ISSN 2358-6060
DOI: https://doi.org/10.5216/ac.v6i2.66637
Juan Ignacio Vallejos*
Embarrar el Canon
Por una coreopolítica de la abundancia
Muddying the Canon
For a choreopolitics of abundance
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RESUMEN
ABSTRACT
El presente artículo analiza la funcionalidad del
canon, entendido como un dispositivo de
subjetivación
artística,
en
la
danza
contemporánea periférica. Luego de la
introducción de casos etnográficos provenientes
del campo de la danza de Buenos Aires, el
trabajo se focaliza en la discusión de conceptos
operantes como el de canon, progreso,
modernismo, movimiento y nacionalismo. En
última instancia, se propone concebir los
aportes del concepto de barroco barroso de
Néstor Perlongher y de desidentificación de José
Esteban Muñoz, como estrategias político
estéticas de subversión del canon. Pugnar por
una coreopolítica de la abundancia es entender
al arte, particularmente a aquel que
compromete al cuerpo en movimiento, como un
terreno para la construcción de nuevas formas
de vida.
This article analyzes the functionality of the
canon, understood as an apparatus of artistic
subjectivation, in peripheral contemporary
dance. After an introduction of ethnographic
cases from the field of dance in Buenos Aires,
the work focuses on the discussion of operative
concepts such as the canon, progress,
modernism, movement and nationalism.
Ultimately, it aims to conceive the contributions
of Néstor Perlongher's concept of the muddy
baroque and of José Esteban Muñoz's
disidentification, as political and aesthetic
strategies of subversion of the canon. To strive
for a choreopolitics of abundance is to
understand art, particularly when it involves the
body in movement, as a field for the
construction of new forms of life.
Palabras clave: danza contemporánea, canon,
teoría queer, nacionalismo, progreso artistico,
teoria decolonial
Key words: contemporary dance, canon, queer
theory, nationalism, artistic progress, decolonial
theory
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Aún recuerdo el inicio de la conferencia que Eleonora Fabião dio en el
congreso de la IFTR en la Universidad de São Paulo al que asistí en 2017. Decía
su nombre, el día, la hora, la ciudad, el país, hasta las coordenadas
geográficas en las que se encontraba en ese momento. En suma, todos los
elementos que daban cuenta del instante espacio temporal en el que estaba
enunciando su discurso. Me pareció una manera muy clara e inteligente de
dar cuenta del carácter móvil del pensamiento. Cuando ofrecemos un texto a
la comunidad que nos recibe, hacemos público un momento de nuestro
recorrido intelectual que generalmente suele resultarnos extraño luego de un
par de años. De cualquier modo.
Hoy, martes 1 de septiembre de 2020, sentado en el living de mi casa
en el barrio de Parque Avellaneda, en Buenos Aires, comienzo finalmente la
escritura de este texto que vengo pensando hace meses y que se desprende
de la presentación que hice en el seminario interno “Descentrar la
investigación en danza” que organizamos junto a Marie Glon e Isabelle
Launay en el mes de marzo de 2020 en el Centro Cultural Kirchner de Buenos
Aires, así como de otros trabajos y presentaciones que he venido realizando
en otros espacios. El tema de investigación que voy a tratar es algo que de
manera general llamaría colonialismo estético, aunque podría formularse de
manera más precisa retomando la terminología de Aníbal Quijano (2007) en
los términos de una colonialidad del canon estético en la danza
contemporánea – temática que podríamos incluir en el marco general del
problema de la colonialidad del ser (Maldonado Torres, 2007). Se ha escrito
mucho sobre el trabajo de Quijano y sobre la idea de colonialidad – cuyo nudo
central puede concebirse como la naturalización de una relación de
dominación (Quintero, 2010, p. 8) –, no será mi objetivo aquí desarrollar ese
concepto sino proponer un recorrido analítico que se establece en diálogo
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con él, pero se articula a partir de mi experiencia concreta de trabajo y de una
reflexión intelectual y afectiva sobre las prácticas artísticas de danza
contemporánea en la ciudad que habito. Quisiera concebir mi contribución
en los términos de un conocimiento situado (Haraway, 1988) en relación
dialéctica con un trabajo de descentramiento respecto de los relatos centrales
de la danza escénica a nivel mundial. En este sentido, mi enfoque intenta dar
cuenta del trabajo que desarrollamos dentro del grupo Descentradxs que
concibe las instancias del descentrarse y del situarse como tareas imbricadas
mutuamente y a su conjunción como a una práctica continua y en constante
desarrollo.
Quisiera comenzar relatando en forma breve algunas situaciones
relativamente recientes en las que me vi involucrado o que involucraron a
artistas de danza contemporánea en Buenos Aires cercanos a mí porque
pienso que pueden permitir dar cuenta de la actualidad y de la urgencia del
planteo, además de proveer material de análisis para las reflexiones que se
proponen a continuación. La colonialidad no es una abstracción lejana, es una
realidad que habitamos diariamente.
Colonialidad del canon y progreso artístico:
Uno. La primera historia data del año 2014. Luego de la presentación
de su obra O(H)CAMPO en la Casa de la Cultura de Buenos Aires, la coreógrafa
Marina Sarmiento entró en contacto con un programador francés que
trabajaba para un teatro en Bélgica y tenía intenciones de presentar allí un
ciclo de obras de danza contemporánea argentina. El programador le
propuso que tuvieran una entrevista y Marina me pidió que la acompañara en
calidad de traductor, aunque finalmente participé de la conversación.
Sinceramente, no recuerdo el nombre del programador, pero la impresión
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que me llevé de él no fue muy positiva. Luego de relatar de manera sucinta
las razones por las que estaba en la ciudad y de que comentáramos los
pormenores del clima húmedo y caluroso, y los lugares pintorescos que
podría visitar, la charla desembocó en la exposición de su “opinión calificada”
con respecto a la danza contemporánea de Buenos Aires. Su rostro comenzó
a gesticular de manera condescendiente y articuló algo así como que
“admiraba” a los artistas que había conocido por el “compromiso” y la
“entrega” con la que llevaban adelante sus proyectos y por su “intensidad”
interpretativa. Algo me hizo pensar que los atributos señalados
(compromiso, entrega, intensidad) eran parte de una idea concebida de
manera previa a su encuentro con esos artistas. De hecho, se trata de
conceptos claramente ligados al discurso exotizante con el que suele
concebirse desde Europa a la danza contemporánea que se practica en un
país periférico como la Argentina. Viví más de seis años en París y sé que el
clisé establecido culturalmente es que los argentinos somos “apasionados” e
“intensos”, entre otros atributos menos valorizantes. En todo caso, su
comentario derivó en una comparación con los coreógrafos y bailarines
franceses y belgas que se pretendía favorable a los argentinos. Según su
mirada, los sistemas de apoyo a los trabajadores intermitentes del sector del
espectáculo francés y belga habían generado abusos por parte de los artistas.
Se les había proporcionado una suerte de excesiva comodidad y como
consecuencia sus creaciones actuales eran mayoritariamente repetitivas,
vacías o frívolas. Frente a ese contraejemplo, el programador afirmaba su
admiración por los artistas locales que prácticamente sin ningún tipo de
apoyo económico lograban hacer obras “intensas”, aunque claramente su
calidad artística no le resultara del todo convincente – una opinión que se leía
más en la expresión incómoda de su rostro que en sus palabras pero que
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quedaba bastante clara. En ese punto, la charla se tensionó un poco. Le
manifesté mi admiración por el sistema de apoyo a los trabajadores
intermitentes y mi convencimiento de que ese sería un excelente sistema
para desarrollar las artes en Argentina. No hubo acuerdo. La discusión no
duró mucho más, al menos en mi presencia. El programador continuó su
recorrido turístico por la ciudad unos días más para luego volver a su país de
origen. El ciclo de obras de danza argentina en el teatro belga nunca se
realizó.
Dos. El segundo caso trata sobre la participación de las bailarinas
Quillen Mut y Milva Leonardi en la obra Deseo del compositor suizo Beat
Furrer, que se estrenó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón en
abril de 2019 con dirección de Juan Martín Miceli (música), Emilio Basaldúa
(puesta en escena) y Julián Ezquerra (dramaturgia). La obra, realizada en
colaboración con la institución suiza Pro Helvetia, contó con la participación
de 12 cantantes del coro austríaco Cantando Admont que fueron invitados a
Buenos Aires especialmente para el evento. Pro Helvetia financia la difusión
de la cultura suiza en el mundo de modo que seguramente debe haber
contribuido al traslado y a la contratación de los músicos europeos. Sin
embargo, en el caso de las bailarinas argentinas, sus condiciones de
contratación fueron completamente precarias y abusivas. La experiencia
habría fascinado al programador francés del caso anterior ya que es un claro
ejemplo de “compromiso” y “entrega” – aclaro que estoy siendo irónico –
aunque no se trató de una situación elegida voluntariamente por las
intérpretes, sino que fue impuesta por la producción. Se las hizo ensayar y
bailar descalzas en un escenario con varios centímetros de agua en el que
existían posibilidades reales de que se produjeran accidentes letales debido a
que
había
dispositivos
eléctricos
cercanos
en
funcionamiento
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(concretamente, las lámparas que iluminaban las partituras de los músicos
que podían caerse y entrar en contacto con el agua). Esta situación se sumaba
a las lesiones físicas que las bailarinas podían sufrir debido a la
imprevisibilidad del terreno. Se les pagó una suma irrisoria en comparación
con lo que percibieron los artistas europeos y además fueron ellas las
encargadas de componer la coreografía de su performance, algo que ni
siquiera fue considerado como parte del trabajo compositivo de la obra. La
situación de peligro en la que debían trabajar se vio exacerbada por el hecho
de que la producción no les brindaba seguro médico, ni seguro de riesgo de
trabajo ya que habían sido contratadas de manera totalmente informal. En
ese caso, la “entrega” y “compromiso” no fueron actos de devoción, sino que
resultaron de un abuso por parte de la producción de la obra. Se podría decir
que existe una subjetividad artística precaria (Vallejos, 2019) que permite
este tipo de situaciones, pero también es claro que la precariedad se
establece a través de situaciones que no están exentas de violencia, prácticas
de sometimiento de los artistas sin capacidad de reclamo y maniobras
perversas del estilo: “no digas nada porque si te quejás no te van a volver a
llamar para actuar”. La devoción artística celebrada por el exotismo
colonialista no es gratuita, ni mayoritariamente deseada, esconde una
relación de dominación perversa en la que una de las partes resulta
claramente beneficiada y la otra perjudicada física y emocionalmente. Las
bailarinas pidieron una reunión con la producción y exigieron que se les
otorgara un seguro contra todo riesgo, argumentando que de lo contrario no
harían las funciones. Finalmente, lo recibieron y por lo que me contó una de
ellas el dinero necesario no era un monto exorbitante ni mucho menos.
Tres. En el año 2017, participé del Festival Internacional de Buenos
Aires (FIBA) ya que había sido asesor teórico de dos obras que quedaron
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seleccionadas en la programación: Caipirinha de Victoria Castelvetri y En la
boca de la tormenta de Fabián Gandini. La ocasión me permitió observar el
modo en que este festival es vivido por los artistas, presenciar los meetings
con los programadores extranjeros y apreciar la manera que tienen de
comportarse en esos espacios y al momento de ser espectadores de las obras.
Pude sentir la terrible violencia que encierran esas situaciones de exposición
para los artistas, su entusiasmo y su ilusión frente a la posibilidad de ser
invitados a presentar sus obras en el extranjero, la fuerte legitimidad que esa
oportunidad implica hacia dentro de su comunidad, la total consciencia por
parte de los programadores del enorme poder que detentan y la obsecuencia
de los funcionarios estatales.
Las obras que se contratan son generalmente muy pocas y no se
generan muchos espacios de intercambio real entre diferentes visiones del
arte. Por otra parte, los programadores suelen implementar una modalidad
sumamente violenta al momento de ir a ver las obras que es la de sentarse en
las butacas más cercanas a puerta de salida y, en caso de que no les guste lo
que ven, abandonar la sala sin ninguna delicadeza al poco tiempo de haber
empezado la obra o en el entreacto, si lo hay. El efecto de esta modalidad
claramente despreciativa se observa en los rostros de los coreógrafos luego
de la función e incluso, a veces, en el de los intérpretes en escena durante la
performance.
Tuve la sensación de que, en su juicio estético, los programadores, –
entre los cuales también podían identificarse turistas llanos sin ningún tipo
de interés por las obras que se presentaban –, buscaban refrendar una idea
preconcebida con respecto a lo que venían a ver. Querían encontrar una obra
que coincidiera con lo que su ideología y su gusto estético asociaban con lo
que debía ser el teatro o la danza de Argentina. Tampoco se les ofrecía desde
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el gobierno de la ciudad un relato que contradijera ese discurso o al menos lo
matizara. Los programadores ignoraban el sentido que las obras tenían en el
contexto local, su lugar en una historia de la danza situada, las referencias
estéticas, las herramientas compositivas y conceptuales movilizadas, etc. Se
instituían como espectadores universales de objetos universales a ser
analizados con herramientas críticas igualmente universales.
El problema emerge a partir del momento en que esa pretendida
“universalidad” se revela como lo que en realidad es: un discurso que sostiene
la colonialidad del canon estético. En concordancia con esta lógica, la mayor
parte de los críticos extranjeros ven en esas obras versiones “anticuadas” de
estéticas que ya fueron desarrolladas y “superadas” en los centros de
legitimación artística (París, Bruselas, Berlín, Nueva York). Como afirma el
coreógrafo ecuatoriano Fabián Barba (2017), el movimiento espacial del
centro a la periferia se traduce en un retroceso en el tiempo. La idea de
progreso en el arte, claramente asociada al universalismo europeizante y a la
colonialidad del canon estético, se traduce en una mecánica de irradiación
que va menguando su poder a medida que abandona su centro. A los lugares
recónditos siempre llega una versión tardía o desvirtuada del progreso
artístico. Es sobre esta base que se instituye la originalidad como valor
determinante. El arte es “original” en tanto y en cuanto contribuye con un
progreso que se genera en los centros de legitimación, aportando allí
elementos faltantes o resignificando tradiciones que hacen “avanzar” el arte
universal. La originalidad también supone autonomía del arte, la obra
deviene original en su calidad de objeto abstracto separado del mundo. En el
caso del arte periféricoi, la originalidad se resignifica como exotismo, es decir,
una energía posiblemente auténtica que, no obstante, aún debe ser
moldeada por los saberes de la estética universal y erudita. Lo exótico no es
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un atributo de una obra periférica sino su posible canal de aceptación y
recepción por parte de una cultura central que se autopercibe como superior.
Cuatro. El último ejemplo que quisiera abordar es el de la obra El baile
de la coreógrafa francesa Mathilde Monnier que se estrenó en Francia en
junio de 2017. Personalmente, presencié una de las funciones que se dieron
ese mismo año en el mes de septiembre en Buenos Aires en la sala más
importante del Teatro San Martín, la Martín Coronado. La obra fue
interpretada por bailarines de la danza contemporánea no-oficial de la
ciudad, – cabe agregar que esa fue la primera y única vez en que los vi bailar
en esa sala, generalmente reservada a la presentación de las obras de la
compañía de danza contemporánea del teatro. El análisis minucioso de la
obra tomaría muchas páginas, y no voy a realizarlo en esta ocasión. Lo que
quisiera incorporar al relato es solamente un elemento que considero central
para su análisis y que se basa en una lectura de la reseña escrita por el crítico
francés Gérard Mayen para la Revue Ballroom publicada en Francia.
El Baile fue concebida como una versión argentinizada de la obra
escénica Le bal de Jean-Claude Penchenat estrenada en 1981, que retrataba
la historia de Francia desde su liberación de la ocupación nazi hasta los años
80s. La versión argentina tomaba como inicio el año 1978 y se proponía trazar
una historia del país desde ese momento hasta la actualidad a través de
gestos, escenas emotivas, prácticas de movimiento, canciones y bailes
populares. Frente a las dudas que podía llegar a generar el relato
historiográfico de una artista francesa sobre un periodo que incluía la
experiencia socialmente traumática de la última dictadura, se incluyó la
participación del escritor argentino Alan Pauls quien funcionó como una
suerte de garante ideológico del discurso histórico esgrimido. En concreto, lo
que más me llamó la atención fue la total ausencia expresa, desde lo
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discursivo y desde el reconocimiento artístico, del núcleo constitutivo de la
obra: la danza contemporánea de Buenos Aires. El trabajo de composición se
realizó claramente a través de las improvisaciones de bailarines que se
formaron en prácticas de danza contemporánea locales con coreógrafos
argentinos, incluso muchos de ellos, como Celia Arguello Rena, Florencia
Vecino o Pablo Lugones, realizan sus propias obras y tienen una vasta
experiencia como intérpretes y compositores. Las técnicas y los
procedimientos que utilizaban podían asociarse fácilmente al trabajo de
diversos coreógrafos argentinos con los cuales algunos de esos bailarines se
habían formado – por ejemplo, Diana Szeinblum, el grupo KRAPP o el
Combinado Argentino de Danza de Andrea Servera – o incluso con sus
propias obras. Sin embargo, partiendo de la idea de que el eje articulador era
el “baile social”, la obra pasaba por alto cualquier referencia a la danza
escénica en Argentina. Se podría argumentar que esta era simplemente la
propuesta dramatúrgica de la obra: escenificar la danza social. El problema
es que cuando ese proyecto escénico se pone en relación con la condición
periférica de la danza contemporánea de Buenos Aires, el dispositivo deja de
ser inocuo y se transforma en un mecanismo de invisibilización de los saberes
locales.
Esta ausencia abrió la puerta a una lectura exotizante e
invisibilizadora. La misma se hace palpable en el relato del crítico de danza
Gérard Mayen para la Revue Ballroom, en donde luego de ponderar la
participación
de
los
intérpretes
describiéndolos
como
“artistes
contemporains argentins, galvanisés par cette collaboration internationale
[artistas argentinos contemporáneos, entusiasmados por esta colaboración
internacional]”, y de afirmar que “ils font la pièce [hacen la obra]”, cierra su
reseña afirmando que el talento de Mathilde Monnier reside en su
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“agencement signifiant des apports dansés de ses interprètes [disposición
criteriosa de los aportes ofrecidos por la danza de sus intérpretes]” y que la
obra El baile revela de qué modo los usos de la danza social “peuvent résonner
avec une certaine écriture chorégraphique savante contemporaine [pueden
resonar con cierta escritura coreográfica erudita contemporánea]” (Mayen,
2017, pp. 66-67). De un lado, el entusiasmo, del otro, la disposición criteriosa;
de un lado, los usos sociales de la danza, del otro, la escritura coreográfica
erudita. Sin lugar a dudas, celebro la posibilidad que existan proyectos de
colaboración entre artistas de países centrales y periféricos, lo que creo es
que esos proyectos no deberían negar implícita o explícitamente la existencia
de la colonialidad del poder. Parte del trabajo de colaboración debería ser el
de cuestionar los lugares que cada uno ocupa en el campo artístico
internacional.
Los cuatro casos que acabo de relatar deslizan una serie de
situaciones y conceptos que es necesario exponer y analizar. Lo primero que
deberíamos señalar es que se trata de situaciones definitivamente
atravesadas por relaciones de poder, con actores dominantes y dominados,
con lógicas asimétricas que se reproducen hacia dentro de un campo y
articulan una serie de posicionamientos estratégicos. De modo más preciso,
podría decirse que los núcleos que sostienen estas prácticas son: el canon
estético como dispositivo de dominación, su asociación con la idea de
progreso, la precariedad como condición de colonialidad, cierta idea
romántica de la práctica artística asociada a la devoción, y finalmente el
nacionalismo o la de identidad nacional y cultural, como eje articulador del
conflicto.
Creo
que
una
respuesta
artístico-política
implicaría
necesariamente problematizar estos conceptos y ver más allá, tratando de
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vislumbrar aquello que queda por fuera de los binomios que cada núcleo
instala implícitamente.
Colonialidad del canon y progreso artístico:
La primera pregunta que deberíamos poder responder es: ¿qué es el
canon en la danza, particularmente en la danza contemporánea? Mark
Franko sostiene que, si lo comparamos con otras artes, el rol del canon no ha
sido suficientemente debatido en los estudios de danza (Franko, 2007, p.
170). Desde su punto de vista, que es el de un investigador estadounidense
estudioso de la danza moderna de su país, la formación del canon tiene que
ver fundamentalmente con los procedimientos a partir de los cuales ciertos
autores, y no otros, son capaces de circular por los medios, sus obras ser
analizadas por la crítica y finalmente su trabajo ser incorporado a un discurso
histórico (170). Para él, uno de los principales efectos del canon en la danza
es la exclusión. Un mecanismo que establece una suerte de “hegemonía
cultural” (Franko, 2007, p. 171). Franko considera que uno de los objetivos del
trabajo histórico es el de poner en tensión el discurso canónico, oponiendo la
estética de los autores mencionados a las de sus contemporáneos no
hegemónicos. Es la metodología que utiliza en Danzar el modernismo/Actuar
la política (2019) para estudiar, por ejemplo, la danza de Isadora Duncan en
tensión con la de Valentine de Saint-Point o al momento de reivindicar el rol
de la danza revolucionaria estadounidense de los años 30s (Franko, 2002), o
el trabajo de Paul Sanasardo y Donya Feuer en Nueva York en los años 60s
(Franko, 2005) afirmando que el colectivo Judson Dance Theater no fue lo
único que sucedía en la danza de esa ciudad en ese momento histórico.
La forma en la que toda esta puja por la construcción del discurso
canónico se experimenta desde la periferia es sensiblemente distinta. El caso
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del control de los archivos de obras de la danza moderna puede ayudar a
entender la relación. Franko afirma que paradójicamente no son tanto las
compañías de ballet sino las instituciones y las compañías de danza ligadas al
trabajo de coreógrafos modernos como Martha Graham, Anna Sokolow,
Merce Cunningham, pero también Yvonne Rainer o incluso Mary Wigman, las
que se concentran fundamentalmente en la conservación del canon a partir
de la recreación sostenida de las obras y el control de su circulación (Franko,
2007, p. 172). Son obras que adquieren la forma de un archivo más que el de
un repertorio, es decir el de un conocimiento básicamente registrado en
soportes y no corporizado de manera colectiva y anónima – de hecho, Franko
dialoga con estos conceptos de Diana Taylor (2016 [2003]). Sin embargo, en
el caso de Latinoamérica, el acceso a esas obras en tanto archivo está
implícitamente vedado a los artistas. Como demuestra la experiencia
conflictiva de Hilda Islas en su trabajo de “traducción performática” de las
Danzas de afectos humanos de la alemana Dore Hoyer (Islas, 2016). Obtener
los derechos para el acceso al archivo de la danza moderna supone disponer
de medios económicos y de un apoyo institucional que la mayor parte de los
artistas latinoamericanos no poseeii. La consecuencia de eso es que el archivo
y la información histórica y estética de la danza canónica suele presentarse a
la periferia como un bloque cerrado. De ese modo, la eventual intervención
en ese archivo por parte de artistas o investigadores periféricos suele tener
una débil legitimidad.
El canon en la periferia se alía menos con una práctica historiográfica
que con la afirmación de lo que Franko define como una hegemonía estética
y cultural excluyente, que se manifiesta en el presente y que encuentra las
raíces de su legitimidad en un relato histórico devenido universal. El canon
como dispositivo de subjetivación (Agamben, 2011) supone naturalizar una
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relación de dominación estética, entender como real, natural y justa una
asimetría que resulta de una construcción histórica y política. Es decir que el
canon no se refiere exclusivamente a los nombres de autor que organizan la
narrativa histórica universal sino también a la forma en que es recibida en
Buenos Aires por parte del público y de las instituciones estatales y privadas,
la obra de un coreógrafo o de una coreógrafa en función de su nacionalidad y
de su relación con los centros de legitimación estética. El canon como
dispositivo impone una jerarquía que opera en las formas de reconocimiento
de la calidad artística, en los temas que un artista puede o no abordar y en el
modo en que su obra es leída por el público y la crítica. Un ejemplo claro de
esto es el énfasis puesto por parte de los críticos franceses citados
anteriormente en la “intensidad”, la “entrega” y el “compromiso” más que en
los saberes movilizados y construidos por la danza periférica. Es decir, los
intérpretes y los coreógrafos en Argentina tienen características claramente
particulares que se relacionan con su formación y con el desarrollo de la danza
local. El problema emerge cuando esas cualidades no son leídas como
saberes sino como aptitudes naturales. El canon opera haciendo que el
espectador europeizado vea las obras periféricas no como diferentes sino
como anticuadas o inacabadas con respecto a sus referencias estéticas.
Ahora bien, todo este mecanismo de dominación ligado al canon
se alía a un relato histórico que estipula una lógica acumulativa de progreso
en el arte. Es la lectura crítica de esta idea teleológica de progreso la que
sustenta las reflexiones del coreógrafo ecuatoriano Fabián Barba a las que
hicimos referencia anteriormente. En este sentido, quisiera introducir una
digresión ya que considero importante poner en relación la crítica al progreso
con la crítica a la idea misma de movimiento planteada por André Lepecki en
su libro Agotar la danza (2009). El “acto inmóvil” o el desmantelamiento de la
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idea de danza como movimiento característico de cierta coreografía
experimental de los 90s representa para Lepecki una crítica de la ontología
política de la danza (2009, p. 38), ya que la danza en la modernidad se define
identitariamente como un “ser en flujo” y es “isomorfa respecto del
movimiento” (14).
Como el mismo autor afirma, esta idea es inseparable de la influencia
del modernismo en la danza moderna estadounidense y del consiguiente
proceso de purificación, asociado a la teoría de Clement Greenberg, que
reduce cada forma artística a sus cualidades esenciales (Franko, 2019, p. 24).
La autorreferencialidad de la danza implica su capacidad de concentrarse en
la especificidad de su propio médium, es decir, el movimiento. Es por esta
razón que Sally Banes afirma que la danza que conocemos como moderna no
es en realidad modernista, y que el modernismo llega a la danza recién en la
década del 60 con la obra Trio A de Yvonne Rainer: la primera obra que trabaja
sobre el movimiento puro (Banes, 1987, p. 54, citada en Franko, 2019, p. 168).
Pensar a la danza como isomorfa respecto del movimiento no es más que dar
cuenta de la idea modernista greenberguiana de progreso en el arte,
entendido como un proceso de purificación y autonomía.
En el análisis de Lepecki, la crítica de la idea de movimiento es
conducida a su relación con la modernidad y con el sistema capitalista.
“Agotar la danza es agotar el emblema permanente de la modernidad” que
no es otro que el movimiento (Lepecki, 2009, p. 24). Es la filosofía de Peter
Sloterdijk y su crítica del “impulso cinético de la modernidad” y de la
militarización idiotizada de la subjetividad lo que permite a Lepecki aunar la
estética de la inmovilidad en la coreografía experimental europea de los 90s
con una crítica política de la modernidad capitalista. Ahora bien, podría
pensarse que para Sloterdijk el eje de su enfoque no es específicamente el
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movimiento sino el progreso. El filósofo entiende a la cinética como la ética
de la modernidad y al progreso como la forma en la que esta ética-cinética se
expresa (Sloterdijk, 2006, p. 37). Por otra parte, el progreso no supone un
cambio de posición en un espacio sino un incremento en la capacidad de
avanzar, el progreso articula el incremento dentro una lógica determinada.
Si tomamos como eje no el movimiento sino el progreso, podemos
inferir que la inmovilidad de la danza experimental europea debería ser leída
en realidad como un progreso ya que implica un avance en la abstracción
propuesta por el paradigma modernista del movimiento puro. Si la danza
modernista implica una concentración en la especificidad del movimiento
como médium, la danza experimental de los 90s que podríamos llamar
conceptual, supone tomar al movimiento no ya como un médium sino como
un concepto. Los coreógrafos conceptuales de la danza contemporánea
trabajan sobre el movimiento como un elemento abstracto que es teorizado
performáticamente, y ese paso representa una suerte de progreso, es decir,
un incremento en la abstracción dentro de la lógica del modernismo estético
tal como es entendido por Banes (1987).
Así las cosas, coreografías inmóviles como las de Vera Mantero o Meg
Stuart que en el contexto europeo del laboratorio coreográfico SKITE
pudieron generar un hecho político de repudio a las “violentas actuaciones
del colonialismo y sus racismos” (Lepecki, 2009, p. 37), no despiertan la
misma lectura desde la periferia. La idea de que la inmovilidad implica
visibilizar una mecánica de acumulación y aceleración de la vida productiva
asociada al neoliberalismo son leídas desde la periferia como parte de un
movimiento progresivo que va del movimiento como médium puro al
movimiento como concepto abstracto. De hecho, en muchas comunidades
artísticas latinoamericanas la inmovilidad fue recibida como una suerte de
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avance técnico, como un incremento en la capacidad de reflexionar acerca de
las propias prácticas coreográficas. Esto es sin duda beneficioso en la medida
en que abre la posibilidad a nuevas prácticas creativas, el problema emerge
cuando lo conceptual es leído como una expresión de progreso, o una suerte
de “mandato”, que invalida formas anteriores por considerarlas anticuadas.
Aquí considero que faltó una intervención más sólida por parte de los teóricos
periféricos de la danza que podrían haber mediado en la recepción de estas
ideas. Me animaría a decir que aquello que en el centro se manifiesta como
movimiento, en la periferia es percibido como progreso teleológico. En suma,
la colonialidad del canon se reproduce a través de una mecánica de progreso
artístico que se entrelaza con el modernismo como ideología.
El impulso nacionalista y lo anticanónico
Sin embargo, podría argumentarse que la idea misma de concebir al
canon como un concepto operante en las subjetividades es colonialista.
Pensar al arte en referencia a un canon y a una hegemonía establecida por los
centros de validación estética es ya someterse a un invento occidental
burgués. El canon emerge cuando los sujetos se implican en el campo de la
danza contemporánea que es en sí mismo el resultado de una cultura
europeizada. La opción que emerge como respuesta es la de rechazar de
plano al arte contemporáneo como terreno de disputa. Fue el camino que
tomaron los artistas de la generación del 68 estudiados por Longoni y
Mestman (2002). En un primer momento buscaron utilizar su arte como una
herramienta de difusión de ideas políticas revolucionarias, pero luego
entendieron que la opción correcta en ese momento histórico era rechazar
de plano la institución artística y tomar las armas como camino a la liberación.
Era una opción entendible en el contexto de los años 60s, en el que se
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aceptaba la idea de violencia legítima del oprimido. La opción supuso una
ruptura radical con la institución artística y una negación del terreno mismo
de disputa. Podría decirse que, salvando las enormes diferencias, esta misma
opción existe en la actualidad, aunque desligada de una impronta belicista,
en los relatos que proponen directamente el abandono del campo artístico
contemporáneo.
Claramente, la posición que intento desarrollar en este texto no
coincide con esta postura anticanónica, aunque hasta cierto punto la
considero una opción válida. Mi punto de partida es el deseo de contribuir con
las prácticas artísticas escénicas, aceptar al arte, en este caso de la danza y la
performance, como a una práctica que tiene potencialidades para construir
nuevas economías de poder, nuevos modos de libertad, nuevas formas de
afectación y de vida, y que potencialmente puede contribuir a unir aquello
que la subjetividad neoliberal tiende a separar. Hago esta salvedad porque no
creo que la danza escénica y el arte de la performance sean los únicos modos
de actuar en este sentido, ni los únicos modos de hacer danza o performance,
son los modos sobre los que trabajo prioritariamente, y son mi principal
objeto de interés. En este sentido, mi aporte busca ubicarse en un plano de
igualdad con el de otros autores que desarrollen miradas complementarias.
Sin embargo, quisiera mencionar un elemento que caracteriza a
ciertas versiones, no a todas, de este enfoque revolucionario anticanónico o
antiartístico: su concepción del poder como un fenómeno exterior al sujeto.
Desde ese punto de vista, el poder se opone al sujeto y lo somete desde una
exterioridad represora que puede y debe ser resistida y combatida. El
problema emerge cuando tomamos consciencia de que la dominación
naturalizada que caracteriza al colonialismo estético no se manifiesta
exclusivamente como exterioridad y dominación material, sino que también
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habita el terreno de la subjetividad, coopta el deseo, prescribe prácticas
afectivas, visibiliza e invisibiliza fenómenos intersubjetivos. El colonialismo
como dispositivo de subjetivación atraviesa por igual a latinoamericanos y a
europeos, aunque beneficie materialmente a los últimos. Una práctica
política opuesta a esta forma de colonialidad del ser debe asumir el terreno
de la subjetividad como su principal espacio de lucha.
No obstante, esta misma concepción del poder como exterioridad es
la que sustenta la oposición nacionalista al canon colonial. El nacionalismo
supone que, si la colonialidad se manifiesta a través de un proyecto de
europeización de la cultura, la respuesta adecuada es entonces la de rechazar
o desconocer esa cultura extranjera favoreciendo el desarrollo de una
identidad nacional o regionaliii. Desde ese lugar, se suele enarbolar una idea
de autenticidad estética, un “nosotros” y un “lo nuestro” como nexo
imaginario que debe ser revalorizado y defendido frente a la invasión cultural
externa. El problema de este planteo es: ¿de qué modo se concibe la
construcción de esa identidad nacional?, ¿quién es el nosotros de ese
proyecto? Si el nosotros es un nosotros “no-europeo”, ¿cómo definimos lo
europeo?, ¿es un problema asociado a la nacionalidad?, ¿es un problema
ligado a una manera de pensar? Sin dudas, se trata de temas que han sido
ampliamente debatidos dentro de los estudios poscoloniales y decoloniales.
Sólo quisiera aportar que, a partir de mi experiencia de investigación, he
observado que los discursos nacionalistas suelen promover una definición de
la identidad estética que reproduce a un nivel nacional o regional la misma
naturalización de las relaciones de dominación que caracteriza al
colonialismo a nivel internacional. Esta situación se hace palpable en el lugar
opacado que, por ejemplo, ocupan hasta hoy en día los pueblos originarios en
la definición identitaria de la gran mayoría de los países latinoamericanos, y
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fundamentalmente de Argentina, así como en la centralidad indiscutible de
Buenos Aires en todo lo referido a la producción artística y cultural.
El nacionalismo establece una suerte de colonialismo interno que
reproduce la misma lógica de dominación naturalizada que explica Quijano.
La identidad estética como sello de originalidad nacional o regional deviene
canon nacionalista. Es así que se establece un mandato nacional que funciona
como un espejo invertido de la colonialidad europeizante. A la hegemonía
colonialista, se le opone la hegemonía nacionalista, una hegemonía que
instala centros y periferias hacia dentro de un mismo país o de una región,
operando con la misma lógica de progreso artístico que caracterizamos
anteriormente.
Paralelamente, la idea de una estética nacional supone la autonomía
del arte, es la estética como objeto aislado de su manifestación histórica y
social lo que deviene formalmente auténtico. Sin embargo, la autonomía del
arte es fundamentalmente un hecho social, un fenómeno construido
histórica y socialmente (Vujanovic, 2013). Lo que podría pensarse es que la
especificidad de la práctica no está en la forma como objeto artístico
autónomo sino en su manifestación histórica y social. Lo importante no es lo
que un arte es sino lo que un arte hace en un contexto determinado, qué es lo
que viene a decir en un lugar y en un momento dados. Enmarcado de ese
modo, el problema de lo nacional o regional toma un cariz totalmente
distinto.
Las investigadoras argentinas Susana Tambutti y Maria Martha
Gigena afirman que debe renunciarse a una “autenticidad cultural” signada
por la endogamia y el chauvinismo ya que no existe una identidad originaria
y propia que deba ser reivindicada (Tambutti y Gigena, 2018: 171). Entiendo
la idea como una crítica al nacionalismo como proyecto cerrado que
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reproduce relaciones de poder a partir del establecimiento de una esencia
nacional, necesariamente ficticia y de un canon nacionalista. Sin embargo,
creo que la forma más adecuada de abordar el problema político de la
identidad nacional es a través de lo que teóricas feministas como Gayatri
Spivak (Spivak, 2006 [1988]) han denominado un “esencialismo estratégico”.
Para Linda Alcoff, por ejemplo, “la mujer es una posición desde la cual puede
emerger una política feminista y no una serie de atributos objetivamente
identificables” (De Lauretis, 2007, p. 192; Alcoff, 1988, pp. 434-435). El género
es una posición desde la cual actuar políticamente, es decir, el soporte de un
proyecto político. Creo que la cultura nacional o regional pueden funcionar
de la misma manera. Lo que importa discutir no es su contenido sino qué
proyecto político puede asociárseles y qué discursos pueden movilizarse para
darle sustento.
En un texto en el que reivindican la necesidad de establecer un
pensamiento situado para la historiografía de la danza en Argentina, –
proyecto con el que acuerdo –, Tambutti y Gigena señalan la existencia de
dos oleadas colonizadoras de imposición de modelos universales de la
historia de la danza en la periferia. La primera se habría implementado
principalmente a través de la difusión de técnicas y poéticas como las de la
danza de expresión alemana o la técnica Graham, mientras que la segunda,
lo haría a partir de un conjunto de aparatos críticos y teóricos. De ese modo
afirman que: “la importante teorización sobre la danza que se produce en
Norteamérica y Europa desde finales del siglo XX y continúa en los comienzos
del siglo XXI, está cumpliendo el mismo rol de aquellos pioneros que in situ
fundaron la danza en distintos puntos de América Latina” (Tambutti y
Gigena, 2018: 169). Considero que ambas afirmaciones podrían ser
problematizadas aún más.
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En lo referido a la diseminación de técnicas de danza, debería
considerarse aquello que Randy Martin señala como la paradoja de la técnica,
según la cual, el entrenamiento que supone que aquellos que participan son
dominados por una disciplina, habilita paralelamente que sean ellos quienes
dominen la técnica. Para Martin la clase de danza constituye un espacio en el
que cuanto uno más se sumerge en la técnica, deviene cada vez menos
subordinado a ella (Martin, 1998: 20). Los cuerpos no se construyen de
manera unidireccional, sino que existen múltiples instancias de mediación y
apropiación, incluso momentos en los que la técnica se encuentra con algo
que ya existía en el cuerpo como potencia y lo desarrolla. La historia situada
es la que debe relatar esas mediaciones y el funcionamiento de esas
apropiaciones en un contexto periférico.
Finalmente, en lo que hace a la segunda ola colonizadora ligada a la
teoría, el actor que está siendo invisibilizado en esa afirmación es justamente
el/la teórico/a periférico/a, (es decir, quienes escriben), cuyo rol es el de
mediar frente a esas teorías, identificando los elementos que pueden ser
modificados, rechazados o reapropiados, y permitiendo la construcción de
saberes situados en relación con ellas. No es pasiva la recepción de la teoría,
o al menos no debería serlo. Al mismo tiempo, creo que por el contrario no
puede obviarse la influencia claramente positiva que los estudios de danza y
performance, así como la teoría decolonial y poscolonial, la teoría de género
y la teoría queer han tenido en el desarrollo de un pensamiento situado sobre
la danza y la performance en la periferia.
Embarrar el canon o cómo afirmar una coreopolítica de la abundancia
Ahora bien, retomando el problema de la validez de una reflexión
sobre la politicidad del arte en la periferia, si nos instalamos en este terreno,
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nos confrontamos necesariamente con el canon, entendido no tanto como
un repertorio de referencias estéticas legitimadas sino como una hegemonía
que opera sobre el deseo, el gusto, el placer, la belleza y la visibilidad de las
prácticas de los artistas, pero también de los espectadores, de las
instituciones estatales y privadas, de sus funcionarios, de los académicos, de
los críticos, de los periodistas, etc. Si la colonialidad del canon supone
entender como natural la hegemonía de ciertos espacios de legitimación
artística que proyectan su influencia sobre la periferia, un primer paso sería
reconocer que detrás de esa realidad existe una relación de dominación
económica y simbólica. En este sentido, la propuesta que intento llevar
adelante tiene que ver con pensar nuevas formas de validación y de
generación de comunidades legitimantes del trabajo artístico en contextos
periféricos. La pregunta sería entonces: ¿cómo habitar el terreno del arte de
manera política, sin refrendar lógicas colonialistas canónicas? ¿Es eso
posible? La respuesta que quisiera ofrecer se relaciona con la incorporación
de herramientas que provienen de lo que hoy llamaríamos teoría queer,
fundamentalmente de los aportes de Néstor Perlongher y José Esteban
Muñoz y sus ideas al respecto de lo barroco y del proceso de identificación.
En su particular interpretación del neobarroco, Néstor Perlongher lo
define como una máquina de guerra cuya naturaleza bélica no es la de
destruir sino la de embarrar. Es así que el neobarroco, devenido en su prosa
neobarroso, no avanza sobre un territorio enemigo propiciando su
vaciamiento, sino que más bien arremete de manera contraria saturándolo
de significantes. Según Perlongher el barroco barroso es una: “Poética de la
desterritorialización, […] siempre choca y corre un límite preconcebido y
sujetante. Al desujetar, desubjetiva […] No es una poesía del yo, sino de la
aniquilación del yo” (Perlongher, 2008, p. 94). La máquina barrosa dispara
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políticamente a nivel formal por proliferación y saturación del significante,
excediendo límites, aglutinando fuerzas contrapuestas y mixturas bastardas,
desfigurando gestos emancipatorios, invocando lo lúgubre y ensayando, a su
vez, todo lo contrario. El lenguaje simbólico embarrado pierde su función de
comunicación y se despliega como pura superficie, como superabundancia
del exceso, haciendo que allí proliferen miles de prácticas y disolviendo las
oposiciones en un yo proteico. No se trata de instaurar un momento de
resolución, una abolición de la diferencia, sino de poblar la política identitaria
y estética de mil maneras diferentes generando una confusión de signos.
Embarrar el canon no es oponerle una estética superadora, no es
confrontar con él sino saturarlo, boicotearlo, sabotearlo actuando de manera
estratégica, instalando un dispositivo de proliferación, una coreopolítica de
la abundancia. Como afirma Perlongher: “la máquina barroca no procede,
como Dadá, a una pura destrucción. El arrasamiento no desterritorializa en el
sentido de tornar liso el territorio que invade, sino que lo baliza de arabescos
y banderolas clavadas en los cuernos del toro europeo” (Perlongher, 2008, p.
97). El canon embarrado daría lugar a una estética barrosa, liberada de su
anhelo de originalidad, de belleza, de vanguardia, de modernidad, de
progreso. Un cuerpo danzante liberado del dispositivo de la libertad. El
barroco barroso es una teoría estético política que no propone un plan de
acción predeterminado sino una estrategia de combate que debe ser
mesurada y ejecutada según el contexto del enfrentamiento.
Ahora bien, asumir ese proyecto político supone un trabajo previo
sobre la subjetividad. La descolonización de la creatividad artística es en
principio un trabajo subjetivo de autoafirmación. Toda creación presupone
una instancia identificatoria, un diálogo con la historia del campo y con
referencias externas con las que empatizamos por diferentes razones. Es allí
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donde se constituye la identidad artística. Lo que propone José Esteban
Muñoz es el ejercicio de prácticas de desidentificación que permitan negociar
la propia supervivencia en un contexto adverso (Muñoz, 2011, p. 557). El
artista periférico siente colonizado su deseo y su sensibilidad porque concibe
su identidad a partir de un proceso de identificación con el canon. No
obstante, ese mismo proceso no debe interpretarse de manera lineal. Muñoz
cita a Eve Kosofsky Sedwick para explicar que la identificación no es una
simple imitación, sino que implica procesos múltiples de “incorporación,
disminución, inflación, amenaza, pérdida, reparación y repudio” (Kosofsky
Sedwick, 1990, p. 61).
Siguiendo el análisis de la teoría de Michel Pêcheux, que se basa a su
vez en el concepto althusseriano de ideología, Muñoz señala la existencia de
tres modos en los que el sujeto se construye. Un primer modo de
identificación en el que el sujeto se constituye en armonía con los discursos y
la ideología predominante. Un segundo modo de contraidentificación en la
que los sujetos rechazan las imágenes y los sitios identificatorios de la
ideología, intentando revertir el sistema simbólico operativo. (El problema de
este modo sería que su carácter de oposición simétrica tendería a funcionar
como una afirmación paradójica de aquello que rechaza. Una postura estática
y controlable). El tercer modo, el de la desidentificación, se diferencia de
ambos al evitar en igual medida la asimilación a una estructura imperante y
la oposición estricta, “la desidentificación es una estrategia que opera con la
ideología imperante y contra ella” (Muñoz, 2011, p. 569). La desidentificación
se propone cambiar la lógica cultural desde adentro.
Judith Butler también concibe esta lógica estratégica cuando se
pregunta “¿Qué posibilidades hay de politizar la desidentificación, esta
experiencia de un no reconocimiento, ese incómodo sentimiento de estar bajo
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un signo al que uno pertenece y al mismo tiempo no pertenece?”, para luego
responder que ese fracaso de la identificación puede ser la base para una
afirmación más democratizadora de la diferencia (Butler, 2002, p. 308, citado
por Muñoz, 2011, p. 569). El sujeto desidentificatorio opera tácticamente a
favor y en contra de una forma cultural. Su estrategia se basa en la
comprensión de que el poder no constituye un discurso fijo, y por ende, todo
proyecto político debe ser capaz de cambiar y adaptarse con la misma
rapidez con la que lo hace el poder (Muñoz, 2011, p. 578). En suma, considero
que una estrategia posible es la de someter al canon a un proceso de
desidentificación que permita expandir la práctica artística más allá de
posturas estáticas y simétricas de absorción y rechazo. Se trataría de asimilar
todo aquello que no anule la potencia creativa, de someter al canon a un
escrutinio consciente y deseante. La abundancia emerge cuando el trabajo
artístico no está limitado por una hegemonía canónica que dictamina quienes
pueden hacer, qué pueden hacer, cómo lo debemos observar, qué lugar debe
dársele a cada artista.
Siguiendo a Achille Mbembe (2006), podríamos decir que el canon
constituye una necropolítica de la estética. Es un orden que condena a ciertas
prácticas, a ciertos cuerpos, a ciertos afectos, a ciertas sensibilidades, a cierto
arte, a la muerte. El canon establece mundos de muerte artística. Embarrar
el canon, desidentificarse de su dispositivo de subjetivación es abrirse a una
coreopolítica de la abundancia entendida como al espacio en que el arte y
particularmente aquel que compromete al cuerpo en movimiento se abre a la
construcción de nuevas formas de vida.
REFERÊNCIAS
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NOTAS
i
Quisiera aclarar que el concepto de periferia designa una relación de poder, un problema
artístico y político y no una realidad empírica. No se trata de afirmar la validez de la idea de
periferia o de naturalizarla, se trata en principio de no negar su existencia. El canon como
dispositivo de subjetivación actúa a partir de la determinación de centros y periferias. No creo
que la omisión del término periferia solucione ese problema, como si se tratara de una relación
de poder que solo existe si se la nombra. La periferia indica una posición de subalternidad con
respecto a un centro hegemónico. Reconocer esta relación es un paso necesario para
subvertirla.
ii
Para dar un ejemplo concreto. El costo de reproducción de una foto de Yvonne Rainer en la
obra Trio A en tamaño pequeño que se le debe pagar a la Getty Foundation es de 350 dólares.
iii
Un ejemplo de este procedimiento es el estudio que realiza Rafael Guarato (2019) de los
esfuerzos por consagrar al Ballet Stagium como canon nacional de la danza en Brasil.
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Revista Arte da Cena, v.6, n.2, ago-dez/2020.
Disponível em http://www.revistas.ufg.br/index.php/artce
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ISSN 2358-6060
DOI: https://doi.org/10.5216/ac.v6i2.66637
*Juan Ignacio Vallejos, doctor en Historia por la EHESS
de Paris y master en Ciencias Sociales por la misma
universidad. Publicó numerosos artículos en revistas
académicas y contribuyó a varias obras colectivas sobre
teoría e historia de la danza. Es coordinador del Área de
Investigaciones en Artes Performáticas del Instituto de
Artes del Espectáculo de la UBA, investigador adjunto del
CONICET y es integrante del grupo Descentradxs Descentrar la Investigación en Danza.
Submissão: 15/11/2020
Aprovação: 14/12/2020
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