Historia
de la etnología
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La antropología
sociocultural
en México
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PRIMER CÍRCULO
Historia
de la etnología
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La antropología
sociocultural
en México
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luis vá z que z le ón
ETN O LO GÍA
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Coordinación editorial: Natalia Palma
Diseño: Estudio Mano de Papel
primera edición, mayo de 2014
D.R. © Guillermo Palma Silva
Av. Baja California 114-602,
Colonia Roma Sur
México, 06760, D.F.
© Luis Vázquez León, por el texto
isbn: 978-607-9148-63-8
prohibida su reproducción por cualquier
medio mecánico o electrónico sin la
autorización escrita de los editores.
Impreso en México / Printed in Mexico
[email protected]
In troduc cIón
Éste ha sido un libro no escrito, pero que hoy, por fin, consigue materializarse. Me explico: hace dos años estaba planeado ser parte del 40 Aniversario del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social (CIESAS). Por supuesto que no fue así por diferencias personales que
no mencionaré aquí; empero, siempre lo concebí como un homenaje personal
a don Ángel Palerm Vich. Conforme fueron transcurriendo esos dos años se
fue haciendo claro que mi esfuerzo era repudiado por esa especie de familia
extensa que ha crecido alrededor de su símbolo y de su herencia. En ella, los
verdaderos descendientes consanguíneos del maestro son secundarios, incluso prescindibles. Y no se diga de los no emparentados, que son de inmediato
excluidos. Los “herederos de promesas” se distinguen por enarbolar su símbolo como insignia de poder desde las instituciones académicas a su cargo.
No sé qué pensaría Palerm si lo viera, pero no creo que le agradara mucho.
No me extenderé sobre semejante descripción etnográfica de tal configuración de la antropología sociocultural actual. Sólo diré que la interpretación
historiográfica a manos de un exalumno de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) —como Ángel y este autor lo fuimos— no fue del
agrado de este grupo académico dominante. El problema se evidenció desde
la publicación íntegra de Palerm en sus propias palabras (2013), que fue una
reveladora entrevista realizada hacia 1979, de la que sólo se conocían fragmentos. Es muy preocupante que la entrevista no fuera publicada por esos
mismos personajes que hoy se identifican como “palermianos”. De esta forma,
al hacerlo, el malestar ya estaba declarado con el nuevo texto, aunque fuera
un texto hecho con las propias palabras de su tótem. Además, desde su perspectiva, no me acredita en lo más mínimo el que yo no fuera su alumno ni tuviera trato cercano con él. Según esta concepción corporativa del parentesco
simbólico, con sus ramificaciones y grados por afiliación selectiva, yo no sería
“palermiano” en absoluto, ni podría decir nada del profesor. ¡Ni siquiera como
historiador de la antropología!
Pero, ¿realmente la “herencia palermiana” es propiedad exclusiva de alguien, o bien, es un valor digno de ser compartido por todos los que nos
llamamos antropólogos o antropólogas mexicanos? Me declaro, de manera
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rotunda, por esta clase de comunismo mertoniano en su contexto de uso. Su
herencia, su memoria, su obra, su pensamiento todo, es digno de tenerse y ser
compartido por cualquier profesional, en cualquier lugar de México.
El proponerlo como patrimonio común se relaciona con una deuda mía
como marxista humanista. Nunca he hablado de ello, excepto con algunos
colegas cercanos, pero ahora juzgo importante hacerlo. La impronta común
en la ENAH es algo central para mi interpretación. Y Palerm fue un fiel representante de una antropología crítica característica de esa escuela, aunque
a ésta ni la generalizaría ni la convertiría en una reificación, algo así como
“el sello ENAH”. Es más, pienso que todos los egresados, de cualquier plantel, llevan consigo una propia impronta de origen, de lo que aprendieron de
sus maestros, de los valores y antivalores que interiorizaron, de los estilos de
pensar y hacer la antropología. Es por eso que “los de la ENAH” llevan algo
más que el supuesto “resentimiento social” en su estilo. Qué tanto todos y
cada uno de esos egresados hagan honor a dicha socialización característica,
eso sería materia de cada quién y resultado de su exclusiva responsabilidad.
A diferencia del grupo palermiano, no se constituyen en corporación alguna.
Como explicaba Palerm en sus propias palabras, hubo una ruptura definitiva con la tradición de la antropología crítica que lo distanció de Guillermo
Bonfil y Arturo Warman, ambos mucho más hechos a la antropología gubernamental y, por supuesto, al estilo político de la época priísta tardía. En ese terreno, y como se puede leer en su entrevista, Ángel era un exiliado romántico
—como diría E.H. Carr—, pero sin ninguna experiencia en lo que él llamaba
“la tenebra”, es decir, en el arte del secreto, de la traición, del doble lenguaje, de
la simulación, de la cargada, de la habladuría. Era demasiado directo para ese
ambiente tenebroso, pero normal entre los “antropólogos de la ENAH”. Ahí
no todo eran mieles, ni víctimas, ni héroes enredados en las banderas rojas de
los de abajo. Muchos veían (y siguen viendo) sólo a los de arriba. Lo que no
quita la cantidad de militantes que se congregaron allí (pienso en Stedile, Pierre Charles, Juliao, Hugo Blanco, y muchísimos más) y que un día hay que historificar puntualmente. ¿Por qué la ENAH atraía a toda esa gente revoltosa?
Pero vuelvo con Palerm. Su último periodo coincide, en términos teóricos, con un retorno al marxismo crítico, el que no fue tampoco comprendido
por las iglesias marxistas de la época, casi todas tocadas por el pensamiento
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intolerante del “padre Stalin” y sus torcidas enseñanzas jesuíticas, y de otros
totalitarios imitadores de menor importancia. Era cosa de identificarse con
alguno de ellos y entrar a la secta respectiva. El reino del Pensamiento Único.
No obstante lo dicho, hasta la fecha lamento no haber entendido la oportunidad que se ofrecía en ese momento político: de un lado, teníamos la ruptura
política con los oficialistas de la antropología gubernamental y, de otro, una
izquierda antropológica obtusa. Yo mismo incluido. Imposible reunirlos. Sólo
Gonzalo Aguirre Beltrán consiguió un cónclave así al morir Alfonso Caso,
lo que introdujo a la antropología crítica a las salas del poder. Y le corrigió
cualquier fuga extremista.
Pero en todo aquello hubo un hecho que lamentar seriamente. Sucede que
un grupo de marxistas imberbes de la ENAH, ya estando Palerm en la dirección del Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (CISINAH), nos acercamos a él de buen grado y a
sugerencia de Javier Guerrero. Se quería conformar un grupo de trabajo sobre el colectivismo ejidal en México, organización campesina que se creía
ya extinta desde los días de Cárdenas. Ángel Palerm nos escuchó con gran
interés y poco faltó para integrar el nuevo grupo. Porque entonces surgió el
asunto de quién lo dirigiría, si Susana Glantz (cuyo trabajo en Nueva Italia, en
Michoacán, ya era conocido) o Víctor Rico Galán, propuesto por este grupo
imberbe. Y como tal nos comportamos. No hubo acuerdo con él. Pero yo me
grabé el recuerdo de cómo Ángel Palerm cambió su gesto amable al de total
desagrado cuando escuchó el nombre de Rico Galán.
Para empezar, tenía razón; Rico Galán era un periodista y filósofo, con una
aureola de santificación producto de haber sido preso político comunista de
corte guevarista. Pero resulta que Ángel Palerm había sido también comunista. ¿En dónde residía la diferencia entre ellos?, ¿en sus diferentes iglesias
y patronos? No, ambos venían del marxismo soviético, pero uno ya se había
liberado del retardo mental. Fue ese momento crucial, en que hubo la posibilidad de reintegración de Ángel Palerm con su entorno marxista, pero no lo
pudimos entender. Lo entendí muchos años después al leer su entrevista con
Marisol Alonso, ahora difundida bajo el nombre de Palerm en sus propias
palabras. ¡Cómo no iba a molestarse Palerm al escuchar de Rico Galán, si éste
fue uno de los estalinistas del Partido Comunista Español que más énfasis
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pusieron en denigrarlo y echarlo de su iglesia! Lamento hasta la fecha esta
disyunción entre Palerm y aquel grupo de la ENAH. Y que, en vez de fructificar, quedara en tradición truncada de la antropología mexicana; la que de
todos modos sigue siendo un legado simbólico que aún nos une a pesar de las
nuevas iglesias existentes.
Se verá, entonces, que un punto de inflexión muy importante para este libro
se relaciona con los tres volúmenes de la Historia de la etnología compilados
por Palerm, y es que en todos hay una concepción implícita de la antropología
de su momento, así como una selección de los autores que ameritaban abordarse. Para descubrirlo basta estudiar las tres notas introductorias a cada volumen, aunque hay otras referencias útiles también. Pero ése es otro asunto.
Veamos la concepción de fondo aquí y el porqué de mi selección.
Contra lo establecido por algún canon literario, los editores de Fifty Key
Anthropologists1 nunca se ocuparon de explicarnos, de modo preciso, cómo
eligieron a esos famosos cincuenta “antropólogos clave”. Es más, el libro carece de alguna introducción mínimamente informativa al respecto. Es algo
extraño, canon o no de por medio. Así que con la mejor intención uno podría
suponer que esos cincuenta personajes fueron seleccionados por cada uno
de cincuenta colegas que escribieron las semblanzas reunidas, aunque pudo
haber alguna sugerencia previa de parte de los editores. No lo dicen. Éstos se
esmeraron, eso sí, en agregar un pequeño apéndice de conceptos antropológicos claves. Pensando como ellos un poco, quizás yo debería revivir aquel
diccionario de términos de uso común en el lenguaje de la antropología mexicana y sobre el que ya hicieron su tesis de licenciatura un par de estudiantes
de la ENAH,2 aunque nunca llegará a conocerse de manera pública. Aun con
mi referencia puntual, el problema es cómo seleccionar a los antropólogos
mexicanos más destacados.
En el caso del presente volumen hubo la pretensión manifiesta de imitar
el método de exposición de Ángel Palerm, quien en su momento preparó,
1
Robert Gordon, Andrew P. Lyons y Harriet D. Lyons (eds.), Fifty Key Anthropologists, Londres Rout-
ledge, 2011.
2
Margarita Hope y David Mora Equiarte, “De abominable a zurriburrico. Diccionario de antropología de
la ENAH”, México, ENAH, 2000.
8
como parte de un proyecto denominado Historia de la Etnología (un título que no deja de recordar a la historia de la teoría etnológica de Robert H.
Lowie en 1937 y que él conocía bien, lo mismo que el libro de T.K. Penniman
de dos años atrás), y que en el desaparecido CISINAH se conoció mejor como
el “proyecto 44”. Como es sabido, Palerm editó tres volúmenes dedicados a
los precursores de la antropología, a los evolucionistas y a los profesionales
británicos. Él mismo hizo la selección, prólogo e introducción a cada uno.
Un cuarto volumen quedó inconcluso y representa un verdadero “libro no
escrito”,3 porque la selección la hizo la también traductora e investigadora del
CISINAH, Elizabeth Hentschel bajo el título de Los profesionales germánicos
en la teoría etnológica.4
Hasta donde he podido averiguar, Palerm no estuvo de acuerdo con la selección de Hentschel y no la suscribió porque buscaba mostrar otra cuestión diferente en relación con la antropología marxista alemana. Dicho sea de
paso, en la selección de Hentschel no aparecía ningún miembro de la Escuela
de Frankfurt, ni siquiera los funcionalistas que pagaron con su vida el diferir
de la etnología nazi dominante.5 Esfuerzos posteriores de ella para publicarlo
no fructificaron tampoco (mi entrevista con Carmen Viqueira, su viuda, me
dejó claro que ella también se opuso a la publicación de Hentschel), y el intento de libro quedó olvidado en los archivos. No obstante, entendí desde entonces que el acto de selección implica una idea explícita de la antropología, aun
si ésta es posmoderna o siga cualquier otra orientación interpretativa. Palerm
siguió la suya, por cierto. Y la mía no es la excepción.
Conforme fui estructurando este volumen me percaté de la dificultad que
entraña el acto de seleccionar a unos autores y dejar de lado a otros, una decisión que no se padece en la misma magnitud en el salón de clases. Acostumbrado a ello, pensé que bastaría entonces con clasificar a unos como mexica3
George W. Stocking, “Libros no escritos, cambios de rumbo no marcados: notas para una antihistoria
de la antropología”, en Revista de Occidente, núm. 137, 1992, pp. 101-131.
4
Elizabeth Hentschel, Los profesionales germánicos en la teoría etnológica (ms.), México, Archivo Histó-
rico del CIESAS, 1981.
5
Raffaele Laudani (ed.), Secret Reports on Nazi Germany. The Frankfurt School Contribution to the War
Effort, Princeton, Princeton University Press, 2013.
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nos y a otros como extranjeros, según su lugar de nacimiento, pero terminé
por desdibujar esa línea de separación, pues muchos (Palerm mismo) se asentaron en México e hicieron una antropología de interés para México. No era
suficiente tampoco el respetar el sentido didáctico de la obra histórica de Palerm. Al respecto, sucede que todos los profesores de antropología hemos
terminado por concluir en que la manera más sugerente de enseñar la teoría
es recurrir a la historia de la disciplina, sea ésta la antropología mexicana o
cualquier otra.6
Ha sido Henrietta Moore7 quien nos ha mostrado que puede ser más pedagógico desechar el método cronológico de ubicar a las teorías en una sucesión
lineal —provocando en los estudiantes la falsa idea de que las teorías más recientes son también las más dotadas en la competencia por supervivir, en algo
que pasaría por ser una especie de darwinismo teórico y que por alguna razón
muy popperiana incluye al propio evolucionismo— y recurrir, mejor, a la selección de problemas unificadores de los esfuerzos teóricos varios, y que puede ser el campo de conocimiento donde realmente se compite, amén de que
uno acaba por convencerse de que las teorías “anticuadas” no desaparecen
por la competencia, la refutación o por la vetustez, sino sólo se transforman
(un punto en que Adam Kuper, en su Anthropology and Anthropologists8 fue
siempre enfático, gracias a la influencia del estructuralismo) y se reproducen
como las lenguas, no como los organismos: basta con que alguien las use para
que se conserven.
Uno podría llevar esta metáfora idiomática hasta sus últimas consecuencias. Una lengua nueva, como la aparecida en Lajamanu, al norte de Australia, se asemeja a la eclosión de una nueva teoría. También se podría decir que
6
Véase Alan Barnard, History and Theory in Anthropology, Cambridge, Cambridge University Press,
2000; Robert Layton, An Introduction to Theory in Anthropology, Cambridge, Cambridge University
Press, 1998, y María Ana Portal y Paz Xóchitl Ramírez, Alteridad e identidad. Un recorrido por la historia
de la antropología en México, México, UAM / Juan Pablos, 2010; Pensamiento antropológico en México: un
recorrido histórico, México, UAM-I, 1995.
7
Henrietta L. Moore y Todd Sanders (eds.), Anthropology in Theory: Issues in Epistemology, Oxford,
Blackwell Publishing, 2006.
8
Adam Kuper, Anthropology and Anthropologists. The Modern British School, Londres, Routledge, 1993.
10
las teorías más influyentes son las que poseen más hablantes. O viceversa.
O bien, que en la confluencia de lenguas teóricas diferentes ocurren mezclas
inéditas, como variantes dialectales o quizás como pidgins mestizas, gracias
a la desiderata ecléctica de los intereses de conocimiento de sus hablantes.
Incluso se podrían explorar las descendencias teóricas (los famosos “aires de
familia”) emparentadas con una lengua teórica inicial, variando en sus términos básicos o alterando su gramática, semántica e incluso su pragmática
interna. Más allá de este esbozo de un enfoque historiográfico a lo Putnam,
es un hecho palmario que la historiograf ía fundada en el estudio de las tradiciones nacionales (y las no tradiciones o tradiciones truncadas de las que
habla André Gingrich) sigue arrojando frutos considerables, una vez que se
reconoce que las tradiciones también varían en su constitución iterativacomunicativa como tales tradiciones y que, por supuesto, involucra el habla
cotidiana y teórica.9
Cualquiera que sea la forma de enseñar las teorías y buscarles usuarios que
las imiten, ello deja todavía pendiente el espinoso asunto de cómo seleccionar.
Aquí lo hice de la misma manera contradictoria en la que todos lo hacemos
en nuestros cursos, si bien no lo decimos de modo franco. Escogemos aquellos antropólogos (¡o antropólogas!) que suponemos merecen ser estudiados.
Esta elección es en parte subjetiva pero asimismo plantada en la experiencia
e interés cognitivos del profesor. Desde luego, elegir así es arriesgado, con
enormes posibilidades de provocar pérdidas y omisiones. Incluso, es usual
que eliminemos autores que nos disgustan o que nos representan retos que
evitamos enfrentar en la cátedra. Y rara vez leemos autores que debemos leer
por el mérito mismo del conocimiento expuesto aunque difiramos de él, lo
que representa un valor volteriano por desgracia poco cultivado en esta época
oscura. Pero es justo ese mismo valor académico el que hoy nos obliga todavía
a releer a Marx o a Darwin, con nuevos ojos (desde luego, también lo hacemos
gracias a las aportaciones de Kevin B. Anderson y su marxismo humanista, o
de Stephen Jay Gould y todo el coevolucionismo posterior). Cierto también
9
Chris Hann (ed.), One Discipline, Four Ways: British, German, French, and American Anthropology,
Chicago, University of Chicago Press, 2005; Luis Vázquez León, El Leviatán arqueológico. Antropología de
una tradición científica en México, México, CIESAS/Miguel Ángel Porrúa, 2003.
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que se atempera a la subjetividad por medio de la experiencia y el conocimiento de lo que hacen y piensan los colegas. Sin embargo, el riesgo persiste y,
cuando éste nos sobrepasa, uno debe asumir la consecuencia de razonar con
medios tan limitados.
En cuanto a la presente selección, hay una idea rectora que debo hacer explícita de inmediato. Al comienzo no le había dado la importancia debida hasta que la releí en el trabajo histórico de dos antropólogos israelíes, quienes haciendo fáciles comparaciones concluyeron que las antropologías de México e
Israel son antropologías coloniales, cosa que me enervó. Pienso en el artículo
escrito por Yehuda C. Goodman y Joseph Loss.10 Huelga decir que ambos se
apoyaron en analogías simplistas sobre la otredad indígena y la otredad de los
inmigrantes judíos, idea que sólo comparten los intelectuales mexicanos más
descontentos con su entorno “mestizo”. Por otra parte, pareciera que la antropología judía no se ha percatado todavía de que los mexicanos somos como
los palestinos de América: nos quitaron por la fuerza militar la mayor parte
de la tierra después de una colonización engañosa, nos hicieron una guerra
de independencia seguida de una invasión, pusieron luego un infranqueable
muro fronterizo y desde entonces empezaron a tratarnos como terroristas,
abriendo fuego sobre los transgresores, que han caído como moscas peligrosas (¡o incluso zombis en World War Z!) Cualquier similitud, como dicen los
colofones en las películas estadounidenses, es mera coincidencia.
Sin embargo, sí hay algo común en tales comparaciones y es más bien lo
que el historiador George W. Stocking caracterizó como “antropologías constructoras de naciones”, en teoría distintas de las “imperiales”, no obstante que
ellos también hicieron naciones expansionistas. La clasificación puede ser
inexacta al momento de contrastarla, pero se aviene a la tarea clave de los
antropólogos en México: la constitución de la nación y de su Estado de sostén.
Suplementariamente, pero de modo compulsivo, la elección de los grupos
constitutivos del proyecto de nación, lo que en México se presentaba como “el
problema del indio”. Ésta fue la materia central de la antropología mexicana y
en especial de la antropología gubernamental.
10
Yehuda C. Goodman y Joseph Loss, “The Other as Brother: Nation-Building and Ethnic Ambivalence in
Early Jewish-Israeli Anthropology”, en Anthropology Quarterly, vol. 82, núm. 3, 2009, pp. 1-23.
12
Aunque esa tarea clave aparenta haber sido ya relegada, es curioso que haya
renacido entre los activistas o militantes nativistas más extremos, toda vez
que hablan de las autonomías indígenas como territorios e instituciones soberanas, paramilitares incluidas. Éstas son naciones en pequeña escala, y su
aparición implica a todos los demás ciudadanos de la nación y no sólo a sus
respectivas poblaciones “etnonacionales”, por más derechos colectivos que
posean. Ahí hay una tensión irresuelta entre nación y nacionalidades, y entre
mayoría y minorías ciudadanas. Por cierto, no hablo de ninguna odiosa secesión, aunque no faltará quién o quiénes lo terminen pensando así.
En suma, mi selección de autores, de Mariano Mociño a Arturo Warman,
fue hecha bajo la idea de revelar su contribución a la construcción de la nación, si bien esa tarea no fue siempre nacionalista y no siempre coincidente.
Cada uno aportó su propia creatividad de pensamiento a la idea de nación,
y en su pluralidad o mera discordancia reside mucho de su valor histórico.
Después de todo, hablamos de los colegas que nos antecedieron. Entonces, la
selección y los textos buscan destacar esa actividad. Decidí dar por terminada
la selección con Arturo Warman porque las contribuciones que le siguen (a
la vez que la antropología sociocultural gubernamental deviene en académica
sin eliminar del todo su impronta de origen) tienden a olvidarse de la idea
de nación —los más metropolitanos hablan de una “condición posnacional”
ajustada a sus intereses personales de ciudadanía múltiple—, sea aduciendo
que es irrelevante en un orbe globalizado o bien haciéndola a un lado en sus
nuevos intereses de conocimiento. Del dominio público es la postura de desechar la historia de la antropología mexicana —la misma adjetivación también— para reiniciar toda la enseñanza profesional a partir de Renato Rosaldo. Cuando escucho ideas así, me pregunto siempre, ¿por qué no emigramos
mejor a Riverside o a Nueva York? O bien, si somos comunitaristas en vez de
globalistas, ¿por qué no nos refugiamos en alguna universidad intercultural
en espera del advenimiento de nuestra respectiva nación étnica imaginaria?
Preguntas así no dejarán de asaltarnos con terquedad en el futuro cercano.
Pero estos cambios de intereses cognoscitivos no ocurren por casualidad.
Ya que hablo de libros y bibliotecas, debo compartir una desagradable sorpresa, aunque ésta hable en favor del metropolitanismo. Puede ser que los nuestros sean programas de educación de posgrado (de maestría y doctorado),
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que ven mucho más hacia afuera o que en ellos la modernidad fluida dicte
otros cánones. Además, no enseñamos el abc, sino el xyz de la antropología.
Así las cosas, esa historia queda obviada. Se supone que eso se aprende en
la licenciatura, pero ocurre que no es así, pues ni siquiera hay un perfil básico de lo que cada antropólogo o antropóloga deben saber en cualquier lugar
de México. Nos arrebata la diversidad, no la homogeneidad. Pero entonces,
¿se puede enseñar coevolucionismo donde no hay referencia alguna al evolucionismo darwiniano? Ésta no es una pregunta retórica, pues de hecho la
enfrenté en el aula: en el CIESAS, Darwin era un ilustre desconocido entre los
impacientes futuros doctores.
Pues bien, resulta que, asimismo, me sorprendió que muchos de los libros
que aquí fueron seleccionados no son consultados con ninguna asiduidad; es
decir, casi ninguno había salido nunca de la biblioteca desde que ingresara a
ella. No me atrevo a sacar conclusiones fáciles con una muestra tan pequeña,
pero al menos sí estoy seguro de que no merecen ninguna atención en dos
bibliotecas especializadas que visito. ¿Fracasó el injerto de la antropología
cuando creció en nuestra latitud?, ¿la construcción nacional es sólo para consumo interno de las minorías politizadas dentro de la minoría profesional?,
¿qué explica el auge y caída de la antropología como profesión pública?, ¿somos ya posmodernos sin saberlo? En las posibles respuestas hay entrañados
asuntos epistemológicos muy graves que hay que encarar como profesionales.
Éstas y otras preguntas están siendo abordadas por muchos colegas mediante un proyecto denominado “Antropología de la antropología”, pero que
hasta ahora se ha limitado al ámbito escolar y a la historia institucional de
los planteles. Todavía estamos muy lejos de análisis como los ofrecidos por
Thomas C. Patterson en A Social History of Anthropology in the United States
(2001), y de Una etnograf ía de los antropólogos en Estados Unidos, de J.A. Fernández de Rota (2012). No se trata de desvirtuar nada de lo hasta aquí hecho,
pero siempre fue pretensión de las historias de Ángel Palerm ir más allá de las
ideas y brindar el contexto histórico y social. En cierta forma, la idea rectora
de esta selección es que ella misma es una manera de contextualización, pero
solamente ahí donde se dispuso de mayores evidencias pude atisbar alguna
situación social de fondo, lo que no siempre fue permisible. Ahora, lo que a
Patterson quedó claro, por su parte, fue que hay un proceso dialéctico entre
14
el mundo y los grupos que se estudian, y las estructuras y prácticas de dominación y subordinación; pero aun en ellas los profesionales individuales se
ubican de distinta forma. Por ello sobresalen todas esas relaciones forjadas
entre los antropólogos y las comunidades que estudian. “Por una miríada de
razones, los antropólogos no han estado siempre del mismo lado. No todos
están relacionados de la misma manera con los procesos civilizatorios o de
clase y a la formación del Estado ligado a la expansión colonial”, concluye Patterson. Aquí se percibe de pronto la abigarrada trama que teje a las urdimbres
de la sociedad, el Estado y los profesionales. Decir simplemente “antropología
gubernamental”, o bien “antropología académica”, es hablar de un entramado
paralelo, útil para comenzar la urdimbre. Tejerla con finura o con desenfado, es otro asunto. Para finalizar, apunto que mucho del trabajo reunido fue
posible gracias a la ayuda que me brindó Elizabeth Rosales, mi secretaria en
el CIESAS, pues hubo que convertir impresiones al formato PDF y de ahí a
word. Y hecho esto, dar formato adecuado a todo. Un trabajo laborioso, sin
duda, que debo a ella.
Las últimas palabras las reservo a quienes me ayudaron consiguiendo textos inéditos de tres autores, Moisés Sáenz, Ángel Palerm y Arturo Warman.
Desde la Universidad de Kentucky, Carmen Martínez me facilitó un texto en
inglés de Sáenz, creemos que el último que escribió. Pero Laura Giraudo, del
EEHA-CSIC en Valencia, descubrió en archivos mexicanos la versión original
en español, y que damos a conocer por primera vez en nuestro medio. Por
su parte, Juan Pedro Viqueira, de El Colegio de México, me envió el informe
técnico del equipo dirigido por Palerm y coordinado por Arturo Warman
sobre la población afectada por la construcción de la presa de La Angostura.
Por último, debo a José del Val, del Programa Universitario México Nación
Multicultural, de la UNAM, un texto inédito de Arturo Warman. Hay alguna
paradójica coincidencia entre el primero y el último, porque Sáenz lo escribió
siendo el primer director del Instituto Indigenista Interamericano, muriendo
sin ocupar el cargo. Warman corrió con más suerte, y era a la sazón director
entrante del Instituto Nacional Indigenista, pero sentó las bases para dejar de
tutelar a los indígenas, algo que Sáenz también vislumbró. Otra extraña coincidencia es que Ángel Palerm en algún momento propuso a Gonzalo Aguirre
Beltrán hacerse cargo de un centro coordinador indigenista, pero su elección
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fue descartada, gracias a lo cual lo ganamos como académico (académico con
fuertes tendencias políticas, hay que decirlo). No obstante, aquí lo muestro
en su faceta de antropólogo aplicado, tan interesado por México y sus problemas como cualquier otro connacional. Puede que haya más conexiones de
esta índole, pero ya no abundo en ello y lo dejo para pesquisas más analíticas.
Será trabajo de otros historiadores que tracen conexiones insospechadas y de
los propios estudiantes que en sus trabajos académicos nos asombren con su
perspicacia. A todos ellos está dedicado este libro.
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J osé MarIano M o cI ño
y L osada (1 757 -1 81 9).
La EtnoL oGía
racIonaL Ista d E L o s
n u u- cHaH- nuLt H
20
En el primer volumen de su Historia de la etnología (1974), Ángel Palerm
llevó su rastreo histórico hasta los precursores en Grecia y Roma, luego a
los viajeros y exploradores, enseguida a los misioneros y colonizadores y, finalmente, a los utópicos y revolucionarios franceses, ya como ideólogos, ya
como militantes. Que yo sepa, sólo Sergio Alcántara ha seguido este enfoque
historiográfico continuista al abundar en los orígenes clásicos de la antropología con sus Orígenes de la antropología científica. Del mito a la ciencia en el
pensamiento de los griegos (2011). Pero Palerm, que era historiador también,
hizo que Sahagún, Zorita y Acosta entraran al lenguaje antropológico con
gran naturalidad, aunque los historiadores los visitaban ya de tiempo atrás.
Por desgracia, al haber concluido su primer repaso con Rousseau, Saint-Just
y Babeuf, dejó un hiato histórico enorme en pleno siglo XVIII. Con la excepción de Zorita, casi debimos acostumbrarnos a utilizar las fuentes novohispanas atendiendo a los cronistas monásticos tempranos, lo que no dejaba de
ser problemático por el deísmo católico que acompañaba sus registros, aun
en Sahagún, el más cercano a nuestra visión. En comparación, la etnograf ía
de las postrimerías del siglo XVIII ya no exhalaba ese característico tufillo
conventual, sino que anunciaba el racionalismo moderno, si bien en el fondo
propenso a servir a la administración colonial. No todo era revolucionario en
esos días.
En consecuencia, fue un gran acierto que a inicios de los años setenta del
siglo pasado, Michele Duchet (Antropología e historia en el siglo de las luces, 1971 y 1975) arrojara nueva luz sobre la antropología del siglo XVIII,
resultando de ello la grave recusación de que el iluminismo era bastante mal
conocido, en especial en sus fuentes etnográficas primarias a cargo de exploradores, mercaderes y misioneros, los agentes encarnados del colonialismo.
Mas, si uno leía a Buffon o a Rousseau con algún detenimiento, se percata-
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ba de inmediato de que no todo era filosof ía moral o natural, incluso en el
caso de la tozuda representación contradictoria del noble salvaje que todavía
persiste bien consolidada en el occidentalismo, México incluido. No pocos
colegas siguen ideando a las sociedades indígenas como si estuvieran formadas por unos seres inmaculados, y que los 500 años de victimización no han
concluido en absoluto. Es decir, han hecho una dura mezcla de Rousseau con
la “leyenda negra” anglosajona.
Volvamos a nuestro personaje. En la Nueva España hubo la feliz obligación
colonial de que todas las expediciones a los Mares del Sur incluyeran a un
naturalista entre su tripulación (¡mucho antes del Beagle de 1831-1836!) y que
algunos escribieran informes etnográficos hasta la fecha desconocidos. Uno
de estos personajes fue José Mariano Mociño y Losada (1757-1820), un naturalista novohispano nacido en el Real de Temascaltepec y que no se dirigió a
los Mares del Sur, sino a la isla de Nutka (Nootka o Nuca), hoy Vancouver, en
la Columbia Británica, en 1792. A su retorno escribió sus Noticias de Nutka,
del cual hemos extraído un pasaje y que presentamos más adelante.
Hasta el día de hoy Mociño es reconocido como un “botánico mexicano”,
pero en este contexto no posee el renombre del jesuita francés Louis Nicholas, quién recorrió Canadá entre 1664 y 1675, y de cuya experiencia resultó
la Histoire Naturrelle des Indes Occidentales, mejor conocida como el Codex
Canadensis. A causa de esta visión disciplinaria —que ha llenado de gozo a los
biólogos mexicanos (de hecho, a ellos debemos el ensalzamiento de Mociño,
en especial a Xavier Lozoya). Así pues, se desestima el hecho de que Mociño estuvo en Nutka por “más de cuatro meses” (por si esto parece poco,
Boas estuvo tres meses entre los kwakiutl en 1866), del todo dedicado a aprender las costumbres, la religión y el gobierno de los nativos, un conocimiento
que los marinos y casacas azules de los Voluntarios Catalanes emplazados en
Nutka empezaron a adquirir por conveniencia estratégica, justo para asegurar
el fuerte de Nutka cuando estuvo a punto de entrar en conflicto con los nuuchah-nulth. El esfuerzo tuvo éxito porque se desarrollaron buenas relaciones,
se inició el estudio de la lengua y se originó una costumbre peculiar. Uno de
los “príncipes” nativos, Tlupananul, hizo frecuentes donaciones de pescado y
carne de venado a los capitanes. A su vez, éstos componían en lengua nutka
loas cortesanas a Macuina, otro de los “príncipes”. El trabajo etnográfico de
22
Mociño continuó entonces estas líneas afianzadoras de la presencia militar y
comercial.1
Si el interés estratégico del imperio español era imponer límites a los ingleses, rusos y estadounidenses que ya se disponían a colonizar mucho del
septentrión americano, se entiende que la tarea etnográfica de Mociño no
era inocente. Cierto también que al final de sus Noticias sucumbe a su vocación naturalista porque no deja de agregar un segundo apéndice sobre las
plantas y animales de la isla, pero aun esto servía al mantenimiento militar.
No obstante, de ese mismo naturalista interesado surgió el etnógrafo y el
lingüista que vinieron a estudiar la cultura y lengua nutkenses. Así, el primer
apéndice de sus Noticias de Nutka es un breve diccionario que debe mucho
a las notas de los oficiales catalanes. En él sorprende que Mociño no recogiera la voz nuu-chah-nulth de “potlach”, regalar, que en el siglo XIX se hizo
famosa como un ritual crucial para la economía moral de las tribus de la costa noroeste, tanto que en 1884 fue prohibida por el gobierno canadiense por
considerarle una costumbre dispendiosa. Como indican dos historiadores,
se había cerrado el puño de hierro sobre la gente, lo que no ocurrió bajo el
breve dominio español en la zona y hasta es probable que lo hayan estimulado como ritual honorífico.2
Como años después demostrarían los análisis de la antropología económica (y en especial desde Marcel Mauss), la rivalidad del don creció sostenida
por el comercio extraordinario que trajeron y llevaron los navíos de los imperios coloniales en competencia. Igual que luego hicieron los barones de la
pujante industria estadounidense, los tais (grandes hombres) precisaron de
ostentar su riqueza rivalizando con sus pares en el dispendio de bienes, aun al
grado extremo de destruir riquezas en su presencia, un desplante retador que
hirió mucho más a la ética protestante dominante que a sus rivales más directos, y que aceptaban jugar bajo el reto dilapidador. Acaso Mociño no registró
ese cambio crucial, pero percibo atisbos en sus descripciones rituales de la
1
Joseph P. Sánchez, Spanish Bluecoats. The Catalonian Volunteers in Northwestern New Spain 1767-
1810, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1990.
2
Douglas Cole e Ira Chaikin, An Iron Hand Upon the People. The Law Against the Potlach on the North-
west Coast, Vancouver-Seattle, Douglas & McIntyre/University of Washington Press, 1990.
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importancia del don en esta cultura. Se diría que el potlach estaba ya en potencia en los dones de Tlupananul. A la postre, fue un economista incómodo
como Thorstein Veblen, “el bardo del salvajismo” según uno de sus biógrafos,
quien no dudó en comparar el potlach con el derroche (“consumo ostensible”)
de los industriales estadounidenses de finales del siglo XIX. Sólo las novelas
de Scott Fitzgerald consiguieron captar la banalidad dilapidadora de los “años
locos” y, por ende, no dejan de ser dignas de compararse con las fotograf ías
de Edward Sheriff Curtis cuando captó a un orgulloso jefe nakoaktok con su
enorme pieza de cobre entre brazos, sin sospechar siquiera de que lo que
era una costumbre bien vista para los empresarios neoyorkinos, era mal visto
para los salvajes pescadores.
Aunque casi olvidado, Veblen merecería entrar con honores en la etnología del salvaje en el espejo. Al respecto, a fechas recientes un estudioso de la
corrupción en los lobbys del Congreso estadounidense, Lawrence Lessig, ha
vuelto sobre lo que llama “economía del regalo” para referirse a los intercambios recíprocos de políticos y grupos de interés mediante los dones, ya que estos regalos obligan y orientan el comportamiento. Si Lessig tiene razón, puede
ser que el potlach no se haya extinguido de cualquier forma bajo la competencia capitalista. Otro ejemplo de que el potlach sigue presente en nuestros
estudios lo podemos rastrear en las indagaciones sobre “el potlach en tiempo
de crisis”, en conexión con el endeudamiento económico.3
Para esta publicación he recurrido a la edición de Xavier Lozoya4 de Noticias de Nutka (y que fue antecedida por la de Alberto M. Carreño para la
Sociedad Mexicana de Geograf ía y Estadística en 1913; asimismo, puede disponerse de su traducción al inglés editada por Iris H. Wilson Engstrand5). A
propósito he escogido los pasajes rituales y de descripción política que apuntan precisamente hacia esta preocupación antropológica posterior. Sorprende el uso de un lenguaje que no es el de Linneo, sino que más bien recuerda
a Montesquieu.
3
Véase Social Anthropology, núm. 20, 2012.
4
Xavier Lozoya (ed.), Noticias de Nutka. Manuscrito de 1793, México, UNAM, 1998.
5
Iris H. Wilson Engstrandt (ed.), Noticias de Nutka. An Account of Nootka Sound in 1792, Seattle/Van-
couver, University of Washington Press/Douglas & McIntyre.
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sistema de gobierno del tais o soberano y sumo sacerdote;
de las creencias religiosas; su culto, supersticiones
y sus ritos sepulcrales
El gobierno de estas gentes puede rigurosamente llamarse patriarcal, pues el jefe de
la nación hace a un mismo tiempo los oficios de padre de familias, de rey y de sumo
sacerdote, siendo tan estrechos entre sí los enlaces de estas tres dignidades, que recíprocamente se sostienen una a otra y todas juntas apoyan la autoridad soberana de los
taises. Los vasallos reciben el sustento de manos del monarca o del gobernador que lo
representa en las rancherías distantes de la que le sirve de corte y creen que deben este
sustento a la intercesión del soberano para con Dios. De aquí es que, confundiéndose
unos con otros los derechos políticos y de religión, fundan la base de un sistema que, a
primera vista, parece más despótico que el de los califas y no deja de serlo bajo ciertos
aspectos, siendo moderadísimo por otros. No hay jerarquía intermedia entre príncipes y esclavos. Esta última condición es la de todos aquellos que no son hermanos o
parientes muy inmediatos del tais, y se conocen con el nombre de meschimes, siendo
el de los primeros taiscatlati que quiere decir “hermanos del jefe”.
La moderación consiste en que, sin embargo de estar persuadido el monarca de la
eficacia de sus oraciones, no deja de conocer que éstas serían infructuosas para sostenerse a sí mismo y sustentar a sus súbditos si ellos no empleasen también sus brazos
trabajadores en la pesca, en la caza, en el corte de maderas, etcétera. Esto lo obliga a
amarlos corno a hijos, a defenderlos de sus enemigos de todo riesgo y a aliviarles en
los modos posibles las penalidades de la vida. Sería muy fastidioso si quisiera exponer
aquí al pormenor los hechos comprobatorios de cuanto he referido; baste decir que en
Macuina observé siempre indecible sentimiento cuando por la muerte o la fuga había
perdido alguno de sus súbditos y que éstos lo tratan con familiaridad, teniéndole al
mismo tiempo un inviolable respeto. El tais va siempre acompañado de dos o tres
príncipes de su sangre, ocupando el centro de la piragua, a cuyos extremos bogan los
meschimes, no se sientan a su lado más que sus parientes y sus mujeres. Por divertidos que estén éstos, cuando el tais se retira, corren apresuradamente a acompañarlo,
si no es que él mismo los ocupe en alguna otra cosa o quiera pasearse solo. El tais
nunca trabaja y aun para velar sobre los que están encomendados de la pesca destina
ordinariamente a alguno de los catlatis. Él es el primer ministro de los sacrificios y el
depositario principal de los secretos de la religión.
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Encuentro suma dificultad en dar a ésta un nombre adecuado si no se me permite
llamarle especie de maniqueísmo, pues reconociendo los naturales la existencia de un
Dios creador, conservador de todas las cosas, creen igualmente que hay otra maligna
deidad autora de las guerras, de las enfermedades y de la muerte. Abominan y detestan este odioso origen de sus calamidades, al paso que veneran y ensalzan al Dios
bueno que los creó. En obsequio suyo ayuna muchos días el bárbaro pontífice, se abstiene constantemente de los placeres del amor todo el tiempo que no está la luna llena,
canta himnos acompañado de su familia celebrando los beneficios de Quautz (que así
llaman al Creador) y, en sacrificio, arroja a las llamas grasa de ballena y esparce plumas
por el viento.
Es bastante gracioso el modo con que refieren haberse hecho la propagación humana desde el principio. Dicen que Dios creó a una mujer a la cual dejó perfectamente
sola en las lóbregas florestas de Yucuatl, en que vivían asimismo los ciervos sin astas,
los perros sin colas y los ánsares sin alas; que ésta, aislada, lloraba día y noche su
soledad sin encontrar el menor arbitrio para remediar su triste situación hasta que,
condolido Quautz de sus lágrimas, se dejó ver en la mar sobre una piragua de cobre
muy resplandeciente, en la que con remos del mismo metal venían bogando muchos
jóvenes gallardos. Atónita la isleña con este espectáculo, quedó como pasmada al pie
de un árbol hasta que uno de los bogadores la advirtió que era el Todopoderoso el
que había tenido la bondad de visitar aquellas playas y proveerla de la compañía cuya
falta suspiraba. A estas voces redobló su llanto la melancólica solitaria y habiéndose
humedecido las narices, lanzó el asqueroso humor de ellas sobre la arena inmediata.
Mandole entonces Quautz que recogiese lo que había arrojado y ella, con asombro,
encontró palpitando el pequeñito cuerpo de un hombre que acababa de formarse.
Recogiólo por orden del Señor en una concha proporcionada a su tamaño, quedando
advertida de irlo guardando en otras mayores conforme fuera creciendo; concluido lo
cual, volvió a embarcarse el Creador haciendo participantes de su liberalidad aun a los
mismos brutos, pues desde el mismo momento vio el ciervo crecer sobre su frente las
astas, comenzó el perro a agasajar moviendo a un lado y otro la cola de que se hallaba
proveído y las aves se elevaron por el viento a ensayar por vez primera el beneficio
de las alas que acababan de recibir. El hombre fue creciendo poco a poco, pasando
sucesivamente de unas cunas a otras hasta que comenzó a andar. Salió de la niñez y la
primera prueba que dio de su juventud fue haber fecundado a su ama, cuyo primogénito es el tronco de los taises y los demás hermanos [d]el bajo pueblo.
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No sé qué decir de un matlox, habitante de la serranía a quien todos tienen un
terror imponderable. Figuran su cuerpo muy monstruoso, poblado todo de rígidas
cerdas negras, la cabeza semejante a la humana, pero con los colmillos más grandes,
agudos y fuertes corno los del oso, larguísimos los brazos y los dedos de los pies y manos armados de largas y encorvadas uñas. Sus gritos (dicen ellos) derriban por tierra
al que los escucha y hace mil pedazos al desdichado cuerpo sobre el que descarga una
manotada. Presumo que la historia del matlox tenga el mismo fundamento que la de
la creación del hombre que acabo de referir o que desde una época antiquísima haya
recibido la tribu, a que deben estos naturales su origen, algunas noticias de la existencia de los demonios. Creen que el alma es incorpórea y que después de la muerte tiene
que pasar a una vida eterna, mas con esta diferencia: que la de los taises y principales
más allegados va a unirse con la de sus ascendientes a la gloria en que reside Quautz,
teniendo suerte contraria los plebeyos o meschimes, a quienes aguarda el infierno,
llamado Pinapulu, cuyo príncipe es Izmitz. Los primeros son los autores de los rayos
y las lluvias, siendo testimonio de su indignación y de su sentimiento. Cuando a cualquier tais de su estirpe sobreviene alguna calamidad, las lluvias son las lágrimas que
vierten desde el cielo sus compasivos antepasados y los rayos, cuando caen, las armas
que disparan para castigar a los malhechores. Los taises abandonados a la lascivia, los
glotones, los negligentes en ofrecer sacrificios, los perezosos para la oración, tienen al
final de su vida la miserable suerte de un plebeyo. La diversidad que hay entre ésta y
la de los príncipes influye en la distinción que se advierte en sus ritos sepulcrales. Los
cadáveres de los taises y demás príncipes se colocan en un arca de madera, envueltos
en exquisitas nutrias y se suspenden de alguna rama de pino en las montañas. Todos
los días pasan a reconocerlo cuatro o seis de sus domésticos, que tienen la obligación
de cantar alrededor del árbol varios himnos funerales que escucha todavía el alma, que
no abandona las inmediaciones del cuerpo que animó hasta estar éste enteramente
destruido. Los meschimes se sepultan en la tierra para estar más próximos a la morada en Pinupula. En este sitio no tienen pena alguna que sufrir, si no se reputa por tal la
de verse separados para siempre de sus antiguos dueños e incapaces de elevarse jamás
a la altura en que ellos viven. Los taises no creen injusta esta retribución, que más
parece ser recompensa destinada a la ciega casualidad del nacimiento que al mérito
personal de los individuos, porque están persuadidos de que pudiendo los plebeyos
disfrutar en todo tiempo los deleites de la sensualidad, no estando sujetos a la penosa
observancia del ayuno ni al afán de las oraciones (todo lo cual obliga gravemente a los
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jefes), no son dignos de un galardón que los asemeje en cierto modo a la deidad. No
pude averiguar la significación de una ridícula ceremonia que advertí la última vez
que estuve en las rancherías: una vieja se hallaba tendida sobre una tarima fingiéndose
moribunda y otra, sentada a su lado, daba gritos melancólicos. Quatlazape, el hermano de Macuina, no me permitió estar allí y solamente me dijo, al sacarme por un
brazo, que esto se hacía por un muerto y que al cabo de dos meses se concluiría aquel
lúgubre aparato. La muerte de un tais se llora cuatro meses y toda la insignia de luto se
reduce a cortarse el cabello las mujeres hasta cuatro o seis dedos más abajo de la oreja.
La creencia de que el monarca que actualmente los gobierna ha de llegar con el
tiempo a ser uno de los bienaventurados capaces de trastornar a su arbitrio toda la
armonía de los elementos, obliga a los súbditos a tenerle cuanta veneración reputan
correspondiente a una persona sagrada. Ni por chanza es permitido poner las manos
en el soberano. Una vez, en uso de la satisfacción que tenía Macuina, el comandante
de la fragata “Santa Gertrudis” le arrojaba piedrezuelas, pero conteniéndole la mano
el anciano más distinguido de los nobles que estaban presentes le dijo: [“]Con un Tais
no se juega de este modo[”]. A pesar de esta suma veneración, los meschimes, se presentan de cualquier modo delante de sus jefes, indistintamente se sientan, se acuestan,
se revuelcan en su presencia, de manera que parecen no estar vinculadas las señas de
sumisión, más que no hacer esto a su lado y obedecer prontamente cuantas órdenes se
les imponen, dejando la comida si en ese instante se les manda algo.
De la dignidad del tais y sus casamientos; fecundidad
de las mujeres. Ceremonias con que celebran los partos.
Noticias de otras costumbres extrañas
La dignidad del tais es hereditaria de padres a hijos y pasa regularmente a éstos luego
que están capaces de gobernar y aquéllos se sienten avanzados en la edad. Tres son los
principales taises que conocimos en Nutka, siendo el superior de todos por muchos
aspectos Macuina, cuyo padre murió después del año 1778 en una guerra contra los
tlaumaces, nación que no he podido averiguar en qué parte reside. Pues la etimología
indica solamente que están en la otra parte del mar, sin expresar el rumbo. Su hijo y
sucesor vengó esta muerte, pasando en persona a las rancherías enemigas y haciendo
en ellas, por haberles cogido de sorpresa, una espantosa carnicería. Quiocomasia y
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Tlupananutl son los otros dos, cuyos padres viven sin haberse reservado en la renuncia más que la dignidad del sacerdocio, o bien, porque no la creen enajenable o porque
con la edad crece en ellos la superstición. Los hermanos del tais hacen el segundo orden de la nobleza, mas ésta llega a perderse al cabo de dos o tres generaciones, pues no
la participan los parientes que pasan al tercer grado, los cuales precipitadamente caen
a la clase de meschimes o plebeyos, que es la última del Estado. Las mujeres siguen la
condición de los padres y maridos.
La poligamia está establecida entre los taises y príncipes, catlatis, que tienen por
una marca de grandeza el comprar y mantener varias mujeres. Entre ellas advertí
siempre que una era constantemente la más privilegiada y que aun las otras la trataban
con bastante consideración, de modo que a su lado parecían unas meras concubinas.
Su adquisición es muy costosa para los taises, que no pueden recibirlas de la mano de
sus padres sino a expensas de muchas planchas de cobre, pieles de nutria, conchas,
telas de corteza de ciprés, canoas, pescado, etcétera; de manera que el que tiene cuatro
o seis hijas de un parecer regular cuenta con otras tantas alhajas cuyo precio lo haga
sumamente rico. Los meschimes se hallan casi siempre imposibilitados para sufrir
estos gastos, pues no siendo dueños del fruto de su trabajo, sino en una parte muy
pequeña, jamás pueden colectar la dote y así muchos de ellos mueren sin casarse y los
pocos que logran mejor suerte deben contentarse con una sola mujer, que reciben de
mano de sus príncipes como premio de sus servicios. Ignoro cuáles son las ceremonias
nupciales por no haberse proporcionado matrimonio alguno durante nuestra residencia en aquellos países.
Discurro que no falte una fecundidad regular a las mujeres y que ésta les dure poco
más o menos que a las europeas, porque siempre vi niños pequeños y algunas preñadas cuya edad no parece bajar de cuarenta años. No sé si se auxiliarán con comadres al
tiempo de sus partos pero, ciertamente, carecen de los molestos achaques a que están
expuestas nuestras ciudadanas, pues en el momento que arrojan las secundinas se
lanzan a la mar y nadan con mucho denuedo. Lo raro es que luego que nace el hijo, si
el padre es un tais, tiene que encerrarse en su cabaña sin ver el sol ni las olas, receloso
de ofender gravemente a Quautz y que éste, en castigo de su culpa, los deje sin vida a
él y a su hijo.
Cuando el infante tiene más de un mes se convocan todos los nobles y se le impone
el primer nombre, cuya imposición alegórica establece el mismo padre u otra persona
prudente a quien da la comisión. La nueva denominación se festeja con banquetes,
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cantos y bailes, en cada uno de los cuales regala el fecundo tais: nutrias, cobre, conchas
y cuantas alhajas puede a los nobles que han venido a darle la enhorabuena.
Los nombres se mudan conforme van variando las edades y cada novedad en esta
materia se solemniza con mayor lujo y magnificencia que la primera. El discreto joven que recomienda Mr. Meares con el nombre de Quiasechiconuc, en su juventud
se llamó Tiupaniapa, en su niñez Nanafamitz, en su pubertad Gugumetatzautz, en
la juventud como he dicho poco antes y ahora, últimamente, Quiocomasia, habiéndosele anticipado los privilegios de la edad varonil desde que entró en posesión de la
dignidad de tais; su postrer nombre quiere decir: “príncipe excesivamente liberal”. El
de su padre, Anapetais, “que sobresale entre los otros como un pino grande entre los
pequeños”; el de Macuina, “tais del sol”.
Luego que a la mujer le aparece por primera vez la sangre menstrual, se festeja del
mismo modo y se le muda el nombre también, siendo este mismo día el de su proclamación, si por ventura es hija del jefe principal de todos los taises. Nosotros asistimos
a dar la enhorabuena a Macuina por la de su hija, Iztocotitlemot, que antes de este
periodo se llamaba Apenas.
Es digna de referirse la pompa salvaje con que se solemnizó esta función. En uno de
los ángulos de la casa que estaba situada a la falda de las frondosas montañas de Copti,
elevaron hasta el nivel del techo un tablado sostenido por cuatro gruesos horcones en
forma de columnas formando por arriba una especie de balcón cercado todo de tablas.
Tanto éste como las columnas estaban pintados de blanco, amarillo, encarnado, azul
y negro, con varios figurones de mal diseño, adornado a más de esto con espejos de
diversos tamaños y dos bustos en las esquinas con los brazos abiertos y las manos
extendidas para significar la magnificencia del monarca. Al pie de las columnas estaba
aplanado el atrio y rodeado de una valla de madera en forma de circo. En lo interior de
la casa estaba, sobre unas esteras nuevas, la joven princesa vestida de las telas más finas
del ciprés y ataviada con innumerables ensartas de menudas púas de algunas especies
de concha de Venus que, recortadas por las puntas con igualdad, tienen un bellísimo
lustre y configuración de abalorios. El peinado era con el cabello en dos partes iguales
dividido, dejando una raya por medio de la cabeza y asido tenazmente por las puntas
con muchos cilindros de cobre bien bruñidos, semejantes a los que cuelgan de las orejas, cuyo peso no podía menos que exceder al de una libra castellana.
Tomó Macuina a su hija por la mano, condújola hasta el balcón colocada en su medianía, quedando él a la derecha y a la izquierda su hermano Quatlazape. El concurso
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numeroso de naturales que ocupaba el atrio y la playa se puso en el más profundo
silencio. Dirigiendo entonces la voz a todos, el jefe les dijo: “Ya mi hija Apenas no es
niña sino mujer. De aquí en adelante será conocida con el nombre de Iztotitlemot,
ésta es la gran taisa de Yucuatl”. Respondieron todos a un grito: “Huacás, Huacás,
Machina; Huacás, Iztocotitlemot”, expresión que equivale a nuestros “vivas”, pues el
grande elogio de aquellas gentes se toma siempre de la amistad significada por la palabra huacás.
Comenzaron luego a cantar y bailar los taises y demás nobles y cada uno recibía
una alhaja de importancia que, a nombre de Mambla y la princesa, arrojaba desde el
tablado Quatlazape.
Uno de los juegos principales de esta solemnidad fue el de la lucha, sirviendo de
palestra el atrio que se había aplanado para este fin. Una concha era el premio que se
proponía al vencedor y se presentaban sobre la marcha veinte o treinta atletas desnudos a disputarse el honor de la victoria. Lanzaba sobre ellos Quatiazape, desde lo alto,
un pequeño cilindro de madera que a porfía querían recibir en sus manos los competidores que unos a otros se arrebataban, empleando todas sus fuerzas para apoderarse
de él y conservarlo en su posesión. Hasta que el más esforzado o astuto conseguía el
triunfo final cansando a sus contrincantes para estorbar que le hiciesen resistencia o
bien, ocultándoles con destreza para inutilizar su porfía. Nuestros marineros tuvieron
parte en este combate y el premio que lograron los vencedores fue siempre superior
al de los naturales, pues a éstos no les daban más que conchas y a los otros excelentes
pieles de nutria. Macuina nos agradeció sobremanera el haber asistido a este festejo y
me testificó siempre la complacencia que le había causado que hubiésemos danzado,
uno de los capellanes y yo, en presencia de su hija la princesa.
Luego que la ceremonia quedó concluida, sin embargo de haberse destinado varios
días a los regocijos públicos, mandó Macuina que bajase del tablado Iztocotitliemot
y, acercándola a uno de los telares que había en el mejor sitio de la casa, le dijo: “Ya
eres mujer, hija mía, no debes ocuparte más que de las obligaciones de tu sexo”. Con
esto comenzó desde aquel día a hilar y a tejer la tierna joven, dando con su conducta
laboriosa una viva reprensión a todas aquellas señoritas que no reputan por nobleza a
la que no encuentra entre sus vicios la ociosidad, e imitando por las sanas máximas de
su educación a las hermanas del rey griego que conquistó todo el Asia.
Antes de la época de menstruación venía todos los días a visitarmos esta niña: cantaba, bailaba y paseaba alegremente. Jamás le faltaba la risa del semblante ni dejaba de
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estar asistida de las más festivas entre todas sus parientas y criadas; pero después, a
todos nos sorprendió la gravedad con que se manejaba, sin contestar nuestros saludos
más que con una inclinación de cabeza, ni poder más que a hurtadillas sonreírse y hablar una u otra palabra. Nuestro comandante disfrutaba la amistad de Macuina en el
grado más eminente a que puede llegar la confianza y con todo eso no bastaron jamás
sus ruegos para obligar a aquel jefe a traer a su hija a comer, un día siquiera, en nuestra
compañía, pues siempre que se le hablaba sobre el particular respondía que ya su hija
era mujer y no podía salir de casa.
Pude averiguar últimamente que la superstición influía demasiado en este manejo
pues están creídos que peca gravemente contra Quautz la taisa que, habiendo visto la
primera sangre que da indicio de su pubertad, no se mantiene encerrada en el tiempo de diez meses, comiendo pocos manjares señalados, porque de lo contrario está
expuesta a perder la vida en castigo de su culpa. Nuestra comunicación relajó algo el
vigor de esta disciplina, como en dos visitas que posteriormente le hicimos, nos habló
ya con más desembarazo y en la última salió, a excusas de su padre, acompañada de
su madrastra Clasiaca, a una pequeña emboscada que está en la orilla del mar desde
donde, con señas muy expresivas, nos repitió varias veces sus adioses.
Ciertos sacrificios usados por los naturales; su ocupación
en la pesca y traslación de sus rancherías según las estaciones
El tais no puede hacer uso de sus mujeres siempre que no vea enteramente iluminado
el disco de la luna y aun entonces tiene obligación de abstenerse si las calamidades
públicas exigen el ayuno y la oración. En semejantes ocasiones acostumbra retirarse a
una montaña, acompañado de dos o tres de sus domésticos que llevan para sí alguna
provisión de víveres, como que están exentos de la ley de la abstinencia con que va a
mortificarse el sacerdote. Éste se tiende boca arriba con los brazos unidos delante del
pecho y persevera muchas horas en la misma postura; al cabo de ellas, se pone en pie
y a gritos implora la piedad divina, dirigiendo frecuentemente sus súplicas a los difuntos taises, cuyo origen testifica que no desmiente y cuya benevolencia desea siempre
conservar, pues de su protección espera que vean ellos por su sangre y lo colmen de
felicidades. De este modo suele mantenerse dos o tres días sin tomar más alimento
que un poco de yerbas y otra poca de agua. Otras veces hace dentro de su propia casa
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la oración para conjurar por su medio las tempestades que impiden a los meschimes
salir a la pesca y demás trabajos. Encerrado entonces en el cajón o nicho de que hemos
hablado antes, golpea muy reciamente las tablas de un lado y otro con las manos y a
voz en cuello entona sus preces, una de las cuales pude yo aprender y presento aquí
traducida a costa de intensísimo trabajo:
“Danos, Señor un buen tiempo, concédenos la vida. No nos hagas perecer. Vuelve a
nosotros tus ojos. Aparta de la tierra las tempestades y de sus habitantes las enfermedades. Interrumpe la frecuencia de las lluvias. Déjanos ver los días claros y los cielos
serenos.”
Queda después en el más profundo silencio y las mujeres se acercan a su tabernáculo, lo llaman repetidamente por su nombre y le ofrecen de comer; mas él, sordo
a sus importunaciones, si por ventura llega a despegar sus labios, es sólo para orar
con un nuevo género de fervor, arrebatándose cada vez más y más con el ímpetu de
su devoto entusiasmo. No pude averiguar con qué motivo se celebraría un bárbaro
sacrificio cuya ejecución está reservada al príncipe más valeroso. Consiste en ir éste
acompañado de dos meschimes hasta la orilla de un profundo lago de agua dulce
en donde deja la capa al cuidado de sus asistentes y tomando en ambas manos dos
pedazos de la corteza más áspera del pino, se precipita cabeza abajo desde una roca
sacando al cabo de un pequeño rato el rostro de entre las aguas, se frota fuertemente
los dos carrillos, la frente y la barba con las referidas cortezas; se vuelve a zambullir y
a repetir la misma ceremonia cruel todas las veces que quiere desperdiciar más y más
la sangre que copiosamente le brota de las partes ofendidas. Sus espectadores entre
tanto le lisonjean el oído con sus reiterados aplausos. Quatlazape sirvió de víctima y
sacerdote cuando nos hallábamos en aquella isla. La aclamación con que se aplaudió
su religiosa intrepidez, eran estas voces que sin cesar repetían los dos meschimes:
Hiachacus Quatlazape, “Quatlazape es un gran hombre”.
Creo que en el día no frecuentan los sacrificios humanos, porque han conocido la
justa abominación que causa a los españoles, ingleses y bostoneses, o bien porque,
no teniendo para ellos otras víctimas que los desgraciados prisioneros, la paz que sin
interrupción han gozado desde el año 1789 no les ha permitido hacerlos. De los pocos que les habían quedado a resultas de sus guerras anteriores han sacado la grande
utilidad del tráfico, vendiéndolos a los españoles, los cuales han tenido la generosidad
de comprarlos, no para perpetuarlos en la triste suerte de esclavos, sino para educarlos
corno a hijos y agregarlos al gremio de la Santa Iglesia Católica.
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Una nación pescadora no puede vincular sus propiedades sino a las playas y mares
que inmediatamente las bañan y así, los de Yucuatl, como todos los demás habitantes
de este archipiélago, se disputan con las armas la facultad de pescar en sus respectivos
distritos y creen que violan el derecho público cuando navegan con este fin por los
ajenos. Como del mar sacan su principal subsistencia, habitan constantemente sus
orillas y varían los domicilios en la medida en que el pescado se escasea en unas partes
y abunda en otras o las estaciones les incomoden. Desde Cabo Frondoso comienzan
las rancherías errantes de Macuina, separadas una de otra lo menos dos o tres millas;
en una está el gobierno a cargo de un hermano suyo y en la otra la de sus mujeres. Luego que se aproxima el invierno, van también las rancherías acercándose a sitios de más
abrigo; las de Cabo Frondoso a las inmediaciones de la Punta de Macuina; las que
estaban situadas en ella, a Macuina; las de aquí a Copti y todas las más últimamente
a Tasis, en donde pasan los rigurosos meses de diciembre y enero. Tasis es un paraje
situado en la gran isla de Quadra y Vancouver, al pie de unas enormes montañas que
sirven de barrera para contener la ferocidad del norte y cuya falda bañan las aguas de
un canal muy abrigado que remata en la misma serranía.
Reunidas aquí la mayor parte de las cabañas dispersas, se sustentan con las provisiones de pescado seco que han ido reservando en los meses anteriores. Pasan los
meschimes las largas noches cantando y bailando alrededor de las hogueras que encienden para defenderse del frío, abandonándose a los excesos de la liviandad a excusas de los taises. Éstos reciben en los mismos sitios las visitas de sus amigos y aliados
los muchimanes, cuyas poblaciones están al lado opuesto a las montañas, separadas
de su falda oriental por tres lagos de agua dulce que se comunican entre sí por medio
de dos canales; en el último de los canales es rapidísima la corriente y hace zozobrar
por esta razón a muchísimas piraguas. Para trasladar sus casas de un lugar a otro
de los referidos unen, por medio de las tablas que les sirven de murallas, tres o más
canoas sobre las cuales suelen, en un solo viaje, conducir todos sus muebles, sin dejar
en el terreno que abandonan más que las estacas y vigas que ceñían de armazón al
edificio. Ésta será tal vez la causa de que aun habiendo visto en nuestros establecimientos barracas de mejor construcción y más abrigo, cuyos principales materiales
han ministrado ellos mismos, hasta ahora no han caído en la tentación de tomarlas
por modelo.
Muy poco pude saber de su administración civil y criminal, pero esto poco me hizo
entender que la primera era puramente económica y la otra por lo común arbitraria.
34
Con los nobles se tiene tanta consideración que muchas veces no se atreve el tais principal ni a reprenderles de palabra. Los plebeyos por su constitución son esclavos y sólo
por la bondad de su dueño suelen recibir tratamiento de hijos; como los vicios crecen
con las necesidades y éstas con el lujo de las naciones viciadas, nadie dirá que exagero
si afirmo que son pocos los de estos salvajes, comparados con los nuestros. No se ve
allí la ambición de la hacienda ajena, porque los artículos de primera necesidad son
muy reducidos y comunes todos. A nadie obliga el hambre a saltear en los caminos ni
hacer en las costas la piratería. A más de ser ellos muy parcos en la comida, pueden
todos indistintamente tomar en la casa del tais, con la mayor franqueza, el pescado o
marisco que necesitan.
La uniformidad de los vestidos según la diversidad de la condición de cada cual
hace que estén seguras las capas de los unos en las manos de los otros. El tráfico con
los europeos les ha hecho conocer varias cosas de que les hubiera sido mejor haber
carecido siempre y conservado la primitiva simplicidad de sus costumbres. El cobre,
que tiene entre ellos la estimación que el oro entre nosotros, ha comenzado a introducir parte de los males que ocasiona siempre la codicia. Sin embargo, para contener
este desorden, conminó Macuina con la pena de muerte a cualquiera de los suyos que
cometiese robo en las embarcaciones españolas y el mismo jefe restituyó varias veces
las frioleras que sus meschimes habían hurtado. Sus juegos jamás son de apuesta sino
una simple diversión con que prueban su mayor agilidad para bogar sus fuerzas para
la lucha y su destreza para apuntar en la caza.
Las mujeres son el único objeto que puede obligarlos a transgresiones frecuentes
del orden establecido y este delito no sería tan común si los plebeyos estuvieran todos
casados. El de esta clase que viola el lecho conyugal de un tais tiene pena de la vida y
la cómplice la de azotes y destierro, con obligación de sujetarse a todos los trabajos de
una meschime. Si el adúltero es un príncipe, padece solamente el destierro, después
de haber visto azotar en su presencia al desgraciado objeto de sus amores. Con las
mujeres del bajo pueblo no es igual el rigor: los mismos taises las prostituyen, especialmente con los extranjeros, para aprovecharse de la utilidad de este tráfico; supe de
uno de los más condecorados que a su mujer propia entregaba, siempre que el interés
que se le ofrecía llegaba a parecerle extraordinario, pero en general excluyen a las taises
cuando quieren emplearse en la tercería, oficio que no reputan ignominioso.
Esta facilidad ha sido seguramente funesta para aquellas cortas poblaciones que
van resintiendo ya los estragos del mal venéreo, el cual, dentro de pocos años, puede
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35
arruinarlos de modo que perezca enteramente su estirpe. En el día creo que, uniendo
la suma de los súbditos correspondientes a cada uno de los tres taises, no compongan
un total que llegue a dos mil individuos. Esterilizados éstos con aquel pernicioso contagio, deberán temer la infausta suerte de los de la antigua California, de cuya raza
apenas ha quedado uno u otro, consumidos los demás por el gálico furioso que se
propagó entre ellos de los marineros de nuestros buques.
El pequeño número de hombres y la sencillez de vida que éstos llevan no pueden
prometer muchos artesanos ni menos la variedad de oficios. Los de los hombres son la
carpintería, la pesca y la caza; los de las mujeres el hilado y el tejido. Todos aprenden
todo lo concerniente a su sexo. Los carpinteros no tienen más instrumentos que el
fuego, conchas y pedernales. Para derribar un árbol, lo incendian por abajo, le arrancan después las cortezas y, si quieren formar tablas, en unas secciones paralelas a su
eje van encajando cuñas con el mismo artificio que labran los mexicanos las delgadas
tablitas que llaman tejamanil; una viga tiene todo el grueso del pino descortezado y
no les da más trabajo que derribarlo, limpiarlo de la corteza y colocarlo en el sitio que
lo necesitan. La construcción de sus cajas y canoas es obra que acredita su muchísima
paciencia. Son ordinariamente de una pieza y, para excavar el árbol de que las hacen,
van aplicando fuego suavemente por un lado y separando con cuchillos de concha todas las partes que se han convertido en carbón amoldando así las concavidades hasta
que tiene las dimensiones que han querido darle; ya que está concluida, vuelven el
árbol para el lado opuesto y del mismo modo lo van desbaratando para formar la
quilla. La estampa representará mejor que yo puedo explicarlo la graciosa figura que
éstas tienen; son agilísimas y los bogadores, igualmente diestros para el remo, el cual
les sirve asimismo de gobierno por carecer todas ellas de timón. Por distante que se
vea una canoa y por uniforme que parezca a lo lejos el traje de ambos sexos, se puede
discernir sin embargo si son hombres o mujeres los que bogan, pues los canaletes de
éstas son obtusos por la punta y los de aquéllos tan agudos que se aprovechan de ellos
para herir a sus enemigos cuando llegan al abordaje en las batallas navales.
36
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37
Franc Isc o XaV I E r
cLaVIGEro ( 1 731 -1 7 87 ).
dEL antIc uarI sM o a L u s o
a ntroP oL óGIc o d E L a
cuLtura
38
La obra del jesuita novohispano Francisco Xavier Clavigero sigue arrojando
nuevas lecturas y, por consiguiente, nuevas interpretaciones para la cogitación de nuestro horizonte histórico. Las más novedosas ya no se restringen a
exaltar su indudable contribución al patriotismo y más en concreto a la construcción de la nación mexicana —que es la interpretación más ampliamente
aceptada. No es ninguna coincidencia que ésa sea la misma elaboración sobre
la que se ha fincado la principal tradición que caracteriza a la antropología
mexicana: su pulsión recurrente sobre la forma de estructuración de esa nación y quiénes la constituyen. A veces, la sintetizamos en una sola palabra, nacionalismo, pero siempre hay que matizarla, pues habría diferentes nociones
de nacionalismo y su contenido. Con todo, queda claro que este “nacionalismo” en singular es el hilo conductor a lo largo de su historia, aunque resulte
un tanto dif ícil de desentrañar en el naturalista Mociño (aunque después de
todo creía que la lengua nuu-chah-nulth estaba emparentada con el náhuatl),
pero del todo diáfana en su contemporáneo Clavigero, quien ahora nos ocupa. Desde él, la fascinación con la nación y su imaginación no han cesado,
aunque haya amainado en estos años. Asimismo, hay que reconocerle la dura
identificación de la nación con la “cultura de los mexicanos”, en este caso la
sociedad azteca. Esta conexión se sostendrá hasta el siglo XX, no obstante las
ideas de mestizaje, primero, y de diversidad cultural después.
No obstante lo asentado, hace tiempo Giovanni Marchetti agregó al asunto
ideológico de la construcción nacional la preocupación social de Clavigero
por sus contemporáneos indígenas, lo que incide en el asunto de la integración nacional de los grupos constitutivos de la futura nación. Con el andar
del tiempo, pero ya en fechas recientes, la reflexión ha discurrido igualmente
hacia lo que una serie de autores han calificado como el “festín filosófico de
Clavigero”, festín donde se ha iluminado el cientifismo cartesiano del jesuita.
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39
Por esta misma senda del conocimiento vamos caminando otros. Ha sido un
historiador de la arqueología, Francisco Mendiola, quien primero se ocupó
del interés de Clavigero por las antigüedades; el antecedente directo de lo que
hoy conocemos como patrimonio cultural y de la arqueología en sí. La transferencia entre uno y otro interés de conocimiento no es casual. De acuerdo
con Mendiola, Clavigero ya estaba en camino seguro de transformar la pasión
anticuaria de los aristócratas en un motivo racional de conocimiento a manos
de la sociedad de los estudiosos profesionales, esto es, en un motivo propiamente arqueológico.1
¿Qué decir de la antropología y de la etnología? Hasta hoy ha sido Gonzalo Aguirre Beltrán quien mejor apreció la obra del “jesuita veracruzano”
como un “escrutinio de la razón” sobre su propia sociedad; un escrutinio ya
libre de “causalidades místicas”, no como en muchos de los cronistas conventuales anteriores. La apropiación del pasado indio, muy característico del
nacionalismo criollo, empezaba a generar una transformación en camino de
la reconsideración del estatus del raciocinio de las sociedades nativas. Desde
luego, Aguirre Beltrán hizo una puntual referencia a la defensa de Clavigero
sobre la capacidad de abstracción del náhuatl. Aparte de lo muy jesuítico que
entraña esa concepción (le es característico a la orden adaptarse al conocimiento local para reinterpretarlo a su conveniencia), tal defensa era una parte
importante de la “Sexta Disertación”, incluida en la traducción al español de
Mariano Cuevas de la Historia antigua de México,2 y que aquí reproducimos.
Pero ocurre que las ocho Disertaciones seguían una lógica un tanto disociada
de su Historia… (en realidad, fueron agregadas por Clavigero al cuarto tomo
de la primera edición en italiano de la Storia antica de Messico en 1780, y aún
no estaban incluidas en la edición inglesa, de los cuales el tomo uno (de diez)
sólo abarcaba hasta el Libro Séptimo.3
1
Francisco Mendiola Galván, Arqueología de la incivilización. Historia de la cultura material del norte
antiguo de México en el siglo XIX, Puebla, UAP, 2013.
2
Mariano Cuevas, Historia antigua de México, México, Porrúa, 1991[1945]; la edición de Clavigero Ca-
pítulos de historia y disertaciones, México, UNAM, 1994, por desgracia no la incluye.
3
Esto puede revisarse en Historia antigua de Megico, Londres, R. Ackerman, 1826, en Google Books.
40
La “Sexta Disertación” llama poderosamente la atención porque la titula
“La cultura de los mexicanos”, y es en ella donde se aprecia el inicio de un
giro gradual en el uso del concepto de cultura en un sentido jerárquico —la
suposición en singular de una alta cultura cultivada así lo implica, léase los
aztecas como griegos cultivados— para empezar a usarle como un concepto
diferencial, plural y característico de las naciones, uso muy propio del iluminismo alemán y, a la postre, también muy antropológico (lo que, por lo
demás, no es para festejarlo, pues si hacemos caso del análisis conceptual de
Zigmunt Bauman, la antropología y la etnología tendrían aún dificultades
epistemológicas para usar hoy un concepto genérico de cultura mientras no
consigan abandonar su arraigado pluralismo particularista, dificultad que,
en efecto, ya no se observa entre los partidarios del coevolucionismo, quienes han reducido la cultura a información, si bien sin desdeñarla como mecanismo coevolutivo4).
Quede claro también que las Disertaciones pertenecen al exilio boloñés de
Clavigero, en su fase más interesadamente académica y, por lo tanto, siempre
pendiente de las indulgencias de los poderosos mecenas, motivo que arranca
con la amplia refutación, puntual hasta el cansancio, de la obra de un etnólogo holandés de la corte prusiana del ducado de Cléves, Cornelius de Pauw. El
biógrafo de Clavigero5 sostenía que estas Disertaciones, en realidad, las había
dedicado clavigero al erudito y conde italiano Gian Rinaldo Carli, pero movido por un espíritu de generosidad y no como una obligación moral en desagravio de una crítica impulsiva en su contra por parte del propio Clavigero.
Pero en una nota adelante, Ronan indica que el conde era un economista al
servicio de María Teresa de Austria, en el ducado de Milán, y que había sido
uno de los primeros contradictores del ensayo de De Pauw, Recherches philosophiques sur les Américains, ou Mémoires intéressants pour servir a l’Histoire
de l’Espece Humaine. Avec une Dissertation sur l’Amerique et les Américains
4
Véase Zigmunt Bauman, La cultura como praxis, Barcelona, Paidós Ibérica, 2002; Peter J. Richerson y
Robert Boyd, Not by Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, University of Chicago Press, 2005.
5
Charles E. Ronan, Francisco Javier Clavigero, S.J. Figura de la Ilustración mexicana; su vida y obras,
Guadalajara, ITESO-UdG, 1993, pp.192 y ss.
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41
(1768-1769). Resulta de esta revelación que Clavigero tenía puestos los ojos
en Prusia por alguna buena razón.
Gracias a los estudios hechos por varios colegas e historiadores (entre otros
debo mencionar a Justin Stagl, Hans Fischer, Han F. Vermeulen y Klaas van
Berkel), hoy sabemos que los “etno-términos” —a saber, los de etnología, etnograf ía, Volkskunde y Völkerkunde— surgieron tanto en la Universidad de
Göttingen como en conexión con los “alemanes rusos” del ducado de Schwaben (Swabia), emigrados a la Rusia zarista entre 1770 y 1780. Estos términos
ganaron influencia y se repitieron por imitación en Escandinavia, el imperio
Habsburgo y el occidente y sur de Europa. Finalmente, Edward B. Tylor acuñó
su famosa definición en la Primitive Culture (1873). ¿Qué ocurría en Prusia y
Rusia? Una respuesta pronta, y por ello socorrida, sería conectar a Clavigero
con J.G. Herder, dándole un crédito inmerecido al romanticismo, e incluso
al pietismo protestante que éste propagaba. Pero es más bien Herder quien
debe a Clavigero, del que supo a través de un comentario de su libro en italiano, aparecido en la Göttingische Gelehrte Anzeigen de 1781, gracias al cual
Herder habló ya, en 1793, de los mexicanos-aztecas bajo la “más injusta de
las opresiones”.6 Desde luego, los lectores más apasionados de Herder lo consideran incluso el fundador de la antropología, pero la suya era una filosof ía
antropológica vinculada a su maestro Immanuel Kant. Esta “antropología” todavía subsiste entre los filósofos cercanos a la teología. No es ésa la que nos
importa aquí por una simple razón: sigue usando a la cultura en singular, no
como descripción etnográfica relativa, sino como una elevación del ser.
Hoy sabemos que los “etno-términos” pertenecen a un iluminismo racionalista alemán que creció en Göttingen, bajo el programa de historia universal del lingüista y politólogo August Ludwig Schlözer; si bien también merece,
crédito Johann Christoph Gatterer y el jesuita eslovaco Adam Franz Kóllar
von Keresztény, director de la Biblioteca Imperial de Viena, y cuyos trabajos eran citados por Schlözer. En su tiempo, Herder y Schlözer entraron en
competencia, pero Justin Stagl ha demostrado que era también una pugna
entre el racionalismo y el irracionalismo, pugna de la que Herder no salió bien
librado. Todos ellos eran muy cercanos a los académicos alemanes que traba6
J.G. Herder, On World History. An Anthology, Nueva York, M.E. Sharpe, 1997, p. 191.
42
jaban en Rusia; Schlözer mismo recibió un título de nobleza por el zar Alejandro I, e incluso Herder fue predicador en Riga. Como haya sido, el punto
es que Schlözer pensó su historia universal como un “sistema interconectado
de pueblos”, sin duda de lejana inspiración linneana, pero donde la unidad
básica de estudio era el pueblo y su “historia especial”. Esa historia especial era
la cultura diferenciada. Nada comparable con la historia universal de Herder
y su empatía cultural por los “pueblos naturales” (Naturvölker), signados por
su inocencia religiosa.
Disgustado por muchas razones con De Pauw, Clavigero captó que los críticos del etnólogo conseguían audiencia en las academias reales de Prusia y
Florencia, así como en la corte del rey de Prusia. Tal fue el caso del abad de
Brügel, Dom Pernety, un fraile benedictino autor de una primera Dissertation
fur l’Amerique et les Americains de Pauw (1770), y quien había estado en las
islas Malvinas. Esa “disertación crítica”, como llegó a ser conocida, motivó dos
cosas. Primero, que De Pauw publicara una nueva edición de las Recherches
philosophiques sur les Americains en Cléves, en 1772, “corregida y considerablemente aumentada” (disponible en Google Books). Segundo, que en 1770
George Jacques Decker reeditara en la Imprenta Real en Berlín las Recherches… acompañadas de la Dissertation de Pernety, seguidas en 1781 de un
segundo tomo (ambas en Google Books).
Clavigero imaginaba a De Pauw y a sus Recherches… escritas “sin salir de
su gabinete en Berlín”, acusación que recuerda el argumento del “estar allí”
típico de los antropólogos del siglo XX.7 En realidad, a su regreso de Berlín,
prefirió vivir en Xanten (Ducado de Cléves) con una canonjía. Rechazó incluso un ofrecimiento zarista y fue el primero en elegir entre la vida diplomática
y una vida académica de aires conventuales. Habiendo también egresado de
Göttingen, puso en vigor la historiograf ía de Schlözer, con expresiones francamente etnológicas que lo llevaron a colaborar con Diderot y d’Alembert en
varias entradas de la Encyclopédie, sin contar que era un profundo admirador
de Voltaire. De Pauw no sólo escribió sobre varios pueblos nativos americanos, sino también sobre los egipcios, chinos y griegos, y dejó sin concluir una
investigación sobre los germanos antiguos, estudio que Herder sí esbozó bajo
7
Véase Clifford Geertz, Works and Lives. The Anthropologist as Author, Stanford University Press, 1991.
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el rubro de los “Pueblos germánicos”. Pero mucho antes de ganar fama con
sus Recherches…, había escrito en holandés The Natural History of California
(1761) y su Discours sur l’origine de la Traite des Négres, donde muestra la
tragedia del esclavismo en África y en América. En muchos sentidos, supera
el doblez de fray Bartolomé de Las Casas, quien por un lado era indigenista
pero por otro era esclavista. Su mismo indigenismo ambivalente permitió a
De Pauw decir: “La sangre de los indios, derramada por los españoles con tal
profusión, aún clama por venganza”. Pero ya que medía a los nativos con la
vara de la moral europea, éstos siempre le parecían flojos, débiles, crueles,
degenerados, etcétera, aunque realmente no dejaba de advertir el impacto
dislocador de la colonización. Si las cosas americanas fueran tan desagradables como De Pauw las pintaba, entonces el colonialismo no tendría mucho
sentido de existir. Era un argumento débil, pero sí deja ver que su mayor crítica se dirige entonces contra la colonización, aun la inglesa al norte, y luego
en Nueva Guinea y Australia. Su pesimismo cultural, como ha señalado Van
Berkel, lo induce a sugerir dejar a los salvajes vegetar, pues “si no podemos
contribuir a su felicidad, mejor no añadamos tristeza”.
En suma, De Pauw era un etnólogo reconocido, pero con una mínima experiencia directa (cosa en que Clavigero lo superaba, al menos como preceptor
de las élites indígenas nahuas y tarascas) y muy influido por sus prejuicios
más íntimos, entre otros, su fuerte aversión hacia los jesuitas, sus primeros
maestros. Hay pasajes de sus Recherches… que debieron causar reacciones
iracundas en la Nueva España, Guatemala y Chile, como bien lo documentó
John D. Browning (“Los europeos que van a América —sostenía De Pauw—
han degenerado, igual que los animales; una prueba de que el clima es inadecuado para la mejoría del hombre o animal. Los criollos, descendientes de
europeos y nacidos en América, aunque educados en las universidades de
México, Lima y el Colegio de Santa Fe, nunca han producido un solo libro”).
El pensamiento de De Pauw contrasta de modo agudo con todos ellos por ser
un crítico furibundo del mito del noble salvaje, y de paso del mismo Rousseau,
si bien usando un lenguaje políticamente incorrecto que todavía hoy nos chocaría, como de hecho ocurrió a Clavigero, jesuítico al extremo.
No ocurre igual con el concepto plural de cultura diferenciada, el cual Clavigero dice encontrar en William Robertson (“la cultura de los mexicanos”),
44
pero sucede que éste había leído a De Pauw con menos inquina que la suya.
Por el contrario, Giovanni Marchetti8 sugiere que el uso de la palabra cultura
en la “Sexta Disertación” está inspirado en su “modelo humanístico-católico
de cultura”, aunque hable, asimismo, de “la descripción etnológica desarrollada por Clavijero”. Ésa es la cuestión, precisamente: que la “descripción etnológica” viene de los académicos racionalistas alemanes. El que Clavigero
se centrara en la “cultura de los mexicanos”, en un momento en que no podía
sino ser equivalente a los mexicas y sus descendientes, era la antesala de otras
adjetivaciones menos elitistas que hablar de los reyes aztecas o los libros de
los primeros intelectuales nativos. A ese trance me refiero, a que Clavigero
estaba en camino de hacer uso, él mismo, de las culturas en un sentido etnológico, pero ya comparativo.
sexta disertación. La cultura de los mexicanos
Pauw, enfurecido siempre contra el Nuevo Mundo, llama bárbaros y salvajes a todos los americanos y los reputa inferiores en sagacidad e industria a los más groseros
y rudos pueblos del antiguo continente. Si se hubiera contentado con decir que las
naciones americanas eran en gran parte incultas, bárbaras y bestiales en sus costumbres, como habían sido antiguamente muchas de las más cultas naciones de Europa,
y como son actualmente algunos pueblos de Asia, África y aun [de] Europa; que las
naciones más civilizadas de América eran muy inferiores en cultura a la mayor parte
de las naciones europeas; que sus artes no estaban tan perfeccionadas, ni sus leyes
eran tan buenas ni tan bien ordenadas, y que sus sacrificios eran inhumanos y algunas de sus costumbres extravagantes, no tendríamos razón para contradecirle. Pero
tratar a los mexicanos y peruleros como a los caribes y los iroqueses, no hacer caso
de su industria, desacreditar sus artes, despreciar en todo sus leyes, y poner aquellas
industriosas naciones a los pies de los más groseros pueblos del antiguo continente,
¿no es obstinarse en envilecer al Nuevo Mundo y a sus habitantes, en lugar de buscar
la verdad como debía hacerlo según el título de su obra?
8
Giovanni Marchetti, Cultura indígena e integración nacional. La “Historia antigua de México” de F.J.
Clavijero, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1986, pp. 99 y ss.
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Bárbaros y salvajes llamamos hoy día a los hombres que, conducidos más por capricho y deseos naturales que por la razón, ni viven congregados en sociedad, ni tienen
leyes para su gobierno, ni jueces que ajusten sus diferencias, ni superiores que velen
sobre su conducta, ni ejercitan las artes indispensables para remediar las necesidades
y miserias de la vida; los que, finalmente, no tienen idea de la divinidad, o no han establecido el culto con que deben honrarla.
Pues bien, los mexicanos y las demás naciones de Anáhuac, así como los peruleros,
reconocían un ser supremo y omnipotente, aunque su creencia estuviese, como la de
otros pueblos idólatras, viciada con mil errores y supersticiones. Tenían un sistema de
religión, sacerdotes, templos, sacrificios y ritos ordenados al culto uniforme de la divinidad. Tenían rey, gobernadores y magistrados, tenían tantas ciudades y poblaciones
tan grandes y bien ordenadas, como haremos ver en otra disertación; tenían leyes y
costumbres, cuya observancia celaban magistrados y gobernadores; tenían comercio
y cuidaban mucho de la equidad y justicia en los contratos; tenían distribuidas las
tierras y asegurada a cada particular la propiedad y posesión de su terreno; ejercitaban la agricultura y otras artes, no sólo las necesarias a la vida, sino aun las que sirven
solamente a las delicias y al lujo.
¿Qué más se quiere para que aquellas naciones no sean reputadas bárbaras y salvajes? La moneda, responde Pauw, el uso del fierro, el arte de escribir y los de fabricar navíos, construir puentes de piedra y hacer cal. Agrega que sus artes eran imperfectas y
groseras, sus lenguas escasísimas de voces numerales y de términos propios para explicar las ideas universales, y sus leyes inexistentes, porque no puede haber leyes donde
reina la anarquía y el despotismo. Todos estos artículos exigen un examen particular.
La falta de moneda
Pauw decide que ninguna nación de América era culta y civil, porque ninguna usaba
de moneda, y para fundar su aserto alega un lugar de Montesquieu: “Aristopa, habiendo naufragado, llegó a nado a una plaza inmediata; allí vio delineadas en la arena
algunas figuras de geometría y se llenó de júbilo, creyendo haber arribado a un pueblo
griego y no a una nación bárbara. Imagínate que por algún accidente llegaras a un país
desconocido; si allí encontraras alguna moneda, no dudarías que habías llegado a un
pueblo culto”. Pero si Montesquieu concluye bien del uso de la moneda la cultura de
46
un pueblo, Pauw infiere muy mal el defecto de cultura de la falta de moneda. Si por
ésta se entiende un pedazo de metal acuñado con la efigie del príncipe o del pueblo, la
falta de ella en una nación no demuestra, barbarie.
“Los atenienses [dice Montesquieu], como no usaban los metales, se valían para
moneda de bueyes, como los romanos de ovejas”. Y de aquí tuvo origen, como saben
todos, el nombre pecunia, pues los romanos pusieron en la primera moneda que acuñaron la efigie de las ovejas de que se servían antes para sus transacciones. Los griegos
eran, sin duda, una nación muy culta en tiempo de Homero, pues no era posible que
en una nación inculta se educase un hombre capaz de componer la Ilíada y la Odisea.
Pero los griegos en aquel tiempo no conocían la moneda acuñada, como aparece de
las mismas obras de aquel famoso poeta, el cual, cuando quiere significar el valor de
alguna cosa, lo explica por el número de bueyes o de ovejas que valía, como en la Ilíada (VII), cuando Glauco dice que dio sus armas de oro, que valían cien bueyes, por
las de Diomedes, que eran de cobre y no valían más que nueve bueyes. Siempre que
menciona alguna adquisición por contrato, no habla más que de cambio o permuta.
Y en aquella controversia antigua entre los sabinianos y proculeyanos, dos sectas de
jurisconsultos, los primeros sostenían que podía hacerse verdadera venta y compra
sin precio, alegando para esto ciertos lugares de Homero, en los cuales se decía que
compraban y vendían los que no hacían más qué permutar.
Los lacedemonios eran un pueblo culto de Grecia, a pesar de que no usasen moneda, y de que entre las leyes fundamentales de Licurgo, hubiese la de no comerciar sino
por permuta. Los romanos no tuvieron moneda acuñada hasta el tiempo de Servio
Tulio, ni los persas hasta el reino de Darío Hystaspe, y no por esto deben llamarse
naciones bárbaras en los tiempos que precedieron a aquellas épocas. Los hebreos eran
civilizados, a lo menos hasta el tiempo de sus jueces, y no sabemos que estuviese entre
ellos en uso la moneda grabada, sino en tiempo de los macabeos. Luego la falta de
moneda acuñada no es prueba de barbarie.
Si por moneda se entiende un signo representativo del valor de todas las mercaderías, como la define Montesquieu, es indudable que los mexicanos y todas las demás
naciones de Anáhuac, a excepción de los bárbaros chichimecas y otomíes, se servían
de moneda en su comercio. ¿Qué era el cacao, que constantemente usaban para proporcionarse en el mercado todo lo que necesitaban, sino un signo representativo del
valor de todas las mercaderías? El cacao tenía su valor fijo y se daba por número; pero
para ahorrarse la molestia de contar cuando las mercaderías importaban millares de
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almendras, sabían ya que cada saco de cierto tamaño contenía tres uquipilli o veinticuatro mil almendras. Pues, ¿quién no ve que el cacao es mucho mejor moneda que los
bueyes y las ovejas, de que se valían antiguamente los griegos y los romanos, y la sal,
que usan ahora los abisinios? Los bueyes y las ovejas no podían servir para adquirir las
mercaderías pequeñas y de poco valor, y cualquiera enfermedad u otra desgracia que
sobreviniese a esos animales, podía empobrecer a los que no tenían otro capital. “Se
emplea el metal para moneda [dice Montesquieu] para que sea más duradero el signo.
La sal de que se valen los abisinios tiene el defecto de ir continuamente disminuyendo”. El cacao, por el contrario, podía servir para cualquier mercadería, se transportaba
y custodiaba más fácilmente y se conservaba con menos diligencia.
El uso del cacao en el comercio de aquellas naciones parecerá tal vez un mero trueque; pero no era así, pues habiendo varias especies de cacao, no usaban como moneda
el tlalcacahuatl o cacao menudo, que usaban en sus bebidas cotidianas, sino más bien
otras especies de inferior calidad y menos útiles para alimentarse, que circulaban incesantemente como moneda y no tenían casi otro uso que el de emplearse en el comercio.
Citan estas especies de moneda todos los historiadores de México, así españoles como
indios. Las otras cuatro especies de que hemos hablado en nuestra Historia (Lib. VII)
constan por el testimonio de Cortés y de Torquemada. Cortés afirma en su última
carta a Carlos V, que habiendo estudiado el comercio de aquellas naciones, halló que
en Tlachco y otras provincias comerciaban con moneda. Si él no hubiese oído hablar
de moneda acuñada, no hubiera restringido el uso de ella a Tlachco y a alguna otra
provincia, pues bien sabía, sin que le fuera necesario hacer nuevos estudios, que en
los mercados de México y Tlaxcala, en los que había estado muchas veces, utilizaban
como moneda, además del cacao, ciertas pequeñas telas de algodón llamadas por ellos
patlolquachtli, y del oro en polvo metido en plumas de pato. Sospecho, sin embargo,
de lo dicho en aquel lugar de mi Historia, que había también moneda acuñada, y que
tanto los pedazos sutiles de estaño que menciona el mismo Cortés, como los de cobre
en figura de T, de que habla Torquemada (Lib. 14, cap. 14) como de especies de moneda, tenían alguna imagen autorizada por el soberano o por los señores feudatarios.
Para impedir todo fraude en el comercio, nada, a excepción de los víveres ordinarios, se podía vender fuera de la plaza del mercado, en que había, como ya dijimos con
el apoyo de muchos testigos oculares, el más bello orden que pueda imaginarse. Allí
estaban las medidas prescritas por los magistrados, los comisarios, que circulaban
incesantemente, observando cuanto ocurría, y jueces de comercio encargados de co-
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nocer de los litigios suscitados entre los negociantes, y de castigar los delitos que allí
se cometían. ¿Y no obstante esto deberá decirse que los mexicanos eran inferiores en
industria a los pueblos más groseros del antiguo continente, entre los que hay algunos
tan rudos y obstinados en su barbarie que no ha bastado en tantos siglos el ejemplo
de las otras naciones de su continente para darles a conocer las ventajas de la moneda?
El uso del fierro
El uso del fierro es una de las cosas que Pauw exige para llamar culta a una nación, y
por falta de él cree bárbaros a todos los americanos. Y así, si Dios no hubiese criado
aquel metal, todos los hombres deberían ser bárbaros forzosamente, según la opinión
de este filósofo. Mas en el mismo lugar de su obra en donde echa en cara la barbarie a
los americanos, nos da los materiales que podríamos desear para rebatirlo. Afirma que
“en toda la extensión de América se encuentran muy pocas minas de fierro, y el que
hay allí es tan inferior en calidad al del otro continente, que no puede emplearse ni aun
para hacer clavos”. Dice que los americanos poseían el secreto, ya perdido en el antiguo
continente, de dar al cobre un temple igual al que recibe el acero; que Godin mandó en
1727 (querrá decir 1747, pues en 1727 todavía no había ido al Perú Godin) al conde
de Maurepas un hacha vieja de cobre perulero endurecido, y habiéndola observado
el conde de Caylus, reconoció que casi se igualaba en dureza a las antiguas armas de
cobre de que se servían los griegos y los romanos, los cuales no empleaban el fierro
en muchas de las obras en que nosotros lo empleamos ahora, o porque entonces era
más raro, o porque su cobre templado era de mejor calidad que su acero. Añade que
Caylus, admirado de aquel arte, se persuadió (aunque en esto lo impugne el mismo
Pauw) que ese instrumento no era obra de aquellos peruanos embrutecidos que los
españoles encontraron al tiempo de la Conquista, sino de otra nación más antigua e
industriosa.
De todo lo que dice Pauw saco yo cuatro consecuencias importantes: 1ra. Que los
americanos tuvieron el honor de imitar en el uso del cobre a las dos naciones más célebres del antiguo continente. 2da. Que se portaron sabiamente no sirviéndose de un
fierro tan malo, que no puede ser útil ni aun para hacer clavos, y usando un cobre al
que daban el temple del acero. 3ra. Que si no supieron el arte de trabajar el fierro, poseían el singularísimo de templar el cobre como el acero, que no han podido restaurar
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los físicos europeos del siglo iluminado, y 4ta. Que tanto se engañó Caylus en el juicio
que hizo de los peruanos, como Pauw en el que ha hecho de todos los americanos.
Éstas son las consecuencias legítimas que deben deducirse de la doctrina de nuestro filósofo sobre el uso del fierro, y no la de la falta de industria como él pretende.
Querría yo saber de él mismo si se requiere mayor industria para labrar el fierro como
lo labran los europeos, o para labrar sin fierro toda suerte de piedra y madera, fabricar algunas especies de armas, y hacer sin fierro, como hacen los americanos, las más
curiosas obras de oro, plata y piedras. El uso preciso del fierro no prueba gran industria en los europeos. Inventado por los primeros hombres fácilmente, pasó de unos a
otros, y así como los americanos modernos lo recibieron de los europeos, los antiguos
europeos lo recibieron de los asiáticos. Los primeros pobladores de América conocieron sin duda el uso del fierro, pues la invención de él fue casi coetánea al mundo;
pero puede creerse que sucediera lo que conjeturamos (primera disertación) que, no
habiendo encontrado al principio las minas de aquel metal en los países septentrionales de América en donde entonces se establecieron, se perdió en los descendientes
la memoria.
Mas finalmente, si son bárbaros los que no tienen el uso del fierro, ¿qué serán aquéllos a quienes falta el uso del fuego? Pues en toda la vasta extensión de América no se
ha encontrado una nación, ni aun una tribu, por ruda que sea, que no haya sabido el
modo de hacer fuego y servirse de él para usos comunes de la vida; pero en el Mundo
Antiguo se han encontrado pueblos tan bárbaros, que no tenían ni uso ni conocimiento del fuego. Tales los habitantes de las Islas Marianas, a los cuales era enteramente
desconocido aquel elemento antes de la llegada de los españoles, como testifican los
historiadores de aquellas islas. ¿Y con todo esto querrá persuadirnos Pauw de que los
pueblos americanos son más salvajes que todos los salvajes del Mundo Antiguo?
Por lo demás, tanto yerra Pauw en lo que dice del fierro americano, como en lo que
piensa del cobre. En Nueva España, el reino de Chile y en otros muchos países de
América se han descubierto infinitas minas de buen fierro, y si no estuviese prohibido
allí el trabajarlas por no perjudicar al comercio de España, podría América ministrar
a Europa todo el fierro necesario, como la provee de oro y plata.
Si Pauw hubiera sabido hacer sus investigaciones sobre América, hubiera encontrado en el cronista Herrera que aun en la isla Española hubo fierro mejor que el de
Vizcaya. Hubiera también encontrado en el mismo autor, que en Zacatula, provincia
marítima del reino de México, hubo cobre de dos calidades: uno duro, del que se ser-
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vían en lugar del fierro para hacer hachas, machetes y otros instrumentos de guerra
y de agricultura, y otro ordinario y flexible, que empleaban en ollas, barreños y otros
vasos para los usos domésticos, y así no tenían necesidad del ponderado secreto de
endurecer el cobre.
Mi sinceridad me obliga lo mismo a defender los verdaderos progresos de la industria americana que a rechazar las imaginarias invenciones que se atribuyen a las
naciones del Nuevo Mundo. El secreto que verdaderamente poseían los americanos,
se lee en Oviedo, testigo ocular y muy entendido e inteligente en metales: “Los indios
—dice— saben dorar muy bien los vasos de cobre o de oro bajo, y darles un tan excelente y encendido color, que parece oro de veintidós quilates y más, lo que ellos hacen
con ciertas yerbas. Esta obra sale tan buena, que si algún platero de España o de Italia
tuviese este secreto, se haría de seguro muy rico”.
Artes de fabricar navíos, puentes y hacer cal
Si a otras naciones puede echarse en cara la ignorancia en el arte de construir navíos,
esta censura no debe hacerse a los mexicanos, porque, no habiéndose adueñado de las
costas sino en los últimos tiempos de su monarquía, no tuvieron necesidad ni oportunidad de pensar en semejante construcción. A las naciones que ocupaban las playas
de ambos mares antes de que los mexicanos se apoderasen de ellas, les bastaban las
canoas que usaban para la pesca y el comercio con las provincias vecinas, para que,
libres de ambición y avaricia, que han sido por lo común las causas de las navegaciones
largas, ni solicitaban usurpar los Estados legítimamente poseídos por otras naciones,
ni querían transportar de países distantes los preciosos metales que no necesitaban.
Los romanos, a pesar de haber fundado su metrópoli muy inmediata al mar, estuvieron nada menos que quinientos años sin construir navíos, hasta que la ambición
de ampliar sus dominios y apoderarse de Sicilia les hizo fabricar navíos para pasar
aquel estrecho. ¿Qué maravilla es que las naciones americanas, que no sentían tales
estímulos para abandonar su patria, no inventasen navíos para poderse transportar
con menos riesgos a países distantes? Lo cierto es que el no haber inventado navíos
no arguye falta de industria en aquellos que no tenían ningún interés en tal invención.
No es así en la de los puentes. Pauw afirma “que no había uno solo de piedra en toda
América cuando fue descubierta, porque los americanos no sabían fabricar arcos, y
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que el secreto de hacer cal fue absolutamente ignorado en toda la América”. He aquí
tres proposiciones que son otros tantos errores groserísimos. Los mexicanos sabían
hacer puentes de piedra, y entre los restos de su antigua arquitectura se ven aún hoy,
en el río de Tula, los grandes y fuertes pilares que sostenían el puente que allí había.
Las reliquias de los antiguos palacios de Texcoco, y mucho más su temazcalli, dan
a conocer el uso antiguo de los arcos y de las bóvedas en los mexicanos y las demás
naciones de Anáhuac. Diego Valadés, que anduvo en el reino de México pocos años
después de la conquista y permaneció en él treinta años, nos muestra en su Retórica
cristiana la imagen de un pequeño templo que vio allí, que no deja ninguna duda en
esta materia.
En orden al uso de la cal, es necesario todo el atrevimiento de Pauw para afirmar,
como lo hace, que el secreto de hacerla era absolutamente ignorado en toda América,
pues consta, así por el testimonio de los conquistadores españoles como de los primeros misioneros, que no solamente usaban las naciones del reino de México de cal, sino
que blanqueaban muy bien y ponían curiosamente lisas y bruñidas las paredes de las
casas y templos.
Consta por las historias de Bernal Díaz, Gómara, Herrera, Torquemada y otros,
que a los primeros españoles que entraron en la ciudad de Cempoala parecieron de
plata las paredes del palacio principal, porque estaban pulidamente blanqueadas y
resplandecientes. Consta, finalmente, por las pinturas de los tributos que están en
la Colección de Mendoza, que las ciudades de Tepeyacac, Tecamachalco, Quecholac,
etc., estaban obligadas a pagar anualmente al rey de México cuatro mil sacos de cal.
Pero aun cuando nos faltasen todos estos documentos, bastarían para demostrar la
verdad de cuanto decimos y confundir la temeridad de Pauw los restos de los antiguos
edificios que todavía se ven en Texcoco, Mitla, Huatusco y otros muchos lugares de
aquel reino.
Por lo que respecta al Perú, aunque el padre Acosta confiese que en él no estaba
en uso la cal y que aquella nación no fabricaba ni arcos ni puentes de piedra, y esto
bastase a Pauw para decir, según su perversa lógica, que el uso de la cal era ignorado en toda América; con todo esto, el mismo Acosta, que no era hombre vulgar, ni
exagerador, ni parcial de los americanos, alaba mucho la maravillosa industria de
los peruleros en sus puentes de totora o junco en la desembocadura de la laguna de
Titicaca y en otros lugares en donde la suma profundidad no permite hacer puentes
de piedra, o la extraordinaria rapidez de los ríos hace peligroso el uso de las barcas.
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Declara haber pasado por esos puentes y pondera la facilidad y seguridad del tránsito. Pauw llega a decir que los peruleros no conocían el uso de las barcas, que no
supieron hacer ventanas en los edificios y aun sospecha que sus casas estuviesen sin
techo. Despropósitos los más groseros que pueden saltar a la cabeza a un escritor
de América. Da a entender que no sabe qué cosa sean los bejucos de los puentes
peruleros y que no se ha formado idea justa de los ríos de la América meridional.
Hay muchas cosas que oponer a Pauw en esta materia; pero las omitimos por venir
a otros artículos más esenciales.
Falta de letras
Ninguna nación de América conocía el arte de escribir, si por él se entiende el de explicar en papel, pieles, tela u otra materia semejante, cualquier suerte de palabras con
la diferente combinación de algunos caracteres; pero si por arte de escribir se toma el
representar y dar a entender cualquiera cosa a los ausentes y a la posteridad con figuras jeroglíficas y caracteres, es cierto que tal arte era conocido y tenía gran uso entre
los mexicanos, acolchas, tlaxcaltecas y todas las demás naciones cultas de Anáhuac.
Buffon, para demostrar que América era una tierra verdaderamente nueva y nuevos
igualmente los pueblos que la habitaban, alega, como hemos dicho, que “aun aquellas
naciones que vivían en sociedad ignoraban el arte de transmitir los hechos a la posteridad por medio de signos duraderos, a pesar de haber hallado el arte de comunicarse
de lejos y de escribirse anudando cordones”. ¿Pero aquel mismo arte de que se valían
para tratar con los ausentes, no debía también servir para hablar a la posteridad? ¿Qué
eran las pinturas históricas de los mexicanos sino signos duraderos para transmitir la
memoria de los acontecimientos, así a los lugares como a los siglos remotos? Buffon
se muestra tan ignorante en la historia de México como docto en la historia natural.
Pauw, aunque concede a los mexicanos aquel arte, que injustamente les niega Buffon,
sin embargo, para desacreditarlo alega algunas razones e innumerables despropósitos
que no podemos disimular.
Dice que los mexicanos no tenían jeroglíficos, que las pinturas no eran más que “diseños groseros; que para representar un árbol pintaban un árbol; que en sus pinturas
no se advertía ningún vestigio del claroscuro ni idea alguna de la perspectiva o de imitación de la naturaleza; que no habían hecho progreso alguno en aquel arte, por medio
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del cual procuraban perpetuar la memoria de las cosas pasadas y de los acontecimientos”; que la única copia de pintura histórica de los mexicanos, sustraída del incendio
que hicieron los primeros misioneros, es la que el primer virrey de México mandó a
Carlos V, que publicaron después Purchas en Inglaterra y Thevenot en Francia; que
esta pintura es tan tosca y mal ejecutada que no se puede discernir si trata, como dice
el intérprete de ella, de ocho reyes de México o de ocho concubinas de Moctezuma...
En todo esto da a conocer Pauw su ignorancia, y de ella nace su temeridad en escribir. Pero ¿deberá darse más fe a un filósofo prusiano que sólo ha visto las groseras
copias de Purchas, que a los que han visto y diligentemente estudiado muchísimas
pinturas originales de los mexicanos? Pauw no quiere que éstos se hayan valido de
jeroglíficos, porque no se piense que les concede alguna semejanza a los antiguos egipcios. El padre Kirker, célebre investigador y panegirista de las antigüedades egipcias,
en su obra Oedipus Aegiptiacus, y Adrián Walton en los prolegómenos de la Biblia
Políglota, son de la misma opinión que Pauw, sin otro apoyo que la referida copia de
Purchas; pero Motolinia, Sahagún, Valadés, Torquemada, Enrico Martínez, Sigüenza
y Góngora, y Boturini, que supieron la lengua mexicana, conferenciaron con los indios, vieron y con diligencia estudiaron muchísimas pinturas antiguas, dicen que entre
los diversos modos que tenían los indios de representar los objetos, era uno el de los
jeroglíficos y pinturas simbólicas.
Lo mismo testifican Acosta y Gómara en sus historias, el Dr. Eguiara en el erudito
prefacio de su Biblioteca mexicana, y los doctos españoles que publicaron con nuevas
adiciones la obra de Gregorio García, Sobre el origen de los indios. El P. Kirker fue muy
bien impugnado por el Dr. Sigüenza y Góngora en su Teatro de virtudes políticas. Lo
cierto es que Kirker se contradice abiertamente, pues en el tomo 1 de Oedipus Aegiptiacus, al comparar la religión de los mexicanos con la de los egipcios, confiesa claramente que las partes de que se componía la imagen del dios Huitzilopochtli tenían
muchos arcanos y misteriosas significaciones.
Acosta, cuya Historia es justamente apreciada por Pauw, en la descripción que
hace de aquella imagen, dice: “Todo este adorno que hemos dicho y el demás, que era
mucho, tenía sus particulares significaciones, según declaraban los mexicanos”. En la
descripción del ídolo de Tezcatlipoca se explica en estos términos: “La coleta de los
cabellos la ceñía una cinta de oro bruñido, y en ella, por remate, una oreja de oro con
humos pintados en ella, que significaban los ruegos de los afligidos y pecadores que
oran cuando se encomendaban a él... En la mano izquierda tenía un mosqueador de
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plumas preciadas, verdes, azules, amarillas, que salían de una chapa de oro reluciente
muy bruñido, tanto que parecía espejo, en que daba a entender que en aquel espejo
veía todo lo que se hacía en el mundo. En la mano derecha tenía cuatro saetas que significaban el castigo que por los pecados daban a los malos, etc.” ¿Qué son todas estas
y otras semejantes insignias de los ídolos mexicanos de que hemos hecho mención en
nuestra Historia (Lib. VII) sino símbolos y jeroglíficos muy semejantes a los de los
egipcios?
Pauw dice que los mexicanos no hacían otra cosa que pintar un árbol para representar un árbol; más, dígame, ¿qué pintaban para representar el día, la noche, el mes,
el año, el siglo y los nombres de aquellas personas que querían dar a entender? ¿Cómo
podían representar el tiempo y otras cosas que no tienen figura, sin valerse de símbolos o caracteres? “Tenían los mexicanos —dice el ya celebrado Acosta— sus figuras y
jeroglíficos con que pintaban las cosas en esta forma; que las cosas que tenían figuras
ponían con sus propias imágenes, y para las cosas que no había imagen propia, tenían
otros caracteres significativos de aquello y con esto figuraban cuanto querían, y para
memoria del tiempo en que acaecía cada cosa tenían aquellas ruedas pintadas, que
cada una de ellas tenía un siglo, que eran cincuenta y dos años...” (Lib. 6, cap. 7).
Mas he aquí otra piedra de escándalo para la ignorancia de Pauw. Se burla de las
ruedas seculares de los mexicanos, “cuya exposición —dice— se atrevió a dar Carreri
siguiendo a un profesor español, llamado Congora, que no se atrevió a publicar la obra
que había prometido sobre este asunto, porque sus parientes y amigos le aseguraron
que contenía muchos errores”. Parece que Pauw no sabía escribir sin errar. Aquel profesor a quien siguió Gemelli Carreri, no era castellano sino criollo, nacido en la misma
ciudad de México, ni se llamaba Congora, sino Sigüenza y Góngora; no imprimió
su Ciclografía mexicana, que fue la obra de que se valió Carreri, no porque temiese
la censura del público sino por el costo excesivo de la impresión en aquellos países,
que ha impedido igualmente la publicación de tantas obras excelentes, así del mismo
Sigüenza y Góngora como de otros hombres doctísimos.
Decir que los parientes y amigos de Sigüenza y Góngora lo disuadieron de publicar
esa obra porque encontraron en ella errores, no es un descuido por inadvertencia, sino
una manifiesta mentira de intento para deslumbrar al público. ¿Quién ha comunicado a Pauw una anécdota tan extraña, ignorada en la Nueva España, en donde es tan
cara la memoria y tan célebre la fama de aquel gran hombre, y en donde los literatos
se lamentan de la pérdida de aquélla y de otras preciosísimas obras del mismo autor?
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¿Qué podía temer Sigüenza y Góngora de la publicación de las ruedas mexicanas,
publicadas ya en Italia por Valadés más de un siglo antes y descritas por Motolinia,
Sahagún, Gómara, Acosta, Herrera, Torquemada y Enrico Martínez, todos europeos,
y por los historiadores mexicanos, acolhuas y tlaxcaltecas, lxtlixóchitl, Chimalpáin,
Tezozomoc, Niza, Ayala y otros?
Todos estos historiadores están de acuerdo con Sigüenza y Góngora en lo que mira
a las ruedas mexicanas de siglo, año y mes, y solamente discordan sobre el principio
del año y los nombres de algunos meses por las causas que hemos expuesto en nuestra
Historia (Lib. VII). Por lo demás, todos los autores que han escrito de esta materia,
así españoles como americanos que son muchísimos, convienen en que los mexicanos
y las demás naciones de aquellos países se valían de tales ruedas para representar su
siglo, año y mes; que su siglo constaba de 52 años, su año de 365 días, distribuidos en
dieciocho meses de veinte días y a más de esto cinco días, que llamaban nemontemi;
que en un siglo contaban cuatro periodos de trece años y que aun los días se contaban
por periodos de trece; que los nombres y caracteres de los años eran solamente cuatro:
conejo, caña, pedernal y casa, los cuales sin interrupción se alternaban siempre con
diversos números.
“No puede ser —dice Pauw— porque tal uso supone una larga serie de observaciones astronómicas y de conocimientos muy precisos para regular el año solar, y éstos
no pueden acordarse con la prodigiosa ignorancia en que estaban sumergidos aquellos
pueblos. ¿Cómo habrían podido perfeccionar su cronología los que no tenían voces
para contar arriba de diez?” Está bien. Si los mexicanos tuvieron efectivamente aquel
modo de regular el tiempo, no deberán llamarse bárbaros y salvajes, sino más bien cultos y cultísimos, porque no puede ser sino una nación cultísima la que tiene una larga
serie de observaciones y conocimientos precisos de astronomía. Pues la certeza de esta
regulación del tiempo en los mexicanos es tal que no puede dudarse. Y si el testimonio
unánime de los escritores españoles sobre la comunión de los mexicanos no permite
dudar de ella, como afirma Pauw en otro lugar, ¿cómo podrá dudarse del método que
tenían aquellas naciones de computar los siglos y los años, ni la conformidad de él
con el curso solar, estando uno y otro unánimemente testificado por todos los autores españoles, mexicanos, acolhuas y tlaxcaltecas? A más de que el testimonio de los
españoles en esta materia es de un peso mucho más grande, pues ellos se empeñaron
más, según dice Pauw, en desacreditar a las naciones americanas hasta poner en duda
su racionalidad. Es necesario, pues, creer lo que dicen los historiadores sobre aquellas
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ruedas, y confesar que los mexicanos no estaban sumergidos en la profunda ignorancia que supone Pauw. En cuanto a lo que éste dice de la escasez de voces numerales en
la lengua mexicana, demostraremos en otra parte su error e ignorancia.
No puede saberse —replica Pauw— el contenido de las pinturas de los mexicanos,
porque los españoles no podían entenderlas sin que se las explicasen los mexicanos, y
“ninguno de éstos ha sabido hasta ahora lo que basta para traducir un libro”. ¡Cuántos
despropósitos en tan pocas palabras! Para que los españoles pudiesen entender las
pinturas mexicanas no era necesario que los mexicanos supiesen la lengua española,
pues bastaba que los españoles entendiesen la mexicana; ni para explicar una pintura
se requiere tanto cuanto para traducir un libro. Pauw dice que por la rudeza de la lengua mexicana no ha habido hasta ahora un español que pueda pronunciarla, y que por
la incapacidad de los mexicanos ninguno de ellos ha aprendido hasta ahora la lengua
española; pero lo uno y lo otro distan mucho de la verdad.
De la lengua mexicana hablaremos en su lugar. La castellana ha sido siempre comunísima entre los mexicanos, y hay muchísimos que la hablan tan bien como los
mismos españoles. Muchos de ellos escribieron en castellano su historia antigua y aun
la de la conquista de México, algunos de los cuales he alabado en el catálogo de los
escritores que puse antes en mi Historia. Otros tradujeron libros latinos al castellano,
castellanos al mexicano y mexicanos al castellano, entre los cuales son dignos de particular mención Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, tantas veces citado por mí, Antonio
Valeriano, de Azcapotzalco, maestro en lengua mexicana; del historiador mexicano y
celebrado por él con grandes elogios Juan Bernardo, de Huexotzinco; Francisco Bautista Contreras, de Cuauhnahuac; Fernando Rivas y Esteban Bravo, de Texcoco; Pedro de Gante, Diego Adrián y Agustín de la Puente, de Tlatelolco.
Sabemos por la historia de la conquista que la célebre india doña Marina aprendió
con suma prontitud y facilidad la lengua castellana, y que hablaba muy bien la mexicana y la maya, más diversas entre sí que la francesa, la hebrea y la ilírica. Habiendo
sido, pues, en todos tiempos muchísimos los españoles que han aprendido el mexicano, como demostraremos después, y muchísimos también los mexicanos que han
aprendido el español, ¿por qué no han de haber podido los mexicanos instruir a los
españoles en la significación de las pinturas?
En cuanto a las copias de las pinturas mexicanas publicadas por Purchas y Thevenot, es cierto que en ellas no se advierten las proporciones ni las leyes de la perspectiva; pero habiendo sido aquéllas groseras copias grabadas en madera, pudo ser que
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los autores aumentasen los defectos de las originales; ni debemos admirarnos de que
ellos tal vez omitiesen alguna cosa perteneciente a la perfección de las pinturas, pues
sabemos que omitieron enteramente las copias de las pinturas 21 y 22 de aquella
colección y las imágenes de las ciudades en la mayor parte de las otras, y a más de
esto cambiaron las figuras de los años correspondientes a los reinados de Ahuízotl y
Moctezuma II, como hemos dicho, al hablar de las diversas colecciones mexicanas en
nuestra Historia (tomo I).
El caballero Boturini, que vio en México las pinturas originales de aquellos anales
y de la matrícula de tributos que se contienen en las copias publicadas por Purchas y
Thevenot, lamenta los grandes defectos cometidos en esas ediciones. En efecto, basta
cotejar las copias publicadas en México en 1770 por el arzobispo Lorenzana con las
publicadas en Londres por Purchas y en París por Thevenot, para ver la gran diferencia que hay entre las figuras de las unas y las otras. Pero no me empeño en sostener
la perfección de las pinturas originales copiadas por Purchas; antes bien no dudo
que hayan sido imperfectas, como eran casi todas las pinturas históricas, en las que,
contentándose los pintores con los contornos y el colorido de los objetos, no cuidaban
de las proporciones, del claroscuro ni de la perspectiva. Ni era posible que observasen
aquellas leyes de arte, atendida su extraordinaria prontitud en hacer tales pinturas, de
que testifican Cortés y Bernal Díaz, testigos oculares.
Más veamos las consecuencias que deduce Pauw. He aquí sus argumentos: los
mexicanos no observan las leyes de la perspectiva en sus pinturas, luego no podían
por medio de ellas perpetuar la memoria de sus acontecimientos; los mexicanos eran
malos pintores, luego no podían ser buenos historiadores. Mas siempre que se quiera
usar de una lógica de esta naturaleza, deberá también decirse que todos los que al
escribir no lo hacen con buena letra, no pueden ser buenos historiadores, pues lo
que son las letras para nuestros historiadores, eran las figuras para los mexicanos;
y así como pueden escribirse buenas historias con mala letra, pueden representarse
bien los hechos con pinturas groseras: basta que unos y otros historiadores se hagan
entender.
Pero esto puntualmente es lo que Pauw no sabe encontrar en las copias de Purchas;
protesta que, habiendo confrontado de diversas maneras las figuras de ellas con la
interpretación unida allí, jamás pudo descubrir ninguna conexión; que como se interpretan de ocho reyes de México, también podrían interpretarse de ocho concubinas
de Moctezuma.
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Pero esto mismo podría decir si se le presentase el libro Chun-yum del filósofo Confucio, escrito en caracteres chinos, con su interpretación a un lado en lengua francesa.
Compararía de varios modos aquellos caracteres con la interpretación, y no sabiendo
encontrar conexión alguna, podría decir que como interpretan aquel libro de las nueve
condiciones que debe tener un buen emperador, así también podrían interpretarse de
nueve concubinas o de eunucos de algún emperador antiguo pues casi tanto entiende
él de caracteres chinos como de figuras mexicanas. Si pudiera abocar con Pauw, le
liaría ver la conexión que tienen aquellas figuras con su interpretación; pero como lo
ignora debe estar al juicio de los inteligentes.
Él cree, y nos quiere hacer creer, que sólo las pinturas cuya copia publicó Purchas,
hayan escapado del incendio que hicieron los primeros misioneros; pero esto es falsísimo, como hemos hecho ver contra Robertson al principio de nuestra Historia. Las
pinturas escapadas de aquel incendio fueron tantas, que suministraron la mayor parte
de los materiales para la historia antigua de México, no menos a los escritores españoles que a los mismos mexicanos. Todas las obras de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl,
Domingo Chimalpáin, Fernando Alvarado Tezozomoc, Tadeo de Niza, Gabriel de
Ayala y de los otros nombrados en el catálogo de los escritores con que principia nuestra Historia, han sido hechas con el auxilio de un gran número de pinturas antiguas.
El infatigable Sahagún se valió de muchísimas para su Historia de la Nueva España.
Torquemada cita con frecuencia las pinturas consultadas por él para su obra. Sigüenza y Góngora heredó los manuscritos y las pinturas de Ixtlilxóchitl, y se proporcionó
otras muchas a grandes expensas, y después de haberse servido de ellas las dejó a su
muerte, juntamente con su preciosa biblioteca, al colegio de San Pedro y San Pablo de
los jesuitas de México, en donde vi y estudié algunas de dichas pinturas.
En los dos siglos pasados se presentaban frecuentemente por los indios en los tribunales de México pinturas antiguas, como títulos de propiedad o de posesión de algunas tierras, y por esta razón había intérpretes instruidos en la significación de tales
pinturas. Gonzalo de Oviedo hace mención de aquel uso en los tribunales en tiempo
de Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente de la Real Audiencia de México, y porque importaba mucho a inteligencia de semejantes títulos para la decisión de algunos
pleitos, había antes en la Universidad de México un profesor encargado de enseñar la
ciencia de tales pinturas, jeroglíficos y caracteres mexicanos. Las muchas pinturas recogidas pocos años hace por Boturini y expuestas en el catálogo de su Museo impreso
en Madrid en 1776, como también las que hemos citado en otra parte, demuestran
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que no tan pocas como piensan Pauw y el Dr. Robertson, escaparon del incendio de
los misioneros.
Finalmente, para confirmar más cuanto hemos escrito en nuestra Historia, y para
hacer entender a Pauw la variedad de las pinturas mexicanas, expondremos aquí en
compendio lo que dejó escrito el doctor Juan José de Eguiara y Eguren en el erudito
prefacio de su Biblioteca mexicana. Había, dice, entre las pinturas mexicanas almanaques, llamados por ellos tonalamatl, en los cuales se publicaban sus pronósticos sobre
las mutaciones del tiempo. Una de estas pinturas trae el Dr. Sigüenza y Góngora en
su Ciclografía mexicana, como testifica él en su Libra astronómica. Otras contenían los
horóscopos de los niños, en que se representaban sus nombres, el día y signo de su
nacimiento y su ventura; de esta clase de pinturas hace mención Gerónimo Román
en su República del mundo (parte 2, tomo 2). Otras eran dogmáticas y contenían el
sistema de su religión. Otras históricas, otras jeroglíficas, etcétera.
Es verdad —añade el celebrado autor— que las pinturas que se hacían para el uso
común y familiar, eran claras y las entendía fácilmente cualquiera; pero las que contenían los arcanos de la religión estaban llenas de jeroglíficos cuyo sentido no podía
comprender el vulgo. Había gran diversidad entre las pinturas, tanto respecto a los
autores como por lo que miraba al modo de hacerlas y al fin y uso de ellas. Las que
se hacían para adorno de los palacios eran perfectas; pero en otras, que contenían un
sentido arcano, se veían ciertos caracteres y algunas figuras monstruosas y horribles.
Los pintores eran muchos; pero escribir caracteres, componer anales y tratar materias
concernientes a la religión y la política, eran empleos propios de los sacerdotes. Hasta
aquí el doctor Eguiara.
Sepa, pues, Pauw, que en las pinturas mexicanas algunas eran meras imágenes de
los objetos; había también caracteres, no para componer palabras como los nuestros,
sino significativos de cosas, como los de los astrónomos y algebristas. Algunas pinturas eran destinadas a explicar precisamente las cosas o los conceptos, y, por decirlo
así, a escribir, y en éstas no se cuidaba de las proporciones ni de la belleza, porque
se hacían de prisa y con el fin de instruir el entendimiento, no de agradar a los ojos;
pero en las que se necesitaba imitar a la naturaleza y que se ejecutaban con la lentitud que requieren las obras de esta clase, se observaban las proporciones, distancias,
actitudes y las reglas del arte, aunque no con toda aquella perfección que admiramos
en las buenas pinturas de Europa. Por lo demás, yo quisiera que Pauw me mostrase
algún pueblo grosero o medio culto del Antiguo Continente, que haya puesto tanta
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industria y diligencia como los mexicanos para eternizar la memoria de sus acontecimientos.
El Dr. Robertson, al hablar de la cultura de los mexicanos en su Historia de América
(Lib. 7) expone los progresos que hace la industria humana para llegar a la invención
de las letras con cuya combinación pueda explicar todos los diferentes sonidos de la
palabra. Estos sucesivos progresos son, según él, de la pintura actual al simple jeroglífico, de éste al símbolo alegórico, después al carácter arbitrario, y finalmente, al alfabeto.
Si alguno, pues, pretende en su historia saber hasta qué grado llegaron los mexicanos,
no podrá ciertamente adivinarlo, porque aquel razonador histórico habla con tanta
ambigüedad que algunas veces parece que cree que había llegado apenas el segundo
grado, esto es, al de simple jeroglífico, y otras que los juzga adelantados hasta el cuarto
del carácter arbitrario.
Mas diga lo que quiera, lo cierto es que todos los modos referidos de representar los
conceptos, a excepción del alfabeto, los usaban los mexicanos. Sus caracteres numerales y los significativos de la noche, día, año, siglo, ciclo, la tierra, el agua, la voz, el canto,
etc., ¿no eran por ventura verdaderos caracteres arbitrarios o de convención? He aquí,
pues, que los mexicanos llegaron hasta donde han avanzado después de tantos siglos
de cultura los famosos chinos. No hay otra diferencia entre unos y otros, sino que los
caracteres chinos se han multiplicado con tal exceso que no basta la vida de un hombre para aprenderlos.
El mismo Dr. Robertson, lejos de negar, como hace temerariamente Pauw, las ruedas seculares de los mexicanos, confiesa su método en el cómputo de los tiempos, y
dice que habiendo observado que en los dieciocho meses de veinte días cada uno, no
quedaba completo el curso del sol, añadieron los cinco días, nemontemi. “Este estrecho aproximamiento a la exactitud filosófica —añade— muestra con mucha claridad
que por los mexicanos se había aplicado aquella atención a las investigaciones especulativas, a las cuales los hombres en el estado de su rudeza jamás han acostumbrado
volver el pensamiento” (Lib. 7).
¿Qué hubiera dicho si hubiera sabido, como sabemos nosotros, así por el testimonio gravísimo del doctor Sigüenza y Góngora como por nuestras propias observaciones sobre la cronología mexicana, que los mexicanos no solamente contaban trescientos sesenta y cinco días en su año, sino que también, advertidos del exceso de casi seis
horas del año solar sobre el civil, remediaron esta diferencia por medio de trece días
intercalares que añadían a su siglo de cincuenta y dos años?
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Las artes de los mexicanos
Después de haber hecho Pauw una ignominiosa descripción del Perú y de la barbarie
de sus habitantes, habla de México, “de cuyo estado —dice— se han contado tantas
falsedades y maravillas como del Perú; pero lo cierto es que estas dos naciones eran
casi iguales, ya se coteje su policía, ya se consideren sus artes e instrumentos”. La
agricultura estaba entre ellos abandonada, y la arquitectura era también mezquina;
sus pinturas eran groseras y sus artes muy imperfectas; sus fortificaciones, palacios
y templos son meras ficciones de los españoles. “Si los mexicanos —dice— hubieran
tenido fortificaciones, se hubieran puesto a cubierto de los mosquetes, y aquellos
seis mezquinos cañones de fierro que llevó Cortés, no hubieran arruinado en un momento tantos baluartes y trincheras... Las paredes de sus edificios no eran otra cosa
que piedras grandes puestas unas sobre otras. El ponderado palacio en donde vivían
los reyes de México, eran chozas por lo que Hernán Cortés no había encontrado
habitación proporcionada en toda la capital de aquel Estado que había conquistado,
recientemente se vio precisado a fabricar de prisa un palacio el cual subsiste hasta
ahora”. No es fácil enumerar todos los despropósitos de Pauw en esta materia; omitiendo los que pertenecen al Perú, examinaremos cuanto escribe contra las artes de
los mexicanos.
De su agricultura hemos hablado en otros lugares, cuando hicimos ver que los
mexicanos no solamente cultivaban con suma diligencia todas las tierras de su imperio, sino que también se criaron con maravillosa industria nuevos terrenos para cultivar, formando en el agua aquellas huertas y campos flotantes que con tantos elogios
han celebrado los españoles, y los extranjeros, y que hasta ahora son admirados por
cuantos navegan por aquellas lagunas. Hemos también demostrado, sobre la deposición de muchos testigos oculares, que no sólo las plantas útiles al sustento, al vestido
y a la salud, sino también las flores y otros vegetales que sirven únicamente las delicias
de la vida, eran cultivadas por ellos con suma diligencia. Hernán Cortés en sus cartas
a Carlos V y Bernal Díaz en su Historia, hablan con admiración de las huertas de Iztapalapa y de Huaxtepec que vieron, y el Dr. Hernández en su Historia natural dice que
vio aquellas huertas cuarenta años después. El mismo Cortés, en una carta a Carlos
V, de 30 de octubre de 1520, dice: “Es tan grande la multitud de habitantes en estos
países que no hay ni un palmo de terreno que no esté cultivado”. Es necesario ser muy
obcecado para no dar crédito al testimonio unánime de los autores españoles.
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Hemos expuesto igualmente, sobre la fe de éstos, la gran diligencia de los mexicanos en criar toda clase de animales, en cuyo género de magnificencia excedió Moctezuma, como ya dijimos, a todos los reyes del mundo. Los mexicanos, por otra parte,
no podían criar una tan estupenda variedad de cuadrúpedos, reptiles y aves, sin tener
gran conocimiento de su naturaleza, instinto y modo de vivir.
Su arquitectura no era comparable con la de los europeos; pero era muy superior a
la de la mayor parte de los pueblos asiáticos y africanos. ¿Quién se atreverá a comparar
las casas, palacios, templos, baluartes, acueductos y calzadas de los antiguos mexicanos, con las miserables chozas de tártaros, siberianos, árabes y de aquellas tristes
naciones que viven entre el Cabo Verde y el de Buena Esperanza? Pero ni aun con
las fábricas de Etiopía, de gran parte de la India y de las islas de Asia y África, entre
ellas el Japón. Basta confrontar lo que han escrito de unas y otras los autores que las
vieron, para desmentir a Pauw, quien ha tenido el atrevimiento de publicar que todas
las naciones americanas eran inferiores en industria y sagacidad a los más groseros
pueblos del Antiguo Continente.
Dice que el ponderado palacio de Moctezuma no era más que una choza; pero Cortés, Bernal Díaz y el Conquistador Anónimo, que tantas veces lo vieron, afirman todo
lo contrario. “Tenía —dice Cortés, hablando del rey Moctezuma— en esta ciudad (de
México) casas para su habitación, tales y tan maravillosas, que no creería poder jamás
explicar la excelencia y grandeza, por lo que no diré más sino que no las hay iguales
en España”. Así escribe este conquistador a su rey, sin temor de ser desmentido por
sus capitanes y soldados, que tenían a la vista los palacios mexicanos. El Conquistador
Anónimo en su curiosa y sincera relación, hablando de los edificios de México, dice:
“Había hermosas casas de señores tan grandes y con tantas habitaciones y jardines,
altos y bajos, que nos dejaban atónitos por la admiración. Entré por curiosidad cuatro
veces en un palacio de Moctezuma, y habiendo andado por él hasta cansarme jamás
lo vi todo. Acostumbraban tener alrededor de un gran patio cámaras y salas grandísimas; pero, sobre todo, había una tan grande que dentro de ella podían estar sin
incomodidad más de tres mil personas; era tal, que en el corredor que estaba encima
se formaba una plazuela en la cual treinta hombres a caballo hubieran podido jugar a
las cañas”.
Expresiones semejantes se leen en la Historia de Bernal Díaz. Consta por la deposición de todos los historiadores de México que el ejército de Cortés, compuesto de
seis mil y más de cuatrocientos entre españoles, tlaxcaltecas y cempoaltecas se alojó
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todo en el palacio que había sido del rey Axayácatl y sobró también para la habitación
del rey Moctezuma y de sus familiares, a más de los almacenes en que se guardaba
el tesoro del rey Axayácatl. Consta por la deposición de los mismos historiadores
la magnificencia y bellísima disposición del palacio de las aves, y Cortés añade que
en los departamentos que había podían alojarse cómodamente dos grandes príncipes
con toda su corte, y describe menudamente sus pórticos, galerías y jardines. El mismo
Cortés dice a Carlos V que en el palacio del rey Nezahualpili, en Texcoco, se alojó
con seiscientos españoles y cuarenta caballos, y que era tan grande que podían estar
cómodamente otros seiscientos. De un modo semejante habla del palacio del señor de
Iztapalapa y de otras ciudades, alabando la estructura, belleza y magnificencia. Tales
eran las chozas del rey y de los señores mexicanos.
Decir, como Pauw, que Cortés mandó construir precipitadamente aquel palacio
porque no encontraba habitación proporcionada en toda la capital, es un error o, para
hablar con más propiedad, es una gran mentira. Es verdad que Cortés durante el asedio de México quemó y arruinó la mayor parte de aquella gran ciudad, como él mismo testifica, y con este designio pidió y consiguió de sus aliados algunos millares de
operarios, que no tenían otro empleo que el de ir arruinando los edificios, según los
españoles iban avanzando, para que no quedase a sus espaldas ninguna casa desde la
cual pudieran dañarlos los mexicanos. No es pues de admirar que Cortés no hubiese
encontrado una habitación proporcionada en una ciudad que él mismo había destruido, pero no fue la ruina tan general que no quedase un número de buenas casas en
el cuartel de Tlatelolco, en las cuales hubieran podido cómodamente alojarse todos
los españoles con un buen número de aliados. “Después de que quiso nuestro Señor
—dice Cortés en su última carta a Carlos V— que esta gran ciudad de Temistitan
fuera conquistada, no me pareció bien residir en ella por muchos inconvenientes, y así
me fui con toda mi gente a residir en Coyoacán”.
Si fuera cierto lo que dice Pauw, bastaba decir que no quedó en México porque no
había casa en donde estar. El palacio de Cortés se fabricó en el mismo sitio en donde
estaba antes el de Moctezuma. Si Cortés no hubiera arruinado este palacio, hubiera
podido habitar cómodamente en él, como habitaba aquel monarca con toda su corte.
Es, pues, falso que subsista al presente el palacio fabricado por Cortés, pues éste se
quemó el año de 1692 en una sedición popular. Pero, sobre todo, es falsísimo que las
paredes de los edificios mexicanos no fuesen más que piedras grandes puestas unas
sobre las otras sin unión alguna, prueba el testimonio de todos los historiadores y los
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fragmentos de los edificios antiguos de que hablaremos en su lugar. Y así no hay en
toda la cita que da Pauw ni una proposición que no sea un error.
No contento Pauw con aniquilar las casas de los mexicanos, se pone también a
combatir sus templos, e indignado contra Solís porque afirma que los de México no
bajaban de dos mil, entre grandes y chicos, dice: “No ha habido jamás un número tan
grande de edificios públicos en ninguna ciudad desde Roma hasta Pekín; por lo que
Gómara, menos temerario o más sabio que Solís, dice que contando siete capillas
pequeñas, no se encontraron más que ocho lugares destinados a guardar los ídolos
de México” (Part. 5, sec. 1). Para que se vea cuánta es la infidelidad de Pauw en citar
autores, quiero copiar aquí el lugar de Gómara que se refiere. “Había —dice aquel
autor en su Crónica de la Nueva España— muchos templos en la ciudad de México,
esparcidos por las parroquias o barrios con sus torres, en las cuales estaban las capillas
y los altares para guardar los ídolos... Casi todos tenían una misma figura, y así lo que
diremos del templo principal bastará para dar a conocer todos los demás”. Y después
de haber hecho una menuda descripción de aquel gran templo, en que pondera su
elevación, amplitud y belleza, añade: “A más de estas torres que se formaban con sus
capillas sobre la pirámide, había otras cuarenta y más entre pequeñas y grandes en
otros teocalli menores, que hay dentro del recinto de aquel templo principal, todos los
cuales eran de la misma figura de aquél... Otros teocalli o cúes había en otros lugares
de la ciudad…Todos estos templos tenían sus casas propias, sus sacerdotes y sus dioses, con todo lo necesario a su culto y servicio”. Y así, el mismo Gómara, que al decir
de Pauw no enumera en México más que ocho lugares destinados a guardar los ídolo
incluyendo en dicho número siete capillas pequeñas, enumera claramente más de cuarenta templos, dentro del recinto del principal, a más de otros muchos esparcidos por
las parroquias o barrios. ¿Quién podrá fiarse de Pauw después de una falsificación tan
manifiesta?
Es verdad que Solís se mostró poco advertido en poner como cierto aquel número
de templos que los primeros historiadores expresaron solamente por conjeturas; pero
Pauw se da también a conocer poco avisado en comprender entre los edificios públicos
aun aquella capillas pequeñas que los españoles llamaron templos. De éstos había innumerables: todos los que vieron aquel país antes de la conquista testifican concordes
que, tanto en los lugares habitados como en los caminos y en los montes, se veían por
todas partes semejantes edificios, los cuales, aunque pequeños y enteramente diversos
de nuestras iglesias, fueron llamados templos porque estaban consagrados a los ídolos.
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Así por las cartas de Cortés como por la Historia de Bernal Díaz, sabemos que apenas
daban un paso los conquistadores sin encontrarse con algún templo o capilla. Cortés
dice haber contado más de cuatrocientos templos en sólo la ciudad de Cholula. Pero
había una gran diferencia en cuanto a tamaño entre unos y otros templos. Algunos no
eran más que pequeños terraplenes poco altos sobre los cuales había una capilla para
el ídolo tutelar. Otros eran de una grandeza y amplitud estupendas. Cortés, cuando
habla del templo mayor de México, protesta a Carlos V que no es fácil describir sus
partes, su grandeza y las cosas que allí se contenían; que era tan grande que dentro del
recinto de la fuerte muralla que lo circundaba podía caber un pueblo de quinientas
casas. No hablan de otro modo de este y otros templos de México, Texcoco, Cholula
y otras ciudades, Bernal Díaz, el Conquistador Anónimo, Sahagún y Tovar, que los
vieron, y los historiadores mexicanos y españoles que escribieron después y se informaron bien, como Acosta, Gómara, Herrera, Torquemada, Sigüenza y Góngora y
Betancourt.
Describe Hernández una a una las setenta y ocho partes de que se componía el
templo mayor. Cortés añade que entre las altas torres de los templos que hermoseaban
esa capital, había cuarenta tan elevadas que la menor de ellas no era inferior en altura
a la famosa Giralda de Sevilla. Fernando de Alva Ixtlixóchitl hace mención en sus
manuscritos de la torre de nueve planos que su célebre tatarabuelo Nezahualcóyotl
edificó al Creador del cielo, al cual parece haber sido aquel famoso templo de Tezcutzinco que con tantos elogios pondera Valadés en su Relación cristiana.
Toda esta nube de testigos depone contra Pauw. Con todo esto, él no quiere creer
aquella gran multitud de templos en México, porque “Moctezuma I fue —dice— el
que dio a aquel pueblo la forma de ciudad; del reino de este monarca hasta el arribo
de los españoles no habían corrido más que cuarenta y dos años, espacio de tiempo
que no bastaba ciertamente para fabricar dos mil templos”. He aquí tres aserciones
que son otros tantos errores: 1o. Es falso que Moctezuma I diese a México la forma
de ciudad, pues sabemos por la historia que aquella corte la tenía desde el tiempo del
primer rey Acamapitzin; 2o. Es falso también que desde el reinado de Moctezuma I
hasta el arribo de los españoles no corrieran más que cuarenta y dos años. Moctezuma comenzó a reinar, según vimos en la II Disertación, el año de 1436 y murió el de
1464, y los españoles no llegaron a México antes de 1519; luego desde el principio de
aquel reinado hasta el arribo de los españoles, corrieron ochenta y tres años, y de la
muerte de aquel rey cincuenta y cinco; 3o. Pauw se muestra enteramente ignorante
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de la estructura de los templos mexicanos, no sabe cuán grande fuese la multitud de
operarios que corría en la fábrica de los edificios públicos, y cuánta la prontitud de
ellos en fabricarlos. Se ha visto algunas veces en la Nueva España fabricar en una sola
noche un pueblo entero (aunque compuesto de chozas de madera cubiertas de paja) y
conducir a él los nuevos colonos sus familias, animales y todas sus propiedades.
Por lo que mira a las fortificaciones, es cierto e indubitable, por el testimonio de
Cortés y de todos los que vieron las antiguas ciudades de aquel imperio, que los mexicanos y todas las otras naciones que vivían en sociedad usaban murallas, baluartes, estacadas, fosos y trincheras. Pero aun cuando ninguno de estos testigos oculares hiciese
fe, bastarían las fortificaciones antiguas que aún hoy día existen en Cuauhtochco o
Huatusco y junto a Molcaxac, de que hemos hablado en otra parte, para demostrar el
error de Pauw. Es verdad que tales fortificaciones no eran comparables a las de Europa, porque ni su arquitectura militar se había perfeccionado tanto, ni ellos necesitaban
ponerse a cubierto de la artillería, de la que no tenían noticia; pero dieron bastantes
muestras de su industria al inventar tantas suertes de reparos para defenderse de sus
enemigos ordinarios. Cualquiera, por otra parte, que lea la unánime deposición de los
conquistadores, no dudará del trabajo que les costó expugnar los fosos y las trincheras
de los mexicanos en el asedio de la capital, a pesar de que tuvieron un tan excesivo
número de tropas aliadas y las ventajas de las armas de fuego y los bergantines.
La terrible derrota que padecieron los españoles al retirarse de México, no permitirá jamás que se dude de las fortificaciones de aquella capital, que no estaba circundada
de murallas, porque su situación la hacía bastante segura con los fosos que había en
las tres calzadas por donde podían asaltarla los enemigos; pero otras ciudades, que no
estaban en una situación tan ventajosa, tenían murallas y otros reparos para su defensa. El mismo Cortés hace una exacta descripción de las murallas de Cuauhquecholan.
Mas, ¿para qué perder el tiempo en acumular testimonios y otras pruebas de la
arquitectura de los mexicanos [?], cuando éstos nos han dejado en las tres famosas
calzadas que construyeron en la misma laguna y en el antiguo acueducto de Chapultepec, un monumento inmortal de su industria.
Los mismos autores que hablan de la arquitectura de los mexicanos, testifican también la excelencia de los plateros tejedores, grabadores de piedras y trabajadores de
obras de pluma. Muchos fueron los europeos que vieron semejantes obras y se admiraron de la habilidad de los artífices americanos. Sus obras vaciadas fueron admiradas
por los plateros de Europa, según afirman algunos autores europeos que entonces
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vivían, y entre ellos el historiador Gómara, el cual tuvo algunas obras en sus manos y
oyó el parecer de los plateros sevillanos, que no se creían capaces de imitarlas. ¿Y en
dónde se encontrará jamás quien sea capaz de hacer las obras maravillosas que hemos
dicho en nuestra Historia, y testificadas uniformemente por muchísimos escritores,
como aquélla, por ejemplo, de haber vaciado un pescado que tenía las escamas alternativamente una de oro y otra de plata?
Cortés dice en su segunda carta a Carlos V que las imágenes de oro y pluma se
trabajaban tan bien por los mexicanos, que ningún artífice de Europa podría hacerlas
mejores; que, en cuanto a las joyas, no se podría comprender con qué instrumentos se
hicieron obras tan perfectas, y que las de plumas eran tales que ni en seda se podrían
imitar. En su tercera carta al mismo Carlos. V, cuando habla del botín de México, le
dice que entre los despojos de los mexicanos encontró ciertas rodelas de oro y plumas
y otras labores de la misma materia tan maravillosas, que no siéndole posible dar una
justa idea por escrito, las manda a su majestad para que con sus propios ojos pueda
asegurarse de su excelencia y perfección. Estoy cierto que Cortés no hubiera hablado
así a su rey de aquellas labores que le mandaba para que las viese por sus ojos, si no
hubiesen sido tales como él las representaba. Casi en los mismos términos que Cortés
hablan todos los autores que vieron semejantes obras. Bernal Díaz, el Conquistador
Anónimo, Gómara, Hernández, Acosta y otros de los cuales hemos tomado lo escrito
sobre esta materia en nuestra Historia.
El doctor Robertson, aunque reconoce el testimonio unánime de los antiguos historiadores españoles y cree que éstos no tuvieron intención de engañarnos, afirma que
todos exageraron por la ilusión de su entendimiento, originada del calor de su imaginación. Bella solución de la que podría cada uno valerse para no dar crédito a ninguna
historia humana. ¿Todos pues nos engañamos, sin exceptuar ni al clarísimo Acosta, ni
al docto Hernández ni a los plateros de Sevilla, ni al rey Felipe II, ni al sumo pontífice
Sixto V, admiradores todos y panegiristas de aquellas obras mexicanas? ¿Todos tuvieron la imaginación exaltada, aun los que escribieron años después del descubrimiento
de México? Sí, todos. Sólo el escocés Robertson y el prusiano Pauw han tenido en la
fantasía, después de dos siglos y medio, el temperamento que se requiere para formar
una idea justa de las cosas, acaso porque el frío de sus países habrá enfriado el calor
de su imaginación.
“Ni se debe juzgar —añade Robertson— del grado de su mérito (de las obras
mexicanas) por estas mismas descripciones pero sí considerando algunas muestras de
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sus, artes, que se conservan todavía. Muchos de sus adornos de oro o plata, así como
diversos instrumentos empleados en la vida común, están depositados en el magnífico
gabinete de cosas naturales y artificiales, abierto últimamente por el rey de España.
Personas de cuyo juicio y gusto puedo fiarme, me han asegurado que estos ponderados esfuerzos de su arte son tontas representaciones de objetos comunes o imágenes
de figuras humanas o de algunos animales sin gracia ni propiedad”. Y en la nota agrega: “En la armería del palacio real de Madrid se muestran series de armas que se dicen
de Moctezuma: están compuestas de láminas sutiles de cobre bruñido. En opinión de
jueces inteligentes son manifiestamente orientales. Las figuras de los adornos de plata
que se ven arriba y representan dragones, confirman la misma opinión. En su factura
son infinitamente superiores a cualquiera otro esfuerzo del arte americano... La sola
muestra indudable que he visto del arte americano en la Gran Bretaña, es una copa
de oro finísimo, que se dice fue de Moctezuma... Está representada en esta copa la
cara de un hombre. Por una parte el rostro lleno, por otra el perfil y por la tercera la
parte posterior de la cabeza... Las facciones son toscas pero tolerables, y ciertamente
muy groseras para suponerla obra española. Esta copa la compró Odoardo, conde de
Orfond, cuando estaba en el puerto de Cádiz”. Hasta aquí Robertson, a cuyos argumentos respondemos.
1o. Que no ha tenido razón para creer que aquellas toscas obras son verdaderamente mexicanas. 2o. Que no sabemos si las personas de cuyo juicio se fió, hayan
sido tales que merezcan nuestra fe, pues hemos observado que se fía muchas veces
del testimonio de Cage, Corral, Ibáñez y otros autores enteramente indignos de ser
creídos. Es posible también que las personas que juzgaron tales obras, tuviesen la
imaginación caliente, pues es más fácil, según la condición de nuestra naturaleza corrompida, calentarse la imaginación contra una nación que en favor de ella. 3o. Que
es mucho más probable que aquellas armas de cobre creídas “por jueces inteligentes
manifiestamente orientales”, sean verdaderamente mexicanas, porque el testimonio de
todos los escritores de México asegura que aquellas naciones usaban semejantes láminas de cobre en la guerra, y que con ellas se cubrían el pecho, los brazos y los muslos
para defenderse de las flechas, y no sabemos que jamás se haya usado por los habitantes de las islas Filipinas (a los que Robertson atribuye dichas armas) o por algún otro
pueblo que comerciase con ellos. Los dragones representados con aquellas armas, en
lugar de confirmar, como cree Robertson, la opinión de los que las creen orientales,
confirma más bien la nuestra, pues jamás ha habido nación alguna en el mundo en la
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cual se haya usado tanto en sus armas las imágenes de animales terribles como entre
los mexicanos. Ni debe causar admiración que éstos tuviesen idea de los dragones,
pues tuvieron también la de los grifos, como testifica Gómara. 4o. Que aunque sean
toscas las imágenes formadas en las obras de oro y plata, éstas podrían ser por otra
parte excelentes, maravillosas e inimitables, porque en aquellas obras deben considerarse dos artes enteramente distintas, y no conexas, la del diseño y la del vaciado; y así
podría aquel pescado del cual hemos hablado arriba, ser mal formado en cuanto a la
figura y, sin embargo, ser maravillosa y sorprendente aquella alternativa de escamas
de oro y plata, hecha de vaciado. 5o. Finalmente, el juicio de algunas personas enteramente desconocidas sobre aquellas pocas obras dudosas que hay en el real gabinete
de Madrid, no puede prevalecer a la unánime declaración de todos los historiadores
antiguos, los cuales vieron innumerables obras ciertamente mexicanas.
Por todo lo dicho hasta ahora, se ve la gran injusticia que Pauw hace a los mexicanos, creyéndolos inferiores en industria y sagacidad a los pueblos más groseros del
Antiguo Continente. El P. Acosta al hablar de la industria de los peruleros, dice: “Si
estos hombres son bestias, júzguelo quien quisiere; que lo que yo juzgo de cierto es
que, en aquello a que se aplican, nos hacen grandes ventajas” (Lib 6, cap. 8). Esta
ingenua confesión de un europeo de tanta crítica, de tanta experiencia y de tanta imparcialidad, ¿no vale más que todas las invectivas de un filósofo prusiano y que todos
los discursos de un historiador escocés, mal instruidos de las cosas de América o prevenidos contra los americanos?
Pero aun cuando concediésemos a Pauw que la industria de los americanos en las
artes sea inferior a la de los otros países del mundo, nada debería inferirse de esto
contra las almas de los americanos o contra el clima de la América, pues es indudable
que las invenciones y progresos de las artes, en la mayor parte, se deben más bien a la
suerte, la necesidad y la avaricia que al ingenio. Los hombres más industriosos en las
artes, no son siempre los más ingeniosos sino, por lo común, los más necesitados o los
más inclinados al oro. “La esterilidad de la tierra —dice bien Montesquieu—, hace a
los hombres industriosos... es necesario que se proporcionen lo que no les tributa la
tierra. La fertilidad de un país lleva consigo a un tiempo la facilidad de sustentarse y
la desidia”. “La necesidad —dice Robertson— es el estímulo y la guía del género humano para las invenciones”.
Los chinos no serían ciertamente tan industriosos si la excesiva población de su
país no les hiciese difícil su propio sustento: ni en Europa se hubieran hecho tantos
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progresos en las artes, si hubiera faltado el aliciente de los premios o la esperanza en
los artesanos de mejorar su fortuna. Sin embargo, los mexicanos pueden elogiar sus
muchas invenciones, capaces de inmortalizar su nombre, cuales son, a más de sus
famosas obras de molde y los mosaicos de plumas y conchas, la del papel, la de teñir
con colores indelebles, hilar y tejer el pelo más sutil de los conejos y las liebres; las de
hacer las navajas de itztli; la de criar tan industriosamente la cochinilla para valerse
de ella en los colores; la de la argamasa en los pavimentos de sus casas, y mil otras no
menos apreciables que pueden verse en nuestra Historia y en las obras de los otros
historiadores de México, así como las artes de los peruleros en las obras de Acosta y
del inca Garcilaso y en las Cartas americanas del conde Carli.
Pero, ¿qué maravilla que se encontrasen tales invenciones en las naciones civilizadas, cuando en otros pueblos americanos menos cultos se hallaron antes singularísimas? ¿Qué invención por ejemplo, más singular y maravillosa que la de domesticar
los peces marinos y servirse de ellos para cazar a otros peces grandes, como hacían los
habitantes de las islas Antillas? Esta sola arte, de que hacen mención Oviedo, Gómara
y otros autores, ¿no sería bastante para desmentir las injurias invectivas de Pauw contra la industria de los americanos?
La lengua mexicana
Las lenguas de América, dice Pauw, son estrechas y escasas de palabras, que no es
posible explicar en ellas ningún concepto metafísico. “No hay ninguna de estas lenguas en que se pueda contar arriba de tres. No es posible traducir un libro, no digo
en lengua de los algonquines y de los guaranís o paraguayos, ni aun en las de México
o del Perú, por no tener un número suficiente de términos propios para enunciar las
nociones generales”. Cualquiera que lea estas disertaciones magistrales de Pauw, se
persuadirá sin duda que decide así después de haber viajado por toda América, de
haber tratado con todas aquellas naciones y haber examinado todas sus lenguas. Pero
no es así. Pauw sin salir de su gabinete de Berlín, sabe las cosas de América mejor que
los americanos, y en el conocimiento de aquellas lenguas excede a los que las hablan.
Yo aprendí la lengua mexicana y la oí hablar a los mexicanos muchos años, y sin
embargo, no sabía que fuera tan escasa de voces numerales y de términos significativos
de ideas universales, hasta que vino Pauw a ilustrarme. Yo sabía que los mexicanos
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pusieron el nombre de centzontli (400), o más bien de centzontlatale (el que tiene
400 voces) a aquel pájaro tan celebrado por su singular dulzura y por la incomparable
variedad de su canto. Yo sabía también que los mexicanos contaban antiguamente por
xiquipilli, así las almendras de cacao como sus tropas en la guerra; que xichipilli valía
ocho mil, y así para decir que un ejército se componía, por ejemplo, de cuarenta mil
hombres, decían que tenía cinco xiquipilli.
Yo sabía finalmente que los mexicanos tenían voces numerales para significar cuantos millones y millones querían: pero Pauw sabe todo lo contrario y no hay duda que
lo sabrá mejor que yo, porque tuve la desgracia de nacer bajo un clima menos favorable
a las operaciones intelectuales. Sin embargo, quiero, por complacer la curiosidad de
mis lectores, poner abajo la serie de los nombres numerales de que se han valido siempre los mexicanos. En la cual se ve que los que, según dice Pauw, no tenían voces para
contar más que tres, a pesar suyo las tienen para contar por lo menos cuarenta y ocho
millones. Del mismo modo podemos convencer el error de La Condamine y Pauw
en otras muchas lenguas de América, aun de aquellas que se han reputado las más
rudas, pues se hallan actualmente en Italia personas experimentadas de aquel Nuevo
Mundo y capaces de dar plena noticia de más de sesenta lenguas americanas; pero
no queremos cansar la paciencia de los lectores. Entre los materiales recogidos para
esta mi obra, tengo los nombres numerales de la lengua araucana, que a pesar de ser
la lengua de una nación más guerrera que civil, tiene voces para explicar aun millones.
No es menor el error de Pauw en afirmar que son tan escasas las lenguas americanas, que no son capaces de explicar un concepto metafísico, lección que aprendió de
La Condamine. “Tiempo, dice este filósofo hablando de las lenguas de los americanos,
duración, espacio, ser, sustancia, materia, cuerpo. Todas estas palabras y otras muchas no tienen voces equivalentes en sus lenguas, y no sólo los nombres de los seres
metafísicos, pero ni aun de los seres morales, pueden explicarse por ellos sino impropiamente y por largos circunloquios”. Pero La Condamine sabía tanto de las lenguas
americanas como Pauw, y tomó sin duda este informe de algún hombre ignorante,
como sucede frecuentemente a los viajeros. Estamos seguros de que muchas lenguas
americanas no tienen la escasez de voces que piensa La Condamine; pero omitiendo
por ahora lo que mira a las otras, discurramos sobre la mexicana, principal asunto de
nuestra contienda.
Es verdad que los mexicanos no tenían voces para explicar los conceptos de la materia, sustancia, accidente y semejantes; pero es igualmente cierto que ninguna lengua,
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de Asia o de Europa, tenía tales voces antes que los griegos comenzasen a adelgazar,
abstraer sus ideas y crear nuevos términos para explicarlas. El gran Cicerón, que sabía
tan bien la lengua latina y floreció en los tiempos en que estaba en su mayor perfección, a pesar de estimarla más abundante que la griega, lucha muchas veces en sus
obras filosóficas para encontrar voces correspondientes a las ideas metafísicas de los
griegos. ¿Cuántas veces se vio precisado a crear nuevas voces equivalentes en algún
modo a las griegas, porque no las encontraba entre las voces usadas por los romanos?
Pero aun hoy día, después de que aquella lengua fue enriquecida con muchas palabras
inventadas por Cicerón y otros doctos romanos, que a ejemplo suyo se dedicaron al
estudio de la filosofía, le faltan términos para explicar muchos conceptos metafísicos,
si no se recurre al bárbaro lenguaje de las escuelas.
Ninguna de aquellas lenguas que hablan los filósofos de Europa, tenía palabras significativas de la materia, la sustancia, el accidente y otros semejantes conceptos, y por
lo tanto fue necesario que los que filosofaban adoptasen las voces latinas o las griegas.
Los mexicanos antiguos, porque no se ocupaban en el estudio de la metafísica, son
excusables por no haber inventado voces para explicar aquellas ideas; pero no por esto
es tan escasa su lengua en términos significativos de cosas metafísicas y morales, como
afirma La Condamine que son las de la América meridional; antes aseguro que no es
tan fácil encontrar una lengua más apta que la mexicana para tratar las materias de la
metafísica, pues es difícil de encontrar otra que abunde tanto en nombres abstractos,
pues pocos son en ella los verbos de los cuales no se formen verbales correspondiente
a los latinos, y pocos son también los nombres sustantivos o adjetivos de los cuales no
se formen nombres abstractos que significan el ser o, como dicen en las escuelas, la
quiditad de las cosas, cuyos equivalentes no puedo encontrar en hebreo, ni en griego,
ni en latín, ni en francés, ni en italiano, ni en inglés, ni en español, ni en portugués, de
las cuales lenguas me parece tener el conocimiento que se requiere para hacer el cotejo.
Pues para dar alguna muestra de esta lengua y por complacer a la curiosidad de los
lectores, pondré aquí a su vista algunas voces que significan conceptos metafísicos y
morales, y que las entienden aun los indios más rudos.
La excesiva abundancia de semejantes voces ha sido la causa de haberse expuesto
sin gran dificultad en la lengua mexicana los más altos misterios de la religión cristiana y haberse traducido en ella algunos libros de la Sagrada Escritura y entre otros los
de los Proverbios de Salomón y los Evangelios, los cuales, así como la Imitación de Cristo,
de Tomás Kempis, y otros semejantes trasladados también al mexicano, no pueden
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ciertamente traducirse a aquellas lenguas que son escasas de términos significativos
de cosas morales y metafísicas. Son tantos los libros publicados en mexicano sobre la
religión y la moral cristiana, que de ellos solos se podría formar una buena biblioteca.
Después de esta disertación pondremos un breve catálogo de los principales autores
de que nos acordamos, así para confirmar cuanto decimos como para manifestar nuestra gratitud a sus fatigas. Unos han publicado un gran número de obras que hemos
visto. Otros, para facilitar a los españoles la inteligencia de la lengua mexicana, han
compuesto gramáticas y diccionarios.
Lo que decimos del mexicano podemos en gran parte afirmarlo de otras lenguas
que se hablaban en los dominios de los mexicanos, como la otomí, matlatzinca, mixteca, zapoteca, totonaca y popoluca, pues igualmente se han compuesto gramáticas y
diccionarios de todas estas lenguas y en todas se han publicado tratados de religión,
como haremos ver en el catálogo prometido.
Los europeos que han aprendido el mexicano, entre los cuales hay italianos, franceses, flamencos, alemanes y españoles, han celebrado con grandes elogios aquella
lengua, ponderándola al grado de que algunos la han estimado superior a la latina y
la griega, como hemos dicho en otra parte. Boturini afirma que “en la urbanidad, elegancia y sublimidad de las expresiones, no hay ninguna lengua que pueda compararse
con la mexicana”. Este autor no era español sino milanés; no era hombre vulgar sino
erudito y crítico; sabía muy bien, por lo menos, el latín, el italiano, el francés y el español, y del mexicano supo cuanto bastaba para hacer un juicio comparativo. Reconozca,
pues, Pauw su error y aprenda a no decidir en las materias que ignora.
Entre las pruebas en que quiere apoyar Buffon su sistema de la reciente organización de la materia en el Nuevo Mundo, dice que los órganos de los americanos eran
toscos y su lengua bárbara. “Véase —añade— la lista de sus animales, y sus nombres
son tan difíciles de pronunciar que es de admirar haya habido europeos que se hayan
tomado el trabajo de escribirlos”. No me admira tanto de su fatiga en escribirlos como
de su descuido en copiarlos. Entre tantos autores europeos que han escrito en Europa,
la historia civil o natural de México, no he encontrado ni uno que no haya alterado y
desfigurado los nombres de las personas, animales y ciudades mexicanas, y algunos lo
han hecho en tal grado, que no es posible adivinar lo que quisieron escribir. La historia
de los animales de México pasó de las manos de su autor el Dr. Hernández, a las de
Nardo Antonio Recchi, el cual nada sabía de mexicano; de las manos de Recchi pasó a
las de los académicos Linces de Roma, los cuales la publicaron con notas y disertacio-
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nes y de esta edición se sirvió Buffon. Entre tantas manos de europeos ignorantes de la
lengua mexicana, tenían que alterarse los nombres de los animales. Para convencerse
de la alteración que sufrieron en las manos de Buffon, hasta confrontar los nombres
mexicanos que se leen en su Historia natural, con los de la edición romana del Dr.
Hernández.
Por lo demás, es cierto que la dificultad en pronunciar una lengua a la que no estamos acostumbrados, y principalmente si la articulación de ella es muy diversa de
la de nuestra propia lengua, nos convence que sea bárbara. La misma dificultad que
experimenta Buffon para pronunciar los nombres mexicanos, experimentarían los
mexicanos para pronunciar los nombres franceses. Los que están acostumbrados a la
lengua española, tienen gran dificultad para pronunciar la alemana y la polaca, y les
parecen las más ásperas y duras de todas. La lengua mexicana no ha sido la de mis
padres ni la aprendí de niño y, sin embargo, todos los nombres mexicanos de animales
que cita Buffon como prueba de la barbarie de aquella lengua, me parecen más fáciles
de pronunciar que muchos otros tomados de algunas lenguas europeas, de las cuales
usa en su Historia natural. Tal vez parecerá lo mismo a los europeos que no están
acostumbrados ni a una ni a otras lenguas; y no faltará quien se admire de que Buffon
se haya tomado el trabajo de escribir aquellos nombres, capaces de causar miedo a los
más valientes escritores. Finalmente, en lo que respecta a las lenguas americanas, debe
estarse al juicio de los europeos que las supieron, más bien que a la opinión de los que
nada saben.
Leyes de los mexicanos
Queriendo Pauw impugnar la antigüedad que atribuyó Gemelli Carreri erróneamente a la corte de los mexicanos, alega la “anarquía de su gobierno y la escasez de sus
leyes”; y tratando del gobierno de los peruleros, dice: “que no puede haber leyes en un
Estado despótico, y caso de que las haya habido en algún tiempo, no es posible al presente hacer el análisis porque no las conocemos, ni podemos conocerlas porque jamás
fueron escritas y su memoria debía faltar con la muerte de los que la sabían”.
Ninguno había hecho mención de la anarquía del reino de México antes de que
viniese al mundo Pauw, cuyo cerebro parece tener una particular organización para
entender las cosas al contrario de todos los demás hombres. No hay uno tan ignorante
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de la historia de México, que no sepa que aquellos pueblos estaban sujetos a señores
particulares, y todo el Estado a un supremo jefe, que era el rey de México. Todos los
historiadores ponderan la gran autoridad de aquel soberano y el sumo respeto que le
tenían sus vasallos: si esto es anarquía, serán sin duda anárquicos todos los Estados del
mundo. El despotismo no se introdujo en México hasta los últimos años de la monarquía. En el tiempo anterior los monarcas habían respetado siempre las leyes promulgadas por sus antecesores y celado su observancia. Aun en tiempo de Moctezuma II,
único rey verdaderamente despótico, los mexicanos juzgaban según las leyes del reino,
y el mismo Moctezuma castigaba severamente a los transgresores, no abusando de su
poder, sino en aquello que podía servir al aumento de su opulencia y de su autoridad.
Estas leyes no estaban escritas, pero se perpetuaban en la memoria de los hombres,
así por la tradición como por las pinturas... No había súbdito que no las supiese, porque los padres de familia no cesaban de instruir en ellas a sus hijos, para que evitando
la transgresión precaviesen el castigo. Las copias de las pinturas de las leyes eran sin
duda infinitas, pues aunque fueron tan furiosamente perseguidas por los españoles,
he visto, sin embargo, muchas. La inteligencia de tales pinturas no es tan difícil a
quien tiene conocimiento del modo con que representaban los mexicanos las cosas,
de los caracteres que usaban y de sus lenguas; pero para Pauw serán tan ininteligibles
como las leyes de los chinos expresadas en los caracteres propios de aquella nación. A
más de esto, después de la conquista muchos mexicanos muy inteligentes escribieron
en nuestros caracteres las leyes de México, Acolhuacán, Tlaxcala, Michoacán, etcétera.
Entre otros, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl escribió en lengua española las ochenta
leyes publicadas antes por su famoso tatarabuelo el rey Nezahualcóyotl, como hemos
dicho en la Historia. Los españoles, pues, averiguaron las leyes y costumbres antiguas
de aquellas naciones con mayor diligencia que cualquiera otro artículo de la historia,
porque su conocimiento importaba mucho al gobierno cristiano, así civil como eclesiástico, principalmente respecto a los matrimonios, las prerrogativas de la nobleza, la
calidad del vasallaje y la condición de los esclavos. Se informaron a boca de los indios
más instruidos y estudiaron sus pinturas. A más de los primeros misioneros, que trabajaron fructuosamente en esta empresa, Alonso Zurita, uno de los principales jueces
de México, docto en leyes y enterado de aquellos países, hizo diligentes averiguaciones
por orden del rey católico, y compuso aquella utilísima obra de que hicimos mención
en el catálogo de los escritores de la historia antigua de México. He aquí cómo pudieron saberse las leyes de los mexicanos sin haber sido escritas por ellos.
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¿Pero qué leyes? “Dignas muchas de ellas —dice el P. Acosta— de nuestra admiración, y según las cuales debían gobernarse aquellos pueblos aun en su cristianismo”.
En primer lugar la constitución de su Estado, en lo que mira a la sucesión a la corona,
no podía ser más bien entendida, como que en ella igualmente se precavían los inconvenientes de la sucesión hereditaria y los de la electiva. Debía elegirse un individuo de
la familia real para conservar así el esplendor de la corona e impedir que el trono jamás
fuese ocupado por un hombre de bajo nacimiento. No sucediendo el hijo, sino el hermano, no había peligro de que un empleo tan eminente y tan importante se expusiera
a la indiscreción de un joven inexperto o a la malignidad de un regente ambicioso.
Si los hermanos, pues, hubieran debido suceder según el orden de su nacimiento,
hubiera necesariamente tocado algunas veces la corona a un hombre inepto para el
gobierno, y hubiera también podido suceder que el heredero presuntivo maquinase
contra la vida del soberano por anticiparse la sucesión; uno y otro inconveniente se
salvaba con la elección. Los electores escogían entre los hermanos del rey muerto, y
faltando éstos, entre los hijos de los reyes anteriores, el más idóneo para mandar la
nación. Si hubiera estado en arbitrio del rey nombrar los electores, hubiera podido
escoger a los que fuesen más favorables a sus designios y ganar sus sufragios en favor
de aquel hermano a quien más estimara, y tal vez en favor del hijo, no atendiendo a las
leyes fundamentales del Estado; pero no era así, pues los electores eran elegidos por el
cuerpo de la nobleza, la cual comprometía en ellos los sufragios de toda la nación. Si el
empleo de los electores hubiera sido perpetuo, hubieran podido éstos, abusando de su
autoridad, hacerse dueños de la monarquía; pero como en la primera elección acababa
la voz electoral, y se elegían entonces nueve electores para la siguiente, no era tan fácil
a la ambición usurpar la autoridad. Finalmente, para precaver otros inconvenientes,
los verdaderos electores no eran más que cuatro, hombres de la primera nobleza, de
gran prudencia y de notoria probidad. Es verdad que ni aun después de tantas precauciones podían impedirse todos los desórdenes, ¿pero qué gobierno hubo jamás entre
los hombres que no estuviese expuesto a mayores males?
La nación mexicana era guerrera y, por lo tanto, necesitaba un jefe inteligente y
experto en el arte de la guerra. ¿Qué arbitrio podía tomarse más conducente a este
fin que el de no elegir rey al que no hubiese obtenido por solos sus méritos alcanzo
de general del ejército, y de no coronar al que después de su elección no hubiese proporcionado en la guerra las víctimas que, según su religión, debían sacrificarse en las
fiestas de la coronación?
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La prontitud con que los mexicanos sacudieron el yugo de los tepanecas y la gloria que adquirieron sus armas en la conquista de Azcapotzalco, debían naturalmente
excitar la rivalidad y la desconfianza de sus vecinos, y especialmente la del rey de
Acolhuacán, que había sido y era también entonces el mayor rey de aquella tierra, y
estando, por otra parte, todavía vacilante el trono de México necesitaba de un fuerte
apoyo que lo sostuviese. El rey de Acolhuacán, que había recuperado recientemente,
con el auxilio de los mexicanos, la corona que le había usurpado antes el tirano Tezozomoc, debía temer que algún súbdito poderoso, siguiendo las huellas de aquel tirano,
excitase a la rebelión a una parte de su reino y lo privara, como a su padre, de la corona
y de la vida. El rey de Tlacopan, que ocupaba un trono nuevamente establecido y poco
considerable, tenía más que temer. Cada uno de estos reyes estaba por sí solo poco
seguro y debía desconfiar de los otros dos; pero unidos los tres entre sí podían formar
una potencia invencible. ¿Y qué hacen? Forman una triple alianza que asegure a cada
uno de los otros dos, y a los tres de sus súbditos. Ésta fue la alianza que afirmó los
tronos de Acolhuacán y Tlacopan y facilitó a los mexicanos su conquista; alianza tan
firme y tan bien ordenada que jamás se desconcertó hasta el arribo de los españoles.
Este solo golpe de política basta para demostrar el discernimiento y la sagacidad de
aquellas naciones; pero hubo otros semejantes a este que, si quisiéramos referidos
todos, sería necesario copiar una buena parte de la historia.
La forma judicial de los mexicanos y texcocanos nos suministra algunas lecciones
útiles de política. La diversidad de grados en los magistrados servía al buen orden; su
continua asistencia en los tribunales desde comenzar el día hasta la tarde, abreviaba
el curso de las causas y los apartaba de algunas prácticas clandestinas, las cuales
hubieran podido prevenirlos en favor de algunas de las partes. Las penas capitales
prescritas contra los prevaricadores de la justicia, la puntualidad de su ejecución y
la vigilancia de los soberanos, tenían enfrenados a los magistrados, y el cuidado que
se tenía de suministrarles de cuenta del rey todo lo necesario, los hacía inexcusables.
Las juntas que se tenían cada veinte días en presencia del soberano, y particularmente la asamblea general de todos los magistrados cada ochenta días para terminar las
causas pendientes, a más de precaver los graves males que causa la lentitud en los
juicios, hacía que los magistrados se comunicasen recíprocamente sus luces, que el
rey conociese mejor a los que había constituido depositarios de su autoridad, que la
inocencia tuviera más recursos y que el aparato del juicio hiciera más respetable la
justicia.
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La ley que permitía la apelación del tribunal de Tlacatecatl al de Cihuacoatl en las
causas criminales y no en las civiles, da a conocer que los mexicanos, respetando las
leyes de la humanidad, reconocían que se requería más para creer a un hombre delincuente que para declararlo deudor. En los juicios de los mexicanos no se admitía otra
prueba contra el reo que la de testigos. Ni jamás se vio entre ellos usar la tortura para
hacer por la fuerza de los tormentos culpable al inocente, ni valerse de las bárbaras
pruebas del duelo, del fuego, del agua hirviendo y otras semejantes, que fueron antes
tan frecuentes en Europa y en el día las leemos con admiración en las historias. “No
habrá quien no se admire —dice sobre este asunto Montesquieu— que nuestros mayores hiciesen depender el honor, la fortuna y los bienes de los ciudadanos, de ciertas
cosas que no eran tanto de la jurisdicción de la razón cuanto de la suerte, y que se
valiesen incesantemente de las pruebas que nada probaban y no tenían conexión ni
con la inocencia ni con el delito”.
Lo que ahora decimos de aquellas pruebas, dirá en lo sucesivo nuestra posteridad
de la tortura, y no cesarán jamás de admirar que semejante prueba haya estado en uso
generalmente por tantos siglos en la parte más ilustrada del mundo. El juramento era
prueba de gran momento en los juicios de los mexicanos, como hemos dicho en otra
parte; porque como estaban persuadidos de los terribles castigos que infaliblemente
debían ejecutar los dioses en los perjuros, creían que ninguno se atrevería a perjurar;
pero no sabemos que se permitiera esta prueba a los actores contra el reo, sino solamente al reo para purificarse del delito.
Castigaban severamente los mexicanos todos aquellos delitos particularmente repugnantes a la razón o perjudiciales al Estado: el crimen de lesa majestad, el homicidio, el hurto, el adulterio, el incesto y los otros excesos en esta materia contra la naturaleza; el sacrilegio, la embriaguez y la mentira. Se condujeron sabiamente no dejando
impunes estos crímenes; pero pecaron en la pena, que en algunos delitos era excesiva
y cruel. No pretendo excusar los errores de aquella nación; pero tampoco puedo disimular que de cuanto hay reprensible en su legislación, se hallarán ejemplos en los más
famosos pueblos del Antiguo Continente, y tales que harán parecer muy benignas las
leyes de los mexicanos y más conformes a la razón.
Las célebres leyes de las Doce Tablas “están llenas —dice Montesquieu— de disposiciones cruelísimas... véase en ellas el suplicio del fuego y las penas siempre capitales”.
Y ésta es la celebradísima compilación que hicieron los romanos de lo mejor que encontraron en los pueblos griegos. Pues si lo mejor de la cultísima Grecia era tal, ¿qué
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sería lo que no era tan bueno? ¿Cuál habrá sido la legislación de aquellos pueblos a
los que llamaban bárbaros? ¿Qué ley más inhumana y cruel que aquella de las Doce
Tablas que permitía a los acreedores descuartizar al deudor que no pagaba y llevarse
cada uno su parte para satisfacción del crédito? Y esta ley no se promulgó en Roma en
los groseros principios de aquélla tan celebrada ciudad, sino trescientos años después
de su fundación.
¿Qué ley por el contrario, más inicua que la del famoso legislador Licurgo, la cual
permitía el hurto a los lacedemonios? Los mexicanos castigaban este delito tan pernicioso a la sociedad; pero no procedían a pena capital sino cuando el ladrón no podía
satisfacer y pagar la ofensa con su libertad y sus bienes. No era así respecto al hurto en
los sembrados, porque éstos, estando por su situación más expuestos a la rapiña, tenían
mayor necesidad de la custodia de las leyes; pero aquella misma ley que prescribía la
pena capital contra el que robaba cierto número de frutos o de plantas, permitía a los
viandantes necesitados comer lo necesario para remediar la necesidad presente. ¿Cuánto más racional era esta ley que aquélla de las Doce Tablas, que condenaba sin distinción a ser ahorcado a cualquiera que tomaba alguna cosa de los sembrados ajenos?
La mentira, pecado tan pernicioso a la sociedad, se deja por lo común impune en
muchísimos países del Antiguo Continente, y en el Japón se castiga frecuentemente
con la pena capital. Los mexicanos se alejaron de uno y otro extremo. Sus legisladores,
sabedores del genio o inclinación de la nación, advirtieron que si no prescribían penas
graves contra la mentira y la embriaguez, hubiera faltado en los hombres el juicio para
satisfacer sus respectivas obligaciones, la verdad en los juicios y la fe en los contratos.
La experiencia ha hecho conocer cuán perjudicial ha sido a aquellas naciones la impunidad de estos dos pecados.
Pero en medio de su severidad tuvieron cuidado los mexicanos de no envolver a
los inocentes en el castigo de los culpables. Muchas leyes de Europa y de Asia prescribieron la misma pena al reo de alta traición que a toda su familia. Los mexicanos
castigaban este delito con la pena capital; pero no privaban de la vida a los parientes
del reo, sino solamente de la libertad; y no a todos, sino a los que siendo sabedores
de la traición y no habiendo querido revelarla, se habían hecho también culpables.
¿Cuánto más humana no es esta ley que las del Japón? “Aquellas leyes —de las cuales
dice Montesquieu— que castigaban por un solo delito a toda una familia y a todo un
cuartel; aquellas leyes que no saben encontrar inocentes en donde hay culpables”. No
sabemos que los mexicanos prescribiesen alguna pena contra los que murmuraban del
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gobierno; parece que no hacían gran caudal de aquel desahogo del amor propio de los
súbditos que tanto se teme en otros países.
Sus leyes sobre los matrimonios eran sin duda más honestas y decorosas que las
de los romanos, griegos, persas, egipcios y otros pueblos del Antiguo Continente. Los
tártaros se casan con sus hijas; los antiguos persas y los asirios tomaban a sus mismas
madres; los atenienses y los egipcios a sus hermanas. En el reino de México estaba
severamente prohibido todo matrimonio entre personas unidas en primer grado de
consanguinidad y de afinidad, menos entre los cuñados cuando el hermano al morir
dejaba algún hijo. Esa prohibición da a conocer que los mexicanos juzgaban mejor
del matrimonio que todas las mencionadas naciones. Esa excepción demuestra sus
sentimientos de humanidad: si una viuda pasa a segunda nupcia, tiene por lo común
el disgusto de ver a sus hijos poco amados de un padre que no les dio la vida; a su
marido poco respetado de aquellos mismos hijos, que lo miran como extraño, y a los
hijos de uno y otro matrimonio tan desunidos y discordes entre sí, como si hubieran
nacido de diversas madres. ¿Pues qué mejor determinación (hablo según las reglas
de la política humana, por las que se guiaban aquellas naciones que no tenían conocimiento de las santas leyes del cristianismo), qué mejor determinación, digo, podían
tomar los mexicanos para remediar aquellos males muy comunes, que la de casar a la
viuda con el cuñado?
Muchas naciones antiguas de Europa, imitadas por no pocos pueblos modernos de
Asia y África, compraban sus mujeres y, por lo tanto, ejercían sobre ellas una autoridad mucho más grande que la que les concede el Autor de la naturaleza, y las trataban
más como esclavas que como compañeras. Los mexicanos no adquirían sus mujeres
sino por medio de lícitas y decorosas pretensiones; y aunque presentasen regalos a los
padres, no eran a cuenta del precio de una hija que pretendían, sino sólo un obsequio
para conciliarse su benevolencia e inclinar su voluntad al contrato. Los romanos, a pesar de que no tuviesen escrúpulo de prestar sus mujeres, tenían, no obstante, derecho
según las leyes de quitarles la vida, cuando fuesen sorprendidas en adulterio.
Esta inicua lex, que constituía al marido juez en propia causa y más bien ejecutor
de su sentencia, en lugar de impedir los adulterios, aumentaba los parricidios. Entre
los mexicanos no era permitido a los maridos aquel infame comercio de sus mujeres,
ni tenían ninguna autoridad sobre su vida. Era castigado con pena capital el que quitaba la vida a su mujer, aun cuando la cogiese en adulterio. Esto es, decían, usurpar
la autoridad de los magistrados, a los cuales toca conocer de los delitos y castigarlos
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según el tenor de las leyes. Antes de que se hubiese publicado por Augusto la ley Julia
de Adulteris, no sabemos, dice Vives, que jamás se hubiese tenido en Roma juicio en
causa de adulterio: quiere decir que, por más de siete siglos faltó a aquella célebre nación justicia en un punto tan grave y tan importante.
Si después de haber hecho el cotejo de las leyes, se quiere hacer también el de los
ritos nupciales de estas dos naciones, se encontrará entre ambas mucha superstición;
pero se verá una gran diferencia: los de los mexicanos eran honestos y decentes, los de
los romanos obscenos e infames, como veremos en otra parte.
Por lo que mira a las leyes de la guerra, es difícil que hayan sido justas en un pueblo
guerrero. La grande estimación que en ésta tiene el valor y la gloria militar, le hace
contar en el número de los enemigos a los que no lo son, y la ambición de conquistar
lo excita a traspasar los términos prescritos por la justicia. Sin embargo, en las leyes
de los mexicanos se ven tales rasgos de equidad, que harían honor a las naciones más
cultas. No se podía declarar la guerra sin haberse antes examinado en pleno consejo
las razones y sin que hubiesen sido aprobadas por el sumo sacerdote. A más de esto, se
debían anticipar las embajadas, y frecuentemente eran repetidas, dirigidas a aquellos
a quienes se determinaban hacer la guerra, para obtener pacíficamente, por medio de
algún ajuste, lo que se quería antes de venir el rompimiento.
Semejantes dilaciones daban tiempo a sus enemigos para prepararse a la defensa, y
a más de esto servían a su justificación, contribuían a su gloria, pues tenían ellos por
vileza hacer la guerra a enemigos desprevenidos y sin haberlos antes solemnemente
desafiado, para que la victoria no se pudiese jamás atribuir sino al valor. Es verdad
que no observaban siempre estas leyes; pero no eran por esto menos justas; y si hubo
injusticia en la conquista de los mexicanos, no fue ciertamente menor en la de los
romanos, griegos, persas, godos y otras célebres naciones. Uno de los grandes males
que suele traer consigo la guerra es el hambre, por las hostilidades que se hacen en
los campos. No es posible impedir enteramente este mal; pero si ha habido alguna
cosa capaz de moderarlo fue sin duda la costumbre de los mexicanos y otros pueblos
de Anáhuac de tener en cada provincia un lugar señalado para campo de batalla. No
era menos conforme a la razón y a la humanidad aquella otra costumbre de tener en
tiempo de guerra cada cinco días uno entero de tregua y de reposo.
Tenían aquellas naciones formada una especie de jus gentium, en virtud del cual, si
el señor, la nobleza y la plebe resistían las proposiciones hechas por otro pueblo o nación y remitida la decisión de las armas, quedaban vencidos, el señor perdía el derecho
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de soberano, la nobleza el dominio óptimo que tenía sobre sus posesiones, la plebe
quedaba sujeta al servicio personal, y todos los que habían sido hechos prisioneros
en el calor de la acción, quedaban privados quasi ex delicto de la libertad y del derecho
a la vida. Esto se opone sin duda a las ideas que tenemos de la humanidad; pero la
general convención de aquellos pueblos hacía menos reprensible la inhumanidad y los
ejemplos mucho más atroces de las más cultas naciones del Antiguo Continente, hacen desaparecer aquel horror que a primera vista nos causa la crueldad de los pueblos
americanos.
Entre los griegos, dice Montesquieu, los habitantes de una ciudad tomada a fuerza
de armas, perdían la libertad y eran vendidos como esclavos. No se puede ciertamente
comparar la inhumanidad que los mexicanos tenían con sus prisioneros enemigos,
con la que los atenienses usaban con sus propios ciudadanos. Una ley de Atenas, dice
el referido autor, mandaba que cuando la ciudad estuviese sitiada, se hiciese morir
toda la gente inútil. No podrá encontrarse ni entre los mexicanos ni en ninguna nación del Nuevo Mundo algo culta, una ley tan bárbara como ésa del pueblo más culto
de la antigua Europa; antes bien el mayor cuidado de los mexicanos y de todas las
naciones de Anáhuac cuando debía ser sitiada alguna de sus ciudades, era el de poner
en seguridad a sus hijos, las mujeres y los inválidos, o mandándolos a otras ciudades o
a los montes. Así sustraían aquella débil gente del furor de los enemigos e impedían,
por otra parte, el excesivo consumo de los víveres.
El tributo que se pagaba al rey de Anáhuac era excesivo, y eran también tiránicas las
leyes que lo prescribían; pero estas leyes fueron consecuencias del despotismo introducido en los últimos años en la monarquía mexicana, que en su mayor aumento no
llegó al exceso de apoderarse de las tierras del imperio y de los bienes de los súbditos,
que justamente censuramos en los monarcas asiáticos, ni jamás se oyó que los soberanos de Anáhuac hubiesen dictado leyes sobre los tributos extravagantes y duros, como
se han publicado muchísimas en el Mundo Antiguo, por ejemplo, la del emperador
Anastasio, que impuso tributo hasta sobre la respiración: ut unusquisque pro haustu
eris pendat.
Pero si censuramos en las leyes sobre tributos la tiránica ambición de aquellos monarcas, no podemos menos que alabar y admirar en sus leyes sobre el comercio; la
cultura de aquellas naciones y la sabiduría de sus legisladores. El tener en cada ciudad
o pueblo una plaza destinada para el comercio de todas las cosas que podían servir a
las necesidades y delicias de la vida contribuía a que reunieran todos los comerciantes
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en el más pequeño espacio las mercaderías, y los ponían a la vista de los inspectores o
comisarios, para que se evitase todo fraude y desorden en los contratos. El tener cada
mercadería su lugar determinado, contribuía al buen orden y a la comodidad de los
que querían proveerse de ella. El tribunal de comercio, establecido en la misma plaza
del mercado para ajustar las diferencias suscitadas entre los negociantes y castigar
prontamente cualquier exceso que allí hubiese, conservaba inviolables los derechos
de la justicia y aseguraba la tranquilidad pública. A estas sabias disposiciones se debe
aquel orden maravilloso que en medio de un número tan excesivo de negociantes admiraron los primeros españoles.
Finalmente, en las leyes relativas a los esclavos fueron los mexicanos superiores a
las más cultas naciones de la antigua Europa. Si se quiere hacer el cotejo de las leyes
de los mexicanos con las de los romanos, lacedemonios y otros célebres pueblos, luego
se verá en éstas una tal barbarie y crueldad que causa horror, y en aquéllas una grande
humanidad y un gran respeto a la ley de la naturaleza (no hablo ahora de los prisioneros de guerra, de los cuales discurriremos después). ¿Qué ley más humana que aquella
que hacía nacer libres a todos los hombres aun de padres esclavos; que dejaba al esclavo el dominio de sus cosas y de lo que adquiría con la propia industria o trabajo; que
obligaba al señor a tratar al esclavo como hombre y no como bestia, que no le permitía
ninguna autoridad sobre su vida y aun lo privaba de la facultad de poderlo vender en
el mercado, sino después de haber hecho constar jurídicamente su indocilidad?
¡Cuán diversas de éstas eran las leyes de los romanos! Éstos, por la suma autoridad
que les concedían las leyes, eran dueños, no sólo de todo lo que adquirían los esclavos
con su trabajo, sino también de su vida, de la cual los privaban a su capricho; los trataban con la mayor inhumanidad y los hacían tolerar los más atroces tormentos, y para
que se vea la índole inhumana de esta nación, mientras ampliaban tanto la autoridad
de los amos contra los esclavos, la restringían también en aquello que era en favor de
éstos. La ley Fusia Caninia prohibía a los amos el manumitir por testamento arriba
de cierto número de esclavos. En la ley Silaniana estaba prescrito que cada vez que
fuese muerto un amo se hiciesen igualmente morir todos los esclavos suyos que habitasen dentro de la misma casa o en lugar inmediato a ella desde donde se pudiese
oír su voz. Si era muerto en algún viaje, debían morir todos los esclavos que hubiesen
quedado con él, e igualmente todos los que no se hubiesen huido, aunque fuese manifiesta su inocencia. La ley Aquilia comprende bajo de una misma acción la herida
hecha a un esclavo y la herida hecha a una bestia ajena. A tal exceso llegó la barbarie
84
de los cultísimos romanos. No fueron ciertamente más humanas las leyes de los lacedemonios, las cuales no concedían a los esclavos ninguna acción en juicio contra los
que los insultaban o injuriaban.
Si a más de lo dicho se quiere cotejar el sistema de educación, que había entre los
mexicanos con el de los griegos, se reconocerá que no era tan grande la instrucción de
los griegos en las artes y ciencias como la que tenían los niños y jóvenes mexicanos
en las costumbres de sus padres. Los griegos se aplicaban más a ilustrar la mente, los
mexicanos a rectificar el corazón. Los atenienses prostituían a sus jóvenes a la más
execrable obscenidad en aquellas mismas escuelas que estaban destinadas a instruirlos en las artes. Los lacedemonios acostumbraban a sus hijos, según el precepto de
Licurgo, a robar para hacerlos ágiles y sagaces, y los azotaban cuando los cogían en
algún robo, castigando en ellos, no el pecado, sino la poca industria en cometerlo. Mas
los mexicanos enseñaban a sus hijos, juntamente con las artes, la religión, la modestia,
la honestidad, la sobriedad, la vida laboriosa, el amor de la verdad y el respeto a los
mayores. Ésta es una breve pero verdadera muestra de la cultura de los mexicanos,
tomada de su historia antigua, de las pinturas y las relaciones de los más exactos historiadores españoles. Así se gobernaban aquellos pueblos inferiores en industria y sagacidad a los más rudos pueblos del Antiguo Continente. Así se gobernaban aquellos
pueblos, de cuya racionalidad quisieron dudar algunos europeos.
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
85
Franc Isc o P IME nt E L
(1832- 1893) .
..
LI nGuístIca Para
E L IndIGEnIsM o d E L a
coL onIa FrancE sa A U
M EXIQUE
86
Tal como lo ha sugerido una filóloga conocedora de su obra, Pimentel merece
una mayor atención por parte de los antropólogos actuales. El origen de tal
recomendación indica que, como en el caso de Mociño y los biólogos, son
los lingüistas y filólogos quienes lo conocen mejor que nosotros. Esto no es
gratuito, según parece. Es una reacción previsible y que deriva del principal
cometido nacionalista de la antropología hasta finales del siglo XX. Pimentel
por su parte quería ser consejero de príncipe, en su caso, del emperador austríaco Maximiliano. Otros eligieron mejor a los poderosos triunfantes a la
posteridad.
Pero hay mucho más que decir de él. Su tesis de acabar con la tutela del indio es bastante liberal, nada conservadora si a esas vamos, y que nos conduce
directo hasta Sáenz y Warman, quienes a su modo la reproducen bajo otras
perspectivas, aunque coincidan en poner límite perentorio al indigenismo institucional. No tenemos por desgracia estudios análogos al de Woodrow Borah
sobre el Juzgado General de Indios de la Nueva España como para entender
hasta dónde la Junta Protectora de las Clases Menesterosas realmente estaba
por romper la tutela colonial. Asimismo, sabemos bien poco del indigenismo
de Maximiliano y Carlota. Se ha señalado, con tino, que Carlota compartía
las ideas de Victor Considerant. Y la colección de leyes indigenistas reunidas
por Manuel Gamio sin ningún comentario de su parte, hacen pensar en ese
temprano socialismo utópico. De hecho, hay que recordar que en la Casa de
los Habsburgo había la tradición multicultural de tratar con pueblos y culturas muy diferentes como un protocolo intrínseco al arte de gobernar las diferencias. La pintura del Museo Nacional de Historia donde los emperadores
reciben a los capitanes kikapús como si fueran la delegación diplomática de
una “nación extranjera” (palabras alusivas de Krauze) es puntual, y recuerda
otras harto parecidas en el palacio imperial en Viena. De hecho, la historiado-
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87
ra Catherine Clément ha dejado entrever algo perturbador a propósito de la
emperatriz Elizabeth (la famosa Sissi): habla de una especie de “anarquismo
inconsciente” en su concepción de la individualidad, pero también del trato a
otros pueblos. Todo un campo sugerente por explorar.
En efecto, Pimentel fue uno de los primeros lingüistas mexicanos con reconocimiento en la Académie des Sciences, debido a que sus escritos sobre las
lenguas indígenas fueron hechos con mejor discernimiento que los descriptivos mapas distributivos tan propios de la etnología del siglo XIX, muchos
de cuyos autores han merecido un trato enriquecedor por parte de Enrique
Krauze en La presencia del pasado, pero no sin dejar de mostrarnos sus tensiones personales. En cuanto a Pimentel, su Cuadro descriptivo y comparativo
de las lenguas indígenas de México o tratado de filología mexicana1 es realmente impresionante, aunque se puede juzgar como incipiente con los ojos
actuales. Admitido este sesgo, no puedo sino admirarme del denso olvido que
rodea su obra. El mismo Krauze le dedica menciones esporádicas. Importancia minorizada que ocurre al mismo tiempo que vemos fulgurar los nombres
de los historiadores que sentaron las bases de la actual historia mexicana. Y
que no son otros sino los constructores intelectuales de la nación durante el
siglo XIX. Para su propia condena, Pimentel quería hacer de México una colonia francesa. Mala idea a la postre.
Es muy probable entonces, como bien ha observado Blas Román Castellón,
que su “colaboración” con el gobierno napoleónico (del II Imperio) no fuera
jamás perdonada. Vale enseguida la comparación con el olvido de Mociño
ante, digamos, Francisco Xavier Clavigero: a él, como al resto de jesuitas de
la época (incluidos, sobre todo, los guadalupanos), se les da el honroso tributo de “constructores de la nación mexicana”. Por el contrario, entre nuestros
autores flota la desagradable acusación de traidores. Aunque novohispano,
Mociño estuvo en graves problemas durante la invasión napoleónica a España
por atender, como médico, a los franceses heridos; morirá luego en la miseria
y sin reconocimiento alguno tanto en España como en México. El nacionalismo, como a Pimentel, les complicó la vida. Si hay alguna moraleja en esto es
que los valores universales son más bien característicos de la modernidad, no
1
Obras completas de D. Francisco Pimentel, tomo I, México, Tipograf ía Económica, 1903, pp. 1-507.
88
tanto de los humanismos previos y ni siquiera producto del derecho natural
medieval. Otra: que hay que ocuparse de la nación, no ir en su contra, so pena
de ser arrojado al oubliette más insondable. Cuando menos hasta que esa nación retenga su conexión con la soberanía y ésta cuente con alguna pujanza,
cosa que hoy está en tela de juicio. Quizás por eso me siento en libertad de
volver sobre estos personajes.
Ocurre que Pimentel no vaciló nada al escribir la siguiente dedicatoria en
1864: “A.S.M.I. Maximiliano Primero, emperador de México. En prueba de
amor y respeto”, dedicatoria que es la misma piedra de arranque de su Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena
de México y medios de remediarla.2 Si hay una traición de origen, entonces
¿estaba mal todo lo elaborado sobre ella? Hay contradicciones, siempre las
hay en todos. Pese a su presunto afrancesamiento político, intelectualmente él
se sentía mucho más a gusto con el nacionalismo alemán en Hegel, Schlegel y
Fichte, mientras que a Zola, Sue y Víctor Hugo los rebaja a “literatura depravada”. Extremando las cosas, acaso debamos reconocer en él una colonización
mental típica de los primeros intelectuales de las colonias —aunque la filiación con determinados autores metropolitanos y no con otros siempre obra
como una aparente autonomía de la elección—, en un fenómeno que, lejos de
desaparecer, se hará luego un procedimiento común bajo el cosmopolitismo
del XIX, pero que en su versión plena, que es la más inusual, es como una atmósfera donde sólo respiran los intelectuales más individualistas y que asfixia
a los más comunalistas, abundando entonces entre sus adictos, y no por error,
los judíos parias de corte apátrida, muchos de ellos por cierto de origen vienés, según mostró luego Ernest Gellner en su último Language and Solitude.
Wittgenstein, Malinowski and the Habsburg Dilemma.3
Empero, en el caso de Pimentel, su inclinación por la lingüística americanista, la historia antigua y sobre todo el indigenismo parecieran ir todos en
sentido opuesto a su temprano internacionalismo. Su famoso ensayo Memo2
Francisco Pimentel, Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena
de México y medios de remediarla, México, Imprenta de Andrade y Escalante, 1864.
3
Ernest Gellner, Language and Solitude. Wittgenstein, Malinowski and the Habsburg Dilemma, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1998.
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89
ria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena
de México y medios para remediarla es una pieza extraña en sí misma, por
tratarse de una mezcla de indigenismo y de colonialismo. Su fórmula práctica
lo demerita como hermano menor del nacionalismo pues propone el blanqueamiento de la población, como se hizo en Chile y Argentina —aunque de
preferencia ahí se les exterminó o redujo—, cosa que él rechaza en favor
de la “transformación de la raza”, esto es, su mezcla. Asimismo, él suponía más
bien un blanqueamiento racial asociado a la clase social. En un trabajo menor,
un dictamen solicitado por el Ministro de Relaciones en 1879 (publicado bajo
el título de “La colonización negra”)4, a propósito de la posible atracción de
los “negros libres” a México, Pimentel se opone a la idea por la sola duda
de a quiénes servirán de aliados, si a los indios o a los blancos en México.
Mejor atraer belgas, ingleses o alemanes. “Parece, pues, que la clase de colonos que hace más falta en México es la de los industriales, en cuya clase no se
comprende la raza negra”.
No habría, empero que reducir así al pensamiento de Pimentel. Porque hay
que reconocer que Krauze rastreó la noción de mestizaje hasta él, precisamente; una noción que luego sería fundamental para el nacionalismo posrevolucionario. Las palabras y los hechos siempre son más complejos de lo
que parece. Las ideas de las dos razas, de la política de remediar antes que
destruir, la acción de educar para transformar, etcétera, lejos de desaparecer
después, fueron luego visitadas por otros autores con credenciales nacionalistas impecables. Cabe la duda de hasta qué punto sus consejos al emperador (o a la emperatriz) en verdad tuvieron resonancia. La política religiosa
propugnada por Pimentel no concilia con la instauración de un organismo
proteccionista gubernamental.
4
En Obras completas de Francisco Pimentel, tomo 5, México, Tipograf ía Económica, 1903, pp. 507-513.
90
causas de la degradación de los indios
Primera causa de la degradación de los indios
¿Se creerá, por lo dicho, que nosotros somos apasionados de la civilización mexicana,
que la echamos de menos? Nada de esto. Creemos haber dado a conocer con bastante
claridad nuestro intento, reducido a demostrar que no debe culparse a la raza indígena
de México de errores que fueron universales, mas no por eso hemos pretendido, en
manera alguna, que un error por ser universal deje de ser malo, y, por el contrario,
opinamos que la causa primera de la degradación de los indios se encuentra en los
defectos de su antigua civilización, a saber: en su religión bárbara, en el despotismo de
sus gobiernos, en su sistema de educación cruel, en el establecimiento del comunismo
y de la esclavitud.
Cualquiera que sea el origen que se atribuya a los sacrificios humanos y a la antropofagia, no puede negarse que semejantes costumbres deben dar un pésimo resultado en el carácter de un pueblo, y mucho más llevadas al exceso que se llevaron entre
los mexicanos. Esas costumbres no pueden producir sino una negra melancolía, endurecer el corazón, inspirar ideas degradantes de la humanidad. Los mexicanos no
eran antropófagos en la rigurosa acepción de la palabra, según algunos opinan, pues
se dice que no comían carne humana para alimentarse con ella, sino que la veían
como un objeto sagrado, como reliquias de santos, según la expresión del P. Bolonia:
pero ¿qué generosa filantropía, qué igualdad de obligaciones y derechos, qué respeto
a la dignidad humana puede producir el hecho de matarse y comerse los hombres
unos a otros?
Respecto a los perniciosos efectos del despotismo son bien conocidos, y sus resultados en México los hemos palpado al hablar del exceso de los tributos, de la bárbara
severidad de las leyes, del servilismo del pueblo. Con ese sistema, el hombre se acostumbra a obrar por el temor y no por la razón; en lugar de unión entre los ciudadanos,
no hay sino opresión: el hombre dirigido siempre por otro, en todo y por todo, acaba
por convertirse en máquina, por no pensar, por no tener nada propio, y naturalmente
se vuelve tímido, irresoluto, hipócrita y desconfiado.
La educación por medio de un rigor tan exagerado, como la ejercían los mexicanos,
produce en la familia el mismo resultado que el despotismo en la sociedad, es decir, la
abyección, el abatimiento.
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91
El comunismo soñado por Platón, propuesto en su poética República y adoptado
después por multitud de reformadores, es la institución más a propósito para retardar
la civilización de un pueblo y para degradar al individuo.
El hombre es sociable, es cierto, pero no por eso deja de ser individual; no es un ser
colectivo sino personal. En el hombre existe innato el sentimiento del individualismo,
como se llama en el lenguaje moderno, sentimiento que Guizot dice haber sido trasmitido a Europa por los germanos, Balmes por el cristianismo, y otros, acaso con más
fundamento, por unos y otro, pues a la verdad, los germanos tenían desarrollado el
sentimiento de independencia personal cual no se conocía en otros pueblos, siendo no
menos cierto que el cristianismo infundió el sentimiento de dignidad humana considerando a todos los hombres hijos comunes de un mismo Dios.
El comunismo convierte a un pueblo en un rebaño de ovejas, en un convento de
frailes, por lo menos. La religión ha considerado la vida de comunidad como un sacrificio, como una cosa que violenta nuestras inclinaciones naturales. Platón, el patriarca
del comunismo ha lanzado sobre su sistema la más amarga ironía, pues dice al principio de su República, que va a hacer brotar de las entrañas de la tierra una generación
de hombres hecha de propósito para soportar sin morir de fastidio ni de dolor, el
régimen de comunidad.
La falta de propiedad individual conduce al hombre a la esclavitud, a la pérdida
de su libertad, porque la propiedad particular no es otra cosa sino el círculo en que
cada uno se aísla, se mueve con absoluta independencia de los demás. “El que estudie
con cuidado todas las doctrinas comunistas desde Platón hasta Babeuf y desde los
Esenianos hasta los Mormones, encontrará en medio de las diferencias introducidas
por el genio de los inventores y el carácter de los pueblos y de las épocas, esta analogía fundamental; que todas esas doctrinas tienden a la negación más completa de la
libertad, y la razón es muy sencilla: se comienza por reducir al individuo a sus propias
fuerzas despojándole de ellas, y la única sociedad posible para él, en ese estado, es una
sociedad en que representa el papel de esclavo” ( Jules Simon, La Liberté, pag. 299).
Por último, el que tiene señalado un límite de que no puede pasar, ¿para qué ha de
esforzar sus potencias físicas é intelectuales? El hombre para y descansa cuando ve
que no puede adquirir, y por esto no debemos extrañar que la misma Convención Nacional decretase la pena de muerte contra cualquiera que pretendiese establecer leyes
agrarias subversivas de la propiedad (1793). Sin embargo, en nuestros días se ha dicho
que la propiedad individual es un robo; pero ¿no se echa de ver que si la propiedad del
92
terreno es ilegítima, lo mismo debe serlo para uno que para veinte? ¿Qué diferencia
hay entre un ladrón aislado y una cuadrilla de malhechores?
Respecto a los perniciosos efectos de la esclavitud creernos que no es necesario en
nuestros días, demostrar que esa institución abate y envilece al hombre. No queda
más que uno que otro publicista fanático de Norte América que aún tiene la ocurrencia de asentar que la esclavitud es una institución patriarcal. Pero lo que es más
todavía, la esclavitud no sólo es perniciosa para el esclavo sino también para el amo.
“La economía política ha demostrado que el trabajo del esclavo cuesta más y produce menos que el trabajo del hombre libre; que el país cultivado por manos serviles
produce menos que el país cultivado por manos libres; que la esclavitud opone una
barrera, casi inexpugnable, a la perfección de la agricultura y de la industria, al acrecentamiento y a la difusión de la riqueza; en fin, que la multiplicación de capitales y el
empleo de las máquinas es lo que suministra los medios de operar la trasformación dé
la esclavitud” (H. Dameth, Le juste et l’utile).
Todo lo que hemos dicho hasta aquí sobre las primeras causas que ocasionaron la
degradación de los indios vamos a robustecerlo con la inflexible lógica de los hechos,
apoyada en la autoridad de los escritores que trataron a los indios recién hecha la conquista, porque en aquella época no era posible que la degradación de la raza indígena
de México fuese ocasionada todavía por la dominación española.
El P. Gante, que fue uno de los primeros religiosos que trataron a los indios, dice:
“Los naturales de este país son muy bien formados y propios para toda clase de trabajos; pero su carácter es servil, nada hacen si no es por la fuerza, nada se puede obtener
de ellos por la dulzura ó la persuasión, y esto no viene de su carácter natural sino que
es el resultado de la costumbre, pues se les ha acostumbrado a no hacer nada por el
amor del bien sino solamente por el temor del castigo”.
El P. Motolinia, que llegó a México poco después que el P. Gante, asienta que “los
vasallos no tienen otro querer sino el del señor, y si alguna cosa les mandan, por grave
que sea, no saben responder otra cosa sino mayuh, que quiere decir así sea… Esta
gente naturalmente es temerosa y muy encogida, que no parece sino que nacieron para
obedecer, y si los ponen al rincón allí se están como enclavados”.
“La gente común de la tierra, se lee en una carta antigua, es la más doméstica del
mundo é la más sujeta a sus principales é caciques, en tal manera que si un cacique
dice a un pueblo de mil a dos mil vecinos ‘vámonos esta noche’, en la mañana uno no
hay de seguro en el pueblo y todos siguen al señor é principales... Los señores é prin-
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93
cipales son los que huelgan y andan en banquetes ó bodas que los pobres macehuales
(plebeyos) todo el día trabajan para sus tributos y para darles de comer a ellos y éste
es orden muy antiguo en todas las provincias de la tierra” (Carta de Gerónimo López
al Emperador).
En otra carta escrita en 1531 se dice que “los jefes tienen tanto poder sobre los
macehuales (plebeyos), que generalmente éstos no poseen nada en propiedad: estas
gentes son de una obediencia sin igual”. El Sr. Fuenleal aseguraba a Carlos V, que los
macehuales eran tan sumisos, que los mataban y vendían sin que se quejasen, y los que
el soberano reducía a la esclavitud quedaban esclavos”.
Aunque todavía pudiéramos citar otros muchos autores, nos contentaremos, para
concluir, con trasladar lo que decía el P. Acosta: “Es tanto y tan grande el imperio que
los caciques se han tomado con los indios así sujetos, o el respeto o miedo que éstos les
tienen, que no se atreven a replicar ni aun a abrir la boca a cuanto les mandan por duro y
trabajoso que sea, y quieren más morir y perecer que desagradarles: de donde ha nacido
que usando mal de esta sumisión y rendimiento natural, que conocen en ellos, no hay
cosa grave que no les manden, ni de precio que no les quiten; haciéndoles en la cobranza
de los tributos y en los repartimientos de las mitas y en todo lo demás que pueden infinitas estafas, extorsiones y violencias” (Acosta, De procuranda indorum salute).
Es tan clara, tan manifiesta, la degradación de los indios desde la antigüedad, que
fácilmente lo reconoció así el ilustre viajero Humboldt, quien se explicó de esta manera: “Cuando los españoles hicieron la conquista de México encontraron ya al pueblo,
en aquel estado de abyección que en todas partes acompaña al despotismo y la feudalidad. El emperador, los príncipes, la nobleza y el clero (los teopixquis) poseían exclusivamente las tierras más fértiles; los gobernadores de provincia hacían impunemente
las más fuertes exacciones; el cultivador se veía envilecido, los principales caminos
hormigueaban de pordioseros, la falta de grandes cuadrúpedos domésticos forzaba a
millares de indios a hacer el oficio de caballerías, y a servir para transportar el maíz,
algodón, pieles y otros objetos de consumo, que las provincias más lejanas enviaban
como tributo a la capital” (Ensayo político sobre Nueva España, Lib. 2, Cap. 6).
En fin, si como han observado varios autores, y lo confirma la experiencia, el idioma pinta el carácter de un pueblo, encontraremos en las lenguas de los indios señales
evidentes de su servilismo.
En el idioma azteca hay un modo particular de hablar con las personas de elevada
condición, y aun tratando simplemente de las cosas que les pertenecen, agregando a
94
los nombres, pronombres, verbos, preposiciones y muchos adverbios, terminaciones
especiales (véase mi Cuadro de las lenguas indígenas, T. 1).
En el othomí encontramos las partículas go, sa, y otras varias para expresar respeto,
reverencia, humildad; .y lo mismo en el pirinda y otros idiomas mexicanos. En el zapoteco vemos un pronombre particular para hablar con los superiores.
Pero donde llega a su colmo la expresión del servilismo es en el mixteco, pues, entre
otras formas, para manifestar respeto vemos que hay un vocabulario especial para hablar con los grandes señores, es decir, que las cosas pertenecientes a un noble se dicen
de una manera del todo diferente a las de un plebeyo.
Pero supuesto que los defectos de la civilización mexicana han sido comunes a
otras naciones, y que esos defectos se han corregido con el tiempo, ¿no hubiera sucedido lo mismo en México? He aquí una cuestión puramente hipotética, y por lo mismo inútil para nuestro intento: nosotros no nos ocupamos en averiguar lo que pudo
suceder, sino lo que realmente sucedió. Los españoles conquistaron el país, y así lo que
nos toca averiguar es qué fue lo que hicieron de la civilización mexicana; si corrigieron
o no sus defectos; qué resultado dio la civilización que traían. Todo esto será, pues, el
objeto de las páginas siguientes.
Segunda causa de la degradación de los indios
¿Y ese maltratamiento de los indios qué resultado podía dar en los que escapaban la
vida? El noble reducido a la miseria; el plebeyo tratado como bestia; el hijo separado
de sus padres; la esposa de su marido; el hombre libre reducido a la esclavitud; el
esclavo muerto de fatiga, y sin retribución alguna por su trabajo. La consecuencia de
todo esto debía ser el aniquilamiento total del ánimo, el abatimiento moral más completo, hasta la pérdida de la esperanza. No le quedaba al desgraciado indígena más
recurso que doblegar su triste frente, sufrir en silencio, ahogar en el alcohol, cuando
le era posible, sus tristes recuerdos, morir abandonado como un animal despreciable.
He aquí, pues, la segunda causa de la degradación de los indios, el maltratamiento que
les dieron los españoles.
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Tercera causa de la degradación de los indios
No era nada de lo dicho lo más a propósito para ilustrar a los indios, para quitarles
sus antiguas supersticiones, para que dejasen de creer en los nahuales (brujos indios),
en el mal de ojo, en el canto del tecolote (búho). Podemos, pues, asegurar, sin temor
de equivocarnos, que los indios con la venida de los españoles no ganaron en materia
religiosa si no es la supresión de los sacrificios humanos; conquista inmensa para la
humanidad, es cierto, pero con la que no debemos inquietarnos, y muy poca cosa si se
considera lo mucho que se trabajó al principio en la conversión de los naturales.
Supuesto todo lo dicho, señalamos como tercera causa de la degradación de los
indios la falta de una religión ilustrada, de una religión como la católica. ¿Y será necesario entre nosotros probar la necesidad de una religión para el adelanto social? No
hace mucho tiempo que en algunos periódicos se puso en duda una verdad tan clara,
y por lo tanto nos vemos obligados a decir algunas palabras sobre el particular, no en
sentido teológico, que no nos corresponde, sino de conveniencia social y política.
Es cosa innegable, incontrovertible, que las leyes civiles no bastan para contener a
los hombres, pues no alcanzan más que a lo externo, a los actos visibles; se les escapan
los crímenes ocultos: es, pues, preciso un arma más poderosa para que el hombre
viva tranquilo y para que esté libre de las asechanzas del malvado. El honor no basta,
porque el honor es una idea tan variable como el tiempo y las costumbres de cada pueblo: los romanos fueron valerosísimos y nunca conocieron el duelo, nuestros lances
de honor: en algunos pueblos se ha tenido por honorífico que el extranjero use de la
esposa y de las hijas. No conocernos, pues, más que una sola regla que sea invariable,
necesaria, que domine hasta nuestros propios pensamientos, y es la moral.
Pero la moral, dicen algunos, puede existir sin la religión, sin la revelación: conocemos por medio del raciocinio y de la conciencia, lo bueno y lo malo; hay una ciencia, la ética, que los mismos católicos estudian y respetan. Convenido, respondemos
nosotros; pero añadiremos que la moral científica no puede conocerse sino por uno
que otro sabio; la mayoría del pueblo, entregada por necesidad a trabajos mecánicos,
no puede ocuparse en estudios científicos. La religión procede de un modo tan fácil,
tan sencillo, tan material, digámoslo así, que sólo ella puede penetrar en el ánimo de
la multitud; la religión no tiene que engolfarse en las oscuras especulaciones de la
metafísica, no hace más que decir sencillamente: “Dios manda que no robes, que no
adulteres, que no hagas mal a tu prójimo; si no cumples con estos preceptos Dios te
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castigará con penas eternas”. Esto es lo único que puede entender el vulgo: y ¿cuándo
dejará de serlo la inmensa mayoría de los hombres?
Sin religión, pues, no hay moral, sin moral no hay buenas costumbres, sin buenas costumbres no hay seguridad en el mundo, sentimiento ninguno generoso, acción
buena de ninguna clase. Calcúlense ahora los males que habrá ocasionado a nuestra
patria la falta de moral en los indios; se han contenido a presencia de la horca, y nada
más. Vamos a ver ahora qué es lo que adelantó aquella desgraciada raza, durante el
sistema colonial, en lo civil, político administrativo.
Los indios después de la independencia, su estado actual
Sin embargo, las leyes mexicanas dieron, desde luego, una satisfacción a la dignidad
humana ofendida, el primer paso para levantar a los naturales de su abatimiento. Según nuestro código no hay esclavos en México, y los indios son iguales a los blancos.
Apréciese esta manifestación en su justo valor, porque si bien las costumbres todavía
son hostiles a los indios, sin embargo, entiéndase que no ha habido, de hecho, una
reforma, una mejora en el mundo, a la que no haya precedido largo tiempo la idea:
cuando un derecho se reconoce, se ha dado un paso inmenso; dejad al tiempo que
haga lo denlas, él le convertirá en hecho.
Ya desde 1799 véase lo que el obispo de Michoacán aconsejaba al rey de España
en la Memoria varias veces citada: “Quítese el odioso impuesto del tributo personal;
cese la infamia de derecho con que han marcado unas leyes injustas a la gente de color; decláreseles capaces de ocupar todos los empleos civiles que no piden un título
especial de nobleza; distribúyanse los bienes concejiles, y que están pro indiviso entre
los naturales”.
Todo esto se ha procurado después de la independencia, y, sin embargo, el indio
ha progresado muy poco, casi nada, porque no era posible que progresase en medio
de nuestras guerras civiles, y de nuestras disensiones políticas, a las cuales el indio se
ha manifestado completamente extraño é indiferente, pareciendo que el hombre de
la raza bronceada ve con secreto gusto la destrucción de las otras razas, en espera de
que así llegue más pronto el momento favorable para salir de su letargo, y restablecer
en el país la supremacía que cree corresponderle. Los indios sólo por la fuerza, por la
leva, entran en el ejército; se baten sin saber por qué, y con la misma facilidad pelean
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hoy por un partido y mañana por otro, sin participar de las opiniones que discuten
los blancos y mestizos.
La población actual de México se calcula en 8.629,982 habitantes, los cuales se
clasifican de esta manera:
De origen español
2.000,000
Indígenas
2.570,830
Castas
4.025,652
Extranjeros
25,500
Negros
8,000
8.629,982
La mayor parte de los individuos de la raza indígena habita los Departamentos
del Sur, y hay lugares donde son más que los blancos; por el contrario, existen puntos
en el Norte donde ha desaparecido completamente la raza indígena pura, lo cual es
muy natural que suceda, porque cuando los españoles conquistaron a México, no encontraron en las provincias del Norte más que tribus errantes poco numerosas, y que
ocupaban extensos terrenos.
Todavía hoy quedan restos de algunas de esas tribus, y sus individuos se hallan
completamente en el estado salvaje, tal como los séris en Sonora y los apaches en Chihuahua. Estos últimos penetran hasta el interior del país, hasta cerca de Zacatecas,
asesinando sin piedad a cuantos encuentran, quemando las rancherías y poblaciones
cortas, donde no esperan hallar resistencia, y talando las haciendas, muchas de las
cuales han quedado casi desiertas y abandonadas. El principal objeto que tienen los
indios bárbaros en sus incursiones, es robar el ganado caballar y mutar. En lo único
que han adelantado los salvajes del Norte, después de la independencia, es en el uso y
manejo de las armas de fuego, de que los proveen nuestro vecino el norteamericano, y
con cuya clase de armas se hacen cada día más temibles. Hay algunas otras tribus de
indios en el país, como los yaquis y mayos en Sonora, los tarahumaras en Chihuahua y
los lacandones en Chiapas, que no tienen de civilizados más que el estar en paz con los
blancos, y haber aprendido algunas artes mecánicas, pues por lo demás viven en el más
completo aislamiento, con todos sus usos y costumbres antiguas, y aun gobernados
inmediatamente por jefes de entre los suyos.
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Veamos ahora el estado que guarda la parte más civilizada de los indios, la que más
se ha rozado con la raza española.
El indio mexicano es todavía idólatra, ya lo hemos dicho: está muy distante de conocer la existencia de un Dios único é incorpóreo; para él no hay Dios sin cabeza, brazos y piernas; para él todos los santos católicos son igualmente fuertes y poderosos,
sin conceder preeminencia si no es al que se adora en su pueblo o al que alguna otra
casualidad ha hecho objeto de su simpatía. Los indios tienen una preferencia marcada
por las imágenes deformes, y el santo más feo es el más adorado en la aldea y en los
campos. ¡Parece que los indios recuerdan todavía aquellos ídolos de su antigüedad
sobrecargados de emblemas y figuras! Pero ¿qué extraño es esto cuando vemos que en
algunos pueblos de indios se adoran todavía algunos ídolos puros o con atributos de
santos católicos? Nosotros hemos tenido en nuestras manos una especie de Huitzilopochtli a caballo, algo semejante a Santiago, que se adoraba a tres leguas de la capital.
La inmortalidad del alma es admitida por los indios con toda la exageración de los
pueblos incultos y supersticiosos, pues creen en las almas en pena, en que se aparecen
los muertos, y el día de difuntos todavía ofrecen viandas a sus deudos, como en su gentilidad, creyendo que sus almas vienen a tomar la sustancia de los manjares ofrecidos
quedando estos al parecer sin alteración.
Pero, como desde antes de la conquista, un culto ruidoso es lo que más llama la
atención de los indios: preséntense en las iglesias adornados de plumas a bailar delante de la Virgen y de los santos, y en las procesiones quieren hacerlo todo a lo vivo; así
es que la semana santa ejecutan los pasos de la pasión, las tres caídas, la flagelación,
la crucifixión, etc.; todo esto generalmente de un modo ridículo, risible, que no inspira devoción, sino lástima o desprecio. Nosotros hemos visto en el Departamento de
Michoacán a Simón Cirineo ¡con alas! a la Verónica ¡de saya y mantilla! a San Juan
Bautista ¡de calzoneras! , Los cohetes, las luminarias, los repiques, he aquí lo que
más llama en el mundo la atención de los indios. No perdonan gasto en sus fiestas
religiosas, así como en sus bodas, nacimientos y funerales, todo acompañado del uso
excesivo del pulque. En esto gastan sus ahorros, de manera que rara vez se ve un indio
rico, y que deje una regular fortuna, permaneciendo en la miseria durante su vida. Los
que vociferan contra los ricos, y a favor de los pobres, ¿por qué no consideran que la
suerte de éstos viene muchas veces de sus vicios y de su despilfarro?
Las romerías religiosas son muy frecuentes entre los naturales, y se les ve andar muchas leguas para ir a ofrecer una vela de cera a algún santo, asegurándose que todavía
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de algunos puntos de Michoacán, van los indios en romería hasta sesenta leguas más
allá de Guatemala a visitar un Crucifijo llamado de Esquipulas, y así es que recorren
más de mil leguas de ida y vuelta pasando muchas necesidades y trabajos.
El sistema de comunidades todavía no se acaba de extirpar absolutamente, no obstante que en este punto ha habido un cambio notable producido por las leyes llamadas
de Reforma, dadas por el último gobierno.
En cuanto a conocimientos, los indios no tienen casi ninguno, y en vano buscaremos entre ellos (si no es que se hayan segregado de su raza), quien comprenda su antiguo calendario, quien sepa interpretar los jeroglíficos, quien componga en el elegante
azteca o en el sonoro tarasco: generalmente los indios ni aun leer ni escribir saben.
Conservan, sí, casi todos los agüeros y supersticiones de la antigüedad, siendo cosa
de fe para ellos el canto del tecolote (búho), las brujas, pues así llaman a las exhalaciones, el mal de ojo, los nahuales (hechiceros), etc., etc. Todavía, al menos en algunas
partes, acompañan la medicina con prácticas supersticiosas, y sus médicos son considerados como encantadores.
Practican los indios el comercio como antes de la conquista: tienen mercado de
ciertos en ciertos días que llaman tianguis, y todavía se les ve reunidos en caravanas
conduciendo las mercancías en hombros, y con su bordan en la mano; atributo del
antiguo Mercurio indiano.
En lo que son más curiosos y hábiles los indios es en las obras manuales y de imitación, que requieren gran calma y paciencia. Fabrican con bastante perfección tejidos
de algodón, lana y otras materias, así como utensilios de barro para diversos usos,
ejercitándose también en la cría de gallinas y pavos que van a vender en las plazas de
las ciudades y aldeas.
Pero el ejercicio principal de los indios es la agricultura, generalmente como sirvientes de las haciendas, mostrando en las labores del campo, lo mismo que en todas
sus costumbres, un carácter tenaz, y una resolución firme de no salir de sus antiguos
hábitos: la práctica es su único guía, y con trabajo se consigue que hagan innovaciones, ni aun para adoptar un instrumento mejor y más económico. Los hacendados
tienen que usar de toda su autoridad para introducir una máquina nueva, un arado
norteamericano, cualquier cosa que no sea familiar a los indios.
Otra de las circunstancias que prueban la tenacidad del indio es el apego a su idioma: no habla castellano sino por necesidad, y entre sí nunca usan sino su lengua nativa, hablándose todavía en México más de cien idiomas.
100
Aún recuerdan los desgraciados indígenas los trabajos que sus ascendientes pasaron en las minas, de manera que es empresa a que nunca se dedican.
Viven esparcidos en los campos formando pequeñas aldeas, y sus habitaciones son
como las que en la antigüedad tenían los plebeyos, es decir, pobres chozas de adobe
ó ramas. Han conservado el gusto por las flores, y es común encontrar sus pueblos
adornados de huertos y jardines.
En el traje es una de las pocas cosas en que los indios han mejorado algo. Los hombres usan generalmente calzón, camisa y frazada, y las mujeres enaguas, camisa y una
especie de chal que en el país se conoce con el nombre de rebozo. Sin embargo, no es
extraño ver á los hombres, principalmente de niños, casi desnudos, y á las mujeres sin
más que su antiguo cueitl, es decir, una pieza de tela enredada de la cintura para abajo.
Los muebles de los indios es lo más pobre que puede imaginarse: algunos banquillos de madera, una estera de palma para dormir, el metate para moler el maíz, y uno
que otro utensilio de barro.
La comida es, por su frugalidad, digna compañera de los muebles: pan de maíz,
el atole, chile (pimiento) y frijoles (judías), agregando en sus fiestas el pulque u otra
bebida fermentada.
Una parte de la raza indígena es completamente libre; pero otra todavía gime, de
hecho, en la servidumbre. En varios lugares del país los sirvientes de las haciendas
son deudores á sus amos de sumas más o menos fuertes, y no se pueden mudar á otra
parte mientras no se hayan desempeñado, y tampoco pueden cambiar de amo si no
encuentran alguno que consienta en pagar su deuda, es decir, que para rescatarse de
uno se empeñan con otro. En la capital misma se usa igual sistema con los operarios
de las panaderías, los cuales jamás salen del taller si no es a misa los días festivos, y
siempre acompañados de un capataz que no los pierde de vista. En el Departamento
de Yucatán ha llegado a tal extremo la servidumbre de los indios, que el último gobierno (de Juárez) paró la atención en ello, y encargó a la Sociedad Mexicana de Geografía
y Estadística que redactase una ley a fin de extirpar completamente el abuso.
Todavía los blancos desprecian a los indios; todavía hay personas que para exagerar
lo malo de un hecho dicen: “eso es indigno de un hombre de cara blanca”. Hace muy
poco que en un distrito del Departamento de Oaxaca se trató de cobrar dos reales por
la encarcelación de un blanco, y sólo un real por la de un indio; abuso que marcaba la
diferencia de razas y que fue reprimido por el ministro D. Juan Antonio de la Fuente,
que desempeñaba entonces el Ministerio de Relaciones.
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Los vicios que principalmente dominan a los indios son el robo y la embriaguez.
Salen de sus pueblos en cuadrillas a robar a los pasajeros en los caminos cuando esperan no hallar resistencia. En las haciendas hurtan, siempre que pueden, no sólo las
semillas y ganados sino aun los terrenos: apenas se descuida un propietario, el indio
ha invadido ya sus tierras, y cuesta gran trabajo que suelte la presa, dándose lugar
generalmente a serios alborotos. Se ha visto caso de indios arrendatarios que se han
negado a pagar la renta, se han declarado dueños del terreno, y han ido a atacar al amo
en sus propias habitaciones. Sin embargo, lo común es que el indio robe solamente
cuando puede hacerlo sin peligro, y más bien por medio de la astucia y el disimulo
que por la fuerza.
La mujer indígena merece una atención particular; trabaja mucho: hace la comida,
muele el maíz para hacer el pan y el atole, lleva el alimento a su marido al lugar donde
éste trabaja, aunque se halle a algunas leguas de distancia, teje la ropa de su familia,
cría a sus hijos, y cuando tiene que caminar lleva a cuestas al más pequeño. En algunos
lugares, las mujeres desempeñan en el campo los trabajos agrícolas, casi de la misma
manera que los hombres, y a las niñas se les dedica a los más duros trabajos desde la
edad más tierna, pues a los diez años ya el indio trabaja en el campo y sirve de bestia de
carga. En el día ya no paga el indio el tributo; pero suele ser víctima de las acabalas. El
desgraciado indígena, cargado como una bestia, se presenta a las puertas de nuestras
ciudades, jadeando de fatiga, llevando quesos, pollos, utensilios de barro y otros artículos del humilde comercio a que se dedica. Los guardas de las garitas y los empleados
de las aduanas, que fácilmente se avienen con el rico contrabandista, despliegan todo
el rigor fiscal con el pobre indio: entonces se aviva en aquellos honrados guardianes
del erario público el sentimiento patriótico, y es frecuente ver despojar á los pobres
indios de cuanto traen a cuestas, ó quitarles sus frazadas, sus asnos o lo que tienen de
más precio.
Tampoco sufren ya los indios el rigor de sus antiguas leyes penales; pero nuestro
código criminal es tan defectuoso y los procedimientos judiciales tan lentos, que el
desgraciado que cae en la cárcel puede estar seguro de no gozar de su libertad en muchísimo tiempo, y de sufrir los mayores trabajos y vejaciones hasta conseguir la sentencia, muchas veces para que se declare que el acusado es inocente: entonces se le deja
libre; pero ¿qué satisfacción conceden las leyes al honor ofendido, qué indemnización
al hombre perjudicado por un error de la policía? En sus fiestas domésticas acostumbran todavía los naturales los mismos bailes pausados, la misma música desagradable
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que en la antigüedad, el mismo canto monótono y cansado. Pasan tres y cuatro días
en sus fiestas de boda y del nacimiento de sus hijos bailando el jarabe, al son de la
tambora, de la chirimía y de algún violín destemplado. En la antigüedad hemos visto
que recibían a sus hijos al nacer con acentos de tristeza; pues hoy los acompañan al sepulcro con muestras de alegría, tirando cohetes, repicando, y con acompañamiento de
música. Los indios son consecuentes en sus sentimientos: es preciso recibir al hombre
llorando, despedirle riendo; y a la verdad, nadie mejor que los indios tiene razón en
proceder de esa manera, pues para ninguno como para ellos ha sido la vida un valle
de lágrimas.
Concluiremos este párrafo copiando una carta que si no está escrita por los indios,
al menos por un representante suyo: esa carta, cuyo original poseemos, pinta mejor
que ninguna otra cosa su situación actual. “Los vecinos de.... tenemos el honor de
presentarnos ante ud., pidiéndole y suplicándole, en nombre de la humanidad, que
se digne por quien es relevarnos del pago de la renta que el señor administrador de
la hacienda nos ha impuesto. —Señor: notoria es la pobreza y abyección en que vivimos; notoria es también nuestra debilidad, y el estado tan miserable que tenemos.
Bien comprenderá ud., señor, así como todo el mundo, que la ruindad de nuestros
alimentos, la desnudez que soportarmos, las fatigas que tenemos para medio muy mal
alimentarnos, son unas de las principales causas porque nuestro cuerpo es tan flaco y
raquítico, nuestra alma tan pobre de ideas y tan ruin que nos constituye y nos relega
a la más despreciable y degenerada raza de simples vivientes. —No podemos educar
ni enseñar cosa alguna a nuestros hijos, porque tenemos necesidad de aprovechar sus
débiles trabajos para mantenernos: no podemos criarlos robustos y sanos, porque su
trabajo es muy inestimado así como el nuestro, y de aquí resulta que las enfermedades
se poseen de nosotros, de manera que nos quintan en cada año; que no somos útiles
por nuestra constitución física para resistir no diremos a un extranjero, pero ni a los
señores de razón, y de aquí resulta en fin, que nuestra alma está tan inculta y tan
abandonada, que casi no es alma racional, y nos abandonamos al estado más lastimoso, bien a nuestro pesar. —Désenos alimentos sobrados; proporciónesenos abrigo,
sáquesenos de este miserable estado, y seremos fuertes, seremos educados, seremos
útiles a nosotros mismos y a nuestro suelo. Pero, querer que el hombre se mantenga
fuerte, robusto y contento, con un solo real que gana en el tajo cuando hay trabajo;
querer que este hombre no tenga un pedazo de tierra para trabajar y sostener a su
familia; querer que este hombre no tenga un pedazo de tierra para mantener anima-
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les que le den el vestido, es querer nuestra ruina, nuestro exterminio completo. Y lo
mismo da, señor, hacernos una formal prohibición, que negarnos los recursos con que
pudiéramos contar para tan humanos fines. [Nosotros], señor, que habitamos las frías
montañas, que palpamos lo negado y estéril de sus terrenos; que vemos que nuestro
trabajo no nos da ni para mantenernos, tenemos necesidad de triplicarlo, pero para
conseguir un fin tan loable, es necesario que este ímprobo trabajo no nos sea estéril. Y
tal lo sería si pagásemos como hasta aquí una renta que sólo para ella no alcanzan los
frutos de esas tierras. —Señor, las tierras que cultivamos, situadas en lo más árido del
monte, cuya posición topográfica y natural es tan mala, que en dos años consecutivos
que se cultivan, nada dan en el tercero, puesto que estando todas tan colgadas y siendo
de un barro polvillo delgado, en el acto se acaban, y mucho más no teniendo abono
que echarles ni aun esperanzas de hacerlo puesto que no podemos mantener ni criar
animales. Así es que las miserables cosechas de cebada que suelen darse, apenas nos
bastan para comerla revuelta con el maíz que compramos en las haciendas, que como
en la de ud. trabajamos. Siendo esto así, es del todo imposible que seamos propiamente hombres, que tengamos dignidad, que seamos fuertes y útiles, y en fin que salgamos
de esa vida tan miserable y abyecta que nos aburre y despecha. Ud., señor, puede remediarnos; ud. que teniendo tanto buen terreno, tanto esquilmo y, sobre todo, tanto
dinero no debe reparar en una tan miserable suma que importa el arrendamiento que
con cruentos sacrificios le pagamos por unas tierras que en otro respecto ud. mismo
sería el primero que las abandonara por su ruindad, por su posición, por su lejanía,
y porque nunca le costearía a ud. cuidarlas. —Duélase ud., pues, de nuestras desgraciadas familias; compadezca ud. nuestra clase tan abyecta y tan infeliz: vea ud. que
nos consume el alma ver a nuestros pequeñitos hijos trabajando tan rudamente, para
conseguir un pedazo duro de pan; que no podemos ver con indiferencia a nuestras
caras esposas trabajar tan tenazmente para cuidar de nuestro sustento y partir en el
resto del día con nosotros su trabajo en el tajo o el monte para tener una asquerosa
hilacha para cubrirse las partes más delicadas y secretas de su cuerpo. Compadézcase
ud., pues, de un pueblo tan desgraciado, y concédale ud. la vida dándole permiso para
trabajar sin pagar la renta tan inconsiderada que pagarnos, porque al fin, nosotros,
bien que por nuestro jornal trabajamos en su hacienda y tenemos, digámoslo así, derecho para considerarnos más acreedores a un beneficio que cualquiera otro; creemos
asimismo que muy poco será no el perjuicio, sino la utilidad que ud. deje de tener
perdonando la renta, y nos hará ud. un bien que por siempre agradeceremos, no sólo
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nosotros, sino nuestros hijos, nuestras mujeres y las de aquéllos, y todos, todos, colmarán a ud. y a sus descendientes de bendiciones y de gracias cordiales, que dándolas
como se las protestamos, dándolas de todo corazón, subirán al cielo y ahí tendrá ud.
y su posteridad el premio que Dios ha dispuesto para los misericordiosos y para los
que consuelan aquí a los infelices y desgraciados y a los que como nosotros tenemos
hambre. —Dios, pues, iluminando a ud. le abra el corazón y lo haga ceder a la súplica
que en esta le hacemos los hijos de…” (Debemos añadir que el propietario a quien fue
dirigida ésta carta consintió en perdonar a los indios la renta del terreno que habían
invadido, con tal que reconociesen simplemente que pertenecía a la hacienda).
Sistema físico y moral de los indios
La descripción del sistema físico y moral de los indios merece un párrafo especial,
ya por las disputas que sobre esto se han suscitado, ya porque conociendo bien las
facultades del hombre indígena podremos calcular la dificultad ó probabilidad que
presenta el civilizarle.
¿El indio es rudo, por naturaleza, ó incapaz de adquirir instrucción? Ninguno de
los que le han observado de cerca lo cree así.
Gerónimo López en su “Carta al emperador” decía “que era grande la habilidad de
los indios para aprender todo lo que les [enseñaban] los frailes”.
Motolinia dice: “El que enseña al hombre la ciencia, ese mismo proveyó y dió a estos indios naturales grande ingenio y habilidad para aprender todas las ciencias, artes
y oficios que les han enseñado, porque con todo han salido en tan breve tiempo, que
en viendo los oficios que en Castilla están muchos años en los deprender, acá en sólo
mirarlos y verlos hacer, han quedado muchos maestros. Tienen el entendimiento vivo,
recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones”.
El P. Bolonia asienta: “Nosotros hacemos estudiar a los niños porque tienen bastante memoria y capacidad”.
D. Antonio de Mendoza en una carta al rey escribía: “He recibido una carta de V.
M. fechada en Valladolid el 3 de Setiembre de 1536, en la cual me dice que el obispo
de México había escrito a V. M. que habiendo querido saber si los niños de los naturales tenían inteligencia, había examinado a aquellos que se encuentran en los conventos
con el objeto de estudiar, y que había hallado muchos de grande habilidad en la lengua
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latina y otras ciencias, y que habiéndolo puesto en conocimiento de la audiencia de
esta ciudad, ésta había resuelto establecer en la parroquia de Santiago un colegio para
los indios”.
Zurita dice: “Sin razón se ha acusado a los indios de faltos de inteligencia y de ser
ingratos.... Están dotados de mucha inteligencia, comprenden perfectamente los mensajes de que se les encarga, etc”.
En fin, Clavijero observó “que las almas de los indios son radicalmente y en todo semejantes a las de los otros hijos de Adam, y dotados de las mismas facultades; y nunca
los europeos emplearon más desacertadamente su razón, que cuando dudaron de la
racionalidad de los americanos. El estado de cultura en que los españoles hallaron
a los mexicanos, fue muy superior a aquél en que los fenicios hallaron a los españoles,
los griegos a los galos, y los romanos a los germanos y britanos. Esta comparación
bastaría a destruir semejante idea, si no se hubiese empeñado en sostenerla la inhumana codicia de algunos malvados. Su ingenio es capaz de todas las ciencias, como
la experiencia lo ha demostrado. Entre los pocos mexicanos que se han dedicado al
estudio de las letras, por estar el resto de la nación empleada en los trabajos públicos
y privados, se han visto buenos geómetras, excelentes arquitectos y doctos teólogos”.
Si acaso es cierto que la capacidad intelectual del hombre puede medirse por la
extensión del ángulo facial, como quiere el holandés Camper, resulta que el examen
hecho de algunos cráneos mexicanos es favorable a los indios, pues tienen un ángulo
de 72, 76, 78 y aun 80°. Esta última medida es la que corresponde a las cabezas de la
raza más inteligente, la europea: los negros apenas miden cosa de 70°.
Pero, sobre todo, las personas que vivimos en México vemos diariamente que cuantos indios se separan de su raza, frecuentan los colegios, y se educan como los blancos,
manifiestan estar dotados de buena comprensión, y así es que hemos tenido indios
distinguidos, que han desempeñado perfectamente bien diferentes cargos en el sacerdocio, la magistratura, la milicia, etc.
Sin embargo, parece que los indios tienen poca imaginación, aunque Clavijero opina de otro modo. “Cuando un indio, dice Humboldt, llega a un cierto grado de cultura, manifiesta una gran facilidad para aprender, un juicio exacto, una lógica natural,
una particular inclinación a sutilizar, ó a pararse en las más exquisitas diferencias entre los objetos que compara; raciocina fríamente y con orden, pero no manifiesta esta
vivacidad de imaginación, este colorido de pasión, este arte de crear y producir, que
caracteriza los pueblos del Mediodía de la Europa y varias tribus de negros africanos.
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Sin embargo, no apunto esta opinión sino con timidez; es preciso ser circunspecto en
extremo cuando se trata de decidir acerca de lo que se llaman disposiciones morales
ó intelectuales de los pueblos que están separados de nosotros, por los millares de
estorbos que nacen de la diferencia de idiomas, hábitos y costumbres” (Ensayo político
sobre la Nueva España).
En cuanto a su carácter, el indio es grave, taciturno y melancólico, aun en sus fiestas
y diversiones; flemático, frío en seis pasiones y lento en sus trabajos; pero esto hace
que lleve a la perfección toda obra que requiera mucha paciencia. El indio es sufrido
y resignado; y aunque se le ha negado que sea agradecido, la experiencia demuestra
lo contrario, como dice un buen observador. El maltratamiento que los indios han
sufrido siempre, los ha hecho serviles, desconfiados, hipócritas, tímidos, mentirosos
y aun pérfidos. Generalmente hablando, no conocen la avaricia, y por el contrario,
son pródigos, gastan cuanto tienen, viven con el día, y el porvenir jamás los inquieta.
En fin, todo da a conocer que el indio es egoísta: en medio de su flema y de su apatía general le vemos salir de ellas cuando se trata de sus intereses particulares, de su
pueblo, de su habitación ó de sus terrenos: por lo demás, para el indio no hay patria,
gobierno ni instituciones, todo lo ve con indiferencia. En resumen, el indio sólo tiene
las virtudes propias de la resignación, resultado natural de los tristes acontecimientos
que le han educado.
Respecto a su constitución física, no tendremos más que decir, sino copiar lo que
ha dicho el juicioso Clavijero. “Los mexicanos tienen una estatura regular, de la que se
apartan más bien por exceso, que por defecto, y sus miembros son de una justa proporción; buena carnadura, frente estrecha, ojos negros, dientes iguales, firmes, blancos
y limpios, cabellos tupidos, negros, gruesos y lisos, barba escasa y por lo común poco
vello en las piernas, en los muslos y en los brazos. Su piel es de color aceitunada. No
se hallará quizás una nación en la tierra en que sean más raros que en la mexicana
los individuos deformes. Es mas difícil hallar un jorobado, un estropeado, un tuerto
entre mil mexicanos, que entre cien individuos de otra nación. Lo desagradable de
su color, la estrechez de su frente, la escasez de su barba, y lo grueso de sus cabellos
están equilibrados de tal modo con la regularidad y la proporción de sus miembros,
que están en un justo medio entre la fealdad y la hermosura. Su aspecto no agrada ni
ofende; pero entre las jóvenes mexicanas se hallan algunas blancas, y bastante lindas,
dando mayor realce a su belleza la suavidad de su habla, y de sus modales, y la natural
modestia de sus semblantes. Sus sentidos son muy vivos, particularmente el de la vista
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que conservan inalterable hasta la extrema vejez. Su complexión es sana, y robusta su
salud. Están exentos de muchas enfermedades, que son frecuentes entre los españoles;
pero son las principales víctimas en las enfermedades epidémicas, a que de cuando en
cuando está sujeto aquel país. En ellos empiezan, y en ellos terminan. Jamás se exhala
de la boca de un mexicano aquella fetidez que suele ocasionar la corrupción de los humores, o la indigestión de los alimentos. Son de temperamento flemático, pero poco
expuestos a las evacuaciones pituitosas de la cabeza, y así es que raras veces escupen.
Encanecen y se ponen calvos más tarde que los españoles, y no son raros entre ellos
los que llegan a la edad de cien años. Los otros mueren casi siempre de enfermedades
agudas” (Historia antigua de México, T. 1).
Los indios se parecen mucho entre sí, y ésta es circunstancia que todos han observado. Humboldt explica la causa de ese fenómeno con las siguientes palabras: “La
cultura del entendimiento es lo que más contribuye a diversificar los lineamentos del
rostro. Entre los pueblos bárbaros más bien se encuentra una fisonomía común de
tribu ó de aduar, que una propia de cual ó tal individuo. Comparando los animales
domésticos con los de nuestros bosques, se puede hacer la misma observación. Pero
téngase además presente que el europeo, al formar juicio de la grande semejanza de
las castas de piel muy atezada, está expuesto a la ilusión que le es peculiar; porque se
halla sorprendido a la vista de un color tan diferente del nuestro, y la uniformidad de
aquel colorido desvanece por mucho tiempo a sus ojos la diferencia de las facciones
individuales. El colono nuevo distingue con dificultad a los indígenas uno de otro,
porque sus ojos atienden menos a la expresión dulce, melancólica, o feroz del rostro,
que al color de un rojo cobre, al pelo negro, lustroso, basto, y de tal manera liso que
parece que está siempre mojado” (Ensayo político sobre Nueva España, T. 1).
Males que resultan al país de la situación actual de los indios
Mientras que los naturales guarden el estado que hoy tienen, México no puede aspirar al rango de nación, propiamente dicha. Nación es una reunión de hombres que
profesan creencias comunes, que están dominados por una misma idea, y que tienden
a un mismo fin. “Donde las costumbres, los usos, el interés y el lenguaje difieren, dice
un escritor, no puede haber ni unión, ni fuerza, ni patria; y una nación compuesta de
pueblos diferentes, sería en cierta manera extranjera para sí misma”. No es posible
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obedecer por mucho tiempo a un mismo gobierno y vivir bajo la misma ley si no hay
homogeneidad, analogía, entre los habitantes de un país. Y ¿qué analogía existe en
México entre el blanco y el indio?
El primero habla castellano y francés; el segundo tiene más de cien idiomas diferentes en que da a conocer sus ideas. El blanco es católico, ó indiferente; el indio
es idólatra. El blanco es propietario; el indio proletario. El blanco es rico; el indio,
pobre, miserable. Los descendientes de los españoles están al alcance de todos los
conocimientos del siglo, y de todos los descubrimientos científicos; el indio todo lo
ignora. El blanco viste conforme a los figurines de París y usa las más ricas telas; el
indio anda casi desnudo. El blanco vive en las ciudades en magníficas casas; el indio
está aislado en los campos, y su habitación son miserables chozas. Éste es el contraste
que presenta México: con razón dijo Humboldt que era el país de la desigualdad. Hay
dos pueblos diferentes en el mismo terreno; pero lo que es peor, dos pueblos hasta
cierto punto enemigos. De aquí estas palabras que suelen escaparse aun a los hombres
menos reflexivos, ¡la guerra de castas! Xichú, Yucatán, han dado ya muestras de lo que
puede ser la guerra de castas; pero sobre todo las haciendas del Norte, los Departamentos fronterizos. Esos indios tan humildes y tan tímidos, se vuelven feroces contra
los blancos, no dan cuartel a nadie: en lo moral como en lo físico la reacción es igual a
la acción. Es verdad que la guerra de castas sería, como ha sido siempre, favorable a los
blancos; pero no por eso dejarla de traer todos los males consiguientes.
Por otra parte, mientras que los indios estén embrutecidos y degradados, mientras
no tengan necesidades físicas y morales, ideas de patria, honor y deber, ¿será posible
que formemos un verdadero pueblo? Es imposible que entre nosotros haya espíritu
público que todos los ciudadanos tomen parte en la formación de un buen gobierno, que tengamos un ejército pundonoroso y entusiasta para defender el país de sus
enemigos. Para que una nación sea fuerte y respetada de las otras, es preciso que esté
animada del espíritu nacional que conduce a sus miembros a subordinar su interés
personal al general. Solón decía que la ciudad más feliz le parecía aquella donde los
ciudadanos estaban tan unidos que los que no habían sido ultrajados sentían con
la misma fuerza las injurias que aquellos que las habían recibido. Pero ¿no estamos
palpando los resultados de nuestra situación cuando vemos que ha sido necesario un
ejército extranjero que nos venga a poner en paz?
¿A qué fin pensamos tanto en mejorar las cosas cuando no hay personas? Queremos caminos de fierro, y la mayor parte de nuestra población no sabe andar más que a
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pie; queremos telégrafo, y el indio ve su aparato como cosa de nigromancia; queremos
introducir el gas en nuestras ciudades, y casi todos nuestros compatriotas se alumbran
con ocote; queremos extender nuestro comercio y no hay consumidores. Con razón
un extranjero ilustrado que visitó a México hace pocos años decía: “Con la mejora del
estado y carácter de los indios progresará México; pero mientras que esto se verifica,
sus más apasionados admiradores poca esperanza deben tener de su adelanto y aun de
su existencia como nación”. Es, pues, tiempo de pensar seriamente en la raza indígena
de México, de proponer algo para remediarla.
Remedios
Hemos llegado al fin de nuestro trabajo: vamos a indicar los remedios que, en nuestro
concepto, necesita la raza indígena de México, deducidos naturalmente de las causas
que han ocasionado su degradación.
El indio ha carecido de una religión ilustrada, y en consecuencia de moral, de ese
elemento tan necesario para el bienestar de las naciones. Debe, pues, comenzarse porque los indios aprendan la religión católica; pero libre de errores y preocupaciones, en
su pureza, en su verdad.
Éste es punto que toca a nuestro clero principalmente; y al efecto los prelados deben escoger para la cura de almas a los hombres de más moralidad, de más saber y de
más abnegación. Se necesita mucho tino, mucha paciencia, mucho conocimiento del
corazón humano y, sobre todo, mucho desinterés para educar a los indios, para penetrarlos de la verdad religiosa, para hacerles olvidar sus preocupaciones y desterrar de
entre ellos la superstición. Sería de desear que la carrera sacerdotal se hiciese preceder
de estudios más serios que los que generalmente se acostumbran en México. Así como
entre nosotros ha sido bastante para llegar a general haber capitaneado una guerrilla,
así se ha creído que un poco de latín, algo de liturgia y la lectura de Lárraga, son bastantes para formar un sacerdote; el hombre que tiene a su cargo nada menos que la
instrucción moral del pueblo. Uno de los estudios que debía ser condición necesaria
para ordenarse es el de algún idioma indígena, cuyo estudio está casi abandonado
entre nosotros. Convendría también mucho, muchísimo, repetir las misiones en las
aldeas y en los campos: la gente de las ciudades, donde viven aglomerados los eclesiásticos, es la más ilustrada y la que menos necesita de la asistencia del sacerdocio. ¿No
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convendría también que el gobierno dotase al clero para que éste no tenga que cobrar
nada al pueblo por obvenciones, diezmos, etc.? El sacerdote presentándose a la vista
del desgraciado, como un misionero puramente de paz y de consuelo, y sin la menor
mezcla de interés, aparecería a sus ojos enteradamente purificado, su influencia en el
corazón sería completa, y sus palabras únicamente de dulzura y de enseñanza.
El indio ha sido abatido por el desprecio: que la ley siga considerándole como igual
al blanco; que tenga sus mismos derechos. El tiempo engendrará en las costumbres la
igualdad que la ley proclama. Sígase el ejemplo de nuestro Emperador: él ha levantado
del polvo a los humildes, ha recibido bondadosamente a los indios cuantas veces se le
han presentado, y ha hecho más todavía, los ha sentado a su misma mesa.
La esclavitud degrada a los hombres, y todavía quedan algunos restos de ella entre nosotros: extírpese completamente del país, aunque poco a poco, sin conmover
a los propietarios; piénsese que los gobiernos se han hecho cómplices tolerando la
servidumbre. Además, toda medida violenta y prematura no trae más que reacciones exageradas y violentos trastornos. “Un cambio demasiado repentino hacia el bien
puede producir un mal: cuando el equilibrio se ha perdido, y los justos límites se han
traspasado, toda revolución súbita, toda sacudida violenta para volver las cosas atrás,
aumentan el desorden en lugar de producir felices resultados” (Fritot, Science de publiciste).
El sistema de comunidad y de aislamiento debe quitarse completamente. Procúrese
que los indios se rocen con los blancos; no se les deje vivir aislados. A fin de que el
indio sea propietario, proporciónesele el mismo medio de adquirir que a los blancos,
el trabajo: que la propiedad continúe siendo accesible a todos; pero nada de privilegios
ni de leyes especiales que nos encierren de nuevo en el círculo fatal de las Leyes de
Indias: dejarlos, dejarlos, como decía el venerable Gregorio López. Recuérdese que “la
ley española determinó que en cualquier lugar, aunque fuese de propiedad particular,
en que se reuniesen cierto número de familias y levantasen una capilla o templo, se
formase un pueblo, despojando al propietario del terreno necesario para constituir el
fundo legal. Esta medida, acordada con el objeto de promover la población, produjo
directamente el efecto contrario, pues los dueños de fincas rústicas que sin ella reunirían alrededor de sus posesiones a todos los jornaleros y trabajadores, é insensiblemente irían vendiendo el terreno y formando poblaciones compuestas de hombres
industriosos, por esta ley se han visto obligados siempre a ahuyentar y perseguir toda
reunión que pueda privarlos en todo o parte del dominio de sus fincas. Cuando las
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111
tierras se dan a hombres que no las han adquirido por su trabajo é industria, sino por
una concesión gratuita de la ley, jamás saben apreciarlas, ni sacar de ellas el partido
que aquellos cuyos hábitos de laboriosidad les han proporcionado lo necesario para
comprarlas y verlas como propias, teniendo en ellas un capital de que poder disponer
en todo tiempo. No ha sido el menor de los inconvenientes de esta providencia la
perpetua desconfianza que ha suscitado entre los dueños de fincas rústicas y los que
en ellas trabajan, por el derecho y la esperanza que fomenta en éstos para apropiarse
las tierras, y la malevolencia y odio que excita en aquellos contra quienes tal pueda
intentar, arruinándolos en un día por la usurpación de terrenos, tal vez los mejores de
la finca. Esto ha sido un seminario de pleitos, odios y alborotos entre el propietario
y el colono, que no han tenido otro resultado que el atraso de la agricultura, pues los
jornaleros deben vivir en sus pueblos que muchas veces están a grandes distancias de
las labores, y el propietario se halla siempre en la necesidad de alejarlos reputándolos
como sus enemigos” (Mora, México y sus revoluciones, T. 1).
En efecto, la propiedad que no cuesta trabajo, no se aprecia ni se conserva, y por
eso se ve con qué facilidad gastan su caudal los que se enriquecen repentinamente.
Ocurre que el medio más a propósito para hacer propietarios a los indios sería darles
terrenos baldíos; pero esto tiene el inconveniente que vamos indicando, y además
los terrenos baldíos no existen más que en las memorias de los ministros. Por medio
de las composiciones de tierras que se acostumbraron en tiempo del gobierno español,
los propietarios se hicieron dueños de inmensa extensión de terrenos, por lo menos los
poseen desde tiempo inmemorial. El deslinde de las haciendas daría, pues, entre nosotros el resultado que todas las leyes agrarias, es decir, el disgusto, los disturbios y
el odio a la autoridad. México lo que necesita es reposo y no leyes subversivas, pues
bastantes hemos tenido; no disposiciones que ataquen la propiedad, pues bien poco
se ha respetado entre nosotros, de manera que el ser dueño de hacienda ha sido en el
país una, verdadera calamidad: antes, por el contrario, necesitamos saber que el propietario puede disponer de lo suyo, que puede mejorar sus fincas, y consagrar a ellas
sus afanes sin temor de verse despojado, con uno u otro pretexto.
El medio justo y conveniente que resta para hacer propietarios a los indios es muy
sencillo: los poseedores de grandes terrenos los venden por cualquier cosa, porque
no pueden cultivarlas todas, y a muy poca costa el gobierno puede comprar inmensos terrenos y darlos á los indios, no en donación, sino a censo ó en venta, a pagar
con plazos largos y cómodos, pero de modo que verdaderamente ganen su propiedad
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con el sudor de su rostro. De esos mismos terrenos pueden servir algunos para los
emigrados europeos que deben ser llamados a nuestro país. A poco tiempo el gobierno sacaría la ventaja de cobrar contribuciones de lugares, hoy yermos y abandonados,
que casi nada le producen.
“Si es cierto que la multitud de propietarios forma la felicidad del Estado, así en el
gobierno monárquico como en cualquiera otra constitución; si el repartimiento de riquezas, a que daría lugar la desmembración de estas grandes masas, reanimaría todas
las clases y todos los órdenes de la monarquía, no sería entonces una sola porción de
súbditos, no serían estas pocas ramas primogénitas las que velasen por la conservación del Estado, sino que todo el cuerpo de la nación se hallaría entonces empeñado
en defender su felicidad, y por consiguiente en sostener la corona en las sienes de
aquél a quien debiesen tan gran beneficio. ¿Qué mayor seguridad podría desearse?”
(Filangieri, Ciencia de la legislación, T. 4).
Al mismo tiempo es preciso modificar el sistema de alcabalas que tanto hace sufrir
a los indios y al comercio todo, entretanto que se establece un sistema de contribuciones más conforme a los principios de la economía política.
En fin, el arreglo de nuestro código y de nuestros procedimientos criminales es
punto que no sólo le reclama el bienestar de los indios, sino el de la nación entera. En
nuestras cárceles es frecuente que la inocente sufra, y que el autor de una falta leve
salga un maestro consumado en toda clase de maldades a virtud de los malos ejemplos
que ve en la prisión, y de la perniciosa enseñanza que allí se le proporciona.
Debe procurarse, por otra parte, que los indios olviden sus costumbres y hasta su
idioma mismo, si fuere posible. Sólo de este modo perderán sus preocupaciones, y formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera. Multiplíquense
para esto en todas las aldeas, en las haciendas, por todas partes, las escuelas, y que los
indios aprendan siquiera las primeras letras; que a las escuelas concurran confundidos
con los blancos, como se determinó en una época en el Departamento de Guanajuato.
Algunas personas dicen que para civilizar a los indios conviene crearles necesidades. Sobre este particular diremos que se cae en un paralogismo, tomando la causa
por el efecto: las necesidades no traen la civilización, sino que la civilización trae las
necesidades. ¿Y el crear necesidades a los indios, de cualquier modo que les vengan, no
es hacerles un mal? preguntarán algunos. ¿No es mejor que el hombre se acostumbre
a vivir con poco? He aquí preguntas que van a dar a la célebre discusión propuesta
por el paradojista Rousseau, es decir, que la civilización, que las ciencias son un mal.
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113
Muchos han contestado ya victoriosamente al filósofo de Ginebra, y por lo tanto remitimos al lector con sus impugnadores, especialmente con el último de ellos, Fichte
(Destination du savant). Baste, sin embargo, observar que el hombre es un ser dotado
de facultades físicas, intelectuales y morales, y así para que sea perfecto, en lo, posible,
es preciso que haya perfeccionado esas facultades; que sea fuerte, ilustrado, recto de
voluntad y templado en sus sentimientos.
Todo lo dicho, sin embargo, presenta dificultades graves en la práctica. Para que los
indios aprendan de una manera perfecta la religión cristiana, es preciso comenzar por
reformar el clero, no porque el clero sea lo único relajado entre nosotros, sino porque
es natural que lo sea en medio de nuestra común disolución: no se puede pedir al clero
lo que no tienen las demás clases. El Sr. Alamán, cuya autoridad no es sospechosa,
decía que en la época en que comenzó la guerra de independencia “muchos ministros
de la religión, particularmente en las poblaciones pequeñas, estaban entregados a la
vida más licenciosa” (Historia de México, T. 1) y esto no ha mejorado después desgraciadamente.
Algunas personas creen que la instrucción religiosa de los indios se aceleraría restableciendo los curatos de regulares; pero era preciso también reformar a los regulares.
Ya desde el tiempo del gobierno español véanse las dificultades que se pulsaban para
esto. “Se volvió a, tratar, dice Solórzano, y rever este punto, de si se quitarían las doctrinas a los religiosos, así en el Real Consejo de las Indias, como en otras varias juntas
de gravísimos consejeros de todos consejos y estados, que para esto se mandaron formar. Y en todas se dudó mucho de su resolución, por las graves y encontradas razones
y opiniones, que por una y otra parte se ofrecían y ponderaban.
“Porque para quitárselas, se consideraban en primer lugar, lo que habemos dicho,
de que esta ocupación por su naturaleza pide clérigos seculares, y excluye los regulares: y demás de eso, que el admitir a éstos fue por dispensación, y mientras no hubiese
bastante número de clérigos idóneos y suficientes: y que pues ya los había, cesando la
causa de la necesidad, debía cesar también su indulgencia, como lo dispone el derecho.
Sin que de esto pudiesen formar queja justificada los religiosos: pues el mismo Breve
de S. Pio V, en que más estriban, y todas las cédulas reales, que de ello tratan, dicen se
les dieron en precario, o en interim, por el dicho defecto, y puede cualquiera revocar
en casos tales sus permisiones.
“En segundo lugar se decía, que tomando esta nueva forma, se hacía mucho bien a
los clérigos seculares naturales de las Indias, o residentes en ellas, que siendo ya mu-
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chos, no tienen en ellas otros premios a que poder aspirar, sin los cuales las virtudes
y estudios aflojan y se marchitan, como lo he probado en otros lugares. Y se excusaba
a los regulares el mucho mal y daño que se les sigue de andar vagando fuera de sus
claustros é institutos con las ocasiones de estas doctrinas, cosa que les disuaden mucho los sagrados cánones y doctores.
“Y que hablando especialmente en los términos de estas doctrinas, y de lo que se
relajan en ellas, ponderan el Padre Joseph de Acosta y otros testigos domésticos de
entre ellos mismos, con cuya remisión me contento. Y con añadir, que aun dentro
de las mismas iglesias seculares ó parroquiales, donde colegialmente viven los monjes,
no se les permite tener cura de almas; sino antes les debe el obispo poner un capellán
secular que cuide del pueblo, como lo dice un texto elegante, en el cual dan por razón
los que le comentan, que estas ocupaciones son más propias de seculares, y que a los
frailes se les han de quitar todas ocasiones de andar vagantes, y visitar y conversar con
mujeres, aunque sea para confesarlas.
“Lo tercero, daba motivo a resolver esta remoción la poca subordinación que los
frailes doctrineros tienen, y pretenden tener a los obispos de sus partidos, alegando
sus exenciones, y no les reconociendo, como deben y lo pide la razón y el Concilio
de Trento por sus cabezas, ni queriendo ajustarse en nada a las reglas y órdenes del
real patronazgo, ni a las que suelen y pueden dar para lo temporal los corregidores y
gobernadores de sus partidos, teniendo de ordinario con ellos perpetuas y pesadas
discordias, nacidas por mayor parte de la diferencia del hábito y profesión, que nunca
dejó de causarlas, como por autoridades de la Sagrada Escritura nos lo prueban algunos textos y el Tridentino, y aplicándolos al mismo intento de nuestras doctrinas el P.
Acosta con su acostumbrada elegancia y prudencia.
“Y finalmente, se pudo ponderar y ponderaría, que la causa que los religiosos suelen
traer para que se les conserven las doctrinas, conviene a saber, que con los estipendios
de ellas se sustentan a sí y a sus conventos, ya hoy no se puede tener por tal, porque en
cualquier parte las religiones, que no son capaces de tener bienes y rentas en coman,
pueden pasar bastantemente con las limosnas de los pueblos; y las que lo son, antes
han adquirido tantas, que han ocasionado pleitos y celos de las iglesias catedrales,
como después diremos.
“Fuera de que esta causa, cuando fuera cierta, no era legítima; porque como dice S.
Eugenio Papa por voz común de todo un Concilio, por ningún interés ni aprovechamiento temporal se debe permitir que los frailes anden fuera de sus conventos.
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“Y así hay muchos que juzgan, que el defenderse tanto por ellos estas doctrinas,
procede de las muchas comodidades, exenciones y regalos, que en ellas gozan: porque
según doctrina de S. Agustín, nunca se deja sin dolor lo que se tiene y goza con deleite, especialmente viendo que los más graves de ellos las apetecen, y aun las pretenden
como en premio de estudios y trabajos, y después las suelen servir por otros religiosos
mozos sus compañeros, por no saber ellos la lengua, ó por despreciarse del ministerio,
cosa que repugna gravemente a la disposición del Concilio de Trento, que expresamente requiere que el cura sea de conocida satisfacción, y que por sí mismo ejerza su
cargo” (Solórzano, Política Indiana, Lib. 4, cap. 16).
Las costumbres viejas, el hábito inveterado es tan poderoso, que después de algunos siglos es casi imposible desarraigarle: ¿Cómo conseguir por medio de leyes, sino
después de mucho tiempo, que los blancos vean a los indios como sus iguales? No
menos dificultad habría para que los indios se desprendiesen de aquellas costumbres
que tienen desde su antigüedad, costumbres que están identificadas con ellos, y sin
las cuales no podrían vivir. ¿Cómo será posible, sino después de muchos siglos, hacer
olvidar al indio su idioma nativo, mejorarle el carácter, quitarle tanto error y tanta
preocupación que le domina?
Cualquiera que compare lo que hemos dicho en la parte primera de este escrito
con la descripción que últimamente hemos hecho del estado que guardan los indios,
verá fácilmente que éstos han conservado sus usos y costumbres aun en las cosas más
triviales. Agréguese a esto su carácter terco, tenaz, desconfiado, y calcúlese cuándo,
cómo y de qué manera será posible que el indio mexicano se penetre de la civilización
europea y que adquiera necesidades. Un ejemplo muy vulgar, pero muy exacto, compara al hombre mal educado con un árbol que crece torcido y cuyo tronco no puede
enderezarse. ¿Cuál será la dificultad que presente para mejorarse, no un hombre aislado, sino una raza entera, cuyos individuos se ayudan mutuamente en sus intentos,
por perjudiciales que les sean?
Por otra parte, suponiendo que nosotros nos decidamos a educar a los indios,
siendo esto obra de varias generaciones, ¿tendrán nuestros sucesores el mismo plan,
las mismas ideas y toda la constancia necesaria? Entretanto que se lleva a efecto una
empresa tan lenta, ¿no sucederá que brote alguno de los males que hemos indicado,
propios de nuestra situación?
En fin, debemos reflexionar igualmente que la civilización puede ilustrar la mente
del indio, pero acaso no mejorar su carácter. Ilustrado el indio, pero desenvolviéndose
116
en él un talento maligno, su civilización traería males y no bienes. En la tribuna de las
cámaras, en las reuniones populares hemos ya oído a los indios ilustrados vociferar
contra los blancos, hemos visto a menudo, algunos abogados de color excitar a los
naturales contra los propietarios, decirles que ellos son los dueños del terreno, que le
recobren por la fuerza. Se ha observado también otra circunstancia: el indio degradado y envilecido hoy, levantado mañana a una grande altura, se desvanece y aturde,
se vuelve arrogante, ve a todos con desprecio y con lástima. En varios lugares de este
escrito hemos visto que los mayores tiranos de los indios, en todas épocas, han sido los
mismos suyos cuando se les ha elevado siquiera al rango de alcaldes. Por estas razones
el Sr. Alamán decía en sus conversaciones, “que sería peligroso poner a los indios en
estado de entender los periódicos”.
Después de palpar todas estas dificultades é inconvenientes, en manera ninguna
exagerados, parece que debe sobrecogernos el desaliento, y que el resultado de nuestras observaciones nos conduce naturalmente a esta terrible disyuntiva como único y
definitivo remedio; ¡matar ó morir! Idea horrible, que nos hace palidecer de espanto;
pensamiento inhumano. ¿Será preciso que degollemos a los indios como lo han hecho
los norteamericanos?
Afortunadamente hay un medio con el cual no se destruye una raza sino que sólo
se modifica, y ese medio es la transformación. Para conseguir la trasformación de los
indios lo lograremos con la inmigración europea, cosa también que tiene dificultades
que vencer; pero infinitamente menores que la civilización de la raza indígena.
Pero ¿la mezcla de los indios y de los blancos, dirán algunos, no produce una raza
bastarda, una raza mixta que hereda los vicios de las otras? La raza mixta respondemos sería una raza de transición; después de poco tiempo, todos llegarían a ser blancos. Además, los europeos desde luego se mezclarían no sólo con los indios sino con
los mestizos que ya existen, y forman la mayor parte de la población; así es que desde
luego resultaría ya una generación de blancos superior en número. Por otra parte, no
es cierto que los mestizos hereden los vicios de las dos razas, si no es cuando son mal
educados; pero cuando tienen buena educación sucede lo contrario, es decir, heredan
las virtudes de las dos razas. El Sr. Alamán ha observado, y con mucha verdad, que los
mestizos “son susceptibles de todo lo bueno y de todo lo malo”. “Una de las consecuencias más importantes que se puede sacar de la historia, es la de que el gobierno es la
causa primera del carácter de los pueblos; que las virtudes ó los vicios de las naciones,
su energía o su molicie, sus talentos, sus luces ó su ignorancia, casi nunca son los efec-
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tos del clima o los atributos de una raza particular, sino el resultado de las leyes; que
todo fue dado a todos por la naturaleza, y que el gobierno es el que arrebata ó asegura
a los hombres la herencia de la especie humana. Ninguna historia demuestra mejor
esta verdad que la de Italia: que se comparen, en efecto, las diversas razas de hombres
que se han sucedido en ese país de grandes recuerdos y las cualidades que los caracterizan; la moderación, la dulzura, la simplicidad de los primeros Etruscos; la austera
ambición, el valor de los contemporáneos de Cincinato; la codicia, la ostentación de
Verres; la molicie, la cobardía de los súbditos de Tiberio; la ignorancia, la nulidad de
los romanos del tiempo de Honorio; la barbarie de los italianos sometidos a los lombardos; las virtudes del siglo XII; el lustre del XV y el envilecimiento de los italianos
de nuestros días. El mismo suelo ha mantenido esos seres de aspecto tan diferente y
la misma sangre corre en sus venas la naturaleza ha sido la misma para los italianos de
todos los tiempos y sólo el gobierno ha cambiado… Es justo atribuir a causas morales,
al poder de las leyes, lo que se atribuye a causas físicas, y a medios puramente materiales” (Paillet, Manual du droit francais).
Vamos a exponer ahora las cualidades buenas y malas que todo el mundo observa
entre los mestizos, para que se conozca el partido que de ellos puede sacarse. Mientras que el indio es sufrido, el mestizo es verdaderamente fuerte, y así es que le vemos
entregado a los trabajos más duros: en el campo doma toros y caballos, en las artes es
herrero, carpintero ó cantero; en las minas él es quien resiste las labores del tiro o de la
hacienda de beneficio, trabajos en que toman parte aun las mujeres de su raza como
las que llaman pepenadoras, las cuales se ejercitan en partir los minerales más duros
con pesados martillos. El mestizo es valiente, y la prueba es que de su raza salen los
únicos buenos soldados en que confían los jefes mexicanos. Los rancheros del campo,
los léperos de nuestras ciudades, son gente de un mirar firme y seguro, y en su porte
confiado dan a conocer la audacia que los distingue. Ven con desprecio a los indios;
pero entre sí, ó son amigos generosos y leales ó enemigos encarnizados: con la navaja
ó el cuchillo se baten valerosamente aun en los lugares más públicos, sin que la justicia
logre nunca arrancarles una declaración que pueda tomarse por bajeza ó deseo de
vengarse por mano de otro: el mestizo desprecia a su enemigo ó toma por sí mismo la
venganza. Los mestizos fueron los que sostuvieron la guerra de Independencia, y son
los que forman las cuadrillas de salteadores audaces que infestan nuestros caminos.
Los mestizos son en extremo pródigos, principalmente los mineros: hay operario
que recibe el sábado doscientos ó trescientos pesos para gastarlos el domingo siguien-
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te, y quedarse reducido el lunes a pedir prestado. La gente de la raza mixta es alegre,
amiga de fiestas y diversiones, jovial y sociable, y, en todas materias, en sus habitaciones, en su traje, en sus muebles, en sus alimentos muestra más gusto, más adelanto
y más deseo de progreso que el indio. Los hombres y las mujeres de la raza mixta
son aun lujosos, en su tanto: el hombre, cuando puede, gasta calzoneras, chaquetas y
sombreros adornados de oro y plata; la mujer usa enaguas vistosas, calzado finísimo,
sartas y zarcillos, rebozos de seda de lo más fino y delicado. En la mujer india no se
ve nunca ese sentimiento tan natural en su sexo; el deseo de agradar. En cuanto a su
inteligencia, el mestizo es agudo, despejado y de fácil comprensión.
Se percibe, pues, desde luego, que los defectos de los mestizos son de naturaleza
diferente a los de los Indios, y cuyo remedio pudiéramos comprender con un ejemplo
tomado en la medicina. Es más fácil curar al hombre dotado de un exceso de robustez
que volver a la vida un cuerpo exánime, debilitado, después de larguísimas privaciones
y trabajos. El mestizo puede corregirse con sólo que se le modere por medio de una
saludable disciplina; pero ¿dónde encontraremos un tónico bastante activo para elevar
al indio a la vida civilizada?
Si se quiere dudar de la posibilidad de mezclar los indios con los blancos, diremos
que los hechos muestran que es fácil. Hay lugares en el país, como Durango por ejemplo, donde no existe ya ni un indio, no obstante que los hubo antes; y ¿de dónde han
venido los cuatro millones de mestizos que existen en el país, si no es de la unión de
los europeos con los indios?
El resultado de nuestras observaciones está, pues, lo repetimos, cifrado en una sola
palabra: la trasformación. De otra manera creemos que con el tiempo hemos de recordar con amargura estas palabras del P. Betanzos que en nuestro concepto deben verse
como una profecía: “En tanto que indios hubiere, nunca han de faltar novedades, y
alteraciones y mudanzas en la tierra”.
Terminaremos nuestro escrito previniendo la respuesta a una objeción que acaso
puede ocurrir, a saber, que la transformación de la raza indígena es un remedio para el
país en lo general, pero no para los indios en particular; de manera que, al parecer, nos
hemos apartado del objeto que indica el título de nuestro opúsculo. Diremos, pues,
que en ninguna manera se debe considerar la raza indígena de México de una manera
absoluta sino relativa; no se le debe ver como aislada, sino como parte de una nación, y,
en consecuencia, ligados sus intereses a los del país a que pertenece. El querer remediar
a los indios, tiene por objeto evitar los males que su situación ocasiona a México. Si en un
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país habitado por diversas razas se quiere mejorar una de ellas exclusivamente, sin relación con las demás, vendríamos a parar a la destrucción de las otras o por lo menos,
a su esclavitud. Si los blancos no piensan más que en sí mismos dirán que ellos forman
la parte más inteligente de la nación; que por lo tanto los indios les deben estar subordinados o deben desaparecer, y vendríamos a dar de esta manera a una consecuencia
bien triste: o los indios hacen entre nosotros el papel que los ilotas en Grecia, o los
destruimos como lo han hecho los norteamericanos. Si, por el contrario, los indios
se consideran únicamente a sí mismos, alegarán que son los primeros poseedores del
terreno; que la conquista no es un derecho, que los blancos deben retirarse de su territorio o vivir sujetos a los antiguos señores del país. A todo esto nos conduciría el considerar a los indios de una manera exclusiva, y sin relación ninguna con la raza blanca.
La resolución acerca de la suerte de los indios debe, pues, tener por punto de partida el hecho de que existen dos razas diferentes en México, y hemos creído que el
único medio de salvar los inconvenientes que resultan es la unión, también creemos,
y ya lo hemos dicho, que civilizar a la raza indígena aisladamente, es muy difícil, casi
imposible, y que aun conseguida su civilización, el país quedaría sujeto a todos los inconvenientes que trae consigo la presencia de dos razas diversas. Queremos, pues, que
el nombre de raza desaparezca de entre nosotros, no sólo de derecho sino de hecho;
queremos que en el país no haya más que unas mismas costumbres, é iguales intereses.
Ya hemos indicado el medio: la inmigración.
Para explicar los medios de conseguir la inmigración se necesitaría un trabajo especial, y ya varias personas se han encargado de asunto tan interesante. Creemos que a
nosotros nos ha correspondido únicamente indicar el remedio, en lo general; pero que
era punto secundario y enteramente independiente descender a los pormenores de ese
remedio, porque de otro modo resultaría una cadena tal de discusiones, que no terminaríamos nunca. El punto de la inmigración trae consigo la discusión sobre la libertad
de cultos; ésta la de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y así sucesivamente.
Aun prescindiendo de la idea que hemos emitido sobre unir las dos razas, y considerando aislados a los indios, creemos que nuestro trabajo está completo con haber
demostrado todas las causas de su degradación: conocidas las causas no es posible
hablar mucho sobre los remedios, pues están comprendidos en dos palabras: “háganse
cesar las causas”. A efecto de hacerlas cesar ya hemos indicado todo lo necesario, sin
descender a pormenores que (volvemos a repetirlo) no nos corresponden y sería imposible fijar. El clero, el gobierno, los encargados de la ejecución, son los únicos que
120
pueden entrar en pormenores sobre puntos de esta clase, atendiendo a las necesidades
y circunstancias peculiares de cada localidad. No nos puede corresponder hablar, por
ejemplo, de la división de obispados, del número de escuelas, de las materias que en
ellas se han de enseñar, etc. Todos éstos son puntos secundarios para nuestro intento,
y deben tratarse en lo particular y separadamente.
Por lo que toca a nuestro objeto, creemos haberle desempeñado por completo, en lo
que nuestras luces lo permiten, y atendiendo a los límites en que debe encerrarse una
simple memoria. Nuestros deseos quedarán satisfechos si ella sirve para despertar la
curiosidad, a fin de que personas más hábiles perfeccionen nuestros apuntamientos.
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a ndrés MoL Ina E nr í Qu E Z
(1868 - 1940) .
dE L a antroPoL o Gí a
s oc IaL a L a Et no L o Gí a ,
s I n rEtorno Po sI BL E
122
Se ha hecho habitual que Andrés Molina Enríquez no figure entre los personajes ilustres de la antropología mexicana, exclusión que provocó la historiograf ía indigenista de Juan Comas con su bien intencionado ánimo antirracial. Extraño de todas formas, porque Molina fue el primero en visualizar
a la antropología social como un estudio político-práctico y a la etnología
como un estudio cultural de los pueblos, desde su muy positivista.1 Por ese
entonces, Molina sugería a José Vasconcelos, aún a cargo de la SEP, escribir
un par de libros bautizados desde antes de nacer como La nueva antropología
y como La nueva etnología, libros que nunca llegaron a materializarse como
tales (hay esbozos, eso sí) y que a la postre pasaron a formar parte de esa larga
lista imaginaria de los “libros no escritos”. Pero si decir esto no bastara, hay
que recordar que cuando escribe su mayor opúsculo, Los grandes problemas
nacionales (ca. 1909) —y que fue la máxima expresión de sus ideas antilatifundistas que lo llevaron a la cárcel por un año en 1911—, Molina Enríquez
era profesor de etnograf ía (luego etnología) en el Museo Nacional, esto es, era
docente del primer plantel de antropología académica fundado en México, si
bien demasiado ajustado a su función museística, una tradición inmovilista
luego heredada al Instituto Nacional de Antropología e Historia.2
Así, en 1916 se hará cargo del Departamento de Etnología del mismo museo, y más tarde, no obstante ocupar otros cargos en diversas secretarías,
mantendrá sus cursos ahí. Todavía en los últimos años de su vida vemos a
Molina deambular en busca de una pensión en el INAH por su trabajo en el
1
Clasificación de las ciencias fundamentales, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnograf ía,
1935, 2a. ed.
2
Mechthild Rutsch, Entre el campo y el gabinete. Nacionales y extranjeros en la profesionalización de la
antropología mexicana, 1877-1920, México, INAH / UNAM, 2007.
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museo. Por último, cuando asiste al Primer Congreso Indigenista Interamericano, en 1940, mucha de la reacción antirracista de los delegados indigenistas
ahí presentes estaba dirigida, precisamente, contra él. Por desgracia, Molina
Enríquez ya no era el mismo como para defenderse de tanta incomprensión.
Una cruel ironía la suya, sólo reservada a las mentes innovadoras.
Y es que aún hacia la década de 1950 muchos lectores de su obra lo consideraban un autor marxista o al menos una especie de Rousseau mexicano
(así lo bautizó Anita Brenner). Aunque abogado de las causas agrarias en su
juventud, se le ha tomado también por ideólogo de la revolución de 1910,
y sobre todo hacedor de la reforma agraria, pero también como un obtuso
darwinista social. Por último, en su figuración más reciente, como un sociólogo, aunque en los años veinte del siglo pasado era un autor favorito de
los economistas. Un poco de todo ello hay en un personaje tan complejo
y cambiante como él. Una recomendable panorámica de su obra, desde su
Clasificación de las ciencias fundamentales hasta El artículo 27 de la Constitución Federal la hizo Álvaro Molina Enríquez en su Antología de Andrés
Molina Enríquez.3
Molina fue un lector incansable de Auguste Comte y de Herbert Spencer,
lo que explica su inclinación positivista, evolucionista y sociológica. Pero ocurre que en Los grandes problemas nacionales hizo una conversión poco advertida —con la destacada excepción de su biógrafo, Stanley F. Shadle— en el
sentido de esa traslación y traducción de ideas teóricas. Este fenómeno, que yo
llamo de doble traición (la de la traducción literal y la de la traducción antropológica) es común en otros contextos. Boas, por ejemplo, fue leído y usado en
Sudáfrica al revés, luego sirvió para afianzar al apartheid, pues consiguió fijar
el concepto de cultura como algo esencial de los grupos segregados; por otra
parte, aún en Estados Unidos, Boas fue acusado de “conspirar” para destruir
a la raza blanca, una interpretación que raya en el delirio conservador. Finalmente considérese que, luego de 1948, en el siempre agresivo Israel, se leyó
su prédica antirracial como antisemita, por denegar a la raza semítica junto
con su par fatídico, la raza aria. Como diría un antropólogo sudafricano de
sus propios colegas: somos unos pésimos intérpretes de nuestras propias ideas
3
Antología de Andrés Molina Enríquez, México, Ediciones Oasis, 1969.
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“cosmopolitas”, las que siempre se alteran una vez traducidas y contextualizadas.4 En México el injerto teórico del darwinismo social floreció entonces muy
distinto fuera de su ambiente imperial, ya que mientras la ideología spenceriana servía en Europa y Estados Unidos para justificar a los opulentos (Darwin
mismo se admiraba de la radicalidad de Spencer, por lo que sería mejor hablar
de un “spencerismo social”5), en nuestro contexto se transformó, por fuerza
de las condiciones sociales existentes, en una ideología para destronarlos. Por
esa razón, su estratificación racial era también ocupacional y relativa a la propiedad de la tierra, aunque nunca del todo marxista (una idea atribuible a Luis
Chávez Orozco que el propio Molina rechazaba, si bien durante los años veinte
llegó a citar a Lenin para reforzar su postura antiimperialista). Como sea, el
punto es que no se equivocó en adscribir a indígenas y mestizos entre los obreros y peones y en algunos en los pocos grupos intermedios. Remembranzas
análogas a dichas observaciones aún pueden hallarse vivas en las maquiladoras de Tehuacán, Mérida o Cajeme, o entre los miles de jornaleros indígenas
que recorren con su prole a cuestas todas las zonas agroindustriales del México agrario desregulado. Es lastimoso pues que, bajo la moda intelectual de
nuestros días, se prefiera denostar contra su mestizaje y su bizarra raciología;
pero hacerlo resulta mucho más paradójico dentro de un mundo que se ha
hecho desvergonzadamente racista, como reacción a la “hibridez” poblacional
propiciada por la pujante globalización capitalista. Porque a mayor mezcla fenotípica, más tozuda la peligrosa idea de la pureza de raza.6
Cuando Molina publicó los esbozos de lo que serían Los grandes problemas
nacionales, lo hizo bajo el título general de “estudios de sociología mexicana”.
4
Cfr. W.D. Hammond-Tooke, Imperfect Interpreters. South Africa’s Anthropologists 1920-1990, Johannes-
burg, Witwatersrand University Press, 1999, Adam Kuper, Among the Anthropologists. History and Context
in Anthropology and the Racial Politics of Culture, Durham, Duke University Press, 2010; Raphael Patai and
Jennifer Patai Wing, The Myth of the Jewish Race, New York, Charles Scribner’s Sons, 1975; Franz Boas, Arier
und Nicht-Arier, Oslo, Aasens Boktrqkceri, 1934.
5
Cfr. Adrian Desmond and James Moore, Darwin Sacred Cause. Race, Slavery, and the Quest for Human
Origins, University of Chicago Press, 2009.
6
Cfr. Kenneth Prewitt, What is your race? The Census and Our Flawed Efforts to Classify Americans,
Princeton University Press, 2013.
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125
Sin embargo, y como él mismo decía en 1909, las cuestiones sociales ofrecían
un “amplísimo campo a la observación, al estudio y a la meditación”. Buscó entonces nuevos puntos de observación. Y ahí reside su gran valor. Es indicativo
de su capacidad de revisión el que asistiera al curso de antropología general de
Franz Boas en el Museo Nacional, luego publicado por la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional. No sólo admitió la crítica boasiana al racismo y al evolucionismo, sino que asimiló la acepción de cultura etnológica de
su nuevo maestro. Entonces hizo una llamativa mutación, que años más tarde
Guillermo Bonfil Batalla llevaría hasta sus últimas consecuencias en su famoso
ensayo México profundo. Una civilización negada (1987). Me refiero a la tesis
de las dos culturas (¡las dos razas en Pimentel!), un constitutivo enfrentamiento para la construcción de la nación. Molina las llamó la “cultura oriental” (de
los pueblos asiáticos y americanos) y la “cultura occidental” (de los pueblos
europeos). Bonfil prefirió hablar luego de la “civilización mesoamericana” y de
la “civilización occidental”, sin darle mayor crédito a su antecesor.
Hay otra herencia de Molina Enríquez que no puede ni debe ocultarse en
el origen de nuestra antropología: él la inició como una suerte de mecenazgo
individual, intencionalmente buscado entre las élites militares de su época,
pero que terminó siendo institucionalizada bajo el Estado revolucionario gracias a Manuel Gamio y su antropología del buen gobierno. ¿Fue el suyo un
pacto fáustico o la única manera en que la antropología consiguió implantarse en este suelo? Hablo de un dilema que en su momento no existió (no
había opciones para elegir), y que sólo hasta la declinación de la “revolución
institucional” empezó a plantearse a modo de un matrimonio mal avenido,
y a veces como una familia disfuncional. Curiosas metáforas de parentesco
que nos hablan de unas relaciones muy próximas, pero ya en entredicho. El
hecho es que del seno de tales relaciones peligrosas viene la tópica acusación
de la antropología académica actual —la que no podía surgir como tal sin la
antropología pública previa—, de que nuestros antecesores sirvieron a los intereses políticos de su época. La verdad es que antes que Molina Enríquez y su
alumno Gamio, Leopoldo Batres y Justo Sierra habían sentado un precedente
colaborativo bajo la dictadura porfirista y que, asimismo, aun la antropología
universitaria (que no fructificó en su momento en la Escuela Internacional de
Etnología y Arqueología Americanas de Seler y Boas, que de hecho desapa-
126
rece sin dejar mucha huella) sigue hoy dependiendo del logro revolucionario
de la educación pública a cargo del Estado. Y que en el reverso de esta suerte
de antihistoria se encuentra el hecho apenas ocultado de que los académicos
siguen estableciendo relaciones peligrosas con la política (si se le piensa un
poco, ya no en los términos puros del político y científico weberianos, sino en
las acciones transaccionistas de los individuos como las retrata F.G. Bailey en
Treasons, Stratagems and Spoils7), sea en calidad de activistas, sea en calidad
de consultores y aun de profesionales libres (los peritos, por ejemplo) en el
mercado. De hecho, de esta última variante han salido los asesores de las corporaciones mineras canadienses y, más grave aún, los asesores de inteligencia
en las regiones críticas del narcotráfico. De manera que es mejor no acusar
a nuestros antecesores bajo la óptica de un purismo moral falseable. Ni las
razas ni los individuos son puros, por más que lo vociferen. Siempre habrá
algún interés en sus acciones.
Molina Enríquez no escribió todos los libros que imaginaba. A cambio se
dedicó a escribir una larga historia etnológica de la propia guerra civil que
llamó la “revolución agraria”, a la cual dedicó cinco tomos. Cierto que todavía en 1932 seguía distinguiendo entre indios, criollos y mestizos (de hecho,
esta historia fue pensaba para cuatro libros, dedicando un volumen a cada
“aspecto” grupal —que no razas sino castas, si bien Molina primero dio un
nuevo sentido a la palabra raza e intentó inclusive separarla de la zoología—,
y reservando otro para los “sucesos positivos de la Revolución”, mismo que
terminó por desdoblarse). Fue pues en el último tomo de esta obra, Esbozo de
la historia de los primeros diez años de la Revolución Agraria de México (de
1910 a 1920) donde aparece su reconsideración cultural.8
Pero no puedo dejar de observar que Molina Enríquez no sólo se dejó influir por las teorizaciones importadas, sino que su obra tuvo un efecto foráneo desconocido, influyente a su vez. Antes cité el panfleto de Franz Boas
como militante del IHV (Internationale Hilfs-Vereinigung). En él, Boas no
7
Treasons, Stratagems and Spoils How Leaders Make Practical Use of Believes and Values, Westview
Press, 2001.
8
Esbozo de la historia de los primeros diez años de la Revolución Agraria de México (de 1910 a 1920),
Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnograf ía, 1932-1937.
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
127
se limita a falsear la idea de raza y de raza aria (antes lo haría también con la
falsa conexión entre raza y cultura, en Kultur und Rasse9), sino que por igual
se ocupa de la raza semítica, lo cual desde entonces conformó una unidad
contradictoria. ¡Y lo hace a la manera de Molina Enríquez! Niega que los judíos sean una raza, pero no lo son porque en realidad se mezclaron con todas
las poblaciones donde vivían, y “el mestizaje no fue raro”, concluye Boas. En
otros términos, el mestizaje, en vez de ser un hito racial, como arguyen los
posmodernos, es su peor antídoto, pues no hay raza sin pureza, y el mestizaje
es la impureza manifiesta. Se entiende entonces por qué Boas es todavía hoy
considerado un “judío que odia a los judíos”, o sea, una especie de traidor de
la raza judía, elevada ahora a nación. La polémica suscitada por Nadia Abu
El-Haj con The Genealogical Science: The Search for Jewish Origins and the
Politics of Epistemology10 no ocurre en abstracto: ha sido suscitada por una
raciología genética sustentada en el “gen judío” y aun en el “código genético
bíblico”11 y otros textos más “científicos”.
En vez de seleccionar para este libro pasajes harto conocidos de Los grandes problemas nacionales (editado por Arnaldo Córdova para Ediciones Era,
1978), he optado por recobrar un capítulo de aspecto etnológico dedicado
a las “tribus de México”. Hay ahí apuntes que resultan inquietantes ya que,
como buen abogado de indios que era (y nótese que uso la expresión del siglo XIX), es el primero en hablar de “los derechos territoriales en las tribus”
y sustentarlas en las relaciones de propiedad, en lugar del derecho natural
como hoy se hace, aunque se diga internacional. De hecho, su discernimiento
sobre diversas formas de propiedad constituye todo un aporte que la antropología mexicana pronto olvidó. Hay que volver sobre sus pasos para enfrentar
ese lado oscuro del multiculturalismo que es la propiedad de la tierra. Nadie
hubiera imaginado en aquellos días revolucionarios que habría pueblos indígenas con grandes propiedades territoriales.
9
Kultur und Rasse, Jena, Verlag von Gustav Fischer, 1932.
10
The Genealogical Science: The Search for Jewish Origins and the Politics of Epistemology, University of
Chicago Press, 2011.
11
Cfr. Israel Knohl, The Bible’s Genetic Code, Zmora-Bitan, 2008.
128
datos de nuestra historia lejana.
Los derechos territoriales de las tribus indígenas
Las tribus indígenas precortesianas
Todas las cuestiones sociológicas en que consisten los grandes problemas de nuestro
progreso, toman su punto de partida en la época colonial, que fue para nosotros el
periodo de formación.
Muchas eran las tribus o los pueblos indígenas que habían bajado del norte y que
en precisa relación con las condiciones del territorio nacional se habían establecido en
él, antes de la Conquista. El señor don Manuel Orozco y Berra encontró huellas de
tribus cuyos nombres son:
Lista alfabética de los nombres de las tribus en México
[A]
Acafes, Coahuila.
Acaxees, Sinaloa, Durango.
Acolhoaques, véase nahoas.
Acolhuis, México.
Aguaceros, Nuevo León.
Agualulcos, véase ahualulcos.
Ahualulcos, Tabasco.
Ahomamas, Coahuila.
Ahornes, Sinaloa.
Aibinos, Sonora.
Aicales, véase mopanes.
Ajoyes, véase axoyes.
Alasapas, Coahuila, Nuevo León.
Alchedomas, Sonora.
Aliquis, San Luis.
Amitaguas, Coahuila.
Amuchcos, Guerrero.
Amusgos, véase amuchcos.
Anacanas, Tamaulipas.
Ancasiguayes, Tamaulipas.
Ancavistis, Chihuahua.
Anchanes, Chihuahua.
Apaconecas, Jalisco.
Apaches, Chihuahua, Sonora, Durango,
Coahuila, Nuevo León.
Apes, Coahuila.
Apocanecas, véase apaconecas.
Aretines, Tamaulipas.
Arigames, Chihuahua.
Aripas, California.
Ateacari, Jalisco.
Atlacachichimecas, véase mexicanos.
[B]
Bocoras, Coahuila.
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129
Borrados, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo
León.
Caviseras, Coahuila.
Cayeyus, California.
Celdalas, véase tzendales.
Celtalas, véase tzendales.
Cenizos, Tamaulipas, Coahuila.
Cinaloas, véase sinaloas.
Coahuiltecos, Coahuila, Nuevo León.
Coaquites, Coahuila.
Cocas, Jalisco.
Coclamas, Chihuahua.
Cocobiptas, Chihuahua.
Cocomaques, Coahuila.
Cocomaricopas, Sonora.
Cocomes, Yucatán.
Cocopas, Sonora.
Cocoyomes, Chihuahua, Coahuila.
Cochimies, California.
Codames, Coahuila.
Cogüinachis, Sonora.
Cohuixcas, Guerrero.
Colhuis, México.
Colorados, Chihuahua, Coahuila.
Colotlanes, Zacatecas, Jalisco.
Comecamotes, Tamaulipas.
Comecrudos, Tamaulipas.
Comepescados, Nuevo León.
Comesacapenes, Tamaulipas.
Comitecos, véase chariabales.
Comocabras, Coahuila.
Comoporis, Sinaloa.
Comuripas, Sonora.
Conchas, Chihuahua.
Conchos, California.
Conejos, Chihuahua.
[C]
Cabezas, Coahuila, Durango.
Cacalotes, Tamaulipas, Chihuahua.
Cácaris, Durango.
Cacastes, Coahuila.
Cachopoztales, Coahuila.
Cadinias, Tamaulipas, Nuevo León.
Cahiguas, Chihuahua.
Cahitas, Sonora, Sinaloa.
Cahuimetos, Sinaloa.
Caitas, véase cahitas.
Cajonos, Oaxaca.
Cajuenches, Sonora.
Camotecas, Guerrero.
Canaynes, Tamaulipas, Nuevo León.
Cánceres, Chihuahua.
Canos, Coahuila.
Cantaycanaes, Tamaulipas.
Cantafes, Coahuila.
Cantils, California.
Canuas, Coahuila.
Caramariguanes, Tamaulipas.
Caramiguais, Tamaulipas.
Caribayes, Tamaulipas.
Caribes, Tabasco.
Carrizos, Tamaulipas, Coahuila.
Carlanes, Chihuahua.
Cascanes, Zacatecas, Jalisco.
Cataicanas, Tamaulipas.
Caranamepaques, Tamaulipas.
Catuxanes, Coahuila.
130
Conicaris, Sonora.
Contlas, Sonora.
Contotores, Coahuila.
Coras, Jalisco.
Coras, California.
Coronados, Jalisco.
Cosninas, véase jamajabs.
Cotomanes, Tamaulipas.
Cotzales, Coahuila.
Coviscas, véase cohuixcas.
Coyoteros, véase tontos.
Coyotes, Coahuila, San Luis.
Cuachichiles, Coahuila, Nuevo León,
San Luis, Zacatecas, Jalisco.
Cuampes, Chihuahua.
Cucapá, Sonora.
Cuchinochis, Nuevo León.
Cuelcajenne, véase llaneros.
Cuernosquemados, Tamaulipas.
Cues, véase tecayaguis.
Cuesninas, véase jamajabs.
Cuicatecos, Oaxaca.
Cuismer, véase jamajabs.
Cuitlatecos, Guerrero.
Cuixcas, véase cohuixcas.
Cuextecachichimecas, México.
Cuextecas, véase huaxtecas.
Cuhana, véase cucapá.
Culisnisnas, véase jamajabs.
Culisnurs, véase jamajabs.
Culuas, México.
Curiai, Sonora.
Cutecos, Chihuahua.
Cutganes, Sonora.
Cuyutumatecos, Guerrero.
[Ch]
Chacaguales, Coahuila.
Chacahuaxis, Veracruz.
Chafalotes, Sonora.
Chahuames, Coahuila.
Chalcas, México.
Chancafes, Coahuila.
Changuaguanes, Chihuahua.
Chantapaches, Coahuila.
Chañabales, Chiapas.
Characos, véase pirindas.
Characuais, Tamaulipas.
Charenses, véase pirindas.
Chatinos, Oaxaca.
Chayopines, Coahuila.
Chemeguabas, Sonora.
Chemegue cajuala, Sonora.
Chemegue sevicta, Sonora.
Chemegues, Sonora.
Chemeguet, Sonora.
Chiapanecos, Chiapas.
Chapaneques, véase chiapanecos.
Chapaneses, véase chiapanecos.
Chicoratos, Sinaloa.
Chicuras, Sinaloa.
Chichimecas, México.
Chichimecas, Zacatecas, Aguascalientes,
Jalisco.
Chichimecas blancos, Aguascalientes,
Querétaro, Guanajuato.
Chichimecas blancos, véase
iztacchichimecas.
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131
Chilpaines, Coahuila.
Chinantecos, Oaxaca.
Chinarras, Chihuahua.
Chinipas, Chihuahua.
Chinquime, véase tlapanecos.
Chiricaguis, Sonora.
Chiros, Chihuahua.
Chirumas, véase yumas.
Chizos, Chihuahua.
Chochonti, véase tlapanecos.
Chochos, Oaxaca, Veracruz.
Choles, Chiapas.
Cholesuchines, de los choles.
Cholomos, Chihuahua, Coahuila.
Chontales, Tabasco, Oaxaca, Guerrero.
Choras, véase coras.
Chotas, véase coras.
Chuchones, véase chochos.
Chumbias, Guerrero.
[G]
Garzas, Tamaulipas.
Gavilanes, Coahuila.
Gayamas, véase guaimas
Gecualmes, véase coras.
Gecuiches, Sonora.
Genicuiches, Sonora.
Gicocoges, Coahuila.
Gijames, Coahuila.
Gileños, véase xilerios.
Gileños, Sonora.
Gojoles, Jalisco.
Goricas, Coahuila.
Gozopas, Sinaloa.
Guachichiles, véase cuachichiles.
Guaicamaopas, Sonora.
Guaicuras, California.
Guailopos, Chihuahua.
Guanipas, Coahuila.
Guastecas, véase huaxtecas.
Guatiquimanes, véase huatiquimanes.
Guayes, véase huaves.
Guaxabanas, Guanajuato.
Guaymas, Sonora.
Guazamoros, Coahuila.
Guazápares, Chihuahua.
Guazarachis, Chihuahua.
Guazaves, Sinaloa.
Guazontecos, véase huazontecos.
Gueiquisales, Coahuila.
Guisoles, Coahuila.
Guixolotes, Tamaulipas.
Gummesacapemes, Tamaulipas.
[D]
Dapararabopos, Coahuila.
Didúes, California.
Dohme, véase eudeves.
[E]
Echunticas, Chihuahua.
Edués, California.
Escavas, Coahuila.
Eudeves, Sonora.
[F]
Faraones, Chihuahua
Fílifaes, Coahuila.
132
[H]
Hegues, véase eudeves.
Hequis, véase eudeves.
Hiaquis, véase yaquis.
Hichucios, Sinaloa.
Hijames, Coahuila.
Himeris, Sonora.
Hinas, Sinaloa, Durango.
Hios, Sonora.
Hizos, Chihuahua.
Hoeras, Coahuila.
Huachichiles, véase cuachichiles.
Hualahuises, Coahuila, Nuevo León.
Huatiquimanes, Oaxaca.
Huaves, Oaxaca.
Huavis, véase huaves.
Huaxtecos, Veracruz, San Luis.
Huazontecos, véase huaves.
Hudcoadanes, Sonora.
Huexotzincas, Puebla.
Huicholas, Jalisco.
Huites, Sinaloa.
Humas, véase chinarras.
Humes, Durango.
Husorones, Chihuahua.
Huvagueres, Sonora.
Isipopolames, Coahuila.
Itzalanos, Yucatán.
Izcucos, Guerrero.
Iztacchichimecas, Querétaro
[I]
Iccujenne, véase mimbreños.
Iguanas, Coahuila.
Inapanames, Tamaulipas.
Inocoples, Tamaulipas.
Ipapanas, Veracruz.
Irritilas, Coahuila, Durango.
[L]
Lacandones, Chiapas.
Laguneros, Coahuila.
Laimones, California.
Lauretanos, California.
Liguaces, Coahuila.
Lipajenne, véase lipanes.
[ J]
Jalchedunes, Sonora.
Jallicuamai, Sonora,
Jagullapais, Sonora.
Jamajabs, Sonora.
Janos, Chihuahua.
Jarames, Coahuila.
Jocomis, Chihuahua.
Jonases, Guanajuato, Querétaro.
Jopes, véase yopes.
Jorales, véase joyas.
Joyas, Sonora, Chihuahua.
Julimes, Coahuila, Chihuahua.
Jumanes, Chihuahua.
Jumapacanes, Tamaulipas.
Jumees, Coahuila.
Jut juoat, véase yutas.
[K]
Kichées, véase quichées.
Kupules, Yucatán.
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133
Lipanes de abajo, Coahuila, Nuevo
León,Tamaulipas.
Lipanes de arriba, Coahuila, Nuevo
León, Tamaulipas.
Lipillanes, Coahuila.
Matlaltzingas, véase matlaltzincas.
Matlames, Guerrero.
Matlazahuas, véase mazahuis.
Matzahuas, véase mazahuis.
Mayas, Yucatán, Tabasco, Chiapas.
Mayos, Sonora.
Mazahuas, véase mazahuis.
Mazahuis, México, Michoacán.
Mazaines, Coahuila.
Mazapes, Coahuila.
Mazapiles, Zacatecas.
Mazatecos, Oaxaca, Guerrero.
Mecos, Guanajuato, Querétaro.
Mejuos, Chihuahua.
Mem, véase mames.
Mescales, Coahuila.
Metazures, Coahuila.
Meviras, Coahuila.
Mexicanos, Tabasco, Chiapas, Oaxaca,
Puebla, Veracruz, Tlaxcala, Guerrero,
México, Michoacán, Colima, Jalisco,
Zacatecas, Aguascalientes, San Luis,
Durango, Sinaloa.
Mezcaleros, Chihuahua.
Mezquites, Tamaulipas, Coahuila,
Chihuahua.
Meztitlanecas, México.
Michoa, véase tarascos.
Michoacaque, véase tarascos.
Mijes, véase mixes.
Milijaes, Coahuila.
Mimbreños altos, Sonora.
Mimbreños bajos, Sonora.
Miopacoas, Coahuila.
[Ll]
Llamparicas, Chihuahua.
Llaneros, Coahuila.
[M]
Macoaques, México.
Macones, San Luis.
Macoyahuis, véase tecayaguis.
Maguiaquis, Chihuahua.
Mahuames, Coahuila.
Maiconeras, Coahuila.
Malaguecos, Tamaulipas, Nuevo León.
Malincheños, Tamaulipas, Nuevo León.
Mamazorraz, Coahuila.
Mames, Chiapas.
Mammites, Chihuahua,
Manches, véase los choles.
Manos de perro, Coahuila.
Manos prietas, Coahuila.
Maporcanas, Tamaulipas.
Mapulcanas, Tamaulipas.
Maquiapemes, Nuevo León.
Mariguanes, Tamaulipas.
Martínez, Tamaulipas.
Mascores, Tamaulipas.
Mascorros, San Luis.
Matapanes, Sinaloa.
Matlaltzincas, México, Michoacán.
134
Mixes, Oaxaca.
Mixtecos, Oaxaca, Puebla, Guerrero.
Mixtoguijxi, véase mixtecos.
Molinas, Tamaulipas.
Monquies, California.
Monquies-laimon, California.
Mopanes, véase choles.
Moraleños, Tamaulipas.
Movas, Sonora.
Mozahuis, véase mazahuis.
Maures, Chihuahua.
Mulatos, Tamaulipas.
Muutzizti, Jalisco.
Nexitzas, Oaxaca.
Nevomes, nebomes, véase pimas.
Nios, Sinaloa.
Nures, Chihuahua.
[O]
Oaboponomas, Sonora.
Obayas, Coahuila.
Ocanes, Coahuila.
Ocoronis, Sinaloa.
Ocuiltecas, México.
Ogueras, Sonora.
Ohaguames, Coahuila.
Ohueras, Sinaloa.
Olives, Tamaulipas.
Olmecas, Puebla.
Onavas, Sonora.
Opas, Sonora.
Ópatas, Sonora, Durango.
Oposines, Chihuahua.
Orejones, Chihuahua.
Ores, véase ures.
Oronihuatos, Sinaloa.
Otaquitamones, Chihuahua.
Otomíes, véase otomís.
Otomís, Veracruz, Puebla, Tlaxcala,
México, Querétaro, Michoacán,
Guanajuato, San Luis.
Otomites, véase otomís.
Otomitl, otomí.
Otonca, véase otomís.
Otonchichimecas, México.
Ovas, véase joyas.
Oxoyes, véase axoyes.
[N]
Nahoas, México.
Nahuachichimecas, México.
Nahuales, véase nahoas.
Nahuatlaques, México.
Narices, Tamaulipas.
Natages, Coahuila.
Navajoas, Sonora.
Navajos, Sonora.
Nayaeritas, véase nayaritas.
Nayares, véase nayaritas.
Nayaritas, véase coras.
Nazas, Tamaulipas, Nuevo León,
Durango.
Nebomes, Sonora.
Negritos, Coahuila.
Neguales, Coahuila.
Nentambati, véase matlaltzincas.
Nepintatuhui, véase matlaltzincas.
Netzichos, véase nexitzas.
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135
[P]
Paceos, Coahuila.
Pacos, Coahuila.
Pacpoles, Coahuila.
Pacuaches, Coahuila.
Pacuas, Coahuila.
Pacuazin, Coahuila.
Pachales, Coahuila.
Pachalocos, Coahuila.
Pachaques, Coahuila.
Pacheras, Chihuahua.
Pachimas, Tamaulipas.
Pacholes, Coahuila.
Pafaltoes, Nuevo León.
Paguaches, Coahuila.
Pajalames, Chihuahua.
Pajalaques, Coahuila.
Pajalatames, Coahuila.
Pajalates, Coahuila.
Pajaritos, Tamaulipas.
Palalhuelques, Tamaulipas.
Palmitos, Nuevo León.
Pamaques, Coahuila.
Pamasus, Coahuila.
Pames, México, Querétaro, Guanajuato,
Nuevo León, San Luis.
Pamoranos, Nuevo León.
Pamozanes, Tamaulipas.
Pampopas, Coahuila.
Panagues, Coahuila.
Panana, Chihuahua.
Panaquiapemes, Tamaulipas.
Panguayes, Tamaulipas.
Panotecas, véase huaxtecas.
Pantecas, véase huaxtecas.
Pagoas, Coahuila.
Papabotas, véase pápagos.
Papabucos, Oaxaca.
Papanacas, Coahuila.
Pápagos, Sonora.
Papahotas, véase pápagos.
Papalotes, véase pápagos.
Pápavicotam, véase pápagos.
Papudos, Durango.
Pasalmes, Chihuahua.
Pasalves, Coahuila.
Pasitas, Tamaulipas.
Paslalocos, Coahuila.
Pastancoyas, Coahuila.
Patacales, Coahuila.
Pauzanes, Coahuila.
Payaguas, Coahuila.
Payos, Coahuila.
Payuchas, Sonora.
Payzanos, Tamaulipas.
Paschales, Coahuila.
Paxuchis, Chihuahua.
Pelones, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo
León.
Pericués, California.
Piatos, Sonora.
Pies de venado, Coahuila.
Pihuiques, Coahuila.
Pimahaitu, véase pimas.
Pimas altos, Sonora, Chihuahua.
Pimas bajos, Sonora.
Pinanacas, Coahuila.
Pinome, véase tlapanecos.
136
Pinotlchochon, véase tlapanecos.
Pintos, Tamaulipas, Nuevo León.
Pirindas, véase matlaltzincas.
Pirintas, véase pirindas.
Piros, Chihuahua.
Pisones, Tamaulipas, Nuevo León.
Pitas, Coahuila.
Pitisfiafuiles, Nuevo León.
Poarames, Chihuahua.
Polames, Chihuahua.
Politos, Tamaulipas.
Pomulumas, Coahuila.
Popolocos, Puebla.
Popoloques, véase popolocos.
Posnamas, Nuevo León.
Potlapiguas, Sonora.
Pulicas, Chihuahua.
Putimas, Sonora.
[R]
Rayados, Coahuila.
[S]
Sabaibos, Sinaloa, Durango.
Salineros, Sonora, Durango, Coahuila.
Sanipaos, Coahuila.
Sandajuanes, Coahuila.
Sarnosos, Tamaulipas.
Saulapaguemes, Tamaulipas.
Sagatajenne, véase chiricaguis.
Seguyones, Nuevo León.
Sejenne, véase mezcaleros.
Serranos, Tamaulipas.
Seris, Sonora.
Sibubapas, Sonora.
Sicxacames, Coahuila.
Sinaloas, Sinaloa.
Sisibotaris, Sonora.
Sisimbres, Chihuahua.
Sívolos, Chihuahua.
Siyanguayas, Coahuila.
Sobaipuris, Sonora.
Soltecos, Oaxaca.
Sonoras, véase ópatas.
Soques, véase zoques.
Soyas, Sonora.
Sumas, Chihuahua, Sonora.
Supis, Chihuahua.
[Q]
Quaochpanme, véase tarascos.
Quaquatas, véase matlaltzincas.
Quatlaltl, véase matlaltzincas.
Quedexeños, Nuevo León.
Quelenes, Chiapas.
Quemeyá, Sonora.
Quepanos, Coahuila.
Quicamopas, Sonora.
Quichées, Chiapas.
Quihuimas, véase quiquimas.
Quimis, Coahuila.
Quinicuanes, Tamaulipas, Nuevo León.
Quiquimas, Sonora.
[T]
Tacames, Coahuila.
Tagualilos, Tamaulipas.
Tahuecos, Sinaloa.
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137
Tahues, véase tahuecos.
Talaquichis, Nuevo León.
Tamaulipecos, Tamaulipas.
Tamime, véase chichimecas.
Tanaquiapemes, Tamaulipas.
Tapacolmes, Chihuahua.
Tarahumaras, Chihuahua, Sonora,
Durango.
Tarahumares, véase tarahumaras.
Tarascos, Michoacán, Guerrero,
Guanajuato, Jalisco.
Tareguanos, Tamaulipas.
Tasmamares, Coahuila.
Tatimolos, Veracruz.
Teacuacitzisti, Jalisco.
Tebacas, Sinaloa.
Tecargonis, Chihuahua.
Tecayaguis, Sonora.
Tecayas, Durango.
Tecoquines, véase tejoquines.
Tecoripas, Sonora.
Tecos, Michoacán.
Tecualmes, véase coras.
Tecuatzilzisti, Jalisco.
Tecuexes, Jalisco, Zacatecas.
Techichimecas, México.
Tedexeños, Tamaulipas.
Tegüecos, véase tehuecos.
Tegiiimas, Sonora.
Tegüis, Sonora.
Tehatas, Sonora.
Tehuantepecanos, Oaxaca.
Tehuecos, Sinaloa.
Tehuizos, Sonora.
Tejoquines, Jalisco.
Temoris, Chihuahua.
Tenez, véase chinantecos.
Tenimes, véase yopes.
Tepahues, Sonora.
Tepanecas, México.
Tepaneques, véase tepanecas.
Teparantanas, Sonora.
Tepecanos, Zacatecas, Jalisco.
Tepeguanes, véase tepehuanes.
Tepehuanes, Durango, Sinaloa,
Chihuahua, Jalisco.
Tepehuas, Veracruz.
Tepocas, Sonora.
Tepuztecos, Guerrero.
Terocodames, Coahuila.
Tetikilhatis, Veracruz.
Texomes, Guerrero.
Texones, Tamaulipas.
Texoquines, véase tejoquines.
Teules chichimecas, Zacatecas,
Aguascalientes, Jalisco.
Tezcatecos, Guerrero.
Thehuecos, véase tehuecos.
Tiburones, Sonora.
Tilijayas, Coahuila.
Tilofayas, Coahuila.
Tinapihuayas, Coahuila.
Tintis, Chihuahua.
Tistecos, Guerrero.
Tizones, Tamaulipas.
Tjuiccujenne, véase gileños.
Tlacotepehuas, Guerrero.
Tlalhuicas, México.
138
Tlahuique, véase tlalhuicas.
Tlapanecos, Guerrero.
Tlaltzihuiztecos, Guerrero.
Tlaxcaltecas, Tlaxcala, Durango,
Coahuila, San Luis, Jalisco.
Tlaxomultecas, Jalisco.
Toamares, Coahuila.
Tobozos, Coahuila, Nuevo León,
Durango, Chihuahua.
Tocas, Coahuila.
Tochos, Chihuahua.
Tolimecas, Guerrero.
Toltecas, véase tultecas.
Tolucas, véase matlaltzincas.
Tonases, véase jonases.
Tontos, Sonora.
Torames, Jalisco.
Totonacas, véase totonacos.
Totonacos, Veracruz, Puebla.
Totonaques, véase totonacos.
Totorames, véase torames.
Toxeiome, véase huaxtecas.
Triquis, Oaxaca.
Troez, véase zoes.
Tuancas, Coahuila.
Tubares, Chihuahua.
Tulanes, véase tultecas.
Tultecas, México.
Tumacapanes, Tamaulipas.
Tusanes, Coahuila.
Tuztecos, Guerrero.
Tzapotecos, véase zapotecos.
Tzayahuecos, véase zayahuecos.
Tzeltales, véase tzendales.
Tzendales. Chiapas.
Tzoes, véase zoes.
Tzotziles, Chiapas.
[U]
Uchitas, California.
Uchitils, véase uchitas.
Uchitiés, véase uchitas.
Uchitis, véase uchitas.
Upanguaymas, Sonora.
Ures, véase ópatas.
Uscapemes, Tamaulipas.
Utlatecas, véase quichées.
Utschiti, véase uchitas.
[V]
Vacoregues, Sinaloa.
Vaimoas, Durango.
Varogios, véase voragios.
Varohios, véase voragios.
Vasapalles, Coahuila.
Vayemas, Sonora.
Venados, Tamaulipas, Coahuila.
Vinniettinenne, véase tontos.
Vixtoti, véase mixtecos.
Vocarros, Nuevo León.
Voragios, Chihuahua.
[X]
Xanambres, Tamaulipas, Coahuila,
Nuevo León.
Xarames, Coahuila.
Xicalamas, Puebla.
Xicarillas, Chihuahua.
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139
[Y]
Yumas, Sonora.
Yurguimes, Coahuila.
Yutajenne, véase navajos.
Yutajenne, véase faraones.
Yutas, Sonora.
Zapotecos, Oaxaca.
Zapoteros, Tamaulipas.
Zayahuecos, Jalisco.
Zendales, véase tzendales.
Zívolos, Coahuila.
Zimas, Nuevo León.
Zoes, Sinaloa.
Zopilotes, Coahuila.
Zoques, Tabasco, Chiapas, Oaxaca.
Zotziles, véase tzotziles.
Zoziles, véase tzotziles.
Zuaques, Sinaloa.
[Z]
Zacachichimecas, México.
Zacatecos, Zacatecas, Durango.
Zacatiles, Tamaulipas.
Zaklohpakaps, véase mames.
Zalais, Nuevo León.
Como se ve, era no poco crecido el número de las tribus indígenas que ocupaban la
región que ahora es el territorio nacional. Esas tribus ocupaban demarcaciones distintas, hablaban en su mayor parte lenguas diferentes, y se encontraban en muy diversos
grados de desarrollo evolutivo. Todas evolucionaban en relación con las condiciones
del terreno en que vivían, y algunas de entre ellas que ocupaban los lugares privilegiados de la zona fundamental de los cereales, habían llegado a alcanzar un grado evolutivo relativamente avanzado. Dada la estrecha relación que existe en todos los pueblos
de la tierra, entre las condiciones de producción de los elementos que proveen del
carbono necesario para la combustión vital a todas las unidades de esos pueblos, y el
grado de desarrollo que éstos logran alcanzar, según indicamos en el apunte científico
que hicimos en otra parte, resulta claro que a medida que los pueblos van avanzando,
van haciendo más firmes, más precisas y más complicadas sus relaciones con el terreno
que ocupan: van echando, digámoslo así, más y más dilatadas y más profundas raíces
en ese territorio, y va siendo por lo mismo, más difícil desprenderlos de esas raíces y
desalojarlos. Los apaches en nuestro país, sin ocupación determinada territorial, sin
fijeza alguna sobre el territorio que ocupan, fácilmente pueden ser expulsados del
lugar en que se encuentren: basta para ello el envío de algunos soldados. Los pueblos
de alta civilización dejan matar a casi todas las unidades que los componen, antes de
consentir en perder su dominio territorial. De las relaciones del territorio con la población que la ocupa, se desprenden todos los lazos jurídicos que se llaman derechos
140
de propiedad, desde los que aseguran el dominio general del territorio, hasta los que
aseguran el dominio de la más insignificante planta nacida en un terreno. Siguiendo
ese orden de ideas, dado que las tribus indígenas mexicanas no ocupaban regiones
igualmente favorecidas por la naturaleza para la producción de los elementos necesarios a la vida, no todas esas tribus tenían el mismo desarrollo evolutivo.
Distribución regional de las tribus indígenas
Desde el punto de vista que acabamos de fijar, todas las tribus indígenas formaban en
general tres grupos regionales: era el primero, el de las que ocupaban la zona fundamental de los cereales, siendo éstas las de desarrollo más avanzado; era el segundo, el
de las que se habían aglomerado en el resto de la mesa del sur y en los planos de descenso de las costas y que seguían en grado de desarrollo a las anteriores; y era el tercero, el de las que ocupaban las regiones del norte y que estaban en su mayor parte en el
estado primitivo. Las tribus del primer grupo resistieron la conquista; las del segundo,
se incorporaron al estado de cosas creado por el régimen colonial, aceptando éste con
todas sus consecuencias; las del tercero, se fueron dispersando a la sola aproximación
de los españoles. Éstos, por su parte, tuvieron que hacer tres clases de trabajo para
reducir a las tribus indígenas, y fueron: primero, el inmediato y poderoso de someter
a las que ya tenían fijeza en la zona fundamental; segundo, el menos intenso pero más
durable de mantener sujetas a las incorporadas, en las que quedaba, como era natural,
mucha fuerza latente de rebeldía; y tercero, el débil pero secular y todavía en actividad
efectiva, de incorporar a las dispersas que por su poca fijeza al suelo, tenían, han tenido y tienen aún, mayor libertad de movimiento y por lo mismo mayor campo para la
depredación y para la guerra.
Los derechos territoriales de las tribus indígenas
La propiedad territorial entre los indígenas guardaba, como es consiguiente, una relación precisa con el estado de éstos. Aunque de un modo general usamos la palabra
propiedad para designar todos los derechos de dominio territorial que los indígenas
tenían sobre el suelo que ocupaban, es claro que muchos de esos derechos no merecían
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141
tal nombre. La propiedad, en el sentido jurídico moderno, es un concepto demasiado
subjetivo para que lo puedan comprender los pueblos que no han llegado a alcanzar
un alto grado de evolución. Empero, todos los derechos territoriales a que venimos
refiriéndonos, pueden colocarse en los diversos grados de dominio que comprende
el sistema jurídico de la propiedad. Más aún, todas las sociedades humanas pueden
clasificarse por la forma sustancial que en ellas revisten los derechos de dominio territorial, lo cual es perfectamente explicable si se atiende a que, como hemos dicho antes,
existe una estrecha relación entre las condiciones de producción fundamental de los
elementos carbónicos de la vida humana, o sea entre las condiciones de la producción
agrícola fundamental, o mejor dicho, entre las condiciones en que el dominio territorial permite esa producción, y el grado de desarrollo que dichas sociedades alcanzan.
Con los diversos grados que marca el progresivo ascendimiento de los derechos de
dominio territorial, desde la falta absoluta de la noción de esos derechos, hasta la
propiedad individual de titulación fiduciaria que a nuestro juicio representa la forma
más elevada subjetiva del derecho territorial, se puede formar una escala en que pueden caber todos los estados que ha presentado la humanidad desde el principio de su
organización en sociedades, hasta el estado actual de los pueblos más avanzados. Los
diversos grados de esa escala pueden marcar con muy grande aproximación, los diversos grados de desarrollo evolutivo de todas las sociedades. La escala referida pudiera
ser la siguiente:
142
Escala de la naturaleza de los derechos territoriales
y de los estados evolutivos correspondientes
Periodo de dominio territorial
Estados de desarrollo
1º. Falta absoluta de toda noción
de derecho territorial
Sociedades nómadas
Sociedades sedentarias, pero movibles
2º. Noción de la ocupación, pero no
de la posesión
Sociedades de ocupación común
no definida
Sociedades de ocupación común
limitada
3º. Noción de la posesión, pero no
de la propiedad
Sociedades de posesión comunal
con posesión individual
Sociedades de posesión comunal
sin posesión individual
4º. Noción de la propiedad
Sociedades de propiedad comunal
Sociedades de propiedad individual
5º. Derechos de propiedad territorial
desligados de la posesión territorial
misma.
Sociedades de crédito territorial
Sociedades de titulación territorial
fiduciaria
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143
Como se ve, con sólo colocar cualquier pueblo en alguno de los diez grados que
marca la escala anterior de desarrollo social, se puede saber, desde luego, su edad evolutiva aproximada, y esto es tanto más importante cuanto que hasta ahora no se conoce el medio de fijar el estado de cultura de un grupo humano cualquiera. Las palabras
salvajismo, barbarie y civilización son de tal latitud, que la última lo mismo se aplica
al estado social de los egipcios de la época de Sesostris, que al estado social presente
de los norteamericanos.
Distribución de los indígenas en la escala anterior
En realidad, los indígenas no habían podido llegar a los grados de desarrollo del periodo de la propiedad. Los pueblos indígenas más avanzados comenzaban a tocar el primero de esos grados. El concepto de la propiedad, independiente de la posesión, sólo
puede llegar a ser preciso desde que existe la titulación escrita. Las tribus de la zona
fundamental de los cereales estaban poco más o menos en el periodo de la posesión;
las tribus del resto de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de las cordilleras
estaban poco más o menos en el periodo de la ocupación; y las del norte estaban de
un modo general, en el periodo de la falta de toda noción de derecho territorial. Sin
embargo de lo que acabamos de decir, es preciso indicar que se confundían mucho.
Las de la zona fundamental, y las del resto de la mesa del sur y las vertientes exteriores de las cordilleras, estaban generalmente constituidas en la forma de pueblos,
agrupaciones que podían considerarse como los esbozos de la ciudad en su forma
latina. Entre el periodo de la posesión y el de la propiedad, el paso es tan largo que
sólo la distancia que ese paso tiene que llenar basta para excusar que la dominación
española haya considerado a todas las tribus indígenas como iguales, agrupándolas
en una misma casta. La distancia evolutiva que separaba a los españoles de las tribus
indígenas era tan grande, que aquéllos tenían que ver a éstas confundidas y como formando un sólo todo; ni más ni menos que a grande distancia de espacio, por más que
las distintas elevaciones que forman una cadena de montañas sean diferentes entre sí
y estén separadas por anchos y profundos abismos, se ven confundidas, unidas en un
solo conjunto y recortadas por un mismo perfil.
144
Efectos directos de la dominación española sobre los indígenas
La distancia evolutiva que separaba a los españoles de los indígenas, influyó muy poderosamente para las relaciones de cohabitación de unos y otros, y para la formación
del grupo social que entre los dos formaron. La superioridad incontestable de los
españoles produjo la inevitable servidumbre de los indígenas. Pero aun esa misma
servidumbre ofreció aspectos diversos. Tres circunstancias influyeron poderosamente
en ella: fue la primera la codicia de los españoles que engendró su poderosa pasión por
las minas; fue la segunda la situación de las vetas mineras en las sierras que cruzan el
territorio y que encuadran muy especialmente la zona fundamental; y fue la tercera la
falta absoluta en el mismo territorio, de animales de transporte y de carga. Los indígenas, pues, fueron destinados desde luego a los trabajos mineros; pero no todos, sino
sólo los que no podían resistir o evitar la servidumbre. Los de la zona fundamental
no pudieron resistirla porque eran los vencidos, y no podían evitarla huyendo, porque
el rosario de minerales establecidos en las sierras que encuadran la zona fundamental
los encerró en ella: esos indígenas además estaban ligados a la tierra; fueron los sometidos plenamente. Los del resto de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de
las cordilleras, resistieron la servidumbre por operaciones guerreras de detalle: unas
veces luchando, otras remontándose a las montañas, siempre abrigándose en las quebraduras del terreno. En esos lugares la naturaleza vencía al conquistador: venció al
mismo Cortés. Los indígenas a que nos referimos fueron tratados con mayor consideración por la dominación española; así son tratados todavía. Los indígenas del norte
se dispersaron. Estos últimos han constituido siempre el obstáculo más grande para
la tranquilidad general del país. No estando ligados al suelo y no siendo ni numerosos
ni fuertes, son incapaces de sostener una campaña formal y huyen; pero asaltan, roban
y cometen todo género de depredaciones cuando se ven más fuertes. Son un enemigo
que no aparece nunca cuando se sale a buscarlo, pero que se presenta siempre cuando
no se le espera. Los indígenas que pudieron ser sometidos y no fueron dedicados a los
trabajos mineros, fueron dedicados a los servicios de transporte en calidad de bestias
de carga.
Al principio, como sólo se pensaba en las minas y en los servicios anexos, los conquistadores no pensaron en la propiedad territorial; las primeras reparticiones de tierra o encomiendas no se hicieron en razón de la tierra misma, sino de sus pobladores;
no dieron derechos de propiedad propiamente dicha, sino de dominación, de señorío.
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145
Por eso al hacerlas de verdadera propiedad, por una parte se cuidó muy poco de la
exactitud de su delimitación topográfica; y por otra no se disputó a los pueblos indígenas sedentarios la cuasi posesión que habían llegado a adquirir o la que habían
adquirido, cuando en efecto habían adquirido tal posesión. Esto último fue para los
indígenas extraordinariamente favorable, porque cuando su número disminuyó con la
servidumbre y cuando tras las luchas económicas que por razón de la época tuvieron
la forma de disputas teológicas, se reconoció a los indígenas la naturaleza humana y
fueron suprimidas las encomiendas; la dominación o el señorío de la primera división
se convirtió en verdadera propiedad territorial a expensas necesariamente de los terrenos de los indígenas, pero respetando el hecho consumado de la conservación de
éstos en los lugares en que desde antes existían o en que se habían entonces congregado. Esto tuvo una gran trascendencia, porque si bien los españoles tomaron la parte
del león, es decir, las tierras mejores, las de riego, las de fácil cultivo, al dar carácter
jurídico a la adquisición de ellas, lo dieron a la ocupación y a la posesión de las que
quedaban a los indígenas.
La bula Noverint Universi. Orígenes de la propiedad en nuestro país
El instinto jurídico español, tan desarrollado a nuestro entender que sólo el romano le
superó, desde que los descubrimientos americanos comenzaron a dibujar perspectivas
de gran porvenir ideó la bula Noverint Universi, para deducir de ella la legitimidad de
las conquistas posteriores. De esta bula se derivaron, en efecto, los derechos primordiales de los reyes de España, y esos derechos fueron el punto de partida de que se derivó después toda la organización jurídica de las colonias. De los expresados derechos
patrimoniales se derivaron en efecto, todos los derechos públicos y privados que en
las colonias pudo haber. Entre esos derechos hay que contar los de la propiedad territorial. Cierto es que las primeras reparticiones de propiedad o encomiendas, de que
antes hablamos, fueron hechas sin conocimiento y sin consentimiento de los reyes de
España, pero cuando ya esas reparticiones fueron de verdadera propiedad territorial,
existía el título legal necesario para adquirirlas: la merced. En teoría, todo derecho a
las tierras americanas tenía que deducirse de los derechos patrimoniales de los reyes
españoles, pero éstos, justos en verdad, dejaron a los indígenas las tierras que tenían, y
146
que eran las que después de la primera época del contacto de las dos razas, la española
y la indígena en conjunto, pudieron conservar o nuevamente adquirir por ocupación.
De modo que hecha la primera repartición de verdadera propiedad, tuvieron en ella
parte los españoles y los indígenas. Con esta repartición quedaron bien definidas cuatro fuentes de propiedad privada: la merced, la posesión comenzada desde antes de
la Conquista o a raíz de ella, donde por supuesto la ocupación territorial tenía ya el
carácter de posesión, la ocupación definida de los incorporados, y la ocupación precaria y accidental de los dispersos. De la merced se derivó la gran propiedad de los
españoles, en calidad de propiedad individual, y de la posesión y ocupación definida y
accidental de los indígenas se derivó la propiedad comunal, con las circunstancias y en
las condiciones que más adelante veremos.
La propiedad privada individual se fue dividiendo por razón de sus dueños, en dos
ramas secundarias, la civil y la eclesiástica, correspondiendo a la división que sufrió el
elemento español desde la Conquista, en el grupo de los conquistadores y el grupo de
los misioneros: el grupo de los conquistadores se convirtió con el tiempo en el grupo
de organización civil, y el grupo de los misioneros se convirtió con el tiempo en el grupo de la Iglesia organizada; y la propiedad, comunal indígena adquirida desde antes
de la Conquista española se agregó igualmente en calidad de propiedad comunal, a la
que se derivó de la merced, porque los reyes de España hicieron también a los indígenas liberales mercedes de tierras en esa forma.
La propiedad privada individual propiamente dicha, o sea el grupo de organización
civil, por efecto de la natural y sucesiva transformación de los peninsulares en criollos,
una vez adquirida, se iba amortizando para la ocupación y hasta para su adquisición
por los demás elementos componentes de la población de entonces. La privada individual de la Iglesia, por la especial organización de ésta y por el número y ascendiente
de sus unidades, se iba amortizando más todavía para la ocupación y también de
preferencia en el elemento criollo. Mas como la corriente de los españoles que venían
a Nueva España era continua y los que venían traían por ideas primordiales la del
enriquecimiento y la de la dominación, y por únicos recursos su persona y sus ambiciones, los nuevamente venidos, ante todo, procuraban enriquecerse con los empleos
o con la minería, y una vez ricos, buscaban tierras en que gozar de su fortuna y en que
asegurarla vinculándola para sus herederos, y generalmente las adquirían por alguno
de los tres medios siguientes, si no por todos: por ocupación de vacíos en las tierras ya
ocupadas; por ocupación de las de los indígenas despojando a éstos, y por ocupación
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147
de las no ocupadas, cada vez más lejanas de la zona fundamental. Entre los nuevamente venidos, muchos produjeron un principio de descomposición de la propiedad
individual del grupo de organización civil, porque como veremos adelante, la convirtieron en comunal que casi se aparejó a la de los indígenas. En efecto, al principio de
la dominación española, los peninsulares, en su mayor parte soldados o aventureros,
disfrutando sin trabajo de todos los aprovechamientos naturales de la colonia a virtud
de las encomiendas, y no pensando más que en la explotación de las minas, hicieron
poco caso de la agricultura, no teniendo la propiedad territorial sino por el interés
del dominio y de la vinculación, pero con el tiempo vinieron algunos, aunque pocos,
agricultores. Si como era natural la población de España vertía sobre sus colonias
tenía que ser la que no tenía arraigo en su país, que procedía en su mayor parte de las
capas sociales bajas, y que era expulsada por la selección, era natural también que en
ella los agricultores, los verdaderos proletarios, vinieran a ser una clase inferior a la de
los soldados. En su mayor parte los españoles agricultores no sabían leer ni escribir,
ni se avenían a la vida en las ciudades: vivían en el campo adquirido por la merced de
rigor, y estaban casi a nivel de los indígenas en cuanto a incapacidad para adquirir la
noción de propiedad jurídica que ellos confundían con la de dominación. En realidad,
la propiedad individual se dividió en dos ramas: la de los propietarios señores, y la de
los propietarios agricultores que eran en número mucho menor. Corriendo los siglos
se fue formando por el cruzamiento irregular de los varones del elemento español
de raza, dividido en peninsulares y criollos, y las mujeres del elemento indígena, el
elemento híbrido de los mestizos. El expresado cruzamiento fue al principio general,
como es lógico que haya sido; pero a medida que el tiempo fue avanzando, se fue
haciendo más que en las ciudades, en los campos donde el contacto de las dos razas
era más íntimo, más difícil el matrimonio regular, menos limitado el capricho de los
españoles, y menor la distancia en las costumbres de éstos y de los indígenas. Durante la dominación española, los mestizos descendientes de los peninsulares agrícolas
vivieron alimentados en las tierras de éstos, como veremos más adelante; pero los
que fueron producto de cruzamiento irregular de los españoles con mujeres indígenas
vivieron en calidad de desheredados. De un modo general, todos eran despreciados
por los españoles a causa de su sangre indígena, y repugnados por todos los indígenas a causa de su sangre española. A muchos de los desheredados les dio abrigo la
Iglesia a virtud del trabajo hecho por los jesuitas para sustraerla del patrono; en
la Iglesia los mestizos vinieron a ser entonces la clase inferior del clero. De modo que
148
aunque la propiedad individual eclesiástica había permanecido sociológicamente indivisa, la compartían tres grupos de raza: los peninsulares como la clase superior, los
criollos como la clase media y los mestizos como clase baja. La propiedad individual,
en sus dos grupos, el de la propiedad individual del grupo de organización civil y el de
la propiedad individual eclesiástica, vino a tener, repetimos, el carácter de gran propiedad o sea el de propiedad en grandes extensiones de terreno.
El tiempo no era propósito para dar a cada uno de los elementos de la población,
y menos a cada uno de los grupos formados en cada elemento, un tratamiento especial dentro de la unidad del Estado que formaban todos, ni era cuerdo intentarlo,
cuando el Estado, en la forma de gobierno virreinal, tendía con sagaz atingencia a la
fusión de todos los grupos dentro de cada elemento y a la de todos los elementos en
la Colonia. Por eso no estableció formas especiales, aunque enlazadas debidamente,
para las diversas clases de propiedad que se formaba y se desenvolvía, sino que se
fijó para todo el sistema de titulación escrita en la formar común notarial. En este
sistema se tomaba como punto de partida la merced, y después se iban consignando
en protocolos notariales todas las operaciones relativas a la propiedad amparada por
ella; pero como por una parte tal sistema requería fundamentalmente la existencia de
la propiedad ya formada o cuando menos de la posesión, por otra requería el título
primordial que sirviera de punto de partida para la posesión o para la propiedad,
fuera o no ese título la merced, por otra, el dar forma notarial a todas las operaciones
requería una educación especial que ni las tribus superiores indígenas podían tener
y que ni aún los peninsulares agrícolas tenían; y por otra, la propiedad comunal,
contraria a toda propiedad individual no requería la consignación notarial de otros
actos que de los que interesaban a la comunidad en conjunto; sucedió que al lado de
la ocupación precaria o accidental de los indígenas que no tenían noción alguna
de derecho territorial, al lado de la ocupación delimitada o definida de los indígenas
que sí habían llegado a tener la noción de la ocupación no habían llegado a tener la
de la posesión, y al lado de la posesión de los indígenas que habían llegado a tenerla
desde antes del establecimiento de la titulación escrita, se formó la propiedad indígena que tenía por únicos títulos la merced primordial que reconocía o creaba la
comunidad pueblo, y el testimonio y algunas diligencias de jurisdicción voluntaria o
de alguna operación celebrada por la comunidad en conjunto, como ya dijimos; y al
lado de esta última propiedad, se formó la comunal española que tenía como títulos
primordiales alguna merced individual y alguno de otro más, posterior, títulos que
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149
los herederos y sucesores de los dueños primitivos y otras muchas personas extrañas,
por no seguir la titulación notarial sucesiva, habían convertido en títulos únicos, convirtiendo a la vez la propiedad individual en propiedad comunal. Esa especie de propiedad era una verdadera regresión de la propiedad privada al estado inferior de la
propiedad comunal. Sólo que quedaron como propiedad privada individual la de los
criollos señores y la de la Iglesia. No estará por demás advertir aquí que, aunque la
Iglesia fuera una corporación u organización, y dentro de ella hubiera comunidades
propietarias, la propiedad no era comunal; en la propiedad comunal, la comunidad
estaba solamente en la persona del propietario.
Las singularidades ya apuntadas en la formación de la propiedad territorial en el
país, que no era tal propiedad antes de la Conquista española, que fue después más
propiedad de pobladores que de extensión territorial en las encomiendas, y que al llegar a convertirse en propiedad territorial verdadera se fijó por conquistadores en país
conquistado, con más ánimos de dominación que propósito de cultivo, en población
sometida, en terreno dilatado y escabroso, con medios científicos incompletos, y por
peritos de conocimientos insuficientes, dieron motivo sobrado para que aun legalmente titulada la propiedad, estuviera mal repartida y mal deslindada. El gobierno español acudió a remediar ese mal con el sistema de las composiciones, que por sumario
e imperfecto, sólo vino a servir para legislar los constantes despojos de tierras que por
peninsulares y criollos señores y eclesiásticos hacían a los peninsulares, criollos y mestizos agricultores, y sobre todo a los indígenas. El procedimiento era el siguiente: con
motivo de la indecisión de los linderos de las propiedades existentes, o se encontraban
entre ellas huecos aprovechables o se extendían esos linderos al capricho; de cualquier
modo que fuera, se ocupaban desde luego esos huecos o se señalaban los linderos
hasta donde se quería, se adquiría así una posesión, y años después se celebraba una
composición basada en la posesión adquirida. La composición dejaba las propiedades
privadas y las compuestas tan mal deslindadas cuanto lo estaban antes, y luego venía
otra composición y así sucesivamente. El sistema de las composiciones, en principio,
estaba dedicado a perfeccionar la propiedad privada, pero de hecho vino a ser también
una fuente de propiedad primordial.
A pesa de ese desorden en la propiedad, el cultivo mejoraba en la colonia, grandes
obras de irrigación se hicieron muy especialmente en las haciendas del grupo eclesiástico; se aclimató el cultivo del trigo, y los animales de alimentación, de transporte, y
de carga que rápidamente se multiplicaron, hicieron sentir un verdadero bienestar. En
150
el grupo eclesiástico, que acabamos de citar, los jesuitas sobresalieron por sus conocimiento en agricultura y por lo trabajos de irrigación que llevaron a término.
La expulsión de los jesuitas y la nacionalización de sus bienes llamados después
de temporalidades, produjo la primera dislocación de la propiedad bien titulada en el
territorio de lo que es hoy nuestro país. Violenta como fue esa expulsión, impidió que
se hiciera de las propiedades de la Compañía de Jesús de la Corona una trasmisión legal y correcta, motivo por el cual esas propiedades vinieron a quedar en una situación
parecida a la que muchos años después estuvieron las propiedades nacionalizadas por
la ley de julio de 1859. Como de esas mismas propiedades fueron enajenadas muchas
en diversas épocas, y las enajenaciones que de ellas se hicieron tomaron su punto de
partida de la nacionalización que se hizo a virtud de la expulsión referida, debe considerarse que dicha nacionalización fue una nueva fuente de propiedad, de la que se
desprendió titulación notarial sucesiva.
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151
M anuEL GaMIo
(18 83- 1 960) .
dE L a arQuEoLo Gí a
a L a MIGrac Ión
y aL IndIGEnIs M o
PanaMErIcano
M ADE IN US A
152
Con Manuel Gamio la antropología se entroniza por completo en los gobiernos que siguen a la revolución y que se dicen herederos institucionales de ella.
Parece fácil decirlo, pero en la práctica no fue así de expedito. Tras su famoso
estudio regional de Teotihuacán, con el cual ganó un merecido doctorado,
Gamio disfrutó personalmente su encumbramiento a las altas esferas del poder, pero igual sufrió ahí, en pleno cenit, su desgracia política, a pesar de ser
un callista convencido. De hecho, padeció una especie de exilio, poniendo en
evidencia que no es lo mismo argumentar entre académicos que cuestionar
a los políticos, por definición inobjetables, en especial si éstos son militares,
aunque no sólo ellos son incuestionables. Es un rasgo propio de los poderosos. En consecuencia, las futuras hornadas de antropólogos públicos aprendieron bien la lección en la cabeza ajena de Gamio, porque desde entonces
optaron por manipular mejor su doble constitución, en la presentación de sí
mismos en la esfera pública, y en el mejor manejo del arte de la ambivalencia. Por supuesto que los tipos ideales del político y del científico, debidos a
Weber, siempre tuvieron propósitos analíticos explícitos, y hasta cierto punto
autorreferenciados en la propia actividad política de Max Weber; luego, no
tienen por qué ser del todo coincidentes con los casos conocidos entre nosotros. Viene a cuenta esta digresión porque la relación de la antropología y
la política ha renovado su vestuario contemporáneo, confeccionando nuevos
papeles en los que es factible jugar con las identidades contradictorias según
las estratagemas que exige cada situación. Hay así gradientes de ambivalencia
que pueden manipularse. Las respuestas ya no son en blanco y negro. Hoy
predominan los tonos grises más diversos, hasta el punto que recuerdan a las
variantes esquimales de nombrar a la nieve.
Mientras en Forjando patria (1916) la enseñanza raciológica de Molina
Enríquez aún es discernible, su asimilación del giro cultural boasiano no es
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153
en absoluto tan diáfana como uno esperaría, y probablemente nunca lo será,
pues en Gamio la “lógica de la Revolución” determinaba suposiciones evolutivas axiomáticas para siempre colocar a los triunfadores al final del proceso
histórico. De modo que a pesar de su cercanía con Boas, Gamio siguió hablando de una “fusión cultural evolutiva”. Por el contrario, lo que sí constituye
una innovación hasta hoy inigualada es su estudio integral de una zona de
influencia zapatista, y quizás por eso mismo su aire innovador como acción
político-académica. Me refiero desde luego a La población del valle de Teotihuacán. El medio en que se ha desarrollado su evolución étnica y social. Iniciativas para procurar su mejoramiento.1 En esa obra seminal lo que Gamio
llamó antropología integral era una suerte de aproximación interdisciplinaria
—en parte arqueología, arquitectura, historia, arte, demograf ía, etcétera—
con propósitos de intervención práctica en la pacificación, lo que no pasó
inadvertido al grupo militar sonorense. Ya en sus días, la obra recibió nada
más que elogios.
Desde entonces surge una vigorosa tradición apologética que persiste en
lo sucesivo alrededor de su figura, resultando de lo más interesante el que su
obra toda contenga elementos para respaldar las diferentes aproximaciones
a cargo, entre otros, de Eduardo Matos, Juan Comas, Luis Villoro, Gonzalo
Aguirre Beltrán, Miguel León-Portilla, Jorge Durand y, no hace mucho, de
Devra Weber, Roberto Melville y Juan Vicente Palerm. Imposible divergir
de la autoridad reunida por tamaña pléyade de panegíricos. Mas, desde mi
particular punto de vista, lo importante no es que se nombre a Gamio como el
“padre de la antropología mexicana”, a partir del consenso apologético así elaborado por estos destacados intelectuales, sino más bien que se forja a nuestro grupo profesional según el símbolo que hemos hecho de él y, de ese modo,
representa lo que nosotros quisiéramos destacar siendo parte de él... O bien
ya no más, un proceso crítico en ciernes pero que ha ido creciendo también.
Sin desmerecer el sentido de esa tradición panegerista del todo presentista,
1
Manuel Gamio, La población del valle de Teotihuacán. El medio en que se ha desarrollado su evolución
étnica y social. Iniciativas para procurar su mejoramiento, 5 vols., México, Talleres de la Secretaría de Educación Pública, 1922; existe la edición a cargo de Eduardo Matos, La población del Valle de Teotihuacán. Edición
facsimilar, 5 vols., México, Instituto Nacional Indigenista, 1979.
154
en la propia trayectoria de Gamio (y no hay que olvidar mencionar al respecto
la entrañable biograf ía de Ángeles González Gamio) se aprecia que el “Gamio
arqueólogo” cesó de serlo luego de su retorno a México, cuando se ocupó de
la migración a Estados Unidos como un problema interno de repatriación (y
por lo tanto de gobernabilidad), lo que también le atrajo elogios merecidos
en la Universidad de Chicago, ciudad industrial donde el asunto inquietaba
por el ambiente de ajustes económicos y la negativa de los mexicanos a integrarse (americanizarse sería mejor decir, según se desprende de Mexicanos
en Chicago. Diario de campo de Robert Redfield, 1924-1925, de Patricia Arias
y Jorge Durand). Desde luego, su sensibilidad lo lleva en 1935 a incursionar
en la literatura con su antología de cuentos De vidas dolientes (1937), pero
es en Hacia un México muevo. Problemas sociales (1935) donde ofrece una
especie de proyecto nacional bastante deshilvanado y confuso, sobre todo si
se le contrasta con el México íntegro (1939) de Moisés Sáenz. Mientras que
Gamio termina su obra rechazando a la “barbarie callista”, misma que padeció
en carne propia tras ser parte de ella de forma incondicional (inclusive en su
jacobino anticatolicismo), Sáenz, en un conjunto de “ensayos que se refieren
al México de 1930”, usa un lenguaje extrañamente actual, quizá porque aún
nos dice algo; es así que concluye en una suerte de “juicio y pronóstico” de una
nación democrática, tolerante, sin clases sociales y unificada. La utopía de
Sáenz estaba más cerca del nacionalismo socializante del cardenismo que del
nacionalismo correctivo anterior y posterior, con el que Gamio se identifica
mejor.
En la última fase del Gamio antropólogo, lo vemos ya por entero dedicado
al indigenismo continental manipulado por la Unión Panamericana, a través
del Instituto Indigenista Interamericano fundado en 1942, justo cuando el indigenismo cardenista decaía. Sus Consideraciones sobre el problema indígena
(1948) se corresponden bien con este horizonte histórico. A lo largo de los
casi 20 años siguientes, Gamio elabora un enfoque híbrido que tiene mucho
de evolucionismo social, algo de culturalismo y una buena dosis de “pragmatismo” (no filosófico, sino de plano político), adecuado a la época de la Guerra
Fría y a una revolución orientada ya a la restauración. Sorprende que se haya
hecho tan conservador, pero así eran las cosas en la época. Aparte de estos
factores, la historiadora Beatriz Urías Horcasitas ha remarcado la temprana
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155
conexión de Gamio con las ideas eugenésicas, más graves que las creencias
raciales del propio Molina Enríquez, y quien terminó sacudiéndose de ellas.
De hecho, ella liga mejor el mestizaje de Gamio con la higiene social.
De manera magistral, Mauricio Tenorio también ha abordado al personaje con una perspicacia sin parangón. Para empezar, ha traído a la memoria
que John Collier era un asimilacionista furibundo, y que era él y no Boas el
mayor interlocutor de Gamio. Pero aún más estremecedor es que exhiba las
cercanas interacciones intelectuales de americanos y mexicanos entre 1880 y
1930 como una manera de compartir su respectiva ignorancia, a la vez que
las certidumbres modernizadoras. Y todo ello, mientras “La ciencia social fue
capturada en la jaula del éxito imperial”. La frase inquieta, aún, luego de la
época examinada por él.
Se ve pues que a fechas recientes la oleada de panegíricos ha decrecido y
empiezan a vislumbrarse crecientes dudas sobre su trayectoria. Varias de ellas
aparecen en la obra de Laura Giraudo, sobre la que luego volveré.2 Por otra
parte, Guillermo Castillo Ramírez ha hecho varios esfuerzos por reconocer a
Gamio, en los que apenas entrevé las primeras paradojas y ciertas inconsistencias de su pensamiento, sin realmente profundizar en ellas. Ha anotado,
por ejemplo, la conexión de Forjando patria con el nacionalismo étnico y la
“vía alemana” a la nacionalidad. O bien su apego a esquemas harto colonialistas. Para nuestra desgracia, éstas son sólo anotaciones y no exploraciones
a fondo. Pero lo más llamativo es que la supuesta crítica de Gamio al sistema
jurídico, sugerida también por Castillo, nunca fructificó en leyes indígenas,
no obstante que se venía hablando de ellas desde que Genaro V. Vásquez escribe su Doctrinas y realidades en la legislación para los indios.3 Y vale decir
al respecto que siendo director vitalicio del Instituto Indigenista Interamericano, Gamio realizó una compilación denominada la Legislación indigenista
de México,4 la cual, aparte de excluir a Genaro Vásquez (quien era nada menos
2
Laura Giraudo, La ambivalente historia del indigenismo. Campo interamericano y trayectorias naciona-
les, 1940-1970, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2011.
3
Genaro V. Vásquez, Doctrinas y realidades en la legislación para los indios, México, Departamento de
Asuntos Indígenas, 1940.
4
Manuel Gamio, Legislación indigenista de México, México, Instituto Indigenista Interamericano, 1958.
156
que el procurador general cardenista), no se pronuncia por nuevas leyes especiales, así fueran culturales. Lo que sí es innegable es, como ha mostrado
el historiador de la criminalogía comparada, Lior ben David, es la acción de
Gamio en la defensa de los indígenas criminalizados. Empero, como el mismo
autor advierte, Gamio seguía pensando en la integración nacional.
Vale mencionar otra senda aún poco explorada por la imaginación sociológica de los estudiosos, y ésta consiste en confrontar a Gamio con esa etnicidad
negada y que no cabía dentro del nacionalismo de Forjando patria, y más tarde en su indigenismo panamericano adicto a Washington. Pienso en Forjando
etnia. La formation d’une communauté indienne dans un village de l’Ouest
du Mexique de Daniele Inda Marchiando.5 Es evidente que ella ha puesto en
tensión al pensamiento del “padre de la antropología mexicana”, pero más allá
de eso, subyace la demostración de la incapacidad del nacionalismo revolucionario para seguir forjando una sola nación. Declina en cámara lenta uno
de los paradigmas más acariciados por no pocos antropólogos, pero a cambio
se nos provee de nuevas herramientas para investigar la fragmentación de la
población indígena y cómo se forjan las comunidades indígenas de la modernidad líquida.
Hacia un México nuevo. La barbarie callista
Parecían agotadas las fuentes de nuestro optimismo.
En cinco lustros han desfilado por el suelo mexicano pujantes revoluciones que
alentaron nobilísimos ideales y encendieron el entusiasmo de los hombres honrados;
pero sus más altos principios fueron tan frecuentemente conculcados por prevaricaciones indignas, claudicantes retrocesos y traiciones sin nombre, que casi se perdió
la esperanza de ver resurgir la doctrina revolucionaria, otra vez erguida, honesta,
redentora.
Era ése un pesimismo injusto, pues tenía que venir y ha llegado para el pueblo, el
brillante amanecer que tanto anhelaba.
5
Daniele Inda Marchiando, Forjando etnia. La formation d’une communauté indienne dans un village de
l’Ouest du Mexique, París, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2011.
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157
Inmaculado patriotismo, rectitud y energía que hacen añorar a Juárez, inspiran hoy
al Poder Público, reviven ideales, señalan el rumbo.
¡Un México nuevo, empieza a vivir!
Nacionalismo e internacionalismo
Grandes movimientos de renovación social conmueven al mundo; la transmutación
de valores es intensa y rápida; lo que ayer era todavía de oro, hoy es código muerto.
Quienes insisten en vivir una existencia pretérita, y abrigan ideas anacrónicas, han
caído y seguirán cayendo, porque tal es la ley inevitable de la evolución.
Sin embargo, hay ciertos tópicos respecto a los cuales es imposible ceñirse incondicionalmente al criterio ultramoderno, so pena de fracasar, pudiéndose citar como
ejemplo de ello el internacionalismo o abolición de nacionalidades y de exclusivistas
fronteras geográficas, meta a la cual tiende la humanidad, con gran ahínco.
En este libro, y en otras publicaciones, hemos emitido ideas nacionalistas, y así
continuaremos haciendo, no obstante que ello parezca extraño, dado que nuestra educación y nuestra mentalidad marchan a la vera de las ideas modernas y de los anhelos
internacionales. Como se nos ha señalado más de una vez esa manera de pensar aparentemente paradójica, resolvemos explicar en estas líneas nuestros puntos de vista a
tal respecto.
La investigación progresiva y el continuo contacto con instituciones e intelectuales
mexicanos y extranjeros, de ideología avanzada, nos hace ir con las novísimas corrientes del pensamiento actual; somos y seguiremos siendo internacionales convencidos,
sobre todo cuando vemos más allá de las fronteras. En cambio, en nuestro carácter de
compatriotas, de hermanos, de diez millones de seres que se debaten en la civilización
indígena retrasada en varios siglos, pensamos de otra manera, somos nacionalistas.
Nos despojamos de nuestros afanes modernistas, que todo quisieran hallar en el más
alto plano del progreso.
Descendemos hasta aquellos mexicanos parias, vivimos su vida y penetramos en
su alma, a fin de conocer los medios propios para ayudarlos a reincorporarse, lenta,
pero efectivamente, hasta que lleguen a ser elementos sociales comparables a los que
constituyen poblaciones de países aptos para formar una federación internacional.
158
El término internacionalismo connota una federación de naciones. ¿Cómo, pues,
México y otros muchos países de la América Indo-Ibérica podrían formar parte de tal
federación, si todavía no constituyen verdaderas nacionalidades?
Quienes sólo conocen las capitales y principales centros urbanos de esos países,
no nos entenderán; pero los que se hayan asomado a la vida indígena de los campos,
habrán visto que allí alienta otro mundo, otra raza, otra alma, bien distintos de los
que caracterizan a las poblaciones urbanas. ¿Se concibe lo extravagante y desfavorable
que sería una federación internacional, si se estableciera actualmente? Por una parte,
individuos de alto tipo cultural, como sucede en las naciones culturalmente avanzadas de Europa, y por la otra, individuos que viven la existencia de hace cuatro siglos,
y algunos hasta la paleolítica, como sucede con grandes grupos indígenas de Brasil,
México, Colombia, Ecuador, Perú, etcétera. El resultado fatal sería la preponderancia
de los confederados de alta civilización y la decadencia y aun quizá la desaparición de
los retrasados.
Se nos dice que Rusia se está enfrentando con éxito a un problema de heterogeneidad étnico-cultural, análoga al de México, pero nadie ha podido explicarnos cuáles
son los resultados de esa experiencia respecto a los elementos inferiormente culturales, y qué medios se han empleado para conseguirlos.
En el futuro formaremos parte de una federación internacional, pero en el momento actual, debemos, antes que nada, formar una verdadera nación.
El caso particular de México, que es ampliamente analizado en este libro, demuestra convincentemente que sin la previa constitución de una verdadera nacionalidad, no
sólo no podremos aspirar al internacionalismo, sino que persistirán indefinidamente
las anormales condiciones en que desde tiempos remotos ha vegetado la población.
Hoy, como hace veinte años, que iniciamos esta campaña nacionalista, creemos que
es de urgencia: equilibrar la situación económica, elevando la de las masas proletarias;
intensificar el mestizaje, a fin de consumar la homogenización racial; substituir las
deficientes características culturales de esas masas, por las de la civilización moderna,
utilizando naturalmente aquellas que representen valores positivos; unificar el idioma,
enseñando castellano a quienes sólo hablan idiomas indígenas. Es pues un nacionalismo referente a la estructura social, étnica, cultural y lingüística, el que proclamamos.
Condenamos el nacionalismo conservador, imperialista, guerrero, torpemente anacrónico, que pretende obstaculizar la marcha ascendente de la humanidad.
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159
La barbarie callista
Ajenos estábamos, al escribir este libro, de que, casi terminada su impresión, nos veríamos obligados a agregar este artículo sobre la facción callista, que sinceramente
creíamos no tendría ya alientos para levantar la voz.
No parece adecuado ocuparse de acontecimientos políticos en páginas donde se exponen temas científicos, y por otra parte, carecemos —y nos felicitamos por ello— de
la aptitud especial y la dúctil y rebuscada habilidad que son necesarias para comentar
aquéllos. Sin embargo, es de tal manera peligroso para los intereses científicos nacionales que el gobierno constituido sea obstaculizado por quienes tanto los menospreciaron, que nos apresuramos a unir nuestra más enérgica protesta a las que por todas
partes se elevan en la nación, ante la actitud criminal de esos elementos descalificados.
Nos referirnos concretamente al reciente regreso del ex presidente, general Calles,
a México, y a las conspiraciones e intrigas que sus adeptos urden contra el régimen
excepcionalmente puro y patriótico del presidente Cárdenas.
No descenderemos hasta la charca de cieno donde todavía flotan la sangre de tantos crímenes, la vergüenza de vicios degradantes y el oprobio de mil latrocinios que
caracterizaron el periodo callista.
Vamos a considerar solamente lo que sucedería si esas manos maculadas vinieran a
paralizar el renacimiento científico que está iniciándose en México.
La organización próxima a consumarse, del “Instituto Politécnico Nacional”, significa la amplia difusión de múltiples conocimientos utilitarios que capacitarán al individuo para colaborar en el mejoramiento del desarrollo social. Anteriormente esos
conocimientos se impartían a pequeño número de individuos, y abarcaban pocas actividades, en tanto que, desde el próximo año, las enseñanzas llegarán hasta el seno de
las masas, y las actividades a que se apliquen serán numerosísimas.
Por primera vez en América se crea un “Departamento de Asuntos Indígenas”, que
se dedicará conjunta y exclusivamente a estudiar y mejorar las condiciones de vida
material e intelectual de los elementos sociales aborígenes, a fin de incorporarlos de
manera efectiva a la nacionalidad mexicana.
Por primera vez en México se establece un gran “Consejo de Educación Superior
e Investigación Científica”, que tiende a difundir, orientar y perfeccionar los estudios
superiores y a estimular y apoyar las investigaciones científicas que de manera tan
raquítica se han efectuado en México, por falta de atención oficial.
160
Se ha puesto punto final al fabuloso negocio de los libros de texto que, por el elevado precio en que eran vendidos a los estudiantes, solamente podían llegar a manos de
contado número de ellos, y en cambio enriquecían a funcionarios sin honor, en tanto
que hoy se ha iniciado la política del libro barato, con la impresión de cerca de dos millones de libros de lectura, los que se venderán al precio de costo, o sea siete centavos
en vez del de cuarenta o cincuenta que les hubiera correspondido en otros tiempos.
Por último, el Presidente de la República ha indicado en sus mensajes que procurará que la actuación de su gobierno se inspire, hasta donde sea posible, en consideraciones de carácter científico y no solamente político.
¿Es justificada o no la adhesión que hacia el gobierno actual tienen quienes dedican
sus actividades a la labor científica?
En cambio, necesitaríamos más páginas de las que contiene este libro para señalar siquiera los abusos y desacatos que se cometieron durante el régimen callista en
los diversos ramos de la administración, siendo los más perjudiciales al país los que
afectaron a la Secretaría de Educación Pública donde, con muy contadas y honrosas
excepciones de ministros cultos y honorables, que por serlo tuvieron que abandonar
pronto sus puestos, los demás se dedicaron casi exclusivamente a prevaricar, en todos
los sentidos que este término connota, y sobre todo a enriquecerse; semejante “política
educativa” fue iniciada con gran éxito y aprobación superior, por el más nocivo de esos
venales ministros, precisamente cuando el gobierno callista escaló el poder.
¿Es explicable la indignación que sentimos quienes anhelamos el progreso científico de México ante la amenaza de que la barbarie callista vuelva a imperar?
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161
M oIsés sáEnZ Ga r Z a
(18 88- 1941) .
dE L a P EdaGoGí a
dEWEyana aL Ind I GE nI sM o
rEVoL uc Ionar I o
In t ErruMP Id o
162
Sáenz ha recibido un pésimo trato en nuestra profesión. Su muerte relativamente joven, a los 53 años, facilitó las campañas de desprestigio que le han
prodigado bajo la conocida falacia ad hominem de haber profesado una religión protestante “proyanqui”. Y no falta quien lo rebaje y excluya como un
“sociólogo rural”. Pero ocurre que en el ambiente educativo, donde sustituyó
a Gamio como subsecretario de la SEP, en 1925, se le tiene en altísima estima
(hay, en Apodaca, Nuevo León, un museo dedicado al Sáenz pedagogo), más
incluso que a Gamio, que fue defenestrado por un supuesto exceso de honestidad. Este último hecho aún no ha sido bien investigado, y mucho menos claro es cómo Sáenz reemplazó a Gamio. La sospecha se conecta con la misma
“barbarie callista” que relegó a uno y nombró al otro. En lo que el episodio se
aclara, ello no invalida que siga siendo escasa la lectura de su obra (en su mayor parte publicada en Perú y Estados Unidos) y, cuando parece no ser así, llaman la atención las burlas de que es objeto en algún posgrado en Michoacán,
a propósito de la experiencia de Carapan, como si las condiciones en 19321933 fueran similares a las presentes. Nada más absurdo, pero la ignorancia
facilita las cosas. Por fortuna, las consideraciones negativas van cambiando
poco a poco, gracias a las luces aportadas por la historia de la antropología.
Hace poco, una colega del EEHA-CSIC en Sevilla, Laura Giraudo, nos ha
mostrado con evidencias archivísticas fehacientes que desde sus inicios el
Instituto Indigenista Interamericano, bajo las presiones John Collier (entonces director del Bureau of Indian Affairs), “corrigió” al radicalismo del indigenismo cardenista. No sólo no se publicó el artículo seminal de Sáenz, “The
Indian, Citizen of America” (1946) en el primer número de América Indígena
(órgano oficial del Instituto que hacia octubre de 1941 sólo coloca una pobre
esquela alusiva a la muerte de Sáenz y ninguna palabra más), sino que Collier
influyó para nombrar a Gamio como sucesor de Sáenz, ya bajo una políti-
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163
ca de “indigenismo apolítico y científico”.1 Cierto, Gamio consiguió de algún
modo sostenerse como director vitalicio del Instituto hasta 1960. A esa época
corresponden sus Consideraciones sobre el problema indígena,2 lugar donde
Collier, en su remembranza al final del libro, ni siquiera menciona a Sáenz, y sí
en cambio reconoce ampliamente al “indigenismo pragmático” (las palabras
son de Collier) de Gamio. El enterrador simbólico tiene pues nombre y apellido. Tal parece que en la época no pasó inadvertido que el preceptor de Sáenz,
John Dewey, presidiera el juicio de León Trotsky, oportunidad en que se puso
en evidencia la marcha sangrienta de la contrarrevolución estalinista. Si a los
rusos los debió disgustar esto, a los americanos tampoco encantó el que se
diera asilo a los bolcheviques (Victor Serge, Trosky mismo), perseguidos o
no. Sáenz no fue bien visto por muchos enemigos en su mundo polarizado.
Desde luego, la relectura de Sáenz viene de hace años, pero es interesante
que se iniciara como una suerte de disputa entre la historiograf ía izquierdista
de Francisco Javier Guerrero, con su “Moisés Sáenz, el precursor olvidado”,3
y la Antología de Moisés Sáenz prologada y editada por Gonzalo Aguirre
Beltrán,4 a la sazón funcionario del Instituto Indigenista Interamericano, y
a poco, defensor a ultranza del gobierno desde las posiciones más centrales. Empero, no deja de ser encomiable que Aguirre escribiese al final de su
largo prólogo lo que sigue: “Infortunadamente, Sáenz muere el 24 de octubre de 1941, a los 53 años, antes de tomar posesión de su cargo [presidente
del Instituto], precisamente cuando la corriente desarrollista burguesa de la
Revolución triunfa sobre la populista agraria y el indigenismo inicia su declinación”. Extraños términos en voz de un indigenista que veía a la revolución
institucional como el desenlace natural de la evolución política de México. Finalmente, tenemos la relectura bastante menos politizada pero del todo justa
1
Cfr. Laura Giraudo y Juan Martín-Sánchez, La ambivalente historia del indigenismo, Lima, Instituto de
Estudios Peruanos, 2011, p. 86.
2
Manuel Gamio, Consideraciones sobre el problema indígena, México, Instituto Indigenista Interameri-
cano, 1966.
3
Francisco Javier Guerrero, “Moisés Sáenz, el precursor olvidado”, en Nueva Antropología, núm. 1, 1975.
4
Gonzalo Aguirre Beltrán (ed.), Antología de Moisés Sáenz, México, Ediciones Oasis, 1970.
164
debida al historiador John A. Britton,5 quien prefiere caracterizarlo sólo como
un nacionalista. Con todo, el esfuerzo conjunto de estos autores no ha sido
suficiente para sacar a Sáenz de la mazmorra del olvido en que se le arrojó.
Hay con él una deuda profesional que saldar.
Sáenz tenía una rara cualidad: la de aprender de los fracasos propios y de
los otros. No digo nada nuevo a lo ya estudiado por Giraudo al recordar sus
estudios de inicios de los años treinta para la Comisión de Investigaciones
Indias de la SEP. Es sabido que hizo indagaciones directas sobre la condición
indígena en Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia. Se trataba de conocer para
actuar, pero no todo afuera era digno de imitarse. En todos los países observa
la dificultad con que esa población va ganando su ciudadanía. En Perú, donde
sabe de Mariátegui y de otros indigenistas, llama a “pensar en él [el indio],
no como algo extraño a nosotros, vestigio de un pasado del que no tenemos
culpa, sino como algo que está en nosotros, que es de nosotros, que somos
nosotros mismos, querámoslo o no”. 6 No obstante, agregaba una exigencia,
que el indígena “tendrá que hablar con su propia voz y clamar por sus derechos humanos para asegurar después, por sí mismo, sus derechos políticos”.
Con esas ideas interiorizadas se va a Carapan (Michoacán), entre 1932 y 1933,
a enfrentar un fracaso. La historia es larga de contar,7 pero no tiene ninguna
gracia. El “experimento social” molestó, al inicio, a la población tarasca simpatizante de la rebelión cristera; luego, cuando se los ganó con un trabajo
indigenista persuasivo, una guardia agrarista cardenista los hizo fracasar al
ver peligrar sus intereses caciquiles. No obstante admitir la frustración, Sáenz
extrae las proyecciones necesarias para la creación de un Departamento de
Asuntos Indígenas y que en efecto se decreta el 30 de diciembre de 1935.
Mucho del indigenismo cardenista, inclusive la realización de los primeros
congresos étnicos en México, se debieron al DAAI. Su sucesor institucional,
el INI, ni por omisión estimularía expresiones étnicas así. Ni que decir del
5
John A. Britton, “Moisés Sáenz: nacionalista mexicano”, en Historia Mexicana, vol. 22, núm. 1 (85), julio-
septiembre, 1972, pp. 78-98.
6
Moisés Sáenz, Sobre el indio peruano y su incorporación al medio nacional, México, SEP, 1933, p. XV.
7
Véase Moisés Sáenz, Carapan, bosquejo de una experiencia, Lima, Librería e Imprenta Gil, 1936; existe
una edición accesible bajo el título escueto de Carapan, Pátzcuaro, CREFAL, 1992.
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165
Indigenista Interamericano, una institución de expertos continentales, no de
extremistas como Sáenz.
Otra vez Giraudo es quien ha logrado detallar la centralidad de Sáenz en
la realización del Primer Congreso Indigenista Interamericano celebrado
en Pátzcuaro, en abril de 1940. Gracias a su experiencia previa y a su carrera diplomática en Ecuador y Perú, él instrumenta las redes latinoamericanas
de indigenistas, de indianistas, de indianófilos y de indios, según su propia
clasificación, con vistas a la realización del congreso y sus expectativas. Por
el contrario, la direccionalidad de esa red hacia Estados Unidos no es clara
en absoluto, a pesar de que ese país envió al contingente más numeroso a
Pátzcuaro, luego del mexicano. La competencia política de proyectos étniconacionales apenas se ocultaba. Pero para Sáenz era un principio irrenunciable
el no encerrar al indio en reservaciones ni convertirlo en una “categoría especial”. Ya desde sus “Proyecciones” (1936), observó algo que también Pimentel
tuvo claro desde 1864, si bien lo percibió sólo como tutelaje: se trataba más
bien de los efectos perversos de “singularizar demasiado” la incautación del
indio bajo categorías públicas especiales. Al hacerlo, se le convierte en grupo
aparte y se le perpetúa separado. De esta forma, mientras avanzara la ciudadanización efectiva, le parecía lógico que el DAAI debería desaparecer en un
plazo razonable, so pena de provocar estas “contingencias del proyecto”. A
partir de tan visionaria previsión, cabe muy bien la presunción de un efecto
indeseado a causa del indigenismo practicado por casi seis décadas, de 1949
a 2003: sin proponérselo, como en una dialéctica negativa, éste preparó el
terreno para la reindianización del México multicultural. De hecho, toda la
élite intelectual y toda la intelligentsia étnicas de maestros bilingües fueron
educados bajo el indigenismo de forma indirecta. Tras ser aculturados, ahora
éstos reclaman con ahínco derechos y territorios exclusivos a nombre de sus
“pueblos indígenas”.
¿Qué proponía Sáenz contra tales efectos perversos? El último de sus libros, México íntegro,8 contiene parte de la respuesta; la otra parte se refiere a la influencia americana hasta el presente y a ella me aproximaré luego.
8
Moisés Sáenz, México íntegro, Lima, Imprenta Torres Aguirre, 1939; también editado en México por
SEP-80 en 1982.
166
El punto ahora es que esboza en México íntegro el proyecto de una nación
mestiza, unificada, armónica, sin clases sociales, democrática y tolerante con
las diferencias culturales. Toda una utopía de la izquierda no comunista. Por
supuesto que Sáenz mantenía la idea de una nación integrada, pero ya no se
contentaba con hablar del “indio que llevamos en nosotros”. Reconoce que
México es un “panorama viviente de pueblos y culturas”. Por ende, la integración, que no asimilación como se ha dicho, no se oponía a la diversidad
cultural existente. “El país es en verdad un panorama viviente de pueblos y
culturas”. Pluralismo cultural e integración no son excluyentes entre sí como
en el indigenismo posterior. Lo que sí representa un verdadero contraste es la
nacionalidad en México y en Estados Unidos. Esta percepción la repite Sáenz
sobre todo a los intelectuales americanos interesados en México. Pronto, su
percepción se convertirá en divergencia tajante. Es inadmisible, sostiene, seguir el modelo americano del trato al indio con limitaciones ciudadanas y sujeto de “naciones” reducidas a reservaciones. John Collier no vacilará entonces en responderle todo lo contrario, es decir, sostiene que la política indígena
americana no sólo era exclusiva de su país, sino es “no menos específica para
los indios y países de las dos Américas”.9
Para comprender a fondo el significado y alcance de estas palabras, hay que
referir varios artículos de la historiadora Laura Giraudo. A ella debo también la copia en español del último artículo de Sáenz, “El indio, ciudadano
de América”, el cual reproducimos aquí. Gracias a Giraudo, sabemos que ese
artículo fue rechazado para su publicación en el famoso primer ejemplar de
América Indígena, no obstante que Sáenz era el primer director del Instituto,
cargo que nunca ocupará. Dada su ausencia (aún era embajador en Lima), el
argumento aparente usado en su contra fue que el Instituto no podía responsabilizarse del contenido de los artículos, mucho menos si era político. Pero a
propósito de política, gracias a esa simulación “científica”, nunca se cuestionó
a Collier que no cumpliera la convención constitutiva del Instituto para crear
un instituto indigenista en Estados Unidos, no obstante que era parte del comité ejecutivo. Hasta el día de hoy la violación persiste por cuanto subsiste
el Bureau of Indian Affairs, en el Departamento del Interior, y el cual ejerce
9
John Collier, “Nuevos conceptos sobre la unidad indígena”, en América Indígena, núm. 1, 1941, p. 11.
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167
un recio dominio sobre la “soberanía tribal” de la “naciones domésticas dependientes”, que es su verdadera condición legal.10 Para su buena fortuna, el
indigenismo subcontinental ha desaparecido y en cambio se mantiene firme
el modelo americano como digno de imitación bajo la máscara doble de “multiculturalismo” y de “capitalismo de casino”.11
En aquellos días se dijo también que el artículo de Sáenz había sido publicado en inglés por una oscura revista llamada Survey Graphic12 bajo el traicionero título de “Indians are Americans. Political Renaissance from Texas to
Paraguay and its Meaning to the New World”. Sólo verlo produce dudas. Pero,
por alguna razón desconocida, la Unión Panamericana (aún no OEA) lo publica íntegro cinco años después, como The Indian, Citizen of America.13 Cabe
preguntarse si Ángel Palerm influyó en ello, pero no lo sabemos. La traductora, Concha Romero James, jefa de la División de Cooperación Intelectual de
la Unión Panamericana, aduce en su nota introductoria que “apareció originalmente en español en un oscuro periódico de trabajadores, tan pobremente
impreso que era casi ilegible”. Por lo tanto, el misterio sigue sin ser revelado,
pero no deja de ser extraño que hasta hoy haya permanecido ignorado entre
nosotros. Párrafos de ese texto censurado podrían ser tomados de Molina
Enríquez. El nacionalismo racial tampoco era innovador, al contrario. Pero
citar a Mariátegui, declararse socialista y concebir al Instituto Indigenista Interamericano como un “instrumento eminentemente político” fueron vistos
como inconvenientes para el mundo de la Guerra Fría que se precipitaba sin
remedio. Ahora podemos tener un idea del porqué Sáenz todavía resulta incómodo.
10
Véase William C. Camby, American Indian Law: In a Nutshell, West Publishing Co., 2004.
11
Por ejemplo, un caso cercano es el estudiado por Elisabeth Mager Hois, Casinos y poder. El caso del
Kickapoo Lucky Eagle Casino, México, UNAM, 2010.
12
En Survey Graphic, marzo, 1941, pp. 175-178.
13
En Points of View, núm. 9, septiembre, 1946, pp. 1-8.
168
El indio, ciudadano de américa
Los indigenistas sentimentales y románticos, gustan de hablar de la reivindicación
de la raza autóctona. Los indios son los verdaderos americanos nos dicen; América
es de ellos, de ellos la tierra, la tradición, el derecho… “Reconstruyamos el Incanato”,
proclaman los andinos; “volvamos al esplendor del Imperio Maya”, exclaman los centroamericanos; “reconstruyamos el Teocali azteca”, quisieran los de Anáhuac.
Olvidan quienes tal dicen, cuatrocientos años de iglesias, virreyes y generales; desconocen el ritmo de la evolución, el vaivén de los ciclos del progreso. Y como no se
pueden echar atrás las manecillas —brazos trágicos mejor fuera decir—, del reloj de
la historia, ni sería posible sincronizar el ritmo del Tahuantinsuyo con el de la alada
“Defensa Continental” del señor Roosevelt, las proclamas de reivindicación tendrán
que ir a aumentar nuestro ya considerable caudal de ilusoria literatura redentorista.
Tampoco es necesario, para hacerle justicia al indio, que nos ataviemos de plumas y
empuñemos la macana.
Situemos a los indios sencillamente en el terreno de nuestras patrias, como elementos de la realidad nacional, como celdillas grávidas de posibilidades, como personalidades humanas enmarcadas en el cuadro político social que les corresponde, pero
dentro de ese cuadro, sin traba alguna para su máximo desenvolvimiento, y ya eso
sería suficiente; ampliamente suficiente.
Absurdo también y ciego a la realidad es el desidioso empeño —si vale la paradoja— de quienes, cerrando los ojos, ignoran al indio y complacientemente lo dejan
relegado a las zonas extrasociales, perdido en los últimos recesos del territorio, roído
por la miseria y la mugre, triste carne de explotación.
El mundo va estrechándose; no puede ya más haber lugares lejanos, ni seres humanos olvidados; a donde no llega la influencia vivificante de una nacionalidad fuerte,
a donde no alcanza la mano paternalista o la acción inflamada de idealismo, podría
llegar la propaganda subversiva, y llegarán los agentes y capataces de la explotación.
Los “espacios vitales” de los fuertes, suelen empalmarse sobre los espacios precarios
de los débiles. Treinta millones de indios abandonados en América por los dirigentes
americanos, pueden ser a la vuelta de cualquier incidente, treinta millones de esclavos
regimentados por “fuehrers” totalizantes. La frase de Mariátegui fue justa: “Los indios
son una clase extra-social”. Hablaba de los indios del Perú, pero en mayor o menor
grado, la descripción se acomoda a todos los de América. En mayor o menor grado,
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169
porque el término “indio” es impreciso en la determinación étnica, en el perfil cultural,
en el esquema económico; muchos indios se confunden con el campesino y forman en
sus filas. Sin embargo, un poco más allá de la clase campesina, más marginalmente,
hay zonas que comprenden a millones de individuos que en México y en Guatemala
y en Colombia; en Ecuador, en Perú y en Bolivia, en todas partes, son en realidad
elementos extra-sociales.
Cierto, dentro del concepto jurídico, teórico, en los estatutos y en las proclamas,
los indios son ciudadanos: “No se llamará indios o naturales a los indígenas, sino peruanos”, dijo San Martín en uno de los primeros decretos republicanos. Por el mismo
tenor se hicieron declaraciones en todos los nuevos estados independientes: los indios son ciudadanos libres, iguales con todos ante la ley. El principio fue impecable,
magnífica la intención; pero los libertadores libraron al aborigen de una clasificación
colonial que en cierto sentido los protegía, más no acertaron a instituir un estatuto
positivo que le diera sustancia a la nueva situación. La colonia, por lo menos, regimentó la esclavitud; la República no llegó a organizar la libertad, y, de hecho persistieron
las viejas prácticas más o menos al margen de la ley: expoliación y despojo de tierras,
desintegración de la comunidad, vejación al indio; abandono, aislamiento material y
espiritual.
Los españoles escribieron un brillante capítulo de administración colonial al redactar su “Política Indiana”. La República, inhibida por las teorías igualitarias liberales,
no ha podido, o no ha sabido formular o establecer una jurisprudencia comparable;
han creado ciertos instrumentos especiales y existe un conjunto de medidas administrativas y de programas que de hecho constituyen una política indianista, pero hace
falta la teoría crítica, sin la cual las prácticas actuales no pueden ser otra cosa que empirismo, sujeto a los vaivenes de las administraciones, inestables por lo común, en cada
país. Con todo, pueden señalarse dos tipos de “política” indianista en el Continente,
el de reclusión, ejemplificada por el sistema de “reservas” de los Estados Unidos, y el
otro, mucho menos bien delineado aún, fue designaremos con el término de “política
integrante”. Una variante de uno y otro, es el sistema propuesto por algunos elementos
de avanzada que propende a vigorizar el núcleo indígena y a reintegrarlo dentro de
un cuadro de nacionalidad autóctona. Bien pudiera designarse el sistema como el de
“renacimiento reivindicatorio indígena”.
El sistema de reservas encuentra aplicación en aquellos países donde los núcleos
indígenas forman una pequeña parte de la población total. Es el caso patente de los
170
Estados Unidos: cuatrocientos mil indios dentro de una población de ciento treinta
millones. Pero en México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia, donde la proporción
de indios va desde el 30 hasta el 60 por ciento de la total, y donde además hay una
población mestiza con fuerte proporción de sangre india que se confunde de hecho
en muchas de las manifestaciones y de los fenómenos de su vida con la población
propiamente autóctona, la política de reclusión resulta imposible, a menos de que
fueran los blancos los encerrados en las “reservas”. En estos países no hay más que
una posibilidad, y es la de la integración de la población vernácula con todos los otros
elementos que habitan en el ámbito de los respectivos países, para formar en cada uno
una nacionalidad tan pareja y tan coherente como la mezcla misma, en una etapa de
fusión orgánica y esencial, lo permita.
En cuanto a la variante que he llamado de “renacimiento reivindicatorio”, es sostenida por los más idealistas defensores de la política de reclusión, quienes piensan que
en la reserva pueden proteger la celdilla indígena en forma tal de hacer surgir lentamente, con vistas a un futuro florecimiento, la nacionalidad indígena con su esencia
espiritual, con su genio cultural, con su propio universo económico y, habría que decir,
dentro de un especial estado jurídico. Por otra parte, algunos de los más radicales
defensores de la integración, tan completa la quisieran que la imaginan como un fenómeno interno del grupo autóctono, independiente de la entidad nacional que en cada
país lo circunda. Unos y otros, los reclusionistas y los autonomistas, llegan al mismo
resultado, que se expresaría con la fórmula de reivindicación de las nacionalidades,
y al fin y al cabo, autodeterminismo de las minorías. Sin embargo, los mencionados
aspectos marginales de las políticas de exclusión y de integración, aun cuando lleguen,
como excepcionalmente han llegado, a cuajar en realizaciones concretas, no alcanzan
en verdad a constituir un tercer tipo de política indianista, porque la teoría es incompleta y sus aplicaciones fragmentarias e incipientes. Quedan, pues, en realidad sólo
dos tipos de política, la de “reservas” y la integrante.
En el proceso de integración entran en juego tres diferentes factores, el racial, el
cultural, el económico. Integración racial quiere decir, formación del mestizaje. Cruce
de las razas que, para el caso de Hispanoamérica, son preponderantemente las autóctonas por una parte, y la española por otra. Cuando los españoles vinieron no trajeron
mujeres; los soldados conquistadores tenían pocos escrúpulos de sangre: el cruce fue
la fácil consecuencia. Así apareció en el escenario del Nuevo Mundo, un nuevo tipo
étnico, que, no obstante, fue al principio un ser sin universo. El indio tenía su puesto
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171
en el sistema colonial español y, es cosa sabida que el blanco, y después sus descendientes directos nacidos en América, los criollos, lo tuvieron también; pero los mestizos
eran gentes que no pertenecían a ninguna parte, verdaderos advenedizos, incómodos
por cierto para el español, ya que no tenían la sumisión del indio, sino por el contrario
eran de índole rebelde y renegada. Los mestizos aumentaron con progresiva alarma y
al correr del tercer siglo fueron ellos quienes hicieron una revolución libertaria que a la
postre sería para su provecho propio más que para el de los jefes criollos que la habían
provocado, a fin de arrancar a la Corona y usufructuar por cuenta propia, los gajes de
América. Racialmente, el mestizo es el verdadero americano. Sus números aumentan
constantemente. En México donde el proceso de “mestización” ha avanzado más que
en muchos de los otros países indoamericanos, sobre veinte millones de población
hay apenas un millón de blancos, y por otro lado unos tres millones de indios; existen,
pues, 16 millones de mestizos. No es exacto decir que México es un país indio; es, más
bien, la tierra del mestizo. El último censo peruano anota un 46% de la población total, como de indios, y un 48% como mestizo. La mezcla ha progresado menos en otras
partes, el sector blanco se conserva, no tan puro como los mismos blancos quisieran
creerlo, pero, de todas maneras, bastante separado, y las masas indígenas forman un
apretado cuadro, un tanto impenetrable y un tanto hostil. Pero el “ladino” de Guatemala y el “misti” y los “blanquitos” del Perú y con ellos los cholos de Colombia y de
Ecuador y de Perú y de Bolivia, y muchos otros que pasan como blancos, todos son
mestizos.
La corriente de inmigración blanca hacia América se ha parado en los últimos años.
En realidad, en los países más fuertemente indígenas, después de la guerra de Independencia, han venido muy pocos europeos, es decir, muy pocos de los que, colonos
definitivos, están destinados a mezclarse. En consecuencia, el cruce racial no puede
realizarse ya entre un indio y un blanco directamente, debiendo efectuarse entre el
indio y un mestizo. El resultado es obvio: mestizos cada vez más indios. Indoamérica
perpetúa su despreocupación racista, pero no hay duda de que la cuestión del cruce
debiera merecer más atención. Las actuales condiciones del mundo y particularmente
las que afectan a España después de su revolución y que han dejado sin solar a cientos
de miles de buenos españoles, podrían ofrecer una oportunidad para una inmigración
especial en considerable escala, lo que a la larga, redundaría en mezclas con los elementos nativos, con lo que el proceso de mestizaje racial recibiría frescos aportes. Por
escrúpulos que serían explicables, o quizá por no darse cuenta de los resortes íntimos,
172
México no ha enunciado un deliberado propósito de fomentar el cruce con el indio
al abrir francas las puertas del país a los españoles, pero hay gente en México que sí
ha pensado que, inclusive, éste será un buen resultado, ya que el español que llega en
grandes números, radicándose definitivamente en suelo mexicano, efectuará al fin y al
cabo el cruzamiento, como sucediera hace cuatrocientos años.
Más importante que el biológico, es el aspecto cultural de la integración americana.
El indio perderá sus entidades materiales antes de perder su alma. Su emoción es
perenne, su sensibilidad persiste; sus actitudes fundamentales ante la vida y ante el
universo son también eternas; esto es el “alma india”, inmortal, en un sentido distinto
del teológico sin duda, pero quizá más real, a través de todas las peripecias históricas, del
estrujamiento y la represión, de la violación y del fracaso, el alma india —que es emoción, sensibilidad, actitud—, sigue viva en América, y se vacía en el molde mestizo;
molde que contiene también, por otra parte, todos aquellos elementos de materia y
de espíritu, la cultura, en suma, de la raza conquistadora. El tipo cultural mestizo, es
una mezcla, y cuando llega a la madurez, una fusión. Especie en formación al presente,
tosca, por lo general sin esencia pero cuya personalidad asoma ya, y se perfila definitiva. En la música, en las muestras plásticas, en los aspectos líricos de la literatura, el
hombre americano expresa el nuevo tipo cultural, que no es ni indio, ni español, sino
que únicamente americano.
En resumen: el proceso de integración, según yo lo concibo, ha de traer como corolarios la creación de un nuevo tipo político y cultural que se incorpore a la vida económica y social de los países americanos. De este modo se establecerá, interiormente,
un equilibrio justo y agradable para el individuo y, por otra parte, los países indoamericanos quedarán capacitados para hacer frente a los problemas y obligaciones de la
vida moderna y para entregar su peculiar aportación a la civilización. Ésta es la tesis
integralista. ¿Y el destino del indio?, se me preguntará. El indio se hará ciudadano y
votará; comerá de la olla familiar con el resto de sus compatriotas, y su alma se salvará
en la del mestizo; un mestizo conscientemente leal de su doble tradición y solidario de
las proyecciones de su doble origen en el panorama de la cultura humana. Decir que
el mestizo es la puerta de escape del indio, significa que en México tendremos cada
día “menos indios y más mexicanos”, según dijera en frase memorable el ex-Presidente
Cárdenas, y que en el Perú y en cualquier otro lugar se verifique el mismo fenómeno
de dispersión de los cuadros autóctono-primitivos y de aparición del verdadero tipo
nacional; Uriel García, el escritor peruano, acuñó la designación de “nuevo indio” y la
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173
expuso brillantemente en un conocido ensayo. El “nuevo indio” no es en verdad otra
cosa que el mestizo, aquel mestizo que tiene conciencia de su herencia y que es solidario de los compromisos de su tradición para el presente y para el futuro.
No estarán de acuerdo como tesis ni los sentimentales que idealizan al hombre
nativo y, pensando, quisieran conservar los grupos existentes en una pureza que, por
otra parte, ya no existe; ni lo estarán tampoco aquellos otros —y en este grupo cuento
a los comunistas sovietizantes— que se imaginan que es posible hacer de México o
de Guatemala o de Perú, de todos aquellos países que tienen fuertes núcleos indígenas, un mosaico socio-político compuesto por nacionalidades más o menos independientes, más o menos ligadas por afinidades espirituales o por lazos económicos. Y
claro que en esta exclusión ni me acuerdo de esa pequeña clase vestigial, los criollos
azules de Indoamérica, que con patética perversidad se empeñan en reivindicaciones
hispano-coloniales, pues éstos —ya se sabe— reprueban, no una tesis de incorporación indígena, sino toda tesis que pretenda dar al aborigen vigencia en la vida nacional.
El cruce racial es factor importante en el proceso de mestizaje y ha operado históricamente en forma preponderante, pero no es ni indispensable ni fatal. Ser mestizo,
es una condición económica, cultural y política tanto como una categoría biológica.
Aquellos factores y éste, operan a veces independientemente y hasta en oposición. Y
así, tenemos en todos los países el caso de mestizos, bastante blancos por cierto, que
por razones de residencia, de economía y de cultura, tienen características que los
identifican de modo absoluto con el tipo indígena. Es el caso de los “Morochucos” de
Ayacucho y que se ve con frecuencia, además, en los barrios de esa ciudad peruana,
donde se encuentran cholos de tez blanca y hasta de ojos azules que no hablan sino el
quechua, que viven como indios y sienten, a juzgar por las apariencias, como indios.
Y tenemos lo opuesto: indios de pura sangre que, gracias a un cambio de residencia, a
la educación, o por mejoría de situación económica, se confunden con los elementos
dirigentes y son reputados como verdaderos tipos nacionales. Por esta circunstancia la
política indigenista, es decir, todo aquel conjunto de medidas que pongan en juego los
gobiernos o las entidades privadas para mejorar las condiciones de vida de los grupos
nativos, resolver los problemas que los afectan y hacerlos aptos para la plena actividad
nacional, puede operar independientemente del factor racial. Capítulos importantes
de una política indigenista serán, primero, el arreglo de la situación económica del
indio, mediante la protección y dotación de tierras, el otorgamiento de elementales
facilidades de crédito y la capacitación de los agricultores para realizar eficazmente
174
los cultivos. Segundo, la acción educativa, por medio de las brigadas de penetración y
de transculturización, por el establecimiento de aquellas escuelas rurales y de centros
especiales de entrenamiento. Tercero, servicio de atención médica y de mejoramiento
de las condiciones de vida. Éstos, y otros puntos del programa indigenista, han de realizarse con el fin de que los grupos nativos vivan mejor y más plenamente, y participen
de manera eficaz en la vida nacional. La cuestión raza no es obstáculo, si bien obligaría
a adaptaciones específicas en métodos y procedimientos en gracia a la eficacia. La materia prima humana es buena. Por un larguísimo proceso de selección natural el indio
se ha adaptado al suelo americano. De hecho, hay regiones en las que prospera el indio,
pero donde el blanco no ha podido aclimatarse. En el altiplano Perú-boliviano, estepa
de cuatro mil metros de altura, reseca y fría, el nativo ha adquirido tórax y pulmones
adecuados a la respiración del aire enrarecido de estas altitudes, y una resistencia física que la frugalidad y la adversidad han templado; el español no llegó a aclimatarse
y el mestizo de hoy apenas resiste. En estas zonas, marginales por cierto, el indio está
eminentemente capacitado para vivir; es casi el único elemento humano que puede
prosperar. Así, pues, el factor racial que en ningún caso es obstáculo insuperable para
el progreso social y político, es en ciertas regiones más bien elemento favorable.
América, y más particularmente Indoamérica (México y Centro América, la parte
occidental de Colombia, y Ecuador, Perú y Bolivia), es en sí misma un exponente de
lo que significa la incursión nativa, es decir, la corriente indígena, en el cuadro cultural
y político mundial. Durante 400 años el mundo ha podido observar los fenómenos de
mezcla, oposición, contraste y fusión de la raza autóctona americana y los elementos
occidentales que vinieron de fuera; pero hay que reflexionar en que, tan sólo en la
región demarcada, existen todavía unos 20 millones de indios no asimilados o no incorporados íntegramente a la vida nacional de los correspondientes países. Esta cifra
representa una fuerte proporción de la población total, que —no hay que olvidarlo—,
ya es en parte indígena. En la suposición de que las corrientes de migración no traigan
a América apreciables contingentes de raza blanca, el proceso de difusión racial en
América y de incorporación del indio, querrá decir, en un sentido literal, la “indianización” de los países que he nombrado. Cabe preguntar entonces cuál es el efecto
presumible del fenómeno, qué fisonomía asumirá Indoamérica en los próximos cien
años —demos por caso—, en cuanto a este aspecto de su desenvolvimiento.
México, donde la homogeneización demográfica ha avanzado considerablemente,
puede servir como índice demostrativo. Los españoles encontraron en México una de
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175
las más importantes concentraciones de población nativa; gentes que, como es bien
sabido, habían llegado a una etapa de desarrollo admirable, sobresaliente del nivel
medio de las culturas autóctonas de la época. Por otra parte, España puso especial
empeño en México; la “Nueva España” llegó a ser un emporio colonial. No es del caso
analizar los factores que han intervenido para avivar el ritmo de la integración mexicana, basta señalar el hecho de que, en la actualidad, la población está compuesta por
16 millones de mestizos —casi todos con fuerte carga de sangre indígena— y de unos
tres millones de indios, que, en su mayoría, viven en lugares más o menos accesibles,
más o menos bien comunicados con el resto del país. Los núcleos de población primitiva y arcaica, que viven desligados de la vida nacional, son excepcionales y muy poco
numerosos; apenas si pueden señalarse un puñado de Lacandones en el sureste, algunos grupos de Chiapas y, en el norte, a los Tarahumaras, a los Coras y a los huicholes.
México, ya lo dije, es un país de mestizos y, en parte, un país de “indios en marcha”.
Constituye un buen ejemplo de lo que una población marcadamente indígena puede
llegar a ser en el escenario político y cultural de América. Tracemos a grandes rasgos
la fisonomía de México.
México tiene un perfil cultural bien delineado, de rasgos fuertes, de calidad inconfundible: hay plástica mexicana, música mexicana, emoción mexicana, y hasta puede
hablarse ya de una “mentalidad” mexicana. El arte popular de México es conocido en
el mundo, sus pintores y escultores actuales tienen renombre internacional; los albañiles, picapedreros y talladores del pasado mexicano esculpieron su obra en millares
de iglesias monumentales cuyo catálogo asombra al viajero; la canción mexicana llena
los ámbitos del Continente. Puede hablarse en verdad de un tipo cultural mexicano,
pero, estando aún en vías de formación todavía se distinguen en él los elementos indígenas de emoción, de intención, de técnica.
La revolución política que después de once años de lucha logró la independencia
de México, tuvo desde su arranque un propósito social. Al proclamarla, Hidalgo congregó a sus feligreses de la parroquia indígena de Dolores, aquellos mismos indios a
quienes él había enseñado las artes manuales y la agricultura. El Caudillo que sucedió
a Hidalgo, Morelos, fue el primero en lanzar en América una proclama de carácter
social. Firmada la Independencia, México pasó por un largo periodo de luchas que
culminaron con el advenimiento al poder de Benito Juárez, indio de raza pura. El
sentido íntimo de este periodo turbulento fue el esfuerzo del pueblo para eliminar
del escenario político a los criollos que, consumada la Independencia con España,
176
habían seguido dueños del poder y del país. Juárez, el indio, hizo época en México;
también marcó un derrotero al nacionalismo en América. En 1854 —mediados del
siglo XIX—, Juárez expidió un cuerpo de legislación, las Leyes de Reforma, radicales
para la época, y que son, aún para nuestros tiempos, un modelo de visión progresista
y audaz. Juárez, el indio, se enfrentó con la Iglesia Católica Romana y, al nacionalizar
sus bienes, le quitó mucho de su poder material; suprimió también el fuero a las clases
eclesiásticas y las incapacitó para ejercer la influencia política que tan abiertamente
habían desarrollado en el país. La revolución mexicana iniciada como fenómeno político en 1910 adquirió inmediatamente un marcado carácter social; se transformó
en una revolución agraria y en seguida en un movimiento del proletariado, y si bien
México no ha adquirido las determinantes de un Estado socialista puro, y si ni por
su teoría política, ni su jurisprudencia y sus prácticas, podría, mucho menos, llamarse
comunista, el hecho es que mediante la Revolución Mexicana —nombre en el que
conviene reparar—, el país ha asumido ciertas características que hacen pensar en
las modalidades colectivistas de la tradición indígena, y se ha distinguido por cierto
radicalismo que pudiera atribuirse a un afán reivindicatorio por parte de los indios
que, impelidos más por la intuición que por la ideación, han formado en las filas de la
Revolución.
El proceso político mexicano de los últimos cien años, que aparece claro y enérgico
a partir de la caída de Porfirio Díaz, significa, sencillamente hablando, la insurgencia
de los elementos de base, es decir, los indios, los campesinos y el mestizaje marginal;
grupos que, con procedimientos varios y a menudo con violencia, van elaborando un
esquema social destinado a satisfacer sus problemas, formando sobre la marcha a los
jefes que, salidos de sus propias filas, asumen la dirección nacional. Tal incorporación
de los elementos básicos y populares ha tenido que producir la eliminación de la antigua clase directora, formada por los españoles primero, después por los herederos de
la colonia, los criollos, y en los últimos tiempos, por las clases aristócratas y la plutocracia. Pero hay que hacer ver que en este fenómeno de desplazamiento y de la forzosa
eliminación de los directores de antaño, no entra en juego el motivo racial. Es simplemente un fenómeno económico y de mecánica demográfica. Los números favorecen
al mestizo, factor importante de la economía; los mestizos se han adueñado del poder
en México y ejercen la dirección de los negocios nacionales; bajo la égida mestiza, los
indios libres para respirar por fin, aparecen y comienzan a operar en el escenario social
del país. Tal movimiento político-demográfico tiende a desalojar a aquellos grupos
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177
que por inercia histórica habían tenido el control del país. La clase eliminada es la de
los criollos y sus descendientes, blancos o blanquizcos de raza, y de cultura europea o
extranjerófila. Pero el indio y el mestizo no desplazan en esos elementos por el hecho
de que sean blancos o por cultos: el fenómeno es sencillamente de un nuevo equilibrio
demográfico, que se hace posible con la desaparición de los factores políticos y económicos que impedían el libre juego de las fuerzas nacionales.
No hay duda de que en gran parte el indio es responsable del fenómeno social y
político de México, como lo es de su perfil cultural, pero conviene señalar el hecho,
que podría escapar a la observación de los de afuera, que al tomar parte en el proceso,
el indio no actúa como tal, ni mucho menos lo hace por ser indio; tampoco se ocupa
—tal vez porque no se le haya presentado la oportunidad—, de formular proclamas
de reivindicación autóctona. El indio opera meramente como individuo energizado y
movilizado y responde a las solicitudes del medio, convirtiéndose a poco en un exaltado sostenedor de las instituciones y los ideales mexicanos. La revolución mexicana no
es un movimiento indigenista, es, como lo dice el nombre, literalmente un fenómeno
mexicano.
Los timoratos querrán tal vez tomar el caso de México como una advertencia, como
un mal que habría de evitarse, y quizá pretendieran emplearlo como argumento en
contra de cuanto signifique la incorporación del indio a la vida nacional y la integración de las nacionalidades americanas en función de los correspondientes elementos
autóctonos. Para quienes así creyeran, tengo dos observaciones. Primera, lejos de ser
motivo de admonición, el caso mexicano, por lo que implica de ideal de justicia y de esfuerzo heroico para componer el universo de cada quien a modo de satisfacer mejor las
honestas necesidades de los hombres, debiera ser causa de aliento y de inspiración; y,
segunda, debemos ser realistas: más vale qué México se preocupe de “hacer mexicanos”
a los habitantes de su suelo, con un propósito de justicia y con lealtad hacia la tradición
y hacia el derecho de todos, y que cosa análoga suceda en los países que tenían un problema semejante, antes de correr el riesgo de que vengan de allende el mar capataces
que no reconocen nuestra justicia, ni palpitan con nuestra emoción, a agitar a nuestros
grupos marginales, o a regimentarlos, dominándolos a todos, para fines ajenos a los
ideales y contrarios al destino de nuestros países.
La creación del Instituto Indigenista Interamericano acordada por el Congreso de
Pátzcuaro e instituido por la Convención que el gobierno de México presentó para
su firma a los países americanos, instrumento que en la actualidad está en proceso de
178
ratificación, expresa ya, en forma orgánica, el propósito de las naciones del Continente
para estructurar la jurisprudencia indigenista de cada uno y de todos a modo de constituir una real política indigenista americana. Pero es claro que el Instituto no podría
ser, y no será, un organismo de investigaciones abstractas o de compilaciones eruditas.
Sus finalidades todas estarán imbuidas de una tendencia normativa; sus búsquedas,
encuestas y catastros constituirán datos y elementos de acción, acción cuya realización
el Instituto promoverá ente las autoridades y organismos competentes.
El Instituto Indigenista Interamericano, organismo científico-normativo, con personalidad propia pero ligado a la vez legal y espiritualmente a la estructura política de
los Estados, actuará sobre dos grandes planos: uno, de amplio horizonte e idealidad,
que señale rumbos y derroteros, que formule proclamas y programas; otro, de realismo circunstancial, sujeto a las ideas y modalidades particulares de cada país, de cada
institución, de cada caso. Pero ni el pensamiento y filosofía que elabore o ilustre el
Instituto en materia indigenista, ni la acción que sugiera y que promueva habrán de
estar desligados de la realidad política y social de nuestro continente. En este sentido
amplio el Instituto Indigenista Interamericano es un instrumento eminentemente político. Y tiene que serlo, puesto que su finalidad suprema es la de contribuir a que los
indios en cada país americano se conviertan en ciudadanos eficientes.
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rIcard o P oZas a r cI nI E Ga
(191 2 - 1994) .
E t nóL oGo, ant ro P ó L o Go
s oc IaL y anaL I sta d E
Las c L asEs s ocI a L E s
In d íGEnas
180
Cualquier historia de la antropología mexicana estaría derrengada sin considerar a los primeros profesionales egresados de la Escuela Nacional de Antropología e Historia y sus antecesores cardenistas, quienes la marcaron con una
impronta progresista para siempre. De estos últimos, aunque nunca como
profesor de la ENAH, Sáenz es el más destacado. Pero no fue el único. Otro
que sobresale como influencia es Alfonso Fabila Montes de Oca (1897-1960),
quien por un tiempo fue el teórico de la autodeterminación de las nacionalidades indígenas, una concepción de origen leninista que tuvo su mayor concreción en la organización étnica del Consejo Supremo Tarahumara, en 1939.
Detrás de él estaban los maestros rurales (como Pozas mismo y antes sus padres lo fueron) preparados bajo los ideales de la educación socialista y de la
escuela rural mexicana, y que pusieron manos a la obra de la transformación
social, puerta por la que entraron con naturalidad en las filas de la militancia
comunista o socialista. Sobre este cohorte generacional, es digno de mención
otro egresado, Gildardo González Ramos (1926-2011), un militante del PPS
que coincide en vivencias con Pozas, Fabila y Julio de la Fuente dentro de la
estructura del Instituto Nacional Indigenista, y que todavía en 1975 consigue
hacer renacer muy brevemente la idea de los consejos supremos como autoridad máxima de los ya entonces llamados “pueblos indígenas”.1 En suma, la
generación de paso del cardenismo a la revolución interrumpida eran todos
maestros rurales, egresaron de la ENAH y, de un modo u otro, fueron influidos por las ideas marxistas de la época.
Cada uno por su cuenta, más todos sin excepción, demostraron que su profesionalismo pesaba tanto como su filiación política. Semejante filiación no
1
Gildardo González Ramos, Memorias de un p’urhépecha. Indigenismo y antropología social, Pátzcuaro,
CDI, 2011.
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181
siempre se hizo evidente en sus diversas etnograf ías, ni tenía por qué determinarlas. Muchas de ellas siguen siendo consultadas hasta el presente y por
ello se les sigue editando. De toda esa generación, Pozas fue el que menos se
acomodó a las nuevas exigencias políticas —de hecho fue de los primeros en
convertirse en académico universitario—, pero resintió mucho más las influencias teóricas funcionalistas de la Escuela de Chicago, al final de su preparación en Chiapas. Más allá de las filias políticas (al respecto Pozas terminó
siendo simpatizante del maoísmo), no se puede negar la feliz conjunción de
tales influencias en sus obras, aun en la más polémica de todas, Juan Pérez
Jolote. Biograf ía de un tzotzil (1948), que también es la que le atrajo una fama
mundial.
¿Fue literatura o antropología? Adelantándose a la crítica posmoderna,
para Norma Klahn la novela de Pozas no era una biograf ía sino una “ficción
de lo verificable”. Por ese camino se le clasificó dentro de la novela indigenista, y en especial dentro del ciclo chiapaneco. Otros críticos como Emmanuel
Carballo, Roberto Williams García y Andrés Medina fueron menos extremistas en esa insólita mezcla de historia de vida y narración. Hoy, empero, y en
mucho debido a la etnología actual, las narraciones y relatos son admitidos
como fuentes etnográficas (desde 2004 hay manuales de narrativa etnográfica, y en pragmática desde muchísimo antes), y no es preciso citar enseguida
a Jack Goody o a Michael Carrithers para reconocer el evidente tránsito de
la narración oral al poder de la tradición escrita; es más, Carrithers sostiene
incluso la existencia de un pensamiento narrativo como constitutivo de las
culturas.
Pero Roberto Williams hizo una observación clave en su comentario. Citando al propio Juan Pérez Jolote (quien concluye su relato diciendo “Pero
yo no quiero morirme. Yo quiero vivir”), aduce que gracias a Pozas, el Jolote
virtualmente no murió. Ese poder de la tradición escrita presenta, no obstante, problemas de traductibilidad, en este caso en su dimensión estética, pero
que en otros ámbitos Pedro Pitarch ha redescubierto en la traductibilidad
“cultural” de los conceptos jurídicos y, antes que él, Juan Pedro Viqueira con
las nociones religiosas transculturales. El punto aquí es que la traducción inglesa utilizó mejor la idea de “recreación etnológica”, en tanto que la francesa
eligió la de “relato tzotzil” y lo remató con la cláusula “recogido por Ricardo
182
Pozas”. No podía resultar más referencial en su intención.2 Pero si no hubiera
en el libro esa sensible y muy original combinación de pautas emic y cánones
etic, sería dif ícil explicar el efecto que tuvo en el pueblo de Chamula y entre
sus descendientes, que también lo leyeron. Fue así como surgió la traducción
al tzotzil de Enrike Peres, Juan Peres Jolote. Xch’iel sk’opojel jun batz’i vinik.3
En otras palabras, jamás había ocurrido en México una apropiación semejante de un texto etnográfico, escrito por un extraño profesional como Ricardo Pozas, pero que no obstante mereció ser rebautizado como Likarto Posas.
No conozco tampoco de un fenómeno análogo entre toda esa nutrida cauda
de antropólogos activistas que sobrevino luego de 1994. Tendremos que seguir esperando a que nos sorprendan con su propia “magia del etnógrafo”,
magister dixit Malinowski.
A partir de Pozas el auge de la escritura (y de la autoría) es extraordinario,
y no me refiero al éxito del Jolote, sino a la sola selección de textos para este
libro. Pienso en realidad en un fenómeno característico del orbe académico
donde se publica o se perece. A partir de dicha pulsión, la redacción de artículos, ponencias, libros y demás se va haciendo un desempeño personal y colectivo inconmensurable, si analizamos los currículos de todos y cada uno, y así
vistos, a modo de una producción literaria inflacionaria, que bien merecería
un tratamiento biblio-estadístico para conjuntarla, sólo para extraer alguna
conclusión interesante de ello. Supongo que alguien lo hará en algún momento, a sabiendas de que el último intento en llevar a cabo un conteo limitado
(para fines del indigenismo) fue Gonzalo Aguirre Beltrán en 1975. Nadie más
lo intentó. Así que, en vez de perdernos en un esfuerzo titánico incierto, es
preferible destacar aquellos escritos que se bañan en su propia luz en medio
de la posteridad que los desvanece.
Pensando en esos términos, es importante decir que el propio Pozas consideraba que su mayor esfuerzo teórico estaba cifrado en el libro Los indios en las
2
Véanse Juan the Chamula: An Ethnological Re-creation of the Life of a Mexican Indian, Berkeley, Uni-
versity of California Press, 1962; Juan Perez Jolote. Tzotzil. Récit de la vie d’un indien mexicain recuelli par
Ricardo Pozas, París, François Maspero, 1981.
3
Enrike Peres, Juan Peres Jolote. Xch’iel sk’opojel jun batz’i vinik, Tuxtla, Instituto Chiapaneko yu’un Stalel
Kuxlejal, 1993.
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clases sociales de México,4 escrito junto con Isabel Horcasitas, su esposa y antropóloga por sus propios méritos —“los maestros Pozas”, como les decíamos sus
alumnos (hombres y mujeres) de la ENAH y de Ciencias Políticas de la UNAM.
Pozas no se equivocaba. En su momento, él provocó avances heurísticos
notables entre sus alumnos y en sus lectores, generando obras tan importantes como las de Rodolfo Stavenhagen, Las clases sociales en las sociedades
agrarias5 y de Luisa Paré, El proletariado agrícola en México: ¿campesinos
sin tierra o proletarios agrícolas?;6 como es bien sabido, luego de ellos cierto
enfoque marxista ortodoxo (debería asentar obtuso) entró en competencia
teórica con el enfoque campesinista inspirado en la lectura palermiana del
agrónomo cooperativista soviético Alexander V. Chayanov, quien moriría a
manos de Stalin a causa de su novela de ciencia-ficción El viaje de mi hermano Alexei a la tierra de la utopía campesina (1920), donde imaginaba una
utopía situada en 1984. ¿Mera coincidencia con la distopía 1984 de George
Orwell? Lo dudo, mas no me extenderé en ello, porque la polémica mexicana
resultó en una cuestión absurda de elegir partido cuando se trataba de ampliar el conocimiento antropológico, más y más adverso a la imposición de un
pensamiento único. Posteriormente, la cuestión tomó nuevos ropajes binarios con los primeros movimientos indígenas, y entonces se trataba de elegir
entre etnia o clase social; otra vez una elección de suma cero. Con el tiempo,
no sólo se olvidaron estas disputas antropológicas sino que lentamente los
propios estudiosos marxistas fueron abandonando sus ideas y motivos y, con
ello, la noción misma de clase social, que no por fuerza es marxista, o mejor,
solamente marxista, pero todavía central para entender la estratificación social y la desigualdad rampante de nuestra época.
Viene a cuenta esto por una razón profesional que involucra a Andrés Molina Enríquez, Manuel Gamio y Ricardo Pozas. Hace tres años se les reunió a
todos bajo el título colectivo de Mexican Sociologists.7 Todos, en efecto, son
4
Ricardo Pozas, Los indios en las clases sociales de México, México, Siglo XXI, 1971.
5
Rodolfo Stavenhagen, Las clases sociales en las sociedades agrarias, México, Siglo XXI, 1969.
6
Luisa Paré, El proletariado agrícola en México: ¿campesinos sin tierra o proletarios agrícolas?, México,
Siglo XXI, 1979.
7
Mexican Sociologists, Books Lic, 2010.
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precursores de la sociología en México, incluyendo a Miguel Othón de Mendizábal, hecho poco reconocido. Ello no es motivo de queja, sino de reflexión.
Con la admirable excepción de Stavenhagen mismo, quien se declaró a favor
de usar todas esas categorías sociales al margen de las divergencias personales, sólo los sociólogos han asimilado sin dificultad conceptos provenientes
de las diferentes teorizaciones y los siguen usando sin mayores escándalos;
los más avezados los rediscuten o incluso los replantean como parte de teorías sintéticas más vastas, caso destacado de Anthony Giddens.8 Pues bien,
queda claro que Molina Enríquez inició una tradición de estudio de las clases sociales racializadas dentro de nuestra sociedad. Pozas y otros como él
la continuaron, todavía preocupados por los grandes problemas de México,
complejizando el análisis con la composición étnica.
¿Es ésta una temática de los setenta, como alguien reviró a mi interés en la
actual proletarización de los pueblos indígenas? Temo que no. Es más, creo
que hoy disponemos de abundantes estudios sobre jornaleros agrícolas indígenas que en vez de refutar a Pozas lo están confirmando. Estas contribuciones recientes, muy característica de los académicos norteños que están
viendo el fenómeno pasar ante sus propios ojos, merecería un tratamiento
aparte por su propio interés. Y es que el México profundo se está vaciando
en la migración temporal o definitiva a las ciudades y regiones agroindustriales donde se ocupa la mano de obra barata y cuya condición étnica es un
ingrediente clave para su flexibilidad, su docilidad y su baratura. El hecho de
que haya reiteradas denuncias, no de explotación, sino de franca esclavitud,
debería conmovernos en nuestro embelesamiento cultural —la “seducción de
la cultura” como la llamó Wolf Lepenies. Y tan contemporizamos con su realidad sin verla que no hemos caído en cuenta que los jornaleros indígenas han
sufrido antes que otros la “reforma laboral”, la cual cancela sus derechos laborales y ciudadanos mínimos, algo que por cierto no ha pasado desapercibido
a los informes etnográficos de Richard Mines, Jornaleros in Mexico’s Agroexport Industry: Changes and Challenges (2010), y Los trabajadores agrícolas
8
Véanse Anthony Giddens y David Held (eds.), Classes, Power, and Conflict. Classical and Contemporary
Debates, Berkeley, University of California Press, 1982; Annette Lareau y Dalton Conley (eds.), Social Class.
How does it work, Nueva York, Russell Sage Foundation, 2008.
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185
indígenas de California (2010, ambos disponibles en su blog). Éste no es un
tema olvidado. Para muchos mexicanos es el doloroso presente y un futuro
del todo desesperanzador.
El texto seleccionado es el último capítulo de Los indios en las clases sociales de México. Pero su subtítulo de “Planteamiento del estudio” descontrola,
pues no es el final, sino el inicio de una estrategia de investigación. Cuando
uno lo lee advierte varias cosas. La primera: que más bien parecen ser las notas esquemáticas para impartir una clase o clases. En ellas, Isabel Horcasitas
era la más enfática y ortodoxa, y quien corregía a su esposo. Esto apunta a
otro ingrediente: ella era la guardiana del apego estricto a las escrituras marxistas, cuando éstas debieron ser motivos de duda por una vez en su vida
del aula. Sus herramientas además, siendo marxistas, se funden bien con el
estructural-funcionalismo, cosa notoria en el uso de la estructura y la intraestructura. La contribución de Pozas y Horcasitas era como la de los maestros
de viejo cuño: muy estrictos en sus enseñanzas, pero de valía limitada como
pensadores. Eran mejores sobre el terreno.
No se juzgue mal lo que digo. Más que aprender nociones reveladoras de
Pozas, él predicaba con el ejemplo. Esto es característico de los viejos maestros y no sólo en nuestra profesión. Hoy es dif ícil hallar casos de congruencia
total entre lo que se hace y lo que se dice. Lo contrario se ha hecho usual. Fue
de esa manera que interiorizamos con Pozas y doña Isabel las reglas de oro de
la ética profesional. Al demostrarse la incoherencia del maestro o maestra, es
del todo imposible repetir la congruencia, pues lo que se aprende imitando es
el doble lenguaje del prestidigitador, que al público lo engatusa con elocuentes palabras y con las manos le saca la cartera (o lo que haya dentro). Denigra
más a quienes hablan de Pozas como “tontito” que al propio agraviado, porque ello retiene en la penumbra interactiva la manera como él enseñaba a
respetar a otros y ser respetado.
En estos viejos maestros se denota también su trayectoria previa. Ellos,
desde mi perspectiva, siguieron siendo profesores. Luego, hay otro elemento
poco considerado. Pozas fue de los pocos antropólogos aplicados que consiguieron hacerse académicos en una fase temprana de eclosión de esta forma
de hacer y pensar la antropología. Tras la desaparición del INI, y aún en tiempos del CDI que lo sustituyó, pude observar las dificultades con que varios co-
186
legas aplicados que fueron liquidados trataron de adscribirse a las exigencias
académicas del siglo XXI. Debo decir que no lo han logrado de forma óptima
todavía, y en algunas instituciones receptoras se han debido crear espacios
especiales de discriminación positiva para aprovechar sus capacidades; pero
éstas aún son residuales para la actividad académica más dominante. En Pozas, por el contario, el maestro y el etnógrafo son dos palabras que pueden
condensar todo lo que digo. Pero qué maestros aquéllos. Y qué etnograf ías.
Planteamiento del estudio. Lo que determina al indio
Estudiar el todo a través de una de sus partes —los núcleos indígenas— es lo concreto
y la esencia metodológica del planteamiento.
Se debe recordar que uno de los propósitos del estudio es analizar las manifestaciones concretas del sistema que da origen a un desarrollo adulterado, con formas
contradictorias, niveles y sectores de clase entre los cuales se encuentran los núcleos
indígenas, los que a través de las vicisitudes de la historia nacional y después de haber
sido en fuertes núcleos activos trabajadores de la Colonia, y de haber tomado parte en
las luchas por la Independencia y la Revolución, continúan hoy —en la fase monopolista del sistema capitalista—, bien que en menor escala, en situación semejante a la
que imperaba en la modalidad mercantilista de ese mismo sistema.
El planteamiento, en la forma expuesta ha sido reforzado ya con la crítica y discusión de los conceptos, definiciones y teorías utilizados en la caracterización del indio;
crítica y discusión que han contribuido a depurar y afinar la teoría que considera
como elemento básico —esencial para dicha caracterización y para la explicación del
cambio del indio— el de su participación en la producción económica que, históricamente, es inseparable del desarrollo nacional y del de la sociedad global.
Lo que determina al indio
Hasta ahora, el indio ha sido definido como una categoría seudoconcreta; se le ha
atribuido una serie de cualidades externas que por su carácter superestructural no son
fundamentales ni suficientes para el conocimiento de su esencia. Por tanto, su estudio
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187
debe realizarse en los núcleos de población a que pertenece, separando previamente lo
esencial de lo fenoménico; el indio muestra lo esencial, al mismo tiempo que lo oculta,
y sólo separando los dos elementos mencionados es como se puede mostrar su trabazón interna (Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto).
La característica esencial del indio
Lo esencial del indio radica en las relaciones de explotación de que es objeto, a pesar
de que en ocasiones parezca manifestar características distintas. Su existencia está
condicionada por la de su explotador, el capitalista tradicional, y el objetivo del estudio consiste en captar lo esencial de la relación que los une.
La intraestructura
En la realidad, los núcleos indígenas forman una estructura interna de relaciones (intraestructura) que constituye una organización social particular, con normas propias
y en fase transicional hacia las relaciones de producción capitalista y a la organización
social consecuente (Lenin, “Crítica de la sociología populista”). Dicho de otra manera:
las relaciones que resultan de la vida del indio dentro del conglomerado puramente
indígena, por efecto de la convivencia con otros indios con los que se halla enlazado
por supervivencias de un pasado histórico común —prehispánico y colonial—, son
las que constituyen la intraestructura.
Tales relaciones internas son las que hacen al indio aferrarse al pasado y a sus tradiciones, como a una tabla salvadora, en medio del naufragio que para él representa la
inseguridad en el inevitable mundo de los monopolios y de la estructura propia de ese
sistema, cuando inicia su ingreso a él.
El concepto que aquí se maneja supone que la intraestructura es una estructura
distinta de la del país y que, no obstante, es parte de ella, puesto que mediante un
proceso dialéctico se está diluyendo en su estructura particular capitalista a la vez que
se fusiona con ella. A diferencia de la concepción dual, o de la plural, se considera que
los núcleos indígenas forman parte del todo, en el cual se hallan comprendidos como
una intraestructura.
188
Papel de la educación
Entre los elementos que constituyen la intraestructura destacan la educación y los nexos de carácter primario del individuo con su familia y con el grupo de sus parientes,
inspirados en la confianza mutua que está determinada por la necesidad de colaboración y ayuda.
En efecto, la intraestructura indígena ha sido predeterminada por las condiciones
históricas que han conformado la vida del indio y trasmitida por el proceso educativo.
Tal intraestructura está constituida por los remanentes de las relaciones prehispánicas —principalmente las del modo de producción—: el mecanismo de propiedad y
de uso de la tierra, las relaciones sociales que mantienen los indios entre sí para lograr
la producción y las vinculaciones que éstos mantienen con el modo de producción del
capitalismo.
La conservación de las relaciones intraestructurales básicas de los conglomerados
indígenas se han trasmitido a través del tiempo por la socialización de las generaciones ascendentes; la trasmisión de los hábitos de vida, la permanencia de los valores
ancestrales, como la solidaridad y el igualitarismo, y de los controles sociales del grupo, esenciales para el logro de las metas más importantes, son factores, todos ellos, que
se trasmiten en la familia indígena y que no puede confiar a las agencias de educación
institucionalizada o formal, representadas por las escuelas oficiales y privadas —nacionales o extranjeras; laicas o confesionales— de la estructura del país, porque los
resultados quizá pudieran ser efectivos, a largo plazo, para formar un ser social conforme a los fines de dicha estructura, pero en desacuerdo con los de la intraestructura
indígena, ya que existe un hecho que no debe olvidarse: que hay discordancia y contradicción entre los fines y los medios de la educación familiar de la intraestructura, y
los de la educación institucionalizada de la estructura particular del país.
Los fines de la educación en la intraestructura y en la estructura
Las razones sustanciales de la situación que se ha expuesto derivan de la diferencia
de objetivos que se plantean ambos procesos educativos, aunque éstos en sí mismos
cumplan idéntica función: mientras la educación familiar de la intraestructura indígena educa objetivamente en la cooperación y la ayuda mutua, en pro del reparto equili-
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189
brado del esfuerzo productivo y en contra de la concentración de la fuerza de trabajo
para beneficio de algunos —hecho que, en cierto modo, conduce a un igualitarismo en
el disfrute de los bienes económicos de la intraestructura—, la educación de la estructura particular del país, orientada hacia la rivalidad competitiva y al aprovechamiento
del esfuerzo productivo de unos en beneficio de otros, favorece la desigualdad en el
reparto de los bienes económicos acumulados como resultado del trabajo productivo,
de lo que resulta que unos acumulan con exceso, en tanto que otros presentan grandes
carencias. Por consiguiente, para su ajuste a los patrones de conducta respectivos, los
individuos sujetos de la educación de ambas estructuras tendrán que ser formados
por caminos distintos y con recursos diferentes. De aquí parte la afirmación hecha en
los primeros párrafos de que entre ambas formas educativas existe discordancia, porque sus exigencias son opuestas entre sí y crean en el individuo mismo de la intraestructura conflictos entre las formas tradicionales de la educación que le son familiares
y las de la educación primaria.
La familia y las relaciones de parentesco
La familia, entre los núcleos indígenas, conserva mucho de la organización de las formas prehispánicas. La autoridad la ejerce el padre, pero la mujer mantiene igualdad
frente al hombre en el matrimonio, ya que ambos forman una unidad indispensable
para la satisfacción de las necesidades y que funciona a base de una distribución complementaria del trabajo conforme a los sexos (Isabel H. de Pozas, “La posición de la
mujer dentro de la estructura social tzotzil”).
Las relaciones de parentesco más amplias, las que van más allá del núcleo familiar, todavía se mantienen en algunos núcleos de población india y suelen descubrirse
en los nombres indígenas de las personas, que son como vestigios que denuncian la
organización social clánica de la época prehispánica; su estudio es de gran atractivo
para los antropólogos y permite el análisis de los remanentes con un objetivo definido
(Ricardo Pozas, “Chamula, un pueblo indio de los Altos de Chiapas”). El parentesco
ritual (compadrazgo) desempeña una función social trascendente en la organización
social de los núcleos indígenas.
190
Intraestructura y destribalización
Para los efectos de este diseño, cuando se habla de la intraestructura se hace referencia
a los remanentes prehispánicos y coloniales que aún se manifiestan en los núcleos
indígenas, y cuando se habla de destribalización se la entiende como el proceso histórico social de disolución de los remanentes prehispánicos de la intraestructura en la
estructura particular del país.
El cambio del indio
El cambio del indio se realiza mediante un proceso contradictorio en el que la organización neocolonial, con su unidad estructural de clases y su modo de producción
monopolista, se opone a la intraestructura de los núcleos indígenas que, dentro de
la estructura particular del país, funciona también con su unidad estructural propia.
La estructura particular del país y la intraestructura india operan, para el cambio,
como un par contradictorio dentro de la estructura total del modo de producción del
capitalismo monopolista; la estructura particular nacional y la intraestructura indígena constituyen, respectivamente, los elementos principal y secundario de la contradicción.
Esta contradicción se puede observar, concretamente, en las relaciones de producción de la intraestructura y los de la estructura particular del país; así las relaciones
de producción, de cooperación y ayuda mutua propias de la infraestructura funcionan como elemento secundario en contradicción con las relaciones de competencia
y explotación, propias de la estructura particular nacional y elemento principal de la
contradicción.
La contradicción así planteada es la principal y constituye el objetivo central del
estudio al que se han de orientar las observaciones.
La participación del indio en la producción económica determina todos los cambios, tanto en lo que se refiere a su vida particular como a la de su comunidad y su
cultura.
En la explicación de la contradicción original y del cambio por ella determinado se
ha hecho uso de expresiones mistificadas tales como “proceso dominical”, “aculturación”, “integración étnica” o de dicotomías como las de conquistadores y conquistados,
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191
vencedores y vencidos, ladinos e indios, participantes y marginados, las cuales, sin
mistificación, deben sustituirse por la de “explotadores y explotados”, que lo mismo
se refieren a la situación original que al estado actual del proceso y cuyo contenido
conceptual supera todas las diferencias étnicas, raciales, sociales, culturales o de cualquier otro tipo, de la superestructura; sin perder su correlativa interdependencia ni
sus posibilidades de determinación dentro del marco histórico y, además, su uso se
adapta a la estructura de clases que, en el caso del estudio que aquí se diseña, rebasa
los límites de lo indio.
El desenvolvimiento del indio en la historia de México
En efecto, la contradicción que dio origen a los procesos de cambio se estableció a partir del momento en que entraron en contacto los dos elementos humanos que representaban intereses opuestos. Desde ese momento, marcado por la consumación de la
Conquista, los indios dejaron de ser los únicos en el territorio. Por tanto, en cualquier
situación o proceso que se refiere al indio ha de considerarse también el otro elemento
con el cual el indio ha coexistido —en relaciones contradictorias y antagónicas, pero
en estrecha unión establecida por su interdependencia— en una entidad que se define más claramente con el transcurso del tiempo y el desenvolvimiento histórico por
la disolución y la fusión de la intraestructura, como término de las contradicciones
motivadoras del proceso.
Durante la Colonia
La convivencia del indio con sus explotadores dio como resultado lo siguiente: durante
la Colonia, un creciente núcleo de la población que iba dejando de ser indio se constituía, principalmente, por aquellos que se agregaban al modo de producción dominante —a través de las encomiendas—, mediante el “trabajo personal” para lucro de los
españoles. Éstos se valían del endeudamiento sistemático de los indios para sujetarlos,
arraigarlos y convertirlos en peones de haciendas, minas, obrajes, gremios y cabildos
de las ciudades, táctica que aún se practica en algunos centros de producción. Secundariamente entraban en el proceso los núcleos de indios que vivían en las pequeñas
192
aldeas, parajes o pueblos, los que permanecieron relativamente independientes, cerca
de los centros urbanos y formaron con éstos una unidad de intercambio económico de
productos agrícolas y artesanales —característica del capitalismo mercantil—, en la
que el control político y religioso lo ejercía el centro urbano; éste imponía al indio un
sistema de servidumbre y dependencia que, en algunas regiones del país, aún subsiste.
Por último, los que, refugiados en sus pueblos, reforzaron su cohesión interna ante
las formas de vida de la Colonia, mantuvieron sus relaciones primarias y trataron de
amparar las tierras comunales de que disfrutaban al mismo tiempo que rehuían en lo
posible el contacto con los conquistadores y con sus descendientes, son los que constituyen el elemento indígena que mejor ha conservado sus rasgos tribales y coloniales,
remanentes característicos de la intraestructura.
En la Independencia
La Independencia marca una nueva etapa en la participación de los indios en el desarrollo nacional; ésta consiste en haber contribuido con fuertes núcleos a la lucha
armada, lucha cuyos resultados le permitieron salir del colonialismo —en su forma
política— y trocar su situación de indios por la de semiproletarios. De esta manera,
se redujo el número de los que vivían fuera o en contra de las nuevas corrientes políticas y sociales traídas por el explotador, a pesar de que el nuevo régimen no adoptó
ninguna medida para transformar la estructura económica dejada por aquél y el país
continuó practicando el mismo sistema de explotación del indio, bien que ahora en
beneficio de los criollos y mestizos, ya que los españoles de la Península habían sido
excluidos. Con todo, en esa época se sientan las bases de la nueva nación que desde
la Colonia se venía gestando con los anhelos igualitarios, la formación de la pequeña
propiedad, el fortalecimiento de las haciendas y latifundios y el comienzo formativo
del capitalismo criollo.
Con los liberales
Los liberales consideraban que no se podía luchar contra el despotismo colonial si no
se luchaba, al mismo tiempo, por la emancipación del indio, ya que el despotismo se
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193
había mantenido sobre la explotación del indio y por ello, para acabar con el sistema,
había que hacer justicia al indio. En la realidad histórica, los liberales encubrían y
preparaban la penetración del neocolonialismo.
De acuerdo con la Constitución y a partir de la Independencia, todos los habitantes
del país gozan de la categoría de ciudadanos, con iguales derechos y obligaciones.
“Todos los principios liberales asentados en la Constitución fueron dirigidos a liberar al indio y a incorporarlo en el seno de una sociedad justa” (Francisco López
Cámara, La génesis de la conciencia liberal). Esta nueva situación permitió a fuertes
núcleos de indios romper la intraestructura y sumarse con mayor libertad a la clase
asalariada y con ello al modo de producción capitalista vigente. El cambio político del
país, de su carácter de Colonia al de nación libre, significó para el indio la aceleración
del proceso de su destribalización y paso a la condición de semiproletario o de asalariado permanente. Es así como los elementos de la superestructura influyen en los
cambios de la estructura y los aceleran.
Las leyes de Reforma y el liberalismo dieron un nuevo impulso al proceso de proletarización del indio, de la situación que provocaron derivó el despojo de sus tierras
comunales de que se le hizo objeto, lo que dio por consecuencia que muchos núcleos
indígenas, convertidos en semiproletarios, se vieron obligados a destribalizarse.
Con los neocolonialistas
Durante la segunda mitad del siglo XIX se inició la expansión neocolonial de Estados
Unidos con la de sus industrias y la sustracción de materias primas; sus influencias
llegaron hasta las comunidades indígenas y obligaron a muchos de ellos a destribalizarse en masa.
En la Revolución de 1910
La Revolución de 1910 descubrió en el indio los valores y las raíces de la nacionalidad,
hecho que es como el primer jalón de una nueva política que muestra cierta preocupación por él y por sus problemas y que lo considera como integrante de núcleos especiales y distintos del resto de la población. A falta de manifestaciones auténticamente
194
nacionales, se dignificó y elevó lo indígena a nivel nacional. Después del triunfo de la
revolución armada dio comienzo un proceso de capitalización que se manifestó en la
acumulación acelerada de capitales. Así, los sistemas sociales en los que los indios han
participado pueden sintetizarse en el cuadro de la página siguiente.
La explotación del indio
La explotación —como categoría— aplicada al indio reviste las mismas características que adopta en su aplicación al resto del proletariado; sólo que las dos variantes
de que se ha hablado ofrecen las modalidades peculiares que les imprime la historia
particular de cada núcleo o sector.
La explotación directa
La explotación directa se da, como ya se ha dicho, en la producción agrícola y en la
industrial, en las que los indios participan a cambio de un salario. Esta relación toma,
a veces, principalmente en la producción agrícola, características coloniales, tanto en la
contratación como en la forma de retribuir el trabajo del indio. La producción industrial, por el contrario, crea sus propias relaciones, que rompen generalmente con todo
remanente de sistemas pasados. La diferencia está en la esencia misma del sistema de
producción capitalista.
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195
Sistemas y fases en los que han participado los núcleos indígenas en la historia de México
Modo de producción (estructura)
Características
Organización social
Precapitalista:
termina a principios
del siglo XVI.
Propiedad comunal y privada de
los medios de producción.
Relaciones de cooperación en
proceso de cambio a relaciones
de explotación.
Tribal
Capitalismo mercantilista:
termina a principios
del siglo XIX.
Propiedad privada de los medios
de producción con residuos
de propiedad comunal.
Relaciones de producción
mixtas: combinadas con fuertes
remanentes de esclavismo,
forzadas y de cooperación.
Colonial
Capitalismo librecambista:
termina en la segunda mitad
del siglo XIX.
Propiedad privada de
los medios de producción.
Relaciones de producción
mixtas con remanentes
de relaciones forzadas.
Nacional
Capitalismo monopólico:
época actual.
Concentración privada de
los medios de producción.
Relaciones de producción
y explotación remanentes.
Neocolonial
El salario
El mecanismo de explotación está relacionado con el salario —valor de la mercancía
que vende el asalariado—, el cual se determina por la cantidad de recursos que necesita el trabajador para recuperar las energías perdidas en el trabajo. El indio necesita
poco, de modo que es un buen sujeto de explotación. Su alimentación es sencilla, sin
proteínas de origen animal; no consume leche, carne, huevos, pescado; entonces, su
salario es bueno si le alcanza para comprar tortillas, chile y algo de frijoles. Y el indio
se conforma, porque piensa que el salario es el sustituto de lo que guardaba en su troje
para asegurar el sustento de su familia. Su indumentaria no está sujeta a las exigencias
196
de la moda es tradicionalista, hecha con tela de algodón o de lana que ellos mismos
tejen en telares prehispánicos, aunque lo que más usan es la manta. Su esposa y sus hijos pueden andar descalzos y él mismo puede prescindir de los huaraches; una muda
de ropa puede servirle durante muchos años, remendándola cada vez que se rompa.
Su vivienda, también miserable, carece de los servicios elementales de luz, agua potable y drenaje. Con el piso de tierra, paredes de embarrado o adobe y techo de zacate,
es poco abrigada, y si a ello se agrega la falta de muebles que podrían brindarle un
descanso confortable, es poco acogedora. Muchos indios no duermen en cama, otros
no tienen ni un petate que tender en el suelo y hay quienes, para conservar el calor
de sus cuerpos durante la noche, duermen junto a los perros. De ahí que el vestido y
la vivienda no sean renglones que merezcan ser tomados en cuenta al determinar el
salario del indio.
El explotador ve, pues, en el indio, el sujeto ideal para sus relaciones, consideradas
las pocas exigencias económicas que tiene para recuperar las energías perdidas en el
trabajo y para mantener a su prole. Por otra parte, el explotador sabe que el indio desconoce las relaciones de producción que se consideran normales o legales y que no podrá exigir ni una jornada mínima de trabajo, ni un salario superior al que él le ofrece.
El indio como reserva
El indio, cuyas técnicas de producción son rudimentarias, tiene que trabajar más para
producir aquello que con técnicas avanzadas se produce en mucho menor tiempo, así
que el valor del fruto de su trabajo se reduce a unos cuantos centavos.
En cuanto al salario, ya se ha dicho que el precio de su trabajo está determinado por el
de los alimentos que consume; el costo de éstos es su salario, el cual, comparado con
el de un obrero calificado, representa menos de una décima parte de este último. Esto
no quiere decir que el indio sea más explotado que el obrero, especializado de la gran
industria, porque en el caso de éste sucede todo lo contrario: la explotación es mayor
por cuanto su fuerza de trabajo se aplica a la producción con alto desarrollo técnico.
Lo que ocurre es que en la producción económica del indio hay un gran desperdicio
de fuerza productiva y que el sistema procura mantener inactivos a fuertes núcleos de
población, entre los que se cuentan los indios, como reservas humanas.
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197
La explotación indirecta
La explotación indirecta, como se ha señalado, se manifiesta en una serie de mecanismos del sistema que son utilizados en los distintos niveles y sectores de la burguesía
para apoderarse indirectamente del producto del trabajo humano; así, cuando el indio produce, después de satisfacer los escasos requerimientos de su propio consumo,
distribuye, de acuerdo con el mecanismo citado, el excedente real que ha producido
como sigue:
a) da al terrateniente, es decir, al dueño de la tierra —cuando no le paga la renta en
efectivo— parte del producto (aparcería);
b) da al prestamista usurero, quien recoge parte o el total de la cosecha, a cambio de lo
que le ha adelantado para sobrevivir;
c) da a la numerosa cadena de comerciantes intermediados en cuyas manos van quedando en varia proporción los excedentes;
d) da al gobierno, en forma de impuestos, tributos, alcabalas y otros gravámenes;
e) da para el consumo conspicuo.
De todas estas formas de explotación indirecta, las más generalizadas son las que se
practican en las relaciones comerciales con el indio, por el engaño en la medida y peso
de las mercancías, la adulteración de los productos y aumento de los precios, en detrimento del efectivo que deben aportarle sus transacciones; por otra parte, el precio de
las mercancías que el indio lleva al mercado está determinado por el de las mercancías
de la industria o por el de los productos agrícolas iguales a los suyos salidos de centros
altamente tecnificados.
Aunque el indio no siempre produce para el mercado, cuando lo hace, o cuando
dispone de algunos productos excedentes con que comerciar, éstos tienen que competir desventajosamente con los productos de la industria, ya que en la producción
suya empleó instrumentos primitivos. A pesar de todo, lleva su producción al mercado, convertida en mercancía, porque tiene que adquirir dinero para comprar otra
mercancía destinada a satisfacer sus necesidades. Esta operación puede efectuarse
por medio de trueque, es decir, eliminando el uso de moneda, pero esto es poco frecuente en las transacciones ordinarias que se efectúan en los centros comerciales o
metrópolis indígenas (sistema de constelaciones). Pero no debe olvidarse que, en esa
198
relación, la mercancía del indio es esencialmente diferente de las mercancías que se
producen en la industria o en la agricultura asalariada, porque ella es, ante todo, la
cristalización de su fuerza productiva materializada en un producto; fuerza que no
ha sido contratada por un salario ni se ha aplicado al uso de medios de producción
ajenos sino a los propios, rudimentarios y diferentes de los de la industria o de la
plantación agrícola.
La religión como explotación indirecta
En toda organización de cargos religiosos de los que se ha hablado se maneja dinero
y en el empleo de éste se pueden analizar una serie de gastos para el consumo conspicuo, de lo que se puede deducir la distribución del ingreso entre los miembros del
grupo, así como el prestigio y el control social que dichos gastos acarrean.
En efecto, las sumas anuales de lo consumido en estas celebraciones representan
gastos muy crecidos que los indios tienen que hacer, sea por su carácter de funcionarios encargados de la festividad, o por el de jefes de familia, obligados a cooperar
económicamente, cuando no son titulares de algún cargo. Estas sumas tienen que
cubrir los gastos generales del pueblo y deben entregarse en efectivo, o en especie,
según las condiciones en que se encuentre cada uno. A todo esto deben agregarse los
servicios personales que todos están obligados a prestar para el arreglo del pueblo en
tales ocasiones.
Estas erogaciones, obviamente onerosas, benefician a un crecido número de personas ajenas a la intraestructura indígena, como son los agentes recaudadores, los
sacerdotes, los artesanos, los comerciantes, los propietarios de medios de transporte,
los músicos, los danzantes, los peregrinos, los visitantes, los parientes y los amigos invitados; benefician, igualmente, a joyeros e industriales, merolicos, tahúres y maleantes que roban y estafan a los indios (Isabel H. de Pozas, “Misión de Chichimecas”).
Todos estos beneficios para extraños representan un desembolso de varios cientos
de miles de pesos para los conglomerados indígenas, equivalentes a muchos años de
trabajo. Casos como éste, en los que el escaso excedente que generan los núcleos indígenas se aplica a fines no productivos, constituyen formas de explotación indirecta.
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199
El proceso del cambio
La participación del indio en el desarrollo nacional implica un proceso de cambio
complejo, en el que se manifiesta su aceptación o su rechazo de los elementos y relaciones del modo de producción de la estructura capitalista, que se le ofrecen para
remplazar remanentes de los modos de producción indio y del sistema colonial constitutivos de la intraestructura.
Ambos elementos y relaciones de producción —intraestructurales y capitalistas—
constituyen, como se ha dicho, los componentes de la contradicción que se pretende
analizar en el estudio.
Los límites del cambio
La explicación del cambio del indio y de su participación en el desarrollo nacional
debe hacerse considerándolo siempre dentro del sistema capitalista y como integrante
de las clases sociales. Para ello se hará un análisis más fino, en el que habrán de examinarse algunos de los conceptos que se han expuesto.
El cambio efectuado en un gran número de individuos de los núcleos de indios se
limita a un área de ascenso social muy reducida, que apenas alcanza a la del proletariado estricto, ya que sólo un pequeño número logra, de una generación a otra, llegar
a la de los sectores de la mediana y de la pequeña burguesía y casi nadie llega a la de
la gran burguesía.
El proceso que media entre la destribalización y la proletarización del indio ofrece
matices que pueden ser observados y analizados en una variedad de centros de producción, los cuales abarcan desde la agricultura de roza —técnica agrícola india—
hasta la industria de monopolio con su gran diversidad de relaciones de producción.
Experimentan el proceso tanto los indios que con carácter de asalariados trabajan para
otros indios —con apego a las modalidades propias de sus comunidades—, como los
indios que, ya destribalizados, se convierten en obreros de la industria rezagada, o
de las fábricas subsidiarias de grandes empresas extranjeras que emplean maquinaria
moderna.
200
La destribalización
En el tránsito de la intraestructura indígena a la estructura capitalista, el primer paso
consiste en lo que se ha denominado proceso de destribalización, el cual constituye
solamente la etapa inicial del proceso total de cambio del indio cuyo término es la
proletarización.
El fenómeno de la destribalización no se limita solamente a las migraciones temporales de los núcleos indígenas hacia los centros de trabajo de tipo capitalista, se
observa también en muchas otras relaciones sociales, como las de intercambio comercial y las de convivencia con gente a la intraestructura, de las que suele derivarse
la penetración de nuevos cultivos y nuevas costumbres en las comunidades indígenas.
El indio, dentro del sistema social capitalista, es un subproletario. Pero no debe olvidarse que dentro del sector subproletario hay otros núcleos de población que no son
indios: campesinos sin tierra ni trabajo; recolectores de basura, de plantas y frutos del
semidesierto; desocupados que emigran del campo a la ciudad, etc.; elementos, todos
ellos, que tal vez pueden ascender de subproletarios a semiproletarios o directamente
a proletarios; pero los indios, para pasar de subproletarios a semiproletarios, necesitan
destribalizarse. Este cambio comprende, básicamente, el abandono de su economía de
producción-consumo, y el paso a una economía monetaria, con la serie añeja de sus
relaciones y elementos socioculturales, previamente a la adopción de las formas de
producción capitalista.
En términos generales, el indio mantiene en sus localidades un conjunto de actividades económico-sociales que, por su disimilitud con el modo de producción capitalista, operan como factores de aislamiento. El abandono de dichas actividades y su
sustitución por otras equivalentes, aunque no iguales, entra en el proceso dialéctico
de destribalización. Algunas de las actividades propias de las localidades indias se
mencionan a continuación:
1) recolección de leña, de frutos y plantas silvestres;
2) tejido de objetos de palma u otras fibras duras (como ocupación secundaria);
3) tejido de telas en telares prehispánicos;
4) cultivo de pequeñas milpas;
5) venta de excedentes agrícolas y de artesanías;
6) trabajo en las faenas o tequios;
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201
7) desempeño de funciones político-religiosas sin remuneración;
8) cooperación en todas las tareas, para dar solución a los problemas de los grupos familiares o de sus parientes, a cambio de recibir en reciprocidad los mismos servicios.
Como proceso individual, la destribalización puede iniciarse, o realizarse plenamente, sin que el indio deje de ser subproletario. Pero, en última instancia, el cambio
significa la conquista por él de los elementos socioculturales que habrán de permitirle
participar en la producción capitalista. Entre estos elementos hay que destacar la disposición y la actitud favorables hacia el trabajo asalariado y, más que eso, el impulso
que da el hambre y la necesidad, factores comunes en las relaciones de producción capitalista, en las que el objetivo principal del obrero es conseguir un salario para comer
y sobrevivir. Cabe agregar una observación: siendo verdad que el obrero trabaja para
comer, se equivocaría el que creyera que al contratante burgués, que es quien paga el
salario, le interesa saber si el trabajador come o deja de comer. En la intraestructura,
el comer es una condición previa al trabajo: se come para trabajar; por eso el contratante indio, además de la remuneración por su trabajo, les da de comer a sus trabajadores. Pero ésta es una relación no capitalista de producción, un remanente tribal que
desaparece con la destribalización del indio.
Así, pues, la destribalización debe entenderse como la separación del indio de la
intraestructura, paso que le permite sustituir los elementos y relaciones residuales
de la época prehispánica —obstáculos que le han impedido participar en la estructura particular de la nación— por los elementos sociales que le facilitan relacionarse
con el modo de producción capitalista. Este paso consiste en una serie de cambios:
cambio del idioma indígena por la lengua nacional; de la indumentaria tradicional,
característica de cada núcleo indígena, por el tipo de vestido generalizado en el medio
rural; de la solidaridad del grupo, rota por la tendencia a un estado de anomia; del
analfabetismo de algunos núcleos del sector indio por su escolarización elemental;
de la organización social fincada en relaciones de parentesco, por la que se basa en las
relaciones de clase —básicas en el nuevo sistema—; de la influencia de lo sagrado en
algunas relaciones por la profundidad de las mismas; de los elementos de una economía de prestigio por los de la economía mercantil.
Estos elementos y relaciones del proceso de destribalización, presentados en pares
contradictorios —uno de cuyos componentes es anulado por el otro—, deben ser
analizados en cada núcleo indígena que se estudie.
202
La semiproletarización
La semiproletarización del indio se inicia con el aprovechamiento por éste de la oportunidad de emplear el tiempo libre —el que media entre la siembra y la cosecha de la
milpa— para conseguir un salario eventual complementario de su economía. Ese tipo
de trabajo poco a poco va desplazando el de la milpa propia, y cuando ésta no se da, el
salario eventual viene a ser la única fuente de ingresos.
La semiproletarización no consiste nada más en la participación eventual en el
trabajo asalariado; es un proceso en el que se presentan una serie de situaciones y
relaciones de inseguridad, de esperanza y de conformismo que dejan huella en las
realizaciones y que impiden la estructuración de una clase completa, para sí.
Ciertamente que la base material de semiproletario no determina su condición
como tal, ya que muchos, si no la mayoría, de los que dependen exclusivamente del salario tienen la misma condición semiproletaria por no haber alcanzado una conciencia
de clase de acuerdo con su situación objetiva.
Muchas formas no capitalistas de explotación se adaptan al sistema capitalista y
persisten en él funcionando como relaciones que mantienen en su condición de semiproletario al trabajador. Esas formas son las remanentes del sistema colonial, entre
las que se encuentran las tiendas de raya, que aún persisten en muchos centros de
trabajo, tales como aserraderos, ranchos ganaderos, cafetaleros, etc. También puede
considerarse con ese carácter la fusión de las mayordomías con los sindicatos, cosa
que desnaturaliza el verdadero objetivo político-clasista de estos organismos de lucha.
La semiproletarización es, pues, un proceso transicional en el que el indio, sin dejar de mantener relaciones solidarias con su comunidad, comienza a participar como
asalariado en el modo de producción capitalista.
La forma en que el indio atiende al doble juego de su participación como jornalero
o asalariado temporal en la economía capitalista, al mismo tiempo que se mantiene
ligado a las viejas formas de vida de sus comunidades, y el modo como concilia las relaciones remanentes del mundo tribal de la intraestructura y las del mundo capitalista
de la estructura particular de la nación, constituyen procesos que requieren la mayor
atención en el estudio.
En efecto, los indios tienen que actuar con dos conductas, dos actitudes, dos ideas
del mundo, dos situaciones, totalmente distintas: las que conciernen a su mundo, a
sus gentes y a su pueblo y las que se refieren al mundo exterior al suyo. Tienen, pues,
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203
que saber distinguir muy bien las diferencias entre ambas situaciones, las limitaciones,
las extralimitaciones y sus consecuencias. Por otra parte, tienen que captar correctamente las características adversas del mundo exterior, para poder eludir las trampas
que se les tienden a cada paso, y asimismo tienen que saber calcular y medir muy bien
la trascendencia que sus costumbres y sus acciones tienen fuera de su mundo, para no
dar pretextos que puedan ser utilizados en su perjuicio.
Las relaciones por las que el indio se incorpora al modo de producción capitalista
son del mismo tipo de las que emprenden los que no son indios del resto de la población cuando comienzan a trabajar como asalariados en los centros de producción
agrícola o industrial.
La proletarización
El depender total y permanentemente del trabajo asalariado es lo que define la condición material del proletariado; esta situación de dependencia se presenta en la agricultura y en la industria, donde los trabajadores no son dueños de la tierra ni de los
instrumentos con que trabajan. La proletarización es un fenómeno inherente al crecimiento económico del capitalismo, y en México afecta a grandes núcleos de la población, especialmente al indio.
La proletarización del indio ha retrasado la formación cabal de la clase del proletariado porque el indio ha ingresado en ella como un asalariado, nuevo todavía, cargado
con los problemas que implica el estar fuertemente influido por los remanentes tribales y coloniales de su modo de producción.
Además, el indio participa poco en la lucha de clases, porque en la intraestructura
no se presentan ni luchas violentas ni periodos de crisis tendientes a imponer el dominio político y económico.
Por tanto, puede decirse que el proletariado mexicano, debido a la influencia de
la intraestructura en que se ha originado, tiene todavía una existencia embrionaria
como clase, y que su crecimiento y madurez siguen un proceso lento, cuyo factor más
importante son sus relaciones de trabajo con la burguesía, relaciones cuyas crisis contribuyen a la formación de su conciencia de clase.
Cuando la clase del proletariado adquiere conciencia de su papel histórico de hacer
cambiar el sistema, reacciona procurando organizarse inmediatamente para la lucha
204
política y la defensa de sus intereses de clase; con tal fin constituye grupos de presión,
como los sindicatos y el partido político del proletariado.
Es indudable que los procesos de cambio no son sencillos y que, como ya se ha
dicho, la participación en la producción no es el único factor del cambio del indio,
aunque sí el básico y, por otra parte, el camino de los cambios estructurales es el de la
lucha de clases y por él transita el indio desde que emprende la destribalización para
sumarse al proletariado estricto.
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205
GonZaL o aGuI r r E
BE Ltrán ( 1 908-1 996).
M édIc o o
a ntroPóL oGo,
PE ro antE tod o
un PoL ítIco
conVEncId o
206
No es grato para mí ocuparme de Gonzalo Aguirre Beltrán si recuerdo que
fui el último de sus críticos, papel que pronto rebasó los límites académicos
y del que no salí indemne. No obstante, me tocó en suerte —así de irónica
es la vida— estar cerca de su Honoris Causa en la Universidad Autónoma de
Puebla (me solicitaron escribir su semblanza, lo cual decliné hacer, pero lo
acompañé antes de la ceremonia, solos en uno de esos salones enormes de
la rectoría, y sin dirigirnos la palabra. Debimos lucir patéticos en nuestros
silentes papeles), y cuya casa editorial publicó el único libro de su autoría que
no fue incluido en sus obras completas, me refiero a El pensar y el quehacer
antropológico en México.1 Fue en él donde se ocupó de ridiculizarme, lo que
también hizo en público en alguno de sus muchos homenajes. Puede ser entonces que la ironía me siga persiguiendo como maldición, pues una vez más
requiero escribir de él. Antes de hacerlo, juzgo conveniente declarar nuestra
interacción conflictiva para no engañar a nadie, y que al hacerlo no he sido
movido por un ningún afán de falsa objetividad, y sí en cambio por el cometido indagativo que exige una mejor comprensión del personaje.
Al respecto, y como antropólogo de lo político que soy, deseo hablar de la
dimensión política de Aguirre, por mucho que “los misterios del poder” —las
figurativas palabras tomadas de Félix Báez-Jorge— sean, a su decir, del todo
aparentes, pero por alguna razón han pasado por inescrutables sin serlo. Hay
que develarlas porque en mi opinión son tan importantes que he de reconocer que yo trabajo para una institución que no existiría sin el papel político de
Aguirre Beltrán como hombre de Estado. Eso se agradece después de todo.
Pero reconozco también que entraña un desplante contradictorio En cierta
ocasión un etnólogo malicioso me preguntó cuál me parecía el mejor libro de
1
Gonzalo Aguirre Beltrán, El pensar y el quehacer antropológico en México, Puebla, BUAP, 1994.
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207
Aguirre, a lo que respondí sin titubear que eran los Problemas de la población indígena de la Cuenca del Tepalcatepec.2 Por el contrario, Aguirre lo veía
como un trabajo menor en su producción, quizás porque pensaba que fracasó
en descubrir la “naturaleza y función de la región” de la Meseta Tarasca, como
él mismo reveló en 1988. Pero en mi lectura pesaba una razón instrumental de
fondo —que era también la razón práctica que Aguirre encumbraba— y que,
aparte, constituye toda una herencia empírica que viene de Gamio y retoma
Aguirre, la cual algunos la seguimos cultivando: el análisis de los sistemas regionales como base de ulteriores inferencias micro y macrosociales. Este decidido reconocimiento no fue obstáculo para buscar contrastar su concepto
de regiones de refugio,3 justo en la misma región de la Meseta Tarasca. Como
él mismo hizo, descubrí que el concepto no coincidía en absoluto con las evidencias disponibles y desde entonces me pregunto qué tan generalizable es
para el resto de México, más allá de Chiapas y Veracruz.
Sus exégetas veracruzanos piensan exactamente lo opuesto, y según ellos
el diálogo con su obra demuestra siempre “la hegemonía del pensamiento
de Aguirre Beltrán”.4 Hay mucho implicado en ese argumento político antipopperiano —y que a veces intercambia lo hegemónico por una resistencia
inusual a la crítica—, ya que la obra completa de Aguirre Beltrán en 15 tomos
(sin descontar más de 300 artículos) conforma un broncíneo monumento que
dif ícilmente puede contradecirse. A ciertos monumentos sólo es dable admirarlos (cuando no es así, algunos los derriban literalmente). Nada que ver por
cierto con su modesto busto de terracota en la plaza de Tlacotalpan, que en
verdad es de talla humana. Por el contrario, su imponente obra antropológica
convierte en humildes liliputenses a todos los académicos, y en especial a
2
Gonzalo Aguirre Beltrán, Problemas de la población indígena de la Cuenca del Tepalcatepec, INI, 1952,
publicado también por FCE, 1990, en tres volúmenes.
3
Gonzalo Aguirre Beltrán, Regiones de refugio. El desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en
mestizo América, INI, 1967.
4
Véanse Mariano Báez Landa, Indigenismo y antropología. Experiencia disciplinar y práctica social, Xala-
pa, Universidad Veracruzana, 2011, p. 67; Félix Báez-Jorge (ed.), Memorial crítico: diálogo con la obra de Gonzalo Aguirre Beltrán en el centenario de su natalicio, prólogo de Fidel Herrera, Xalapa, Editora del Gobierno
del Estado de Veracruz, 2008.
208
sus críticos, que deben reconocer a sus pies la superioridad irrebatible de un
antropólogo en gran medida autodidacta y además proveniente de otra profesión (su beca Rockefeller para ir a la Northwestern University fue de un año
y obtuvo un diploma de la Sociedad Sigma XI en 1945; nos guste o no, fue la
suya una breve socialización como antropólogo, lo cual coincide con que, en
su propio curriculum vitae, en el rubro de estudios profesionales, asentaba
únicamente ser médico cirujano por la UNAM en 1931). Pero, como él mismo decía, siempre desempeñando “un rol necesario en un momento oportuno”. Aguirre, corroboro, era ante todo un Homo politicus.
Desde luego que esa faceta sólo realza sus tempranas contribuciones a la
etnohistoria (El señorío de Cuauhtochco. Luchas agrarias en México durante
el virreinato, 1940) y a los incipientes estudios de la población afroamericana
(La población negra de México, estudio etnohistórico, 1946, y Cuijla. Esbozo
etnográfico de un pueblo negro, 1958). Los tres libros fueron pioneros en su
época y abrieron campos para renovados estudios ulteriores. Por cierto, fueron los mismos que el propio Aguirre resaltó en su “autoevaluación” al recibir
el Honoris Causa.5 Similar valoración fue repetida poco antes, de manera más
detallada, en su “esbozo autobiográfico” recogido por Fernando Salmerón.6
Más en ese escrito de su propia pluma, Aguirre hizo toda una petición de fe
política al decir que siempre que encaró la disyuntiva de ser académico o ser
político, él eligió la política. La llama también dilema, pero no toda disyuntiva implica un dilema. Es más, si hubo algún dilema moral debió ser en una
época muy temprana de su trayectoria, cuando, siendo joven, eligió entre la
medicina y la etnohistoria. Pero ya desde los Problemas el prometedor académico estaba cediendo más y más espacio al político, pero sin excluirlo del
todo. Siendo un intelectual político, esa elección representa un beneficio nada
despreciable, como solución de equilibrio a lo Nash,7 pues implica algo así
5
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Gonzalo Aguirre Beltrán, Doctor Honoris Causa, Puebla,
1992, p.37.
6
Véase Jorge Durand y Luis Vázquez (eds.), Caminos de la antropología. Entrevistas a cinco antropólogos,
México, INI, 1990, pp. 203-211.
7
Véase Sergoiu Hart, Nash Equilibrium and Dynamics, Jerusalem, Center for the Study of Rationality,
The Hebrew University, 2008.
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209
como dirigir a la misma institución que lo publica a uno, un beneficio que los
académicos a veces sólo soñamos enfebrecidos. No es pues la oposición ideal
del político y el científico, es más bien, como dijo Henri Favre, alguien que
“ha sabido conciliar con una rara fortuna la doble carrera de investigador y de
práctico […] en los diferentes cargos administrativos y políticos que sucesivamente ha ocupado”.
Mientras Molina Enríquez debía adular a los generales revolucionarios para
conseguir sus favores —un ritual que remite por fuerza a la búsqueda de mecenas ilustrados en Clavijero—, los ritos y prácticas políticos posteriores al
cardenismo cambiaron bajo la revolución hecha institución civil, algo que apenas empezó a vislumbrar Gamio. Desde entonces, el partido y sus jerarcas más
diestros en las artes de la dominación política seleccionaron a los intelectuales
orgánicos con la mayor capacidad para la renovación de la ideología que engrasaba los mecanismos de poder. De esas voliciones ideológicas dependió la
continuidad en el poder durante varias décadas y puede aparecer como contradictorio sin serlo. Era una forma de renovación y continuidad en las instituciones. Esta práctica de reclutamiento se mantuvo hasta el ascenso de Arturo
Warman al primer círculo de la dominación como ministro o secretario, pero
está prefigurado, a un nivel administrativo inferior, en la designación de Aguirre como subsecretario en 1970, lo que incluyó la dirección del Instituto Nacional Indigenista por un par de años (1971-1972), tras la muerte de Alfonso
Caso en 1970. Empero, en los niveles regionales de poder sus pretensiones no
resultaron del todo exitosas tras su rectorado de la UV, en 1956. Su esfuerzo
personal por conseguir la gubernatura de Veracruz quedó sólo en una diputación en 1961. ¿Mala fortuna? No parece ser el caso. Vuelvo sobre ello adelante.
Mucho más en Félix Báez que en Mariano Báez, pero en ambos se percibe
la voluntad de poder de nuestro personaje, lo que está fuera de toda duda. El
primero cita incluso a Roderic Ai Camp, en un “retrato mínimo” de las élites
intelectuales. En realidad, Camp aclara mucho del reclutamiento de Aguirre entre el grupo de graduados de la Escuela Nacional Preparatoria y de la
UNAM,8 pero en especial para beneficio de los intereses de la camarilla de
8
Véanse de Roderic Ai Camp, Los líderes políticos de México. Su educación y reclutamiento, México,
FCE, 1983; Mexican Political Biographies, 1935-1993, Austin, University of Texas Press, 1995, pp. 13-14; Los
210
Miguel Alemán, otro destacado político veracruzano, emplazado primero en
la Secretaría de Gobernación y luego nada menos que en la silla presidencial
como el famoso “Mr. Amigo del Imperio”. En ninguno de los documentos citados arriba, Aguirre menciona su ingreso al PRI, pero prefiere decir que fue
investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas por un año en
1977 y del CIESAS desde 1981. Por alguna razón personal, cuando se refirió
al partido gobernante, lo calificó de “partido del pueblo” o de “partido de la
Revolución hecha gobierno”.9 Era pues la retórica política de la época, pero
academizada. Acaso el vivir inestable entre ambos mundos lo hacía ser tan
ambiguo en determinadas situaciones.
Seguramente, movido por la presencia de Aguirre en su Instituto, Andrés
Medina lo llamó “el antropólogo de la Revolución Mexicana”. La verdad es
que muchos antropólogos mexicanos podrían llenar el apelativo. Mucho
tiempo después, en 2010, en un interesante documental, Mariano Báez establece una significativa conexión entre Aguirre y la “Utopía y revolución”
—ése es su título, título también de un conocido libro de Guillermo Bonfil
Batalla y uno de los más destacados críticos del indigenismo aculturativo
profesado por Aguirre. No parece ordinaria la coincidencia. Por supuesto
que las imágenes, más que las palabras, quieren mostrar que ese indigenismo (Aguirre mismo en persona), desplazado del poder central en 1977, en
realidad estaba mucho más acorde con las reivindicaciones del EZLN y no
alejado tampoco de las políticas de reconocimiento multicultural del presente. De hecho, se recuerda ahí que Aguirre fue invitado como asesor del EZLN
a los Diálogos de San Andrés en 1995, pero su precaria salud se lo impidió.
Asimismo, este autor se hace eco de la acusación de que el movimiento estudiantil de 1968 y el marxismo fueron los responsables de que Aguirre no
se convirtiera en una “vaca sagrada”, apelativo que ninguno de sus críticos
usó jamás. Una revisión puntual de los escritos polémicos de profesionales y
estudiantes de entonces demuestra el respeto con que Aguirre era tratado a
intelectuales y el Estado en el México del Siglo XX, México, FCE, 1988, y Las élites del poder en México. Perfil
de una élite de poder para el siglo XXI, México, Siglo XXI, 2008.
9
Gonzalo Aguirre Beltrán, Formas de gobierno indígena, México, INI, 1981, pp. 183 y 203.
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211
pesar de todo.10 Esas palabras, sin embargo, eran del propio Aguirre, y mucho más claridosas. Cito en extenso: “Con ello quedé ubicado entre los tres
grandes del indigenismo, junto con Gamio y Caso, y hubiera pasado a formar
parte de las ‘vacas sagradas’ de la antropología de no haber sido por un hecho
afortunado de desacralización […] desaté una oposición cada vez más violenta entre los antropólogos de las generaciones jóvenes […] consecuencia
inmediata del movimiento anárquico-estudiantil de 1968 […]”.
A propósito de estas palabras es extraño que, en pleno 1990, Aguirre siguiera demonizando a las víctimas de las masacres militares y paramilitares
de 1968 y 1971. Durante ese lapso, sus invectivas a los jóvenes sólo podían
recordarles a éstos una cosa, por lo demás grabada con la sangre de inocentes:
no era otro sino el mismo lenguaje altisonante y violento del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Un lenguaje del todo coherente con sus actos criminales.
Además, en 1971 cayeron muertos varios estudiantes de antropología, y por
un tiempo sirvieron de nombres a las aulas de la ENAH, hasta que volvió el
conservadurismo a enseñorearse del plantel y se les olvidó. Poca cosa. ¿Por
qué entonces Aguirre se obstinaba en seguirlo usando? Observemos que no
era el único. Alfonso Caso, cuya biograf ía política guarda paralelo a la de
Aguirre, no dudó en llamar a sus críticos “gusanos” y “antropólogos pepenadores” que esparcen basura. Estos estilos verbales sólo se dieron en el ámbito
del poder, y creo que fueron consecuencia de que esas masacres civiles quedaran, como siempre, impunes. Luego está la desagradable insensibilidad de
la clase política que usaba esos desplantes, y que ni por error se avergonzaron
de sus actos criminales. Por último, y más importante para mi análisis, porque
en 1970 varios de esos jóvenes profesionales de la ENAH (Guillermo Bonfil,
Arturo Warman, Margarita Nolasco, Mercedes Olivera y Enrique Valencia)
publicaron un libro que causó un enorme malestar arriba y una gran admiración abajo: De eso que llaman antropología mexicana (México, Editorial
Nuestro Tiempo).
Este libro vino marcar una ruptura histórica y fue el principio de cambios
profundos en la teoría y práctica del indigenismo, que de todos modos como
10
Véase Carlos García Mora y Andrés Medina (ed.), La quiebra política de la antropología social en Mé-
xico, 2 vols., UNAM, 1983 y 1986.
212
política social terminó por desplomarse hacia 2003, bajo la restructuración
del estado de bienestar mexicano. Como digo en otro lugar, la muerte del indigenismo fue por inanición económica, no por equivocación, o achacable a
las víctimas de siempre. Fue también producto de una acción de Estado. En el
mismo sentido, pienso que Aguirre olvidó que la regla de reclutamiento que lo
encumbró fue la misma que lo desplazó, y ello siempre dentro del dominio del
PRI. Félix Baéz-Jorge menciona esto muy de pasada,11 cuando hace mención
de un hecho poco analizado. Lo refiere como la divergencia de propuestas de
Aguirre, hechas para Jesús Reyes Heroles, y la del grupo disidente (Bonfil y
Warman), para el IEPES. Y lo fue, en su misteriosa apariencia. Excepto que el
misterio ha sido develado: gracias a las palabras más directas de Palerm,12 sabemos que Aguirre lo convenció de apoyar a Moya Palencia; Bonfil y Warman
optaron por el IEPES y el “bueno”. A causa de ello, Palerm perdió la dirección
del CISINAH y se distanció de Bonfil y Warman, y a ese desenlace atribuía
que Bonfil lo sustituyera en la dirección del CISINAH, luego CIESAS. Remito
pues a “escuchar” las propias y harto claridosas palabras de Palerm. Baste decir entonces que se trata, a las claras, de un error político grave por parte de
Aguirre: se asoció a la camarilla perdedora, al seguir fiel a Jesús Reyes Heroles
en apoyo de Mario Moya Palencia, secretario de gobernación, muy próximo a
Miguel Alemán y presunto responsable de la masacre del Jueves de Corpus en
1971. Para su condena, el presidente Echeverría eligió a José López Portillo.
En cierta forma fue la manera palaciega de hacerle pagar sus crímenes.
Pero ya desde el VI Congreso Indigenista Interamericano realizado en
Pátzcuaro en abril de 1968 (esto es, antes del movimiento estudiantil bien
acotado entre el 26 de julio y el 2 de octubre de ese año) se empezaba advertir
que el indigenismo continental había agotado su función social y política, por
lo que se recomendó a Alejandro D. Marroquín, sobreviviente de otra masacre en El Salvador, hacer una evaluación, en la que fue inevitable hablar de los
11
Féliz Báez-Jorge, “Claves de un diálogo entre la antropología y la política, estudio introductorio”, en Gon-
zalo Aguirre Beltrán, en Obra antropológica XV. Crítica antropológica. Hombres e ideas. Contribuciones al estudio del pensamiento social en México, México, FCE / UV/ INI / Gobierno del Estado de Veracruz, 1990, p. 24.
12
Ricardo Téllez Girón López y Luis Vázquez León (eds.), Palerm en sus propias palabras, México, BUAP
/ CIESAS, 2013.
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
213
éxitos pero también de los fracasos indigenistas. Luego, a poco de la masacre
estudiantil en junio de 1971, y con la anuencia de Echeverría, las voces críticas comenzaron a ser escuchadas en una reunión histórica del consejo de
gobierno del INI, el 13 de septiembre de 1971. En ella no sólo se escuchó a
Marroquín, sino a Fernando Benítez y Pablo González Casanova. La polémica
había comenzado. Y ya no era un asunto aislado u oculto, como se hizo con
la crítica de Ricardo Pozas en su Antropología y burocracia indigenista.13 Esta
revisión crítica se prolongó hasta entrado el gobierno de López Portillo, pero
ya dentro del propio Instituto Nacional Indigenista.14
Hasta aquí la historia social. Vayamos a la historia de las ideas. Sobre la
obra antropológica propiamente dicha de Aguirre, hay poco que agregar a los
estudios analíticos hechos por Guillermo de la Peña entre 1987 y 2008. Con
todo, no quiero concluir sin ocuparme de una cuestión que conviene repensar
hoy. Me refiero a la indebida conexión que suele hacerse desde El proceso de
aculturación (1957), entre la noción de integrar y la acción político-cultural
de aculturar. Aguirre las condensó en la única idea de “promover la integración socio-cultural”, lo que se traducía instrumentalmente en que el sujeto de
integración debía, además de aceptar un trabajo indecente, perder también
su conciencia cultural, lo cual hacía más doloroso o degradante el proceso
mismo de integración. Hacia 1976, en el prólogo de Ángel Palerm a la Obra
polémica de Aguirre, Palerm se ocupó precisamente de este problema, si bien
seguía fusionando integración y aculturación, aunque en un momento dado
reconozca que los grupos indígenas tienen el derecho a su propio estilo de
vida y “es nuestra obligación respetarlo y hacerlo posible”. Éste es el meollo:
que la integración así constreñida va contra las expresiones étnicas más íntimas, y no tenía que ser así.
En cualquier caso, la integración era incorporación y la fatalidad cultural
era el precio a pagar por entrar en ella. Hoy, bajo otro horizonte histórico,
estamos viendo el problema invertido. Con el giro al reconocimiento de la
13
Ricardo Pozas, Antropología y burocracia indigenista, México, Editorial Tlacuilo, 1976.
14
Véanse Alejandro Marroquín, Balance del indigenismo. Informe sobre la política indigenista en América,
México, Instituto Indigenista Interamericano, 1977; ¿Ha fracasado el indigenismo? Reportaje de una controversia, México, SEP-Setentas, 1971; INI, 30 años después. Revisión crítica, México, INI, 1978.
214
diversidad cultural, la noción de aculturación resultó repelida por completo,
pero con ella también la de integración, como si fueran sinónimos. Y no lo
son. Hay que establecer que la integración societal (sociológica la llamaba
Aguirre), responde a la fuerza social de la estratificación, a la división social
del trabajo y al mercado laboral, luego, sigue una lógica distinta de la dinámica cultural entre los grupos e individuos, la que es sobre todo de contenido
moral y de prestigio. Decía Alfonso Caso con claridad meridiana que una vez
integrado el indio al proletariado urbano, cesaba de ser indio. Errado del todo.
Si invertimos esa concepción y la proyectamos a nuestros días, ocurre que
puede ser muy estimulante exaltar la identidad cultural de los jornaleros indígenas pero, a la vez, pasar por alto su integración, la que seguirá siendo dentro
las clases trabajadoras o bajo la pobreza crónica. Conviene pues mencionar al
respecto los hallazgos del colega sudafricano Andries du Toit, quien observa
las cosas a través de la noción de “incorporación adversa” al sistema económico, aunque el Estado haya abolido oficialmente el apartheid y abrazado al
multiculturalismo. La sorpresa es que la integración, bajo la nueva ideología
moral, sigue siendo adversa a los jornaleros y a los trabajadores antes sujetos
de la discriminación racial. La mayor prueba a favor de Du Toit es la última
huelga de los mineros negros de Golden Fields, que a todos recordó las viejas
prácticas racistas, salvaje matanza incluida. Bajo el manto cultural persiste
encubierta la lucha de clases, o mejor, disimulada. Así entonces, en la medida que vamos descubriendo los lados sombríos del multiculturalismo, vamos
también descubriendo que algunos conceptos fueron mal empleados. No se
trata de eliminarlos de nuestro léxico analítico (por ello hay que leer y dialogar con Aguirre Beltrán o cualquier otro autor), sino usarlos para mejorar las
explicaciones y las comprensiones actuales. Se trata, en suma, de integrar de
manera favorable y, a la par, que reconocer la diferencia cultural. Sería una
buena manera de amainar los conflictos étnicos que abusan de la etnicidad
para mejorar su integración adversa a la sociedad, conflictos que van creciendo en nuestra sociedad atribulada. Quizás el esfuerzo sintético de la dialéctica
de Aguirre Beltrán supuso que esa política integral, o integrativo-aculturativa, persistiría sin retos, y que todo mundo la acataría sin chistar. Nada fue así
de fácil. Más bien, una dialéctica negativa vino a desordenar lo que pretendía
ser una evolución lineal del poder.
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
215
El proceso de aculturación. Integración sociocultural
Inducción vs. espontaneidad
La destrucción de un número considerable de comunidades indias y su estrecha sujeción como reservorios de mano de obra barata en pueblos cercados por las grandes
concentraciones agrarias, fueron las resultantes de la espontaneidad y libre competencia de las fuerzas de la aculturación.
La revolución se opuso a la doctrina no intervencionista. Desde un principio se
propuso la restitución de la base material de las comunidades despojadas y la implementación de un programa educativo que consideró la modificación integral de los
aspectos distintos de la cultura campesina. La inducción de ese programa, cimentado
en el cambio en la tenencia de la tierra bajo el régimen ejidal, estuvo a cargo de las
misiones culturales y de las escuelas rurales llamadas, significativamente, casas del
pueblo. Los grupos de trabajo, compuestos por especialistas en diversas artesanías y
apoyados en la acción escolar de un educador, tomaron a su cuidado la transformación
de las comunidades plurales.
En la implementación del programa de aculturación inducida, intervinieron tendencias contradictorias que se opusieron al abandono total de las ideas liberales referentes a evolución y progreso. El ejido y la escuela rural fueron instrumentos útiles
en la transformación de los pueblos mestindios que, con su base territorial, habían
perdido su cultura de comunidad, esto es, en grupos caóticamente desorganizados
por el laissez-faire. Pero no tuvieron igual éxito en los núcleos étnicos que resistieron
al liberalismo y que, aislados en los bosques, en los desiertos o en las marismas tropicales, pudieron reforzar sus mecanismos de autodefensa contra-aculturativos y, con
ello, la continuidad de sus formas de vida tradicionales.
En estas últimas comunidades la inducción de la aculturación, por lo que llamó
Gamio la educación integral, ameritaba el empleo de técnicas de acción e investigación
sociales que el antropólogo pionero había puesto en práctica en su ensayo piloto de
Teotihuacán. Los maestros, sin embargo, no hicieron uso de la magnífica experiencia
ni tampoco de la antigua, proporcionada por la obra misionera del siglo XVI. Ello, no
obstante el préstamo de la denominación, mas no de las normas de la utopía ecuménica, que los misioneros culturales tomaron del antecedente histórico.
El desarrollo general de la teoría antropológica y la aplicación de sus postulados
216
en México, a favor de los cambios sociales producidos por la revolución, han creado
un contenido ideológico, un sistema de normas y un acervo de experiencias que están
dando a la escuela mexicana su perfil distintivo y le han permitido la implementación
de un cambio cultural inducido, con base en el esquema conceptual que pasamos a
discutir.
Integración sociocultural
Han sido analizados, en los párrafos que anteceden, algunos de los más importantes
tipos de contacto entre las culturas occidental e indígena. En todos los casos se ha
puesto de manifiesto una pugna entre opuestos: el pasado y el presente; la dominancia
y la voluntariedad; el individuo y el grupo; la continuidad y la alternancia; la intromisión y la abstinencia. Hemos visto, también, cómo el juego de fuerzas, acción contra
reacción, da origen a una interacción que se revela a distintos niveles, según haya sido
mayor o menor la exposición al contacto, la compulsión ejercida, los aspectos o elementos inducidos y los agentes involucrados en el encuentro.
Con base en tales premisas es posible llegar a una definición operativa de aculturación que otorgue el énfasis debido a su naturaleza dinámica:
Aculturación es el proceso de cambio que emerge del contacto de grupos que participan
de culturas distintas. Se caracteriza por el desarrollo continuado de un conflicto de fuerzas,
entre formas de vida de sentido opuesto, que tienden a su total identificación y se manifiesta, objetivamente, en su existencia a niveles variados de contradicción.
Conforme a la definición que antecede, el principio fundamental que determina el
fenómeno de la aculturación es el conflicto entre elementos opuestos de dos culturas
antagónicas. El carácter conflictivo del encuentro entre Occidente y el mundo indígena salta a la vista donde quiera que se le examine. En el caso particular de México, la
violencia de la conquista y la colonización contrasta con el tono templado de la actual
oposición entre el indio y el mestizo; pero ello no obsta para que deje de presentarse
una clara contradicción.
El conflicto es incesante en su desenvolvimiento y continúa en tanto las culturas en
contacto subsisten como entidades diferenciadas. La interacción cultural puede hacer
variar en tal manera los patrones originales de los grupos en conflicto, que hoy día uno
y otro sistema cultural no presentan la misma estructura ni los significados iniciales;
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
217
mas al permanecer diferentes, continúan en un intercambio recíproco de elementos y
en una lucha permanente de sus opuestos.
La cultura indígena precortesiana es, sin género de dudas, distinta a la cultura indígena contemporánea. Hemos visto cómo aquélla fue decapitada y cómo se indujeron,
compulsivamente, elementos occidentales en las formas de vida de las comunidades
plurales; pero se procuró de cualquier modo que conservara un ostensible perfil indígena. A su vez, la cultura ladina del siglo XVI ha sufrido modificaciones considerables
al punto de ser bien distinta de la cultura industrial de nuestros días. Mas, a pesar de
las alteraciones experimentadas por una y otra cultura, ambas permanecieron distintas entre sí y en conflicto continuado.
Los elementos opuestos de las culturas en contacto tienden mutuamente a excluirse, luchan entre sí y se oponen recíprocamente; pero al propio tiempo tienden a interpenetrarse, a conjugarse e identificarse. La total identificación resuelve o supera la
contradicción y da origen a una nueva unidad que inicia la historia de su propio desenvolvimiento, crece y se desarrolla transcurriendo por una serie de avances y retrocesos
hasta llegar a convertirse en el factor dominante; mientras los elementos originales
menguan y decaen condenados a la extinción.
La pugna entre las culturas europea colonial e indígena hizo posible la emergencia
de una cultura nueva —la cultura mestiza o mexicana— como consecuencia de la
interpenetración y conjugación de los opuestos. Esta última cultura ha evolucionado
a través de vicisitudes sin cuento, que terminaron en su completa consolidación al
triunfo de la revolución de 1910. Su actual dominancia determina, inevitablemente,
la muerte y el total acabamiento de los remanentes contemporáneos de las viejas culturas, indígena y europea colonial, que representan lo viejo que fatalmente debe ser
sustituido.
El proceso de aculturación involucra, en realidad, un conjunto infinito de procesos
entre elementos opuestos de dos culturas. Estos procesos se hallan interconectados de
modo que actúan recíprocamente unos sobre otros y se encuentran en un desarrollo
incesante, tanto cada uno de ellos en particular, como considerado en conjunto el
proceso global de aculturación. “Como cada proceso concreto es una unidad de elementos contrapuestos la manifestación de uno de esos elementos implica la relativa
abstracción de otros. Cuando se acusa destacadamente la existencia de un elemento
determinado, el elemento contrario correspondiente está ocupando una posición relativamente secundaria y menos manifiesta”. De la misma manera, el proceso de acultu-
218
ración en su conjunto acusa distintamente la manifestación de elementos opuestos de
las culturas en contacto; en unos casos son los elementos de la cultura dominante los
que claramente se manifiestan; en otros, los de la cultura bajo asedio. Objetivamente,
pues, la aculturación se manifiesta a niveles variados de contradicción.
En la determinación del fenómeno de la aculturación, tal y como fue enfocado por
Redfield, Linton y Herskovits, los contenidos de propósito de la investigación conducen, finalmente, al estudio de las condiciones del proceso, de sus términos, en un
momento dado de la dimensión temporal o en lugares diversos de la dimensión espacial. Tres fueron los resultantes considerados, a saber: la aceptación, la reacción y
la adaptación de los elementos de una cultura extraña por la cultura investigada. El
enfoque metodológico aludido, derivado de la formulación teórica del proceso como
un fenómeno acabado o finito, toma como resultantes lo que, en realidad, son fuerzas
opuestas en interacción.
En efecto, la manifestación objetiva de las tendencias dirigidas a la aceptación de
los elementos de la cultura opuesta y las tendencias levantadas como reacción en contra de esa aceptación no son términos o resultantes, sino sencillamente expresiones
acusadas de la posición momentánea de elementos opuestos que se conjugan e interpenetran y que, por tanto, varían en el tiempo y en el espacio en desarrollo incesante.
La observación objetiva de los niveles variados que alcanzan los elementos contradictorios no debe buscarse en el examen de una u otra de las fuerzas en conflicto sino
precisamente en su interacción, esto es, en el proceso de adaptación que manifiesta la
interpenetración de los elementos de una y otra cultura y en sus respectivas relaciones
posicionales.
En el proceso de adaptación, pues, es donde se manifiestan los niveles de aculturación alcanzados por las culturas en contacto. Según sea mayor o menor la expresión
acusada de los elementos de una u otra cultura y aquellos que aparecen relativamente
abstraídos, la adaptación se presentará como apenas iniciada o como totalmente resuelta o superada. Conforme a tal desarrollo podemos observar un continuum adaptativo, que va desde una adaptación comensal en que ambas culturas coexisten con
sus elementos, aspectos o partes sin alteraciones básicas y sin que uno u otro de los
elementos, aspectos o partes se acuse destacadamente, hasta una adaptación sincrética
en que los elementos, aspectos o partes han conjugado sus contradicciones y al lograr
la unidad o coincidencia de los opuestos, mutuamente excluyentes, vienen a dar origen a una nueva cultura.
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219
Una fase intermedia en el proceso estaría constituida por la adaptación selectiva
en la que las culturas en contacto han llegado a identificar determinados elementos,
aspectos o partes, pero no todos, siendo cuestión de tiempo y de oportunidad que los
elementos, aspectos o partes excluyentes alcancen su total interpenetración. Hecho
inevitable, puesto que una cultura no está estructurada por una simple adición de
elementos, aspectos o partes sino, como reflejo mismo de la dialéctica del universo,
por una concatenación interdependiente de funciones en que la modificación de una
de las partes implica, ineludiblemente, alteraciones en las restantes y, en consecuencia,
en el conjunto que da su forma o configuración a la unidad.
El enfoque cultural del proceso de aculturación es importante porque el hacer uso
de las dimensiones temporal y espacial pone en evidencia la naturaleza dinámica del
fenómeno; pero tiene, como contradicción interna, su tendencia ostensible a considerar la cultura como una entidad superorgánica, independiente de la sociedad y de los
individuos que la crean y la portan. El trato continuado con las costumbres, producto
de la actividad del hombre, y no con el hombre mismo, conduce de la mano a hacer
abstracción relativa de éste y a colocar a la cultura en posición dominante y, a la sociedad, en posición secundaria.
El uso de la dimensión social, en abierta contradicción con el enfoque anterior, está
dirigido a otorgar especial consideración a la interacción entre individuos o grupos
estructurados en asociaciones de índole distinta; negando importancia y tratando de
excluir de su esquema de preocupaciones a las costumbres. Según tal aproximación,
en el contacto entre grupos de individuos que participan de culturas diversas, lo trascendente no es el intercambio o la transferencia de elementos culturales sino las relaciones de interdependencia que se establecen entre los grupos interactuantes que
conviven en un mismo territorio.
Así considerado, el problema del contacto cultural se resuelve en un proceso, paralelo al de aculturación, que bien podría llamarse de asociación, ad-sociation, si el
vocablo no tuviese en sociología una connotación limitada a la relación fundamental
que une a los individuos en grupos. Debido a ello, ha sido elegido como más adecuado
para calificarlo el término integración, en su acepción común de “proceso social que
tiende a armonizar y unificar diversas unidades antagónicas, ya sean elementos de la
personalidad, de los individuos, de los grupos o de mayores agregados sociales”.
En nuestro caso, desde luego, se trata de grupos organizados que están incluidos
en sistemas culturales distintos y el proceso de integración, que se origina de sus re-
220
laciones de interdependencia, es uno de integración intercultural en que ambos grupos pugnan por mantener las posiciones tradicionales establecidas en sus respectivas
estructuras sociales. Siendo el proceso de integración intercultural o asociación un
opuesto del de aculturación, su determinación dialéctica implica variaciones en las
cualidades que le son ajenas, pero no en la dinámica de su desarrollo, por lo que su
definición puede ser la que sigue:
Integración es el proceso de cambio que emerge de la conjunción de grupos que participan de
estructuras sociales distintas. Se caracteriza por el desarrollo continuado de un conflicto
de fuerzas, entre sistemas de relaciones posicionales de sentido opuesto, que tienden a organizarse en un plano de igualdad y se manifiesta objetivamente en su existencia, a niveles
variables de contraposición.
En el proceso de integración actúan dos fuerzas antagónicas. La una tiende a la
concentración del agregado social opuesto, es decir, se propone la incorporación de
los individuos que componen la comunidad disímil dentro de la estructura social del
grupo dominante. La otra, contrariamente, tiende a la dispersión de los grupos en
conflicto para mantenerlos independientes. De la interacción de estas fuerzas y de la
mayor o menor dominancia de una u otra, emerge un proceso de conversión que se
manifiesta a niveles distintos de integración o asociación.
La interdependencia de escala menor entre dos grupos sociales distintos, da un
primero y muy bajo nivel de integración: el de la conversión paralela. En tal nivel las
sociedades en coexistencia son autosuficientes y autocontenidas. Marchan por caminos paralelos sin llegar a conjugarse, al favor de un entendimiento que desarrolla un
sistema de relaciones posicionales, basado en la mutua desconfianza, que las mantiene
separadas.
Un segundo nivel de integración, en el continuum de la escala, está constituido por
la conversión alternativa, en la que los individuos de los grupos en contacto, durante
un lapso determinado pero reiterativo, pasan a formar parte de la estructura social del
grupo opuesto; en posición de inferioridad, cuando se trata de individuos procedentes
de la sociedad bajo asedio y en una relación posicional inversa, en el caso contrario.
El tercero y más alto nivel de integración está compuesto por la conversión polar en
la que los grupos en contacto han alcanzado a construir una estructura social donde la
interdependencia creciente de los grupos en simbiosis ha llegado al grado de convertirlos en uno solo. En tal momento, la conversión polar o polarización, deja de ser una
conversión o polarización intercultural o de castas, para transformarse en una polari-
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
221
zación cultural de tipo clasista. Punto de partida para un nuevo conflicto de fuerzas
en que la polarización de clases sociales habrá de resolverse, inevitablemente, en la
síntesis de una sociedad sin clases.
El uso de la dimensión social nos ha conducido a la formulación del concepto operativo de los niveles de integración que tiene un carácter instrumental o pragmático en
la investigación y en la acción. Observando el grado de cooperación económica entre
las sociedades en contacto; el monto de las comunicaciones de habla que entre ellas se
presenta, medido por el bilingüismo; la proporción de individuos que concurren a la
base material de una u otra comunidad y el tiempo de su permanencia; el volumen de
la correspondencia con el pasado y de las sanciones sociales que permiten la continuidad y la cohesión grupal, así como otros tipos de relaciones posicionales cuantitativamente mensurables, es posible determinar, objetivamente, la escala de conversión y, en
consecuencia, el modo como habrán de implementarse las presiones encaminadas a
superar la polarización intercultural.
Sin embargo de la utilidad del enfoque social, su uso exclusivo hace perder una
suma de cualidades trascendentes que sólo puede suministrar el enfoque cultural. La
oposición y mutua exclusión de lo cultural y lo social es insostenible en la práctica y
se resuelve, ineludiblemente, en la integración sociocultural que la supera. Llegamos
así, en el análisis del proceso de la aculturación, a la necesidad de enfocarlo de acuerdo
con el criterio integral que sostiene con énfasis la escuela mexicana, y que resume la
dualidad aparente que existe entre cultura y sociedad, entre intercambio cultural e
interacción social, entre niveles de aculturación y niveles de asociación o integración.
En el esquema a continuación pretendemos exponer, gráficamente, la conjugación:
222
Integración del cambio sociocultural
Niveles de aculturación
Niveles de integración
Tesis
Aceptación
Concentración
Antítesis
Reacción
Dispersión
Síntesis
Adaptación:
i) comensal
ii) selectiva
iii) sincrética
Conversión:
i) paralela
ii) alternativa
iii) polar
La integración del cambio sociocultural manifiesta, como todo proceso cognoscitivo, tres momentos inseparables que se encuentran contenidos en su desarrollo.
El primero está constituido por la tesis que establece, en cada uno de los grupos en
contacto, una determinación rígida y diferenciada de las otras, que incluye solamente las relaciones internas sin preocuparse por los nexos con su exterioridad. En este
momento la aceptación o asimilación, la concentración o incorporación, actúan como
si en el grupo opuesto no existieran instituciones y agrupaciones, resultado de un
precipitado histórico, firmemente arraigadas en el presente.
El proceso de cambio sociocultural en este momento no toma en cuenta tal existencia, la menosprecia o simplemente, la ignora. Considera que es posible imponer
la aceptación de los tipos de acción y de las formas de relación propios en el grupo
opuesto, sin necesidad de alteración alguna.
La determinación rígida y aislada del proceso de cambio no se mantiene por mucho
tiempo, por el contrario, se contradice y engendra su antítesis, la reacción, dispersión
o contra-aculturación, que expresa la unilateralidad opuesta y contrapone lo interno
del proceso con su exterioridad. La determinación negativa constituye el segundo momento de la integración, que pasa en seguida a su tercer momento, esto es, a aquel en
que se produce la unidad de las determinaciones en conflicto, la adaptación o conversión de los grupos en contacto, que se conjugan en una síntesis afirmativa.
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223
El enfoque integral del proceso de cambio, conforme al esquema enunciado, nos
permite explicarnos las contradicciones múltiples que objetivamente se observan en
las distintas situaciones aculturativas y nos proporciona, además, un sistema lógico
normativo que nos guía en la acción implementada para inducir el cambio sociocultural y para modificar esta acción a tono con el momento en que se encuentra el proceso
en desarrollo. El examen de las situaciones aculturativas, abstraídas a aspectos específicos del cambio total, aclarará el carácter instrumental o pragmático del enfoque.
224
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225
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(191 7- 1 980) .
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226
Una de las mayores aportaciones hechas a la constitución de la etnología y
antropología social actuales se debe a un personaje foráneo que todavía en
1969 llamaba a sus colegas y alumnos a “ocuparse primero y ante todo de
los grandes y graves problemas nacionales y ocuparse de ellos en tanto que
científicos”. Aunque estas palabras se han extraviado en aras del pragmatismo
redituable de los “pequeños problemas locales” (y otros olvidos más, aún por
desentrañarse en la historia social y de las ideas), no deja de ser indicativo
que este personaje fuera integrado, por los otros miembros del exilio español,
como uno más de los “antropólogos mexicanos”, es decir, hablan de alguien
que fue asimilado mucho más rápido que el resto de los republicanos, precisamente por causa de su profesión.
Efectivamente, cito la tesis central planteada en la historia oral recogida
por María de la Soledad Alonso y Marta Baranda en Seis antropólogos mexicanos. Palabras del exilio 3. Contribución a la historia de los refugiados españoles en México,1 historia que los muestra a todos como figuras clave en
sus respectivas especialidades, y a todos (Juan Comas era la excepción) como
profesionales egresados de la ENAH. En esa historia también aparece un hecho que debería causarnos vergüenza hasta hoy. Varios de ellos sufrieron en
carne propia expresiones xenofóbicas, perdieron sus trabajos y, por último,
debieron sufrir un segundo exilio al irse de México.
La antropología crítica que practicaron como medio de conocimiento social (y es posible que como recurso adaptativo) la pagaron caro dentro de una
institucionalización antropológica incipiente, entonces en manos de directores vitalicios y por ende autoritarios, y que por eso merecieron ser llamados
1
María de la Soledad Alonso y Marta Baranda, Seis antropólogos mexicanos. Palabras del exilio 3. Con-
tribución a la historia de los refugiados españoles en México, México, INAH / Librería Madero, 1984.
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227
caciques. Eran un reflejo interno dentro de la academia del orden político
externo.
Es significativo que esta antigua palabra antillana todavía provoque la ira
masiva de no pocos colegas hechos al culto a la personalidad de los grandes
hombres del poder. No se han quedado callados, por otra parte. A su vez, les
reviraron a los españoles mexicanizados el insulto de “gachupines”, recordatorio interpolado de la cruenta guerra de diez años acaecida entre 1810 y 1820,
de donde resultó una independencia negociada. De aquella guerra nacionalista como telón de fondo, surge empequeñecida esta disputa de intereses entre
profesionales y, sin duda, dispuesta para eliminar a su competencia doméstica; por esa causa devino en una fisura tajante entre unos y otros, que de la
expresión personal mudara rápido a la institucional y de ahí hasta afectar al
sentido mismo de la disciplina. Quizás una de las pérdidas más apreciables
padecidas por todos sin excepción fue la extinción de la preparación integral
estilo americano en la ENAH, misma que muchos atribuyen a la escuela alemana previa al nazismo, aunque todo hace pensar en que fue condicionada
por la estructura museística a que indujo el patrimonialismo arqueológico
desde finales del siglo XIX. Al romperse el monopolio institucional del INAH,
la tradición integral careció de sentido para la nueva antropología.
Surgió de aquella cerrazón una especialización disgregada, en particular la
de la antropología social, la que nunca terminó de concordar con la tradición
integral de la ENAH e incluso del INAH, donde hasta ahora son un grupo
profesional minoritario. A su vez, es muy notorio que las temáticas palermianas próximas a la arqueología y a la etnohistoria sólo se reprodujeron en
alumnos que conocieron antes la tradición integral en la ENAH; sucede que
esa herencia ya no se reproduce entre los que solamente saben del presente
antropológico. Asimismo, en su ámbito interactivo, cuando estos especialistas entraron en conflicto interno por el sentido dado al indigenismo, su ruptura fue celebrada por los tradicionalistas como un rotundo fracaso profesional.
Pero, más que “quebrarse políticamente”, la antropología social, luego de ése y
otros conflictos —conflictos cuyo estudio dice mucho de nosotros, lo mismo
que los escándalos, por eso merecen estudiarse en vez de ocultarse, como ha
sido hasta ahora la pésima costumbre ligada a una ética católica de fondo—,
terminó cimentándose sobre verdaderas bases académicas en las nuevas ins-
228
tituciones de investigación y universitarias. Como dijo Palerm en una larguísima entrevista concedida a Marisol Alonso:2 “quisiera ser recordado por algo
y me gustaría serlo por haber roto el monopolio institucional del INAH […].
Es decir, de haber establecido una diversificación institucional que yo espero
se consolide y anule cualquier posibilidad de cacicazgo”.
Por eso y por muchas razones más recordamos a Palerm. A propósito del
cómo lo recordamos hay que señalar que por causa de su influyente liderazgo
organizativo (y hasta estratégico, militar, dicen algunos) la historiograf ía hecha por sus alumnos y herederos es vastísima; nada más examinarla merecería un ensayo historiográfico aparte. Me limito a mencionar algunos de ellos,
bien conocidos entre nosotros, como Susana Glantz, Modesto Suárez, Virginia Acosta, Andrés Fábregas, Carmen Serra Puche, Alba González Jácome y
Patricia Torres Mejía, entre otros. De hecho, varios de sus textos son compilaciones de muchísimos más seguidores y simpatizantes. Pero así como ésta,
también hay otra historiograf ía menos encomiástica pero más analítica, la
cual se liga de algún modo a la conocida acusación lanzada por un crítico
(que prefiero no citar por lo penoso de su proceder) de que Palerm era agente
de la CIA. Se entiende que en medio de un debate las falacias más disparatadas se usen para desprestigiar al “enemigo”, aunque éste sea un colega, eso
sí, previamente excluido como extraño y por ende digno de canibalizar. Se
entiende, sí, pero no se justifica, debo corregir. Excepto que sin ocuparse de
tal argumento falaz (que no dejará de ser un escándalo doméstico), David
H. Price descubrió que Palerm sufrió de un tercer exilio norteamericano, al
ser sometido a la vigilancia e interrogatorio por el FBI; a su vez Antoon Des
Baets lo ha incluido en su “guía mundial” de la censura a los historiadores,
censura que empezó con la sospechosa “pérdida” de su tesis de maestría de
la ENAH.3
2
Ricardo Téllez Girón y Luis Vázquez León (eds.), Palerm en sus propias palabras. Las entrevistas al
doctor Ángel Palerm Vich, realizadas por Marisol Alonso 1979, CIESAS / UAP, 2013.
3
Véanse Threatening Anthropology: McCarthysm and the FBI’s Surveillance of Activist Anthropologists,
Durham, Duke University Press, 2004, p. 379; Censorship of Historical Thought. A World Guide, 1945-2000,
Westport, Greenwood Press, 2002, pp. 346-347; Felipe Montemayor, 28 años de antropología. Tesis de la
Escuela Nacional de Antropología e Historia, México, INAH, 1971, p. 117.
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229
Resulta evidente que tratamos con uno de los personajes más complejos
de nuestra historia profesional, si bien he de admitir que es pura ignorancia
la que nos hace simplificar las trayectorias de otros: todos son complejos a
su modo. Pero la historiograf ía disponible de Palerm aparenta haberlo dicho
todo y eso lo complica. O casi todo. En cualquier caso, es mucho más copiosa
y detallada de lo usual, lo que torna por fuerza dif ícil todo tratamiento medianamente interesante. Al respecto, ha sido hasta muy recientemente que se ha
podido publicar su entrevista de 641 cuartillas y que, aunque conocida total
o parcialmente por sus alumnos, éstos por alguna razón evitaron (y hasta rechazaron) su publicación. Dado que soy responsable (con mi colega Ricardo
Téllez Girón) de la publicación de esa fuente, no puedo dejar de apreciar que
los dos pasajes más ásperos de la misma son, uno, el dramático asesinato de
Trotsky, y el otro, su ruptura con Guillermo Bonfil y Arturo Warman, que el
propio Palerm atribuyó a las erróneas consejas políticas de Gonzalo Aguirre Beltrán. Fue, para decirlo con las palabras de la época, un pleito dentro
de la familia revolucionaria, para entonces todos estaban afiliados al PRI,
excepto Palerm. Por lo que respecta a Palerm, él se jugó su futuro en el
CISINAH al lado de Aguirre y su “tapado”. El desenlace: perdió la jugada y los
disidentes ascendieron al poder.
Consideremos entonces que sus alumnos y simpatizantes se han ocupado
de resaltar sus incontables aportaciones a una diversidad intencionalmente
provocada por el maestro. Lo que fue a la postre una institucionalización
descentrada en lo social, resultó también en la apertura (¿o deriva teóricotemática natural?) de varios campos teóricos y prácticos, incluyendo la misma
antropología aplicada, en apariencia de uso exclusivo de los indigenistas. El
análisis de esta estructura déndrica e interactiva del conocimiento propagado
por Palerm a través de sus redes profesionales direccionadas, representa aún
un reto por reconstruir de modo procesual, a modo de redes sociales, más que
de modo genealógico o prosopográfico, ya que nos indicaría cómo funciona
mucho del campo profesional actual y nos alejaría de inmediato de las enojosas disputas personales por su supuesta herencia intelectual y de la mágica
cercanía al tótem (si se me permite usar la expresión de Sydel Silverman4),
4
Sydel Silverman,Totems and Teachers. Key Figures in the History of Anthropology, Lanham, Altamira
230
muy comunes entre sus alumnos, hijos putativos para estos efectos, quienes,
según se aprecia, no son todos dilectos y no son todos fieles, es decir, que se
aprecian gradaciones discernibles entre ellos. Así, Guillermo de la Peña ha
reconocido una cierta “genealogía palermiana”, pero la acota diciendo que “no
somos clones”. No obstante, algunos ya se reconocen como “nietos”. Claro
está que lo más ostensible —para efectos de la política académica— son sus
grandes resultados individuales e institucionales, y son éstos los que sirven de
emblema común a su tradición. Exclusivos o no en su membresía parental, la
antropología mexicana no sería la misma sin Palerm.
Hay que agregar también que a consecuencia del conflicto entre pares, la
ENAH como institución educativa superior sufrió una verdadera amputación
en sus especialidades o departamentos de arqueología, etnología, etnohistoria y antropología f ísica, si se considera al resto de los exiliados, uno de los
cuales, Juan Comas Camps, pudo haber sido su director general y Palerm, el
subdirector del Museo Nacional de Antropología. Esto podrá ser todo lo discutible que se quiera para los xenófobos, pero lo que unos perdieron otros lo
ganaron —el viejo juego de suma cero que todos jugamos en la academia—,
si bien de modo restringido, ya sin la visión integral. Es el caso de la Escuela
de Antropología Social de Felipe Pardinas y Luis González en la universidad
jesuita, lo que más adelante sería el Departamento de Antropología Social
de la UIA. En la ENAH, la antropología social despuntó luego de 1971, pero
surgió en paralelo y, sobre todo, recordando los planes de estudio propuestos
por Palerm y por los otros conspicuos profesores que se separaron en solidaridad con la expulsión de Arturo Warman y Guillermo Bonfil. Pero de todas
las “ramas antropológicas” fue ésta la que en verdad sufrió la mayor pérdida
pedagógica en pleno despegue, lo que explica su posterior trayectoria errática
y desviación economicista; ni que decir de eclosión de los marxismos ortodoxos más obtusos. No fue que el héroe se llevara consigo al vellocinio de oro,
sino que Palerm atrajo con él a toda la cohorte generacional de recambio de
jóvenes profesores que instruían a las nuevas generaciones de estudiantes.
Este problema de demograf ía institucional permaneció punzante por lo menos dos décadas luego de 1968. En el nivel personal los estudiantes demolidos
Press, 2003 [1981].
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231
(aún vendría la sangría de 1971) lo compensaron con soluciones más o menos óptimas, como migrar también de la ENAH a la UIA; otros asistiendo de
modo informal (o sea, subrepticio) como oyentes a los cursos de antropología
de los maestros excluidos, y otros más simplemente acercándose a las redes
e instituciones que comenzaron a crecer, como el Centro de Investigaciones
Superiores del INAH, propiciado por otro de esos grandes maestros, Guillermo Bonfil, a la sazón director del INAH, y por Gonzalo Aguirre Beltrán como
subsecretario de la SEP. El CISINAH surgió, empero, de la imaginación sociológica de Ángel Palerm, siendo su primer director entre 1973 y 1976. Todavía
entonces seguía reivindicando una antropología crítica y orientada al “estudio
de los problemas sociales del país”. Inclusive una ciencia “al servicio de fines
sociales”. Me pregunto ahora en manos de quién quedó esa herencia, si es que
aún es rastreable en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en
Antropología Social.
De esta ruptura profunda surge una cavilación teórica específica y una general, pero ambas se relacionan con un campo trabajado por varios de los alumnos de Palerm, el control del agua. Es bien sabido que ello proviene, a lo lejos,
de sus lecturas sobre el así llamado modo asiático de producción de Marx y
de la teoría del despotismo oriental de Karl A. Wittfogel, o sea, de una mezcla de marxismo, teoría crítica frankfurtiana y evolucionismo multilineal. Una
confluencia sumamente productiva de estas lecturas resultó en su aplicación
—muy mexicana por lo demás— a la explicación de la agricultura y la civilización mesoamericanas, lo que Alba González Jácome, en una contribución destacable, convirtió en todo un modelo de estudio. Pero estas lecturas estimulantes no surgieron de la moda de la época, aunque no son ajenas al momento
de auge del marxismo académico. Palerm dedicó también mucha atención a
Rosa Luxemburg y a Eugeni Preobayenski (ni que decir de Alexandr Chayanov,
clave inspiradora de posteriores estudios campesinistas, también por alumnos
de Palerm). Digamos que sentía una especial inclinación por Marx y sus epígonos más disonantes para la ortodoxia soviética. Aparte de ellos, hizo leer a
sus estudiantes a varios pensadores anarquistas, a los que colocó en el mismo
estatus de los ancestros de la etnología, algo poco común en la historia de la
misma. Esta pulsión radical es, cuando menos, extraña para algunos que lo
observaron atentamente, como el FBI. Para los críticos tradicionalistas, eso
232
no era antropología. Ésta es una reiterada crítica, persistente en los etnólogos
cuando quieren rebajar a sus colegas próximos como “sociólogos”.
Hablamos, digámoslo de una vez, de un personaje que militó (llamarle activista, en la acepción actual, es malinterpretar su entrega vital, no de tiempo
parcial ni desde el cubículo) en la CNT y la FAI anarquistas y luego en el
PSUC-PCE comunistas, y que alcanzó el grado de capitán del Estado Mayor
de la Brigada Garibaldi. Dicho en otros términos, fue un revolucionario profesional, de tiempo completo y “forjado en el acero”, como se decía entonces, a
la Ostrovski. Todavía una parte de su primer exilio en México (hasta 1945) se
mantuvo como miembro del PCE, periodo crítico en que le toca casi abortar
por accidente la operación soviética del asesinato de Trostky. En suma, su
interés en el anarquismo y el comunismo disidente (que en su vida académica
devino en un “marxismo libertario”) no era intelectual, era ante todo político.
Este factor crucial en su vida no lo dejará jamás, y se refleja muy bien en sus
indagaciones teóricas, temas de estudio y aun en su actitud a favor del movimiento de 1968. No obstante, por otra parte, también entraña una tensión en
su vida académica.
Ocurre que enseñar a los estudiantes no es algo semejante a adoctrinar
cuadros políticos. En un caso hay que persuadir, en el otro, convertir. En un
caso se razona, en el otro se exige creer. Para decirlo en términos de Ernest
Gellner, en el incipiente intelectual se busca la autonomía de pensamiento, en
la membresía la heteronomía de voluntad. Además, a los estudiantes es dable
exponer lo mejor de las ideas marxistas, pero nunca fincar en ellos respuestas
conductuales ad hoc, que yacen más allá de sus interpretaciones. Mientras
en la ENAH el rebasar este límite epistemológico produjo fragmentaciones
y cegueras absurdas entre las sectas “marxistas”, en la universidad jesuita fue
otro el fenómeno acaecido, de un constante alejamiento, no digamos de las
exigencias políticas, sino de los compromisos ontológicos propios de la teoría. Aquí se aprecia una tensión adicional que ilustra por qué, si bien no desaparecieron ciertas temáticas de estudio entre sus aventajados alumnos, sí en
cambio éstos se desembarazaron pronto del marxismo de respaldo, pero ya
innecesario para su brillante desempeño académico. Otro rasgo llamativo de
esta herencia palermiana es que el marxismo aprendido de ese modo aséptico
sufrió pronto un estancamiento y una fijación en determinados conceptos
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233
cada vez más anacrónicos para las explicaciones sociales al uso en sus propias
indagaciones; lo terminará por contrastar con los actuales esfuerzos disciplinarios por renovar al marxismo humanista con una nueva interpretación
(mucho más completa en sus fuentes) de las notas etnológicas o, ya de plano,
caracterizando a Marx como antropólogo y no sólo como etnólogo, como
hizo Krader.5
La reflexión general deriva también de la concepción de Palerm de que
la antropología tan sólo disponía de teorías especiales o parciales, distantes
aún de acuerparse en un único sistema teórico. En tanto no hubiera algo así,
lo mejor era recurrir a la historia para abordarlas una a una, pero el esfuerzo
mayor requería de una sistematización minuciosa. Éste era el objetivo de la
preparación teórica profunda auspiciada por él. Dijo en su curso introductorio de 1967 en la ENAH: “La teoría etnológica camina hoy, sin duda, hacia una
nueva síntesis, que incorpora lenta y dif ícilmente tanto el evolucionismo clásico como las escuelas históricas, tanto el difusionismo como el paralelismo,
tanto la antropología social como el neoevolucionismo”. Se entiende así que
desde entonces introdujera el enfoque histórico como medio de enseñanza
de las teorías especiales; luego, desde el CISINAH, emprendió el Proyecto 44,
“Historia de la etnología”, que dejó inconcluso al final pero que retuvo en la
UIA, luego de que Guillermo Bonfil lo sustituyera en la dirección de lo que sería el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Mas en las introducciones a los tres volúmenes que alcanzó a publicar se
expresan muchas de estas ideas, aunque con un fuerte cometido pedagógico
adicional. Más allá de esa preocupación, aparece la percepción de ese conjunto de teorías especiales como si fuera un “arsenal intelectual provisto por la
historia de la etnología, desde Herodoto a Lévi-Strauss, si se quiere”. Esa última cláusula condicional es importante, porque no sentía especial atracción
por el estructuralismo, pero igual no exaltaba demasiado a Boas y a los profesionales de Estados Unidos, al historicismo cultural alemán y a Durkheim
y la etnología sociológica, que serían los temas para abordar de sus siguien5
Véanse Kevin B. Anderson, Marx at the Margins. On Nationalism, Ethnicity, and Non-Western Societies,
Chicago, University of Chicago Press, 2010; Thomas C. Patterson, Karl Marx, Anthropologist, Oxford, Berg,
2009; Lawrence Krader, The Ethnological Notebooks of Karl Marx, Assen, Van Gorcum & Co, 1972.
234
tes libros, verdaderos libros no escritos, como les llamó George Stocking. La
cuestión persiste, sin embargo. ¿Requerimos de una teoría sintética antropológica? Recordemos la percepción retadora del sociólogo Anthony Giddens,
cuando en 1995 nos advirtió de las insuficiencias de nuestras teorías. Desde
entonces, tozudos, seguimos ahondando en los particularismos benéficos de
nuestras etnograf ías. Armados con el posmodernismo, reducimos más y más
nuestros campos de estudio, y ya estamos metidos en nuestro cuerpo y nuestra subjetividad. Las cosas han sido llevadas al extremo particularista.
El que no nos adulara Giddens devino en detrimento del estudio de su propuesta teórica sintética —la teoría de la estructuración—, por lo que optamos mejor por Pierre Bourdieu. La elección pudo ser heurísticamente positiva, pero tras ella sobrevino el impacto generalizado del posmodernismo
y el aparente colapso de toda epistemología científica, una lectura de la que
el propio Löic Wacquant se quejaba. Lo extraño es que, ya metidos en tan
ef ímera moda, no sólo se cuestionó a la gran teoría, sino a todas las teorías
parciales sin falta. La teoría en todas sus acepciones volvió a ser como la camisa de fuerza boasiana. Y los más extremistas llegaron al punto de dudar de
la propia historia de la antropología mexicana, como si ésta fuera toda una
impostura de cara a la constitución de la “comunidad global de antropólogos”.
¿Qué podíamos ofrecer nosotros a la globalidad? Nada, según algunos de los
autodenominados herederos del maestro. No preciso entonces recurrir a la
crítica de Kacper Poblocki a las world anthropologies y su reconocimiento de
las antropologías nacionales de Europa Oriental (Polonia en especial) para
postular un deseable intercambio posicionado con y ante las antropologías
metropolitanas.
Hay que recordar, para replantear este asunto en nuestros términos, la lección provista por el mismo Ángel Palerm, cuando en 1977 asistió al Primer
Congreso Español de Antropología, donde les dijo sin resentimientos que era
un antropólogo mexicano, crítico y marxiano. “Sospecho, sin embargo, que
estas experiencias son específicamente americanas y que, en consecuencia,
resultan intransferibles a España. Si acaso, tendrán para ustedes interés histórico o por ventura sentimental”. También, en algún punto de su paradójica
alocución, observa que, con raras excepciones, la antropología mexicana padece de una discapacidad teórica. De eso a deducir que era imposible corre-
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235
girla, dista un trecho enorme. En conclusión, la enseñanza teórica de Palerm
no se reducía a interiorizar tal o cual conjunto de conceptos y categorías para
ordenar la realidad en que se cifra nuestro interés de conocerla. Apuntaba
también y, sobre todo, hacia una profunda ruptura teórica a la que daba un
sentido dialéctico. Otra vez aparece Marx en su pensamiento más profundo.
Y al haber sido puesta de pie la dialéctica hegeliana, ya no solamente se dispuso de oposiciones excluyentes, sino también de síntesis. Éste es otro legado
que aún no ha sido reclamado por nadie.
Otro legado, sobre el que persiste, sí, una mayor conciencia es el de la antropología aplicada, si bien ha tomado formas un tanto diferentes a las del
equipo dirigido por Ángel Palerm en la presa La Angostura. El largo informe,
llamado Aspectos socioculturales de la población afectada por la presa La Angostura, Chiapas. Informe técnico, es una muestra palpable de cómo operan
los antropólogos sociales en estos casos, al tiempo que varios de ellos desarrollaron trabajos más teóricos o de sentidos muy académicos. Este transitar
en doble sentido entre lo teórico y lo práctico es una impronta característica
de la disciplina y, como dije, subsiste metamorfoseada en las consultorías,
evaluaciones, peritajes y aun gestorías y asesorías. Algo llamativo es que en
este informe —del que tomo únicamente la introducción— se conserva la
obligación de abstraer sistemas regionales y anteponer los intereses de los
afectados. Admito, por supuesto, que no siempre es así. Pero lo estudiosos de
las presas, distritos de riego y comisiones de caudales han ido descubriendo
comportamientos contradictorios al respecto, los cuales van desde censura
de los informes técnicos (pienso en el de la presa Cutzamala) hasta su ponderación excesiva. El caso de este informe técnico abre, a mi juicio, un terreno
poco conocido de reflexión sobre la antropología aplicada mexicana que nos
puede arrojar la justa medida de la llamada antropología gubernamental, por
un lado, y de la antropología académica, por otro, que también se ensució las
manos.
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aspectos socioculturales de la población afectada
por la presa La angostura, chiapas. Informe técnico
Director:
Ángel Palerm
Coordinadores:
Arturo Warman
Vicente Villanueva
Investigadores:
Carlota Diez
Shoko Doode
Raúl Gómez
Bolívar Hernández
Virginia Molina
Hugo Trejo
Introducción
El presente Informe se refiere a los aspectos socioculturales más significativos de la
población afectada por el Proyecto Angostura de la CFE. Constituye el primer resultado de un estudio todavía en proceso de realización, llevado a cabo por un equipo
de antropólogos sociales. Una vez completado, el Informe incluirá no sólo a las comunidades más directamente afectadas (o sea, aquellas que viven y trabajan en todo
o en parte en terrenos que eventualmente serán inundados), sino también a aquellas
comunidades que por su proximidad a la zona de embalse van a ser afectadas, de una
u otra manera, por la ejecución del Proyecto Angostura.
La presentación del Informe se ha organizado de acuerdo al ritmo del proceso de
los estudios que se realizan, siguiendo un orden de prioridades fijado por el Comité
Coordinador del Proyecto a propuesta del equipo antropológico. Es decir, el Informe
trata primero de la población del norte del embalse, orilla derecha del río Grijalva;
segundo, de la población del sur orilla izquierda del río y subcuencas afectadas; tercero, de la población que de alguna manera también va a sentir con fuerza el impacto
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237
de la realización del Proyecto, aunque esté fuera de la zona de inundación. La sección
del Informe que se somete ahora a la consideración del comité Coordinador, consta,
entonces, de una Introducción de carácter general y de la parte correspondiente a la
orilla derecha (norte) del Grijalva; o sea, esencialmente, las comunidades de Chalchí,
Vega del Paso y los Yuchenes y sus relaciones en todo orden con la cabecera municipal, Venustiano Carranza (antiguamente San Bartolomé de los Llanos).
Las razones para el establecimiento de esta prioridad en la investigación sociocultural fueron presentadas en el primer informe del equipo antropológico del mes de
abril de 1969, cuatro meses antes de iniciarse los estudios en el campo. Sin necesidad
de repetirlas (el documento va como anexo 1 al presente Informe), parece conveniente
subrayar que la magnitud y complejidad de los problemas que encontrará el Proyecto,
desde el punto de vista de la población afectada, son considerablemente menores en
la ribera norte que en la sur. En consecuencia, se pretende atacar la problemática primero por su frente menos dificultoso, y se quiere, asimismo, obtener en este proceso
experiencias valiosas que podrán ser sucesivamente aplicadas a la orilla sur, a primera
vista más compleja y además con mayor volumen de población afectada.
Antes de comenzar la parte substantiva del informe, quisiéramos dejar registradas
algunas observaciones que se refieren a la problemática general del Proyecto, y otras
que se refieren al método que se está aplicando en los estudios socioculturales.
Es evidente que la realización de proyectos del tipo de Angostura, y sobre todo de
las dimensiones verdaderamente monumentales del que nos ocupa, originan cambios
de tremenda envergadura. La geografía natural es modificada radicalmente: los ríos son
sometidos a control humano; se hacen surgir masas de agua comparables o superiores a
las formadas naturalmente; el clima mismo se modifica; aparecen nuevos microclimas,
y cambian particularmente las cubiertas vegetales y la fauna asociada con ellas.
Todas estas transformaciones se engranan con otras todavía más importantes,
aquellas que tienen lugar en las formas de vida de las poblaciones humanas afectadas.
Comunidades sólidamente establecidas, a veces por siglos, tienen que ser desplazadas
a otros lugares; todas las economías locales y la regional y con ellos la tecnología,
sufren transformaciones radicales; se abren posibilidades nuevas de producción y de
mercados; se ganan vías de comunicación y transporte y todo ello acelera los cambios
socioculturales, destruyendo la vida y la organización tradicional, haciendo entrar a la
población más rápidamente que nunca en el sistema nacional de cultura, de economía
y de política.
238
El gran desafío de estos proyectos a nuestra sociedad y a nuestro tiempo, radica
[en] el proceso de cambios de todo orden, pero sobre todo de orden humano que ha
desencadenado[:] va a dejarse operar libremente en una parodia contemporánea del
viejo liberalismo capitalista, o bien, se va a procurar su control, su canalización, su
conducción deliberada hacia metas y objetivos que redunden en el progreso material
y cultural, en el bienestar de la población que se beneficia del Proyecto, pero que también puede ser su víctima. Se trata, en último análisis, de elevar la ingeniería social al
nivel a que han llegado las extraordinarias ingenierías del mundo físico.
Es claro para nosotros que la CFE ha decidido seguir este último camino. Por ello,
el equipo antropológico llamado a colaborar en esta tarea formidable, siente la obligación de discutir algunos aspectos de la problemática particular que se presenta en Angostura, haciendo hincapié sobre todo en las dificultades que se presentan a primera
vista y que han aparecido en el desarrollo de nuestro estudio.
En primer lugar, conviene observar que el Proyecto Angostura fue concebido y diseñado para beneficio y utilidad nacional, y no para el servicio inmediato y preponderante de la región de Chiapas atravesada por el curso alto del río Grijalva. Es decir,
que a diferencia de otros proyectos semejantes de control de ríos, de electrificación,
de regadío y de drenaje, el Proyecto Angostura no presenta a la población afectada
beneficios que ella pueda fácilmente visualizar y sentir de manera inmediata y directa. Por el contrario, la manera en que la población afectada visualiza el Proyecto, es
sobre todo en términos de un gran trastorno en sus vidas y de una serie de perjuicios
potenciales. Esta situación, por lo demás inevitable en sus aspectos esenciales, explica
mucho mejor que el conservadurismo sociocultural y que una supuesta hostilidad al
Proyecto por parte de algunos grupos, las resistencias que se detectan y las dificultades iniciales con ciertos sectores de la población.
En efecto, según el Informe titulado “Aspectos Socieconómicos del Proyecto La
Angostura (Ejidos afectados)”, las tierras agrícolas que se inundarán representan el
2.5% de las tierras de labor en la entidad; la producción de maíz que se genera en
el área por afectar representa el 7% del total de la producción del Estado; la producción de frijol representa el 12% del total producido, y la de arroz el 40% (pp. 2-3). A
esta información cabría agregar los datos correspondientes a la ganadería y a los propietarios privados, con lo que el panorama resultaría aún más obscuro. Por otra parte,
estas pérdidas cuantiosas en tierras de labor y en producción, dadas las características
topográficas y climáticas del área, no pueden compensarse con ganancias de tierras
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239
que se hacen cultivables por drenaje o por conquista del desierto, como ocurre, por
ejemplo, en la Chontalpa tabasqueña y en el norte del país.
Hay que prever, además, la desocupación que se va a producir en el sector privado
de la agroganadería tan pronto como comience el proceso de traslado de las empresas afectadas por el Proyecto. Aunque es previsible que un porcentaje de empleados
van a seguir a las empresas en sus nuevas ubicaciones, en otros casos no ocurrirá así.
Además, estas empresas privadas dan ocupación temporal a pequeños agricultores y
ejidatarios, que con este empleo completan mejor sus ingresos.
Finalmente, la inexistencia o el desconocimiento de otros recursos naturales utilizables; la inexperiencia de la fuerza de trabajo fuera de las tareas agroganaderas más
elementales; la lejanía de los centros de consumo principales del país; las dificultades
de transporte; la inexistencia de un mercado regional importante, etc., cuando menos
por el momento hacen poco aconsejables o aun francamente imposibles proyectos
de inversión industrial que crearan nueva riqueza y establecieran nuevas fuentes de
ocupación.
Frente a las perspectivas que presenta esta situación, que son las que la población
siente con mayor claridad, y sin tomar en cuenta las posibilidades que abre el Proyecto, que son las más difíciles de visualizar por la población, lo notable no es el grado de
las resistencias encontradas, sino más bien su escaso volumen y poca virulencia.
La misma descripción esquemática de la situación apunta ya hacia una serie de medidas y de iniciativas, [algunas de las cuales] indicábamos en nuestro Primer Informe
de abril de 1969. Someramente dichas serían las siguientes:
1) Intensificación, puesto que la actividad ya fue iniciada, de las explicaciones a la
población sobre la importancia nacional del Proyecto y sobre la magnitud de las
obras que se realizan. Debería subrayarse esta contribución de Chiapas al desarrollo global de México, significando además la monumentalidad del Proyecto. Deberían utilizarse otros medios de información además de la radio y de los carteles,
tales como historietas ilustradas; materiales para que los maestros utilicen en las
escuelas; organización de visitas periódicas guiadas al sitio de las obras, etc. El chiapaneco puede llegar a sentirse verdaderamente orgulloso de la contribución de su
tierra chica al conjunto del país. Puede entender, por otra parte, los beneficios que
le va a traer el Proyecto Angostura y otros semejantes; a plazo corto y más todavía
a largo plazo.
240
2) En las comunidades afectadas de la ribera norte (Chalchi y Vega del Paso principalmente), puede comenzarse la tarea activa de hacer participar a la población en
el proceso de tomar decisiones y de llevarlas a cabo. Ejemplo de eso puede ser el
traslado de los cementerios, la construcción de la capilla y de la escuela, la plantación de árboles en el parque, etc., por grupos especialmente organizados y tan
pronto como se fije la ubicación del nuevo poblado; asimismo, debe hacerse un
esfuerzo para organizar grupos de cooperación voluntaria para la construcción de
las viviendas, a los que se puede dar asistencia técnica, suministrar materiales, etc.,
e incluso confiar el manejo de los fondos de la indemnización de manera prudente
y en forma de cooperativas. Estas iniciativas tendrían el propósito de comenzar la
transformación de grupos pasivos y angustiados, en grupos activos que participen
inteligentemente en una tarea que debe ser común.
3) Partiendo del supuesto, que aceptamos, de que existe ya presión por tierras en
la región, de que va a ser incrementada y de que no hay más que posibilidades
marginales de ganar más tierras cultivables dentro del área, parece que la única
respuesta global al problema (una vez que se descarta la posibilidad de actividades
industriales) consiste en la intensificación de la agroganadería para aumentar sustancialmente los rendimientos por unidad de superficie. Esta intensificación puede
hacerse de varias maneras: substituyendo cosechas por otras más rentables; introduciendo riego, fertilizantes y semillas mejoradas; pastos artificiales; mejor ganado,
etc. Todas estas maneras implican, sin embargo, un proceso de mejoramiento técnico: de la mano de obra y de la capacidad administrativa de campesino. En consecuencia, una vez determinadas las nuevas localizaciones de las comunidades y, [de
acuerdo con] los estudios de los agrónomos, deberían prepararse planes agropecuarios locales y establecerse las organizaciones de base que faciliten los programas de
adiestramiento técnico y administrativo, así como el mejor uso de los créditos de las
compras y de las ventas cooperativas, etcétera.
4) Por otra parte, parece que la valorización de las tierras de las nuevas localizaciones
tendría que hacerse principalmente por medio de regadío. Desde este punto de vista es evidentemente urgente determinar las posibilidades reales de irrigación, sea,
por canales de desvío, pequeñas presas, bombeo de aguas subterráneas o bombeo
del agua de la futura presa.
5) Tomando en cuenta la futura crisis de desempleo en el sector privado agroganadero, debería disponerse de algún plan de emergencia que permitiera el dar ocupación
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preferente a dichos campesinos, sea en las propias obras de la presa, en la construcción de caminos o en otros trabajos que requieren mano de obra no calificada. Con
los datos censales de que se disponen resulta posible prever el nivel máximo de
desempleo que se avecina.
En segundo Iugar, prosiguiendo nuestros comentarios sobre la problemática general del área bajo estudio, conviene observar la situación institucional del área afectada. En ella, como en las áreas más cercanas, por debajo de una capa de instituciones
formales legitimadas por las leyes del país, y con frecuencia entremezclada y fundida
con ellas, existe una estructura informal pero muy real de relaciones de poder. Esta
estructura está caracterizada por un sistema de caciquismo anacrónico en el contexto
nacional, pero extremadamente vigoroso y eficiente dentro del área afectada. Algunos
de los principales aspectos de este sistema se describen y discuten en la parte substancial del Informe. Por ahora, entonces, se desea solamente subrayar su ubicación y
posibles efectos en la coyuntura del Proyecto Angostura.
El sistema del caciquismo en el área de estudio tiene una estructura vertical, cuya
cúspide está en las dos cabeceras que sirven de centros regionales de las orillas norte
y sur de esta sección del Alto Grijalva. O sea, Venustiano Carranza y Concordia. La
estructura se extiende por abajo y en estratificaciones sucesivas hasta llegar a las comunidades más minúsculas y aun a las rancherías aisladas y a la población dispersa.
Horizontalmente, las bases de estas pirámides de poder tienen límites espaciales más
o menos bien definidos; o sea, áreas de influencia, cuyas fronteras a veces chocan con
las de otras áreas de influencia. Dicho de otra manera; aunque los caciques tienen un
poder casi ilimitado dentro de su área, el sistema está lejos de constituir un bloque
monolítico. Existen muchos conflictos internos entre los caciques reconocidos y de
ellos con los aspirantes a serlo.
La oposición y las resistencias activas y pasivas al caciquismo sin embargo, no proceden solamente del interior del propio sistema actual de poder. La Reforma Agraria,
al establecer los ejidos, ha contribuido a crear nuevos centros de poder más legítimos;
por otro lado, persisten algunas instituciones tradicionales, como las de los comuneros que se manejan con cierto éxito frente a los caciques, o bien, han aparecido otras
instituciones de carácter sindical o cooperativo, dotadas de cierta autonomía frente los caciques. Más importante que todos estos factores, sin embargo, es el proceso
general de modernización en todos los niveles que se opera en la región, y al cual el
242
Proyecto Angostura va a hacer una contribución esencial al abrir toda le región a los
vientos modernos.
El sistema caciquil tiene, junto a los aspectos más descarnados de control humano
y de dominio sobre las comunidades, aspectos muy visibles de naturaleza económica.
Es esta combinación de control político y económico, precisamente, junto con el aislamiento del área y su anacronismo general, lo que da al sistema su extremada fortaleza
y persistencia. Los caciques poseen o controlan las mejores tierras y la mejor y más
abundante producción, así como el comercio zonal e interzonal, el crédito no institucionalizado (en condiciones usurarias) y aun las principales fuentes de empleo.
Por otra parte, aunque las relaciones entre dominantes y dominados (caciques a
diversos niveles y población en general) son asimétricas, es decir, desventajosas para
la mayoría, el sistema exige para seguir funcionando una cierta reciprocidad. O sea,
que los caciques actúan con frecuencia de manera paternalista, protectora, ayudando a
resolver problemas individuales y familiares, solventando conflictos, prestando dinero
en emergencias, sirviendo de intermediarios con autoridades superiores, etc. De esta
manera, se encubren algunos de los peores aspectos del sistema y los sometidos a él
pueden encontrarle funcionalidad positiva.
De esta situación general, esquemáticamente presentada, se desprenden algunas
conclusiones importantes que deseamos subrayar a continuación, reconociendo de
antemano que se prestan a un debate de fondo.
1) El desarrollo del Proyecto, sobre todo en sus efectos socioeconómicos más significativos que se apuntaban antes, no puede realizarse en medio de un conflicto
abierto con el sistema real de poder que existe en el área. Dicho de otra manera más
descarnada, lo contrario resulta ser cierto. Es decir, la colaboración con el sistema
actual, dentro de los límites que están marcados por los objetivos socioeconómicos
propuestos, resulta necesaria. Puede uno preguntarse si estos objetivos son compatibles o no con el sistema de cacicatos. Nuestra conclusión es que lo son a plazo
corto, y que incluso los caciques encontrarán ciertas ventajas en la colaboración.
2) Al mismo tiempo, debe reconocerse que a plazo más largo aparecerá, como en otras
partes del país, una creciente incompatibilidad entre el anacronismo del sistema
actual y el resultado de las corrientes de modernización, a las que el Proyecto dará
un dinamismo decisivo. Esta tendencia puede ser prevista desde ahora y debe verse
como el producto histórico del desarrollo general del país.
H I S TO R IA D E L A E T N O LO G Í A
243
Mientras el proceso desarrolla su propio ritmo objetivo, el programa socioeconómico del Proyecto debe orientarse, dentro de sus posibilidades, a fortalecer y depurar las instituciones autónomas, legítimas, y a contribuir a establecer otras como
cooperativas, asociaciones de crédito, etc., sobre todo dentro de la estructura ejidal
afectada por el Proyecto. En otras palabras, la colaboración que postulamos necesaria con los caciques, hace indispensable una política deliberada de reforzamiento de
las instituciones que muestran cierta autonomía y capacidad de desarrollo dentro
de los cuadros provistos por el contexto nacional. A ello se orientan, particularmente, las propuestas de orden socioeconómico que hemos hecho con anterioridad.
3) Debemos reconocer que, en la práctica, la política de la Residencia de la CFE ha
seguido precisamente, y de manera que creemos acertada, esta orientación general,
en particular por lo que se refiere al sistema de poder en la región. Sin embargo, la
necesaria política de contrapeso que sugerimos no ha encontrado todavía suficientes expresiones concretas al nivel de las comunidades. A desarrollar esta segunda
faz se orientan la mayor parte de las recomendaciones que estamos formulando,
con la convicción de que se está ya entrando en la etapa en que esto no sólo es necesario sino posible y urgente.
En tercer lugar, y para terminar nuestras observaciones sobre la problemática general del área de estudio, conviene subrayar algunas características de la organización
a nivel regional y sub-regional. Nada sería potencialmente más peligroso para el buen
éxito del programa de relocalización, que el atacar el problema exclusivamente a nivel
de cada una de las comunidades afectadas, desdeñando las posibilidades, cuando y
donde existan, de mantener, utilizar y desarrollar formas ya existentes de integración
intercomunal.
Las comunidades del área no existen, obviamente, en un vacío. Muy al contrario,
cada una de ellas participa, es parte integrante, de una red de relaciones de todo tipo,
que las ligan entre sí y con un centro regional o sub-regional. Se desprende muy claramente de nuestro estudio que Venustiano Carranza ocupa esta posición central en
la ribera norte, y que Concordia juega idéntico papel, aun en mayor proporción, en la
ribera sur. Ahora bien, mientras Venustiano Carranza queda completamente a salvo
de la inundación, Concordia va a desaparecer bajo las aguas.
Resultaría sumamente engañoso visualizar estos centros sub-regionales estricta y
exclusivamente como sede de las autoridades políticas, judiciales y administrativas. Es
244
evidente que son mucho más que esto, como se verá con claridad en las descripciones
de la parte sustantiva del presente Informe. Estos centros facilitan muchas clases de
servicios a su región de influencia, tales como comunicaciones (correos, telégrafos,
teléfonos) y transportes (pasajeros y carga); el comercio se concentra en ellos así como
las sucursales bancarias, los sistemas de crédito público y privado, y en particular el
préstamo usurario; los servicios médicos y hospitalarios, y aun los de carácter religioso, [que] suelen estar monopolizados por los centros; ahí se encuentran también otros
especialistas y profesionales, obreros y artesanos que sirven a muchas localidades;
además, constituyen lugares que ofrecen empleos y oportunidades a la población del
área; tienen lugares de diversión y entretenimiento; las escuelas públicas y privadas
que van más allá de los tres años de la primaria rural, alcanzando el nivel secundario;
el Estado federal ha establecido también en ellos los escasos servicios de asistencia
técnica existentes, etcétera.
Por otra parte, estos centros regionales actúan como núcleos de estímulos para el
cambio y para el progreso, estableciendo normas y adoptando innovaciones que sus
respectivas zonas de influencia tratan de imitar y de introducir, como los servicios de
agua potable, las condiciones sanitarias, la electricidad, el uso de implementos modernos, etc. Desde este punto de vista, los centros son elementos poderosos para la
transformación sociocultural del área, para el desarrollo tecnológico y económico para
todo el proceso de modernización.
De la misma manera que cada comunidad constituye un organismo vivo y actuante,
capaz de progresar pero también de ser destruido, existe una realidad orgánica regional
o sub-regional, que tiene como su núcleo principal a un centro urbano o casi urbano.
Esta realidad orgánica se expresa en una red de relaciones de todo orden, económicas,
políticas, religiosas, familiares, etc., entre el centro y su área de influencia. El tejido
orgánico de estas relaciones ha sido desarrollado secularmente, como lo ha sido cada
comunidad que forma parte de él, y como la comunidad, también puede ser destruido.
Finalmente, la unidad regional se apoya y está cimentada en una fuerte homogeneidad cultural. No se encuentran en el área de estudio diferencias profundas y significativas, como las que se descubren a primera vista, por ejemplo, en los Altos de
Chiapas entre los centros de cultura nacional y las comunidades rurales, generalmente
indígenas y muy tradicionales. Por el contrario, esta sección del Alto Grijalva ofrece
una sorprendente homogeneidad cultural, dentro del cuadro de la cultura nacional
mexicana.
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245
En definitiva; podría decirse que si estos centros regionales no existieran ya, deberían ser creados casi a cualquier precio. Son necesarios e insustituibles, pero desgraciadamente uno de ellos, Concordia, está amenazado de extinción o, al menos, de desintegración. Las pérdidas que esto acarrearía a su área de influencia serían incalculables,
particularmente en términos de estímulo económico y cultural, de ocupación, de servicios y de especialización del trabajo social. La desintegración de Concordia significa
la ruralización por mucho tiempo de toda el área sur de esta sección del Alto Grijalva.
Nuestra recomendación más vigorosa es en el sentido de que se busquen todos
los medios necesarios para evitar esta crisis, con la seguridad de que se encontraría
el más fuerte apoyo y la mejor colaboración de una población que en el pasado ya ha
mostrado su voluntad de supervivencia y de continuidad. Es posible, asimismo, que la
supervivencia de Concordia sea la única manera de retener a una parte muy importante y activa de su población, que de otra manera querrá escapar de las consecuencias de
la desintegración, emigrando a otros lugares con su iniciativa, sus capacidades técnicas
y sus recursos económicos.
Finalmente, deseamos llamar la atención sobre el problema de los costos de infraestructura y de los servicios de que hay que dotar a los nuevos poblados. Evidentemente,
cuanto mayor sea el grado de disgregación y de fragmentación, más altos resultarán
estos costos. Pueden obtenerse economías importantes de escala, mediante una buena
política de concentración, dentro de los límites posibles, aparte de los específicos socioculturales que se conseguirían y sobre cuya significación hemos estado insistiendo.
En el plano de la formulación de conclusiones concretas, deseamos desprender de
nuestro somero examen las siguientes recomendaciones:
1) Debería aceptarse como directriz de política general del Proyecto, en sus aspectos de relocalización de la población, la de mantener y reforzar las unidades subregionales ya existentes, particularmente de las que giran alrededor de Venustiano
Carranza y de Concordia, respectivamente.
2) La política general de relocalización debería basarse, además, en la intención de
reducir al mínimo la fragmentación actual y de concentrar al máximo factible los
nuevos poblados.
3) Consecuente con estos propósitos, la población afectada de la ribera norte del Grijalva debería ubicarse en una situación que le permitiera mantener e incrementar
sus vínculos, con Venustiano Carranza.
246
4) Dado el hecho infortunado e inevitable del destino de Concordia, debería planearse adecuadamente una nueva Concordia, que siguiera sirviendo su papel de centro
regional y aun pudiera reforzarlo e incrementarlo, impidiendo así la ruralización
del área.
5) Un examen cuidadoso de la situación de cada poblado actual, debería indicarnos
las posibilidades de integrarlos a la nueva Concordia, o bien de constituir poblados
más concentrados en posiciones óptimas de aprovechamiento del centro regional.
En la parte sustancial del Informe se encontrarán mayores evidencias factuales sobre la conveniencia de estas recomendaciones, así como el examen a nivel de comunidad sobre algunas posibilidades de integración y concentración. Al mismo tiempo
estamos conscientes de las dificultades implícitas en el tipo de soluciones que estamos
recomendando, sobre todo a las que se refieren al problema de las tierras afectadas, de
las disponibilidades de tierras, etcétera.
En cuarto y último lugar, queremos hacer unos comentarios sobre el método de
trabajo seguido por el equipo de antropólogos.
Como ya se indicó en el primer Informe del mes de abril de 1969, los investigadores
desarrollan su trabajo viviendo en las comunidades estudiadas, en continuo y estrecho
contacto con la población, utilizando las técnicas que en el lenguaje profesional llamamos de “observación participante”. Evidentemente, es esta profunda compenetración
y convivencia con las comunidades lo que permite obtener la riqueza de información
sociocultural que se hará evidente en este Informe.
Pero además, los investigadores consiguen algo igualmente importante: el ganar la
amistad y la confianza de los vecinos de las comunidades, el conquistar una posición
casi ideal de interlocutores válidos de la población y de intermediarios autoridades del
Proyecto Angostura. Como ya escribíamos en nuestro Primer Informe, consideramos
que esta situación puede ser utilizada para facilitar las tareas del Proyecto en su periodo más crítico, o sea, en el del traslado y relocalización de las poblaciones. A tal efecto,
agregamos al presente Informe un Anexo II con Propuestas sobre el plan de trabajo,
una vez que se termine la investigación del área afectada directamente por el Proyecto.
A continuación de esta Introducción se encontrará la Primera Parte del Informe,
correspondiente a la ribera norte del río Grijalva.
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247
GuIL L ErMo B on F I L
BataL L a ( 1 935-1 991 ).
E L utóP Ic o
Pr EdEc Es or dEL
“MuLtIc uLturaL I sM o
nacIonaL ” y dE L
Posc oL onIaL IsM o
GL oBaL
248
En rigor Guillermo Bonfil se graduó como etnólogo en 1961, pero su tesis de
maestría del año siguiente, Diagnóstico sobre el hambre en Sudzal, Yucatán,
la realizó dentro del Departamento de Investigaciones Antropológicas del
INAH (y bajo la dirección de Ricardo Pozas), lugar donde habría de gestarse otro afloramiento temprano de la antropología social. Por aquel entonces,
apoyarse en Lukács y Wright Mills, como Bonfil hizo, no era precisamente
convencional. Menos aún que desarrollara el “análisis crítico” de un “agudo
problema nacional: la desnutrición”, y que de paso tildara de subjetivos a los
etnólogos y antropólogos culturales de la época. A poco, en un artículo de
1965 donde aborda la obra de Oscar Lewis en sus justos términos —en vez
de verla como una conjura subversiva—, asentó que el científico social debía
adentrarse en los aspectos negativos de nuestra sociedad, para “sacarlos a la
luz y explicarlos”. Su sana corrección hoy resulta reveladora. Es llamativo que
hasta hoy sólo la antropología india siga utilizando el concepto de “cultura de
la pobreza”, algo que aparenta demodé para algunos; pero si consideramos que
hay recias conexiones entre pobreza y casta, uno se pregunta si el concepto
sí tiene mucho sentido. Ocurre que Lewis también trabajó en el norte de la
India.
Ya entonces despuntaba diáfano el antropólogo crítico, faceta que también
resaltó Lina Odena al momento de reunir en cuatro volúmenes las Obras escogidas de Guillermo Bonfil (1995). No por coincidencia entonces, años después, en una conversación imaginaria por demás entrañable sostenida con
Mercedes Olivera,1 ella recordará su breve militancia en el Partido Comunista Mexicano, del que serían ambos expulsados, hecho que les honra mucho.
Quiere decir que pensaban por sí mismos antes que por medio de la doctrina
1
“A 20 años. Diálogo con Guillermo Bonfil”, publicada en Desacatos, núm. 39, México, CIESAS, 2012.
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249
o del pensamiento único estalinista. Por cuanto se refiere al hambre como
problema nacional, y por ende como un objeto digno de estudio, con los años
se le han recortado las uñas críticas, y los únicos que hablan de ello de manera
harto desapasionada, no obstante su incremento, son los colegas consultores
que trabajan para Programa Oportunidades. Cuestión de percentiles, según
dicen. Nada que ver con Somalia, la soberanía alimenticia o la desigualdad
social. Un fenómeno en sí mismo. Al escucharlos no puede uno sino preguntarse, ¿es que se ha hecho antisocial la antropología, como lo sugirió David
Mosse, tras su propia experiencia como consultor? Lo dejo para discutirlo en
otra oportunidad.
Con todo, no fue ése el caso de Bonfil, quien como antropólogo gubernamental convencido, más bien abrigó fuertes dudas para con la antropología
académica en curso. Hay que apreciar, sin embargo, que su visión crítica sí
tuvo límites muy claros —vale con él la metáfora usada por una colega boliviana respecto a la Loma Santa amazónica, como una “utopía cercada”—, esto
es, que por más utopía india o mesoamericana que profesara en su ensayo
máximo México profundo. Una civilización negada (1987), su ideal político
se quedó en un reformismo multicultural del todo monádico en su pluralidad
(léase respetando siempre al Estado nación) y que en ningún momento tuvo
los arrebatos políticos que hoy ejercen los teóricos poscoloniales —cuyas mayores consignas son el separatismo cultural y la fragmentación de la nación
bajo una supuesta “crisis civilizatoria global”—, aunque no deja de coincidir
con ellos en determinados conceptos en uso, como los de colonialismo interno, autonomía cultural y etnodesarrollo.2 De hecho, hacia 1972 concibió al
concepto de indio/indígena como una categoría de la situación colonial en la
América de hoy, si bien éste fuera originado en la propiamente colonial. Según Bonfil, una evidencia de ruptura de tal situación sería la expresión de la
etnicidad con nombre propio y la presencia del pluralismo cultural jurídico a
escala nacional. Esta utopía cercada es hoy menospreciada por los comunalistas radicales como un multiculturalismo descafeinado. Al respecto, hay otros
pensamientos que traer a cuentas para su mejor comprensión.
2
Cfr. Jean-Loup Ampselle, L’Occident Décroché. Enquete sur les postcolonialismes, Éditions Stock, 2008,
pp. 166-205.
250
De forma simultánea, hay que dejar muy claro que luego de la aportación
teórica de Aguirre Beltrán al proceso de aculturación, Bonfil a su vez propuso una teoría del control cultural, ésta planteada sobre supuestos indianistas
dentro de la institucionalidad dominante. Es una dialéctica lineal del pensamiento antropológico muy similar a la sugerida por Leslie A. White para
la antropología americana, pero con características pendulares especiales, o
sea, es una dialéctica de menor vigor porque retenía las herencias compartidas. Me refiero a que, hasta aquí, hemos venido hablando de una serie de
intelectuales políticos preocupados todos por el destino de la nación, y que
sin embargo difieren en cómo constituirla. Algunos, empero, no se limitan
en injertar al pensamiento social con ideas teóricas ajenas con innovadores
sentidos, sino que se lo toman de veras en serio y optan por teorizar por sí
mismos, arriesgándose a compartirnos sus ideas más íntimas, pero que son
justo las que resultan en verdaderas ideas-fuerza. Este fenómeno creativo no
es, por cierto, ajeno al poder condicionado, que se ejerce cambiando la creencia del común. No hay que ignorar tampoco que este arranque coincide con
esa estirpe singular de funcionarios-pensadores desarrollada al interior del
género de los intelectuales políticos, y de quienes cabe decir que no lo hicieron precisamente mal. Su mayor debilidad estriba, más bien, en que su estirpe
se extingue junto con la revolución institucional que los animaba. ¿Resurgirán
acaso? La pregunta estará en el aire por varios años todavía.
Veamos enseguida algunos de esos límites, que de cercados de alambre
espino pasan a ser “limitantes paradigmáticas” (tal como lo sugirió primeramente Cynthia Hewitt en Boundaries and Paradigms3). De la influyente
contribución colectiva a De eso que llaman la antropología mexicana (1970),
el ensayo de Bonfil, “Del indigenismo de la Revolución a la antropología crítica”, sobresale del conjunto de los aún disidentes. Este ensayo fue publicado
a la vez que otro titulado “El campo de investigación de la antropología social en México: un ensayo sobre sus nuevas perspectivas” (1970), los cuales,
juntos, resultaron en su momento cruciales para impulsar el giro social de
los inquietos estudiosos de la época. Ocurre asimismo que su crítica posee
3
Cynthia Hewitt, Boundaries and Paradigms: The Anthropological Study of Rural Life in Postrevolution-
ary Mexico, Leiden Development Studies, 1982.
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251
connotaciones más amplias que la de ser sólo un “ataque al indigenismo integrativo”. Sobre este rasgo, es llamativo que Bonfil se negara a decir que los
indigenistas previos, de Gamio a Aguirre Beltrán, se equivocaron, pero sí les
reprochó haber abandonado el ejercicio crítico a nombre de la revolución.
Incluso, más tarde dirá, en un encuentro en Brasilia en 1987, que De eso que
llaman la antropología mexicana no contenía una propuesta alternativa sino
sólo un cambio dentro de la antropología gubernamental. En esa ulterior ocasión usó la metáfora de los “problemas conyugales” entre la antropología y el
gobierno, so pena, creía él, de sufrir colectivamente el abandono y el divorcio.
Todavía en 1990, en una entrevista para el boletín del CEAS, negó que hubiera una contradicción necesaria entre sus interpretaciones y sus 16 años como
funcionario. Ya no mencionó maridaje alguno, pero sí llamó a los académicos
a contribuir con sus pesquisas al debate nacional, y aun a aclarar la toma de
decisiones gubernamentales. Éste es el límite. Pero siempre hay algo más,
de alcances subcontinentales.
Bonfil delineó desde ambos ensayos lo que será a la postre un pensamiento
robusto. Manteniendo que la integración era la negación del ser indio, elige
la autonomía cultural bajo un Estado pluricultural. No sin cuestionar que el
concepto de culturas aún suponía homogeneidad, armonía e integración, sí
opone a las culturas de clase y a las culturas indígenas, como si fueran inconmensurables entre sí y con proyecciones divergentes. Las primeras tendrían
perspectivas dentro del sistema de clases dominante, pero las segundas estarían fuera de ese sistema porque pesa sobre ellas una alienación colonial que
las aísla y aherroja sobre su pasado. Ligada a esta distinción, no vacila en referir la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, si bien su ya liviano marxismo se
va evaporando en favor de los autores anticolonialistas y colonialistas internos (Memmi, Balandier, González Casanova, Stavenhagen), y aun de Aguirre
Beltrán, con sus regiones de refugio de rasgos coloniales. Agregará luego la
noción de culturas subalternas de Gramsci, otro ingrediente característico
de los teóricos poscoloniales posteriores. Por esa senda postula que el desplante más radical sería para él enjuiciar a la propia sociedad y su cultura, ya
que hacerlo nos revela como el amo y, al indio, como el esclavo, en términos
hegelianos. Sería tarea de la antropología social contribuir a fundar la utopía
étnica al tiempo que ella nos libere de nuestra condición colonial.
252
Dos elementos avivarán esta postura inicial. De una parte, que percibe al
mestizaje como un hecho biológico y como una categoría social adscrita a la
indígena, lo que ya encontramos esbozado en Molina Enríquez. En su estudio
Cholula. La ciudad sagrada en la era industrial (1973) va más allá al mostrar
que el capitalismo industrial no eliminaba las instituciones indígenas como
las mayordomías y los barrios. Esto refutaba tanto la región de refugio como el mismo continuum folk-urbano de Robert Redfield. Era tanto como decir que los obreros y mestizos seguían siendo indios. Pero el verdadero puntal
lo hallará en los movimientos indígenas latinoamericanos, como clara demostración del fin de su sujeción colonial. De hecho, aquí cesa de referir a la comunidad indígena colonial y empieza a usar la categoría de pueblo indígena,
lo que de hecho ocurría desde el congreso fundacional del Consejo Nacional
de Pueblos Indígenas en 1975. En el nivel subcontinental, la seguridad ontológica en sus ideas la brindarán las reuniones de Barbados, y dentro de sus
factores endógenos se decanta por las identidades primordiales de las etnias,
algo persistente en México. No obstante, es el único que capta el papel político de las élites indígenas, una presencia activa que rara vez se analiza para así
contribuir a la representación unitaria del pueblo indígena. La propia noción
de movimiento indígena contribuye a ocultar tensiones y conflictos internos
o cualquier evidencia de estratificación, pero sobre todo evita hablar de forma realista sobre cómo ese colonizado ha interiorizado su supeditación, reproduciéndola en sus “usos y costumbres” y otras expresiones de su cultura
íntima, algo que sorprende cuando se habla de sus acciones dentro de los
“sistemas normativos indígenas” (justicia con cepos, uso de títulos coloniales
en pugnas intercomunitarias, autoridades militares tradicionales, etc.). Bonfil
lo anotó, pero nunca lo analizó a fondo.
En ese punto se quedó pasos atrás de Franz Fanon cuando, a través del tratamiento de los trastornos mentales de la guerra colonial, se topó con el fenómeno de la “piel negra y las máscaras blancas”; esto es, la colonización mental
de los colonizados. Así y todo, su Utopía y revolución. El pensamiento político
contemporáneo de los indios en América Latina (1981) constituye un avance
respecto de su Indianidad y descolonización en América Latina. Documentos
de la Segunda Reunión de Barbados (1979). Para entonces, la etnicidad política era una manifestación inocultable.
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253
Bonfil había leído a Andrés Molina Enríquez muy temprano (1965), cuando se interesó por la Sociedad Indianista Mexicana de finales de 1910 y cuyo
ideario estaba rezagado respecto de Los grandes problemas nacionales (1909).
Es evidente que difería de su concepción central del mestizaje y del mestizo.
Recoge de él, en cambio, la conexión de grupos sociales con culturas diferentes, lo que en realidad Molina replantea como la lucha entre dos culturas, la
oriental y la occidental. Es de lamentar que cuando Bonfil escribe México profundo. Una civilización negada (1987), a quien cita es al Gamio de Forjando
patria. Pro-nacionalismo (1916). Su ofuscación no me parece intencional. Es
que el nacionalismo como sentimiento no había acabado de extinguirse en él.
Es México y su futuro el que le preocupan, pero se trata de un México indianizado, que ha conseguido terminar de una vez con la negación de la civilización
mesoamericana, que hará las veces de renovación profunda del otro México,
occidentalizado o “imaginario”. Pero además de retener, reformado, al Estado
nación, es muy cuestionable asumir que la “civilización mesoamericana” realmente represente la diversidad cultural subyacente y que además ella equivalga a todo el país. Hasta donde recuerdo, en muchos lugares de los diversos
nortes de México, decir “Mesoamérica” es decir centralización política. Imposible no advertir que se trata, amén de un concepto etnohistórico difusionista,
de un concepto que implica al poder estatal; por eso es tan frecuente su uso en
la clase política. Por último, Bonfil sugiere dos líneas de acción de su proyecto
de nación: reconocer y reforzar a las comunidades locales (que ya no son las
indígenas coloniales sino las étnicas, dueñas de una territorialidad y soberanía
propias) e implementar en cada una cierto etnodesarrollo que asegure el control cultural autónomo. Como he dicho antes, varias de estas pretensiones han
pasado a ser reivindicaciones de las élites indígenas.
Pero sucede que las interrogantes académicas difieren más y más de esas
elites, algo que bien podría ser un divorcio como Bonfil planteaba. Mientras
en América Latina, y en menor medida en México, una nueva generación de
estudiosos están ya analizando las posibilidades y limitaciones de la utopía
indígena, las insuficiencias organizativas del movimiento indígena, las ambigüedades de la educación intercultural, los desaf íos del multiculturalismo
bajo el neoliberalismo y la persistencia de los derechos individuales bajo los
254
colectivos y comunales,4 la noción de etnodesarrollo tuvo destinos no menos
ambiguos y aun retrocesos reales en los análisis de Claudia Robles (University
of Essex) y Carmen Martínez Novo (Flacso). La deconstrucción del etnodesarrollo por Robles se centra, más que en los intelectuales y líderes indígenas,
en su absorción y uso por el BID y el Banco Mundial, pero Martínez Novo
sí contrastó la propuesta misma de Bonfil con la “revolución ciudadana” de
Rafael Correa en Ecuador y los movimientos indígenas existentes. Uno a uno,
fue examinando los requisitos del etnodesarrollo teórico (libre determinación, control cultural y convivencia intercultural) para concluir que están en
serio peligro de incumplirse y que, incluso, hay pruebas de que los liderazgos
indígenas son los más beneficiados bajo el estado “multicultural y pluriétnico”.
En suma, podemos decir que es muy posible que nuestra época precise en
verdad de una antropología crítica como la planteada una vez por Guillermo
Bonfil. Pero ya no estamos en 1970. Ahora son visibles los efectos perversos
e involuntarios producidos por las políticas sociales inspiradas en las mejores
intenciones del reconocimiento cultural mundial.
Para esta semblanza he incluido el penúltimo apartado de México profundo, que él llamó “El país que hoy tenemos”. Recuérdese que su horizonte histórico es el de 1985-1987. Por supuesto, recurre ahí a sus argumentos en favor
de la cultura del México profundo y la cultura del México imaginario, pero lo
que queda muy claro es su genuina preocupación por el destino de México.
Como Sáenz antes, demuestra un nacionalismo revolucionario en creciente divergencia con la clase política a la que había estado ligado. Mucho más
fuerte es que aún deseaba fundar una nueva esperanza en los pueblos propios.
Para haber sido un antropólogo gubernamental convencido —léase con lealtades hacia la clase política— esta conciencia nacional resultaba inadecuada.
Es todavía algo doloroso que su vida fuera truncada cuando aún podría haber
dicho más.
4
Cfr. Carmen Martínez Novo (ed.), Repensando los movimientos indígenas, Quito, Flacso, 2009; Todd A.
Eisenstadt, Politics, Identity, and Mexico’s Indigenous Rights Movements, Cambridge University Press, 2011;
Gabriela Canedo Vásquez, La Loma Santa: una utopía cercada. Territorio, cultura y Estado en la Amazonia
boliviana, La Paz, Plural Editores, 2011.
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255
México profundo. El país que hoy tenemos
La quiebra de la ilusión
Todo fue muy rápido. Bastaron unos cuantos años para pasar de la euforia del espejismo petrolero, a fines de los setenta, a la certeza de que el modelo de desarrollo que
se había impuesto al país había llegado a su término y ya no daba más (lo que fue
evidente en diciembre de 1982). Hubo que dejar de creer en milagros, en inmensas
riquezas que aparecían de pronto y nos aseguraban la solución definitiva de todos los
problemas. Milagro inmerecido, por otra parte, ya que nunca fue resultado de una
serie de esfuerzos que el país hubiera hecho de manera constante y racional para generar la riqueza que necesita ni para resolver los problemas que lo agobian. De pronto
pareció que todos los errores, la cadena interminable de absurdos, incompetencias y
miopías, no lo eran tanto y, en última instancia, quedaban justificados por el resultado
final: un país cuyo único reto era aprender a administrar la abundancia. Poco después
la falsa ilusión y el triunfalismo del México imaginario se derrumbaron estrepitosamente. El país que queda es otro, muy diferente del que se soñaba en los breves años
de la última euforia.
Hoy debemos aceptar que México es un país pobre. Que grandes extensiones de
tierra no son aptas para un cultivo “moderno” y que otras se han erosionado y producen menos porque se explotaron de manera irracional. Que las cosas han ido hasta el
extremo de que nuestra agricultura no cosecha los suficientes productos básicos que
se requieren para alimentar a los mexicanos siquiera en el nivel mínimo indispensable.
Crece nuestra dependencia por hambre: el país en el que se inventó el maíz importa
ahora maíz.
La agricultura de exportación y la dedicada a producir insumos para la industria
son inestables. En el primer caso, los precios internacionales y las restricciones a las
importaciones en los Estados Unidos, el principal país comprador, colocan siempre
un punto de interrogación sobre el futuro del mercado y con frecuencia provocan
crisis agudas en diferentes productos, que deben solventarse con los apretados recursos financieros nacionales y casi siempre a costa de los consumidores mexicanos. Los
cultivos para la industria, en un momento en que el crecimiento industrial se estanca
y cierran muchas empresas, tampoco ofrecen perspectivas promisorias. Y es esa agricultura, valga recordarlo, la que junto a la ganadería, ha desplazado de las mejores
256
tierras a los productos mesoamericanos que forman la base de la alimentación para la
inmensa mayoría de la población.
Nuestras materias primas no son de fiar como sustento de un comercio exterior
seguro y equilibrado: la demanda y los precios se mueven fuera de nuestro control y
siempre en beneficio de los compradores, en un mercado regido principalmente por
los Estados Unidos. La exportación de productos elaborados es limitada porque la
industria mexicana no es competitiva a nivel internacional, salvo en ramas aisladas.
Un intento de solución ha sido aceptar maquiladoras. El país se vuelve maquilador a
ritmo alarmante: vendemos sólo la fuerza de brazos mexicanos para que otros se enriquezcan. Y la vendemos barata. Los dólares (¿cuántos millones al año?) que remiten
los braceros alivian la situación de sus familias y aumentan la reserva de divisas; pero
el bracerismo no puede ser la solución de la economía mexicana, porque si aceptamos
que lo es, debemos aceptar la consecuencia política inevitable: declarar disuelto el país
e integrarnos individualmente a la economía y la sociedad norteamericanas.
Nuestra industria no está integrada en la medida suficiente para atender las necesidades básicas del mercado nacional. Se producen muchas cosas superfluas y, en
cambio, no se fabrican otras que serían necesarias. ¿Cuánto se gasta en México para
producir, promover y consumir alimentos chatarra, refrescos embotellados, bebidas
alcohólicas, envases desechables? ¿Cuánto cuesta, en este país pobre, crear un empleo
industrial destinado a fabricar basura? Al tocar este punto no puede pasarse por alto
una mención al papel que juega la publicidad como fuerza inductora para imponer
modelos de consumo que, para decirlo en dos palabras, empobrecen y deterioran al
consumidor: no sólo se gasta mucho más de lo necesario en “alimentos” cuyos nutrientes se obtenían tradicionalmente a un costo varias veces inferior (las bolsitas con
productos industriales a base de maíz, frente a los tamales, las tortillas y el atole, por
ejemplo), sino que se desvía una parte muy significativa del precario presupuesto familiar que tendría un mejor empleo aplicado a otros satisfactores.
Por otra parte, la calidad y el precio de muchos productos nacionales, debido al
torcido desarrollo industrial, no compiten con los productos extranjeros introducidos
de contrabando y vendidos abiertamente en cualquier sitio; con lo que, por una parte,
se restringe el mercado para la producción nacional y, por la otra, se incrementa la fuga
de divisas. Esto, en un país que tiene tres mil kilómetros de frontera con los Estados
Unidos y un tránsito anual de millones de personas en uno y otros sentidos. Los
“circuitos informales” adquieren en este proceso una presencia abrumadora que las es-
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257
tadísticas no reflejan: son, a la vez, vías de enriquecimiento rápido para unos cuantos
y caminos alternativos para engañar la pobreza de muchos otros.
Y dentro de la pobreza general, una desigualdad económica que debería resultar
intolerablemente escandalosa. El despilfarro y el derroche más burdos e insultantes
frente a la incapacidad de atender las necesidades más elementales de millones de
compatriotas. (¿Compatriotas?, ¿tendrán en verdad la misma patria los mexicanos
que aseguran “su” dinero en los Estados Unidos?) La crisis ha hecho más ricos a los
más ricos y más pobres a todos los demás. El fin del milagro pone en evidencia, para
quien lo dudara, la tendencia profunda hacia la desigualdad que ha estado implícita
en el proyecto nacional.
La crisis, evidentemente, produce pobreza; pero no una pobreza pareja. Aun en el
México profundo los efectos no son iguales aunque, a fin de cuentas, sea esa población
mayoritaria la que paga las consecuencias, en tanto que una minoría se beneficia y se
enriquece hasta el hastío. Quizás sean los sectores del México profundo que se han
desligado de las comunidades indias y campesinas tradicionales y se han enrolado
como subalternos del México imaginario, los que resienten en peores condiciones y
con menos recursos los golpes de la crisis. Ahí es donde el desempleo alcanza los índices más altos y donde la dependencia exclusiva de la economía monetaria agudiza
los efectos de la inflación y la dependencia de servicios sociales que no se incrementan
o francamente se reducen para los contingentes urbanos marginados. Ellos, que se
vieron obligados a optar por la vida y el trabajo en el proyecto del México imaginario,
son los primeros y los que más a fondo se ven excluidos y obligados a soportar las exigencias de la contracción económica; ellos, de cuyo trabajo y pobreza ha dependido el
crecimiento ilusorio, son ahora quienes deben pagar las cuentas de la quiebra.
Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que los indios y los campesinos tradicionales están al margen de la crisis. En todo lo que los relaciona con el México imaginario, ellos también pagan deudas que nunca contrajeron. La única diferencia, pero es
una diferencia muy importante, es el margen de autosuficiencia que mantienen gracias
a la orientación de su cultura. Es un margen precario, cierto; pero ese margen no existe, o apenas sobrevive, en los sectores urbanizados del México profundo. A pesar de la
miseria común, acá, en el asfalto, hay menos con qué hacer frente a la crisis. Todavía.
Cada mexicano que nace, nace endeudado. La deuda externa resulta hoy inmanejable. Si se pagara, el país quedaría más pobre que antes de endeudarse. Los préstamos
sirvieron para tapar baches, no para construir un camino nuevo y firme. La deuda no
258
sólo hace inviable el proyecto de desarrollo económico, tal como se había pensado,
sino que coloca al país en una endeble posición para mantener los márgenes de decisión política autónoma que había logrado resguardar. Las presiones del Fondo Monetario Internacional amenazan encauzar la política económica hacia el objetivo único
de pagar la deuda. Las negociaciones bilaterales con el gobierno norteamericano, por
otra parte, llevan el riesgo de que la política exterior de México quede incluida como
parte del paquete a negociar, por la fuerza inevitable de la realpolitik. Los márgenes de
autonomía se estrechan a medida que la dependencia acumulada se revela implacablemente en todas sus dimensiones y facetas.
Algunos problemas soslayados por la euforia aparecen hoy con mayor dramatismo. La contaminación atmosférica de la ciudad de México y otras zonas urbano
industriales ya no es un peligro lejano e improbable que se deba prevenir sino una
realidad cotidiana cuya gravedad no se puede exagerar ni ocultar. Hay que dar marcha atrás en muchas decisiones de política urbana acumuladas alegremente administración tras administración, que han hecho de la ciudad de México una de las peores
megalópolis del mundo. Hay que reparar los daños que produjo (y produce hoy) un
capitalismo salvaje que volvió invivible su propia guarida, en la que tantos habitantes del México profundo están obligados a permanecer. Hay que repensar y rehacer
nuestras ciudades, sin olvidar que han sido la creación y el bastión del México imaginario, esto es, que sus problemas no son meras desviaciones, simples anomalías que
se puedan subsanar sin renunciar al proyecto mismo del que son resultado inevitable. La ciudad expresa, a su manera y con su propio cáncer, las contradicciones no
solucionadas de la historia y la sociedad mexicanas; no es posible resolver realmente
sus problemas si se mantiene en todos los órdenes, aun en el plano ideológico, su
posición dominante frente al mundo rural y su papel como centro de la negación del
México profundo.
La agresión contra la naturaleza no se restringe al ámbito urbano. Se talan montes
y selvas, se contaminan ríos y litorales, se destruyen recursos de la tierra y del mar, se
extinguen especies y se alteran de mil formas los nichos ecológicos que construyeron
pacientemente la naturaleza y el hombre a lo largo de milenios, en un esfuerzo suicida
que no tiene otra racionalidad que la mayor ganancia inmediata, a toda costa y muera
lo que muera. Bajo la dirección del México imaginario nos hemos vuelto espléndidos
constructores de desiertos y agentes eficientísimos para destruir la vida en la tierra, en
el agua y en el aire.
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259
¿Y cómo se ubica nuestra gente, los mexicanos, ante un panorama tan alentador?
Hay una frustración generalizada que resulta de la quiebra de las ilusiones, por falsas que éstas hayan sido. Se cierran fuentes de trabajo cuando 800 mil mexicanos
llegan anualmente a la edad de 18 años, parte aguas simbólico entre la adolescencia y
la condición de adulto, sin perspectivas confiables, sin seguridad alguna de que algo
que hagan conducirá a algo mejor. La inconformidad abierta se deja ver más en las
clases medias y en amplios sectores de la burguesía; ahí impera la inseguridad, la rabia contra un país que quisieron sólo suyo, proveedor inagotable de satisfactores que
les permitieran el ascenso constante, eterno. Ahora se buscan los culpables, entre los
cuales ellos no aceptan contarse. Si desde los cuarenta aspiraron a ser cosmopolitas
más que mexicanos, su desarraigo se ahonda cuando se saben parte de un país pobre
y empobrecido. No son ellos ni sus intereses la mejor guía para encontrar un camino
por el que marchemos todos.
Un pueblo callado, que no participa porque se le niega el derecho a hacerlo en sus
propios términos. Un pueblo invisible y mudo para el sentir del México imaginario.
Pueblo que aguanta con una paciencia que parece no tener límite. Aquí o allá, esporádicamente, un grito de protesta, un estallido aislado. El debate político nacional se
deshilacha por falta de pueblo (no en el discurso, por supuesto; en la participación
auténtica). Las propuestas de la derecha reflejan nostalgia del camino andado y una
empecinada y loca voluntad de ahondarlo. La izquierda no alcanza a definir un proyecto medianamente convincente: se especializó demasiado en la crítica y se muestra
incapaz de proponer un futuro a partir de esta realidad, más allá de las palabras opacas de tanto manoseo. El juego real de las decisiones políticas sigue abierto sólo para
unos pocos, bajo normas y procedimientos anquilosados, juego de pizarrón, previsible
y rutinario, incompetente cada vez más para responder a lo que realmente pasa. La
corrupción sigue ahí, campeando por los fueros que le otorgan una larga historia y su
aceptación generalizada como forma de conducta admisible y esperada.
El cuadro no está completo, pero estos trazos delinean el perfil dominante del México imaginario, su rostro de hoy y del futuro inmediato. No parece haber nuevos
milagros en puerta.
¿Qué pasa aquí? No es, por supuesto, un simple amontonamiento fortuito de problemas aislados, independientes unos de los otros. No es la acumulación de dificultades lo que nos agobia. Lo que nos inmoviliza hoy es algo mucho más profundo: el
desvanecimiento de un proyecto y la incapacidad para formular otro que no reincida
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en las viejas trampas. Por congruencia, ese nuevo proyecto de nación no podrá ser
armado con retazos: no será la suma de medidas particulares que pretenden atenuar,
bajo la presión de la crisis, cada una de las múltiples y disímiles manifestaciones de
la quiebra del modelo anterior. La única salida posible, ardua y difícil sin duda, pero la
única, es sacar del México profundo la voluntad histórica para formular y emprender
nuestro propio proyecto civilizatorio.
Porque, a fin de cuentas, de lo que aquí estamos hablando es de civilización. Es a la
escala de una civilización como se mide la trascendencia de los problemas y se reconocen la capacidad y las potencialidades de un pueblo. Es ahí, en el proyecto civilizatorio,
donde están los datos fundamentales para diseñar la nación que podemos y queremos
construir en cada etapa histórica. Desde esta perspectiva, lo que se quebró fue el modelo civilizatorio del México imaginario que se había admitido como el único posible.
Para fundar una nueva esperanza
No pudimos construir un país imaginario y sería demente insistir en hacerlo. México es éste, con esta población y esta historia; no podemos persistir en el empeño de
sustituirlo por otro que no sea éste. La tarea es más simple: hay que hacerlo mejor.
Pero desde adentro, no desde afuera. Sin negar lo que es, sino al contrario, tomándolo
como lo que habrá de transformarse y desarrollarse a partir de sus propias potencialidades. Hay que reconocer de una vez para siempre al México profundo, porque si no
se cuenta con él no hay solución que valga.
¿Qué tenemos para salir adelante?
Tenemos recursos naturales muy variados, ni tantos ni tan ricos como quiso hacérnoslo creer la imagen del cuerno de la abundancia, pero suficientes para permitir una
calidad de vida mejor para los mexicanos de hoy y del futuro previsible. Si la nuestra
fuera una sociedad homogénea podría pensarse que todos esos recursos deben aprovecharse según un esquema de producción único, obediente a los mismos propósitos,
concepciones y maneras de trabajar. Pero no lo es y, por lo tanto, los recursos significan y se aprovechan de distintas maneras; los elementos naturales se convierten en
recursos útiles a través de la cultura y aquí coexisten múltiples culturas. Cada cultura
define los recursos naturales que aprovecha, la forma en que los obtiene y los transforma, y el destino y significado que les otorga. Además, como hemos visto, los pueblos
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261
indios reclaman como exclusivamente suya una parte de esos recursos, que consideran
indisociables de su historia, su cultura y su patrimonio. Esa vinculación seguramente
les permite defenderlos mejor que si los vieran, como lo hacen sectores del México
imaginario, como recursos “nacionales” que tienen por función última asegurar el enriquecimiento personal.
La diversidad de maneras en que se entiende la naturaleza, el trabajo y la producción material, se debe a la presencia de dos civilizaciones diferentes, la mesoamericana
y la occidental. Tal diversidad no es en sí misma un obstáculo: sólo lo es cuando se
pretende imponer una sola racionalidad económica y sobre todo cuando esa racionalidad niega radicalmente cualquiera otra. De no ser ésa la situación, la pluralidad de
febrilidades es un recurso de enorme potencialidad porque dota a la sociedad en su
conjunto de un vasto arsenal de alternativas y nuevas experiencias para el manejo de
los recursos naturales. Las distintas formas de entender y trabajar la tierra, por ejemplo, se convierten en problema y obstáculo sólo cuando se miden todas con el rasero
propio de una de ellas (por ejemplo, con el criterio único del valor mercantil de la cosecha por unidad de superficie); el trabajo artesanal se vuelve “atrasado” si, aislándolo
de su contexto social y cultural, se le juzga a la luz de la “productividad”, entendida
como mayor cantidad de productos terminados en igual tiempo. Por ese camino, que
resulta de la aplicación de un modelo económico y de civilización único y excluyente,
todo lo ajeno al modelo (lo que corresponde a otro proyecto civilizatorio) se convierte
en obstáculo, rémora y factor de atraso; toda su potencialidad se ignora y se niega.
Lo mismo sucede con los conocimientos. La sociedad mexicana cuenta con un vastísimo acopio de conocimientos que son resultado de una milenaria experimentación
y decantación en el seno de las diversas sociedades que componen el México profundo. Esos conocimientos han probado su validez en la medida en que con ellos ha sido
posible asegurar, primero, el desarrollo de la civilización mesoamericana, y después,
en los últimos siglos, la persistencia de los pueblos que los conservan y actualizan. Son
conocimientos que abarcan todos los órdenes de la vida y que están necesariamente
vinculados con maneras particulares de entender el mundo, esto es, forman parte de
cosmovisiones específicas. Algunos de estos conocimientos, por ejemplo los que permiten el manejo de la naturaleza circundante, no se pueden trasladar mecánicamente a otros entornos porque no se formulan mediante generalizaciones explícitas. Los
procesos inductivos y deductivos que los han generado han hecho uso de los datos de
un universo limitado, y descansan en experiencias locales debido al aislamiento y la
262
fragmentación social impuestos por la dominación colonial. Pero esa validez restringida actual, no entraña ninguna incapacidad consustancial de los conocimientos y
los procesos de conocimiento mesoamericanos para desarrollarse y ganar amplitud
y profundidad en su formulación sistemática: el problema es restablecer las condiciones sociales que permitan ese desarrollo, condiciones que han sido permanentemente
negadas desde que se impuso la dominación colonial. Entre tanto y a pesar de lo anterior, los conocimientos “tradicionales” constituyen un capital invaluable para todos
los pueblos del México profundo y pueden transformarse en recursos para el país en
su conjunto a condición, necesariamente, de que se les reconozca y se admita siquiera
la posibilidad de que sean válidos. Aquí también el problema de fondo está en aceptar la
vigencia de otra civilización y abandonar la arrogancia de suponer que una manera de
conocer (la propia, la occidental) es la única válida y cierta, con la consecuente exclusión y negación de cualquiera otra. Baste pensar en una familia promedio de la colonia
Narvarte que tuviese que sobrevivir, con los conocimientos que posee, en las tierras
desérticas de Punta Chueca, en la Mesa del Nayar o en la selva que rodea Nahá; y ahí
viven los seris, los huicholes y los lacandones, cada cual con un acervo de conocimientos propios que les han permitido resistir, vivir pese a todo.
El país cuenta, antes que nada, para salir adelante, con su gente, con los mexicanos
que a fin de cuentas constituimos esa totalidad que se llama México. Pero la óptica del
México imaginario sólo admite ver a los mexicanos como individuos, no como miembros de pueblos y sociedades forjadas a través de la historia. En el proyecto del México
imaginario la gente concreta se transforma en “recursos humanos”, piezas intercambiables, aisladas, cifras que se pueden restar aquí para sumarse allá. Se quiere ignorar lo
obvio: la condición social de los seres humanos. Se olvida que la individualidad existe
sólo en el contexto de una sociedad determinada que a su vez posee una cultura específica. Y si en México existen diversas culturas afiliadas a dos civilizaciones distintas,
los mexicanos reales son individuos en diferentes contextos concretos y no en uno solo
común a todos. Con lo que contamos para salir adelante no es con ochenta y tantos
millones de individuos diferenciados en un sistema social y cultural común sino con
algo mucho más importante y promisorio: con un abigarrado conjunto de sociedades
que poseen, cada una de ellas, su propia cultura. Es decir, que los individuos, además
de ser eso, individuos, pertenecen a unidades sociales diferentes en las que son portadores colectivos de maneras particulares de vivir y hacer la historia. Tenemos, en
conjunto, una gran cantidad de formas diferentes para organizar el trabajo, la familia
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263
y la comunidad; tenemos una amplia gama de formas de expresión; contamos con
conocimientos y habilidades múltiples para enfrentar problemas semejantes; poseemos diversos sentidos de trascendencia. Ése será el aporte del México profundo y su
civilización negada cuando decidamos construir un futuro en común, con ese México
y no contra él.
Hay otro punto que en estos tiempos de frustración y desencanto merece una consideración atenta. Los pueblos indios han resistido cinco siglos de dominación y opresión colonial. ¿De dónde sale su decisión de permanecer y continuar?, ¿cuáles son las
fuentes de esa voluntad para seguir haciendo historia por sí mismos?, ¿qué resortes interiores han puesto en juego para persistir en su propio proyecto, durante siglos, bajo
condiciones incomparablemente más difíciles que las que quebraron en pocos años el
proyecto nacional del México imaginario? Esa fuerza espiritual que está detrás de la
decisión y la voluntad de seguir siendo, es un requisito indispensable para formular un
nuevo proyecto nacional, viable y auténtico. En los creyentes del México imaginario
esa fuerza no existe más: no hay convicción de proseguir, aunque algunos pretendan
ocultarlo empecinándose en recoger los despojos del naufragio y volver a armar la
misma barca inútil. Pero esa voluntad, en cambio, alienta en millones de mexicanos
que la ejercen cotidianamente en los actos de su vida concreta, en la confianza en su
razón y en el apego a lo suyo. Aunque el argumento suene demasiado abstracto, ahí,
en el México profundo, tenemos también nuestra reserva de confianza indispensable
para fundar una nueva esperanza.
De lo producido en el marco del México imaginario hay también mucho que rescatar para ponerlo al servicio de un nuevo proyecto nacional. Lo imaginario aquí es occidente; pero no es imaginario porque no exista, sino porque a partir de él se ha tratado
de construir un México ajeno a la realidad de México. La civilización occidental existe
y está presente a escala universal. No se trata de negarla, como desde su perspectiva se
ha negado a la civilización mesoamericana. Tampoco se trata de ignorar que muchos
elementos culturales de la civilización occidental pueden y deben ser empleados en la
construcción de un México mejor para todos. El país cuenta ya con espacios sociales
que saben usar e intentan desarrollar diversos aspectos de la cultura occidental que
han hecho suyos. Hay ahí un acervo de recursos importantes, necesarios para llevar
adelante el nuevo proyecto nacional. Existen científicos y técnicos, artistas e intelectuales, que manejan conocimientos y habilidades occidentales que por sí mismos son
útiles hoy, y lo serán en el futuro. El problema está en si la sociedad mexicana tiene o
264
no capacidad para apropiarse realmente de esos recursos y ponerlos al servicio de sus
intereses auténticos; esto es, si somos capaces de emplear conocimientos y técnicas de
la civilización occidental sin que su empleo conlleve la adopción del proyecto civilizatorio de occidente que niega nuestra realidad profunda.
El asunto se puede resumir así: las diversas formas de manipular la realidad (los
conocimientos, las técnicas, los instrumentos materiales, las formas de organización
social) adquieren sentido sólo en el marco de un proyecto civilizatorio. Es en función
de ese proyecto, que define la realidad a la que se aspira, como puede juzgarse el valor
relativo de los elementos culturales con los que pretendemos manejar la realidad: mejores o peores, adecuados o inservibles. Occidente ha generado elementos culturales
en función de su propio proyecto, pero eso no significa que tales elementos sólo sean
útiles si están al servicio del proyecto occidental, porque otros proyectos de civilización (como el que requerimos) pueden aprovecharse de ellos sin desnaturalizarse
(Por otra parte es un acto de reivindicación: los logros de occidente han sido posibles
gracias a la explotación de pueblos con otras culturas). En lo occidental que poseemos,
no en lo que se nos impone, hay también recursos potenciales para salir adelante.
Colocada la situación en esta perspectiva, México cuenta con un vasto arsenal de
pueblos, elementos culturales y recursos para ser un país mejor y una sociedad más
justa, capaz de ofrecer a sus diferentes integrantes una vida plena y de mejor calidad.
Éstos son los ladrillos para construir el nuevo hogar de los mexicanos. Son los únicos
realmente nuestros, pero son suficientes. Faltan sólo los planos, que deben atender
nuestras necesidades inmediatas y nuestras aspiraciones infinitas.
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a rturo WarMan
GryJ (1 937- 2003 ).
E L BrIL L antE
o cas o dE L a
a ntroP oL oGía
GuB ErnaMEnta L
266
Según hemos visto, hubo en nuestra historia una larga y constitutiva relación
de interés y mutuo condicionamiento de la antropología y el Estado posrevolucionario en México. En esa relación, Arturo Warman llegaría a ocupar
un sitial especial casi al terminar la misma —digamos que fue la nova que
precedió la disgregación temática del universo académico posterior—, si bien
ya podemos apreciar que resultó de mayor peso su cometido gubernamental,
y que éste no se redujo a escasos 13 años como servidor público. Tal como él
asentó reveladoramente en el último de sus libros, Los indios mexicanos en
el umbral del milenio (2003), había vivido una experiencia múltiple —“como
académico pero también como funcionario público”, “y en alguna ocasión
contradictoria”. Mientras desciframos a qué experiencia contradictoria se refería, no parece excesivo establecer que al ausentarse para siempre del ámbito
gubernamental, sobrevino el ocaso de dicha relación interactuante, y cabe
entonces la presunción de si él la llevó hasta sus límites últimos. Hablo por lo
tanto de un asunto de concepción, quizás también de convicción, estructurada a todo lo largo de su trayectoria profesional, y de la que no sorprendería
reconocer que oscureció muy temprano a la prometedora faceta del Warman
etnólogo, o mejor, el etnomusicólogo, su campo profesional iniciático. A decir
verdad, esa trayectoria parece ser un asunto de elecciones y desideratas, pues
de todos modos consigue brillar en los estudios rurales y aplicados. Como
han dicho personas cercanas a él, ocurrió la fusión del “Warman investigador
con el Warman funcionario”.1
Ahora bien, lo que estoy sugiriendo con dicha preponderancia no implica,
1
María Antonieta Gallar y Teresa Rojas Rabiela, “Arturo Warman (1937-2003). Una vida consagrada a
renovar el conocimiento y el servicio público”, en Arturo Warman. Biobibliograf ía, México, UNAM-Cátedra
Interinstitucional Arturo Warman, 2004, p. 50.
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y lo digo de una vez, el más mínimo menosprecio hacia su obra académica,
más bien implica lo contrario, ya que el establecerlo no me impide decir que
estamos ante el mejor antropólogo mexicano; pero a cambio sí digo que su
academicismo sobresale mucho más enmarcado en ese escenario suyo, tan
cargado hacia el drama político, y que finaliza, cual ingrata tragedia, con el
deceso simultáneo del hombre, pero también del tipo característico de intelectual político, sin llegar en ningún momento a confrontar semejante fusión
de horizontes con sus ires y venires entre la academia y la política; luego coincido en que fue así porque encarnó la fusión como una forma ideosincrásica
de desempeñar la antropología, si bien siempre en busca del obsesivo modelaje de la nación, la gran tradición que hasta entonces nos reunía y nos daba
sentido colectivo como profesión. La nación, el nacionalismo en sus distintas
versiones, y el cómo ha de ordenarse socioculturalmente la sociedad, parecen
cometidos adheridos a dicha la relación interactuante.
Lo que pasa es que nadie como él alcanzó los enrarecidos aires de las cúspides de la política estructural más definitiva, más decisoria, desde donde brilló
con una luz muy intensa, si bien el episodio de interceder en la “huelga de
hambre” del expresidente Salinas no fue precisamente encomiable. Como sea,
si el episodio fue algo desafortunado, hay que considerar que todo comportamiento público siempre será constante motivo de controversia, como viene
ocurriendo desde los días de Molina Enríquez. Más intuitiva acaso, Cynthia
Hewitt usó con él una muy buena metáfora, casi literaria —no dejé de pensar en Fenimore Cooper al leerla— al referirle como “la última contradicción entre Estado y campesinado”.2 En su análisis, Cynthia no se limita a mostrarlo como un campesinista original (de la variante ecologista cultural, en
que difiere del resto de sus colegas más chayanovianos), sino que apunta a que
Warman “no sólo analizaba el papel del Estado en el campo, sino que participaba en ello”. Asimismo, que de esa experiencia singular no se concluía que él
apoyaba una alianza de los campesinos y el Estado, algo que a simple vista es
siempre interpretado como una contradicción. ¿Es esa misma contradicción
la que Warman mencionaba y pasaría por ser como un Rosebud (la palabra
2
Véase Imágenes del campo. La interpretación antropológica del México rural, México, El Colegio de
México, 1988, pp. 224-227.
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clave extraviada en Citizen Kane)? De hecho, al repasarlo ahora, puedo sugerir que dicha contradicción no lo fue exactamente como lo postulaban sus
críticos, quienes no dudaron en hacerle culpable del fin de la utopía campesinista. Lo más intrigante al respecto es que aún los herederos de las promesas
palermianas lo borraron de toda referencia a propósito de la “clase incómoda
campesina”, mucho “más impertinente que nunca”.3 Pero si era así de impertinente esa clase —y lo sigue siendo en Brasil y Colombia, por lo demás—, ¿por
qué no echó atrás la reforma del Artículo 27 Constitucional, si era su némesis?
Me queda claro que el libro más acabado de Warman es, sin lugar a dudas,
La historia de un bastardo: maíz y capitalismo (1988), un producto de diez
años de esfuerzos, experiencias de investigación y de aplicación, y no pocas
lecturas reunidas en varios acervos internacionales. Siguiendo una tradición
harto reconocible, él permanece pensando en los problemas del país, pero
introduce una variación fundamental, pues su tratamiento macro (un medio
totalizador para aprehender lo microsocial) es análogo a las comparaciones
mundiales de Eric Wolf en Europe and the People Without History (1982).
Pero desde aquí difiere mucho más de los campesinistas citados, al suponer al
capitalismo como una fuerza mundial y de ningún modo ajena a “una prodigiosa herencia de multitudes sin nombre que apenas sirve para comer”. Aquí
no hay nada de precapitalismo. Otro ingrediente persistente es que se ocupa
del campesinado como creado por la reforma agraria, y ésta, a su vez, concebida como una decisión política antes que una estrategia económica. Realmente donde Warman ubica la explotación del campesinado es justo en esa
perversa acción gubernamental que aparenta enviarles “desde lo alto la lluvia
y el sol”. En ese sentido, su liberalismo, si lo hubo, era coherente con su problematización del campesinado dentro del capitalismo (su traducción al inglés es
más puntual en tal conexión: Corn and Capitalism. How a Botanical Bastard
Grow to Global Dominance4). Hacia ese entonces, Warman deseaba continuar
3
Guillermo de la Peña, “Los desaf íos de la clase incómoda: el campesinado frente a la antropología ameri-
canista”, en Miguel León Portilla (ed.), Motivos de la antropología americanista. Indagaciones en la diferencia,
México, FCE, 2001, p. 166.
4
Arturo Warman, Corn and Capitalism. How a Botanical Bastard Grow to Global Dominance, Chapel
Hill, University of North Carolina Press, 2004 y 2007.
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269
este libro central con una historia social del maíz y otro más sobre la autodeterminación alimentaria de México, el que de todos modos es esbozado desde
aquí. Se percibe asimismo su deseo de “inventar el futuro”, y por ello se exhibe
a favor de una agricultura campesina con medios autónomos de desarrollo.
Al respecto, no deja de observar que los gobiernos han comprado indirectamente tiempo “para que la anunciada extinción del campesinado suceda”. Su
invención del futuro es pues una apuesta por una evolución social múltiple,
utópica de manera muy modesta, demasiado cercana a la diversidad. Con el
tiempo, su estrecho utopismo dará cauce a una constatación distópica grave.
¿Puede ser que esa contradicción enigmática (el Rosebud de nuestra historia) fuera percatarse de que la política agraria y agropecuaria (reparto agrario y restitutivo, obras de irrigación, crédito, extensión agrícola, fijación de
precios de garantía, etcétera) del Estado para el que trabajaba, en realidad
pusiera en las condiciones de despojo del “botín campesino”? ¿Acaso también
percatarse de que sin una política regenerativa de la inversión pública —una
reforma de la reforma agraria— se podía alterar el curso de los acontecimientos? No lo sabemos bien a bien. Para cuando escribe El campo mexicano en el
siglo XX (2001), sus escenarios oscilan ya entre el optimismo, la catástrofe y
una especie de justo medio, que es de todos modos un pesimismo moderado.
Pero al atisbar al futuro cesan del todo las pequeñas utopías, aunque no omite
expresar su deseo de que los productores y los trabajadores rurales tomen
en sus manos el desarrollo. “En este escenario no se alcanza la utopía pero se
rompe la condena”, concluye diciendo.
Una extensión de este crudo pensamiento realista involucra a la población
indígena. Si las sombras desregularizadoras de la libre competencia capitalista van apoderándose del campo mexicano, cuando se ocupa de los indígenas
—que fundamentalmente eran entonces campesinos—, su visión es mucho
más activa y comprometida. Como se sabe, Warman se enzarzó en una ríspida polémica con partidarios del EZLN, cuando les hizo notar que habían
arrinconado el debate en una cuestión jurídica de derechos colectivos minoritarios cuando en realidad involucraba mucho más que eso, pues atañía
a los derechos de los mexicanos y a las reformas del Estado. Desde mi punto
de vista, la crítica de Warman sigue vigente. Aparte, fue el primero en hacer
pública la persistencia de conflictos comunales y una competencia sangrienta
270
por los bienes limitados —agua, bosques, tierra— entre las “vecindades incómodas”, tal como hemos documentado para el comunalismo en Michoacán.5
Mucha de la violencia campesina tiene ese origen, aunque el narcotráfico lo
complique o de plano permita ocultar que se están matando entre indígenas
con intereses en pugna.
Asimismo, planteó un asunto por demás preocupante: la recreación de las
grandes propiedades en manos de minorías étnicas y donde no por coincidencia dominan las actividades ilegales, aunque también gestionadas por las
nuevas élites indígenas. Por último, criticó los conceptos elusivos de autonomía, territorio y autodeterminación, ideas divergentes que no resultaron
del agrado de la nueva ortodoxia, af ín al pensamiento único. Y lo que sigue
siendo un conflicto regional en Chiapas se convirtió en un problema del que
depende la civilización misma, el destino del capitalismo global y donde se cifra la esperanza de un nuevo mundo embozado, corporativizado y si se puede
armado. Eso sí, engañosamente poético y democrático.
Desde luego, huelga decir que con esta actitud crítica, Warman hizo crecer
la leyenda negra de su conservadurismo, el cual siempre se adscribió a su estatus de funcionario. Pero como puso en claro desde 1976: “El país debe aceptar sin idealizaciones al indígena contemporáneo, sin exigirle que se comporte como un heredero de una tradición inventada por nosotros, más que por
ellos. Para esto, es vital que la población indígena y campesina tenga canales
de expresión, formas por las que se exprese libremente para que empecemos
a aceptarlos como verdaderos conciudadanos”.6
Quiero terminar esta introducción citando un caso emblemático del indigenismo autónomo (que no autonomista) de Warman: la supuesta “anhelada
autodeterminación” (uso a propósito las alusivas palabras de Alfonso Fabila)
de la tribu yaqui y su desenlace violento a mano de ellos mismos. La experiencia es contemporánea a 1994 y, por obvias razones, es poco mencionada en la
ideología étnica poscolonial en boga. Para comprender la actitud de Warman
hay que asentar que fue breve su paso por el INI, siendo su director entre
5
Luis Vázquez León, Multitud y distopía. Ensayos sobre la nueva condición étnica en Michoacán, México,
UNAM-Programa México Multicultural, 2010.
6
En Arturo Warman. Imagen y obra escogida, México, UNAM, 1984, p. 9.
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271
1989 y 1992. Al asumir el cargo, escribió unas “Políticas y tareas indigenistas,
1989-1994”, un texto inédito que ahora publicamos, y en el que se decanta a
favor del “libre desarrollo de los pueblos indígenas”, incluso traspasándoles
funciones de la institución, respeto pleno a sus organizaciones y, así, hacerlas
responsables de su propio destino. Todo ello remite al pensamiento liberador
de Moisés Sáenz, pues éste supone el cese de una política especial hacia los
indígenas, en busca de su más completa ciudadanización. Pues bien, ya en un
estudio previo de Cynthia Hewitt7 se dio a conocer, a propósito de la tribu
yaqui, que había un proceso de desigualdad galopante que estaba corroyendo
las formas de gobierno tradicionales, proceso que involucraba fuertes índices
de corrupción. Más tarde, Francisca de la Maza, en varios trabajos,8 reconstruyó el impacto del Plan Integral de Desarrollo de la Tribu Yaqui (en dos
fases, entre 1980 y 2003).
En síntesis, el 22 de mayo de 1990 las oficinas del Centro Coordinador Indigenista —el epítome regional del indigenismo integrativo desde 1951— fueron cerradas completamente, tras la toma de éstas por los yaquis. Un año antes se había puesto en marcha el PIDTY, bajo el espíritu de Solidaridad. Desde
su arranque, este programa involucró y dio trabajo a los profesionistas indígenas, que obtuvieron los medios para dar sentido autónomo a un territorio de
485 mil hectáreas (Wohniankipueblum), un territorio comparable a muchas
reservaciones indias en Estados Unidos, Canadá y Brasil, las que funcionan
como “naciones dependientes”. En las bases de su etnodesarrollo se previó
que en cinco años la tribu se estaría autosustentando, es decir, sería autárquica y del todo independiente del subsidio gubernamental. A lo económico
se sumaba la independencia administrativa (para ello la clausura del INI y su
traspaso de funciones), y ya para 1990 se puede hablar de una autonomía yaqui en potencia. De hecho, la élite yaqui (de alrededor de 60 personas) asumió
la gestión de los cuantiosos recursos brindados por el Estado en manos de
Salinas de Gortari. Se calcula que en tres años recibieron cinco mil millones
de pesos. Pronto, sin embargo, comenzaron los conflictos faccionales entre
7
Cynthia Hewitt, La modernización de la agricultura mexicana, 1940-1970, México, Siglo XXI, 1978.
8
En especial El sistema político yaqui contemporáneo: un análisis del gobierno, los conflictos y su relación
con el Estado mexicano en el pueblo yaqui de Pótam, Sonora, CIESAS, 2003.
272
la élite y los gobernadores, y entre éstos y los pueblos reales, que terminaron
divididos en dos partes y con dos “autoridades tradicionales”. En el siguiente
episodio aparecieron las armas y las muertes, lo que no impidió que 90 por
ciento del “territorio” fuera rentado a los empresarios agrícolas, que también
se beneficiaron del negocio (hoy ellos son sus socios en las protestas por el
control del agua, amén de su afiliación priísta, lo que explica la delicadeza de
trato que se les dispensa). En medio de balaceras nocturnas, la “anhelada autodeterminación” se fue desintegrando a la misma velocidad que se distribuía
y peleaba el inmenso botín.
Este fracaso autonómico debería ser estudiado con detenimiento por todos
esos filósofos argentinos (¡sin faltar los poetas locales!) que han venido a enseñarnos nuestros profundos errores neocoloniales, aunque no tenemos ninguna seguridad de que seguir contemplando a la realidad como hacen ellos
sea la mejor manera de corregirlos. Por ahora, la autonomía yaqui deja varias
incómodas moralejas que formularé como preguntas. ¿Puede haber una autonomía comunal sin el sostén del Estado? ¿Su autonomía nunca será autarquía
sino una manipulación de la aparente “democracia directa”, pero convenientemente dependiente del Estado? Como vemos entonces, el espíritu crítico
de Arturo Warman sigue entre nosotros. Y haríamos muy mal en traicionar a
todos esos colegas que en el pasado se esforzaron por crear una nación digna
de ser vivida por todos.
Políticas y tareas indigenistas, 1989-1994
México es un país multiétnico y pluricultural, esa naturaleza se deriva fundamentalmente de la vigorosa presencia de más de cincuenta pueblos indígenas que preservan
y recrean su patrimonio lingüístico, cultural y social, la diversidad emanada del mosaico étnico y cultural constituye uno de los elementos fundadores de la nacionalidad
mexicana, que se unifica en la firme voluntad de ejercer su soberanía, de propiciar el
auténtico desarrollo de todos sus componentes y de fortalecer la democracia y la concertación como el marco para la convivencia pacífica y ordenada entre todos los individuos y colectividades que la integran. El Presidente de la República ha reafirmado reiteradamente la voluntad del gobierno para que en un marco de legalidad y respeto se
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273
promueva el libre desarrollo de las culturas indígenas de nuestro país para actualizar
sus potencialidades y consolidar el carácter plural y diverso de nuestra nacionalidad.
La presencia de los pueblos indígenas de México no sólo expresa diferencias culturales que nos enriquecen, también hace evidente las relaciones de desigualdad objetiva, producto de una historia de dominación, que coloca a los pueblos indígenas en
posición de desventaja y marginación respecto a otros componentes de la sociedad
nacional. Las carencias acumuladas, los tratamientos diferenciales y los rezagos históricos frenan, cuando no imposibilitan, el desarrollo social y económico que debe
sustentar el libre desarrollo cultural de los pueblos indígenas de México. El Programa Nacional de Solidaridad, formalizado por el Acuerdo Presidencial publicado el
6 de diciembre de 1988, concebido para sostener un ataque frontal a la pobreza y
hacer realidad el compromiso constitucional con el bienestar del pueblo mediante
la concertación que encauce el esfuerzo creativo de las comunidades en la definición
y ejecución de los programas de gobierno, reconoce a los grupos indígenas como
uno de los sujetos prioritarios de su acción para elevar sus niveles de salud, educación, vivienda y ocupación o empleo remunerado. Conforme al mismo acuerdo el
Instituto Nacional Indigenista se integra en la Comisión del Programa Nacional de
Solidaridad. Sobre estos dos ejes programáticos: la promoción del libre desarrollo
de las culturas indígenas y la corrección de la desigualdad que lo frena o inhibe, se
fincará la acción del Instituto Nacional Indigenista durante el periodo de 1989-94.
A ellos se agregan tres principios generales de acción, derivados de los lineamientos
trazados por la actual administración, que normarán a todo el conjunto de la acción
institucional:
1) La participación de los pueblos y las comunidades indígenas en la planificación
y ejecución de los programas de la institución.
El INI reconoce que los pueblos indígenas han generado las organizaciones e iniciativas, con diverso grado de madurez, para proponer, programar, ejecutar y vigilar
las acciones que promuevan su propio desarrollo. Por ello, la actividad institucional se
dedicará a promover y dar servicio y apoyo a las iniciativas de los pueblos indígenas
y sus organizaciones. El convenio de concertación con las colectividades organizadas,
en el que se establezcan con transparencia los objetivos de la acción, las aportaciones
de las partes, los responsables de la ejecución, los plazos y calendarios, así como los
mecanismos para el seguimiento y la evaluación, será el instrumento privilegiado para
la acción. El manejo de ese instrumento o sus equivalentes debe enmarcarse en pro-
274
gramas de mayor alcance temporal y geográfico para impedir la dispersión, por lo que
corresponderá a cada una de las unidades operativas existentes o que se establezcan,
promover en el ámbito de su acción y con la más amplia participación de las colectividades involucradas, la elaboración de los diagnósticos y programas de mediano alcance,
así como de los mecanismos de seguimiento y evaluación periódica, que sirvan de marco a las acciones concertadas con los recursos disponibles.
Desde el mes de junio de 1986, a través del decreto que establece los mecanismos
de participación indígena en la elaboración, aplicación y evaluación de la política indigenista del Gobierno Federal, el INI cuenta con espacios formales para la participación de los pueblos indígenas en todos los niveles, lo que lo coloca en una situación de privilegio para el cumplimiento de los lineamientos del Programa Nacional
de Solidaridad; la consolidación, fortalecimiento y ampliación de esos espacios debe
entenderse como parte central de este primer lineamiento general, hemos iniciado el
proceso para la renovación de la representación indígena tal como se establece en
el Decreto de 1986.
Debe advertirse sin embargo, que son muchos y difíciles los obstáculos para la participación plena y democrática de los pueblos indígenas, por lo que este lineamiento también nos obliga a una tarea permanente de análisis y promoción, así como de
apoyo y capacitación a las organizaciones indígenas, que debe entenderse como parte
integral y constitutiva de todas las acciones institucionales.
2) La participación debe culminar en el traspaso de funciones institucionales a las
organizaciones y colectividades indígenas, así como a otras instituciones públicas y
grupos de la sociedad involucrados y comprometidos en la acción indigenista.
Las condiciones históricas en que surgió y se desarrolló el INI motivaron que
muchos de sus programas de ejecución de obras para el desarrollo se implantaran
para suplir la ausencia de instituciones públicas en el medio indígena, y de manera
derivada, de organizaciones reconocidas para ser sujetos de las acciones de promoción del desarrollo. Sus cambios en la sociedad y sus organizaciones y en las instituciones públicas y sus políticas, hoy permiten y propician que las acciones de suplencia puedan traspasarse, en ciertas condiciones, a sus sujetos naturales. La creación de
las condiciones que hagan posible el traspaso de funciones de suplencia constituye
otro lineamiento general de la política institucional.
Los sujetos prioritarios del traspaso de las acciones de suplencia son las organizaciones y comunidades indígenas que puedan tomar en sus manos con eficacia y
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275
autonomía la promoción y ejecución de las acciones que promuevan su desarrollo
independiente. Cuando las condiciones existan, se procederá al traspaso a la brevedad
posible. En la mayoría de los casos, esas condiciones no existen por la carencia de una
organización económica propia de las comunidades y pueblos indígenas, por lo que
la creación, fortalecimiento y ampliación de la base económica de las comunidades y
organizaciones indígenas es un prerrequisito. La creación de las condiciones que propicien el traspaso de las funciones de suplencia es una prioridad institucional.
Aquí también, el INI se encuentra en posición de privilegio para aplicar este lineamiento general a partir de la creación de los fondos comunitarios en 1986. La
intención de estos fondos es la recuperación, en las condiciones y plazos adecuados,
de todas las inversiones que haga el INI con recursos propios o adicionales, en beneficio de las comunidades u organizaciones receptoras y participantes en el proyecto
de desarrollo. Éstas pueden utilizar los fondos recuperados para financiar sus propios proyectos con autonomía aunque bajo la supervisión inicial de la institución. El
crecimiento de los fondos comunitarios para la creación o fortalecimiento de la base
económica de las comunidades y organizaciones indígenas, se constituirá en el mejor
mecanismo de evaluación de la acción del INI durante el periodo 1989-94, al igual
que su manejo transparente y participativo. Vale agregar que la formación de una
base económica para las comunidades y organizaciones indígenas es condición necesaria para su desarrollo libre y autónomo, pero no es condición suficiente, por lo que
especial atención debe prestarse a su organización participativa y democrática, como
precondición para el traspaso de las funciones institucionales caracterizadas como de
suplencia.
En el caso de suplencia institucional o de organismos de la sociedad, que constituyen la segunda prioridad en el traspaso de funciones, se aplicarán los mismos
principios. Por ello, sólo se procederá al traspaso cuando existan las condiciones de
que la función puede desarrollarse en igualdad de circunstancias y con perspectivas
inmediatas de mejoras sustanciales y siempre garantizando la participación de los indígenas en el proceso. Conviene ser enfáticos: no se renuncia a ninguna función de las
que históricamente ha desempeñado el INI, sólo se propone el traspaso de aquellas que
correspondan a otros sujetos que estén en condiciones de llevarlas a cabo con mayor
eficacia y sobre todo, con mayor participación, justicia y democracia.
Otra vez hay que ser enfáticos: el traspaso se refiere exclusivamente a las acciones y
programas que pueden caracterizarse como de suplencia o complemento. Se excluyen
276
las funciones que la ley otorga al INI para coordinar, regular y normar en el ámbito
del Poder Ejecutivo; la acción del Estado respecto a los pueblos indígenas de México.
3) La coordinación con las instituciones federales, estatales, municipales y de la
sociedad, así como con los organismos internacionales, será una característica permanente en toda la acción del Instituto.
Las políticas indigenista del Estado y de la sociedad nacional no pueden confinarse
al quehacer del Instituto Nacional Indigenista. La acción del INI debe entenderse
como la de un promotor, coordinador y colaborador, en los términos de las normas legales y las metas programáticas que lo rigen, de las tareas de las instituciones estatales
y de la sociedad respecto a los pueblos indígenas.
Buscaremos la acción coordinada con dos propósitos: incrementar y concertar los
recursos que la sociedad destina a los pueblos indígenas, así como garantizar la participación indígena en esos esfuerzos y el respeto e intercambio equitativo en lo económico, político, social y cultural para los pueblos indígenas de México.
Somos conscientes de nuestras limitaciones institucionales, por lo que queremos
ser participantes activos y no protagonistas privilegiados en el desarrollo libre y pleno
de los pueblos indígenas de México. Estaremos listos para colaborar con todos quienes se sumen a este esfuerzo. La coordinación con otras instituciones del Estado y de
la sociedad será planteada como la forma normal y deseable en el trabajo indigenista.
Creemos firmemente que a través de la coordinación de los esfuerzos colectivos se
fortalece la imagen y la organización de todos los participantes. Los tres principios
generales se aplicarán en todas las acciones del Instituto Nacional Indigenista. Éstas
pueden agruparse en cuatro áreas: desarrollo económico; salud y bienestar social; procuración de justicia y fomento del patrimonio cultural.
Los nuevos planteamientos se fincan en los trabajos previos. Hay continuidad y
transformación a partir de ellos. Ningún programa o proyecto sustantivo en proceso
se suspenderá, por el contrario, se consolidará y en la medida de lo posible se incrementará con los ajustes que el tiempo y la circunstancia requieren. El INI de hoy
parte de una base sólida, por lo que aprovecho para reconocer el esfuerzo de quienes
nos precedieron. No podemos asegurarles los futuros resultados pero pueden estar
seguros de que nuestra dedicación será tan intensa como la de ellos.
Brevemente destaco algunos puntos esenciales de cada una de las áreas. Respecto al
desarrollo económico debe señalarse que los recursos propios de la institución siempre fueron insuficientes para ese propósito. En el pasado inmediato, las aportacio-
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nes del Programa Mundial de Alimentos de la Organización de las Naciones Unidas
duplicaron a los recursos de la propia institución con ese destino. Hemos logrado
incrementar ese aporte al que hoy se suma, en magnitudes crecientes, la inversión
derivada del Programa Nacional de Solidaridad. La inversión para el fomento de la
producción es cuantitativamente la más importante de las que realiza el INI. Así, la
mantendremos y haremos todo lo posible para incrementarla con recursos propios,
de organismos internacionales y sobre todo a partir de los recursos del Programa
Nacional de Solidaridad, conformando un fondo único que haga viable la aplicación
de los principios generales. Esos recursos seguirán siendo insuficientes para satisfacer
los rezagos acumulados. Por ello los manejaremos como recursos que como semillas
puedan crecer, madurar y reproducirse en manos de las comunidades y organizaciones indígenas del país.
En términos de bienestar social manejamos dos programas centrales: el programa
de salud, crecientemente orientado a la promoción de la salud conforme al esquema
de atención primaria con participación de la población y de manera destacada de los
médicos tradicionales, y el programa de albergues y becas para apoyar la educación
de la población indígena. Para apoyar este segundo programa hemos recibido un
apoyo sustantivo del Programa Nacional de Solidaridad, que nos permitirá revisar
y actualizar el funcionamiento de los albergues a partir de su reparación y equipamiento. Vale recordar que sesenta mil niños reciben en ellos alimentación y alojamiento para atender a las escuelas bilingües. Con los apoyos del Programa Nacional
de Solidaridad y del Programa Mundial de Alimentos estaremos en condiciones de
garantizar una alimentación más adecuada y condiciones dignas de alojamiento y
convivencia para todos ellos. Haremos todo lo necesario para lograrlo.
Por instrucciones del Presidente de la República, el Programa de Procuración de
Justicia adquiere una dimensión propia entre las tareas centrales del INI. Partimos
de la base de que el acceso a una justicia expedita y generosa no sólo repararía una
injusticia histórica sino que constituye una condición y prerrequisito para el desarrollo
de los pueblos indígenas. La justicia no es un agregado derivado del desarrollo sino que
debemos entenderlo como una precondición. El presidente instaló el 7 de abril pasado
la Comisión de Justicia para los Pueblos Indígenas de México, que como órgano consultivo complementará con la participación de la sociedad, al programa de procuración
de justicia, con recursos adicionales del Programa Nacional de Solidaridad. La defensoría se constituye como uno de los ejes centrales de la actividad institucional.
278
El Programa de Fomento al Patrimonio Cultural, pese a su importancia central en
la política indigenista del Gobierno de la República, ha padecido de escasez de recursos, tal vez porque aparentemente no tiene la urgencia de los otros programas. Creemos que la urgencia es perentoria y que no podemos correr el riesgo de constatarla
cuando una lengua, un sistema de conocimientos o de organización social desaparezca
irremediablemente por carencias o falta de atención. En el marco de las acciones para
la Conmemoración del Quinto Centenario del Encuentro entre Dos Mundos, hemos
propuesto un conjunto de proyectos para atender este programa como parte de la
política cultural del Estado mexicano. Algunos de ellos, como el Museo de los Pueblos Indígenas y el Instituto de Lenguas Indígenas, culminarán en el establecimiento
de instituciones permanentes y necesarias. En todos los proyectos la presencia y la
voz del indígena, sin intermediarios, [son] el elemento central. Los recursos de que
disponemos se dedicarán a promover estos proyectos, que en un sentido novedoso y
participativo implican investigación y redistribución del conocimiento, función central
del INI conforme a su ley de creación y plenamente vigente en la actualidad.
Debe señalarse que la capacitación y asistencia técnica no se destaca como un
programa sino como un componente esencial en todas las tareas que desarrolle la
institución. Debe también enfatizarse que no entendemos bajo ese rubro la acción
unilateral y frecuentemente paternalista de transmitir el conocimiento científico hacia
los pueblos indígenas, sino el intercambio que obliga a todos los componentes de la
sociedad a compartir su patrimonio para enriquecerse con el de los demás grupos de
la sociedad. Así, nos corresponde colaborar en la capacitación de los grupos indígenas
para su participación en lo que les es ajeno y en la de las instituciones del gobierno y la
sociedad para asumir la diversidad organizativa, pero también la orientación solidaria,
que aportan los grupos indígenas.
Hasta hace poco tiempo, la presencia de los pueblos indígenas podía asimilarse a
la sociedad rural. Esta situación ha cambiado como resultado de los masivos procesos migratorios y la presencia indígena es también parte del horizonte urbano, y de
su problemática, en el México contemporáneo. En coordinación con las autoridades
del Distrito Federal, que es también la capital indígena de la nación, hemos iniciado
la búsqueda para la formulación de programas de desarrollo indígena en las urbes
del país. En la medida de nuestras posibilidades y de nuestra capacidad de coordinación procuraremos ampliar ese esfuerzo para cubrir las principales concentraciones
indígenas en las ciudades del país.
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279
Aunque por su naturaleza cada una de las áreas enunciadas requiere para su atención de recursos técnicos, financieros y humanos de diferente magnitud, queremos
asentar claramente que la asignación de recursos no refleja las prioridades institucionales sino la naturaleza de las tareas. Para nosotros el equilibrio entre las cuatro áreas
enunciadas es esencial. Todas tienen una prioridad equivalente aunque requieran de
recursos desiguales. El rezago en cualquiera de ellas se resiente en las demás, esto
equivale a decir que para propiciar el desarrollo no basta la inversión, sino que ésta
debe complementarse con el bienestar social, la justicia y el desarrollo cultural. Todas
ellas serían redundantes si no existiera la voluntad de los pueblos indígenas y del Estado y la sociedad para pactar los términos de un desarrollo compartido a través de la
concertación democrática.
Los ejes programáticos, los principios generales de acción y las áreas de agrupación
de las acciones conforman enunciados generales. Para que éstos se concreten en programas de mediano plazo y en convenios de concertación, deben ajustarse mediante
la participación de los pueblos indígenas a la diversidad de las condiciones del país.
Las iniciativas emanaran desde cada una de las unidades operativas y de las diversas
especialidades y áreas que las conforman. El modelo propuesto exige la efectiva descentralización de las decisiones. Esto implica que no se “tirará línea desde arriba”, para
decirlo en lenguaje coloquial, sino que la programación se construirá desde abajo y
en diálogo permanente con las organizaciones y pueblos indígenas, con las instancias organizativas de la institución y de las otras instituciones nacionales y estatales.
Aprovecho la ocasión del presente documento para convocar la iniciativa de todos
los trabajadores indigenistas; de ella depende el éxito de este modesto planteamiento,
que no inaugura una nueva época ni contradice su acción, sólo pretende recoger su
experiencia para respaldarla.
La descentralización no puede entenderse como desatención o renuncia de la responsabilidad de las autoridades centrales. Todo lo contrario, exige del diálogo permanente y franco, de la normatividad clara y transparente, de la supervisión efectiva
y del intercambio generalizado de experiencias. Demanda de ejercicio permanente e
irrenunciable de la crítica y de la autocrítica. También de su contraparte: de la solidaridad y la lealtad, de la más clara honestidad y transparencia en el quehacer, de la
recuperación plena del sentido profundo de ser servidores públicos de los grupos a
la vez más vigorosos y más pobres del país. Desde su fundación, el INI exige mucho
de sus colaboradores. Renovamos esa exigencia. Conforme las condiciones lo permi-
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tan, haremos todo lo posible para que esa demanda se retribuya con suficiencia en lo
material y con estímulo en las aspiraciones profesionales y laborales.
De manera inicial, sometemos al Consejo Directivo una propuesta para la aprobación de un nuevo organigrama para atender las nuevas tareas que asume el Instituto
Nacional Indigenista. Conscientes de la restricción, el nuevo organigrama no demanda de recursos adicionales y acepta sacrificios internos necesarios. El ajuste propuesto es insuficiente, como lo es la situación general en las categorías y remuneraciones.
La propuesta es un primer paso en un proceso constante de reorganización para el
mejor cumplimiento de nuestras tareas.
Así entendemos la modernización de la institución. Fuimos, somos y queremos ser
una institución modesta, sobria y pequeña, que no requiera nada más ni nada menos
que lo necesario para que podamos exhibirlo con claridad y transparencia frente a
quienes servimos.
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281
282
índIc E
5
..........
Introducción
20
..........
25
..........
José Mariano Mociño (1757-1819)
La etnología racionalista de los nuu-chah-nulth
Sistema de gobierno de los tais o soberano y sumo sacerdote; de las
creencias religiosas; su culto, supersticiones y sus ritos sepulcrales
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122 . . . . . . . . . .
129 . . . . . . . . . .
152 . . . . . . . . . .
157 . . . . . . . . . .
Francisco Xavier Clavigero (1731-1787)
Del anticuarismo al uso antropológico de la cultura
Sexta Disertación. La cultura de los mexicanos
Francisco Pimentel (1832-1893)
Lingüística para el indigenismo de la colonia francesa au Mexique
Causas de la degradación de los indios
Andrés Molina Enríquez (1868-1940)
De la antropología social a la etnología, sin retorno posible
Datos de nuestra historia lejana. Los derechos territoriales de las
tribus indígenas
Manuel Gamio (1883-1960)
De la arqueología a la migración y al indigenismo panamericano
made in USA
Hacia un México nuevo. La barbarie callista
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169 . . . . . . . . . .
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216 . . . . . . . . . .
226 . . . . . . . . . .
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266 . . . . . . . . . .
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Moisés Sáenz Garza (1888-1941)
De la pedagogía deweyana al indigenismo revolucionario
interrumpido
El indio, ciudadano de América
Ricardo Pozas Arciniega (1912-1994)
Etnólogo, antropólogo social y analista de las clases sociales
indígenas
Planteamiento del estudio. Lo que determina al indio
Gonzalo Aguirre Beltrán (1908-1996)
Médico o antropólogo, pero ante todo un político convencido
El proceso de aculturación. Integración sociocultural
Ángel Palerm Vich (1917-1980)
De revolucionario profesional a creador de instituciones
antropológicas
Aspectos socioculturales de la población afectada por la Presa La
Angostura, Chiapas. Informe técnico
Guillermo Bonfil Batalla (1935-1991)
El utópico predecesor del “multiculturalismo nacional” y del
poscolonialismo globlal
México profundo. El país que hoy tenemos
Arturo Warman Gryj (1937-2003)
El brillante ocaso de la antropología gubernamental
Políticas y tareas indigenistas, 1989-1994
284
Historia
de la etnología
_ _ _ _ _ _
Se imprimió en en los talleres de
Gráficos Digitales Avanzados, S.A.
de C.V., con domicilio en Georgia 181,
Colonia Nápoles, Benito Juárez, 03810,
D.F., en el mes de mayo de 2014.
El tiraje fue de quinientos ejemplares.
Para la formación tipográfica se utilizó:
Warnock Pro de Robert Slimbach,
Mexica de Gabriel Martínez Meave
y Bailey Sans ITC de Kevin Bailey.