Revista Antropologías del Sur
N°1 ∙ 2014
Págs. 83-104 |
ANTROPOLOGÍA HECHA EN COLOMBIA
Anthropology made in Colombia
EDUARDO RESTREPO *
Resumen
En Colombia, la antropología se institucionalizó hacia principios de los años cuarenta. Este artículo,
describe el proceso de institucionalización que deriva en la creación de los primeros departamentos de
antropología en los años sesenta. Luego se abordan las rupturas que hacia los años setenta se dieron
con la crítica al establecimiento antropológico y la opción por el compromiso con sectores marginales tales
como las poblaciones indígenas. Finalmente, se hace un examen de las más destacadas transformaciones
en las últimas tres décadas de la práctica antropológica en el país.
Palabras Clave: Historia de la antropología, Antropología de la antropología, Antropologías del sur
Abstract
In Colombia, anthropology was institutionalized in the early forties. This article describes the process
of institutionalization, which results in the creation of the first departments of anthropology in the sixties.
Then, it examines the ruptures of anthropological establishment during the seventies, as a result both,
of critics and commitments to marginalized sectors, such as indigenous populations. Finally, it presents
the most important transformations in the last three decades of anthropological practice in the country.
Key words: History of anthropology, Anthropology of anthropology, Anthropology of south
* Antropólogo. Doctor en Antropología. Profesor asociado del Departamento de Estudios Culturales, Pontificia
Universidad Javeriana en Bogotá. Correo electrónico:
[email protected];
[email protected]
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Eduardo Restrepo
Introducción1
Desde sus orígenes institucionales, la
antropología en el país se ha articulado de
múltiples formas con lo que podría denominarse el
“escenario internacional” de la disciplina. Antes que
una disciplina aislada que ha emergido al interior
de los marcos del Estado-nación, la antropología
hecha en el país se ha configurado en estrecha
relación con circuitos de autores, teorías y prácticas
que han trascendido las fronteras del país.
Desde esta perspectiva, la antropología hecha
en Colombia (o en cualquier otro país), hace
parte de un sistema que no se circunscribe a
las fronteras de las formaciones estatales o
nacionales. Esto no significa, sin embargo, que
estas formaciones sean irrelevantes en puntuar
ciertas modalidades de hacer antropología, ciertos
“estilos” y tradiciones. Para los propósitos de este
artículo, por antropología hecha en Colombia
se entiende aquella producción antropológica
realizada en el país que se constituye en insumo
empírico, metodológico o conceptual, para nuevos
trabajos o discusiones antropológicas en Colombia.
No solo la producción sino también su apropiación,
son los dos aspectos indispensables para que se
pueda hablar de antropología hecha en Colombia.
En la antropología hecha en este territorio se
incluye la producción antropológica realizada
“desde” Colombia, aunque no necesariamente
sobre Colombia. Este “desde”, no refiere
simplemente a estar físicamente en Colombia
sino más bien a que los problemas, categorías
y modos de abordaje se encuentran troquelados
por preocupaciones e inflexiones que surgen en
el establecimiento antropológico del país. De ahí
que esta producción puede ser adelantada por
antropólogos residentes en el país (colombianos o
extranjeros), como por no residentes (colombianos
o extranjeros, pero en estrecha relación con el
establecimiento antropológico de Colombia). Lo
que interesa en esta definición es el lugar y, la
red de producción y apropiación de la práctica
antropológica. En este sentido, se refiere a un
particular campo de interacción entre colegas que
no necesariamente tienen que estar viviendo en
Colombia, pero que a partir de sus respectivos
trabajos, tienen como anclaje el establecimiento
antropológico del país.
Antes que un ‘toque colombiano’ en la antropología,
derivado de una expresión de una auténtica o
trascendental “colombianidad”, de la cual solo
serían portadores los nacidos en el país (o, en
algunos casos, quienes han mantenido una
prolongada permanencia), una noción como la
antropología hecha en Colombia, hace énfasis
en ésta como un lugar o nodo en una red de
relaciones que no es definido exclusivamente
en sus propios términos, sino que es constituido
parcial y diferencialmente, por los otros lugares
y nodos que conforman el sistema-mundo de
la antropología. Esta manera de plantearse
la pregunta por la especificidad de la práctica
antropológica en el país, puede evitar algunos
de los problemas de corte culturalista o nativista
que pueden suscitar ciertas interpretaciones de
la noción de “antropología colombiana”.
Mi argumento no consiste en desconocer las
inflexiones derivadas de las particularidades del
sistema social y político del cual forma parte la
antropología hecha en Colombia. Al contrario,
las maneras de hacer antropología responden a
unas especificidades, a unos “estilos” referidos
a los anudamientos y trayectorias específicas de
las diferentes locaciones donde los marcos de
Estado-nación han tenido un peso significativo.
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De ahí la relevancia analítica de las formaciones
estatales-nacionales, para comprender ciertas
especificidades de las antropologías en los distintos
países. Las especificidades de las formaciones
estatales y sus transformaciones, han troquelado las
particularidades temáticas, metodológicas, políticas
e incluso las identidades de cada antropología.
Existe un riesgo intelectual y político de hablar
de antropologías nacionales o subalternas, como
entidades totalizantes y reificadas. Pero tampoco
se pueden desconocer los entramados específicos
sobre los que gravitan relaciones, recursos, afectos,
intereses, pasiones... que a veces tienen como
pivotes el marco del Estado-nación (aunque no
solo éste) y que, en términos de relaciones de
poder, no todos están igualmente posicionados.
Institucionalización
Aunque la antropología en Colombia se
institucionaliza hacia la década del cuarenta del
siglo XX, no son pocos quienes consideran que
los estudios antropológicos deben remontarse
mucho más atrás (cfr. García, 2010; Reyes, 2008).
En este sentido, Myriam Jimeno definía como uno
de los momentos de la antropología en Colombia
lo que denominaba los precursores, en el cual: “se
encuentran narraciones de diverso valor en las
crónicas de la conquista española y posteriormente,
en los registros de misioneros y viajeros” (19901991: 55). Tales planteamientos problematizan el
grueso de las narrativas convencionales sobre la
historia de la antropología en el país, e intentan
develar lo que el antropólogo mexicano Esteban
Krotz (1993) ha indicado como la urgencia de
trazar los antecedentes propios de la emergencia
y despliegues de las antropologías en América
Latina.
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No obstante lo valioso de estos aportes, al
desmarcarse de la institucionalización y mirar
hacia el siglo XIX y primeras décadas del XX, se
puede correr el riesgo de asumir que hay ciertas
“cosas” o “poblaciones” “allá en el mundo” que
serían inmanentemente “antropológicas”. Por tanto,
cuando un erudito del siglo XIX coleccionaba
o elaboraba sus disertaciones basado total o
parcialmente en fragmentos de cerámica o restos
materiales fabricados por seres humanos en el
pasado, pareciera que se asume que esas “cosas”
en su “naturaleza” son “objetos arqueológicos” y,
por tanto, este erudito no puede dejar de hacer
parte de los “antecesores” de la “arqueología”
en el país. Lo mismo pasa con poblaciones que
ahora se marcan como “indígenas”. Quien se
interesara por ellos desde elaboraciones más o
menos cercanas a estudios que luego harán los
antropólogos, entonces ahí se encuentra sin duda
un “antecesor”. No es extraño, por tanto, que los
cronistas del periodo colonial sean considerados
como destacados precursores en muchas narrativas
de la historia de la antropología en el país.
En el mismo sentido, si un profesor universitario
de principios de siglo XX utilizaba el término de
“antropología” en uno de sus cursos, entonces ahí
tendríamos uno de estos olvidados predecesores
que habría que descubrir. En este tipo de
planteamientos, se corre el riesgo de introducir
una lectura teleológica de las prácticas intelectuales
previas a la institucionalización de la antropología,
lo cual no deja de ser problemático (cfr. Stocking,
2002). En el presente artículo, por tanto, me centraré
en la historia de la antropología en el país desde
su institucionalización dejando para otro momento
una elaboración mucho más complicada de lo
que suele denominarse los antecedentes o los
precursores de la disciplina.
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Existe un acuerdo entre los diferentes relatos de la
institucionalización de la antropología en Colombia,
sobre la relevancia de las transformaciones políticas
derivadas de la presencia de los gobiernos liberales
desde los años treinta. En el marco de una agenda
mucho más amplia de modernización del país,
estos gobiernos introdujeron una serie de cambios
en el sistema educativo que permitieron un fuerte
impulso a la educación superior (Jimeno, 19901991; Giraldo, 1998). La fundación de la Escuela
Normal Superior y luego del Instituto Etnológico
Nacional, son dos momentos centrales para la
institucionalización de la antropología en Colombia.
En 1935, el Ministerio de Educación estableció la
Comisión de Cultura Aldeana para un estudio de
las regiones desde las ciencias sociales. Dentro
de ella, Sergio Elías Ortiz realizó una investigación
de campo entre los indígenas de Nariño y, Jorge
Zalamea, una monografía sobre el departamento
en la que también se ocupó de los problemas de
los indígenas. Antonio García publicó, en 1937,
Pasado y presente del indio, el primer libro sobre
la situación de los indígenas en Colombia.
Desde el grueso de los recuentos históricos de la
disciplina en el país, Gregorio Hernández de Alba
aparece como el primer antropólogo colombiano.
Autodidacta en un principio, en 1935 integró junto
con un equipo de investigadores estadounidenses,
una expedición antropológica a la Guajira (Chaves,
1987: 48). La “expedición duró cuatro meses que
fueron los primeros que Hernández de Alba pasó en
campo” (Perry, 2006: 17). Esta expedicion produjo
como uno de sus resultados el libro Etnología
guajira, publicado en 1936.
Hernández de Alba fue fundador del Servicio
Arqueológico Nacional, en 1937, que se creó
como una sección del Ministerio de Educación
Nacional y del Museo Arqueológico Nacional en
1938 (Chaves, 1987: 48). Para la celebración del
IV Centenerio de Bogotá, Hernández de Alba
es encargado de la exposición arqueológica y
etnográfica que “exhibía objetos traídos por él de
sus expediciones y contaba con la presencia de
indígenas vivos” (Perry, 2006: 31).
En el marco de una beca ofrecida por Paul Rivet y,
con el apoyo del gobierno colombiano mediante su
nombramiento como segundo vicecónsul en 1939,
estudió en el Museo del Hombre en París con Rivet
y Marcel Mauss. En su estadía en esa ciudad,
Hernández de Alba elabora un manuscrito de tesis
sobre “la cultura arqueológica de San Agustín”
(Perry, 2006: 35). Dados sus contactos con el
establecimiento antropológico estadounidense, en
1944 estuvo becado por la Fundación Guggenheim
en el Instituto Smithsoniano en Washington,
donde conoce a Julian Steward. Estos recorridos,
evidencian la relevancia de las influencias de
estas dos tradiciones antropológicas en una de
las figuras centrales de la institucionalización de
la antropología en el país.
Paul Rivet, médico, antropólogo y político
socialista francés, es otra importante figura en la
institucionalización de la disciplina en Colombia.
Estuvo en Bogotá en 1938, con ocasión de la
posesión del presidente Eduardo Santos, con
quien había establecido amistad unos años atrás.
En tal ocasión tuvo la oportunidad de visitar la
exposición organizada por Gregorio Hernández
de Alba, con motivo de la celebración de los
cuatrocientos años de la fundación de Bogotá.
Con motivo de su estadía en el país, Rivet dictó
una serie de conferencias en la Biblioteca Nacional
sobre el origen del hombre americano, tema por
el que fue más conocido en el campo disciplinario
mundial y que fueron publicadas por el periódico
El Tiempo.
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Rivet, concejal socialista y miembro de la resistencia,
tuvo que huir durante la invasión alemana.
Por invitación del presidente Eduardo Santos viajó
a Bogotá y, por comisión presidencial funda el
Instituto Etnológico Nacional en 1941, como parte
de la Escuela Normal Superior que dirigía el médico
y educador José Francisco Socarrás. El Instituto
Etnológico Nacional (IEN), anexo a la Escuela
Normal Superior de Colombia, fue creado por el
decreto presidencial 1126, del 21 de junio de 1941.
Para darle vida al IEN, Rivet convoca un cuerpo
de profesores con algunos colombianos, entre los
que estaban además de Gregorio Hernández de
Alba y Antonio García, Manuel Casas Manrique,
Luis Carlos Páez y Estiliano Acosta y, con un
grupo de europeos que huían de la guerra, algunos
de ellos ya previamente vinculados a la Escuela
Nacional Superior: el catalán José de Recasens,
los alemanes Wolfram Schottelius2, Juan Friede
y Ernesto Guhl, el austriaco Gerardo Reichel
Dolmatoff y el francés Henry Lehmann (Chaves
1987: 49)3.
Entre 1942 y 1943, trece personas, entre ellas seis
mujeres, se graduaron en etnología en el Instituto
Etnológico Nacional. Posteriormente otros nueve
egresados culminaron estudios en este Instituto.
La primera promoción, graduada en 1942, estaba
compuesta por “Luis Duque Gómez, Graciliano
Arcila Vélez, Eliécer Silva Celis, Blanca Ochoa
Sierra, Edith Jiménez Arbeláez, Alicia Dussan
de Reichel-Dolmatoff y Alberto Ceballos Araujo”
(Chaves, 1986: 76). Por su parte, la segunda
promoción graduada en 1943, estaba integrada
por “Virginia Gutiérrez Cancino, María Rosa
de Recasens, Inés Solano, Milcíades Chaves
Chamorro, Miguel Fornaguera Pineda, Roberto
Pineda Giraldo y Francisco de Abrisqueta” (Chaves,
1987: 99).
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La relación que Rivet tuvo con el puñado de
estudiantes del IEN fue muy estrecha. Como lo
subraya Roberto Pineda Camacho:
“(...) la enseñanza en el Instituto no se limitaba
a las aulas: con frecuencia se extendía hasta
la noche en la casa de Rivet quien, junto con
su esposa, recibía con verdadero calor a sus
alumnos. Estos, por su parte, también estimaban al
maestro como un padre, algunas de sus discípulas
le remendaban incluso la ropa al venerado
profesor” (2004: 61).
El método de investigación que predominó y que
había impulsado Rivet, consistía en “expediciones”
de corta duración para obtener información básica
y objetos etnográficos sobre pueblos indígenas que
se estaban extinguiendo. La primera expedición,
coordinada por Rivet y Hernández de Alba,
además del apoyo del Ministerio de Educación
Nacional, contó con financiación de una universidad
estadounidense (Yale). Esta expedición se realizó
entre finales de 1941 y mediados de 1942, con
el objetivo de hacer estudios etnográficos y
arqueológicos en tres zonas del país. La expedición
se dividió en igual número de grupos (Perry, 2006:
42).
Siguiendo el modelo francés, el IEN funcionó
articulado al Museo Arqueológico y Etnográfico.
Además, la formación impartida en etnología era
fundamentalmente americanista: “los antiguos
estudiantes de la Normal se especializaron en
etnología, sinónimo en esa época de americanismo”
(Pineda, 2004: 60). Según Chaves (1987), la teoría
en que se basaban eran algunos rudimentos
del funcionalismo de Bronislaw Malinowski,
de Émile Durkheim, de Marcel Mauss y, de
la escuela particularista de Franz Boas. Los
informes consignados en la Revista del IEN
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eran predominantemente descriptivos y, solo
Gerardo Reichel-Dolmatoff emprendió estudios en
profundidad y prolongados en sus investigaciones
sobe los kogui de la Sierra Nevada.
En 1941, Hernández de Alba y Antonio García
fundaron el Instituto Indigenista Colombiano
(IIC), de carácter privado, al cual se afiliaron
la mayoría de los miembros del IEN y otros
intelectuales (Perry, 2006: 48). En este espacio, los
antropólogos y otros estudiosos, publicaron más
de una veintena de estudios sobre la situación
social de los indígenas. Las actividades del IIC
tuvieron influencia directa del Instituto Indigenista
Interamericano con sede en México (Reyes,
2008: 67). Se dio entonces una dualidad entre
los estudios “científicos” culturalistas descriptivos
y museológicos del IEN y, los de carácter más
político del IIC, muchos de ellos desarrollados por
los mismos investigadores en ambas entidades.
Rivet renunció a la dirección del IEN en 1943,
debido a que fue llamado a colaborar como
embajador cultural de la Francia Libre para
América Latina en México. Rivet continuó
apareciendo como “Director honorario” en los
créditos de los números de la Revista del Instituto
Etnológico Nacional, al menos hasta 1948. Como
director del IEN, lo sucedió Luis Duque Gómez,
uno de los egresados. La escogencia de Duque
Gómez, en vez de Hernández de Alba, para la
dirección del IEN, se explica por las tensiones que
existían para entonces entre ellos (Chaves, 1987:
100). Existen varias versiones sobre los móviles
de los desafectos de Rivet hacia Hernández, lo
que sí es un hecho es que: “A raíz de esta pelea,
Hernández de Alba renuncia al Instituto Etnológico
Nacional y se aleja casi por completo de Rivet
aunque su admiración y agradecimiento por él
nunca disminuyeron” (Perry, 2006: 45).
En marzo de 1945, mediante el decreto 718, se
fusionaron el IEN y el Servicio de Arqueología y
se procedió a contratar a doce de sus primeros
egresados como su primera planta de investigadores,
quienes efectuaron expediciones hacia los territorios
de diversos grupos indígenas del país. Un año más
tarde, en 1946, se retomó la docencia en el Instituto
Etnológico Nacional, estando entre los alumnos de
la tercera promoción Julio César Cubillos, Carlos
Angulo Valdés, Segundo Bernal y Aquiles Escalante
(Chaves, 1987: 120).
Según el informe de Luis Duque Gómez, publicado
en el Boletín bibliográfico de antropología
americana, para 1947 se había fundado en la
Escuela Normal Superior el Instituto de Antropología
Social:
“Este centro cuya misión es el estudio de la
antropología social entre los grupos indígenas y
otros conjuntos étnicos del país, ha sido puesto
bajo la dirección del señor Gabriel Ospina, viejo
alumno del Instituto Etnológico Nacional, y quien ha
regresado de México después de cursar materias de
su especialización durante varios años en la Escuela
de Antropología de ese país” (Duque, 1947: 19).
En la segunda mitad de la década del cuarenta,
se empiezan a crear en las regiones entidades
institucionales para la difusión e investigación
etnológica, por parte de algunos profesores del IEN
y de sus egresados. En el curso de unos cuantos
años se fundaron estas entidades en Antioquia,
Cauca, Atlántico, Boyacá y Magdalena. Graciliano
Arcila, Gregorio Hernández de Alba, Carlos Angulo
Valdés y Aquiles Escalante, Eliecer Silva Celis y
los Reichel-Dolmatoff, constituyeron institutos y
sociedades etnológicas en los departamentos
indicados. Algunas de ellas se dedicaron a la
investigación arqueológica y etnohistórica orientada
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a la instalación de un museo, como la labor
adelantada desde Sogamozo por Silva Celis;
otros incluso ofrecieron formación antropológica,
como el Instituto Etnológico del Cauca dirigido por
Hernández de Alba.
Anexo a la Universidad del Cauca, para 1942
se había remodelado el museo de arqueología
fundado en 1938. En la consolidación de este
museo fue central la labor del “antropólogo francés
Henri Lehman, quien había venido a Colombia por
iniciativa de Rivet” (Pineda, 2004: 62). En 1946,
Gregorio Hernández de Alba se establece en
Popayán y, con base en el museo arqueológico,
funda el Instituto Etnológico del Cauca (Chaves,
1987: 48). Por el acuerdo 128, del 1 de febrero de
1946, el Consejo Directivo de la Universidad del
Cauca crea el Instituto Etnológico de la Universidad
del Cauca (Hernández de Alba, 1947: 20).
En un informe de actividades del Instituto Etnológico
Nacional, Roberto Pineda Giraldo escribía:
“Además de las labores investigativas en
Tierradentro, el profesor Hernández de Alba se
propone la fundación de un Instituto Etnológico en
la Universidad del Cauca, para lo cual abrirá cursos
docentes en el presente año, contando con la
colaboración del profesorado del Instituto Etnológico
Nacional y con el servicio de otros técnicos en la
materia” (1945: 461).
Entre los egresados del programa, cabe destacar a
Rogerio Velásquez, primer antropólogo chocoano
cuyas contribuciones abren el campo de los
estudios afrocolombianos. Para 1946, ya estaban
impartiéndose clases en el Instituto Etnológico del
Cauca, que contaba como docentes invitados,
entre otros, a Henri Lehmann, John H. Rowe y
Juan Fride (Universidad del Cauca, 1967: 3).
“Luego de esta primera etapa fue encargado de la
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dirección Julio César Cubillos. Debido a múltiples
problemas y a la escasa ayuda y colaboración vio
cerrarse sus aulas y truncada la investigación por
algunos años” (Universidad del Cauca, 1967: 3).
En 1943, Graciliano Arcila es incorporado como
docente al Liceo de la Universidad de Antioquia,
como consecuencia de la visita de Rivet un año
antes a Medellín y de la acogida que la novedosa
disciplina tuvo en el entonces rector de la Universidad
de Antioquia, Julio César García (Pineda, 2004:
63). Dos años después de la contratación de
Arcila, se fundó el Servicio Etnológico adscrito
a la Universidad de Antioquia. Para 1946 nace
la Sociedad Etnológica de Antioquia, la cual se
transformó en 1953, en el Instituto de Antropología
de la Universidad de Antioquia.
Hacia la segunda mitad de la década del cuarenta,
se fundan dos institutos en el Caribe colombiano.
Así, en 1946 por “iniciativa de Gerardo y Alicia
Reichel-Dolmatoff se crea el Instituto Etnológico del
Magdalena, del cual son sus directores y desde allí
adelantan tanto sus investigaciones arqueológicas
de la Costa Atlántica como sus estudios sobre la
cultura Cogui” (Chaves, 1987: 121). Un año más
tarde, en 1947, se crea el Instituto Etnológico del
Atlántico.
Para 1952 se reestructuró el Instituto Etnológico
Nacional, creándose el Instituto Colombiano de
Antropología (ICAN)4. En el ICAN se establece
una Escuela de Antropología donde se impartió la
formación antropológica hasta 1963 a un puñado,
pero destacado, número de alumnos:
“De la Escuela de Antropología egresó una
generación ‘bisagra’ que aportó de manera
significativa a la antropología colombiana. Entre ellos
se destacaron Gonzalo Correal, Nina de Friedemann,
Álvaro Chaves, Miguel Méndez, Yolanda Mora de
Jaramillo, entre otros” (Pineda, 2004: 68).
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En total, solo egresaron 16 antropólogos de este
programa de formación en el ICAN (Jimeno, 19901991: 59). En el marco de la Escuela de Antropología
del ICAN “el programa continúa con una concepción
integral de la antropología, particularmente de
la antropología norteamericana (entre tanto la
etnología francesa se había fragmentado en campos
de especialidades con formación independiente)”
(Pineda, 2004: 66-67). En 1970, el ICAN pasó a
depender del Instituto Colombiano de Cultura, hoy
Ministerio de Cultura. Conservó su nombre hasta la
fusión con el Instituto de Cultura Hispánica en 1999,
cuando adquiere la denominación actual de Instituto
Colombiano de Antropología e Historia (ICANH).
En 1963 se abre el programa de antropología de
la Universidad de los Andes, dirigido por ReichelDolmatoff. El mismo año, la Universidad Nacional
abre una especialización en antropología dentro
de la carrera de sociología y, en 1966, se inició la
carrera de antropología (Román, 1986). La carrera
de sociología había sido fundada en 1959, pero
hacia 1963 se permitía otorgar el título de licenciado
en sociología con especialización en antropología
social. Bajo esta modalidad, Ligia de Ferrufino y
Gloria Triana se convierten en 1964 en las primeras
egresadas de la especialización. Dos años después,
en 1966, se crea definitivamente el Departamento
de Antropología de la Universidad Nacional. Entre
el cuerpo docente se encontraba un grupo de
egresados del IEN (Luis Duque Gómez, Virginia
Gutiérrez y Milciades Chaves), así como profesores
que se habían formado en el extranjero (Enrique
Valencia y Remy Bastien) (Román, 1986).
En 1967 se abrió la carrera de antropología
en la Universidad de Antioquia, con la
transformación del Instituto de Antropología de
la Universidad de Antioquia en el Departamento
de Antropología un año antes (Cardona, 1967).
Como era de esperarse, Graciliano Arcila asumió la
dirección del nuevo Departamento, que fue apoyado
por un cuerpo de profesores extranjeros (el italiano
Jorge Mario Manzini y el mexicano Juan Hasler),
conjuntamente con un grupo de jóvenes egresados
de la Universidad Nacional (Hernán Henao y Luis
Guillermo Vasco). Además de estos docentes,
“(...) los hermanos Daniel y Gerardo Botero se
encargaron de las cátedras de Prehistoria y
Paleontología respectivamente. El equipo docente
se reforzó con las conferencias que dictaron doña
Blanca de Molina, Julio César Cubillos, Yolanda
Mora de Jaramillo y Gonzalo Correal, entre otros”
(Pineda, 2004: 73).
Al mismo tiempo que se inicia el programa de
antropología de la Universidad de Antioquia, en la
Universidad del Cauca se empiezan a tomar una
serie de decisiones que llevaran a la apertura del
programa de antropología en 1970:
“Para el año de 1967, la Universidad del Cauca,
por Acuerdo del Honorable Consejo Superior ha
abierto nuevamente las dependencias del Instituto
[de Antropología] y para tal fin desde entonces
está en etapa de reorganización. Fruto de esta
organización es el cambio de nominación como
Instituto de Antropología (Resolución No 14 del
Honorable Consejo del 28 de febrero de 1967)”
(Universidad del Cauca, 1967: 3).
En un principio, los pensum enseñaban solamente
la teoría clásica europea y norteamericana, pero
en los años setenta el movimiento estudiantil logró
la reforma de los programas para incluir las teorías
críticas. En esta época hubo un gran predominio de
tesis y trabajos de denuncia sobre la situación social
de indígenas y campesinas y, muchos antropólogos
participaron en los movimientos indígenas de la
época.
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Crítica y compromiso
Hacia finales de la década del sesenta y primera
mitad de la del setenta, ligado a la primera
generación de estudiantes formados en las
universidades, se consolida una crítica radical
del establecimiento antropológico en nombre del
“compromiso”, esto es, el apoyo y la solidaridad con
los sectores marginalizados en sus luchas contra
las relaciones de explotación que experimentaban
cotidianamente, contra los mecanismos de
dominación institucionalizados y sancionados en
prácticas sociales y políticas concretas, así como
en el revertir los estereotipos y las discriminaciones
que estructuraban los imaginarios hegemónicos5.
Entre los antropólogos que orientaron su labor
desde una posición crítica y política, algunos
optaron por desarrollar una práctica militante
alejada de los protocolos y espacios académicos,
mientras que otros mantuvieron su labor crítica
sin abandonar completamente el marco de
la universidad y la academia. No es que los
antropólogos que adhieren a esta tendencia no
hayan desplegado sus labores y apuestas políticas
por fuera de la universidad y la academia, sino que
esto no significó que abandonasen estos espacios
y formas de operación. La docencia, la escritura y
la investigación son labores centrales para ellos,
mientras que para los primeros fueron labores muy
puntuales y secundarias, en comparación con las
prácticas solidarias con las luchas de los sectores
marginalizados como las poblaciones indígenas.
Este compromiso o militancia podía tomar muchas
formas: desde el trabajo directamente con las
organizaciones de base y comunidades, hasta
la intervención indirecta en esferas públicas e
institucionales. Las luchas indígenas eran el
lugar donde la militancia de los antropólogos
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se desplegaba mayormente, aunque no
exclusivamente. Los sectores campesinos,
los colonos, las poblaciones negras y ciertos
sectores obreros de las áreas urbanas, también
fueron parte de la agenda del compromiso tanto
de estudiantes de antropología (algunos de los
cuales nunca se graduaron ni regresaron a la
“academia”), como de antropólogos titulados.
Era la época en la que la “revolución estaba a
la vuelta de la esquina”, por lo que los cuadros
de los partidos de izquierda y organizaciones
guerrilleras constituyeron otros ámbitos en los que
algunos antropólogos o estudiantes (entre otros
universitarios), dirigieron sus esfuerzos en aras
de contribuir a la transformación revolucionaria.
El horizonte político en el que se inscribía este
compromiso era uno interpelado por la utopía
revolucionaria o, al menos, por la convicción
de la urgencia de la transformación sustancial
de las relaciones económicas y políticas que
predominaban en Colombia y, en el mundo en
general. Las luchas indígenas se consolidaban
y ganaban visibilidad en el plano regional y
nacional, en tensión con o, paralelas a las de las
organizaciones campesinas, la movilización obrera
y la protesta popular.
Es difícil identificar la especificidad de la
solidaridad desplegada por los antropólogos, ya
que la actitud de compromiso era compartida
también por sociólogos, economistas, pedagogos,
agrónomos e, incluso, ingenieros o médicos.
Muchos de ellos confluían en luchas específicas,
incluso en las de los indígenas. Además, no entre
pocos de estos antropólogos existía una actitud
radicalmente crítica hacia la disciplina, la cual era
percibida como expresión más o menos abierta
del colonialismo y unos de sus instrumentos de
sometimiento hacia los pueblos “no occidentales”.
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De ahí que, con frecuencia, se abandonara en parte
o en su totalidad las orientaciones conceptuales y
metodológicas predicadas en la “academia”, para
explorar nuevas herramientas de comprensión
e intervención en otros modelos teóricos
(generalmente derivados del marxismo) o, en la
estrecha práctica con los sectores marginalizados.
Al seno de la disciplina, entonces, esta vocación
política encarnada en el compromiso derivó en una
problematización de quienes en el país pretendían
seguir los cánones de la “antropología como
ciencia” a partir de los supuestos de la neutralidad
y la objetividad, así como los programas de la
“etnografía de salvamento”.
Antropología en la modernidad
Ciertos desplazamientos teóricos y políticos, hacia
la mitad de la década del noventa, permitieron la
emergencia de lo que denominamos “antropología
en la modernidad”. Es en el Instituto Colombiano de
Antropología (ICAN)6 donde estos desplazamientos
encuentran uno de sus más destacados escenarios,
aunque un puñado de colegas, en los programas
de antropología en la Universidad del Cauca,
la Universidad Nacional y la Universidad de los
Andes, también jugó un destacado papel7. María
Victoria Uribe había tomado la dirección del ICAN
en 1994 y, Claudia Steiner, quien acababa de
regresar de hacer sus estudios de doctorado en
los Estados Unidos, fue la primera coordinadora
de antropología social durante su administración.
Bajo la iniciativa de Steiner, luego profundizada
por Mauricio Pardo (quien la reemplazaría en la
coordinación de antropología social en 1996), en
el Instituto se dan una serie de dinámicas que
contribuyeron a producir un giro en la manera de
hacer antropología en el país.
A estas transformaciones impulsadas en el ICAN,
se sumó la contribución de antropólogos que
regresaban al país, por aquel entonces, de hacer
sus posgrados en los Estados Unidos y Europa,
pero también, la de quienes manteniéndose en
el extranjero (colombianos y colombianistas),
empezaron a tener mayor presencia a través
de sus trabajos y publicaciones en Colombia.
Arturo Escobar, antropólogo colombiano que ha
estado laborando en los Estados Unidos, tuvo un
lugar muy destacado en el posicionamiento del
análisis posestructural y fue una de nuestras figuras
más inspiradoras. Los colombianistas Joanne
Rappaport y Peter Wade, la primera desde los
Estados Unidos y el segundo desde el Reino Unido,
también contribuyeron a cuestionar los enfoques y
problemáticas dominantes sobre la identidad, en
gran parte de la práctica antropológica de la época.
Finalmente, Christian Gros y Anne Marie Losonczy,
dos colombianistas venidos de la tradición francesa,
contribuyeron al cuestionamiento de las narrativas
dominantes sobre el multiculturalismo.
Antes que un desplazamiento hacia las prácticas
escriturales y las problemáticas de las políticas
de la representación etnográfica, que marcaron
fuertemente los debates en el establecimiento
antropológico estadounidense de los años ochenta,
en Colombia la antropología en la modernidad se
orientó a abrir horizontes teóricos y metodológicos
más cercanos al giro discursivo posestructuralista,
que permitieran preguntas que no habían sido
contempladas en una tradición disciplinaria a
menudo definida por las cuestiones indígenas y
los enfoques reduccionistas (como el culturalismo
o el marxismo de manual)8.
Para plantearlo en otros términos, la
problemática articuladora de la antropología en
la modernidad implica el doble movimiento de una
Revista Antropologías del Sur
desorientalización del convencional “objeto” de la
antropología (que metodológica y teóricamente
produce un efecto de indianización no solo de los
pueblos indígenas, sino también de las poblaciones
negras, de los campesinos, de sectores o cuestiones
urbanas, etc.), para examinar críticamente las
prácticas que constituyen la modernidad donde
tal orientalización ha sido posible9. No es que
se abogue por dejar de considerar lo indígena
para pasar a pensar la modernidad. El problema
es, cómo se ha pensado lo indígena desde una
particular perspectiva que la antropología a menudo
ha tomado por sentada y, que ha proyectado sin
mayores cuestionamientos a otros ámbitos y sujetos
culturales.
Dos grandes vertientes se podían identificar en la
antropología como “indiología”, dependiendo de los
enfoques teóricos y políticos que hasta entonces
estaban en juego. De un lado, estaría la vertiente más
cientificista que se alimentaba predominantemente
de teorías como el funcionalismo, el particularismo
histórico, el estructuralismo y el interpretativismo y
cuya preocupación fundamental era la contribución
al conocimiento antropológico de la diferencia
cultural. Algunos de los autores inscritos en esta
vertiente, habían respondido al llamado angustioso
de la etnografía de salvamento unas décadas antes
(cfr. Dussan, 1965). Del otro lado, estaba una
vertiente articulada a diferentes expresiones del
marxismo y del pensamiento crítico latinoamericano,
cuyo propósito era explícitamente político. Para esta
última vertiente, la labor académica y cientificista
era objeto de fuertes críticas. En las décadas de
los setenta y ochenta, estas críticas a menudo se
habían hecho en nombre de la revolución y del lugar
que tenían los pueblos o nacionalidades indígenas
en ella (cfr. Arocha, 1984; Caviedes, 2002). En los
noventa, se hacían cada vez más en nombre de
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las “comunidades” y de la “participación”, así como
de la consolidación de diversas movilizaciones y
organizaciones.
A estas dos vertientes de la antropología como
“indiología”, es a lo que responde el desplazamiento
de la antropología en la modernidad. Ambas
vertientes, operaban desde unos conceptos de
cultura y de diferencia abiertamente insuficientes,
cuando no simplemente idealizados y esencialistas.
Las nociones de poder y resistencia con las
que se operaba en la vertiente crítica, ofrecían
insumos valiosos para entender la explotación y la
subordinación de los pueblos indígenas, pero no
podían dar cuenta de filigranas de las relaciones
de poder más extensas y densas, que pasaban por
la producción de discursos y subjetividades o, las
que operaban a través de la gubernamentalización
de la vida social. La idea de que el mundo es
constituido discursivamente, pero no es solo
discurso, se mostraba particularmente ininteligible
para muchos autores de ambas vertientes, así
como lo ha sido la concepción de hegemonía como
práctica articulatoria y no como simple coerción.
Estas inconmensurabilidades de las dos vertientes
de la “indiología” con respecto a la antropología en
la modernidad, no deben comprenderse como un
simple efecto de una suerte de miopía teórica, sino
más bien, como diferencias de fondo en cómo se
entendía la relación entre antropología y política de
manera general y, de cómo se concebía la relación
del antropólogo con las agendas y situaciones de
las personas concretas con las que trabajaba de
manera más particular.
La antropología en la modernidad no se planteó
la pregunta por las modernidades alternativas, ni
menos aún por la de alternativas a la modernidad10.
Mucho de la estrategia argumentativa de la
antropología en la modernidad, opera en un
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Eduardo Restrepo
marco de imaginarios y supuestos configurados
por la modernidad. La antropología en la
modernidad, no es un discurso que apelara a la
anti-modernidad o al “afuera” de la modernidad, sino
que buscaba evidenciar cuán profundo han calado
las experiencias y tecnologías modernas en la
imaginación antropológica. Aunque no fueron pocos
quienes vieron en la antropología en la modernidad
simplemente un juego académico, con algunos
colegas le apostamos a ella, con la intencionalidad
política de contar con insumos analíticos y empíricos
más adecuados, para entender y posicionar ciertas
agendas críticas.
Con el nuevo milenio, varios enfoques, como los
estudios culturales, la teoría poscolonial y los estudios
de la subalternidad, han ido adquiriendo mayor
fuerza en las herramientas teóricas y metodológicas
con las que se opera en el campo antropológico del
país11. Aunque originados en tradiciones epistémicas
y políticas diferenciales, estas corrientes confluyen
en redefinir sustancialmente los términos de la
discusión en la teoría social contemporánea, en
general y, sobre el análisis cultural en particular.
De esta manera, muchas de las discusiones que
se esbozaron bajo el rubro de “antropología de la
modernidad” se han incorporado por diferentes
vías, enfoques y autores a la práctica antropológica
de las nuevas generaciones. Esto no quiere decir
que una visión de la antropología más clásica
haya desaparecido definitivamente del escenario
colombiano, sino que hoy no es más la forma
dominante de concebir la antropología, al menos
en lo que respecta al establecimiento académico.
Establecimiento académico
Con el nuevo milenio, se acentúan una serie
de cambios en el establecimiento académico
del país, que impactan de diferentes maneras
al campo antropológico en Colombia. De un
sistema universitario centrado en los estudios
de pregrado, en los últimos quince años se han
ido creando diversos programas de posgrados
(fundamentalmente maestrías, y posteriormente
doctorados). No solo se ha fundado el grueso de las
maestrías y los doctorados en antropología del país,
sino que también han surgido diferentes programas
de posgrado en estudios interdisciplinarios (o
transdisciplinarios, como algunos prefieren
concebirlos).
De cuatro programas de pregrado en antropología,
establecidos en la década de los sesenta y principios
de los setenta, desde finales de los años noventa
han aparecido dieciocho nuevos programas (de
los cuales siete corresponden a programas de
posgrado: cuatro maestrías y tres doctorados)12.
Este auge en la creación de programas de
antropología, constituye la punta del iceberg de
significativas transformaciones institucionales y
generacionales por las cuales atraviesa la disciplina
en el país.
En términos estrictamente demográficos, el discreto
número de estudiantes y colegas existente hasta los
años noventa, se ha acrecentado significativamente
en los últimos quince años13. Con respecto al
comienzo de los años noventa, no solamente
hay muchos más egresados de los programas de
pregrado de nuestras universidades, sino también de
antropólogos con formación de posgrado en maestría
y en doctorado (ya sea de los programas del país o
del extranjero). A la luz de estas consideraciones,
parece que los antropólogos en el país se
encuentran lejos de ser una “especie” en vías de
extinción. Al contrario, si la creación de programas
y el número creciente de colegas fueran los únicos
criterios a considerar, la antropología en Colombia
Revista Antropologías del Sur
gozaría de una excelente salud. La situación es
menos optimista, como espero argumentar más
adelante.
No solo ahora se cuenta con más del doble de los
programas de pregrado de los que habían hasta
comienzos de la década de los noventa, sino que
también se han dado cambios sustanciales en
cómo se conciben los mismos. Hasta la mitad de los
años noventa, los pregrados del país habían sido
diseñados para formar antropólogos sin tener que
recurrir a posgrados. Fuertes eran las exigencias
para el trabajo de grado, la investigación de campo
y en un número de cursos obligatorios que debían
tomarse en antropología. El trabajo de grado,
por ejemplo, implicaba un sustantivo ejercicio
investigativo y la redacción de un texto de unas
ciento cincuenta páginas que eran evaluados por
jurados y objeto de sustentación. Los egresados
de estos programas, eran considerados como
antropólogos competentes en su disciplina y para
los diferentes ámbitos de su práctica profesional.
Hoy las cosas son muy distintas. En el grueso de los
programas de pregrado del país se ha impuesto una
concepción minimalista, en la que se asume que los
pregrados son simples antesalas de los posgrados,
donde sí se daría un nivel de exigencia y formación
disciplinaria. Los pregrados han sido socavados y
apocados a tal punto que, cuando los trabajos de
grado no han desaparecido o no se han convertido
en opcionales, las exigencias y los tiempos han sido
reducidos sustancialmente. Bajo la modalidad de
cursos compartidos con otras carreras, en varios
programas del país, los estudiantes de pregrado
en antropología se ven obligados a tomar durante
muchos semestres cursos que no son específicos
a su disciplina. Con un puñado de cursos en
antropología y, a menudo, sin ninguna exigencia
de elaboración propia (como lo demandaban los
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trabajos de grado), no son pocos los egresados
de los pregrados de antropología que difícilmente
han incorporado la más elemental sensibilidad
antropológica.
También cabe notar un cambio generacional y de
actitud, en los estudiantes de pregrado. Comparado
con dos décadas atrás, los estudiantes son
disciplinados en tomar las clases, con las que
cumplen a menudo dócilmente, junto con los
requisitos exigidos por el programa y tienden a
terminar sus estudios en los tiempos estipulados,
pensando en conseguir cuanto antes un trabajo
como antropólogos o pasar inmediatamente a sus
estudios de posgrado. En términos generales, hay
un proceso de “infantilización” de los estudiantes
de antropología, que se percibe no solo en la
edad, sino en su actitud y horizonte de vida14.
Esta imagen contrasta con la imperante hasta la
década de los ochenta, donde había un escaso
puñado de matriculados, que se mezclaban con
los estudiantes sempiternos y pronto se tornaban
“desordenados”, tomando clases de acuerdo con
sus intereses, que no correspondían en muchos
casos con los diseñados para el programa, el cual
abandonaban para regresar semestres después o
no volver nunca más y, que hacían sus trabajos de
grado durante años. La eficacia (medida en ritmos y
volumen de graduados) de la producción de nuevos
antropólogos, ha variado significativamente,
introduciendo paulatinamente cambios
demográficos en la composición, las edades y
las habilidades de los antropólogos en Colombia.
Las maestrías y doctorados creados en el
país, difícilmente se han consolidado como los
escenarios prometidos para la cualificación de
la formación disciplinaria que han dejado de
desempeñar los pregrados, por dos razones
principales.
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Eduardo Restrepo
La primera, es que un número significativo de
los estudiantes de maestría o doctorado vienen
de disciplinas ajenas a la antropología, lo cual
implica que una parte importante de los cursos
deban dedicarse a retomar las nociones más
elementales de la disciplina y, que las exigencias
en los trabajos de grado tiendan a ser laxas.
La segunda, consiste en que estos posgrados
funcionan básicamente con los recursos con los que
operaban los departamentos cuando solo tenían
los pregrados, lo que en algunos casos significa
que esta formación se adelante en condiciones
de relativa precariedad. En términos generales, la
implementación del sistema de posgrados no ha
significado, como en Brasil, México o los Estados
Unidos, grandes inversiones en sistemas de becas
o, en recursos de infraestructura y de investigación
para estudiantes y docentes.
La presencia en los posgrados de estudiantes
provenientes de otras disciplinas, tiene el correlato
de egresados de los pregrados de antropología
que realizan sus posgrados en campos distintos.
Maestrías en estudios culturales o en ciencias
sociales, así como de estudios de género o en
historia, son algunas de las más frecuentes.
Ambos procesos, han aportado significativamente
a que las nuevas generaciones de antropólogos
cuenten con mayores referentes y prácticas de
otras disciplinas. Así, por ejemplo, si se consulta
una tesis de maestría en estudios culturales y otra
en antropología, es sorprendente cómo el cuerpo
de referencias bibliográficas, la temática abordada,
las categorías trabajadas e incluso las metodologías
instrumentadas pueden ser prácticamente las
mismas. Para agregar otro ejemplo, se pueden
encontrar trabajos de grado en antropología,
que perfectamente hubieran podido haber sido
presentados en un programa de historia o viceversa.
Esto, junto con aperturas sucedidas desde el
interior de la misma antropología, hace que los
insumos teóricos y metodológicos con los cuales
operan los estudiantes y colegas, hoy sean mucho
más heterodoxos de lo que eran hasta principios
de los noventa15.
Si se examinan los programas de pregrado y
posgrado de los cuales se están graduando los
antropólogos en Colombia, cabe notar que de una
situación donde prevalecían las universidades
públicas (tres de los cuatro programas estaban
en universidades públicas), hoy nos encontramos
con que solo dos de los siete nuevos programas
de pregrado en antropología son ofrecidos por
universidades estatales16. Los costos de estudiar
antropología pueden llegar hasta los seis mil dólares
por semestre, en un país donde el salario mínimo no
alcanza los cuatrocientos dólares al mes. Aunque
todavía en algunas universidades públicas estudiar
antropología en el pregrado no significa tales costos,
los estudiantes de antropología a menudo no
provienen de los sectores populares. La Universidad
del Magdalena y la Fucla, son quizás las dos más
notables excepciones. La composición de clase
de los estudiantes y egresados de antropología,
marca un aspecto importante de la elitización
de la disciplina, lo cual se refuerza si se tiene en
consideración quiénes acceden a los posgrados
más prestigiosos y logran acumular el capital
simbólico necesario para participar en los lugares
privilegiados del establecimiento académico.
Aunque ya se cuenta en Colombia con programas
para la formación doctoral en antropología,
todavía hay un número significativo de colegas
que hacen sus doctorados fuera del país. Los
Estados Unidos, Francia y el Reino Unido
continúan siendo los tres países a los que muchos
viajan a estudiar sus doctorados en antropología.
Revista Antropologías del Sur
En América Latina, México sigue teniendo
importancia para los estudios de posgrado,
aunque adquieren cada vez mayor relevancia
Brasil y Argentina. A pesar de esta interesante
ampliación del espectro, se tiende a dar una
mayor valoración a los doctorados realizados en
los tres primeros países del Norte. En algunas
universidades e instituciones, incluso, solo los
de ciertas universidades estadounidenses son
apreciados y aparecen como los paradigmas
de la formación doctoral. Aunque unos cuantos
individuos deifican su formación francesa (algunos
de una forma tosudamente pintoresca y ostentosa),
la antropología en Colombia se encuentra
profundamente influenciada por las modalidades
dominantes de la antropología norteamericana
Una marcada norteamericanización constituye
parte importante del sentido común disciplinario.
Si comparamos otros aspectos del establecimiento
antropológico académico de mediados de los años
ochenta con lo que se ha sucedido desde entonces,
se puede afirmar que este establecimiento no
solo se ha ampliado demográficamente, sino que
también sus dinámicas se han ido intensificando.
Para la década de los ochenta, cuarenta años
después de la institucionalización de la disciplina
en el país, solo tres congresos de antropología se
habían realizado en Colombia. Desde entonces
se han realizado once más, siendo los últimos
cada dos años mientras que la realización de los
primeros era más esporádica e irregular. La Revista
Colombiana de Antropología, cuyo primer número
apareció en 1953, contaba para mediados de los
años ochenta con quince números publicados,
mientras que desde entonces ha publicado más
de treinta. No solo nuevas revistas de antropología
han aparecido en el país, sino que las publicaciones
de libros de autoría colectiva o individual, ha sido
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contrastantemente mayor que los publicados hasta
esos años. Todos estos aspectos, constituyen
indicios de un campo académico con unas
dinámicas diferentes de las que se presentaban
en la disciplina hasta mediados de los años
ochenta. Una tendencia hacia la estandarización,
la regulación y la normalización de la producción
académica se encuentra, sin duda, en juego. Se
han ido sedimentando e imponiendo, prácticas
disciplinarias que cubren un mayor número de
participantes e intereses.
Las políticas de ciencia y tecnología impulsadas
por el Departamento Administrativo de Ciencia,
Tecnología e Innovación (Colciencias) y asumidas
por el establecimiento universitario y, por gran
parte de los académicos, también deben
considerarse como un aspecto destacado de
las transformaciones de la labor antropológica
desde los años noventa. Cada vez con mayor
intensidad y detalle, la labor académica de
individuos e instituciones, puede ser objeto de
escrutinio a partir de una serie de indicadores de
productividad. En los últimos quince años, se han
ido introduciendo paulatinamente las indexaciones
de las revistas, la formalización de grupos de
investigación y la fijación de la producción de los
individuos en hojas de vida estandarizadas. Qué
cuenta como producto y cuánto valor se le asigna,
depende de una serie de criterios que suponen
una concepción de la labor académica centrada
en la elaboración de proyectos de investigación
que tienen como resultado más inmediato y
valorado, los artículos publicados en revistas
indexadas (ojalá en inglés y en una revista de
primer nivel). Por estos lares, el publicar o perecer,
nunca había tenido un significado tan literal. No
importa mucho si esas publicaciones tienen efectos
más allá del juego de citaciones que se imponen.
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Eduardo Restrepo
Lo que antes era una práctica académica
heterogénea, con resultados y ritmos disímiles,
se ha ido estandarizando y orientando hacia la
producción de cierto tipo de publicaciones, que
parece que es lo que realmente cuenta.
Lo que ahora aparece como relevante y las
prácticas mismas dentro del establecimiento
académico, en este momento son atravesadas por
la estandarización y el productivismo impulsado
desde Colciencias y, de manera sorprendente, han
encontrado eco no solo en la burocracia académica
de las universidades, sino también, en los mismos
individuos. Los antropólogos en la academia, hoy
están sujetos a demandas inexistentes hace apenas
dos décadas. Su desempeño se evalúa en unos
términos desconocidos para la generación que
nos precede. El prestigio y el capital simbólico, se
constituyen cada vez más teniendo en consideración
los juegos de un productivismo cuidadosamente
fijado en formatos electrónicos de hojas de vida y,
en el grado de docilidad ante el modelo gerencial
que se impone cada vez más en las universidades
privadas y públicas por igual. Así, hacer antropología
en la academia de hoy, poco tiene que ver con lo
que fue hace apenas dos décadas.
Aunque suele darse por sentado, otro aspecto
que amerita considerarse es el gran impacto de
las transformaciones tecnológicas en la práctica
antropológica. No debemos perder de vista que
para mediados de la década de los ochenta,
prácticas como la investigación, no contaban con
las herramientas que hoy existen derivadas del
desarrollo de Internet, que facilitan el acceso a bases
de datos o, permiten la comunicación y circulación de
información, como nunca antes. Los computadores,
ahora de acceso generalizado para los académicos,
han introducido ciertas facilidades en la investigación
y la escritura que no eran siquiera imaginables hace
un poco más de dos décadas. No obstante, estas
transformaciones tecnológicas también implican
una serie de efectos perversos en las maneras y
los ritmos del trabajo antropológico. Uno de los más
evidentes es la incapacidad creciente de los jóvenes
antropólogos de escudriñar una biblioteca o, incluso,
considerar materiales que no aparezcan en sus
primeras pantallas cuando hacen una búsqueda.
Otro, son las políticas de la ignorancia, derivadas
de la desproporcionada presencia de cierto tipo de
materiales y autores y, el silenciamiento de otros,
según una desigual estructura de acceso y de
visibilidad digital.
Más allá de la academia
Desde sus inicios, los antropólogos no han
limitado su práctica profesional a la academia.
Diversas instituciones y programas del gobierno
han contratado desde la década de los cuarenta
a los antropólogos, sobre todo en lo referido a
asuntos relacionados con las poblaciones indígenas
pasadas y presentes. Aunque todavía hoy, los
antropólogos son a menudo concebidos como los
profesionales más indicados para lo que se refiere a
las “minorías étnicas”, con el sinnúmero de políticas
y acciones derivadas del giro al multiculturalismo
en la década de los noventa, su demanda se ha
acrecentado y diversificado significativamente.
A diferencia de la mitad de los ochenta,
hoy la nación es representada oficialmente
como pluriétnica y multicultural. Las medidas
destinadas al reconocimiento, promoción y
protección de la diferencia étnica y cultural del
país, han configurado todo un cuerpo burocrático
especializado y, han demandado una serie
de acciones donde muchos antropólogos han
encontrado trabajo ocasional o permanente.
Revista Antropologías del Sur
Ahora no solo las poblaciones indígenas, sino
también los afrodescendientes y el pueblo rom,
hacen parte de retóricas y políticas diferenciales,
que demandan un verdadero ejército de expertos.
En este giro al multiculturalismo, el Estado, pero
también el sector empresarial, las organizaciones no
gubernamentales y, hasta las mismas poblaciones
configuradas como grupos étnicos, ha demandado
como nunca antes, la supuesta experticia de los
antropólogos. Algunos son requeridos en oficinas,
como parte de la ahora indispensable y entramada
burocracia étnica, mientras que otros son utilizados
en labores de terreno, para recolectar información
o para relacionarse con las poblaciones locales.
Una de las actividades referidas a este giro al
multiculturalismo, que más demanda antropólogos
en estos días, es la consulta previa17. Algunos
antropólogos son contratados por el Ministerio
del Interior, el organismo estatal garante de
la adecuada realización de los procesos de
consulta previa, mientras que otros participan
como empleados de las empresas o entidades
interesadas en adelantar la consulta. Cada consulta
puede demandar meses e involucrar a varios
antropólogos a la vez.
Por su parte, ya desde la década de los ochenta
y, no circunscritos a las “minorías étnicas”, los
estudios de impacto sociocultural de los más
diversos proyectos de desarrollo, de infraestructura
o de explotación de recursos naturales no
renovables, constituyen otro de los nichos en
los cuales se desempeña un número creciente
de antropólogos. Hoy existen empresas que
llegan a contratar, entre otros profesionales, a
decenas de antropólogos dedicados a ofrecer este
servicio a quienes así lo requieran (sean empresas
privadas u organismos estatales). A menudo,
las petroleras o compañías mineras, cuentan
N°1 ∙ 2014
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entre sus empleados a antropólogos encargados
de establecer y manejar las relaciones con las
poblaciones locales y, a adelantar los procesos de
consulta previa si es del caso. De esta manera, los
antropólogos se enfrentan a la evaluación, diseño
e implementación de planes de mitigación de los
impactos socioculturales y socioambientales,
generados por la implementación de proyectos
de infraestructura y desarrollo, así como por las
explotaciones mineras y petroleras.
Una antesala importante de la demanda de
antropólogos en el contexto de grandes obras
de infraestructura, como las hidroeléctricas o
el trazado de carreteras, fue la arqueología de
rescate o arqueología de salvamento. Para la
segunda mitad de los años ochenta y la década
de los noventa, el flujo de recursos generado por
las demandas de consultorías de arqueología de
rescate, propició toda una bonanza económica que
fomentó, de diversas formas, la práctica profesional
de gran número de arqueólogos (algunas de ellas,
cabe decirlo, de carácter bien “dudoso”).
Desde mediados de los años ochenta, el
desplazamiento forzado se ha incrementado como
resultado de la escalada del conflicto armado
y de la consolidación del paramilitarismo. En
los años noventa, se da el surgimiento de las
representaciones y subjetividades de una población
afectada por el conflicto armado, en términos
de “desplazados”, con todo el andamiaje legal y
asistencial que implica (Aparicio, 2005). De ahí
que no sean pocos los antropólogos que desde el
Estado o las organizaciones no gubernamentales,
han laborado en los programas e iniciativas de
asistencia a la población desplazada del país.
Otro amplio campo laboral para los antropólogos,
derivado de las consecuencias del conflicto armado,
es lo que se conoce como la antropología forense.
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Eduardo Restrepo
Para mediados de los ochenta, no existía
prácticamente la antropología forense en el
país y la antropología física o biológica era
bastante marginal. Hoy, la antropología forense
en Colombia es un campo consolidado y con un
amplio reconocimiento institucional. Gran parte
de lo que pasa por ser antropología forense, sin
embargo, es adelantado por peritos con poca
o ninguna formación en teoría y metodologías
antropológicas, más allá de las que utilizan para
los procesos de individualización e identificación
de restos humanos.
La creación del Ministerio de Cultura, al igual
que el florecimiento de las casas de la cultura,
museos y la cada vez mayor interpelación de
diversas iniciativas de patrimonialización y de
gestión cultural, constituyen nichos laborales para
diverso tipo de antropólogos. Este florecimiento,
es una de las puntas del iceberg del enraizamiento
del régimen del culturalismo como sentido
común del momento con, a menudo, sus efectos
despolitizantes. De ahí que hoy, es un hecho que
no solo las “minorías étnicas” constituyen un campo
de desempeño profesional para los antropólogos,
aunque cuando se piensa en ellas sin duda es
el antropólogo el profesional que aparece como
el más indicado. Con el posicionamiento del
culturalismo como lugar común en el discurso
del Estado y de otros actores sociales, se han
visto impulsadas diferentes acciones de estudio,
rescate, conservación y visibilización de disímiles
expresiones culturales regionales o locales, así
como toda una burocracia y tecnocracia de la
cultura.
En el ámbito empresarial, además de los procesos
de consulta previa o de relacionamiento con las
poblaciones locales donde operan, los antropólogos
han encontrado en los últimos años, dos campos
para su desempeño: el más reciente de la
responsabilidad social y el ya más consolidado
de la etnografía del consumo. Desde hace poco
más de un lustro, el tema de la responsabilidad
social de las empresas ha significado que éstas
apuntalen investigaciones o actividades con la
participación de antropólogos, en sus zonas de
influencia o con poblaciones vulnerables. Por su
parte, el estudio etnográfico de las percepciones
o comportamientos de potenciales o actuales
consumidores constituye, desde mediados de los
años noventa, uno de los campos en los cuales
hallan trabajos permanentes u ocasionales, un gran
número de antropólogos (Aragón, 2012: 38-39).
Desde esta amplia panorámica, se puede plantear
que las labores de los antropólogos fuera del
campo académico, constituyen espacios de
desempeño profesional muy variados e involucran
a un número mucho mayor que los antropólogos
cuya vida profesional se destina principalmente
al mundo académico.
Conclusiones
Desde comienzos de la década de los noventa,
la expansión del establecimiento antropológico no
ha sido simplemente demográfica, esto es, del
creciente número de antropólogos involucrados,
sino que se han dado cambios significativos en la
concepción de lo que constituye el conocimiento
antropológico, sus temáticas de estudio, las
categorías y las metodologías con las que
operan. El predominio temático y, el perfilamiento
epistémico y metodológico en torno a la indianidad,
ha cambiado radicalmente, sobre todo en el ámbito
académico. Ahora la indianidad es un enfoque y
una problemática marginal para la mayoría de
los estudiantes y profesores de antropología.
Revista Antropologías del Sur
Además, las conversaciones, los autores, las
categorías y las referencias bibliográficas con
las que se elabora el conocimiento antropológico
desde el ámbito académico, han dejado de ser
predominantemente intradisciplinares para incluir
las más diversas disciplinas y discusiones de la
teoría social y cultural contemporánea.
En las últimas dos décadas, se ha pasado de un
establecimiento académico circunscrito a cuatro
departamentos con formación en pregrado, a
catorce programas, de los cuales la mitad se
corresponden a posgrados (cuatro maestrías y tres
doctorados). El número de graduados, solo en los
diez primeros años del milenio, casi triplican los que
se habían graduado en el país desde la década
de los cuarenta hasta finales de los años ochenta.
Pero la diferencia no es solo está en el tamaño
y composición, sino también, en la intensidad de
sus dinámicas y en cómo se ha posicionado un
ethos productivista orientado a la publicación de
artículos en revistas indexadas, estimulado por las
políticas de ciencia y tecnología, que estandarizan y
mensuran en formatos electrónicos, a los individuos
y las instituciones.
En cuanto a los alcances, este creciente número
de antropólogos han ampliado los escenarios y la
repercusión del ejercicio antropológico no solo en
la academia, sino también en lo que se considera
ámbitos no académicos, como el aparato del
Estado, el mundo de las empresas y el de las
organizaciones no gubernamentales. Aunque
con el giro al multiculturalismo, se ha disparado la
demanda por expertos de la alteridad radical de los
grupos étnicos (ahora no solo circunscritos a los
indígenas), los antropólogos encuentran diferentes
nichos en consultorías que requieren diagnósticos
de impactos socioculturales o relacionamiento con
poblaciones locales, ya no solo respecto a minorías
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étnicas, sino a los llamados sectores vulnerables,
tanto en contextos rurales como urbanos. Lo de la
arqueología de rescate y la antropología forense,
son dos expresiones de auges derivados de las
demandas asociadas al desarrollo-infraestructura
y al conflicto armado, para una disciplina que sigue
conservando el imaginario del legajo sagrado de
las cuatro ramas. La etnografía del consumo,
contratada por empresas de publicidad o agencias
de estudios de mercado, se ha perfilado desde
mediados de los años noventa, como un campo de
ejercicio laboral de un gran número de antropólogos
empresariales. A diferencia de mediados de los
años ochenta, las labores desempeñadas por
los antropólogos fuera de la academia, son
mucho más variadas, ya que no se circunscriben
predominantemente a las intervenciones estatales
con las poblaciones indígenas. Algunas de estas
labores son totalmente novedosas y, hoy nuestra
disciplina abarca un campo mucho mayor de lo
que el limitado mundo de la academia ofrece para
el desempeño profesional.
En suma, los cambios sucedidos en las tres
últimas décadas en los planos conceptual, del
establecimiento académico y de la práctica
profesional más allá del mundo académico, nos
hablan de una disciplina consolidada y pujante,
que ha ido ampliando el espectro de sus intereses
y los ámbitos de pertinencia, pero que ha ido
perdiendo gran parte de sus potencialidades
desestabilizadoras. En términos generales, la
antropología en Colombia ha devenido en un saber
dócil, plegado a las lógicas de la gubernamentalidad
y del mercado. Todo apunta a considerar, que
las transformaciones epocales y generacionales
en Colombia, parecen augurar el auge de una
productiva empresa antropológica, con poca o
ninguna relevancia política.
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Eduardo Restrepo
Notas
1
Agradezco las generosas observaciones que al
borrador de este artículo hicieron Julio Arias, Alhena
Caicedo y Mauricio Pardo.
2
Wolfram Schottelius, intelectual alemán de tendencia
socialista, fue alumno de Preuss. Llegó a Colombia en
1938, pero murió solo tres años después.
3
“[…] las persecuciones nazis trajeron a Justus W.
Schottelius, Rudolf Homes, Kart Freudenthal, Gerard
Mazur, Ernesto Guhl y Juan Friede, mientras que la
guerra civil española y la persecución franquista trajeron
a Luis de Zulueta, Pablo Vila, Urbano González de la
Calle, José María Ots Capdequí, José Rayo Gómez,
Francisco Cirre, José de Recasens, Francisco de
Abrisgueta, Miguel Usano y Francisco Vera” (Reyes,
2008: 51).
4
El decreto 812 de 1961, por el cual se reorganiza el
Instituto Colombiano de Antropología y se determinan sus
funciones, aparece publicado en la Revista Colombiana
de Antropología, vol. 10, 1961, pp. 387-399.
5
Estoy haciendo una síntesis muy apretada y
esquemática de este momento histórico de la antropología
en Colombia. Para estudios detallados, cfr. Caviedes
(2002, 2007), Friedemann (1987); Correa (2006a, 2006b),
Uribe (1980) y Vasco (2002).
6
Para el año 2000, el Instituto Colombiano de
Antropología se fusiona con el Instituto de Cultura
Hispánica, creándose el Instituto Colombiano
de Antropología e Historia (ICANH). Para evitar el
anacronismo, me referiré al ICAN para el periodo en
que existía como tal.
7
El profesor Cristóbal Gnecco de la Universidad del
Cauca fue uno de los que más influyeron en la gestación
y consolidación de este giro.
8
Aunque en Colombia existe la tendencia, desde ciertas
nostalgias e inercias teóricas y políticas, a adjetivar de
posmoderna cualquier crítica o elaboración antropológica
que se alimenta de las teorías sociales posteriores al
estructuralismo (esto es, las diferentes vertientes teóricas
posteriores a los años sesenta), debe tenerse presente
que existen múltiples y contradictorias corrientes teóricas
que solo una monumental “violencia epistémica” puede
llevar a encasillarlas como “antropología posmoderna”.
Para una argumentación de esta distinción, véase
Restrepo (2012).
9
Para los detalles del argumento, véase la introducción
a Antropologías transeúntes (Restrepo, 2012 [2000]).
10
Esta es una importante diferencia con el trabajo
de Arturo Escobar, que sí ha estado asociado a la
exploración de las modernidades alternativas y de las
alternativas a la modernidad (cfr. Escobar 2010).
11
Para ampliar, por ejemplo, el análisis de las
influencias y tensiones entre la antropología y los
estudios culturales, véase Rojas (2011).
12
Los programas de pregrado que aparecen en la
última década son: Universidad de Caldas (1997),
Universidad del Magdalena (2000), Universidad
Externado (2002), Universidad Javeriana (2004),
Universidad del Rosario (2006), Universidad ICESI
(2006) y la Fundación Universitaria Claretiana (2007).
Las maestrías se ofrecen en la Nacional, los Andes, la
de Antioquia y la del Cauca. Los tres doctorados están
en la del Cauca y, más recientemente, los Andes y
la Nacional. Para un balance de la formación en los
cuatro departamentos iniciales, véase Pardo, Restrepo
y Uribe (1997).
13
Roberto Pineda Giraldo, considera que en 1991
habían no más de mil profesionales y setecientos
estudiantes (1992: 90). Myriam Jimeno (1990-1991:
59) indicaba que el número de graduados de los
diferentes programas de antropología del país desde
la década de los cuarenta hasta finales de los ochenta
era de 779. Este número es superado más de dos
veces solo en los diez años del nuevo milenio. En
efecto, con base en datos del Observatorio Laboral de
Colombia, Catherine Aragón (2012: 68) indica que entre
2001 y 2010 se graduaron 2021 nuevos antropólogos.
14
Esta “infantilización” es generacional, tiene un
marcado componente de clase social y no se limita a
los estudiantes de antropología.
15
Esta multidisciplinariedad en la práctica, que en
algunas de sus expresiones más interesantes ha
significado cierta transdisciplinariedad, contrasta con
los límites disciplinarios más rígidos existentes hasta
la década de los ochenta: “La unidisciplinariedad ha
sido característica de la investigación antropológica,
estimulada por programas cerrados de los pregrados,
Revista Antropologías del Sur
que excluyen la enseñanza de materias estrechamente
correlacionadas con la antropología, como lo son la
sociología, la historia, la economía” (Pineda, 1992: 81).
16
También hay que considerar los cambios en las
universidades públicas mismas, las cuales se mueven
cada vez más en la lógica empresarial haciendo en la
práctica más difícil que los estudiantes de los sectores
más populares efectivamente puedan adelantar y concluir
sus estudios.
17
Como “consulta previa” se conoce el derecho que los
grupos étnicos tienen a la participación libre e informada,
sobre las acciones que se vayan a adelantar en sus
territorios. A partir de la sentencia SU-039 de 1997, se
establecieron los parámetros legales para la realización
de la consulta previa para los grupos étnicos en caso de la
realización de proyectos, obras de infraestructura u otras
actividades dentro de los resguardos de comunidades
indígenas o tierras colectivas de comunidades negras.
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