Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira de Aquiles", nos refiere el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a su hija, que había sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al sacerdote, se niega a darle la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una terrible peste en el campamento; Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y, habiendo dicho al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a Agamenón, se sabe por fin que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del enojo del dios. Esta declaración irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le pre pare otra recompensa; y Aquiles le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural, se origina la discordia entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a tal punto que Aquiles desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la diosa Atenea; entonces Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la esclava Briseida, a pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y Agamenón envía a dos heraldos a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se embarcan con Criseida y la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que suba al Olimpo a impetre de Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta que ha cometido; Tetis cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta disputa entre Zeus y Hera, a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y los dioses celebran un festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus palacios. 106-¡Adivino de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido.