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La Universidad y la propiedad

2013, El Mostrador

El escándalo de las acreditaciones es el recordatorio más reciente de la precaria situación institucional en la que se encuentran sumidas un número significativo de instituciones de educación superior en Chile. En el actual contexto, el empleo del término "Universidad" resulta ser un eufemismo para designar a instituciones cuyas operaciones se asemejan al modelo de un sofisticado banco de inversiones, o bien al de una empresa familiar del sector retail. ¿En qué momento le perdimos el rastro a la "idea" de Universidad y la sustituimos por un entusiasmo ciego en la mera "expansión" instrumental del sistema universitario (número de instituciones, carreras, matrículas, créditos), en pos de un credencial-ismo afín a la nueva economía?

La Universidad y la propiedad Rodrigo Cordero Universidad Diego Portales Publicado en El Mostrador Santiago, 4 de enero de 2013 El escándalo de las acreditaciones es el recordatorio más reciente de la precaria situación institucional en la que se encuentran sumidas un número significativo de instituciones de educación superior en Chile. En el actual contexto, el empleo del término “Universidad” resulta ser un eufemismo para designar a instituciones cuyas operaciones se asemejan al modelo de un sofisticado banco de inversiones, o bien al de una empresa familiar del sector retail. ¿En qué momento le perdimos el rastro a sustituimos por un entusiasmo ciego instrumental del sistema universitario carreras, matrículas, créditos), en pos de nueva economía? la “idea” de Universidad y la en la mera “expansión” (número de instituciones, un credencial-ismo afín a la Ante el ruidoso panorama de denuncias públicas, millares de estudiantes defraudados, y anuncios que prometen nuevas y profundas reformas, plantear la cuestión del impasse de la idea de Universidad parece un arrebato idealista destinado al fracaso. No pretendo aquí elaborar ni dar sustento a una visión que prescriba una idea alternativa de Universidad, sino recuperar el valor de detenernos en la pregunta misma sobre la idea de la Universidad, en el pensar su lugar en nuestra sociedad. El razonamiento que deseo proponer es bastante sencillo: para destrabar la pregunta por la idea de Universidad — en definitiva, para que una defensa de la Universidad pública tenga algún sentido—, debemos partir por cuestionar y liberarnos del supuesto normativo sobre el que se asienta la así llamada “modernización” del sistema de educación superior. El artículo 19 de la Constitución Política de Chile de 1980 establece una compleja alquimia jurídica que consagra el principio de propiedad como fundamento de la institución universitaria. Y lo hace vía garantizar tres derechos relacionados: “el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales” (inciso 11), “el derecho a desarrollar cualquier actividad económica” (inciso 21), y “el derecho de propiedad sobre toda clase de bienes corporales e incorporales” (inciso 24). Leídos como unidad, estos preceptos tienen la implicancia general de convertir la educación en una actividad económica igual que cualquier otra. Esto permite, en consecuencia, que la Universidad pueda ser concebida como una entidad que produce y distribuye bienes corporales e incorporales susceptibles de valorización monetaria en el mercado (ej.: certificaciones académicas y profesionales, saberes especializados, etc.). Pero la implicancia más decisiva, a mi entender, consiste en que el derecho de existencia de la Universidad se hace dependiente, en último término, de que esta institución sea fuente y objeto de propiedad. Si el principio de propiedad se constituye en fundamento normativo de la Universidad, la pregunta que naturalmente sigue es: ¿a quién le pertenece la universidad? Permítanme plantearlo en otra forma: ¿puede la universidad tener un dueño? ¿Requiere de un propietario para asegurar su derecho a existir? La respuesta a estas inquietudes no es fácil. Aquí debemos proceder con cuidado. La educación y la propiedad constituyen dos de los principios primordiales en los que se funda el ideal liberal de autonomía moderna. Sin embargo, en su concepción clásica estos principios, aunque conectados en su crítica a la injerencia del poder estatal, todavía presuponían una separación entre ellos. La incómoda verdad que hoy enfrenta el discurso liberal, tanto de derecha como de izquierda, consiste en aceptar sin mayor reflexión la reducción de la pretensión universalista de la Universidad a los intereses particularistas de la propiedad. Este reduccionismo representa una crisis en el fundamento mismo de la idea de Universidad, la que es más profunda y difícil de afrontar que la mera cuestión de la corrupción, el financiamiento y otros pesares del actual sistema de educación superior. La expresión más concreta de esta crisis es, sin duda, la orientación de las universidades a comportarse empresarialmente, lo que no es exclusivo del sector privado sino que una obligación que el propio Estado ha impuesto a las instituciones bajo su tutela. Esto se corresponde, a su vez, con el alto rendimiento que el lenguaje empresarial de la propiedad ha alcanzado, recorriendo como brisa fresca los pasillos del sistema universitario, donde “controladores”, “socios”, “consejos directivos”, “holdings educacionales”, “fondos de inversión”, entre otros, han degradado el lugar de estudiantes, funcionarios, académicos, decanos y rectores. La crisis de la idea de Universidad tiene una manifestación institucional mucho más concreta y radical, si atendemos a la metamorfosis de la Universidad en una importante fuente de producción y acumulación de riqueza económica. No hace falta suscribir a ningún texto clásico del Marxismo para aceptar la tesis de que el incremento del patrimonio material que muchas de estas instituciones ostentan sólo se sostiene por medio de una doble forma de extracción de valor. Por un lado, desde los estudiantes que pagan sus matriculas, en su mayoría, vía endeudamiento bancario y, por otro, desde la institucionalización de un sistema de trabajo docente precario masivo (profesores part-time). La Universidad, como toda institución social, no es un cristal sólido. Su fragilidad radica en que la continuidad de sus tareas y existencia cotidiana depende del cultivo de una propensión hacia lo desconocido y a lo que desafía sus propios límites. La Universidad es por definición (como acertadamente sugieren Garrido, Herrera y Svensson en su reciente libro La excepción universitaria) “la institucionalización de la apertura a la excepción”. Pero la sujeción normativa de la Universidad a la idea de propiedad, le impone un principio de limitación externo que clausura la posibilidad misma de esta apertura. Pese a lo evidente de esta compleja crisis, su realidad ha sido paradójicamente eclipsada por el importante pero a estas alturas adormecedor debate sobre el lucro. Los que defienden el diagnóstico de que el centro del problema es el déficit regulatorio y de control por parte del Estado, confían en el incremento de fiscalización como medio para salir del impasse. En tanto, los que argumentan que la base del conflicto reside en la existencia de instituciones privadas, cuya naturaleza sería la búsqueda de la ganancia en desmedro de la calidad, ven en la abolición de dichas instituciones la única solución al problema universitario. La contradicción entre estas dos posiciones, la reformista y la radical, es mera apariencia de superficie. Ambas terminan por coincidir en el mismo resultado: afianzar el principio de propiedad como fundamento normativo de la Universidad. Los límites de la posición reformista son bastante claros por su insuficiencia: deja intactos los fundamentos de un sistema que, pese a sus vaivenes, todavía es visto como exitoso. Lo que no deja de sorprender es la aporía en la que termina la posición radical: quienes defienden la “propiedad estatal” de la universidad, elevan esta idea a la posición de una virtud moral a toda prueba. Y, al hacerlo, terminan en la lamentable y acrítica reificación de la idea de propiedad como fundamento normativo de la Universidad. Justamente lo que se busca revertir. La idea de propiedad, sea monopolio estatal o privado, le impone a la Universidad una existencia condicionada que debe ser resistida y disputada. La Universidad no le puede pertenecer a ningún “dueño” sino a los propios miembros que la constituyen y producen. Una nueva defensa —sí, una vez más— de la idea de Universidad pública requiere entonces romper con la relación que supedita la existencia de la Universidad a la propiedad. La encrucijada en la que la propia Universidad y sus miembros están llamados a involucrarse, demanda no solamente hacerse una y otra vez la pregunta por la naturaleza de la institución universitaria (y su relación con la sociedad), sino que también hacerse partícipe en la necesaria, pero no siempre fácil, renegociación de los términos y estándares normativos que gobiernan nuestra comunidad política.