ARS BREVIS 2015
LA EXPERIENCIA DE LA PÉRDIDA
LA EXPERIENCIA DE LA PÉRDIDA
JOAN-CARLES MÈLICH
Universitat Autònoma de Barcelona
RESUMEN: La memoria es una facultad que causa en los seres humanos
la experiencia de la pérdida, porque devuelve al presente a los que ya
no están y nunca van a poder regresar. Los humanos somos seres que
no podemos eludir la aparición repentina de lugares y de personas que
nos han dejado pero que, para bien o para mal, siguen habitando
nuestra vida. El nuestro es un ‘ser en la ausencia’ y, a veces, estas ‘presencias ausentes’ nos impiden mirar hacia delante, nos fijan en el pasado y nos devuelven a un universo infernal.
PALABRAS CLAVE: memoria, pérdida, ausencia
Experiencing Loss
ABSTRACT: Memory is an ability that makes human beings experience
loss, because it brings to the present those who are not here and can
never come back. Humans are beings that cannot avoid the sudden
emergence of places and people that are gone but, for better or for
worse, are still part of our lives. Ours is a “being in absentia” and sometimes, these “absent presences” do not let us look forward, they stick
us in the past and take us back to an infernal universe.
KEYWORDS: Memory, loss, absence.
1.
Somos ‘animales memorísticos’, animales que olvidamos y que
recordamos, porque no es posible eludir nuestra condición de herederos y, por lo mismo, la inscripción en secuencias espacio-temporales. Esta ‘tensión’ entre recuerdo y olvido es el lugar de la memoria.
Pero no comprenderemos en qué consiste la memoria si la identificamos con el simple recuerdo, porque todo recuerdo ‘forma parte’
de la memoria, pero no ‘es’ la memoria. La memoria –habrá que
insistir en esta idea– es recuerdo pero también es olvido. Para un ser
‘finito’, sin olvido no hay memoria, porque para él no hay nada que
sea ‘absolutamente’, porque un ser finito no puede recordar sin olvidar ni olvidar sin recordar.
Además esta tensión ‘recuerdo-olvido’ no puede darse al margen
de una ‘gramática’, esto es, con independencia de un ‘mundo’, de
un ‘universo simbólico’. No es posible la memoria al margen de la
interpretación, al margen de una biografía. Si es verdad que no hay
hechos sino solo interpretaciones, entonces no existe el recuerdo sin
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una determinada interpretación de ese recuerdo, de ‘eso’ que (supuestamente) sucedió. Pero tampoco uno es ‘libre’ de interpretar su
vida como quiera, porque en cada interpretación operan, de forma
explícita o implícita, mecanismos inconscientes que no podemos
controlar. No somos libres de disponer de nuestro pasado. No somos
los dueños de nuestra existencia, no somos los señores de nuestra
vida.
Pero también hay otra característica fundamental de la memoria;
a saber, el hecho de que no la controlamos. Es habitual utilizar la
expresión ‘hacer memoria’, pero, en realidad, no la ‘hacemos’; todo
lo contrario, es ella la que ‘nos hace’, la que surge de repente. Ni el
recuerdo ni el olvido son el resultado de nuestra voluntad. La memoria es involuntaria, es una ‘pasión’.
La tesis de este escrito podría formularse como sigue: la memoria
es un acontecimiento, algo a veces banal, cotidiano, pero que surge
de repente y que está fuera de nuestro control, algo que, en ocasiones, nos rompe y nos deja mudos, sin saber qué hacer. La memoria
es un ‘acontecimiento’ porque nos hace presentes a los ausentes, a
los que ya no están y nunca van a poder regresar, porque nos recuerda los momentos felices pero también el horror vivido que muchas
veces nos impide mirar hacia delante; algo que, por desgracia, nos
fija en el pasado y nos devuelve a un universo infernal.
No se puede responder a la pregunta ‘¿quiénes somos?’ (ni a nivel
individual ni a nivel colectivo) al margen de la memoria, al margen
del pasado recordado, al margen del pasado narrado. En todo presente habita el pasado. El latido del presente suena con el ‘tono del
pasado’. Ahora bien, no es menos cierto que cada sociedad tiene sus
propias formas de recordar, o, dicho de otro modo, ninguna sociedad
recuerda de la misma manera. De esto se ha ocupado Jan Assmann:
Las sociedades conciben imágenes de sí mismas y perpetúan
una identidad a través de las generaciones desarrollando una
cultura del recuerdo, y lo hacen de una manera totalmente
diferente (Assmann, 2011: 20).
Pero aquí surgen interrogantes importantes y difíciles de responder,
porque ¿qué es lo que debe ser recordado? ¿Qué es lo que debe ser
olvidado? Algo sabemos a ciencia cierta, que cada cultura responde
a estas preguntas a su modo. El pasado no es algo ‘empíricamente
real’, sino siempre una cierta ‘imagen’ del pasado. Es decir, como
todo lo que sucede en un universo humano, el pasado es una ‘creación cultural’.
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Ahora bien, aunque cada sociedad recuerda a su modo, diríamos
–siguiendo de nuevo a Assmann– que ‘la cultura del recuerdo es un
fenómeno universal’ (Assmann, 2011: 32). La existencia, tanto la
individual como la colectiva, es una cuestión de recuerdo. De recuerdo y también de olvido. Insisto: también de olvido, porque no hay
existencia humana posible sin esta tensión. La memoria humana es
selectiva, aunque, como veremos, no sea ‘voluntariamente’ selectiva.
Precisamente porque somos finitos, nunca podemos recordarlo todo.
Incluso no podríamos vivir con el terrible peso del pasado. En ocasiones es necesario olvidar. Pero la herencia que recibimos al venir
al mundo no es algo que no podamos modificar. Se puede poner en
cuestión, se puede transgredir. De todas formas, aquí no nos vamos
a ocupar de la transgresión sino de otra cosa. El ser humano vive en
una ‘comunidad de memoria’ pero también por eso vive en una
‘comunidad de víctimas’.
Un aspecto fundamental de nuestra condición de herederos es la
herencia de una pérdida, la experiencia de la pérdida. La filósofa Judith
Butler se ha ocupado de esta cuestión con gran esmero y acierto. La
pérdida es algo que todos tenemos en común. Todos hemos vivido
y sentido la sensación de haber perdido a alguien. Todos hemos
vivido esta experiencia, una experiencia de drama y de muerte, de
drama y de muerte a veces por culpa de la violencia y la crueldad.
Esto significa que vivir en el mundo es habitar un ‘cuerpo vulnerable’.
La existencia es una existencia en luto y en duelo. ¿Cuándo se supera el duelo? Imposible saberlo. Lo que sí sabemos es que no es
posible jamás superarlo del todo. Siempre quedará inscrita en nuestro cuerpo una cicatriz que nos recuerda a los que ya no están.
La experiencia de la pérdida y del duelo nos ha mostrado algo
fundamental de la condición humana: el ‘ser en la ausencia’. A veces
pensamos que lo mejor sería poder olvidar, pero inmediatamente
creemos que el olvido del ausente supondría la verdadera muerte, la
muerte definitiva, porque el que ya no está sigue vivo mientras se
le recuerde. Y hacemos un esfuerzo por recordar, pero de repente se
nos olvida todo, una cara, un olor, un gesto, una palabra. El recuerdo del ausente irrumpe en el momento más insospechado y nos
deshace, nos rompe, nos resquebraja.
Como mostró Virginia Woolf en su novela Las olas, uno no es
nunca un sí-mismo. La noción de sí-mismo, de una identidad estable y definitivamente formada, no es una identidad ‘humana’. Ser
humano es habitar un universo de indeterminación, de crisis, de
dudas. No sé quién soy, porque el otro posee el secreto de mi ser.
Pero el otro no es solo el que está ahí, presente, encarándome, sino
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el ausente. Él se ha llevado ese secreto a la tumba. Vivimos implicados en vidas que ‘no son las nuestras’ (Butler, 2006: 42).
Existimos abiertos a los que ya no están. A veces su recuerdo resulta insoportable. Y esta situación no puede ser erradicada. Nuestros
cuerpos están expuestos al recuerdo y al olvido, un recuerdo y un
olvido que escapan a nuestra voluntad. Nuestro cuerpo no es del
todo nuestro. Tiene una dimensión ética, moral y política.
En estos momentos vivimos una grave ‘crisis de memoria’, una
crisis que resulta particularmente evidente en educación (cuanto
menos en una educación contemplada desde Europa).
‘Aprender de memoria’ es un aspecto fundamental que ninguna
pedagogía debería pasar por alto. ¿Por qué? Sencillamente porque,
por ejemplo, aprender de memoria un texto es conferirle ‘fuerza
vital’, porque al hacerlo, ese texto, esa palabra del otro ya forma
parte de mí. En buena medida somos lo que recordamos y lo que
olvidamos, somos un tejido de historias, un conjunto de narraciones.
Sin ellas no podemos ubicarnos en el mundo, en nuestro mundo.
¿Por qué la educación actual no soporta la memoria? Quizá porque
los tecnólogos de la educación creen que aprender de memoria es
mirar hacia atrás, y hoy parece que solamente se puede mirar hacia
delante, solamente se puede innovar. Pero algo así resulta sumamente falaz. La memoria no mira hacia atrás ni hacia delante; mira
simplemente al tiempo, a la secuencia temporal. La memoria no
repite, interpreta e interpela. El que recuerda y olvida está interpretando su herencia, y, por lo tanto, se está interpretando a sí mismo.
Por eso el verdadero maestro, el maestro de verdad, no quiere ser
imitado. Al contrario, desea ser cuestionado. Pero sabe que uno no
puede cuestionar nada sin tener un suelo desde donde hacerlo. La
memoria no está contrapuesta a la duda, ni a la discrepancia, ni al
enfrentamiento.
En toda transmisión educativa tiene que haber transgresión. De
no ser así no hay educación, sino adoctrinamiento. Pero la memoria
no es un peligro para la transgresión, sino todo lo contrario, es su
condición de posibilidad. No es posible educar sin la tensión entre
el cambio y la innovación, por un lado, y la conservación por otro.
Cuanta más innovación haya, tanto más necesaria es la conservación.
El ‘porvenir necesita provenir’ (Marquard, 2001: 80), y la memoria
es la facultad que mantiene precisamente esta tensión. Para ilustrar
qué significa ‘ser en la ausencia’ voy a acudir a tres compañeros de
viaje: Marcel Proust, James Joyce y Jorge Semprún. Con su ayuda
inestimable vamos a reflexionar sobre qué es eso de la memoria y
qué sentido tiene.
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2.
Uno de los fragmentos más conocidos y citados de la historia de
la literatura lo encontramos en el primer volumen de En busca del
tiempo perdido de Proust, titulado ‘Por la parte de Swann’. El narrador
hace una referencia a la importancia del azar en los recuerdos y
cuenta la conocida historia de la magdalena. En el instante en el que
el sabor de este bizcocho le sobrecoge, surge un estremecimiento.
Escribe Proust:
Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin que tuviera yo idea de su causa. Al momento que había vuelto indiferentes –como hace el amor– las vicisitudes de la vida, sus inofensivos desastres, su ilusoria brevedad, colmándome de una
esencia preciosa; o, mejor dicho, esa esencia no estaba en mí,
sino que era yo. Había cesado de sentirme mediocre, contingente, mortal. (Proust 2000: 53). [...] Y de repente me vino el
recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que,
cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray [...], me ofrecía mi tía Léonie, después de
haberlo mojado en su infusión de tela o de tila. (Proust, 2000:
55). [...] Pero, cuando después de la muerte de las personas,
después de la destrucción de las cosas, nada subsiste de un
pasado antiguo, solo el olor y el sabor –más débiles pero más
vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles– perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando,
aguardando, esperanzados, sobra la ruina de todo lo demás,
portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo (Proust, 2000: 56).
Desde la perspectiva de Proust diríamos que ‘nuestra identidad es
memoria’, pero que esta memoria no la controlamos, no la dominamos, no depende de nuestra voluntad. En una palabra: no somos
los amos de nuestro yo, porque no somos dueños de la memoria.
Marcel Proust expone desde el primer volumen de su obra su mnemopoética (Weinrich, 1999: 248). Hay en la Recherche toda una filosofía de la identidad, un intento por responder a la pregunta ‘¿qué
soy?’ ‘¿qué es el ser humano?’ ¿Cómo responder a esta cuestión? Y
Proust es claro y preciso:
Incluso desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo materialmente construido, idén-
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tico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como sobre un pliego de condiciones o sobre un
testamento; nuestra personalidad social es una creación del
pensamiento de los demás (Proust, 2000: 26).
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El sujeto que descubrimos en la novela de Proust está fragmentado,
disperso, se hace y se deshace en el tiempo. No tiene identidad, o,
mejor todavía, pasa de una identidad a otra. Y no solo el yo, también
el mundo, también la realidad está en constante cambio: recuerdo
y olvido. ‘La realidad tan solo se forma en la memoria’, escribe Proust
(2000: 201). Hay memoria porque hay ausencia. Si el ser humano es
un ser de memoria, un animal anamnético, es también un ‘ser de
ausencias’. Somos ‘seres en falta’, ‘seres en la ausencia’.
Dos ideas para tener en cuenta: la primera es que la ausencia no
puede sobrellevarse. La pérdida y la ausencia de alguien abre una
grieta, una herida que puede cicatrizar pero siempre dejará una
marca, y es en la memoria involuntaria el instante en que el ausente surge al modo de espectro; la segunda es que en este estado de
pérdida, esta vivencia de la ausencia no puede planificarse y, por lo
mismo, tampoco puede educarse.
El otro está presente al modo de la ausencia. No se puede dejar de
pensar en él. Mientras uno vive, los ausentes surgen en el presente
en los momentos más insospechados, y es su presencia ausente, su
condición espectral, la que configura nuestro modo de ser en el
mundo. No sabemos cuándo, ni dónde, surge esta presencia, lo que
sabemos es que no podemos hacer nada por evitarla. La memoria
nos remite a la ausencia, y esta, en el límite, a la muerte. Pero frente a la nada infinita todavía nos queda algo, algo que Proust nos
revela en uno de los fragmentos más bellos del primer volumen de
la Recherche. La música, el arte, la literatura se encarnan en nuestros
cuerpos y nos acompañan:
Pereceremos, pero tenemos como rehenes a esas cautivas divinas que conocerán también nuestra suerte y con ellas la
muerte resulta algo menos amarga, menos carente de gloria,
menos probable tal vez (Proust, 2000: 377).
Pero la añoranza de lo que se ha perdido es insuperable, o cuando
menos una cierta añoranza. Echamos de menos a aquellas personas
que nos han dejado, pero también lugares y momentos..., o incluso
echamos de menos a algo de nosotros mismos. Nos echamos de
menos, porque ¿qué somos, en definitiva, sino una suma nunca del
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todo bien hecha, nunca del todo resuelta, de esos lugares y esos
tiempos, de esas relaciones, de esas presencias ausentes?
3.
Para tratar esta cuestión voy a referirme a un conocido relato de
James Joyce que encontramos al final de Dublineses, un relato titulado Los muertos. La acción tiene lugar en la noche de Reyes, en casa
de las hermanas Morkan. Se está preparando el baile anual. Llegan
los invitados, entre ellos Gabriel Conroy y su esposa Gretta. Hacia
el final de la cena, Gabriel toma la palabra y dice:
Pero, como todo –continuó Gabriel, su voz cobrando una
entonación más suave–, siempre hay en reuniones como esta
pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos
del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras
ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por
la vida está cubierto de tales memorias dolorosas, y si fuéramos
a cavilar sobre las mismas, no tendríamos ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes.
Tenemos todos deberes vivos y vivos afectos que reclaman, y
con razón reclaman, nuestro esfuerzo más constante y tenaz
(Joyce, 2007: 204-205).
El discurso del señor Conroy marca no solo el tono del relato sino
también la antropología de Joyce: en todo presente hay pasado, y en
todo presente hay ausentes. El presente no puede escapar de las
presencias espectrales que echamos de menos especialmente en esos
días, en esos en los que nos detenemos y nos paramos a pensar y a
sentir. Y en esos días felices, aparentemente felices, en los que la
felicidad casi es una obligación, la ausencia del otro es más dramática, más terrible; son esos días en los que sentimos la ausencia. Y
eso es la vida. Vivir es vivir acompañados de la ausencia. Estamos
muy lejos de las tesis de Heidegger en Ser y tiempo. Según el pensador
de la Selva Negra, no experimentamos la muerte del otro, únicamente nos limitamos a ‘asistir’ a ella. Joyce, en cambio, expresa todo lo
contrario. No solo vivimos la muerte del otro, también su ausencia,
su vacío.
Después de relatar los pensamientos de Gabriel, el escritor irlandés
escribe un fragmento memorable, uno de los más bellos de la literatura contemporánea:
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El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado
bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se
iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al
otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse
consumido funestamente por la vida (Joyce, 2007: 223).
Ha sido necesario el recuerdo involuntario (a partir, en este caso,
de una canción) la para que Gabriel se dé cuenta de que la vida está
hecha de instantes, de pasiones. Se echa en la cama al lado de su
esposa, acompañándola en silencio. Finalmente oye cómo la nieve
cae sobre el cristal de la ventana, y escribe Joyce:
Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve
sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su
último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos (Joyce, 2007:
224).
4.
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Pero hay otra dimensión del ser en la ausencia que no debería
pasarse por alto. Me refiero a la de las víctimas. El escritor español
Jorge Semprún fue deportado al campo de Buchenwald en 1943. Allí
permanecerá hasta su liberación, en abril de 1945. Tenía veintidós
años. Años después escribe en francés, su idioma literario y filosófico, una obra memorable titulada La escritura o la vida. La disyuntiva
es decisiva para comprender lo que Semprún quiere decirnos: no es
posible vivir con determinados recuerdos. Escribir es recordar, y, si
se recuerda, el horror es imposible de evitar. Porque ¿cómo vivir con
la persistente presencia de la muerte? ¿Cómo habitar un mundo en
el que los ausentes están excesivamente presentes, excesivamente
próximos?
La obra de Semprún muestra el modo de actuar de la memoria. No
habla ‘sobre’ la memoria; lo que hace Semprún es explicarnos su
funcionamiento. Según él, la memoria avanza a trompicones, hacia
delante y hacia atrás, recordando y olvidando, haciendo presente la
muerte y los ausentes. Pero, sobre todo, Semprún trata en este libro
de la relación entre ‘lo que ha sucedido’ y ‘la forma de contarlo’.
¿Cómo expresar con palabras el horror de lo vivido en el campo?
Hay una duda que le asalta al superviviente: ¿seré capaz de encontrar
las palabras adecuadas para mostrar ‘el salvajismo del animal humano’? No hace falta un esfuerzo de memoria, en este caso. Al contrario, la memoria sobra, hay demasiada memoria, hay un exceso de
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memoria. El narrador se encuentra ahí, de nuevo, el día de la liberación y escribe:
No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido
invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin
dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible,
sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad...
Solo alcanzarán esa sustancia, esa densidad transparente,
aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir
parcialmente la verdad del testimonio (Semprún, 1995: 25).
Es la densidad de la experiencia vivida la que hace difícil la narración. Pero es posible narrar, y sobre todo es necesario. Ahora bien,
solamente el arte puede hacerlo. Se invierte así la tesis de Adorno
sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. No
solamente no es imposible escribir poesía sino que es lo único que
puede hacer justicia a lo sucedido.
La obra de Semprún es, pues, una obra sobre la memoria, ciertamente, pero es mucho más; es una reflexión sobre el mal y la muerte, y, en este sentido, es una crítica radical a las dos filosofías más
importantes del siglo XX, la de Ludwig Wittgenstein y la de Martin
Heidegger. El primero, en el Tractatus logico-philosophicus, es un negador de la muerte; como Epicuro, como Spinoza. El segundo, en
cambio, no. Su visión de la muerte es radicalmente contraria a la de
Wittgenstein. Para Heidegger la muerte está desde el principio en el
modo de ser del ‘existente’ (Dasein). Pero la analítica del Sein-zumTode (ser-para-la-muerte) que Heidegger expone en Ser y tiempo es
indiferente al Otro. Lévinas ya lo criticará con fuerza, y Semprún
también. A Heidegger solo le preocupa la muerte del Dasein. En
cambio, Semprún vive en Buchenwald la muerte de sus compañeros,
especialmente la de su maestro Maurice Halbwachs; no se ‘limita a
asistir a ella’, como diría Heidegger. La vive en su propio cuerpo,
literalmente. Merece la pena atender a sus propias palabras:
Semana tras semana había yo contemplado cómo surgía, como
florecía en sus ojos el aura oscura de la muerte. Compartíamos
eso, esa certeza, como un mendrugo de pan. Compartíamos
esa muerte que crecía, ensombreciendo su mirada, como un
mendrugo de pan: signo de fraternidad. Como se comparte
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la vida que a uno le queda. La muerte, un mendrugo de pan,
una especie de fraternidad. Nos concernía a todos, era la sustancia de nuestras relaciones. No éramos otra cosa más que
eso, nada más –nada menos, tampoco– que esa muerte que
crecía. La única diferencia entre nosotros era el tiempo que
nos separaba de ella, la distancia todavía por recorrer (Semprún, 1995: 30).
Lo que Semprún recuerda no es haber ‘asistido’ a la muerte de su
maestro, sino haberla ‘vivido’, algo que Heidegger nunca sería capaz
de comprender. La escritura o la vida es un torpedo en la línea de
flotación de Ser y tiempo. Escribe Semprún:
Una especie de tristeza física se había apoderado de mí. Me
hundí en esa tristeza de mi cuerpo. En ese desasosiego carnal,
que me volvía inhabitable para mí mismo. El tiempo pasó.
Halbwachs estaba muerto. Yo había vivido la muerte de Halbwachs (Semprún, 1995: 57).
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Es verdad que no hace falta haber estado en un campo de concentración para haber vivido la experiencia del mal. Pero el campo, el
Lager, aporta algo más:
Lo esencial –digo al teniente Rosenfeld– es la experiencia del
Mal. Ciertamente, esta experiencia puede tenerse en todas
partes... No hacen ninguna falta los campos de concentración
para conocer el Mal. Pero aquí, esta experiencia habrá sido
crucial, y masiva, lo habrá invadido todo, lo habrá devorado
todo... Es la experiencia del Mal radical... (Semprún, 1995:
103).
No se puede, ni se debe, identificar el mal con lo inhumano. Al
contrario, es su condición de posibilidad. No hay humanidad si no
existe la posibilidad del mal. El mal es, en el hombre, una posibilidad
vital, la posibilidad vital. Y Semprún insiste una y otra vez: es esa
posibilidad, esa experiencia del mal y de la muerte, la que uno ha
vivido en el Lager. No se ha ‘asistido’ a la muerte, no, de ningún
modo, de ninguna de las maneras. Se ha vivido la muerte (Semprún,
1995: 104). En este sentido, Semprún propone ‘variar’ el famoso
verso de Paul Celan que encontramos en su poema ‘Fuga de muerte’
(Todesfuge), ‘La muerte es un maestro de Alemania’, por otro: ‘La
muerte es un maestro de la humanidad’.
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Para poder comprender qué es el mal y qué es la muerte, qué es el
mal y la muerte en un campo de concentración, en un Lager, no es
suficiente con tener documentos. Es más, los documentos dicen
verdades, pero no expresan la verdad esencial, la más importante.
Para llegar a ella es necesario el artificio, el relato, la poesía, el arte.
Y luego habrá documentos... Más tarde, los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo
ello obras muy eruditas... Todo se dirá, constará en ellas...
Todo será verdad... salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar,
por perfecta y omnicomprensiva que sea... (Semprún, 1995:
141).
No es suficiente con los documentos, es necesario que alguien
narre el horror. La verdad de los poetas, de los novelistas, es precisa.
Por eso exclama: ‘¡Necesitamos un Dostoievski!’ (Semprún, 1995:
144). La memoria nos devuelve la palabra de los ausentes, el sufrimiento de las víctimas. Nadie podrá hablar ‘en nombre de otro’, en
nombre del que entró en la cámara de cas y se convirtió en humo y
cenizas, pero su voz está presente en el intersticio de las palabras de
los supervivientes. Estas palabras, estos recuerdos son recuerdos del
mal absoluto, del mal humano. No deberíamos olvidar algo decisivo:
que el mal no es la ausencia de humanidad sino su posibilidad. No
hay humanidad sin posibilidad del mal:
En Buchenwald, los SS, los Kapos, los soplones, los torturadores sádicos, formaban parte de la especie humana al mismo
título que los mejores, los más puros de nosotros, de entre las
víctimas... (Semprún, 1995: 180-181).
La memoria nos recuerda que el mal no es algo que ‘ya pasó’ sino
que sigue presente. El mal es una presencia inquietante. El mal humano posee (in)finitas máscaras, algunas muy evidentes, otras que
surgen de forma disimulada, pero todas ellas tienen algo en común:
son expresiones de la condición humana.
El recuerdo del mal no es garantía de que el horror no vuelva a
repetirse, porque nada ni nadie puede garantizar algo así. De hecho,
la repetición del horror es una posibilidad que no podrá exorcizarse.
Incluso la memoria del mal puede ser portadora de un mal mayor:
la venganza. Jorge Semprún se ocupará de esta cuestión en su novela Veinte años y un día.
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La memoria, sea la voluntaria o la involuntaria, siempre es ambigua. Es capaz de lo mejor y de lo peor. La memoria es un riesgo.
Ciertamente es un riesgo, pero los riesgos hay que correrlos. Como
seres finitos no nos queda más remedio que aceptar que el riesgo es
consustancial a la vida. En ocasiones sería preferible olvidar, pero es
algo que no podemos controlar a voluntad. A veces, muchas veces,
sucede sin querer. Sabemos por Proust y por Joyce que la memoria
es involuntaria, que la memoria es un acontecimiento, que la memoria sucede sin que podamos evitarlo. Recordamos y olvidamos
sin querer. Y el recuerdo nos devuelve a la infancia, a la ausencia, al
horror, a las víctimas.
5.
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Sugiero dejar de pensar el mal al modo metafísico, como ausencia
de bien, y hacerlo al modo antropológico, esto es, como insensibilidad frente al sufrimiento del otro – con independencia de que sea o
no humano–. Eso es el mal. No hay que darle más vueltas. O quizá,
precisamente por eso, hay que darle muchas más vueltas. La insensibilidad, el sufrimiento y la alteridad son las tres palabras que configuran la (¿moderna?) gramática del mal. Y no hace falta pensar en el
Diablo para comprender quién es capaz de habitar en esta gramática. No es necesario –aunque esto no significa que no debamos hacerlo– pensar en la guerra, en las torturas, en las masacres para
comprender el mal. Como sucede en la película Amén de CostaGavras, hay que imaginarse a alguien contemplando –impasible– el
sufrimiento de otro y, después, ser capaz de justificarlo. Eso es el mal:
la indiferencia y la crueldad legitimadas bajo el paraguas del deber,
de un ‘imperativo categórico’:
Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común,
basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann
hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de
ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra
vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo
obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley (Arendt,
1999: 205).
Como en El castillo de Kafka, el mal no es diabólico sino ordinario;
se encuentra en la vida cotidiana de las redes sociales. No comprenderemos la actual gramática del mal si lo contemplamos con las
lentes del Triunfo de la Muerte de Brueghel. Es necesario cambiar de
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registro. El mal es la indiferencia que habita entre los ‘amigos’ de la
red tecnológica, es la ‘vigilancia’ a la que los usuarios de las redes se
someten gustosamente.
En contra de lo que muchos piensan, la tecnología no es un instrumento sino una lógica, un sistema, una forma de vida centrada
en algunos principios incuestionables, especialmente el de la velocidad. En este sistema social la indiferencia de lo que le sucede al
otro, o a ‘determinados otros’, domina ampliamente. Por ello, ya va
siendo hora de cambiar de perspectiva porque, a diferencia de lo que
la filosofía metafísica ha sostenido a lo largo de su historia, no hay
que pensar el mal como una ausencia de bien. El mal, bajo la máscara de la indiferencia y de la crueldad, anda a sus anchas por todas
partes, es extensivo al sistema tecnológico, a su marco político, social
y, sobre todo, moral.
Quizá la memoria pueda ayudarnos a detectar el mal, o quizá no.
Imposible saberlo. La ambivalencia de la memoria es, al mismo
tiempo, su grandeza y su miseria. En ella hallamos lo mejor y lo peor:
puede ser un antídoto contra el mal, un antídoto para que el horror
no se repita, por un lado, o la fuente de la venganza, por otro. Por
eso es necesario tener muy presente la advertencia del sociólogo
Zygmunt Bauman:
Los recuerdos pueden servir al mal tan aplicada y eficazmente como querríamos que sirvieran a la causa de la mejora y al
aprendizaje a partir de los errores. (Bauman/Donskis, 2015:
49).
Por mi parte, desde hace años me ocupo de leer y estudiar en detalle los relatos de los supervivientes de los campos de concentración
–especialmente de los nazis–. Como hemos visto en el caso de Jorge
Semprún, también muchos republicanos españoles murieron en
ellos, especialmente en Mauthausen. Después de todas estas lecturas
estoy convencido de que la Shoá no fue el fracaso de la civilización,
sino su punto más álgido. Esto es lo que la hace terrible. La Shoá es
una de las consecuencias (perversas) de la modernidad ilustrada, es
la expresión de la racionalidad del mal. Escribe, en este sentido,
Bauman:
Lo que nos puede enseñar la historia de Eichmann es otra
cosa: la racionalidad del mal. Podemos aprender que el mal es
tan impecablemente racional como la bondad. El pensamiento lógicamente correcto, sujeto y sensible a todas las reglas de
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la racionalidad, se desvela impotente en sí mismo cuando
debe evitar los hechos del mal en su propio terreno. De hecho,
se puede convertir en el dispositivo más eficaz del mal (Bauman, 2002: 82).
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La ética necesita pasar la ‘prueba de Auschwitz’. Hoy ya no nos
hace falta una ethica ‘more geometrico’ demonstrata sino una ethica
‘more Auschwitz’ demonstrata (Agamben, 2000: 10). Una ética more
Auschwitz es una ética que no nace de la idea del Bien sino de la
experiencia del mal, de la experiencia histórica del mal, del sufrimiento de las víctimas. De ahí que esta ética vaya de la mano de la
memoria, de la palabra de los ausentes. Una ética de la memoria no
puede identificarse con una moral del ‘deber de recordar’. No voy a
entrar en detalle en esta cuestión, ciertamente difícil por su ambivalencia. Bastará con decir que, a diferencia de la moral, la ética no
trata de deberes sino de deseos. La moral se ocupa del ‘deber’, la ética
del ‘deseo’. Frente a una moral del recuerdo una ética de la memoria
sería, parafraseando a Max Horkheimer, una ética en la que ‘ni el
mal ni la muerte tengan la última palabra’, en la que ‘el verdugo no
triunfe definitivamente sobre la víctima inocente’ (Horkheimer,
2000: 169).
6.
El director Michael Haneke realizó en el año 1997 la primera versión de su película Funny Games. Diez años después, él mismo filmará una nueva versión, con actores americanos, prácticamente idéntica a la alemana. Funny Games narra la historia de una familia
secuestrada por dos jóvenes durante una noche en una casa de
campo junto a un lago. No contaré aquí más de la historia. Lo interesante es el objetivo que persigue su director. Haneke ha repetido
en muchas entrevistas que a él no le interesa la violencia sino su representación. De lo que trata su cine, y en especial El vídeo de Benny y
Funny Games, es de la representación de la violencia. Pero también
hay otra cuestión en sus películas: la indiferencia al sufrimiento de
los demás. Peter y Paul, así se llaman los jóvenes ‘psicópatas’, ejercen
una violencia ‘divertida’, sin motivo alguno, para comprobar simplemente lo que se siente. El espectador asiste impasible a un juego
de horror. No hay en ellos compasión alguna. Se trata de sentir
emociones, nada más.
Vivimos en una realidad ‘adiaforizada’. Siguiendo a Bauman y a
Donskis, diría que adiaforización no quiere decir ‘sin importancia’
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LA EXPERIENCIA DE LA PÉRDIDA
sino ‘irrelevante’ o, mejor todavía, ‘indiferente’ (Bauman/Donskis,
2015: 57). Lo que hay en las sociedades tecnológicas neoliberales no
es tanto una crisis de justicia como una crisis de confianza, de comunicación y compasión. En el fondo, toda gramática, incluso las gramáticas morales, funciona según lógicas de la crueldad. Esto significa que las gramáticas crean mecanismos legitimadores de la
indiferencia hacia el sufrimiento de determinados seres. Las instituciones educativas (la familia, la escuela, las iglesias, los medios de
comunicación) se encargan de enseñar a los recién llegados que hay
vidas que no merecen la pena ser lloradas. Ese es el mal que el sistema tecnológico neoliberal no solamente no ha eliminado sino que
ha desarrollado de forma perversa. Esa es una de las consecuencias
perversas de la modernidad.
Así pues, sostengo grosso modo que el mal, en una gramática tecnológica, es la indiferencia, y la indiferencia va ligada a la ‘sustitución. En la ‘sociedad-red’ todos somos (y debemos ser) sustituibles.
Y si alguien no lo es, entonces, como dijo hace muchos años Bertold
Brecht, es que algo está tramando (Brecht, 1979: 137). Si alguien no
es sustituible, es sospechoso de inmediato. Esta lógica es perfectamente aplicable a la educación, en especial a la educación superior
(o universitaria). Cualquiera puede hablar de cualquier cosa, cualquiera puede pasar un power-point, cualquiera puede... Las clases
han dejado de estar firmadas, los profesores tienen técnicas pero no
estilo.
En la sociedad tecnológica ha desaparecido la privacidad. El Big
Brother de Orwell tiene ahora una ‘cara amable’ (Han, 2014). Parece
que uno ya ‘ama’ a ese ‘Gran Hermano’, por eso entrega gustoso a
la red todos sus secretos. Pero hay más. No solamente ha desaparecido la ‘esfera privada’, sino también, y lo que es más grave, el ámbito íntimo. Esa intimidad, que con tanto acierto desarrolló el filósofo alemán Peter Sloterdijk en el volumen primero de su trilogía
Esferas (2003), es lo que está amenazado en la gramática moral de
los sistemas sociales tecnológicos.
En todo caso, una ética de la memoria no puede dejar de ir de la
mano de una ‘pedagogía poética’. ¿Por qué? Simplemente porque
–para decirlo con palabras de la filósofa española María Zambrano–:
‘Lo más irrenunciable para la poesía es el dolor y el sentimiento. Por
eso la poesía mantiene la memoria de nuestras desgracias. Y todavía
más, nos hace simpatizar con aquello que nos hemos prohibido, con
todo lo que hemos arrojado de nuestra alma, con las pasiones cuya
tiranía nos había liberado la razón’ (Zambrano, 2015: 707).
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Joan-Carles Mèlich
Universitat Autònoma de Barcelona
[email protected]
[Article aprovat per a la seva publicació el febrer 2016]