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El museo olvidado

2014, Museo Nacional de Antropología. 50 Aniversario (1825-1964), México, CONACULTA, 2014

El museo olvidado Frida Gorbach La historia patrimonial El 17 de septiembre de 1964 se inauguró en el Bosque de Chapultepec de la Ciudad de México el Museo Nacional de Antropología: 45,000 m2 de construcción, veinticinco salas equipadas con los recursos museográficos más modernos, “un ejército de mexicanos” Excélsior, 18 de septiembre de 1964. abocados a tiempo completo durante un año de al proyecto, setenta viajes al interior del país para recolectar piezas y tres mil invitados que escucharon expectantes las palabras de Adolfo López Mateos, presidente de la República: “El gran edificio austero, de sobrias líneas y espacios nobles, cuya construcción fue esperada durante lustros, abre sus puertas esta mañana. Y las abre en septiembre en Chapultepec”. Boletín del INAH, septiembre de 1964, p. 16. Se estaba inaugurando el “Monumento de Monumentos”, como lo llamó el entonces Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet; se mostraba finalmente al público “la síntesis de una hazaña ideológica, científica y política”, en palabras del historiador Enrique Florescano. Enrique Florescano. “La creación del Museo Nacional de Antropología y sus fines científicos, educativos y políticos”, en Enrique Florescano (comp.). El patrimonio cultural de México. México: FCE, 1993, p. 162. Para los funcionarios y políticos de aquel tiempo pero también para los antropólogos e historiadores actuales, la inauguración del Museo Nacional de Antropología representa la culminación de un largo proceso, que comienza en el momento en que, tras la Guerra de la Independencia, Iturbide se corona emperador de México y decreta el establecimiento en la universidad de un Conservatorio de Antigüedades y un Gabinete de Historia Natural, y continúa durante casi dos siglos de decretos, buenos deseos, arranques en falso, promesas e intentos fallidos. Según todos ellos, lo que pudo haber sido una historia trágica, la de un museo de papel con muchos nombres –Museo Mexicano, Museo Nacional, Museo Nacional Mexicano, Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia–, puede en cambio verse como una historia épica gracias a que el Museo Nacional de Antropología, finalmente, le arrancó a la fatalidad la victoria definitiva. Al menos ésa es la historia que por lo general se cuenta. Escrita en retrospectiva, su punto de partida es 1964 y para alcanzar su origen, según los antropólogos, debemos remontarnos a 1790, cuando, en los trabajos de nivelación de la plaza Mayor de la Ciudad de México, se descubrieron dos piezas arqueológicas, la Piedra del Sol y la Coatlicue. Por órdenes del virrey ambas fueron exhibidas públicamente, una adosada al muro de la catedral metropolitana y la otra en el patio de la Universidad. Guillermo de la Peña, (2011).“La antropología, el indigenismo y la diversificación del patrimonio cultural mexicano”, en Guillermo de la Peña (coord.). La antropología y el patrimonio cultural en México. México: CONACULTA, 2011. En la versión de los historiadores, el origen se localiza no en un accidente sino en el sueño del jesuita criollo Francisco Xavier Clavijero, quien en su Historia antigua de México imaginó un “museo no menos útil que curioso en que se recojan las estatuas antiguas, que existen o se vayan descubriendo en las excavaciones”. A esto se debe que el Museo Nacional de Antropología represente, para Florescano, “la realización de los deseos de Francisco Xavier Clavijero, el primer criollo que un día imaginó un museo que reuniera las antiguallas mexicanas, resaltara su esplendor y descubriera sus significados ocultos”. Florescano, op. cit., p. 162. Un desentierro por orden imperial y un sueño criollo componen el mítico punto cero de esta historia. De ahí se desata una secuencia en la que el pensamiento ilustrado se enlaza con las aspiraciones de la nueva república, los deseos del emperador Maximiliano de formar un museo público y más tarde los del presidente Benito Juárez de consagrarlo a la educación. La siguiente etapa comenzaría en 1910, el año en que Porfirio Díaz, en plena celebración del Centenario de la Independencia, en el mismo edificio de Moneda 13, inaugura el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, y en el que, según la historiografía, estalla el acontecimiento que marcaría un cambio radical en la historia del país: la Revolución Mexicana. En ese año, un museo que hasta entonces existía sólo como proyecto conseguiría exhibir al público la grandeza arqueológica, histórica y etnográfica, exclusivamente. Se trata de una historia que se mueve persistentemente desde el presente hacia el pasado: comienza en 1964 y al avanzar hacia atrás recoge los distintos episodios de una idea concebida en el siglo xx por la cual se afirma que los vestigios arqueológicos del mundo prehispánico constituyen la representación auténtica de la nación. Paula López Caballero. “The effect of othering. The historical dialectic of local and national identity among the originarios, 1950-2000”, Anthropological Theory, vol. 9 (2), 2009, pp. 171-187. El origen delinea ya el boceto de lo que vendría después, ya que la obra de Clavijero constituye “la primera que deja de considerar el pasado indígena como un pasado extraño, para convertirlo en pasado de los nacidos en México”. Florescano, op. cit., p. 147. A partir de una determinación originaria y dentro de una sola línea posible por recorrer, la narrativa va fusionando así la arqueología, la nación y la idea de patrimonio. Sin embargo, ¿sería posible contar otra historia, distinta de aquella condicionada, como diría Tomás Pérez Vejo, “por el triunfo de la antropología como ciencia del régimen y del indigenismo como ideología del Estado”? Tomás Pérez Vejo. “Historia, antropología y arte: tres sujetos, dos pasados y una sola nación verdadera”, en Revista de Indias, vol. lxxii, núm. 254, 2012, p. 74. ¿Puede hoy un historiador ofrecer una alternativa distinta de aquel relato que repasa las líneas de esa narrativa maestra y que, en el mejor de los casos, localiza nuevos “datos” para rellenar sus lagunas? ¿Cómo darle la vuelta a esa “historia patrimonial”, a esa secuencia cronológica que indefectiblemente conduce hacia el triunfo de la arqueología como fundamento absoluto de la identidad nacional? Un episodio olvidado por la historiografía mexicana, puesto entre paréntesis, como si estorbara, como si su reconocimiento significara romper la continuidad del relato, puede abrir una posibilidad. Detengámonos en el Museo Nacional de México, en aquel que desapareció el día en que Díaz inauguró el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía y que tal vez llevó al espacio de exhibición el viejo sueño, imperial, criollo y republicano, de presentar “todo lo que de interesante para las ciencias existe en nuestro país”, en palabras del emperador Maximiliano. Luis Castillo Ledón. El Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1825-1925. Reseña histórica escrita para la celebración de su primer centenario. México: Talleres Gráficos del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1924. Y es que detenerse en 1910, no en el Museo que Díaz inauguró, sino en aquel que ese año desapareció y que después fue olvidado por la historiografía mexicana, permite empezar a deshacer el origen, romper la continuidad de la historia y de esta manera encontrar, quizás, la forma de imaginar, para el Museo Nacional de Antropología y para la nación, un futuro distinto. El museo natural Entre 1876 y 1910, antes de que el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía abriera sus puertas, la Casa de Moneda presentaba un mapa completo del país. Se exhibían en sus salas colecciones arqueológicas con la Coatlicue y la Piedra del Sol, de plantas y animales provenientes del Gabinete de Historia Natural del siglo xviii, el herbario traído de Europa a México en 1865 y las colecciones naturales que, años más tarde, llegarían de diversas partes del país, además de las piezas de historia patria recogidas a lo largo de la vida independiente. El Museo Nacional de México, como se lo conocía entonces, cumplía con los sueños de muchos: del ministro Lucas Alamán, quien en 1823 insistió ante el Congreso en la necesidad de fundar un museo que exhibiera todas las ramas del conocimiento, de Ignacio Icaza, el curador del Museo que unos años después propuso construir uno que diera “el conocimiento más exacto de nuestro día en cuanto a su población primitiva, origen y progresos de ciencias y artes, religión y costumbres de sus habitantes, producciones naturales y propiedades del suelo y clima,” Miruna Achim. “Las llaves del Museo Nacional”, en Pablo Escalante Gonzalbo (coord.), La idea de nuestro patrimonio histórico y cultural. México: CONACULTA, 2011, p. 154. y también de Jesús Galindo y Villa, un profesor que entregó su vida al Museo Nacional y que, diez años después de que éste dejara de existir, proponía desde la nostalgia crear de nuevo un museo único, completo, total, que abarcara "todos los dominios de los conocimientos humanos". Todos ellos soñaban, de alguna manera, con un museo total, capaz de exhibir el conocimiento humano universal y hablar de la completitud de la cultura. Y seguramente todos habrían coincidido en afirmar que ese sueño cobró por fin forma en el último tercio del siglo xix, cuando por unas cuantas décadas se exhibieron en la Casa de Moneda fósiles, plantas, animales y piedras, huesos y cráneos, órganos y monstruos, junto a la cama en la que murió Benito Juárez o al trozo de árbol donde fue colgado Melchor Ocampo, entre muchos otros fragmentos de la historia patria. Ese Museo lo idearon los naturalistas. De muchos modos les pertenecía. De hecho, durante ese periodo fueron ellos los directores de la institución y los responsables de reorganizar sus contenidos. Pero, sobre todo, les pertenecía porque la finalidad general era conseguir que el Museo imitara a la naturaleza. Allí los especímenes y los objetos formaban una cadena que unía la naturaleza y el hombre, el mundo inorgánico y el ejemplar etnográfico. Cada espécimen era transformado en un objeto singular, in situ, esto es, en un ser despojado de todo contexto y unido al mundo en una relación de contigüidad. Además, en esa búsqueda de mímesis, el exterior era traído al interior a través de una serie de dibujos de ruinas, pinturas de paisajes, murales fotográficos, planos y mapas del país que colgaban de sus muros. Al mismo tiempo que evocaba un paisaje natural, el Museo mostraba que la cultura constituía una geografía y que la finalidad de la cultura era la universalidad del conocimiento. De muchas formas, ese Museo seguía la directriz marcada por el Gabinete de Historia Natural del siglo xviii y exhibía los tres reinos de la naturaleza según la clasificación de Linneo. Sin embargo y a diferencia del antiguo Gabinete, aquel buscó el modo de deshacerse del viejo gusto por lo exótico, lo singular y lo heterogéneo, propio del mercado internacional de curiosidades, de la política coleccionista ilustrada y todavía vigente en el Museo Nacional de las primeras décadas del siglo xix. Como si se quisiera disolver definitivamente la imagen que el viajero Brantz Mayer se llevó en 1844 de un museo sumido en un “maremágnum de basura, suciedad y muebles arrumbados, reliquias de la antigüedad por las cuales pagarían gustosos miles de dólares el Museo Británico, el Louvre […]”, Brantz Mayer. Mexico as It Was and It Is. Nueva York: J. Winchester, 1844, p. 106. los naturalistas, en lugar de acumular objetos de anticuarios, gabinetes o expediciones científicas, las seleccionaron cuidadosamente siguiendo el orden de la ciencia. De ahí que para los historiadores la novedad resida en haber convertido un “almacén de curiosidades”, un “sitio de acumulación de objetos heterogéneos y relatos contradictorios”, Achim, op. cit., p. 164. en “una institución científica dedicada al acopio y clasificación rigurosa de sus colecciones, en un centro de investigación y enseñanza, y en un medio poderoso de difusión cultural”. Florescano, op. cit., p. 157. En el Museo, el visitante debía observar minuciosamente los objetos mientras leía la etiqueta que señalaba el nombre científico del ejemplar, su relación con otras especies, su distribución geográfica y su utilidad para el hombre. Los medios visuales –paisajes pintados por José María Velasco, murales fotográficos de monumentos y ruinas, pedestales y ménsulas, modelos a escala, reproducciones en madera, rinconeros y escaparates de fierro y cristal– contribuían a que ese visitante pusiera en relación objetos distintos, pero portadores de un solo nombre. Por eso, se podría decir, este Museo, y no el inaugurado por Díaz el año de su derrocamiento, constituye el museo propiamente porfirista: su consigna, ordenar la naturaleza con el lenguaje de la ciencia. Es más: ese ordenamiento habla menos del interés por definir el sitio de cada ejemplar en la clasificación que del deseo por presentar la estructura misma del orden. Para decirlo con las palabras del naturalista Alfonso L. Herrera: “Los museos del futuro no clasifican por clases, por familias, por tribus, géneros, especies, sino que meten en orden los hechos y clasifican las ideas”. Alfonso L. Herrera. "Les Musées de l’avenir”, en Memorias de la Sociedad Científica "Antonio Alzate”, tomo ix. México: Imprenta del Gobierno Federal, 1895-1896, p. 222. Más que localizar el sitio en la clasificación, se buscaba mostrar en el espacio cómo todo en la naturaleza, hasta los monstruos, pertenecía a las mismas leyes generales. La clasificación podía cambiar de sala a sala, pero cada una debía responder a un orden científico y disciplinario al mismo tiempo. Si las colecciones de arqueología debían agruparse bajo los rubros de Astronomía y Cronología, Mitología, Objetos de Culto, Urnas, Monumentos, Arquitectura y Escultura, por ejemplo, las de teratología, en cambio, seguían la clasificación de Etiénne Geoffroy Saint Hilaire, el científico francés que demostró a comienzos del siglo xix que el azar nada tenía que ver en la producción de monstruosidades. Etiénne Geoffroy Saint Hilaire. Philosophie Anatomique des Monstruosités Humaines. París, 1822. No en vano se publicaron entre los años de 1885 y 1895 los catálogos de casi todas las salas: los de Jesús Galindo y Villa en 1897 y 1895, otros tres de Alfonso L. Herrera también en 1895, otro más de Herrera, éste en colaboración con Ricardo E. Cícero, en 1895, y el de Manuel M. Villada en 1897. Se trataba de pequeños libros que se vendían a las puertas del Museo para acompañar al visitante durante su recorrido por la exposición y que presentaban un inventario completo de los objetos, con su nombre común y científico, más un comentario sobre su origen, ubicación geográfica y usos más frecuentes. Como si la finalidad fuera convertir el objeto en documento, casi todos esos catálogos, conservados hoy en la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología e Historia, están además precedidos por una introducción que hace las veces de marco teórico de referencia, proporcionando un ángulo de visión que domestica la mirada y obliga al lector, como si se tratara de las frases de un texto, a identificar los objetos y hacer comparaciones entre ellos. Barbara Kirshenblat-Gimblet. “Objects of Ethnography”, en Exhibiting Cultures. The Poetics and Politics of Museum Display. Washington/Londres: Smithsonian Institution Press, 1991. Éste es el caso de la Sala de Anatomía Comparada, que con sus esqueletos, cráneos, cerebros, fetos, animales disecados y corazones le hacía comprender al visitante-lector la importancia que tenía para la medicina distinguir lo normal de lo patológico. Es el caso también de la Sala de Antropología, que exhibía esqueletos humanos, cráneos y fotografías de las diversas razas del país, mientras la explicación del catálogo hila fragmentos de estudios lingüísticos, postulados de antropología fisiológica y datos de antropología criminal. Con ese gusto por el orden, una única geografía ligaba piedras, aves, reptiles y mamíferos con cráneos, órganos y piezas arqueológicas. La idea europea de una historia única y universal realizaba en el museo porfirista un viejo proyecto ilustrado: poner en escena la consigna imperial de tomar posesión del territorio, de sus producciones naturales y de sus ruinas y, simultáneamente, recuperar el reclamo criollo de hablar de la naturaleza en nombre de un territorio propio. El museo de la Nación En 1909, un año antes de que estallara la Revolución Mexicana, salieron del Museo Nacional 64,000 ejemplares naturales. La historia del hombre se quedó así en la Casa de Moneda, la antigua sede del Museo Nacional de México, y la historia de la naturaleza partió rumbo al nuevo Museo de Historia Natural en la calle del Chopo. Pero desde hacía años que la historia natural estaba perdiendo visibilidad. Una posible secuencia de los acontecimientos podría ser la siguiente. En 1887, dos años después de que el Calendario Azteca fuera trasladado de una de las torres de la catedral a la Casa de Moneda, se inaugura la gran Galería de Monolitos. Unos años después, el naturalista Jesús Sánchez se queja en la revista La Naturaleza del estado de “completa inactividad” que guardaba la Sección de Historia Natural del Museo, “debido sobre todo a que la Arqueología, Etnología e Historia ocupaban especialmente la atención y gastos de la Dirección de ese Museo”. Jesús Sánchez. “Fundación del Museo de Historia Natural”, en La Naturaleza [México], 2.ª serie, parte II, 1904-1910, p. 4. En 1901 se abren en el Museo las clases de Antropología, Etnología, Arqueología e Historia: ya para entonces los directivos del Museo habían dejado de ser naturalistas. En 1909, las colecciones naturales salen de la Casa de Moneda y forman un museo que, desprovisto de la categoría de “nacional”, sería testigo del paulatino deterioro de las colecciones. (Tan es así que el actual Museo de Historia Natural, inaugurado en 1964, exhibe sólo dioramas, recreaciones ambientales y puestas escenográficas que además provocan cierto desconcierto, pues aparecen como detenidas en el tiempo, indiferentes a los retos tecnológicos planteados por los museos de ciencia en todo el mundo). Lo que sigue es más conocido: en 1910, Díaz inaugura el Museo Nacional de Historia, Arqueología y Etnografía, y finalmente, en 1964, el Museo Nacional de Antropología abre sus puertas en el Bosque de Chapultepec y exhibe, radiante, grandioso, el corazón de la identidad nacional. Así, en 1909 la Cultura se separa de la Naturaleza y esa secuencia de episodios cuenta una historia escrita desde la perspectiva de la primera. Pero desde el otro lado, desde el lado de la Naturaleza, 1909 representa el fin de un discurso hasta entonces depositario del conocimiento, la autoridad y el poder. Y no se trata de un simple reemplazo disciplinario, de la sustitución de la historia natural con sus minerales, plantas y animales por la antropología y sus indios, sino de todo un cambio de dirección, de una modificación histórica radical. Pues, en primer lugar, las piezas arqueológicas dejan de ser consideradas “antigüedades” y “monolitos” y se convierten en el patrimonio definitorio de la nación. En segundo lugar, el deseo de totalidad que caracterizó al museo de los naturalistas cede ante la especialización. Y en tercer lugar, sobre todo, el empeño en insertar a México en la historia “universal” a través de la historia natural europea desaparece ante la urgencia de rescatar la particularidad nacional. Sería ahora el saber compuesto por la arqueología, la antropología y la etnografía el encargado de dar fundamento a una identidad ya no en busca de la universalidad generalizadora de la ciencia, sino de la particularidad de la cultura nacional. Hasta podría decirse que 1909 marca el inicio de una nueva configuración científica, política y subjetiva. Como si después de esa fecha el Museo se volcara hacia el interior, la vieja pregunta por el paisaje natural y sus relaciones con el hombre sería sustituida por otra interesada en el hombre mismo, en su constitución, una constitución interna, innata y hereditaria. Es como si la partición misma rescatara el pasaje que en Europa conducía de la historia natural a la anatomía patológica y la psicopatología, de Linneo y Buffon a Auguste Morel y su teoría de la herencia. El antiguo interés ilustrado de posesión geográfica del territorio tomaba ahora la forma de una pregunta por la nación y la raza, su equivalente científico. De hecho, la inauguración de las salas de Anatomía Comparada, Antropología y Teratología en 1895 anunciaba ya ese cambio de paradigma al insertar la idea de evolución en un museo taxonómico; lo que esas tres salas ponían en escena era la misma pregunta que ese año se formuló explícitamente en el Congreso Internacional de Americanistas: ¿cuál es el origen de la raza mexicana? El objetivo era, según José María Romero, "definir nuestras razas, antropológicamente hablando, para darles su lugar, tantos años vacío, en las clasificaciones de pueblos que la científica Europa se ha encargado de formar". En "Estudio craneométrico zapoteca”, publicado en Congreso Internacional de Americanista, XI Reunión en México, del 15 al 20 de octubre de 1895, p. 237. Pero, de cualquier manera, de ese museo no quedan hoy vestigios. 1909 anuncia ya su desaparición, pues desde el momento en que el hombre se separó de la naturaleza, ésta fue expulsada de la historia, extraída de su flujo, arrinconada en la “prehistoria”, un lugar que es necesario borrar para que la historia continua sea posible. Digamos que los enunciados de la historia natural fueron aquello que hubo que sacrificar para que la arqueología se convirtiera en el saber encargado de definir el destino nacional. La historia natural debía desaparecer para construir sobre ella otra historia, evolutiva y lineal, con un origen y un destino, formada de episodios que narran ese “largo proceso de reconocimiento, revaloración, combate con otros modelos culturales”, y que culmina en “la exaltación final de la raíz primera”, en el anuncio de un “proceso de progresiva descolonización cultural y afirmación nacional”. Florescano, op. cit., p. 161. Pero, sobre todo, la historia natural debía ser sacrificada para dejar atrás la Colonia, esa etapa negra identificada por los historiadores con el imperio, el colonialismo y la hegemonía extranjera, y que a la historia nacional le estorba. Pero lo que ahora cabe preguntarse es si de verdad los historiadores continúan fascinados por la grandiosidad del Museo Nacional de Antropología; si todavía se encuentran atrapados en esa historia presentista que asocia la nación con un patrimonio entendido como depósito sagrado de una identidad original y hereditaria. A lo que se agrega la cuestión de si por otra parte cuentan con los medios para desprenderse de la idea de que el patrimonio cultural fortalece la soberanía del Estado. Por lo pronto, volver sobre el Museo Nacional de Antropología desde aquello que el discurso historiográfico olvida y desde lo que el propio Museo silencia, hace sentir la violencia que lleva consigo aquello que ese museo/dispositivo reprime y borra (aunque si, como dice Michel de Certeau, toda organización supone una represión, habría que reconocer incluso los olvidos inscritos violentamente en el lugar desde el que este texto se enuncia). Al menos, el intento de romper la secuencia lineal, movilizar el tiempo, imaginar otros cortes temporales y experimentar con nuevos comienzos y nuevas formas de relación con el pasado, puede ser una manera de empezar a escribir una historia menos celebratoria y reverencial, menos “patrimonial”. Quizás, al desenterrar los restos del viejo Museo Nacional de México, el de los naturalistas, aquel que exhibió por un breve tiempo fósiles, plantas, animales, minerales, huesos, órganos, monstruos, piezas arqueológicas y reliquias históricas y que despareció en 1910, se haga visible ese viejo impulso imperial, criollo, científico e indigenista al mismo tiempo que de muchos modos sigue marcando a la historiografía mexicana, y que en el actual Museo Nacional de Antropología se traduce en la tenaz reivindicación para la nación de la supuesta “autenticidad” de los vestigios de las culturas prehispánicas. Por eso que sería importante volver sobre aquello que en 2004 Roger Bartra escribió en el libro colectivo Museo Nacional de Antropología: si allí invitaba a los antropólogos a no limitarse a describir a las culturas marginales y “primitivas” y a hacer también una etnografía de la cultura hegemónica, aquí se podría invitar a los historiadores a empezar a reconocer las formas que en el presente, en ese Museo, toma la marca de la colonialidad que durante tanto tiempo se ha querido dejar atrás.