Tzvetan Todorov (1939-2017)
Tal vez no haya concepto más adecuado para
ingresar al universo del intelectual búlgaro
Tzvetan Todorov que la intraducible expresión francesa dépaysement, es decir, aquel
cambio voluntario de país, de costumbres y
lenguaje que torna la promesa de alteridad especialmente imprevisible y cuyo sentido del
desarraigo se vuelve un no-lugar desconcertante que apenas se aproxima a otros términos
como émigration, déplacement o exile. Así lo
atesta su extensa trayectoria en esa suerte de
cuaderno de bitácora que publicó en 1996,
L’Homme dépaysé (traducido al castellano
como El hombre desplazado) y no solo por
haber convertido desde 1963 un fortuito viaje
de estudios a Francia en la ocasión inopinada
para residir allí definitivamente, sino por el
rizomático movimiento de sus intereses y por
la diversidad de saberes que ha franqueado a
lo largo de una cincuentena de obras y numerosos artículos dispersos. Quien hasta fines de
los años 1970 llegó a ser uno de los actores
centrales del estructuralismo y el agudo defensor de una teoría científica de la literatura,
sobrevino, tras una drástica relectura de su
pasado, historiador del pensamiento y crítico
cultural, artífice de una serie de obras de corte
ensayístico traducidas a casi todos los idiomas y compuestas por múltiples objetos sociales y políticos no exentos de erudición, alta
divulgación y un ejercicio autobiográfico recurrente. La visibilidad de esta última faceta
es la que, de algún modo, terminó arrebatando
casi íntegramente su derrotero, expandiendo
aun más su fama internacional mientras se
identificaba con un “humanismo agnóstico”,
tal como algunos de los principales medios
franceses coincidieron en titular la noticia de
su muerte en febrero de 2017: “pensador humanista” (Télérama), “heraldo del huma-
nismo” (Le Monde), “humanista insumiso”
(Libération) o “fantástico humanista” (Le
Nouvel Observateur). Tenía 77 años.
Tzvetan Todorov nació en 1939 en la ciudad de Sofía en el seno de una familia de intelectuales y en un país donde aún gobernaba el
viejo zar Boris III. Tras la muerte del monarca
en 1943, le sucede su hijo Simeón II, pero los
grupos comunistas fueron ganando espacios
de poder hasta que en 1944 se produce un
fuerte levantamiento que culmina dos años
más tarde con la instauración de la República
Popular bajo la influencia soviética. En ese
contexto, su madre, Haritina Peeva-Plachkova, quien había trabajado como bibliotecaria antes de la guerra, llevaba una discreta
vida doméstica que contrastaba con la de su
padre, Todor Borov, una notable figura pública de la escena intelectual búlgara: gran
filólogo, editor de los clásicos de la literatura
de su país, primer profesor de bibliotecología de la Universidad de Sofía y comunista
convencido, en 1944 fue nombrado director
de la Biblioteca Nacional, aunque cuatro años
después, en el marco de una nueva purga de
disidentes y tras emplear a personal calificado
ajeno al partido, debió dejar el puesto vacante
y solo se le permitió conservar su cargo universitario. He ahí uno de los tantos episodios
que llevaron al joven Tzvetan a tomar una
cautelosa distancia frente al aparato ideológico del Estado que, posteriormente, se convertirá en una crítica implacable del régimen
comunista. Es por ese motivo que, según él
mismo ha confesado, al iniciar sus estudios de
filología eslava en la Universidad de su ciudad en 1956 –año bisagra para el mundo comunista tras el “Informe secreto” sobre los
crímenes estalinistas revelado por Khruschev
en el XX Congreso del pcus y la feroz reprePrismas, Nº 21, 2017
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sión de la revolución húngara–, trató de ocuparse de objetos que no tuviesen un valor
ideológico evidente, de allí que prefiriese
indagar la estilística de los textos o sus formas lingüísticas y acompañarlos con el estudio del inglés, el alemán y, bastante más
tarde, del francés. En 1959, realiza un viaje
junto a su madre a Moscú y Leningrado
donde descubre la pintura holandesa e impresionista y, dos años después, al culminar
sus estudios, comienza a dictar clases en institutos secundarios de provincia y visita Polonia. Sin embargo, fue en 1962 cuando se
vio sorprendido por una gran oportunidad.
Una tía farmacéutica que vivía en Canadá,
soltera y sin hijos, realiza un llamamiento a
toda la familia: había decidido “becar” a sus
sobrinos más jóvenes durante un año en cualquier lugar del extranjero que eligiesen. Pese
a que su padre prefería Berlín (donde él
mismo había estudiado la “ciencia de las bibliotecas”), Tzvetan optó por Francia. Con
todo, si bien el aspecto económico ya no era
un problema, restaba aún lo más difícil: conseguir el pasaporte. Tras dos intentos fallidos, en abril de 1963, el joven de 24 años
recibía su documentación y, sin dilaciones,
partía de inmediato. Recién volvería a su tierra natal dieciocho años después.
Ya en París, con el objetivo de prolongar
sus estudios teóricos, Todorov se acercó en
principio a la Sorbona, pero allí no había lugar para imaginar una literatura por fuera de
lo histórico y nacional. Preocupado, le escribió a su padre, quien se comunicó con sus colegas de la Bibliothèque Nationale de France
y, finalmente, lo pusieron en contacto con un
joven Gérard Genette quien, a su vez, le recomendó asistiese a las clases que, en ese momento, dictaba Roland Barthes en la École
Pratique des Hautes Études (ephe). A partir
de aquel encuentro, merced a su conocimiento
del ruso y al apoyo de Barthes (quien se convertirá en su director de tesis doctoral), la carrera de Todorov tomará un impulso vertigi400
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noso. En 1964, ingresará como investigador
en aquella institución y, tres años después, en
el Centre national de la recherche scientifique
(cnrs) del cual formaría parte hasta su muerte.
Entre uno y otro ingreso, colaborará regularmente en la prestigiosa revista Tel Quel, publicará dos artículos importantes, “La description de la signification en littérature”
(1964) y “Les catégories du récit littéraire”
(1966) en la revista interdisciplinaria de semiótica creada por iniciativa de Barthes,
Communications –en los cuales ya postula la
preeminencia del análisis estructural por sobre el mero contenido de las obras literarias–
y se le confiará la dirección del primer número
de la revista Langages, titulado “Investigaciones semióticas” (1966) que incluía dos textos
de su autoría y otros dos cuya elección parecía
destinada a guardar las simetrías de la Guerra
fría: uno del lexicógrafo ruso Yuri Apresjan y
otro del antropólogo norteamericano Floyd
Lounsbury. Sin embargo, el verdadero punto
de partida había sido la aparición de Teoría de
la literatura de los formalistas rusos (1965)
para la cual traducirá, compilará y presentará
catorce textos claves de siete teóricos literarios formados en la Rusia prerrevolucionaria.
Tanto la circulación que tuvo la obra como la
repercusión que logró en revistas culturales
de nuevo cuño como La Quinzaine littéraire
(recordemos que aún no existían los “suplementos literarios” en los periódicos ni un tratamiento de la literatura en sentido estricto),
harán de ella un recueil fundamental que permitirá, por un lado, dar a conocer por primera
vez en Francia (y luego en todo Occidente) a
una serie de autores cuyos escritos databan de
las primeras décadas del siglo xx y que, salvo
los de Ósip Brik, Roman Jakobson y Yuri Tynianov, solo se habían difundido en ruso. Por
otra parte, se trataba de una confluencia inédita de textos que solo encontraba su homogeneidad en la comunidad francesa que los
reunía, una arquitectura que condicionó sus
horizontes de recepción, pero dotó al análisis
estructural con un mito de los orígenes. Dirá
Genette en Le Nouvel Observateur, “Hoy, en
1966, esta compilación de textos de los cuales el más reciente es de 1928, se quiere
oportuna y nos habla en presente”. Así pues,
tras muchos años de historicismo literario
donde las obras se reducían a un remedo biográfico del autor, el estructuralismo –tan
equidistante de Sartre como del marxismo
(salvo en Althusser)– se proponía sustraerlas
de cualquier valoración externa y darle vida
propia como objeto autónomo, restituyéndolas a su específico territorio: la palabra y las
reglas que constituían cada género. De este
modo, en 1967, Todorov publica Literatura y
significación, obra que, en realidad, es la versión corregida de su tesis doctoral (1966) y
que llevaba por título Analyse sémiologique
des Liaisons dangereuses. A partir del restablecimiento de la poética aristotélica –entendida como ciencia de la literatura– renueva
las técnicas del análisis del relato a través de
una “gramática” subterránea de la significación en la novela epistolar de Chordelos de
Laclos (1782), procedimiento que también
empleará en la Gramática del Decamerón
(1969) con una ciencia que “aún no existe” y
que da en llamar “narratología” para distinguir en los cuentos de Boccaccio las relaciones paradigmáticas (la semántica del sentido
y la simbolización) de las sintagmáticas (la
sintaxis y su combinatoria verbal).
En 1970, junto a Genette funda la colección “Poétique” y la revista del mismo nombre en Seuil, la segunda casa editorial de
Francia y la que albergará la mitad de su corpus: toda una clausura con respecto a Tel Quel
donde ya no colaborarían. Ese mismo año,
allí aparecerá uno de sus trabajos más clásicos, Introducción a la literatura fantástica,
donde este registro adquiere estatuto de
género literario a partir de la integración que
asume el lector con los personajes del relato
cuando “vacila” frente a un hecho en apariencia extraño, maravilloso o “fantástico puro”.
Pese a su valor teórico inaugural, la rigidez de
esta división tripartita será objeto de varias
críticas que han marcado todo un hito en la
historia de la teoría literaria de aquellos años
y en la cual ha tenido un rol de primer orden
la teórica argentina Ana María Barrenechea:
Todorov no solo desestimaba los modos en
que lo fantástico podía complejizar la realidad, sino que los límites de su corpus no resultaban adecuados para pensar, por ejemplo,
el realismo mágico latinoamericano. En Poética de la prosa (1971) reunirá varios textos
ya publicados donde, tomando como modelo
Las mil y una noches o los cuentos de Henry
James, consolidará una teoría formal de la relación entre literatura y lenguaje, y una metodología lingüística para los estudios literarios
y las gramáticas narrativas. La dimensión
semántica y pragmática de la literatura abre
una nueva etapa en la obra de Todorov con
su seminario “Rhétorique et symbolique: les
théories de l’interprétation” en la ephe y con
un ciclo de conferencias en la Universidad
de Wisconsin sobre “Langage et littérature”
durante el período 1973-1974, dos años que
serán evocados en Vivir solos juntos (2012)
como los más significativos de su vida y que
coinciden con su nacionalización francesa y el
nacimiento de Boris, su primer hijo junto a la
investigadora de la India, Martine van Woerkens. En Teorías del símbolo (1977) –obra inspirada en la antropología de Louis Dumont–
ofrece una historización de lo simbólico desde
Aristóteles a Jakobson y con la aparición en
simultáneo de Simbolismo e interpretación y
Los géneros del discurso (1978) busca provocar un efecto complementario entre una reflexión teórica sobre lo simbólico y los diferentes tipos de discurso que funcionarían
como enclaves.
Con un aire retrospectivo y cierto efecto
de objetivación, dos trabajos marcarán una
síntesis terminal del análisis estructural: por
un lado, la obra colectiva ¿Qué es el estructuralismo?, donde Todorov participará con el
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volumen titulado Poética (1977) y, por otro,
el Diccionario enciclopédico de las ciencias
del lenguaje (1979) escrito junto a Oswald
Ducrot y cuya relativa brevedad y gran claridad conceptual lo han convertido en un instrumento indispensable. Este alejamiento de
los viejos postulados se confirma con Mijail
Bajtin. El principio dialógico (1981), obra
que marca una zona de transición donde conviven una figura cara a la teoría literaria y la
mirada del nuevo Todorov, promotor de una
“historia dialógica del pensamiento” que se
adentra por primera vez en un sujeto a quien
trata con la familiaridad de un contemporáneo
a fin de evitar su cosificación como mero autor comentado: ya no cabe duda de que el estructuralismo es historia pasada, que su perfil
humanista está en plena gestación y que el
ensayo se revelará, de aquí en más, el registro
habitual de su escritura. Pero la idea de “diálogo” tampoco dejará de funcionar como alegoría: en 1981, Todorov regresa a Sofía, invitado por el Estado búlgaro, como intelectual
consagrado, no sin antes casarse en segundas
nupcias con la novelista canadiense Nancy
Huston con quien tendrá sus otros dos hijos,
Léa y Sacha. Esta transición podría extenderse a La conquista de América. La cuestión
del otro (1982), un libro de corte “moral” antes que histórico que representa, como ha señalado Stephen Greenblatt, “un esfuerzo por
vincular una comprensión instrumental de la
realidad con la responsabilidad ética y la tolerancia”. El Todorov semiólogo instalará el
dispositivo “otro” que, sin dudas, hará fortuna
(si bien cuatro años antes, Michel de Certeau
ya lo había teorizado en el prólogo a la segunda edición de La escritura de la historia),
pero que, en el ámbito estrictamente histórico, será blanco de diversas críticas a raíz de
su eurocentrismo. De allí, tal vez, su intervención con un postfacio en el reverso heurístico
de aquella obra, Relatos aztecas de la conquista (1983), donde Georges Baudot traduce
por primera vez del náhuatl al francés una
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serie de textos fundamentales para comprender la visión de los vencidos. En todo caso, lo
cierto es que esta problemática remite, una
vez más, a la experiencia de Todorov como
dépaysé: el conocimiento de sí depende del
descubrimiento del otro y la diferencia que de
allí surge debe ser vivida en la igualdad. La
ruptura con ese pasado teórico se confirma
con Crítica de la crítica (1984) cuya versión
castellana no ha retenido el subtítulo (una
novela de aprendizaje), a todas luces fundamental para comprender esta instancia central de su derrotero y donde clama (siguiendo
a Bajtín) por una crítica “dialógica” que suprima cualquier tipo de dogmatismo y en
cuya misma línea se encontrarán Benjamin
Constant (1997) y El jardín imperfecto. Luces y sombras del pensamiento humanista
(1998). Con Frágil felicidad. Un ensayo sobre Rousseau (1985), Todorov ya no disimulará qué tipo de objetos ha pasado a privilegiar ni qué tipo de voz empleará para referirlos:
la condición humana en su universalidad expresada en un lenguaje accesible y alejado de
cualquier jerga disciplinaria. En Nosotros y
los otros (1989) regresa a la idea de alteridad
en algunas figuras de la historia intelectual
francesa en busca de una unidad en la diversidad. Precisamente, la primera frase del prefacio señala la dirección que tomará una zona
de sus nuevas obras: “conocí el mal durante la
primera parte de mi vida, cuando vivía en un
país sometido al régimen estalinista”. La
caída del bloque comunista le ha significado,
tal como lo señaló en el 2009 en una conferencia que dictó en Barcelona titulada “Muros
caídos, muros erigidos”, la liberación de una
religión secular cuyo movimiento de larga duración había comenzado en 1848.
Si esta incursión en diferentes territorios de
lo político no supuso su conversión en estricto
intelectual público, sí lo convirtió en un moralista cultural que seguiría apelando a la distancia crítica del dépaysé para explorar nuevas
inquietudes y ofrecer su voz o un libro por
cada nuevo tema que fuese objeto de debate.
En 1991, publica dos obras: Frente al límite,
un trabajo sobre las historias de los campos de
concentración para el cual recabó testimonios
de los sobrevivientes y también de los verdugos, y Las morales de la historia, un ensayo
que intenta unificar bajo la lógica de las ciencias morales y políticas las relaciones entre
diferentes culturas y el rol de la democracia y
los intelectuales. Retomando algunos episodios sucedidos durante la guerra, Une tragédie
française, été 1944. Scènes de guerre civile
(1994) recompone los enfrentamientos políticos entre vecinos de un mínimo pueblo del
centro de Francia, Saint-Amand-Montrond,
La Fragilité du bien (1999) indaga el destino
de los judíos búlgaros y Germaine Tillion.
Une ethnologue dans le siècle (2002) recupera
el derrotero de esta resistente al nazismo,
luego instalada en Argelia. Si bien ya venía
formando parte de sus reflexiones, la memoria
y el trauma serán objeto de Los abusos de la
memoria (2004). En 2010, Todorov visitará la
Argentina, recorrerá la esma y el Parque de la
Memoria tras lo cual publicará un artículo en
El País de Madrid donde criticará la supuesta
representación sesgada que allí advirtió sobre
la violencia de los años 1970 y el terrorismo
de Estado: “cuando uno atribuye todos los
errores a los otros y se cree irreprochable, está
preparando el retorno de la violencia, revestida de un vocabulario nuevo, adaptada a unas
circunstancias inéditas. Comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué
nos parecemos a él. No hay que olvidar que la
inmensa mayoría de los crímenes colectivos
fueron cometidos en nombre del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles
no disculpan los actos innobles”. La repercusión pública no fue menor. En todo caso, su
último trabajo, publicado póstumamente, El
triunfo del artista. La Revolución y los artistas
rusos, 1917-1941, parece cerrar el círculo que
abrió en 1965 con los formalistas (quienes,
cabe recordar, mantenían estrechos vínculos
con la vanguardia futurista) al analizar de qué
modo el individuo creador se enfrenta a las tiranías del poder político, un trabajo que prolonga otros escritos sobre diferentes artistas
modernos y contemporáneos que comenzó a
publicar al comenzar el nuevo siglo. Acaso
esta última obra también encierre un homenaje filial a su madre con quien visitó los museos moscovitas en su primer viaje al extranjero. En el año 2004, Todorov había confesado
“quizá quien más me influyó fue mi madre,
para mí, la encarnación del ideal moral: una
mujer carente de pulsiones egoístas, que jamás hizo notar que se sacrificaba y que era
feliz si lo eran los que la rodeaban. Creo que
toda mi actividad intelectual ha consistido en
intentar comprender cómo una persona como
mi madre es posible”. Tal vez aquí se encuentre la clave de una vasta obra que siempre lo
tuvo como protagonista.
Andrés G. Freijomil
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