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Arriba, anawim de la tierra.

Notas para un analisis materialista de los evangelios

Arriba, anawim de la tierra. Notas para una lectura materialista de los Evangelios. Soldado soviético rezando durante la batalla de Kursk (julio-agosto de 1943). Juan Manuel Fernández Sánchez. 2021. Introducción. En este texto nos proponemos una tentativa de análisis materialista de los Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas, Juan), entendiendo por análisis materialista no la comprobación de lo empíricamente demostrable ni la evidencia histórica de lo que cuentan los textos, sino las implicaciones políticas, históricas y sociales que pueden rastrearse en ellos. ¿Qué importa si Jesús fue o no el Hijo de Dios comparado con toda la gente que murió por defender esa idea? ¿Qué importa si hay o no una evidencia histórica de la existencia de Jesús comparado con la pervivencia de los Evangelios, y con la larga tradición de interpretación y adhesión que provocaron? El materialista estúpido verá en los Evangelios un libro de ficción, un engañabobos, al igual que verá en un crucifijo “un trozo de madera” o en la Iglesia un agente lavacerebros, pero esa nunca fue la posición del marxismo. La expresión de Marx acerca de la religión que más suerte histórica ha corrido es la que la define como «opio del pueblo» (Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel). Realmente, si vamos al texto original, vemos que esa expresión es unilateral y no capta la esencia del pensamiento de Marx: «La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, y el alma de condiciones desalmadas. Es el opio del pueblo». Quedarnos con únicamente una de las definiciones que da Marx sobre la religión es convertirlo en un pensador mecanicista y unilateral. Antonio Gramsci verá en la Iglesia (del griego eclesia, asamblea) un enorme aglutinador de masas, un intelectual orgánico colectivo (el contexto histórico de la Italia de los 30 era bastante distinto al actual) y Vladimir Lenin, en La actitud del Partido obrero hacia la religión, afirmaba la estupidez de declararle una guerra abstracta la religión, y abogaba por explicar las causas de la opresión, reconociendo el papel social que la religión tiene. En Dialéctica de lo concreto, Karel Kosik demolerá la concepción materialista estúpida de reducir los objetos religiosos a su expresión material, física, una concepción que comenzó en la Ilustración: «La crítica de la Ilustración que dejaba a los seres humanos sin religión y que les demostraba que los altares, los dioses, los santos y los oratorios no eran “otra cosa” que madera, tela y piedra, se encontraba filosóficamente por debajo de la fe de los creyentes, puesto que los dioses, los santos y los templos no son en realidad cera, tela o piedra. Son productos sociales, y no naturaleza. Por esta razón, la naturaleza no puede crearlos ni sustituirlos». Para el materialista dialéctico Dios no es un trozo de madera, sino una relación, un producto social. Lo que nos interesa de los Evangelios, por tanto, no es su carácter histórico, la verosimilitud de lo que allí se cuenta, o cuál fue el Jesús que realmente existió, si es que existió alguno (el Jesús de Juan es muy distinto al del resto de evangelistas, y esto será muy interesante). Lo que nos interesa es rastrear en los textos todo un proyecto político que fondea y que ni mucho menos es unitario y unívoco, toda una teología política contra el poder terrenal del César que se ha mantenido viva durante dos mil años, y que ha generado discusiones y debates muy reales, muy “materiales”, tan materiales como la sangre que derramaron, una teología que transformó de forma radical la forma de entender el mundo. En este sentido, la pregunta fundamental que queremos hacernos es cómo se inserta el Cristianismo primigenio, esta primera generación de cristianos, de seguidores de Jesús, en el mundo. El Cristianismo revolucionó totalmente el mundo estableciendo una cosmovisión que duró siglos, y eso nos lleva a una pregunta que se ha hecho mucha gente desde posiciones progresistas: ¿fue Jesús un revolucionario en el sentido socialista? Creemos que es necesario, antes de comenzar la exposición, dar unas pinceladas históricas sobre el contexto histórico de los Evangelios. La tradición católica los fecha entre el año 50 y el 90 d.C. Alrededor del año 50, Mateo consignará por escrito en arameo una tradición oral (y una fuente complementaria desaparecida, Q, donde probablemente hubieran textos del propio Jesús). Hacia el 64 Marcos escribirá su Evangelio. Antes del 70, se escribirá la versión griega del Evangelio de Mateo, el Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles. Bastante después, hacia el año 90, Juan escribirá su Evangelio. Entre los años 66 y 70 d.C. se produce la guerra judía por la liberación contra el Imperio Romano, que comienza con una insurrección de los zelotes, un grupo antiimperialista que abogaba por un Estado teocrático judío tradicional. Los judíos, organizados para expulsar al invasor, miden mal sus fuerzas. En el año 70 caerá Jerusalén, defendida durante cuatro años. Los romanos destruirán su Templo, hecho que aparece como profecía apocalíptica en los Evangelios. Podemos imaginar a Lucas, escribiendo durante el sitio a Jerusalén, creyendo que está viviendo el Apocalipsis: “Cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed entonces que su destrucción ha llegado” (Lc 21, 20). Como veremos, esta conciencia de la inminencia del fin de los tiempos es común en este Cristianismo primitivo y sin ella es incomprensible su actividad política. Aun así, el periodo de tiempo que cubren los Evangelios, desde el nacimiento de Jesús hasta su muerte, fue un tiempo políticamente tranquilo. La presencia romana en Palestina era mínima, Roma gobernaba a distancia a través de gobernantes locales fieles y serviles al emperador, como era el caso de Herodes, y no imponía ninguna institución educativa ni religiosa. No está muy claro en la lectura de los Evangelios si Jesús tenía o no una vocación política de liberación del pueblo del dominio imperial romano. A diferencia de Pedro Simón, de filiación zelote (una figura muy interesante, no es muy usual encontrar un pescador que siempre fuera armado con una espada), Jesús parece esquivar el compromiso político antiimperialista de forma abierta (“al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios” [Mt 22,21]). Además, si Jesús hubiera sido un líder revolucionario judío, el Imperio Romano no hubiera dejado escapar a sus discípulos (Pedro negando a su Maestro tres veces antes de que cantara el gallo y marchándose) y los hubiera perseguido hasta darles caza, o incluso les habría destruido a todos en vez de llevarse únicamente a Jesús tras la traición de Judas Iscariote (incluso Pedro desenvaina su espada cortando la oreja a un siervo sin ser prendido por ello, antes de que Jesús le llame al orden para evitar una desgracia mayor, en un gesto que recuerda al mensaje radiofónico de Salvador Allende hacia su pueblo durante el golpe de Estado de Pinochet). Un virrey como Poncio Pilato, famoso por su brutalidad y su propensión a los linchamientos, acusado de cohecho, crueldad, ejecuciones sin juicio y que fuera depuesto de su cargo por deshonra no habría tenido ningún reparo en perseguir y ejecutar revolucionarios. Por cierto, algo muy interesante en los Evangelios es que, especialmente Juan, dulcifican la figura de Pilato, vendiéndolo como un liberal que se lava las manos, y lo exculpan de la muerte de Jesús, acusando de esta a los sacerdotes judíos (quizás había un interés de estos primeros cristianos en mantener buenas relaciones con el Imperio, volveremos sobre ello). Por otro lado, es inverosímil pensar que no hubiera revolucionarios en las filas cristianas viendo que su mensaje iba dirigido hacia los pobres. Quizás, el uso de parábolas por parte de Jesús, ese “decir sin decir”, tenía dos finalidades claras. La más obvia, no levantar sospechas entre las autoridades romanas, intuyendo el peligro. La segunda, no ahuyentar a los revolucionarios y perderlos para la misión. No podemos olvidar que Jesús muere crucificado, y que la cruz no era únicamente una manera terrible de morir sino también una ejecución donde primaba el aspecto público y visible, en presentar al reo desesperado, agonizando humillado ante los ojos del pueblo, para dar ejemplo y advertir a futuros delincuentes (o revolucionarios) del futuro que les espera. Lo material en los Evangelios. Hacerse carne. «Hizo falta mucha violencia para que los filósofos dejaran de mirar a las estrellas y empezaran a estudiar el barro». Hegel, Fenomenología del Espíritu. La Antigüedad clásica, cuyo exponente más completo es mundo griego, se sostiene sobre una cosmología que establece un corte irresoluble entre el mundo supralunar y el mundo sublunar, entre lo divino y lo imperfecto. Al primero se le concede un movimiento regular y una composición incorruptible, mientras que el mundo sublunar está sometido a la generación y descomposición, al cambio. En este sistema toda causa es unilateral, es el mundo supralunar el que genera el movimiento en el mundo sublunar sin ser afectado por éste (Aristóteles inventará la figura del motor inmóvil). La tradición romana hereda esta cosmología, que entroncará también con las leyes de pureza judías. En los Evangelios, al menos hasta Juan, encontramos un continuo desafío a estas leyes de pureza. Que Dios se haga carne es un misil contra la cabeza del mundo griego, una afirmación tan inconcebible que la propia institución de la Iglesia, a partir de Juan, intentará matizarla (recordemos que, muchos siglos después, Galileo será condenado no por su heliocentrismo sino por descubrir manchas en el Sol, es decir, por afirmar que el material del mundo supralunar era el mismo que el del mundo sublunar, que las estrellas eran también piedras). El sólo hecho de no lavarse las manos antes de comer, de comer con “manos inmundas” [Lc 11,38] [Mc 7,2] es una terrible afrenta a las leyes de pureza judías de la Torah. Resulta bastante indicativo de este desafío que se insista constantemente en el tocar a los leprosos para sanarlos [Mt 8,3], o que lo primero que haga Jesús al resucitar ante sus discípulos sea preguntar si tienen algo de comer y decir: “mirad mis manos, palpad” [Lc 24,39] (Juan será más gráfico, contando la historia de Tomás el incrédulo, a quien Jesús le pide que meta la mano en su costado [Jn 20,27]). Por supuesto, la mayor afrenta de todas es que el Mesías, el Cristo, nazca en un establo entre suciedad y heces. En la tradición mesiánica judía la figura del Mesías (Christos, el Ungido) es una figura regia, heroica y guerrera, que viene a cumplir la misión de liberación del pueblo judío frente a sus enemigos políticos. En los Evangelios, el Mesías llega a Jerusalén subido en un burro, y su muerte y sufrimiento se presentan de una forma para nada heroica sino desesperada (Eagleton hablará de un «gesto antimesiánico»). La idea de un Mesías fracasado, crucificado, es absurda para el pensamiento judío, y supone una novedad absoluta para esta tradición. El Mesías judío muere sacrificándose por su Pueblo en una guerra de liberación, el Mesías cristiano muere por amor: “misericordia quiero, no sacrificio” [Mt 9,13]. Posteriormente hablaremos de la necesidad del fracaso para la redención, algo que es absolutamente clave en el Cristianismo, pero queremos resaltar que en los Evangelios presentan gestos del Mesías tanto mesiánicos (en concordancia con la tradición judía, especialmente en Juan) como antimesiánicos (en clara ruptura con esta). Se mezcla la solemnidad y lo ridículo, lo elevado y lo bajo, lo excepcional y lo cotidiano. Los Evangelios, al menos todos menos Juan (por su carácter distinto será tratado con detalle posteriormente) presentan la salvación y la redención en la propia cotidianeidad y mundanidad. En ellos se muestran las preocupaciones cotidianas de los seres humanos entre las que destaca por importancia el hambre: el milagro de los panes y los peces es muestra de ello, así como la exhortación de Jesús a buscar bienes más elevados (“no sólo de pan vive el hombre” [Mt 4,4], o ver los bienes materiales como algo de lo que no preocuparse si se tiene fe: “buscad el reino de Dios y el resto será añadido” [Lc 12,31] [Mt 6,32]). En un famoso pasaje, Jesús comparará el reino de los cielos con el grano de mostaza (el más pequeño pero que, al plantarlo en buen suelo, se convertirá en un robusto árbol donde los pájaros podrán anidar) y con la levadura (que, oculta en la harina, la hace crecer) [Lc 13,18]. Está bastante claro que Jesús busca ejemplos cotidianos para ilustrar sus enseñanzas, y que busca darle un enfoque práctico y material a su misión. También utiliza un ejemplo cotidiano para hablar de condenación: para referirse al infierno usará el término gehenna [Mc 9,45], que se trata de un vertedero de basura situado al sudoeste de la ciudad antigua de Jerusalén. Como curiosidad, podemos completar este apartado mencionando el tan enigmático como humano final del Evangelio antiguo de Marcos. Aunque no venga explicitado en las versiones modernas de la Biblia, este Evangelio terminaba en [Mc 16,8], siendo los versículos posteriores añadidos en una segunda versión. Ya sea porque se perdiera el final o porque Marcos quisiera dejarlo abierto (no por casualidad el Evangelio de Marcos es el que históricamente se ha considerado más gnóstico y propicio al secretismo y a señales inconclusas), el Evangelio termina con uno de los sentimientos más humanos posibles. Al ver a Jesús resucitado, María Magdalena, Salomé y María madre de Jacobo “se fueron huyendo del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto; ni decían nada a nadie, porque tenían miedo” [Mc 16,8]. Este miedo tan “humano” también puede verse en el ataque de pánico que sufre Jesús en el huerto de Getsemaní ante su inminente crucifixión [Mc 14,34]. Como curiosidad, extraña que estos pasajes muestren a los discípulos de Jesús como incapaces de vencer al sueño y mantenerse en vela mientras su Maestro está sufriendo un gigantesco tormento espiritual a escasos metros de ellos (Jesús tiene que despertarles dos veces, a la tercera se da por vencido y se marcha). Lo político en los Evangelios. Invertir el mundo. De principio a fin los Evangelios están llenos de referencias políticas que llaman a invertir el mundo, a darle la vuelta al orden social establecido. La suerte que corrió esta doctrina en las clases populares no es en absoluto casual ¿Esto bastará para considerar revolucionario en el sentido socialista a Jesús? Antes de responder a esta pregunta, nos gustaría ir recopilando y explicando todos esos momentos de los Evangelios en los que Jesús toma partido, sin género de dudas, por los oprimidos. Y en un apartado complementario, explicar aquellos momentos en los que parece no hacerlo, y decantarse más bien por una neutralidad que legitima a los opresores. El Evangelio de Lucas comienza ya casi desde el principio con una loa al poder de Dios de invertir el orden terrenal. María cantará el Magnificat, una canción que probablemente fuera una versión de un canto zelote y que termina así: “quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” [Lc 1,52]. Resuena aquí un pasaje del Aviso al Rey de Jeremías, en el Antiguo Testamento: “Así dice el Señor: practicad el derecho y la justicia y liberad al despojado de manos de su opresor, rescatad al explotado del poder del explotador" [Jer 22,3]. Jesús, siguiendo la tradición mosaica, parece haber sido enviado a la tierra para transformar las relaciones de poder y de producción, para acabar con un sistema de explotación y expropiación de la riqueza: “[El Espíritu del Señor me ha enviado] a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor” [Lc 4,18]. Es importante destacar aquí que el “año agradable del Señor” no es una metáfora ni un recurso estético, sino que se refiere específicamente a la redistribución de la riqueza que va asociada en la tradición judía (y posteriormente cristiana) al año jubilar. Predicar el jubileo es idéntico a predicar la redistribución de la riqueza, una economía del Sabbath: el mundo es un lugar de abundancia y no de escasez, hay más que suficiente para sobrevivir, y es la codicia y la acumulación la causa del hambre y la injusticia. Véase, en el Antiguo Testamento, [Lv 25,8]. Otro ejemplo en el que se presenta la inversión de poderes es cuando Mateo cuenta la historia de unos poderosos magos (no dice ni que sean tres, ni que sean reyes) van a adorar a un niño recién nacido [Mt 2,11]. Los poderosos inclinándose ante los pobres. Como curiosidad, en Lucas el niño no es adorado por reyes sino por pastores, por iguales [Lc 2,8]. La importancia que tiene la figura del niño en los Evangelios es central. En un famoso pasaje, Jesús los defenderá cuando sus discípulos los reprenden por acercarse a él, y en otro afirmará que la única forma de entrar en el reino de los cielos es ser como un niño [Lc 9,47] [Mt 18,3]. Frecuentemente, la explicación que se le da a estos pasajes está relacionada con la pureza de sentimientos de un niño, con su inocencia. Nacemos libres de pecado y el mundo nos corrompe, por lo que para ser buenos debemos volver a ese estado de inocencia previo. Realmente esta idea tiene más que ver con la subjetividad moderna que con la idea de niñez en el siglo I. Debido a la elevadísima tasa de mortandad infantil, en los padres y en la sociedad en general había un desapego emocional hacia los niños. Como pocos niños llegaban a la edad adulta, reducir la carga emocional era una forma de evitar un sufrimiento ante su más que probable pérdida, y los niños se volvían socialmente invisibles. La idea de poderosos inclinándose para adorar a un niño, la idea de un niño preguntando y escuchando a filósofos y estos respondiendo amablemente, la idea de que para entrar en el reino celestial hay que ser como un niño, tenían que ser infinitamente rompedoras para esta sociedad que invisibilizaba y reprendía a los niños y no les mostraba ninguna clase de afecto. De nuevo, la palabra de Jesús se dirige indudablemente hacia los invisibles, hacia la “sal de la tierra” [Mt 5,12] (Pablo irá más lejos al utilizar el término de anawim, que de tener traducción exacta en hebreo sería algo así como “hez de la tierra”). Como curiosidad, sólo un Evangelio, el de Lucas, le da importancia a otro grupo social invisibilizado pese a ser una mayoría sociológica, las mujeres. Su Evangelio se inicia con Isabel, Elisabeth y María, continúa con María Magdalena, Juana, Susana, Marta y su hermana María, con las anónimas “Hijas de Jerusalén” que lloran y lamentan el calvario de Jesús [Lc 23,27], y termina con mujeres descubriendo su resurrección (María Magdalena, Juana, María). De nuevo, esta importancia otorgada a las mujeres debió resultar tremendamente chocante en una sociedad tremendamente patriarcal, así como los llamamientos a aborrecer la familia biológica para todo aquel que busque ser discípulo de Jesús [Lc 14,26]. Ante esta familia biológica Jesús reclamará una familia de comunidad, política, llamando hermanos a sus discípulos. Las referencias al favor de Dios hacia los pobres, a su toma de partido por ellos, llenan de una forma tan clara los Evangelios que sería ridículo negar este posicionamiento de favor divino: “bienaventurados los pobres” [Lc 5,20], afirmación que Mateo matiza quitándole carga política al añadir “los pobres de espíritu” [Mt 5,3]; “los primeros serán postreros y los prosteros, primeros” [Mt 20,15], “el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” [Mt 23, 12] [Lc 14,11], “el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” [Mc 10,43] (consigna que recuerda bastante al Servir al pueblo de Mao), la archiconocida afirmación de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos [Lc 8,24] [Mt 19,23] [Mc 10,25], afirmación que es bastante sorprendente que se reproduzca de forma idéntica en los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas (como no hubo contacto entre los evangelistas, nos hace pensar que los tres bebieron de la misma fuente original, seguramente “Q”), aquella parábola sobre el mayordomo donde Jesús dice “ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” [Lc 16,13], el hecho de que Jesús le diga a uno de los ladrones crucificados junto a él que le acompañará en el Paraíso [Lc 23,43]. Una de las historias más conocidas sobre este carácter “anticapitalista” de Jesús es la de los mercaderes en el templo. Los Evangelios muestran aquí a un Jesús colérico, rompiendo las mesas de los cambistas que están haciendo negocios en el templo, acusándolos de convertirlo en una cueva de ladrones. Es muy importante ver dónde se ubica esta historia. Juan, preocupado por minimizar el aspecto político de la actividad de Jesús y por mostrar que fue ejecutado por razones teológicas, sitúa esta historia al comienzo de su Evangelio [Jn 2,14]. El resto de evangelistas sitúan la historia al final, en Jerusalén y durante la festividad de Pascua. Recordemos que la Pascua judía celebra la liberación del pueblo de Israel del dominio egipcio, y que era común la analogía de ver en los romanos unos nuevos egipcios que esclavizaban al pueblo judío. En esta situación, para un oyente de las historias relatadas en los Evangelios en el siglo I, la analogía entre Jesús y Moisés es inmediata y evidente. Pese a sus repetidos llamamientos a sus discípulos a llevar un perfil bajo y pasar desapercibidos, Jesús está llegando a Jerusalén a morir aclamado por el pueblo (pese a que luego fuera abandonado por él, volveremos sobre ello), entra en cólera expulsando a los mercaderes del templo, su última cena es una comida pascual. Ver en Jesús un nuevo libertador comparable con Moisés parecería claro para cualquier lector judío de los Evangelios. Por supuesto, otra referencia inmediata y conocida hacia Moisés es cuando Jesús se transfigura ante Pedro, Jacobo y su hermano Juan “en un monte alto apartado” [Mt 17,1]. La idea del ascenso a una montaña como un acercamiento a Dios se convertirá en un lugar común de la tradición mística cristiana. Pero, ¿era la misión de Jesús convertirse en un nuevo libertador del pueblo judío? Las extrañas referencias antisemitas en los Evangelios (especialmente el de Juan, será analizado posteriormente), así como el carácter internacionalista del Cristianismo (“haced discípulos a todas las naciones” [Mt 28,19]) parecen indicar que no. Los Evangelios insisten en que el reino de Dios es un “reino para todos los pueblos” [Lc 2,31], para judíos, romanos y gentiles. Como curiosidad, Lucas describe desde el principio el reino de Dios dirigido tanto a judíos como a gentiles, mientras que Mateo sólo lo hace al final. El pueblo de Israel no es el único Hijo de Dios, sino que la tarea es fundar un pueblo universal. Obviamente, quien más esfuerzos dedicará a esta tarea es Pablo de Tarso, en su acercamiento con sus cartas a los Romanos y a los Gentiles (no sin razón se suele decir que quien universaliza el Cristianismo, quien lo convierte realmente en Cristianismo es Pablo, por ello Antonio Gramsci afirmaría que se debería hablar con justicia de un “Cristianismo-Paulismo”). Durante el “juicio” a Jesús (los Evangelios muestran constantemente su carácter capcioso y preparado de antemano), hay una parte interesantísima en la que le preguntan con qué autoridad hace los milagros, y quién le dio esa autoridad. En vez de caer en la trampa, Jesús la esquiva trasladando esa pregunta al Profeta Juan el Bautista. ¿Quién le dio el poder a Juan el Bautista? ¿Dios, o los seres humanos? Esto pone en una difícil tesitura a sus interrogadores y a todo aquel que hizo caso omiso a su palabra. Si Dios fue quien dio autoridad a Juan el Bautista, desoírle sería un desafío al propio Dios. Si su autoridad fue dada por los seres humanos, por el pueblo, entonces la fuerza de este era temible [Mc 11,28] [Mt 21,23]. La disyuntiva con el caso de Jesús es tan similar que él mismo se ampara en la comparación para no responder a la pregunta: “tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas”. Pero al final, lo curioso de todo es que Jesús muere solo en la cruz. Tanto Dios como el pueblo le dejan morir. En los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas se ve un Jesús desesperado que clama al cielo buscando respuestas a por qué Dios le abandona, y un pueblo que termina vitoreando la sentencia de su crucifixión y la liberación de Barrabás a cambio (únicamente recibe el apoyo terrenal de sus discípulos y de las anónimas “hijas de Jerusalén” que lloran por él en el Evangelio de Lucas). En cambio, el Evangelio de Juan busca una explicación bastante interesante a este abandono por parte del pueblo: “mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos, pero mi reino no es de aquí” [Jn 18,36]. Sus camaradas no se alzan en armas para salvar su vida (únicamente Pedro, el zelote, desenvaina su espada pero volverá a guardarla) porque no creen realmente que esa lucha tenga sentido. La explicación de Juan parece bastante clara: el reino de los cielos nada tiene que ver con el reino de los hombres, la salvación que predica Jesús no es en ningún caso política sino una salvación del espíritu, de las almas. Realmente esto suena a justificación retrospectiva de los propios discípulos, a aliviar la carga con la culpa de no haber luchado. Sostener la idea de que el reino de los cielos nada tiene que ver con el reino terrenal supone establecer una ruptura entre el Evangelio de Juan y el resto, ya que deja sin explicar toda la teología de la dualidad de poderes que atraviesa los textos. Creemos que sí que existe esa ruptura y que es bastante clara, pero por otros motivos (que serán explicados en un punto aparte). La separación que establece Juan entre Dios y el mundo, entre el reino de los cielos y el terrenal, no tiene como objetivo inmediato la legitimación del orden social existente, del Imperio Romano. Es innegable que los seguidores primigenios de Jesús hicieron un trabajo considerable por mantener buenas relaciones con el Imperio, y sería absurdo negarlo. Pero el objetivo de estos no es, de ninguna manera, buscar el favor del Imperio, convivir pacíficamente en su seno, sino pasar desapercibidos: los cristianos creen que el Apocalipsis es inminente, por lo que ven absurdo cualquier sacrificio inútil (“Misericordia quiero, no sacrificio” [Mt 9,13]). También al principio el propio Jesús parece ver su propia muerte como evitable, lamentándose cuando esta va a consumarse y pidiendo al pueblo que sana que no cuente lo que ha ocurrido (volveremos sobre este “pasar desapercibido” en el siguiente apartado). Sólo cuando el Mesías muere y la Parousía no llega, cuando el tiempo del Acontecimiento (kairós) transmuta en el tiempo lineal (chronos), es cuando la tradición católica necesita encontrar una teología de legitimación del dolor, en la que Jesús se entrega a la muerte para salvar al mundo de sus propios pecados. Lo oculto en los Evangelios. Pasar desapercibido. En los Evangelios hay bastantes referencias a la lucha de la luz contra las tinieblas. La referencia más conocida sin duda es la parábola de la lámpara [Lc 11,33], donde Jesús dice que nadie enciende una lámpara para ocultarla en un cajón, sino que esta debe colocarse en un candelabro para que ilumine toda la habitación: todo debe salir a la luz, lo oculto debe ser desvelado y lo oscuro, iluminado. Esta crítica a la ideología mistificadora de la realidad, esta defensa de la claridad luminosa frente a las sombras, estaba ya bastante extendida en la historia del pensamiento occidental (recordemos, por ejemplo, el mito de la caverna en Platón). Aun así, creemos que hay bastantes referencias en los Evangelios al secretismo y a permanecer ocultos, que muchas veces no acaban de encajar con la imagen del Jesús socrático, platónico y helénico que se presenta en el Evangelio de Juan (referencias ocultas que son especialmente prolíficas en el Evangelio de Marcos: “mira, no digas nadie a nada, sino ve” [Mc 1,44]. Esta idea del secretismo en los Evangelios no es en absoluto nueva, sino que desencadenó toda una rama de pensamiento cristiano, el gnosticismo, ya desde el mismo nacimiento de la doctrina cristiana (con Marción, quien sólo reconocía como válidos el Evangelio de Lucas y las cartas de Pablo). La primera de las referencias que podrían justificar este secretismo es el uso continuo de parábolas. La parábola es aquí una forma de “decir sin decir”, de afirmar algo a través de una analogía sugerente que permita concluir un juicio sin que este haya sido emitido, y al mismo tiempo atraer al oyente mediante la extrañeza y dejarlo pensativo. No creemos que se trate de una forma de explicación, de hacer inteligible un contenido, porque cuando Jesús quiere ser claro no da rodeos y expresa las cosas directamente. Como hemos defendido anteriormente, creemos que Jesús no utiliza las parábolas para explicar una realidad que de otra forma sería inteligible (tampoco, como sostiene el gnosticismo, como una forma de ir “dejando pistas” para buscar las determinaciones del reino de los cielos). Las utiliza, primero, para no levantar sospechas entre los romanos y sacerdotes serviles al Imperio y segundo, para mantener en sus filas a los revolucionarios que le seguían. Prácticamente la mitad de párrafos de los Evangelios consisten en cómo Jesús sana enfermos de diversa índole por medio de milagros (leprosos, ciegos, desangrados, incluso resucita muertos). Esto creemos que es otro signo más de la naturaleza material de la teología del Nuevo Testamento: sanar cuerpos es luchar contra el dolor, contra el mal, devolver esos cuerpos a la paridad con los demás. Leyendo cuidadosamente, Jesús no busca con sus milagros demostrar ser el hijo de Dios (esta es la línea que sigue la tradición cristiana, por ser el único camino libre: si Dios es Creador y el mundo es su creación, hacer milagros sería transformar la Creación, que debería ser perfecta; por tanto, la única motivación de Jesús para hacer milagros no puede ser corregir al Padre, sino demostrar ser su Hijo ante los hombres incrédulos). Todos los milagros que hace los hace por compasión. Pasa bastante tiempo huyendo de las multitudes que se le acercan para comprobar si es hijo de Dios (hasta llegar a enfadarse, [Mt 17,17]), y se niega a hacer milagros de autolegitimación. Además, constantemente pide a los enfermos sanados que no hablen de lo que ha ocurrido, y muchas veces se cuida de utilizar la forma pasiva (es decir, en vez de “perdono tus pecados”, dirá “tus pecados han sido perdonados”). Parece que Jesús se da cuenta de la imposibilidad de que se mantenga una discreción a medida que sus milagros llegan a más oídos, más gente se acerca a él, y comienza a intuir el peligro. El peligro está lógicamente encarnado en las autoridades romanas y sacerdotales judías. Jesús se cuida constantemente de esquivar las trampas, de medir sus palabras y de no blasfemar contra la ley judía. Sobre la acusación de que sanar en Sabbath supone una violación inadmisible de la ley judía, Jesús buscará defenderse: “¿es lícito en los días de reposo hacer bien, o hacer mal; salvar la vida o quitarla?” [Mc 3,4]; “el Hijo del Hombre es aún Señor del Sábado” [Lc 6,5] (como curiosidad, la expresión aquí utilizada, “Hijo del Hombre”, ha sido interpretada de distintas formas: una interpretación sostiene que proviene de una figura apocalíptica de [Dn 7], mientras que la más aceptada es que es una forma de decir “ser humano”, incluso un circunloquio lingüístico para decir “yo”). A la capciosa pregunta sobre si era justo el pago de impuestos al Imperio, Jesús también respondería esquivando la trampa: en la moneda está grabada la cara del César, luego “dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios [Mt 22,21]. Ante el interrogatorio tras ser prendido, las autoridades le preguntarán si es el Mesías. La respuesta de Jesús es evasiva, ni confirma ni niega: “Tú lo dices” [Lc 22,67] [Mt 26,63]. La noche anterior les dará a sus discípulos directrices en el mismo sentido: “Entonces mandó a sus discípulos que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo” [Mt 16,20], “No digáis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos” [Mt 17,9]. Pero sin ningún género de dudas, los versículos donde queda más clara y explícita la motivación de pasar desapercibido ante los enemigos, están en el Evangelio de Mateo. Aquí Jesús hablará de la necesidad de reconciliarse con los enemigos, y da una motivación clara: “ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel” [Mt 5,25]. Pasad desapercibidos, limad tensiones con vuestros enemigos, no derraméis vuestra sangre. La universalidad del mensaje de Jesús parece bastante clara, y también se aplica sobre enemigos políticos aunque, esto es muy importante, únicamente sobre los enemigos que quieran escuchar; quien rechace el mensaje sufrirá condenación: “si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. De cierto os digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad” [Mt 10,14] (la referencia en este pasaje a la destrucción de Sodoma y Gomorra [Gn 19] es una prueba textual de que la quiebra moral de estas ciudades no tiene nada que ver con prácticas homosexuales sino con la falta de hospitalidad hacia los extraños). El pueblo judío no es el único pueblo hijo de Dios, el mensaje es universal y también debe ser extendido a extranjeros y enemigos. Quien asumirá esa tarea como propia e indispensable será Pablo de Tarso, y en su Carta a los Romanos también encontramos que se tomó muy en serio la exhortación de su Maestro a pasar desapercibidos. Leyendo detenidamente el fragmento acerca de la autoridad y la obediencia de la Carta a los romanos, que parece contradecir nuestra tesis, Pablo hace un llamamiento a someterse a las autoridades en el poder, utilizando como carta de legitimación que esos poderes han sido puestos por Dios [Rom 13,1]. Creemos, con Jacob Taubes, que este fragmento no puede leerse de forma aislada de su inmediata continuación: “tened en cuenta en qué tiempos estamos: ya es hora de despertar del sueño, porque ahora está más cerca de nosotros la salvación que cuando abrazamos la fe” [Rom 13,11]. Pablo está haciendo aquí una referencia directa a la inminencia del tiempo escatológico, un tiempo-ahora (Jetztzeit) que inunda el presente, que hará estallar la continuidad de la historia y que invertirá todas las relaciones sociales. Para que no quepa ningún género de dudas, Pablo continúa: “la noche está avanzada y el día está cerca; por lo tanto, dejemos a un lado las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” [Rom 13,12]. De hecho, esperaba poder asistir en persona a la segunda venida del Mesías: “después nosotros, los que estemos hasta la venida del Señor, seremos arrebatados” [1 Tes 4,17]. La misión de Pablo es alertar, salvar al mayor número de personas posibles, sean romanos, gálatas, corintios o tesalónicos. Construir la comunidad internacional que será salvada. Y, mientras tanto, evitar el sacrificio inútil de las filas cristianas: obedeced, pagad impuestos, no creéis conflictos, guardad la espada y esperad. Que el fin de este mundo está próximo. Violencia y Amor en los Evangelios. Fundar un pueblo. Los Evangelios también están atravesados, de principio a fin, de un contraste entre violencia y amor, entre ira y perdón. La cita más importante, y con mayor recorrido, sobre la violencia, es la conocida “no penséis que he venido para traer la paz a la tierra; no he venid para traer paz, sino espada” [Mt 10,34]. Lucas, en vez de espada, hablará de disensión [Lc 12,51]. Justo después, Jesús afirmará que viene a poner en conflicto a padres e hijos, hermanos y hermanas, es decir, que viene a invertir todas las formas de relaciones familiares. Es importante que este fragmento, en el que resuena toda la fuerza del Antiguo Testamento (donde Dios tiene una función de Creación y Destrucción, mientras que en el Nuevo Testamento Dios no es creador sino redentor), la amenaza caiga sobre quien se niega a escuchar la palabra. Justo antes, Jesús dice: “cualquiera que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” [Mt 10,33]. En el Evangelio de Juan, volveremos sobre ello, Jesús sólo rogará por sus discípulos, no por el mundo [Jn 17,9]. Jesús lleva, a través de sus discípulos, un mensaje de amor a sus enemigos, y cuando estos lo rechazan, es cuando hay que sacudirse el polvo de los pies, porque no cabe otra cosa que no sea la condenación. En un pasaje del Evangelio de Lucas, en el huerto de Getsemaní, Jesús reúne a sus camaradas y hace un recuento de las armas que poseen (dos espadas [Lc 22,38]). Parece que realmente duda de si el reino de Dios llegará por sí solo, o habrá que traerlo a la tierra por medio de la espada: “el que no tenga espada, venda su capa y compre una” [Lc 22,36]. Este fragmento es interesantísimo, porque parece que se está preparando para la lucha (recordemos que ya sabe de la traición de Judas y puede intuir que irán a por él) pero, tras una reflexión y oración apartado, a solas, en la que descubre que sus discípulos son incapaces de mantenerse en guardia, decide que la mejor táctica es entregarse sin derramamiento de sangre. Con dos espadas, la lucha contra el ejército que viene a prenderle sería absurda y habría desembocado en una carnicería. Sus discípulos están dispuestos a luchar por él, pero Jesús pide guardar la espada. Los discípulos terminan huyendo aterrados de Jerusalén al contemplar el fin de su Maestro. La tradición católica desarrollará toda una teología del sacrificio en el que el Hijo de Dios muere por los pecados del mundo, pero en una lectura atenta de estos pasajes del Evangelio de Lucas parece que el Hijo de Dios muere para otorgar el tiempo suficiente a sus valiosos camaradas para huir de una batalla perdida de antemano (¡Misericordia quiero, no sacrificio!). Sabemos que es sin duda polémica la tesis de que el acto fundacional de la historia de la Cristiandad, el sacrificio de Jesús, dependiera al final del número de espadas con el que contaban sus discípulos. Jesús sabía que ya no podía salir vivo de Jerusalén, que sus enemigos venían a por él, y que iba a pagar por sus alborotos en el templo y porque los enfermos sanados hubieran estado pregonando sus milagros. Es ahí cuando se sacrifica, pero se trata de un sacrificio contingente basado en el mal menor: en vez de que les maten a todos, Jesús se entrega, muere sólo él. Esta decisión, absolutamente central en la historia del Cristianismo, se acaba reduciendo a una pregunta muy sencilla: ¿somos capaces de defendernos o no? Como decimos, el papel del conflicto es central en los Evangelios, y este desgarra desde arriba hasta abajo la sociedad: “si un reino está dividido contra sí mismo, no puede permanecer” [Mc 3,24], “todo reino dividido contra sí mismo es asolado” [Lc 11,17]. Esta cita, que suena tan hobbesiana, será utilizada por Maquiavelo para presentar su figura del Príncipe, y por Carl Schmitt para presentar la dicotomía entre dictadura del sable (Poder) o dictadura del cuchillo (Anarquía). Los campos se delimitan claramente por el conflicto, y los Evangelios buscan legitimar una suerte de dialéctica entre amigo y enemigo, que será importante en la lucha del Cristianismo por imponerse, en la lucha de lo nuevo por barrer lo viejo. En un pasaje del Evangelio de Marcos, los discípulos descubren a alguien echando demonios fuera de cuerpos en nombre de Dios, aunque se negaba a seguir a Jesús. Este le ordena a sus discípulos que no le prohíban hacer milagros, y lo justifica así: “el que no es contra nosotros, por nosotros es” [Mc 9,40]. Como vemos, Jesús no está definiendo al enemigo, sino que deja que sea el enemigo el que se defina. Considera amigo a todo aquel que no le niegue, y predice la condenación a todo aquel que trabaje por destruirles: “cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, de cierto os digo que no perderá su recompensa. Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le iría si se le atase una piedra de molino al cuello y se le arrojase al mar” [Mc 9,42]. El ejemplo más claro y más patente de esta dualidad de poderes que está presente en los Evangelios es, sin duda, la oposición entre Jesús y Herodes. Sostener que Jesús es el rey legítimo del pueblo de Israel, heredero de David y de Abraham, es al mismo tiempo sostener que Herodes no lo es. Por si fuera poco, encima los números de las generaciones encajan: catorce generaciones desde Abraham a David, otras catorce desde David a la deportación de Babilonia y otras catorce desde la deportación hasta el nacimiento de Jesús [Mt 1, 17] (el cálculo de los números de generaciones será muy importante en la tradición escatológica cristiana, pensemos por ejemplo en Joaquín de Fiore). La figura de autoridad de Jesús amenaza constantemente la legitimidad de Herodes (éste verá la amenaza gracias a los magos y mandará asesinar a todos los niños menores de dos años de Belén, los llamados santos inocentes [Mt 2,16]. Esta dualidad de poderes es también la lucha entre dos formas de universalidad, una universalidad falsa, terrenal, de injusticias, y una universalidad verdadera, celestial, de amor y equidad. Sin el amor no puede entenderse la violencia. Si queremos encontrar un pasaje en el que se exprese textualmente el proyecto cristiano de amor hacia los enemigos, lo podemos hallar en las indicaciones que da Jesús a sus discípulos: “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen” [Mt 5,44]. Esta voluntad queda más que clara en la archiconocida petición que Jesús le hace a Dios cuando está siendo crucificado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” [Lc 23,34]. Marx añadirá a esta afirmación una segunda parte muy interesante, con la que describirá en el primer tomo de El capital la función de la ideología: “no lo saben, pero lo hacen”. Tenemos meridianamente claro el objetivo del amor cristiano (tanto judíos como gentiles, tanto amigos como enemigos), pero nos queda explicitar cuál es la función de este amor: esta no es otra que fundar un Pueblo, construir una comunidad de hermanos y hermanas: “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre” [Mt 12,50]. Este objetivo está ya en Jesús, y se va desplegando de forma matizada (por ejemplo, la universalización del mensaje en Mateo está al final, mientras que Lucas ya presenta ese objetivo desde el principio), pero será en Pablo donde cobrará toda su importancia. En el Evangelio de Mateo, Jesús está explicando cuáles son los mandamientos que hay que seguir para llegar al reino de los cielos. El primer mandamiento, el “primero y grande”, es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” [Mt 22,36]. En Marcos, la formulación es muy similar [Mc 12,28]. El segundo mandamiento, afirma Jesús, es “amar al prójimo como a ti mismo”. Queda bastante claro en los textos que los mandamientos están interrelacionados y que es imposible que para el pensamiento cristiano se dé uno sin que se dé el otro, pero lo interesante es que Jesús los ordena, establece una priorización. Y lo que es más interesante aún es que Pablo, en esa maravilla de texto que es Rom 13, reduce los dos mandamientos a uno solo: “no debáis nada a nadie; amaos unos a otros, pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley” [Rom 13,8]. Taubes hablará aquí de una formulación casi feuerbachiana (Ludwig Feuerbach afirmará en el siglo XIX, en La esencia del Cristianismo, que Dios es una proyección humana creada para expresar el amor de la humanidad hacia sí misma, que es tan intenso que necesita una mediación celeste). No sabemos si realmente la ruptura de Pablo con Jesús es tan grande: hay otra formulación menos radical de lo mismo en el Evangelio de Juan, donde Jesús dice “éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” [Jn 14,12]; además, el cariñoso apelativo que Jesús utiliza para referirse a Dios, Abba, que podría ser traducido como “papá”, sugiere que la relación que Jesús tiene con Dios es totalmente distinta de la relación con Dios en el Antiguo Testamento plasmada en los Mandamientos mosaicos (que Jesús utilizara el término “Hijo de Dios” podía llegar a ser tolerable para un judío, porque al final el pueblo de Israel era hijo de Dios; lo que no podía ser de ninguna forma tolerable es que se refiriera a él llamándole papá). Tampoco sabemos si Pablo está realmente tan cerca de Feuerbach como sugiere Taubes, pero sí podemos afirmar que el mandamiento de amar al prójimo (amigo o enemigo, judío o gentil) acaba teniendo una importancia absolutamente central en el pensamiento cristiano. Desesperanza y rememoración en los Evangelios. Hablar a los judíos. “Sólo por mor de los desesperanzados nos ha sido dada la esperanza”. Walter Benjamin, Las afinidades electivas de Goethe. Como hemos afirmado anteriormente, la idea de un Mesías fracasado, crucificado, es una novedad absoluta en el pensamiento escatológico judío. Un Mesías que viene al mundo a darle la vuelta acaba siendo derrotado por el propio mundo (pese a que Juan vendiera la derrota como una victoria [Jn 16,33], entraremos en detalle en esto posteriormente). Un Mesías que a ojos del pueblo no resulta ser tan omnipotente, que no se salva pese a haber salvado a otros (lo que provocará burlas de soldados romanos y de paseantes), es inconcebible para la tradición judía. No se salva ni a sí mismo y quiere salvarnos a todos. Pero realmente, este fracaso sí tiene un sentido muy específico en la tradición cristiana. Pese a que podemos sostener, con evidencias textuales, que Jesús no quiere ni busca morir, también podemos sostener que sí que acepta la muerte cuando esta es inevitable, que sabe que hay cosas más importantes que la vida, y que muchos murieron antes que él (como, por ejemplo, el propio Juan el Bautista). El fracaso, en la tradición cristiana, es necesario para que ocurra la redención. Que Jesús muera abandonado y sin esperanza en salvarse es la condición de su resurrección; que muera sin esperanza acaba siendo al final la condición de toda esperanza posible. En Mateo y Marcos se expresa la incomprensión: “Padre, ¿por qué me has abandonado? [Mt 27,46] [Mc 15,34], en Lucas la asunción de que ya no puede hacer nada: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” [Lc 23,46]. Aquí hay un enorme contraste con la sobriedad con la que Jesús afronta la muerte en Juan: “Consumado es” [Jn 19,30]. No hay desolación, no hay temor, ni improperios. En ningún momento pierde aquí Jesús la fe en la victoria, en su triunfo sobre el mundo. Esta versión de Juan será el origen de toda una tradición de representación artística, el Christus Victor. Pero donde creemos que la ruptura entre Cristianismo y Judaísmo es más clara, es en su relación con el tiempo: el Cristianismo llama al futuro y al reino de los cielos, el Judaísmo llama a rememorar el pasado, al recuerdo, a la búsqueda de esas “astillas mesiánicas” que se insertan en la historia. Los judíos, como afirmara Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia, tenían prohibido indagar sobre el futuro: toda la investigación se realiza hacia el pasado, hacia esas “generaciones pasadas” cuyo peso “oprime al cerebro de los vivos” como dijera Marx. En cambio, el Cristianismo dirige su mirada hacia el futuro, llama a un nuevo mundo que aún no existe y que debe ser creado superando esa melancolía que nos ancla al pasado. Para ello, construye toda una teología de la resurrección que es increíblemente interesante: una resurrección en la que el tiempo queda abolido, en la que la dignidad de los muertos queda restaurada, en la que sus acciones son las que los redimen o los condenan (esto, como vemos, nada tendrá que ver con la predestinación luterana calvinista). El fragmento de los Evangelios donde más claro queda esta mirada al futuro, está en Lucas: “ninguno que poniendo su mano en el arado mira atrás, es apto para el reino de Dios” [Lc 9,62]. El Ángel de la Historia es obligado a mirar hacia atrás, al seguidor de Jesús se le prohíbe mirar hacia atrás. Justo antes, Lucas pone en la boca de Jesús una expresión que correrá bastante suerte en la tradición marxista: “deja que los muertos entierren a los muertos” [Lc 9,60]. Marx, otro pensador que proviene de la tradición judía y rompe con ella, utilizará esta expresión cuando hable que el movimiento revolucionario de su época debe ser capaz de salir de la eterna repetición de todas las revoluciones fracasadas previas: «La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido». En este mismo sentido, “Dios es un Dios de vivos, no de muertos” [Lc 20,38]. Quedar atrapado en el duelo, en la melancolía por un pasado, desemboca en un sentimiento de inacción y desencanto, la acedia, que no puede permitirse una doctrina que busque invertir el orden social establecido y los valores que le acompañan. Pero, ¿es suficiente con la prefiguración del futuro para que se consume la acción revolucionaria? Viendo la suerte que corre el Cristianismo, que su triunfo es su derrota, que acaba triunfando al consumarse como la ideología del Imperio y enterrando el kairós, el tiempo del Acontecimiento, el fin del mundo, bajo capas y capas de tiempo lineal homogéneo y vacío de contenido, parece que no. En palabras de Benjamin, y esto lo entendió muy bien el Judaísmo, la fuerza para luchar no se extrae del “ideal de los nietos liberados”, sino del “recuerdo de los antepasados esclavizados”. A diferencia del pensamiento cristiano, el pensamiento judío paga su retirada del mundo y del tiempo futuro con la moneda de renegar de la transformación del mundo. Para terminar el apartado queremos recoger una cita del pensador judío Franz Rosenzweig, en La estrella de la redención, porque creemos que explica muy bien esta diferencia entre la temporalidad judía y la cristiana, y que es una explicación que sintetiza muy bien las desavenencias entre judíos y cristianos: «Ante Dios, el judío y el cristiano trabajan en la misma obra. No puede prescindir de ninguno. Los ha enemistado en todo tiempo, pero los ha vinculado del modo más estrecho. A nosotros [los judíos] nos dio eterna vida al encendernos en nuestro corazón el fuego de la estrella de su verdad. A ellos [los cristianos] los puso en el eterno camino haciéndoles correr en todo el tiempo tras los rayos de la estrella de su verdad, hasta el final eterno. Nosotros vemos, pues, en nuestro corazón la fiel imagen de la verdad pero, para ello, damos la espalda a la vida temporal, y la vida del tiempo nos da la espalda a nosotros. Ellos, en cambio, van corriendo tras el río del tiempo, pero no tienen la verdad más que a su espalda. Ella los guía, puesto que siguen sus rayos; pero no la ven con los ojos. La verdad, toda la verdad entera, no nos pertenece ni a ellos ni a nosotros». Los contrastes en los Evangelios. Morir. Ningún Evangelio es idéntico a otro, algunos relatan unos hechos que otros no lo hacen, e incluso hay diferencias en la forma de presentarlos. Aun así, no creemos que pueda dudarse de que Evangelio de Juan es bastante diferente al resto. El propio Juan es consciente de lo diferente que es su forma de narrar los hechos cuando se otorga a sí mismo una prioridad epistémica al autodenominarse “el discípulo amado” o “el discípulo que Jesús amaba” [Jn 13,23]. El hecho de que ninguno de los otros evangelios hablara de esta relación especial entre Jesús y uno de sus discípulos, unido a que Juan escribiera su Evangelio por el año 90 d.C., cuando el resto de discípulos y evangelistas ya habían desaparecido (imposibilitando así toda réplica) hace dudar de la veracidad de esta denominación. Lo que sí que podemos observar es que Juan utiliza a menudo esta relación para darse una mayor legitimidad respecto del resto de Evangelios, y probablemente eso buscaba a la luz de las diferencias que su Evangelio tenía con el resto. Justo al comienzo, Juan identifica a Jesús con el Verbo de Dios, con el logos (“el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” [Jn 1,14]. Durante todo el Evangelio, Jesús es plenamente consciente de su muerte, y la entiende como algo preestablecido, hacia la cual se orienta. Se podría decir que busca el sentido en la muerte, que vive para ella (este es el Cristianismo que criticará Nietzsche, oponiendo muerte y vida, Apolo y Dionisos). Jesús no sólo acepta su muerte desde el comienzo, sino que la ve como algo deseable. Juan nos presenta aquí a un Jesús plenamente socrático, helénico, incluso estoico. Un logos que no puede alterarse, que está por encima de todo lo que pueda pasar en el mundo, que no se enfada: la reprimenda que lanza a los mercaderes no es, como en el resto de Evangelios, un furioso ataque, sino una reprimenda que más bien parece la de un Padre a sus hijos [Jn 2,16]. El Jesús que presenta Juan no se enfada con el pueblo que le sigue para pedirle milagros (no hay ningún “¡Generación incrédula y perversa!, ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar?” [Mt 17,17]). Ni tampoco maldice a la higuera que no da frutos secándola [Mc 11,21] [21,19]. Parece que Jesús, en el Evangelio de Juan, está por encima de todas las particularidades del mundo: es el Evangelio que menos extensión dedica a la curación de los cuerpos mediante milagros, y el que más dedica a la discusión filosófica y a los debates. Jesús dedica bastante tiempo a establecer un diálogo socrático con los judíos que niegan su autoridad [Jn 8,30], para reforzar la idea de que el verdadero conflicto por el que matan a Jesús es teológico y no político; y la noche de la última cena en Getsemaní, la oración apartada y el sufrimiento se sustituyen por una disertación con sus discípulos sobre la muerte. Aquí, lo que hace Jesús es consolar a sus discípulos (exactamente como hace Sócrates en el Fedón antes de tomar la cicuta, el paralelismo es tan claro que es ridículo negar la influencia directa), y darle sentido a su propia muerte: si él no muriera, si no fuera a reunirse con su Padre, no podría llegar el Consolador, el Espíritu Santo: “os conviene que yo me vaya, porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros, mas si me fuere, os lo enviaré” [Jn 16,7]. En el mismo discurso, poco más adelante, Jesús afirmará que la tristeza de los discípulos ante su muerte se convertirá en gozo [Jn 16,20], la semejanza con Fedón 68a es muy clara. En el resto de Evangelios, Jesús evita definirse para pasar desapercibido. En Juan, se da a sí mismo hasta siete definiciones, utilizando la fórmula del “Yo soy”: pan, luz, puerta, buen pastor, resurrección y vida, camino verdad y vida, vid. Además, utilizará la formulación de “el Padre está en mí, y yo en el Padre” [Jn 10,38], que será el inicio de la lucha entre Arrio y Atanasio sobre la naturaleza de la relación entre Dios y Jesús. La imagen de Jesús es la de la Razón, la del logos: con una sola palabra corrige la Ley judía e impide que lapiden a una mujer adúltera (“el que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” [Jn 8,7]). Es interesante aquí ver cómo Jesús coloca la conciencia por encima de la Ley ("acusados por su conciencia, salían uno a uno” [Jn 8,9]). Evitando la trampa que le tienden sobre su legitimidad para ponerse él por encima de la Ley judía, deja que sea la propia conciencia moral de cada hombre quien tome el mando, y desobedezca la sentencia. La conciencia moral de cada individuo está aquí atravesada por la palabra de Dios, de la Razón. Juan se cuida especialmente de separar el reino de Dios y el reino terrenal, de suavizar todo indicio de politización en la doctrina cristiana, con un afán de neutralizar su fuerza disruptiva y hacerla compatible con el poder terrenal. El conflicto realmente importante pasa a ser el teológico (no por casualidad es, con mucha diferencia, el más antisemita de los cuatro Evangelios, con más de setenta referencias negativas hacia los judíos). Como el resto de Evangelios exculpa a los romanos y hace caer el peso de la muerte del Mesías en los judíos. Las referencias a la separación entre Dios y el mundo se suceden: “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”, donde se utiliza un juego de palabras entre “nacer de nuevo” y “nacer de lo elevado” [Jn 3,3]. Jesús se separa de los hombres: “no recibo testimonio de hombre alguno” [Jn 5,34], “mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió” [Jn 7,16], “vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo” [Jn 8,23]. Es importantísimo aquí que, cuando Jesús hable del “no ser de este mundo”, también incluya a sus propios discípulos: “si fuerais de este mundo, el mundo os amaría porque ama lo suyo, pero como no sois de este mundo, este os aborrece” [Jn 15,19]. Ya sea por unirse a una guerrilla latinoamericana de liberación o por apoyar ideológicamente dictaduras militares fascistas (intuimos que no cabe ninguna duda de qué elegiría Jesús en esa disyuntiva), es curioso lo poco que la Iglesia ha cumplido estos preceptos y ha tomado parte activa en el reino terrenal. Lo que sí que podemos observar en Juan es un rechazo, casi una repugnancia, de Jesús por el mundo terrenal y sus problemas (esto también explica la poca importancia que le da a los milagros). Ese rechazo, que se llega a convertir en frío desprecio, se materializa en que ante su inminente muerte Jesús no ruega por el mundo sino únicamente por sus discípulos (“no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son” [Jn 17,9]) y por su pueblo (“no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por palabra de ellos” [Jn 17,20]). Lejos queda aquí la piedad del “perdónalos, porque no saben lo que hacen” del Evangelio de Lucas. En este culto a la muerte que es el Evangelio de Juan no existe el fracaso, la muerte es un éxito, que se condensa perfectamente en la afirmación que les hace a sus discípulos: “yo he vencido al mundo” [Jn 16,33]. Esta separación entre cielo y tierra también tiene un objetivo muy claro para Juan: limar todas las asperezas políticas entre la religión cristiana y los poderes terrenales, lograr que el Cristianismo no sea una amenaza para el Imperio. En este sentido hay dos afirmaciones bastante contundentes: “no he venido a juzgar el mundo sino a salvarlo” [Jn 12,47], y la afirmación que hacen los judíos ante Pilato para que este condene a Jesús: “todo el que se hace Rey, al César se opone” [Jn 19,12]. En la imagen que nos da Juan los judíos, que odian a Jesús por causas teológicas, se amparan en unas supuestas causas políticas (esa dualidad de poderes que antes hemos comentado) para que Pilato condene a Jesús. Lo que en el resto de Evangelios está en boca de Jesús, Juan lo pone en boca de los judíos (el razonamiento que siguen aquí los judíos para justificar “engañar” a Pilato es bastante interesante: “este hombre hace muchas señales, si le dejamos así todos creerán en él, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” [Jn 11,48], con lo que Caifás concluirá diciendo que conviene que muera un hombre para que se salve la nación). El papel de la política en el Evangelio de Juan podría resumirse, pues, en “mi reino no es de este mundo”; mientras que, en el resto de los Evangelios, en “mi reino es la inversión de este mundo”. El fin de los tiempos en los Evangelios. Anunciar. Es totalmente imposible entender los Evangelios sin entender la importancia que la llegada del Apocalipsis tiene en los evangelistas. En todos ellos está la creencia de que el fin de los tiempos era inminente: “de cierto os digo que hay algunos de los que están aquí que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder” [Mc 9,1]. ¡Marcos está afirmando que quienes estaban vivos verían la llegada del reino de Dios! Podemos ver también al propio Lucas, como ya hemos mencionado, creyendo que realmente está viviendo el Apocalipsis con la destrucción de Jerusalén en la guerra contra los romanos [Lc 21,20], a Mateo que hablaba de la necesidad de distinguir las señales de los tiempos [Mt 16,3], o al propio Pablo creyendo que iba a asistir en persona a la segunda venida [1 Tes 4,17], que afirmaba que el tiempo (kairós) estaba cerca [1 Cor 7,9] [Rom 13,11] y por eso llamaba a obedecer y pasar desapercibidos [Rom 13,12]. Aun así, el mensaje está claro: no os precipitéis. Jesús afirma que, antes de la segunda venida, llegarán falsos profetas que repetirán que la hora ha llegado, pero no hay que creer en sus palabras [Mt 24,24] [Mc 13,6] [Lc 21,8]. La inminencia del fin de los tiempos, del Acontecimiento, del tiempo como kairós y no como chronos no puede hacer que nos dejemos llevar por cualquier señal. El propio Pablo, en su segunda carta a los tesalonicenses, llamaba al orden a unos cristianos que habían decretado una huelga diciéndoles que era necesario seguir trabajando porque no se sabía ni el día ni la hora de la llegada de Dios [2 Tes 2,1]. Se trata aquí de tener fe en unas condiciones objetivas que llevarán, por sí solas, el reino de los cielos a la tierra. La misión del cristiano, por tanto, es reconocer esas semillas de lo nuevo que están floreciendo en el viejo mundo (“el reino de Dios está entre vosotros” [Lc 17,20]), juntar al máximo número de seguidores, salvar al máximo número de pueblos, y prepararse para esperar la Segunda Venida, la Parousía que tendrá una causa exterior al mundo y significará su fin. La indicación que da Jesús es “velad” [Lc 21,36]. Si hacemos una lectura detallada del Nuevo Testamento, quizás nos decepcione que este no ofrezca una guía exhaustiva para actuar en situaciones cotidianas, el cómo se debe comportar el cristiano en el día a día (a diferencia del Antiguo Testamento, que está repleto de indicaciones sobre cómo se debe vivir). Las indicaciones que da Jesús son siempre puntuales, dispersas y no estandarizan una práctica de comportamiento. Creemos que la inminencia del Apocalipsis, la creencia de estar viviendo el fin de los tiempos, es lo que explica esta falta de esta guía de actuar cotidiano. Tentativa de conclusión. Por tanto, si queremos responder a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿Fue este primer Cristianismo revolucionario? La respuesta sería no, al menos en el sentido que importa. El revolucionario trabaja para que llegue la revolución, el cristiano se prepara. Este Cristianismo primigenio está más cerca de esa “concepción rígida y fatalista del marxismo” que consiste en “aguardar a que la dialéctica histórica nos traiga sus frutos maduros”, que denunciaba Rosa Luxemburg en Kautsky. La directriz que Jesús da a los suyos es “velad”, no “organizaos y luchad”. En este sentido recuerda al SPD como “partido que no hace revoluciones” como afirma Kautsky. El shock que sufrió Jesús al morir en la cruz y ver que Dios no aparecía debió ser el mismo shock que sufrieron aquellos comunistas alemanes de los años 30, que vaticinaban la victoria del comunismo gracias a las leyes de la historia y al desarrollo de las fuerzas productivas, y se encontraron con la irrupción y triunfo de la reacción fascista. El mismo shock que sufrió aquella primera generación de cristianos que murió sin que nada hubiera ocurrido, viendo que el tiempo seguía corriendo. Tras esta generación, la Iglesia sustituiría la concepción del kairós, del tiempo del Acontecimiento, cargado de sentido, por un tiempo lineal, chronos, vacío y homogéneo. Queda para una segunda parte del texto el análisis de aquellos que vieron que el reino de Dios no iba a llegar solo, que había que traerlo. Aquellos herederos del “Padre, por qué me has abandonado” y del “el reino de Dios está entre vosotros”, que buscaron hacer estallar ese continuo del tiempo y traer el Acontecimiento, que entendieron que Dios no iba a llegar por sí solo. 20