuest ra infancia el prim er present im ient o de ot ro m undo, de algo sobrehum ano; un lindo ej em plo m inúsculo del gigant esco saldo y liquidación de cult ura de est a época. Dios m ío, para evit ar est a repugnancia hubiese sido preferible que sucum bieran t am bién ent onces, adem ás de los egipcios, los j udíos y t odo el género hum ano, logrando una m uert e violent a y digna, en lugar de est a afrent osa m uert e aparent e y m ediocre que hoy sufrim os nosot ros. ¡Mil veces preferible! Mis secret os obst áculos, m i m iedo inconfesado al baile de m áscaras, no se habían am inorado con el cine y sus est ím ulos, sino que habían crecido de un m odo desagradable, y yo, pensando en Arm anda, hube de hacer un esfuerzo para que, por últ im o, m e llevara un coche a los salones del Globo y ent rar. Se había hecho t arde y el baile est aba en m archa hacía t iem po. Tím ido y perplej o, m e vi envuelt o al punt o, ant es de quit arm e el abrigo, en un violent o t orbellino de m áscaras, fui em puj ado sin m iram ient os; m uchachas m e invit aban a visit ar los cuart os del cham paña, clowns m e daban golpes en la espalda y m e llam aban de t ú. No les hacía caso, a em puj ones m e abrí cam ino t rabaj osam ent e por los locales sobrellenos hast a llegar al guardarropa, y cuando m e dieron el núm ero lo guardé con gran cuidado en el bolsillo, pensando que acaso ya pront o lo necesit ase ot ra vez, cuando est uviera hart o del bullicio. En t odas las est ancias del gran edificio había fiebre de fiest a, en t odos los salones se bailaba, hast a en el sót ano, t odos los pasillos y escaleras est aban abarrot ados de m áscaras, de baile, de m úsica, de carcaj adas y barullo. Apret uj ado m e fui deslizando por ent re la m ult it ud, desde la orquest a de negros hast a la m urga de aldea, desde el radiant e gran salón principal, por los pasillos y escaleras, por los bares, hast a los buffet s y los cuart os del cham paña. En la m ayor part e de las paredes pendían las fieras y alegres pint uras de los art ist as m odernísim os. Todo el m undo est aba allí, art ist as, periodist as, profesores, hom bres de negocios, adem ás, nat uralm ent e, t oda la gent e de viso de la ciudad. Form ando en una de las orquest as est aba sent ado m íst er Pablo, soplando con ent usiasm o en su t ubo arqueado; cuando m e conoció, m e lanzó con est répit o su saludo m usical. Em puj ado por el gent ío, fui pasando por diversos aposent os, subí y baj é escaleras; un pasillo en el sót ano había sido dispuest o por los art ist as com o infierno, y una m urga de dem onios arm aba allí una frenét ica algarabía. Luego em pecé a buscar con la vist a a Arm anda y a María, t rat é de encont rarlas, m e esforcé varias veces por penet rar en el salón principal, pero m e perdía siem pre o m e hallaba de cara con la corrient e de la m ult it ud. Hacia m edia noche aún no había encont rado a nadie; aun cuando t odavía no m e había decidido a bailar, ya t enía calor y m e sent ía m areado, m e t iré en la silla m ás cercana, ent re gent e ext raña t oda, m e hice servir vino y encont ré que el asist ir a est as fiest as bulliciosas no era cosa para un hom bre viej o com o yo. Resignado bebí m i vaso de vino, m iré absort o los brazos y las espaldas desnudas de las m uj eres, vi pasar flot ando innúm eras m áscaras grot escas, m e dej é dar em pellones y sin decir una palabra hice seguir su cam ino a un par de m uchachas que querían sent arse sobre m is rodillas o bailar conm igo. «Viej o oso gruñón», grit ó una, y t enía razón. Decidí infundirm e algo de valor y de hum or bebiendo, pero t am poco el vino m e hacía bien, apenas pude apurar el segundo vaso. Y poco a poco fui sint iendo cóm o el lobo est epario est aba det rás de m i y m e sacaba la lengua. No se podía hacer nada conm igo, yo est aba allí en falso lugar. Había ido con la m ej or int ención, pero no podía anim arm e, y la alegría bulliciosa y zum bant e, las risot adas y t odo el frenesí en t orno m ío se m e ant oj aba necio y forzado. Así sucedió que a eso de la una, desengañado y de m al t alant e, m e escabullí hacia at rás al guardarropa, para ponerm e el gabán y m archarm e. Era una derrot a, un ret roceso al lobo est epario, y no sé si Arm anda m e lo perdonaría. Pero yo no podía hacer ot ra cosa. En el penoso cam ino a t ravés de las apret uras hast a el guardarropa, había vuelt o a m irar con cuidado a t odas part es, por si veía a alguna de las am igas. En vano. Por fin est uve de pie ant e el m ost rador, el hom bre cort és del ot ro lado alargaba ya la 69 El lobo estepario Hermann Hesse m ano esperando m i núm ero, yo busqué en el bolsillo del chaleco - ¡el núm ero no est aba allí ya! - . Diablo, no falt aba m ás que est o. Varias veces, durant e m is t rist es correrías por los salones, cuando est uve sent ado ant e el vino insulso, había m et ido la m ano en el bolsillo, luchando con la resolución de volver a m archarm e, y siem pre había not ado en su sit io la cont raseña plana y redonda. Y ahora había desaparecido. Todo se m e ponía m al. - ¿Has perdido la cont raseña? - m e pregunt ó con voz chillona un pequeño diablo roj o y am arillo, a m i lado- . Ahí puedes quedart e con la m ía, com pañero - y m e la alargó efect ivam ent e- . Mient ras yo la t om aba de un m odo m ecánico y le daba vuelt as en los dedos, había desaparecido el ágil diablej o. Pero cuando hube levant ado hast a los oj os la redonda m oneda de cart ón, para ver el núm ero, allí no había núm ero alguno, sino unos garabat os de let ra pequeña. Rogué al hom bre del guardarropa que esperara, fui baj o la lám para m ás próxim a y leí. Allí decía, en m inúsculas let ras vacilant es, difíciles de leer, algo borrosas: Est a noche, a part ir de las cuat ro, Teat ro Mágico - sólo para locos- . La ent rada cuest a la razón. No para cualquiera. Arm anda est á en el infierno. Com o un polichinela cuyo alam bre se le hubiera escapado de las m anos por un m om ent o al art ist a, vuelve a revivir t ras una m uert e cort a y un est úpido let argo, t om a part e de nuevo en el j uego, bailot ea y funciona ot ra vez; así yo t am bién, llevado por el m ágico alam bre, volví a correr elást ico, j oven y afanoso al t um ult o, del cual acababa de escaparm e cansado, sin gana y viej o. Jam ás ha t enido m ás prisa un pecador por llegar al infierno. Hace un inst ant e m e habían apret ado los zapat os de charol, m e había repugnado el aire perfum ado y denso, m e había aplanado el calor; ahora corría de prisa sobre m is pies alados, en el com pás de onest ep, por t odos los salones, cam ino del infierno; sent ía el aire lleno de encant o, fui m ecido y llevado por el calor, por t oda la m úsica zum bona, por el vért igo de colores, por el perfum e de los hom bros de las m uj eres, por la em briaguez de cient os de personas, por la risa, por el com pás del baile, por el brillo de t odos los oj os inflam ados. Una bailarina española voló a m is brazos: «Baila conm igo.» «No puede ser», dij e, «voy al infierno. Pero un beso t uyo m e lo llevo con gust o». La boca roj a baj o el ant ifaz vino a m i encuent ro, y sólo ent onces, en el beso, reconocí a María. La apret é en m is brazos, com o una fragant e rosa de verano florecía su boca plena. Y luego bailam os, claro est á, con los labios t odavía j unt os, y pasam os bailando cerca de Pablo, ést e pendía enam orado de su t ubo acúst ico que aullaba t iernam ent e; radiant e y sem iausent e nos acogió su herm osa m irada inint eligent e. Pero ant es de que hubiésem os dado veint e pasos de baile, se int errum pió la m úsica, con disgust o solt é a María de m is m anos. - Me hubiese gust ado bailar cont igo ot ra vez - dij e, em briagado por su calor- ; sigue conm igo unos pasos, María; est oy enam orado de t u herm oso brazo; ¡déj am elo t odavía un m om ent o! Pero, m ira, Arm anda m e ha llam ado. Est á en el infierno. - Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndot e. Se despidió. Despedida era, ot oño era, sino era, lo que m e había dej ado el perfum e de la rosa de verano t an plena y t an fragant e. Seguí corriendo a t ravés de los largos pasillos llenos de t iernas apret uras y por las escaleras abaj o hacia el infierno. Allí ardían en los m uros, negros com o la pez, lám paras chillonas y m alignas, y la orquest a de diablos t ocaba febril. En una alt a silla del bar había sent ado un j oven bello sin caret a, de frac, el cual m e pasó revist a brevem ent e con una m irada burlona. Fui oprim ido cont ra la pared por el t orbellino del baile; unas veint e parej as bailaban en el pequeñísim o espacio. Ávido y t em eroso observé a t odas las m uj eres; la m ayoría aún llevaban ant ifaz; algunas m e m iraban riendo; pero ninguna era 70 El lobo estepario Hermann Hesse Arm anda. Burlón m iraba el bello j ovenzuelo hacia abaj o desde su alt a silla barera. Pensé que en el próxim o int erm edio del baile llegaría ella y m e llam aría. El baile acabó, pero no vino nadie. Pasé al ot ro lado, al bar, que est aba em but ido en un rincón de la pequeña est ancia baj a de t echo. Fui a ponerm e j unt o a la silla del j ovencit o y m e hice servir whisky. Mient ras bebía, vi el perfil del j oven; parecía t an conocido y encant ador com o un ret rat o de t iem po m uy rem ot o, valioso por el silent e velo polvorient o del pasado. ¡Oh, en aquel m om ent o sufrí una sacudida! ¡Sí, era Arm ando, m i am igo de la infancia! - ¡Arm ando! - dij e a m edia voz. El sonrió. - Harry, ¿m e has encont rado? Era Arm anda, sólo un poco alt erado el peinado y ligeram ent e pint ada. Su rost ro int eligent e m e m iró de un m odo singular con t oda su palidez, asom ándose a su cuello t ieso de m oda; llam at ivam ent e pequeñas, surgían sus m anos de las am plias m angas negras del frac y de los puños blancos, y llam at ivam ent e lindos surgían sus pies en bot ines de seda blanca y negra de los negros pant alones largos. - ¿Es ést e el t raj e, Arm anda, con el que quieres hacer que m e enam ore de t i? - Hast a ahora - asint ió ella- sólo he enam orado a algunas señoras. Pero ahora t e t oca a t i el t urno. Bebam os ant es una copa de cham paña. Así lo hicim os, agachados sobre nuest ras alt as sillas del bar, en t ant o que a nuest ro lado cont inuaba el baile y se hinchaba la cálida y violent a m úsica. Y sin que Arm anda pareciera esforzarse en absolut o por lograrlo, m e enam oré m uy pront o de ella. Com o iba vest ida de hom bre, no podíam os bailar, no podía perm it irm e ninguna caricia, ningún at aque; y m ient ras aparecía alej ada y neut ral en su disfraz m asculino, m e iba envolviendo en m iradas, en palabras y gest os, con t odos los encant os de su fem inidad. Sin haber llegado a t ocarla siquiera, sucum bí a su encant o, y est a m ism a m agia seguía en su papel, era un poco herm afrodit a. Pues ella est uvo conversando conm igo acerca de Arm ando y de la niñez, la m ía y la suya propia, aquellos años ant eriores a la m adurez sexual, en los cuales la capacidad de am ar abarca no sólo a los sexos, sino a t odo y a t odas las cosas, lo m at erial y lo espirit ual, y t odo dot ado de la m agia del am or y de la fabulosa capacidad de t ransform ación, que únicam ent e a los elegidos y a los poet as les ret orna a veces en las últ im as épocas de la vida. Ella represent aba perfect am ent e su papel de m ozalbet e, fum aba cigarrillos y charlaba ingeniosa y con solt ura, a m enudo un poco burlona; pero t odo est aba im pregnado por Eros, t odo se t ransm ut aba en linda seducción al pasar a m is sent idos. ¡Qué bien y qué exact am ent e había creído yo conocer a Arm anda y cuán nueva del t odo se m e revelaba en est a noche! ¡De qué m anera t an dulce e im percept ible m e t endía la anhelada red, de qué form a t an divert ida y em bruj ada m e daba a beber el dulce veneno! Est uvim os sent ados charlando y bebiendo cham paña. Dim os, curiosos, una vuelt a por los salones, com o descubridores avent ureros; est uvim os observando diversas parej as y acecham os sus j uegos de am or. Ella m e m ost raba m uj eres con las que m e incit aba a bailar, y m e daba consej os acerca de las art es de seducción que había que em plear con ést a y con aquélla. Nos present am os com o rivales, hicim os la cort e los dos un rat o a la m ism a m uj er, bailam os alt ernat ivam ent e con ella, t rat ando los dos de conquist arla. Y, sin em bargo, t odo est o no era m ás que j uego de m áscaras, era sólo una diversión ent re nosot ros dos que nos enlazaba a am bos m ás est recham ent e, nos inflam aba m ás al uno para el ot ro. Todo era cuent o de hadas, t odo est aba enriquecido con una dim ensión de m ás, con una nueva significación; t odo era j uego y sím bolo. Vim os a una m uj er j oven, m uy herm osa, que parecía algo apenada y descont ent a. Arm ando bailó con ella, la puso hecha un ascua, se la llevó a un quiosco de cham paña, y m e cont ó después que había conquist ado a aquella m uj er no com o hom bre, sino com o m uj er, con la m agia de Lesbos. Pero a m í, poco a poco, t odo est e palacio bullicioso lleno de salones en los que zum baba el baile, est a ebria m ult it ud de m áscaras, se m e convert ía en un desenfrenado paraíso de ensueño; una y ot ra flor m e seducían con su perfum e, con una frut a y con 71 El lobo estepario Hermann Hesse ot ra est uve j uguet eando, exam inándolas con los dedos; serpient es m e m iraban seduct oras desde verdes som bras de follaj e; la flor del lot o se alzaba espirit ual sobre el negro cieno; páj aros encant ados incit aban desde la enram ada, y, sin em bargo, t odo no hacía m ás que llevarm e al fin anhelado, t odo m e invit aba cada vez m ás con afán ardient e hacia la única. Un m om ent o bailé con una m uchacha desconocida, ent usiasm ado, conquist ador; la arrast ré al vért igo y a la em briaguez, y, m ient ras flot ábam os en lo irreal, dij o ella, riendo, de pront o: - Est ás desconocido. A prim era hora t e encont rabas t an t ont o y t an insípido... Y reconocí a la que horas ant es m e había llam ado «viej o oso gruñón». Ahora creyó haberm e conseguido; pero al baile siguient e era ya ot ra la que m e enardecía. Bailé dos horas o aún m ás, sin parar, t odos los bailes, m uchos que no había aprendido nunca. Una y ot ra vez aparecía a m i lado Arm ando, el j oven sonrient e, m e saludaba con la cabeza, desaparecía de nuevo en el t um ult o. En est a noche de baile se m e logró un acont ecim ient o que m e había sido desconocido durant e cincuent a años, aun cuando lo ha experim ent ado cualquier t obillera y cualquier est udiant e: el suceso de una fiest a, la em briaguez de la com unidad en una fiest a, el secret o de la pérdida de la personalidad ent re la m ult it ud, de la unio m yst ica de la alegría. Con frecuencia había oído hablar de ello, era conocido de t oda criada de servir, y con frecuencia había vist o brillar los oj os del narrador y siem pre m e había sonreído un poco con aire de superioridad, un poco con envidia. Aquel brillo en los oj os ebrios de un desplazado, de un redim ido de sí m ism o; aquella sonrisa y aquel decaim ient o m edio ext raviado del que se deshace en el t orbellino de la com unidad, lo había vist o cien veces en la vida, en ej em plos nobles y plebeyos, en reclut as y en m arineros borrachos, lo m ism o que en grandes art ist as en el ent usiasm o de represent aciones solem nes, y no m enos en soldados j óvenes al ir a la guerra, y aun en época recent ísim a había adm irado, am ado, ridiculizado y envidiado est e fulgor y est a sonrisa del que se encuent ra felizm ent e fuera de lugar, en m i am igo Pablo, cuando él, dichoso en el est ruendo de la m úsica, est aba pendient e de su saxofón en la orquest a, o m iraba arrobado y en éxt asis al direct or, al t am bor o al hom bre con el banj o. A veces había pensado que est a sonrisa, est e fulgor infant il, no sería posible m ás que a personas m uy j óvenes y a aquellos pueblos que no podían perm it irse una fuert e individuación y diferenciación de los hom bres en part icular. Pero hoy, en est a bendit a noche, irradiaba yo m ism o, el lobo est epario Harry, est a sonrisa, nadaba yo m ism o en est a felicidad honda, infant il, de fábula; respiraba yo m ism o est e dulce sueño y est a em briaguez de com unidad, de m úsica y de rit m o, de vino y de placer sexual, cuyo elogio en la referencia de un baile dada por cualquier est udiant e había escuchado yo t ant as veces con un poco de som a y con aire de pobre suficiencia. Yo ya no era yo; m i personalidad se había disuelt o en el t orrent e de la fiest a com o la sal en el agua. Bailé con m uchas m uj eres; t am bién que nadaban conm igo en el m ism o salón, en el m ism o baile, en la m ism a m úsica, y cuyas caras radiant es flot aban delant e de m i vist a com o grandes flores fant ást icas; t odas m e pert enecían, a t odas pert enecía yo, t odos part icipábam os unos de ot ros. Y hast a los hom bres había que cont arlos t am bién; t am bién en ellos est aba yo; t am poco ellos m e eran ext raños a m í; su sonrisa era la m ía, sus aspiraciones m is aspiraciones, m is deseos los suyos. Un baile nuevo, un fox- t rot , t it ulado Yearning, se apoderaba del m undo aquel invierno. Una y ot ra vez t ocaron est e Yearning, y no dej aban de pedirlo nuevam ent e; t odos est ábam os im pregnados de él y em briagados; t odos íbam os t arareando su m elodía. Bailé sin int errupción con t odas las que encont raba en m i cam ino, con m uchachas j ovencit as, con señoras j óvenes florecient es, con ot ras en plena m adurez est ival y con las que em pezaban a m archit arse m elancólicam ent e: por t odas ellas encant ado, sonrient e, feliz, radiant e. Y cuando Pablo m e vio ent usiasm ado de est e m odo, a m i, a quien había t enido siem pre por un pobre diablo m uy digno de lást im a, ent onces m e m iró vent uroso con sus oj os de fuego, se levant ó ent usiasm ado de su asient o en la orquest a, sopló con violencia en su cuerna, se subió de pie encim a de la silla, y desde allí arriba soplaba hinchando los carrillos y balanceándose con el 72 El lobo estepario Hermann Hesse inst rum ent o fiera y dichosam ent e al com pás del Yearning, y yo y m i parej a le t irábam os besos con la m ano y acom pañábam os la m úsica cant ando a grandes voces. «¡Ah pensaba yo ent ret ant o- , ya puede sucederm e lo que quiera; ya he sido yo t am bién feliz por una vez, radiant e, desligado de m í m ism o, un herm ano de Pablo, un niño! » Había perdido la noción del t iem po; no sé cuánt as horas o cuánt os inst ant es duró est a dicha em briagadora. Tam poco m e daba cuent a de que la fiest a, cuant o m ás al roj o se iba poniendo, se com prim ía en un espacio t ant o m ás reducido. La m ayor part e de la gent e se había ido ya; en los pasillos se había hecho el silencio, y est aban apagadas m uchas de las luces; la escalera est aba desiert a; en los salones de arriba, una orquest a t ras la ot ra había enm udecido y se había m archado; únicam ent e en el salón principal y en el infierno, allá abaj o, se agit aba t odavía el abigarrado frenesí de la fiest a, que aum ent aba en ardor const ant em ent e. Com o no podía bailar con Arm anda, el j ovenzuelo, sólo habíam os podido volver a encont rarnos y a saludarnos rápidam ent e en los int erm edios del baile, y últ im am ent e se m e había eclipsado en absolut o, no sólo a la vist a, sino t am bién al pensam ient o. Ya no había pensam ient os. Yo flot aba disuelt o en el em briagado t orbellino del baile, alcanzado por not as, suspiros, perfum es, saludado por oj os ext raños, inflam ado, rodeado de rost ros, m ej illas, labios, rodillas, pechos y brazos desconocidos, arroj ado de un lado para ot ro por la m úsica com o en un oleaj e acom pasado. Ent onces vi de pront o, en un m om ent o de m edio lucidez, ent re los últ im os huéspedes que aún quedaban llenando ahora uno de los salones pequeños, el últ im o en el que aún resonaba la m úsica; ent onces vi de pront o una negra Pierret t e con la cara pint ada de blanco, una herm osa y fresca m uchacha, la única cubiert a con un ant ifaz, una figura encant adora que yo no había vist o aún en t oda la noche. Mient ras que a t odas las dem ás se les conocía lo t arde que era en los rost ros encendidos, los t raj es en desorden, los cuellos y las chorreras arrugados, est aba la negra Pierret t e rozagant e y pulcra con su rost ro blanco t ras la caret a, en un vest ido im pecable, con la gola int act a, los puños de pico brillant es y con un peinado recién hecho. Me sent í at raído hacia ella, la cogí por el t alle y nos pusim os a bailar. Plena de arom a, su gola m e hacía cosquillas en la barba, m e rozó la cara su cabello; con m ás delicadeza y con m ayor int im idad que cualquiera ot ra bailarina de est a noche, respondía su cuerpo m órbido y j uvenil a m is m ovim ient os, los evit aba, y j uguet eando obligaba, seduct ora, cada vez a nuevos cont act os. Y de pront o, al inclinarm e durant e el baile buscando su boca con la m ía, sonrió aquella boca con un aire superior y de ant igua fam iliaridad; reconocí la firm e barbilla, reconocí feliz los hom bros, los codos, las m anos. Era Arm anda, ya no era Arm ando, cam biada de t raj e, perfum ada ligeram ent e y con m uy pocos polvos en la cara. Ardient es se j unt aron nuest ros labios, un inst ant e se plegó a m í t odo su cuerpo hast a abaj o a las rodillas, llena de deseo y de abandono; luego m e ret iró su boca y bailó m uy discret a y huyendo. Cuando acabó la m úsica nos quedam os de pie, abrazados; t odas las parej as, enardecidas a nuest ro alrededor, aplaudían, daban golpes en el suelo con los pies, grit aban, host igaban a la agot ada orquest a para que repit iera el Yearning. Y en aquel m om ent o percibim os t odos la m añana, vim os la pálida luz t ras las cort inas, nos dim os cuent a del cercano fin del placer, present im os próxim o el cansancio y nos precipit am os ciegos, con grandes risot adas y desesperados ot ra vez en el baile, en la m úsica, en la m area de luz, cogim os frenét icos el com pás, apret adas unas parej as j unt o a ot ras, sent im os una vez m ás, dichosos, que nos t ragaba el inm enso oleaj e. En est e baile abandonó Arm anda su superioridad, su burla, su frialdad: sabía que ya no necesit aba hacer nada para enam orarm e. Yo era suyo. Y ella se ent regó en el baile, en las m iradas, en los besos, en la sonrisa. Todas las m uj eres de est a noche febril, t odas aquellas con quienes yo había bailado, t odas las que yo había inflam ado y las que m e habían inflam ado a m í, aquellas a las que yo había solicit ado y a las que m e había plegado lleno de ilusión, t odas a las que había m irado con ansias de am or, se habían fundido y est aban convert idas en una sola y única que florecía en m is brazos. Mucho t iem po duró est e baile de boda. Dos y t res veces enm udeció la orquest a, dej aron caer los m úsicos sus inst rum ent os, se separó el pianist a del t eclado, m ovió la 73 El lobo estepario Hermann Hesse cabeza negat ivam ent e el prim er violín; pero siem pre fueron enardecidos de nuevo por t ocaban m ás de prisa, t ocaban de una m anera m ás salvaj e. Luego - nosot ros aún est ábam os abrazados y respirando penosam ent e por el últ im o baile afanoso- se cerró de un golpe seco la t apa del piano, cayeron cansados nuest ros brazos com o los de los t rom pet eros y violinist as, y el t ocador de flaut a guiñó los oj os y guardó el inst rum ent o en su funda, se abrieron las puert as y ent ró a t orrent es el aire frío, aparecieron unos cam areros con m ant eles y el encargado del bar apagó la luz. Todo el m undo se dispersé con horror y com o espect ros; los bailarines, que hast a ent onces est aban enardecidos con calor, se em but ieron escalofriant es en sus abrigos y se subieron los cuellos. Arm anda est aba allí de pie, pálida, pero sonrient e. Poco a poco levant ó los brazos y se echó para at rás el cabello, brilló a la luz su axila, una t enue som bra infinit am ent e delicada corría desde allí hacia el pecho ocult o, y la pequeña línea ligera de som bras m e pareció abarcar, com o una sonrisa, t odos sus encant os, t odos los j uguet eos y posibilidades de su herm oso cuerpo. Allí est ábam os los dos, m irándonos, los últ im os en el salón, los últ im os en el edificio. En alguna part e, abaj o, oí cerrar una puert a, rom perse una copa, perderse unas risas ahogadas, m ezcladas con el est ruendo m aligno y raudo de los aut om óviles que arrancaban. En alguna part e, a una dist ancia y a una alt ura im precisas, oí resonar una carcaj ada, una carcaj ada ext raordinariam ent e clara y alegre y, sin em bargo, horrible y ext raña, una risa com o de hielo y de crist al, lum inosa y radiant e, pero inexorable y fría. ¿De dónde m e sonaba a conocida est a risa ext raña? No podía darm e cuent a. Allí est ábam os los dos m irándonos. Por un m om ent o m e despert é y volví a t ener plena conciencia de las cosas, sent í que por la espalda m e invadía un enorm e cansancio, sent í en m i cuerpo desagradablem ent e húm edas y t ibias las ropas resudadas, vi sobresalir de los puños arrugados y reblandecidos por el sudor m is m anos encarnadas y con las venas gruesas. Pero inm ediat am ent e pasó est o ot ra vez, lo borré una m irada de Arm anda. Ant e su m irada, por la cual parecía est ar m irándom e m i propia alm a, se derrum bé t oda la realidad, hast a la realidad de m i deseo sensual hacia ella. Encant ados nos m iram os el uno al ot ro, m e m iré a m í m i pobre alm a pequeña. - ¿Est ás dispuest o? - pregunt ó Arm anda, y se disipé su sonrisa, lo m ism o que se había disipado la som bra sobre su pecho. Lej ana y elevada resonó aquella ext raña risa en espacios desconocidos. Asent í. ¡Oh, ya lo creo, est aba dispuest o! Ahora apareció en la puert a Pablo, el m úsico, y nos deslum bré con sus oj os alegres, que realm ent e eran oj os irracionales; pero los oj os de los anim ales est án siem pre serios, y los suyos reían sin cesar, y su risa los convert ía en oj os hum anos. Con t oda su cordial am abilidad nos hizo una seña. Tenía puest o un bat ín de seda de colores sobre cuyas vuelt as encarnadas aparecían not ablem ent e m archit os y descoloridos el cuello reblandecido de su cam isa y su rost ro sobrecansado y pálido; pero los negros oj os radiant es borraban est o. Tam bién borraban la realidad, t am bién m e encant aban. Seguim os su seña, y en la puert a m e dij o a m í en voz baj a: - Herm ano Harry, invit o a ust ed a una pequeña diversión. Ent rada sólo para locos, cuest a la razón. ¿Est á ust ed dispuest o? De nuevo asent í. ¡Am able suj et o! Delicada y cuidadosam ent e nos cogió del brazo, a Arm anda a la derecha, a m í a la izquierda, y nos llevó por una escalera a una pequeña habit ación redonda, alum brada de azul desde arriba y casi com plet am ent e vacía; no había dent ro m ás que una pequeña m esa redonda y t res but acas, en las que nos sent am os. ¿Dónde est ábam os? ¿Est aba yo durm iendo? ¿Me encont raba en m i casa? ¿I ba sent ado en un aut o cam inando? No, est aba sent ado en la habit ación redonda ilum inada de azul, en una at m ósfera enrarecida, en una capa de realidad que se había hecho m uy t enue. ¿Por qué est aba Arm anda t an pálida? ¿Por qué hablaba Pablo t ant o? ¿No era acaso yo m ism o quien le hacía hablar, quien hablaba por él? ¿No era acaso t am bién sólo m i propia alm a, el ave t em erosa y perdida, la que m e m iraba por sus oj os negros, lo m ism o que por los oj os grises de Arm anda? 74 El lobo estepario Hermann Hesse Con t oda su bondad am able y un poco cerem oniosa nos m iraba Pablo y hablaba, hablaba m ucho y largam ent e. El, a quien yo no había oído hablar seguido, a quien no int eresaban las disput as ni los form alism os, a quien yo apenas concedía una idea, est aba hablando ahora, charlaba corrient em ent e y sin falt as, con su voz buena y cálida: - Am igos, os he invit ado a una diversión, que Harry est á deseando hace ya m ucho t iem po, con la que ha soñado m uchas veces. Un poco t arde es, y probablem ent e est am os t odos algo cansados. Por eso vam os a descansar aquí ant es y a fort alecernos. De un nicho que había en la pared t om ó t res vasit os y una pequeña bot ella singular. Sacó una caut a exót ica de m adera de colores, llenó de la bot ella los t res vasit os, cogió de la caj a t res cigarrillos delgados, largos y am arillos, sacó de su bat ín de seda un encendedor y nos ofreció fuego. Cada uno de nosot ros, recost ado en su but aca, se puso ent onces a fum ar lent am ent e su cigarrillo, cuyo hum o era espeso com o el incienso, y a pequeños y lent os sorbos bebim os el líquido agridulce, que sabía a algo ext rañam ent e desconocido y exót ico, y que, en efect o, act uaba anim ando ext raordinariam ent e y haciendo feliz, com o si lo llenasen a uno de gas y perdiera su gravedad. Así est uvim os sent ados fum ando a pequeñas chupadas, descansando y saboreando los vasos, sent im os que nos aligerábam os y que nos poníam os alegres. Adem ás, hablaba Pablo am ort iguadam ent e con su cálida voz: - Es para m í una alegría, querido Harry, poder hacerle a ust ed hoy un poco los honores. Muchas veces ha est ado ust ed m uy cansado de la vida; ust ed se afanaba por salir de aquí, ¿no es verdad? Anhelaba abandonar est e t iem po, est e m undo, est a realidad, y ent rar en ot ra realidad m ás adecuada a ust ed, en un m undo sin t iem po. Hágalo ust ed, querido am igo, yo le invit o a ello. Ust ed sabe m uy bien dónde se ocult a ese ot ro m undo, y que lo que ust ed busca es el m undo de su propia alm a. Únicam ent e dent ro de su m ism o int erior vive aquella ot ra realidad por la que ust ed suspira. Yo no puedo darle nada que no exist a ya dent ro de ust ed. Yo no puedo present arle ninguna ot ra galería de cuadros que la de su alm a. No puedo dar a ust ed nada: sólo la ocasión, el im pulso, la clave. Yo he de ayudar a hacer visible su propio m undo; est o es t odo. Met ió ot ra vez la m ano en el bolsillo de su bat ín policrom o y sacó un espej o redondo de m ano. - Vea ust ed: así se ha vist o ust ed hast a ahora. Me t uvo el espej it o delant e de los oj os ( se m e ocurrió un verso infant il: «Espej it o, espej it o en m i m ano») , y vi, algo esfum ado y nebuloso, un ret rat o siniest ro que se agit aba, t rabaj aba y ferm ent aba dent ro de sí m ism o: vi a m i propia im agen, a Harry Haller, y dent ro de est e Harry, al lobo est epario, un lobo herm oso y farruco, pero con una m irada descarriada y t em erosa, con los oj os brillant es, a rat os fiero y a rat os t rist e, y est a figura de lobo fluía en incesant e m ovim ient o por el int erior de Harry, lo m ism o que en un río un afluent e de ot ro color ent urbia y rem ueve, en lucha penosa, infilt rándose el uno en el ot ro, llenos de afán incum plido de concreción. Trist e, t rist e m e m iraba el lobo deshecho, a m edio conform ar, con sus t ím idos oj os herm osos. - Así se ha vist o ust ed siem pre - repit ió Pablo dulcem ent e, y volvió a guardar el espej o en el bolsillo. Agradecido, cerré los oj os y t om é un sorbit o del elixir. - Ya hem os descansado - dij o Pablo- , nos hem os fort alecido y hem os charlado un poco. Si ya no os sent ís cansados, ent onces voy a llevaros ahora a m is vist as y a enseñaros m i pequeño t eat ro. ¿Est áis conform es? Nos levant am os. Pablo iba delant e, sonrient e; abrió una puert a, descorrió una cort ina y nos encont ram os en el pasillo redondo, en form a de herradura, de un t eat ro exact am ent e en el cent ro, y a am bos lados el corredor, en form a de arco, ofrecía un núm ero grandísim o, un núm ero increíble de est rechas puert as de palcos. - Est e es m i t eat ro - explicó Pablo- , un t eat ro divert ido; es de esperar que encont réis t oda clase de cosas para reír. 75 El lobo estepario Hermann Hesse Y al decir est o, reía él con est répit o, sólo un par de not as, pero ellas m e at ravesaron violent am ent e; era ot ra vez la risa clara y ext raña que ya ant es había oído resonar desde arriba. - Mi t eat rit o t iene t ant as puert as de palcos com o queráis: diez, o cient o, o m il, y det rás de cada puert a os espera lo que vosot ros vayáis buscando precisam ent e. Es una bonit a galería de vist as, caro am igo; pero no le serviría de nada recorrerlo así com o est á ust ed. Se encont raría at ado y deslum brado por lo que viene ust ed llam ando su personalidad. Sin duda ha adivinado ust ed hace m ucho que el dom inio del t iem po, la redención de la realidad y cualesquiera que sean los nom bres que haya dado a sus anhelos, no represent an ot ra cosa que el deseo de desprenderse de su llam ada personalidad. Est a es la cárcel que lo aprisiona. Y si ust ed, t al com o est á, ent rase en el t eat ro, lo vería t odo con los oj os de Harry, t odo a t ravés de las viej as gafas del lobo est epario. Por eso se le invit a a que se desprenda de sus gafas y a que t enga la bondad de dej ar esa m uy honorable personalidad aquí en el guardarropa, donde volverá a t enerla a su disposición en el m om ent o en que lo desee. La preciosa noche de baile que t iene ust ed t ras sí, el Tract at del lobo est epario y, finalm ent e, el pequeño excit ant e que acabam os de t om arnos, lo habrán preparado sin duda suficient em ent e. Ust ed, Harry, después de quit arse su respet able personalidad, t endrá a su disposición el lado izquierdo del t eat ro; Arm anda, el derecho; en el int erior pueden ust edes volver a encont rarse cuant as veces quieran. Haz el favor, Arm anda, de irt e por ahora det rás de la cort ina; voy a iniciar prim eram ent e a Harry. Arm anda desapareció hacia la derecha, pasando por delant e de un gran espej o que cubría la pared post erior desde el suelo hast a el t echo. - Así, Harry, venga ust ed y est é m uy cont ent o. Ponerlo de buen hum or, enseñarle a reír, es la finalidad de t odos est os preparat ivos; yo espero que ust ed se abrevie el cam ino. Ust ed se encuent ra perfect am ent e, ¿no es eso? ¿Sí? ¿No t endrá ust ed m iedo? Est á bien, m uy bien. Ahora, sin t em or y con cordial alegría, va ust ed a ent rar en nuest ro m undo fant ást ico, em pezando, com o es cost um bre, por un pequeño suicidio aparent e. Volvió a sacar ot ra vez el pequeño espej o del bolsillo y m e lo puso delant e de la cara. De nuevo m e m iró el Harry desconcert ado y nebuloso e infilt rado de la figura del lobo que se debat ía dent ro, un cuadro que m e era bien conocido y que en verdad no m e result aba sim pát ico, cuya dest rucción no m e daba cuidado alguno. - Est a im agen, de la que ya se puede prescindir, t iene ust ed ahora que ext inguirla, caro am igo; ot ra cosa no hace falt a. Bast a con que ust ed, cuando su hum or lo perm it a, observe est a im agen con una risa sincera. Ust ed est á aquí en una escuela de hum orism o, t iene que aprender a reír. Pues t odo hum orism o superior em pieza porque ya no se t om a en serio a la propia persona. Miré con fij eza en el espej it o, espej it o en la m ano, en el cual el lobo Harry ej ecut aba sus sacudidas. Por un inst ant e sent í yo t am bién unos sacudim ient os dent ro de m í, m uy hondos, calladam ent e, pero dolorosos, com o recuerdo, com o nost algia, com o arrepent im ient o. Luego cedió la ligera opresión a un sent im ient o nuevo, parecido a aquel que se not a cuando se ext rae un dient e enferm o de la m andíbula anest esiada con cocaína, una sensación de aligeram ient o, de ensancharse el pecho y al m ism o t iem po de adm iración porque no haya dolido. Y a est e sent im ient o se agregaba una rozagant e sat isfacción y una gana de reír irresist ible, hast a el punt o de que hube de solt ar una carcaj ada liberadora. La borrosa im agencit a del espej o hizo unas cont racciones y se esfum ó; la pequeña superficie redonda del crist al est aba com o si de pront o se hubiera quem ado; se había vuelt o gris y bast a y opaca. Riendo arroj ó Pablo aquel t iest o, que se perdió rodando por el suelo del pasillo sin fin. - Bien reído - grit ó Pablo- ; aún aprenderás a reír com o los inm ort ales. Ya, por fin, has m at ado al lobo est epario. Con navaj as de afeit ar no se consigue est o. ¡Cuídat e de que perm anezca m uert o! En seguida podrás abandonar la necia realidad. En la próxim a ocasión beberem os frat ernidad, querido; nunca m e has gust ado t ant o com o hoy. Y si luego le das aún algo de valor, podem os t am bién filosofar j unt os y disput ar y hablar 76 El lobo estepario Hermann Hesse acerca de m úsica y acerca de Mozart y de Gluck y de Plat ón t odo cuant o quieras. Ahora com prenderás por qué ant es no era posible. Es de esperar que consigas por hoy deshacert e del lobo est epario. Porque, nat uralm ent e, t u suicidio no es definit ivo; nosot ros est am os aquí en un t eat ro de m agia; aquí no hay m ás que fant asías, no hay realidad. Elíget e cuadros bellos y alegres y dem uest ra que realm ent e no est ás enam orado ya de t u dudosa personalidad. Mas si, a pesar de t odo, la volvieras a desear, no necesit as m ás que m irart e de nuevo en el espej o que ahora voy a enseñart e. Tú conoces, desde luego, la ant igua y sabia sent encia: «Un espej it o en la m ano, es m ej or quedos en la pared.» ¡Ja, j a! ( De nuevo volvió a reír de un m odo t an herm oso y t an t errible.) Así, y ahora no falt a por ej ecut ar m ás que una m uy pequeña cerem onia y m uy divert ida. Has t irado ya las gafas de t u personalidad; ahora ven y m ira en un espej o verdadero. Te hará pasar un buen rat o. Ent re risas y pequeñas caricias ext ravagant es m e hizo dar m edia vuelt a, de m odo que quedé frent e al espej o gigant e de la pared. En él m e vi. Vi, durant e un pequeñísim o m om ent o, al Harry que yo conocía, pero con una cara placent era, cont ra m i cost um bre, radiant e y risueña. Pero apenas lo hube reconocido, se desplom ó, segregándose de él una segunda figura, una t ercera, una décim a, una vigésim a, y t odo el enorm e espej o se llenó por t odas part es de Harrys y de t rozos de Harry, de num erosos Harrys, a cada uno de los cuales sólo vi y reconocí un m om ent o brevísim o. Algunos est os Harrys eran t an viej os com o yo; algunos, m ás viej os; ot ros, com plet am ent e j óvenes, m ozalbet es, m uchachos, colegiales, arrapiezos, niños. Harrys de cincuent a y de veint e años corrían y salt aban at ropellándose; de t reint a años y de cinco, serios y j oviales, respet ables y ridículos, bien vest idos y harapient os y hast a ent eram ent e desnudos, calvos y con grandes m elenas, y t odos eran yo, y cada uno fue vist o y reconocido por m í con la rapidez del relám pago, y desapareció; se dispersaron en t odas direcciones, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia dent ro en el fondo de espej o, hacia fuera, saliéndose de él. Uno, un t ipo j oven y elegant e, salt ó riendo al pecho de Pablo, lo abrazó y echó a correr con él. Y ot ro, que m e gust aba a m í singularm ent e, un j ovenzuelo de dieciséis o diecisiet e años, echó a correr com o un rayo por el pasillo, se puso a leer, ávido, las inscripciones de t odas las puert as. Yo corrí t ras él; se quedó parado ant e una; leí el let rero: Todas las m uchachas son t uyas. Échese un m arco. El sim pát ico j oven se incorporó de un salt o, de cabeza se arroj ó por la ranura y desapareció det rás de la puert a. Tam bién Pablo había desaparecido, t am bién el espej o parecía que se había disipado y con él t odas las num erosas im ágenes de Harry. Me di cuent a de que ahora m e encont raba abandonado a m í m ism o y al t eat ro, y fui pasando curioso de puert a en puert a, y en cada una leía una inscripción, una seducción, una prom esa. La inscripción ¡A cazar alegrem ent e! Mont ería de aut om óviles m e at raj o, abrí la puert a est rechit a y ent ré. Me encont ré arrebat ado, en un m undo agit ado y bullicioso. Por las calles corrían los aut om óviles a t oda velocidad y se dedicaban a la caza de los peat ones, los at ropellaban haciéndolos papilla, los aplast aban horrorosam ent e cont ra las paredes de las casas. Com prendí al punt o: era la lucha ent re los hom bres y las m áquinas, preparada, 77 El lobo estepario Hermann Hesse esperada y t em ida desde hace m ucho t iem po, la que por fin había est allado. Por t odas part es yacían m uert os y m ut ilados, por t odas part es t am bién aut om óviles apedreados, ret orcidos, m edio quem ados; sobre la espant osa confusión volaban aeroplanos, y t am bién a ést os se les t iraba desde m uchos t ej ados y vent anas con fusiles y con am et ralladoras. En t odas las paredes anuncios fieros y m agníficam ent e llam at ivos invit aban a t oda la nación, en let ras gigant escas que ardían com o ant orchas, a ponerse al fin al lado de los hom bres cont ra las m áquinas, a asesinar por fin a los ricos opulent os, bien vest idos y perfum ados, que con ayuda de las m áquinas sacaban el j ugo a los dem ás y hacer polvo a la vez sus grandes aut om óviles, que no cesaban de t oser, de gruñir con m ala int ención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por últ im o las fábricas y barrer y despoblar un poco la t ierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir ot ra vez del polvorient o m undo de cem ent o algo así com o bosques, praderas, past os, arroyos y m arism as. Ot ros anuncios, en cam bio, en colores m ás finos y m enos infant iles, redact ados en una form a m uy int eligent e y espirit ual, prevenían con afán a t odos los propiet arios y a t odos los circunspect os cont ra el caos am enazador de la anarquía, cant aban con verdadera em oción la bendición del orden, del t rabaj o, de la propiedad, de la cult ura, del derecho, y ensalzaban las m áquinas com o la m ás alt a y últ im a conquist a del hom bre, con cuya ayuda habríam os de convert irnos en dioses. Pensat ivo y adm irado leí los anuncios, los roj os y los verdes; de un m odo ext raño m e im presionó su inflam ada orat oria, su lógica aplast ant e; t enían razón, y, hondam ent e convencido, m e quedé parado ya ant e uno, ya ant e el ot ro, y, sin em bargo, un t ant o inquiet o por el t irot eo bast ant e vivo. El caso es que lo principal est aba claro: había guerra, una guerra violent a, racial y alt am ent e sim pát ica, en donde no se t rat aba de em peradores, repúblicas, front eras, ni de banderas y colores y ot ras cosas por el est ilo, m ás bien decorat ivas y t eat rales, de fruslerías en el fondo, sino en donde t odo aquel a quien le falt aba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva expresión a su m alest ar y t rat aba de preparar la dest rucción general del m undo civilizado de hoj alat a. Vi cóm o a t odos les salía risueño a los oj os, claro y sincero, el afán de dest rucción y de ext erm inio, y dent ro de m í m ism o florecían est as salvaj es flores roj as, grandes y lozanas, y no reían m enos. Con alegría m e incorporé a la lucha. Pero lo m ás herm oso de t odo fue que j unt o a m i surgió de pront o m i com pañero de colegio, Gust avo, del cual no había vuelt o a saber nada en t ant os decenios, y que en ot ro t iem po había sido el m ás fiero, el m ás fuert e y el m ás sedient o de vida ent re los am igos de m i prim era niñez. Se m e alegró el corazón cuando vi que sus oj os azules claros m e m iraban de nuevo m oviendo los párpados. Me hizo una seña y le seguí inm ediat am ent e con alegría. - Hola, Gust avo - grit é feliz- , ¡cuánt o m e place volver a vert e! ¿Qué ha sido de t i? Furioso, em pezó a reír, ent eram ent e com o en la infancia. - ¡Bárbaro! ¿No hay que hacer m ás que em pezar a pregunt ar ya y a perder el t iem po en palabrería? Me hice t eólogo, ya lo sabes; pero ahora, afort unadam ent e, ya no hay m ás t eología, m uchacho, sino guerra. Anda, ven. De un pequeño aut om óvil, que en aquel m om ent o venía hacia nosot ros resoplando, echó abaj o de un t iro al conduct or, salt ó list o com o un m ono al volant e, lo hizo parar y m e m andó subir; luego corrim os rápidos com o el diablo, ent re balas de fusil y coches volcados, fuera de la ciudad y del suburbio. - ¿Tú est ás al lado de los fabricant es? - pregunt é a m i am igo. - ¿Qué dices? Eso es cuest ión de gust o; ya lo pensarem os luego. Pero no, espera; es preferible que escoj am os el ot ro part ido, aun cuando en el fondo es perfect am ent e igual. Yo soy t eólogo, y m i ant ecesor Lut ero ayudó en su t iem po a los príncipes y poderosos cont ra los cam pesinos, vam os a ver si corregim os aquello ahora un poquit ín. Maldit o coche, es de esperar que aún aguant e t odavía un par de kilóm et ros. Rápidos com o el vient o, en el cielo engendrado, salim os de allí crepit ant es hast a llegar a un paisaj e verde y t ranquilo, dist ant e cuat ro m illas, a t ravés de una gran llanura, y subiendo luego lent am ent e por una enorm e m ont aña. Aquí hicim os alt o en una carret era lisa y relucient e, que conducía hacia arriba en curvas at revidas, ent re una 78 El lobo estepario Hermann Hesse escarpada roca y un pequeño m uro de prot ección, y que dom inaba desde lo alt o un brillant e lago azul. - Herm osa com arca - dij e. - Muy bonit a. Podem os llam arla la carret era de los ej es; aquí han de salt ar, hechos pedazos, m ás de cuat ro ej es. Harrycit o, pon at ención. Junt o a la carret era había un pino grande, y arriba, en la copa, vim os const ruida de t ablas com o una especie de cabaña, una at alaya y m irador. Gust avo m e m iró riendo claram ent e, guiñando ast ut o sus oj os azules, y presurosos nos baj am os de nuest ro coche y gat eam os por el t ronco, ocult ándonos en la at alaya que nos gust ó m ucho, y allí pudim os respirar a nuest ras anchas. Allí encont ram os fusiles, pist olas, caj as con cart uchos. Apenas nos hubim os refrescado un poco y acom odado en aquel puest o de caza, cuando ya resonó por la curva m ás próxim a, ronco y dom inador, el ruido de un gran coche de luj o, que venía cam inando crepit ant e a gran velocidad por la relucient e carret era de la m ont aña. Ya t eníam os las escopet as en la m ano. Fue un m om ent o de t ensión m aravillosa. - Apunt a al chófer - ordenó rápidam ent e Gust avo, al t iem po que el pesado coche cruzaba corriendo por debaj o de nosot ros. Y ya apunt aba yo y disparé a la gorra azul del conduct or. El hom bre se desplom ó, el coche siguió zum bando, chocó cont ra la roca, rebot ó hacia at rás, chocó gravem ent e y con furia com o un abej orro gordo y grande cont ra el m uro de cont ención, dio la vuelt a y cayó por encim a con ruido seco en el abism o. - A ot ra cosa - dij o Gust avo riendo- . El próxim o m e t oca a m í. Ya llegaba corriendo ot ro coche pequeño; en los asient os venían dos o t res personas; de la cabeza de una m uj er ondeaba un t rozo de velo rígido y horizont al, hacia at rás, un velo azul claro; realm ent e m e daba lást im a de él; quién sabe si la m ás linda cara de m uj er reía baj o aquel velo. Sant o Dios, si est uviésem os j ugando a los bandidos, quizás hubiese sido m ás j ust o y m ás bonit o, siguiendo el ej em plo de grandes predecesores, no ext ender a las bellas dam as nuest ro bravo afán de m at ar. Pero Gust avo ya había disparado. El chófer hizo unas cont racciones, se desplom ó, dio el coche un salt o cont ra la roca vert ical, volcó hacia at rás, cayendo sobre la carret era con las ruedas hacia arriba. Esperam os un m om ent o, nada se m ovía; en silencio yacían allí, presos com o en una rat onera, los ocupant es baj o su coche. Est e zum baba y se m ovía aún y hacía dar vuelt as a las ruedas en el aire de un m odo cóm ico; pero de repent e dej ó escapar un t errible est am pido y se halló envuelt o en llam as lum inosas. - Un Ford - dij o Gust avo- . Tenem os que baj arnos y dej ar ot ra vez la carret era libre. Descendim os y est uvim os cont em plando aquella hoguera. Se quem ó por com plet o, rápidam ent e; ent ret ant o preparam os unos t roncos de m adera y lo em puj am os hacia un lado, echándolo por encim a del borde de la carret era al abism o; aún est uvo cruj iendo un rat o al chocar con los m at orrales. Al dar la vuelt a al coche se habían caído dos de los m uert os, y allí est aban t endidos, con las ropas quem adas en part e. Uno t enía el t raj e t odavía bast ant e bien conservado; regist ré sus bolsillos por si encont rábam os quién hubiera sido: una cart era de piel apareció; dent ro, había t arj et as de visit a. Cogí una y leí en ella las palabras Tat t wam asi. - Tiene gracia - dij o Gust avo- . Pero, en realidad, es indiferent e cóm o se llam en las personas que asesinam os aquí. Son pobres diablos com o nosot ros, los nom bres no hacen al caso. Est e m undo t iene que ser dest ruido, y nosot ros con él. Diez m inut os debaj o del agua seria la solución m enos dolorosa. ¡Ea, a t rabaj ar! Arroj am os a los m uert os en pos del coche. Ya se acercaba bocinando un nuevo aut o. Le hicim os fuego en seguida desde la m ism a carret era. Siguió un rat o, vacilant e com o un borracho, se est relló luego y quedó t endido j adeant e; uno que iba dent ro perm aneció sent ado en el int erior, pero una bonit a m uchacha se apeó ilesa, aunque pálida y t em blando violent am ent e. La saludam os am ables y le ofrecim os nuest ros servicios. Est aba dem asiado asust ada, no podía hablar y un rat o nos m iró con los oj os desencaj ados, com o loca. - Ea, vam os a cuidarnos prim eram ent e de aquel pobre señor anciano - dij o Gust avo. 79 El lobo estepario Hermann Hesse Y se dirigió al viaj ero, que aún cont inuaba pegado a su Sit io det rás del chófer m uert o. Era un señor con el cabello gris, t enía abiert os los int eligent es oj os grises claros; pero parecía est ar gravem ent e herido, por lo m enos le salía sangre de la boca y el cuello lo t enía horrorosam ent e t orcido y rígido. - Perm it a ust ed, anciano; m i nom bre es Gust avo. Nos hem os t om ado la libert ad de pegar un t iro a su chófer. ¿Podem os pregunt ar con quién t enem os el honor...? El viej o m iraba fría y t rist em ent e con sus pequeños oj os grises. - Soy el fiscal Loering - dij o lent am ent e- . Ust edes no han asesinado sólo a m i chófer, sino a m í t am bién; sient o que est o se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado cont ra nosot ros? - Por exceso de velocidad. - Nosot ros veníam os con velocidad norm al. - Lo que ayer era norm al, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy som os de opinión que cualquier velocidad a la que pueda m archar un aut o es excesiva. Nosot ros dest rozam os ahora los aut os t odos, y las dem ás m áquinas t am bién. ¿Tam bién sus escopet as? - Tam bién a ellas ha de llegarles su t urno, si aún nos queda t iem po. Probablem ent e m añana o pasado est arem os liquidados t odos. Ust ed no ignora que nuest ro cont inent e est aba horrorosam ent e sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire. - ¿Y t iran ust edes a t odo el m undo, sin dist inción? - Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lást im a. Por ej em plo, por la dam a j oven y bella lo hubiera sent ido m ucho. ¿Es seguram ent e su hij a? - No, es m i m ecanógrafa. - Tant o m ej or. Y ahora haga ust ed el favor de apearse, o perm it a ust ed que lo saquem os del coche, pues el coche ha de ser dest ruido. - Prefiero que m e dest ruyan ust edes con él. - Com o gust e. Perm it a t odavía una pregunt a: ust ed es fiscal. Nunca he llegado a com prender cóm o un hom bre puede ser fiscal. Ust ed vive de acusar y de condenar a ot ras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así? - Así es. Yo cum plía con m i deber. Era m i profesión. Lo m ism o que la profesión de verdugo es m at ar a los condenados por m í. Ust ed m ism o se ha encargado, a lo que se ve, de idént ico oficio. Ust ed m at a t am bién. - Exact o. Sólo que nosot ros no m at am os por obligación, sino por gust o, o m ej or dicho, por disgust o, por desesperación del m undo. Por eso, m at ar nos proporciona ciert a diversión. ¿No le ha divert ido a ust ed nunca m at ar? - Me est á ust ed fast idiando. Tenga la bondad de t erm inar su com et ido. Si la noción del deber le es a ust ed desconocida... Calló y cont raj o los labios, com o si quisiera escupir. Pero no salió m ás que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla. - Espere ust ed - dij o cort ésm ent e Gust avo- . La noción del deber ciert am ent e que no la conozco; no la conozco ya. En ot ro t iem po m e dio m ucho que hacer por razón de m i oficio; yo era profesor de Teología. Adem ás fui soldado y est uve en la guerra. Lo que m e parecía que era el deber y lo que m e fue ordenado en t oda ocasión por las aut oridades y los superiores, t odo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siem pre lo cont rario. Pero aun cuando no conozca ya el concept o del deber, conozco, sin em bargo, el de la culpa; acaso son los dos la m ism a cosa. Por haberm e t raído al m undo una m adre, ya soy culpable, ya est oy condenado a vivir, est oy obligado a pert enecer a un Est ado, a ser soldado, a pagar im puest os para arm am ent os. Y ahora, en est e m om ent o, la culpa de vivir m e ha llevado ot ra vez, com o ant año en la guerra, a t ener que m at ar. Y en est a ocasión no m at o con repugnancia, m e he rendido a la culpa, no t engo nada en cont ra de que est e m undo sobrecargado y necio salt e en pedazos; yo ayudo con gust o, y con gust o sucum bo yo m ism o a la vez. El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo consiguió de un m odo m uy brillant e; pero fue percept ible la buena int ención. 80 El lobo estepario Hermann Hesse - Est á bien - dij o- ; som os, pues, com pañeros. Tenga la bondad de cum plir ahora con su deber, señor colega. La linda m uchacha se había sent ado ent ret ant o en el borde de la cunet a y est aba desm ayada. En est e m om ent o se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zum bando a t oda m archa. Ret iram os a la m uchacha un poco a un lado, nos apret am os cont ra las rocas y dej am os al coche que llegaba chocar cont ra los rest os del ot ro. Frenó violent am ent e y se encalabrinó hacia lo alt o, pero se quedó parado indem ne. Rápidam ent e cogim os nuest ras escopet as y apunt am os a los recién llegados. - ¡Abaj o del coche! - ordenó Gust avo- . ¡Manos arriba! Tres hom bres baj aron del aut o y, obedient es, levant aron las m anos. - ¿Es m édico alguno de ust edes? - pregunt ó Gust avo. Dij eron que no. - Ent onces t engan ust edes la bondad de sacar con cuidado de su asient o a est e señor, est á gravem ent e herido. Y luego llévenlo en el coche que han t raído ust edes hast a la ciudad m ás próxim a. ¡Vam os, m anos a la obra! Pront am ent e fue acom odado el viej o señor en el ot ro coche; Gust avo dio la orden y t odos part ieron precipit adam ent e. Ent ret ant o había vuelt o en si nuest ra m ecanógrafa y había est ado presenciando los acont ecim ient os. Me gust aba haber hecho est e precioso bot ín. - Señorit a - dij o Gust avo- , ha perdido ust ed a su j efe. Es de suponer que por lo dem ás no t uviera m ayores vínculos con ust ed. Queda ust ed cont rat ada por m í. ¡Séanos un buen cam arada! Ea, el t iem po aprem ia. Pront o se va a est ar aquí poco confort ablem ent e. ¿Sabe ust ed gat ear, señorit a? ¿Sí? Pues vam os allá. La cogerem os ent re los dos y la ayudarem os. Trepam os a nuest ra cabaña del árbol los t res t odo lo rápidam ent e posible. La señorit a se puso m ala arriba, pero t om ó una copa de coñac y pront o est uvo t an repuest a que pudo apreciar la m agnífica perspect iva sobre el lago y la m ont aña y hacernos saber que se llam aba Dora. Al poco t iem po ya había llegado abaj o un nuevo coche, el cual pasó con precaución j unt o al aut o dest rozado, sin pararse, y luego aceleró inm ediat am ent e su velocidad. - ¡Pret encioso! - dij o riendo Gust avo, y echó abaj o de un t iro al conduct or. Bailó un poco el coche, dio un salt o cont ra el m uro, lo hundió en part e y se quedó pendient e, inclinado sobre el abism o. - Dora - dij e- , ¿sabe ust ed m anej ar escopet as? No sabía, pero le enseñam os a cargar un fusil. Al principio est aba t orpe y se hizo sangre en un dedo, lloró y pidió un t afet án. Pero Gust avo le explicó que est ábam os en la guerra y que ella t enía que m ost rar que era una m uchacha valient e. Así se calm ó. - Pero ¿qué va a ser de nosot ros? - pregunt ó ella luego. - No lo sé - dij o Gust avo- . A m i am igo Harry le gust an las m uj eres bonit as; él será su am igo de ust ed. - Pero van a venir con policía y soldados y nos m at arán. - Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosot ros podem os elegir, Dora. O nos quedam os aquí arriba t ranquilam ent e y hacem os fuego cont ra t odos los coches que quieran pasar, o t om am os a nuest ra vez un coche, salim os corriendo y dej am os que ot ros nos t irot een. Da igual t om ar un part ido u ot ro. Yo est oy porque nos quedem os aquí. Abaj o había ya ot ro coche, resonando hacia arriba su bocina. Pront o se dio cuent a de él, y quedó t um bado, con las ruedas en alt o. - Es cóm ico - dij e- que diviert a t ant o el pegar t iros. Y eso que yo era ant es enem igo de la guerra. Gust avo sonreía. Sí, es que hay dem asiadas personas en el m undo. Ant es no se not aba t ant o. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le corresponde, sino hast a t ener un aut o, ahora es cuando lo not am os precisam ent e. Claro que lo que hacem os no es razonable, es una niñada, com o t am bién la guerra era una niñada m onst ruosa. Andando el t iem po, la hum anidad t endrá que aprender alguna vez a 81 El lobo estepario Hermann Hesse cont ener su m ult iplicación por m edios de razón. Por el m om ent o, reaccionam os cont ra el insufrible est ado de cosas de una m anera bast ant e poco razonable, pero en el fondo hacem os lo j ust o: reducim os el núm ero. - Sí - dij e- ; lo que hacem os es acaso una locura y, sin em bargo, es probablem ent e bueno y necesario. No est á bien que la hum anidad esfuerce excesivam ent e la int eligencia y t rat e, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún est án lej os de ser accesibles a la razón m ism a. De aquí que surj an esos ideales com o el del am ericano o el del bolchevique, que los dos son ext raordinariam ent e razonables y que, sin em bargo, violent an y despoj an a la vida de un m odo t an t errible, porque la sim plifican de una form a t an pueril. La im agen del hom bre, en ot ro t iem po un alt o ideal, est á a punt o de convert irse en un cliché. Nosot ros los locos acaso la ennoblecem os ot ra vez. Riendo, respondió Gust avo: - Muchacho, hablas de un m odo ext raordinariam ent e sensat o; es un placer y da gust o prest ar at ención a est e pozo de ciencia. Y quizá t engas hast a un poquit o de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo t u escopet a, m e result as algo soñador de m ás. A cada m om ent o pueden aparecer corriendo ot ra vez un par de cervat illos; a ést os no podem os m at arlos con filosofía, no hay m ás rem edio que t ener balas en el cañón. Vino un aut o y cayó en seguida. La carret era est aba int ercept ada. Un supervivient e, un hom bre gordo y con la cabeza colorada, gest iculaba fiero j unt o a las m áquinas dest rozadas, buscó por t odas part es con los oj os m uy abiert os, descubrió nuest ra guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó cont ra nosot ros m uchas veces hacia lo alt o con un revólver. - Váyase ust ed ya o disparo - grit ó Gust avo hacia abaj o. El hom bre le apunt ó y disparó aún ot ra vez. Ent onces lo abat im os con dos t iros. Aún llegaron dos coches, que t endim os por t ierra. Luego se quedó silenciosa y vacía la carret era; la not icia de su peligro parecía haberse ext endido. Tuvim os t iem po de observar el herm oso panoram a. Al ot ro lado del lago había en el fondo una pequeña ciudad; allí em pezó a elevarse una colum na de hum o, y pront o vim os cóm o el fuego se propagaba de uno a ot ro t ej ado. Tam bién se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo acaricié sus húm edas m ej illas. - ¿Es que vam os a perecer t odos? - pregunt ó. Nadie le dio respuest a. Ent ret ant o pasaba por abaj o un cam inant e, vio en el suelo los aut om óviles dest rozados, anduvo rebuscando en ellos, m et ió la cabeza dent ro de uno, sacó una som brilla de colores, un bolso de señora y una bot ella de vino, se sent ó apaciblem ent e en el m uro, bebió en la bot ella, com ió algo liado en plat illa que había en el bolso, vació por com plet o la bot ella y cont inuó alegre su cam ino, con la som brilla apret ada debaj o del brazo. Se m archó pacíficam ent e, y yo le dij e a Gust avo: - ¿Te sería ahora posible disparar a est e t ipo sim pát ico y hacerle un aguj ero en la cabeza? Dios sabe bien que yo no podría. - Tam poco se nos exige - gruñó m i am igo. Pero t am bién a él le había ent rado en el ánim o ciert a desazón. Apenas nos hubim os echado a la cara a una persona que se conducía t odavía cándida, pacífica e infant ilm ent e, que aún vivía en el est ado de inocencia, al punt o nos pareció t ont a y repulsiva t oda nuest ra conduct a, t an laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, t ant a sangre! Nos avergonzam os. Pero es fam a que en la guerra alguna vez los m ism os generales han t enido una sensación así. - No perm anezcam os m ás t iem po aquí - gim ió Dora- ; vam os a baj arnos. Con seguridad encont rarem os en los coches algo que com er. ¿Es que vosot ros no t enéis ham bre, bolcheviques? Allá abaj o, al ot ro lado, en la ciudad ardiendo, em pezaron a t ocar las cam panas a rebat o y con angust ia. Nos dispusim os al descenso. Cuando ayudé a Dora a t repar por encim a del parapet o, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel m om ent o cedieron las est acas y los dos nos precipit am os en el vacío... 82 El lobo estepario Hermann Hesse De nuevo m e encont ré en el pasillo circular, excit ado por la avent ura cinegét ica. Y por doquiera, en las innum erables puert as, at raían las inscripciones: Mut abor. Transform ación en los anim ales y plant as que se desee. Kam asut ram . Lecciones de art e am at orio indio. Curso para principiant es. Cuarent a y dos m ét odos diferent es de ej ercicios am at orios. ¡Suicidio deleit oso! Te m ueres de risa. ¿ Quiere ust ed espirit ualizarse? Sabiduría orient al. ¡Quién t uviera m il lenguas! Sólo para caballeros. Decadencia de Occident e. Precios reducidos. Todavía insuperada. Quint aesencia del art e. La t ransform ación del t iem po en espacio por m edio de la m úsica. La lágrim a rient e. Gabinet e de hum orism o. Juegos de anacoret a. Plena com pensación para t odo sent ido de sociabilidad. La serie de inscripciones cont inuaba ilim it ada. Una decía: I nst rucciones para la reconst rucción de la personalidad. Result ado garant izado. Est o se m e ant oj ó int eresant e y ent ré en aquella puert a. Me acogió una est ancia a m edia luz y en silencio; allí est aba sent ado en el suelo, sin silla, al uso orient al, un hom bre que t enía ant e sí una cosa parecida a un t ablero grande de aj edrez. En el prim er m om ent o m e pareció que era el am igo Pablo, por lo m enos llevaba el hom bre un bat ín de seda m ult icolor por el est ilo y t enía los m ism os oj os radiant es oscuros. - ¿Es ust ed Pablo? - pregunt é. 83 El lobo estepario Hermann Hesse - No soy nadie - declaró am ablem ent e- . Aquí no t enem os nom bres, aquí no som os personas. Yo soy un j ugador de aj edrez. ¿Desea ust ed una lección acerca de la reconst rucción de la personalidad? - Sí, se lo suplico. - Ent onces t enga la bondad de poner a m i disposición un par de docenas de sus figuras. - ¿De m is figuras...? - Las figuras en las que ha vist o ust ed descom ponerse su llam ada personalidad. Sin figuras no m e es posible j ugar. Me puso un espej o delant e de la cara, ot ra vez vi allí la unidad de m i persona descom puest a en m uchos yos, su núm ero parecía haber aum ent ado m ás. Pero las figuras eran ahora m uy pequeñas, aproxim adam ent e com o figuras m anej ables de aj edrez, y el j ugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo j unt o al t ablero. Luego habló com o el hom bre que repit e un discurso o una lección dicha m uchas veces: - La idea equivocada y funest a de que el hom bre sea una unidad perm anent e, le es a ust ed conocida. Tam bién sabe que el hom bre const a de una m ult it ud de alm as, de m uchísim os yos. Descom poner en est as num erosas figuras la aparent e unidad de la persona se t iene por locura, la ciencia ha invent ado para ello el nom bre de esquizofrenia. La ciencia t iene en est o razón en cuant o es nat ural que ninguna m ult iplicidad puede dom inarse sin dirección, sin un ciert o orden y agrupam ient o. En cam bio, no t iene razón en creer que sólo es posible un orden único, férreo y para t oda la vida, de los m uchos sub- yos. Est e error de la ciencia t rae no pocas consecuencias desagradables; su valor est á exclusivam ent e en que los m aest ros y educadores puest os por el Est ado ven su t rabaj o sim plificado y se evit an el pensar y la experim ent ación. Com o consecuencia de aquel error pasan m uchos hom bres por «norm ales», y hast a por represent ar un gran valor social, que est án irrem isiblem ent e locos, y a la inversa, t ienen a m uchos por locos, que son genios. Nosot ros com plet am os por eso la psicología defect uosa de la ciencia con el concept o de lo que llam am os art e reconst ruct ivo. Al que ha experim ent ado la descom posición de su yo> le enseñam os que los t rozos pueden acoplarse siem pre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilim it ada diversidad del j uego de la vida. Lo m ism o que los poet as crean un dram a con un puñado de figuras, así const ruim os nosot ros con las figuras de nuest ros yos separados const ant em ent e grupos nuevos, con dist int os j uegos y perspect ivas, con sit uaciones et ernam ent e renovadas. ¡Vea ust ed! Con los dedos silenciosos e int eligent es, cogió m is figuras, t odos los ancianos, j óvenes, niños y m uj eres, t odas las piececillas alegres y las t rist es, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el t ablero form ando una com binación, en la que aquéllas se reunían al punt o en grupos y fam ilias, en j uegos y en luchas, en am ist ades y en bandos enem igos, reflej ando al m undo en m iniat ura. Ant e m is oj os arrobados hizo m overse un rat o al pequeño m undo lleno de agit ación, y al m ism o t iem po t an en orden; lo hizo j ugar y luchar, concert ar alianzas y librar bat allas, com prom et erse ent re si, casarse, m ult iplicarse; era en efect o un dram a de m uchos personaj es, int eresant e y m ovido. Luego pasó la m ano con un gest o sereno por el t ablero, t um bó suavem ent e t odas las figuras, las j unt ó en un m ont ón y fue const ruyendo, art ist a com plicado, con las m ism as figuras un j uego com plet am ent e nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferent es en absolut o. El segundo j uego se parecía al prim ero; era el m ism o m undo, est aba com puest o del m ism o m at erial, pero la t onalidad había variado, el com pás era dist int o, los m ot ivos est aban subrayados de ot ra m anera, las sit uaciones, colocadas de ot ro m odo. Y así const ruyendo el int eligent e art ífice con las figuras, cada una de las cuales era un pedazo de m í m ism o, num erosos j uegos, t odos parecidos ent re sí desde ciert a dist ancia, t odos com o pert enecient es al m ism o m undo, com o com prom et idos al m ism o origen, cada uno, sin em bargo, ent eram ent e nuevo. 84 El lobo estepario Hermann Hesse - Est o es art e de vivir - dij o doct oralm ent e- ; ust ed m ism o puede ya de aquí en adelant e seguir conform ando y anim ando, com plicando y enriqueciendo a su capricho el j uego de su vida; est á en su m ano. Así com o la locura, en un grado superior, es el principio de t oda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de t odo art e, de t oda fant asía. Hay sabios que se han dado cuent a ya de est o a m edias, com o puede com probarse, por ej em plo, en El cuerno m aravilloso del príncipe, aquel libro encant ador, en el cual el t rabaj o penoso y aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una m ult it ud de art ist as locos y encerrados en m anicom ios. Tom e, guarde ust ed para sí sus figurit as; el j uego le proporcionará placer aún m uchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoport able, le eche a perder el j uego, m añana podrá ust ed degradarla, convirt iéndola en un com parsa insignificant e. Ust ed, al j uego siguient e, puede hacer una princesa de la pobre y sim pát ica figurilla que durant e t oda una com binación parecía condenada a irrem ediable desvent ura. Le deseo que se diviert a m ucho, caballero. Me incliné profundam ent e y, agradecido ant e est e int eligent e j ugador de aj edrez, guardé las figurit as en m i bolsillo y m e ret iré por la puert a angost a. En realidad m e había figurado que al m om ent o m e sent aría en el suelo en el corredor para j ugar con las figuras horas ent eras, t oda una et ernidad; pero apenas est uve ot ra vez en el pasillo lum inoso y redondo del t eat ro, cuando nuevas corrient es, m ás fuert es que yo, m e apart aron de est o. Un anuncio flam eaba llam at ivo ant e m is oj os: Maravillosa dom a del lobo est epario. Una pluralidad de sent im ient os excit ó dent ro de m í est a inscripción; t oda clase de angust ias y de violencias de m i vida ant erior, de la abandonada realidad, m e oprim ieron el corazón. Con m ano t em blorosa abrí la puert a y ent ré en una barraca de feria, allí vi una verj a de hierro que m e separaba del m ísero escenario. Y en ést e est aba un dom ador, un hom bre de aspect o algo charlat án y pret encioso, el cual, a pesar del bigot e grande, los brazos de abult ados m úsculos y del t raj e de circo, se m e parecía a m í m ism o de un m odo m uy ladino y ant ipát ico. Est e hom bre forzudo conducía - espect áculo deplorable- de una cadena com o a un perro a un lobo grande, herm oso, pero t erriblem ent e dem acrado y con una m irada de esclava t im idez. Y result aba t an repulsivo com o int eresant e, t an feo y a la vez t an ínt im am ent e divert ido, ver a est e hom bre brut al present ar a la fiera t an noble, y al propio t iem po t an ignom iniosam ent e sum isa, en una serie de t rucos y escenas sensacionales. El hom bre aquel, m i m aldit a caricat ura, había am aest rado a su lobo ciert am ent e de una m anera port ent osa. El anim al obedecía at ent am ent e a t oda orden, reaccionaba com o un perro a t odo grit o y zum bido de lát igo, caía de rodillas, se hacía el m uert o, im it aba a las personas, llevaba en sus fauces, obedient e y gracioso, un panecillo, un huevo, un pedazo de carne, una cest it a; es m ás, t enía que cogerle del suelo al dom ador el lát igo que aquél había dej ado caer y llevárselo en la boca, m oviendo el rabo a la par con una zalam ería insoport able. Le pusieron delant e un conej o y luego un cordero blanco, y aunque es verdad que enseñaba los dient es y se le caía la baba con ávido t em blor, no osó, sin em bargo, t ocar a ninguno de los anim ales, sino que a la voz de m ando salt aba con elegant e dest reza por encim a de ellos, que t em blorosos est aban agazapados en el suelo, y hast a se echó ent re el conej o y el cordero, abrazó a am bos con las pat as de delant e, form ando con ellos un t ierno grupo de fam ilia. Y, adem ás, com ía de la m ano del hom bre una t ablet a de chocolat e. Era un t orm ent o presenciar hast a qué grado t an fant ást ico había aprendido est e lobo a renegar de su nat uraleza, y con t odo ello, a m í se m e ponían los pelos de punt a. 85 El lobo estepario Hermann Hesse De est e t orm ent o fue, sin em bargo, com pensado el agit ado espect ador en la segunda part e de la represent ación. En efect o, después de desarrollar aquel refinado program a de dom a, y una vez que el dom ador se hubo inclinado t riunfant e con dulce sonrisa sobre el grupo del cordero y el lobo, se t ornaron los papeles. El dom ador, parecido a Harry, puso de pront o su lát igo con una reverencia a los pies del lobo y em pezó a t em blar, a encogerse y a adquirir un aspect o m iserable, igual que ant es la best ia. Pero el lobo se relam ía riendo, el espasm o y la hipocresía se esfum aron, su m irada brillaba, t odo su cuerpo adquirió vigor y floreció en su recuperada fiereza. Y ahora era el lobo el que m andaba, y el hom bre t enía que obedecer. A una orden cayó el hom bre de rodillas; hacia el lobo, dej aba caer la lengua colgando; con los dient es em past ados se arrancaba los vest idos del cuerpo. I ba m archando con dos o con cuat ro pies, según lo ordenaba el dom ador; im it aba al hom bre, se hacía el m uert o, dej aba al lobo que cabalgara encim a de él, iba det rás llevándole el lát igo. Servil, int eligent e, acom odaba su fant asía a t oda hum illación y a t oda perversidad. Una bella m uchacha vino a la escena, se acercó al hom bre dom est icado, acarició su barbilla, puso su cara j unt o a la de él, pero ést e cont inuaba a cuat ro pat as, seguía siendo best ia, m ovió la cabeza y em pezó a enseñarle los dient es a la herm osa m uchacha, al final t an am enazador y lobuno, que ella huyó. Le t raj eron chocolat e, que despect ivam ent e olisqueó y t iró a un lado. Y, por últ im o, volvieron a sacar al cordero blanco y al conej o gordo y con m anchas albas, y el dócil hom bre dio de sí t odo lo que sabía y represent ó el papel de lobo que era un encant o. Con los dedos y con los dient es agarró a los anim alit os que no cesaban de chillar, les sacó t iras de pellej o y de carne, m ast icó, haciendo m uecas, su carne viva, y bebió con delect ación, ebrio y cerrando los oj os de gust o, su sangre calient e. Espant ado, salí huyendo por la puert a. Vi que est e t eat ro m ágico no era un puro paraíso, t odos los infiernos se ocult aban baj o su linda superficie. Oh, Dios, ¿es que aquí t am poco había redención? At em orizado, corrí de un lado para ot ro; not aba en la boca el gust o a sangre y el gust o a chocolat e, lo uno t an repugnant e com o lo ot ro; deseaba ardient em ent e escapar de est e t urbulent o oleaj e; luché con fervor dent ro de m í m ism o por im ágenes m ás agradables y m ás llevaderas. «¡Oh, am igos; no est os acordes! », resonaba dent ro de m í, y con espant o m e acordé de aquellas t rem endas fot ografías del frent e, que se habían vist o a veces durant e la guerra, de aquellos m ont ones de cadáveres apelot onados unos cont ra ot ros, cuyos rost ros est aban t ransform ados en sarcást icas m uecas infernales por efect o de las caret as cont ra los gases. Cuán necio e infant il había sido yo ent onces, yo, un enem igo de la guerra, con ideas filant rópicas, al indignarm e por aquellos cuadros. Hoy sabía que ningún dom ador, ningún m inist ro, ningún general, ningún loco era capaz de incubar en su cerebro ideas e im ágenes, que no vivieran t an espant osas, t an salvaj es y perversas, t an bárbaras y t an insensat as dent ro de m í m ism o. Al t om ar aire para respirar m e acordé de aquella inscripción, t ras de la cual había vist o ant es, al em pezar el t eat ro, correr t an im pet uosam ent e al lindo m ozalbet e, de aquella inscripción que decía: Todas las m uchachas son t uyas. y m e pareció que en fin de cuent as no había realm ent e nada t an codiciable com o est o. Cont ent o por poder abandonar de nuevo al m aldit o m undo lobuno, ent ré. Ext raño - t an encant ador y a la vez t an hondam ent e fam iliar, que m e horrorizó- m e salió al paso aquí el arom a de m i j uvent ud, la at m ósfera de m is años de niño y de adolescent e, y por m i corazón volvió a correr la sangre de ent onces. Lo que acababa de hacer y de pensar y de ser, se derrum bó det rás de m í, y volví a ser j oven. Hacía una 86 El lobo estepario Hermann Hesse hora t odavía, hacía unos m om ent os, había creído saber m uy bien lo que era am or, lo que eran deseos y anhelos; pero t odo ello habían sido am or y anhelos de un viej o. Ahora era j oven ot ra vez, y lo que sent ía dent ro de m í, est e ardient e fuego vivo, est e afán at rayent e y poderoso, est a pasión disolvent e com o el vient o de deshielo en el m es de m arzo, era j oven, nuevo y puro. ¡ Oh, cóm o se inflam aban ot ra vez los fuegos olvidados, cóm o resonaban hinchados y graves los t onos de ant año, cóm o flam eaba hirvient e en la sangre, cóm o grit aba y cant aba dent ro de m i alm a! Yo era un m uchacho, de quince o dieciséis años; m i cabeza est aba llena de lat ín y griego y de herm osos versos; m is pensam ient os, llenos de afán y de am bición; m is fant asías, llenas de ensueños art íst icos; pero m ucho m ás hondo, m ás fuert e y m ás t errible que t odos est os fuegos abrasadores ardía y se agit aba dent ro de m í el fuego del am or, el ham bre sexual, el present im ient o devorador de la volupt uosidad. Me encont ré en pie sobre una roca dom inando a m i pequeña ciudad nat al; olía a vient o de prim avera y a las violet as t em pranas; desde allí arriba se podía ver el reflej o del río al salir de la ciudad, y se veían t am bién las vent anas de m i casa pat erna, y t odo ello m iraba, resonaba y olía t an arm oniosam ent e, t an nuevo y t an ext asiado ant e la creación, irradiaba con colores t an acusados y ondeaba al vient o prim averal de m odo t an sublim e y t ransfigurado, com o yo había vist o al m undo en ot ro t iem po durant e las horas m ás plenas y poét icas de m i prim era j uvent ud. En pie sobre la colina, sent ía al vient o acariciarm e el largo cabello; con m ano vacilant e, perdido en am oroso anhelo soñador, arranqué del arbust o que em pezaba a verdear un capullo nuevo m edio abiert o, lo est uve exam inando, lo oh ( y ya al olerlo se m e volvió a aparecer ardient e t odo lo de ant es) , después cogí j ugando la pequeña florecilla verde ent re m is labios, que aún no habían besado a ninguna m uchacha, y em pecé a m ordisquearía. Y a est e sabor fuert e y de am argo arom a m e di cuent a de pront o con exact it ud de lo que pasaba por m í: t odo est aba allí ot ra vez. Volví a vivir una hora de m is últ im os años de adolescent e, un dom ingo por la t arde de la t em prana prim avera, aquel día en el cual en m i paseo solit ario encont ré a Rosa Kreisler y la saludé t an t ím idam ent e y m e enam oré de ella sin rem edio... En aquella ocasión había est ado yo cont em plando lleno de expect ación t em erosa a la herm osa m uchacha que venía subiendo la m ont aña, sola y ensoñadora, y aún no m e había vist o; había m irado su cabello recogido en grandes t renzas y que, sin em bargo, t enía a am bos lados de la cara bucles suelt os que j uguet eaban y ondeaban al vient o. Había vist o, por vez prim era en m i vida, qué herm osa era est a m uchacha, qué herm oso y fant ást ico est e j uguet eo del vient o en su cabello delicado, qué herm osa e incit ant e la caída de su fino vest ido azul sobre los m iem bros j uveniles, y lo m ism o que m e había sat urado el dulce y t ím ido placer y la angust ia de la prim avera con el sabor a especies am argas del capullo m ast icado, así t am bién a la vist a de la m uchacha se apoderó de m í t oda la concepción m ort al del am or, la int uición de lo fem enino, el present im ient o arrollador y em ot ivo de posibilidades y prom esas enorm es, de indecibles delicias, de t urbaciones, t em ores y sufrim ient os im aginables, de la m ás ínt im a redención y del m ás hondo sent ido de la culpa. ¡Oh, cóm o m e quem aba la lengua el acre sabor de la prim avera! ¡Oh, cóm o soplaba el vient o j uguet ón por ent re el cabello suelt o j unt o a sus m ej illas encarnadas! Luego llegó m uy cerca de m í, levant ó los oj os y m e reconoció, enroj eció suavem ent e un inst ant e y volvió la vist a; después la saludé yo con m i prim er som brero de hom bre, y Rosa, repuest a en seguida, saludó un poco señoril y circunspect a, con la cara levant ada, y pasó lent am ent e, serena y con aire de superioridad, envuelt a en los m iles deseos am orosos, anhelos y hom enaj es que yo le enviaba. Así había sido en ot ro t iem po, un dom ingo, hace t reint a y cinco años, y t odo lo de ent onces había vuelt o en est e inst ant e: la colina y la ciudad, el vient o prim averal y el arom a de capullo, Rosa y su cabello cast año, anhelos inflam ados y dulces angust ias de m uert e. Todo era com o ant año, y m e parecía que j am ás había vuelt o a querer en m i vida com o ent onces quise a Rosa. Pero est a vez m e había sido dado recibirla de ot ro m odo que en aquella ocasión. Vi cóm o se ponía encarnada al reconocerm e, vi su 87 El lobo estepario Hermann Hesse esfuerzo para ocult ar su t urbación y com prendí al punt o que le gust aba, que para ella est e encuent ro significaba lo m ism o que para m í. Y en lugar de quit arm e ot ra vez el som brero y quedarm e descubiert o e inm óvil hast a que hubiera pasado, ahora, a pesar del t em or y del azoram ient o, hice lo que la sangre m e m andaba hacer, y exclam é: «¡Rosa! Gracias a Dios que has llegado, herm osa, herm osísim a m uchacha. ¡Te quiero t ant o! » Est o no era acaso lo m ás espirit ual que en aquel m om ent o pudiera decirse, pero aquí no hacía falt a ninguna el espírit u, bast aba aquello perfect am ent e. Rosa se det uvo, m e m iró y se puso aún m ás encarnada que ant es, y dij o: «Dios t e guarde, Harry. ¿De veras m e quieres?» Y al decir est o, brillaban de su cara vigorosa los oj os oscuros, y yo m e di cuent a: t oda m i vida y m is am ores pasados habían sido falsos y difusos y llenos de necia desvent ura desde el m om ent o en que aquel dom ingo había dej ado m archar a Rosa. Pero ahora se corregía el error, y t odo se hacía de ot ra m anera, se haría t odo bien. Nos cogim os de las m anos y así seguim os andando despacio, indefect iblem ent e felices, m uy azorados; no sabíam os lo que decir ni lo que hacer; por azoram ient o em pezam os a correr m ás de prisa, nos pusim os a t rot ar hast a que nos quedam os sin alient o y hubim os de pararnos; pero sin solt arnos de la m ano. Aún est ábam os los dos en la niñez y no sabíam os bien lo que hacernos el uno con el ot ro; aquel dom ingo no llegam os siquiera a un prim er beso, pero fuim os enorm em ent e felices. Nos quedam os parados y respiram os, nos sent am os en la hierba y yo acaricié su m ano, y ella m e pasó t ím idam ent e la ot ra suya por el cabello, y luego nos volvim os a levant ar y m edim os cuál de los dos era m ás alt o, y, en realidad, era yo un dedo m ás alt o, pero no quise reconocerlo, sino que hice const ar que éram os exact am ent e iguales y que Dios nos había det erm inado aluno para el ot ro, y m ás t arde habríam os de casarnos. Luego dij o Rosa que olía a violet as, y nos pusim os de rodillas sobre la pequeña hierba prim averal y buscam os y encont ram os un par de violet as con el t allo m uy cort o, y cada uno regaló al ot ro las suyas, y cuando refrescó y la luz caía ya oblicua sobre las rocas, dij o Rosa que t enía que regresar a su casa, y ent onces nos pusim os los dos m uy t rist es, pues acom pañarla no podía; pero ya t eníam os am bos un secret o ent re los dos, y est o era lo m ás delicioso que poseíam os. Yo m e quedé arriba ent re las rocas, aspiré el perfum e de las violet as de Rosa, m e t um bé en el suelo al borde de un precipicio, con la cara sobre el abism o y est uve m irando hacia abaj o a la ciudad y at isbando hast a que su dulce y pequeña figura apareció allá m uy abaj o y pasó presurosa j unt o al pozo y por encim a del puent e. Y ent onces ya sabía que había llegado a la casa de su padre, y que andaba allí por las est ancias, y yo est aba t endido aquí arriba lej os de ella, pero de m í hast a ella corría un lazo, se ext endía una corrient e, flot aba un secret o. Volvim os a vernos acá y allá, sobre las rocas, j unt o a las bardas del j ardín, durant e t oda est a prim avera, y, cuando las lilas em pezaban a florecer, nos dim os el prim er t ím ido beso. Pero era lo que nosot ros, niños, podíam os darnos, y nuest ro beso era t odavía sin ardor ni plenit ud, y sólo m uy suavem ent e m e at reví a acariciar los suelt os t irabuzones al lado de sus orej as, pero t odo era nuest ro, t odo aquello de que éram os capaces en am or y alegría; y con t odo t ím ido cont act o, con t oda frase de am or sin m adurar, con t oda t em erosa espera, aprendíam os una nueva dicha, subíam os un pequeño peldaño en la escala del am or. Así volví a vivir ot ra vez, baj o est rellas m ás vent urosas, t oda m i vida de am oríos, em pezando por Rosa y las violet as. Rosa se esfum ó y apareció I rm gard, y el sol se hacía m ás ardient e, las est rellas m ás em briagadoras, pero ni Rosa ni I rm gard llegaron a ser m ías; peldaño a peldaño hube de ir ascendiendo, hube de vivir m uchas cosas, aprender m ucho, t uve que volver a perder a I rm gard t am bién y t am bién a Ana. Volví a querer a t odas las m uchachas a las que había querido ant año en m i j uvent ud, pero a cada una de ellas podía inspirar am or, a t odas podía darles algo, de t odas y cada una podía recibir una dádiva. Deseos, sueños y posibilidades, que ant es solam ent e en m i fant asía habían vivido, eran ahora realidad y t om aron vida. ¡Oh, vosot ras t odas las flores fragant es, I da y Lore, vosot ras t odas, a las que en ot ro t iem po am é t odo un verano, un m es ent ero, un día! 88 El lobo estepario Hermann Hesse Com prendí que yo ahora era el lindo y ardient e j ovenzuelo, al que sabía vist o correr poco ant es hacia la puert a del am or, que yo ahora dej aba vivir y crecer a est e t rozo de m i persona, a est e pedazo de m i nat uraleza y de m i vida, que sólo llenaba una décim a, una m ilésim a part e de ella, libre de t odas las ot ras figuras de m i yo, no t urbado por el pensador, no m art irizado por el lobo est epario, sin cohibir por el poet a, por el soñador, por el m oralist a. No; ahora no era yo sino am ador, no respiraba ninguna ot ra vent ura ni ninguna ot ra pena que la del am or. Ya I rm gard m e había enseñado a bailar, I da a besar, y la m ás herm osa, Em m a, fue la prim era que en una t arde de ot oño, baj o el follaj e de los olm os m ecidos por el vient o, m e dio a besar sus pechos m orenos y a beber el cáliz del placer. Muchas cosas viví en el pequeño t eat ro de Pablo, y ni una m ilésim a part e de ello puede expresarse con palabras. Todas las m uchachas que en alguna ocasión había am ado, fueron ahora m ías; cada una m e dio lo que sólo ella podía dar; a cada una le di yo lo que sólo ella podía t om ar de m i. Mucho am or, m ucha vent ura, m ucha volupt uosidad, m ucho desasosiego t am bién y desazón m e fue dado a gust ar; t odo el am or desperdiciado de m i vida floreció de una m anera encant adora en m i j ardín durant e est a hora de ensueño: cast as flores delicadas, vivas flores ardient es, oscuras flores en t rance de m archit ez, llam eant e volupt uosidad, t iernos delirios, igníferas m elancolías, angust iosos desfallecim ient os, radiant e renacer. Hallé m uj eres, a las que sólo apresuradam ent e y en raudo t orbellino se podía conquist ar, y ot ras, a las que era delicioso pret ender durant e m ucho t iem po y con t ernura; volvió a surgir de nuevo t odo rincón inciert o de m i vida, en el que alguna vez, aunque sólo hubiera sido por un m inut o, m e llam ara la voz del sexo, m e inflam ara una m irada fem enina, m e seduj era el resplandor de una piel nacarada de m uj er, y ahora se ganaba t odo el t iem po perdido. Todas fueron siendo m ías, cada una a su m anera. Allí est aba la señora con los oj os ext raños, hondam ent e oscuros baj o el cabello claro com o el lino, j unt o a la cual est uve un día durant e un cuart o de hora al lado de la vent ana en el pasillo de un t ren expreso y que después m uchas veces se m e había aparecido en sueños; no hablaba una palabra, pero m e enseñó art es erót icas insospechadas, t rem endas, m ort ales. Y la china lisa y silenciosa del puert o de Marsella, con su sonrisa de crist al, el cabello negro com o el azabache y laso y los oj os flot ant es; t am bién ella sabía cosas inaudit as. Cada una t enía su secret o, exhalaba el arom a de su t ierra nat al, besaba y reía a su m anera, t enía su m odo especial de ser pudorosa y su m odo especial de ser im púdica. Venían y se m archaban, la corrient e m e las t raía, m e arrast raba hacia ellas, m e apart aba, era un flot ar j uguet ón e infant il en el fluj o del sexo, lleno de encant o, lleno de peligros, lleno de sorpresas. Y m e asom bré de cuán rica en am oríos, en propicios inst ant es, en redenciones había sido m i vida, m i vida de lobo est epario aparent em ent e t an pobre y sin cariño. Había desperdiciado y evit ado casi t odas las ocasiones, había pasado por encim a de ellas, las había olvidado inm ediat am ent e; pero aquí est aban t odas guardadas, sin que falt ara una, a cent enares. Y ahora las vi, m e ent regué a ellas, les abrí m i pecho, m e hundí en su abism o vagam ent e rosado. Tam bién volvió aquella t ent ación que Pablo un día m e brindara, y ot ras, ant eriores, que en su época yo ni siquiera com prendía del t odo, j uguet eos fant ást icos ent re t res y cuat ro personas m e arrast raron sonrient es en su cadencia. Muchas cosas sucedieron, m uchos j uegos se j ugaron que no son para expresarlos con palabras. Del t orrent e infinit o de seducciones, de vicios, de com plicaciones, volvía yo a surgir callado, t ranquilo, anim ado, sat urado de ciencia, sabio, con gran experiencia, m aduro para Arm anda. Com o últ im a figura en m i m it ología de m iles de seres, com o últ im o nom bre en la serie inacabable, surgió ella, Arm anda, y al punt o recobré la conciencia y puse fin al cuent o de am or, pues a ella no quería encont rarla yo aquí en el claroscuro de un espej o m ágico, a ella no le pert enecía solam ent e aquella figura aislada de m i aj edrez, le pert enecía el Harry ent ero. ¡Oh! , yo reconst ruiría ahora m i j uego de figuras, con el fin de que t odo se refiriera a ella y cam inara hacia la realización. El t orrent e m e había arroj ado a la playa, y de nuevo m e encont ré en el silencioso pasillo del t eat ro. ¿Qué hacer ahora? Fui a sacar las figurillas de m i bolsillo, pero al 89 El lobo estepario Hermann Hesse m om ent o se desvaneció el im pulso. I nagot able, m e rodeaba est e m undo de las puert as, de las inscripciones, de los espej os m ágicos. I nconscient em ent e leí el let rero m ás cercano y m e horrorice. Cóm o se m at a por am or. decía allí. Con un rápido est rem ecim ient o se alzó por un segundo dent ro de m í la im agen de un recuerdo: Arm anda j unt o a la m esa de un rest aurant e, abst raída un m om ent o del vino y de los m anj ares y perdida en un diálogo sin fondo, con una t errible serenidad en la m irada, cuando m e dij o que sólo iba a hacer que m e enam orara de ella, para ser m uert a por m i m ano. Una pesada ola de angust ia y de t inieblas pasó sobre m i corazón; de repent e volví a sent ir de nuevo en lo m ás ínt im o de m i ser la t ribulación y la fat alidad. Desesperado, m et í la m ano al bolsillo para sacar las figuras y hacer un poco de m agia y perm ut ar el orden de m i t ablero. Ya no est aban las figuras. En vez de las figuras saqué del bolsillo un puñal. Con angust ia de m uert e m e puse a correr por el pasillo, pasando por delant e de las puert as; m e paré de pront o frent e al espej o gigant esco, y m e m iré en él. En el espej o est aba, com o yo de alt o, un herm oso lobo enorm e, est aba quiet o, relam pagueaba recelosa su m irada int ranquila. Flam eant e, m e guiñaba los oj os, reía un poco, de m odo que al ent reabrir por un m om ent o las fauces, se podía ver la lengua encarnada. ¿Dónde est aba Pablo? ¿Dónde est aba Arm anda? ¿Dónde est aba el t ipo int eligent e que había charlado de m odo t an delicioso de la reconst rucción de la personalidad? De nuevo m iré al espej o. Yo había est ado t ont o. Det rás del alt o crist al no había lobo ninguno que est uviera dando vuelt as a la lengua dent ro de la boca. En el espej o est aba yo, est aba Harry, con su rost ro gris, abandonado de t odos los j uegos, fat igado de t odos los vicios, horriblem ent e pálido, pero de t odos m odos, un hom bre, de t odos m odos alguien, con quien poder hablar. - Harry - dij e- , ¿qué haces ahí? - Nada - dij o el del espej o- . No hago m ás que esperar. Espero a la m uert e. - ¿Y dónde est á la m uert e? - pregunt é. - Ya viene - dij o el ot ro. Y a t ravés de las est ancias vacías del int erior del t eat ro oí resonar una m úsica herm osa y t errible, aquella m úsica del Don Juan, que acom paña la salida del convidado de piedra. Horribles ret um baban los com pases de hielo por la casa espect ral, procedent es del ot ro m undo, de los inm ort ales. ¡Mozart ! - pensé, evocando con ello las im ágenes m ás am adas y m ás sublim es de m i vida ant erior. Ent onces se oyó det rás de m í una carcaj ada, una carcaj ada clara y glacial, surgida de un m undo de sufrim ient os y de hum orism o de dioses que los hom bres desconocían. Di m edia vuelt a, con la sangre helada y com o t ransport ado a ot ras esferas por aquella risa, y ent onces llegó andando Mozart , cruzó sonrient e a m i lado, se dirigió sereno y con paso m enudo a una de las puert as de los palcos, la abrió y ent ró, y yo seguí ávido al dios de m i j uvent ud, al perenne ideal de m i am or y veneración. La m úsica seguía sonando. Mozart est aba j unt o a la barandilla del palco; del t eat ro no se veía nada, t inieblas llenaban el espacio sin lím it es. - ¿Ve ust ed? - dij o Mozart - . Nos podem os pasar sin saxofón. Aunque yo, ciert am ent e, no quisiera acercarm e m ucho a est e fam oso inst rum ent o. - ¿Dónde est am os? - pregunt e. - Est am os en el últ im o act o del Don Juan. Leporrello est á ya de rodillas. Una escena m agnífica, y hast a la m úsica se puede oír, vaya. Aun cuando t iene t odavía t oda clase de m at ices hum anos dent ro de si, se m anifiest a ya el ot ro m undo, la risa, ¿no? - Es la últ im a m úsica grande que se ha escrit o - dij e solem nem ent e, com o un profesor. Ciert am ent e que vino t odavía Schubert , que vino después Hugo Wolf, y t am poco debo 90 El lobo estepario Hermann Hesse olvidar al pobre y m agnífico Chopin. Arruga ust ed la frent e, m aest ro. ¡Oh, desde luego! Tam bién est á ahí Beet hoven, t am bién él es m aravilloso. Pero t odo est o, por m uy herm oso que sea, t iene ya algo de fragm ent ario en sí m ism o, de disolvent e; una obra t an perfect am ent e acabada no se ha vuelt o a hacer ya por los hom bres desde el Don Juan. - No se esfuerce ust ed - reía Mozart de una m anera t erriblem ent e burlona- . ¿Ust ed m ism o es seguram ent e m úsico, por lo vist o? Bueno, yo ya he dej ado la profesión; ya est oy ret irado. Sólo por brom a m e dedico t odavía alguna vez al oficio. Levant ó las m anos com o si est uviera dirigiendo, y una luna, o un ast ro pálido por el est ilo, salió en alguna part e; por encim a de la barandilla ext endí la vist a sobre inm ensos abism os espaciales, nubes y nieblas cruzaron por ellos, t enuem ent e se divisaban los m ont es y las playas; debaj o de nosot ros se ext endía inm ensa una llanura sem ej ant e al desiert o. En est a llanura vim os a un anciano de aspect o venerable con luenga barba, el cual, con cara m elancólica, iba conduciendo una enorm e procesión de varias decenas de m illares de hom bres vest idos de negro. Parecía afligido y sin esperanza, y Mozart dij o: - Vea ust ed: ése es Brahm s. Va en pos de la redención, pero aún le queda un buen rat o. Supe que los m illares de enlut ados eran t odos los art ist as de las voces y not as puest as de m ás en sus part it uras, según el j uicio divino. - Excesiva inst rum ent ación, dem asiado m at erial desperdiciado - asint ió Mozart . E inm ediat am ent e vim os cam inar, a la cabeza de ot ro ej ércit o t an grande, a Ricardo Wagner, y sent im os cóm o los m illares de t acit urnos acom pañant es lo abrum aban; cansino y con resignado andar, lo vim os arrast rarse a él t am bién. - En m i j uvent ud - observé con t rist eza- pasaban est os dos m úsicos por lo m ás ant it ét ico im aginable. Mozart se echó a reír. - Sí, eso pasa siem pre. Vist os desde alguna dist ancia, suelen ir pareciéndose cada vez m ás est os cont rast es. Por ot ra part e, la excesiva inst rum ent ación no fue defect o personal de Wagner ni de Brahm s, fue de su t iem po. - ¿ Cóm o? ¿Y por qué han de hacer una penit encia t an t rem enda? - exclam é en t ono de acusación. - Nat uralm ent e. Son los t rám it es. Sólo cuando hayan lavado la culpa de su t iem po, se dem ost rará si queda algo personal t odavía que valga la pena hacer el balance. - Pero ninguno de los dos t iene la culpa. - Nat uralm ent e que no. Tam poco t iene ust ed la culpa de que Adán devorara la m anzana, y, sin em bargo, ha de purgarlo t am bién. - Pero eso es t errible. - Es verdad; la vida es siem pre t errible. Nosot ros no t enem os la culpa y som os responsables, sin em bargo. Se nace y ya es uno culpable. Ust ed t iene que haber recibido una m ediana enseñanza de Religión, si no sabe est o. Me había ido sum iendo en un est ado de ánim o verdaderam ent e last im oso. Me veía a m í m ism o, un peregrino m uert o de cansancio, cam inar errant e por los desiert os del m ás allá, cargado con los m uchos libros inút iles que había escrit o, con t odos los ensayos, con t odos los follet ones, seguido del ej ércit o de caj ist as que habían t enido que t rabaj ar en ellos, del ej ércit o de lect ores que habían t enido que t ragarse t oda m i obra. ¡Dios m ío! Y Adán, y la m anzana, y t oda la rest ant e culpa heredit aria est aban adem ás allí. Es decir, que t odo est o había que purgarlo, purgat orio infinit o, y ent onces surgiría la cuest ión de si det rás de t odo est o exist ía t odavía algo personal, algo propio, o si t odo m i t rabaj o y sus consecuencias no eran m ás que espum a vacía sobre la superficie del m ar, j uego sin sent ido no m ás en el t orrent e de los sucesos. Mozart em pezó a reír con est répit o, cuando vio m i cara larga. De risa daba salt os en el aire y em pezó a hacer cabriolas con las piernas. Luego m e grit ó a la cara: - Je, hij o m ío, t e est ás haciendo un lío, y no dices ni pío. ¿Piensas en t us lect ores, sufridos pecadores, los ávidos roedores? ¿Piensas en t us caj ist as y linot ipist as, herej es y 91 El lobo estepario Hermann Hesse anabapt ist as, cizañeros y t rapisondist as, y no m ás que m edianos art ist as? Me da m ucha risa t u angust ia im precisa, t u t orpe sonrisa; ¡es para m orirse de risa y com o para hacérselo en la cam isa! Veo t u lucha incruent a, con la t int a de im prent a, con t u pena violent a, y por evit art e la afrent a, aunque sea una brom a t rem enda, voy a hacert e de un cirio la ofrenda. ¡Vaya un galim at ías que t e has arm ado; t e sient es en ridículo, desgraciado, y est ás en evidencia y condenado y ant e t us propios oj os m enospreciado! No sabes lo que hacer ni qué em prender. Con Dios logres quedart e, pero el diablo vendrá a llevart e, y a zurrart e y a apaleart e, por t u lit erat ura y art e, com o que t odo lo has apandado en cualquier part e. Est o, en cam bio, era ya dem asiado fuert e para m í, la ira no m e dej aba t iem po de seguir ent regado a la m elancolía. Cogí a Mozart por la t renza, salió volando, la t renza se fue est irando com o la cola de un com et a, en cuyo ext rem o colgaba yo, y fui lanzado a dar vuelt as por el m undo. ¡Diablo, hacía frío en est e m undo! Est os inm ort ales aguant aban un aire helado horrorosam ent e t enue. Pero daba gust o est e aire de hielo. Me di cuent a de ello en los breves segundos ant es de perder el sent ido. Me invadió una alegría am arga y punzant e, relucient e com o el acero y helada, una gana de reír t an clara y fieram ent e, y de m odo t an suprat erreno, com o lo había hecho Mozart . Pero en el m ism o inst ant e m e quedé sin hálit o y sin conocim ient o. Confuso y m alt recho volví en m í, la luz blanca del pasillo se reflej aba en el suelo brillant e. No m e encont raba ent re los inm ort ales, t odavía no. Seguía est ando aún al lado de acá, con los enigm as, los sufrim ient os, los lobos est eparios, las com plicaciones at orm ent adoras. No era un buen lugar, no era una m ansión agradable. A est o había que ponerle t érm ino. En el gran espej o de la pared est aba Harry frent e a m í. No t enía buen aspect o, no t enía un aspect o m uy diferent e del de aquella noche de la visit a al profesor y del baile en el Aguila Negra. Pero de est o hacía m ucho t iem po, años, siglos. Harry se había hecho viej o, había aprendido a bailar, había visit ado t eat ros m ágicos, había oído reír a Mozart , ya no t enía m iedo de bailes, de m uj eres ni de navaj as. Hast a una int eligencia m ediana adquiere m adurez si ha andado corret eando un par de siglos. Mucho t iem po est uve m irando a Harry en el espej o; aún lo conocía bien, aún seguía pareciéndose un poquit o al Harry de quince años, que un dom ingo de m arzo se encont ró ent re las peñas a Rosa y se quit ó ant e ella su prim er som brero de hom bre. Y, sin em bargo, desde ent onces había envej ecido unos cuant os cient os de años, se había dedicado a la m úsica y a la filosofía hast a hart arse, había bebido vino de Alsacia en el «Casco de Acero» y había discut ido acerca de Krichna con honrados erudit os, había am ado a Erica y a María, se había hecho am igo de Arm anda, y disparado a los aut om óviles, y dorm ido con la escurrida chinit a, había encont rado a Goet he y a Mozart , y hecho algunos desgarrones en la red, que aún lo apresaba, del t iem po y de la aparent e realidad. Y si había vuelt o a perder sus lindas figuras de aj edrez, t enía en cam bio un buen puñal en el bolsillo. ¡Adelant e, viej o Harry, viej o y cansado com pañero! ¡Ah, diablo, qué am arga sabía la vida! Escupí a la cara al Harry del espej o, le di un golpe con el pie y lo hice añicos. Lent am ent e fui dando la vuelt a por el pasillo, que resonaba a m is pisadas, observé con at ención las puert as que t ant as lindezas habían prom et ido; ya no había inscripción en ninguna. Despacio fui recorriendo t odas las cien ent radas del t eat ro m ágico. ¿No había est ado yo en un baile de m áscaras? Cien años habían t ranscurrido desde ent onces. Pront o ya no habrá años. Algo había que hacer aún. Arm anda est aba esperando. I ba a ser una boda singular. En una ola som bría iba yo nadando, llevado por la t rist eza, yo esclavo, yo lobo est epario. ¡Ah, dem onio! Ant e la últ im a puert a m e quedé parado. Allí m e había llevado ~ ola de m elancolía. ¡Oh, Rosa; oh, j uvent ud lej ana; oh, Goet he y Mozart ! Abrí. Lo que encont ré al ot ro lado de la puert a fue un cuadro sencillo y herm oso. Sobre t apices en el suelo hallé t endidas a dos personas desnudas, la bella Arm anda y el bello Pablo, m uy j unt os, durm iendo profundam ent e, hondam ent e agot ados por el j uego 92 El lobo estepario Hermann Hesse de am or que parece t an insaciable y sin em bargo, sacia t an pront o. Tipos herm osos, herm osísim os, im ágenes m agníficas, cuerpos de m aravilla. Debaj o del pecho izquierdo de Arm anda había una señal redonda y recient e, com o un cardenal, un m ordisco am oroso de los dient es brillant es y bellos de Pablo. Allí donde est aba la huella int roduj e m i puñal, t odo lo larga que era la hoj a. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Arm anda. Con m is besos hubiera absorbido aquella sangre, si t odo hubiese sido de ot ra m anera, si se hubiese producido de ot ro m odo. Y ahora no lo hice, sólo est uve m irando cóm o corría la sangre y vi abrirse sus oj os un m om ent o, plenos de dolor, profundam ent e adm irados. ¿Por qué se adm ira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los oj os. Pero ést os volvieron a cerrarse por sí m ism os. Consum ado est aba. Hizo un ligerísim o m ovim ient o sobre el cost ado. Desde la axila hast a el pecho vi j uguet ear una som bra delicada y t enue, que quería recordarm e alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó t endida inm óvil. Mucho t iem po est uve m irándola. Por últ im o sent í un est rem ecim ient o, com o si despert ara de m i let argo, y quise m archarm e. Ent onces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los oj os, lo vi est irarse, inclinarse sobre la herm osa m uert a y sonreír. Nunca ha de ponerse serio est e t ipo, pensé, t odo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del t apiz y cubrió a Arm anda hast a el pecho, de m anera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el m enor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dej aban solo t odos? Solo m e quedé con la m uert a a m edio t apar, con la m uert a para m í t an querida y t an envidiada. Sobre su pálida frent e pendía el m echón varonil, la boca se dest acaba roj a de t oda la cara exangüe y est aba un poco ent reabiert a, su cabello exhalaba un delicado arom a y dej aba m edio t raslucir la m inúscula orej a. Ya est aba cum plido su deseo. Sin haber llegado a ser ent eram ent e m ía, había yo m at ado a m i am ada. Había ej ecut ado lo inconcebible, y luego m e arrodillé y est uve m irando con los oj os fij os, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y j ust o, o lo cont rario. ¿Qué diría de est o el int eligent e j ugador de aj edrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no est aba en condiciones de reflexionar. Cada vez m ás roj a ardía la boca pint ada en el rost ro que iba apagándose. Así había sido t oda m i vida, así había sido m i poquit o de felicidad y de am or, com o est a boca rígida: un poco de carm ín sobre una cara de m uert o. Y est a cara m uert a, est os hom bros y est os brazos blancos m uert os exhalaban, ascendiendo lent am ent e, un escalofrío, un espant o y una soledad invernales, un frío poco a poco en aum ent o que em pezaba a congelarm e los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había m at ado acaso el venero de t oda vida? ¿I rrum pía el frío de m uert e del espacio universal? Est rem ecido est uve m irando la frent e pet rificada, el m echón rígido, el pálido resplandor helado del pabellón de la orej a. El frío que irradiaba de ellos era m ort al y, al m ism o t iem po, era herm oso: vibraba y sonaba m aravillosam ent e, ¡era m úsica! ¿No había sent ido yo ya una vez, en ot ra época pret érit a, est e est rem ecim ient o, que era a la par com o una felicidad? ¿No había escuchado yo ya ot ra vez est a m ús¡ca? Sí, con Mozart , con los inm ort ales. Vinieron a m i m ent e unos versos que una vez, t iem po at rás, había encont rado en alguna part e: Nosot ros, en cam bio, vivim os las frías m ansiones del ét er cuaj ado de m il claridades, sin horas ni días, sin sexos ni edades... Es nuest ra exist encia serena, inm ut able; nuest ra et erna risa, serena y ast ral. En aquel m om ent o se abrió la puert a del palco y ent ró, sin que yo lo conociera hast a la segunda m irada que le dirigí, Mozart , sin t renza, sin calzón cort o, sin zapat os de hebilla, vest ido a la m oderna. 93 El lobo estepario Hermann Hesse Se sent ó m uy cerca de m í, est uve por llam arle la at ención y suj et arlo para que no se m anchara con la sangre del pecho de Arm anda que había corrido por el suelo. Se sent ó y se ent ret uvo con unos pequeños aparat os e inst rum ent os que había por allí; le daba a aquello m ucha im port ancia; anduvo dando vuelt as a t ornillos y clavij as, y yo est uve m irando con asom bro sus dedos hábiles y ligeros que con t ant o gust o hubiera vist o alguna vez t ocar el piano. Pensat ivo, lo m iré, o m ej or dicho, pensat ivo no, sino alucinado y com o perdido en la cont em plación de sus dedos herm osos e int eligent es, y reconfort ado y a la vez un poco sobrecogido por la sensación de su proxim idad. Y no puse el m enor cuidado en lo que realm ent e hacía ni en lo que andaba at ornillando y m anipulando. Era un aparat o de radio lo que acababa de m ont ar y poner en m archa, y luego conect ó el alt avoz y dij o: - Se oye Munich, el Concert o grosso en fa m ayor, de Händel. Y en efect o, para m i indescript ible asom bro e indignación, el endiablado em budo de lat ón em pezó a vom it ar al punt o esa m ezcla de m ucosa bronquial y de gom a m ast icada que los dueños de gram ófonos y los abonados a la radio han convenido en llam ar m úsica, y det rás de la t urbia viscosidad y del rest añeo, com o se ve t ras una gruesa cost ra de suciedad un precioso cuadro ant iguo, podía reconocerse verdaderam ent e la noble est ruct ura de aquella m úsica divina, la arm adura regia, el hálit o am plio y sereno, la plena y m aj est uosa m elodía. - ¡Dios m ío! - grit é indignado- . ¿Qué hace ust ed, Mozart ? ¿Pero en serio nos hace ust ed est a porquería a ust ed m ism o y a m í? ¿Nos dispara ust ed est e horrible aparat o, el t riunfo de nuest ro siglo, la últ im a arm a vict oriosa en la lucha a m uert e cont ra el art e? ¿Est á bien est o, Mozart ? ¡Cóm o se reía ent onces el hom bre siniest ro, cóm o reía de un m odo frío y espect ral, sin ruido, y, sin em bargo, dest rozando t odo con su risa! Con placer ínt im o observaba m is t orm ent os, daba vuelt as a los m aldit os t ornillos, m anipulaba en el em budo de lat ón. Riendo, dej ó que la m úsica desfigurada, envenenada y sin espírit u, siguiera infilt rándose por el espacio. Riendo, m e cont est ó: - Por favor, no se ponga ust ed pat ét ico, vecino. ¿Ha oído ust ed por lo dem ás el rit ardando? Un capricho, ¿eh? Si, pues dej e ust ed, hom bre im pacient e, dej e ent rar en su alm a el pensam ient o de est e rit ardando... ¿Oye ust ed los baj os? Avanzan com o dioses; y dej e ust ed penet rar est e capricho del viej o Händel en su inquiet o corazón y t ranquilizarlo. Escuche ust ed, hom brecit o, por una vez siquiera sin aspavient os ni brom a, cóm o det rás del velo en efect o irrem ediablem ent e idiot a de est e ridículo aparat o, pasa m aj est uosa la lej ana figura de est a m úsica divina. Ponga ust ed at ención; algo se puede aprender en ello. Observe cóm o est a absurda caj a de resonancia hace en apariencia lo m ás necio, lo m ás inút il, lo m ás, execrable del m undo y arroj a una m úsica cualquiera, t ocada en cualquier part e, la arroj a necia y crudam ent e, y al propio t iem po, last im osam ent e desfigurada, a sit ios inadecuados, y cóm o a pesar de t odo no puede dest ruir el alm a príst ina de est a m úsica, sino únicam ent e poner de m anifiest o en ella la propia t écnica t orpe y la fiebre de act ividad falt a de t odo espírit u. ¡Escuche ust ed bien, hom brecit o; le hace falt a! ¡Ea, at ención! Así. Y ahora no sólo oye ust ed a un Händel oprim ido por la radio, que, sin em bargo, hast a en est a horrorosa form a de aparición sigue siendo divino; oye ust ed y ve, carísim o, al propio t iem po una valiosa parábola de la vida ent era. Cuando est á ust ed escuchando la radio, oye y ve la lucha et erna ent re la idea y el fenóm eno, ent re la et ernidad y el t iem po, ent re lo divino y lo hum ano. Precisam ent e, am igo, igual que la radio va arroj ando a ciegas la m úsica m ás m agnífica del m undo durant e diez m inut os por los lugares m ás absurdos, por salones burgueses y por sot abancos, ent re abonados que est án charlando, com iendo, bost ezando o durm iendo, así com o despoj a a est a m úsica de su belleza sensual, la est ropea, la em badurna y la desgarra y, sin em bargo, no puede m at ar por com plet o su espírit u; exact a m ent e lo m ism o act úa en la vida la llam ada realidad, con el m agnífico j uego de im ágenes ofrece a cont inuación de Händel una disert ación acerca del m odo de desfigurar los balances en las Em presas indust riales al uso, hace de encant adores acordes 94 El lobo estepario Hermann Hesse orquest ales un bodrio poco apet ecible de sonidos, int roduce por t odas part es su t écnica, su act ividad febril, su m iserable incult ura y su frivolidad ent re el pensam ient o y la realidad, ent re la orquest a y el oído. Toda la vida es así, hij o, y así t enem os que dej ar que sea, y si no som os asnos, nos reím os, adem ás. A personas de su clase no les cuadra crit icar la radio ni la vida. Es preferible que aprenda ust ed ant es a escuchar. ¡Aprenda a t om ar en serio lo que es digno de que se t om e en serio, y ríase ust ed de lo dem ás! ¿O es que ust ed m ism o lo ha hecho acaso m ej or, m ás noblem ent e, m ás int eligent em ent e, con m ás gust o? No, m onsieur Harry; no lo ha hecho ust ed. Ust ed ha hecho de su vida una horrorosa hist oria clínica, de su t alent o una desgracia. Y ust ed, a lo que veo, no ha sabido em plear a una m uchacha t an linda, para ot ra cosa m ás que para int roducirle un puñal en el cuerpo y dest rozarla. ¿Considera ust ed j ust o est o? - ¿Just o? ¡Oh, no! - grit é desesperado- . ¡Dios m ío, si t odo es t an falso, t an endiabladam ent e t ont o y m alo! Yo soy una best ia, Mozart , una best ia necia y m alvada, enferm a y echada a perder; en eso t iene ust ed m il veces razón. Pero, por lo que at añe a est a m uchacha, ella m ism a lo ha querido así; yo sólo he cum plido su propio deseo. Mozart reía en silencio, pero, en cam bio, t uvo ahora la excelsa bondad de desenchufar la radio. Mi defensa m e sonó a m í m ism o, de pront o, bien est úpida; a m í, que hacía un m om ent o nada m ás había creído sinceram ent e en ella. Cuando en una ocasión Arm anda - así volví a acordarm e de repent e- m e había hablado del t iem po y de la et ernidad, ent onces había est ado yo dispuest o inm ediat am ent e a considerar a sus pensam ient os com o reflej os de los m íos propios. Pero que la idea de dej arse m at ar por m í era el capricho y el deseo m ás ínt im o de Arm anda y no est aba influido por m í en lo m ás m ínim o, m e había parecido indudable. ¿Por qué ent onces no sólo había acept ado y creído est a idea t an t errible y t an ext raña, sino que hast a la había adivinado de ant em ano? ¿Acaso porque era m i propio pensam ient o? ¿Y por qué había asesinado a Arm anda precisam ent e en el m om ent o de encont rarla desnuda en los brazos de ot ro? Om niscient e y llena de sarcasm o, resonaba la risa callada de Mozart . - Harry - dij o- , es ust ed un farsant e. ¿No había de haber deseado de ust ed realm ent e est a pobre m uchacha ot ra cosa que una puñalada? ¡Eso, cuént eselo ust ed a ot ro! Vaya, y, por lo m enos, ha t enido ust ed buen t ino; la pobre criat ura est á bien m uert a. Acaso sería ya hora de que se diese ust ed cuent a de las consecuencias de su galant ería hacia est a dam a. ¿ O querría ust ed esquivar las consecuencias? - ¡No! - grit é- . ¿Es que no com prende ust ed nada? ¡Yo esquivar las consecuencias! No anhelo ot ra cosa m ás que expiar, expiar, expiar, poner la cabeza debaj o de la guillot ina y dej arm e cast igar y dest ruir. I nsoport ablem ent e burlón, m e m iraba Mozart . - ¡Qué pat ét ico se pone ust ed siem pre! Pero aún ha de aprender ust ed hum orism o, Harry. El hum orism o siem pre es algo pat ibulario, y si es preciso, lo aprenderá ust ed en el pat íbulo. ¿Est á ust ed dispuest o a ello? ¿Sí? Bien, ent onces acuda ust ed al j uez y sufra con paciencia t odo el aparat o poco divert ido de los agent es de la Just icia, hast a la fría decapit ación una m añana t em prano en el pat io de la cárcel. ¿Est á ust ed realm ent e dispuest o a ello? Una inscripción brilló, de repent e, ant e m í: Ej ecución de Harry y yo di con la cabeza m i asent im ient o. Un pat io desm ant elado ent re cuat ro paredes, con vent anas pequeñas de rej as; una guillot ina aut om át ica bien cuidada; una docena de caballeros en t raj es t alares y de levit a, y en m edio, yo, t irit ando en un am bient e gris de m adrugada, con el corazón oprim ido por un m iedo que daba com pasión, pero dispuest o y conform e. A una voz de m ando avancé; a una voz de m ando m e puse de rodillas. El 95 El lobo estepario Hermann Hesse j uez se quit ó el birret e y carraspeó; t am bién los ot ros señores carraspearon. Aquél desenrolló un papel solem ne y leyó: - Señores, ant e ust edes est á Harry Haller, acusado y responsable del abuso t em erario de nuest ro t eat ro m ágico. Haller no sólo ha ofendido el art e sublim e, al confundir nuest ra herm osa galería de im ágenes con la llam ada realidad, y apuñalar a una m uchacha fant ást ica con un fant ást ico puñal; ha t enido, adem ás, int ención de servirse de nuest ro t eat ro, sin la m enor pizca de hum orism o, com o de una m áquina de suicidio. Nosot ros, por ello, condenam os a Haller al cast igo de vida et erna y a la pérdida por doce horas del perm iso de ent rada en nuest ro t eat ro. Tam poco puede rem it írsele al acusado la pena de ser obj et o por una vez de nuest ra risa. Señores, at ención: A la una, a las dos, ¡a las t res! Y a las t res prorrum pieron t odos los present es con im pecable precisión, en una carcaj ada sonora y a coro, una carcaj ada del ot ro m undo, t errible y apenas soport able para los hom bres. Cuando volví en m í, est aba Mozart sent ado a m i lado com o ant es; m e dio un golpe en el hom bro y dij o: - Ya ha escuchado ust ed su sent encia. No t endrá m ás rem edio que acost um brarse a seguir oyendo la m úsica de radio de la vida. Le sent ará bien. Tiene ust ed poquísim o t alent o, querido y est úpido am igo; pero así, poco a poco, habrá ido com prendiendo ya lo que se exige de ust ed. Ha de hacerse cargo del hum orism o de la vida, del hum or pat ibulario de est a vida. Claro que ust ed est á dispuest o en est e m undo a t odo m enos a lo que se le exige. Est á dispuest o a asesinar m uchachas, est á dispuest o a dej arse ej ecut ar solem nem ent e. Est aría dispuest o t am bién con seguridad a m art irizarse y a flagelarse durant e cien anos. ¿O no? - ¡Oh, sí con t oda m i alm a! - exclam é en m i est ado m iserable. - ¡Nat uralm ent e! Para t odo espect áculo necio y falt o de hum or se puede cont ar con ust ed, señor de alt os vuelos, para t odo lo pat ét ico y sin gracia. Sí; pero a m í eso no m e gust a; por t oda su rom ánt ica penit encia no le doy a ust ed ni cinco cént im os. Ust ed quiere ser aj ust iciado, quiere que le cort en la cabeza, sanguinario. Por est e ideal idiot a sería ust ed capaz de com et er diez asesinat os. Ust ed quiere m orir, cobarde; pero no vivir. Al diablo, si precisam ent e lo que t iene ust ed que hacer es vivir. Merecería ust ed ser condenado a la pena m ás grave de t odas. - ¡Oh! ¿Y qué pena sería esa? - Podríam os, por ej em plo, hacer revivir a la m uchacha y casar a ust ed con ella. - No; a eso no est aría dispuest o. Habría una desgracia. - Com o si no fuese ya bast ant e desgracia t odo lo que ha hecho ust ed. Pero con lo pat ét ico y con los asesinat os hay que acabar ya. Sea ust ed razonable por una vez. Ust ed ha de acost um brarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la m aldit a m úsica de la radio de est e m undo y venerar el espírit u que lleva dent ro y reírse de ¡a dem ás m urga. List o, ot ra cosa no se le exige. En voz baj a, y com o ent re dient es, pregunt é: - ¿Y si yo m e opusiera? ¿Y si yo le negara a ust ed, señor Mozart , el derecho de disponer del lobo est epario y de int ervenir en su dest ino? - Ent onces - dij o apaciblem ent e Mozart - t e propondría que fum aras aún uno de m is preciosos cigarrillos. Y al decir est o y sacar del bolsillo del chaleco por art e de m agia un cigarrillo y ofrecérm elo, de pront o ya no era Mozart , sino que m iraba expresivo, con sus oscuros oj os exót icos, y era m i am igo Pablo, y se parecía com o un herm ano gem elo al hom bre que m e había enseñado el j uego de aj edrez con las figurit as. - ¡Pablo! - grit é dando un salt o- . Pablo, ¿dónde est am os? - Est am os - sonrió- en m i t eat ro m ágico, y si por caso quieres aprender el t ango, o llegar a general, o t ener una conversación con Alej andro Magno, t odo est o est á la vez próxim a a t u disposición. Pero he de confesart e, Harry, que m e has decepcionado un poco. Te has olvidado m alam ent e, has quebrado el hum or de m í pequeño t eat ro y has com et ido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuest ro bonit o 96 El lobo estepario Hermann Hesse m undo alegórico con m anchas de realidad. Est o no ha est ado bien en t i. Es de esperar que lo hayas hecho al m enos por celos, cuando nos vist e t endidos a Arm anda y a m í. A est a figura, desgraciadam ent e, no has sabido m anej arla; creí que habías aprendido m ej or el j uego. En fin, podrá corregirse. Cogió a Arm anda, la cual, ent re sus dedos, se achicó al punt o hast a convert irse en una figurit a del j uego, y la guardó en aquel m ism o bolsillo del chaleco del que había sacado ant es el cigarrillo. Arom a agradable exhalaba el hum o dulce y denso; m e sent í aligerado y dispuest o a dorm ir un año ent ero. Oh, lo com prendí t odo; com prendí a Pablo, com prendí a Mozart , oí en alguna part e det rás de m í su risa t errible; sabía que est aban en m i bolsillo t odas las cien m il figuras del j uego de la vida: aniquilado, barrunt aba su significación; t enía el propósit o de em pezar ot ra vez el j uego, de gust ar sus t orm ent os ot ra vez, de est rem ecerm e de nuevo y recorrer una y m uchas veces m ás el infierno de m i int erior. Alguna vez llegaría a saber j ugar m ej or el j uego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo m e est aba esperando. Mozart m e est aba esperando. Fin 97 A NOTACIONES DE HARRY HALLER ...................................................................................... 2 SÓLO PARA LOCOS .................................................................................................................................2 T RACTAT DEL LOBO ESTEPARIO ....................................................................................... 10 NO PARA CUALQUIERA ........................................................................................................................10 SIGUEN LAS ANOTACIONES DE HARRY HALLER .................................................................... 23 SÓLO PARA LOCOS ...............................................................................................................................23