Desigualdad
de género y
configuraciones
espaciales
México,
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Desigualdad
de género y
configuraciones
espaciales
Galia Cozzi y Pilar Velázquez
Coordinadoras
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Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por parte de académicas externas al Centro,
de acuerdo con las normas establecidas por el Comité Editorial del Centro de Investigaciones
y Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México.
.. © , Universidad Nacional Autónoma de México
Centro de Investigaciones y Estudios de Género
Torre de Humanidades o piso, Circuito Interior
Ciudad Universitaria, , Cd. Mx.
Programa Universitario de Estudios sobre la Ciudad
República de Cuba núm. piso , Centro Histórico, , Cd. Mx.
Instituto de Geograf ía
Circuito de la Investigación Científica
Ciudad Universitaria, , Cd. Mx.
Diseño de la colección: Estudio Sagahón / Leonel Sagahón y Marcela Morales
Cuidado de la edición: Cecilia Olivares Mansuy
Corrección de estilo y de pruebas: Adriana Cataño, Ana Segovia
Imagen de portada: Ina Riaskov/Produccciones y Milagros Agrupación Feminista
Formación: Alina Barojas Beltrán
Primera edición: diciembre de
: ----
Esta edición y sus características son propiedad de la . Prohibida la reproducción total
o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Impreso y hecho en México
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Índice
Presentación
Ana Buquet Corleto
Introducción
Galia Cozzi y Pilar Velázquez
. Conferencias magistrales: género y espacio. Algunos debates contemporáneos
Geografía del género y los espacios de encuentro colonial: una nueva
mirada a las narrativas de viaje
Maria-Dolors Garcia-Ramon
Espacio y tiempo en la antropología feminista: cronotopos y evocación
Teresa del Valle Murga
Desigualdades y violencias de género en el espacio público de la ciudad
Olga Segovia Marín
. Irrupciones y desplazamientos: la presencia de las mujeres en la ciudad
La ciudad: un producto del orden desigual de género. Una lectura posible
desde la propuesta teórico-metodológica de Pierre Bourdieu
Karime Suri Salvatierra
Sujetos invisibles, urbanidad inexistente
Marcos Sardá Vieira y Miriam Pillar Grossi
Mujeres, espacio y ciclismo urbano en la Ciudad de México. Estudio de caso
Rocío Isela Cruz Trejo
. Configuraciones, diseños y experiencias en el espacio doméstico: reproducción
de órdenes y jerarquías de género
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Los criterios de diseño arquitectónico de la vivienda moderna desde la
perspectiva de género
Javier Caballero Galván
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Espacios de domesticidad: la vivienda de interés social, uso y apropiación
María Teresa Esquivel Hernández y María Concepción Huarte Trujillo
La esfera doméstica moderna: jerarquías espaciales y configuraciones
subjetivas
Pilar Velázquez Lacoste
. Transgresión y resistencias: apropiación y experiencias diversas en los espacios
sociales
¿Y dónde están las chanclas? Construcción de espacios de sociabilidad
y ocio nocturno para mujeres no heterosexuales
Luisa Fernanda Orozco Valera y Bárbara Priscila Miranda González
¡Señores, yo soy canaria y tengo aguante! Reflexiones sobre la participación
femenina en las barras de futbol: la experiencia de las jóvenes en la
“Lokura ”
Claudia Ivette Pedraza Bucio
El metro de la Ciudad de México: heterotopías y prácticas homoeróticas
José Octavio Hernández Sancén
Las trabajadoras de las fábricas de enlatado de pescado: invisibilidad
y resistencia
Susana Maria Veleda da Silva y César Augusto Avila Martins
. Género y etnicidad. La intersección y el juego de las identidades en la espacialidad
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“Pueblerinas contra citadinas”. Una mirada a la valoración social de las
mujeres rurales según los mandatos de género en el espacio rural y urbano
Rosío Córdova Plaza y Yadira Santamaría Viveros
Las constelaciones de la movilidad y el género en un archipiélago
en transformación. El caso de Chiloé en el sur austral de Chile
Alejandra Lazo Corvalán
Reproducción de desigualdades: género, etnia y clase en un espacio
multicultural, la zona manzanera de Chihuahua, México
Beatriz Martínez Corona y José Álvaro Hernández Flores
Semblanzas
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Presentación
Ana Buquet Corleto*
Para el Programa Universitario de Estudios de Género de la Universidad Nacional
Autónoma de México ha sido un gran logro fungir como organizador del Primer
Congreso Internacional sobre Género y Espacio, celebrado en abril de , en
Ciudad Universitaria, con la participación del Instituto de Geografía, el Programa
Universitario de Estudios sobre la Ciudad y la Facultad de Filosofía y Letras de la
, así como de la Universidad Autónoma Metropolitana. El presente volumen
compila muchos de los trabajos que constituyeron su programa.
Ante los serios desafíos que supone para el actual contexto mexicano la consecución de justicia e igualdad entre mujeres y hombres —las cuales significan
condiciones sine qua non para el disfrute pleno de los distintos espacios sociales
que constituyen nuestra dinámica social contemporánea—, la presente publicación
servirá como referente no solo para la comunidad académica especializada en la
temática, que podrá beneficiarse del debate y las reflexiones en torno al vínculo
entre género y espacio que aquí se discuten, sino para un público más amplio que,
desde una vasta diversidad de intereses, desee reflexionar, discutir y ampliar su
mirada en torno a una problemática fundamental en la vida.
La diversidad y riqueza de los textos que aquí se reúnen es solo una muestra
de la fecundidad de ese evento; asimismo develan cuán necesario es consolidar las
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Ana Buquet es directora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género.
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ANA BUQUET
subsiguientes ediciones del congreso y fortalecer los estudios sobre género y espacio
en la región latinoamericana y en el mundo.
Estamos seguras de que esta primera publicación es apenas un esbozo de lo
mucho que queda por recorrer, difundir y estudiar sobre las relaciones de género
desde la geografía, la sociología, el urbanismo, la arquitectura, el diseño, la antropología y cualquier otra disciplina dedicada al espacio. Con ello no solo damos
cauce y respuesta a problemáticas urgentes de nuestro entorno social, sino que
posicionamos a México en el debate internacional.
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Introducción
Galia Cozzi
Pilar Velázquez
Hoy y a lo largo de toda la historia moderna es un hecho empíricamente incontestable que la manera en que las mujeres habitan, se desplazan, viven e imaginan los
distintos espacios sociales es totalmente distinta a como lo hacen los varones. Así,
sabemos que el género es una categoría indispensable para pensar las espacialidades.
Las diversas expresiones de la desigualdad de género en la vivencia y apropiación de los espacios que conforman el paisaje del mundo moderno saltan a la vista.
Sabemos, por ejemplo, que las mujeres no se apropian y desplazan por la calle con
las mismas actitudes y emociones que manifiestan los varones; la presencia de ellas
es claramente insuficiente en los espacios de poder y toma de decisiones; de modo
histórico, a las mujeres se les ha regateado un lugar en los ámbitos de producción de
conocimiento, y en el terreno de los imaginarios colectivos todavía es inconcebible
otorgarles un espacio de ocio, intimidad e individualidad para su propio disfrute.
Actualmente podemos constatar que las mujeres tienen una presencia deficitaria,
lo mismo en los espacios financieros, de poder económico o político, que en los
espacios públicos, privados o académicos.
Aun en el ámbito doméstico, donde las mujeres han sido imaginariamente confinadas, no son concebidas como dueñas de ninguna de las habitaciones que conforman
la domesticidad si no es en beneficio del orden y la sobrevivencia de la vida familiar.
Incluso la misma configuración material o arquitectónica de ese espacio funciona
como mecanismo de reproducción de la desigualdad entre varones y mujeres. Todo
ello, entre otras múltiples manifestaciones, no hace más que develar la existencia de
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una relación decisiva entre el género y el espacio, de tal suerte que es posible afirmar
que la naturaleza de las relaciones entre hombres y mujeres y las configuraciones
espaciales tienen entre sí efectos mutuamente constitutivos: las complejas relaciones
sociales y los supuestos dominantes que una sociedad construye en determinado
momento histórico definen el sentido y el significado de los espacios, la manera en
que estos son percibidos y habitados. Del mismo modo, el espacio social construye y determina lógicas de interacción, prácticas, subjetividades y órdenes sociales
cuyas lógicas de operación son solo parcialmente comprendidas si no se explica la
dinámica espacial subyacente.
El espacio social, según la reflexión de Michel Foucault, no es una “especie
de vacío”, es más bien un entramado de relaciones sociales que definen órdenes,
emplazamientos, actitudes y desplazamientos. Ese espacio, en el que “se desarrolla
la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia”, solo adquiere
sentido y significado a partir de los supuestos y relaciones sociales; de juegos de poder
y dominación, de un entramado simbólico e imaginario que de manera incesante
lo convierte en un espacio vivido, imaginado, normado.
Hablamos, pues, de la compleja relación entre género y espacio que solo puede
explicarse a partir del incesante cruce entre ambas categorías: de la constante intersección en la que tales variables se constituyen mutuamente y conforman una
realidad social con efectos palpables en las interacciones sociales, las emociones,
los afectos, los desplazamientos, las actividades cotidianas, las identidades, las resistencias, las transgresiones, los confinamientos y emplazamientos, las estancias,
las permanencias y los ritmos.
La división de espacios sociales y el establecimiento del orden de género heteronormativo en la modernidad tienen distintos niveles de intervención: operan,
ciertamente, en el terreno de lo más abstracto —el de los imaginarios y supuestos
sociales—, pero actúan también en el ámbito de la vida práctica y concreta de las
personas. Los distintos niveles de intervención de estas categorías se encuentran
estrechamente vinculados entre sí, y aun cuando situarse en el terreno explicativo
más abstracto provea de enormes virtudes y ventajas analíticas, lo cierto es que
también es preciso dar cuenta del correlato real de tales construcciones. La división de espacios sociales y el orden de género heteronormativo encarnan en las
experiencias, actitudes y vivencias concretas de las personas en espacios reales,
físicos, simbólicos o imaginarios; se expresan, desde luego, en los impedimentos
reales o subjetivos de uno u otro género, o de una u otra preferencia sexual, para
conquistar, acceder, poseer y convivir en ellos, así como en las actitudes y emociones
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INTRODUCCIÓN
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que se ritualizan desde la feminidad al transitar o permanecer en espacios que por
definición son masculinos.
Así, pues, ya sea que se trate de los espacios públicos, de los centros comerciales, de las universidades, de la calle, de los espacios de ocio y recreación, de la
esfera doméstica, de los espacios de encierro, ya sea por la configuración física, por
la construcción discursiva dominante o debido a la relevancia simbólica de tales
esferas, es innegable que las mujeres y los sujetos sexo-genéricos subordinados no
poseen la investidura identitaria que les permite acceder, percibir, imaginar y habitar
los diversos espacios sociales en las mismas condiciones y circunstancias en las
que lo hacen los individuos varones privilegiados.
Por ejemplo, las mujeres, de acuerdo con los supuestos sociales dominantes, no
solo han sido ubicadas e identificadas con el ámbito de la casa, sino que en la vida
práctica este espacio significa para ellas llevar a cabo una serie de rutinas espaciales,
determinados desplazamientos, largas permanencias en ciertos lugares que fungen
como extensiones de la domesticidad en detrimento del conocimiento y dominio
de aquellos espacios extradomésticos.
En fin, las experiencias espaciales diferenciadas en razón de género saltan a la
vista y tienen múltiples expresiones en las que las jerarquías y desigualdades entre
varones y mujeres solo pasan a reproducirse en el orden de la espacialidad. Tales
relaciones sociales configuran la espacialidad y el espacio delinea y cobra sentido a
partir de las relaciones entre hombres y mujeres. Cada hombre, cada mujer le otorga
al espacio un significado particular; cada quien vive y se apropia de él en razón de
una configuración identitaria particular: como varón, como mujer; como transgénero,
como homosexual; como trabajador, como ama de casa; como gay perteneciente
a una clase acomodada o como lesbiana pobre y sin mayores recursos que los que
le procura el trabajo diario; como un hombre blanco y con cierto capital cultural
o como una mujer morena con determinadas características étnicas y sin mayores
conocimientos que los que ha adquirido en la vida práctica.
Por fortuna, desde hace algunos años diversas disciplinas, desde distintos enfoques de análisis, se han dado a la tarea de reflexionar y explicar la imbricación
entre el género y el espacio. Y aunque con grandes diferencias de ritmo, según los
contextos y las regiones del mundo, el afianzamiento de los estudios de género —en
disciplinas como la geografía, el urbanismo, la arquitectura, la sociología urbana,
la rural y la antropología— es un hecho por demás destacable.
En el contexto de las ciencias humanas la geografía es, como ha señalado MariaDolors Garcia, la disciplina que mayor interés tiene por el espacio, pero hasta hace
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muy poco tiempo la geografía analizaba el espacio o el “medio como un conjunto
neutro, asexuado, homogéneo”, visto y entendido desde una óptica masculina en
el que solo se examinaban las experiencias espaciales de los hombres. Desde hace
ya varias décadas, en los contextos anglosajones esta perspectiva se ha modificado
significativamente y el análisis sobre el cruce entre el género y el espacio es un tema
por demás consolidado. Por el contrario, en el contexto de los países latinos la incorporación del enfoque de género —no solo en la geografía, sino en la arquitectura y
el urbanismo o en las distintas ramas de la sociología— es un asunto que está muy
lejos de consolidarse como temática central de análisis y explicación.
Pese a tales adversidades, la academia mexicana en sus distintas disciplinas no
ha dejado de reflexionar sobre estas problemáticas; su incursión en los estudios
sobre género y espacio, aunque todavía es incipiente, ha generado importantes
análisis, herramientas teóricas y metodológicas, y ha visibilizado la manera en que
el orden de género establece grandes diferencias en la manera de vivir y habitar el
espacio social.
Como producto de la creciente preocupación en la academia y de la comunión
entre investigadoras/es pertenecientes a diversas disciplinas, se han logrado llevar a
cabo importantes publicaciones, discusiones, grupos de investigación y, muy recientemente, un Primer Congreso Internacional sobre Género y Espacio, del cual vale
la pena hacer un breve recuento para mostrar el singular acogimiento y relevancia
que en México ha tenido un evento de esta naturaleza, cuyos primeros resultados
prefiguran un escenario de futuros encuentros, prolíficas discusiones y la progresiva
pero constante consolidación de estos estudios en nuestro país.
Como todo proyecto, la idea de celebrar un primer congreso internacional que
reuniera investigadoras/es y estudiosas/os del tema surgió en el contexto de una
plática informal entre colegas, estudiantes de distintas disciplinas y colaboradoras
interinstitucionales.
Desde el principio pensamos que llevar a cabo un evento con la finalidad de
reunir una plataforma académica para discutir e intercambiar ideas sobre la relación
entre el género y el espacio era una actividad necesaria en el contexto académico
de nuestro país.
Creímos que este primer objetivo podría solventarse con un seminario, donde
solo un reducido número de investigadoras/es interesadas/os en el tema asistiría a
discutir sobre sus intereses o temas de investigación en curso. No obstante, decidimos que la respuesta a una primera convocatoria sería nuestro principal indicador
de cuáles podrían ser los alcances del evento.
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INTRODUCCIÓN
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La respuesta obtenida fue totalmente inesperada: se recibieron propuestas
provenientes de distintos países de todas las regiones del mundo; las reflexiones
que abordaban el cruce entre género y espacio se desarrollaban desde enfoques y
disciplinas tales como la arquitectura, la sociología, la geografía, la literatura, la
antropología, la dramaturgia, la filosofía, el urbanismo y la teoría política. Las innumerables temáticas que se presentaban en los trabajos rebasaron las expectativas
iniciales, pues las preocupaciones en torno al tema eran sumamente inusuales y
diversas: violencia de género en un espacio público como la calle; expresiones artísticas y resistencia de mujeres en espacios públicos; espacio y vida cotidiana; las
emociones y afectos en los distintos espacios; espacialidad doméstica, y las últimas
reflexiones teóricas sobre la geografía feminista y las aproximaciones epistemológicas y conceptuales en torno al espacio.
La recepción de tal variedad de propuestas motivó la celebración de un congreso
internacional cuya estructura permitiría recibir al mayor número de estudiosas y
estudiosos del tema, así como a una gran cantidad de estudiantes y personas interesadas en la materia y, ante todo, ofrecería una fructífera experiencia de retroalimentación y discusión académica.
La conformación de un comité académico con especialistas en el tema fue
una tarea primordial desde el inicio de la planeación del evento, pues su labor
fundamental fue la revisión de los trabajos recibidos con el objetivo de seleccionar
aquellos que ofrecieran un abordaje claro entre el género y el espacio. Solo entonces
se procedió a dar forma a la estructura de un congreso que, dada la diversidad de
temáticas, finalmente estuvo conformado por mesas de trabajo, tres conferencias
magistrales y una obra de teatro.
Gracias al amplio dominio del tema y a la confluencia de múltiples enfoques
disciplinarios representados por las personas integrantes del comité organizador,
la organización y celebración del congreso ha sido una experiencia enriquecedora
y gratificante.
Al proyecto para la celebración de este primer congreso sobre género y espacio
se sumaron las unidades Azcapotzalco (-) e Iztapalapa (-) de la Universidad
Autónoma Metropolitana, así como el Instituto de Geografía (), la Facultad de
Filosofía y Letras (), el Programa Universitario de Estudios sobre la Ciudad
() y el Programa Universitario de Estudios de Género () de la Universidad Nacional Autónoma de México (). Dicha colaboración se vio reflejada
en el sólido trabajo del comité organizador conformado por Pilar Velázquez (-),
Hortensia Moreno (-), Mariana Osorio (), Karla Santamaría (),
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Álvaro López (-), Irma Escamilla (-), Paula Soto (-), Helena
López (-), María Verónica Ibarra (-), Mariana Sánchez (), Galia Cozzi (-) y Dania Arreola (-).
El Primer Congreso Internacional sobre Género y Espacio se llevó a cabo del
al de abril de en la Ciudad de México. Las instalaciones del Instituto de
Geografía y otros recintos de la se convirtieron durante cuatro días en la
sede de una fructífera discusión, reflexión y diálogo en torno a los problemas sobre
los cruces entre género y espacio.
Se presentaron, finalmente, noventa ponencias cuya riqueza consistió en mostrar una amplia gama de formas de pensar el género y el espacio desde la multidisciplinariedad y la diversidad de posturas teóricas y epistemológicas: la geografía,
la arquitectura, el arte, la antropología, la sociología, la psicología, la literatura y
la filosofía, así como la descolonialidad, la poscolonialidad, el ecofeminismo, el feminismo comunitario y la teoría queer funcionaron como enfoques y andamiajes
teóricos para la vasta discusión sobre el tema.
A todo ello se sumaron los trabajos de las tres conferencistas magistrales
quienes, desde distintos enfoques, compartieron reflexiones cruciales resultado de
largas investigaciones en torno al género y el espacio: “Geografía del género y los
espacios de encuentro colonial: una nueva mirada a las narrativas de viajeras” fue
una de las conferencias impartida por Maria-Dolors Garcia-Ramon; Olga Segovia
Marín presentó un trabajo titulado “Desigualdades y violencias de género en el espacio público de la ciudad”, y, finalmente, Teresa del Valle conversó sobre “Espacio
y tiempo en la antropología feminista: cronotopos y evocación”.
Como parte fundamental de las actividades que dieron vida a este congreso, la
puesta en escena de Baños Roma, de la compañía de teatro Línea de Sombra, constituyó una de las expresiones más singulares a través de las cuales las reflexiones
sobre el espacio y el género salieron a la luz.
Las mesas de trabajo, donde participaron cerca de cien ponentes y
asistentes —que iban desde estudiantes, investigadoras e investigadores, personas
provenientes del activismo, la academia, las organizaciones no gubernamentales y
el sector público—, dieron como resultado la conformación de la primera plataforma en nuestro país para reflexionar sobre la relación e intersección entre género y
espacio desde cualquier disciplina y enfoque. En ese sentido, estamos convencidas
de que se han sentado las bases para incentivar, en nuestro particular contexto
académico, la discusión sistemática, continua, interdisciplinaria, vigente y crítica
sobre esta relevante problemática.
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INTRODUCCIÓN
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Uno de los objetivos centrales del Primer Congreso Internacional sobre Género y Espacio fue dar inicio a un evento que, debido a la importancia e incipiente
estado de discusión de la temática en nuestro país, tuviese continuidad mediante
diferentes estrategias de difusión y constante intercambio de ideas: en primer lugar, se publicaron las memorias del congreso en formato digital con la finalidad de
dar la mayor difusión posible a las distintas investigaciones sobre el tema. Estas se
pueden consultar abiertamente en el portal web del Centro de Investigaciones y
Estudios de Género de la . Además, después de la celebración del congreso,
se conformó una red de investigación sobre género y espacio en la que participan
especialistas y personas interesadas en discutir, intercambiar y compartir ideas
y reflexiones sobre el tema. Deseamos que, a partir de esta nueva red de investigación, surjan colaboraciones institucionales, trabajos e investigaciones que exploren
nuevas aristas, que se proponga la celebración de otros eventos, nuevas sedes. En
fin, que persista el ánimo para mantener una discusión fructífera, crítica y renovada
en torno a la relación entre el espacio y el género.
Finalmente, un fruto relevante de este primer congreso internacional es la
publicación de un libro con los trabajos más sobresalientes. Uno de los acuerdos
iniciales que estableció el comité organizador fue que, una vez concluido el congreso, se eligieran los trabajos más notables de cada mesa. El producto final está
conformado por cinco apartados que dan cuenta de la diversidad de enfoques
y discusiones presentadas en el Primer Congreso Internacional sobre Género y
Espacio.
El primer apartado, “Conferencias magistrales: género y espacio. Algunos debates
contemporáneos”, está constituido por los trabajos correspondientes a las ponencias
magistrales y presenta las discusiones internacionales más recientes que, desde la
antropología, la geografía, el urbanismo y la arquitectura, abordan las experiencias
de las mujeres en distintos espacios y la presencia de la categoría espacio y su cruce
con la del tiempo en la antropología feminista.
La siguiente sección, titulada “Irrupciones y desplazamientos: la presencia de las
mujeres en la ciudad”, compila los resultados de algunas investigaciones recientes en
torno a cómo viven las mujeres y otros grupos sociales el espacio urbano. De igual
forma se brindan algunas posturas teóricas en torno a la ciudad como un espacio
atravesado por los sesgos de género.
“Configuraciones, diseños y experiencias en el espacio doméstico: reproducción de órdenes y jerarquías de género” constituye un apartado dedicado a la
dilucidación sobre uno de los espacios sociales más importantes de las sociedades
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GALIA COZZI Y PILAR VELÁZQUEZ
contemporáneas: la esfera doméstica y el orden de género que impone en ella su
peculiar lógica política, social e incluso arquitectónica.
La sección denominada “Transgresión y resistencias: apropiación y experiencias
diversas en los espacios sociales” está conformada por cuatro ensayos a lo largo de
los cuales los autores/as exponen claramente la capacidad que tienen las personas
para transformar el significado, los usos convencionales y las lógicas generizadas y
heteronormativas de ciertos espacios sociales. Con ello no solo visibilizan la relevancia que en todo momento cobran las resistencias y transgresiones para vivir
de manera distinta los distintos espacios y con ello reivindicar la existencia de las
subjetividades no hegemónicas, sino que demuestran la posibilidad de vivir y habitar
la espacialidad a partir de un posicionamiento subjetivo diferente al dominante.
La cuarta y última sección, “Género y etnicidad. La intersección y el juego
de las identidades en la espacialidad”, ofrece una reflexión, a través de tres capítulos, sobre cómo los referentes identitarios cobran sentidos diferenciados según
los distintos espacios sociales en los que se expresen. Los imaginarios sociales,
las construcciones y supuestos dominantes sobre el género y la raza entran en
juego en las experiencias que los sujetos experimentan en los singulares espacios
sociales que habitan.
Deseamos, por último, expresar nuestro más hondo agradecimiento a todas las
personas que han creído en la fructífera experiencia que traería un evento de esta
naturaleza, que participaron en la organización del congreso y que han colaborado
con esmero, profesionalismo y entusiasmo para publicar el presente libro.
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I
CONFERENCIAS MAGISTRALES: GÉNERO Y ESPACIO.
ALGUNOS DEBATES CONTEMPORÁNEOS
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Geografía del género y los espacios
de encuentro colonial: una nueva mirada
a las narrativas de viaje
Maria-Dolors Garcia-Ramon1
Los estudios poscoloniales y su contribución al estudio de la Otredad
y las narrativas de viajes
Desde la década de 1990, la geografía ha reconsiderado las nociones de conocimiento,
objetividad y lenguaje heredadas de la Ilustración y nos ha invitado a reconstruir
su historia desde la pluralidad y a incluir en esta historia diferentes maneras de
entenderla (Driver 1991; Livingstone 2003; Nogue y Romero 2006; Pimenta et al.
2006; Jazeel y McFarlane 2010). Con este planteamiento se puede estudiar la contribución de los libros de viaje y de exploración a la formación de las bases de nuestra
disciplina, sobre todo en el periodo que va de finales del siglo xix a principios del
xx (Herodote 1978; Godlewska y Smith 1994; Phillips 2006; Garcia-Ramon et al.
2007; Zusman et al. 2007; Sidaway 2012). De hecho, los viajeros/exploradores y
viajeras/exploradoras se constituyen en legitimadores de la autoridad científica y su
quehacer no solo forma parte de la expansión colonial europea, sino que simboliza
una visión del mundo en la que las actividades europeas se perciben como “fundamentalmente civilizadoras”.
Hace tan solo unos años que se empezó a utilizar el término poscolonial,
pero el éxito y la extensión de su uso han sido sorprendentes. En 1993, Homi K.
Bhabha, uno de sus promotores, lo definía como un término que se utiliza cada
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Catedrática emérita en el Departamento de Geografía de la Universitat Autònoma de Barcelona.
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MARIA-DOLORS GARCIA-RAMON
vez más para referirse a aquella forma de crítica social que descifra los desiguales
procesos de representación con los que la experiencia histórica del tercer mundo
antes colonizado llega a conceptualizarse en Occidente. Por tanto, la aparición de
los estudios poscoloniales se relaciona con la llegada, ascenso y consolidación
en el mundo académico occidental de estudiosos originarios del tercer mundo y,
así, se comprende que este enfoque contenga una fuerte crítica al eurocentrismo
y, en general, al etnocentrismo. Las críticas al término poscolonial no han sido
pocas (Dikeç 2010), pero la realidad es que se ha impuesto de forma rotunda en
las ciencias sociales —incluyendo la geografía— y ni siquiera sus críticos plantean
suprimirlo.
Pieza clave para los estudios poscoloniales ha sido la revisión de la obra de
Edward Said (1978). El estudio de las narraciones de viajeras desde una perspectiva
feminista y poscolonial ha desempeñado un papel muy importante en la revisión
crítica de sus planteamientos —uno de los referentes intelectuales de la geografía
poscolonial— y de la historia de las exploraciones. Este autor, apoyándose en Foucault
y Gramsci, plantea que el Oriente no existe realmente, sino que “es una construcción
europea, un producto intelectual europeo, una imagen del Otro, que permite, al
definir al Otro, identificarse uno mismo como europeo, como occidental” (y, por
tanto, como superior) (Said 1978: 5).
La metáfora de Said es sugerente, en especial para la geografía, por dos razones.
En primer lugar, porque en la construcción de la otredad o alteridad, la espacialidad
tiene un papel importante. El otro es concebido como una entidad externa contra la
que “nosotros” y “nuestra” identidad se moviliza, reacciona; además, en el encuentro
colonial, el otro vive más allá, en otro lugar: la noción misma tiene, por tanto, una
intrínseca dimensión espacial.
En segundo lugar, la argumentación de Said interesa a la geografía porque el
periodo de consolidación e institucionalización del orientalismo coincide con el periodo de máxima expansión colonial europea y con el momento álgido de creación
de las sociedades geográficas y de la expansión de la geografía.
En esta misma línea, la historia de la geografía hoy destaca de modo especial
el análisis de los contextos institucionales, intelectuales y sociales donde tuvieron
lugar las prácticas de la exploración. Es básico, pues, estudiar el papel que los exploradores y exploradoras desempeñaron en la popularización de mitos y fantasías
sobre el mundo no europeo, ya que la exploración geográfica no solo superaba
distancias, sino que proporcionaba diferentes visiones del otro y ayudaba a crear lo
que se ha denominado geografías imaginativas (Gregory 2000). Los relatos de viaje
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GEOGRAFÍA DEL GÉNERO
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fueron el vehículo a través del cual el conocimiento popular y también científico
(por ejemplo, las clasificaciones de especies) se transmitió a un público más amplio.
Es cierto que la propuesta de Said ha sido crucial para los estudios poscoloniales, pero su esquema es algo simplista en el sentido de que su oposición binaria
entre Occidente y Oriente, entre colonizadores y colonizados, deja poco espacio
para posturas fluidas y ambivalentes (Domosh 1991; McClintock 1995; Yenenoglu
1998; Mills 2005; Dell’Agnese y Ruspini 2005). Además, Said minusvalora el papel
desempeñado por las mujeres en el encuentro colonial (recordemos el papel de
multitud de esposas de funcionarios u oficiales, misioneras, enfermeras, maestras,
incluso turistas, etc.). No hay que olvidar que la aparente trivialidad de la vida de
la mayoría de estas europeas en las colonias oculta probablemente un papel nada
desdeñable en un sistema imperial que era, en principio, muy androcéntrico (Kabbani 1986; Pratt 1992; Lewis 2004; Rossi 2005).
Por esta razón, los planteamientos de Said han sido criticados ampliamente
desde los estudios feministas y poscoloniales (Blunt y Rose 1994; McEwan 2000;
Cerarols 2008). Es cierto que la posición peculiar de las mujeres, entre el discurso
del colonialismo y el de la feminidad, podía aportar algunos elementos de contradicción al encuentro colonial que, en último término, acabasen convirtiéndose en
una crítica de la posición colonial. La idea que subyace a una buena parte de esta
revisión feminista poscolonial es la esperanza de que las mujeres, colonizadas
ellas mismas por su género en su propio país, pueden quizás reconocer y oponerse
más abiertamente a la colonización basada sobre todo en la diferencia racial. Esta
posible ruptura interior permite explicar cierta ambivalencia o ambigüedad con el
proyecto colonial que con frecuencia se observa en las narrativas de mujeres. Y ello
tal vez permite que la mirada orientalista y colonialista sea menos avasalladora, más
compleja y, por tanto, no tan simplista como nos propone Said.
Pero las prácticas coloniales eran ambivalentes y la situación y la posición de
las mujeres eran por lo general contradictorias. Las mujeres podrían compartir los
discursos del poder colonial en las colonias, pero no en la metrópolis, y esta dualidad
tiene su origen en los discursos patriarcales y coloniales de la diferencia. A la mujer
occidental se la marginaba en el contexto patriarcal de su país de origen —donde
su función social se concebía primordialmente en términos de inferioridad de género—, pero en las colonias, la percepción de la superioridad racial podía ser más
fuerte que la inferioridad de género.
Es evidente que las narrativas de viajeras están, en algunos aspectos, muy determinadas por el hecho de que sus autoras son mujeres (Blake 1992; Mills 2005).
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Exhiben una serie de características distintivas que, en su mayor parte, derivan
del proceso de socialización específico de las mujeres, así como de la naturaleza
misma del tipo de viaje que acostumbraban a emprender. En efecto, pocas veces
las mujeres viajaban en misión oficial, por lo que sus descripciones no tenían que
satisfacer a un superior ni tampoco tenían que reforzar su reputación profesional.
Por ello, sus textos podían permitirse mayores libertades y no estaban sujetos a
consideraciones dictadas por una estrategia profesional o política; además, tienen
un mayor interés etnográfico y antropológico y son una fuente inestimable para
conocer las poblaciones nativas y la vida cotidiana de los países visitados.
Se ha recordado asimismo que la categoría de género no puede aislarse de las
de nación, raza y clase y que el análisis debe incluir la interacción entre todos estos
componentes; es decir, se ha de analizar desde la interseccionalidad (McClintock
1995; Rodo 2014; Cerarols 2015). En todos los casos, viajeros y viajeras eran “forasteros/as”, pertenecientes a otra raza, otra nación y otra cultura, algo que no siempre
se ha tenido en cuenta tan explícitamente como es necesario. De igual modo, el
estudio de las narraciones de viaje no ha prestado la atención que merece a la categoría de clase social (Secor 1999), tal como se desprende del estudio comparativo
de nuestras viajeras.
Gertrude Bell (-): “la reina del desierto”
Aventura y exploración
En el momento de su muerte, en 1926, Gertrude Bell era ya una leyenda, y no es de
extrañar que dos días después The Times publicara una declaración de la Cámara
de los Comunes en estos términos: “Miss Gertrude Bell, cuya muerte anunciamos con
gran pesar, era quizás la mujer más distinguida de nuestro tiempo en el campo de la
literatura, la arqueología y la exploración de Oriente” (The Times, 13 de julio de 1926).
Sin embargo, su fama fue pronto eclipsada por la de su excéntrico amigo y
aliado T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia (Gordon 1994;
Wallach 1996; Howell 2008). Y, curiosamente, no fue sino hasta la guerra de Irak
en el 2003 que volvieron a aparecer referencias a Gertrude Bell en los medios
de comunicación, ya que ella tuvo mucho que ver con el nacimiento del Irak
moderno y con la determinación de sus fronteras meridionales (Garcia-Ramon
2002; Lukitz 2006).
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Bell nació en el condado de Durham (Reino Unido), cerca de Newcastle, y su
familia poseía una de las mayores fortunas industriales de Gran Bretaña. Fue una
de las primeras mujeres en licenciarse en Oxford (en Historia Moderna). Estaba
muy dotada para las lenguas y podía hablar francés, alemán e italiano, y más tarde
aprendió persa, árabe y algo de turco. Su primer viaje a Oriente tuvo lugar en 1892,
cuando visitó a su tío, que era embajador británico en Teherán. Tuvo varias relaciones amorosas durante su vida, pero nunca se casó, por lo que disfrutó de una
gran libertad para sus viajes.
Gertrude Bell publicó varios libros, escribió innumerables cartas dirigidas
a su familia y amistades (Bell 1987) y un diario (no publicado). También redactó
numerosos informes políticos confidenciales para las autoridades británicas sobre
la situación en Mesopotamia. Todo este material puede consultarse en el Fondo
Gertrude Bell de la Universidad de Newscastle.
En 1913, Gertrude emprendió un viaje a Hayil —actualmente al norte de Arabia
Saudí— partiendo de Damasco; luego pasó por Palmira y Bagdad, se adentró en el
Nefud y regresó a Damasco por el sur, a través del actual desierto jordano. Este viaje
le iba a dar mucha notoriedad, por lo que durante la Primera Guerra Mundial el
Arab Bureau del Servicio Británico de Inteligencia Militar en El Cairo le solicitó su
colaboración. Posteriormente fue nombrada secretaria para Asuntos Orientales del
Alto Comisionado Británico en El Cairo, primero, después en Basora y finalmente
en Bagdad, pero su puesto era semioficial y con un salario más bien simbólico. Su
posición social y económica en Inglaterra y sus conexiones familiares la ayudaron
a alcanzar estos puestos, como se deduce de una carta de recomendación de 1915
de Lord Cromer, uno de los hombres más influyentes en todo lo que se refería al
Oriente Medio:
Miss Gertrude Bell, que es gran amiga mía, va a viajar a Egipto [...] es hija de Sir Hugh
Bell, bien conocido en la política inglesa y dueño de una muy importante siderúrgica
de Middlesbrough. Hace años que la conozco y sabe más de los árabes que casi ningún
otro inglés o inglesa en la actualidad [...] Le recomiendo muy vivamente a Miss Bell en
el caso de que tenga ocasión de encontrarse con ella (sad 135/6/12).
Gertrude Bell tomó parte en las negociaciones sobre la Mesopotamia ocupada por
los británicos y apoyó también los planes de T. E. Lawrence para colocar al emir
Faisal en el nuevo reino de Irak. Este era de la familia hachemita de La Meca y había dirigido —junto con Lawrence— las fuerzas árabes contra los turcos durante
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la famosa marcha sobre Damasco. En 1921, Bell participó en la Conferencia de El
Cairo en la que se proclamó a Faisal como rey. Gertrude tuvo al principio una gran
influencia sobre el nuevo rey y por ello se la ha denominado “la reina sin corona de
Mesopotamia”. Bagdad se convirtió en su residencia permanente, pero su influencia
empezó a desvanecerse poco después de la proclamación de Faisal como rey. Como
no era propiamente funcionaria de la Colonial Office ni tampoco diplomática de
carrera, Gertrude dejó de ser útil para la política de Londres en Oriente Medio. Por
aquel entonces, su salud se iba deteriorando y el 11 de julio de 1926 la encontraron
muerta en la cama, probablemente a causa de una dosis fatal de barbitúricos.
Sus conocimientos sobre los territorios de Oriente Medio
Gertrude Bell mantuvo una constante relación con la Royal Geographical Society
(rgs). Allí, siguió varios cursos sobre proyecciones de mapas y, en sus viajes, solía
llevar un teodolito para hacer mediciones de latitud, que luego enviaba a la rgs. En
1913 fue elegida miembro de esta (fue una de las primeras mujeres, poco después de
que ellas fueran admitidas). En 1918 fue distinguida con la medalla de oro de la rgs
por sus exploraciones en el desierto de Arabia. Bell publicó dos artículos sobre sus
viajes en la revista de la organización (Bell 1910, 1914). Asimismo, la rgs le rindió
un homenaje póstumo en el que su presidente destacó la importante contribución
que Bell hizo al conocimiento de territorios casi desconocidos por los occidentales
hasta aquel momento (Hogarht 1927).
Su aportación más significativa a la exploración geográfica fue el mencionado
viaje en 1913-1914 al oasis de Hayil, situado estratégicamente sobre la ruta principal
desde Bagdad hasta la Meca y prácticamente desconocido para los occidentales.
Viajó con 20 camellos, dos guías, un cocinero y tres camelleros. Tras numerosas
dificultades, alcanzó Hayil, gobernada por la casa de Ibn Rashid, la gran rival de
la casa de Ibn Saud (la actual casa reinante de Arabia Saudita). Pocos europeos
habían estado allí, y los informes que obtuvo Gertrude Bell sobre Ibn Rashid y
sus relaciones con la casa de los Saud fueron de gran valor durante la Primera
Guerra Mundial.
Bell cartografió una importante línea de pozos en el ángulo suroeste del Nefud
(el gran desierto de Arabia), y el resultado de mayor valor estratégico de su expedición fue el de los datos que acopió sobre los grupos tribales que se encontraban
entre la línea del ferrocarril del Heyaz por un lado, y el Sirham y el Nefud por otro.
Sus explicaciones detalladas fueron de particular utilidad para Lawrence durante
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la famosa campaña árabe (la denominada marcha sobre Damasco) de 1917 y 1918.
A propósito de esto, el alto comisionado británico en Bagdad comentó en la mencionada sesión necrológica de Bell que se llevó a cabo en la rgs:
Todos Uds. han oído hablar de los éxitos extraordinarios del coronel Lawrence, que
ciertamente lo fueron [...] pero no siempre se es consciente de que para hacerlos posibles fue necesaria una larga preparación previa, y yo atribuyo gran parte del éxito de
las empresas del coronel Lawrence a la información y a los estudios en los que Miss
Bell tuvo una participación muy destacada (Cox 1927: 19).
Gertrude Bell, ¿cómplice del imperio británico?
En los informes confidenciales al gobierno británico, Gertrude señalaba las dificultades de establecer un gobierno nacional sobre los diversos grupos que vivían
dentro de las fronteras de Irak, sobre todo los chiitas y los sunitas, un tema aún de
gran relevancia en el Irak de hoy. Gertrude aconsejaba al gobierno británico que se
pronunciase a favor de la minoría sunita, ya que, en su opinión, era la más preparada:
Aunque los chiitas sean la mayoría [en Irak], los sunitas están indiscutiblemente más
avanzados como grupo que sus rivales, cuyo reducido grupo de hombres instruidos
está sumergido en un océano de gentes incivilizadas y nada maleables, mientras que
las clases que predominan entre los sunitas son terratenientes de linaje noble, eclesiásticos, políticos, funcionarios, profesionales, comerciantes y artesanos, un sólido
cuerpo de gente más o menos educada y sensible al progreso (sad 150/7/83-86).
Entre chiitas y sunitas existía (y aún existe) en Irak una diferencia real de clase
social, ya que los primeros eran sobre todo la población rural más pobre de la Baja
Mesopotamia (y los poderes coloniales siempre supieron que sacarían muchas
ventajas si jugaban con el enfrentamiento de las diversas minorías o grupos).
Es importante señalar que los informes oficiales confidenciales de Bell
muestran una mezcla característica de valoraciones personales y psicológicas,
al lado de juicios políticos. Así, por ejemplo, todos los prejuicios de la mirada
orientalista sobre los gobernantes no occidentales se revelan en el retrato que
Bell hace de Abdelaziz Ibn Saud, fundador del Estado saudita y padre de todos
los reyes sauditas hasta ahora:
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A pesar de que es muy alto y ancho de espaldas, transmite la impresión, tan común en
el desierto, de un cansancio indefinido, que no es individual sino racial, la fatiga secular
de un pueblo antiguo y autocontenido [...] sus movimientos estudiados, su sonrisa lenta
y dulce, y la mirada contemplativa de sus ojos con los párpados caídos, aunque
refuerzan su dignidad y atractivo, no se ajustan a la concepción occidental de lo
que es una personalidad vigorosa (Bell, Informe confidencial sobre Mesopotamia: 30-31).
Es un retrato con todos los tópicos orientalistas, y de una manera sutil nos transmite
el mensaje de que los europeos son superiores.
En 1917, el rey Jorge v le concedió el nombramiento de Commander of the
British Empire, y no es de extrañar, ya que Bell empleó siempre sus conocimientos
y sus viajes para favorecer la causa del imperio británico. En sus escritos queda muy
claro que nunca pensó que su decidida lealtad al imperio pudiera ser perjudicial,
o siquiera que dejara de coincidir con los intereses de los árabes, a los que con
frecuencia se refería en un tono paternalista como ese “niño muy viejo” (Bell 1987).
Esta metáfora del niño viejo para referirse al oriental o al árabe tiene connotaciones
muy características del orientalismo.
Identidad y género en la personalidad de Bell
Gertrude se sintió a menudo prisionera de las limitaciones que la vida social le imponía debido a su sexo, y en numerosas ocasiones se lamentó de ello en sus escritos.
Pero, como mujer, era consciente de que tenía también ciertas ventajas. Le era más
fácil establecer contactos con la población local y se le abrían más oportunidades
de recoger información valiosa. Por ejemplo, durante su breve encarcelamiento (o
retención en el lujoso harén) en Hayil, donde solo podía ser visitada por mujeres,
obtuvo información crucial de una circasiana que había sido concubina del último
emir con quien entabló cierta amistad. En parte, porque era mujer, y una mujer en
el servicio exterior era una novedad, los árabes la consideraban como “semioficial”,
lo que explica que acudieran a ella con noticias y habladurías que no habrían
contado a funcionarios británicos, pero que podían ser muy reveladoras desde una
perspectiva política.
Gertrude también aprovechó sus cualidades femeninas como anfitriona para
organizar cenas en su casa de Bagdad, en las cuales los jeques locales y los miembros de la administración colonial eran invitados para que pudieran discutir de
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cuestiones políticas de manera informal y menos rígida. Pero Gertrude llegó a ser
famosa en Oriente Medio por lo que sus contemporáneos denominaban cualidades
“masculinas”. El presidente de la rgs dijo en el acto póstumo: “Miss Bell es todavía
muy bien conocida a lo largo y a lo ancho del mundo árabe [...] no creo que ninguna mujer europea haya alcanzado tanta reputación. Tenía todo el encanto de una
mujer combinado con muchas de las cualidades que atribuimos a los hombres. Se
la conocía en Oriente por estas cualidades masculinas” (Hogarth 1927: 21).
En sus viajes, Gertrude se comportaba siempre como una lady y vestía trajes
victorianos largos e incómodos. Y mientras viajaba por el desierto, llevaba consigo un baúl con lencería fina y vestidos elegantes que siempre se ponía (incluso
cuando estaba sola) para la cena. Es cierto que era una norma entre los funcionarios y militares británicos en las colonias, incluso durante sus viajes, vestir de
manera muy formal en determinados momentos. Gertrude tenía muy claro (al
igual que los funcionarios británicos) que estos rituales servían para mantener
un sentido de identidad cultural frente al otro y para perpetuar la ideología del
gobierno imperial.
Es curioso constatar que Bell seguía con mucho interés la última moda de
París y de Londres y a menudo le pedía ayuda a su madre adoptiva en sus compras:
“Me permite que le pida cuatro blusas, por favor, Crêpe de China, a ser posible dos
de color marfil y dos de color rosado. Envío con esta unos anuncios de Harrods
que son elegantes, especialmente el que he señalado. Agradecería también mucho
si pudiera encontrarme y enviarme una chaqueta verde de seda con botones de
plata” (Bell 1987: 340).
De esta carta se desprende fácilmente su extracción social y su identidad de
clase. No en vano una de las necrologías publicadas a su muerte en el diario The
Times se titulaba “Moda de París y modales de Mayfair en los desiertos de Arabia”.
Isabelle Eberhardt (-): una nómada apátrida y apasionada
La leyenda de una vida
Isabelle Eberhardt nació en Ginebra, Suiza, en 1877. Su madre, casada con un general
perteneciente a la aristocracia rusa, huyó a Suiza en 1872 con el tutor de sus hijos,
un anarquista ruso que había sido sacerdote ortodoxo; él fue el padre de Isabelle y
quien dirigió su educación inculcándole el inconformismo que marcaría toda su
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vida. Fue también él quien la alentó a que usara ropa masculina, le enseñó a cabalgar
y le dio clases de árabe. Ávida lectora de Pierre Loti, se sintió atraída por Oriente y,
en 1897, ella y su madre partieron hacia la ciudad argelina de Bonne (actualmente
Annaba), donde ambas se convirtieron al islam. Isabelle pronto se sintió muy cercana
a los musulmanes y empezó a escribir una serie de relatos breves para la revista
L’Athénée que mostraban imágenes de la vida local (Behdad 1994). Su madre murió
a los seis meses de llegar, circunstancia que marcó el principio de su vida nómada.
Vestida como un hombre árabe y usando su nuevo nombre, Si Mahmoud, adquirió
un caballo y se dirigió al Sahara. Por diversas razones legales, Isabelle perdió su
herencia y vivió el resto de su existencia en la más absoluta pobreza.
En 1900, en El Oued, se casó con un joven militar argelino que era miembro
de una orden sufí, la Qadriya, en la que Isabelle también fue iniciada. Por parte de
las autoridades coloniales, su presencia era vista como peligrosa para la ley y el
orden, de manera que fue expulsada de Argelia un par de veces, aunque pudo volver. Coincidió en Argel con Barrucand, director de El Akkar, una revista bilingüe
favorable a una política colonial “suave” en la que empezaría a colaborar. Barrucand
la presentó al general Lyautey, quien propiciaba una “penetración pacífica”, más
que una conquista militar. El general comprendió muy pronto que el dominio que
Isabelle tenía del árabe vernáculo y su amplio conocimiento de las tribus locales
y de la cultura islámica la convertían en un recurso muy valioso en la obtención
de información para el aparato colonial francés. Paralelamente, su boda con un
musulmán afrancesado y su pertenencia a la Qadriya le daba acceso a lugares que
ningún otro europeo osaría penetrar. Así pues, le propuso dirigirse al desierto del
sur de Orán para informar acerca de aquellos territorios todavía desconocidos, de
las tribus allí radicadas y de sus actividades. La proposición encajó con su deseo
de libertad y de cabalgar por el desierto y, mientras su marido se quedaba en el
norte, ella se fue al sur con el permiso del ejército francés que le confería plena
libertad de movimiento en la zona. En 1904 murió repentinamente durante una
de las típicas tormentas del desierto en el oasis de Aïn Sefra (Chancy-Smith 1992;
Garcia-Ramon y Albet 1998).
Isabelle, que siempre tuvo grandes deseos de hacerse un nombre en el mundo
de la creación literaria, publicó diversos libros con diferentes seudónimos (muchos de
ellos editados de forma póstuma por Barrucand). El contenido de sus escritos es
muy intimista y en ellos refleja la vida tradicional del desierto, algo que estaba
desapareciendo ante sus ojos, lo cual ella imputaba a la dominación colonial.
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¿Complicidad o resistencia frente a la ocupación colonial?
Isabelle fue bien conocida por sus afinidades y simpatías hacia los musulmanes,
y criticó abiertamente las políticas antiárabes de la administración francesa. Por
ejemplo, en Bône en 1899, cuando los estudiantes musulmanes se rebelaron contra
las autoridades coloniales francesas, Isabelle estaba entre ellos y escribía:
Si la lucha se convierte en inevitable, no dudaré ni un solo instante [...] quizá lucharé
por los musulmanes revolucionarios tal como lo hice por los anarquistas rusos [...]
aunque con más convicción y con un auténtico mayor odio contra la opresión. Me
siento ahora mucho más musulmana que entonces me sentía anarquista (citado de
su “Diario” por Kobak 1989: 63).
Es bien sabido que sus simpatías hacia los musulmanes y sus actividades en la
hermandad de la Qadriya, foro nativo de oposición política, no fueron del agrado
de los franceses y estaban cuidadosamente registradas en diversos informes policiales de Argelia. De hecho, en un momento en que la teoría de la asimilación
era un mito operativo, los intentos extravagantes de Isabelle por mantener un
“comportamiento nativo” (going native) cuestionaron seriamente dicha teoría y
sugerían que la cultura indígena tenía también sus propios méritos y virtudes.
Por supuesto, ello no podía ser tolerado por los colonizadores. Pero a pesar de que las
simpatías de Isabelle estuvieron siempre con los más desvalidos, y de que confió
románticamente en la justicia y la igualdad, nunca participó en ningún movimiento
político. Su revolución siempre adquirió tintes de evasión.
Isabelle siempre estuvo convencida de algunos de los beneficios de la administración francesa. Perteneció a la generación de eslavos librepensadores que vieron
en Francia la fuente real de todo liberalismo. Así, cuando la acusaron de actividades
antifrancesas escribió: “Siempre que puedo les explico [...] a mis amigos nativos que
la dominación francesa es mucho mejor que tener otra vez a los turcos o a cualquier
otro poder extranjero” (Eberhardt 1988: 87). Esta ambivalencia puede ayudarnos a
entender algunas de sus actividades y, especialmente, las llevadas a cabo durante
su último año en el desierto del sur.
Los relatos que ella escribió plasman la vida en Tafilalet, en el Sahara fronterizo
con Marruecos. Describe a los soldados nativos con los que viajó y con los que se
identifica. También presenta la vida en los oasis de la región y las costumbres de
las tribus nómadas, y se lamenta de unas formas de vida que desaparecen. Pero
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también piensa que algunas de las políticas coloniales traerían desarrollo a estas
áreas depauperadas:
Para justificar nuestra presencia en el sureste de Orán, Francia tiene el imperativo deber
de asegurar una paz benévola en la zona y utilizar todo tipo de iniciativas económicas
para mejorar la situación del país [...] Sin ello, la conquista de esta zona [...] será una
empresa inútil que cualquier persona sensible no dudará en condenar severamente
(Eberhardt 1993).
De hecho, poco a poco Isabelle fue adquiriendo una posición comprometida en
relación con las políticas de Lyautey, y acabó identificándose parcialmente con ellas.
Finalmente parece como si Isabelle hubiera encontrado en los planes de Lyautey un
lado “humano” del colonialismo que debería traer paz y desarrollo. Es verdad que el
viaje al desierto del sur le dio al estilo de vida de Isabelle el carácter que tanto había
deseado y que le había sido negado por los colonos europeos del norte, pero pagó por
ello un precio muy alto, perdiendo su voz independiente. La muerte prematura de
Isabelle le evitó, al menos, el dolor de constatar que la política colonial de Lyautey,
que ella tanto alabó, culminó como tantas otras políticas coloniales para las que la
paz significa simplemente intimidación.
Pero las nuevas generaciones de escritores del Magreb independiente consideran que los escritos de Isabelle fueron los primeros en denunciar la alienación
cultural de los colonizadores, y para muchos argelinos ella representa la defensa de
los valores nacionales en el momento culminante de la época colonial y la consideran una precursora de los escritores magrebíes francófonos: “La obra de Isabelle
es notablemente proto-posmoderna y poscolonial: su enfoque sobre la realidad
del Magreb es percibido por muchos lectores actuales magrebíes como un intento
pionero […] de la revisión del orientalismo” (Abdel-Joual 1993: 101).
Encuentro colonial y travestismo en Isabelle Eberhardt
Robin Longhurst (2007) ha constatado que el privilegiar lo conceptual por encima
de lo corpóreo ha sido uno de los supuestos básicos del conocimiento geográfico, y
Judith Butler (1990) ya afirmaba hace años que el cuerpo se convertiría en una cuestión clave en la investigación feminista poscolonial y posmodernista. En el caso de
Isabelle Eberhardt, este enfoque resulta sumamente fructífero. En efecto, Eberhardt
parece entrar y salir de su género del mismo modo que sus simpatías iban y venían
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de los colonizadores a los colonizados. La adopción de un nombre musulmán para
sus viajes y sus escritos revela las múltiples dimensiones de las transgresiones de
Isabelle. Escogió un nombre masculino, Si Mahmoud Saadi, simulando un joven
estudioso árabe en búsqueda del conocimiento coránico (Rice 1994). Esta elección de
identidad puede interpretarse como una transgresión deliberada o como un rechazo
de un rol de género impuesto. ¿O acaso era tan solo un medio para ser admitida
en ámbitos prohibidos para las mujeres, incluso las musulmanas? En parte, esto lo
sugieren sus propias explicaciones:
Puedo pasar completamente inadvertida por cualquier sitio, una posición excelente
para la observación. Si las mujeres no pueden hacerlo es porque su vestido llama la
atención. Las mujeres siempre han sido hechas para ser miradas, y todavía no parecen
muy preocupadas por este hecho. Creo que esta actitud da demasiadas ventajas a los
hombres (Eberhardt 1993: 38).
Pero su travestismo tenía raíces en su infancia, cuando lo fomentó Trophimowsky,
y se ha dicho también que era fruto de las necesidades de su vida nómada, lo que
complica más la cuestión.
Eberhardt no solo se vestía como un hombre, sino como un árabe, subvirtiendo
otra forma de hegemonía y traspasando así una frontera cultural: un hombre europeo podía ocasionalmente vestir como un árabe, pero nunca podía hacerlo una
mujer europea. El travestismo de género y de cultura de Isabelle provocaba la abierta
hostilidad de los colonos franceses. Entre los árabes era recibido con indiferencia,
ya que ella era europea y este era el único hecho fundamental, desde el punto de
vista de los nativos.
Pero Isabelle era muy consciente de la diferencia entre su identidad femenina
europea y el papel de joven árabe que ella había adoptado. Ella escribe con frecuencia:
“nadie conoce mi verdadera identidad”, reconociendo el divorcio entre su identidad
real y su identidad adoptada, y por ello aceptando el género como categoría construida. En su búsqueda de una identidad y en su huida de aquella que aborrecía,
Isabelle tomó diversos nombres exóticos, masculinos y femeninos (siempre árabes
o rusos), aunque en sus últimos años casi siempre utilizó el nombre de Si Mahmoud
Saadi, tanto en sus escritos como en su vida diaria. Este cruce de fronteras de género y culturales perturbaba profundamente las imágenes estereotipadas de Oriente
y del otro y, en definitiva, de la identidad colonial, basada en la diferenciación y
discriminación racial.
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A título de conclusiones
Los escritos y las vidas de Bell y Eberhardt nos ofrecen elementos importantes para
la creación de una imagen de otredad —situada en un espacio entonces remoto y
exótico— y también nos revelan la complejidad de la experiencia del encuentro
colonial. Tanto Isabelle como Gertrude desempeñaron un papel significativo en
sus respectivas áreas coloniales del mundo árabe, si bien la ambivalencia que hemos
detectado en sus obras cuestiona abiertamente la noción simple de otredad, tal y como
es presentada en la obra de Said. El estudio de las trayectorias de estas dos mujeres
pone asimismo de relieve la centralidad de la categoría de género que —combinada
con las de raza, nacionalidad, identidad y clase social— constituye un instrumento
analítico muy útil para examinar las narraciones de viajeras en el encuentro colonial.
En efecto, no se puede afirmar —tal como hace una buena parte de la literatura
feminista poscolonial— que las viajeras o exploradoras, por su condición de mujer,
tengan una actitud menos racista o más crítica con el proyecto colonial. El análisis
interseccional nos descubre un panorama mucho más complejo.
Para Bell, el viaje hacia Oriente significaba la libertad; es decir, la misma conceptualización del Oriente significaba la posibilidad de la aventura, de la huida
que permitía trascender los confines de la domesticidad tradicional, en este caso
para escapar de los estrechos márgenes de la vida de una joven de clase alta de la
Inglaterra de su tiempo. Pero esta libertad fue solo la de convertirse en una versión
singular del Englishman imperial. Gertrude aprovechó el imperio para disfrutar de
una forma especial del poder que no habría podido tener en su Inglaterra nativa,
y lo hizo sin cuestionar nunca la superioridad imperial de Gran Bretaña. En contraste con su actividad “masculina” cuando se hallaba en Oriente, en su país Bell se
mantuvo dentro de las barreras más convencionales de género. Sin embargo, y al
mismo tiempo, se las arregló para establecer una cercanía personal con muchos de
los árabes con quienes trabajó y dio una publicidad entusiasta a su historia pasada.
Su actitud y comportamiento —que podemos leer entre líneas en sus textos— son
muy diferentes de los que se observan en informes “más objetivos” de funcionarios
coloniales mucho más preocupados por su carrera administrativa o política.
Para Isabelle Eberhardt, el Oriente (en su caso, África del Norte) fue también un
lugar de emancipación personal y un medio de huir de las convenciones rígidas de
la sociedad europea. Y no solo huir del rol de género, sino también de su particular
problema de superposición de identidades y nacionalidades (¿era rusa, francesa,
suiza o magrebí?). Al contrario que en el caso de Bell, el discurso de Eberhardt
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constantemente difumina las fronteras entre el colonizador y el colonizado. Ella
es una disidente frente al estereotipo colonial predominante; sin embargo, su
vida y sus escritos muestran que una mujer que había sido considerada indeseable
por la administración colonial francesa podía llegar a ser instrumentalizada para
la penetración colonial. Eberhardt transgredió las normas europeas de género e
identidad y, en general, sus valores culturales, pero la autoexploración íntima que
en realidad constituyen sus viajes por el desierto solo fue posible bajo condiciones
coloniales. Cruzar y volver a cruzar fronteras —entre géneros, idiomas, religiones
y culturas— atestigua su capacidad para desafiar posturas patriarcales, feministas,
coloniales o poscoloniales. Pero los últimos escritos de Eberhardt y sus actividades en
el desierto del sur argelino sugieren que su nunca satisfecha realización personal
en el espacio colonial la llevó a posturas cada vez más ambiguas, hasta identificarse
con uno de los aspectos del proyecto colonial: el que encarnaba el general Lyautey con
sus planes de “penetración pacífica” en el Sahara. Sus orígenes nacionales y de clase,
tan complicados, deben tenerse en cuenta para la comprensión de sus ansiedades, y
explican muchos rasgos de su postura ante el conflicto entre colonizadores y colonizados, un conflicto en el que ella era a la vez testigo y agente.
En conclusión, la vida y los escritos de Isabelle y de Gertrude son claramente
distintos, incluso contradictorios, pero arrojan mucha luz sobre la fluidez de las
nociones de género, raza, nación y clase y demuestran la complejidad de los papeles
políticos e ideológicos que desempeñaron las mujeres en las colonias. Asimismo,
sus textos presentan una visión ambivalente y fluida del encuentro colonial en
el Oriente, en vísperas de ser colonizado. En todo caso, se trata de una visión de la
Otredad más matizada que la que nos sugiere Said y que la que se desprende de las
narrativas de viaje masculinas.
Bibliografía
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Espacio y tiempo en la antropología feminista:
cronotopos y evocación
Teresa del Valle Murga1
Apuntes para una propuesta metodológica
Mi interés en el espacio y el tiempo guarda una relación estrecha con mi experiencia
etnográfica y, más en concreto, con mi búsqueda por descifrar los mecanismos de
subordinación que anidan y actúan en los sistemas y relaciones de género como
sistemas de poder. Para responder a ello indago en los orígenes literarios del cronotopo a partir de Mijail Bajtin y los analizo desde una perspectiva feminista en
antropología social.
Uno de mis intereses actuales es proponer herramientas metodológicas que
faciliten identificar en el trabajo de campo intensivo tanto fenómenos sociales
amplios como específicos, así como estudiar formas de aproximación tanto
observables como simbólicas. Intento, además, que estas herramientas sirvan
para desentrañar desigualdades insertas en los sistemas de género como sistema
de poder y para detectar emergencias de cambios y de creatividad situada desde
donde descifrar tensiones, grietas y fisuras.
El espacio y el tiempo son multifacéticos y abarcan la vida personal, el entorno
de la cotidianidad doméstica, las relaciones laborales, los sistemas de representación a nivel individual y colectivo, así como el ámbito amplio de la política. En
1
Profesora en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea.
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TERESA DEL VALLE MURGA
su estudio he descubierto conceptos que me han resultado de interés a la hora
de diseñar estrategias metodológicas para acceder al planteamiento y análisis de
núcleos de conocimientos y prácticas, así como a sistemas de representación. Me
interesa constatar la clase de incidencia que tienen y las posibilidades o coerciones
que ejercen a la hora de generar cambios que potencien la intercambiabilidad y la
fluidez en las relaciones sociales. Para ello me centro en el concepto de cronotopo
y en las posibilidades que ofrece para el estudio de permanencias, emergencia y
cambios en las estructuras y relaciones de género.
Defino el cronotopo general como la conjunción de tiempo y espacio. Los
cronotopos, que tuvieron sus orígenes en el análisis literario, se inscriben hoy en
la teoría y en la práctica etnográfica, y es posible detectarlos y estudiarlos desde la
etnografía situada y multisituada. Los cronotopos captan, resumen y amplían significados, y son generadores, en muchos casos, de poder evocador, de la memoria
encarnada y de universos simbólicos. Los cronotopos pueden ser fenómenos tanto
reales como simbólicos; tienen carácter catártico al ser desencadenantes de la vida
social y de un universo no siempre visible.
En la aproximación al estudio de cronotopos distingo entre cronotopos generales y específicos. La diferencia entre ambos radica en que los primeros pueden
considerarse referenciales por su aproximación, temática y amplitud, mientras que
los segundos son específicos, como su nombre lo indica. Los cronotopos generales
abarcan cuestiones, temáticas, problemas amplios, mientras que los específicos se
centran en una temática, acción, problema o representación concreta. El estudio
de ambos puede inspirar conexiones, saltos, retroalimentaciones simbólicas, de
manera que puede llevar a detectar e identificar el sentido. Por sentido entiendo
la presencia de hilos conductores, como puede ser la memoria, la corporeidad que
emerja en el análisis.
La identificación de un cronotopo general de gran capacidad generativa real o
simbólica puede dar lugar a un despliegue metodológico que permita el estudio de
su manifestación en distintos lugares. Es lo que he denominado cronotopo multisituado. Se trata, en su mayor parte, de diferentes expresiones del mismo cronotopo
entre las que existen conexiones simbólicas, pero también de sentido compartido,
como se podrá ver en los ejemplos de este escrito. Un cronotopo concreto puede
estudiarse de manera multisituada.
Dentro de los cronotopos hago la distinción de lo que he denominado cronotopos genéricos. Los cronotopos genéricos son fenómenos espacio-temporales
donde se manifiestan situaciones, procesos generadores de desigualdades, opresio-
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nes surgidas de mandatos culturales, jerarquizaciones, que tienen como referente
interpretaciones sexuadas generalistas.
Los cronotopos pueden ser tanto observables como simbólicos. Pueden
identificarse en experiencias cotidianas en el medio en el que se vive. También
en otros lugares en los que puede ser más fácil que nos llamen la atención por
el desconocimiento del medio. Asimismo pueden detectarse en la lectura de los
medios de comunicación en su sentido amplio. En mi caso también lo han sido
artículos de periódico. Yo no soy habitual en las redes sociales, pero pueden ser
un buen medio para ello.
La etnografía es, sin duda, el medio idóneo para identificar cronotopos. Parto
de una concepción de la etnografía como una forma de conocimiento que llega
a través de la apertura y vivencia de la realidad. Vivencia polifacética de la que
rescato algunas características, como presencia, comunicación verbal y no verbal,
observación, escucha, sensibilidad a los silencios, intuiciones, emociones, empatía,
corporeidad. Es una aproximación a conocimientos altamente cualitativa que está
presente en cualquier situación. Cuando la pensamos como parte de un trabajo de
campo específico es más fácil adquirirla porque estamos a ello. En el medio habitual
puede ser más sorpresivo, pero para mí toda realidad comunica, inspira, conmueve,
cuestiona, estremece. Como científica social reconozco un acervo que me ha llegado de la tradición antropológica de trabajo de campo expresada en monografías,
de escuchar a antropólogas y antropólogos hablar de ello de manera personal, así
como de mi propia y variada inmersión. Y en la actualidad, por el potencial que he
descubierto al indagar en las teorías de Bajtin que constituyen un arcano del saber.
La detección de cronotopos nos lleva a iniciar, desarrollar la actitud y el pensamiento científico propio de las ciencias sociales y, más en concreto, de la práctica
etnográfica en la antropología social. Se trata de una avenida a la exploración de las
muchas posibilidades que tiene la investigación etnográfica, así como de construir
referentes donde podamos plantear problemas, diseñar objetivos, generar hipótesis
generales y específicas. También posibilita pensar de manera que discurra por lo
local, lo global, sin establecer dicotomías fijas. El proceso de identificación nos puede
llevar a cronotopos donde se dan confrontaciones estructurales, por ejemplo, en las
que se niega el recuerdo de acontecimientos en los que mujeres, de manera individual o colectiva, contribuyeron positivamente a soluciones ciudadanas, a problemas
laborales o políticos. Abre posibilidades de pensar a lo grande en el contexto de un
proyecto ambicioso de investigación y de captar lo pequeño al fijarse en la minucia
que puede desencadenar el poder evocador de transcendencias diversas.
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A lo largo del texto desgrano ejemplos de distintos cronotopos. Lo inicio con
dos en torno a la plaza como lugar de recuerdos donde se forja el desarraigo y la
memoria del futuro para luego definir y narrar un abanico de cronotopos genéricos.
Prosigo con un cronotopo general ubicado en la oscuridad y en las encrucijadas
y que ha sido central en el desarrollo de mi propuesta metodológica. Siguen dos
cronotopos específicos que muestran violencias y miedos que encarnamos muchas
mujeres, pero también emerge un tercer cronotopo: el efecto de la acción positiva de
la ciudadanía para denunciar la violencia y reforzar los derechos. Cierro ese apartado con cuatro ejemplos de cronotopos referenciales que analizan la contribución
de un cronotopo negativo en torno a una lengua minorizada, y la de un cronotopo
ritual que expresa simbólicamente un protagonismo excluyente. Concluyo con dos
ejemplos de cronotopos genéricos urbanos que reclaman y activan la ciudadanía de
las mujeres y resaltan la importancia del tejido de las redes sociales para superar
dicotomías y exclusiones.
Referencias y experiencias
Las diferencias en la percepción del espacio y del tiempo las vivimos de manera individual, pero también tienen que ver en muchos casos con experiencias
colectivas de distintos entornos. James E. Ritchie (1977: 189-191), a partir de sus
experiencias insulares, planteó la diferencia en las percepciones espaciales entre
personas que habitan en islas y aquellas que viven en zonas continentales. Aunque
también matizó que las diferencias entre islas llanas e islas elevadas podrían a su
vez ser distintas, una muestra de que las percepciones del espacio y las percepciones y vivencias del tiempo son amplísimas, tal como lo muestran otros estudios
específicos (Luque 1997: 9-19) y como se verá en la obra de Mijail Bajtin (1989).
La reflexión innovadora sobre el espacio en la antropología la sitúa Margaret
Rodman (1992) en la geografía y la sociología, y la circunscribe al concepto polisémico de lugar. Ello implica el paso de una concepción de características vinculadas
con el espacio físico a dotar al término de significados que aúnan simbolismo,
intersubjetividad, variabilidad, corporeidad. Se identifican e incorporan para su
estudio posibles emplazamientos que ofrecen las perspectivas de la multilocalidad y
la riqueza de significados provenientes de la multivocalidad que alude a la pluralidad
de significados. Rodman se nutre de las referencias y contenidos espaciales provenientes de estudios etnográficos de Melanesia y de su propio trabajo de campo en
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la república insular de Vanuatu en el sur del Pacífico. Explora el concepto de place
que se corresponde con el de lugar de Marc Augé (1995). Rodman considera que
las personas estamos situadas en lugares de la misma manera que lo estamos en
el tiempo y en la cultura, lo que implica una aproximación cualitativa propia de la
antropología que posibilite el acceso a realidades que resumen contenidos complejos
que no se hacen presentes en la observación superficial o en la visión meramente
espacial, sino que hay que reflexionarlos desde lo simbólico.
Es frecuente traducir lugar como el espacio donde se vive, se trabaja, se habita
individual y colectivamente. Sin embargo, dicha aproximación es plana y deja de
lado otras posibilidades de comprender la reflexión antropológica sobre voz y lugar y,
más específicamente, sobre multivocalidad y multilocalidad (Rodman 1992: 640). La
antropología potencia el sentido de lugar que genera identidad en la línea planteada
por Augé (1995). Se trata de la confluencia multisensorial de la dimensión espacial
y temporal que produce enclaves propicios para el estudio de significados diversos
que pueden reflejar tanto la cotidianidad como la complejidad ritual.
Rodman (1992: 647-651), en su interés por aproximarse a la comprensión de
la entidad de los lugares, ha encontrado referentes en sus investigaciones en Melanesia, y es importante su concepto de paisajes sociales. En mi caso, los ejemplos
y reflexiones provienen de mi trabajo de campo en Micronesia, sobre todo en la
isla de Guam (Del Valle 1979); de observaciones efectuadas en distintos lugares y
tiempos en México, y de trabajo de campo en zonas rurales, costeras y urbanas en el
contexto vasco. La importancia de la evocación la descubro en el trabajo de campo
de Korrika, ritual contemporáneo reivindicativo del euskara2 (Del Valle 1988, 1993).
La experiencia enseña que hay muchas categorías de tiempo, y lo mismo sucede
con el espacio. Para mí ha sido inspiradora la aproximación de Alan Lightman en
Los sueños de Einstein (1993). Presenta la íntima relación entre los acontecimientos
y la vivencia que las personas tienen del tiempo. Habla de un tiempo mecánico y de
un tiempo corporal. Ve que el primero lo marca el reloj, mientras que el segundo
pertenece al corazón, a los sentimientos, a las emociones. Sobresale la subjetividad de la experiencia y de las consecuencias que pudieran tener los cambios en
la organización del pasado, del presente y del futuro en el ámbito personal, pero
también como consecuencia del impacto que las pautas culturales y la acción de
los sentimientos tienen sobre el devenir.
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Euskara: lengua vasca.
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Aproximación teórica al cronotopo
Mi primera referencia teórica la sitúo en la antropología posmoderna de la década
de 1990, en momentos de búsqueda académica de nuevas formas de escritura para la
transmisión de la experiencia etnográfica. La debo a referencias de Carlos Reynoso
en relación con el lenguaje (1991: 25) y a una cita de James Clifford sobre la obra del
pensador Mijail Bajtin:
Un cronotopo, por ejemplo, denota una configuración de indicadores espaciales y
temporales en un escenario de ficción en donde (y cuando) tienen lugar acontecimientos. No se puede situar históricamente un acontecer sin recurrir implícita o
explícitamente a cronotopos, que vendrían a ser equivalentes espacio-temporales de
lo que en antropología llamaríamos más bien contextos.
En el cronotopo artístico literario, los indicadores espaciales y temporales se fusionan
en un todo concreto cuidadosamente pensado. El tiempo, por así decirlo, se torna
espeso, toma carne, se hace artísticamente evidente; del mismo modo, el espacio se
torna cargado y sensible a los movimientos del tiempo, el argumento y la historia
(Bajtin 1981, cit. en Clifford 1995: 84).
En su definición, y basándome en mi investigación sobre la memoria individual y
social, comprendí que también estaría inserta en el cronotopo la corporeidad del
recuerdo-olvido (Del Valle 1995: 14-22).
La definición clarividente de Bajtin fue una guía para adentrarme en su obra,
reflexionar y contextualizar acerca de las fuentes, contenidos, corporeidad del
cronotopo y, por ello, de la corporeidad de la memoria, temas de mi interés en
aquellos momentos y que guían mi investigación en el presente. Descubrí también
que, a diferencia de Reynoso, que ve el cronotopo vinculado en su identificación con
un contexto, mi opinión era de establecer la diferenciación entre cronotopo y
contexto, paso que, como explicaré más adelante, refuerza la identidad diferenciada
de ambos. La reflexión sobre el potencial del cronotopo despertó mi interés por
adentrarme en sus posibilidades para la investigación antropológica. Por ejemplo,
para descubrir fenómenos presentes en la vida real con el fin de identificar claves
de opresión y dominación, así como de búsqueda para erradicarlas, aproximación
presente en enfoques de la crítica feminista en antropología social.
El objetivo de mi reflexión es poner en valor la capacidad para llegar a la abstracción mediante el reconocimiento de indicadores tempoespaciales donde suceden
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historias, así como para identificar fenómenos sociales y poder captar sus cambios, como se verá más adelante. En el cronotopo el tiempo y el espacio están en
una interacción continua con lo que consideraríamos ser sus componentes, tanto
reales como simbólicos, y donde el cronotopo tendría su propio contexto. Según
James Clifford, los cronotopos están ya presentes en la obra de Levi-Strauss “en
Tristes trópicos, en donde los lugares específicos (Río, el Matto Grosso, los lugares
sagrados de la India) aparecen como momentos de un orden humano inteligible,
rodeados por corrientes de cambio” (Clifford 1995: 25).
La singularidad de Bajtin y su universo literario
Reynoso considera que Bajtin ocupa un lugar en la antropología posmoderna
como fuente de inspiración, crítico literario y semiótico. Reconoce su aportación
a la elaboración de marcos de análisis y su diseño de indicadores espaciales y temporales en un escenario de ficción en el que tienen lugar ciertos acontecimientos.
En su validación del cronotopo expresa que “no se puede situar históricamente un
acontecer sin recurrir implícita o explícitamente a cronotopos, que vendrían a ser
equivalentes espacio-temporales de lo que en antropología llamamos más bien
contexto” (Reynoso 1991: 25).
En su análisis de la novela histórica griega, Bajtin muestra la gran diversidad
que ofrece un concepto específico. Así se pregunta: “Pero ¿cuál es la esencia de ese
tiempo de la aventura en las novelas griegas?” (1989: 242). Ve que es un tiempo que
omite la duración real, que está fuera del devenir. El tiempo vivido por los héroes y
sus experiencias no cuenta ni deja mella en la vida real de los héroes (1989: 243-245).
Este énfasis en el reconocimiento de la diversidad de los tiempos es transferible a la
lectura y práctica etnográfica, por ejemplo, Evans-Pritchard (1971), Turner (1980),
San Román (1976), Ott (1981), Douglas (1969). La aceptación de la diversidad que
representa el cronotopo es básica para el desarrollo de su potencial metodológico
en el diseño y ejecución del trabajo de campo, tarea que requiere gran sensibilidad
ante la diversidad que ofrecen sociedades y culturas.
Bajtin se introduce en su fuente de inspiración, la antigua literatura griega,
para ir analizando al detalle los diferentes tiempos que presentan las historias. Y
simultáneamente descubre lo que identifica como un tipo de grieta que muestra la
existencia de acontecimientos e historias que no forman parte de ningún tiempo
histórico: “En ese tiempo no se modifica nada: el mundo permanece como era,
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tampoco cambia la vida de los héroes desde el punto de vista biográfico, sus sentimientos permanecen invariables y las personas ni siquiera envejecen. Ese tiempo
vacío no deja ninguna huella, ningún tipo de indicios de su paso” (1989: 244).
Es esta una apreciación de gran interés para entender diversidades de tiempos
que emergen en la práctica etnográfica con significados ajenos a la investigadora o
el investigador. Pudieran ser silencios, pero también tiempos considerados culturalmente vacíos, de gran interés desde el punto de vista biográfico, Bajtin los ve como
tiempos activos donde se generan historias y donde los personajes experimentan
su plasticidad. Pueden configurarse escenarios que cambien con el tiempo y esto
se recrea de continuo. Descubre que el tiempo se erige en el “principio esencial del
cronotopo” (1989: 239). Se trata de un tiempo que ofrece una gran plasticidad (1989:
240). Habla de un tiempo vacío como de aquel que no deja huellas y lo identifica
como “un hiato [grieta] extratemporal, aparecido entre dos momentos de una serie
temporal real” (1989: 244).
Plasticidad de los tiempos y su relación espacial
En unos casos, la acción de la trama se lleva a cabo “en un trasfondo geográfico muy
amplio y variado: generalmente entre tres y cinco países separados por el mar (Grecia, Persia, Francia, Egipto, Babilonia, Etiopía, etc.)” (Bajtin 1989: 241). En el análisis
de la novela profundiza en esas distintas concepciones de tiempo expresadas en
dos momentos importantes: el primero recoge lo que ocurre al comienzo, que en el
ejemplo que plantea se trata de un encuentro entre una joven y un joven en el que
surge el amor y la pasión, y el segundo momento es el del final feliz con el contexto de
la ceremonia de la boda. Entre esos dos puntos es cuando Bajtin identifica la trama
de la novela en la que lo que acontece no tiene relación con el tiempo biográfico de
los dos jóvenes. Se trata de un hiato (grieta) donde lo que sucede “no se incorpora a
la serie biográfica temporal” (1989: 242). Sin embargo, lo que acontece al final es lo
que denomina el movimiento argumental. Lo que ocurre en el hiato no influye ni
cambia nada la vida de la pareja. “Se trata de un hiato extra temporal entre los dos
momentos del tiempo biográfico” (1989: 242) o también del autobiográfico. Muestra
distintos modos de organizar el tiempo y también formas diferentes de vivirlo, así como
de analizarlo y narrarlo. Sobresale el concepto de grieta y su importancia a la hora de
captarla en la práctica etnográfica, por ejemplo, en narrativas locales, así como para
ejercitarla en la escritura biográfica y autobiográfica. En el caso expuesto, indica la
permanencia inalterable de la pasión. Dentro del desarrollo de la novela distingue
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diferentes categorías de tiempo: el de la aventura, el biográfico. Establece rupturas,
pausas, grietas entre “momentos biográficos directamente contiguos” (1989: 242).
Importancia del contexto
Vuelvo a la idea planteada anteriormente acerca de la diferencia que he mantenido
entre contexto y cronotopo, mientras que Reynoso los iguala. Estoy de acuerdo en
reconocer la importancia que tiene el contexto para situar el acontecer, pero difiero
en la identificación que hace entre los dos conceptos. Se debe a que en el cronotopo
lo determinante es la conjunción dinámica tiempo-espacio que tiene contenidos,
expresiones, corporeidad, emociones, por citar algunas de sus características con
entidad en sí mismas. El contexto siempre se refiere a algo, no tiene entidad por
sí solo, es situacional. En el caso del cronotopo, lo podemos contextualizar en un
universo más amplio, pero en sí no es un contexto. El contexto toma cuerpo en
relación con algo diferente, ya que en función de sus características puede ayudar a comprenderlo mejor: un hecho, un acontecimiento, vivencias del tiempo y
del espacio. En el proceso etnográfico podemos estudiar cronotopos, y para una
mayor comprensión, contextualizarlos en un tiempo o lugar más amplio, como
puede ser la ciudad, la economía, la discriminación de colectivos, el Estado, las
relaciones y sistemas de género. La recurrencia al contexto permite llegar a una
mejor comprensión de un fenómeno. Basándome en mi experiencia de trabajo
de campo, considero que es posible identificar y estudiar de manera ocasional
cronotopos que surgen de la vida real; otros que se repiten cada cierto tiempo.
Son una fuente de conocimientos que amplían la capacidad de acceder a nuevas
problemáticas, al estudio de fenómenos efímeros, a las influencias, mecanismos
que perpetúan desigualdades estructurales.
El cronotopo como fuente de creatividad
Las aproximaciones diferenciadas del espacio y el tiempo cobran gran importancia
cuando se las ve en interacción, que es la base en la que me apoyo a partir de la
lectura de Bajtin en la que habla de una cuarta dimensión que comparten ambos.
Se trata de una cualidad que resulta de la interacción de los términos griegos kronos para el tiempo y topos para el lugar, y de cómo ambos elementos conllevan
una densificación del tiempo en el espacio que el semiótico ve como una cualidad
estética asimilada en la literatura.
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En el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales
y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica,
penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia (1989: 237-238).
Lo ve como “una categoría de la forma y el contenido” que determina la imagen humana en la novela. Resalta su importancia en el desarrollo de la literatura, ya que lo
concibe en interacción y como fuente de creatividad donde se generan las historias
y los personajes muestran su plasticidad. Son tablados, escenarios imaginarios que
cambian con el tiempo. Los descubre en el arte y en la literatura. Pero es a través
del análisis de la novela antigua griega donde aparece para Bajtin el problema del
tiempo como principio clave del movimiento argumental y donde el tiempo se erige
en el principio esencial del cronotopo (1989: 239).
Así va construyendo su teoría de los cronotopos a través del análisis que hace de
los relatos, de las categorías y cualidades de los tiempos en los que viven y actúan los
personajes literarios. Puede decirse que sus categorías de tiempo son exhaustivas: de
la aventura (1989: 240), biográfico, folclórico, histórico, idílico, real, del suceso, de la
vida corriente (1989: 518-519). En su análisis textual concede especial importancia a
la congruencia o falta de ella entre las experiencias, emociones, acontecimientos que
viven los personajes como protagonistas de una historia y el tiempo más amplio en
el que se sitúa el relato. Para Bajtin la congruencia es básica para dotar a la novela
de un enmarque de credibilidad literaria. Todas las clasificaciones de tiempo que
extrae de su análisis de la novela griega antigua son importantes para ver la plasticidad del cronotopo y sus posibles aplicaciones, entre las que incluyo la práctica
etnográfica. Por ello hago hincapié en el trabajo de campo en la diversidad de los
tiempos reales, así como en las posibles diferencias para percibirlos y vivirlos, como
sucede en relatos biográficos generados por informantes. Lo mismo en relación con
las diversidades presentes en la producción de espacios y tiempos definidos desde las
personas, las sociedades, las culturas. Las personas podemos generar cronotopos
imaginarios que pueden asomarse en los relatos. En mi caso, me interesa identificar
cronotopos en la vida real, pero aplicando el potencial de la reflexión de Bajtin y de
su profundidad analítica para percibir y matizar tiempos dentro de tiempos, como
hace en su análisis de la novela griega que califica “de aventuras y de la prueba”
(1989: 239). También en los análisis relacionados con la biografía (1989: 242).
Algo destacable en este campo es la mención que hace de un tiempo en la
novela que no deja huella en la vida de los héroes porque transcurre entre dos
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hiatos (grietas) (1989: 243). Esta forma de acercarse a la narración de manera que
sea posible descubrir lo que encierran las grietas me parece importante como clave
etnográfica en el tratamiento de los silencios (Le Breton 2001; Jelin 2012), tema en
el que profundizo por su vinculación con la memoria. Es asimismo aplicable a reflexiones que hace Bajtin sobre la estructura de la novela, como el fijarse en primer
lugar en los dos puntos iniciales en los que se plantea lo esencial y en la entidad de
lo que sucede en la grieta (1989: 242), que puede traducirse, a mi entender, como
una valoración de la minucia.
Cronotopos genéricos
Aunque Bajtin trabaja con el tiempo y el espacio, se centra y elabora preferentemente
el tiempo y su potencial. Respecto al espacio, cabe destacar la amplitud de los lugares
donde sucede la acción de la trama, tal como he mencionado antes. Para ello resalta
la existencia de diferentes categorías de tiempo y concibe que los cronotopos pueden
estar ubicados en lugares muy dispares (1989: 242). Esta amplitud referencial es interesante desde una aproximación metodológica que incluya la identificación y estudio
de cronotopos multisituados. En este sentido, considero importante estudiar las reflexiones en las que George E. Marcus (1995) ofrece un nuevo paradigma, aunque, a
mi entender, ya está presente en Bajtin, como apuntaré más adelante. Marcus deja de
lado la etnografía intensiva asociada a un lugar para abrirla a problemáticas amplias
que pueden tratarse a partir de la identificación de lugares diversos donde llevar a cabo
el estudio intensivo. En su propuesta, es básico que el pensamiento navegue entre la
riqueza del estudio denso en un único lugar y la perspectiva amplia que permita situar
la problemática tratada. En la reflexión entra también la interdisciplinariedad y el empeño por acceder al “sistema mundo”, que ofrece un panorama que traspasa fronteras;
esto puede llevarse a cabo, bien individualmente —pero con una conceptualización
amplia de lo que se plantee en cada lugar—, bien en equipo. En ambos casos ofrece
una serie de estrategias para tener en cuenta en esta aproximación innovadora a la
investigación antropológica que amplía el horizonte geográfico y deja de lado la visión
específica y densa; esto nos permite identificar flujos de conocimiento, respuestas a
problemas que revelan articulaciones (Marcus 1995: 95-99).
Aunque Marcus no menciona a Bajtin, es posible ver que esa aproximación
está presente en el punto de vista de la amplia visión cronotópica del semiótico
relacionada con sus análisis literarios. Su base está en las cinco áreas geográficas
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que pone como ejemplo de la visión amplia de la novela antigua griega y que ya he
mencionado. Esa aproximación enlaza, a su vez, con la relación inicial que hice a
partir de Rodman y que cobra cuerpo a través de los ejemplos y de las elaboraciones teóricas donde se constata la importancia que Bajtin le concede al tiempo y su
impronta hegemónica sobre el espacio.
Considero que Bajtin es una fuente de inspiración clave para el desarrollo de la
aproximación metodológica de los cronotopos multisituados, de manera que puedan
enriquecerse las bases del trabajo etnográfico. Para ello incorporo unas referencias
preliminares acerca de su amplitud, características y posible aplicación a la etnografía.
Una primera consideración es la primacía que otorga a los que denomina cronotopos abarcadores y esenciales. Para ello se ha fijado en “el marco de la obra, y en
el marco de la creación de un autor, observando multitud de cronotopos y relaciones complejas entre ellos, características de la obra o del respectivo autor” (Bajtin
1989: 402). Descubre jerarquías, ya que “en general, uno de esos cronotopos abarca
o domina más que los demás”. El dinamismo de los cronotopos y su importancia
para el análisis del cambio lo veo en su afirmación de que “pueden incorporarse
uno a otro, pueden coexistir, cambiarse, sucederse, compararse, conformarse, o
encontrarse complejamente interrelacionados” (1989: 402-403). Pero puntualiza
que dichas “interrelaciones entre los cronotopos ya no pueden incorporarse, como
tales, a ninguno de los cronotopos que están relacionados” (1989: 403).
Bajtin da nombre a otros cronotopos, como son el artístico (1989: 237-238), el de
la aventura (1989: 253), el del camino (1989: 250, 251, 273-274, 394), el del encuentro
(1989: 251, 394), el histórico (1989: 238, 284, 290, 309), el novelesco (1989: 238-239, 263,
273). Desde la etnografía son especialmente interesantes los cronotopos del camino
y el del encuentro por la estrecha relación que Bajtin les atribuye debido a que en “el
cronotopo del camino, la unidad de las definiciones espacio-temporales es revelada
también con una precisión y claridad excepcionales” (1989: 250-251).
En su aplicación a la investigación etnográfica, concibo el cronotopo como un
constructo amplio, dinámico, con una versatilidad adaptativa propia de una metodología transcultural. Ubicado unas veces en lo simbólico y otras en la experiencia
etnográfica, observable, puede erigirse en objeto de estudio, generar hipótesis,
desencadenar significados y tener poder evocador. Se trata de enclaves donde
el tiempo y el espacio aparecen en una convergencia dinámica, aunque para
Bajtin el tiempo tendría la función de marcador principal. Como nexos poderosos cargados de reflexividad, emociones, corporeidad, pueden reconocerse según
las siguientes características: actúan de síntesis de significados más amplios, son
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catárticos, catalizadores, condensan creatividad y están sujetos a modificaciones,
resignificaciones, reinterpretaciones continuas. Son enclaves temporales con actividades y significados complejos en los que se negocian identidades, donde pueden
entrar en conflicto nuevas interpretaciones de acciones, símbolos de desigualdad
que pueden reafirmarse, pero también donde pueden cuestionarse. En muchos casos
son los espacios-tiempos donde se observan las fisuras incipientes de lo que más tarde puede erigirse en un cambio manifiesto de estructuras y significados relativos
a procesos identitarios. Y, de manera más específica, al análisis de los sistemas y
relaciones de género como sistemas de poder; sistemas que en su diversidad están
presentes en todas las sociedades y culturas (Del Valle et al. 2002: 19-44). Sin embargo,
también ofrecen diversidad respecto a los grados de presencia y de aceptación de las
estructuras de dominación. Como ya mencioné, mi elaboración de los cronotopos
genéricos tiene como punto de partida un relato de prácticas rituales que aludían
a situaciones pasadas de terror entre la población africana de los temne de Sierra
Leona (Shaw 1996), como se verá más adelante.
Claves para su identificación
Los cronotopos genéricos están imbuidos de vivencias diferenciadoras, experiencias
referenciales de mandatos culturales poderosos, de experiencias donde se hace
presente el peso de la inmutabilidad del destino, el de la obligatoriedad de normativas sociales y religiosas vividas como pautas obligatorias de comportamientos.
En ellos está presente el peso normativo de los mandatos culturales, tal como lo
codifica Virginia Maquieira (1999, 2010b), y del relativismo cultural, vistos estos dos
aspectos a la luz de los derechos humanos (2010b, 68-75). Si los consideramos desde
la estructura social y la dimensión simbólica, los cronotopos son relevantes para la
comprensión general de sistemas de dominación que estructuran las relaciones
de género (Del Valle et al. 2002). Pero también son relevantes para el ámbito donde
se genera el cambio como resultado del impacto proveniente de la agencia, tanto
individual como colectiva, que puede manifestarse de diversas maneras, como
se verá más adelante en el análisis de varios casos.
Se trata de enclaves temporales con actividades y significados complejos en
los que se negocian identidades en las que pueden estar en conflicto nuevas interpretaciones, acciones, símbolos creadores de desigualdades, y donde también se produce
la crítica a desigualdades y su repulsa, así como la elaboración de nuevas propuestas
y nuevas identidades.
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Un elemento importante es la capacidad que muestran con frecuencia de ser
generadores de evocación y, por ello, de tener una capacidad amplificadora y de desplazamiento de significados. Acumulan, en muchos casos, memoria encarnada, a la
que defino como aquella que pasa por la experiencia corporal. Son dignos de atención
aquellos en los que es posible detectar emergencias (Del Valle et al. 2002) y, por ello,
potencialidades de cambio. El estudio de los cronotopos aporta una perspectiva,
a modo de constelación amplia, al enfoque tradicional propio de la antropología
simbólica, de modo que permite detectar conexiones simbólicas emergentes entre
cronotopos y, así, facilitar la identificación de cronotopos multisituados.
Subyace en mi propuesta el interés por hacer frente a la difícil tarea de buscar
conceptos que posibiliten estudiar el dinamismo de los fenómenos sociales desde
una perspectiva que abarque la naturaleza cambiante del tiempo en su conjunción con el espacio y su potencial de generar interacción simbólica. Esta propuesta
conlleva fijarse en algo intangible: la confluencia del devenir y el espacio. Definir
el tiempo como el devenir es lo suficientemente amplio como para incluir las
variedades, cambios y discontinuidades en las percepciones y vivencias en un
marco intracultural y transcultural. La definición que hago del espacio —un área
física o simbólicamente identificable—, bien por las actividades, interacciones,
silencios, sentimientos, evocaciones que genere, bien por los significados que se le
atribuyen, permite aprehenderlo en relación con el tiempo, sin atribuir a ninguno
de los dos una jerarquía inicial.
En la investigación cuantitativa se enfatiza el muestreo para la aprehensión de
una realidad amplia. En la cualitativa se tiende a una difusión que a veces resulta
inoperante porque podemos estudiar muchos elementos sin que con ello lleguemos
al meollo o a lo que subyace en lo que hemos seleccionado como objeto de estudio.
Por ello me interesa identificar categorías que puedan ser objeto de análisis porque,
en unos casos, resumen y, en otros, catalizan realidades o sistemas amplios, densos
y complejos. Siempre que alguien ha querido cuantificar en exceso la observación
participante con el fin de hacerla “más científica”, he tenido una reacción contraria y
un empeño en buscar en el potencial del método cualitativo los requisitos de sensibilidad, cautela y refinamiento que requiere, y los niveles de profundidad, intensidad
y grados de abstracción que proporciona. El método cualitativo se sostiene sin que
haya que recurrir a la cuantificación para demostrarlo. La reflexión y aplicación
tienen que darse dentro de los parámetros en los que se sitúa: subjetividad, experiencia, personalización, densidad, corporeidad, profundidad, variedad, ambigüedad,
interpretación, identificación de grietas, por citar las características que me pare-
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cen más relevantes. El análisis puede, a su vez, contextualizarse e interactuar con
análisis cuantitativos. Es, a su vez, importante prestar atención a las posibilidades
que genera el contexto donde se lleve a cabo la selección.
Incorporación del análisis desde los sistemas de género
El impacto de la confluencia espacio-tiempo aporta un potencial de relaciones
dinámicas que interactúan con dimensiones de la estructura social, entre las que
destacan la organización del trabajo, la elaboración del prestigio, la permeabilidad de los sentimientos y las emociones (del Valle et al. 2002). De ahí la importancia que tiene en la etnografía la reflexión desde dicha convergencia que expresa
una experiencia común y, al mismo tiempo, diversa. La referencia última de esta
experiencia reside en el hecho de que la especie humana es sexuada y creadora a
su vez de una gama amplísima de expresión y significado, ya que los sistemas y
estructuras de género crean y recrean identidades amplias, diversas y cambiantes.
Su consideración dentro de un sistema, donde las relaciones y los significados están
en continua transformación, hace posible reflexionar a nivel de las personas en su
individualidad y en colectividad, y exponernos a lo que la variabilidad y la diversidad representan y exigen, pero también a la ignorancia y a la transgresión de los
derechos en que se apoyan las diferencias. Este análisis estará presente como hilo
conductor en algunos de los ejemplos que expondré más adelante.
Considero que el cronotopo genérico es un constructo complejo a través del
cual se puede acceder al estudio de procesos diversos. En el caso de los cronotopos
genéricos, estos nos permiten acceder a las estructuras y sistemas de género en la
organización del trabajo, en los aprendizajes de la conciliación en la vida doméstica,
en las relaciones de pareja, en las vivencias desde los sentimientos y experiencias
corporales, en los medios de comunicación, en el valor o marginación de una lengua.
En muchos casos, ciertas pautas de dominación están presentes en la estructura
social, como los que nos remiten al universo de los valores, las emociones y los
afectos, la amistad. El cronotopo, por su misma naturaleza temporal y espacial, es
sensible a la acción continua del tiempo; tiempo que es más amplio que aquel en el
que se sitúa el propio cronotopo. Lo pensé a partir de una entrevista que se le hizo
al gran arquitecto portugués Álvaro Siza (2011: 26-30), “¿Por qué tanto hormigón?”.
El entrevistador se refería a la intervención urbanística del arquitecto en un área
central de Madrid, como es el eje Prado-Recoletos, donde ha creado una plaza. Siza
responde:
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Cuando uno interviene en la ciudad siempre queda inacabado porque hay algo que
hace el tiempo que ningún arquitecto puede hacer. El tiempo es un gran arquitecto.
Solo si tiene una buena estructura organizativa, el proyecto nuevo podrá absorber las
futuras intervenciones y eso se transformará en riqueza, en la complejidad que tienen
las ciudades antiguas. En cambio, si un proyecto, de entrada, parece muy acabado,
normalmente está mal. Quien no cuenta con el tiempo se pierde (2011: 30).
Como se ha podido apreciar, la ductilidad del tiempo es una constante en el pensamiento de Bajtin. También se ha visto que desde la antropología se hace hincapié
en la diversidad que ofrecen los sistemas culturales en cuanto a las coordenadas
tempo-espaciales cuando se erigen en referentes activos. Por todo ello, paso a mostrar
ejemplos de cronotopos tanto generales como específicos que muestran la complejidad y potencial de las relaciones tempo-espaciales, dado que varían dependiendo
de percepciones y vivencias subjetivas, y de valoraciones provenientes de mandatos
y experiencias culturales. En algunos de ellos está presente la fuerza del poder
evocador y la emergencia de hilos conductores a los que me referiré más adelante.
Identificación de algunos cronotopos
Muestro a continuación ejemplos de distintos cronotopos; los dos primeros vinculados con la plaza como lugar de recuerdos donde se forja desarraigo y memoria del
futuro. Al primero lo considero un cronotopo literario sobre el desarraigo de dos
jóvenes emigrantes, mientras que el segundo lo pienso como un cronotopo etnográfico sobre los resultados de la agencia de un grupo feminista en el contexto vasco,
donde ha sido clave la información recibida y la observación. La fuerza que genera
la plaza, el ágora, está muy presente en Bajtin (1989: 284) y me sirve de puente para
reflexionar sobre la memoria, el olvido y la evocación.
En este apartado abordo también un tema central en la crítica feminista
—la violencia que se ejerce sobre las mujeres y las niñas— y su expresión catártica en un cronotopo central y tres cronotopos específicos. Aparecen como
hilos conductores la reivindicación de la libertad espacial superando ausencias,
dicotomías, limitaciones, exclusiones generizadas. Describo dos cronotopos
específicos que muestran violencias y miedos que encarnamos muchas mujeres,
pero en los que también emerge el efecto de la acción positiva de la ciudadanía para
irlos aminorando. Continúo con ejemplos de cuatro cronotopos referenciales que
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analizan la contribución de un cronotopo negativo en torno a una lengua minorizada,
y de un cronotopo ritual que expresa simbólicamente un protagonismo excluyente.
Termino con dos ejemplos de cronotopos urbanos que reclaman y activan la ciudadanía de las mujeres y resaltan la importancia del tejido de las redes sociales para
superar dicotomías y exclusiones.
La plaza: el cronotopo del desarraigo y el cronotopo Plaza Paloma Miranda
El cronotopo del desarraigo transmite una experiencia de tiempo, espacio y memoria. La del tiempo tiene relación directa con problemáticas latentes y cruciales de
nuestra contemporaneidad, especialmente en lo que se refiere a los movimientos
de las personas, a sus percepciones y vivencias. Remite a pensar en características
propias de una sociedad fluida en el sentido que habla Bauman: “La vida líquida
como la sociedad moderna líquida no pueden mantener su forma ni su rumbo
durante mucho tiempo” (2006: 9). El cronotopo del desarraigo abarca la preparación
para el cambio forzoso: la salida del lugar, el duelo, el tiempo de la nostalgia, el
de los descubrimientos, el de los encuentros; el tiempo de aprender a navegar en
aguas desconocidas y turbulentas. Aparece la importancia del duelo, del adiós, y
las emociones están presentes con gran intensidad. En la experiencia de los distintos momentos se activa la memoria. Me baso en la novela El Dorado, donde su
autor, Laurent Gaudé (2007), traza tres historias. En una de ellas, dos hermanos
se disponen a pasar la última noche antes de salir de su país en búsqueda de El
Dorado en Europa.
Yamal aparca el coche en la plaza de la Independencia. Entramos en nuestro bar, ese
al que vamos todos los días. Faisal nos hace señas con la cabeza. Juega a los dados con
su tío. Saludamos a las caras que conocemos y nos sentamos. Mi hermano ha escogido una de las mesas que da a la terraza. Permanecemos en la penumbra del bar, pero
disfrutamos de la vista a la plaza (2007: 47). [Se trata de un adiós sensorial.]
Miro a mi hermano, que contempla los naranjos, el caos de los coches y la multitud
de transeúntes, y sé lo que está pensando. Toma su té sin apartar los ojos de esa plaza
que no volverá a ver. Intenta grabarlo todo en su mente. Sí, sé lo que piensa, y yo hago
lo mismo. Inmóvil, dejo que los ruidos y olores me invadan. Ya no regresaremos nunca más. Vamos a abandonar las calles de nuestra vida. Ya no volveremos a comprar
nada a los comerciantes de esta calle. Ya no beberemos té aquí. Pronto estas caras se
difuminarán y serán borrosas en nuestra memoria (2007: 47-48).
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Bebemos nuestro té con lentitud amedrentada. Cuando los vasos estén vacíos habrá
que levantarse, pagar y saludar a los amigos. Sin decirles nada. Saludarlos como si
fuéramos a verlos otra vez por la noche. Ninguno de los dos tiene aun fuerzas para
eso. Así que bebemos té como unos gatos beberían a lengüetadas de un bol de agua
azucarada. Estamos aquí. Aún nos quedan unos minutos. Estamos aquí y pronto ya
no estaremos (2007: 50). [Se intenta alargar el tiempo.]
En el relato de los dos hermanos está la experiencia de los contrastes de cómo se
siente el tiempo, y se adivina la lejanía futura con los amigos y familiares a quienes
despiden. Para los primeros, transcurre a una velocidad inusitada. Está la experiencia de sentirse incapaces de detener el tiempo desde el presente de todo un
pasado en esa víspera del abandono. Y, simultáneamente, como contraste, aparece
la lentitud con que se piensa ha de trascurrir el viaje, contradictorio al deseo de
que pase pronto para así poder estar en el lugar del sueño atesorado desde mucho
tiempo atrás (Del Valle 2010b). El lugar cobra una importancia que trae el pasado al
presente y provoca evocaciones, pero también los deseos por los que se emprende
ese viaje indefinido. Aparece también la centralidad que cobra la plaza, los lugares
habituales de encuentro, el valor de los pequeños rituales en torno al té. Están presentes los mecanismos de la memoria que van desde el presente hacia el pasado y
una anticipación del futuro que muestra que en el proceso del recuerdo también
construimos lo que pensamos que acaecerá en el devenir incierto. De la necesidad
de aminorar el dolor surge la necesidad de construir una memoria de futuro.
En el texto (Gaudé 2007: 47-50) aparece el miedo al olvido al anticipar el futuro.
Se intenta grabar lo que se ama para llevarlo consigo y echar mano de esos instantes
una y mil veces. Se evoca la cotidianidad de los ritos repetidos una y otra vez, como
tomar el té. Se evoca el futuro de la memoria y se graban imágenes, sentimientos,
para poder atesorarlos y echar mano de ellos más tarde. Es un momento de intensidad emocional, aunque no hubiera gestos de ello. Hay miradas anticipatorias hacia
lo que representa el viaje, pero la escena narrada tiene mucho de duelo por lo que
queda atrás y por lo que se quisiera recordar en el futuro. Es un ejemplo de memoria
anticipatoria desde el dolor, la pena y el deseo, un ejemplo de memoria encarnada.
El cronotopo centrado en la plaza permite acceder a situaciones relacionadas
con algo de lo que encierra la emigración y las posibilidades de sufrir el síndrome
de Ulises: una experiencia dolorosa definida por Joseba Achotegui (2007) como la
interiorización profunda del desarraigo a través de las vivencias de siete duelos.
En la descripción, la plaza aparece como el sitio público por excelencia, el lugar de
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los encuentros, que encierra a su vez referencias de otros muchos momentos del
pasado. Se erige en un lugar donde, desde la dureza del adiós, se piensa en lo que
ha de ser central a la experiencia migratoria que en la realidad es todavía futura.
Sin embargo, en la sociedad líquida hay pocos bienes duraderos reales y simbólicos,
porque no hay tiempo para que sus actores los lleguen a consolidar. El aprender de
la experiencia ha dejado de ser un valor (Bauman 2006.) Y el pasado que dejan los
dos jóvenes tenderá selectivamente a diluirse porque dejará de ser útil. Pero quizá
sobrevivan retazos de la memoria encarnada.
El segundo cronotopo, plaza Paloma Miranda, lo ubico en la ciudad vasca
de Donostia/San Sebastián, y gira en torno a la reivindicación de la memoria feminista y la conciencia ciudadana de las mujeres. Lo enmarco en la importancia
que tiene activar la memoria como acto cívico de reparación de oscurantismos
y negaciones pasadas. Expresa el poder de la agencia en el sentido amplio que le
otorga Elisabeth Jelin (2012) en su libro sobre la memoria soterrada, Los trabajos de
la memoria. A través de las personas, la agencia actúa de manera tanto individual
como colectiva para llevar a cabo ciertos objetivos. En los casos que menciona Jelin,
tienen como meta desvelar un pasado desde el dolor, la injusticia, la desmemoria,
el soterramiento de acciones pasadas. Están también las confrontaciones “acerca
de las formas apropiadas y no apropiadas de expresar la memoria” (2012: 90).
Cabe resaltar que Jelin introduce el capítulo “El género en las memorias” (2012:
127-142) y afirma que dicha perspectiva sigue siendo minoritaria en los estudios
sobre la memoria (2012: 127).
Al hilo de esta visión minoritaria de la memoria de las mujeres como bien
escaso pero relevante, introduzco el cronotopo plaza Paloma Miranda, el proceso
seguido para que en Donostia una mujer tenga una nueva presencia y su nombre
esté grabado en una plaza; y lo hago desde esta perspectiva minorizada y generizada
que se otorga a la memoria de las mujeres. El lugar se sitúa cerca del cauce del río
Urumea que tiene su nacimiento en el puerto de Ezkurra en Navarra, y después de
un amplio recorrido de 49 kilómetros, atraviesa una amplia zona de Donostia para
desembocar en el mar Cantábrico.
Ya en Andamios para una nueva ciudad (1997a) mencioné que en los recorridos
por una ciudad podíamos adivinar algo acerca de la memoria de dicha urbe a través
de las presencias y/o ausencias en su callejero, en sus monumentos. Lo mismo puede
aplicarse a pueblos y al recorrido concreto de barrios urbanos en otras ciudades. El
callejero habla de lo que una ciudad va dejando como herencia para el futuro acerca
de lo que considera relevante para la continuidad del recuerdo. De ahí que lo que
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no está reconocido quede a merced del recuerdo individual, pero tendrá dificultades para entrar en la memoria colectiva. Por ello es importante rescatar del olvido
en el presente continuo lo que, siendo valioso, pudiera quedar sin proyectarse en
el futuro. El callejero es un relato cívico, pero para que lo sea de verdad tiene que
remediar los olvidos, reflejar la diversidad e incorporarla a la ciudad.
La relevancia del callejero sobresale en determinados momentos. Cuando
ocurre un cambio de régimen político, el callejero y los monumentos son objeto de
revisión, especialmente en circunstancias en las que se ha producido una revolución,
una superación del pasado anterior, como se vivió en el Estado español al final de
la dictadura franquista. En general, ha habido una mayor sensibilidad hacia estos
restos de pasados dolorosos y vergonzantes debido al peso local e internacional que
han tenido hacia aquellos olvidos vinculados con el peso de los sistemas de género
como estructuras de poder y dominación. Esta sensibilidad al olvido de las huellas de
las mujeres hay que enmarcarla, aproximadamente, y a grandes rasgos, en el último
cuarto del siglo xx, con las reivindicaciones del movimiento feminista, principalmente
en los Estados Unidos y en Europa (Francia, Gran Bretaña). Era evidente la falta
de la memoria individual y colectiva de las mujeres, y la ignorancia, en unos casos,
y el rechazo, en otros, de la crítica al impacto de la conceptualización dicotómica
entre lo público y lo privado, así como al encierro conceptual y simbólico con que
se ubicaba a las mujeres en este último. El movimiento feminista ha reivindicado
que en la memoria colectiva faltaba la memoria de las mujeres, y las historiadoras,
principalmente, así como algunos historiadores comenzaron a dar un vuelco a la
historia para mostrar y analizar los silencios desde la antigüedad hasta el siglo xx
(Duby y Perrot 1991: 7-17).
También ha actuado a favor del olvido el peso social y político atribuido a las
redes sociales masculinas, a las fratrías identificadas y teorizadas tan magníficamente
por Celia Amorós (1987; 2005). Por el contrario, el recuerdo del pasado quedaba en
la mayoría de los casos encerrado de manera simbólica en la casa. Formas explícitas,
singularizadas de reconocimiento a través de una escultura, un monumento, una
calle, el nombre en una plaza, correspondían mayoritariamente a los varones sin
cuestionamientos efectivos, de manera que, cuando aparecían mujeres, procedían
mayoritariamente de las clases dominantes.
Para situar la importancia que tienen las intervenciones a niveles locales en la
recuperación de la memoria feminista, recojo un ejemplo del Ayuntamiento catalán
de Sant Adrià de Besòs que, en 2001, generó el proyecto Calles con nombre de mujer.
Este proyecto se dio en respuesta a un análisis previo que mostraba que, de las 172
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calles y plazas del municipio, solamente nueve tenían nombre de mujer. El proyecto
fue efectivo, de manera que en 2009 las calles con nombre de mujer ya eran 31, lo que
representaba un aumento de 25%. El programa consiguió más tarde que se llegara a
27%, y tenía como objetivo futuro poder llegar a la paridad de reconocimiento y
visibilidad (Ciocoletto 2011: 156-168). La memoria social feminista, a través de las
representaciones en el callejero, los monumentos, las aportaciones artísticas de
las mujeres, crea referentes que contribuyen a la igualdad, y debe seguir presente
en la investigación y en la acción política.
En el caso de Donostia, he identificado la plaza Paloma Miranda (1943-1999)
como cronotopo genérico en el que, a través de la acción política de dar nombre a un
espacio público, se introduce la memoria del compromiso feminista de una mujer.
El nombre sintetiza una nueva memoria de compromiso académico y político, y
resultados positivos de la agencia colectiva ejercida por el grupo feminista María de
Maeztu con la colaboración del Ayuntamiento de Donostia. En la aproximación a
dicha plaza vista como cronotopo, interesa seguir y recoger el posible impacto del
nombrar y del nuevo espacio para conocer en qué medida actúa positivamente en
la socialización de niñas y niños que juegan en esa zona de la ciudad. Aprendemos a
ser seres sociales de muchas maneras, y una de ellas es a través de los indicadores que
encontramos en nuestras idas y vueltas. Una dirección se repite incontables veces a lo
largo de un día, una semana, un mes, un año, los años. Cuando oigo comentar que
eso no tiene tanta importancia, me gustaría que esas personas hicieran el ejercicio
contrario: quitar de los callejeros todas aquellas referencias que existen hoy en una
ciudad y sustituirlas por otras. Es decir, si eran hombres, cambiarlas por nombres de
mujeres. Que si eran advocaciones religiosas pusiéramos advocaciones laicas. Que
si eran de un partido político se cambiaran a referencias cívicas. Una vez terminado
el ejercicio sería el momento de hacernos la pregunta: ¿habría cambiado el tono
referencial de la ciudad si las cosas se hubieran hecho de otra manera?
Como historiadora, Paloma Miranda era consciente de lo que el paso del tiempo
representa para la memoria colectiva y cómo puede desvanecerse si nadie lo activa.
El grupo feminista María de Maeztu completó la acción de la plaza y por ello de la
memoria feminista con la recopilación y publicación del legado de Miranda: artículos, reflexiones, estudios, bajo el título de Kronika eklektikoak/Crónicas eclécticas
(2000). Aparecen artículos de periódico en los que Miranda rescata hechos y vidas
de mujeres que habían quedado en el olvido, como Catalina de Erauso, llamada la
Monja Alférez (2000: 79), o Josefa de Garagorri, dueña de una casa de huéspedes de
Donostia (2000: 83-84). Las mujeres se hacen presentes gracias a la pulcritud de la
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historiadora que saca a la luz lo que había quedado oscurecido. Por todo ello, cabe
destacar la importancia de la iniciativa del Ayuntamiento de Donostia al introducir
su nombre en el nuevo espacio.
La plaza como lugar multifuncional es una referencia importante en el mundo
mediterráneo y en América Latina. Tiene su tradición como lugar de encuentro,
espacio de relaciones, de contemplación, de juego, de transacciones comerciales.
Lo he comprobado en México: en Tepic, Guadalajara, Puerto Vallarta, Mérida y en
la Ciudad de México, en Coyoacán y en el Zócalo. Se trata de espacios donde está
presente la palabra como expresión de la sociabilidad de un barrio, un lugar de
encuentro. La plaza es una experiencia de la infancia asociada con el juego. Un
lugar para estar. Las plazas también son polos de atracción. Por ello, cuando están
vacías, causan cierta inquietud, porque se considera que deben ser espacios para
el encuentro. En muchas ciudades y pueblos es un lugar polivalente que se puede
transformar en mercado, en el lugar que marca el comienzo y el fin de las fiestas,
como sucede con la plaza del Ayuntamiento para los Sanfermines en Iruña, Navarra, y la de la Virgen Blanca para las fiestas de la Virgen Blanca en Vitoria-Gasteiz,
ambas en Euskal Herria, y en otras muchas de ciudades y pueblos. La plaza genera
vida social que se transforma en memoria. Es al tiempo expresión de olvidos, reparaciones y reconocimiento, como en el caso de la plaza Paloma Miranda.
Una ciudad que recuerda a las personas que han contribuido a su quehacer
cotidiano es una ciudad viva. Es evidente que ni las presencias ni las ausencias son
neutras; que la memoria en los lugares públicos pertenece a la ciudadanía y que
debe ser reflejo de la diversidad y el pluralismo que reconoce a las minorías. De
ahí la necesidad del empeño continuo por articular la memoria a través del callejero —monumentos, nombres de edificios y expresiones artísticas— para que sea
representativa de los contenidos y significados del paso del tiempo. De la ciudadanía.
Para que la ciudad lo refleje son necesarias propuestas consensuadas que equilibren
el lugar de las mujeres en el espacio público.
Las coordenadas tiempo y espacio pueden hacerse visibles en la descripción
que haga la persona investigadora, así como en los contenidos derivados del
análisis donde pueden emerger sus interpretaciones de símbolos percibidos por
ella o transmitidos por informantes. Otra dimensión clave de la capacidad expresiva
del cronotopo está en el poder de los símbolos que genere y en su capacidad para
captar la evocación.
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Cronotopos de la oscuridad donde anida la violencia
El cronotopo encrucijadas y oscuridad, como cronotopo genérico general, es clave para
la comprensión cronotópica de la violencia estructural y salvaje que se ejerce contra las
mujeres y las niñas, así como para resaltar el poder de los símbolos como transmisores
de significados profundos en los que domina la negación, el acoso, la oscuridad.
Vuelvo al texto de la antropóloga Rosalind Shaw (1996) que mencioné al principio y que se refiere a las prácticas de adivinación entre los temne de Sierra Leona
en África, por la importancia que han tenido en mi definición de los cronotopos
genéricos. La autora exploraba las imágenes de caminos y encrucijadas y su relación con los ataques experimentados por la población nativa durante los tiempos
de la esclavitud. Imágenes y experiencias que habían generado entre la población
la práctica de protegerse mediante amuletos que llevaban y evocaban el auxilio de
los espíritus. Las referencias espaciales eran las encrucijadas y todos los lugares
donde se unían caminos que se consideraban lugares de confluencia de espíritus y
brujas. A tal efecto se dejaban en las encrucijadas los sacrificios para librarse de las
acciones de las brujas y espíritus malignos.
El adivino, mediante un espejo, entraba en las encrucijadas y en un estado
llamado oscuridad (ad-sum), un estado vivido como peligroso en el que no se está
ni en este mundo ni en el otro, recibía los mensajes de los espíritus. Interpreto que
se trataba de un espacio liminal en el sentido que le da Arnold Van Gennep (1967).
Según el relato que hace Shaw de las prácticas adivinatorias de los temne, el
terror se instaura en los caminos como lugares de muerte y desaparición, miedo
que se vive con tal intensidad que la gente evita pasar por ellos y busca el camino
alternativo por el bosque. Se trata de formas de memoria corporeizada, encarnada, en
las que no se utiliza un discurso directo, sino que se accede a ellas a través de otras
formas de expresión, como la de aludir a la experiencia del sentimiento profundo
del miedo o a la del temor de ser objeto de la posesión forzada. Su fuerza radica en
la experiencia negativa de una memoria colectiva ungida de emociones entre las que
domina el miedo y que ha sido transmitida desde los tiempos de la esclavitud en la
que hombres y mujeres eran realmente cazados. Tiempos en los que las presencias
fueron desvaneciéndose para transformarse en creencias corporeizadas, atemorizadoras, vinculadas con tiempos y espacios que mantenían la capacidad evocadora
del terror a la crueldad de la injusticia.
Del impacto que me causó esa permanencia de la acción legendaria de la violencia, pero vivida en el presente, pasé a recapacitar sobre la violencia específica y
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cruel que aún se sigue ejerciendo en todas las partes del planeta sobre las mujeres y
las niñas. Marcela Lagarde lo desarrolla de manera contundente desde el feminismo,
de manera que atraviesa el marco jurídico, político y antropológico para demostrar y
reivindicar “[el] derecho humano de las mujeres a una vida libre de violencia” (2013:
185-230). Así, por la profundidad de las experiencias de violencia y por el oscurantismo con que se disfraza, podemos hablar de un cronotopo general referente a las
encrucijadas del temor que puede ubicarse tanto en el espacio público como en el
de la domesticidad. Este último caso, al contrario de las encrucijadas públicas de
los temne, constituye un espacio más difícil de detectar porque aparece entronizado como el lugar de la reproducción de la vida, de los afectos, del amor. Al mismo
tiempo, el derecho a una vida libre de violencia conlleva la fuerza de un derecho
inserto en la declaración de los derechos humanos (Folguera 2010: 102-103). Se trata
de un cronotopo en el que se invoca una triple propuesta: la lucha ciudadana contra
la agresión, el derecho a una vida libre de violencia y la superación del miedo. Y de
una manera explícita, invoca también los esfuerzos por superar las desigualdades
que llevan a generar la subordinación de muchas mujeres y el poder destructivo en
muchos hombres.
Como he señalado, son las imágenes y las prácticas las que pueden expresar
la verbalización del recuerdo, ya que se erigen en la parte no discursiva de la memoria. Para ello, y haciendo una selección de posibles imágenes, me he basado
en aquellas relacionadas con el miedo que evoca el espacio y el tiempo. Estos dos
elementos referenciales, como se ha visto entre los temne, están imbuidos de
género y de corporeidad, y propician la emergencia de cronotopos específicos y
también de cronotopos multisituados orientados a la investigación etnográfica.
Dentro del marco creado por el peso de las encrucijadas y la oscuridad del
cronotopo referencial, paso al primer cronotopo genérico específico al que he denominado puntos negros de la violencia, donde está presente el peso de la oscuridad
como un ejemplo transcultural que suscitan ciertos lugares y que revela la acción
silenciosa y permanente de un tipo de violencia encubierta en la que destaca la
oscuridad. Violencia que, en unos casos, actúa de manera indirecta, con grados
cambiantes de permanencia, en otros. Aquí estaría el sentido del lugar de Augé al
que me he referido al comienzo, y las aportaciones de Appadurai y Rodman que
prestan atención a la incorporación de la subjetividad y el impacto de la cultura y
la historia. También introduzco la corporeidad del concepto etnográfico espacios
que nos negamos, que surgió en mi investigación en el medio urbano de Donostia
como expresión de una informante y que está inserto en la memoria individual
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y colectiva de muchas mujeres. Consiste en renunciar de antemano a espacios y
recorridos que le dan miedo a las mujeres (Del Valle 1997a: 198-200).
Con el fin de referirme a la persistencia de esta negación, paso al cronotopo
puntos negros de la ciudad, para el que me baso en un estudio de 2015 realizado
por el Ayuntamiento de Donostia y dirigido a la creación de un plan para erradicar
la violencia sexual contra las mujeres, ya que las denuncias de agresión sexual en
dicha ciudad aumentaron 25% en 2014 respecto al 2013 (Vallejo 2015: 25). En 2013
hubo un total de 39 denuncias que pasaron en 2014 a un total de 47. Se estudió la
ciudad para valorar la seguridad que ofrece el espacio público a las mujeres en su
utilización amplia como ciudadanas, fijándose en la luminosidad, accesibilidad o uso
del espacio. El estudio reveló la existencia de 41 zonas críticas que se identificaron
como puntos negros que, en su conjunto, presentaban las características siguientes: lugares escondidos, zonas conflictivas, lugares aislados, pasajes subterráneos,
zonas poco transitadas, ausencia de comercios. En zonas altas, donde existían
ascensores, se especificaba que no eran transparentes. Se recalcaba la situación de
aislamiento: “es un lugar oscuro, no existe nada alrededor para que te puedan ver
u oír”. Algunas de las características con las que definían el miedo eran: “poca luz,
muro a un lado y fábrica”; “poca iluminación, rincones y zonas oscuras”. Entre los
puntos negros sobresale el pasadizo de Egia que ya en 1997, como resultado de
mi investigación basada en la observación y recogida de testimonios de mujeres,
menciono como un paso necesario del que las mujeres decían que era un lugar
“donde después de las diez de la noche se siente el miedo al atravesarlo solas y en
muchas ocasiones se sienten atemorizadas” (Del Valle 1997a: 188, 190). Es un lugar
donde años después hubo una violación, y ha entrado en la definición oficial como
punto negro, según lo demuestra el estudio. Sin embargo, y tal como he podido
constatar, a consecuencia de una remodelación para construir una estación de
autobuses, inaugurada en 2016, esa zona peligrosa ha desaparecido. Y con ello, uno
de los puntos negros significativos de la ciudad, lo que ha ampliado los recorridos
seguros para las mujeres y las niñas.
Cabe destacar que los miedos que anticipamos o experimentamos las mujeres a las agresiones en los espacios públicos tienen mucho en común. Así lo he
constatado al leer un texto de la socióloga Paula Soto, “El miedo de las mujeres
en la Ciudad de México. Una cuestión de justicia espacial” (2012), estudio que se llevó
a cabo en la colonia Doctores del centro de la ciudad. En ambos casos se trata de
miedos corporizados e interiorizados que desarrollan una sensibilidad especial
a la oscuridad, a las calles desiertas, a los parajes con escondrijos y, en última
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instancia, a la amenaza de la violación, transmitida ya desde una socialización.
Soto codifica el miedo como un atentado contra la justicia social que me parece
muy relevante, ya que a las mujeres se nos coartan los movimientos por lo amenazantes que resultan ciertos entornos y por la fuerza que tienen los imaginarios
sociales del temor a los que he aludido en distintos momentos. Estos miedos están
presentes en muchas culturas en los procesos de socialización y se intensifican
en la adolescencia.
En las aportaciones de Soto encontré que el texto tenía mucho en común con
la experiencia de las mujeres en Donostia. Sin embargo, ocurría a doce horas de
avión, lo que muestra que las situaciones de miedo superan distancias geográficas,
sistemas políticos y formas de organización de la vida en las ciudades. De ahí la
importancia de tener en cuenta en toda ordenación de una ciudad la reflexión feminista acerca de lo que constituye una ciudad segura que incorpora las reflexiones,
experiencias y propuestas de las mujeres y las niñas.
En una obra posterior contextualizada en las emociones, Soto analiza las aportaciones de teóricas feministas desde la década de 1980 para demostrar las bases
teóricas en las que se asienta su argumentación: situación geográfica del cuerpo,
ruptura de binarismo en los noventa y, en esa misma época, la vuelta al debate
del método científico basado en objetividad y neutralidad (2013: 201-202). Su visión del miedo como una emoción la lleva a cabo a través de estudios relativos al
miedo de las mujeres haciendo precisiones teóricas respecto a los escenarios, las
predisposiciones diferenciadas respecto a la socialización en el miedo y el impacto
emocional que tiene en mujeres y en hombres. Se fija también en el tipo de escenarios en los que se analiza el miedo de las mujeres, en las distintas interpretaciones
sobre diferencias entre miedo en el espacio público y miedo en el espacio privado,
así como en el tipo de estudios acerca del miedo doméstico y el miedo público.
Hace tres puntualizaciones teóricas interesantes respecto a las diferencias entre
el miedo de las mujeres y el de los hombres.
La importancia que atribuyo a su planteamiento radica en sistematizar una
metodología que permite recoger vivencias provenientes de experiencias en distintos
entornos que obstaculizan la libertad de movimientos a las mujeres, lo cual incide
negativamente en la libertad de expresión de sus derechos como ciudadanas. Resalta
la fundamentación inicial propuesta por geógrafas feministas de que “el cuerpo es la
primera escala geográfica, el espacio en donde se localiza el individuo y sus límites
(McDowell 2000; Rich 1999)” (Soto 2013: 198-199). Valoro estas reflexiones corporeizadas desde la geografía feminista por la importancia que tienen las diferencias
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en los miedos corporeizados en la socialización de niñas y niños. La amenaza de la
violación constituye para las niñas y las mujeres un elemento de control personal
y social. Un problema que va en contra de los derechos humanos y de los derechos
a una ciudadanía activa.
Dentro del marco de encrucijadas y oscuridad como cronotopo genérico general,
paso al segundo cronotopo que he denominado el impacto de la experiencia de la
violencia virtual, basado en la investigación realizada por el antropólogo mexicano
Fernando Huerta en salas de videojuegos de la Ciudad de México y que se erige en
el segundo cronotopo genérico específico de la violencia y el miedo.
Huerta resalta, en primer lugar, la importancia del juego “como pedagogía de
la vida” en el que se aprende “como parte del orden social hegemónico de género la
condición genérica como la situación vital de los hombres” (2005: 176). Así ve el juego
como un ubis ontológico dentro del cual se aprende a estar en el mundo. “Desde este
ubis, y como grupo juramentado, los hombres acceden a los poderes de dominio;
espectacularmente juegan a asumirse como poderosos, a dominar, a vencer y derrotar”. La base está en una ideología de la competición. De ahí que la violencia se valore
como atributo genérico vinculado principalmente con los varones (2012: 232-233).
Una segunda dinámica identitaria aparece en el juego en sus distintas clases:
virtual, de destreza, de fuerza, de agilidad física y mental; en cada una de ellas ha
constatado que se definen y redefinen papeles y posiciones y se expresan valores.
De ahí la importancia del juego en la socialización de los jóvenes por la experiencia que ofrece de distintos niveles de aprendizaje de funciones de género, proceso
observado y vivido directamente por el antropólogo. En su análisis toma como
referente el concepto de grupo juramentado, de Celia Amorós (1990), y hace aportaciones interesantes desde esa relación que los jóvenes establecen con el mundo
de ficción a través de personajes que encarnan valores de dominación (tanto entre
ellos como en relación con la representación del universo femenino). Resalta distintos niveles de aprendizaje, expresiones de masculinidades, por los que pueden
pasar los jóvenes como “videojugadores, estudiantes, trabajadores, amigos, novios,
amantes, confidentes, rivales, humoristas, impertinentes, ruidosos, extravagantes,
vagos, artistas, exitosos, líderes, entre otros” (2012: 238).
Huerta destaca como experiencia importante la sociabilidad que se genera en
las salas, “las amistades y los pares, reales y virtuales que abarcan relaciones sociales
y personales que pueden comenzar en un momento para luego hacerse duraderas
o efímeras” (2005: 191). Navegar en el ciberespacio los introduce en mundos nuevos
en los que las experiencias parecen ilimitadas.
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En la diversidad de experiencias que ofrecía la observación, Huerta vio que en
unos casos los jóvenes, a través de sus maneras de entender e interpretar el juego
virtual, negociaban identidades alternativas y también reforzaban aquellas basadas
en estereotipaciones de género, algunas de las cuales expresaban y generaban relaciones en las que la violencia virtual se dirigía abiertamente a las mujeres. El atractivo de las imágenes digitalizadas reside en la oferta que hacen de la representación
de un mundo que se puede controlar. Se ofrece la ocasión de herir, matar, pelear
contra los que han ofendido. Son oportunidades para aprender el orden genérico
imperante. En la simulación virtual, los jóvenes se apropian de las identidades de
sus personajes favoritos y también en muchas circunstancias de prácticas violentas
(Huerta 2005: 202-204) que les permiten situar la violencia en su lugar. Los videos
son pedagógicos con la violencia, pero la respuesta de los jóvenes difiere. Algunos se
distancian de ella en los videojuegos y lo ven como una simulación, y también en
la distancia como un aprendizaje.
El tercer cronotopo específico genérico del miedo es el de respuestas ciudadanas al eco del grito. Era el domingo 8 de marzo de 2015 y celebraba la fiesta junto
a un grupo de cuarenta y dos mujeres en el restaurante Olenzo, a medio camino
entre dos pequeñas localidades: Asteasu, con una población de 1,500 habitantes,
y Billabona, de 5,760; ambas ubicadas en Gipuzkoa, Euskal Herria. A las siete de
la tarde, la alcaldesa de Asteasu, junto con otras mujeres que estaban en la fiesta,
se dirigieron a Billabona donde se iba a celebrar, convocada por el Ayuntamiento
“con el apoyo de los partidos de la oposición y asociaciones cívicas” (J. P. 2015), una
concentración de repulsa por una agresión sexual. La agresión había sucedido en
Billabona a las seis de esa misma mañana cuando una joven de diecinueve años,
que se dirigía a su domicilio, fue agredida por un hombre. Los gritos de auxilio
que lanzó, su única defensa debido a la fuerza de la agresión, fueron oídos por Jon
Pazos, un joven que a esa hora paseaba a su perro y que se dirigió inmediatamente
al lugar de donde provenían. Cuando llegó al lugar de la agresión “un conocido
estaba ya con la chica” (J. P. 2015) y provocó también la huida del agresor. El hecho
generó una movilización ciudadana en la que estuvieron presentes vecinos y vecinas de los dos pueblos junto a los representantes políticos de Billabona y pueblos
colindantes en dos días distintos. La agresión fue recogida en varios periódicos de
alcance regional y el grito tuvo su protagonismo: “Menos mal que la víctima gritó
y le pudimos ayudar” (J. P. 2015).
En mi caso, distintos aspectos del relato y de la respuesta ciudadana me impresionaron. El primero, que la agresión tuviera lugar el 8 de marzo, fecha instituida por
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las Naciones Unidas en 1977 y que se vive en la actualidad con una doble vertiente:
de reivindicación de los derechos de las mujeres como derechos humanos y de
celebración como mujeres. El recuerdo del incendio que en 1857 arrasó la fábrica
de camisas Triangle Shirtwaist de Nueva York en la que murieron abrasadas 146
mujeres, la mayoría jóvenes trabajadoras, no me pareció baladí. Entre el recuerdo
de la violencia sobre la que se asentaba el día y la agresión sexual de aquella mañana
había un hilo conductor cuya expresión estaba encerrada en el grito de la joven y
la repulsa a la violencia a través de la respuesta ciudadana.
La fuerza de aquel grito, que en los periódicos aparecía como el detonante
que llevó al joven hasta el lugar y al agresor a huir, me evocó inmediatamente la
permanencia de la fuerza del cuadro de Edvard Munch El grito, creado en 1893,
que para mí ha representado siempre el epítome del horror por el vacío de un eco
interminable y la soledad permeable del encuadre. Así lo expresó el artista en su
diario fechado en 1892:
Paseaba por un sendero con los amigos —el sol se puso— de repente el cielo se tiñó
de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio —sangre y
lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— mis amigos
continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que
atravesaba la naturaleza (El Grito, Cultura a Bonico 2007).
El espacio que para la gente de Kristiania representaba un lugar de placer en el que
experimentar la belleza de la naturaleza se convirtió para el artista en una experiencia terrorífica (Alarcón et al. 2015-2016: 33).
Volviendo al caso de la localidad de Billabona, y a la manifestación de la repulsa
cívica y unánime de mujeres y hombres de todas las edades e ideologías políticas,
era evidente el rechazo compartido a la realidad que significaba el grito de auxilio.
Y es por ello que decidí incluir El grito como símbolo potente para definir un cronotopo específico que, junto con los otros dos que he descrito, pertenecen al cronotopo
general de encrucijadas y oscuridad, y pueden ser objeto de estudio desde la etnografía. El eco del grito puede entenderse también como una denuncia constante en
los esfuerzos por caminar hacia un horizonte de libertad. Y, simultáneamente, la
urgencia de generar y cultivar una conciencia ciudadana acerca de los derechos de las
mujeres que estaba presente en el comunicado leído en castellano por el alcalde
Galder Azkue y en euskara por la teniente alcalde Nora Arbuzu: “Han agredido a una
mujer, pero toda la localidad [s]e siente agredida; este no es un ataque contra una mujer
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sino contra todas las mujeres” (J. P. 2015). Se hizo pública la necesidad “de promover
una educación basada en los derechos de las personas, superando los modelos únicos
de hombre o mujer impuestos por el sistema heteropatriarcal” (J. P. 2015).
El grito como cronotopo específico genérico del miedo puede verse como un
desencadenante del cronotopo general del miedo que he presentado en la primera
parte, mientras que en la respuesta pública se hace efectiva la necesidad de activar y
cultivar la conciencia ciudadana sobre la problemática sangrienta de las agresiones
sexuales contra las mujeres y las niñas. El grito de repulsa y la puesta en valor por
parte de representantes políticos de la urgencia de los cambios educativos en los
hogares y en la educación formal son dos aspectos centrales que emanan del cronotopo descrito. Significa un paso en la lucha por erradicar una violencia dirigida
expresamente contra las mujeres y las niñas.
A continuación, y en contraste con los cronotopos anteriores del miedo
y la negación, presento cuatro ejemplos que permiten acceder a la presencia y
funcionamiento de elementos de dominación, así como descubrir emergencias
de cambio. Los abordaremos en dos apartados diferenciados. En el primero analizaremos el cronotopo de la lengua y el cronotopo del perdón: la procesión del
Nazareno, donde destacan elementos de negación y dominación, pero también
de cambio y resistencia, de fuerza social y compromiso. Después me ocuparé
del cronotopo del Lilatón y el de Sare, tejiendo redes, donde destaca también el
impulso por el cambio y, en particular, la acción colectiva. En estos cronotopos,
sus protagonistas presentan ciertas características que muestran las capacidades
que tienen para generar una fuerza social que capte el compromiso, aunque sea
de corta duración, para incentivar cambios provenientes principalmente de la
acción colectiva, como se verá de manera específica en el cronotopo del Lilatón
y en el de Sare, tejiendo redes.
El primero es el cronotopo de la lengua, estudiado por Jone Miren Hernández
(2007), que aparece en contraste con el protagonismo que ha tenido la negación
en cronotopos anteriores. Nos encontramos con un ejemplo modélico de una investigación efectuada en la comunidad de Lasarte-Oria, que se ubica en Gipuzkoa,
Euskal Herria. El marco temporal abarca principalmente los años de la dictadura
franquista (1936-1975) y una dinámica cambiante que la investigadora sitúa en torno al euskara entre 1981-2001. Hernández aborda un cronotopo negativo que a lo
largo de su investigación configura una doble mirada: la del desarrollo industrial
y el crecimiento poblacional resultado de la emigración y el dominio creciente del
castellano frente al euskara. Esto último da pie a un proceso de concienciación
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acerca de la transmisión del euskara tanto en la familia como en redes informales,
asociacionismo y proyecto educativo.
Durante las décadas de 1950 a 1970, la población de Lasarte-Oria creció enormemente debido sobre todo a una fuerte inmigración procedente de fuera de Euskal
Herria. La desigualdad numérica frente a la población autóctona contribuyó a la
supremacía del castellano. Sin embargo, la transmisión de la lengua de manera continuada y los cambios provenientes del apoyo al euskara a la salida del franquismo
son ejemplos para resaltar. En este sentido, Hernández (2007) muestra inicialmente
el cronotopo de la negación lingüística y al mismo tiempo la riqueza que incluye el poder de la transmisión en sus múltiples facetas. Supera, a mi entender,
aproximaciones temporales lineales y nos introduce en dinámicas presentes, en
tiempos oscuros en los que el euskara sobrevive y se refuerza en particular a través
de la transmisión familiar, situación que se produce en un entorno minoritario ante
el impacto creciente del castellano. Hernández (2007) analiza el cronotopo de la
negación del euskara y su impacto, y, simultáneamente, descubre la importancia
de la transmisión minoritaria en la familia, en la militancia en defensa del euskara,
importancia que se acrecentará paulatinamente. Considera los principales elementos
que inciden en una sociedad cambiante (1981-2001) y la dinámica que se genera.
Quiero resaltar la visión de la investigadora acerca de la plasticidad del cronotopo
general de la negación, algo que le ha permitido revelar la negación y la reivindicación de la lengua individual y social. Así, indaga sobre las prácticas, significados,
estatus del euskara. Su hipótesis reside en una visión de la historia reciente de la
lengua en la que descubre que el euskara ha estado dominado por una serie de
cronotopos vinculados
a la lengua. En este sentido puede afirmarse que el retroceso del euskara en algunos
lugares estaría en gran medida vinculado a la experiencia de toda una generación que
habría crecido sin derecho a definirse y definir su identidad en relación al euskara y
el universo cultural que rodea a la lengua. Negación que incide en la ausencia de una
memoria encarnada, y en consecuencia en la negación de la posibilidad de ensamblar
la lengua en el proyecto personal de existencia (Hernández 2007: 135-136).
Resalta la importancia de la memoria encarnada como una referencia que tuvo
un resultado positivo. Reconoce la importancia de las imágenes que muestran la
negación de la experiencia, tanto del euskara como en el euskara. Y simultáneamente ve las posibilidades de analizar los motivos y las consecuencias del retroceso
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lingüístico. Más aún, ve el valor de fijarse en las imágenes de ausencia, a las que
considera puntos de partida, para analizar elementos vinculados con la negación y
que, en general, pertenecen a la resistencia al olvido y al valor de lo que representa
el conocimiento de la experiencia activa de la lengua, de su historia en el marco de
las relaciones familiares y en la expresión y comunicación social. Resalta la densidad
personal y grupal de la memoria definida como memoria encarnada y su capacidad para trascender dificultades y silencios (Hernández 2007: 138). En su forma
de mirar la realidad cambiante, muestra el crecimiento notable del euskara entre
1981-2001 y su dinámica creciente. En la densidad de su etnografía están presentes voces de informantes (mujeres y hombres) que abarcan distintas generaciones
durante y después del franquismo, y emerge la importancia de las mujeres como
transmisoras del euskara.
Quiero subrayar la aportación singular de Hernández que, a partir de la negación, ha accedido a la parte encarnada de la memoria que ha sido clave en los
procesos de transmisión. La resistencia individual y colectiva está presente en
el análisis del cronotopo de la negación que, a la vez que revela la transmisión,
muestra la versatilidad que encierra para captar elementos y significados positivos
de un cronotopo altamente negativo. Es notable la manera en que la autora ha ido
articulando la observación participante, las narrativas de las entrevistas, la producción de imágenes visuales, de actuaciones y circunstancias diversas. Su elección
de un cronotopo negativo como elemento central para el análisis ha desencadenado
un conocimiento profundamente dinámico sobre los procesos de transmisión que
incorporan prácticas y valoraciones de una lengua minorizada. Este cronotopo de
la lengua, que parte del estudio de una realidad disglósica, muestra la capacidad
del constructo teórico para erigirse en un cronotopo general modélico para comprender procesos de cambio en lenguas minorizadas y aproximarse a ellos desde
la riqueza que ofrece la multilocalidad y la multivocalidad. En el capítulo vi de su
obra expone de manera clara esta aproximación teórica y metodológica respecto
al cronotopo negativo de la lengua (Hernández 2007: 285-339). Muestra a su vez la
relación entre el cronotopo como referente teórico y el cronotopo como herramienta
en la práctica etnográfica.
Hernández ha identificado las formas en que la comunidad de Lasarte-Oria
ha conseguido superar el cronotopo de la negación que representaba la comunidad
dividida como consecuencia de la guerra civil, de una fuerte inmigración organizada
sin tener en cuenta las características lingüísticas de la población ni su capacidad
real de acogida. La superación del cronotopo de la negación muestra que “[e]l pa-
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sado fabril [aparece] como la herencia común” (2007: 395) y que en los procesos de
experimentar las diferencias como resultado del proceso migratorio se ha incorporado la “gestión de la otredad” (2007: 398) que la propia vida en su cotidianidad
ha llevado al descubrimiento del “valor de lo invisible” (2007: 402) vinculado con la
vida cotidiana como herencia común. Estos elementos contribuyen a la explicación
de la superación del cronotopo de la negación (2007: 383-431), una aportación que
puede servir como guía en futuros análisis de cronotopos negativos.
Hernández muestra la importancia que tuvo en su investigación el concepto
de memoria encarnada (Del Valle 1997b) para narrar y comprender el proceso de
la recuperación del valor y la práctica de la lengua,
proceso vital condensador de emociones capaces de ordenar y adquirir forma a través
de los cronotopos. En ellos participa no solo la experiencia personal o biográfica, sino
también el legado de lo colectivo, reflejado generalmente en el peso de los modelos
y pautas marcadas desde la memoria discursiva, el poder del discurso del poder. Un
poder que se instala en el cronotopo y que en muchas ocasiones dificulta, impide o
tergiversa la transmisión de modos alternativos. El cronotopo actúa así en contra de
la memoria que quiere crecer y desarrollarse (Hernández 2007: 437).
En el proceso de estudio de la memoria encarnada sobre el euskara, Hernández ha
podido observar la existencia de una serie de cronotopos (división, límite, vacío...)
que actuaban negando un desarrollo pleno de la memoria lingüística de la comunidad, y cuya supresión obligaba a una deconstrucción de su carácter limitador.
Los elementos superadores de la negación emergen finalmente en la relevancia y el
valor que se le otorga precisamente a lo vivido, a lo experimentado, a la biografía
corporal. La conciencia corporal y biográfica adquiere la memoria, dota de una
relevancia extraordinaria al pasado, provoca que se enfrente al peligro del olvido
y promueve la transmisión. Al identificar la memoria con lo corporal, el olvido se
convierte en el mayor riesgo para la existencia de cualquier persona (2007: 437).
El segundo cronotopo genérico referencial se identifica como cronotopo del
perdón: la procesión del Nazareno, estudiado por Maribel Suárez Egizabal (20042005). Los rituales son una fuente importante para generar cronotopos genéricos
específicos donde, “por obra de un dispositivo con finalidad simbólica”, se construyen
“las identidades relativas a través de las alteridades mediadoras” (Augé 1996: 88).
Por relativo se entiende que la identidad se elabora en relación con una referencia
que puede ser geográfica, social o moral. Esa relatividad se afirma a través de las
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alteridades que van más allá de aquello que las define. Así, la alteridad hombremujer es relativa a aquello que la define: el sexo, pero no a aquello que la trasciende.
Por ejemplo, en un ritual orquestado para reafirmar la identidad de una nación,
esta se ubicaría por encima de las alteridades que representa la participación de
hombres, mujeres, personas de distinta edad. Sin embargo, dentro de dicho ritual
puede haber otras alteridades funcionales, como aquellas que sitúan a los oficiantes,
principalmente varones, y a asistentes, que incluyen mujeres y hombres. También
las alteridades pueden escenificar diferencias derivadas de una primera alteridad,
por ejemplo, separar las mujeres de los hombres y así relativizar la identidad compartida (Augé 1996: 88-89).
Suárez Egizabal muestra el peso de los significados excluyentes que pueden
producirse en un ritual a través de un cronotopo de resignificación de identidades
marginadas que responden, bien a necesidades de las propias mujeres, bien a las de
la comunidad en la que se insertan. Lo hace en el marco del estudio de tres barrios
marginales de la ciudad de Bilbao: Bilbao la Vieja, San Francisco y Zabala,3 para
centrarse en el de San Francisco, lugar tradicional de prostitución que, a pesar de
su centralidad urbanística, está separado por barreras de exclusión simbólica y
social. La autora analiza las diferentes maneras de construir la identidad a través
de la alteridad mujeres/hombres y de distintos mecanismos sociales encaminados
a redefinirlas temporalmente.
Se centra para ello en la procesión del Nazareno que, organizada por la Cofradía
del Nazareno y creada en 1947, se celebra desde 1953 el lunes siguiente al Domingo de
Ramos y cuenta con un fuerte arraigo popular. El punto de partida y de retorno
y el recorrido tienen un fuerte contenido simbólico. Arranca de la iglesia de San
Francisco de Asís en la céntrica calle Hurtado de Amezaga, a poca distancia de
los límites simbólicos de la exclusión del barrio, para, una vez recorridos los núcleos fuertes de su identidad excluyente, volver a la sacralidad eclesial del punto de
partida que, aparentemente, ha permanecido intocable por lo ocurrido.
En el recorrido el cronotopo que Suárez Egizabal selecciona acontece en la
calle Las Cortes con la aparición del paso de la Dolorosa, seguido por el paso del
Nazareno, en el que el protagonismo corresponde a mujeres y travestis que se
dedican a la prostitución. En ese momento las mujeres arrojan flores desde las
ventanas. Pero el momento de mayor intensidad acontece cuando el Nazareno se
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Para mayor información sobre el barrio y la zona, véase Suárez Egizabal 2013.
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detiene en los distintos lugares de alterne donde las mujeres ritualizan, mediante
saetas y la entrega de ramos de flores, el lugar marginal que como prostitutas les
corresponde en la comunidad. La entrega de los ramos delante de la comunidad
de la zona, de la eclesiástica y la de las mujeres adquiere un significado que trasciende la muestra de fervor y respeto de quienes la llevan a cabo. Se transforma
en un ritual privado, determinado por la zona donde acontece, la singularidad de
quienes lo ejecutan y el público que ejerce de testigo.
La muestra personal de fervor se convierte en un ritual de sacrificio, en una
ofrenda que va a propiciar la purificación de un “espacio de pecado” mediante el
arrepentimiento público de las mujeres. Se recuerda la figura de María Magdalena, y las mujeres no solo muestran arrepentimiento, sino sometimiento ante el
Nazareno, que en estos momentos representa a la iglesia y a la figura masculina.
Año tras año se renueva el contrato de perdón entre estas mujeres y la iglesia, y
se les permite ocupar su lugar en una sociedad que las considera pecadoras, no
mujeres libres (Suárez Egizabal 2004-2005: 34-5).
Expresiones temporales de ciudadanía crítica: Lilatón y Sare
En el tercer cronotopo genérico referencial, conocido como el Lilatón de Donostia,
el protagonismo corresponde a mujeres que, a través de un recorrido matutino por
las principales calles del centro de la ciudad de Donostia en Euskal Herria, generan
una reivindicación colectiva del derecho a la movilidad libre y segura (Del Valle
2010a) y lo hacen corporativamente como ciudadanas en un claro contraste con
la escenificación anterior. Lo expresan con sus cuerpos en una carrera de cinco
kilómetros que tiene a las mujeres como organizadoras, protagonistas, ocupantes
activas y simbólicas de la urbe. El Lilatón de Donostia (también conocido como
la Lilatón) se inició en 1990 como iniciativa de la Asamblea de Mujeres de Donostia para pasar el año 2014 al club deportivo Atlético San Sebastián, y celebra
la verdadera ciudadanía de las mujeres. Su preparación aparece en la prensa en
días anteriores y tiene amplia cobertura el día de su celebración y al siguiente.
Reivindica su libertad y se define como una carrera popular de cinco kilómetros
de recorrido en el que, en el 2015, en su vigésima cuarta edición, participaron
3,870 a la salida, 140 patinadoras y una joven que, por primera vez, introdujo la
modalidad de handbike. En la acción se expresa activamente la reivindicación de
los derechos a la movilidad libre y segura más allá del clima y la duración de la
carrera, que atraviesa el centro de la ciudad y avanza como una marea rosa por
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sus calles y avenidas más emblemáticas como símbolo de la pertenencia ciudadana
de las mujeres a su totalidad.
Desde las ocho de la mañana se cierran las calles Boulevard, Hernani, Avenida
de la Libertad, Zurriola, Avenida de Navarra, plaza Lapurdi y Reina Regente hasta
volver a Boulevard donde tiene su final. La música y los aplausos de la gente están
presentes a lo largo de todo el recorrido. En 2015 le correspondió el protagonismo
musical a la batucada de la Casa de la Mujer de Donostia y a la charanga de instrumentos tradicionales como el txistu de la Musika Eskola.
El Lilatón reivindica la presencia de las mujeres en todos los ámbitos de la vida
social y, de manera explícita, su condición de ciudadanas libres a través de esa manifestación corporal de la ocupación activa en el medio público. Van en grupos, en
parejas, unas se agrupan por generaciones, por amistad, en cuadrillas. No se trata
de estar observando pasivamente tras los visillos o enmarcadas en las ventanas. Es
un acontecimiento que se espera con anticipación, como lo muestra el hecho de que,
en 2015, en dos días se agotaron los 3,870 dorsales (Silvano 2015a, 2015b, 2015d). La
reivindicación a una vida libre de violencia se incorpora a través del movimiento
de los cuerpos de mujeres de todas las edades y condiciones en un grito de libertad
y en una escenificación de empoderamiento colectivo.
Se corre en cuadrillas, en parejas de distintas generaciones, como se refleja en el
comentario de una madre de 46 años que participaba con su hija de 16, y reconocía
que le había hecho una ilusión enorme que su hija hubiera querido correr con ella.
Para la madre era un reto conocido por haber participado en el Lilatón en otras
ocasiones, mientras que para su hija Nora era la primera experiencia (Silvano 2015c).
Las fotografías reflejan el colorido de las camisetas y la alegría de la participación
colectiva con titulares que recogen la emoción de la salida y el gran número de corredoras (Silvano 2015c: 76-77). El Lilatón puede considerarse una forma de nueva
socialización (Del Valle 1991-1993) en el mandato feminista de promover de manera
efectiva la seguridad de las mujeres y de las niñas.
Las mujeres cubren de manera simbólica con la energía que emana de sus
cuerpos la totalidad de la ciudad sin diferencias horarias ni divisiones excluyentes
entre el día y la noche. Muestran la faceta contraria de la ciudad que hemos visto
cubierta de puntos negros como configuración teórica de un cronotopo de la negación. Avanzo la posibilidad de pensar el Lilatón del futuro a través de un recorrido
simbólico que también incorpore los puntos negros estudiados y reconocidos como
tales, para reclamar la transformación de los lugares atemorizadores de manera
efectiva. Y dado que el Lilatón se celebra anualmente, es importante introducir cada
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año reivindicaciones específicas de los cambios tempo-espaciales que se consideren
necesarios.
Pero también es necesario hacer un seguimiento de los cambios que se introducen
y que pueden ir en contra del objetivo reivindicativo que generó el surgimiento del
Lilatón. Informantes jóvenes han advertido en el Lilatón de 2016 un mayor énfasis
en verlo como una carrera en la que se practica el atletismo y menos como una
carrera reivindicativa. Ponían como ejemplo el que se venga aludiendo a la “marea
rosa” en vez de poner en valor el color morado, que tiene ya una larga trayectoria de vinculación con el movimiento feminista. En este 2016 se ha adelantado el
comienzo de la carrera de las 11:00 de la mañana a las 10:00, lo que también puede
reducir la visibilidad de las mujeres al bajar el número de personas que presencien
el paso del Lilatón. En la información proporcionada, dichos cambios se atribuían
al hecho de que la organización del Lilatón haya pasado del movimiento feminista
a un club privado. Es, por tanto, una realidad para tener muy en cuenta si se piensa
en la importancia de preservar el carácter reivindicativo del derecho a la movilidad
libre y segura de las mujeres y de las niñas.
El cuarto cronotopo genérico referencial, Sare: tejiendo redes, muestra la capacidad y la fuerza de la acción colectiva para generar proyectos y reivindicaciones
que emanan de una conciencia ciudadana en la que la experiencia de la equidad
enriquece al colectivo. Se plasmó en una actuación artística dirigida por Luz Darriba, artista internacional nacida en Montevideo, formada en Buenos Aires, que
desde 1990 vive y trabaja en el Estado español. La exposición “Sare” —que significa
en euskara red— tuvo lugar en el mes de noviembre de 2011 en la fachada principal
del Palacio Europa con motivo del xii Congreso de Eusko Ikaskuntza/Sociedad de
Estudios Vascos, celebrado en Vitoria-Gasteiz, capital administrativa de Euskadi
y sede del gobierno vasco.
Se escenificaba el trabajo conjunto en el que habían participado voluntarias/os
de Galicia y América Latina en la elaboración de la red inicial. Se trataba de una
intervención que tenía antecedentes en Euskadi, en concreto en Donostia, donde en
2007, en una acción llamada Arakne, red por la igualdad, una red colorista había
cubierto partes del Kursaal, un edificio del arquitecto navarro Rafael Moneo. En el
caso de Vitoria-Gasteiz, también se trataba de un espacio central y referencial por
donde circulaba la gente que inicialmente se paraba a mirar la red y, en muchos
casos, a contemplar la actividad de un grupo de congresistas (mujeres y hombres)
que se habían concentrado en la ancha acera para continuar con el tejido de la red
elaborado con agujas y lanas de colores.
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Todo ello era parte de una de las temáticas centrales del día en torno a la igualdad entre mujeres y hombres. El tejido grupal significaba el conjunto de actividades que se pueden llevar a cabo mediante la colaboración y que son indicadores y
gestores de la construcción del tejido social de la igualdad como proyecto global
y de las relaciones y derechos igualitarios. Hubo mujeres y hombres de distintas
generaciones que se incorporaron a la acción (Intervención artística “Sare, tejiendo
redes” 2013), que tuvo a su vez incidencia en la gente que transitaba y que se paraba
a observar, preguntar, y hubo quien también se introdujo en la actuación. El cronotopo transformó, por un tiempo, los sistemas y relaciones de género y proyectó
la importancia del trabajo conjunto para superar diferencias y discriminaciones. Y
sitúo la problemática colectiva y política en la cotidianidad de la ciudad. Simbolizaban, a su vez, la amplificación y resonancia que proporciona la acción colectiva
en igualdad (“Intervención artística ‘Sare, tejiendo redes’ ” 2013).
En este ejemplo es posible seguir la génesis de un cronotopo a través de las
diferentes capas de la actividad, la riqueza de sus significados, las características del
tiempo empleado y la capacidad de la acción colectiva para transformar temporalmente comportamientos y dotarlos de nuevos significados. También la necesidad de
aunar fuerzas para romper dicotomías respecto al trabajo, a las representaciones
de la ciudadanía que incluye el abanico de las identidades de género, de orígenes, de
adscripciones identitarias. La acción se desarrollaba en el marco de un congreso
de Eusko Ikaskuntza/Sociedad de Estudios Vascos, institución cultural emblemática
que en 2017 celebrará su primer centenario, en el marco de uno de los nueve ejes
temáticos del congreso llamado Sistema de género.
En la tradición vasca, como ocurría también en otros lugares, el tejer con agujas,
con ganchillo, era una actividad que llevaban a cabo las mujeres. La excepción abarcaba a los pastores, que también tejían con cuatro agujas calcetines elaborados con
lana de oveja, actividad que llevaban a cabo en las largas jornadas de frío y oscuridad
del invierno en las que permanecían aislados en las txabolas (construcciones de piedra
donde se guarecían de la intemperie). En la escenificación de Gasteiz, el que mujeres
y hombres tejieran públicamente en una arteria principal de la ciudad significaba
una alteración de ciertos mandatos culturales respecto a actividades asignadas de
manera fija, unas a mujeres y otras a hombres. La acción de las redes remitía también
a la actividad pesquera, protagonizada por los varones en el mar y por las mujeres
en tierra, quienes además de ocuparse de la venta de pescado, eran las encargadas del
trabajo grupal de repasar y restaurar las redes ya secas. Lo hacían, bien sentadas en
el puerto, bien dentro del local de la Cofradía de Pescadores.
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El poder evocador y su lugar en los cronotopos
Vuelvo a las páginas introductorias donde he resaltado la importancia del tiempo,
el espacio y la memoria, y donde cada categoría tiene una entidad diferenciada y
al mismo tiempo articuladora, como sucede con las dos caras de la memoria: el
recuerdo-olvido. En el análisis de la narrativa inicial de Laurent Gaudé he resaltado
la importancia de la plaza a la hora del adiós porque resumía contenidos y significados para los protagonistas que, con el dolor de la partida y la intuición de lo que
pudiera ser el desarraigo, necesitaban ubicar el recuerdo. Lo situaban en ese lugar
habitual y cercano donde querían atrapar las vivencias para rescatarlas cuando se
hubieran convertido en ausencia y memoria. Necesitaban guardarlas para cuando
sintieran la necesidad de saber que eran parte de una vida anterior que intuían iba
a ser diferente de la que ahora veían como futuro. Y también sentían que todo ello
podía diluirse.
Ubico la evocación en la capacidad de los símbolos para guiarnos a nuevas
experiencias sensoriales e interpretaciones sin que aparentemente existan hilos
conductores. La evocación consiste en traer al presente una acción, pensamiento,
vivencia, sentimiento, emoción. La evocación se genera en las formas más diversas
y espontáneas al darse un proceso hacia el pasado con una amplitud de resultados
que pueden ir en múltiples direcciones. La evocación es espontánea, incorpora el
espacio y está inserta en el tiempo. Así, puede llevarnos a algo que mantiene una
relación estrecha con el punto de partida, como puede ser el olor del pan recién
horneado, los tacos recién hechos, la carne braseada; y a través de imágenes, sensaciones, emociones de cada uno de ellos, retrotraernos a momentos de experiencias,
de cotidianidades, personas, celebraciones pasadas. El disfrute o rechazo de ciertos
olores corresponde a la diversidad cultural. En mi caso, el pan recién horneado me
ha llevado en diferentes ocasiones a veranos de mi niñez en un pueblo de Castilla al
que solo he vuelto una vez hace años en mi edad adulta. Todas las personas tenemos
recuerdos de olores entrañables, así como de los contrarios. La evocación es muy
amplia, cualitativa y compleja, de ahí su capacidad multifacética, y por ello las posibilidades que ofrece para captar la minucia. Se relaciona con la atracción que tienen
ciertos acontecimientos, personas, colores, sensaciones, espacios, tiempos para traer
al presente otras experiencias distintas de las que se erigen en punto de partida
del proceso evocador (Del Valle 2012). Son procesos atemporales y ahistóricos con
una gran carga de subjetividad, aunque sí pueden estudiarse prestando atención a
su contexto, que abarca tanto lo individual como lo colectivo. El escritor Antonio
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Colinas, en Días en Petavonium, habla del poder evocador de los aromas cuando
se refiere al del campo: “La de los aromas era una clave intemporal, ahistórica, que
comprendí entonces, y en años sucesivos, y que hoy comprendo cada vez que, en
cualquier otro lugar que no sea Fuentes, percibo —aunque sea de forma sutilísima,
atenuada, entristecido por el paso del tiempo— aquellos mismos aromas” (1994:
21). También se puede llegar al futuro desde el deseo, como era el caso de los dos
hermanos que abandonaban su ciudad.
¿Pero cuál es la diferencia entre recordar y evocar? Considero que el recuerdo es
procesual, es posible generarlo, mientras que la evocación genera grandes saltos,
es espontánea, incontrolable, lo que la hace más inesperada y más cercana a lo que
muchas veces identificamos como inspiración, pero que yo considero diferentes.
En la evocación distingo bases de partida que pueden ser totalmente sorpresivas y
muy diferentes del curso que vaya tomando el recuerdo. La inspiración es presente
y momentánea, y no necesita referentes para el paso al hecho creativo.
En el caso de los cronotopos, el poder evocador constituye una herramienta
metodológica del orden simbólico que emerge en las coordenadas espacio-tiempo,
tal como aparece en el cronotopo general de encrucijadas y oscuridad, que permite
explorar la fuerza del pasado en el presente, así como la conexión con la memoria
encarnada: como aquella pasada por la experiencia de la corporeidad de la esclavitud. También estaba presente en los desencadenantes de la agresión sexual
ocurrida en Billabona, Euskal Herria, que se llegaron a sintetizar en el grito que
aunaba la angustia de la agresión, la importancia de la colaboración ciudadana
y el eco de una violencia ejercida sobre las mujeres y las niñas que permanece
tristemente activa y esparcida por el mundo.
El poder evocador nos conduce también a la memoria a través de la espontaneidad, pero en muchos casos evocamos y nos quedamos ahí: ya sea que haya disfrute
o, por el contrario, emociones dolorosas. Las percibo como cualidades diferentes y,
a su vez, complementarias. El potencial de la evocación reside en que no muestra
límites y acapara sorpresas, recoge la graduación que contienen los hechos, las actuaciones de las personas, el potencial de los sentidos o sus carencias, el impacto de
los actos ajenos y los propios, las relaciones tempo-espaciales, y es tanto individual
como colectiva, como lo he mostrado en distintos momentos del ritual de Korrika
(Del Valle 1988).
Los rituales —con su amplio espectro de orientación, simbolismo y participación— ofrecen un abanico de elementos que propician la evocación. En este sentido,
he mencionado el cronotopo del ritual del perdón del Nazareno, protagonizado
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por un colectivo de mujeres que ejercen la prostitución. También puede haber
una relación directa entre el contenido del punto de partida de la evocación y sus
resultados, como aparecía en el ejemplo del grito. Lo he señalado al hablar del cronotopo general del miedo y del poder evocador que tenían las encrucijadas y ciertos
caminos. En el caso de los temne, si bien en su origen las experiencias de violencia
vividas fueron las generadoras del cronotopo, más tarde no serían los recuerdos de
dichas experiencias los que originasen la evocación.
Asimismo puede ocurrir que no haya conexión alguna entre el contenido del
punto de partida de la evocación y el recuerdo que suscita. Además, puede estar
presente la verbalización de la evocación o los silencios. Algo de todo ello lo plasma
el historiador Roldán Jimeno Aranguren.
Al centrarse en la memoria de los derrotados de la guerra civil española en
Navarra, Jimeno Aranguren pone de manifiesto la dureza del recuerdo para las
personas que, en el proceso de acercarse al dolor del pasado, deben encontrarse
con la crudeza del reconocimiento de los cuerpos o los restos de personas queridas.
Y también con los mecanismos del silencio impuesto o creado voluntariamente.
Este último se genera en muchos casos como estrategia para sobrevivir y aminorar el dolor. En el proceso de abrir las heridas del pasado, realza la importancia
que tienen las fotografías para generar evocación y recuerdo. Y menciona que en
el estudio de la memoria de los derrotados “se recogió numeroso material gráfico aportado por los informantes que, sin duda, contribuyó a recordarles aquel
pasado” (Jimeno Aranguren 1999: 23). En el proceso del recuerdo puede surgir
también la evocación.
Desencadenantes del recuerdo
La evocación es dinámica porque potencia el ir más allá de la activación de un
pasado y puede conducir a intensificar el recuerdo, a enfocarlo más detalladamente,
así como a un proceso creativo. En mi caso, el olor del pan me ha llevado a un
pasado, como ya lo he señalado, y me podía haber quedado en ello. Sin embargo,
en algún momento, he dado paso al recuerdo al tratar de visualizar la panadería
situada en una de las callejuelas cercanas a la plaza y a fijarme en el panadero
que se movía con una acentuada cojera y con restos de harina en la camisa y en
las manos; y en el dorado de la corteza sobre el mostrador. Ahí está el juego que
enlaza pasado-presente y que tiene un papel importante en las autobiografías
porque permite dar pasos de una manera fluida para desgranar el detalle. Tiene
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un lugar importante en el trabajo de campo cuando la entrevistadora o el entrevistador desarrollan capacidades para identificar evocaciones que puedan dar
paso a nuevas preguntas y a profundizar en ellas.
Expresiones y mecanismos de la evocación
La evocación es altamente cualitativa y, en muchos casos, está preñada de emociones
sutiles. En el proceso autobiográfico ocupa un lugar central, pero sus cualidades la
llevan en múltiples direcciones. A veces se genera una relación entre el punto de
evocación y la evocación consiguiente, como en el caso que narra el escritor Ricardo
Piglia en un artículo titulado “¿Qué gato?”; se trata de algo aparentemente trivial,
algo que podríamos llamar una minucia.
A su regreso a Buenos Aires, el escritor anota una escena de su recorrido habitual por la ciudad para comprar el periódico. En su paseo le llama la atención una
mujer que habla con un gatito que se halla en lo alto de un árbol y que permanece
indiferente a su atención, concentrado en lamerse las patas. La mujer intenta hacerlo
bajar porque no quiere “que viva una asquerosa vida callejera” (Piglia 2012). En ese
punto le informa al escritor que la “gata tuvo las crías en el hueco de una horqueta
del tronco y [que] ayer se llevó a los otros cachorros y lo abandonó”. El escritor sigue
su camino, y cuando regresa al árbol “la mujer ya no está y el gato sigue ahí. En
el supermercado coreano consigo un poco de carne picada y de leche. El gato baja
y me lo traigo a casa” (2012).
Este incidente le evoca a Piglia que, hace muchos años, él también tuvo un gato
en Mar del Plata al poco de haber terminado los estudios secundarios. “En marzo
me fui a estudiar a La Plata y le pedí a mi madre que lo cuidara. En las vacaciones
de invierno volví a casa y no lo vi. Le pregunto a mi madre, ¿y el gato? Ella me
mira con sus bellos ojos irónicos ¿Qué gato?, dice” (2012). Cuando me detengo
en los contenidos de esta evocación me lleva a pensar que la mujer que inicia el
relato pudiera ser una anciana que expresaba su sensibilidad al abandono, quizá
al suyo propio, mientras que el escritor en la mirada a su infancia manifestaba su
propio desencanto ante los vacíos que crecen en las ausencias. La evocación, en
este caso un recurso literario, puede llevarnos en distintas direcciones, de ahí la
importancia de reflexionar sobre ello.
Hay imágenes que se sobreponen a la amalgama y emergen con nitidez. En
muchos casos, la claridad del recuerdo se vehicula con la experiencia del placer y
con una persona concreta. No hace falta forzarlo, sino que ahí está, como si por
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el surco cubierto de nieve nadie hubiera vuelto a pasar. Para el escritor Juan Manuel
de Prada (1997), esa fijación del pasado a través de una persona es el resultado de un
ejercicio concreto:
Cuando concluyo la jornada, me encierro en casa y pienso sedentariamente en ella, la
recuerdo con vocación filatélica, nunca en abstracto, sino con una concreción que no
se agota ni se repite, hoy puedo recordar su melena como un violín que se deshilacha
y mañana su risa descacharrada y pasado las huellas efímeras que el placer dejó en su
mirada, cuando ese placer fue también el mío (1997: 322-323).
La memoria produce sensaciones que tanto pueden llevar al placer como al sufrimiento. “Recordar a Chiara es una condena y una tarea inabarcable [...] y quizá un
suplicio, pero acepto la tortura y el agotamiento y la cárcel de ese recuerdo, porque
me mantiene vivo y me desinfecta de mi otra vida degradada” (1997: 323).
Otras veces descubrimos el poder evocador de objetos e imágenes. En la cultura
vasca tradicional, la representación simbólica de la obligación del recuerdo correspondía a las mujeres y la expresaban desde el lugar que ocupaban en la iglesia en
la sepulturia (sepultura). Lo hacían, y lo continúan haciendo, a través de una pieza
de madera que lleva una vela fina enrollada (argizaiola) de manera que, depositada
en el suelo y una vez encendida, va quemándose con lentitud. Tradicionalmente,
cada casa en el mundo rural tenía su argizaiola que colocaban las mujeres delante
de la silla que solían ocupar en la iglesia. Todavía pueden verse en algunas localidades, como en el pueblo de Amezketa en Gipuzkoa. Ahora ha pasado a ser un
objeto artesanal que se valora por los diseños tallados en la madera. Las había con
diferentes diseños, algunos de ellos antropomórficos, que pueden verse expuestos
en San Telmo Museoa/Museo de San Telmo en Donostia.
Durante la misa, su luz personalizaba el vínculo entre el pasado y el presente, y
las connotaciones de la mujer como mediadora entre dos mundos: el de la casa y el
de la familia (Douglas 1969). Se activaba el recuerdo de las y los familiares difuntos.
Sin embargo, en la actualidad, para una mujer que vivió ese ritual la presencia de la
argizaiola la puede llevar inmediatamente a escenas de su niñez, de su juventud. Se
trata de recuerdos vinculados con la memoria encarnada y que Hernández (2007:
341-382) ha incorporado en su análisis del cronotopo de la lengua. Atribuye la fuerza
de la recuperación del euskara a la fuerza de esa cualidad de la memoria.
La evocación de una situación, un estado de ánimo, una persona en el sentido
en que lo he ido presentando puede llevar no solo a traer al presente algo vivido o
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experimentado en el pasado, sino a generar algo totalmente nuevo, algo hacia el
futuro, cuyo proceso se pueda definir desde la identificación del punto de partida.
La evocación puede generar a su vez inspiración y creatividad sin que la/el artista
sea consciente del proceso seguido, pero sí de sus resultados. Entre sus cualidades es
destacable el lugar central de la evocación diferenciada del recuerdo y su potencial
simbólico. La evocación conduce de una manera inesperada a establecer conexiones
de distinta gradación e impacto. Emerge unas veces mediante saltos que tienen su
valor en el contenido que le encuentre el investigador/a y de ahí su valoración en la
metodológica cualitativa. Cuando menos, aporta profundidad interpretativa, amplía
los posibles efectos de los símbolos y principalmente nos lleva a pensar en posibles
relaciones entre fenómenos distantes y acontecimientos oscurecidos. Al plantear
esta apertura metodológica han sido interesantes las posibilidades que ofrece para
la investigación etnográfica y su aplicación a otras disciplinas, como arquitectura,
geografía, arte.
Reflexión cronotópica
Las posibilidades del proceso del trabajo etnográfico a través de cronotopos son
amplísimas y va a depender del interés de la investigadora o el investigador. Por
ejemplo, si se orienta al espacio público o al espacio privado. Si le interesa trabajar
desde la exclusión, la marginación, la negación de derechos. O si, por el contrario,
se orienta a expresiones, procesos de cambio que impliquen nuevas propuestas,
resignificaciones de comportamientos, de ocupaciones de espacio, definición de
nuevas metas a partir de cambios corporales e identitarios generados por la adopción de resignificaciones de identidades sociales, sexuales.
Quiero resaltar que la identificación de cronotopos proviene principalmente
de la observación etnográfica tanto intensiva y duradera como de observaciones
puntuales; de lecturas de monografías, de acontecimientos que aparecen en los
diferentes medios de comunicación y, como he mostrado también, de la literatura. El teatro, performances, exhibiciones artísticas u obras de arte presentes
en los espacios públicos pueden ser fuentes de inspiración, en unos casos para el
cambio, en otros para la negación, como se ha visto en algunos de los ejemplos
citados. Si hay un tema o problemática que me ha llamado la atención, será necesario buscar sus puntos de condensación de significados, los más sobresalientes;
las aproximaciones más interesantes o más puntuales; las claves para identificar
puntos de partida y puntos significativos. Hay que tener en cuenta que el concepto
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de oscuridad va más allá de lo que aporta y significa la presencia o ausencia de
luz natural o de luz artificial. En el texto ha dominado una visión colectiva del
cronotopo a través de ejemplos grupales. Sin embargo, en la teoría también está
presente como fenómeno individual. De ahí que puedan identificarse sus características a través de acontecimientos vividos y comunicados en primera persona,
como lo hace Bajtin:
Desde un punto de vista teórico el espacio y el tiempo de mi vida son insignificantes
fragmentos (en términos abstractamente cuantitativos; sin embargo el pensamiento
participativo agrega aquí un tono valorativo) del tiempoespacio único y, por supuesto,
solo este hecho garantiza la monovalencia semántica de sus definiciones y juicios;
desde el interior de mi vida privada estos fragmentos encuentran un centro valorativo
unificado, lo cual convierte el tiempoespacio real en una individualidad singular, si
bien abierta (1997: 65-66).
Por tanto, el semiótico relativiza los conceptos de contenidos fijos, tales como “infinito, eternidad, inmensidad”, presentes “en la vida, en la filosofía, en la religión
y el arte” y que, en su opinión, no pueden considerarse “teóricamente puros”, sino
que aparecen en la experiencia en función del valor que se les otorga. Por todo ello,
Bajtin enfatiza la importancia de “vivir desde sí mismo, partiendo de sí mismo”, sin
equipararlo con “vivir y actuar para sí”, sino destacando su postura de vivir en el
mundo (1997: 66). Puede también afirmarse que en el pensamiento de Bajtin están
presentes la corporeidad y las emociones, ya que, en última instancia, ambas son
referentes iniciales, contenidos importantes de la novela antigua griega (1997: 65-66).
Conclusiones
Las contribuciones semióticas de Mijail Bajtin me han posibilitado acceder a una
amplia categorización de tiempos y espacios de gran interés teórico y empírico para
la antropología y para la crítica feminista. El concepto del cronotopo, surgido de su
interés literario, captó la atención de varios antropólogos posmodernos interesados
en nuevas formas de escritura de la experiencia etnográfica. En ese interés estaba la
valoración de las emociones y el ensayo que transmitieran la experiencia codificada
por Geertz de haber estado allí. En mi caso, me ha llevado a indagar en el cronotopo para profundizar en la etnografía feminista y en conceptos que permitan ver
la interacción entre la observación, lo sensorial y el orden simbólico.
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La versatilidad que ofrece el cronotopo permite acceder a una comprensión
de la importancia, diversidad y amplitud del tiempo, de las diferentes perspectivas
e interpretaciones que ofrece, de la diversidad y maleabilidad cultural, por citar
algunos conceptos. Para la metodología seguida en este artículo recojo claves literarias desarrolladas por Bajtin y las aplico a la reflexión antropológica, como en el
caso de Giddens, y así pretendo descubrir lo que representa el desarraigo y nuevas
formas de memoria. El semiótico proporciona un modelo que sirve de inspiración
y guía y que puede aplicarse a la reflexión contemporánea.
Aunque Bajtin prima la importancia de la acción del tiempo sobre la del espacio, la plasticidad del concepto, la experiencia espacial transcultural, la teorización
y práctica etnográfica muestran las posibilidades de trabajar el cronotopo desde
una aproximación centrada más en la interacción del tiempo-espacio que en el
predominio de uno de ellos. De ahí la importancia surgida en torno a cronotopos
genéricos positivos y negativos. Es la plasticidad del cronotopo la que permite
diferentes aproximaciones basadas en el ejemplo de un cronotopo negativo para
explorar una lengua minorizada y descubrir en el proceso elementos claves para su
sobrevivencia y desarrollo teórico, emocional y práctico, de manera que pueda verse
su validez para tomarlo como referente para el estudio de otras lenguas en procesos
de exclusión. Sirve a su vez para valorar aspectos de la memoria encarnada como
activos clave en la emergencia del potencial de la lengua secuestrada.
El plantear un cronotopo para el análisis de situaciones de marginación de trabajadoras y trabajadores sexuales a través de un ritual que acontece al anochecer, ha
permitido descubrir la existencia de dobles vínculos que perpetúan la continuidad
real de la exclusión. Pero también, al sacarlo ritualmente a la calle, romper con el
silenciamiento que unas veces lo sitúa en pisos y otras en parques, lugares oscuros.
El análisis del cronotopo puede recoger la versatilidad que ofrece el tiempo que
admite reinterpretaciones de los contenidos de tiempos y espacios.
En esta línea de problemáticas actuales, los cronotopos posibilitan el descubrimiento de las situaciones de vulnerabilidad de la infancia, mujeres y personas
mayores que, por la complejidad de las circunstancias, deben estudiarse de manera
situada, multisituada o una combinación de ambas.
El concepto de grieta me ha resultado importante a la hora de analizar biografías
y autobiografías que nunca fluirían si se aplicaran cuestionarios pautados. Tanto
en la metodología como en el análisis prima la libertad narrativa que valora los
silencios, los paréntesis, el enigma de las grietas. En las entrevistas que se lleven a
cabo con informantes es importante prestar atención a la presencia de grietas en el
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relato. Cuando las haya, en vez de verlas como narrativas incorrectas que estorbaran
la secuencia del relato, será necesario reconocer que tienen entidad en sí mismas y
darles el valor intrínseco que les corresponde.
Del interés que el cronotopo suscitó en el análisis posmoderno centrado en
las emociones como expresión de lo vivido, me he planteado un nuevo objetivo.
Consiste en avanzar en su definición y aplicaciones metodológicas para hacer de
ellos herramientas referenciales para descubrir en el trabajo de campo fenómenos situados y multisituados que permitan desenmascarar la opresión, acceder
también a captar expresiones de desigualdad y silenciamiento. Pero también de
potencial de la agencia donde es clave la atención a las rupturas y emergencias generadoras de identidad, valores cívicos y ciudadanía. En algunos casos, su ductilidad
puede sorprender por la riqueza que encierra su análisis, de manera que se pueda
invertir el significado negativo de sus contenidos, como se ha visto en el ejemplo
de una lengua minorizada.
Finalmente, cabe resaltar que en la reflexión cronotópica destaca la importancia de ciertos hilos conductores, como el desarraigo, la violencia, el miedo
y los entresijos del ritual que sirven para mantener la exclusión, pero también
para reconocer, valorar y cuidar la capacidad de la memoria encarnada, la cual
resulta imprescindible para superar marginaciones y olvidos. En la reflexión cronotópica se halla el potencial de la agencia individual y colectiva, las acciones que
crean puentes entre la ciudadanía y las instituciones. Esto permite que se puedan
reivindicar cambios para plasmarlos en la vida cotidiana e institucional, restituir
olvidos y generar nuevas formas de memoria encarnada individual y colectiva que
posibiliten superar las violencias de las dictaduras del olvido y de las que se ejercen
sobre las mujeres y las niñas.
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Agradecimientos
Al Comité Organizador del Primer Congreso Internacional de Geografía sobre
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Francisco Checa, Feli Etxeberria, Jone Miren Hernández, Lucía Damián, Maribel
Egizabal, Marcos Sardá Vieira, María Espinosa, Martha Patricia Castañeda, Olga
Segovia, Paula Soto, Teresa Incháustegui, por sus reflexiones, aportaciones, cuestionamientos, referencias bibliográfícas recibidas en ambos lados del Atlántico.
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Desigualdades y violencias de género
en el espacio público de la ciudad
Olga Segovia Marín1
Introducción
Agradezco, con especial gusto, la invitación a participar en este primer congreso
sobre género y espacio. Tengo la sensación, la emoción de revisitar un espacio de
observación y reflexión muy cercano.
He recordado que a principios de la década de 1990 escribí un artículo que
tenía como título “Espacio y género”, en el que abordaba las diferentes formas de
apropiación del espacio por parte de mujeres y hombres.
Esta presentación está basada en investigaciones sobre el uso y percepción del
espacio público en diversos tipos de sectores y barrios en Chile. Y en la experiencia
de trabajo en proyectos de diseño de espacios públicos en forma participativa.
Este ensayo contiene dos partes: la primera es una reflexión que aborda las
preguntas: ¿qué lugar ha venido a ocupar el espacio público en un contexto urbano de múltiples transformaciones económicas, sociales y culturales, que se
expresan en nuevas formas de organización real y simbólica de la ciudad y que
manifiestan una manera diferente de vivirla, de pensarla y de relacionarse en ella,
de parte de mujeres y hombres? y ¿cómo está siendo afectada la vida cotidiana, la
convivencia colectiva, la construcción social en la ciudad, en un escenario cultural
1
Integrante de sur Corporación, Chile, y de la Red Mujer y Hábitat de América Latina.
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OLGA SEGOVIA MARÍN
donde prevalece un imaginario centrado en lo privado, lo individual, lo propio y
exclusivo y que es un contexto en el cual la violencia y la inseguridad están presentes
con diferencias de género?
La segunda parte explora las desigualdades y violencias de género, según el
lugar de la ciudad en que se habita, y en el uso y apropiación del espacio urbano por parte de hombres y mujeres. Está basada en el proyecto de investigación
Understanding the Tipping Point of Urban Conflict. Violence, Cities and Poverty
Reduction in the Developing World (2010-2012), coordinado por Caroline Moser,
Global Urban Research Centre University of Manchester, ru. Tomando como objeto de estudio la ciudad de Santiago en Chile, se indagó en las manifestaciones de
violencia de género, como punta del iceberg de una violencia estructural, indirecta,
asociada a la desigualdad y a una violencia cultural que ha legitimado procesos de
inequidad, segregación y discriminación urbana (Rodríguez et al. 2012).
Convivencia en la diversidad: una mirada de género al espacio público
Abordar el tema de la construcción social y de la convivencia en los espacios
urbanos implica indagar en las restricciones y en las perspectivas de construir
lugares, territorios y relaciones de más inclusión y de más equidad. Supone crear
más confianza en el espacio público y en el espacio privado, en nuestro imaginario
urbano y en nuestra cotidianidad. Por tanto, compromete una mirada de género
en la reflexión.
Habitar la ciudad no es algo independiente de los arraigos, la pertenencia y los
afectos. De la misma forma, la convivencia en ella —para hombres y mujeres— no
es ajena a su experiencia en los espacios en que les toca vivir y actuar. El espacio
público de la ciudad es particularmente relevante en la vida de las mujeres. La ciudad —ámbito privilegiado de la interacción social y cultural— constituye, para ellas
en particular, un factor coadyuvante tanto al desarrollo de su ciudadanía como a
la autonomía personal. Por esto, la apuesta por espacios urbanos de mayor calidad
social y material, con una mejor y mayor convivencia, lleva implícita, como condición
fundamental, la erradicación de la violencia contra las mujeres, su empoderamiento
y la promoción de sus derechos como ciudadanas.
La violencia contra las mujeres en las ciudades no solo se refiere a los delitos
tradicionales que dificultan la vida cotidiana, tales como hurtos, robos, asaltos,
violaciones, acoso; también alude a fenómenos vinculados con la forma en que se
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concibe el desarrollo urbano, la falta de participación ciudadana, la dificultad de
accesos a servicios —los más privatizados—, la desregulación, entre otros. Todos
son factores que, de una u otra manera, inciden en los grados y modalidades de las
manifestaciones de violencia efectiva o simbólica hacia las mujeres. Por tanto, para
enfrentar estas realidades complejas, es necesario elaborar propuestas más abarcadoras e innovadoras, generar mecanismos de colaboración y reflexión conceptual,
desarrollar y comparar experiencias.
Las ciudades parecen ser hoy más inabarcables, más desconocidas, menos
legibles y, por tanto, fuente de temores y diferencias irreductibles; esto es, lugares
de violencia. Según los análisis de diversos organismos internacionales, la violencia
urbana se ha convertido en uno de los mayores flagelos de los países de América
Latina, región que aparece con el más alto índice de violencia homicida en el mundo
(pnud 2006; un-Habitat 2007).
Sin duda, en las últimas décadas la vida social urbana se ha hecho incomparablemente más compleja que todo lo conocido hasta ahora: se han modificado
los intercambios sociales, el uso del tiempo, las formas de movilidad y de comunicación. Entre estas transformaciones, quizá la más notable y emblemática,
según sostiene Remedi (2000), es la modificación sustancial del espacio social.
Destaca el autor que, en este proceso de cambios, la organización espacial de las
desigualdades —que ha dado lugar a ciudades fracturadas en zonas de distintas clases
sociales o culturas— ha levantado muros (reales y mentales) infranqueables que
impiden no solo encontrarse, sino incluso verse, imaginarse y pensarse como
pares, vecinos, conciudadanos.
Estos procesos, sin embargo, no han resultado en realidades unívocas. Es así
como muchas de las ciudades de América Latina viven tensionadas entre formas
extremas de tradición que atan al pasado y una modernización que se expresa
en un salto de escala en múltiples aspectos de la vida urbana, salto que tiene su
lado oscuro en un agudo incremento de las desigualdades sociales. Las ciudades
parecen ser hoy más inabarcables, más desconocidas, menos legibles y, por tanto,
fuente de temores y diferencias irreductibles; esto es, lugares de violencia. Según
los análisis de diversos organismos internacionales, la violencia urbana se ha
convertido en uno de los mayores flagelos de los países de América Latina, región
que aparece con el más alto índice de violencia homicida en el mundo (pnud
2006; un-Habitat 2007).
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¿Cómo enfrentar la violencia urbana desde una perspectiva de convivencia?
Enfrentar la violencia en las ciudades desde una perspectiva de convivencia presupone identificar una tensión que subyace en el debate actual: la contradicción
entre la preservación y el fortalecimiento del tejido social en la ciudad, por una
parte, y una tendencia a la “privatización” de la vida social, por otra. Esta contradicción —marcada por la presencia del tema de la inseguridad y la violencia— es
particularmente importante en la vida de las mujeres y, así, en la construcción de
modos de vida que contribuyan, en definitiva, a ampliar los límites de la autonomía
y a una realización plena de todas y todos.
La vida en la ciudad está cada vez más concentrada en lo privado, en lo individual, en el espacio de lo propio y de lo exclusivo. Se da la tendencia a suponer que
lo que puede contener una casa o el entorno inmediato alcanza para hacer posible
una vida satisfactoria. Borja (2005a) sostiene que el miedo a los otros y el refugio en
la vida privada son muy funcionales al modelo del urbanismo globalizado. Desde
esta mirada, el concepto y la creencia de que es posible contener el mundo en la casa
y en el barrio, así como en sus complementos —la autopista y el automóvil— son
simultáneamente resultado y causa de una nueva manera de organizar el espacio
urbano y de relacionarse en él.
Es un hecho que en muchas de las grandes ciudades de la región la gente se
siente amenazada, insegura. Una reacción “natural” en respuesta a esta amenaza
—que eleva la cifra del temor y el miedo— es no salir, no exponerse, refugiarse en
lugares privados: el auto bien cerrado, la casa bien enrejada, el barrio enclaustrado
y vigilado, el suburbio bien alejado (Davis 2001).
En este contexto de construcción social de la inseguridad se abandona el espacio
público, se pierde la solidaridad, el interés y respeto hacia los otros. La percepción
de inseguridad y el abandono del espacio público, en su dimensión física, social y
simbólica, funcionan como un proceso circular y acumulativo (Segovia y Dascal
2000). El antropólogo Néstor García Canclini (2000) lo expresa así: “El espacio
público de las calles queda como espacio abandonado, síntoma de desurbanización
y olvido de los ideales modernos de apertura, igualdad y comunidad; en vez de la
universalidad de los derechos, la separación entre sectores diferentes, inconciliables,
que quieren dejar de ser visibles y de ver a los otros”.
Sin embargo, una de las condiciones importantes para el desarrollo de una
comunidad es la existencia de un espacio público de encuentro, de copresencia.
Por tanto, es medular preguntarse lo siguiente: ¿cómo resguardar (y no destruir,
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por temor) los lugares colectivos de encuentro? ¿De qué forma reforzar una convivencia ciudadana que ahuyente el fantasma (real e imaginario) del miedo? En
último término, ¿qué entramado de espacios sociales y físicos pueden intervenir
en la construcción de una vida más segura para las mujeres?
Es significativo que, cuando pensamos en las ciudades, nos refiramos al tejido
urbano. Las ciudades, casi por definición, son el lugar donde la gente desconocida
se encuentra, se entrama, se “entreteje”. Tampoco es casual que la ciudad haya
sido, históricamente, el “escenario” natural del ciudadano en cuanto “actor” social.
Remedi (2000) señala que la ciudadanía está vinculada con la experiencia de la
ciudad y la participación en una red o “entramado” de espacios sociales, organizaciones y movilizaciones de variada índole y sentido, abiertos y disponibles a la
ciudadanía.
Frecuentemente se habla de lo público y de lo privado, de lo abierto y cerrado —con un sentido político, espacial y psicológico—, conectando esquemática
y tradicionalmente estos conceptos con el hombre y la mujer. El espacio del descubrimiento y la conquista es comprendido como principio masculino; el espacio
de la protección, de la apropiación cotidiana de las cosas —el espacio de la casa—,
como principio femenino (Segovia 1992). Y este espacio de la casa, considerado
terreno propio de la mujer, que puede ser el ámbito de la intimidad y de la identidad
personal, es un lugar privilegiado al referirnos a los valores de la intimidad, del
espacio interior: “Todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de
casa”, dice Bachelard (1995). Es cierto, pero el hogar también puede significar un
claustro, un lugar de encierro, de restricción y de violencia. De hecho, la sensación
de inseguridad de las mujeres está vinculada de manera importante con la alta
presencia de violencia en la esfera privada. Y su condición de subordinación en
la cultura patriarcal ha influido en la forma como las mujeres se relacionan con
el espacio (en especial el público) y el tiempo. Cuando sienten temor, las mujeres
abandonan el espacio público, utilizan las ofertas de la ciudad con menor frecuencia, cambian sus recorridos. Es decir, redefinen y restringen el tiempo y el espacio
del intercambio. Frente a esta realidad, la arquitecta Anna Bofill, en De la ciudad
actual a la ciudad habitable (1998), sostiene que, si bien se debe considerar “toda
la diversidad de personas como destinatarias del entorno urbano”, lo central es
pensar “la ciudad desde la perspectiva de género para adecuar los espacios de la
ciudad a la vida cotidiana y hacer que la ciudad sea habitable”. Este es el tema que
me interesa desarrollar a continuación.
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¿Qué es el espacio público?
El espacio público tiene dimensiones físicas, sociales, culturales y políticas. Pero
más allá de las diferenciaciones formales, lo que en propiedad define su naturaleza
es el uso: el espacio público supone dominio público, uso social colectivo y diversidad de actividades. Es un lugar de relación y de identificación, de manifestaciones
políticas, de contacto entre las personas, de animación urbana, a veces de expresión
comunitaria. Además de funciones físicas, el espacio público configura el ámbito
para el despliegue de la imaginación y la creatividad, el lugar de la fiesta (donde se
recupera la comunicación de todos con todos), del símbolo (de la posibilidad de reconocernos a nosotros mismos), del juego, del monumento, de la religión (Viviescas
1997). En este sentido, la calidad del espacio público se podrá evaluar sobre todo por
la intensidad y la calidad de las relaciones sociales que facilita, por su capacidad de
acoger y mezclar distintos grupos y comportamientos y por su potencial de estimular
la identificación simbólica, la expresión y la integración cultural.
En la misma línea, Joseph (1999) considera el espacio público como un escenario
para la acción. Un escenario, en la medida en que es un espacio pensado para que
en su seno ocurran ciertas cosas, y esas cosas son acciones desarrolladas por los
ciudadanos. Desde esta perspectiva, el espacio público es un lugar para la manifestación y el encuentro social; en él se satisfacen necesidades urbanas colectivas que
trascienden los límites de los intereses individuales de los habitantes de la ciudad.
La revisión de los orígenes del espacio público, en el sentido de esfera pública,
que plantea Habermas, nos refuerza la noción del espacio público como producto
social y urbano. Esto se asocia íntimamente con el sentido de las ciudades, en donde
el intercambio, el encuentro con el otro y la copresencia en anonimato son elementos
fundamentales y, de algún modo, participan de su esencia. Habermas reconoce la
existencia de la esfera pública, que presenta como el ámbito que la burguesía del
siglo xviii logra para negociar con el Estado. Es decir, incluye todos los espacios o
esferas donde la comunidad (o burguesía) puede expresarse y enfrentar al Estado.
Con ello se refiere tanto a cafés, conciertos y plazas como a la prensa o a la opinión
pública (Neira 2007).
Los usos y las costumbres que acontecen en los espacios públicos, sea que tengan el carácter de tradiciones, tendencias generales o eventos esporádicos, son un
excelente termómetro para determinar los grados de integración social, los alcances
de los sentidos de pertenencia, las capacidades de apropiación de lo público y los
niveles de democracia obtenidos en un barrio, una zona o una ciudad. Viviescas
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(1997) señala que, además, la construcción de estos últimos es casi impensable por
fuera del espacio público.
Ahora bien, aunque el espacio público tiene una dimensión social y política
aespacial —encuentro de ideas, discursos, proyectos sociales: ágora—, se manifiesta
siempre en el espacio físico: plaza. Por ello es central preguntarse: ¿qué implica que
los lugares públicos sean un factor de patrimonio y de identidad y, por tanto, contribuyan a resguardar un capital social acumulado? ¿Cómo, desde el espacio público,
es posible favorecer la densidad y diversidad de las relaciones sociales en la ciudad?
Espacio público: identidad y diversidad
En las grandes ciudades de América Latina, al igual que en los Estados Unidos y
Europa, se puede observar una tendencia a un localismo que es expresión de algo
muy revelador. Al preguntar a los jóvenes inmigrantes en Francia, por ejemplo,
“¿de dónde eres?”, la respuesta es: “Yo soy de tal parte, del conjunto habitacional x,
de la torre y; no tengo nada que ver con esos idiotas de la torre n” (Touraine 1998).
Si examinamos la relación que en algunos sectores de bajos ingresos tienen
jóvenes y niños, hombres y mujeres con el espacio que habitan, podemos ver que
es una relación paradójica, en el sentido de que se construye como si se tratara
de habitantes de un gueto: yo soy de aquí (o vengo de tal parte) y tú eres de allá
(o vienes de otra parte) —por tanto, yo soy distinto y mejor que tú—; o también:
yo formo parte del grupo de jóvenes, por ende, los de la junta de vecinos son mis
adversarios. Estas expresiones marcan una pertenencia excluyente a un lugar: vivo
o soy de un edificio o calle, de un barrio, de una zona; entonces, no me conecto, no
me identifico a través de un territorio común con los otros. De esta forma, dejo de
ser ciudadano, de formar parte de una ciudad en la que los otros están incluidos al
igual que yo (Segovia 2005b).
En este contexto de fragmentación, ¿cómo promover propuestas que fomenten la heterogeneidad y diversidad, atributos asociados al espacio público?
Carrión (2004) subraya que, en este sentido, lo que podría romper la tendencia a
la fragmentación urbana es el espacio público como aprendizaje de la alteridad. Una
mayor integración social supone en parte importante organizar la diversidad local:
instaurar, preservar y promover la comunicación entre grupos de actores diferentes —jóvenes, mujeres, adultos mayores, deportistas, etcétera— que habitan un
territorio común. En muchos sentidos, el lugar privilegiado para promover esta
diversidad es el espacio público: a partir de un proceso de articulación integral
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de biografías, intereses y requerimientos particulares se genera y preserva un
patrimonio público.
A lo largo de la historia de las ciudades, los espacios públicos han aportado
condiciones para contener elementos heterogéneos, acogiendo al extranjero y al
marginal y entregando posibilidad de encuentro en el anonimato, marco privilegiado
de aprendizaje de la alteridad (Ghorra-Gobin 2001). El espacio del intercambio puede
vincular aspiraciones individuales y colectivas. Los estudios sobre la formación
de barrios populares en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo xx, por
ejemplo, registran que las estructuras microsociales de la urbanidad —el club, el
café, la biblioteca, el comité político— organizaban la identidad de los migrantes
y criollos, enlazando la vida inmediata con las transformaciones globales que se
buscaban en la sociedad y el Estado (García Canclini 2000).
Espacio público: pertenencia y confianza colectiva
En la ciudad, en un barrio, ¿cómo se relaciona el espacio público con el sentido de
pertenencia espacial y social que trasciende lo individual o “comunitario y local”
(aunque lo incluya) y la presencia de confianza colectiva?
Diversos aprendizajes muestran que el grado de sociabilidad e integración
existente en los espacios públicos de un barrio es reflejo de la mayor o menor confianza común allí construida, lo que a su vez incide en los niveles de percepción de
seguridad/inseguridad. La autovaloración de la vida personal y social en un hábitat
específico estaría así vinculada con el grado de identificación espacial que se tenga
con el espacio público de dicho hábitat.
En América Latina existen variadas experiencias de ocupaciones de tierra, de
asentamientos ilegales o legales, formales o informales, de “conquista” de espacios
públicos, en los cuales el territorio se percibe en alguna medida como fruto de una
historia tanto personal y familiar como colectiva. Son historias de apropiación y de
arraigo, en las cuales la población se descubre y representa a sí misma como actor con
iniciativa y capacidad propia para llevar a cabo lo que se propone. En este sentido,
se puede señalar que los proyectos compartidos que posibilitan la cooperación son
piezas clave en la construcción de un sentido de pertenencia territorial, espacial.
A la inversa, por ejemplo, a escala de la ciudad, la condición de gueto de muchos territorios de pobreza o riqueza, en donde las relaciones en y con los espacios
públicos de la ciudad están cortadas, solo puede dar pie a interacciones neutras o
basadas en el conflicto, en la inseguridad. El paradigma de esta desconexión es la
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fragmentación de la vida urbana, provocada en muchos casos por la apropiación
del espacio por finalidades o grupos sociales excluyentes. Según Salcedo (2002),
esta situación se expresa claramente en dos casos: el mall, lugar exclusivamente
dedicado al consumo, y los barrios enrejados, ambos destinados a la habitación de
un grupo social homogéneo, situación que aumenta la percepción de inseguridad
al nivel del conjunto de la ciudad.
En barrios de bajos ingresos en Chile, por ejemplo, la apropiación excluyente
de un lugar por parte de grupos de jóvenes, o por una sola función, convierte a
dicho espacio en un lugar socialmente estigmatizado o restringido, al cual quienes no
pertenecen deciden no acudir, o no se sienten invitados. Así lo muestra el registro
acerca del uso de los espacios públicos por distintos grupos en tres conjuntos de
vivienda social: los niños y niñas pequeños —de hasta 3 años de edad— no están en
los espacios públicos; los adolescentes, particularmente del género masculino, son el
grupo con mayor presencia; los adultos mayores no frecuentan los espacios públicos,
y es significativa la mayor presencia de hombres que de mujeres (Segovia 2005b).
Robinson et al. (2003) resaltan —en relación con la pobreza y precariedad
urbana— la necesidad de “creación de valores afectivos en los lugares”. Sostienen
que los lugares adquieren valores afectivos cuando en ellos se producen experiencias positivas. Estas pueden abarcar desde desfiles y celebraciones locales hasta
mejoramiento barrial y buen mantenimiento de espacios públicos, o creación de
condiciones institucionales y jurídicas para el establecimiento de empresas que
ofrezcan empleo cercano a los habitantes.
Espacio público: riesgo y temor
La experiencia en América Latina muestra que la delincuencia penaliza más a
los sectores desfavorecidos, impidiéndoles apropiarse de los espacios públicos
o transformando sus barrios ya segregados en áreas de alta vulnerabilidad. Por
tanto, el fortalecimiento de la convivencia social en espacios públicos seguros, en
los barrios y en la ciudad, es un desafío para las políticas habitacionales, urbanas,
sociales y culturales. Una activa política de espacios públicos de calidad, que impulse y fortalezca un uso intensivo y diverso y que promueva una acción positiva
hacia grupos vulnerables y de riesgo, contribuye eficazmente a crear un ambiente
de seguridad. El espacio público calificado es un mecanismo esencial para que
la ciudad cumpla su función iniciática de socialización de niños, adolescentes y
jóvenes, de colectivos marginados o considerados “de riesgo” (Borja 2005b).
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Los espacios públicos constituyen territorios sociales y culturales; por tanto,
gestionar el espacio público se vuelve una prioridad en el esfuerzo de controlar la
inseguridad. La importancia de los espacios públicos como control social natural
ha sido destacada por urbanistas como Oscar Newman (1996) y Bill Hillier (1996).
Para Newman, el control social del espacio público —“espacio defendible”— es
básico para solucionar el problema de la vulnerabilidad del espacio residencial, de
las familias, de la persona. Hillier considera que una de las cosas más importantes
para el desarrollo de una comunidad sana es la existencia de un espacio público
de encuentro, de copresencia. El control natural del espacio público se da por la
presencia de las personas en las calles, plazas y pasajes, entre otros.
El urbanismo puede contribuir a reforzar dinámicas sociales integradoras:
marcar simbólicamente el territorio, proponer una arquitectura con múltiples
usos que refuerce la vida colectiva y favorezca la diversidad y la mixtura social.
Estas ideas no constituyen un argumento nuevo en favor de la superposición de
funciones en la ciudad. Más bien, tienen una larga presencia en el urbanismo
contemporáneo: ya en 1961, Jane Jacobs, la legendaria experta en ciudades, argumentaba que la preservación de la seguridad es más probable en espacios en que
la diversidad de usos del territorio es mayor.
¿Qué significa que mujeres, niñas y niños estén ausentes de los espacios públicos
cercanos a su vivienda?
En Santiago de Chile, por ejemplo, la percepción de riesgo que comunican las mujeres
se vincula tanto con las condiciones físicas de los conjuntos de vivienda social como
con su ambiente social. Así, el miedo —como emoción que orienta la conducta de
los adultos— repliega a niñas y niños hacia el espacio manejable y restringido de la
vivienda (Segovia 2005b). El corolario del miedo es el encierro, la pérdida de libertad;
también la restricción de las posibilidades de juego y esparcimiento de los menores.
En este marco se reduce y acota la posibilidad de descubrir el mundo, de que se
produzca esa apertura hacia los otros que va paralela a la exploración del entorno,
de dar cauce al desarrollo de la sociabilidad.2
2
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Un hecho signiicativo, que ilustra la percepción de inseguridad de las familias de estos conjuntos de vivienda social en Santiago de Chile, es que hay rejas en los accesos a los pasajes y a los bloques, en el entorno
y corredores de estos últimos, en las cajas de escala, en las ventanas de las viviendas. Las rejas, en algunos
casos, son barreras sucesivas que protegen un terreno baldío, en muchas ocasiones receptor de basura.
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En la ciudad de San Salvador, el fenómeno de las maras, pandillas que incorporan
a adolescentes y jóvenes, incluso a niños de ambos sexos, se ha convertido en un serio
problema. Escuchando los relatos de las mujeres y de los jóvenes habitantes tanto
de Santiago como de San Salvador, se observó un descontento que indudablemente
socava la posibilidad de que individuos y grupos se miren de manera positiva a sí
mismos en su intimidad y en su relación con los demás. El malestar con el hábitat
también es un gran obstáculo para generar sociabilidad, vínculo o integración social, para atenuar la violencia y disminuir la inseguridad. En estas circunstancias,
la cultura pandillera ofrece a los jóvenes una instancia de socialización y constituye
una opción frente a la falta de espacios de participación y a la exclusión social.
La experiencia muestra que los proyectos compartidos que posibilitan la
cooperación son piezas clave en la construcción de la identidad colectiva, aportan
en muchos sentidos a una pertenencia territorial, espacial (Segovia 2008). Así, la
recuperación de la memoria histórica, la celebración de fiestas y aniversarios, la definición de nombres para plazas y calles, constituyen un patrimonio intangible que
es importante fortalecer. Un buen ejemplo es el Programa Regional Ciudades sin
Violencia hacia las Mujeres, Ciudades Seguras para Todos y Todas, implementado
por la Red Mujer y Hábitat de América Latina. En Bogotá (Colombia) y Rosario
(Argentina) se han llevado a cabo acciones de apropiación de los espacios públicos
por parte de grupos de mujeres, campañas contra la violencia, caminatas exploratorias para identificar lugares inseguros, pinturas de murales en los barrios. En
Santiago de Chile se han diseñado espacios públicos en los cuales las mujeres han
intervenido con sus opiniones y demandas.
Espacio público: ampliación del ámbito privado
El espacio público favorece la vida en el ámbito privado: esta fue una de las conclusiones de la investigación “Espacios públicos urbanos y construcción de capital
social: estudio de casos en ciudades de Chile”.3 En todos los casos estudiados se
3
Proyecto 1030155, Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología (Fondecyt). El propósito de la investigación
ha sido aportar a un debate técnico y político sobre la convivencia en la ciudad, a partir del análisis de
las percepciones y aspiraciones de usuarios de espacios públicos y habitantes de su entorno. Los espacios
considerados fueron dos parques de la ciudad, en Santiago, y una pequeña plaza, diseñada y construida
en forma participativa, en la ciudad de Calama, de alrededor de 140,000 habitantes, ubicada al norte
del país.
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manifiesta que la existencia de los espacios públicos ha contribuido a la sociabilidad
de residentes del entorno y usuarios en general. Desde la perspectiva de la comunidad entrevistada, los espacios públicos contribuyen a aumentar las capacidades
de vínculo con personas conocidas y desconocidas, a desarrollar situaciones de
intimidad familiar o con conocidos que no se pueden dar en los espacios privados
o familiares, e incrementar la autoestima, todo lo cual favorece al momento de
plantear demandas y dialogar con las autoridades.
Lo anterior no coincide con la imagen que transmiten algunos medios de comunicación, que presentan el espacio público como una suerte de enemigo ante el
cual hay que resguardarse, fortaleciendo las barreras del espacio doméstico. Pero
el espacio doméstico puede ser igualmente o incluso más peligroso que el público,
pues este último desahoga al primero de algunas de las consecuencias del hacinamiento y la convivencia forzada, lo que parece contradecir algo que se ha erigido
en sentido común: que el uso del espacio público es antagónico a la vida familiar
(protección versus peligro, convivencia versus dispersión) (Segovia y Neira 2005).
Desde una perspectiva similar, Anna Bofill señala que hay que romper las fronteras entre espacio público y espacio privado, conceptos del siglo xix surgidos de la
moral masculina, asociados respectivamente a lo social y lo doméstico y a los roles
de hombre y mujer. El espacio, tanto el de detrás como el de delante de las fachadas,
es vivido por todas las personas y tiene que ser habitable para todas ellas.
En síntesis, la satisfacción relativa a los espacios públicos se constituye a partir de
nudos, de encuentros y desencuentros de estos dos ámbitos, el privado y el público,
más las habilidades y experiencias que se adquieren o practican en cada uno de ellos.
Diseñar desde la perspectiva de género significa, entonces, diseñar para la
diversidad de personas y de situaciones colectivas, para la soledad y el encuentro,
para la intimidad y la comunidad.
Desigualdades y violencias de género según el lugar de la ciudad
en que se habita
En la ciudad segregada social y territorialmente que es Santiago, las manifestaciones de violencia e inseguridad tienen un rango especial: no son mayoritariamente
delincuenciales o ligadas a situaciones de guerra interna, como en otras ciudades de
América Latina, sino, más bien, la irradiación de una violencia subyacente, anidada
en la raíz misma de las relaciones sociales.
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•
•
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Son, por una parte, la expresión visible de una violencia estructural indirecta,
asociada a procesos económicos y sociales que han restringido o cancelado las
demandas básicas de la población; y, en ese sentido, están vinculadas con la
extendida y creciente desigualdad económica y social.
Por otra, se sustentan en una violencia cultural, aquella que ha legitimado los
procesos de concentración de la riqueza, la segregación y la discriminación.
Desde la perspectiva analítica adoptada por la investigación (la de Galtung
más que la de Moser), estas formas de violencia —que hoy se ven cuestionadas
pública y masivamente no solo en Chile, sino a lo largo del mundo— están
interconectadas.
Tipos y categorías de violencia
Según Moser (2004), la mayoría de las definiciones de violencia la presentan
como “el uso de fuerza física que causa daño a otros” con la finalidad de imponer
la voluntad de quien la ejerce. Sin embargo, señala que existen “definiciones más
amplias, que van más allá de la violencia física”. Esto nos lleva a Galtung (2004),
quien señala que el fenómeno de la violencia puede compararse con un iceberg,
en el sentido de que la parte visible es mucho más pequeña que la que no se ve.
Galtung propone el concepto de triángulo de la violencia para representar las
relaciones existentes entre estos tres tipos de violencias:
•
•
•
La violencia directa, visible, se materializa en comportamientos y responde a
actos de violencia física o psicológica.
La violencia estructural, invisible, se centra en el conjunto de estructuras que
no facilitan o impiden la satisfacción de las necesidades y se materializa, precisamente, en la negación de estas.
La violencia cultural crea un marco legitimador de las violencias estructurales
y directas y se materializa en actitudes.
La violencia directa puede ser física, verbal y/o psicológica, es ejercida por un emisor
o actor intencionado (una persona) y la sufre un ser vivo dañado o herido física o
mentalmente. Se refiere a un abuso de autoridad, acto que sucede por lo general en
las relaciones asimétricas. Según Galtung, es la manifestación de algo, no el origen.
La violencia estructural se refiere a situaciones en las que se produce un daño
en la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, iden-
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tidad, libertad). Es un tipo de violencia indirecta asociada a procesos económicos o
sociales que restringen o cancelan la satisfacción de alguna o algunas de las necesidades humanas básicas mencionadas, y cuyas causas, por tanto, no son visibles con
evidencia. Remite a la existencia de un conflicto entre grupos sociales —normalmente
caracterizados en términos de género, etnia, clase, nacionalidad, edad u otros— en el
que el reparto o posibilidad de uso de los recursos se resuelve de modo sistemático
a favor de alguna de las partes y en perjuicio de las demás. En palabras de Galtung
(2004): “Si en un conflicto, sistemáticamente, una parte sale ganando a costa de la
otra, esto no es un conflicto, sino que es violencia estructural”.
La importancia del término violencia estructural es que reconoce la existencia
de conflicto en el uso de los recursos materiales y sociales. Las acciones o situaciones calificables como violencia estructural pueden no diseñarse ni efectuarse
directamente con el fin de negar la satisfacción de necesidades básicas, sino ser, más
bien, derivaciones indirectas de una política económica inequitativa y del injusto
reparto de la riqueza.
Desde otra perspectiva, pueden agruparse las manifestaciones de violencia
estructural en dos modalidades (Galtung 2004) metafóricamente denominadas
violencia estructural vertical y violencia estructural horizontal:
1.
2.
Vertical: “es la represión política, la explotación económica o la alienación
cultural, que violan las necesidades de libertad, bienestar e identidad, respectivamente”.
Horizontal: “separa a la gente que quiere vivir junta, o junta a la gente que
quiere vivir separada. Viola la necesidad de identidad”.
Estas formas de violencia aquí mencionadas tienen una referencia territorial fácilmente asociable al proceso de transformaciones ocurrido en Santiago, que ha
incrementado la fragmentación social. Son ejemplos de esto las erradicaciones
de campamentos y dispersión de sus habitantes —realizadas durante el gobierno
militar—, los programas de viviendas sociales que no consideran la identidad de
los beneficiarios, etcétera.
El concepto de violencia cultural se refiere a aquella que “se expresa desde
infinidad de medios (simbolismos, religión, ideología, lenguaje, arte, ciencia, leyes,
medios de comunicación, educación, etc.) y […] cumple la función de legitimar
la violencia directa y estructural, así como de inhibir o reprimir la respuesta de
quienes la sufren” (Galtung 2004). De manera cercana, para Bourdieu, la violencia
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simbólica oculta las relaciones de fuerza verdaderas, esto es, el dominio de quienes
imponen su discurso sobre los otros.
Aceptando los tipos de violencia de Galtung (2004), retomamos la propuesta
de Moser (2004), quien señala que a menudo los diferentes tipos de violencias se
entrecruzan y sobreponen y que se requiere un conjunto de categorías que los cubran.
Por esto nos parece apropiado incorporar sus cuatro categorías (violencias políticas,
institucionales, económicas y sociales) según las motivaciones de quienes las ejercen:
•
•
•
•
Violencia política, la que se ejerce para ganar o mantener el poder político.
Violencia institucional, la que ejercen las instituciones del Estado, no solo la
policía. Algunas de estas violencias las ejercen funcionarios públicos en la aplicación de políticas públicas que afectan derechos ciudadanos o civiles.
Violencia económica, la que se lleva a cabo para obtener ganancias económicas y/o bienes materiales. Cubre un rango amplio que va desde las violencias
directas, como el hurto, hasta violencias estructurales, como la distribución
regresiva de los ingresos.
Violencia social, la que ocurre en la vida cotidiana en las ciudades, en los barrios, en las familias, en el interior de los hogares.
La creciente desigualdad en cuanto a distribución del ingreso, acceso a la educación,
a la salud y a la seguridad social —violencia estructural— está relacionada con una
importante segregación social y espacial en la ciudad, que lleva a la discriminación,
al clasismo y al temor a los otros: violencia cultural. Señal de ello son los altos índices
de temor vinculados con informaciones sobre violencia directa (homicidios, asaltos
y robos, entre otros) y niveles extremadamente bajos de confianza interpersonal,
según mediciones de los últimos diez años.
Esto afecta de manera particular a las mujeres, sobre todo de sectores de bajos
ingresos, que por temor a ser víctimas de hechos de violencia directa muchas veces
se restan de hacer uso de los espacios públicos y de otras ofertas de la ciudad, lo que
implica desigualdades de género y de clase legitimadas socialmente —“las mujeres
no deben andar solas por barrios peligrosos”— que en sí mismas constituyen violencia estructural y cultural.
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Violencia de género
En Santiago, como en otras ciudades del mundo en desarrollo, persisten antiguas —y
emergen— nuevas formas de limitación a la vida urbana que no solo están referidas
a las violencias estructurales vinculadas con las desigualdades económicas, culturales, políticas, sino también a persistentes asimetrías entre mujeres y hombres, las
cuales van más allá de las violencias físicas e incluyen tanto privaciones materiales
como desventajas simbólicas (Falú y Segovia 2007).
La Convención de Belem do Pará4 indica que se entenderá como violencia contra
las mujeres “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte,
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público
como en el privado”. Señala que la violencia contra las mujeres incluye la violencia
física, sexual y psicológica que ocurre dentro de la familia o la unidad doméstica; y
aquella que tiene lugar en la comunidad y es perpetrada o tolerada por el Estado o
sus agentes, sin importar dónde ocurra. Por tanto, la convención identifica la violencia contra las mujeres como todo acto agresivo “basado en su género”, vale decir,
que sea expresión de dominio ejercido por un hombre contra una mujer porque es
mujer, con el supuesto de que las mujeres son inferiores y con el respaldo de una
cultura de la desigualdad y discriminación.
Ahora bien, junto con identificar las violencias desde una perspectiva de género, es interesante destacar —por obvio que resulte— que sus manifestaciones
ocurren en un determinado espacio, lo cual remite a los múltiples usos y significados del espacio público y del espacio privado.
En Chile, por lo general, el concepto de violencia urbana, y en las últimas décadas el de seguridad ciudadana, han estado asociados principalmente al espacio
público. Este enfoque reafirma la idea de que es allí donde están la violencia y la
inseguridad y que el hogar es el lugar acogedor, el espacio del refugio, de lo protegido.
Violencias en Santiago, según lugar, clase y género
Aun cuando en Chile el porcentaje de hogares victimizados en 2010 presenta cifras
bastante homogéneas tanto a nivel nacional como regional y comunal, un análisis
4
Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer. Adoptada
en Belém do Pará, Brasil, el 9 de junio de 1994, en la sesión regular xxiv de la Asamblea General de la
Organización de Estados Americanos (oea).
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que introduzca otras dimensiones, como las de género y nivel socioeconómico, deja
al descubierto matices diferentes. Ello queda claro al examinar los distintos tipos de
violencia —directa, estructural y cultural— en las tres comunas del Gran Santiago
donde se llevó a cabo el trabajo de campo: Lo Barnechea, estrato socioeconómico
alto (4.3% de pobreza); La Florida, sectores medios (9.8% de pobreza), y La Pintana, la
comuna con mayor tasa de pobreza del Gran Santiago (30%) (Rodríguez et al. 2012).
• Violencias directas: lo visible, la punta del iceberg
En Santiago, un rasgo característico es la no correspondencia entre los niveles de
inseguridad y temor de la población en relación con la violencia directa, esta última
expresada principalmente en los registros de tasas de delitos.
Según datos del año 2011, en 35.1% de los hogares urbanos de la región metropolitana (Santiago), al menos uno de sus miembros ha sido víctima de algún delito.
Y de estos, los más victimizados son principalmente hombres, jóvenes y del nivel
socioeconómico bajo (según la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana).
Sin embargo, declara sentirse inseguro un porcentaje mucho mayor de personas —40%
y 60%, respectivamente, en La Florida y La Pintana—, del cual las cifras más altas
representan a las mujeres, adultos mayores y del nivel socioeconómico bajo y medio.
Aun cuando los estudios muestran que la incidencia de la violencia intrafamiliar
trasciende las clases sociales, los casos registrados están señalando una segmentación por comuna y, por ende, socioeconómica.
A la inseguridad que sufren las mujeres se suma su temor a ser víctimas de delitos
de carácter sexual en su barrio. En el sector socioeconómico bajo, este temor se ve
justificado por la realidad: la tasa de violaciones registradas es de 19.3 por cada 100,000
habitantes, mientras en el estrato alto es de 5.5. No obstante, pese a que en los estratos
socioeconómicos altos se suelen hacer más denuncias de delitos que en otros niveles,
en temas considerados “privados” —como la violencia intrafamiliar, violaciones u otro
tipo de delito sexual— sus niveles de denuncia decrecen considerablemente.
Un caso aparte de violencia urbana en Santiago —que también afecta a los diferentes sectores socioeconómicos y que en los últimos años ha adquirido relevancia
pública— es el que se da en torno a una microeconomía de la droga o microtráfico,
que se expresa de manera desigual en el espacio urbano y que también constituye
violencia económica directa. Chile no es un productor, pero sí un corredor por el
que circula droga proveniente de otros países. Se trata de un microtráfico que remite
a la venta de pequeñas cantidades de droga por parte de individuos o familias de
menores ingresos, ubicados bajo la línea de pobreza y que forman parte del último
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eslabón de las redes de narcotráfico. En estos sectores se ha verificado, además, un
aumento de las mujeres que participan en el negocio, lo que iría de la mano con la
feminización de la pobreza, el aumento de la jefatura de hogar femenina y la recarga
en la familia (como institución primaria) de la resolución de problemáticas sociales
y de la respuesta a derechos sociales.
A lo anterior se agrega que la población más vulnerable y de mayor riesgo de
consumo y adicción es la compuesta por jóvenes pobres y desempleados, que han
abandonado los estudios —violencia social estructural—, lo que los lleva a formar
o integrarse a pandillas cada vez más activas en ciertos barrios.
Si se examinan las distintas manifestaciones de violencia directa reseñadas,
sean de tipo social, económico o político institucional, se observa que tienen un
efecto manifiesto en la percepción de inseguridad, esto es, en la sensación de
vulnerabilidad de las personas frente a diferentes situaciones. Esta percepción se
mide al preguntarles cuán seguras se sienten caminando en su barrio cuando ya
está oscuro: 61.6% en La Florida se sienten inseguras o muy inseguras, 55.5% en La
Pintana, y 56.3% en Lo Barnechea. Esto implica que la percepción de inseguridad
de la población es generalizada, por lo cual se puede hablar de un miedo “al otro”
instalado en el sentir de la ciudad.
Ahora bien, aunque la percepción de vulnerabilidad está de alguna manera
generalizada en los distintos sectores socioeconómicos de la ciudad, en todos
ellos las mujeres se sienten más vulnerables que los hombres, pero la brecha en
la percepción de vulnerabilidad entre hombres y mujeres es mayor en los estratos
socioeconómicos inferiores.
Cuadro 1. Percepción de vulnerabilidad frente al delito. Porcentajes
Caminar por las calles del sector
Lo Barnechea
La Florida
La Pintana
H
M
H
M
H
M
Inseguro
34.2
48.8
33.3
48.1
49.0
66.6
Seguro
65.8
51.2
66.7
51.9
51.0
33.4
Fuente: Ministerio del Interior y Seguridad Pública, Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana Urbana, 2010. No se
consideraron las respuestas: No sabe, No corresponde y No responde.
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Refiriéndose ahora a la medida en que la percepción de seguridad en el barrio se
relaciona con la calidad de vida, se tiene otra vez que el impacto de la violencia
sobre las personas se ve influido por su pertenencia socioeconómica y por su sexo.
Así, en todos los distritos, la violencia afecta la calidad de vida de las mujeres en
mayor grado que la de los hombres, pero esta brecha es mayor en el distrito más
pobre, La Pintana, donde llega a 23 puntos porcentuales, comparada con los 7.2
puntos del sector medio y 7.9 en el de mayor nivel socioeconómico.
Cuadro 2. ¿Cuánto afecta la violencia directa a la calidad de vida? Porcentajes
La Pintana
Violencia y calidad de vida
La Florida
Lo Barnechea
H
M
H
M
H
M
Afecta la calidad de vida
(mucho, bastante)
51.6
74.6
57.8
65.0
55.6
59.9
No afecta la calidad de vida
(poco, nada)
47.6
25.4
42.2
32.7
44.4
40.1
Fuente: Ministerio del Interior y Seguridad Pública, Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana Urbana, 2010.
En cuanto a la violencia directa y uso de la ciudad, al consultarse acerca de las
actividades que las personas dejan de hacer para evitar ser víctimas de delito
—como ocupar lugares públicos con fines recreativos, llevar dinero en efectivo,
salir de noche, dejar la casa sola—, aparece que son las mujeres quienes más se
abstienen de ellas, en particular cuando implica salir de noche. Atendiendo al
nivel socioeconómico, las mujeres del sector más bajo tienen mayor temor de ser
víctimas de algún delito.
Un alto porcentaje de mujeres de La Pintana ha dejado todas las actividades
consultadas, y ello en un nivel mucho mayor que el de hombres. En consecuencia,
en este sector socioeconómico la inhibición de actividades como las nocturnas en
muchos casos puede afectar las condiciones económicas de los hogares, al no poder
aceptar sus miembros empleos con horarios tardíos o impedirse de estudiar junto
con trabajar a fin de mejorar su empleabilidad. Por tanto, para las personas del
estrato socioeconómico bajo, la violencia que viven en sus barrios puede tener consecuencias más graves que en los otros sectores, ya que puede afectar la posibilidad
de salir de la situación de pobreza de cada individuo y de su familia.
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Según un estudio sobre el uso del espacio público por parte de hombres y
mujeres en un barrio de la comuna de La Pintana (Mires y Macuer 2011), una alta
proporción de las personas encuestadas se siente insegura, pero esta inseguridad
es más generalizada en las mujeres que en los hombres. Se expresa principalmente
en el mayor temor a las agresiones de diverso tipo hacia ellas, y en el miedo que
sienten ante el peligro que puedan correr sus hijos e hijas.
Así, en un contexto en el que aún existe en gran medida una división sexual
de roles, según la cual a las mujeres se les ha asignado una responsabilidad casi
exclusiva sobre el cuidado del hogar y sus miembros, su inseguridad está en
parte asociada a la mayor cantidad de tiempo que permanecen en el barrio y a
las demandas de la vida cotidiana. El hecho de que la tasa de participación laboral
de las mujeres del sector estudiado alcanzara 46.3% en enero de 2010, en tanto que
la masculina era de 70.7%, es una pista más en la conclusión de que su vida se
desenvuelve primordialmente en el barrio, donde —al menos las pertenecientes
a sectores socioeconómicos más bajos— se sienten inseguras.
En el caso de los hombres, en cambio, con una más alta representación en
la fuerza de trabajo, el barrio es el lugar donde llegan a dormir y descansar. Para la
mayoría de ellos, el uso del espacio es más limitado que en las mujeres —se circunscribe al trayecto desde el hogar al trabajo en la mañana y viceversa en la noche,
actividades de esparcimiento nocturnas y de fines de semana. Son los varones
de más edad, muchos de ellos ya inactivos, quienes aumentan el uso del espacio
público y muestran diferencias importantes en sus percepciones de inseguridad,
más semejantes a las de las mujeres.
En cuanto a las actividades que se han abandonado por temor a ser víctimas de
un delito, en la comuna de La Florida las personas evitan las actividades nocturnas,
que pueden ser de recreación, laborales o sociales. Por su parte, en la escasa cantidad
de actividades a las que han renunciado las mujeres pertenecientes al sector de altos
ingresos probablemente influye la disponibilidad de automóvil para movilizarse, el
contar con equipamiento de seguridad instalado en sus hogares, la contratación de
guardias privados, servicios municipales de seguridad ciudadana y mayor vigilancia
policial.
Entre quienes atribuyen la delincuencia a la ocupación de lugares del barrio por
pandillas y grupos peligrosos, las mujeres de La Pintana duplican a los hombres;
sin embargo, en La Florida, los hombres que atribuyen esta causa a la delincuencia
son dos puntos porcentuales más que las mujeres.
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Lo anterior muestra cómo el uso del espacio público está segregado por sexo,
pero también por estrato socioeconómico: en las comunas más pobres se utilizan las
calles en forma más intensiva, pese a que se las reconoce como un lugar inseguro,
sobre todo en el caso de los paraderos de transporte público. Esta tendencia obedece
en gran parte al tamaño reducido de las viviendas, que obliga a los y las habitantes
de La Pintana, y comunas de similar nivel socioeconómico, a salir a las calles a actividades recreativas y vida social.
•
Violencias estructurales: restricción y/o cancelación de satisfacción de
necesidades básicas
En materia de violencias estructurales, puede distinguirse entre aquellas de carácter social, las de índole económica y las político-institucionales. La violencia
estructural social se manifiesta en Santiago, al igual que en otras ciudades, de
diversas formas, dos de las cuales —notorias y relevantes— son la desigualdad
en la calidad de vida y la desigualdad en el acceso a la educación y a la salud.
En cuanto a la desigualdad en la calidad de vida, el comportamiento del índice
de desarrollo humano (idh) en las tres comunas en estudio es el siguiente: en la de
bajos ingresos aumentó levemente, pero su posición en el ranking del total de comunas del país disminuyó fuertemente, expresión de una desigualdad que se acentúa
en el territorio de la ciudad; el sector de ingresos medios disminuyó levemente su
idh y bajó su posición en el ranking; y el de mayor ingreso aumentó su idh en el
periodo y subió su posición en el ranking general de comunas del país.
En cuanto a la desigualdad en el acceso a la educación y a la salud, si bien en
Chile la escolarización tiene alta cobertura, la brecha entre la educación pública o la
subvencionada y la educación particular pagada es de una magnitud insalvable. Los
habitantes de las comunas más pobres no solo son segregados educacionalmente
en cuanto a la cantidad de años de escolaridad que logran, sino también respecto
a la calidad de la educación que reciben (según pruebas del Sistema de Medición
de la Calidad de la Educación, Simce).
Los resultados educativos a escala comunal muestran que la distribución de la calidad de la educación es inequitativa también a nivel socioeconómico y territorial y que
las desigualdades se van ampliando a medida que se avanza en los niveles de educación.
En cuanto a la salud, el acceso a un sistema deficiente que discrimina socioeconómicamente es una forma de violencia a la cual se enfrentan de manera cotidiana
las personas de menores ingresos. La privatización del sistema de salud trajo como
consecuencia la convivencia de un sistema privado —de mayor calidad, que responde
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a las necesidades sanitarias de sus afiliados— y otro público —que en la mayoría
de los casos no es capaz de dar respuesta de calidad a las necesidades urgentes de
la población a la que atiende.
Si, por su parte, en la categoría de violencia estructural económica se consideran los ingresos, se tiene que la desigualdad e inequidad de la distribución del
ingreso en Chile se reproduce territorialmente a nivel de las comunas del país,
y en líneas generales va en aumento.5 Así, en 1990, tan solo 3.8% de la población
de La Pintana correspondía a los dos deciles más ricos, mientras en La Florida
esa cifra subía a 17%. Casi dos décadas después (2009), en La Pintana esa cifra
se mantuvo, aunque ligeramente, a la baja (3.4%), mientras en La Florida había
aumentado a 25%. Para Lo Barnechea, la población de los dos deciles más ricos
llegaba a 46.6% en 2009. La comparación inversa muestra que, en 1990, las personas
que se encontraban en los dos deciles más pobres alcanzaban en La Pintana 28.3%
y en La Florida 17.8% de su población. En 2009, la población más pobre subió a 34%
en La Pintana, mientras en La Florida se observa un retroceso a 10.7%.
Ahora bien, si se aplica a la violencia estructural una perspectiva de género,
se tiene que indicadores como ingresos propios, participación laboral, embarazo
adolescente y desigualdad en el uso del tiempo permiten identificar importantes
diferencias entre hombres y mujeres. Según plantea el Observatorio de Igualdad de
Género de Cepal, a través del indicador “ingresos propios” y conforme a su última
actualización de 2014, en América Latina, el promedio de mujeres sin ingresos
propios es de 31.1%, mientras que la proporción de hombres llega solo a 11.4%. En
el caso de Chile, el promedio de mujeres sin ingresos propios alcanza 23%. En el
caso de Uruguay, solo representa 14% (Cepal). Al comparar la tasa de participación
laboral en las tres comunas, se observa que en La Pintana dicha tasa es más baja,
tanto en hombres como en mujeres, en relación con las otras dos comunas, y lo es
sobre todo entre las mujeres, quienes se ven enfrentadas a la dificultad de delegar
las responsabilidades domésticas ante una oferta pública de cuidado insuficiente.
El embarazo adolescente profundiza las desigualdades de género, incrementando
la vulnerabilidad social de las mujeres, sobre todo en situación de pobreza. En Santiago una joven habitante de la comuna de La Pintana tenía 35% más de posibilidades
de quedar embarazada que otra perteneciente a una comuna con mayores recursos
(Davis 2001). Al mismo tiempo, el tema del aborto es especialmente tabú en Chile.
5
Según el índice de desarrollo humano del pnud (cifra actualizada para 2007), el ingreso del 10% más
rico en Chile es 26 veces superior al del 10% más pobre.
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Más de la mitad de la población (52%) señala que bajo ninguna circunstancia las
mujeres deberían tener derecho a hacerse un aborto. En el segmento de menores
ingresos este porcentaje alcanza 70%.
Respecto al uso del tiempo, las mediciones reflejan cómo la imposibilidad de
comprar servicios domésticos en el mercado afecta a las mujeres más pobres, inhibiendo su participación laboral. Las diferencias entre el primer y el quinto quintil
ponen de manifiesto la gran brecha entre las propias mujeres.
El tiempo dedicado al trabajo doméstico no remunerado muestra la enorme barrera
que significa para las mujeres más pobres la dedicación a este trabajo: prácticamente
una media jornada en los quintiles segundo al cuarto, llegando a 5.7 horas en el primero.
Las cifras muestran que un porcentaje cercano a la mitad de las mujeres del quintil
más pobre (47.3%) desarrolla este tipo de actividad durante un promedio de 3.5 horas
diarias. Así, la pertenencia a uno u otro sector socioeconómico también incide en la
segregación de género, que es mayor entre las mujeres más pobres, pues las de estrato
alto, si bien no se liberan de los papeles reproductivos que les están adscritos, pueden
comprar los servicios domésticos y de cuidado en el mercado.
En buenas cuentas, se agrega a la pobreza material de las mujeres de estratos
bajos una nueva carencia: pobreza de tiempo.
¿Qué violencias hacia las mujeres y los hombres, en la calle y en la casa?
En coherencia con el marco conceptual de la investigación, en el caso de Santiago
se seleccionaron los tres sectores de la ciudad ya mencionados, en los que se aplicó
la metodología Evaluación Participativa de la Violencia (epv). Esta metodología de
tipo cualitativo tiene como meta principal dar voz a las comunidades para recoger
su propia visión del mundo y, por esa vía, generar percepciones y conocimiento
acerca de cómo se experimenta la violencia en su interior. Esta metodología no solo
hace posible que los grupos identifiquen en qué medida los problemas vinculados
con la violencia afectan a sus comunidades, sino que también los estimula a evaluar
las causas y consecuencias de la violencia y a afinar sus percepciones sobre el papel
que las instituciones locales pueden desempeñar en el desarrollo de estrategias y
soluciones para “cortar” o interrumpir las cadenas de violencia.6
6
Esta metodología fue originalmente desarrollada por Robert Chambers (1992, 1944). Ha sido ampliamente
utilizada por Caroline Moser y otros en investigaciones y evaluaciones de la pobreza (Moser y Holland,
en Jamaica, 1997; Moser y McIlwaine, en Colombia, 2000) y en varios estudios del Banco Mundial.
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¿Cuáles fueron los principales hallazgos?
Uno de los principales hallazgos de la investigación fue que, al contrario de lo que
generalmente se cree, la violencia no está limitada a las áreas pobres, sino que ocurre en diversos sectores, con víctimas al igual que victimarios en todos los niveles
socioeconómicos.
En el sector de bajos ingresos, la violencia es resultado de la exclusión y falta
de oportunidades; entre las élites, se relaciona con la acumulación de riqueza y su
conservación, junto con el temor a los “otros”; en el sector económico de ingresos
medios, la violencia ocurre en un contexto en el cual los hogares luchan por mejorar
su estatus, dedicando gran cantidad de tiempo al trabajo, lo que genera altos niveles
de estrés —particularmente en las mujeres— y rupturas familiares.
Un segundo hallazgo fue el hecho de que el tipo de violencia existente varía
según al menos tres factores: el lugar de la ciudad que se considera, el nivel de ingresos de los involucrados y su género.
En el sector de bajos ingresos, el consumo de drogas, las redes de microtráfico,
las peleas y balaceras y las luchas de poder que generan altos niveles de temor aparecían como situaciones que constreñían el libre uso del espacio público por parte
de hombres, mujeres y niños/as. Las viviendas no se consideraban lugares seguros:
por su pequeño tamaño y consiguiente hacinamiento eran fuente de estrés y frustraciones que llevaban a la violencia en las relaciones familiares, maltrato infantil y
agresiones contra las mujeres. Ahora bien, si los hombres se veían más afectados por
violencias asociadas a peleas, uso de armas (vinculadas con las drogas) y conflictos
entre pandillas, la violencia contra las mujeres se daba más en el hogar, asociada no
solo a relaciones de género patriarcales, sino también a la droga. De hecho, ambos
conflictos se vinculaban con el tráfico ilegal de drogas, al igual que con la violencia
entre los consumidores y otros integrantes del hogar.
A diferencia del caso anterior, en el sector de ingresos medios la violencia contra
las mujeres en las parejas era explicada por los entrevistados en términos estructurales,
como resultado de “la presión del sistema” y “el estrés que vivimos como sociedad”.
En el sector de ingresos altos, en tanto, la principal preocupación recaía en
algunas formas directas de violencia económica, como asaltos, robos en las casas y
hurtos de automóviles o de los elementos que hay dentro de ellos. Una indagación
más detallada reveló que la intolerancia a la diversidad y el temor al “otro” como
diferente, pobre y violento generaba fuertes sentimientos de inseguridad y la percepción de que la comunidad se encontraba insegura.
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En síntesis, observando los tres sectores del estudio se puede señalar la existencia de violencias visibles e invisibles.
•
•
•
•
•
•
Violencias visibles:
Violencia directa, de carácter económico, económica-social y social. Es decir, violencia contra las personas (contra las mujeres, maltrato infantil, entre
padres/madres e hijos/hijas, acoso y abuso sexual, bullying, peleas, balaceras
y muertes por drogas, robos y hurtos) y violencia contra la propiedad (asaltos y
robos a casas y vehículos).
Violencia directa político-institucional. Se expresa en las condiciones de
hacinamiento en las viviendas y en la deficiencia de los servicios urbanos en
barrios de menores ingresos, así como en el temor y percepción de inseguridad
en los tres sectores estudiados.
Violencias invisibles:
Violencia estructural. Expresada en las profundas desigualdades económicas
y sociales, que destacaron los habitantes de tres sectores, y la falta de oportunidades: falta de educación, falta de trabajo y falta de dinero específicamente
en el sector de estrato económico bajo.
Violencia cultural. Las expresiones más sobresalientes son: el machismo, el consumismo e individualismo, presentes en los tres sectores; el estrés y la presión del
sistema por el acceso al consumo sobre todo en el estrato económico medio; la
cultura ganadora y la falta de valores, destacados en el sector económico alto,
y la discriminación que perciben los habitantes del estrato económico medio.
Finalmente
En 1988 Doreen Massey escribió: “Mi pretensión se limita a afirmar que los espacios
y los lugares, así como el sentido que tenemos de ellos, se estructuran de manera
recurrente sobre la base del género [...] esta estructura genérica del espacio y lugar
simultáneamente refleja las maneras en que el género se construye y entiende en
nuestras sociedades, y tiene efectos sobre ellas”.
Una década después, podemos decir que persisten antiguas y emergen nuevas
formas de limitación a la vida urbana que no solo se refieren a desigualdades económicas, culturales, políticas, sino también a persistentes asimetrías entre mujeres y
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hombres, que van más allá de la violencia física e incluyen tanto privaciones materiales como desventajas simbólicas. La creciente violencia e inseguridad en nuestras
ciudades sin duda afecta la convivencia del conjunto de la ciudadanía, pero es vivida
por hombres y mujeres de manera distinta (Falú y Segovia 7).
Concluyo este texto con la invitación a seguirnos interrogando y contribuyendo
a una mejor convivencia en la diversidad. Convivencia que supone construir lugares,
territorios y relaciones de más inclusión y equidad y, por tanto, de más seguridad, para
todos y todas. Convivencia que implica crear más confianza en el espacio público
y en el espacio privado, en nuestro imaginario urbano y en nuestra cotidianidad.
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II
IRRUPCIONES Y DESPLAZAMIENTOS:
LA PRESENCIA DE LAS MUJERES EN LA CIUDAD
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La ciudad: un producto del orden desigual
de género. Una lectura posible desde la
propuesta teórico-metodológica de
Pierre Bourdieu
Karime Suri Salvatierra1
Introducción
Este trabajo pretende hacer anotaciones exploratorias sobre algunos conceptos
propuestos por Pierre Bourdieu como parte de su teoría de la práctica, que pueden ayudar a pensar cómo se conforman las relaciones de género en las ciudades,
especialmente las relaciones que se representan en los espacios públicos urbanos.
Si concebimos las ciudades como un complejo laboratorio de análisis socioantropológico, podemos pensar que estas reproducen cierta lógica social en donde los
agentes que concentran los mayores capitales (económicos, sociales, culturales y
simbólicos) hegemonizan los significados que dan sentido a lo urbano, imponiendo
su visión de lo que se concibe como legítimo en el campo.
Ubicar algunos elementos del orden de género dominante en los espacios públicos urbanos puede mostrar que el espacio físico es relacional y, por tanto, social
y que consigna ciertas valoraciones y jerarquizaciones cuya influencia repercute en
las experiencias vitales de las mujeres.
1
Candidata a doctora en Ciencias políticas y sociales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de
la Universidad Nacional Autónoma de México.
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KARIME SURI SALVATIERRA
Público-privado y doméstico
La manera en la que se funda la idea de legitimidad de uso, tránsito y apropiación
de los espacios públicos urbanos está cimentada en lo que Michelle Z. Rosaldo
(1979) denominaba la oposición de lo público y lo privado-doméstico, “el origen de
la estimación y el poder que los sistemas culturales otorgan a los roles y actividades
de los hombres en tanto desvalorizan los roles y actividades de las mujeres”.
Rosaldo retoma una de las premisas de Margaret Mead:2 “Casi todas las
sociedades conocidas reconocen y elaboran algunas diferencias entre los sexos”,
y a partir de estas investiga las valoraciones que daba una cultura particular3 a
las actividades desempeñadas por mujeres y por hombres. Descubrió que no solo
en la tribu estudiada, sino en otras en las que ya había trabajado, se emitía una
valoración positiva a las actividades de los hombres —cualesquiera que estas
fueran— y negativa para aquellas que las mujeres llevaban a cabo.
Para Rosaldo, la autoridad y valía que se da a los roles y actividades de los hombres es parte de la estructuración de los sistemas culturales, y desde su perspectiva
este hecho se torna universal.
La oposición “doméstico” y “público” proporciona las bases de un modelo estructural
necesario para identificar y explorar la situación masculina y femenina en los aspectos
psicológicos, culturales, sociales y económicos de la vida de la humanidad (Rosaldo
1979: 159).
La oposición no “determina” estereotipos culturales o asimetrías en la evaluación de
los sexos, sino que más bien es la razón fundamental de ellas y sirve de soporte para la
identificación de forma muy general (y para las mujeres a menudo degradante) de las
mujeres con la vida doméstica y de los hombres con la vida pública (Rosaldo 1979: 16).
Las ideas de Michelle Rosaldo son retomadas por la filósofa española Celia Amorós,
quien elabora una propuesta sobre el poder y el reconocimiento que se da a partir
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Tanto Michelle Rosaldo como Pierre Bourdieu retomaron los trabajos antropológicos de Margaret
Mead sobre el aprendizaje de pautas culturales que moldean los comportamientos sociales y que pasan
inadvertidas para quienes integran una determinada cultura. Para Mead las relaciones entre mujeres y
hombres dan cuenta de un aprendizaje cultural que se naturaliza y se transmite por generaciones.
Los ilongotes, una tribu que habita la isla de Luzón en las Filipinas.
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de la ubicación de los sujetos, ya sea en el espacio público o en el espacio privado.
Amorós apunta que “las actividades que se desarrollan en el espacio público suponen el reconocimiento, y este está íntimamente relacionado con lo que se llama el
poder. El poder tiene que ser repartido, ha de constituir un pacto, un sistema de
relaciones de poder, una red de distribución” (: ):
en el espacio privado no hay forma de discernir los distintos niveles de competencia
[...] es el espacio de la indiscernibilidad […] En el espacio privado no se produce lo que
en filosofía llamamos el principio de individuación. Dentro del genérico femenino es
como si no se produjera ese principio, como si no se diera un operador distributivo que
troquelara individualidades. Si no se produce individuación es por ser esta lo característico de los espacios públicos, donde cada cual marca su ubi, su lugar diferencial,
como apropiación de los espacios claramente delimitados que configuran, a la vez que
son configurados por, diferentes individualidades (Amorós : ).
A finales de la década de , aparece en español una traducción de la edición
que Chris Booth, Jane Darke y Susan Yeandle organizan, cuyo título La vida de las
mujeres en las ciudades: la ciudad, un espacio para el cambio es también una de
las interrogantes que funcionan de guía a los ensayos contenidos en este material.
Otra de las preguntas que se hacen las autoras de este material es ¿cómo funciona
la ciudad para las mujeres?, lo que se vincula con los tipos de relaciones sociales que
se practican en las ciudades, con la manera como se concibe el espacio urbano, en
la visibilización de los desequilibrios de poder existentes entre mujeres y hombres
a partir del uso y apropiación de espacios públicos.
La ciudad emite mensajes constantemente, dirigidos a mujeres y hombres de
diversas edades y con diversos estilos de vida; estos mensajes ubican y posicionan en
lugares determinados a las personas según su género, su sexo, su edad, su condición
y situación de clase, de raza y etnia.
De esta manera, el pensar la ciudad se convierte en una tarea harto compleja
que involucra concentrarse no solo en lo externo sino en lo interno, entendiendo
esto como un juego entre los espacios doméstico-privado-público.
4
Celia Amorós coloca su proposición analítica en torno al binomio espacio privado/espacio público,
tratando lo privado como doméstico. Más adelante se retoma en este trabajo el planteamiento de Soledad Murillo en donde el espacio privado no equivale al doméstico, por lo que se debe reflexionar en la
vivencia espacial de los sujetos desde la tríada espacio doméstico/espacio privado/espacio público.
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Lo urbano y la ciudad
La ciudad, definida desde la propuesta de Jean Remy y Liliane Voyé (), alude
a un “concepto descriptivo que permite identificar la realidad material concreta
y a un concepto interpretativo que evoca un conjunto de definiciones sociales”
(Remy-Voyé : ). De tal suerte que la ciudad se convierte en el producto urbano que modifica radicalmente la vida cotidiana debido a los desplazamientos,
a la manera de vivir la temporalidad y a la incertidumbre de los encuentros.
Otra definición es aquella que distingue la ciudad de lo urbano, y retomo aquí
al antropólogo catalán Manuel Delgado cuando señala que lo urbano es “un estilo
de vida marcado por la proliferación de urdimbres relacionales deslocalizadas, en
tanto la ciudad es una composición espacial definida por la alta densidad poblacional
y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia
humana densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí”
(Delgado : ).
De esta manera y siguiendo a Delgado, lo urbano “propiciaría un relajamiento
de los controles sociales y una renuncia a las formas de vigilancia y fiscalización
propias de colectividades pequeñas” (Delgado : ).
Hacer esta distinción entre la ciudad y lo urbano tiene, desde mi perspectiva,
una utilidad para entender lo que significa en términos simbólicos, culturales y
sociales la ciudad y la vida urbana para las mujeres.
El espacio urbano, la ciudad como espacio construido, no es una abstracción de
género, es decir, de las relaciones entre hombres y mujeres socialmente construidas. Ambos —género y ciudad— son objetos analíticos que contienen historia,
sociedad, cultura, poder, cambios a lo largo del tiempo y los espacios. Esta vinculación significa reconocer que las relaciones de género también se construyen y
se transforman sobre el espacio, así como dentro de determinados espacios, y que
las ideas de “feminidad” y “masculinidad” tienen un soporte espacial en donde se
manifiestan (Massolo : ).
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Puede consultarse la obra de Georg Simmel, en la que se piensa la cultura urbana como cultura de la modernidad, y la de Louis Wirth, que diferenciaba la ciudad como asentamiento y lo urbano como modo de vida.
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Una lectura feminista al sistema teórico-metodológico de Pierre Bourdieu
Afirmo que es posible hacer, como indica Toril Moi (), “una evaluación crítica de una formación teórica dada con la idea de tomarla y usarla para propósitos
feministas; es por ello que aquí se hace una lectura de la relación género, espacio
público urbano y ciudad, con la ayuda de herramientas conceptuales provenientes
del enfoque bourdesiano”.
Tanto la teoría feminista como la propuesta teórica de Bourdieu se oponen
a los trabajos científicos que se elaboran desde lo dicotómico: objetivo/subjetivo,
cuantitativo/cualitativo, investigación empírica/investigación teórica, no hay una
disociación de lo simbólico y lo material; de hecho, el trabajo de campo es fundamental para Bourdieu porque pone a prueba los referentes teóricos, de ahí la
importancia de lo que llama la vigilancia epistemológica. En Bourdieu, hay que
“restablecer la realidad intrínsecamente doble del mundo social”, situar las dos
dimensiones de las estructuras sociales: ) la dimensión externa —lo social hecho
cosas— y ) la dimensión interna —lo social corporizado—; por ello, pensar la
relación de las mujeres con los espacios públicos de una ciudad desde la propuesta
bourdesiana se complica, pero al mismo tiempo se aclara que el espacio público
urbano no es un contenedor de relaciones, sino un productor y reproductor de estas.
Los conceptos de doxa, campo, habitus, capitales, trayectoria, estrategia y
violencia simbólica principalmente dan forma al sistema relacional de Bourdieu
articulado en la teoría de la práctica. La fragmentación de este sistema teóricometodológico conllevaría la pérdida de su capacidad reflexiva; en varios de sus
trabajos, Bourdieu explica los inconvenientes del uso de alguno de los conceptos
sin alusión al sistema conceptual en su conjunto.
Para Bourdieu, no se puede “asir la lógica más profunda del mundo social
sino a condición de sumergirse en la particularidad de una realidad empírica, históricamente situada y fechada, pero para construirla como caso particular de lo
posible” (Bourdieu : ). Por ejemplo, el concepto de campo está compuesto
del dinamismo que le aporta la experiencia concreta de qué y quiénes conforman
el campo, y no puede entenderse al margen de los conceptos de habitus y capital
(económico, social, cultural, simbólico).
6
Bourdieu define habitus como sistema de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, como principios generadores
y organizadores de prácticas y representaciones (Bourdieu 2009: 92). “El habitus produce prácticas,
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Desde esta perspectiva teórica se plantea la hipótesis de las mujeres como
agentes con menos capitales en el campo urbano —en la ciudad—, por lo que resulta provechoso explorar cómo un tipo particular de capital, en este caso el capital
simbólico dominante7 —producto del orden de género como estado de las cosas—,
determina los espacios y horarios legítimos para el uso y tránsito de las mujeres. Las
ciudades se vuelven estratégicas para pensar las modificaciones del orden simbólico
de género y las posibles transformaciones del imaginario.
La doxa de género en la ciudad
Si hablamos de dominación simbólica,
la resistencia se torna mucho más difícil,
ya que es algo que se absorbe como el aire.
Pierre Bourdieu
Según Bourdieu, “el mundo social no funciona en términos de conciencia; funciona
en términos de prácticas, de mecanismos” (Bourdieu : ), por ello la doxa
“enfatiza la naturalización de las ideas [...] hay muchas cosas que la gente acepta sin
saberlo” (Bourdieu : ). La doxa tiene el efecto de normalización al naturalizar
el sentido común, las jerarquías sociales, las cosas “son así”.
El trabajo de interiorización de la doxa “realiza una inversión ficticia de los valores dominantes y produce la ficción de una unidad del mundo social, confirmando
así a los dominados en su subordinación y a los dominantes en su dominación”
(Bourdieu y Wacquant : ).
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individuales y colectivas [...] asegura la presencia activa de las experiencias pasadas que, depositadas en
cada organismo bajo la forma de principios de percepción, pensamiento y acción, tienden, con mayor
seguridad que todas las reglas formales y normas explícitas, a garantizar la conformidad de las prácticas
y su constancia a través del tiempo” (Bourdieu 2009: 95).
Aquiles Chihu sintetiza la concepción de los capitales en la obra de Bourdieu de la siguiente forma: “El
capital económico, que se encuentra constituido por los recursos monetarios y financieros. El capital
social, conformado por los recursos que pueden ser movilizados por los actores en función de la pertenencia a redes sociales y organizaciones. El capital cultural, definido por las disposiciones y habitus
adquiridos en el proceso de socialización (adquirido en forma de educación y conocimiento), y el capital
simbólico, formado por la percepción y juicio que permite definir y legitimar valores morales, artísticos,
etc.” (Chihu 1998: 184).
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Me parece sintomático que, cuando comento que hago investigación para
evidenciar las relaciones de género que se escenifican/materializan en la ciudad y
específicamente en espacios públicos urbanos de la Ciudad de México, compañeras
y compañeros con los que comparto el estudio por lo urbano (algunos que provienen
de disciplinas como la arquitectura o el urbanismo), casi siempre esbozando una
sonrisa, comentan:
Relato 1
Yo ya no sé quiénes son más violentos, si los hombres o las mujeres, porque viajar en
el vagón del metro destinado a mujeres es horrible, es peor que ir en el de hombres.
En la mañana se empujan, se avientan, y algunas hasta te quieren pegar.
Relato
Siempre que hablamos del hostigamiento sexual en espacios como el metro pareciera
que fuera solo de hombres hacia mujeres, pero ¿por qué no hablamos del hostigamiento sexual que se da de una mujer a otra en el vagón del metro? A mí me comentaba
la persona que me ayuda con el trabajo doméstico que lo que más le sorprendió y le
pareció chocante es que otra mujer se le repegara en el vagón confinado para mujeres,
ella no sabía qué era peor, si el hostigamiento de un hombre o de una mujer.
Ambos testimonios ilustran el funcionamiento de la doxa tradicional de género.
Para ellas es importante que se dé cuenta de la agresividad y violencia que ejercen
mujeres contra mujeres en los espacios públicos de la ciudad; hay un trabajo de
censura de las mujeres que no se comportan según el mandato de género, porque
las mujeres tienen que comportarse como mujeres.
Aunque no son procesos ubicados en el inconsciente, según Bourdieu, “los
procesos de dominación masculina operan de un modo mucho más sutil: a través
del lenguaje, del cuerpo, de actitudes hacia las cosas que están por debajo del nivel de
la conciencia” (Bourdieu : ).
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Las personas que hicieron los comentarios son mujeres estudiantes de los posgrados de Arquitectura y
Urbanismo de la Universidad Nacional Autónoma de México y estos comentarios se recopilaron durante
un seminario de investigación el semestre 2015-1.
Por mandatos de género me refiero al “deber ser” que se conforma según lo estipula el orden de género dominante; para el caso de las mujeres se concretiza en el cuidado de los otros, en la renuncia de
nuestros deseos, ya que colocamos en primer lugar deseos de otros, en la sumisión y la dificultad para
constituirnos y reconocernos como sujetos completos.
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El intento de descifrar la doxa de género que domina en las ciudades, como la
Ciudad de México, puede dar pistas para el esclarecimiento de la manera en que
se interiorizan las ideas dominantes y se legitiman espacios para uno y otro sexo,
adjudicando a las mujeres la mayor parte de los espacios domésticos, privando
mayoritariamente a las mujeres del espacio privado —de la reflexividad del ser— y
confirmando los espacios públicos como espacios masculinos.
Las políticas públicas urbanas que se diseñan desde la idea de neutralidad incluyen a las mujeres en estos términos y no como sujetas activas creadoras también
del sentido de lo urbano.
Desde la doxa urbana hegemónica es complicado pensar en las necesidades
específicas de colectivos que usan y se apropian de los espacios públicos de las ciudades, o en las movilidades diferenciadas; aunque los discursos sobre la igualdad
de género en los entornos urbanos se han institucionalizado, la doxa apenas se ha
modificado.
Habitus de género y espacio público urbano
Al ser la propuesta de Bourdieu una invitación a no antagonizar lo objetivo versus
lo subjetivo, dota de complejidad las prácticas sociales de los agentes; ello es lo que
hace que nos preguntemos ¿por qué y cómo se legitima la desigualdad en el uso,
tránsito y apropiación de los espacios públicos urbanos de la ciudad (Ciudad de
México) y cómo afecta esto a las mujeres?
Comprender las relaciones de las mujeres con el espacio, sobre todo con la forma en la cual se imagina y coloca el cuerpo femenino en el espacio público urbano,
ofrece pistas para intentar descifrar prácticas materiales y simbólicas de apropiación espacial, visibilizar la manera en la que operan estructuras de dominación y
desnaturalizar procesos culturales que jerarquizan y norman el espacio desde lo
binario: femenino/masculino, actividades de día/de noche, etcétera.
El cuerpo es un lenguaje espacial y simbólico. El cuerpo normado de mujeres
y hombres se coloca en un orden de posiciones y disposiciones diferenciado, el
cuerpo masculino se instaura como cuerpo hegemónico, cuerpo-poder que goza
de pleno desplazamiento en espacio-tiempo, lo que en el caso de las mujeres se da
en mucho menor medida, debido a que será cuestionada la legitimidad para usar y
transitar por espacios públicos urbanos, de modo que, mayoritariamente, las mujeres
limitarán su desplazamiento por determinados espacios y en determinados tiempos.
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La manera en que mujeres y hombres visten, colocan y exhiben su cuerpo por
los espacios públicos de la ciudad también da cuenta de su habitus, pensado aquí
particularmente en su dimensión de hexis corporal, definido por Bourdieu como
“esquemas de percepción, de pensamientos y de acción, [que] tienden, con más seguridad que todas las reglas formales y todas las normas explícitas, a garantizar la
conformidad de las prácticas y su constancia a través del tiempo” (Bourdieu : ).
La idea de quién es el sujeto legítimo que debe estar, usar o transitar por el espacio
público de la colonia se ubica en el “orden de las cosas”, orden que, objetivado en las
estructuras e interiorizado en las personas, no es un orden natural, sino que es un
orden construido socialmente en el devenir de las luchas, en las que cada individuo
y todo agregado social disputa sus condiciones de existencia y su posibilidad de ser
(García : ).
Mi informante Susana ha vivido en la colonia Guerrero de la Ciudad de México
desde , al momento de la entrevista tenía años y expresaba su preocupación de los espacios públicos de la colonia en relación con la menor de sus hijas,
que en ese tiempo tenía años de edad.
Mira, nomás por ponerte un ejemplo, mi hija la menor tiene años, y sí, a mí me
da temor que salga en la noche, ella sabe que a mí eso no me gusta, sola no, ya si va
acompañada por alguno de sus hermanos, pues eso es diferente.
Y luego ya ves cómo se visten las chamacas ahora, pues yo la dejo estar a la moda [refiriéndose a su hija], pero tú te das cuenta que las ven y no solo los muchachos, viejo
que pasa viejo que voltea, y no digo que nomás con mi hija, sino con las muchachas
en general. Este, pues la verdad es que a mí no me gustaría tampoco infundirle temor
a mi hija, porque, pues, como te decía, yo soy movida para vender, entonces ando de
aquí para allá, lo que sí es que quiero que se cuide.
Se hace patente en este testimonio que el cuerpo y las actividades de las mujeres
son resultado de la interiorización del “orden de las cosas”, que ha naturalizado la
existencia y expresión de un poder desigual e inequitativo que despoja a las muje-
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Este testimonio está tomado de las entrevistas en profundidad y del trabajo de campo que realicé como
parte de la tesis para la obtención del grado de maestra en antropología social.
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res de su “estar” en los espacios públicos, les resta el derecho de privacidad de los
espacios privados y las destina a la domesticidad, espacio de la reproducción, lugar
de expresión de actividades que no son valoradas ni siquiera por las propias mujeres
que las desempeñan.
Lo que Bourdieu expresó como un “estado permanente de inseguridad corporal
o de dependencia simbólica, propiedades corporales aprehendidas a través de los
esquemas de percepción cuya utilización [...] depende de la posición ocupada en el
espacio social” (Bourdieu : ), se hace patente en los testimonios expuestos.
En la experiencia de mujeres y hombres, el habitus de género se revela en el espacio etnografiado al visibilizar sus prácticas y actividades cotidianas, la manera
de vestir, la mirada, el relacionamiento, etcétera. Aquí se abre una ventana para
discernir la manera en que operan los mecanismos de una sociedad que observa,
nomina, clasifica, excluye y recluye a quienes desde el orden hegemónico de género
no terminan de constituirse como sujetos.
El habitus de género permitiría comprender cómo se construye el género,
al ser definido como sistemas de esquemas incorporados que da estructura a las
conductas, actitudes y formas de sensibilidad que hacen que una persona se sienta
y se perciba como masculina y femenina. Hombres y mujeres están dotados de una
matriz de disposiciones y competencias capaces de generar una amplia variedad de
acciones que están en consonancia con lo que la sociedad establece como deseable y
adecuado para cada uno de los [sexos]. De este modo, el habitus de género aparece
como un principio que permite apreciar y percibir el mundo de una manera determinada y orientar las prácticas y conductas de una persona de acuerdo a su [sexo] de
pertenencia (Peña y Rodríguez : ).
Como ejemplo de lo dicho, de esto último, quisiera mostrar el relato de otra de
mis entrevistadas que no nació en México, pero decidió vivir aquí en la ciudad y
nacionalizarse mexicana. Laura, de años, relata una experiencia en el metro en
donde un desconocido la tocó y lo que hizo al respecto.
Mi ex compañero vivía por el metro Politécnico, hasta el norte de la ciudad —te digo
que me he movido por todas partes—, y una mañana iba yo del Politécnico y me
tenía que ir a la Ibero, entonces imagínate el trayecto, ¿no?, entonces iba PolitécnicoLa Raza, La Raza-Hidalgo o Balderas, Balderas-Observatorio, Observatorio a la Ibero,
te digo, me sé todas las estaciones, ¿no?; y no me acuerdo si era en Hidalgo o algo así,
empecé a sentir una mano por debajo de la camisa, ¿no?, de la blusa que yo llevaba,
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y yo he estado educada de una manera como diferente, yo no me puedo quedar sin
hacer nada, o sea no solo porque me dé asco —porque la palabra es asco directamente,
no es ni siquiera miedo, es asco—, sino porque yo tengo que rebotarme, no puedo no
hacerlo con el peligro que algún día me digan algo por gritona; entonces rápido agarré
la mano de ese sujeto, no sabía quién era porque estábamos así sin espacio vital, yo
estaba en el vagón colectivo de hombres y de mujeres y le agarré la mano y dije en
voz muy alta, quien me esté tocando o me suelta o le vomito en la cara, digo, ya sé
que es muy asqueroso lo que dije pero así lo hice, y de repente me sueltan y a los dos
minutos me vuelven a tocar, entonces yo agarré, le hinqué las uñas, sí, es feo decirlo
porque yo no me siento una persona violenta ni nada así, pero mi cuerpo es mío y no
tiene por qué tocarlo nadie que yo no quiera y cuando ya iba a bajar esta persona me
trató de empujar con la desgracia para él de que yo tengo bastante fuerza, ¿sí?, logré
jalarlo y lo aventé al piso; lo que más me llamó la atención de esa escena es que nadie
hizo nada. Se me quedaron viendo como qué mujer tan rara acaba de tirar al piso a
un señor, ¿no?, y yo me levanté, fui a hacer mi trasbordo y me fui.
Sí es una escena como muy desagradable [...] no me gustó obviamente vivirla, pero
tampoco me hace como dolor recordarla, ¿sí?, simplemente son [...] desafortunadamente
son cosas que siguen sucediendo, solo me ha sucedido eso, no me ha sucedido nada
más pero sí en ese momento dije tienen razón de poner vagones solo para mujeres,
entonces me pareció terrible tener que vivirlo para poder darme cuenta porque [...] digo
de donde yo vengo también hay machismo, obviamente también hay violaciones y hay
mucho asqueroso suelto pero no de una manera como tan obscena, que en el metro
te pongan la mano en la panza, pues no conozco yo casos, no sé ahorita en Barcelona,
ya no hago vida allá, pero pues no era algo que para mí fuera común, ¿no? Y vivirlo sí
fue como feo, pues, pero también te ayuda a darte cuenta de hasta dónde puedes llegar
también y yo me di cuenta de que pues no me iba a dejar, de que si alguien me trataba
de hacer algo yo trataría como de contrarrestar ese ataque, esa agresión, y sí me han
dicho muchas mujeres, sobre todo acá en la ciudad, me dicen: “Laura, si te dicen algo
feo no contestes” [...] yo no puedo, a veces trato de morderme la boca pero me gana el
qué sé yo, pero me gana, y volteo y contesto, contesto, les digo de qué se van a morir,
les recomiendo un psicólogo, o sea, les digo que son unos asquerosos.
Laura además relata que tuvo que modificar su manera de vestir para intentar ser
anónima en las calles de la Ciudad de México:
Y yo acá doné todas las falditas que tenía, se las regalé a mi hermana que vive todavía
allá. Yo tenía vestiditos para ir en verano y acá no me los pongo más que si estoy en
Zihuatanejo, que es donde voy a pasar los veranos o así al mar, pero en la Ciudad de
México no se me ocurre, no se me ocurre, a menos que sea en mi coche y, no sé, para
llegar a una fiesta en casa de alguien, que vaya yo con minifalda, pero si no, no lo hago,
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lo cambié por necesidad prácticamente porque si no, no me voy a someter; no porque
tenga acá o me crea yo el cuerpo escultural, sino porque cualquier mujer que según
la mirada masculina vaya vestida de determinada manera, entonces sí, es feo decirlo,
pero lo tuve que cambiar. Yo cambié mi manera de vestir.
La presencia de las mujeres será cuestionada cuando intenten transgredir las relaciones impuestas por la dominación masculina; los cuestionamientos pueden ser
violentos o absolutamente sutiles, pero las mujeres sabrán que su legitimidad para
estar, transitar o permanecer en el espacio (particularmente en espacios públicos)
se pondrá en duda.
Aunque el acceso desigual a los espacios públicos es vivido cotidianamente
por hombres y mujeres, son ellas las que resienten más esta desigualdad puesto que
conlleva consecuencias altamente negativas en sus vidas. Aquí además se cruza el
género con la clase: las mujeres con menos recursos económicos suelen tener menos
recursos para apropiarse de su ciudad.
El repliegue de las mujeres al espacio doméstico afecta la individualidad, menoscaba su capacidad para reconocerse constructoras de ciudad.
La relación de las mujeres con el espacio se da desde lo paradójico: el control
frente a la libertad, la posibilidad de acción versus el miedo, la presencia de las mujeres en los espacios públicos desde los márgenes a las posibilidades de transitar
sin rumbo, de convertirse en espectadoras urbanas itinerantes, en observadoras no
observadas. Paradoja que se presenta como escisión vital de las mujeres en relación
con los espacios por los que transcurren sus vidas.
Reconstrucción de las trayectorias espaciales de las mujeres
Me interesaría enfatizar que en la investigación empírica sobre la conformación de
la espacialidad desde el género y siguiendo la propuesta de Bourdieu, el concepto
de trayectoria abre una ventana de oportunidad a la restitución de la complejidad de
lo cotidiano.
Bourdieu explica que la trayectoria se conforma de “posiciones sucesivamente
ocupadas por un mismo agente (o un mismo grupo) en un espacio en sí mismo en
movimiento y sometido a incesantes transformaciones” (Bourdieu 1977: ).
En la reconstrucción de la trayectoria se pueden observar aquellas estrategias
que conforman los agentes para, en este caso empírico, saber cómo las mujeres con-
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forman lo espacial desde su trayectoria y cuáles han sido sus prácticas, sus estrategias,
entendiendo estrategia como “el despliegue activo de ‘líneas de acción’ objetivamente
orientadas que obedecen a regularidades y forman configuraciones coherentes y
socialmente inteligibles, aunque no se apeguen a ninguna regla consciente o no
busquen objetivos premeditados planeados como tales por un estratega” (Bourdieu
y Wacquant 1995: 25).
Acceder a la construcción de las trayectorias de vida permite conocer las distintas posiciones y prácticas de los sujetos, la disponibilidad de los capitales —social,
cultural y económico—, así como también la posibilidad, la aptitud y el posicionamiento de estos sujetos frente a los cambios (Gutiérrez : ): “Si aceptamos
que los sistemas simbólicos son productos sociales que producen al mundo, que
no se contentan con reflejar las relaciones sociales, sino que también contribuyen
a construirlas, entonces debemos admitir forzosamente que es posible, dentro de
ciertos límites, transformar el mundo transformando su representación” (Bourdieu
y Wacquant : ).
Desde la perspectiva bourdesiana, mediante el trabajo de recuperación de las
trayectorias y accediendo a las estrategias de las personas, de los agentes, podríamos
comprender los procesos de socialización, en este caso de género, y la manera en
que reproducen o no sus condiciones de vida, su habitus.
Conclusiones
Este artículo pretendió mostrar las posibilidades de la teoría de la práctica de Pierre
Bourdieu para hacer exploraciones de la relación entre género, ciudad y espacio
urbano, situando la reflexión desde la crítica feminista. De esta manera, se propuso
pensar el campo urbano como un campo simbólico que define y designa, a partir
del orden de género imperante, la legitimidad de uso, tránsito y apropiación de los
espacios públicos urbanos, incluyendo usos-horarios, lo que permite pensar que
aspectos materiales y simbólicos se tejen en la trama urbana de una ciudad como
la Ciudad de México desde la experiencia de las mujeres.
Tal vez un par de elementos que se pueden seguir explorando y pensando
son: ) el tipo de disputas que se presentan en el campo urbano en tanto se ubican
agentes con un reconocimiento legítimo al uso y tránsito de los espacios públicos
versus otros agentes invisibilizados en dichos espacios y ) las expresiones de esta
tensión que se distinguen en la conformación identitaria de género.
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Desde el ámbito de lo empírico, se sitúa la presencia de las mujeres en los espacios públicos urbanos como agentes itinerantes, que transitan pero no permanecen.
A partir del orden simbólico de género que prevalece en la Ciudad de México, las
mujeres incorporan una serie de dispositivos de poder que forjan barreras y límites
—materiales y simbólicos—, que se presentan en la apropiación de los espacios —no
solo los públicos sino también los privados— y permanecen en los domésticos. Las
disposiciones de poder se visibilizan en el deber ser que se manifiesta: 1) sobre sus
cuerpos (la forma en que lo visten, lo exhiben o no, lo vivencian); 2) en la determinación de sus tiempos y de usos-horarios, y 3) en la constitución de estrategias
respecto a los miedos a transitar por ciertas calles, por el barrio o la colonia, en la
capacidad de movilizarse por sus espacios más inmediatos y por la ciudad.
Los tipos de poder conforman también modelos de organización espacial, de
distribución espacial y, reflexionando desde la condición y situación de género de las
personas, en este caso de las mujeres, estos componentes de poder del espacio
expresan y evidencian los límites y controles que operan en la vida cotidiana, las
negociaciones y la manera en que se vive desde los derechos o únicamente en
relaciones de dominación-subordinación.
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Sujetos invisibles, urbanidad inexistente
Marcos Sardá Vieira1
Miriam Pillar Grossi2
Introducción
Las ciudades actuales son el resultado histórico-geográfico del simulacro de hábitat
humano producido por la idealización capitalista del trabajo, el lucro y la dominación masculina. Los procesos de urbanización se refieren, así pues, a la extensión
dimensional de la disciplina de los cuerpos que reglamenta subjetividades y acciones
humanas (Harvey 8).
Junto al crecimiento de las ciudades modernas, un fenómeno fundamental del
siglo xix es la apropiación de la vida por parte del poder, en una suerte de estatización de lo biológico. El objeto de estudio de la biopolítica es la población como
problema científico y político, los procesos biológicos de los seres humanos y la
reglamentación de la vida. Es en este contraste entre el poder soberano de hacer
morir, que aparece la tecnología del biopoder, instituyendo el hacer vivir en el ritmo
productivo de la población (Foucault ).
1
2
3
Estudiante de doctorado en el Programa Interdisciplinar de Ciencias Humanas, Universidade Federal
de Santa Catarina.
Doctora. Profesora en el Programa Interdisciplinar de Ciencias Humanas, Universidade Federal de Santa
Catarina.
Multigeográfico en portugués en el original [N. del T.].
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En este sentido, la ciudad es pensada en función de las relaciones de soberanía que se ejercen sobre un territorio (Foucault 8: ), y no como espacio
de relaciones sociales, reencuentros y afectividades. Los mejores referentes de la
planeación urbana consideran que existe un potencial de confianza latente en las
ciudades relacionado con la alta calidad de la configuración espacial, lo que hace
posible reducir los conflictos en la medida en que las personas procuran asociarse a
los lugares atractivos por su belleza (Gehl ). Sin embargo, en el contexto de
las metrópolis europeas y latinoamericanas, el estilo de vida contemporáneo se
caracteriza por la presencia de barreras sociales y económicas que resaltan las diferencias entre clases sociales, impidiendo la convivencia, las vocaciones culturales
y los principios de alteridad (Bauman ; Jacques ; Park ).
Pero no todas las porciones de la ciudad responden a la misma concepción de
arquitectura ni disponen de los mismos recursos públicos, procesos y materiales
constructivos, o de una movilidad urbana irrestricta en amplios espacios abiertos.
Para romper con las reglamentaciones del cuerpo, de la identidad de género y de
las sexualidades, insertas en este espacio urbano de restricciones, es necesario ir
más allá de la planeación convencional, a fin de que las personas puedan construirse como obras de arte (Jeudy ).
Siendo la urbanización contemporánea un proceso de creación de la ciudad,
según los modelos de la producción y de la eficiencia del capital, ¿qué directrices
urbanas podrían pensarse para atender a los principios de alteridad y dar cabida
a las distintas subjetividades humanas? ¿Sería necesario romper con el dispositivo
de sexualidad que reglamenta la heteronormatividad para alcanzar una calidad de
vida más auténtica?
Partiendo de estas preguntas, el objetivo de este capítulo es analizar el potencial de transformación del ambiente urbano convencional, con base en los presupuestos de la teoría queer, identificando los efectos subversivos de las identidades
de género y de las sexualidades disidentes, como parte de un proceso creativo
que establece nuevas posibilidades de conformación espacial para las relaciones
4
5
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Construir personas como obras de arte y crear condiciones humanas favorables para la búsqueda de
la autonomía física y mental de cada persona. Como un estado de superación constante de la propia
condición de vida.
Concepto que coloca a la heterosexualidad como norma universal de la correcta relación sexual entre
dos personas (hombre y mujer), marginando las orientaciones sexuales que se apartan de ella.
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humanas y afectivas, y considerando las diferencias como singularidades (Leite
7). Para ello, esta investigación interdisciplinaria se fundamenta en la crítica
deconstructivista. A partir de una breve revisión teórica de los procesos históricos de
urbanización, se plantean supuestos para la configuración de la planeación urbana
y de espacios arquitectónicos, en diálogo con el pensamiento paradigmático de
la teoría queer y del espíritu errante, incorporando una relación inevitable entre
cuerpo, género y ciudad.
Condición urbana
Según Leonardo Benevolo (), la ciudad actual se compone de una mezcla de
prácticas sociales acumuladas a lo largo del tiempo y producidas gradualmente
por la Revolución Industrial. Desde el crecimiento demográfico durante el Renacimiento (siglo ), el modelo de ciudad industrial se ha ido transformando en el
mayor artefacto de la modernidad, y a inicios del siglo , una buena parte de
las áreas urbanas en los países periféricos correspondería más a las expectativas
modernistas de expansión del mercado, en el auge de la Revolución Industrial del
siglo , que a los procesos de innovación tecnológica anhelados por el pensamiento utópico de la posmodernidad de los países hegemónicos.
De acuerdo con Hannah Arendt, “la era moderna no coincide con el mundo
moderno. Científicamente, la era moderna, que comenzó en el siglo , terminó a
principios del siglo ; políticamente, el mundo moderno en que vivimos hoy nació
con las primeras explosiones atómicas” (Arendt : ). Para Teresa del Valle (),
los distintos estímulos del ambiente urbano y de los objetos arquitectónicos traen
a la memoria relaciones entre el pasado y el presente que rompen con la linealidad
del tiempo.
A partir del siglo , el primer polo de poder sobre la vida se formó en la
concepción del cuerpo como máquina, adiestrando y ampliando las capacidades
de las fuerzas humanas en los sistemas de control y económico. El segundo polo,
formado hacia la segunda mitad del siglo , se concentró en el cuerpo como
especie biológica: el nacimiento, la mortandad, los aspectos de la salud y la longevi-
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La idea del espíritu errante se refiere a una manera de presenciar la ciudad que se aparta de la propuesta
de la planeación hegemónica. Este concepto se esclarecerá más adelante.
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dad, posibilitando intervenciones y controles reguladores que hicieron del biopoder
un elemento del progreso del capitalismo. Desde el siglo xiii, las tecnologías de
control y disciplina vinculadas al biopoder legitiman un sistema de saberes acerca
de la sexualidad, y hacen proliferar los discursos, placeres y poderes que definen la
orientación sexual oficial y los medios de reproducción, al tiempo que someten los
cuerpos de la población. “Las disciplinas del cuerpo y el control de la población
constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del
poder sobre la vida” (Foucault : ).
En los últimos siglos, la disciplina se encargaría de perfeccionar los cuerpos que
habrían de representar el auge de una sociedad moderna. De igual forma, a partir
del siglo xiii, las ciudades europeas serían objeto de una estructuración urbana.
La demanda de una especialización funcional de las industrias, ávidas de expandir
su mercado lucrativo, reforzó la articulación de los lugares y la división territorial y
social del trabajo, dando lugar a la transformación espacial de las ciudades a partir
del desarrollo industrial. “La ciudad nunca había sido un espacio tan importante,
ni la urbanización un proceso tan expresivo y extenso a nivel mundial, como lo
fueron a partir del capitalismo” (Sposito : ).
De esta manera, tanto el cuerpo humano como el espacio urbano de acciones
productivas están condicionados por un proceso de crecimiento del sistema económico.
La sociedad normativa es una sociedad en la que se entrecruzan, de acuerdo con una
articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la reglamentación.
Decir que el poder en el siglo xix tomó posesión de la vida, es decir que consiguió
abarcar toda la superficie que va de lo orgánico a lo biológico, del cuerpo a la población, mediante el doble juego de las tecnologías de la disciplina, por una parte,
y las tecnologías de la reglamentación, por la otra (Foucault ). La reducción de
las características humanas a acciones uniformes es una consecuencia del mundo
moderno. De acuerdo con Hannah Arendt:
A diferencia de la acción, la sociedad espera de cada uno de sus miembros cierto tipo
de comportamiento, imponiendo incontables y variadas reglas, tendientes todas ellas a
“normalizar” a sus miembros, a hacerlos comportarse, a excluir la acción espontánea o
la hazaña extraordinaria. Con el surgimiento de la sociedad de masas, el dominio de lo
social alcanzó finalmente, tras siglos de desarrollo, un punto en el que abarca y controla,
de la misma manera y con la misma fuerza, a todos los miembros de una comunidad
determinada. Pero la sociedad se nivela bajo cualquier circunstancia, y la victoria de
la igualdad en el mundo moderno es apenas el reconocimiento político y jurídico del
hecho de que la sociedad conquistó el dominio público, y que la distinción y la di-
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ferencia se volvieron asuntos privados del individuo. Esta igualdad moderna, basada
en el conformismo inherente a la sociedad, solo es posible porque el comportamiento
sustituyó a la acción como forma principal de relación humana (Arendt : -).
Pese al aumento de la riqueza mundial que el creciente conocimiento de la naturaleza y el dominio tecnológico sobre los medios de producción han hecho posible, la
concentración de la calidad de vida y el control de las acciones globales por parte
de una minoría, son efectos de una globalización que responde a una perversidad
sistémica de acciones hegemónicas (Santos ). Así, no todos los países periféricos se desarrollan al mismo ritmo, ni mantienen el mismo nivel de actividades ni
la misma flexibilidad urbana, la cual está anclada en los dispositivos del biopoder
y sigue los modelos de urbanización de los países centrales.
La arquitecta y urbanista Erminia Maricato argumenta que las favelas y los
espacios de ocupación informal en las ciudades responden al crecimiento urbano
de tipo aleatorio, característico de la mayoría de las ciudades brasileñas y otras
metrópolis latinoamericanas. Este crecimiento desordenado e irregular adopta la
forma de inmensos emprendimientos, muchas veces sobre áreas de preservación
ambiental, con técnicas arcaicas que no participan del mercado oficial ni de la
planeación. La mayor parte de la inversión pública se destina a las áreas centrales
espectaculares, “hechas a imagen y semejanza de sus congéneres del Primer Mundo”
(Maricato : ).
En esta misma línea, otros urbanistas brasileños consideran que en los países
latinoamericanos, y especialmente en Brasil, el desarrollo urbano está marcado
por una jerarquía espacial cuyo fin es la distinción de clase social, étnica y de
perfiles sociales estigmatizados. De manera general, las áreas urbanas periféricas
de control y monitoreo son desprovistas de infraestructura urbana, saneamiento
y buena calidad ambiental, en contraste con la reglamentación del territorio en
áreas espectaculares de interés para la especulación inmobiliaria. La fiscalización
y el control espacial de los barrios pobres de la periferia son bastante flexibles, lo
que facilita la manipulación del valor del suelo y las justificaciones de intervención
legal por parte de los intereses administrativos municipales (Maricato ; Rolnik
). Se trata de las condiciones geopolíticas de los países periféricos, vinculados
a la economía liberal, fundamentada en el control de la propiedad privada. Esta
situación mantiene a buena parte de la población insatisfecha en sus necesidades
básicas y excluida del usufructo de la mejor infraestructura urbana; y el desarrollo
humano se limita a acciones de ciudadanía y educación ambiental.
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El esclarecimiento político es un proceso que comienza por establecer diálogos y divergencias en el mapeo de territorios de uso común. Mientras tanto, para
librarse del estado de minoridad, la sociedad depende todavía de una autoridad que
identifique los campos en que conviene hacer uso del conocimiento y de la razón. En
esta relación de codependencia colectiva y social, asociada a la fragilidad del cuerpo
humano, y con el miedo impregnando las relaciones sociales, y con la idea de superioridad frente a la naturaleza, la población es fácilmente masificada y condicionada.
Las redes de poder y la lengua universalizan las expectativas sociales, controlan las
tasas de reproducción y de mortandad, y se valen de las relaciones de hostilidad y
prejuicio como justificaciones para el aburguesamiento (Wacquant ).
Inscrita en la planeación urbana, la lógica de la producción del espacio condiciona
la vida de las personas mediante la zonificación de los fenómenos sociales. A través
de la sintaxis espacial, es posible, por ejemplo, entender cómo la configuración de
espacios interviene en la manera en que las personas se mueven, se detienen y se
encuentran unas a otras. La dimensión espacial es uno de los medios para regular el
comportamiento humano. En este caso, las acciones humanas siguen determinados
patrones de comportamiento “creados por la interacción entre los grupos sociales
y el medio en el que están insertos” (Zampieri : ).
Así pues, para pensar una nueva estrategia de intervención sobre la planeación urbana no basta con considerar solamente la buena calidad espacial y activar
el potencial de comportamiento disciplinado. Es necesario experimentar nuevas
relaciones cotidianas entre distintos cuerpos y espacios.
Género y espacio condicionados
Las representaciones de género pasan por todos los ámbitos de la sociedad contemporánea. Por tratarse de un concepto construido culturalmente, “los límites del análisis
discursivo del género presuponen y definen anticipadamente las posibilidades de las
configuraciones imaginables y realizables del género en la cultura” (Butler : 8).
Así, descubrimos cómo el género y sus significados condicionan nuestros sistemas de
creencias, institucionalizan nuestros hábitos e incluso los fenómenos responsables
de la concepción de la arquitectura y la planeación urbana (Harding ).
7
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Cuando nuestro estado de voluntad nos hace aceptar la autoridad de alguien más para conducirnos a la
iluminación, es decir, al estado de esclarecimiento (Foucault 2000).
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Cuando pensamos en la jerarquía oficial de determinados espacios urbanos, en
ciudades como Sao Paulo y México, observamos que existe una distinción entre la
posibilidad de uso del territorio, vinculada a la dominación masculina (Bourdieu
; Welzer-Lang ), y predomina la condición de superioridad entre hombres
caucásicos y heterosexuales.
La presencia de barrios gay en algunas grandes metrópolis del mundo, como
el Marais en París, o el Village en Nueva York, o Chueca en Madrid, por citar algunos, no son ya espacios de excepción, sino espacios obligatorios de las grandes
ciudades que muestran cómo la homosexualidad masculina, otrora marginal, es hoy
también espacio de construcción de poder y refuerzo del capitalismo mundial, en
aquello que autoras como Sarah Schulman () han denominado pink money.
A partir de Michel Foucault (8), comprendemos que el biopoder es el
conjunto de mecanismos y procedimientos políticos cuya intención es ejecutar y
garantizar el control a partir de las características biológicas fundamentales de la
especie humana. Al mismo tiempo, el autor desvela los tipos positivos que regulan
la sexualidad, estableciendo reglas y el repudio a cualquier práctica no oficial que
deje de observar las políticas de soberanía (Foucault ).
Así pues, la práctica sexual cambia a medida que la sexualidad se globaliza.
Surgen hibridaciones entre deseo, comportamiento e identidad en un mundo en
que la cultura homosexual occidental afecta directamente a la cultura oriental
en su relación mutable con la sexualidad. Para el antropólogo Rafael Cárceres
Feria (), esta discusión tiene que ver con cuestiones políticas y medidas de
ciudadanía. Se trata de deconstruir las categorías sexuales para considerarlas
mutables, considerando siempre a la sexualidad dentro de un contexto cultural
y geográfico.
Efectos de la invisibilidad social
Asociadas a las categorías espaciales, las representaciones de los cuerpos humanos
en la ciudad pueden surgir como intención antropométrica para definir la mejor
calidad espacial frente a las necesidades humanas. No obstante, al abordar cuestiones
sobre el espacio de la ciudad para comprender qué es lo que define a las identidades de género y las distintas formas de expresión de las sexualidades, nos damos
cuenta de cómo la sociedad se vuelve compleja, envuelta en su ambiente urbano
de interacciones subliminales.
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Para Arendt (: ), “la era moderna trajo consigo una glorificación teórica del
trabajo”, transformando a la sociedad en un agregado de trabajadores y consumidores. El efecto de esta consolidación está en la reproducción de la especie humana a
gran escala. Para evitar el colapso de un sistema regulador y simétrico, es necesario
controlar la reproducción y el comportamiento de las personas, estableciendo una
disciplina del cuerpo y de la sexualidad.
Siguiendo la concepción reproductiva, regla del sistema, la formación, manutención y transformación mayoritaria de la sociedad (incluyendo la consolidación
urbana, el progreso científico y el desarrollo técnico) son gobernados desde una
perspectiva que naturaliza la heterosexualidad y establece convenciones a partir de
la familia, la escuela y la iglesia, principalmente. Se trata de las normas regulatorias
que establecen continuidad y consecuencia entre sexo, género y sexualidad (Louro
). Así pues, el sistema de vida permanece inalterado por la ola tardía del modernismo, condicionando la concepción de vida de los países del tercer mundo, de
las pequeñas ciudades y de las comunidades más aisladas, de los efectos culturales
que abarcan la diversidad humana. “Las ciencias humanas, desde fines del siglo
xix, delimitaron lo social y lo psíquico como sinónimos de heterosexualidad; en
el fondo, un orden político y social fundado en el deseo masculino, enfocado en la
reproducción” (Miskolci : ).
En un contexto similar de control de la natalidad, Hannah Arendt () y
Richard Sennett () nos recuerdan que en la Grecia antigua era recurrente
la práctica del sexo anal, tanto en relaciones homosexuales como en relaciones
heterosexuales, para evitar el colapso provocado por la falta de alimento debido al
crecimiento poblacional. Y con esta medida de control que desvincula la práctica
sexual de los efectos de la reproducción, se produce un cambio en la cultura y en la
articulación de sistema social y urbano, en la medida en que las prácticas sexuales
se vuelven propicias para atender a los intereses del sistema político-económico.
Más allá de la normalización del sexo, de la identidad/expresión de género y
de los deseos, el desprestigio de las relaciones afectivas y personales en la esfera
humana perjudica a la sociabilidad en general, debido a la ausencia de lugares
públicos y adyacentes donde las relaciones interpersonales puedan ampliarse más
allá del condicionamiento físico del espacio privado. En su libro Carne y piedra,
que trata de la relación entre cuerpo y ciudad, Richard Sennett () lleva a
cabo un levantamiento histórico de las diferencias sociales y culturales entre los
cuerpos humanos envueltos en distintos contextos culturales, relacionados con
el género y las prácticas sexuales. En la sociedad actual, la eliminación de las dis-
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tancias ha reducido al espacio urbano a un lugar de paso veloz de un lugar a otro
que separa a las personas de los posibles contactos sociales. Para Cássio Hissa y
Maria Luísa Nogueira (), la misma ciudad que permite mayor velocidad para
el desplazamiento se vuelve contradictoria e ineficiente a causa del inmovilismo
debido al tránsito pesado y al aumento de vehículos automotores en las calles. La
ciudad-cuerpo, lugar de construcción de subjetividades, pierde significado cuando,
a su paso por las calles, el cuerpo consciente se vuelve menos atento a los detalles
permeados de poética, a la extrañeza del cotidiano de la ciudad. Y cuando la ciudad pierde los atractivos visuales que ofrece el paisaje urbano, la oportunidad de
confinamiento en el espacio privado tiende a ser mayor.
En el ámbito de los derechos humanos y la ciudadanía universal, la única posibilidad de existencia pública que tienen aquellas identidades humanas formadas
por individuos y grupos disidentes (cuya orientación sexual cuestiona la concepción de género binario y el patrón de reproducción heterosexual) es permanecer
confinados a las áreas restringidas en las que la sociedad los tolera, en la medida en
que los invisibiliza. En la clandestinidad de los espacios públicos, esas identidades
marginales se mantienen a la deriva de los flujos del deseo (Perlonger 8). ¿Es
posible entonces considerar que las zonas urbanas donde se localizan los saunas,
bares y antros gay, así como las áreas de prostitución, por ejemplo, son ambientes
indefinidos, desvalorizados, transitorios y mal articulados con la ciudad, solo por
no atender a los intereses del biopoder?
En rigor, ¿cómo debemos entender ese dilema del lenguaje que surge cuando el
“humano” asume un doble sentido, el normativo, basado en la exclusión radical, y
aquel que surge en la esfera de lo excluido, no negado o muerto, tal vez muriendo
lentamente, sí, ciertamente muriendo de una falta de reconocimiento, muriendo, de
hecho, de una circunscripción prematura de las leyes a través de las cuales el reconocimiento como humano puede ser conferido, un reconocimiento sin el cual el
humano no puede llegar a ser, debiendo permanecer apartado del ser, como aquello
que no llega a ser calificado como lo que es y puede ser? ¿No sería eso una melancolía
de la esfera pública? (Butler : -).
Cuando el individuo deja de aparecer en el contexto colectivo, es como si no existiera.
“Haga lo que haga, permanece sin importancia o consecuencia para los demás, y lo
que para él tiene importancia carece de interés para los demás” (Arendt : ).
¿Tienen las minorías sociales formadas por gays, lesbianas, travestis y transexuales (cuyas particularidades se encuentran confinadas a espacios privados), el
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derecho a solicitar ambientes mejor calificados que permitan la representatividad
pública y social?
Perspectiva queer
Ante los dispositivos de reglamentación y disciplina que condicionan la vida humana
en la cultura sexual moderna, y la delimitación de su hábitat, ¿qué contribución
puede hacer la teoría queer a la deconstrucción de estos presupuestos urbanos?
Como concepto, lo queer es una interpretación subversiva y crítica de la realidad que cuestiona la lógica de los fundamentos políticos, sociales y económicos
vigentes. El término queer remite a una cualidad genérica que abriga a gays, lesbianas, bisexuales y transgéneros, así como a cualquier individuo que se aparte de
la heteronormatividad en su identidad de género, expresión corporal y sexualidad.
De acuerdo con Guacira Lopes Louro:
La expresión ganó fuerza política y teórica, y pasó a designar un modo transgresivo
de estar en el mundo y de pensar el mundo. Más que una nueva posición del sujeto,
lo queer sugiere un movimiento, una disposición. Supone la no-conformidad, admite
la ambigüedad, el no-lugar, el tránsito, el estar-entre. Sugiere fracturas en la episteme
dominante (: ).
La teoría queer, por lo tanto, es un universo en construcción que confronta la producción de las identidades sexuales y la normalización de la heterosexualidad como orden
natural del sexo, abarcando los estudios sobre la homosexualidad y las disidencias
de género, y produciendo un pensamiento político posidentitario de superación del
orden social y sexual. El pensamiento basado en lo queer desafía el orden ontológico
con que la óptica heterosexual dominante aborda las cuestiones minoritarias, y propone una fundamentación más radical, hacia sus límites de interés, para las teorías
feministas, gays y lésbicas de las décadas de y 80 (Miskolci ).
Procurando comprender el ambiente urbano en proximidad con el pensamiento
queer, proponemos el concepto de deriva urbana, un posicionamiento singular
de estar presente en la ciudad, que se preocupa más por las prácticas, las acciones
y los recorridos. De acuerdo con Paola Berenstein Jacques (: 8), “el devenir
errante del urbanista podría verse como lo contrario de un modelo urbanístico”,
ya que tiene más que ver con la experiencia urbana práctica y ordinaria. En tanto
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instrumento de aprehensión de la ciudad, la vivencia del espíritu errante posibilita
una experiencia afectuosa y poética por la manera en que la ciudad es aprehendida a
través del sonido, los olores, los gustos propios y el lento desplazamiento del cuerpo,
en el acto de perderse en el cotidiano del espacio vivido.
La deriva, vista también como oposición a la planeación urbana hegemónica,
no aspira a producir representaciones gráficas y estadísticas de la ciudad, pues se
manifiesta a través de la memoria urbana del cuerpo, en el registro de su experiencia en ese espacio (corpografía), aspectos que no son abordados por las disciplinas
urbanísticas convencionales. “A pesar de la íntima relación entre esas propiedades
de la deriva, tal vez sea la relación corporal con la ciudad, en su experiencia de incorporación, la que muestre de forma más clara y crítica lo cotidiano contemporáneo,
cada vez más descarnado y espectacular” (Jacques : ).
En este mirar errante, más atento a los detalles y resultados cotidianos, observamos que los errores y los aciertos en la configuración del espacio urbano y
arquitectónico se hacen presentes de manera indiscriminada en distintos países
y contextos culturales; en ciudades como San Francisco, Buenos Aires y Tokio.
Existen diferencias entre países, marcadas por las influencias transnacional (política
y económica) y poscolonial, que atestiguan el dominio sobre las tecnologías constructivas y los estilos de vida. Por su parte, los países del primer mundo también
presentan áreas metropolitanas degradadas y valores diferenciados de los territorios
urbanos que responden a jerarquías de clase social y étnica, como demuestra Jane
Jacobs () en sus clasificaciones urbanas en los Estados Unidos.
Mientras buena parte de la población mundial, distribuida en países centrales y
periféricos, permanezca desfavorecida y sin atención por parte del sistema básico de
infraestructura urbana (abastecimiento de agua potable, saneamiento, habitación y
accesibilidad física), el esfuerzo de superación contra los efectos del biopoder en la
configuración de los territorios y de las singularidades sociales se vuelve aún más
importante para la transformación del modelo de ciudades.
La crisis urbana actual es también una crisis de constitución de un nuevo modo de
regulación de las ciudades —modo este que se pretende compatible con las dinámicas
de un capitalismo flexible. Esta crisis se ha alimentado de las nuevas contradicciones
espaciales verificadas en la ciudad, ya sea por obra de procesos infrapolíticos (de la
llamada “violencia urbana”), o por obra de procesos políticos —aquellos que recientemente viene denunciando y resistiendo la globalización funcional de la ciudad entre
áreas ricas y relativamente más protegidas, y áreas pobres, sometidas a todo tipo de
riesgo urbano (Acselrad : ).
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En este caso, para superar los problemas urbanos causados por los efectos colaterales
del biopoder, ¿cómo sería la concepción urbana y arquitectónica en un contexto de
interacciones desvinculadas de la heterosexualidad, sin la representación binaria de
género y sin la reproducción como objetivo individual? ¿Se parecería la sociedad a
aquella que en anticipara Aldous Huxley en Un mundo feliz?
Siguiendo el pensamiento de Milton Santos () sobre la importancia del
pensamiento utópico para darle a la realidad la oportunidad de transformarse,
podemos imaginar, desde la perspectiva ontológica de la teoría queer, una sociedad
más diversificada. Si no tuvieran que seguir un modelo patrón, los efectos de la
comparación entre las personas disminuirían (entre quienes adquieren determinado estatus social y el resto), y sin la comparación, disminuirían los efectos de la
competencia. Desde esta perspectiva, la concepción urbano-arquitectónica en los
países emergentes estaría menos influida por la ideología tecnológica del sistema
constructivo internacional, y sería posible rescatar, principalmente, aspectos vernáculos de la arquitectura y valores simbólicos de la cultura local.
Desde la perspectiva queer, a partir de la definición de un contrato contrasexual,
la vida no tendría que seguir modelos o tendencias (Preciado ), y se volverían
por ello intangibles tanto la representación de un patrón de estilo de vida, como un
programa de necesidades para diseñar un modelo de arquitectura prefabricada. Es
una postura que exigiría más de las empresas y compañías, de las prestadoras de
servicios y de los fabricantes de productos. Los empresarios tendrían que profundizar
en los estudios de márketing directo y, probablemente, los modos de producción
adoptarían un formato híbrido entre la línea de producción y el artesanado.
Desde una interpretación queer, la configuración de las dinámicas urbanas
requeriría mayor liquidez del habitus de la sociedad, un proceso en el que los
individuos interiorizarían y transformarían las estructuras del mundo social “en
esquemas de clasificación que orientan sus conductas, sus decisiones, sus gustos”
(Bourdieu y Chartier : ). Sería necesario aprender a convivir con la inconstancia,
mediados por las incertidumbres del proceso de materialización de la ciudad. No
obstante, a fin de garantizar la unidad del sistema de origen, ciertos fundamentos
y obras públicas tendrían que basarse en el concepto de solidez de la modernidad y
del patrimonio histórico y arquitectónico (Bauman ).
A la escala de la calle, abarcando lo cotidiano de las ciudades, sería importante
destacar la formación de un ambiente transitorio sobre las áreas externas y adyacentes
al edificio, reforzando la composición formal del espacio abierto, y permitiendo una
relación espacial intermediaria y fluida entre lo público y lo privado: una relación
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transitoria para auxiliar la dilución que caracteriza al binarismo público-privado
y los comportamientos específicos vinculados a estas categorías espaciales. Esta
configuración posibilitaría el aumento “de aspectos materiales y técnicos que puedan enriquecer la relación visual de las superficies, con detalles de la textura de
los elementos constructivos y el diseño inteligente del mobiliario urbano” (Vieira
: ). De manera general, los espacios públicos tendrían más oportunidad de
integrar las áreas de permanencia y ocio, definiendo lugares y ambientaciones más
acogedores, orientados a la contemplación, la deriva y la corporalidad social, sin
tener que asociarse con las actividades lucrativas.
Consideraciones finales
Mediante la deconstrucción de los patrones que gobiernan los programas y la
zonificación urbana encargada de distribuir las funciones de la ciudad en relación
con las necesidades establecidas por los intereses del biopoder, ¿sería posible cuestionar el orden espacial mediante la superación de las subjetividades de los deseos
humanos? ¿Sería posible ir más allá de la espacialización castrante para concebir
ambientes en los que reine la extensión de cuerpos inclasificables, sin comprometer
la convivencia urbana?
Ante la reglamentación de las sexualidades, el aprisionamiento del cuerpo y
los defectos colectivos de la configuración de las ciudades, observamos el estado de
limitación física y simbólica de la condición humana actual. Por ello, la identificación
y valoración de la actitud queer y de la experiencia de la deriva en el proceso de
urbanización, ofrecen nuevas referencias para pensar el espacio urbano y arquitectónico de manera menos homogénea y monopólica. Esta revisión de los discursos
sobre la sexualidad y la desterritorialización del espacio de representación social
amplía las posibilidades de comunicación en la ciudad y neutraliza la coerción de
las subjetividades y los deseos divergentes, ante las infinitas particularidades del
afecto y de las relaciones humanas que quedan por descubrir.
[Traducción: Luis Esparza]
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MARCOS SARDÁ VIEIRA Y MIRIAM PILLAR GROSSI
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Mujeres, espacio y ciclismo urbano en la Ciudad
de México. Estudio de caso
Rocío Isela Cruz Trejo1
Partiendo del origen
En la civilización griega, la ciudad es fundamentalmente la unidad de personas del
mismo género y, por tanto, puede comprenderse como polis, una idea que remite a
un todo orgánico, es anterior a la idea de ciudadano. En cambio, desde sus orígenes
—tal como narra el propio mito fundacional romano—, en Roma la ciudad es la
concurrencia conjunta, el confluir de personas muy diferentes por religión, etnia,
etc. Que concuerda solo en virtud de la ley (Cacciari : ).
Massimo Cacciari reflexiona, en su libro La ciudad (), sobre las diferencias heredadas hasta nuestros días entre la concepción de ciudad a partir de la
polis (griegos) y la civitas (romanos), y concluye que el éxito derivado de la polis
antes de su caída se explica precisamente a partir de la homogeneidad de quienes
la constituían: una unidad de personas del mismo género, con las mismas ideas y
atadas al mismo origen o ethos.
Por su naturaleza, las polis eran reducidas en tamaño, y sus consensos eran
viables debido a la homogeneidad de su población; en cambio, la civitas es posible
gracias al agrupamiento de personas que, aunque heterogéneas en su origen, per-
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Maestra en Historia del arte con especialidad en Arte contemporáneo por la Universidad Nacional
Autónoma de México.
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ROCÍO ISELA CRUZ TREJO
siguen el mismo fin o proyecto a futuro, manteniendo así sus consensos y el orden
social, atándose voluntariamente a la misma ley.
Retomando la cita de Cacciari, queda claro que el éxito de la polis depende de
que en ella coexistan personas del mismo género para generar consensos y armonía.
Recalco ahora del mismo género porque se entiende que quienes eran considerados
como personas aptas para la toma de decisiones, y sobre todo para decidir el tipo
de ciudad que querían construir, eran personas del mismo género, o como lo diría
Aristóteles refiriéndose al por qué no existían ciudades de esclavos: personas que
“participen de la felicidad o de la vida de su elección. Hombres libres” (Aristóteles
88). De sobra está decir que en este caso y como en muchos otros subsecuentes, las
mujeres no participaban de la toma de decisiones, ya que, como Aristóteles señaló,
tampoco eran capaces de elegir sobre su felicidad o vida de su elección.
Volviendo al presente, hemos heredado el modelo de la civitas en nuestras
ciudades. En este modelo, la urbe se expande en el territorio paulatinamente sin
obedecer a las fronteras artificiales con las que definimos los estados, las delegaciones o los países, y a diferencia de la civitas, lo único que nos une los unos a los
otros es la sujeción a la misma ley, porque ¿podríamos decir que, como ciudadanos,
perseguimos el proyecto de ciudad a futuro?
En la civitas es necesario que sus integrantes persigan el mismo proyecto de
nación o la ciudad soñada, pero en nuestro caso, cuando hablamos de la ciudad
soñada, estamos hablando de la ciudad soñada ¿de quién? ¿Quién o quiénes deciden
el destino de nuestra ciudad?
En el presente y ante la herencia de nuestro pasado, ¿se puede hacer una lectura
de la ciudad con perspectiva de género? O, como cuestiona Javier Meza, ¿qué es la
felicidad en nuestras ciudades? y ¿quién decide el tipo de vida en ellas? (Meza 1999).
La ciudad heteronormada y patriarcal
De lo anterior podemos extraer claramente dos puntos: la ciudad y su distribución
urbanística son un reflejo de los ideales políticos y sociales, y la ciudad como utopía
la sueñan todos, pero se construye bajo los criterios e intereses de unos cuantos.
Como en la polis, estamos arraigados a la ciudad, más que por nuestras raíces,
por la aceptada sujeción a las mismas leyes. Entendemos que solo bajo esas leyes
es posible aspirar al orden y la armonía entre ciudadanos, pero esas leyes y normas
son en gran medida dictadas desde el pensamiento hegemónico; dictadas a partir
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de la búsqueda del mantenimiento del statu quo y la invisibilización de las ideas
disidentes. Esto, planteado a través de una mirada de género, bien puede traducirse en acallar todo aquello considerado fuera de lo “normal”, todo aquello que no
obedezca a lo heterosexual y patriarcal.
En la Ciudad de México un ejemplo claro de esto es la “encapsulación” de
comunidades no heterosexuales en espacios geográficamente confinados, como
la Zona Rosa (un interés trabajado ya por investigadores como Rodrigo Laguarda,
en su libro sobre la calle Amberes) o la reapropiación espacial de algunos vagones
del metro para fines de interacción sexual. En el mismo caso podemos nombrar
la segregación con tintes moralinos que se vive en la Merced y Sullivan, donde se
pretende diferenciar simbólica y geográficamente el espacio ocupado por las prostitutas del espacio habitacional, como si geográficamente fuera posible dividir a las
mujeres “bien” de las mujeres que “actúan mal”.
Aquí me gustaría hacer un paréntesis para resaltar que los espacios de reapropiación homosexual tienden a estar representados generalmente por sujetos
hombres. En esta misma línea, las mujeres homosexuales —así como las mujeres
en general— suelen invisibilizarse y no tener representación alguna en el espacio
público (un dato de interés que retomaré más adelante cuando aborde el tema de
la omisión de la representación de la mujer en el espacio).
La ciudad está plagada de “fronteras calientes”, fronteras que no aparecen en
el mapa, que no necesitan muros para ser entendidas y que separan a ricos y pobres (Caveri 2002), a heterosexuales de homosexuales y a las mujeres “de casa” de
las mujeres de la calle. Fronteras que dividen la ciudad y nos dejan ver que no hay
una ciudad, sino muchas ciudades; una construcción en abismo donde una ciudad
contiene a otra y a otra y otra, hasta sus unidades mínimas, pero que ante todo no
pierde la oportunidad discursiva de segregar lo que considera indeseable, inservible
o no apto para sus propósitos de producción y reproducción social, económica,
cultural, heterosexual y patriarcal.
Ni en la calle ni en la casa
La ciudad por antonomasia está construida y pensada desde sus cimientos a través
de las aspiraciones, los sueños y las prioridades masculinas. En este sentido y en
contraposición se tiende a pensar que el hogar o el espacio privado están hechos a
la medida de las necesidades y los sueños de las mujeres, pero ¿es así?
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La casa es el espacio simbólicamente familiar por excelencia, el espacio creado
para el descanso y permanencia común; sin embargo, aunque estadísticamente son
las mujeres quienes más tiempo habitan en ella, no existen espacios pensados en
sus necesidades particulares.
Arquitectónica y simbólicamente, la casa ha sufrido múltiples transformaciones a lo largo del tiempo, expulsando y acaparando tareas distintas de acuerdo
con los discursos sociales y culturales de la época. La enseñanza y los cuidados
médicos que antes se llevaban a cabo en su interior, ahora se efectúan en lugares
“especializados” para dichos fines, mientras que la cocina y el aseo siguen siendo tareas que se desempeñan en la privacidad del hogar y en habitaciones bien
delimitadas.
La casa promedio de la clase media moderna se ha reducido a cinco espacios básicos: sala, cocina, comedor, baño y habitaciones, con excepcionales y escasos
cuartos de estudio. Todos estos espacios en su mayoría son de uso comunitario
(salvo el estudio, que tiende a ser un espacio privilegiado para el hombre). Esto
es paradójico cuando reflexionamos en la idea de que la casa es el espacio de la
mujer, aunque no exista en ella ni un solo espacio que la represente. Esto puede
considerarse como una negación discursiva de la existencia simbólica de las mujeres en el espacio privado a partir de su invisibilización.
Mención particular merece el espacio dedicado en la casa a la cocina, pues
en ella se suele cristalizar el papel que la mujer cumple en el hogar dentro del
imaginario cultural. Josep María Montaner, en su libro Arquitectura y política
(2013), hace énfasis en esto cuando recapitula históricamente un par de experimentos arquitectónicos pensados en la “liberación de la mujer trabajadora” y
centrados básicamente en cocinas ideadas fuera del espacio privado y manejadas
por la comunidad en general, no solo por las mujeres en casa (Montaner 2013).2
La cocina suele concebirse como un espacio para la mujer, pero dirigido
realmente para la mujer al servicio de los demás (muy acorde con lo que social y
tradicionalmente se espera aún de las mujeres). Así como en la vida, se espera que
en la cocina la mujer esté dedicada a atender y servir a los otros.
2
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Revisar el capítulo “Las tradiciones alternativas de la vida comunitaria” (Montaner 2013), donde se profundiza en el tema de la evolución e importancia simbólica de la cocina como un espacio de relevancia
social y política.
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A lo largo de la historia moderna, se intenta equiparar la casa, especialmente la cocina,
con un laboratorio, con un espacio especial del que la mujer puede sentirse satisfecha
y sentirse orgullosa. Se trata de travestir una obligación del papel de género en algo
deseado, equiparable con el trabajo en una fábrica. Sin embargo, la condición no
remunerada de esta tarea ha hecho que esta sea invisible y que esté infravalorada, al
tiempo que los trabajos de las mujeres en el ámbito productivo se han considerado
minoritarios, ajenos a su rol (Montaner 2013: 71).
El espacio dedicado a la cocina es un reflejo del macrocosmos social. La mujer, además de estar “privada” del mundo exterior, está negada en los espacios que habita.
Mientras en las casas existen espacios para asearse, relajarse o descansar de forma
común, no hay ni un solo espacio donde las mujeres puedan expandir su creatividad
o dedicarse a sí mismas. Las mujeres no tienen representaciones espaciales ni en el
espacio público ni en el espacio privado.
Respaldando estos conceptos con cifras específicas, de acuerdo con la encuesta
del Inegi para el primer trimestre de 2014 en México, las mujeres en edad de trabajo y
mayores de 14 años pasan cerca de 29.25 horas a la semana dedicadas a actividades
no económicas en casa o sus alrededores (quehaceres domésticos, estudio, servicios
gratuitos a la comunidad y cuidado de niños y ancianos sin recibir pago alguno), mientras los hombres solo dedican 8.70 horas semanales en promedio a la misma actividad.
Basados en mal entendidos términos biologisistas, se concibe como “natural”
que la mujer dedique su tiempo al quehacer y la crianza, mientras el hombre sale
a la ciudad a buscar el sustento mediante la retribución monetaria de su trabajo,
y recalco retribución monetaria porque he aquí dos grandes premisas que hasta
ahora han perpetuado la desigualdad social y de género:
1.
2.
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Este modelo transmitido durante siglos y que se asienta en creencias como
el que la mujer por “naturaleza” tiene mejores habilidades para el cuidado de
los otros y la crianza, así como que los hombres son más aptos para el espacio
público porque en tiempos remotos eran los que salían a cazar animales, sugiere que lo que sucede ahora (y negando siglos de evolución social y cultural)
es un devenir natural de un modelo ancestral y biológico, exculpando de toda
responsabilidad a la carga cultural y social, e insinuando que no hay cambio
posible porque la desigualdad es biológica.
Bajo esta misma lógica, se entiende que el trabajo de las mujeres en casa es
su deber exclusivo, y por ende suficiente pago o retribución es el bienestar fa-
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miliar —justificando además su nula retribución económica e invisibilizando
su labor. Mientras que, además, el trabajo fuera de casa sigue reportando un
pago desigual, sobre todo en aquellos con una fuerte carga de género, como
los vinculados con la fuerza, la mecánica o la destreza en la construcción, las
mujeres son mejor aceptadas en trabajos donde se requiere actitud de servicio,
como la atención a clientes o la asistencia administrativa.
Esto cobra relevancia cuando observamos que, como lo menciona Axtu Amann y
Alcocer en su tesis “El espacio doméstico, la mujer y la casa”,
[l]a ansiedad generada en el encierro doméstico, por una parte, parece tener como única
vía de salida la necesidad de seguridad, afecto y aprobación del resto de los individuos
que componen la estructura familiar. Por una parte, altera la percepción del mundo
de la persona encerrada, que todo lo analiza desde la inmediata relación con las medidas del cuerpo humano. El mobiliario, los alimentos (las distancias), produciendo
un desarrollo perceptivo de mayor complejidad en el detalle (Alcocer 2005).
Como consecuencia de la división sexual del trabajo y siguiendo la cita anterior,
el espacio y la percepción del mundo de las mujeres se altera. Las distancias en la
ciudad parecen mayores de lo que son, y las zonas lejanas a su casa parecen inaccesibles y hostiles.
¿Es la ciudad hostil con las mujeres?
Estadísticamente, mujeres que permanecen y laboran en casa suelen recorrer distancias cortas a pie o en transporte público en razón de conseguir los insumos para el
hogar, mientras que las mujeres que trabajan fuera de casa y reciben un salario por
ello buscan generalmente la cercanía del trabajo con sus casas o su accesibilidad
por medio del transporte público, ya que esto les permite cumplir con ambas tareas
(casa y oficina) sin demora y de manera más eficaz.
De acuerdo con datos obtenidos del programa Viajemos Seguras, diariamente
transitan en la Ciudad de México más de 15.7 millones de personas, de las cuales
más de 51% son mujeres. En cifras obtenidas del Estudio Especial Diagnóstico de
Equidad de Género y Grado de Satisfacción en el Metrobús, de 2010, en el rubro
de motivo del viaje, 55.1% de las mujeres dijo usarlo para ir al trabajo, frente a 57.7%
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en el caso de los hombres. Estas cifras se pueden comparar con el resultado en el
rubro de ir de compras y que representaron 2.4% en el caso de los hombres y 3.7%
en el caso de las mujeres.
Otros datos interesantes dentro de la misma encuesta son: el número de
usuarias con automóvil es menor que el de los usuarios hombres (mujeres: 11.9%,
hombres: 19.4%). El grado de seguridad percibido en los rubros de hostigamiento
sexual (mujeres: 10.1%, hombres: 1.8%) y “apretujamiento” (mujeres: 58.6%, hombres:
51.8%). En estos dos últimos casos el porcentaje es mayor en las mujeres, mientras
que las cifras se invierten cuando se habla solo de inseguridad percibida (mujeres:
23.2%, hombres: 33.9%).
En estas cifras podemos identificar dos puntos de interés: el primero referido
al uso y propiedad del automóvil como medio de transporte particular y familiar, y
el segundo al sentido de seguridad percibido por los usuarios, así como a la fuente
generadora de inseguridad en las mujeres que ocupan y/o transitan de alguna forma
el espacio público.
En cuanto al primer punto, son los hombres quienes generalmente cuentan con
los derechos del vehículo y quienes lo usan en mayor medida. Esto concuerda
con las cifras sobre las mujeres que permanecen en casa en tanto se presupone
que como amas de casa no necesitan tanto el automóvil como sus parejas que
trabajan, y para poder hacer efectivamente sus tareas diarias pueden y hacen uso
del transporte público o andan a pie.
Profundizando un poco en este punto y sumándolo a los anteriores, las mujeres, además de estar limitadas en los trayectos y distancias, dependen de los
horarios ofrecidos por el transporte público y de la disposición de quien tenga en
su poder el automóvil dentro de su familia. Al respecto y sobre la administración
de los bienes familiares por el “jefe de familia”, Magdalena de León argumenta que
habría que cuestionarse si verdaderamente el jefe del hogar representa los gustos y
preferencias de la familia buscando maximizar la utilidad de todos los miembros del
hogar (León 2008: 300), y si esto no representa en realidad una forma de control
basado en la incapacidad del resto de los miembros familiares de negociar por no
contar con la propiedad de los bienes administrados.
En cuanto al segundo punto, referido al grado de seguridad percibida, es claro
que las mujeres sienten un mayor grado de inseguridad que los hombres cuando se
trata del sentido de vulnerabilidad física ligado al hostigamiento sexual (mujeres:
10.1%, hombres: 1.8%), mientras los hombres sienten un mayor sentido de inseguridad
asociado a la pérdida o robo de sus bienes materiales.
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Como si de un castigo por el uso del espacio público se tratara, en nuestro país los
índices de acoso sexual en el espacio público y el transporte colectivo son altísimos.
En un estudio realizado por Thomson Reuters y YouGov, que mide la peligrosidad
de los sistemas de transporte para las mujeres, la Ciudad de México se ubica en
el segundo lugar solo detrás de Bogotá. Según cifras concretas proporcionadas por el
programa Viajemos Seguras, tan solo del 4 de enero al 30 de septiembre de 2010 fueron
atendidos 220 casos de agresión sexual, en los que el intervalo de edad de las mujeres
agredidas oscilaba entre los 8 y 65 años y en todos los casos el agresor era hombre.
El acoso sexual en el espacio público, sobre todo en la calle, no es un problema
menor, en México y en muchos otros países latinoamericanos el piropo —por ejemplo— es una práctica socialmente tolerada y común, incentivada para interactuar
e intimidar a las mujeres en la calle. Esta actividad no tiene un fin en sí misma más
que la demostración de poder de un sexo frente al otro, y da cuenta, tal y como lo
resume Patricia Gaytán en su libro Del piropo al desencanto, de que:
[l]a amplia tolerancia social que existe frente a las ofensas de toda clase hacia las mujeres es un indicador de que ellas no son del todo consideradas como personas en esta
clase de interacciones [...] la calidad humana del género femenino es cuestionada por el
acoso sexual en la calle y esto se manifiesta en los sentimientos individuales provocados
por un trato indigno, que puede provenir de cualquier hombre [...] algunas mujeres
que son ofendidas con frecuencia en la calle tienen dudas acerca de su apariencia o
de la pertinencia de la forma en que se conducen en los lugares públicos. Esto genera
inseguridad o autoimágenes negativas (Gaytán 2009: 196 y 197).
En cuanto al entorno laboral como otra forma de ocupación que las mujeres hacen
del espacio público, de acuerdo con las cifras expuestas por el Inegi en 2006 en la
Encuesta Nacional de Dinámica en los Hogares, una de las formas más recurrentes
de violencia laboral es el acoso, referido por el 41.4% de las mujeres que dijeron haber
sido violentadas en su espacio de trabajo.
En la misma encuesta se resalta que la violencia laboral en contra de las mujeres
es más frecuente en las fábricas, talleres o maquilas (45.4% de quienes trabajan
en esos lugares dijo haber sufrido discriminación y/o acoso), seguida por lugares
como las dependencias públicas (33.1%), empresas privadas, comercio, bancos y
otros servicios privados, escuelas o en el campo (alrededor de 28%), o en casas
particulares (18%). Las mujeres contratadas como obreras son quienes más han
sufrido incidentes de violencia laboral (44.7%), seguidas por las ocupadas como
jornaleras (32.2%) y como empleadas (28.8%).
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Mujeres, movilidad y presupuesto
En el tema de la forma en que las mujeres se transportan y se mueven en la ciudad
y dadas las cifras antes referidas, es evidente que los esfuerzos gubernamentales
por hacer del transporte público un lugar seguro y confiable para todos sus usuarios se quedan cortos. En nuestro país, las pocas políticas implementadas suelen
ser ineficaces debido a incongruencias discursivas y la forma inconexa con que se
relacionan los programas ciudadanos; de esta forma tenemos que, aunque se han
implementado programas como el de Viajemos Seguras, aún existe un porcentaje
muy bajo de sanciones jurídicas para quienes cometen agresiones con un matiz de
género, ya sea en el espacio público o en el privado.
A la invisibilización de las mujeres en la ciudad se suma el hecho de que, aunque
ya existen cifras y estadísticas que comprueban que son las mujeres quienes sufren
con más violencia el acoso y la inseguridad física en el espacio público, es poco lo
que se ha hecho en materia de presupuesto y programas para cubrir y socavar sus
necesidades específicas.
Por otro lado, en nuestro país solo un pequeño porcentaje de la población
cuenta con auto propio, y de ese porcentaje las mujeres participan en una ínfima
porción; el resto de la población (en su mayoría mujeres) son peatones. Sin embargo,
el presupuesto incongruentemente se destina a la comodidad de los propietarios
automovilistas, quienes —como vimos en los datos estadísticos anteriores— generalmente son hombres de clase media y alta.
En la Ciudad de México aún vivimos y nos conducimos bajo el paradigma de
un modelo de desarrollo que gira en torno al automóvil, y donde la mayor parte del
presupuesto destinado a la movilidad se invierte en combatir los embotellamientos
con segundos pisos y supervías de cuota, aunque paradójicamente, según el reporte
Invertir para movernos de itdp para el 2013 en México: “La mayor parte de los
recursos invertidos en esta materia —Movilidad— (74%) se destinó para ampliar y
mantener la infraestructura vial, contra 11% de inversión en espacio público, 10%
en transporte público, 4% en infraestructura peatonal y menos de 1% en infraestructura ciclista”.
La ciudad se pronuncia como un espacio pensado y soñado a través de los ojos
de unos cuantos, que invisibiliza discursiva, arquitectónica, jurídica y presupuestalmente a las mujeres. Por eso invertir en transporte público e infraestructura ciclista
y pensada en el peatón es en realidad invertir en ciudades equitativas y pensadas
también para las mujeres.
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En resumen, las mujeres ocupan, viven y transitan de forma distinta el espacio
público; así que, si un gran porcentaje de mujeres lleva a cabo sus tareas cerca de
casa, a pie y/o en transporte público, ¿quién o quiénes determinaron que la forma de
resolver los problemas de movilidad en la ciudad era eligiendo la velocidad para acortar
las distancias, frente al “estar” o generar comercio local? ¿Se puede pensar en una
ciudad con perspectiva de género, que coadyuve a la independencia física, emocional
y psicológica de las mujeres a las que alberga? y ¿podría ser la bicicleta, como medio
de transporte, una herramienta real para la toma paulatina y pacífica del espacio?
Las mujeres, las bicicletas y la ciudad
Let me tell you what I think of bicycling.
I think it has done more to enmancipate women than anything else in the world.
I stand and rejoice every time I see a woman ride by on a wheel.
Susan B. Anthony en “Champion of Her Sex” de Nellie Bly.
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La historia de las mujeres en el ciclismo urbano no es nueva y no ha carecido de
exabruptos; sin embargo, en un mundo donde los espacios para las mujeres son tan
limitados —o casi inexistentes— y donde su movilidad depende tanto de los demás,
la bicicleta se erige en las ciudades como una alternativa de transporte real y efectiva que abre la posibilidad de retomar y vivir de forma distinta el espacio público.
Asimismo, como ya lo vimos, la condición de género muchas veces conlleva
limitaciones económicas, espaciales, culturales y sociales, y puede afirmarse —ante
las utopías de la toma del espacio y la movilidad para con las mujeres— que probablemente no todas las mujeres tengan la posibilidad de adquirir y manejar un auto
que las haga sentir seguras física y psicológicamente mientras se transportan, pero
casi todas pueden tener una bicicleta.
Las mujeres en nuestras ciudades suelen moverse en trayectos cortos, que bien
podrían recorrerse sin depender de otras personas y/o intermediarios haciendo uso
de la bicicleta. De acuerdo con una serie de entrevistas que realicé con mujeres que
usan la bicicleta como medio de transporte cotidiano en la Ciudad de México (2012),
su uso además les confiere una sensación de independencia y autosuficiencia que
se traduce comprensiblemente en una sensación de libertad:
La bicicleta me ha hecho más independiente porque, por ejemplo, antes, cuando tenía
un novio que tenía coche, y entonces íbamos para todos lados en coche, y yo cuando
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le decía, “quiero ir a tal lado” y a él le daba flojera, yo me quedaba de aaahh, le da
flojera y pues ya ni modo, me espero o me aguanto o no sé, y ahora soy una persona
muchísimo más independiente porque ya sé que lo puedo hacer yo con mi bici, desplazarme sin ningún problema y no me quedo con las ganas de ir a donde yo quiero
(Daniela Bernal, 26 años).
Por otro lado, y en el marco de los datos expuestos, al menos en la Ciudad de México
algunos trayectos podrían recorrerse haciendo uso de la bicicleta como conector
entre transportes motorizados. De hecho y de acuerdo con el conteo ciclista de 2013
realizado por el Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (itdp, por
sus siglas en inglés), la hora pico del uso de las bicicletas públicas Ecobici coincide con
los horarios de entrada, salida y descanso de los oficinistas, lo que concuerda con los
datos que ya vimos y que exponen que el grueso de la población en nuestra ciudad
se mueve básicamente para trasladarse de su casa al trabajo.
Los conteos se realizaron de 6:00 a 22:00, lo que da un total de 16 horas. Los
flujos ciclistas por hora de los 4,339 ciclistas en Avenida Reforma y Florencia-Río
Tíber muestran por la mañana un máximo de 8:00 a 9:00 y otro de 10:00 a 12:00.
Por la tarde hay un máximo de 14:00 a 16:00. Finalmente, por la noche el horario
de máxima frecuencia es el de 18:00 a 21:00. Estos horarios coinciden con las horas
pico en la ciudad, que corresponden a la entrada, la hora de la comida y el regreso
del trabajo. La hora de máxima afluencia es la de 18:00 a 19:00 con 507 ciclistas,
la de menor es la de 16:00 a 17:00 con 92 ciclistas (itdp 2013).
El uso de la bicicleta tiene el potencial para cambiar radicalmente la percepción
del espacio y la sensación de independencia en las mujeres; sin embargo, a raíz de
mis entrevistas, puedo rescatar que la decisión de usar la bicicleta como medio
de transporte muchas veces implica la ruptura y transgresión de percepciones
sociales fortísimas sobre elementos personales y sociales, como la autoestima, el
imaginario de éxito social, la comodidad, la seguridad, el individualismo, la convivencia, la capacidad física y la forma real en que interactuamos con la ciudad.
Teniendo en cuenta lo anterior, los retos a los que se enfrentan las mujeres
en el marco de los problemas de movilidad y el uso de la bicicleta son esencial y
comprensiblemente dos:
1. Las mujeres le temen a tomar/hacer uso de la ciudad por considerarla peligrosa. En el marco de los párrafos anteriores, la ciudad para las mujeres es extraña y
amenazante. Desde pequeñas han vivido la ciudad como un espacio masculino, así
como se les ha inculcado la percepción no infundada de estar en constante peligro.
En el seno familiar también es frecuente el discurso del deber vestir de ciertas formas
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para no ser víctimas de violencia física o verbal, así como el remarcar la importancia
de no salir solas a ciertas horas a riesgo de ser violentadas. La integridad física de
las mujeres fuera de casa siempre está en peligro y parece ser que no hay cabida
para las mujeres en la ciudad.
Por otro lado, aunado al temor de la toma del espacio público, las mujeres se
deben enfrentar al miedo a ser violentadas por los automóviles, y a transitar en
la noche y/o por lugares oscuros. De hecho, entre las entrevistadas, aunque todas
ellas solían moverse en bicicleta de forma cotidiana desde hacía algunos años, a
algunas de ellas todavía les daba temor transitar en la noche sin compañía y/o
reconocían ese temor entre sus amigas y conocidas: “[En los grupos de ciclismo urbano] no hay chicas, lo veo [en] las que son mis amigas del grupo. Luego como
regresamos un poco noche o no traigo luces [tengo una amiga que] ya no puede
ir a rodar con nosotros porque ya no tiene coche, como hacia su casa está oscuro,
le da miedo irse así” (Alejandra Medina, 28 años).
2. Las mujeres son inseguras respecto a sus capacidades físicas. Así como
les han dicho a las mujeres que el espacio público es peligroso, hay un discurso
paralelo que les dice una y otra vez —de formas mucho más sutiles— que los
esfuerzos físicos son territorio exclusivamente masculino. “Al andar en bici, las
primeras veces que fui, decían ‘vamos al paso de las niñas’, y yo [decía] ¡ay!, por
qué!, y ya íbamos según ellos muy lento, y yo le empecé a subir [de velocidad], y
ya mejor dijeron después, ‘vamos al paso de los más lentos’, y yo decía ‘qué bueno’ ”
(Jade Valdovinos, 14 años).
Este es un caso común y extendido que nace de la forma en que son socializados los hombres y las mujeres desde pequeños y que más tarde es reforzado por los
estereotipos difundidos en los medios de comunicación, los apoyos gubernamentales
al deporte y las expectativas relacionales. De acuerdo con Patricia Gaytán (2009):
“Con los pares, los hombres aprenden a sostener peleas verbales, a contestar ofensas
y a encarar a quien los arremete. Las mujeres, en cambio, aprenden a mantenerse
alejadas de los enfrentamientos físicos, a someterse a la fuerza de los varones y a
pensar que una mujer fuerte carece de feminidad”.
La inseguridad percibida por las mujeres respecto a sus propias capacidades físicas
repercute negativamente en los problemas de movilidad cuando cualquier medio de
transporte no motorizado o que requiera algún esfuerzo físico es automáticamente
equiparado a un deporte, sumando a los temores sobre el espacio público y el enfrentamiento con otros medios de transporte los relacionados con las inseguridades
deportivas. De esta forma la relación entre ciclismo, movilidad y deporte se complica.
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Ciclismo como transporte/ciclismo como deporte
Aunque es cierto que para usar la bicicleta como medio de transporte no es necesario tener una condición deportiva excepcional, el raquítico y diferenciado fomento
deportivo en las escuelas entre niños y niñas y la falta de referencias visuales sobre
mujeres en el deporte coadyuvan a la prevalecencia de la inseguridad de las mujeres
sobre sus capacidades físicas y las hace sentir y creer con frecuencia que los trayectos
necesarios cotidianamente, por más cortos que resulten, pueden ser imposibles de
recorrer sin antes haber tenido un entrenamiento físico adecuado.
Paralelo a esto, el tema de las mujeres y los apoyos en el deporte, así como su representación mediática, tiene una relevancia nodal en la decisión del uso de la bicicleta
como medio de transporte, al involucrarse en la forma en que las mujeres se ven a sí
mismas en marcos distintos a los estereotipadamente considerados como femeninos.
En México las mujeres tienen pocas referencias visuales y/o aspiracionales que
les permitan imaginarse en espacios o marcos de referencia distintos o alejados
de sus contextos inmediatos; es decir, hay poca visibilidad de mujeres deportistas
exitosas, y por ende no existen figuras o modelos aspiracionales a los cuales seguir.
Esta invisibilización además se ve reforzada por el escaso apoyo gubernamental,
estatal y de cobertura mediática a las deportistas nacionales. Como ejemplo de esto,
Giuseppina Grassi, ciclista profesional mexicana —fundadora del primer equipo de
ciclismo femenil en Latinoamérica, FarenKuota, en el Estado de México—, comenta
en entrevista:
Un hombre en México puede dedicarse a la bici sin necesidad de trabajar porque compite los domingos, hay buenas premiaciones, tienen un equipo que les paga, hay más
competencias con premiaciones, es como un trabajo, un sueldo. En cambio, nosotras
si no es porque tenemos la beca de Conade que te apoya o de tu estado, realmente
tienes que trabajar, entrenar y competir [...] He pasado estos últimos años una agonía
porque sí me han dejado fuera de competencias importantes y aunque yo tuviera el
nivel, fui discriminada (Giuseppina Grassi, entrevista, 2014).
Por otro lado, retomando las cifras y datos aportados en la mencionada encuesta
del Inegi sobre el uso del tiempo libre, el hecho de que el deporte en sí esté directamente relacionado con la esfera del ocio impide que un mayor número de mujeres
lo practique, pues, como ya pudimos observar, son ellas quienes disponen de menos
tiempo libre. Además, en el caso de las mujeres que cumplen dobles jornadas de
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trabajo (trabajo en casa y trabajo en oficina o fuera de casa), la actividad misma
puede ser tan agotadora que deciden utilizar su tiempo libre en actividades pasivas
(ver la televisión o descansar).
La práctica deportiva está cruzada también por indicadores socioeconómicos,
que de una u otra forma se relacionan con el punto anterior. Las personas que pueden
pagar a alguien que les haga el aseo en casa o que acostumbran comer en lugares
fuera de su hogar tendrán más tiempo libre y podrán dedicarlo a actividades como
hacer ejercicio. Este punto resultaría un gran filtro sobre quienes sí y quienes no
pueden o tienen el privilegio de practicar algún deporte:
Probablemente las diferencias de tiempo libre no serán tantas en algunos sectores sociales, pero el tiempo libre de las mujeres tiene además otras características: no es un
tiempo libre autónomo sino compartamentalizado y dependiente de las necesidades
del resto de la familia, en el caso de las amas de casa, lo que impide percibirlo como
tiempo propio. En este sentido, y como se desprende de algunos estudios realizados
con mujeres que hacen deporte, el hecho de hacerlo les ha ayudado a racionalizar su
tiempo en general y a seguir una disciplina horaria. En la misma línea podría interpretarse el hecho de que sean las mujeres de estatus socioeconómico laboral alto las que
tienden a practicar más deporte, probablemente porque han aprendido a racionalizar
su tiempo y a reservarse un tiempo para sí mismas (Vázquez 2002: 62).
La estética también es un factor fundamental en la comprensión del papel de la
actividad deportiva dentro de la jerarquización de actividades que se decide realizar
en el tiempo libre. Mientras para los hombres el hacer ejercicio puede responder a
razones como el bienestar, el vigor y la salud, en las mujeres casi siempre responde
a querer tener un cuerpo mucho más atractivo y esbelto a la mirada de los otros.
Esto crea la tendencia de que las mujeres prefieran los deportes que favorezcan una
figura más esbelta y que —por el temor al espacio público— se puedan practicar en
espacios cerrados, como nadar, hacer pilates, yoga, correr o ir al gimnasio.
En este sentido, equiparar el ciclismo urbano con una práctica deportiva
puede resultar problemático porque, aunque es verdad que la actividad física
aporta beneficios a la salud, el entender el ciclismo urbano como un deporte hace
que las personas que no están acostumbradas a hacer ejercicio lo asocien con que
este solo puede practicarse en el tiempo libre (después del trabajo o los fines de
semana), con ropa adecuada (porque cuando se hace ejercicio se suda y por ello
generalmente usamos ropa especial), en espacios específicos (como el gimnasio), y
siempre y cuando se tenga una buena condición física (que solo se obtiene cuando
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se hace ejercicio de forma regular); sin embargo, el ciclismo urbano como forma
de movilidad no necesita en gran medida lo anterior.
Pero no todo es negativo; de acuerdo con el conteo ciclista de 2013 citado, el
número de ciclistas mujeres ha aumentado 21% en un año (2012-2013) y la población
poco a poco se va incrementando. En la Ciudad de México, Ecobici reporta que 26%
de sus usuarios son mujeres.
En cuanto al [sexo] de los ciclistas, se aprecia un constante aunque lento aumento de
las mujeres en bicicleta. El aumento ha sido de 16% en 2012 a 21% en 2013. Se considera
que las mujeres son más adversas al riesgo, es decir, tienden a tomar menos riesgos.
El hecho de que la proporción del número de ciclistas mujeres siga en aumento puede
significar que las condiciones para hacerlo estén lentamente mejorando (itdp 2013).
En las cifras, es evidente que los factores que influyen en que las mujeres no usen la
bicicleta como medio de transporte son tan fuertes como para que ellas continúen
siendo una marcada minoría. Bajo este panorama, el siguiente apartado trata de resolver la pregunta obligada llegados a este punto y es: después de todos los elementos
en contra ¿qué puntos en común o qué condiciones de vida tienen las mujeres que ya
utilizan exitosa y cotidianamente la bicicleta como medio de transporte en la ciudad?
Perfiles. Las mujeres que se mueven en bicicleta
Esta sección resume los resultados obtenidos de 12 entrevistas con mujeres que
diariamente se trasladan en bicicleta por la Ciudad de México. Movida por la inquietud de entender las razones por las que pocas mujeres en nuestra ciudad usan
la bicicleta como medio de transporte, contacté a partir de amigos y conocidos al
mayor número de mujeres que pude entrevistar y que eran conocidas por su uso
activo dentro del ciclismo urbano.
La mayoría de las entrevistadas resultaron ser mujeres de entre 23 y 31 años
(con excepción de una de 14). Mujeres de clase media y que aún estudiaban o que
acababan de terminar la universidad; sin hijos y residentes de la casa familiar. Salvo
Giuseppina Grassi, ninguna ciclista practicaba el ciclismo de forma profesional, y
por ende el caso de Giuseppina es particular e independiente.
Todas las entrevistas se complementan con la información vertida con anterioridad, al tratarse de mujeres que de una u otra forma contaban con flexibilidad
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en sus tiempos, así como una relativa independencia al no tener hijos y ser solteras;
asimismo, es comprensible que al ser estudiantes en todos los casos su primer
trayecto haya sido de su casa a la universidad, debido a que lo conocían bien y por
ello les inspiraba más confianza.
Varias de ellas también salían a rodar en grupos de ciclismo urbano nocturnos,
aunque no todas se atrevían a volver solas a casa al terminar el recorrido planeado.
Tres de ellas practicaban además bicipolo, y dos habían competido en carreras de
ciclismo urbano no reguladas, o alleycats.
De todos los datos que pude compilar para generar factores en común, tres de
ellos fueron los más relevantes por ser el común denominador en todas las entrevistadas. A continuación detallo los puntos:
1.
2.
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Influencia paterna y mayor apoyo masculino al momento de decidir tomar
las calles: todas las entrevistadas, contrariamente a mi hipótesis inicial (que
apuntaba a que era la influencia de la madre la que empujaba a las mujeres a
utilizar la bicicleta), respondieron que su principal influencia fue paterna. A
todas ellas las había enseñado a andar en bicicleta su padre o la figura paterna
en su hogar, salvo una entrevistada que dijo no vivir con su padre, y fue entonces
su madre quien la enseñó a usar la bicicleta desde temprana edad.
Esto puede deberse a que son los padres quienes tienen más tiempo para
dedicarse específicamente al ocio y al juego con los hijos, mientras la madre
generalmente cumple tareas de crianza y formación. Además, y aunque es un
tema que puede resultar en otro apartado de investigación, en la infancia de la
generación de muchas de las madres de las entrevistadas, el andar en bicicleta
o utilizarla con frecuencia aún era una actividad relacionada con los “chicos”,
así que es probable que las madres de las entrevistadas nunca hayan tenido la
oportunidad de andar en la ciudad libremente en la bicicleta y, de esta forma,
poder transmitirles esta actividad a sus hijas.
Historia deportiva previa: todas las entrevistadas aceptaron haber practicado uno
o varios deportes antes de hacer uso de la bicicleta y entre los más mencionados
estuvieron correr y nadar, es decir, deportes en solitario; solo dos de ellas dijeron
haberse dedicado a practicar deportes en equipo, así que su acercamiento al ciclismo urbano puede relacionarse con que las entrevistadas estaban familiarizadas
con el ejercicio, y por esto no temían sus capacidades físicas per se.
Por otro lado, también puede ser resultado del factor socioeconómico de
las entrevistadas, que, como ya vimos en el apartado anterior, desempeña un
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3.
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papel importantísimo en la percepción que se puede llegar a tener de la importancia de la inclusión del deporte o la actividad física en la vida cotidiana.
En un estudio posterior sería enriquecedor ampliar el grupo de niveles de las
entrevistadas, e incluir en él a mujeres de otros sectores de la población.
Concepción andrógina de sí mismas: todas las entrevistadas, aunque consideraban no tener ningún problema con demostrar su capacidad física y al mismo
tiempo vivir su feminidad, sí encontraban problemas al relacionarse con grupos ciclistas específicos de mujeres por considerarlos demasiado femeninos o
pensados para la mujer, por todas las connotaciones negativas asociadas a la
feminidad, como vulnerabilidad, poca seriedad en la práctica, debilidad y mera
fijación en la estética, así como en la preocupación constante de resultar atractivas para los demás. Para la mayoría de las entrevistadas, esto resultaba poco
atrayente, así que preferían andar en bicicleta en grupos abiertamente mixtos,
aunque el porcentaje de mujeres en ellos fuera realmente bajo.
Resulta curioso además que, salvo dos de las entrevistadas, ninguna de ellas
había salido a rodar con estos grupos de mujeres; es decir, la opinión de
todas estaba solo basada en el concepto mediático, por lo que no se sentían
identificadas. Como nota al margen, en la Ciudad de México solo hay dos
grupos de mujeres con presencia mediática (hasta el momento): Mujeres en
Bici e Insolentes.
Por otro lado, y aunque no reparaban demasiado en ello, a las entrevistadas
les resultaba incómodo que, aun dentro de los grupos ciclistas mixtos, con
frecuencia se les quisiera “ayudar”, contra su voluntad y debido a la predisposición hacia su “debilidad femenina” —en la parte mecánica, con reparaciones
sencillas, como ponchaduras de llantas, y al no permitírseles cargar su bicicleta
por las escaleras hasta sus departamentos, por mencionar algunos ejemplos.
En entrevista, aunque todas coincidían en nunca haber tenido problemas con su
feminidad, una de ellas dijo considerarse como unisex, por no sentirse muchas
veces identificada con la hiperfeminidad con la que describía a otras mujeres, y en
general ninguna se sentía identificada con ninguno de los atributos considerados
socialmente como femeninos.
Estas tres características refuerzan los datos encontrados en la investigación
documental y son un buen andamio para entender e implementar acciones para
las generaciones presentes y futuras; sobre todo el concerniente a la importancia y
alcance del fomento a la actividad deportiva en la infancia y la juventud.
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La bicicleta es una invitación a retomar el espacio público
Docenas de organizaciones no gubernamentales se han dado cuenta del potencial liberador de la bicicleta y lo han implementado no solo como un apoyo a la
movilidad, sino también al empoderamiento e independencia de las mujeres. Por
ejemplo, World Bicycle Relief (wbr) en África o la iniciativa de la Misión Nacional
de Analfabetismo en el sur de la India (Hamann 1999).
No hay mujer que conozca que se haya dado la oportunidad de moverse en
bicicleta y no se sienta libre, independiente y empoderada. La bicicleta puede no
ser la respuesta a todas las carencias dentro de la ciudad, pero estoy segura de que
efectivamente sí es parte de la solución.
Asimismo, no debemos dejar de señalar que la violencia y el acoso que las mujeres
o los cuerpos feminizados vivimos en el espacio público vulnera nuestras oportunidades y el libre goce de la ciudad.
Mientras no entendamos los alcances del acoso, las repercusiones psicológicas
de la escasa respuesta judicial ante los abusos, la relevancia de la educación diferenciada desde nuestra infancia, la sexualización de nuestros gustos y la violencia que
vivimos, y mientras los problemas de género sigan siendo considerados secundarios o
no prioritarios, no importa el medio de transporte que utilicemos, siempre seremos
consideradas como intrusas en nuestra propia ciudad.
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III
CONFIGURACIONES, DISEÑOS Y EXPERIENCIAS
EN EL ESPACIO DOMÉSTICO: REPRODUCCIÓN
DE ÓRDENES Y JERARQUÍAS DE GÉNERO
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Los criterios de diseño arquitectónico
de la vivienda moderna desde la
perspectiva de género
Javier Caballero Galván1
Introducción
Aunque en apariencia coexisten separados, el diseño arquitectónico y el género
están totalmente vinculados; uno y otro se implican, se modifican, se denotan y
connotan. Desde luego que no es una distancia casual, sino que forma parte del
modo en que entendemos e interpretamos el espacio en la modernidad capitalista.
Espacio y materia física se nos han presentado como entidades distintas, escindidas
y desligadas; como si el primero fuera solo soporte de la segunda. Pero esta idea
platónica, pretendidamente objetiva, invisibiliza su verdadero sentido: un vacío que
por su composición pareciera tener que quedar marginado de los análisis sociales.
El espacio y su diseño, materializado en un contenedor físico significado, tiene
una participación en la vida social más grande de lo que usualmente se piensa; se trata
de una significación que inexorablemente surge de la estructura mítica, simbólica y
ética que constituye una cultura. En este sentido, es análogo a la construcción del
género, pues de igual forma es una significación hecha sobre un espacio que casi
siempre consideramos ausente: el cuerpo. Ambos, cuerpo y espacio arquitectónico
—debido a su obviedad y evidencia— son producciones culturales muchas veces
1
Maestro en Arquitectura por la . Profesor de asignatura en el Instituto Tecnológico de la Construcción, la Universidad del Valle de México y el Posgrado de la Facultad de Arquitectura de la .
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soslayadas, a pesar de su enorme potencial simbólico. En consecuencia, uno y otro
“desaparecen” como una forma de evadir el cuestionamiento de lo esencial: aquello
que nos muestra quiénes somos y en qué creemos.
Conocer el significado del cuerpo y del espacio arquitectónico implica comprender la estructura de las relaciones afectivas y materiales que constituyen el
núcleo ético-mítico cultural (Dussel ).
Este trabajo pretende mostrar la forma en que los criterios utilizados para diseñar
la vivienda moderna surgen de la misma fuente en que se ha construido la diferencia
sexual, una diferencia que ha significado desigualdad social, opresión y marginación.
Se trata, en efecto, de criterios que forman parte de los dos sistemas de opresión global: el patriarcado y el capitalismo. Me parece que en la medida en que la vivienda
sea develada como su expresión material, como la síntesis de un determinado tipo de
relaciones y de condiciones sociales y materiales, mucho más fácil resultará modificar
la configuración de un espacio marcado por una desigualdad perenne.
Si bien es cierto que la arquitectura, en su extensión y complejidad, está signada
por la subordinación femenina, pretendo concentrarme en la vivienda, porque es
ahí donde se ha condensado en mayor medida esta desigualdad. Un espacio en el
que se trazó la falsa división de lo público-privado y desde donde el movimiento
feminista contraargumentó que lo personal era político. Parto entonces de un
nodo que, de ser un espacio de transformación política, devino mercancía al servicio del patriarcado-capitalista y que, de ser lugar de la intersubjetividad y del
trabajo reproductivo, ha devenido dispositivo de control en el que se han fijado
los códigos del comportamiento asignado para cada género.
En este sentido, resulta importante repensar la vivienda, pues en esta se ha cifrado la reproducción de la vida que ha estado ausente de todo análisis económico.
El cuidado de la vida, que anteriormente estaba conectado con el trabajo productivo, ha sido relegado y confinado a un espacio físico desvinculado totalmente del
componente colectivo. La vivienda es hoy confinamiento y claustro de prácticas
que se creen prescindibles y que, por el contrario, resultan indispensables para el
modo de producción capitalista.
La estructura espacio-objetual
Es importante, para empezar, ser consciente de que la estructura espacial que rodea
nuestro cuerpo y nuestro trabajo es producto de un discurso elaborado por el sistema
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CRITERIOS DE DISEÑO ARQUITECTÓNICO
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dominante. Pensemos en una habitación. Imaginemos los objetos ahí desplegados;
tal vez una cama, un escritorio, una lámpara; entidades que son a su vez conjuntos
de componentes más pequeños. De igual forma que estos, el conjunto habitación
es tal porque está vinculado mediante diversas redes discursivas, es decir, por relaciones de color, de texturas, de posición o de estilo formal. Pero la totalidad de
ese conjunto es mucho más amplia y no puede existir sin una subjetividad que lo
refiera. Lo que permite formar al conjunto habitación es un discurso que ensambla
las piezas de una forma específica y que debe por fuerza anidarse primeramente en
dicha subjetividad. Por ello puede decirse que los espacios, y el conjunto unificado
de objetos que hay en ellos, son fiel reflejo de las personas que los producen.
Al respecto, Jean Baudrillard (6) señala que esta totalidad es de orden moral,
porque ahí quedarán materializadas las relaciones personales del grupo que cohabita en ese continente espacio-objetual. Sin embargo, Baudrillard olvida mencionar
que estas relaciones son también relaciones de poder y que la familia tradicional,
con la que el autor asocia este orden, no es simplemente un grupo humano unido
por el parentesco, sino una forma ideológico-política mediante la cual el proyecto
liberal del siglo logró ajustar el orden social al orden económico; un sistema
que adjudicó a las mujeres el papel de cuidadoras y que logró privarlas de su participación en el espacio público.
Podemos afirmar, entonces, que la vivienda se convertirá en la representación
material de la subordinación femenina, de su explotación y confinamiento y que la
estructura espacio-objetual, formal y temporal, que la vivienda burguesa estipuló
como un verdadero arquetipo hegemónico, será un sistema codificado en esta opresión. En efecto, esta estructura tendrá además como objetivo desactivar por completo
la capacidad de las mujeres para subvertir este orden y velar el sentido político que
toda estructura espacio-objetual porta por el hecho de estar significada a través de
las relaciones sociales. En resumen, se trata de inhibir lo que Hannah Arendt ()
denominó la acción política, aquella que es capaz de modificar a través de un acto
consciente (a través del discurso) la intersubjetividad, es decir, la esfera de lo común.
Más que un acto de continuidad, la acción es un acto de irrupción que requiere
colocar la individualidad dentro de lo público. Pero debemos tener cuidado, porque
no hablamos de simple voluntad ni de un simple acto producto de la necesidad, sino
del principio de pluralidad vinculado con la libertad que es propia de la condición humana. Solo a partir de este principio podemos hilar el discurso que es en sí
la estructura espacio-objetual. Componer un sistema de espacios y de objetos, con la
conciencia de que en realidad lo que componemos e intervenimos es el orden social,
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es la única forma en que podemos contrarrestar la plétora de discursos, normas y
dogmas que las personas especialistas del espacio y del diseño hemos generado sobre
todo para quienes habitan la urbe capitalista. Por ello, el cuerpo femenino, su trabajo
y el espacio que ocupan para efectuarlo se han convertido en lugares constantemente
colonizados para eliminar cualquier intento de sublevación.
Así que, en un proceso lleno de vicisitudes, de errores y de aciertos, el diseño
urbano, el diseño industrial y, principalmente, el diseño arquitectónico han fundamentado los criterios que hoy rigen la producción del espacio habitable. Criterios
que, por supuesto, no fueron generados por una individualidad ni por un grupo de
personas, sino que son producto de la forma en que tanto el capitalismo como el
patriarcado han ido paulatinamente cooptando todas y cada una de las dimensiones
sociales en que nos desarrollamos.
En particular, me referiré a dos criterios dignos de atención: el criterio de diseño
que subdivide el espacio de la vivienda en público y privado y el criterio que hace del
espacio habitable un nodo de funciones, pues ambos son criterios paradigmáticos
del discurso arquitectónico profundamente obviados e invisibilizados, lo cual
los hace poderosamente influyentes. Tal vez posteriores análisis podrán mostrar
que son mucho más de dos, pero por lo pronto son suficientes para colocar sobre
la mesa la forma en que arquitectos y arquitectas continuamos colaborando con
un sistema que mantiene la desigualdad de género como punto de partida.
El criterio dicotómico
Para comenzar a diseñar la vivienda urbana es preciso conocer las necesidades
de los/as usuarios/as, es decir, aquellas actividades que los espacios habrán de
satisfacer y que son necesidades hasta cierto punto estandarizadas. Haciendo un
análisis detallado de estas, encontraremos que cualquier vivienda puede reducirse
al esquema cocina-recámara-baño, una tríada que requiere para resolverse un relato
que la legitime y que le permita en consecuencia imponerse como el núcleo básico
de toda vivienda. Si bien puede pensarse en un primer momento que estos espacios
responden simplemente a las necesidades fisiológicas, aclararé, sin negarlo, que esta
idea forma parte de un discurso que detallaremos en el siguiente apartado.
El relato al cual me refiero, por el momento, es el de la distinción de lo
público-privado, un binomio que por ningún motivo se pone a consideración dentro de la formación arquitectónica, y mucho menos entre la población que tiene
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acceso al diseño de una vivienda; en primer lugar, porque es un rasgo de la ideología
dominante normalizado en la estructura de la vida cotidiana y, en segundo lugar,
porque las acotaciones disciplinares impiden la intervención en temáticas ajenas a
su campo, de tal suerte que, siendo el análisis dicotómico un tema fuera del alcance
arquitectónico, su estudio está prácticamente vedado.
Ahora bien, ¿por qué este binomio posibilita el arquetipo de la vivienda? ¿Por
qué lo público-privado se convirtió en un criterio de diseño arquitectónico?
Para el sujeto moderno, la fragmentación del mundo material y su paulatina
disgregación no constan de pequeñas unidades que mantengan una interacción
conjunta, sino que su marco de sentido redujo toda esta complejidad a una simple
división en partes surgida de la posición que este ocupa en el proceso epistémico.
Al percatarse de su existencia, el individuo constata que se encuentra inserto en
un mundo que no-es él, que es otra cosa y que por ende se halla fuera de toda comprobación existencial. El mundo puede ser o no, pero su conciencia no le rebatirá
su propia presencia. Partida así la realidad, dividida en aquello que soy y en aquello
otro que no-soy, deviene la polaridad presencia-ausencia, la cual determinará el
fundamento de la epistemología occidental.
Para Diana Maffía (), la característica de esta bivalencia codificada en los
pares dicotómicos es que es exhaustiva y excluyente, lo que significa, por un lado,
que forma una totalidad sin que quepa alternativa alguna y, por el otro, que si algo
pertenece a un lado del par, automáticamente deja de pertenecer al otro. Además,
las dicotomías evidentemente nacen sexualizadas, porque el sujeto epistémico, elque-conoce y que subyace al cogito ergo sum, es sin duda un varón. En efecto, el
sistema patriarcal traducirá, a partir de su propia lógica, este principio filosófico en
el binomio masculino-femenino y lo convertirá en una premisa dentro del sistema
social de la Ilustración.
Pero, además, el pensamiento dicotómico alcanzará el proyecto político liberal
emanado de la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, en la que
para construir a este “hombre” libre y acreedor a ciertos derechos, será necesario
establecer esferas de acción que le permitan ejercerlos. Sin ser explícito, el documento
se referirá a una esfera pública en la que la libertad del individuo deberá garantizar
la libertad de los demás, y una esfera privada en la que se fundará el derecho natural
a la propiedad y al ejercicio de la libre elección. La ley será entonces el instrumento
encargado de regular la relación entre ambas esferas y la interacción entre la multiplicidad de libertades; pero en tanto que esta es ontológicamente prohibitiva, es
decir, que lo que no se señala en ella se permite, la esfera privada quedará exenta de
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tal regulación. Esta exención obviamente no pasará inadvertida, sino que será
precisamente la esencia de la teoría política liberal.
En efecto, siendo esta distinción jurídica de esferas la condición sine qua non
del proyecto burgués, la sociedad decimonónica occidental en su conjunto se verá
sometida a una serie de prácticas que harán visible dicha dicotomía, por lo que su
legitimidad, siempre tensionada, no solo quedará sujeta a la estructura de la vida
cotidiana, sino que será material recurrente dentro de las producciones artísticas y
culturales. Tanto la arquitectura como el urbanismo, poderosos agentes simbólicos
de cualquier proyecto político, se verán inmersos en esta espiral de cambio que irá
organizando la vida social al amparo de esta dicotomización, por lo que rápidamente
sus apologistas introducirían en estas disciplinas la forma en que la configuración
espacial habría de participar.
Al tiempo que el espacio urbano y la vivienda se transfiguraban, aparecería con
la rápida prosperidad que la burguesía neerlandesa alcanzó durante el siglo ,
un concepto que a la postre sintetizará la dicotomía de lo público-privado en todo
el mundo occidental: la intimidad (Rybczynski ). La aparición de esta noción
significará una nueva manera de entender el tiempo y el espacio, de construirlos
y experimentarlos, pues la idea de una vida interior, delimitada por la interacción
social, supondrá una acotación física que no podrá quedar limitada al cuerpo.
Así que la resignificación y reconfiguración del espacio se pondrá en marcha
en principio con la parcelación de la ciudad: la calle se convertirá en el territorio
de lo público, en el espacio del reconocimiento, de lo visible, de lo abierto: de lo
masculino. Mientras que la vivienda se irá convirtiendo en el espacio de las mujeres, en el espacio de lo íntimo, de lo cerrado, de lo no visible; espacio en el que
se realiza la sexualidad, el sueño, la enfermedad y la muerte. Y será en este donde
la intimidad quedará significada de forma diferente para cada género, pues si bien
el desarrollo del sujeto escindido ha sido la base sobre la que se ha edificado el
marco de sentido burgués que actualmente codifica el mundo, no representará
lo mismo para hombres que para mujeres.
Para los varones, la intimidad es una reclusión momentánea, una especie de
pasaje transitorio que nos permite descansar de la constante interacción pública; en
cambio, para las mujeres, la intimidad ha significado una condición inherente a su
identidad, una forma de vivir en reclusión permanente. Esta intimidad —codificada
en clausura, confinamiento, invisibilidad y permanencia— gestará la figura de la
mujer doméstica, la cual, a decir de Nancy Armstrong (), se irá configurando
a través de los manuales de conducta del siglo y de las novelas románticas del
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siglo , que prescribieron el comportamiento de las mujeres con base en la exaltación de las características supuestamente “naturales” que eran (y siguen siendo)
consideradas virtudes propias del sexo, tales como “ternura, compasión, docilidad,
recato, emotividad, mesura, abnegación”, así como de un “sentido innato de sacrificio y de dedicación hacia los otros (la familia)” (Brito ). En este sentido, y por
primera vez en la historia, se confiará a las mujeres el papel de generar orden y paz,
aplicando la sensatez a la educación de los hijos y a la economía de los hogares;
ambas virtudes necesarias para el triunfo de la moral burguesa.
La creación de este modelo tendrá la ventaja de ser difundido como algo asequible para todas las mujeres, pues todas podían llegar a ser mujeres domésticas o
amas de casa, aunque también:
La ficción doméstica se convirtió en algo prácticamente al alcance de cualquier hombre,
ya que todo varón, no importa que se encuentre en la posición más baja de la escala
social, puede tener acceso a una mujer doméstica y al espacio que se construye en
torno a ella: el hogar y la familia. En dicho espacio, todos los varones tienen un poder
absoluto y vertical sobre sus miembros (Brito ).
Así, la ficción doméstica, término a partir del cual Nancy Armstrong identificará
este modelo de mujer, irá cooptando y modelando los cuerpos femeninos como
forma hegemónica de identidad, negándoles cualquier intervención o participación
política a cambio de un espacio exclusivo: el de la reproducción y cuidado del ciudadano universal, desde luego, siempre varón. Con ello, el espacio de lo doméstico
cercará a las mujeres en al menos tres sentidos: en el desempeño de las actividades
de cuidado que solo ellas ejecutarán; en la construcción de una identidad dependiente de dichas actividades, y en la creación de un espacio físico significado para
efectuar las labores domésticas y el desarrollo de esa identidad.
Es cierto que el confinamiento de las mujeres en el interior de la vivienda, para
su cuidado y mantenimiento, ha sido una constante en muchas culturas, pero ello
no debería distraer ni justificar que la burguesía europea haya invertido una gran
cantidad de recursos para subordinar, explotar y apropiarse del trabajo femenino
a partir de la creación de un espacio cercado. Solo con el desarrollo de la perspectiva de género feminista se irá develando lo que en realidad era este: un espacio
de reclusión denominado eufemísticamente hogar, y en el que se situó lo que le
interesaba producir a la burguesía para mantener el orden social que la economía
liberal demanda: la pareja heterosexual y la fuerza de trabajo surgida de ella.
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Incluso si la casa representa para ellas como para los hombres un lugar apartado de
lo social y de lo público, es cierto que no es a título personal, como personas que se
encuentran ahí, sino como esposas y madres. La casa está concebida con relación a una
pareja, una familia, incluso si el padre se encuentra a menudo ausente, de manera que
una mujer siempre está ahí entregada a la otra parte. Esta ausencia de autonomía es
ciertamente más comportamental que arquitectónica, pero se traduce en la arquitectura: en nuestros países y para la mayoría de la población, el dormitorio es común (las
mujeres pertenecientes a la aristocracia o a la alta burguesía tenían o tienen derecho
a su habitación), y si existe una habitación adicional es el despacho del marido, del
compañero (Collin : 25).
La composición del ámbito doméstico acarrea tras de sí una forma de clausura
milenaria, por lo que no es asunto menor considerar que las paredes de las habitaciones de la vivienda estén impregnadas de un modo de existencia femenina
que les recuerda en todo momento que no se pertenecen. Michelle Perrot ()
afirma que la habitación interior es donde transcurre la vida normal de las mujeres
y que paradójicamente será el lugar en el que actúan más para los demás que para
sí mismas. Absortas totalmente en el trabajo de cuidado y en la preservación de
la dignidad del hogar, Perrot se pregunta de qué forma las mujeres logran hacerse
con un espacio propio, si piensan en ello, si resulta factible encontrarlo. Al menos,
lo que está claro es que el supuesto espacio privado no será el lugar en el que las
mujeres hayan podido construir ni desarrollar una subjetividad desvinculada de
la esfera familiar.
La fuerza ideológica que mantiene la creencia generalizada según la cual la
vivienda es el lugar de las mujeres ha hecho que los estudios arquitectónicos y
urbanos, en lugar de buscar la causa que ello implica, se ciñan a concebirla y a
naturalizarla como el espacio de la acción femenina. De esta manera, la identidad
femenina quedará anquilosada en la interioridad de la vivienda que, a decir de
Teresa del Valle (), se traducirá en un origen espacial y en un punto de partida
y llegada desde el que se regularán todos los desplazamientos. Pero, además, esta
interioridad se volverá metáfora de su propia subjetividad, pues el mundo exterior
solo tendrá sentido si se encuentra conceptuado desde el mundo interior. En efecto,
la estancia femenina en el espacio público solo ha podido entenderse como una
estancia transitoria, efímera, que halla su razón en la extensión de las actividades
de las mujeres en el espacio interior (Del Valle ).
Lo femenino y su representación espacial, lo cerrado, han ido acumulando tras
de sí un vínculo que la cultura traduce en una oclusión generalizada, pues bajo la
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sombra del racionalismo, todo conjunto, es decir, toda agrupación de objetos o
conceptos, incluye dentro de sí la dicotomización interior-exterior. En este sentido,
cada espacio será a su vez subdividido en subconjuntos interiores-exteriores que
sin excepción irán replegando constantemente a lo femenino hacia los interiores
invisibilizados. Al ser desalojada siempre de un espacio propio, la mayoría de las
mujeres acude en resistencia a los objetos personales:
Una caja, una pila de ropa, un pañuelo, una toquilla, una imagen piadosa, un grabado,
un espejo, un mueble de su predilección, un taburete o un asiento cerca de la chimenea, un trozo de pared, un rincón propicio para el ensueño o el reposo. ¡Qué poco
sabemos de los deseos, sufrimientos, e incluso, de los ardides [de estas mujeres] […]
enfrentadas al escrutinio de grupo, a su indiferencia quizás y a su propia capacidad
de exilio interior! (Perrot 2: ).
Por tanto, de la misma manera en que la ciudad quedará dividida en espacios públicos y privados, en espacios para hombres y para mujeres, el territorio de lo privado
volverá a ser dividido a partir de la dicotomía sexual. La casa, el hogar y la vivienda,
constructos físicos y abstractos, afectivos y materiales, siempre guardarán el lugar
central para la figura masculina. Es como si el patriarcado no pudiera evitar dicotomizar el espacio, por más pequeño que parezca, por más abstracto que se haga,
siempre logrará traspasar cualquier espacialidad, cualquier temporalidad, incluso
si se trata de la conciencia y la subjetividad femeninas.
Todas estas consideraciones se traducirán en el diseño arquitectónico a través
de las separaciones que la vivienda ha establecido con el exterior y dentro de sí; en
la forma en que ha separado el espacio de sociabilidad con el de privacidad; en la
forma en que ha colocado plafones, muros y pisos; en la forma en que selecciona
los materiales y colores para recordar cuál es el tipo de comportamiento que debe
desplegarse; en la forma en que ha utilizado el cristal, para mostrar u ocultar a la
mirada lo que la familia o los habitantes son y desean ser.
Por supuesto, modificar cada una de estas expresiones no hace desaparecer la
profundidad de la dicotomía, pero coadyuva a visibilizar su ficción. Hasta cierto
punto, el hecho resulta comprensible, pues el espacio no es por sí mismo fuente del
discurso, sino su depósito. Así que, si quienes diseñamos pretendemos desarticular
una dicotomía que en sí misma hace imposible establecer condiciones de igualdad
entre hombres y mujeres, debemos empezar por ser conscientes de su presencia en
el diseño mismo de la vivienda.
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El criterio funcional
El espacio arquitectónico sin un fin, sin un objetivo específico, carece totalmente
de sentido. Durante siglos, los edificios no solo han sido vehículo material sobre el
que se despliega una plétora de contenidos simbólicos, sino que fundamentalmente
han servido para desempeñar y alojar la actividad humana. La utilidad del espacio
arquitectónico, como tal, no tiene por qué ser cuestionada; es inherente al objeto
mismo y, sin esta, sencillamente la arquitectura no podría existir. Sin embargo, es
en el sentido que se le ha dado a esa utilidad donde debemos indagar.
El arquetipo de vivienda que ha sido difundido desde los albores del siglo es
aquel que se pretende único para satisfacer las necesidades humanas, partiendo de
la idea de su universalidad. Por ello, la idea de diseñar una vivienda que satisficiera
este fin surgiría de la necesidad de optimizar la recuperación y el mantenimiento
de la fuerza de trabajo y de reducir la vida humana a los requerimientos fisiológicos
necesarios para trabajar. La lógica mecanicista, que imperó en las primeras décadas
del siglo , impregnó todas las dimensiones de la vida humana, por lo que fue
relativamente sencillo homologar el cuerpo con una máquina que tiene un fin. Así,
el objetivo de este cuerpo será trabajar y consumir.
Sin embargo, esta concepción anula la complejidad humana negando que, además
de las necesidades fisiológicas, los seres humanos dependemos de vínculos sociales
y emocionales para subsistir; interacciones que son la esencia de la dimensión política. Por ello será importante comenzar a concebir la vivienda como sede espacial
de estas relaciones afectivas, de estas distribuciones de poder y de las actividades
relacionadas con el cuidado de las personas, pues reducir la vivienda a un dispositivo que satisface necesidades biológicas forma parte de una visión mecanicista que
entiende la sociedad como un aparato perfectamente regulado.
Cabe entonces preguntarnos de qué forma las necesidades biológicas se convirtieron en un criterio de diseño y cómo este criterio ha contribuido a generar la
desigualdad entre los sexos Para responder comencemos planteando que la tríada
espacial cocina-recámara-baño ya mencionada, esencia de la vivienda moderna,
fue el resultado de la fusión de dos corrientes del pensamiento que impactaron en
la arquitectura y en la política liberal del siglo : el positivismo y el higienismo.
Dos discursos que han determinando en gran medida las pautas de diseño con las
que se proyecta esta vivienda en todo el mundo occidental y que han promovido y
motivado, sin manifestarlo explícitamente, la subordinación femenina.
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El primero de ellos, el positivismo, tuvo el enorme acierto de crear una rápida
correspondencia entre la máquina biológica y la máquina industrial, homologación
que puede darnos cuenta del profundo cambio ideológico, político y social que se
estaba generando en la región a partir de la industrialización. Se trata de un cambio
tan profundo en la estructura individual y colectiva que terminó por modificar la
forma en que se conoce y se concibe el mundo. Las diversas áreas del conocimiento
no pudieron evitar hacer analogías con el funcionamiento de las máquinas y, en
muchos casos, como en el de la arquitectura y el urbanismo, estas mismas se volvieron su inspiración. La fábrica, al ser el espacio de la producción seriada, adoptó
una tipología muy similar a lo que contenía; paños lisos, superficies acristaladas,
modulación, ortogonalidad y racionalidad exacerbada. La función interior determinó
por completo el aspecto exterior.
El pensamiento mecanicista irá cooptando paulatinamente todas las áreas de
desarrollo humano y explicará, desde su peculiar posición, la forma en que debe
funcionar la organización social y económica. Para ello era importante establecer
un arquetipo de vivienda en el que la eficiencia fuera el baremo, pues solo así dicho funcionamiento podía ser entendido por el grueso de la población. Se estipuló
entonces que la vivienda era funcional solo en la medida en que incorporara los
avances tecnológicos de la época, es decir, aparatos e instalaciones que facilitaran la
vida doméstica y el confort. Curiosamente, estas innovaciones técnicas, en principio,
fueron del todo despreciadas por los arquitectos (Rybczynski ) y, en su lugar,
ingenieros y decoradores de interiores fueron supliendo la labor arquitectónica que
en un momento determinado quedó en entredicho.
Sin embargo, después de la Primera Guerra Mundial, el maestro Walter Gropius
fundará la trascendente escuela de la Bauhaus, que será una especie de reacción al
desplazamiento que estaba sufriendo el arte del espacio. En un principio, esta tenía
como objetivo mimetizar todas las artes en una, utilizando como base el trabajo
manual derivado de las artes plásticas. Pero con la llegada de algunos de los artistas
constructivistas, como Theo van Doesburg o Moholy-Nagy, la Bauhaus modificaría
el rumbo hacia la producción industrial y hacia la normalización y el diseño de
objetos industriales de uso cotidiano. Gropius cambiará incluso el plan de estudios
para dirigirlo hacia lo que consideraba una arquitectura libre de engaños y de falsas
apariencias en total connivencia con el despliegue positivista.
De la misma manera en que el hombre moderno ya no viste indumentarias históricas, sino trajes modernos, también necesita una casa moderna, apropiada para él y su
tiempo, equipada con todos los aparatos modernos de uso cotidiano. La naturaleza de
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un objeto viene determinada por lo que hace. Para que una caja, una silla o una casa
funcionen correctamente, tienen que haber sido estudiadas previamente, de modo
que puedan desarrollar su función a la perfección; en otras palabras, el objeto debe
cumplir su función de manera práctica, debe ser barato, duradero y bello (Gropius,
citado en Roth : ).
Lo que aquí resulta relevante es la homologación que hace Gropius de la vivienda con los trajes modernos y los aparatos de uso cotidiano, como si esta fuera
un instrumento o un objeto de manipulación que tuviera un fin específico. Entonces ¿cuál es la función de una vivienda? ¿De qué forma podemos saber, dada la
diversidad de opciones que hay de habitar, si la vivienda funciona correctamente?
¿Cómo definir la eficiencia en el habitar? Más tarde, Gropius resolverá el enigma:
“En líneas generales, la mayor parte de la gente tiene las mismas necesidades en la
vida. El hogar y su mobiliario son productos de consumo masivo y su diseño es más
una cuestión racional que pasional” (Gropius, cit. en Roth : ).
En realidad, aquí asistimos a la gestación del arquetipo hoy difundido: el de
una vivienda que es una máquina para satisfacer necesidades biológicas universales.
Por su parte, el arquitecto franco-suizo Le Corbusier sintetizará esta idea en
la máquina para vivir:
Estudiar la casa, para el hombre corriente, universal, es recuperar las bases humanas,
la escala humana, la necesidad-tipo, la función-tipo, la emoción-tipo […] Todos los
hombres tienen el mismo organismo, las mismas funciones. Todos los hombres tienen
las mismas necesidades. La casa es un producto necesario al hombre (Le Corbusier,
cit. en Cevedio : ).
Como puede observarse, más allá de la confianza en los esquemas universalistas
emanados del positivismo y materializados por el extraordinario avance tecnológico
del siglo , Le Corbusier insinuará que el usuario de esta vivienda es un varón;
más que por su reiterado uso genérico de la palabra “hombre”, es la universalidad
del sujeto referido la que se manifiesta como propiamente masculina.
La máquina para vivir se impondrá entonces como un prototipo de vivienda
para el obrero y la búsqueda de su espacio mínimo proporcionado por el Estado se
convertirá en el tema del Segundo Congreso Internacional de Arquitectura Moderna
(), celebrado en en Frankfurt, Alemania. Con la necesidad de realojar a
la gente tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, el arquitecto Ernst May
hizo propuestas que coadyuvaran a encontrar una nueva tipología habitacional con
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el máximo confort y la mínima inversión económica. El éxito fue rotundo, y el denominado mínimo existencial (Existenzminimum) se convirtió a partir de entonces
en un ejemplo internacional de la forma en que podía resolverse el problema de la
vivienda obrera. En el mismo sentido apuntaban las investigaciones de Alexander
Klein sobre el “mínimo de vivienda”, que sustentaba un mínimo existencial: mínimo
biológico de aire, luz y espacio para la vida:
Ya no podemos contentarnos con aceptar como vivienda un espacio cubierto cualquiera,
compartimentado con subespacios y que carezca de sentido para la parte espiritual de
nuestra existencia. La vivienda que nosotros construyamos debe estar concebida de tal
modo que esté en relación activa y orgánica con las condiciones de vida y necesidades
culturales de la época actual, debiendo satisfacer, asimismo, las exigencias de máxima
economía y simplicidad; en una palabra, debe contribuir por su parte, y desde todos
los puntos de vista, a hacernos más fácil la vida, manteniendo nuestra energía física y
psíquica (Klein, cit. en Mata 2: ).
Sin dejar de reconocer la diversidad y el ingenio de las propuestas presentadas, en
el fondo el mismo discurso las amparaba. La vivienda mínima era la respuesta a un
problema multifactorial que no era necesariamente arquitectónico, sino primordialmente político. ¿De qué otra forma puede explicarse la reducción de la vida humana
a la optimización de sus funciones biológicas? ¿Por qué debe optimizarse la serie de
actividades en el interior de la vivienda? ¿Cuál es la razón que justifica descomponer
los movimientos humanos y convertirlos en información cuantificable y verificable?
La vivienda mínima era un espacio que pretendía lograr el máximo confort, pero
¿qué significa esto? ¿Quién determina qué es el máximo confort y cómo se obtiene?
Las respuestas a estas interrogantes pretenderá resolverlas el higienismo, la
segunda corriente de pensamiento dominante durante el siglo . Producto de
la presión fisiocrática que denunciaba la irracionalidad de la administración estatal
en la crianza de la infancia y de la cual obtenía pocos beneficios (Donzelot ), la
higiene se irá convirtiendo en el eje de las políticas públicas destinadas a conservar a
una parte significativa de la población. Ya se había probado que se trataba de potencial
fuerza de trabajo, así que la muerte prematura debida a las precarias condiciones de
habitabilidad representaba en realidad una pérdida para el propio Estado.
Si bien las epidemias que habían azotado Europa durante los primeros años
del siglo generaron las primeras leyes higienistas, la preocupación de la clase
dirigente por sanear las ciudades comenzó a convertirse en una prioridad, pues la
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higiene guardaba tras su justificación médica la impronta del pensamiento burgués,
que tan afecto era (y sigue siendo) a las técnicas de clasificación social.
Sin inferir que las medidas adoptadas no fueron positivas, es importante reconocer el efecto de segregación que ocasionaron en las sociedades. Por ejemplo, en
Francia, las familias burguesas comenzarán a deshacer la enorme red de nodrizas
que hasta entonces se había consolidado como una costumbre, y sobre la base de la
“teoría de los fluidos” comenzará a sospecharse que la transmisión de la maldad y del
mal comportamiento se daba por medio de la lactancia (Donzelot ). A partir
de entonces, la responsabilidad de la insalubridad mental o corporal recaerá sobre
los domésticos, aquellas personas del campo que habían llegado a la ciudad por circunstancias diversas y que se habían encargado del cuidado de los infantes burgueses
para ganarse la vida. Los tratados médicos del siglo comenzaron a divulgar la
conveniencia de conservar a los hijos y de mantenerlos apartados de los domésticos.
Para Donzelot, esta reorganización social tendrá dos estrategias bien diferenciadas: aquella orientada a la difusión de la medicina doméstica, es decir, al establecimiento del conjunto de técnicas por medio de las cuales la burguesía podía
sustraer a su descendencia de influencias que consideraba terribles, y la de controlar
la reproducción de las personas pobres para obtener trabajadores al menor costo
público. La crianza de la infancia aparecerá entonces como un importante diferenciador de clase y encontrará en la medicina familiar el medio más adecuado para
ir definiendo sus líneas de acción.
La introducción del médico en la célula familiar producirá la figura de la
madre-cuidadora, que se irá convirtiendo en parte de la identidad de las mujeres
burguesas. En , el higienista Fonssagrives escribe en la introducción a su Diccionario de la salud:
Por otro lado, me propongo enseñar a las mujeres el arte de la enfermería doméstica
[…] Tengo la ambición de hacer de la mujer una enfermera perfecta, que comprenda
todo, pero que comprenda sobre todo que su papel es ese, y que a la vez es noble
y caritativo. El papel de las madres y el de los médicos son y deben ser claramente
distintos. Uno prepara y facilita el otro; se complementan o más bien deberían
complementarse en interés del enfermo. El médico prescribe, la madre ejecuta
(Fonssagrives, cit. en Donzelot : ).
Esta última sentencia, una simple asignación de funciones en apariencia inocua, es
una síntesis conceptual de lo que sucedió a nivel social. El saber, siempre del lado
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masculino, y la ejecución sin cuestionamiento, colocada del lado femenino, harán
que las funciones de la mujer-cuidadora pasen inadvertidas en la progresiva transformación del espacio doméstico y de la profunda transformación urbana. Más
bien, se irán fijando las medidas higienistas amparadas en el saber científico y en
menos de medio siglo quedarán como una condición sine qua non de la vivienda y
la ciudad burguesas. Con todo, no deja de parecer paradójico que, por un lado, se
haya construido una figura responsable del cuidado de la familia y que, por el otro,
no se le haya suministrado el espacio necesario para dicho desempeño. Sin embargo,
la aparente contradicción quedaba resuelta si se comprende que en realidad lo que
el patriarcado capitalista estaba construyendo era una figura capaz de mantener la
fuerza de trabajo, y la atención de la salud física y emocional del jefe de familia, sin
que ello requiriera inversión por parte del capitalista.
Ahora bien, la vivienda incorporará las medidas sanitarias desde dos flancos
bien definidos: por un lado, lo hará a partir de la reglamentación expedida por la
autoridad pública, basada exclusivamente en los criterios que en aquel entonces
difundía el saber médico: ventilación, iluminación, suministro de agua, etc. Y por
el otro, al igual que la indumentaria y las costumbres, la higiene se introducirá
en la vivienda como un dato de clase. Además de ir incorporando las novedosas
tecnologías domésticas, lo hará adoptando los materiales que la industria ponía
en el mercado, materiales tecnificados y totalmente alejados del lenguaje rústico o
tradicional desde entonces ligado con la suciedad, el atraso y la pobreza. La tipología
se volverá cada vez más desprovista de ornato y se irá consolidando un lenguaje
de grandes superficies lisas y de ángulos rectos que suministrarán una apariencia
clínica. En este sentido, el cristal podría convertirse en la metáfora sanitaria perfecta.
La aparición de la vivienda higiénica quedó perfectamente articulada con la
vivienda que tenía que funcionar para satisfacer las necesidades biológicas, así que
la salud corporal, una necesidad orgánica, se instaurará como una justificación más
para entender la vivienda como una máquina para vivir desprovista de sentido
político. Con todo, es necesario cuestionar: ¿en realidad la vivienda por sí misma
vela por la satisfacción de las necesidades biológicas y de salud de los miembros
que la habitan?
Me parece que la invisibilidad del trabajo de cuidado ha sido solapada por los
criterios de diseño que intentan erigir una vivienda que pretende “funcionar” por
sí misma; como si la simple incorporación de las tecnologías domésticas, o bien, de
la correcta articulación espacial, fuera suficiente para que la salud y las necesidades
biológicas se satisfagan; no advertimos que ese funcionamiento es posible debido a la
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estructura social que ha asignado el cuidado exclusivamente a las mujeres por el hecho
de serlo. En realidad, diseñamos bajo ese supuesto y, en el mejor de los casos, resolvemos las necesidades que esta mujer-cuidadora tiene. Lo común como diseñadores es
concentrarnos en el objeto por sí mismo, actitud fetichista que sin duda es inherente
al movimiento funcionalista, pero sobre todo funcional al patriarcado capitalista.
Hacia un criterio de diseño arquitectónico feminista
Tenemos que diseñar la vivienda de otra manera, pensarla desde otro lugar. Se
trata pues, de comenzar a construir un criterio de diseño que logre materializar
el sentido político de la producción espacial, de comenzar a utilizar paradigmas
que resignifiquen el lenguaje arquitectónico anquilosado en la ideología patriarcal y que logren configurar una estructura espacio-objetual que coadyuve a crear
y mantener relaciones equitativas entre los sexos. En este sentido, es de vital
importancia comenzar a criticar la idea hegemónica según la cual el espacio es
aquello que nos rodea, pues —además de escindirnos de este— nos hace pensar
que se trata de un recipiente neutro en el que depositamos nuestras actividades y
por el que desplazamos nuestros cuerpos. Pero el espacio, como el tiempo, es una
categoría que se produce en la intersubjetividad y, por tanto, una dimensión de
lo político que simultánemante expresa lo que somos.
En efecto, para esbozar lo que se podría convertir en un criterio de diseño
espacial feminista, me centro en lo que Cristina Carrasco () denomina sostenibilidad de la vida, la cual no solo incluye las necesidades materiales para mantener y desarrollar la vida humana, sino que además las vincula con los cuidados
y los afectos, la seguridad psicológica, la creación de relaciones y vínculos y todas
aquellas actividades invisibilizadas por la idea de un espacio habitado por un sujeto
autosuficiente, invulnerable, autónomo y exclusivamente biológico.
Además, es de crucial importancia comenzar a concebir que el cuidado de las
personas es una tarea colectiva que no solo concierne a las mujeres; se trata de un
trabajo arduo sin reconocimiento ni paga que al final permite que la vida humana
sea posible. Compartir el cuidado debe formar parte de todo programa social y de
toda agenda política, por lo que, a manera de conclusión, podemos trazar dos ejes
fundamentales para comenzar no solo a producir espacios significados en la igualdad y en la justa distribución del trabajo de cuidado, sino también para comenzar
a resignificar lo que nos rodea:
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CRITERIOS DE DISEÑO ARQUITECTÓNICO
a)
b)
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Al colocar en el centro del diseño arquitectónico de la vivienda el trabajo de
cuidado de una manera compartida, se hace necesario tener espacios polifuncionales que sirvan para ello; mezclar usos, concebir una estructura de
objetos en los que cada habitante pueda expresar su individualidad y su relación con los/as otros/as, repensar el proceso constructivo para que puedan
participar los/as propios/as habitantes y deje de ser una tarea especializada.
En síntesis, se trata de comenzar a pensar en una vivienda en la que la distribución espacial y la estructura espacio-objetual provea a todos sus integrantes de los elementos necesarios para desarrollar las actividades de gestión y
cuidado.
Y en segundo lugar, debemos considerar que la vivienda es un nodo de interacción que no está aislado, sino que está inserto en una red de nodos totalmente vinculados. Expandir la vivienda al barrio, a la colonia y a la ciudad,
implica diseñar espacios que se extienden en el contexto urbano. Reconocer
la proximidad de los recursos y la accesibilidad con la que cuentan los/as habitantes en el espacio urbano modifica sustancialmente el esquema endogámico
y fragmentado que el diseño de la vivienda patriarcal promueve.
En suma, diseñar con perspectiva de género debe convertirse en una prioridad y
empujar en ese sentido se vuelve una urgencia. No importa que la sociedad patriarcal en la mayoría de las ocasiones nos imponga lo contrario; no importa si nos
adaptamos a veces al sistema económico imperante; en ello radica el esfuerzo,
la lucha, la simiente en la configuración de un hábitat que materialice y simbolice la
igualdad de condiciones entre mujeres y hombres.
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Espacios de domesticidad: la vivienda de interés
social, uso y apropiación
María Teresa Esquivel Hernández1
María Concepción Huarte Trujillo2
Introducción
El género, como construcción simbólica de la diferencia sexual, es un elemento primordial en la configuración de los espacios, particularmente en los de la
domesticidad. El espacio doméstico se impregna de las nociones culturales de
género objetivadas en actividades, prácticas y conductas cotidianas, vinculadas
con las formas de concebir el mundo y con la construcción de los sujetos. En este
trabajo analizamos el proceso de uso y apropiación seguido por cuatro familias
que adquirieron una vivienda de interés social. A través de la perspectiva de género, se busca conocer cómo, a partir de las prácticas y sentidos asignados tanto
a los ámbitos interiores de la vivienda como a los objetos, se construye y significa
el espacio doméstico.
Partimos del supuesto de que el diseño arquitectónico y la disposición de los
espacios de la vivienda en general y de la de interés social, en particular, condicionan
un tipo característico de vida. Cada familia se apropia, usa, organiza y personaliza su
vivienda de manera diferente. Las funciones de procreación, reproducción, crianza
1
2
Profesora-investigadora, Área de Sociología Urbana y maestría en Planeación de Políticas Metropolitanas
de la uam-Azcapotzalco.
Profesora-investigadora, Área de Sociología Urbana de la uam-Azcapotzalco.
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y las tareas domésticas asignadas a las mujeres se plasman en reglamentaciones culturales sobre comportamientos, apropiaciones y sentidos que se asignan al espacio
doméstico (Esquivel 1998).
Si bien, el espacio habitacional resultado de la práctica cotidiana se construye
simbólicamente, da sentido e identidad a quien lo habita; refleja relaciones de poder,
de afecto, de solidaridad y de diferenciación por género, existe un factor que se sitúa
por sobre los otros y que le da un significado particular a la vivienda adquirida,
este es la propiedad.
Espacio y género. Planteamientos
La ciudad es considerada como la creación más sofisticada, compleja y atractiva
del ser humano. Hoy es el hábitat por excelencia de un poco más de 50% de la población a nivel mundial y el escenario de la vida moderna. En este espacio es donde
las personas dejan de ser individuos aislados y se convierten en parte de un todo
social que las transciende.
En tanto que los individuos también son creadores del espacio a través de sus
prácticas sociales, es necesario tener en cuenta que la manera como el espacio
de la ciudad se organiza, se ordena y usa es la consecuencia de un proceso social,
“el resultado de las acciones conscientes de los individuos y grupos sociales [...] lo
urbano como el significado social de una forma espacial que expresa una sociedad
históricamente definida” (Castells, cit. en Lezama 1993: 276).
El espacio se delimita en relación con los seres humanos que lo usan, que
lo disfrutan, que se mueven en su interior, que lo transitan y lo someten, pero
también, nos advierte Signorelli, “el espacio es fuente de poderes y las modalidades de control de su uso serán decisivas para hacer que ese recurso sea un
instrumento de subordinación o de liberación, de diferenciación o de igualdad”
(Signorelli 1999: 53).
El espacio, como resultado de una forma de organización social y expresión
del orden social, reproduce los valores de una sociedad; condiciona el papel de
los actores sociales, de las mujeres y los hombres; de los grupos como la familia y
de la reproducción de las clases sociales. En tanto que “el uso del espacio siempre
está socialmente reglamentado y culturalmente definido [...] tal reglamentación
y definición encuentran una precisa correspondencia en las relaciones sociales”
(Signorelli 1999: 56).
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El orden social se ha construido, formado y cambiado gradualmente a través
de la cultura,3 la cual penetra individual y colectivamente en una época y territorio determinado. En este sentido, las relaciones y los comportamientos que
desarrollan tanto las mujeres como los hombres con y en el espacio urbano son
diferentes, dado que los papeles que desempeñan en la sociedad están sujetos
a patrones culturales socialmente construidos y que dan sentido al orden de la
sociedad. Como señala Alejandra Massolo, “el espacio construido delimita, moldea, condiciona y potencia las distintas interrelaciones y acciones que despliegan
mujeres y hombres sobre ese soporte material” (1992: 14).
A partir del ámbito doméstico y público, se han conceptualizado las actividades de los sexos, se han delimitado los espacios femenino y masculino y se han
considerado para distinguir la condición femenina y masculina en la esfera social
económica y política. Así, la casa y la comunidad —el hábitat— constituyen el ámbito
femenino referido a la reproducción social, a lo privado. Por otro lado, el lugar del
trabajo productivo como masculino pertenece a la esfera de lo público.
En tal sentido, el lugar de labor de las mujeres ha sido la vivienda, donde hay
que limpiar, cocinar, ordenar, lavar, planchar y cuidar, además de establecer las
reglas del uso del espacio y de organizar la casa, actividades que corresponden
al ámbito íntimo de la vida cotidiana. El espacio de la vivienda y su entorno inmediato han constituido la esfera fundamental de las mujeres, ya que hasta hace
poco el espacio público les estaba vedado. Si bien para los hombres la vivienda
es un lugar de descanso después de la jornada laboral, para las mujeres esta es
un lugar de trabajo del cual no pueden evadirse y no tienen un espacio donde
relajarse de la rutina cotidiana.
Massolo apunta que “las relaciones de género se construyen y transforman sobre
el espacio, así como dentro de determinados espacios, y que las ideas de ‘feminidad’
y ‘masculinidad’ tienen un soporte espacial donde se manifiestan” (2004: 10).
El género es una categoría sociológica4 que se refiere al conjunto de atributos
socioculturales y psicológicos —construidos históricamente— de la masculinidad y
3
4
La cultura se transmite a través de la socialización, entendida esta como “el continuo proceso de interacción mediante el cual adquirimos una identidad personal y habilidades sociales” (Gelles y Levin
2000: 89).
Este concepto se reiere a una construcción social, “es un elemento constitutivo de las relaciones sociales
basadas en las diferencias que distinguen los sexos [...] es una forma primaria de relaciones signiicantes
de poder” (Scott 1999: 61).
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la feminidad y que son asignados a las personas según su sexo, a través del proceso
de socialización que se inicia en la familia. “Es un concepto que permite expresar
las relaciones desiguales entre hombres y mujeres, estos entendidos como sujetos
sociales” (Giddens 2001: 153)
La perspectiva de género es un instrumento de análisis que permite distinguir la división de funciones sociales y la formación de identidades que la misma
sociedad establece para hombres y mujeres, y aporta elementos para comprender
que, históricamente, las relaciones de género se han traducido en “posiciones
desiguales desde el punto de vista del poder, el prestigio y la riqueza” (Giddens
2001: 159).
Los estudios sobre género y espacio abordan las diferencias y relaciones de poder
que se desarrollan entre los sexos, las formas en que hacen uso de los espacios en
la ciudad y en particular del espacio referido a la vida privada. Indagar sobre el tipo
de relaciones que se configuran entre las mujeres y hombres en la organización y
uso del espacio privado llamado vivienda busca evidenciar el significado y el simbolismo que se le otorga a este espacio vinculado con las diversas actividades de
la vida privada al paso del tiempo. Como nos indica Collington, “el estudio de las
dinámicas funcionantes en la casa revela toda la riqueza de lo cotidiano donde se
transmiten, pero también donde se conforman permanentemente las reglas sociales
y se reinventan, día a día, las culturas compartidas” (2010: 207).
Las prácticas sociales y recurrentes en la vida cotidiana aportan elementos que
permiten afirmar si existen o no diferencias significativas en las representaciones
mentales y usos diferenciados del espacio privado, que mantienen o revolucionan
los esquemas tradicionales de comportamiento social. La vivienda está considerada
como un bien cuya obtención, apropiación y uso son elementos integrantes de lo
que se entiende por vida privada en relación con el espacio urbano del entorno. La
vida privada se desarrolla en lo que se concibe como el espacio doméstico, referido
a la esfera íntima del individuo. El espacio doméstico está culturalmente regido y
normado y se encuentra en constante transformación. “Es el escenario donde se
pueden observar las influencias recíprocas del campo social y del campo espacial
en la dinámica de las sociedades” (Collington 2010: 207).
Por tal razón, el análisis del espacio doméstico, del espacio de lo privado, permite acercarse a identificar cómo evolucionan las normas y los valores —entre los
sexos— que ahí se construyen en la vida cotidiana; estos aportes permiten valorar
el significado y la función de los espacios internos de la vivienda, de la posible parcelación y del conflicto entre los individuos del grupo que ahí habita.
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En este trabajo buscamos, desde una perspectiva cualitativa, rescatar y analizar las formas en que los individuos, a partir de sus relaciones de género, usan, se
apropian, le dan significado y modifican cotidianamente el espacio doméstico. Para
ello tomamos el caso de cuatro familias de la colonia Buenavista de la Ciudad de
México, que fueron beneficiarias de una vivienda de interés social dentro del programa Renovación Habitacional Popular,5 que se implementó a causa de los sismos
de 1985. Partimos del supuesto de que el diseño arquitectónico y la disposición de
los espacios de la vivienda en general, y de la de interés social, en particular, condicionan un tipo característico de vida. La vivienda de interés popular sufragada con
recursos públicos se produce bajo esquemas financieros de minimización de costos,
por lo que en su diseño ya implica la separación o fragmentación de los espacios
que la integran. Supone que las características de utilización conducirán al contacto
permanente entre sus usuarios, y con ello a relaciones armónicas y sin conflicto. Sin
embargo, el diseño de las viviendas de interés social está alejado de los patrones de
comportamiento cultural que desarrollarán sus ocupantes, por lo que la forma
de apropiación y uso difiere significativamente de lo previsto por los arquitectos
y diseñadores. Así lo expresa Signorelli: “los asentamientos de vivienda de interés
social representan un caso conspicuo de separación entre modelamiento del
espacio y uso del espacio” (1999: 59).
Por tanto, nos interesa comprobar si los patrones culturales y sociales del orden
social se reproducen en la ocupación del espacio privado, o si, por el contrario, se
favorece el establecimiento de nuevas reglas y acuerdos entre sus ocupantes, diferenciándose así de los parámetros sociales culturalmente establecidos.
El espacio habitacional y la domesticidad
La vivienda, como espacio doméstico fundamental, ha sufrido infinidad de modificaciones a lo largo del tiempo. En el siglo xix, si bien la vida privada y pública
de las clases trabajadoras no estaba diferenciada, en el caso de las residencias de la
5
Este trabajo es un avance del proyecto A dos décadas y media de Renovación Habitacional Popular.
Evaluación del hábitat popular que las autoras llevan a cabo dentro del proyecto Hábitat y Centralidad,
inanciado por el Conacyt y coordinado por René Coulomb, Universidad Autónoma MetropolitanaAzcapotzalco. En las entrevistas y en su transcripción participó la licenciada Gisell López García.
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burguesía había una clara separación de los espacios destinados a la recepción de
visitas y de aquellos en donde transcurría la vida familiar privada. Con la llegada
del siglo xx, asistimos a una lenta diferenciación en dos campos enteramente distintos: el público y el privado, y con ello a un importante y generalizado cambio en
la organización de la vida cotidiana de la población, sin importar la clase social a la
que se pertenezca.
Un hecho que en el siglo pasado marcó la diferenciación entre lo público y lo
privado fue la salida del trabajo de la esfera doméstica. A esta diferenciación de
lugares acompaña una diferenciación de las normas de uso y comportamiento de los
dos ámbitos. La vivienda se va a constituir en el espacio privado, en el espacio de
la familia, y lo que ocurre en el universo doméstico va a pertenecer estrictamente
a la vida privada.
En el ámbito privado, la domesticidad se basó en la separación de funciones y
la especialización de los espacios, pero también en la adjudicación de estas tareas a
la mujer. Ante esta situación diferentes feministas elaboraron fuertes críticas y se
opusieron tajantemente a la separación en las dos esferas (pública y privada), y al
reclutamiento femenino en el ámbito interno de la vivienda. Por ejemplo, Charlotte
Perkins Gilman6 se opuso a la conceptualización del hogar como el lugar de las
mujeres y propuso un modelo de vivienda que no incluía la repetición de espacio
de la cocina y del comedor para cada célula, sino que las actividades asignadas a estos
espacios debían efectuarse en forma colectiva. Como es de esperarse, las reacciones a estas propuestas que amenazaban con “destruir a la familia” no se hicieron
esperar. En 1910, Cristine Frederick presentó una propuesta de vivienda unifamiliar
con la que se pronunciaba por la defensa de los valores tradicionales, la tranquilidad de la vida doméstica, la intimidad y reclusión de la mujer. Para ello, definió
con precisión la actividad doméstica: sus movimientos, ritmo de trabajo, gestos,
recorridos y racionalización. Este tipo de vivienda se constituiría sobre la base de la
exaltación del papel de la mujer en el hogar como “la artífice de la racionalización
de la práctica del vivir en el espacio privado” (Cos 1986: 142).
La vivienda de la posguerra viene a plasmar nuevos valores, como el de
privacidad, a través de la optimización de las dimensiones y la fragmentación
del espacio interior, la separación entre tiempos diurno y nocturno, así como la
6
Socióloga, escritora y novelista estadounidense de inales del siglo xix y principios del xx. Escribió sobre
el papel de la mujer en la sociedad y su falta de autonomía.
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protección de los adultos y su intimidad. Sin embargo, un cambio en estas viviendas justificaría la vuelta al hogar de miles de mujeres, más allá de los criterios
económicos: la cocina.
En 1926 Margarete Schütte-Lihotzky, con base en la socialización de las
tareas domésticas, planteó la cocina de Frankfurt, un modelo para la práctica
efectiva de lo doméstico. La propuesta se caracterizaba por el orden y el control,
la higiene y la modernidad, pero principalmente por la adjudicación concreta de
ese espacio para la mujer (Cos 1986).7 Así, la concepción del ser mujer influirá en la
idea que una sociedad tenga de la familia y en la manera de configurar el espacio
y la vida cotidiana.
Es importante señalar que a estas transformaciones de los espacios privados
las acompañan modificaciones en la estructura y funcionamiento de la familia. La
unidad familiar ha evolucionado, y parte de las tareas que antes asumía la mujer
han sido confiadas a instancias colectivas, quedando para esta básicamente las actividades que se relacionan con la vida privada. Pero acontece también que, en el
interior de la familia, los individuos conquistan el derecho a tener una vida privada
autónoma. Esta vida privada tanto familiar como individual se desarrolla dentro de
los límites del universo doméstico que se da en la vivienda. La nueva configuración
del ámbito doméstico va a consistir en la especialización funcional de los espacios
que garanticen el derecho de llevar a cabo, precisamente, la vida privada y es esto
lo que se ha constituido en una verdadera revolución de la vivienda.
Diversos estudios han puesto de manifiesto la estrecha relación entre el diseño
del espacio y la manera como las personas lo utilizan y le dan significado. Uno de los
trabajos más representativos es el de Edwart T. Hall (1978), quien acuña la palabra
proxémica como manifestación de la cultura. Para Hall, hay una serie de filtros
normados culturalmente. Conceptos como hacinamiento, privacidad, independencia están mediados culturalmente y por ello variarán no solo geográficamente,
sino también de acuerdo con el grupo social de pertenencia.
Otros trabajos plantean que las modalidades de apropiación espacial de la
vivienda son resultado del uso jerarquizado de los espacios, en función del género,
la edad y el lugar que el individuo ocupa en la familia. Jerarquía que, de acuerdo con
Pezeu-Massabuau (1988), es delimitada, aceptada y respetada por sus ocupantes.
7
Para Pilar Cos, el impacto social de estas transformaciones será fundamental, ya que impedirá alcanzar
la igualdad de los sexos y, con ello, la transformación de la sociedad.
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Parte importante de la vida cotidiana de los individuos gira y se organiza
alrededor de la casa, que se convierte en el lugar de encuentro, de llegada y salida de los miembros de la familia; es lugar de refugio, de descanso, de trabajo,
escenario privilegiado de lo privado desde el que se interpreta el mundo exterior
(Reguillo 1998).
Una propuesta interesante es la planteada por Pierre Bourdieu, para quien
la conformación del habitus, que se inicia en la familia a través de costumbres y
valores inculcados básicamente desde la infancia, corresponde al lugar que ocupa
esta dentro del campo social. Así, la forma de actuar en la vida cotidiana, la forma
de usar y apropiarse de los espacios se estructurará a partir del habitus. Y si la vivienda constituye el escenario en el que se desarrollan estas prácticas cotidianas, la
importancia del concepto habitus estriba no solo en que permite identificar el uso
de esos espacios, sino principalmente rescatar el significado que los beneficiarios
le asignan a estos y la forma en que se apropian de la vivienda (Bourdieu 1997: 33).
Sobre esta base desarrollamos el análisis.
El caso de estudio: un conjunto habitacional del Programa de
Nuestro caso de estudio es un conjunto habitacional de interés social edificado en
el periodo de reconstrucción posterior a los sismos de 1985 en la Ciudad de México,
por medio del Programa de Renovación Habitacional Popular (rhp).8
Mediante este programa se construyeron poco más de 45,000 viviendas en las
áreas centrales de la ciudad, conformando pequeños conjuntos habitacionales con
una altura máxima permitida de tres niveles. En su diseño se incorporó el patio
central con el que contaban anteriormente las vecindades; los departamentos alcanzaron un promedio de cuarenta metros cuadrados distribuidos en dos recámaras,
cocineta, sala comedor y azotehuela. Había una decena de prototipos de viviendas,
que fueron “sembrados” en los predios que integraron el decreto expropiatorio
expedido el 21 de octubre de 1985 y que fueron asignados a las constructoras y ar-
8
Este programa se ha considerado un parteaguas en la política de vivienda mexicana dirigida a áreas
centrales. A diferencia de otras acciones de renovación urbana que expulsan a la población de menores
recursos para facilitar la construcción de usos más rentables, incluido el negocio inmobiliario, rhp se
caracterizó por reconstruir vivienda popular en los barrios centrales de la ciudad, en donde habitaban
originalmente los beneiciarios.
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quitectos encargados de la reconstrucción. Los grandes subsidios con que operó el
programa permitieron que las viviendas reconstruidas o rehabilitadas se entregaran
a los antiguos inquilinos, en propiedad y escrituradas bajo el régimen de propiedad
en condominio vecinal.
El conjunto habitacional objeto de estudio se ubica en calle de Violeta de la
colonia Buenavista y cuenta con 34 casitas de 42 m2 distribuidos en dos plantas. Las
viviendas se distribuyen alrededor del predio permitiendo la formación de un patio
central que hace las veces de espacio colectivo. Cada casita tiene dos recámaras en
la planta alta, y baño, sala comedor, cocina y azotehuela en la planta baja.
Es importante recordar que en el diseño de las viviendas de interés social
se busca la economía de construcción y la optimización de espacios, por ello es
común encontrar que la superficie de circulación sea mínima, al tiempo que la
separación entre sala y comedor se hace prácticamente nula, lo mismo que la cocina respecto al espacio de lavado de ropa. Los prototipos de interés social, en la
búsqueda de satisfacer las necesidades básicas y la calidad de vida de los futuros
usuarios, se construyen siguiendo determinadas normas de diseño9 que uniformizan los espacios habitables. Las familias tienen que amoldar su vida cotidiana
a estos espacios construidos bajo una normatividad que busca hacer rendir el
presupuesto, a través de la reducción de las dimensiones de la vivienda, del uso
de materiales baratos y diseños en serie.
Esta simplificación excesiva del lenguaje formal del diseño y la imagen monótona de la vivienda de interés social, para Boils, no contribuye a impulsar actitudes
de identidad de los habitantes hacia ese espacio que es su casa (Boils 1992: 49). Sin
embargo, se observa que las familias modifican y transforman las viviendas, no solo
para adaptarlas a sus necesidades, sino también para impregnar en ellas su presencia,
y con ello van generando identidad y apego. Así, a lo largo de los años, la mayoría
de los vecinos del conjunto Violeta han modificado sus viviendas, principalmente
el aplanado y acabados (pisos y paredes), han colocado protecciones en ventanas y
puertas de entrada; han remodelado la cocina y el baño, techado la azotehuela y/o
ampliado la cocina. Por el prototipo de vivienda utilizado en este conjunto, los habitantes han podido construir más cuartos sobre el techo, ganando espacio frente
a las reducidas dimensiones de la vivienda.
9
Estas normas, como diría Pezeu-Massabuau (1988), son el producto de una interpretación estadística
de las necesidades individuales y familiares, que ajusta los deseos de cada quien al promedio obtenido.
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Los vecinos que integran el conjunto proceden de diferentes colonias de la
ciudad (Garibaldi, Guerrero, Romero Rubio, entre otras). A 2 años de su entrega,
de las familias originales ya no la habitan (casi un tercio del total): siete han
vendido su vivienda y cuatro la están rentando. En general, el conjunto se encuentra en buen estado. Los vecinos han podido organizarse para su mantenimiento y
conservación. Han establecido normas precisas para el uso del espacio colectivo,
amortiguando con ello los conflictos propios de estos espacios.
Cuadro 1. Características de las personas entrevistadas
Características
Entrevistado/a
Bertha
Enrique
Paola
Omar
Edad
58
34
51
54
Ocupación
Ama de casa
Empleado de
almacén y músico
Afanadora
Guardia de
seguridad
Jefatura de hogar
Ella
Él
Ella
Él
Tiempo de habitar en
la vivienda
27
7
15
27
Número de
habitantes
2
3
1, hace cuatro meses
eran 4 (ella y su hija,
yerno y nieto)
6
Tipo de familia
Nuclear
Nuclear
Unipersonal
Ampliada
Fuente: elaboración propia.
Para este estudio de caso, entrevistamos a cuatro habitantes pertenecientes a
igual número de viviendas del conjunto habitacional. Se trata de dos hombres y
dos mujeres, ya que buscamos tener una visión de género sobre la forma en que
las familias usan, se apropian, dan sentido y transforman su espacio doméstico.
Todos son los jefes de familia, sus edades van de los a los años. Dos de ellos
viven en el conjunto desde que les fue entregado por las autoridades de la ciudad
(véase cuadro ).
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Uso y apropiación del espacio
Son los habitantes, verdaderos productores del espacio,
los que, arreglando, acomodando, modificando, cambian los usos previstos
y atribuyen así nuevos significados al espacio.
Améndola (1984: 40)
El diseño de toda vivienda (y con él la manera en que están dispuestos los espacios y
las funciones asignadas a estos) proyecta una concepción particular que se tiene de
familia, y en consecuencia, del papel específico asignado a la mujer en la sociedad.
Pero el uso concreto de la vivienda que hace la familia es lo que la transforma en
un espacio con significado, en su casa.
El tipo de concepción que la sociedad tenga de la identidad femenina influirá
decisivamente en la forma en que se configura el espacio doméstico. La mujer ocupa
básicamente aquellos ámbitos que guardan una relación directa con las funciones
de esposa y madre, porque es la que se encarga del cuidado de los hijos y de la casa,
actividades y espacios que no desempeña ni ocupa para sí misma, sino para los
otros, para su familia (Vázquez Antón 1986).
Además, la organización familiar impacta la forma en que se usan los espacios
de la vivienda, por ello, las relaciones de armonía y solidaridad se reproducen en el
uso del espacio, tanto como las de autoridad y dominio, marcándose una diferencia
por sexo, edad y lugar que se ocupa dentro del hogar.
La vivienda que anteriormente ocupaban los entrevistados tenía condiciones
deficientes. Dos de las cuatro familias vivían en un departamento, uno de ellos lo
compartía con la suegra. Otra provenía de un albergue y la última de una vecindad:
Antes rentaba. Después [de los sismos] estuve en un albergue, el cual era de lámina y
cartón, de 4 x 4 metros porque eran cuartos muy reducidos, compartíamos como con
diez personas [...] Se compartía una cocina con estufones, teníamos que tener una
coordinación de limpieza, un día cada una, tanto de cocina como de pasillos, como de
lavadero, como de baño. Los baños también se compartían. Teníamos que mantenerlos
limpios, porque eran [para] las necesidades y [para] asearnos, más que nada (Paola).
Vivíamos en una vecindad donde los cuartos tenían una medida estándar, eran como
de 6 x 4 metros, pero eran mucho muy altos y se le hizo una adaptación de lo que
se llama tapanco, donde la parte superior se ocupaba para recámara y en la parte de
abajo era la sala y los que teníamos cocina, bueno, la cocina era aparte, en lo que era
la vecindad (Omar).
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Era un pedacito como de terracita, supongo, ahí se acondicionó un lavadero, y los
lazos. Porque sí había azotea, pero era muy difícil subir porque éramos bastantes. A
nosotros nos tocó compartir el baño completo con una vecinita, éramos dos familias
nada más en ese pedacito (Bertha).
Las personas entrevistadas cuentan que su primera impresión al llegar a la nueva
vivienda fue de sorpresa por la oportunidad de contar con un espacio privado,
enfrentarse solas a tener una vivienda propia y mejorar sus condiciones de vida al
poder dejar la precariedad de su anterior vivienda, y también por lograr mantenerse
en un espacio central de la ciudad:
Me dio mucha emoción saber que íbamos a tener algo realmente de nosotros y no
compartir baño, [y] un poco más de privacidad hasta cierto modo (Bertha).
De asombro de quedar en esta calle, porque no sabíamos dónde íbamos a quedar. Se
comentaba de ir a Iztapalapa, a las orillas del . [Nos sentimos] felices de la vida, porque nunca habíamos pensado en tener la oportunidad de hacernos de algo propio. Un
patrimonio que es pequeño, pero que al fin y al cabo ya es un patrimonio. Fue la primera
victoria, salir de allá. Lo primero que pensamos fue que finalmente pudimos [vivir] como
personas, como familia y por el futuro de nuestros hijos, sacarlos de ese ambiente (Omar).
El cambiar de casa también implicó mayores responsabilidades y nuevos gastos que
no se tenían previstos:
Sí implicó más responsabilidad porque antes no pagamos predial, el agua llegaba en el
recibo comunitario, entonces sí era muy diferente. Ahora tienes más responsabilidades
en cierto modo, pero también una satisfacción muy grande (Bertha).
Yo creo que fue el aspecto de conseguir otro trabajo y ganar un poquito más para poder
mantener la casa, lo que es cuestión de renta, pagar la luz, el gas, comidas, pasajes y
todo eso. Porque cuando tú vives con otra familia, se dividen los gastos y pagas menos,
pero ahorita ya como vivimos solos, pues es un poquito más el gasto (Enrique).
En cuanto al gusto que las familias experimentan por la vivienda recién adquirida, se perciben diferencias de género. Las mujeres señalan los espacios interiores
como el aspecto que más les gusta de su casa, porque les da privacidad, les permite
cumplir con su papel de ama de casa o porque consideran una mejoría respecto a
las condiciones habitacionales anteriores:
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[Lo que más me gusta de mi vivienda es] la cocina, porque guiso para mi familia y es
lo que más me gusta hacer (Bertha).
El espacio, porque puedo tener mi recámara propia. Puedo tener la recámara que era
para mis hijos. Puedo tener una cocina donde pueda cocinar y un baño donde me pueda
bañar y no juntar con nadie, eso es lo que me gusta. ¡Ah! Y tengo una zotehuela [sic],
donde tengo mi lavadora, que es lo que más me gusta, y mi lavadero independiente
de otros lavaderos, soy independiente de otros mecates. Eso es lo que me gusta y los
cuartos que tenemos (Paola).
Los aspectos que más les agradan a los hombres entrevistados se vinculan con el
diseño de la vivienda y del conjunto habitacional, que les permite una mejor calidad
de vida y la oportunidad de hacer “crecer” la vivienda para tener más espacio:
Lo que más me gusta yo creo que es la unidad porque está muy tranquila, aparte
porque no hay otros vecinos arriba, no tienes que andar soportando el ruido y pues
puedes ampliarla también, la casa (Enrique).
Más que nada la estructura con la cual está formada [...] La imagen que mi esposa y
yo tenemos en nuestra mente respecto a la vivienda que teníamos anterior [hace que
a esta] la consideremos un palacio (Omar).
Entre los aspectos que no les gustan de su actual vivienda están el tamaño y los
conflictos vecinales que se generan por tener que compartir espacios colectivos:
Sí me gusta todo, de la puerta para adentro todo. [Para afuera, no me gustan] los conflictos que se vinieron a raíz de personas nuevas [que llegaron al conjunto] (Bertha).
Lo único que me disgusta es que estamos en una situación, no individual o independiente,
porque es la misma situación de un grupo de familias en un mismo terreno (Omar).
Si bien hay consenso de que la vivienda es sumamente pequeña, la apreciación y
valoración actual de esta varía en función del tamaño de la familia, del ciclo familiar
y de las inversiones para ampliar y construir más cuartos:
Ya en la actualidad sí [está bien el tamaño de la casita], porque aquí ya somos seis personas: mi esposa, un servidor, mis dos hijos y mis dos nietos, y el espacio que tenemos
ahorita es la planta baja, la sala comedor, la cocina. Y la cocina era anteriormente el
cuarto de lavado, la azotehuela famosa. Se techó a base de esfuerzos y ahorros, se
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construyó una recámara arriba. Y ahorita, en lugar de dos recámaras, tenemos tres:
la matrimonial, donde está mi esposa y yo, una media recámara que es la que ocupa
mi hija con mi nieta y mi hijo con mi otro nieto en el otro cuarto que se construyó
adicional, arriba de la cocina. Pero sí, obviamente tenemos la esperanza de poder
conseguir algo más grande totalmente independiente (Omar).
Las viviendas de interés social se construyen con un diseño estandarizado orientado
por el objetivo de construir vivienda de interés social a bajo costo y que proporciona un marco rígido y anónimo. Ante esto cada persona/familia lo acondiciona
y decora con base en sus necesidades y gustos. De ahí que el espacio doméstico
constituya para el investigador un universo lleno de imágenes listas para ser analizadas y comprendidas: observar los espacios y objetos ahí localizados, la forma
en que están distribuidos y jerarquizados, permite conocer no solo los valores de
la familia que ahí habita, sino también los conceptos sociales, de lo que significa
el prestigio, la familia, la infancia, la feminidad y la masculinidad.
En la vida cotidiana, las decisiones de la mujer tienen un fuerte peso moral y
condicionan en mucho la forma en que se organiza el espacio doméstico. Si bien
es común considerar al hombre como el jefe de familia, dentro de la casa es la
mujer la que toma la iniciativa y asume prácticamente sola las responsabilidades
domésticas, porque la vivienda representa para ella su lugar como ama de casa
y madre de familia y las deficiencias o carencias del espacio doméstico afectan
directamente su trabajo como responsable de la reproducción familiar:
Por lo regular, la que decide todo soy yo, como él bien dice y yo también, o sea, la
casa es prácticamente mía, pues la que organiza todo, la que sé todo de la casa soy
yo (Bertha).
La cocina constituye el dominio absoluto de la mujer, en ella cumple la función
central de nutrir a la familia. Este espacio tiene un gran significado, y la historia
de su diseño ha reflejado las grandes contradicciones de género. En toda vivienda,
la cocina es un ámbito fundamental, quizá el que le da sentido más claro a su función como espacio de reproducción de la unidad familiar y constituye el elemento
fundamental que amalgama la relación familia-vivienda.
A pesar de que en la cocina se lleva a cabo una de las funciones centrales de la
domesticidad, la preparación de alimentos, su importancia en los prototipos de interés
social se ha sacrificado significativamente, dejándole apenas dos metros cuadrados
de superficie, lo que impone una manera diferente de “hacer la comida”.
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Esta es mi cocina. Como ves está bonita, le voy a cambiar el color. Aquí está mi estufa, mi refrigerador, mi mesa de microondas. Aquí era el espacio y el lugar exclusivo
de mi hija, porque como yo trabajaba todo el día, ella se encargaba de la casa. Aquí
nadie se metía, nadie le agarraba nada, porque no le gustaba que le hicieran desorden.
[Cuando estaban todos, nos juntábamos] en la cocina, quien sabe por qué, pero se nos
daba estar todos en la cocina. Tal vez porque era el lugar donde comíamos nuestros
alimentos (Paola).
Es común que el uso de la cocina sea monopolizado por la mujer y eventualmente
solo es permitido a otras mujeres, porque la incursión masculina se considera una
invasión a este espacio femenino.
Aquí es mi reino, aquí nada más yo entro, mando y digo qué se hace (Bertha).
Mmm, nada más me lavan trastes, es lo único que hacen porque no me gusta que
nadie me haga la cocina, nadie, nadie, nadie (Bertha).
Cada vez es más común observar cómo el hombre se va involucrando en las diferentes labores domésticas (crianza, pago de servicios, aseo y cocinar) como consecuencia de una mayor incorporación de la mujer al mercado laboral. Sin embargo,
la responsabilidad final del trabajo doméstico corresponde a esta:
Sí, de hecho, los dos nos dejamos tareas cada uno para hacerlas. Ella me dice “tienes que
pasar por el niño porque voy a ir a trabajar” y tengo que pasar por él. Yo le digo “tienes
que pasar a pagar este recibo” y va y lo paga. Entonces [...] la pequeña estufa, que es en
donde mi mujer cocina, no le gusta mucho, pero tiene que hacernos de comer, ¿no?
Hay veces que le toca a ella y hay veces que me toca a mí. Por ejemplo, cuando ella se
va a trabajar en las tardes, ya me toca hacer de comer, pero por lo regular siempre es
mi esposa la que está haciendo de comer (Omar).
Es así que, en los últimos tiempos, la cocina ha sido considerada un espacio
ambiguo, ya que, si bien desde su concepción ha sido el espacio “natural” femenino y, por ende, conformador de identidad, y en ocasiones incluso ha sido el
instrumento de dominación hacia la mujer, actualmente se empieza a concebir
como un espacio doméstico de liberación, porque se abre a su utilización por
ambos sexos. A las nuevas generaciones se les enseña a participar en las actividades domésticas:
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Tratamos de repartirnos ese tipo de actividades [domésticas], porque la que lleva el
mayor peso es mi esposa. Llega de trabajar, llega y cocina, principalmente por los niños
[...] Cuando he tenido oportunidad de venir a comer a la casa, nos reunimos para comer.
Hemos tratado de educar a los niños: “A ver Jorge, te toca poner la mesa”, la niña dice
“en qué te ayudo”, ella misma dice “yo también quiero ayudar” (Omar).
Otro ámbito doméstico particularmente femenino es el patio de servicio (azotehuela) porque en él se llevan a cabo actividades como el lavado y tendido de la
ropa. En la vivienda de interés social, este ámbito también tiene dimensiones muy
reducidas, lo que provoca que en ocasiones las ventanas, corredores, balcones y
pasillos del conjunto habitacional se conviertan en espacios para tender ropa. Las
áreas de servicio son ámbitos muy importantes, pues, además del lavado y tendido
de ropa, es un espacio que se aprovecha para el guardado de utensilios grandes,
cajas y hasta mascotas.
Esta es mi zotehuela [sic]. Es un espacio más o menos de dos veinte como por tres. Es
un espacio corrido, el cual nosotros dividimos porque no cabíamos bien. Aquí es mi
reino, aquí nada más yo entro, mando y digo qué se hace (Bertha).
Luego estoy mucho tiempo aquí abajo, me la paso en la azotehuela, lavando mi patio.
Pero no me gusta mucho la cocina y no sé por qué. Ve, no es muy chiquita, no es muy
grandota. Aquí está mi lavadora, aquí nada más es para lavar, tender y las necesidades
de mis perritos. Está mojado porque lavo diario el piso (Paola).
Este espacio es concebido por las mujeres, principalmente por las que provienen
de vecindad, como una conquista, ya que les permite efectuar de manera privada
y con comodidad las labores domésticas. Prácticamente todas las viviendas del
conjunto Violeta han puesto techo sobre el patio de servicio, ya sea para evitar
que la ropa se moje, o bien con el fin de ganar un espacio para ampliar la cocina
y el comedor.
Le mandé poner láminas y, pues dije: “El día que llueva se va a mojar todo”. Mandé a
hacer la estructura y puse las láminas [...] Me gustaría después techar para poner la
cocina de este lado y ampliar más, ahora sí que el comedor (Enrique).
Si bien la sala de la vivienda se considera como el ámbito intermedio entre el adentro y el afuera y sirve de límite y frontera, el comedor no se constituye solo en el
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espacio de comer, sino que cede su lugar a una serie de prácticas que adquieren un
carácter ritual y de significación. El mueble central para la convivencia es la mesa.
En ella se llevan a cabo una multitud de actividades, además del ritual de preparación y consumo de alimentos, la charla de sobremesa, ver la televisión, estudiar,
trabajar y recibir visitas. Precisamente por esa diversidad de actividades, y porque
se carece de otro espacio apropiado, este mueble es generalmente de gran tamaño,
desproporcionado al espacio que tiene la sala comedor.
En estas viviendas, la sala y el comedor están unidos y se han convertido en el
espacio preferido por sus habitantes, ya que es un ámbito de convivencia, de recibir
visitas, de descanso, pero principalmente de ver la televisión:
Yo creo que [mi espacio preferido] sería la sala porque tienes la tele, la música, te puedes
acostar en el sillón [...] para mí es el mejor espacio (Enrique).
La televisión en las viviendas actuales ocupa un lugar central porque produce un
uso integrativo del espacio. Ha venido a sustituir al radio como objeto de reunión
familiar. Los sillones y la mesa se disponen en función de obtener una buena perspectiva para ver los programas televisivos. Por su importancia en la vida cotidiana,
se establecen normas y restricciones precisas para el uso del televisor. Generalmente,
para evitar conflictos, es común que en las recámaras se cuente con un televisor,
aunque sea pequeño:
La mayor parte del tiempo [todos] se la pasan en la sala viendo televisión. En la actualidad, la niña es la que se apodera la programación. [La sala] es el espacio para poder
convivir o disfrutar de la televisión o sentirse a gusto. Cuando hay necesidad de estar
relajado, de no escuchar tanto ruido, cada quien se va a su recámara y los demás se
quedan en la sala viendo televisión (Omar).
La sala comedor es el lugar de reunión familiar por excelencia y constituye el
verdadero espacio público de la vivienda, en ella la familia se proyecta a los otros,
muestra su forma de vida y sus valores, no solo a través de ciertas conductas de
rutina, sino por medio de los objetos que se lucen en ese espacio. La presencia
de aparatos electrónicos muestra cómo la vivienda propicia nuevos patrones de
consumo, en el caso de la sala comedor, las familias lucen aquellos objetos que
desean que sean vistos por los visitantes y que expresan el ascenso social alcanzado.
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Las paredes son la primera superficie que la gente se apropia (Corbin et al.
1991: 20) y esto es más claro en las que limitan la sala comedor. Ahí es posible
encontrar repetidamente desde fotos familiares,10 cuadros religiosos, calendarios y
títulos profesionales hasta estampas de los personajes de televisión y cine.11 Llama la
atención que prácticamente en ninguna de las viviendas visitadas exista un mueble
con libros a la vista del visitante.
[Pongo aquí las fotos para] que las vean, que las conozcan los que no las han visto, que
vean cómo han ido cambiando. Pues es compartirles algo del cariño y el amor que les
tengo a mis hijos y a mis sobrinos (Bertha).
La condición de clase ofrece una serie de posibilidades estéticas que se traducen
en lo que se denomina el gusto (Bourdieu 1988).12 Para Bourdieu existe una serie
de valores que corresponden al grupo social y que se cristalizan en el espacio
habitacional; estos valores se traducen en signos complejos, los cuales es posible
descifrar, ya que constituyen todo un lenguaje cultural. Además, los habitus son
también operadores de distinción: “Ponen en juego principios de diferenciación
diferentes o utilizan de modo diferente los principios de diferenciación comunes”
(1997: 33). Se da una búsqueda de distinción, que se plasma también en el “toque
personal” que cada mujer y su familia le imprime a su vivienda. Esto se hace más
patente en el caso de departamentos en serie, como los de interés social, en los que
se obliga a las personas a someter el desarrollo de su vida familiar a un armazón
rígido e impersonal, de ahí que en este tipo de vivienda el acondicionar espacios y
personalizarlos constituya el elemento central de distinción.
10 Para Bourdieu, el decorado de paredes con fotografías es una característica de la estética de los sectores
medios y populares. A través de la fotografía, las personas consagran y solemnizan lo cotidiano (1989).
11 Al estereotipar la estética popular, Bourdieu apunta que esta gusta de las bagatelas de fantasía y los
accesorios impactantes cuya intención es obtener el máximo efecto al menor costo, fórmula que para
el gusto burgués es la deinición misma de la vulgaridad. Sin embargo, García Canclini polemiza con
esta postura, apuntando que los sectores populares tienen formas particulares de cultivar lo estético
(1990: 32).
12 Bourdieu (1988) identiica, en lo que llama el mercado de bienes simbólicos, tres modos de producción:
burgués, medio y popular. Los tres modos se distinguen por sus públicos, por la naturaleza de sus obras
producidas y por las ideologías político-estéticas que los expresan. La diferencia se establece, más que
en los bienes de cada clase, a partir del modo en que se usan.
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Paralelamente a la distinción buscada por sus habitantes, la vivienda permite
que sus ocupantes se sientan parte de una colectividad. La colectividad a la que el
individuo pertenece elabora un tipo de casa ideal, que es impuesta, pero que al aspirar
a ella le permite participar en la comunidad. De ahí la importancia de identificar el
ideal de la casa que prevalece; la forma en que usan y se apropian del espacio está
relacionada con el habitus.
Las recámaras constituyen el espacio más privado de la vivienda, a ellas solo
tienen acceso los integrantes de la familia y las personas de mucha confianza. Además
de ser el lugar privilegiado de descanso y de relajación, porque ahí ven televisión
o duermen la siesta, la recámara a veces se convierte en lugar de trabajo y estudio:
Cuando hay necesidad de estar relajado, de no escuchar tanto ruido, cada quien se va
a su recámara y los demás se quedan en la sala viendo televisión [...] Cada quien está
en su recámara. Mi hijo está en su cuarto trabajando en su computadora, mi hija,
trabajando cuestiones de la escuela, de su trabajo (Omar).
El reducido tamaño de los espacios interiores de las recámaras plantea una realidad:
la falta generalizada de lugares para guardar no solo ropa, sino los objetos de uso
cotidiano. Este modelo habitacional implica una lógica de amueblamiento que se
ajuste al reducido tamaño de este espacio. Ello origina también que la circulación
en la recámara sea mínima y las tareas de limpieza se realicen con dificultad e
incomodidad. Así, el amontonamiento de objetos que caracteriza las viviendas
populares tiene que ver con la falta de espacio y, por ende, con la necesidad de
utilizar este al máximo.
A diferencia de otros espacios de la vivienda, el baño es un ámbito en donde las
propuestas oficiales tienden a conservar dimensiones que satisfacen los requerimientos
antropométricos mínimos para su operación (Boils 1991: 31). El uso del baño se controla a través de rituales y normas que no siempre son explícitas, pero que implican,
al igual que otros espacios, un uso jerárquico por parte de los miembros del hogar. El
baño se usa en el orden en que se sale a trabajar: el primero que se baña generalmente
es el marido y la última es la mujer, sobre todo si no trabaja fuera de casa.
El problema mayor es en la mañana que nos levantamos temprano y queremos usar el
baño, la regadera. Nada más tenemos un solo baño para las seis personas que somos
aquí. Sin embargo, se le da prioridad al horario de cada uno. Y el que se va más temprano se tendría que parar más temprano, acortar su tiempo en la regadera (Omar).
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Se le invierte al baño para hacerlo más cómodo y agradable, como a cualquier otro
espacio de la vivienda. Para las familias que no contaban con este espacio privado
en la vivienda anterior, su actual presencia constituye uno de los elementos centrales
de satisfacción residencial.
Este es nuestro baño, el cual también nos lo entregaron sin aplanar y sin nada y, pues,
poco a poco con el trabajo de mi marido lo hemos ido más o menos arreglando poco
a poco (Bertha).
Ese es mi baño, un baño pequeño, como verás, era el baño compartido para cuatro
personas. Está cómodo, tengo suficiente agua, está rico. La primera que ocupaba el
baño era yo, después de mí, era Armando [yerno], al último eran mi hija y mi nieto.
Era yo primero porque era la primera que salía a trabajar, y [...] porque era la que más
me tardaba en bañarme porque tengo mis cosas en el baño, en ponerme que mi crema,
mi desodorante, no me podía poner en mi recámara, lo tenía que hacer yo ahí (Paola).
Al estudiar los diferentes elementos que conforman el espacio habitacional, es
importante reconocer que su significado varía de acuerdo con la cultura y las
actitudes que cada sociedad tenga ante las diferentes necesidades creadas. Por
ejemplo, la forma del cuarto de baño es el resultado de actitudes en relación con el
cuerpo, la relajación, la privacidad, etc. De ahí que, aunque los problemas de higiene
han sido siempre los mismos, las creencias, temores y valores han determinado la
importancia que en cada sociedad se les ha asignado (Rapoport 1972; Soto 1992).
Reflexiones finales
Habitar en una vivienda de interés social imprime en sus habitantes una serie de
condicionantes que generan y exigen una particular conducta. En ella, el género
representa una variable fundamental para comprender el uso y significado que los
espacios domésticos adquieren. En este trabajo encontramos una diversidad de formas de apropiación, de decoración y de uso de la vivienda, que revelan sensaciones,
sentimientos y emociones que se vinculan con los papeles asignados a sus habitantes
no solo de género, sino también del ciclo de vida de la familia y de sus integrantes.
En la forma como se usa la vivienda se cristalizan igualmente las relaciones que
los miembros de la familia establecen entre sí; por ello, hay restricciones para su
uso, disfrutes diferenciados y responsabilidades no asumidas por igual. La familia
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se apropia de los espacios domésticos otorgándoles sentido y esto se logra también
a través de objetos. Estos comunican los valores familiares, sus logros e incluso su
historia, pero también reflejan el poder que algunos miembros ejercen sobre los
demás y, por ello, su uso y disfrute es jerárquico.
Para el individuo y la familia, la vivienda es mucho más que una estructura
física, es un espacio cargado de símbolos; la casa es mucho más que un ámbito de
protección, es un espacio susceptible de ser apropiado, adornado, decorado. De ahí
que cada cual sea libre de crear en este espacio interior un microuniverso personal y/o familiar con base en criterios no solo prácticos, sino también estéticos y
afectivos. En este proceso, el género tiene un impacto particular en la forma que
adquiere el espacio doméstico.
Cabe señalar que, en la labor de mantener habitable el espacio doméstico, es
decir que tenga higiene, orden y confort, participan los integrantes de la familia, sin
embargo, predomina el trabajo de las mujeres, sean estas o no jefas de familia.
Gracias a los testimonios de la memoria y la experiencia aportados por los
habitantes de estas viviendas, podemos aproximarnos al sentido y significado que
ellos otorgan a su espacio social, a sus interrelaciones, a la identidad y los roles de
género asumidos en su vida cotidiana en el transcurso del ciclo de vida individual
y familiar.
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La esfera doméstica moderna: jerarquías
espaciales y configuraciones subjetivas
Pilar Velázquez Lacoste1
Introducción
“Que la mujer sepa lo que debe hacer, cumpla con los hijos, con la comida y la ropa
y que el hombre tenga qué ofrecer y trabaje para mantenerla a ella y a los hijos, ¡de
qué otra forma puede ser!”, afirma Narcisa, una mujer de años que ha crecido
en el seno de una familia campesina y actualmente se desempeña como empleada
doméstica en la Ciudad de México.
Narcisa, quien nació en un contexto rural a principios del siglo , señala
que su madre procreó hijos e hijas; atendía las labores domésticas y las propias
de su papel de esposa. Durante los años que duró su matrimonio, la madre de
Narcisa se dedicó a las arduas tareas domésticas; desde muy temprano comenzaba
la jornada de trabajo: ir al molino, hacer las tortillas, acarrear la leña, prender el
fuego, preparar el almuerzo para llevarlo a su esposo al campo. Más tarde, había
que ir a lavar la ropa al río, preparar la comida y cuidar de los hijos e hijas.
Narcisa nunca se quejó de la relación que llevaron sus padres; pues señala que
estaba acostumbrada a no protestar ni a quejarse nunca; para ella, la relación entre
sus padres no le resultaba nada hostil si la compara con la que vivió su mamá al lado
de su abuelo. Y es que la infancia de su madre estuvo marcada por las fuertes golpizas
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Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco.
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PILAR VELÁZQUEZ LACOSTE
que le propinaba su padre, la miseria y las fuertes enfermedades. A Narcisa, quien
asume que su familia era de “gente muy pobre” y que ella y sus hermanas siempre
anduvieron “malvestidas”, le reconforta decir que, aunque su padre era muy estricto,
nunca recibió un solo golpe de él. Sin embargo, Narcisa tiene muy claro que, en una
relación matrimonial, los esposos golpean a las mujeres, en el entorno familiar los
padres reprenden y les prohíben ciertas conductas y actividades a las hijas, y para ella
es la forma correcta en que se debe interactuar en la familia. Cuando relata que su
padre siempre les aconsejó que el deber principal de ellas, al llegar a cualquier casa,
era “obedecer de buen modo” porque para eso estaban o, en todo caso, para eso las
contrataban, se percibe en sus palabras una actitud de aprobación en relación con
los consejos de su padre. En su relato, Narcisa enfatiza que cuando sus hermanas
se casaron, diariamente sus maridos les daban a todas sus “catorrazos”. Desde ese
entonces ella quedó claramente convencida de que podría soportar pobreza, pues
siempre había sido pobre, pero nunca golpes ni malas palabras. Cuando de joven
tuvo un novio que la golpeó y la maltrató, decidió que nunca más conviviría en una
relación de pareja con un hombre.
En el pueblo de Narcisa, como en muchas otras comunidades campesinas de
México, las mujeres y las ancianas decían que una mujer debe aprovechar su soltería
porque una vez que se casa tendrá que dedicarse a servir y a saber tolerar lo que
su marido le haga.
En la familia de Narcisa nacieron seis mujeres, a quienes, desde muy corta
edad, la madre involucró en todas las tareas domésticas, que incluían las labores del
campo. Las hijas, junto con la madre, preparaban la comida, molían el maíz y hacían
las tortillas, lavaban la ropa, acarreaban leña y llevaban a su padre el almuerzo al
campo; se dedicaban también a la siembra, la cosecha, la recolección y el cuidado de
los animales. Entre más crecían las hijas, mayores y múltiples eran las tareas que su
madre les asignaba. Nunca, en el seno de su familia, un varón llegó a involucrarse
en alguna labor de la casa; el padre de Narcisa y sus seis hermanos tenían muy claro
el papel que les correspondía asumir y actuar en el ámbito del hogar familiar: ser
proveedores y cabezas del hogar: “Si no fuera por nosotros, ustedes ya se habrían
muerto de hambre”, le dijo su hermano mayor a Narcisa en la misma ocasión en
que, por contradecirlo, también la golpeó.
Desde muy pequeña, Narcisa tuvo que olvidarse de jugar con otros niños y
niñas de su edad, tampoco podía descansar, pasear o tener amigos; colaborar con
las actividades agrícolas bajo la autoridad de su padre y ayudar en las tareas de la
casa se convirtió en su rutina permanente. No solo la adversa situación económica
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familiar en la que creció Narcisa impidió que sus hermanas y hermanos estudiaran,
sino que el supuesto que privaba en su entorno familiar y su comunidad de que las
mujeres no deben asistir a la escuela —ya que una vez que contraigan matrimonio
su marido les proveerá lo necesario para sobrevivir y no tendrán más que dedicarse
al cuidado del hogar y de los hijos e hijas— tuvo una enorme repercusión en su vida.
Narcisa, quien nunca asistió a la escuela, narra las razones que su padre anteponía
para no dejarlas ir a estudiar: “Nosotras no tuvimos escuela, nunca nos mandaron
a la escuela. Mi papá nunca nos quiso mandar, [nos decía]: ‘¿Para qué?, ¿a ustedes
para qué les sirve la escuela? ¿Para que nada más le escriban al novio? No, mejor
quédense así’ ”.
El ámbito doméstico, el espacio de la casa, el hogar familiar, aquel en cuyos
confines se lleva a cabo la reproducción material cotidiana que permite el funcionamiento de las otras esferas sociales y para cuyo orden y mantenimiento se ponen
en marcha diversas interacciones sociales entre hombres y mujeres —amas de casa,
jefes de familia, empleadas domésticas, padres, madres, hijas, hijos, hermanos,
hermanas—, constituye uno de los espacios sociales más importantes y complejos
de las sociedades modernas.
Es preciso analizar la importancia y singularidad de la lógica doméstica, en
tanto que su carácter tradicional intrínseco no solo perpetúa relaciones de poder
y subordinación entre sus integrantes, sino que el imaginario social y las prácticas
cotidianas y espaciales dentro de la casa familiar contemporánea no son genéricamente neutros ni jerárquicamente inocuos, la peculiaridad de la trama doméstica
constriñe, refuerza y reproduce las jerarquías entre los sexos, incidiendo así en
la configuración de las identidades.
El presente trabajo ofrece una reflexión teórica, sustentada en una investigación empírica, sobre la compleja relación existente entre las jerarquizaciones de
género y las prácticas, configuraciones e imaginarios espaciales, así como la forma
en que estas se constituyen mutuamente. En otros términos, intenta dar cuenta
de cómo la definición subjetiva de las empleadas domésticas condiciona el uso, los
imaginarios y las prácticas cotidianas que ellas hacen del espacio doméstico, pero
también de cómo el ordenamiento, las prácticas y los emplazamientos propios de
la domesticidad inciden en la reproducción de las diferenciaciones genéricas y en la
producción de subjetividad.
En un primer momento, es preciso definir, en el terreno teórico-conceptual,
los principios de legitimidad de la dominación que fundamentan las relaciones de
poder y subordinación entre los/as integrantes de la jerarquía familiar; solo enton-
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ces se podrán explicar las asignaciones, las actividades y las constrictivas prácticas
espaciales que delinean la vida diaria de las empleadas domésticas desde la casa
familiar de la infancia hasta la casa donde trabajan, estableciéndose así como un
espacio que viven y habitan de manera diferenciada hombres y mujeres. Finalmente,
colocándonos en el estrato más concreto de las relaciones sociales y las prácticas
domésticas, daremos cuenta de las experiencias y vivencias espaciales de las empleadas del hogar, aquellas que las mujeres configuran en ese singular espacio y que
al mismo tiempo están regidas por él.
El espacio doméstico moderno: breves apuntes teóricos
En su definición más abstracta, el ámbito doméstico constituye una de las esferas
clave en la división de espacios sociales de la modernidad. La casa familiar no solo
supone el ámbito de la reproducción material cotidiana, sino que es uno de los
espacios centrales en la conformación de las identidades sexuales modernas.
La familia moderna emerge tras un largo desarrollo histórico que tiene como
telón de fondo el complejo proceso de desarticulación de las sociedades tradicionales.
Las diversas figuras que poblaban el espacio doméstico van desapareciendo hasta
que el esposo, la esposa y los hijos e hijas pasan a constituir la moderna familia
nuclear y el contrato de matrimonio se instaura como constitutivo de las relaciones
domésticas (Pateman 1).
Y aunque el espacio doméstico se encuentra atravesado por una lógica racionalista, la desigualdad natural entre los sexos y las relaciones jerárquicas que se
2
3
Michelle Perrot ha insistido sobre las numerosas variantes que caracterizan a la familia moderna occidental
durante la mayor parte del siglo ; variantes ligadas a las tradiciones políticas y religiosas, al estatus
social, al medio social y local en particular (Perrot 1991: 111). Pese al carácter diverso de las familias
modernas del que nos advierte Perrot, nosotros hablaremos de la familia y de esa manera aludimos a la
lógica antimoderna, jerárquica y natural que rige a esta esfera y a las interacciones entre sus miembros.
“La familia, en efecto, es un espacio singular en el que se combinan aspectos de la casa aristotélica, la
sociedad natural ilustrada y el principio racionalizador ilustrado-romántico” (Serret 2008: 105).
La racionalización es un concepto moderno central que describe y explica la peculiaridad de los nuevos
rasgos que definen a las sociedades modernas. El proceso de racionalización, ampliamente estudiado
por Max Weber, da cuenta de una nueva lógica de interacción social alusiva a un nuevo sentido que
da significado a las sociedades modernas. Estos nuevos procesos de interacción social obedecen a un
principio de diferenciación, especialización, pluralización, diversificación y reflexividad, principios,
todos ellos, constitutivos del orden moderno. El concepto resulta central para la cabal comprensión de
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establecen entre hombres y mujeres se manifiestan como en ninguna otra esfera
en el ámbito de la domesticidad, pues es allí donde se generan y reproducen las
identidades de hombres y mujeres como desiguales por naturaleza. Así, en cuanto
varón, la figura del padre se instituye como superioridad absoluta que ejerce un
poder vertical sobre su esposa y sus hijas e hijos; las mujeres —en calidad de esposas, trabajadoras domésticas, amas de casa e hijas y en cuanto seres racionalmente
imperfectos y esencialmente distintos a los varones— se encuentran en una situación
de subordinación y dependencia. Las relaciones jerárquicas entre los integrantes de
la casa son constitutivas de este espacio social y, en el seno de esta dinámica, la
relación que establecen las empleadas domésticas con los miembros de la familia
es de orden claramente jerárquico y estamental.
Para comprender los principios políticos que rigen las interacciones sociales
entre los integrantes de la familia moderna, es preciso remitir esta explicación al
antecedente emblemático de la sociedad moderna, la Grecia clásica, y subrayar que
en plena era democrática los artífices del pensamiento moderno ilustrado reeditan
los fundamentos de la desigualdad natural que perviven y operan en la configuración de las relaciones domésticas contemporáneas. La polis o el espacio público se
define por una distribución horizontal del poder entre hombres libres —o ciudadanos— iguales por naturaleza; distribución que se da gracias a la existencia de un
espacio en el que se opera bajo la lógica de un poder vertical donde el padre es el
que gobierna como un déspota a todos los demás miembros de la familia —mujeres,
niñas/os y esclavos— y su autoridad, en este espacio, resulta incontestable. La polis,
señala Salazar, “no hace sino actualizar el orden jerárquico familiar, posibilitando la
transformación del hombre-esposo-padre-amo en ciudadano ‘libre’ capaz de participar en el gobierno de la comunidad política orientada por la búsqueda del bien
común, de la vida buena, de la excelencia humana” (Salazar : ). La razón que
sustenta el gobierno del varón sobre las mujeres tiene que ver con la incapacidad
natural que define a estas, pues, en la medida en que ellas carecen de una racionalidad plena o perfecta y no logran desarrollar adecuadamente su capacidad de
discernimiento moral y cognitivo, no son capaces de gobernarse a sí mismas. Hasta
cierto punto podríamos pensar que los autores iusnaturalistas o contractualistas
los planteamientos de este trabajo, pues los efectos de la racionalización no solo tienen que ver con la
diversificación de espacios sociales, sino también con la construcción de una ética racionalista presente
en los proyectos filosófico-políticos de la modernidad.
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en el siglo recuperan o reeditan esta idea clásica sobre la división de espacios
sociales que obedecen lógicas de interacción distintas. No obstante, los artífices del
discurso ilustrado de la modernidad deliberadamente ocultan la existencia paralela
de la esfera tradicional doméstica, pues el principio de desigualdad natural que
rige este espacio resulta contradictorio e incómodo en el contexto del igualitarismo
universal ilustrado.
Con el establecimiento de los nuevos principios de asociación cuyo envite
antifeudal instalará el orden político y social moderno, la construcción conceptual
de lo público irá adquiriendo importantes connotaciones que se caracterizarán por
sus graves cegueras de género. Las caracterizaciones modernas de lo público —de lo
privado y lo doméstico—, a través de una serie de trampas conceptuales, fabrican y
consolidan la idea de un espacio público que deliberadamente invisibiliza el ámbito
tradicional al que han sido asignadas las mujeres, aquel al que imaginariamente
pertenecen ellas en calidad de subordinadas y dependientes; tal construcción ignora
también las actividades de estas mujeres en los confines de la casa, sus intereses
y pensamientos; no obstante, la existencia marginal y sometida de este espacio y
sus actores sociales resulta indispensable para el buen funcionamiento del orden
público moderno; claramente podemos ver entonces que la interdependencia entre
ambas esferas constituye una de las tensiones políticas más profundas, persistentes
y graves de la modernidad.
Y es que los principios de legitimidad de la dominación que rigen el espacio
doméstico son muy distintos a los que operan en el mundo civil y político. Mientras
que en los últimos las interacciones sociales se establecen entre individuos y solo a
través de la lógica universalista de igualdad y libertad propia del mundo públicopolítico, la casa, como hemos subrayado, se constituye como un enclave de naturaleza, una célula estamental inscrita en territorio moderno. En este espacio no
son válidos los principios de autogobierno e igual derecho a la libertad que operan
en los espacios extradomésticos de los varones, por la simple razón de que en la
esfera doméstica la relación se establece entre un hombre y una mujer, es decir, es
una relación de subordinación, una relación entre personas que no se reconocen
como iguales, sino que suponen la supremacía del marido sobre la esposa, del varón
sobre la mujer (Serret : ).
4
Celia Amorós define así al espacio doméstico para enfatizar la lógica tradicional intrínseca que caracteriza este espacio social (Amorós 2000).
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La figura de la empleada doméstica. Vestigio de la tradición
y el orden natural
Los prototipos de trabajadora doméstica, ama de casa, esposa y madre que constituyen las identidades femeninas en el mundo moderno se concebirán fundamentalmente como formas de no trabajo. Y esto se explica a través de la importante
transformación que sufre la familia en la sociedad burguesa. En efecto, la simplificación y caracterización de la familia moderna —como familia nuclear, fundada
en el amor, etc.— también supone la separación de la producción económica del
espacio doméstico: en las sociedades tradicionales, la familia es la unidad productiva
básica; Hegel explica que, en la modernidad la existencia de la economía de mercado implica la división entre los productores directos y los medios de producción, y
desaparece así la idea misma de la comunidad doméstica como célula productiva
fundamental de la reproducción familiar. Cuando la producción económica estuvo
vinculada con la unidad doméstica, según lo explica Estela Serret, la división sexual
del trabajo distinguía entre labores prestigiosas, las de los varones, y carentes de
relevancia y prestigio, las de las mujeres.
El advenimiento de la moderna sociedad capitalista y el extraordinario valor
que esta adjudica al trabajo productivo dan lugar a la disociación total entre las
nociones de mujer y trabajo y, sobre todo, a una simplificación del imaginario
femenino cuyos efectos inmediatos son la minimización o, en todo caso, la invisibilización de las múltiples tareas que las mujeres efectúan tanto en el ámbito
doméstico como en otros espacios sociales. De esta manera, podemos constatar
el enorme peso que tienen los efectos simbólicos e imaginarios sobre los hechos
sociales concretos, y la disociación moderna entre las nociones de mujer y trabajo
es una prueba contundente de ello. La diversidad de las tareas productivas de las
mujeres de distintas épocas y contextos siempre ha sido imprescindible, aunque no
siempre reconocida. Su labor en los medios rurales, en las fábricas, en el comercio
y, fundamentalmente, en la casa, etc., hace constar la relevancia de su trabajo y
la presencia de las mujeres en los ámbitos productivos de la sociedad moderna,
aun cuando, imaginariamente, siempre se las ubique en el espacio doméstico.
Michelle Perrot ha destacado que el trabajo de ama de casa —que implica desde
la búsqueda de los alimentos y el mejor costo de estos, la preparación de la comida, el mantenimiento en orden de la casa, el lavado y zurcido de la ropa hasta
el desplazarse por los hijos e hijas en horarios escolares— en no pocas ocasiones
se combinaba con otras actividades procedentes del ámbito de servicios: trabajos
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por horas, lavado y planchado a destajo, encargos a comisión y entregas, como los
que efectuaban las panaderas, pequeñas operaciones comerciales entre mujeres,
ventas callejeras, trabajos de costura, etcétera (Perrot y Martin-Fugier 1).
En el caso particular de las empleadas domésticas —figuras clave en los diversos
órdenes domésticos que van desde la esfera familiar de la infancia hasta la casa o
el departamento donde más tarde trabajan—, la manera como histórica y culturalmente se han concebido las tareas de estas mujeres en el espacio de la casa las
ha colocado en una situación de inferioridad respecto a los otros integrantes de la
familia. Históricamente, el servicio doméstico ha sido una ocupación mayoritariamente femenina; como categoría específica de la domesticidad, el trabajo doméstico
se ha visto afectado por el imaginario de género que construyen los discursos y las
categorías canónicas modernas y por la diferenciación entre la concepción dominante
de trabajo y las labores del hogar, lo cual, en el caso de las tareas de las empleadas
domésticas, tendrá un doble efecto: las mujeres en la modernidad no solo reciben un
trato de estamento inferior por ser mujeres; las trabajadoras domésticas lo reciben
por partida doble, pues la concepción dominante de lo que significa ser empleada
del hogar influye decisivamente en las ideas que se forjan sobre sus labores: serviles,
inferiores, irrelevantes, sucias e impropias para los varones o para ser consideradas
como productivas.
Si una empleada doméstica no se sitúa en posición de igualdad frente a la señora
de la casa o frente al jefe de familia es en razón no solo de su condición de género,
sino de la “inferioridad” que encarna, frente a quienes la subordinan, la labor que
ejecuta, su aspecto físico, su tono de piel, la forma en que se viste y se expresa, su
procedencia familiar, su clase social.
No obstante, el estudio de los distintos espacios sociales, como el doméstico,
está lejos de agotarse o de explicarse a través de la interpretación teórica y el análisis
de las relaciones sociales en sí; la relación entre el espacio y el género se manifiesta
en las prácticas espaciales concretas, en la forma en que hombres y mujeres habitan
y hacen uso del ámbito de la domesticidad.
Orden y emplazamientos de la domesticidad. Las prácticas espaciales
de la subjetivación
La dinámica cotidiana que mantiene el orden y el funcionamiento de la casa tiene,
en la diversidad de experiencias y prácticas ordinarias que viven y desempeñan las
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mujeres y cada uno de los integrantes de la familia, un correlato espacial que da
cuenta de las formas diferenciadas de vivir, habitar e imaginar la esfera doméstica.
Las distintas prácticas y actividades que, bajo la lógica de la domesticidad moderna, han sido asignadas a las mujeres en razón del género, tienen consecuencias
en la manera en que ellas viven y hacen uso de los espacios de la casa y de los lugares
y entornos asociados con la domesticidad.
En contextos urbanos o campesinos, las mujeres, tal como ellas lo describen,
asumen la inexorable responsabilidad de llevar a cabo ciertas actividades para el
mantenimiento del orden de la casa familiar. Cada una de ellas ha incorporado,
ha naturalizado diversas rutinas domésticas como parte de su propia definición
identitaria que la constituye y desde la que se piensa a sí misma. En el mundo campesino mexicano, por ejemplo, acarrear el agua desde largas distancias para poder
realizar las otras actividades de la casa, recolectar y llevar la leña para prender el
fogón y hacer las tortillas, llevar el almuerzo al esposo o padre al campo, cuidar y
pasear a los animales, vender algunos productos del campo, lavar la ropa, preparar los alimentos y trabajar en las faenas campesinas como lo hacen las mujeres,
implica una serie de desplazamientos espaciales y temporalidades que ellas viven,
experimentan e imaginan de maneras muy peculiares.
Narcisa, la empleada doméstica de años, refiere que, en su casa, cuando ella
era una niña, las actividades de las mujeres comenzaban a las cuatro de la mañana;
ella, que en ese entonces tendría unos años, junto con su madre y sus hermanas,
debía levantarse muy temprano para comenzar a trabajar en los quehaceres de la
casa, pero, sobre todo, preparar todo lo necesario y tener listo el almuerzo que le
llevarían a su padre y hermanos al campo. De esta manera, las prácticas cotidianas
de Narcisa y las mujeres de su casa consistían en trasladarse de su casa al río para
acarrear el agua; una vez que regresaban del agua, había que comenzar a preparar la
masa para las tortillas y, si no, antes tenían que ir por la leña para prender el fuego.
Ya encendido el fogón, debían comenzar inmediatamente a preparar el almuerzo
y entonces trasladarse al campo para llevárselo caliente a su padre y hermanos
que, desde muy temprano, también habían iniciado las tareas en la tierra. En el
transcurso del día y una vez que habían adelantado lo suficiente las tareas más importantes de la casa —preparar la comida, lavar la ropa y hacer el aseo general de la
vivienda—, ellas también tenían que incorporarse al trabajo en el campo. Según el
relato de Narcisa, durante “los temporales”, el trabajo consistía en sembrar, “llevar
la yunta, otros iban echando la semilla, otros tapan, otros echan abono, y así…”. La
jornada del día continuaba con el cuidado y el paseo de los animales, tarea en la que
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también se involucraba el padre, los hijos y las hijas. Además, en casa siempre había
ropa por lavar, coser, doblar, hermanas y hermanos que atender y cuidar, tareas de
las que las mujeres se podían ocupar en cualquier momento del día.
Esta fue la inevitable dinámica cotidiana que permeó la vida de Narcisa, de su
madre y sus hermanas durante varios años de su existencia. Resulta evidente, bajo
la constricción de tales prácticas cotidianas, que la “movilidad espacial” de estas
mujeres respondía y se ajustaba a esquemas invariables (Lindón : ), aquellos
que son impuestos por el orden de género en la domesticidad del mundo campesino.
Hélida, quien vivió siempre en la ciudad y desde muy pequeña estuvo a cargo del
orden de su casa mientras su madre y hermanos trabajaban como comerciantes en el
conocido mercado de la Merced, desempeñó —durante varios años de su infancia y
adolescencia de manera ineludible e ininterrumpida— todas las tareas y quehaceres
domésticos que su madre había delegado en ella. Al igual que en la experiencia de las
otras mujeres, para Hélida la jornada doméstica comenzaba muy temprano: debía
levantarse a preparar el desayuno y atender a sus hermanos pequeños para, luego,
llevarlos a la escuela. Después regresaba rápidamente porque la siguiente actividad
consistía en preparar la comida, lavar la ropa, los trastes y, en general, hacer todo el
aseo de la casa; Hélida tenía que efectuar estas actividades en determinado número
de horas, constreñida por un margen de tiempo específico, pues a cierta hora tenía
que ir por sus hermanos a la escuela, regresar con ellos, darles de comer, atenderlos,
dejar la casa en orden y, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, alistarse para salir
por la tarde a la escuela. A su regreso, sabía que tenía que bañar a sus hermanos,
prepararles la merienda y cuidar de los más pequeños, tareas a las que se añadía
el planchado y zurcido de la ropa, sobre todo de aquellas prendas de quien, a esas
alturas de la vida, ya ostentaba un papel preponderante y dominante en la familia,
en la jerarquía doméstica en la que creció Hélida: su hermano mayor.
Así pues, los desplazamientos de Hélida se limitaban a los trayectos que ella
diariamente recorría de su casa a la escuela de sus hermanos, de la escuela a la
casa, permanecer buen número de horas dentro de esta desempeñando las mismas
tareas, para entonces partir a su escuela y regresar e incorporarse nuevamente a
las tareas domésticas. El esquema de desplazamiento y movilidad espacial determinado por las prácticas domésticas que Hélida asumió y le fueron asignadas en
razón de su papel de mujer en el seno de una familia, resultaba no solo invariable y
rutinario, sino sumamente constrictivo y limitante en términos espaciales, ya que
el tipo de tareas que realizaba por ser la hija mayor de la familia la mantenían, por
un lado, confinada en el espacio de la casa y, por otro lado, cuando se trasladaba
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para llevar a sus hermanos a la escuela, ir por los alimentos, etc., lo hacía bajo la
inevitable sensación de prisa y angustia; se desplazaba de un lado a otro, tal como
diría François Collin, “sin el placer indolente del paseo o con el derroche del tiempo” (Collin 1: ) con el que lo pueden hacer los varones o incluso las mismas
mujeres pertenecientes a otras clases sociales.
La profunda pobreza y las condiciones de marginación de la colonia donde se
ubicaba la casa de Hélida complicaba aún más sus rutinas y traslados domésticos:
bañarse, lavar los trastes y preparar los alimentos implicaba caminar y acarrear agua
desde largas distancias. Bajo un esquema cotidiano de actividades domésticas de
esta naturaleza, difícilmente Hélida podía dedicar un poco de tiempo al descanso,
a un paseo o, en su momento, al juego infantil. Los traslados y las características de
sus desplazamientos tenían solo la finalidad de llevar a cabo las diversas tareas que
ella asumió en el orden doméstico imperante en su casa; por tanto, la relación
que Hélida había establecido con los espacios más inmediatos, con el entorno de la
domesticidad, era con la estricta finalidad de efectuar algún tipo de trabajo.
Se trata de una serie de desplazamientos que, bajo la lógica doméstica en la que se
hallan inmersas las mujeres, resultan repetitivos y que a todas luces son espacialmente
condicionantes y claramente constrictivos. Una excesiva carga de actividades domésticas, como la que describen Narcisa y Hélida, se traduce en condicionantes
espaciales de género que hacen que las mujeres tengan un limitado conocimiento del
entorno espacial y que se hallen, bajo diversas circunstancias, en el mundo del campo
o en la ciudad, confinadas en el espacio doméstico, en la casa familiar.
La geógrafa Doreen Massey subraya que la limitación de la “movilidad” de las
mujeres en términos espaciales tiene, desde luego, un significado de subordinación.
De manera conjunta, la limitación de la movilidad de las mujeres, es decir, el intento
por identificarlas y confinarlas en ciertos espacios y la imposición de una identidad
de género están íntimamente relacionados. El afán por confinar a las mujeres en la
esfera doméstica es tanto una forma de “control espacial” como un “control social”
sobre la identidad (Massey : ).
De acuerdo con algunos de los planteamientos de la geografía de la vida cotidiana, en el análisis de las prácticas habituales que llevan a cabo los individuos,
5
Desde la década de 1980, el interés por la vida cotidiana ha formado parte de los principales intereses
de la geografía, y se ha vuelto un campo de estudio que, aunque se encuentra en estrecho vínculo con
las disciplinas sociales, se halla claramente delimitado. Así, la geografía de la vida cotidiana ha otor-
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entendidas como aquellas acciones y actividades del hacer del sujeto, se pueden
distinguir ciertas experiencias espaciales que arrojan algunas pistas para dar cuenta
de la vida espacial de la domesticidad: entre ellas destacan los desplazamientos repetitivos que son aquellos que fijan al sujeto, en este caso a las mujeres, a esquemas
de movilidad espacial invariables.
Los esquemas de movilidad espacial, hay que resaltar, varían en función del
sujeto, hombre o mujer, que los ejecuta (Lindón : ). En ese sentido, existen
también prácticas cotidianas que los individuos llevan a cabo de manera fija en el
espacio, ya sea por periodos más breves o extensos de tiempo, de tal forma que
dichas actividades se repiten o se prolongan a lo largo no solo de todos los días de
la semana, sino por varios meses o incluso años (Lindón : ). Se convierten
así en rutinizaciones espaciales sobre las cuales vale la pena reflexionar a la luz de
los juegos de poder que se establecen entre los géneros en el espacio doméstico, así
como sus efectos, experiencias, vivencias e imágenes espaciales en la producción
y reproducción de las subjetividades.
Tenemos entonces un rígido esquema de tareas domésticas que, dado su carácter extenuante y exhaustivo, constriñe, condiciona y sitúa a las mujeres de manera
muy particular en los espacios que constituyen parte de los desplazamientos, rutas
6
gado particular relevancia al análisis del comportamiento espacial de los sujetos en su vida diaria. El
individuo, la subjetividad y sus prácticas cotidianas constituyen el punto de partida para comprender
y explicar la espacialidad, el comportamiento espacio-temporal.
Desde la perspectiva que orienta mi trabajo, añadiré y subrayaré que tales prácticas individuales,
subjetivas, las que llevan a cabo hombres y mujeres particulares en los diversos espacios de actuación,
de ninguna manera son inocuas; obedecen y forman parte de los juegos de poder y dominación fundamentados en el género, la clase social y la etnia. Habré de distinguir, entonces, que cada una de las
empleadas domésticas asume y experimenta comportamientos y experiencias espaciales particularmente
diferentes, que ellas no viven y se apropian del espacio de la domesticidad de la misma manera en que
lo hacen los varones o las mujeres de otras clases sociales. Veremos que las rutinas de la vida doméstica
cotidiana ancladas a un lugar, a un espacio específico, son el efecto de un complejo engranaje de poder.
En otros términos, las herramientas conceptuales que desde la geografía de la vida cotidiana resultan
útiles a este análisis, serán vistas a la luz de lógicas jerárquicas de poder y dominación entre hombres y
mujeres, mujeres ricas y mujeres pobres, hombres y mujeres blancos/as y mujeres morenas e indígenas.
Para la geografía de la vida cotidiana, el tema del tiempo es crucial para explicar las prácticas habituales
situadas en un lugar. Así, el cruce de las categorías tiempo y espacio resulta fundamental para brindar
un análisis más complejo de las actividades ancladas a un lugar en un “ciclo temporal” y su repetición o
duración en el tiempo (Lindón 2006: 375). Estos planteamientos resultan, a todas luces, sugerentes para
pensar el tipo de prácticas y las rutinas espaciales a las que se ven sometidas las empleadas domésticas
en el espacio de la casa, su espacio familiar y, posteriormente, su espacio laboral.
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y territorios imprescindibles para el mantenimiento del orden doméstico. Tales
desplazamientos y rutinas espaciales constituyen lo que la geografía de la vida
cotidiana ha denominado información espacial (Lindón : ).
Durante los años que Carmen vivió en la comunidad de San Francisco
Nuxaño, en Oaxaca, ella señala que nunca salió de su pueblo. Jamás conoció
otros lugares ni se trasladó a otros sitios para ir de paseo o a trabajar. Los espacios donde ella llevaba a cabo sus múltiples actividades eran la casa y el campo,
“el cerro”, como ella le llama, y fueron aquellos lugares los que conformaron su
rutina espacial, los paisajes de sus desplazamientos, tareas y responsabilidades
domésticas, los espacios que constituyen su información espacial. Pero Carmen
recuerda que siempre deseó viajar a la Ciudad de México, deseaba incluso conocer
la ciudad misma de Oaxaca, pero durante esos años nunca logró hacerlo porque las
condiciones económicas en las que vivía no le permitían costearse estos traslados. Su madre, quien años más tarde se opondría a que la joven abandonara la
comunidad, sabía perfectamente que, de llegar a emprender aquel viaje, Carmen
se encontraría en una situación de vulnerabilidad, pues la muchacha no conocía
más allá de su casa, el pueblo y un poco de la comunidad.
A sus años, Narcisa afirma que durante los años que vivió en casa de sus
padres, quizá el lugar más alejado de su casa que llegó a conocer fue la iglesia del
pueblo, adonde solo llegó a ir en algunas ocasiones a escuchar la misa acompañada
de toda su familia. Al igual que las otras mujeres, Narcisa tenía recorridos y desplazamientos espaciales muy específicos: aquellos que estaban totalmente asociados con
las actividades domésticas que, al lado de sus hermanas y su madre, le correspondía
efectuar en su casa y en el campo. Durante los años de la infancia, cuenta Narcisa que,
como parte de sus actividades cotidianas, generalmente su vida transcurría entre el
tiempo que permanecía en casa ayudando a preparar la comida, haciendo tortillas,
7
El concepto de información espacial resulta útil a la luz de las claras diferenciaciones que existen entre
hombres y mujeres en la vivencia, desplazamientos, uso y apropiación de los espacios que conforman la
domesticidad. Esta categoría permite pensar en otra de las manifestaciones y efectos que las diferencias
de género, clase, etnia, puestas en acto en los espacios de la domesticidad, tienen en la información espacial que cada figura doméstica acumula a lo largo de su existencia. Una mujer cuya rutina ha estado
determinada por largas e inevitables jornadas de trabajo doméstico y cuyas condiciones económicas son
adversas solo puede conocer y tener acceso a un número limitado de espacios, solo aquellos necesarios
y más transitados para cumplir con la invariable rutina de la vida doméstica. De esta manera, tales condiciones reducen considerablemente el campo de información espacial, las experiencias espaciales, el
conocimiento de distintos espacios.
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zurciendo ropa y el tiempo que invertía trabajando en el campo y “pasteando” a los
animales; a ello se añadían los largos días en que tenían que ir a bañarse y a lavar
la ropa de la familia al río, o aquellos en los que había que ir por la leña y llevarla a
casa para las necesidades cotidianas. Ir al pozo por el agua era una actividad diaria
y obligatoria, lo mismo que ir al molino y preparar el maíz para la elaboración de
las tortillas. Los tiempos para cada actividad estaban, además, perfectamente controlados, de modo que si ella y las hermanas no llegaban ni cumplían con la tarea
encomendada en el tiempo establecido, inmediatamente su madre o su padre las
reprendían o iban por ellas. De tal manera que los espacios conocidos por Narcisa
fueron los que recorría y en los que permanecía para desarrollar la variedad de tareas
y actividades a fin de mantener el orden y el funcionamiento adecuado de la casa.
Pero las regulaciones y constricciones espaciales se fueron haciendo cada vez
más rígidas a medida que Narcisa y sus hermanas iban creciendo. Fue su padre
quien determinaba qué lugares y hasta qué momento de su vida ellas podían visitar
o recorrer: cuando eran niñas, las idas al campo a trabajar con su padre y sus hermanos, el paseo de los animales, el camino recorrido al pozo para acarrear el agua
y los traslados con leña eran parte de la rutina doméstica que debían cumplir como
parte del orden de género imperante en la casa. A medida que fueron creciendo
las hijas, el padre determinó reducirles considerablemente los recorridos, paseos y
traslados. De modo que ya no era posible ir al campo, mucho menos al pozo por el
agua ni tampoco a recolectar la leña, razón por la cual el señor adquirió una mula
para ir él mismo con sus hijos a efectuar esas tareas. Las jóvenes ahora habrían
de permanecer únicamente en los confines de la casa, dedicadas exclusivamente
a las labores propias de ese espacio. Con las restricciones que el padre de Narcisa
impuso, trataba de cuidar y controlar a las hijas, toda vez que habían dejado de ser
niñas y en cualquier descuido los hombres de la comunidad, quienes se paseaban
por todos los lugares, particularmente por aquellos que eran más frecuentados por
las mujeres, podían asediarlas y lograr que ellas les hablaran.
El cúmulo de información espacial que un sujeto, hombre o mujer, puede poseer
varía en razón del género, los papeles sociales desempeñados y la posición social o de
clase ocupada en determinado orden social. En otros términos, se puede decir que en
contextos sociales donde las jerarquizaciones y juegos de poder entre hombres y mujeres o entre clases sociales forman parte del orden social estructural —en contextos
como los que vivieron las empleadas domésticas—, las mujeres poseen una reducida
información espacial. Ellas conocen bien los lugares, los espacios vinculados con sus
actividades domésticas cotidianas: el camino al río, al pozo, el territorio donde se
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pasea a los animales, el mercado, el sitio donde se recolecta la leña, la escuela adonde
se lleva a los hijos o hermanos, por lo que la información espacial de la que disponen
estas mujeres no es sino la que está definida por sus impostergables tareas domésticas, aquellas que delimitan, fijan recorridos específicos, tiempos permitidos por
actividad, propician sentimientos y actitudes, prisas, temores, angustias; condicionan
y construyen subjetividad. Y ello, desde luego, tiene validez en la domesticidad donde
las mujeres trabajan, en la casa ajena del empleo doméstico.
La casa en la que se trabaja
La incorporación de las empleadas domésticas a trabajar en una casa o departamento
de la ciudad constituye otra de las experiencias más importantes en la intersección
y construcción mutua entre subjetividad y espacio. Entrar a trabajar a una casa
ajena como empleada doméstica tiene efectos importantes para la formación de
la identidad, y dicha identidad define, desde luego, las maneras como se habitará,
percibirá y hará uso del espacio doméstico.
El espacio de la casa, el lugar de trabajo vivido subjetivamente, representa un
espacio fundamental en tanto que en él se condensan, en la multiplicidad de interacciones sociales y prácticas domésticas cotidianas, aquellos referentes que construyen y refuerzan la identidad de las empleadas domésticas, aquellos significados
que recuerdan que ellas se encuentran en una posición de servicio y subordinación
frente a los/as integrantes de la casa y que harán que ellas vivan, habiten e imaginen
el espacio doméstico de manera muy particular.
Bajo la modalidad de trabajo de planta o de entrada por salida, las empleadas
domésticas tendrán como eje fundamental de sus interacciones sociales y prácticas
espaciales cotidianas a la familia que las ha empleado. No obstante, el trabajo de
planta impone una forma de vida ajustada a las necesidades y horarios de las y los
patrones; pero un trabajo bajo esta modalidad impone, sobre todo, un modo de
vida, una vivencia espacial, un ritmo de trabajo, cierta lógica de interacción, desplazamientos y prácticas espaciales precisas, en las que la libertad de movimiento
y las posibilidades de desplazamiento y conocimiento de otros lugares se reducen
considerablemente:
Trabajar de planta significa quedarse en la casa toda la semana. Hay casas donde entras
los domingos en la tarde, en otras te dejan salir los sábados en la tarde, a veces los
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domingos en la mañana y en la tarde ya tienes que regresar, eso es de planta. Cuando
es de planta hay que pararse temprano, hacer todo lo que nos digan. Hay lugares donde te ponen a lavar el carro, y en otros no, si hay jardín hay que regar el jardín, si hay
mascotas hay que atenderlas, que bañarlas, que darles de comer, barrer la calle, lavar
el patio y ya de allí empezar hacia adentro.
Así de planta uno se para a las seis de la mañana y no hay una hora para terminar
porque si llegan los señores a las once de la noche hay que bajar a darles de cenar. Así
me tocó en una casa, tenía que esperarlos hasta que llegaran y darles de cenar, me
acostaba a media noche y todavía me hablaban para que les diera cualquier cosa que
necesitaban. Te tienes que ir a dormir hasta que ellos te digan “ya vete a tu cuarto”
y al otro día otra vez temprano. Salía con mis amigas cada quince días, cuando nos
tocaba salida nos reuníamos en Tacuba y de allí íbamos a convivir en el parque o
al cine y ya después en la tarde cada quien regresaba por su lado (Gutiérrez y Rosas
21: -).
En la modalidad de entrada por salida, el número de días y de horas a la semana
que las empleadas domésticas permanecen en la casa donde laboran puede llegar
a ser considerable y constreñir, igualmente, los desplazamientos y libertad de
movimiento de las mujeres. De esta manera y en ambas modalidades de empleo,
las prácticas y desplazamientos domésticos estarán determinados por las características físicas de la casa, el número de integrantes de la familia y el tipo de
actividades que desempeñan.
Para cada integrante de la familia, la casa adquiere distintos sentidos y significados espaciales, subjetivos; para las empleadas domésticas supone ante todo el
espacio que cotidianamente habrán de mantener y transformar y en el que ellas
desempeñan un papel muy particular: para ellas el espacio de la casa representa
el lugar donde todos los días, cada mañana e inevitablemente comienza una invariable rutina de actividades que, en buena medida, se encuentra determinada
por las dimensiones de la casa, los objetos, los ornamentos y la complejidad de
las actividades.
Es por ello que la casa de arribo adquiere para las mujeres, en este caso para
las empleadas domésticas, un significado como un espacio vivido subjetivamente,
pero también como una realidad objetiva (Soto : ), es decir, como una realidad material dada por el tamaño de la residencia que habrán que limpiar, la cantidad
8
Testimonio de una empleada doméstica entrevistada por las directoras de una asociación civil para dar
a conocer cuál es la situación que viven las empleadas domésticas indígenas en la ciudad.
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y naturaleza de objetos que habrán de ordenar, y también por las características
del cuarto en el que descansarán una vez que hayan terminado la jornada laboral.
Camelia, quien ha trabajado por más de 12 años como empleada doméstica
de planta de una lujosa residencia en la colonia Jardines del Pedregal, explica que
sus patrones le tienen estrictamente prohibido salir, por lo que cualquier necesidad
personal tendrá que satisfacerse en los días de descanso, pues tanto ella como la cocinera no tienen más que dedicarse a sus respectivas actividades; otro personal tiene
encomendadas diversas tareas que implican salir de la casa: pagar servicios, trasladar
al señor y la señora, comprar la despensa, etc. En esa residencia, Camelia se dedica
exclusivamente a hacer la limpieza de todos los espacios de la casa incluyendo las
recámaras y los baños, por lo que, para ella, las dimensiones y características de cada
habitación tienen gran relevancia. Su relato puede precisar y enfatiza esa información:
la casa en la que Camelia trabaja tiene un jardín de mil metros y una construcción de
más de 5 metros cuadrados, solo la planta baja está conformada por un comedor,
una cantina, varios baños, la cocina, un “family”, un cuarto de tele con chimenea
y un estudio; todo se encuentra plagado de adornos: “La señora tiene lleno de cosas:
libros, retratos, adornos, la plata […] tiene además demasiadas orquídeas y cunas de
Moisés, por lo que hay que limpiar mucho más cosas porque la casa es muy grande”.
El relato de Camelia se esmera en describir cuidadosamente el espacio de la
casa, pues es este en su materialidad el que condiciona y delinea diariamente su
extenuante rutina; efectuar la limpieza de una casa de esas dimensiones precisa de
tiempos y desplazamientos perfectamente bien establecidos y delimitados.
No obstante, a través de la transformación de un espacio mediante la limpieza,
adorno, movimiento y arreglo de objetos y ornamentos las mujeres visibilizan su
trabajo y se sienten reconocidas.
Hélida tiene una clara idea sobre lo que significa el trabajo doméstico en términos espaciales, en los distintos departamentos en los que ha trabajado:
Tú llegas, por ejemplo, ahorita donde estoy empezando a trabajar, y encuentro todo
de cabeza […] pero empiezo que quito esto de aquí, que le limpio, que le jalo y eso;
entonces llegan y me dicen ¡que qué hice, que se ve diferente! [….] Que se vea mi trabajo y sí lo notan, sí se nota el trabajo, pero no sé por qué la gente se empeña en no
reconocer el trabajo.
Integrar una perspectiva espacial de las relaciones y prácticas sociales del entramado familiar contribuye a develar otras manifestaciones que adquiere el ejercicio
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del poder que se despliega en el espacio de la domesticidad, es decir, la manera en
que el orden de género no solo permea las relaciones sociales entre los integrantes
de la familia moderna, sino que también se expresa en las regulaciones, prácticas,
experiencias y disposiciones espaciales de la casa y de los territorios que configuran el paisaje más amplio de la vida familiar. Cada una de las prácticas espaciales
que han narrado las empleadas domésticas supone un significado distinto de la
espacialidad, una manera específica de imaginar, habitar y hacer uso del espacio
de la domesticidad; se trata de prácticas espaciales reiterativas e inmutables que no
hacen más que confirmar que hombres y mujeres habitamos, imaginamos y hacemos uso de los espacios de maneras radicalmente distintas; fundamentalmente en
razón del género, pero también de la clase social, la apariencia física, el tono de la
piel. El espacio doméstico es socialmente construido y construye al mismo tiempo
relaciones sociales, relaciones de poder, emplazamientos, desplazamientos, juegos
incesantes de poder.
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IV
TRANSGRESIÓN Y RESISTENCIAS: APROPIACIÓN
Y EXPERIENCIAS DIVERSAS EN LOS ESPACIOS SOCIALES
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¿Y dónde están las chanclas? Construcción de
espacios de sociabilidad y ocio nocturno para
mujeres no heterosexuales
En realidad, es casi imposible buscar lesbianas,
pero no porque tal identidad no existiera,
sino porque en la situación en la que han vivido
la mayoría de las mujeres a lo largo de la historia
lo que no existía para ellas era siquiera la posibilidad, el espacio.
Beatriz Gimeno
Luisa Fernanda Orozco Valera1
Bárbara Priscila Miranda González2
Introducción
Existe todo un discurso cultural construido sobre la sexualidad femenina —sustentado, transmitido y reproducido por medio de instituciones como el Estado, la
iglesia, la escuela, la familia y la ciencia—, que ha ocasionado que todas aquellas
mujeres cuyo comportamiento e identidad sexual no forme parte de la norma
sexo-genérica establecida sean objeto de desprecio social. En el caso de las mujeres
que establecen relaciones erótico-afectivas con otras mujeres, al incurrir en un
comportamiento sexual no normativo, cuya transgresión principal gira en torno
al no cumplimiento de sus deberes eróticos (Alfarache ) están propensas a ser
objeto de rechazo, marginación y discriminación social. Esta situación permite
el sustento de la heterorrealidad, al impedir que muchas mujeres, en este caso
1
2
3
Licenciada en Antropología por la Universidad de Guadalajara, actualmente se desempeña como tallerista
en ciudadanía y derechos humanos.
Licenciada en Antropología por la Universidad de Guadalajara, actualmente ejerce como tallerista en
igualdad de género, la cultura de no violencia y derechos humanos.
Concordamos con la interpretación que hace Norma Mogrovejo (2000) del concepto de heterorrealidad
de Janice Raymond (1986), definiéndolo “como la visión del mundo de que la mujer existe siempre en
relación con el hombre, se sustenta en las heterorrelaciones que expresan la amplia gama de relaciones
afectivas, sociales, políticas y económicas establecidas entre hombres y mujeres por hombres. El modelo
dominante de relaciones entre los sexos en el orden patriarcal está peligrosamente desequilibrado en
beneficio de los hombres y especialmente los heterosexuales”.
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aquellas que establecen relaciones homoeróticas, puedan mostrar abiertamente sus
inclinaciones sexuales y amorosas hacia otras mujeres. Este hecho lleva a muchas
de ellas a expresar esta parte de su sexualidad de manera clandestina, todo ello
reforzado por un contexto de silenciamiento e invisibilidad que las limita en sus
opciones de búsqueda y apropiación de espacios en donde puedan sentirse libres
y seguras para la interacción con las semejantes, y para la posterior construcción
de referentes válidos, que les ayuden a definir y reafirmar una identidad sexual.
El contexto de invisibilidad del que forman parte estas mujeres es palpable
en la vida cotidiana de la ciudad de Guadalajara; específicamente, nos referimos
a que la presencia de estas mujeres en espacios identificados como “de ambiente”
no es tan significativa en número si se compara con la afluencia de los hombres
homosexuales en sus espacios de reunión. Como menciona Gisela Pérez ():
Cuando hablamos de los territorios de liberación/reclusión de la población ,
más concretamente del ambiente como espacio de relación y socialización, tampoco
ha conseguido ser un espacio seguro del cual apropiarse, sino más bien ha llevado
consigo un escaso sentido de pertenencia por parte de las lesbianas. Este hecho deriva
de un mundo gay constituido como territorio para hombres.
Realidad que se relaciona también con el hecho de que “no hay manifestación cultural, callejera o actividad comercial en que la visibilidad masculina no sea mucho
más fuerte que la femenina” (Osborne ). Esto convierte la invisibilidad y la falta
de presencia pública en un tema recurrente en el mundo de las mujeres en general
y de las mujeres lesbianas en particular, situación que se puede rastrear a lo largo
de la historia y en diversas latitudes del planeta.
Sin embargo, existen ciertos espacios públicos de ambiente en Guadalajara,
creados por mujeres no heterosexuales, que, aunque son pocos, se crean a partir de
sus propios intereses y deseos y desde su posición como mujeres que aman a otras
mujeres. Es por eso que en este texto se indaga en “el ambiente” como uno de los
espacios de vida que ha desempeñado una función importante para la expresión de
la sexualidad y el establecimiento de relaciones tanto de amistad como de pareja, en
algunas mujeres, con el fin de abonar al propósito mayor de “examinar hasta qué
punto las mujeres y los hombres experimentan de un modo distinto los lugares y
los espacios, y mostrar que tales diferencias forman parte de la constitución social
tanto del lugar como del género” (McDowell : ).
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¿Y DÓNDE ESTÁN LAS CHANCLAS?
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Apuntes sobre una ciudad gay
Desde hace más de un siglo existe una fama arraigada en la ciudad de Guadalajara,
compartida por propios y extraños, que la considera como tierra de jotos, es decir,
lugar en donde hay gran cantidad de hombres homosexuales o, por lo menos, donde
“los hombres tapatíos son proclives a actividades homosexuales, aunque parezcan
muy machos” (Sánchez y López : ). Sin embargo, más allá de cuándo y cómo
pudo haber surgido esta fama y de las múltiples explicaciones a favor o en contra
que puede haber al respecto (Doñán ), lo cierto es que todavía es común escuchar expresiones cotidianas sobre esta ciudad hechas por lxs mismxs tapatíxs en
tono de extrañeza o queja, como ¡cada día hay más jotos!, ¡ya casi no hay hombres!,
¡por cada piedra que levantas salen diez jotos!, etc., frases que no solo aluden a esta
vieja creencia, sino que, paradójicamente, también reflejan otra de las famas muy
arraigadas que tiene Guadalajara, que “es vista y pensada como una ciudad conservadora, moralista y altamente religiosa” (De la Torre : ), que se opone a la
manifestación y visibilidad de estas identidades culturales estigmatizadas.
No es una coincidencia que estos grupos sufran cotidianamente el rechazo de los
sectores más conservadores de la ciudad, los cuales buscan imponer un imaginario
tradicional que se niega a los cambios incorporados por la vitalidad de los jóvenes; un
imaginario criollo que se niega a la presencia indígena; y en este caso, un imaginario
heterosexual e incluso machista que no quiere aceptar la diversidad sexual que se
practica en la ciudad (Aceves et al. : , cursivas de las autoras).
Sin embargo, en lo que respecta a la Guadalajara “ciudad de jotos”, se devela en sí
misma una realidad que permanece oculta tanto en el discurso como en la mirada
de aquellas personas que se niegan a reconocer la presencia pública de mujeres
que aman a otras mujeres en esta ciudad; y es que en esta afirmación solo se hace
presente la existencia de la homosexualidad masculina, invisibilizando a otrxs
4
5
Término despectivo utilizado para heterodesignar a los hombres homosexuales. Como menciona Rodrigo
Laguarda (2007), es empleado tradicionalmente en México, junto con los términos “puto” y “maricón”,
que aluden a la reproducción de los papeles tradicionales de género con el consiguiente estigma de
quienes, presuntamente, asumen un papel femenino.
En este texto se elimina el género de las palabras, y es sustituido por una equis, para tratar de generar
escritos más incluyentes.
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sujetxs sexuales disidentes de la heterosexualidad, y en concreto a las mujeres que
establecen relaciones erótico-afectivas con otras mujeres. Ejemplo de esta situación es
la escasa información que existe sobre las mujeres no heterosexuales en esta región.
Ello convierte a la homosexualidad masculina en el único referente hegemónico
que, por más de un siglo, se ha utilizado para hablar de la diversidad sexual en una
de las ciudades del país actualmente considerada como la segunda en importancia
para el mercado rosa —pink market—, es decir, aquel mercado que crea todo tipo
de productos, servicios e infraestructura (revistas, hoteles, centros nocturnos, spas,
viajes, ropa y accesorios, cosméticos, cirugías plásticas, cine, televisión, etc.) para
satisfacer las necesidades personales, de diversión y ocio de la población sexo diversa.
La popularidad de Guadalajara en la llamada “escena gay” sigue creciendo con los
años, e intenta posicionarse como un espacio de esparcimiento y recreación no
solo para la población local-nacional, sino también en el ámbito internacional. La
explicación más común sobre el origen de este fenómeno es que “los integrantes de
esta comunidad tienen mayor poder adquisitivo al promedio de otras familias porque
generalmente no tienen hijos y casi ninguno depende económicamente de su pareja
[...] es un proyecto un poco más individual de vida y por lo mismo cada quien tiene
que hacer su patrimonio” (Velázquez ). Sin embargo, esta afirmación muestra una
visión generalizada y estereotipada, que no da cuenta de la complejidad de la realidad
6
7
8
9
Según las estimaciones más recientes, emitidas por la empresa de márketing líder en el mundo
Out Now, en su estudio llamado 2020, en el año 2012 el mercado rosa de Guadalajara generó una
derrama económica de 2,900 millones de dólares (Llamas Sánchez 2013).
Cabe mencionar que, cuando se habla de la escena gay local, estamos ante espacios básicamente dominados por hombres; por lo que el uso de la categoría gay refleja cómo es que a pesar del universo tan
amplio que representa la diversidad sexual, su presencia social y discursiva se subsume a un término
androcentrado.
Tan solo en Guadalajara viven alrededor de 192,000 personas pertenecientes a la población ,
según el último censo realizado en 2010, cifra que aumenta los fines de semana sobre todo en la zona
centro de la ciudad tapatía, que se convierte en espacio turístico y punto de encuentro no solo para la
población de Jalisco, sino también, y sobre todo, para quienes viven en estados circunvecinos, como
Michoacán, Colima, Aguascalientes, Sinaloa, etc., entidades en donde no existen tantos establecimientos
ni espacios de reunión para la gente de “ambiente” (Velázquez 2013).
“Guadalajara es el hogar de uno de los mercados de consumo más significativos a nivel mundial”,
“la fuerza de la comunidad local” es una de las razones por las que Confex, la compañía
organizadora de eventos de márketing líder en América Latina, celebró en Guadalajara del 5 al 7 de
septiembre del año 2013 la tercera International Business Expo, evento de negocios cuyo propósito
es conectar empresas con consumidores . Más información en <http://lgbtconfex.com/presscenter/14/2013-01-28>.
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social, al no permitir el conocimiento ni la comprensión de las dinámicas sociales y
de convivencia internas de los diferentes grupos que conforman la población
ni de sus sujetos particulares. Se pasan por alto las diferencias de género, socioeconómicas, políticas y culturales que existen dentro y entre los diferentes grupos que
conforman el sector de la diversidad sexual, y se da por hecho que toda la población
sufre por igual, el mismo grado y el mismo tipo de discriminación. “En
este sentido, por ejemplo, los ga[y]s y las lesbianas con pluma son discriminados,
del mismo modo que lo son las travestidas o las transexuales. Las lesbianas, por su
parte, quedan fuera de la nueva cosmovisión de la homosexualidad” (Santos : ).
De este modo, el mercado rosa está enfocado sobre todo en los hombres homosexuales, más concretamente en aquellos varones que entran dentro del perfil
dominante del “gay clasemediero obsesionado con el cuidado del cuerpo y con una
apariencia y actitud varoniles” (García y Marín ); que rechaza identificarse con
la representación del homosexual como débil y afeminado. Se deja fuera, en esta
lógica de integración capitalista, a la mayoría de los sectores de la diversidad sexual,
y en particular a las mujeres que establecen relaciones erótico-afectivas con otras
mujeres; por lo que cabría preguntarnos: ¿qué lugar están ocupando las mujeres
no heterosexuales en este contexto? y ¿de qué estrategias se están valiendo para
formar parte del “ambiente” en Guadalajara, una ciudad tan afamadamente gay?
Para una geografía homo-lesbo-erótica
Se puede observar que en Guadalajara la aparición y construcción de espacios de
sociabilidad para los sectores de la diversidad sexual cuenta con sus propios modos
de expresión local, que van de la mano del mismo desarrollo urbano de la ciudad, de
la influencia de los discursos hegemónicos respecto a la sexualidad y el género, así
como de la configuración y establecimiento de las propias fronteras culturales e
imaginarios urbanos dentro de la ciudad.
Sin embargo, para el planteamiento de una geografía homo-lesbo-erótica en
Guadalajara que incluya a las mujeres, se debe remarcar que la mayoría de espacios
10 En palabras de Gimeno (2007), la pluma se define como una manera de visibilizarse ante los demás y
es también, en determinados momentos, una manera de posicionarse ante la institución heterosexual.
Es una forma de decir a los demás que se es lesbiana o gay, y puede quitarse o ponerse a voluntad.
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cerrados que se identificaron para la homosociabilidad, al encontrarse en la esfera
pública, son usados principalmente por hombres homosexuales “debido al sistema
de mayor vigilancia, control, sujeción y represión a los que se somete al conjunto de
mujeres” (Brito : ). Es así que, “la distribución, uso y simbolización del espacio en una sociedad revela las construcciones de los sistemas de género, por lo
que el espacio sería entonces un reflejo de las diferencias sociales (entre hombres
y mujeres)” (Spain , citado por Soto : ). Es por eso que, para el análisis
de una geografía lésbica, tenemos que considerar un panorama general, que hable de
la configuración de espacios en Guadalajara para el encuentro e interacción de personas de la diversidad sexual; que nos permita ir vislumbrando las diferencias de
construcción y apropiación de espacios entre mujeres y hombres que establecen
relaciones erótico-afectivas con personas de su mismo sexo, así como los factores
socioculturales, políticos y económicos presentes en este proceso.
Espacios de sociabilidad homo-lesbo-éroticos en Guadalajara
En el municipio de Guadalajara, identificamos tres espacialidades que han sido zonas
de ligue y reunión de personas de la diversidad sexual. Estas son el centro histórico,
que todavía concentra la mayor cantidad de establecimientos para la diversión e
interacción de la población ; el sector Libertad, donde antiguamente se
concentraban los “bajos fondos” de la ciudad y donde nace el Monica’s, la discoteca
gay más antigua; y por último está la zona que se ubica de la avenida Chapultepec
a la glorieta Minerva, en cuya área se encuentran los lugares de ambiente de mayor
poder adquisitivo, como el Angels, que en su momento fue considerada “la revolución fresa” de los lugares gay en Guadalajara.
En el caso del centro y de la zona roja del sector Libertad, históricamente estas
dos espacialidades han sido consideradas como espacios estigmatizados, lo que ha
influido en la manera en que muchas mujeres no heterosexuales los viven y transitan. En el caso del centro, a mediados del siglo , cuando fue abandonado por
sus propietarios originales pertenecientes a las clases medias y altas de la ciudad,
empezó a ser percibido por estos mismos sectores sociales como un
11 El término fresa en México hace referencia a aquellas personas que tienen dinero o aparentan tenerlo,
también conocidos como “juniors”. Por su parte, la frase “revolución fresa” se obtuvo durante el trabajo
de campo, de un grupo de hombres homosexuales que hablaban de los espacios de ambiente de Guadalajara (diario de campo, 29 de mayo de 2015).
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¿Y DÓNDE ESTÁN LAS CHANCLAS?
Figura 1. Polígonos de las zonas gays de Guadalajara
Fuente: Google Maps, Guadalajara, Jalisco.
lugar inseguro, peligroso, que atentaba contra el orden moral (Aceves et al. 200).
Esta situación generó su reapropiación y nuevo uso, y se convirtió en un refugio
de la Otredad. Sin embargo, esa percepción que se tiene del centro de Guadalajara
sigue vigente sobre todo entre los sectores medios y altos que habitan en la zona
metropolitana de Guadalajara. La percepción de inseguridad se suma al hecho de
que las instalaciones, la apariencia y la ambientación de la mayoría de los lugares
de vida nocturna “de ambiente” que se encuentran en la zona son considerados como
inadecuados y poco llamativos por las mismas mujeres que los han frecuentado,
como se muestra en el siguiente fragmento de entrevista:
—¿Qué es lo que hace que los antros del centro no sean muy atractivos?
—Pues en primera porque es peligroso, sigue siendo peligroso, y antes era peligroso;
pero cuando estás más chico no te das cuenta. ¡Te vale madres! Y pues es que apar-
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te, visualmente [...] a esa edad si no conoces nada, y es lo único que tienes para ir,
vas; pero ya ahorita te vas y te metes una vez al año, yo creo, nada más porque qué
chistoso está, porque te acuerdas de que en tus años mozos, pues ibas y te metías
ahí todos los días. Pero aparte [...] pues no tienes [...] no tienes atractivo visual, no
tienes como propuestas de nada, o sea son lugares que están atrasa ... pues parados,
haz de cuenta siento que vas como diez años atrás a meterte al mismo antro, que
no le han cambiado ni el foco que sigue fundido dese hace diez años. Entonces [...]
higiénicos, de que cero higiénicos, o sea nada. Pues es como arriesgue de todo, siento
yo (Majo, 3 años, de julio de ).
Por su parte, la zona roja del sector Libertad —ubicada al oriente de la calzada,
al constituirse como un espacio eminentemente masculino, en donde todo tipo de
hombres podían asistir para consumar sus deseos tanto de ocio y diversión como
sexuales (Vizcarra )— refleja la existencia de una mayor permisividad sexual
en el hombre, a diferencia de las mujeres, quienes años atrás tenían prohibida la
entrada a los bajos fondos, a no ser que se dedicaran o se relacionaran con el negocio
de la prostitución. De hecho, es en esta espacialidad del sector Libertad donde abre
sus puertas Monica’s, la discoteca gay más antigua de Guadalajara, en la década de
. Respecto a las mujeres, “el Monica’s”, en los años posteriores a su apertura,
permitió su ingreso; sin embargo, la ubicación del lugar, considerada peligrosa y de
“mala muerte”, era suficiente para limitar el acceso a muchas de ellas a este sitio:
En el Monica’s eh [...] pues casi no me gusta ir, la verdad, los remix no me gustan tanto
y la zona en donde está, está sobre Gigantes, no me gusta; me da desconfianza, porque
hay mucho lacrilla afuera, para qué exponernos (Maye, años, abril de ).
La sensación de inseguridad sobre la zona, en la mayoría de los casos es reforzada
por experiencias reales de personas, conocidas por las mismas informantes, quienes
habían sufrido algún delito o agresión al salir a divertirse a los lugares ubicados
dentro de esta espacialidad:
12 La Calzada Independencia es una de las fronteras simbólicas más representativas de Guadalajara, que
marcaba la división entre la “ciudad ideal” —de la “gente bonita” y de “buenas costumbres” situada al
poniente de esta— y la zona de los pobres, del lado oriente —donde se concentraban todas aquellas
identidades estigmatizadas, minoritarias y negadas por un imaginario urbano tradicional, que las obligaba a permanecer ocultas y en los márgenes de la “ciudad ideal”.
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A mí nunca me pasó nada, pero a mucha gente sí. Yo tengo muchos amigos y amigas que
les llegaron a pasar cosas. A una amiga de hecho hasta la llegaron a navajear en las
piernas, así de que afuera del Monica’s. O de pleitos, o de romperle [...] o sea sí te arriesgas al
meterte a esos lugares y más porque hay gente que ya te ve de que: “¡ay!, ahí vienen las
fresitas, pinches no sé qué [...]”. Y era pa’ pelearnos (Majo, 3 años, de julio de ).
En este sentido, se pone en evidencia cómo estas dos espacialidades —a un nivel
tanto social como simbólico— han limitado el pleno acceso y disfrute sobre todo
a las mujeres no heterosexuales.
Respecto a la tercera zona, que abarca de Chapultepec a la glorieta Minerva, su
existencia es más reciente; data de mediados de la década de los noventa, época en
que a nivel mundial empieza a institucionalizarse el nuevo modelo gay relacionado
con un estilo de vida integrado económicamente al sistema. La creación de esta
nueva zona, situada en una espacialidad de mayor plusvalía, contribuyó a la apertura
de lugares “de ambiente” que manejan una imagen más normalizada y sofisticada, y
que a su vez trae como resultado el distanciamiento —no solo espacial, sino también
simbólico— de toda aquella transgresión sexo-genérica asociada con la sordidez y
la marginación que representaba su ejercicio en los bajos fondos de Guadalajara.
Este nuevo aire cargado de discreción y mayor seguridad, que transmiten los
lugares de “ambiente” de esta tercera zona, de algún modo animó la salida de más
mujeres no heterosexuales pertenecientes casi exclusivamente a los sectores socioeconómicos medios y altos. Es también en esta espacialidad en donde han surgido la
mayoría de lugares de ocio nocturnos hechos por mujeres para mujeres.
No obstante, a pesar de la “creciente especialización —por clase social, estilo
y subcultura— de los diversos lugares de reunión gays” (Carrillo : ), la vida
nocturna y sus espacios de ocio todavía se rigen bajo una lógica masculina.
El mercado gay siempre ha estado dirigido a los hombres, por el machismo que hay en
el país. Entonces es parte del mismo machismo, de la misma misoginia, y del mismo
conservadurismo del estado de Jalisco. Lo puedes ver desde la decoración; la música;
hay cuartos oscuros; la adecuación; los baños, a veces que no hay baños ni pa’ mujeres; el personal, normalmente son hombres, o sea, casi nunca escogen a mujeres; la
adaptación del lugar (Eloísa, años, de junio de ).
De acuerdo con la visión que se muestra en el testimonio anterior, se pone en evidencia
cómo es que estos lugares, desde su ambientación, infraestructura y funcionamiento
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excluyen a las mujeres, al no incorporar estrategias de mercado ni estéticas ni de
servicio que generen un sentimiento de pertenencia o apropiación de dichos espacios.
Si hablamos de los antros y bares de la zona centro, funcionan bajo cierto aire de
sordidez, siguiendo esa tradición masculina de los bajos fondos, donde se recrea una
atmósfera de decadencia y marginalidad, cargada de un consumo sexual explícito.
Ejemplo de ello son los espectáculos de transformismo, en donde se recrean íconos
pop de la cultura gay, quienes suelen interactuar con el público haciendo alusiones y
bromas sexuales explícitas; en algunos lugares se llevan a cabo shows de strippers
y también es común el empleo de gogo-dancers, quienes generalmente son hombres;
así como la existencia de cuartos oscuros. De igual manera, en los antros de la zona
que va de Chapultepec a la Minerva, también se observa un fenómeno similar; un
ejemplo claro es el caso de Envy, uno de los antros de Guadalajara que actualmente
maneja un concepto más exclusivo, enfocado en atraer y atender principalmente a
una clientela homosexual masculina con un alto poder adquisitivo:
En el Envy nomás está Pamela y yo, y yo también ni llevo tanta gente al Envy; porque
en Envy no hay mucho que ofrecerles a las niñas, llegas al antro gay, de puros niños. Y
por más que les digo [...] también no he tenido tiempo de sentarme con ellos y de decirles, “¡güey!, tienes que tenerle algo que ofrecer a las mujeres, o sea, es un antro de
hombres completamente, si quieres te traigo trescientas viejas el fin de semana, pero
qué quieres [...] qué vas [...] qué les voy a ofrecer, ya no van a querer venir, güey. Pues que
puro joto, y el de la barra joto guapo, y ponen un mamey en la barra guapo, y otro [...] Y
yo, pues ¡güey, pongan una niña! [...] O van a repartir shots unos súper mameys, como
todos son hombres. Entonces de que yo no [...] yo no las voy a mandar [...] no las voy a
mandar a un lugar que a mí no me devastaría por ir, ¿sabes? Que yo iría solamente con
mis amigos gays, o a lo mejor una vez con mis amigas, para sentarme con mi botella y
un bolón de niñas; pero no que iría usualmente (Majo, 3 años, de julio de ).
De ahí que también se observe una menor presencia de mujeres no heterosexuales
en las distintas espacialidades en comparación con los hombres, lo cual llega a ser
una constante que es percibida y reconocida por aquellas mujeres que sí salen a
divertirse a estos lugares de ambiente.
En los antros puedo decir que veo más hombres gays que mujeres lesbianas, no sé. A lo
mejor este [...] será porque los papás [...] porque son lesbianas [...] casi [...] tengo muchas
amigas que casi no las dejan salir, o no sé, pero siempre que salgo veo más hombres
que [...] hombres gays que lesbianas (Maye, años, abril de ).
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Existe, a su vez, otro factor que es determinante al momento de que las mujeres
elijan entre salir o no a los lugares que les ofrece el pink market. Más allá del homoandrocentrismo presente en los lugares de ambiente o del estigma que conlleva
el moverte por una zona considerada marginal y decadente a la mirada de una
sociedad heteronormada, está presente también el papel que desempeña el espacio
privado y su relación con la condición sexo-genérica de las mujeres no heterosexuales.
En general es importante resaltar que las mujeres no heterosexuales siempre
han contado con diversas estrategias para el encuentro con las semejantes, así como
para la manifestación de su deseo sexual. Sin embargo, parece ser una constante
su presencia en espacios privados; situación que se relaciona directamente con el
problema de la invisibilidad tanto impuesta —“hay toda una cultura que pretende
ignorar a lo que no sea reproductivo, en lo que no esté un referente varón”— como
autoasumida; esta misma imposición de invisibilidad lleva a que algunas mujeres
expresen su sexualidad de forma secreta, so pretexto de querer evitar alguna forma
de agresión o discriminación:
Es que luego te faltan al respeto, los hombres son muy puercos y morbosos; luego
luego se te quedan viendo o vienen a acosarte, hay que darse a respetar. No en
todos los lugares puedes andar besando a tu novia. Por ejemplo, nosotras no siempre
nos besamos en público, hay lugares en donde sí y hay lugares en donde no (Mujer,
años, fragmento del diario de campo, de marzo de ).
A su vez, este contexto de invisibilidad se suma a la condición de género de las
mujeres que establecen relaciones erótico-afectivas con otras mujeres, quienes se
ven “afectadas por las mismas formas de socialización, prácticas y prejuicios que
excluyen a las mujeres en general de los espacios públicos” (González : ),
generando formas de interacción más íntimas y cerradas, como permite confirmarlo
el siguiente fragmento de entrevista:
—Entonces, ¿cómo va el mercado?
—Yo creo, desde mi punto de vista, que el mercado tiene potencial, pero estaría padre
que superáramos como todos los prejuicios y que se dejara de segmentar, sabes, que
13 Entrevista a “Wini”, lesbiana política de 60 años de edad, una de las fundadoras e integrante de Patlatonalli. Realizada por Priscila Miranda y Luisa Orozco, el martes 9 de septiembre de 2014, en casa de
la entrevistada.
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saliéramos a disfrutar, ¡que saliéramos!, ¡que saliéramos!; o sea, que valoremos las
[...] que no es una reunión en mi casa, güey. O sea, todas las morras dicen, que pues
pa’ qué voy al centro, mejor rento una rockola. ¿Sí o no?, ¿cuántas de tus amigas no
lo han hecho? (Poke, 33 años, de julio de ).
En consecuencia, el espacio privado sigue desempeñando un papel fundamental
en la vida de muchas mujeres no heterosexuales; en cierta medida siguen reproduciendo su lógica de lo íntimo, lo cerrado, lo inadvertido en varios de los lugares
que construyen para ellas.
Mujeres no heterosexuales y sus espacios de homosociabilidad nocturnos
Con base en esta división que hacemos de los lugares “de ambiente” de Guadalajara:
entre aquellos que se asocian al estigma de los bajos fondos, donde se promueve un
consumo sexual más explícito, y aquellos que funcionan bajo otros marcadores de
diferenciación social, como “la discreción” y “el buen gusto”, podemos encontrar
actualmente dos lugares que se sitúan entre uno u otro lado de esta clasificación y
que son un referente para aquellas mujeres que frecuentan y salen a divertirse a los
espacios de vida nocturna que les ofrece el pink market de esa ciudad.
Del lado de los bajos fondos, ubicado en la zona centro se encuentra Equilibrio,
que forma parte de la misma cadena de negocios de entretenimiento nocturno que
creó Caudillos, pero a diferencia de este, Equilibrio ha logrado consolidarse como
un lugar de mujeres no heterosexuales, a pesar de no haber sido creado para atraer
específicamente a este sector de la población sexodiversa. Sin embargo, tal vez la
apropiación del lugar por parte de grupos de mujeres se relacione con el hecho de
que, antes de la aparición de Equilibrio, ya existía una oferta de lugares que se enfocaban en satisfacer el mercado de hombres homosexuales; por ejemplo, Caudillos
ya se había establecido como un lugar icónico del universo homosexual masculino
de Guadalajara, en ese sentido ya había sitios más llamativos para los varones y el
Equilibrio no les ofrecía nada nuevo. Por otro lado, las mujeres no contaban con casi
14 Véase el artículo de Pablo Astudillo Lizama, “Discreción y buen gusto: dos reglas para comprender
el espacio de sociabilidad homosexual en Santiago de Chile”. Resultado de la investigación finalizada:
Género, desigualdades y ciudadanía, en <http://actacientifica.servicioit.cl/biblioteca/gt/GT11/GT11_
AstudilloLizamaP.pdf>.
15 Actualmente, Caudillos Disco Bar es uno de los lugares de vida nocturna gay más representativos de Guadalajara, que cuenta con una cadena de seis establecimientos, ubicados todos en la zona centro de la ciudad.
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ninguna propuesta de lugar que se dirigiera a satisfacer su demanda de ocio y diversión, ya que los pocos que existieron no lograron sobrevivir, como el caso del Azul.
Equilibrio logró atraer un mercado de mujeres no heterosexuales, principalmente
de sectores socioeconómicos medios-bajos, que estaban en busca de un espacio para
poder encontrarse, interactuar y divertirse libremente. El caso de Equilibrio ejemplifica el proceso de adaptación de las mujeres a un lugar, que nunca fue reclamado
como territorio de varones homosexuales, lo que tiempo después permitió que las
mujeres se lo apropiaran haciendo predominante su presencia en ese espacio.
Es así como Equilibrio se convierte en la versión femenina de los bajos fondos
de la zona centro, no solo por ser una disco-bar que tiene una fisonomía similar
a la de la mayoría de lugares de esa espacialidad, sino también por las opciones de
entretenimiento que ofrece, como el table dance y el show travesti, además de los
precios tan accesibles que maneja. A este lugar llegan también mujeres pertenecientes a las clases medias-altas, guiándose por la referencia de que es un lugar de
mujeres y por el hecho de ser un espacio de transgresión que está disponible toda
la semana.
Del otro lado del espectro se encuentra el bar Osho Shelas, ubicado en la
espacialidad que va de Chapultepec a la Minerva. Una de las peculiaridades de este
lugar es que fue creado por un grupo de mujeres no heterosexuales que tuvieron la
visión de construir un espacio pensando en las necesidades e intereses muy personales de ellas, en donde pudieran estar, convivir y compartir con sus amistades
y parejas, en un entorno relajado que les brindara una sensación de seguridad e
intimidad, y que a su vez se diferenciara, tanto espacial como simbólicamente, de
los lugares de la zona centro, como lo explica una de sus dueñas:
16 Azul es reconocido por las informantes del estudio como uno de los primeros lugares de vida nocturna
que manejó el concepto de solo para mujeres, es decir, que el establecimiento únicamente permitía su
ingreso a mujeres.
17 Los días en los que se puede observar mayor afluencia de mujeres son los sábados y domingos.
18 El precio de la cerveza, que es la bebida más consumida por las mujeres, tiene un costo de veinte pesos
(equivalente a un dólar); por su parte, también un baile erótico privado cuesta desde veinte pesos hasta
lo que la clientela quiera dar.
19 Equilibrio tiene un horario de lunes a domingo de 2 p. m. a 4 a. m.
20 El Osho abre de jueves a sábado de 8 p. m. a 3 a. m. El día predilecto de las mujeres jóvenes para ir a
Osho es el jueves, tal vez se relacione con que ese día de la semana, también conocido por la población
joven como “juevebes”, muchos negocios de bares implementan estrategias de mercado para incentivar
el consumo; ejemplo de estas promociones son el jueves de mujeres, donde las mujeres toman más barato
o gratis. En el caso de Osho, se le llama jueves de Osho y las bebidas preparadas son más baratas. Por
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Sobre todo, más que negocio fue porque queríamos un lugar donde pudiéramos estar
con las amigas, con tu novia. Este… a gusto, sin que te molestaran o alguien te viera
feo, no sé. Y eso fue lo que realmente movió, nos movió para buscar el Osho [...] Porque
no identificábamos un lugar, digamos que no fuera el centro, que no fuera antro. Queríamos un lugar donde pudiéramos ir a cotorrear con tus amigos; tomarte una chela;
platicar; si querías bailar, bailar; por la necesidad que nosotros teníamos de tener un
lugar así, y creo que había más gente que también buscaba y aquí lo encontró (Caro,
3 años, junio de ).
Aunque Osho surge como un espacio inclusivo, en donde mujeres que transgreden la
norma heterosexual pueden estar sin ser molestadas o señaladas, curiosamente,
las dueñas del lugar admiten que su idea no era hacerlo exclusivamente para este
sector de la población. Sin embargo, este proceso de apropiación de Osho por
parte de mujeres no heterosexuales se debió sobre todo a la convocatoria que
tuvieron las dueñas con sus círculos de amistades y personas conocidas, que en
gran medida eran mujeres “de ambiente” de mayor capital económico y social,
por lo que hubo una oportunidad de acercamiento para atender las demandas de
este sector altamente ignorado por el mercado.
Mira, originalmente nunca se hizo publicidad para que fuera un lugar gay, ni mucho
menos, se abrió como un lugar [...] pues una opción de un bar, ¿no?, pero como la mayoría de nuestros conocidos son mujeres y son gays. Además, como desde el principio,
la primera clientela que fue llegando, pues eran nuestras amigas [...] como fue todo de
boca en boca, pues la mayoría de la gente que se platicaba entre ellas era gay. O sea,
en realidad nunca se pensó en: vamos a abrir un lugar gay. Pero pues como nosotros
somos de ambiente, todas y nuestros amigos, y nuestras amigas, pues se corrió la voz
entre el mercado gay, y yo creo que existía esa necesidad de un lugar así, que pues pegó
(Lucha, años, de agosto de ).
Cabe mencionar que esta dinámica de boca en boca cobra relevancia, pues se trata
de un lugar que de frente a la calle pasa desapercibido, se maneja en un contexto
de anonimato y privacidad, y solo llegas a él una vez que empiezas a desenvolverte
en la red de mujeres amigas y conocidas que forman parte del “ambiente”. Es así
otra parte, el viernes y sábado hay menos flujo de personas, y es común encontrar parejas o pequeños
grupos de mujeres de mayor edad.
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que Osho pertenece a este concepto diferente de lugares asociados a un proceso de
normalización de la disidencia sexual, en donde no hay espacio para el consumo
sexual explícito, ni para el exhibicionismo.
También hay mucha gente que viene aquí, que es gay, pero que tampoco le interesa
como que abrirse tanto. O sea, vienen aquí y se divierten, están con sus amigas, con su
pareja; pero no son [...] no quiero decir que tan obvio, pero todavía se cuidan un poco,
por trabajo, por cuestiones. Y este, es también una de las razones por las cuales aquí,
cómo les puedo decir, no sé, no sé qué palabra usar, pero no hay ningún anuncio, no
hay ninguna bandera, no hay ningún nada. Porque, además, nos ha gustado mucho
aprovechar ese rollo, que sea de boca en boca, que la gente te busque porque ya se
lo recomendaron. Que venga por eso, pues, tampoco creo que necesite uno andar con
la bandera por todos lados, y todo ese rollo (Lucha, 3 años, de agosto de ).
Así, se acota una vez más la expresión de la sexualidad a un espacio cerrado en
donde solamente quienes pertenecen... saben lo que sucede en ese lugar.
Reflexiones finales
En este texto, nuestro interés principal ha sido mostrar que los condicionamientos
de género siguen siendo determinantes para la manera en que las mujeres de nuestro
estudio viven y transitan en aquellos espacios nocturnos destinados a la sociabilidad
y el encuentro de las minorías sexuales. A pesar de que la mayoría de estos espacios
funciona bajo una lógica masculina que los convierte en territorios para hombres,
las mujeres no heterosexuales han logrado reclamar ciertos lugares y construir otros
de acuerdo con sus propios intereses y necesidades en cuanto mujeres que aman a
otras mujeres. En este sentido se presentan Osho Shelas y Equilibrio, lugares que nos
muestran dos realidades distintas en las que se desenvuelven diversas mujeres que
disfrutan de estar en el ambiente; en el primero se retrata la posibilidad de que sean
las mismas mujeres, aquellas que cuentan con un mayor capital socioeconómico,
quienes apuesten por la creación de lugares en donde sean ellas las que establezcan
las reglas del juego; o está la otra posibilidad, como el caso de Equilibrio, en el
que las mujeres se adapten a lo que el mercado les ofrece y a partir de ahí reclamen
su presencia en el espacio, evidenciando su existencia.
Por otra parte, tanto Osho como Equlibrio se han convertido en dos de los
referentes más importantes cuando hablamos de espacios nocturnos de sociabi-
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lidad para mujeres no heterosexuales en Guadalajara, por la simple razón de que
en esos lugares es donde puedes encontrar reunidas mayor cantidad de mujeres
que establecen relaciones erótico-afectivas con otras mujeres. A la pregunta de
¿por qué vas a esos lugares?, siempre está presente en su respuesta: porque sé que
ahí hay mujeres, lo que refleja la importancia de estos espacios de homo-lesbosociabilidad como medios para la creación de un sentido de pertenencia que
permite a las mujeres encontrarse, identificarse, divertirse con sus semejantes y
construir redes que les permitan transitar con mayor fuerza y seguridad por la
frontera entre la heteronormatividad y la disidencia sexual. En palabras de Jeffreys
(): “El bar permite a las lesbianas autoafirmarse, especialmente a quienes no
‘han salido del armario’, aunque también para quienes se reconocen completa y
públicamente lesbianas. El bar permite a las lesbianas ser ellas mismas [...] Los
bares son lugares de apoyo”.
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¡Señores, yo soy canaria y tengo aguante!
Reflexiones sobre la participación femenina
en las barras de futbol: la experiencia de las
jóvenes en la “Lokura 81”
Claudia Ivette Pedraza Bucio1
Introducción: el imaginario de las barras, masculino, juvenil y violento
¿Qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de rutina y ruina?
¿Cocaína? ¿Cerveza? ¿Barras bravas?
Les queda respirar/abrir los ojos.
Mario Benedetti
Jornada del futbol profesional mexicano: el clásico tapatío entre Atlas y Chivas,
ambos equipos de la ciudad de Guadalajara, tenía asegurada la portada de los
diarios, pero las primeras planas no fueron para el partido, sino para el violento
enfrentamiento entre policías y un grupo de aficionados. El saldo del incidente:
golpes, bengalas, heridos, un estadio clausurado y la permanente etiqueta de “vándalos, bestias, delincuentes” para los integrantes de las barras acusadas de participar
en el acto. En la última década han aumentado las noticias como esta, protagonizadas por jóvenes aficionados conocidos como barristas, con una creciente
estigmatización por parte de los medios de comunicación, las directivas de los
clubes y la sociedad en general.
Desde los estudios sociales del deporte se ha buscado desmontar esta estigmatización al considerar que se reduce la comprensión de las barras como fenómenos
1
Doctora en Ciencias políticas y sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la .
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CLAUDIA IVETTE PEDRAZA BUCIO
de violencia en lugar de analizarlas como espacios juveniles de construcción de
identidad. En esta búsqueda, a lo largo de dos décadas se ha generado una discreta
pero sustanciosa cantidad de trabajos enfocados en desentramar el conjunto de
prácticas, representaciones y significados sociales que configuran dichos espacios
(Armstrong y Giulianott ; Alabarces, Di Giano y Fridenberg ; Elías y Dunning ; Alabarces ; Garriga ). Este conjunto se sintetiza en el concepto
de el aguante, una categoría referida a un modelo de masculinidad agresiva que se
vuelve imperativo para los barristas. Los, en masculino, porque tanto en la estigmatización de los medios como en los trabajos de la academia, las barras se conciben
como espacios exclusivos de jóvenes varones: en el imaginario social no son visibles
las mujeres que, de manera creciente, se incorporan a ellas.
El ingreso de las jóvenes a un espacio masculinizado detona las siguientes reflexiones, en las que se señalan algunos puntos de partida para el análisis de la participación
femenina en las barras. Dichas reflexiones no solo presentan planteamientos teóricos,
sino que se articulan con uno de los ejes de la investigación feminista: la recuperación
de la experiencia de las mujeres. Así, en el bosquejo se incorporan las primeras
aproximaciones derivadas del trabajo de observación y entrevistas con las integrantes de la barra Lokura del equipo Monarcas Morelia, quienes se apropian de
este espacio, transformando las relaciones que supone su condición genérica.
Las barras de futbol como espacios juveniles
¡Señores yo soy canario y tengo aguante,
por eso te sigo siempre a todas partes.
Morelia es un sentimiento, se lleva en el corazón,
daría toda mi vida por ser campeón!
¡Dale Canarios, dale Canarios!
Lokura
La experiencia de ser aficionado a un equipo de futbol permite que surjan identidades
asociadas al país, la región, la ciudad, el barrio o a los sectores sociales concretos
2
3
Realizadas en el estadio Morelos durante los tres primeros partidos de local del equipo Monarcas Morelia
en el torneo de apertura 2014, los días 1, 15 y 29 de agosto.
El mote de Canarios (debido al uniforme amarillo) fue el primero que tuvo el Club Deportivo Morelia,
que después se convertiría en el Club Atlético Morelia y, más tarde, en Monarcas Morelia.
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con los que se vincula, de las cuales han dado cuenta la antropología, la sociología
y los estudios culturales (Archetti ; Elbaum ; Puig et al. ).
En concreto, la reflexión académica (y la atención mediática) sobre la participación de los jóvenes como aficionados al futbol surge con la aparición de los hoolligans
ingleses en la década de , visibilizados como protagonistas de actos violentos.
Con este mismo matiz se hicieron visibles otros grupos en diferentes latitudes: los
ultras españoles, los tifosi italianos, las torcidas brasileñas y las barras bravas en
la mayor parte de Latinoamerica. Por sus características comunes, estos colectivos se pueden denominar barras de futbol, y se definen como “un espacio social
reconocido, que existe en el conjunto social, con sus propias reglas y jerarquías
[...] que en general es productor y reproductor de identidades o sentidos de pertenencia, ligadas a un equipo de futbol pero autónomas respecto a él, compuestas
mayoritariamente por jóvenes” (Aponte et al. : ). Al hablar de las barras
como espacio y no como grupo, el análisis no se centra en una característica de
sus integrantes (la edad, que oscila entre los y años), sino en los procesos
que en su interior se generan.
Caracterizar de esta forma a las barras permite entender que lo que las distingue no es el ejercicio de la violencia, sino su funcionamiento como espacios de
identidad para los jóvenes que comparten, en primer lugar, la afición por un club
de futbol. Esto resulta relevante, ya que uno de los ejes que caracteriza a la juventud (en cuanto construcción social que denomina un estadio de edad considerado
como transitorio) es el proceso de identidad por el cual los sujetos se asumen como
productores de lo social y cultural; es decir, como sujetos activos que transforman
lo dado, otorgan sentido a sus prácticas y producen nuevos significados, siempre
en interacción con los otros (Castiblanco et al. ).
En estas interacciones se articulan culturas juveniles, concebidas como la manera en que las experiencias sociales se expresan colectivamente mediante la
construcción de estilos de vida distintivos, localizados fundamentalmente en el
4
5
6
Surgidos en la Copa Mundo de 1966, celebrada en Inglaterra.
De acuerdo con Alabarces (2004), se denominaron barras bravas a partir de 1967, cuando un aficionado
del Racing Club, en Argentina, fue asesinado al ingresar por equivocación a la tribuna donde se encontraban hinchas rivales del Club Atlético Huracán.
Las barras se consideran parte de los grupos organizados de aficionados, conocidos usualmente como
porras. De acuerdo con Romero (1997), las porras se distinguen de otros colectivos de aficionados al
futbol, como los espectadores (que acuden a observar un partido) o los hinchas (los aficionados asiduos
de un equipo), que realizan acciones distintivas para demostrar su afición.
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tiempo libre o espacios intersticiales de la vida institucional (Feixa : ). En
el seno de estas culturas (en plural para acentuar la heterogeneidad y sin el sub
para quitar el carácter jerárquico), las personas jóvenes se encuentran con iguales a la par que empiezan a identificarse con determinados comportamientos y
valores, distintos a los vigentes en el mundo adulto. En cuanto espacio de cultura
juvenil, los integrantes de las barras se cohesionan como parte de un colectivo
que manifiesta la afición hacia el equipo a partir de ciertos elementos (cantos,
banderas, gestos, bailes, colores y prácticas), conformando la producción simbólica
(el estilo) con la cual se identifican y se distinguen de los otros:
De tal manera que los miembros de la barra pueden enfrentarse eficazmente al mundo
de los “enemigos” porque su propia barra los hace sentirse unidos en un mundo mágicamente homogéneo, que no presenta fisuras ni divisiones. Recíprocamente, para
existir en la indivisión, se tiene la necesidad de la figura del enemigo, en quien poder
leer la imagen unitaria de su ser social (Recasens : ).
El otro, el enemigo, encarna en el equipo rival, pero también en los cuerpos policiacos, en las directivas de los clubes, en el mundo adulto e institucionalizado, que
generalmente los ignora. Por eso se habla de que, en los estadios, las barras obtienen
mucho más que la visibilidad o el reconocimiento social; se convierten en protagonistas del espectáculo deportivo. Así, el estadio es el territorio conquistado por los
jóvenes que se sienten marginados por una sociedad que difícilmente los reconoce.
Los barristas, además de hacerse visibles, se vuelven espectacularmente activos en
el lugar que ocupa su barra en su estadio; pueden jugar, desfogarse, desordenarse.
Por lo menos durante los noventa minutos del partido, su espacio está fuera de las
reglas que les imponen los otros.
El aguante: la masculinidad como eje identitario de las barras
Todos nos conocen, la Lokura en el tablón,
¡vamos, suden la camiseta!, me enamoro si te veo jugar,
sentimiento que no es para cobardes,
¡la Lokura siempre es carnaval!
Lokura
Cuando se piensa en las barras como espacios de ruptura del orden, de enfrentamiento con enemigos, de sujetos activos, no es difícil entender por qué en el
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imaginario social sus integrantes encarnan en jóvenes varones: las prácticas, las
representaciones y los significados de identidad que se juegan en el interior de la
barra están inexorablemente ligados a la constitución de la masculinidad. Feixa
(: ) señala que la mayoría de los estudios sobre las culturas juveniles tienden
a caracterizarlas como fenómenos exclusivamente masculinos, debido a dos factores:
a) la asociación de la juventud a un proceso que permite la emancipación de la esfera
familiar hacia el mundo público (lo que ha constituido un privilegio masculino);
y b) la perspectiva androcéntrica con que se han abordado, invisibilizando a las
mujeres que participan en ellas.
En el caso de las barras de futbol confluye un tercer factor: su articulación con
el ámbito deportivo, considerado como un espacio varonil por poner a disposición de
los sujetos un conjunto definido de conductas, escenificaciones e interacciones que
se usan para producir actuaciones reconocibles de masculinidad (Kaufman ;
Messner M. ; Kimmel ; De Keijzer ; Moreno ).
Primero, a partir de la constitución de la fortaleza: la actividad deportiva produce hombres resistentes, musculosos y fuertes que dominan su cuerpo y su mente
para enfrentarse al dolor, al cansancio o al sufrimiento. En segundo lugar, por la
constitución del éxito: en la práctica deportiva, los varones adquieren una identidad
pública reconocida al entrar en un mundo ligado a la relevancia, al privilegio y a un
orden de jerarquía extensivo a la vida social. En tercer lugar, por la confirmación
de la virilidad: en este ámbito se exige el control de los sentimientos, emociones,
necesidades afectivas y todo aquello que tenga marca de lo femenino, que se rechaza.
Y en última instancia, por la permisión de la agresividad como componente clave
para alcanzar las otras cualidades: al suponer dominio, virilidad y fortaleza, los
deportes posibilitan y hasta justifican la agresividad masculina, que se manifiesta
en las competencias, pero también fuera de ellas.
Este modelo de masculinidad trasciende la afición deportiva, que usualmente
se proyecta como una afición masculina. En el caso concreto de las barras, la
masculinidad encarna en el aguante, definido como el conjunto de acciones y escenificaciones mediante las cuales se muestra la fidelidad al club; desde los cantos,
el robo de trapos (banderas) o los bailes ejecutados en el partido hasta los enfren-
7
Definido como la posición, las prácticas y los efectos de las prácticas en la existencia corporal, en la
personalidad y en la cultura que definen el significado de ser un “verdadero hombre” (Connell 1997: 35;
Kimmel 1997: 51).
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tamientos violentos con las barras rivales o con la policía (Archetti ; Alabarces
; Garriga Zucal y Moreira ; Moreira ).
El aguante tiene dos ejes que estructuran su significación: el carnaval y el
combate (Castro Lozano : -). Por un lado, el carnaval implica apoyar en
extremo al equipo con la convicción de que desde la tribuna es posible ayudar a
que obtenga la victoria en la cancha. Por tanto, la barra no puede estar pasiva, sino
en una constante e intensa actuación: cantos, repique de tambores y trompetas,
gritos, palmas y bailes constituyen los actos obligatorios para expresar la fidelidad
al límite. Dicho de otra forma, nadie canta, brinca o alienta más que la barra.
En el límite opuesto se sitúa el combate, que consiste en el enfrentamiento
(verbal y físico) con aquellos que se consideren rivales. Este enfrentamiento, también
constante e intenso, obedece a la obligación de defender los colores tal como lo hace
el equipo en la cancha; es una batalla que se libra para mostrar la superioridad, para
evitar que el otro sea más visto, para someterlo. El combate implica el intercambio
de cantos ofensivos en la tribuna, el robo de banderas, y en ocasiones trasciende a
peleas masivas entre quienes integran las barras.
Tanto en el carnaval como en el combate están implícitos los valores de la
masculinidad. En primer lugar, ser barrista exige fortaleza física para usar el cuerpo
como instrumento (en el carnaval) o como arma (en el combate) a fin de remarcar
la superioridad sobre el otro, pero también implica tener la fortaleza mental para
soportar la humillación en caso de un marcador adverso. La exigencia de esta fortaleza se liga a la obligación del éxito: el objetivo es demostrar la superioridad en
la tribuna (esto es, aun si el equipo pierde en la cancha, la barra puede defender el
honor en el combate). Por eso, la agresividad también es constitutiva de las barras:
no se puede actuar como cualquier aficionado, sino que tienen que transgredirse
los límites del orden, del espacio, de los otros. Esto articula la heteronormatividad
de las barras, donde la idea de la superioridad encarna en lo viril; en los cantos, porras y ataques a los rivales, nombrar a los otros como mujercitas, maricones, putos
o vedettes resulta más hiriente que cualquier otro insulto explícito que hable de la
falta de capacidad o habilidad deportiva.
Entonces, la barra exige tener aguante, no ser cobardes, echar garra, poner
huevos, volverse locos. Por eso se dice que los barristas no son violentos per se, sino
que, en la estructura de valores de las barras, la violencia se constituye como una
forma de ejecución de poder asociada con la masculinidad que supone el aguante:
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La violencia es una herramienta legítima para dirimir sus conflictos y para reafirmar
los sentidos de pertenencia, no solo en el futbol sino también en el barrio, el cual se
erige como el espacio ideal en donde se legitiman prácticas violentas como parte de la
cotidianeidad, como los enfrentamientos con cuerpos policiales, el consumo de alcohol y
las drogas que, sin embargo, no puede marcarse como generalizados (Garriga : ).
Al entender que la violencia se implica en los valores que dan sentido a ciertas actuaciones de la barra, se entiende también que su ejecución no es un fin; en otras
palabras, las barras ejecutan una gran cantidad de actos simbólicos, no solo actos
violentos. Pero es necesario señalar que estos espacios tienen sentido por la rivalidad: su fin no es alentar al equipo que juega (que sería el objetivo de las porras),
sino ser parte del juego. Al estadio van a defender al equipo, a buscar una victoria,
a someter a los otros.
Por eso, si bien la violencia no es la condición exclusiva ni definitoria de las
barras, el conflicto violento se reconoce como un recurso disponible que debe
considerarse al analizar sus actuaciones, ya que trasciende del combate con los
rivales a enfrentamientos con policías, desorden público y confrontaciones con
otros sectores. La tensión se genera porque este recurso, como forma de ejecución de poder, permite cierto ascenso en la jerarquía interna:
Para lograr el ascenso, se requiere conocer todo lo necesario que implica ser de la
barra brava, conocimiento que se adquiere con la antigüedad, es decir, se aprende
cómo hacer amigos para ser reconocido al interior del grupo (participando del
carnaval, mostrando que se está comprometido), y enemigos para ser respetado en
la barra (estando presente en todos los combates posibles, demostrando que se está
convencido de lo que se hace e incluso enfrentándose a sus semejantes para mantenerse en la posición en la que se encuentra) (Castro Lozano : ).
Así, demostrar el aguante (en el combate, en el carnaval y con la disposición al
conflicto violento) conlleva reproducir un modelo de masculinidad agresiva que
permite el acceso de los barristas a ciertas posiciones de poder. Pero ¿qué se pone en
juego si quienes demuestran el aguante, roban los trapos, se desviven en el carnaval
o entran con todo al combate son mujeres?
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Mujeres en las barras de futbol: el caso de la Lokura
Ser de la Lokura es una sensación que no se puede explicar.
Cada gol, cada partido, cada emoción,
no se puede explicar, pero hace que todo valga la pena
Fanny, integrante de la Lokura
Al hablar del espacio deportivo como un espacio propio de la masculinidad, se
comprende la existencia de una serie de mecanismos estructurales que limitan el
acceso femenino a este ámbito. Con el argumento de que el deporte no interesa a
las mujeres (el cual omite que los mecanismos de socialización femenina las relegan
a una situación en la cual el ámbito deportivo permanece como espacio ajeno, no
propio), se justifica que en la organización de acontecimientos, productos, espacios
e información deportiva sean descartadas. Si bien en los últimos años se ha incrementado notablemente la participación de las mujeres como deportistas, periodistas
deportivas, gestoras del deporte, otros rubros como el de la afición deportiva se
siguen considerando exclusivamente masculinos.
Debido a esto, existen pocos trabajos enfocados en visibilizar la participación
femenina en las aficiones de futbol (Binnello, Gabriela, Conde, Martínez, y Rodríguez
; Conde y Rodríguez ; Magazine ; Cruz Sandoval ; de la Vega ).
En estos se ha analizado la presencia de las mujeres en las porras (que tienen un carácter menos agresivo y una composición más heterogénea que las barras) revelando
los papeles que desempeñan y los cambios que se generan en la dinámica del grupo a
partir de su inclusión. Una vertiente de conclusiones señala que las mujeres aficionadas
acuden básicamente en el papel de acompañantes de la familia, pareja o amistades,
como una forma de acceder a espacios de convivencia con actores significativos en su
vida; otra vertiente apunta a destacar su afición a partir de ciertos estereotipos, como
la figura materna (que distribuye la comida, calma a los que se enojan o cuida a los más
jóvenes), la pasión femenil desbordada (que se manifiesta en los gritos más notorios
cuando ocurre un gol o una jugada fallida) o la frivolidad (cuando expresan su gusto
por el físico de algún jugador). En ambas vertientes se destaca que su presencia constituye una trasgresión a un espacio usualmente no reconocido como propio (y con
conductas que tampoco se consideran apropiadas), pero del que se tienen que apropiar.
En nuestro país, la presencia de mujeres en las barras no se ha analizado en
absoluto porque, de entrada, dichos espacios son relativamente recientes en el futbol
mexicano. A lo largo de las últimas dos décadas, han surgido numerosos grupos de
barristas, y hoy en día no hay ningún club de la liga profesional que no cuente con
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una barra (algunos con hasta tres o cuatro) en sus tribunas. Los nombres delatan
el estilo y carácter juvenil: la Rebel de Pumas, la Monumental de América, la Irreverente de Chivas, la Adicción de Rayados, Libres y Lokos de Tigres, y la Lokura
de Monarcas Morelia.
Esta última surgió tras el campeonato del equipo en el invierno de , con
alrededor de jóvenes que formaban parte de las porras tradicionales. Aunque
desde sus orígenes la barra ha contado con la presencia de mujeres, actualmente
estas representan apenas una quinta parte del total de integrantes (,): se calcula
que unas jóvenes acuden cada días a la zona norte del estadio Morelos, el
lugar consagrado para la Lokura .
Para llegar al partido, las barristas, como el resto de los integrantes, salen en
caravana por la avenida principal de la ciudad desde la catedral de Morelia, ubicada a
seis kilómetros del estadio. Antes de ingresar, tienen un segundo punto de reunión:
La Cantera, un pequeño local ubicado a un costado del estadio, en donde se vende
comida y cerveza. Pasar por La Cantera constituye un momento para la convivencia:
ahí se saludan, piden cooperación para comprar algún boleto faltante y aprovechan
el precio de la cerveza, mientras escuchan algo de cumbia villera argentina o reggae,
géneros musicales que caracterizan el estilo de la barra.
Cuando el sonido del estadio comienza a dar las alineaciones de los equipos,
la Lokura se apresura a entrar, encabezada por la banda musical que con tambores, bombos, platillos, trompetas y trombones canta: “Dicen que estamos locos
de la cabeza, eso a la policía no le interesa. Canarios, ¡esta es tu hinchada, la que
tiene aguante, la que te sigue siempre a todas partes!”. En su zona, resguardada por
malla ciclónica y por elementos de seguridad, se encuentran jóvenes como la Masiva, Fanny y Vane, negociando un espacio propio, generando formas, respuestas
y resistencias, demostrando su aguante.
Ninguna pasa de los años de edad, todas estudian y, en el caso de la Masiva,
combina el estudio con la responsabilidad de ser madre de un pequeño de años,
fruto de su relación con un integrante de la barra de quien ya no es pareja. Vane,
8
El primer club que promocionó una barra fue el Club Pachuca, a mediados de la década de 1990, con
la Ultratuza, sostenida por la directiva con repartición de boletos, préstamos de transporte y entradas
a otros estadios como visitantes.
9 La única barra de las siete porras oficiales que tiene registradas el club.
10 Se omite el nombre completo de las entrevistadas para resguardar su identidad.
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con cinco años en la barra, llegó a los invitada por su hermana mayor, quien ya
pertenecía a la Lokura. A Fanny, que entró a los , su tía la empezó a llevar a los
partidos y, al ver que la barra estaba integrada por jóvenes, se fue a registrar. La más
veterana es la Masiva, que llegó cuando tenía años, por invitación del primo de
una de sus mejores amigas. “Regularmente las chavas no llegan solas, más bien los
chavos tienden a llegar más solos, cuando son chavas es más como de ‘yo tengo una
amiga y vamos al estadio’”, comenta la Masiva, quien a lo largo de una década ha
visto el aumento de la cantidad de mujeres en la barra, aunque señala que no todas
permanecen: “Muchas chavitas, y también chavitos, vienen nada más por moda o
por ver qué agarran, no duran, aquí hay personas que están dos o tres temporadas
a lo mucho y no vuelven a venir”.
Desde la geografía feminista se ha dicho que los espacios son construidos no
solo en su materialidad sino también por los significados y valores que las personas
les otorgan; concretamente, al recuperar la experiencia de las mujeres, se pueden
analizar los significados que configuran sus identidades personales en estos espacios
(Sabaté, Rodríguez y Díaz : ). En este caso, en la experiencia de estas jóvenes
se bosquejan al menos cuatro puntos en los que pueden transgredir, confrontar y
negociar su identidad genérica mientras afirman su identidad juvenil: a) su relación
con el territorio; b) su relación con el cuerpo; c) su relación con los otros, y d) su
relación con los tiempos y espacios para la vivencia de experiencias satisfactorias.
Este bosquejo no pretende ser exhaustivo, sino mostrar las posibilidades que encuentran las mujeres en un espacio considerado masculino y violento.
El primer límite que se mueve cuando las mujeres ingresan a las barras es el de
la territorialidad, entendida como la relación que un grupo tiene con un territorio
que siente como propio, que acota y sobre el que ejerce su dominio (Sabaté, Rodríguez y Díaz : ). Estar en la barra implica acceder a lugares que se consideran
masculinos: el estadio, la calle, el bar, opuestos a los espacios cerrados en los que
usualmente transcurren las acciones de las jóvenes; como barristas, las mujeres
extienden su movilidad:
Fui de las primeras mujeres que llegó a la barra. Siempre me ha gustado el futbol y sí
llegué a venir con mi familia y todo, pero nunca en la barra como tal. Cuando empecé
a venir aquí, los empecé a conocer, me empezó a gustar lo que sentía al estar en la
cancha. No éramos muchos en ese tiempo. Y después empecé a viajar, y fue ahí cuando de plano me enamoré: de todo lo que pasas en otros estadios, las alegrías cuando
ganan, cuando pierden, fue así como cada ocho días, yo no sabía de dónde sacaba
dinero, pero ahí estaba (La Masiva).
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Al salir en caravana al estadio, al llegar al bar, al viajar, las barristas se mueven
libres de la mirada tutelar de la familia. Si bien la transición juvenil se ve como un
proceso de emancipación del núcleo familiar en el que se accede al espacio público
de manera voluntaria, para las mujeres ha implicado pasar de una esfera familiar a
otra. En las barras, ellas se alejan de estas esferas; como espacio juvenil, la presencia
de los adultos está vedada, por lo que incorporan la experiencia de estar en un lugar
por voluntad propia:
Al principio a mi familia no les gustaba, decían que este era un ambiente muy pesado,
pero mi familia es futbolera, entonces poco a poco vieron cómo era el ambiente y ya
nos dieron el permiso a mi hermana y a mí. Aunque en realidad veníamos sin permiso,
porque queríamos estar aquí (Vane).
En este sentido, la movilidad permitida por la barra se convierte en una experiencia lo suficientemente motivadora para transgredir la autoridad parental; es decir,
escaparse, no pedir permiso, incumplir las prohibiciones adultas:
Cuando empecé a viajar mi mamá sí me decía que no fuera a todas y yo le decía: “Pues
mamá, perdóname, pero el Morelia es mi vida”. Y me iba sin pedirle permiso. Y cuando
estaba allá le hablaba: “Mamá, estoy en México, en Pachuca, en Monterrey, me voy ir
a Cancún”. De hecho, al último hasta me decía: “Quiero viajar contigo”; ya ha venido,
yo la he traído conmigo al estadio (La Masiva).
En esta transgresión, las barristas superan parcialmente el miedo que supone la
movilidad por territorios que no son propios. Los procesos de socialización femenina
articulan numerosos mecanismos de control y advertencias sobre la peligrosidad
del espacio público, remarcando un sentido de vulnerabilidad que provoca que las
mujeres restrinjan sus movimientos y horarios. La posibilidad de moverse (en el
estadio, en la calle, en un autobús en carretera) relativamente solas (van acompañadas por la barra, pero sin sus padres), sugiere cierta autonomía de sus tránsitos. No
obstante, en esta apropiación se encuentran algunos remanentes de la socialización
que obliga a la protección: las barristas no suelen ubicarse al centro de la zona de
la tribuna (a menos que sus acompañantes sean varones), que es donde se gestan
las acciones más intensas (la presencia de la banda musical, la concentración de
elementos policiacos, el sube y baja por las gradas).
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Entonces, desde las orillas, que es el sitio donde se sienten más seguras, participan
en el carnaval y el combate, con un cuerpo que no está pensado para eso. Justo este
es el segundo punto en el cual las barristas confrontan los patrones de su identidad
genérica. Se había dicho que demostrar el aguante implica una actividad constante e
intensa, opuesta a la idea de pasividad con la que suele asociarse la condición femenina.
Con la idea de que el cuerpo de las mujeres es vulnerable, se arraigan conductas de
protección, inmovilidad y ocultamiento. Pero la barra exige no solo un cuerpo activo, sino en constante exposición; hay que mostrarse saltando, cantando, aventando,
evidenciando el aguante:
Los minutos hay que estar alentando siempre, no te puedes sentar; para mí es como
una falta de respeto para el equipo y para la cancha. Al tablón no vienes a sentarte,
para sentarte vete a otra zona, aquí vienes a dejar todo (La Masiva).
La idea de un cuerpo activo (con acciones físicas intensas) y expuesto (a la mirada
de otros espectadores, al ataque de otros barristas) configura una relación diferente:
a partir de las marcas de pertenencia (pintarse la cara de amarillo y rojo, portar la
playera del equipo, amarrarse las banderas, bailar al ritmo de los cantos de apoyo),
las barristas se apropian de las conductas corporales del aguante —estructuradas
para cuerpos fuertes, poderosos, masculinos. Esto explica por qué ellas prefieren no
hacer evidentes las marcas femeninas sobre su cuerpo; se sanciona la actitud de las
jóvenes que llegan “arregladas, pintadas, con tacones”, al considerar que demeritan
el objetivo de la barra:
Depende de cada chica a lo que venga, yo sí no pelo a nadie, no hablo con nadie, estoy
en el partido mientras dura. Ahora sí que cada quien, si vienes a cotorrear y a buscar
novio, pues obviamente no vas a poner empeño a la hora de apoyar. Las verdaderas
barristas sabemos a lo que venimos, muchas otras no lo saben, y dices: bueno, si
quieres venir maquillada, de tacón, a ver qué ligas, pues cada quien. Pero aquí el trato
con los hombres es muy tranquilo, cuando te das a respetar, es muy tranquilo, es muy
respetuoso (Vane).
Al rechazar las marcas que se consideran femeninas, las mujeres aprenden a usar
su cuerpo para un fin que no es el de atraer la mirada varonil, sino la mirada
adulta (aunque también se configura como varonil). Esto articula otra ruptura
en la relación de las mujeres con su cuerpo: en la barra no necesitan maquillarse,
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verse bien, estar arregladas para ser valoradas; el reconocimiento se gana por
el aguante.
Entonces, las barristas señalan que las mujeres que muestran su cuerpo con
el fin de atraer la mirada varonil corren el riesgo de que los barristas no las vean
como sus iguales. La identidad que se busca reafirmar es la futbolística (frente a
los otros, la barra rival), la juvenil (frente a los otros, el mundo adulto), pero no
la genérica. En la barra no existe la idea de un los otros que oponga a mujeres y
varones; mientras tengan aguante, todos son iguales (aunque el igual del barrista
remita a un modelo masculino). Este reconocimiento modifica las relaciones
genéricas:
En realidad, yo siempre tuve como mucho apoyo de todos, como éramos muy poquitos, y éramos muy poquitas chavas, entonces éramos las que todos cuidaban, todos
protegían. Siempre andaba con ellos para todos lados. Nunca me vieron como “ay, una
mujer que no sabe”. Al contrario, me decían: “Es que platicar contigo es como si fueras
hombre porque sabes de futbol, y te gusta y estás aquí” (La Masiva).
Aunque se reconoce que algunos barristas adoptan actitudes de protección (lo que
implica mantener la idea de vulnerabilidad de las mujeres), la experiencia de estas
jóvenes muestra que no están descalificadas por su condición genérica, aun cuando el
espacio esté estructurado con valores que se consideran masculinos. En sus palabras,
lo que importa no es que seas hombre o mujer, sino que eres monarca. El sentido
grupal parece diluir la identidad genérica, aunque en las relaciones concretas se
reproduzcan sutilmente prácticas de masculinidad y feminidad (como el ligue o la
protección). Pero a diferencia de otros espacios, la presencia femenina en la barra
no está marcada por la confrontación (no hay rechazo) o por papeles estereotipados
(no están como elemento estético o como acompañantes).
En el reconocimiento de que las barristas están en la barra porque quieren y
porque saben, se establecen las relaciones con los que consideran sus pares. No
obstante, estos pares conciben el saber de futbol como un privilegio masculino
que cuando se encuentra en las mujeres las iguala; en el imaginario no existe la
aceptación de un conocimiento empírico de las mujeres sobre el futbol (ya que se
considera que para comprender el juego hay que haber jugado, lo cual no hacen
las mujeres). Pero contrario a otros espacios donde esta supuesta carencia de
conocimiento provoca una desvalorización inicial, en la escala de valores de la
barra no es condicionante para el acceso: no importa qué tanto sepan del juego
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mientras apoyen. Si bien el saber no es una condición de acceso (como sí lo es el
querer), sí representa un factor para ocupar posiciones reconocidas: las barristas que
saben de futbol, que pueden platicar con los hombres del tema, se convierten en
referente en el interior de la barra. No obstante, este reconocimiento no alcanza
para ocupar los liderazgos que se estructuran en la organización, porque esos
están reservados para quienes demuestran mayor aguante: quienes gritan más
fuerte, quienes tienen más combates, quienes mejor defienden el honor, y estos
“quienes” son los varones.
Aunque las mujeres no asistan a la barra con la intención de atraer al otro y
con la idea de que en las relaciones intergenéricas se reconocen como iguales, la
pasión por el equipo empareja de manera frecuente a sus integrantes, que según las
entrevistadas terminan casados o con embarazos a temprana edad. Se puede inferir,
y se remarca como inferencia, que el mostrar el cuerpo en acción y la modificación
de sus patrones de relación con los varones aceleraría el inicio de la vida sexual en el
seno de la barra. Esto explicaría, en parte, la numerosa cantidad de jóvenes madres
que asisten a la barra, solas o acompañadas de hijos y parejas. En este sentido, en
la barra también se modifica la forma en que estas mujeres enfrentan experiencias
que marcan la identidad femenina, como la maternidad:
Ya después fue creciendo todo el movimiento, empezaron a entrar más chavos, y yo me
embaracé, y aun así seguía viniendo. Todavía cuatro días antes de aliviarme vine a un
partido y ya después me alejé un poquito por el niño, porque no podía dejarlo, estuve
como seis meses sin venir, como una temporada o dos. Y ya que tuve la oportunidad,
pues otra vez regresé aquí, ya no viajo igual que antes, pero todavía viajo cuando hay
oportunidad [...] Ahorita que tengo a mi niño ya no voy a las caravanas, llego directo
aquí, veo el partido, a veces me echo una cerveza y me voy, ya no puedo quedarme.
Pero es algo que no puedes dejar y que yo quisiera transmitirle a mi hijo [...] Si un día
mi hijo me dice, “mamá, quiero ser de la barra”, yo encantada (La Masiva).
La maternidad tradicional —como una experiencia que supone el tránsito a la vida
adulta— suele implicar que las mujeres permanezcan en el hogar y atiendan los deseos de sus parejas, es decir, que pierdan la autonomía en la movilidad, el cuerpo y
las relaciones con otros generada en la barra. En testimonios como el de La Masiva
se encuentra que las barristas suelen resistirse a esta pérdida, aunque esto implique
una sanción, como perder la pareja, ser criticada por la familia, ser mal vista por
algunos sectores debido a sus conductas no apropiadas:
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Cuando se sienten los colores no te importa nada [...] precisamente con el papá de mi
hijo no estoy por eso, porque a él, a pesar de que es parte de la barra, no le gustaba
que estuviera aquí, y dije, pues lo siento. Yo creo que las que estamos aquí, realmente
sentimos el compromiso (La Masiva).
Las conductas no apropiadas o, mejor dicho, apropiadas de los códigos masculinos
del aguante se incorporan a la experiencia de las mujeres desde su ingreso: agresividad, tendencia al combate, consumo de alcohol, enfrentamientos con elementos
de seguridad; conductas opuestas al decoro, fragilidad y dulzura que implicaría
su condición femenina. Lo que le da sentido a la transgresión que suponen estas
conductas es la afición por el equipo; por Monarcas hay que estar dispuestas a todo:
Para estar con el equipo he hecho de todo: desde salirme del trabajo sin permiso hasta
robarle dinero a mis papás porque no tengo para pagar entradas, salirme de la escuela
para llegar temprano, todo por estar con ellos (Vane).
De esta forma se desafían ciertas reglas que suponen la transición a una vida responsable (entiéndase adulta) en la búsqueda de vivencias lúdicas a las que destinan
recursos, tiempos y sacrificios:
Cuando yo estaba soltera, sin bebé, era desde la mañana hacer todo mi quehacer en
mi casa para que mi mamá no me estuviera diciendo: ¿ya te vas? Hacía mis cosas,
empezaba a arreglarme dos o tres horas antes porque a veces nos íbamos en caravana,
de ahí caminábamos hacia el estadio, entonces era estar desde las cinco de la tarde
con los amigos, con nuestras chelas. Llegábamos todos al estadio, aquí afuera otras
chelas, entrar y dar todo, se terminaba el partido y nos íbamos a La Cantera hasta que
el cuerpo aguantaba (La Masiva).
Robar, escaparse del trabajo, beber hasta que el cuerpo aguante se consideran prácticas en las que convergen algunas de las rupturas en la relación con el territorio,
el cuerpo y los otros. Pero es el combate, como violencia ejecutada, la práctica de
mayor trasgresión para las barristas, pues implica un enfrentamiento con los otros,
con la ejecución de poder que esto implica. Dicha trasgresión ocurre en un marco
de sentido en el que las barristas, lejos de estar conscientes de la ruptura con el
modelo de feminidad, la ejecutan como parte del aguante que demanda la barra:
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Y eso de los combates es cuando vienen otras barras con las que no tenemos cotorreo,
regularmente hay enfrentamientos y ahí también tenemos que participar como parte
de la barra; si nos toca aquí o fuera, tenemos que entrar. No tanto como obligación,
yo lo hago porque quiero los colores, y lo hago porque lo siento. No voy a dejar que
otro me quite mi camiseta o cosas así. En estos combates me ha tocado pelearme con
hombres, con los que he tenido enfrentamiento. Nunca me ha pasado nada, no pasa de
patadas o moretones, pero así que me pase algo más allá, no. También me ha tocado
que la policía me detenga, la vez que estuvo más extremo terminé en reparos [sic], en
un combate contra Cruz Azul me detuvieron y me culpaban porque le abrí la cabeza
a un policía cuando nos quería llevar, me querían demandar por lesiones. Total, que
me mandaron a reparos [sic] y estaban viendo si me trasladaban, no supe cómo estuvo,
mi familia fue la que estuvo ahí, me sacaron al día siguiente (La Masiva).
En el combate, las barristas no ven al otro (varón, adulto, institución) como un sujeto
al que deben someterse, sino al que pueden enfrentar; para las jóvenes, el combate
representa la oportunidad de concebirse, en el territorio y en el cuerpo, como fuertes,
seguras, valientes:
En el primer combate sí me dio miedo, porque era nueva y no sabía qué onda, pero
como que te da coraje que lleguen unas personas y te quieran pegar, agarras fuerza, no
sabes ni qué onda, y le entras. No se pueden meter con tu equipo, con tus amigos, con
las personas que aprecias; si a alguien que aprecias ves que le están pegando, no lo vas
a permitir. Si ves que alguien está en peligro y piensas, “son ellos o somos nosotros”,
no te da miedo y le entras con lo que tengas (Fanny).
Entonces, si bien los enfrentamientos violentos pasan por un sentido colectivo (son
ellos o somos nosotros), también ponen a disposición de las mujeres la ejecución de
la violencia como demostración de poder. No obstante, no todas las barristas están
dispuestas al combate, aunque su rechazo no pasa por una crítica a los mandatos
de género, sino al conflicto violento:
No soy mucho de generar la violencia, me ha tocado ver bastantes pero no provocarlos.
Creo que cada integrante de cada barra está por su gusto y por su responsabilidad, los que
vienen aquí hay que respetarlos, así como cuando uno va y pide que nos respeten (Vane).
En la ejecución del combate, las barristas son conscientes de la sanción social que
obtienen, al quedar etiquetadas como parte de una juventud violenta:
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Si bien muchas chavas llegan al inicio de la temporada, por moda, porque las traen
sus novios o sus amigos, creo que son más las que no llegan o se van por el hecho
de que la barra está muy tachada por la sociedad, que dice que somos delincuentes,
somos adictos, somos borrachos. Entonces yo pienso que los papás no les permiten y
a ellas también como que les da miedo llegar porque creen que somos así. Yo admito
que con los policías he tenido muchos enfrentamientos, la verdad todo mi repudio
hacia ellos, por el simple hecho de vernos aquí, y de ver que somos parte de la barra,
nos ponen una etiqueta. Y yo digo, yo estoy a punto de titularme de la licenciatura, estudio, soy una persona que se prepara, atiendo a mi hijo, hago mis cosas de manera
responsable, no me considero una delincuente (La Masiva).
Las modificaciones, negociaciones y transgresiones de la condición genérica de las
barristas tienen sentido en la última de las rupturas originada en este espacio: el
acceso a lo que para ellas constituye la alegría, la pasión, el placer. Si bien la expectación deportiva resulta lúdica de manera inherente, para las mujeres implica
no solo el goce, sino la disposición de tiempos, espacios y satisfacciones propios:
Cada partido ganado es como una alegría enorme, cada gol es una emoción enorme,
los viajes son experiencias únicas. De hecho, la emoción más grande que he tenido
ha sido ser los campeones de copa, el año pasado, en noviembre. Un campeonato, sea
de lo que sea, es pura alegría [...] Yo soy feliz cuando vengo aquí, es una parte que a lo
mejor mi madre no comprende. Luego me dice: “¡Qué ganas de ir a perder dinero!”.
Pero yo lo veo como inversión para la felicidad (Vanesa).
La idea de “la inversión para la felicidad” resulta central en estas jóvenes, ya que
destinan parte de sus recursos, de su tiempo y de sus esfuerzos para algo que les
resulta placentero a ellas mismas (cuando usualmente se espera que procuren la
felicidad de los otros):
Yo empecé a venir en la secundaria, en último año. Mis papás me daban para gastar,
y a veces era no comer en la escuela para juntar para el boleto del sábado, o para un
viaje tenía que vender mis cosas, mis regalos de oro de mis años, para tener dinero
para el pasaje, con tal de seguir al equipo (Fanny).
Entonces, la barra se articula como uno de los pocos espacios en los cuales las
jóvenes encuentran sentidos y significados que hacen positivo su tránsito por ese
complicado estadio denominado juventud, desde una condición que también resulta
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complicada: la de ser mujer. Aunque tengan que entrar al combate y desvivirse en
el carnaval, el esfuerzo vale la pena mientras les permita ser parte de la Lokura:
Venir cada días a un espacio que es tuyo da sentido a muchas cosas, y cuando se
acaba la temporada no encuentras qué hacer porque tienes que estar guardada, no
puedes venir a ver al Morelia. No sabes qué hacer (Fanny).
A modo de conclusión: las posibilidades de un espacio transgresor
Sentir que pertenecemos a un grupo nos hace mantenernos aquí.
Si no tuviera esto, yo no sé qué haría
La Masiva, integrante de la Lokura
El bosquejo aquí presentado, que amerita un análisis en mayor profundidad, da
las pistas para comprender a las barras de futbol como espacios en los que se resignifica la vida individual y colectiva, lo cual incide en los diversos procesos de
identificación juvenil y genérica. En estos espacios, las jóvenes barristas obtienen
cierta autonomía que confronta la autoridad varonil y adulta presente en otras
esferas de sus vidas. Dicha autonomía repercute en las formas de relacionarse con
el territorio, con los otros y consigo mismas, con prácticas tan contrastantes como
la intensa alegría que supone el carnaval o la violencia latente en cada combate.
Con experiencias que van desde viajar en camión a los estadios más lejanos hasta
terminar en el Ministerio Público, las barristas buscan afirmarse como jóvenes,
como parte de la afición, antes que como mujeres. Pero las rupturas con ese ser
mujeres son las que resultan más atrayentes para la mirada feminista.
No obstante, no se trata de idealizar a la barra como un espacio en el que
todas las prácticas suponen autonomía, igualdad o acceso al poder para las mujeres; por el contrario, también se encuentran contradicciones que marcan sus procesos de apropiación: se mantienen ciertas ideas asociadas a la feminidad, ciertas
prácticas de protección y ciertas jerarquías en la misma estructura de la barra.
Las rupturas que se originan no transforman por completo el orden de género
porque ocurren en un espacio que simbólica y materialmente se estructura en la
masculinidad, aunque en él participen mujeres. Pero en cuanto rupturas y, por
tanto, con carácter emergente, es necesario analizar las posibilidades que ofrecen
a las jóvenes para pensarse, moverse, actuar y dar significado a su vida.
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El metro de la Ciudad de México: heterotopías
y prácticas homoeróticas
Esto es lo que quiero decir. No se vive en un espacio neutro y blanco;
no se vive, no se muere, no se ama en el rectángulo de una hoja de papel.
Se vive, se muere, se ama, en un espacio cuadriculado, recortado,
abigarrado, con zonas claras y zonas oscuras, diferencias de niveles, escalones,
huecos, protuberancias, regiones duras y otras desmenuzables, penetrables, porosas.
Michel Foucault, El cuerpo utópico. Heterotopías
José Octavio Hernández Sancén1
El presente trabajo es una reflexión que se desprende de un proceso de investigación de posgrado, de la que soy autor y que desarrollé en la maestría
en Psicología social de grupos e instituciones de la Universidad Autónoma
Metropolitana, Unidad Xochimilco. Aquel trabajo se tituló “ ‘El último vagón’.
El metro de la Ciudad de México: espacio social emergente de construcción y
resistencia homosexual”.
En dicha investigación se planteó como problema eje a tratar la apropiación del
espacio del metro de la Ciudad de México a través de las prácticas homoeróticas2
entre los usuarios-hombres.
1
2
Maestro en Psicología social de Grupos e Instituciones en la am-.
Al hablar de homoerotismos o prácticas homoeróticas me refiero a una socialización erótica versátil
y dinámica entre personas del mismo sexo biológico, en este caso hombres, en las que se implican
el cuerpo, el deseo y la subjetividad. Las prácticas homoeróticas, en cuanto forma de expresión de
la sexualidad —siendo esta un constructo social e histórico—, son determinadas por la cultura y el
contexto en el que se desarrollan. Por tanto, como parte de lo humano, los homoerotismos tendrían la
característica de ser únicos, locales y flexibles rompiendo con las dicotomías y/o binarismos sexuales y
de género preestablecidos por los modelos dominantes y tradicionales en una sociedad como la mexicana.
“Una experiencia que revela de nuevo el carácter incoherente, inestable y fragmentado de la identidad
masculina, no obstante las pretensiones sociales patriarcales de unicidad y homogeneidad” (Núñez
2001: 26).
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Apoyado en el trabajo de campo etnográfico a través de la observación participante3 y haciendo uso de las conversaciones sostenidas de manera aleatoria con seis
hombres, usuarios del metro, que tenían entre 3 y años de edad, me di cuenta
de que muchos de los testimonios de las experiencias compartidas por estos sujetos
no podían ser explicados y comprendidos desde categorías que han estigmatizado
la sexualidad y sus prácticas.
Categorías como el ser homosexual, gay, joto, maricón, puto y/o heterosexual,
hombre, buga, macho, mayate; o los binarismos de género, masculino-femenino,
activo-pasivo, penetrador-receptor; además de las dicotomías entre lo público y lo
privado, lo subjetivo y lo social, lo individual y lo colectivo, son elementos que han
permitido su comprensión y análisis, pero en la actualidad sin duda han complicado
más su reflexión.
Descubrí que estaba frente a un objeto de estudio complejo, diverso, denso y
oscuro, que nace desde la cotidianidad del viaje, en el tránsito de un lugar geográfico
a otro a través del sistema de transporte colectivo más importante de la Ciudad de
México, en lo cual radica su principal complejidad.
En consecuencia, en este artículo me propongo exponer, analizar y generar
algunas ideas que permitan comprender los procesos de construcción del metro
como un espacio colectivo de significaciones sociales y procesos de subjetivación.
Identificar las formas y dar cuenta de la dinámica misma de la apropiación del espacio
3
4
Para este trabajo retomé los aportes de Rosana Guber —respecto a la observación participante y la reflexividad como parte del trabajo de campo etnográfico— quien afirma que sus principales herramientas
“son la experiencia directa, los órganos sensoriales y la afectividad que, lejos de empañar, acercan al
objeto de estudio. El investigador procede entonces a la inmersión subjetiva pues solo comprende desde
adentro […] Con su tensión inherente, la observación participante permite recordar, en todo momento,
que se participa para observar y que se observa para participar” (Guber 2001: 60-62).
Para este trabajo de investigación fue reveladora la aportación de Fernando Luis González Rey al proponer como instrumento de la investigación cualitativa en psicología “los sistemas conversacionales,
los que permiten al investigador descentrarse del lugar central de las preguntas para integrarse en una
dinámica de conversación, que va tomando diversas formas, y es responsable de la producción de un
tejido de información que implique con naturalidad y autenticidad a los participantes” (González 2007:
32). Es decir, las conversaciones resaltan el sentido de corresponsabilidad, que implica a cada uno de
los participantes como parte del proceso de investigación facilitando la expresión activa, libre, reflexiva
y creativa sobre el tema en cuestión. En este proceso integrador, tanto el investigador como los sujetos
informantes participan con sus experiencias, dudas, tensiones y emociones que dan sentido a los contenidos que van apareciendo: “La conversación busca, ante todo, la emergencia del sujeto que habla en
un compromiso total con su expresión” (González 2007: 34).
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del metro como expresión de la subjetividad social5 desde la sexualidad a través de
los pactos de complicidad de las prácticas homoeróticas de los usuarios-hombres
de la Ciudad de México. Un fenómeno social que surge a través del anonimato,
en el fluir del viaje, en el transitar de sus trenes y vagones como parte de la vida
cotidiana de sus habitantes.
Lo anterior hace suponer que estas prácticas son una búsqueda no solo individual
sino colectiva de un espacio incluyente que se torna emergente en lo social. Asimismo, considero que la historia de nuestra ciudad, determinada por la singularidad
del espacio-tiempo en un proceso de subjetivación, ha orientado estos encuentros
hacia el deseo y la necesidad del cuerpo, la conquista y el reconocimiento de la
sexualidad en lo público y privado.
Plantearse un trabajo de este tipo desde la psicología social exige reconocer en la
subjetividad una posibilidad de acercamiento para reflexionar sobre los procesos de
constitución del vínculo entre el sujeto y el espacio. Al respecto, González comenta:
La subjetividad está constituida tanto en el sujeto individual como en los diferentes
espacios sociales en que este vive. El carácter relacional e institucional de la vida humana
implica la configuración subjetiva no solo del sujeto y de sus diferentes momentos interactivos, sino también de los espacios sociales en que esas relaciones se producen. Los
diferentes espacios de una sociedad concreta están estrechamente relacionados entre
sí en sus implicaciones subjetivas. Es a este nivel de organización de la subjetividad al
que hemos denominado de subjetividad social (González 27: ).
Destacar el sentido de significación de los lugares y espacios de grupos de hombres
con prácticas homoeróticas en la Ciudad de México no es una tarea fácil, ya que
sirven de plataforma para la socialización y contacto con el contexto que habitan.
Es decir, lugares y espacios cargados de sentido, donde los sujetos hombres con
prácticas homoeróticas “establecen formas de relación, crean códigos lingüísticos
e inclusive señales que se mueven en su interior y que permiten la interacción, pero
que a la vez excluyen a los intrusos” (List : ). Son espacios “construidos so-
5
Fernando Luis González Rey hace referencia al término y menciona que “se encuentra en las representaciones sociales, los mitos, las creencias, la moral, la sexualidad, los diferentes espacios en que vivimos,
entre otros aspectos, y está atravesada por los discursos y producciones de sentido que configuran su
organización imaginaria” (González 2007: 17).
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cialmente a través de prácticas, discursos y representaciones, donde la adscripción
y los sentidos posibles establecen fronteras simbólicas que los hacen pensar como
únicos” (Sánchez : ).
Al aproximarnos a lugares físicos como calles, avenidas, parques, jardines,
explanadas, baños públicos, hoteles, bares, cafeterías, restaurantes, tiendas, centrales camioneras, aeropuertos y el mismo metro, quienes ocupamos esos lugares
los investimos con nuestra subjetividad, de tal manera que los hacemos nuestros.
Hablamos entonces de espacio, reconociendo que, en este acercamiento y conocimiento del lugar, del tránsito, de la experiencia, de la cotidianidad, surge el espacio
dotado de un significado y a su vez proponiendo otro; dinámico en todo momento,
cambiante al ser parte de lo humano, de quienes lo bordean, habitan y transforman.
Actualmente lugares como el Parque Hundido, el Parque de los Venados, el
Bosque de Tlalpan, Ciudad Universitaria (), la Alameda Central, el Palacio de
Bellas Artes, la Zona Rosa, colonias como la Condesa, la Roma, la Cuauhtémoc y
la Doctores, o transportes como microbuses, autobuses, metrobús, taxis y el metro
son referencia obligada como espacios de socialización y sociabilidad, lucha y conquista; “zonas de guerra” por la diversidad sexual, el reconocimiento y el sentido de
pertenencia a un grupo: espacios en nuestra ciudad en los que es posible inventar
nuevas formas de ser y estar.
El metro-homo
En el devenir histórico de la Ciudad de México y desde su creación en , el metro se
ha constituido como el sistema de transporte colectivo más característico, expresivo
y representativo de esta ciudad. Escenario idóneo por sus “estaciones de transbordo,
los cambios de dirección en el mismo andén, los túneles de salida, los vagones más
desocupados a ciertas horas o los más llenos” (Sánchez : ); asociado a imágenes y símbolos por quienes viajan en él, configurado por espacios de interés social,
laboral, comercial y de servicios que lo asemejan a una urbe. Las crónicas urbanas
escritas por Carlos Monsiváis así lo describen: “El metro es la ciudad”.
En el Metro se escenifica el sentido de la ciudad, con su menú de rasgos característicos:
humor callado o estruendoso, fastidio docilizado, monólogos corales, silencio que es
afán de comunicarse telepáticamente con uno mismo, tolerancia un tanto a fuerzas,
contigüidad extrema que amortigua los pensamientos libidinosos, energía que cada
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quien necesita para retenerse ante la marejada, destreza para adelgazar súbitamente
y recuperar luego el peso y la forma habituales (Monsiváis 2: ).
Por otro lado, diferentes grupos de personas e investigadores (List ; Laguarda
; Gallego ) han apelado a la diversidad sexual de los habitantes de nuestra
ciudad, creando códigos y formas de comunicación por la lucha de espacios alternativos para debatir y exponer su sexualidad. En esta lógica y como un “secreto a voces”,
el metro ha sido cargado de sentido subjetivo como un espacio “público” permeable
de encuentros “privados” homoeróticos, configurando un saber que permanece en
el juego del anonimato y la prohibición, pero al mismo tiempo de liberación y dinamismo del placer y la sexualidad.
Espacio significativo que representa la oportunidad para “metrear”, es decir, el
ligue, la seducción, el placer y el sexo; interrelacionados con la aventura, la emoción
y el juego durante el tránsito del viaje.
En mi trabajo de campo, Christian, uno de mis informantes, definió “metrear”
como la acción o “el hecho de estar buscando a alguien o el de estar viendo si hay
determinada acción en el metro, en determinados vagones. Buscar coqueteos, frotamientos y en determinado momento ya otra acción”.
Una práctica que responde, podemos decirlo así, al deseo, que se resiste de manera
particular frente a las prohibiciones y estigmas de la homosexualidad, evadiendo
las identidades sexuales, para insertarse de manera simbólica en la sociabilidad y
complicidad entre hombres.
En el metro las estaciones, los pasillos, las puertas, las sillas, los tubos, las
lámparas, las ventanas y en sí toda la estructura metálica y de concreto son elementos esenciales que configuran y dan sentido al espacio y que, en interacción
con las dinámicas de las relaciones interpersonales, de los pliegues piel a piel de
los cuerpos, de las miradas, de las palabras, de los susurros, de los ecos y silencios,
se cohesionan en la complicidad del anonimato dando vida y movimiento dentro
del vagón, donde la simulación se reproduce cada vez que se cierra o abre una
puerta, donde el orden y el tiempo de lo social quedan atrapados en una especie
de “cápsula”, ya que, mientras se hace el recorrido del viaje, en el interior del vagón
6
En palabras de Carlos Monsiváis, el ligue “es la ambición de salirse con la suya o con el suyo, incluye
por fuerza al sexo en sus variadas manifestaciones [...] las insinuaciones, el arrejunte [...] las audacias,
las transgresiones” (Monsiváis 2009: 112-169).
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un tiempo y espacio hablan de las experiencias, de lo privado, de lo íntimo, del
“ligue”, de los encuentros y desencuentros. Mientras que al exterior se vive otro
momento para quienes esperan con desesperación el “vagón feliz” de la “máquina
naranja” que los llevará a un “viaje de lo prohibido”.
Al momento de que se cierran las puertas y todo, podemos empezar con una mirada, con
este tipo de “filtreo”, con este tipo de coqueteo, guiñando el ojo, ciertas miraditas que un
hombre común y corriente no le va a hacer a otro hombre [...] también me he encontrado
parejas, novios, todo tipo de gente incluso gente que ni se le nota y que lo es, pero hay
gente, del otro lado de la moneda, que puede empezar a acercarse a ti y misteriosamente
ya está su mano en la entrepierna o te está tocando el trasero o inclusive a lo que van, si
no te empiezan a tocar es porque ya casi te bajan el cierre del pantalón y si no es que te
están acariciando es porque ya te sacaron todo, ya te sacaron genitales (Raúl).
En las conversaciones compartidas, algunos usuarios comentaron que en las estaciones de Insurgentes, Balderas, Sevilla, Salto del Agua, Hidalgo, Deportivo de
Marzo, Zapata, Universidad, Santa Anita, Instituto del Petróleo, Ferrería, El Rosario,
Refinería, Constituyentes, San Pedro de los Pinos, Barranca del Muerto, Escuadrón
, Constitución de , Ciudad Azteca, San Lázaro, Bosque de Aragón, en fin,
todas; entre sus pasillos y vagones es donde se llevan a cabo este tipo de encuentros,
ya sea en horas pico sobre todo de la mañana o después de las diez de la noche.
La estación de Insurgentes, línea , que parte de Observatorio a Pantitlán, fue
considerada como el punto de reunión masivo de ambiente lésbico, gay, bisexual,
transexual, transgénero y travesti () debido a su cercanía con la Zona Rosa
(de larga tradición homosexual, con ciertas libertades y donde la tolerancia parece
ser mayor), la estación de Hidalgo, línea , de Indios Verdes a Universidad, que
cruza de polo a polo la ciudad, o la línea del Rosario a Barranca del Muerto por
ser la línea que se encuentra a mayor profundidad del suelo, entre otras más, son
un ejemplo. Así lo refiere el siguiente testimonio:
7
Este término se refiere al conjunto de elementos que integran el espacio de “lo gay” y que alude a una
“subcultura homosexual” que abre la posibilidad para reflexionar sobre la multiplicidad de construcciones
sociales en torno a la homosexualidad. El “ambiente”, nos sugiere Laguarda (2010), hace referencia a un
círculo de personas que comparten “algo en común” y que no está disponible para todos. Hacemos referencia
a esos espacios de socialización y sociabilidad que citamos en este trabajo y que en muchos casos posibilitan
las relaciones homoeróticas, de amistad, noviazgo, “ligue”, “faje”, “metreo”, “ambiente”.
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Cuando vienen en horas pico, por ejemplo, de a de la mañana el metro es horrible y
no cabe ningún alfiler y es cuando hay más. En todas las líneas sucede, te puedo decir
la de Barranca del Muerto que es de las más pesadas en ese sentido, porque sabemos
que en los cambios de andén la gente se queda y puede haber algo. ¿A qué me refiero?
Puede haber sexo oral, felación o “guagüis”, como le llamamos en el bajo mundo. Me
ha tocado ver si no es en el cambio de andén es en el mero andén, en altas horas de la
noche, donde tienen sexo (Christian).
Lo anterior me hace pensar que los sujetos usuarios del metro se vinculan con el
entorno de acuerdo con el uso que se hace de este. Así, la construcción del espacio
del metro se genera por las interacciones en su interior, donde confluyen prácticas
privadas-íntimas-diversas que trastocan lo público y lo privado. Un espacio otro,
alternativo, de acceso inmediato y amplio para los habitantes de la ciudad en lo
diverso (clase social, edad, intereses, etcétera). Espacio cargado de sentido con
una multiplicidad de significados, donde los homoerotismos son las prácticas más
recurrentes y polimorfas:
Hay varias rutas, en general creo que es ya como un espacio ganado, es sabido por todos
que el último vagón es el vagón del ligue, creo que en cualquier línea es el último vagón.
Hay unas que son más concurridas, como la de Rosario a Barranca, como que se da
más. Por ejemplo, en Constituyentes, en la semana comentaban que salió un reportaje
en televisión que ya le apodaron “el Ponedero” a un paso a desnivel que está afuera
del metro Constituyentes, porque han encontrado condones. Es un paso a desnivel
que está completamente oscuro y también grafitiado, justo entre Tacubaya y Lomas
de Chapultepec, bueno, el Bosque de Chapultepec y esa zona está en solitario (Raúl).
Por tanto, se entiende que entre los “solitarios” hombres, el metro es un territorio
codificado de expresión de formas particulares de socialización y a su vez generador de estigmas identitarios entre los mismos usuarios. Algunos de ellos llamados
“metreras”, “sanjuaneras”, “chacales”, “mayates”, “bugas”, que asimilan las señales
8
Al respecto, un informante nos comentó que los sujetos llamados “metreras”, “son muy de que van al
punto y ¡zas!, se acabó, o sea no tienen lineamientos, son muy intensas, son muy bruscas, muy aguerridos, muy decididos a hacer lo que planean, como que checan el panorama y a ver a quién se ligan y es
cuando empiezan a frotarse, a estimular el miembro”.
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y consideraciones específicas del rito a seguir para hacer del ligue un encuentro
efectivo y prometedor, “ciertos horarios identificados, ciertos lugares en el vagón, el
abordar en cierto número de puerta según la línea, dirección de la línea, etcétera”
(Sánchez : ). El siguiente testimonio así lo refiere:
Diariamente, como buen usuario del metro, yo sé que hay varios lugares y eso depende
mucho de las líneas del metro, porque sé que hay puertas importantes donde encuentras determinadas cosas, además a determinados horarios. Pero cuando yo viajo y voy
a trabajar, cuando tomo la línea del metro, que es la de Indios Verdes a , ya sea
que vaya hasta atrás del último vagón, en la última puerta, o pueda ir de atrás hacia
adelante, en el tercer vagón primera o segunda puerta, por ejemplo, porque sé que voy
a encontrar a gente de ambiente (Christian).
En este sentido, la cada vez mayor transgresión de los espacios “públicos” para
hacer de ellos lugares de encuentro sexual e íntimo y la gestación de lenguajes y
comportamientos sexuales ponen en marcha una serie de mecanismos viciosos,
donde los sujetos son vulnerables y presa fácil en lo bio-psico-social. Al respecto,
otro usuario nos comentó:
Tanto hombres como mujeres, no importando qué preferencia sexual tengan, sí
corren riesgo, pero sabemos que en el medio gay, como puede ser algo que se pueda
abrir a una relación, no creo que de la mejor forma, pero sí algo así. Como puede
ser algo muy peligroso, como te puedes encontrar una persona maliciosa, te puedes
encontrar a una persona que sea una parafílica, como puedes encontrarte al mata
gays o a ese tipo de gente que es homofóbica, que inclusive puede atentar en contra
de tu salud o de tu vida, eso sin tomar en cuenta lo más importante aparte de las
enfermedades y todo eso, el hecho de que te haces acreedor a una sanción, a una
sanción como ciudadano porque es daño a la moral (Ricardo).
En este tenor, Michel Foucault () considera el comportamiento sexual como
un factor que ha moldeado a la civilización, en el caso de lo que hoy suele llamarse conductas sexuales de riesgo. Por otro lado, Ernesto Meccia señala que
9
Actitudes, señales, actividades corporales, expresiones verbales, que tienen como fin último las relaciones
sexuales.
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“el comportamiento sexual humano es asimismo la conciencia que los sujetos
tienen acerca de lo que están haciendo, de lo que hacen con esa experiencia, y
del valor o el disvalor que le atribuyen” (Meccia : ). Sin embargo, en esta
lógica, cabe preguntarse qué pasa con la inconsciencia de los sujetos acerca de lo
que están haciendo, es decir, de los llamados actos fallidos y de la repetición;
expresión de un “más allá del principio del placer” que Freud, en , acuñó en
su texto sobre la existencia de una fuerza transgresora de todo orden simbólico:
la pulsión de muerte.
Lo ya mencionado ofrece la posibilidad de pensar el metro como un espacio
alternativo, de búsqueda y afirmación en lo social para los usuarios-hombres
con prácticas homoeróticas; incluyendo aquellos que piensan que es homosexual
solo quien ha sido penetrado, característica esencial de los mexicanos según el
modelo dominante de comprensión del homoerotismo entre varones en México
() al que alude Guillermo Núñez Noriega ().
Un sistema sexual tradicional-patriarcal-falocéntrico-dominante, donde el
hombre que penetra a otros hombres sigue siendo plenamente hombre y jamás aceptaría ser identificado como homosexual. Un modelo que invisibiliza otras maneras
y formas de significar y/o apropiarse de la sexualidad y de la subjetividad en una
cultura y sociedad como la nuestra, donde existe la constante permanente de la
contradicción y negociación de los significados de la diversidad sexual.
Por tanto, se puede argumentar que la condición básica de estos comportamientos
en el metro es la de la experiencia que alude a su nodo primordial: la subjetividad.
De esta manera la subjetividad, como principio integrador en las múltiples relaciones sujeto-objeto, es singular y plural, universal e individual, una y múltiple; es lo
social y lo personal; asimismo, abarca la infinita red de relaciones y conocimientos,
simbolizaciones e imaginarios que constituye el mundo humano.
Se hace referencia, entonces, a los usos del metro en la cotidianidad, espacio
de uso común y público donde suceden situaciones que no pueden ser ignoradas,
que provocan cuestionar y buscar respuestas partiendo de supuestos diversos sobre
su origen. Situaciones que trascienden la vida de quienes viajan normalmente en
el metro, donde el placer hace de los sujetos “protagonistas” en resistencia ante la
sociedad en general:
10 En mi trabajo de investigación ya citado, profundizo sobre este aspecto que considero uno de los nodos
centrales del tema que nos ocupa.
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Desgraciadamente, el metro, como es un transporte masivo bastante socorrido, yo
creo que es un lugar donde proliferan muchas cosas. No podemos saber lo que realmente sucede en el bajo mundo del metro. Desgraciadamente no ha habido la suficiente
apertura como para decir puedo andar abiertamente con mi pareja o puedo ligar en
determinado lugar como el clásico antro, clásico cafecito de ambiente, clásico cuarto
oscuro o de estas casitas hechas para estas intenciones y otras tantas. ¿Por qué? Porque
no hay ese tipo de pensamiento positivo, abierto. No hay esa apertura por parte de
las autoridades, por parte del gobierno, por parte de la sociedad mexicana de poder
lidiar con esto. ¿Por qué tenemos que vivir en una doble moral?, ¿por qué tenemos
que ser gobernados por gente que puede tener su esposa y también amantes?, pero
cuando hablamos de una boda gay ¿por qué lo frenaron? (Aldo).
La “máquina naranja” despierta la sexualidad de quienes se aventuran en el viaje
subterráneo a través de “lenguajes verbales y no verbales que están íntimamente relacionados con las maneras de expresión del deseo en contextos estrictamente
homoeróticos” (List : ). El metro ha sido un medio de transporte que ha
contribuido en la articulación de nuestra ciudad y en consecuencia en la de sus
habitantes, posibilitando que los sujetos que ocupan los lugares se apropien de
ellos, subjetivándolos y construyendo los espacios.
Esta apropiación, sin embargo, tiene que ver con aspectos tan variables como la hora
en la que se dé, el día de la semana, etcétera, los cuales van a permitir que se presente,
a la vez, una múltiple apropiación de los espacios [...] dependiendo de la manera en que
cada individuo actúe y logre la apropiación efectiva o simbólica de éste (List : ).
En este sentido, los espacios urbanos como el metro estarán determinados por
variables mismas de la población de la Ciudad de México, tales como “orígenes
nacionales o regionales, étnicos, estratos económicos, niveles educativos, filiaciones políticas y muchas otras variables que provocan la diversidad de la sociedad”
(List : ).
En el espacio del metro, de sus vagones, del reducido o amplio espacio de su
interior, la multitud encuentra en su cuerpo una herramienta suficiente y necesaria
para la expresión de la sexualidad “diferente” y también llamada transgresora por
pretender ser explícita más allá de lo prohibido, de la ley y de la norma.
Los lenguajes verbales y no verbales, las palabras en secreto, frases entrecortadas,
silencios de ansiedad, miradas furtivas y sensaciones piel a piel hacen presencia con
mensajes que hablan de la experiencia subjetiva:
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El posicionamiento dentro del lugar, la manera de consumir el espacio, las posturas,
la ropa, los aromas del cuerpo y gestos muy amplios permiten lograr diferentes respuestas a los mensajes emitidos (ligue, cortejo, saludo, juego, etc.): llevarse una mano
a los genitales, hacer una inclinación con la cabeza o aun gestos más directos hechos
con la mano acompañados de miradas sugestivas (List 25: 27).
En otras palabras, Monsiváis comenta:
El vagón es la calle, el Metro es la ciudad [...] ya despojada la calle de sus virtudes
formativas, desaparece el Paseante y en cada vagón del Metro se presenta el Voyeur,
el Mirón, el que deambula sobre apariencias, semblantes, cornucopias del habla,
noviazgos que se reblandecen en un beso, ensimismamientos con o sin la mente en
blanco, fajes discretos y no tanto, goces generacionales, concursos involuntarios de
camisetas, pobrezas que se caen de maduras, niños pequeños que diez minutos antes
no habían nacido, irritaciones, premuras (Monsiváis 2: -).
En el metro de la Ciudad de México, los encuentros homoeróticos suelen estar precedidos de miradas y silencios, de un proceso de acercamiento y reconocimiento de
la realidad del otro; proceso que implica confesiones, confianza, un desdoblamiento
emocional, pero sobre todo una complicidad. El partner en torno a un placer y deseo
perseguido y prohibido socialmente. Una relación social donde los sujetos se implican con deseos, significados e imaginarios a través de los besos, del confort de los
abrazos, de la estimulación de los pezones, de las caricias diversas por la piel, de
los roces, de las estimulaciones genitales, de los fetiches y del cuerpo.
Los encuentros homoeróticos son parte de una negociación de contactos corporales, donde se resisten ciertos roces y se aceptan otros: besos sí, pero no contacto con
sus nalgas; estimulación de los genitales, pero no besos. Relaciones que llevan
consigo formas de gestionar el placer y el deseo; maneras de construir o deconstruir
identidades, significados personales, vínculos de placer y poder, el reconocimiento
de la diversidad sexual y social.
Los homoerotismos en el metro de la Ciudad de México son un encuentro con
la corporalidad, lo emocional, las relaciones intersubjetivas, los deseos y placeres
que promueven nuevas formas de la existencia sexual, donde “cada tiempo y cada
espacio prescribe y determina una figura singular producida por la relación del
individuo con su cuerpo, con las reglas y códigos, con la verdad y con lo esperable”
(García : ).
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Las heterotopías
De acuerdo con las conversaciones logradas y a través de los testimonios de mis
informantes, el metro, además de usarse como medio de transporte, durante el
recorrido del viaje adquirió otros usos y de formas variadas, incorporando nuevos
sentidos para quienes viajan en él. Foucault () entiende estos espacios como
heterotopías, es decir, “espacios absolutamente diferentes”, que tienen cinco principios básicos según la heterotopología que propone: ) formas variadas, ) historia,
) yuxtaposición de varios espacios en un lugar real, ) ligadas a recortes del tiempo
y ) tienen un sistema de apertura y cierre que las aísla del exterior.
En este sentido, el metro es un espacio alternativo para la identificación, el
encuentro, la búsqueda, el metreo (ligue), la amistad, el comercio, el descanso, la
seguridad, la restricción, etcétera.
En relación con la identificación, se hizo referencia a un espacio de uso común,
donde la convergencia con otros sujetos es posible con base en características
similares compartidas entre quienes viajan en el vagón y que les dan sentido de
pertenencia.
Cuando lo comprobé hubo una parte de mí que se identificó en muchos sentidos. ¿Por
qué? Porque hablamos de cierto grupo, que es un grupo con cierta tendencia sexual y
se tiene identificación con ellos porque dentro del vagón tú puedes ser más libremente
si es que te sientes incómodo con la demás gente por ciertas cosas que tenemos como
gays, como el caminar, el hablar, el sentarte, creo que entre nosotros es una manera
como de estar en sintonía y de que te entiendes. Aparte me sentí cómodo por eso, ¡por
afinidad!, ¡por pertenencia! Y me sentí cómodo porque ahí yo podía conocer a alguien
como amigo y como ligue, pues estaba más que mejor, ¿no? Entonces, a mí me gusta
ir en esos lugares (Raúl).
Sobre el encuentro-búsqueda-ligue, se reconoció que una de las prácticas más
frecuentes en el espacio del metro es el llamado “metreo” comandado por estos
sujetos, usuarios-hombres, que en el transitar del viaje buscan la “aventura” del
ligue, promoviendo los encuentros homoeróticos.
Es como que también la pequeña pasarela de que vienes y, como te decía, que las miradas y estos juegos comienzan desde que vas dando la vuelta del pasillito para abordar
el tren [...] Desde que vienes caminando te van viendo y a lo mejor, dicen por ahí, que
no puedes juzgar a un libro por su portada. Pero en este caso sería como lo contrario:
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lo juzgas, como diciendo “¡ay! a lo mejor él posiblemente es activo, posiblemente tiene
este tipo de personalidad, posiblemente actúa de esta forma”, pues a lo mejor eso te
dice. Pero bueno, vamos a actuar para poder ir de cacería, vamos a llamarlo así [...]
pues ligar, o conocer gente, ve a saber tú para qué tipo de actividad o intención, ¿no?
Pero al final de cuentas, la conoces [...] (Christian).
El ligue es muy variable, puede empezar desde el metro o desde que estás en el andén,
ya estás cazando a la víctima, o te están cazando, o justamente subes en el metro y quedas apiñado uno contra otro y demás, y ya nada más te reacomodas para tocar a
quien tú quieres tocar o sencillamente se reacomodan y se recorren para buscarte a ti.
Para quedar ellos aquí y tú acá. Buscarte u ofrecerse para que los toques y demás [...] El
contacto es como sentimental, o hay de todas las variantes, desde tocarte el hombro, la
mano, el dedo, algo casi romántico y del romanticismo “alemán”, por decir, hasta con
la vista empezar a sonreírte o guiñarte el ojo, etcétera, pero creo que la gran mayoría son
contactos físicos hacia los genitales, hacia el trasero, al cachondeo y al manoseo (Ricardo).
Respecto a la seguridad, se refirieron al metro como un espacio que acoge a los
usuarios-hombres bajo un manto protector que los aísla de la posible violencia
represiva que históricamente han ejercido “los otros” con el nombre de homofobia.
Es como una pretensión de tener cierta seguridad de que en este lugar voy a encontrar,
voy a conocer a una persona homosexual, no necesariamente el amor de mi vida,
pero puedo conocerlo [...] a lo mejor dices, buscando el amor de mi vida pero busco
el sexo, a lo mejor puede ser que digas, busco sexo pero en realidad lo que no buscas
es solamente sexo, buscas algo más [...] para suplir, decía yo, ciertos vacíos que tienes
[...] falta de afecto por parte de la familia, en algunos casos de parejas [...] porque el
cariño que buscan en esa persona no lo tienen (Luis).
Asimismo y en relación con el interés del presente estudio, el metro fue pensado
como un espacio de “ligue”, de socialización y sociabilidad que, “secreto a voces”,
permite toda clase de actos que impliquen el contacto con el cuerpo y la pretensión
de encontrar a un alguien que les dará lo que les hace falta.
La ficción de encontrar la pareja, “el amor” y la comprensión revestida por el
deseo del cuerpo y del sexo. Al respecto, recuerdo mucho lo citado por otro de mis
informantes:
Pienso que es una forma de interactuar, de conocer gente con intereses afines entre
comillas, finalmente homosexuales, no necesariamente con los mismos intereses. De
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alguna forma rápida y sencilla, creo, de conocer a alguien, de acercarte. En algunas
ocasiones simplemente de que te masturben o masturbes o igual de llegar a tener sexo
incluso, ya sea el sexo oral o la penetración (Luis).
Esto hace pensar que en el metro los usuarios-hombres parten del deseo de encontrar y conocer a un “otro” que dé sentido y significado a su acción.
Generalmente eliges el último vagón del metro. Sí es utilizado por muchos como una
forma de conocer gente, quizás para lo que dura el trayecto, quizás para un prospecto
a futuro o quizás, bueno, para ir viendo qué se va dando, ¿no? Hay quienes tienen,
como sea, la idea de que aquí encuentran a su príncipe azul, ¿no?, ¡Eso pasa! También
está muy presente la idea de simplemente disfrutar el momento (Luis).
Las prácticas homoeróticas del espacio tejen las condiciones determinantes de la
vida social y estas prácticas están configuradas por las condiciones sociales y culturales de nuestro país que han originado un ambiente desfavorable para la libre
expresión de la vida homoerótica.
Vivir bajo el anonimato es como la cuota a pagar por su orientación erótica y
afectiva. El siguiente testimonio así lo señala:
Es curioso. Hay personas que son casadas y andan por aquí, por la Alameda, por ejemplo, buscando tener encuentros sexuales, aunque no lo reconozcan abiertamente, eso
pasa también en el metro. Gente que se dice heterosexual, gente que es casada y que
solo está buscando, o bueno, decía yo, en la acción de la aceptación; como no hay una
aceptación de su parte, ellos buscan disfrutar el momento (Luis).
El anonimato que habla de silencios y miradas encadenadas, enlazadas por el deseo
y la negación y evocado por lo que Marc Augé () llamó “no lugares”. Es decir,
espacios que no crean “ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”
(: ), donde la historia no tiene lugar y el tiempo queda atrapado en el presente.
Espacios que no pueden definirse “ni como espacio de identidad ni como relacional
ni como histórico” (: ).
Espacio que lleva consigo las mismas imágenes y textos que se repiten en una
constante que hace del viaje algo terminable en lo concreto y al mismo tiempo
interminable para quienes transitan por él, “atrapados en los ecos y las imágenes
de una suerte de cosmología objetivamente universal” (: ).
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Ante tal planteamiento cabe preguntarse, según la tesis de Augé, ¿el metro es
un no lugar?, ¿es un espacio que no propicia el vínculo?, ¿es un espacio donde los
vínculos humanos son efímeros? Es cierto que el metro es un lugar de paso, de
tránsito, de frontera y periferia, pero, en el caso de estos hombres y quizá para otros
más que hacen uso de este transporte, es un referente que adquiere otro significado
diferente y singular.
Es del dominio público homosexual que se tome el último vagón como un espacio
preferente para el traslado de un lado a otro en cualquier línea. Yo me enteré hace
como unos ocho o nueve años de esto por un conocido. Me dijo que esa era el área, o
la zona donde tú podías ligar o conocer o tener encuentros a futuro o simplemente,
ahí mismo, los toqueteos o los roces o el intercambio de miradas (Raúl).
Es un espacio que da sentido a su actuar y condición de sujeto usuario, tal y como
lo afirma Sergio Tamayo en su reseña titulada “La ciudad, los lugares y los actores”,
al decir que “para los gays, como para muchos otros también, el metro es un lugar
fundamental de encuentro y reconocimiento. El metro puede ser un “no-lugar” para
algunos, pero es, para otros, un lugar” (: -).
A lo anterior agregaría que, al ser un lugar de experiencia continua, de vida, de
existencia y, por tanto, de significación y sentido, parafraseando a Michel de Certeau (), entendería al metro, y en especial al “último vagón”, como un espacio
practicado porque representa “algo” para quienes lo abordan, y en esta Ciudad de
México todos los lugares significan algo.
Reflexiones finales (tensiones y paradojas en devenir frente a la clausura)
Abiertamente en lo público, el metro no es un espacio que tenga la connotación
de lo sexual o de la homosexualidad, más bien el uso del espacio a través de los
11 Para Michel de Certeau (2007), el espacio social o habitado es el resultado de un conflicto dialéctico
permanente entre poder y resistencia social; también hace referencia al espacio como el producto de
las operaciones que lo orientan, lo temporalizan, lo sitúan y lo hacen funcionar. Asimismo, en la visión
protransformación social, de Certeau menciona que los consumidores se identifican con los ciudadanos, los que no pudiendo transformar directamente el espacio, lo adaptan a sus necesidades cotidianas,
alternando sus normas y significados.
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homoerotismos lleva al reconocimiento de las posibilidades que tiene el metro para
promover los encuentros entre hombres.
En la privacidad de lo público, el metro, a través de los usuarios-hombres y sus
homoerotismos, se constituye en un espacio que favorece el devenir de las formas
de la diversidad sexual.
El metro es el espacio donde se pueden reconocer, donde la sexualidad puede
ser expresada en el acto de la transgresión, sujetada siempre al límite. El límite del
tiempo y del espacio.
Un espacio que surge de la tensión en el entre de los contornos, rompiendo la
monotonía de sus certezas para evocar otra lógica que le da sentido al tránsito y al
sujeto que viaja en el vagón erotizado.
El sujeto se apropia del espacio, lo hace suyo. Son los sujetos quienes significan
el espacio, son ellos quienes le dan un sentido subjetivo diferente, quienes producen
algo nuevo en ese encuentro. Hay un desplazamiento simbólico en el uso del metro
y de los sujetos que lo abordan. Entonces, el metro cobra una significación especial antecedida por la práctica cotidiana de los sujetos en determinados horarios,
vagones, pasillos y estaciones.
Por ejemplo, el llamado último vagón (expresión popular sobre el espacio del
metro) en las horas pico puede ser un espacio excluyente y de inclusión desde el género, pues aquellos que lo abordan, en ciertos horarios y ciertas líneas, en su mayoría
suelen ser únicamente hombres y algunos de ellos sostener prácticas homoeróticas
que emergen dentro del vagón. Esto genera que quienes no lo sean queden fuera del
acto, muchas veces ignorándolo, o en otras solo como espectadores de lo que acontece.
Señalar que la apropiación del espacio del metro está atravesada por la asignación
de elementos simbólicos que lo hacen significativo para quienes lo usan —en este
caso usuarios-hombres con prácticas homoeróticas— es reconocer que este proceso
de apropiación tiene que ver con lo simbólico, con lo que depositan estos sujetos
en él: ¿qué esperan?, ¿qué imaginario en torno al metro surge de las interacciones
con el espacio?
En este sentido, el metro es un espacio en el que convergen todo tipo de sujetos,
redes espaciales y mapas sociales que van entretejiendo rizomáticamente la vivencia
12 Aludo al concepto de rizoma propuesto por Deleuze y Guattari (2000) para, a modo de metáfora y
siguiendo a Rosi Braidotti (2000), referirme a él como una raíz que se desarrolla bajo la tierra y que se
expande hacia los costados. Una forma opuesta a lo lineal, que adquiere la capacidad de pasar de una
dirección a otra, volviéndola compleja en su esencia y en su discurso.
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de la ciudad con base en los itinerarios concretos o no que dan fluidez al deseo de
los sujetos, más allá de las identidades, algunas veces con un destino claro, otras
veces sin rumbo fijo. Simplemente fluir con y en el movimiento de la máquina, de
las repeticiones o los desplazamientos arrítmicos.
Se configuran entonces otros espacios, dinámicos, alternativos, diferentes,
desterritorializados: las heterotopías.
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Las trabajadoras de las fábricas de enlatado
de pescado: invisibilidad y resistencia
Susana Maria Veleda da Silva1
César Augusto Avila Martins2
Introducción
Este texto lanza una mirada sobre las trabajadoras de las empresas de enlatado y
conservas de pescado en Galicia (España) y Rio Grande do Sul (Brasil), con el objeto
de tornar visible un trabajo fabril que existe desde el siglo xix.3
Partimos del presupuesto de que el sexo, elemento promotor de desigualdad
social que proporciona y a la vez limita el acceso y la permanencia de mujeres y
hombres en el mundo del trabajo remunerado, solo puede ser una categoría de
análisis y resistencia política cuando se transforma en género, concepto que en
el campo de los estudios feministas se entiende como una construcción social de
lo femenino y lo masculino. El texto adopta la perspectiva feminista como teoría
explicativa del origen y la condición desigual de mujeres y hombres en el trabajo
remunerado del modo de producción capitalista, teniendo en cuenta las relaciones
de género inmersas en la prevalencia del patriarcado.
1
2
3
Doctora en Geografía Humana por la Universitat Autònoma de Barcelona (b) e investigadora en la
Universidade Federal do Rio Grande (furg), Brasil.
Doctor en Geografía, Desarrollo Regional y Urbano por la Universidad Federal de Santa Catarina, e
investigador en la Universidade Federal do Rio Grande (furg), Brasil.
En el artículo se utilizan los términos “fábricas de conserva” o “enlatado de pescado” como sinónimos,
y ambos forman parte del sector de la industria de productos de la pesca.
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SUSANA M. VELEDA DA SILVA Y CESAR AVILA MARTINS
Aunque como especie el Homo sapiens tiene en el planeta una antigüedad de
200 mil años, el sistema patriarcal es nuevo en la historia de la humanidad, y se
calcula que inició aproximadamente hace 7,000 o 6,000 años a. C. (Saffioti 2004). El
patriarcado es la base del pacto social, un contrato que también es sexual y asegura
la dominación de los hombres y el sometimiento de las mujeres en lo público y lo
privado. Como elemento constitutivo de la historia de la humanidad, el sistema
patriarcal ha sufrido el impacto del tiempo, y sus principales pilares (la reproducción biológica, la heterosexualidad, el matrimonio y la familia nuclear) se han visto
sacudidos (Foord y Gregson 1986). La separación entre sexualidad y reproducción,
las técnicas de inseminación artificial, la creciente aceptación de las uniones homosexuales y la creación de leyes que las legitiman, la disminución del número
de matrimonios formales y el surgimiento de nuevos arreglos familiares más allá de
la familia nuclear patriarcal, han provocado la crisis del patriarcado, la cual se ha
sumado además a una mayor educación formal de las mujeres y al aumento de su
acceso al trabajo remunerado. En la fase actual del capitalismo, la resistencia procedente de bases materiales y políticas, patente en diversos movimientos feministas,
ha creado las condiciones para la comprensión del sistema de opresión, aunque ello
no ha sido suficiente para acabar con su base material: el trabajo.
El trabajo femenino es el eje central de este artículo que entreteje la evidencia empírica con las ideas de feministas radicales. Las reflexiones presentadas
provienen de la investigación cualitativa realizada con trabajadoras del sector
de la industria de productos de la pesca en Brasil y en España entre 2008 y 2012.4
Las relaciones explicativas parten del supuesto de que el trabajo femenino debe
analizarse a partir del patriarcado, teniendo en cuenta la división de género.
El texto está organizado en cuatro partes, además de la introducción y las
consideraciones finales. En la primera, se presenta el trabajo con las geografías
feministas; en la segunda, el argumento conceptual basado en las relaciones patriarcales de género en el capitalismo; en la tercera, algunas evidencias empíricas,
4
En Brasil, la investigación “Mujeres y trabajos: las (in)movilidades de los estigmas” se llevó a cabo entre
2008-2011, con el apoyo del Consejo Nacional de Desarrollo Cientíico y Tecnológico (cnpq- Brasil) (Veleda
da Silva et al. 2011). En España, la investigación “Mujeres trabajadoras de las fábricas de preservación y
fabricación de productos de pescado: un cuadro comparativo entre Brasil y España”, se realizó en 2012,
durante la estancia de posdoctorado de los autores en el Departamento de Geografía de la Universidad
Autónoma de Barcelona (uab), como becarios de la Coordinación de Perfeccionamiento del Personal
de Nivel Superior (capes-Brasil).
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y en la cuarta, la situación de las trabajadoras, teniendo en cuenta la segregación
laboral y las trayectorias de resistencia colectiva.
El trabajo con las geografías feministas
El tema del trabajo femenino remunerado despertó el interés de las investigadoras en el campo de las geografías feministas desde finales de los años setenta
del siglo pasado, y continuó siendo uno de los principales objetos de estudio
hasta los noventa. Durante estas décadas, el interés de las geógrafas acompañó
a los estudios de género en las ciencias humanas y sociales. Investigadoras como
Lourdes Benería (1979) en España, y Heleieth Saffioti (1978, 1979, 1981) en Brasil,
trazaron las pautas marxistas y feministas que sirven de base para la geografía
del trabajo con una lectura feminista radical. Durante este periodo se dio un
aumento significativo en la participación de las mujeres en el mundo del trabajo
remunerado que, guardada la proporción, ocurre tanto en los países centrales
como en los periféricos. Aunado al aumento de la escolaridad femenina en el
mismo periodo, este fenómeno permite comprender mejor las desigualdades entre mujeres y hombres. Los movimientos de mujeres y/o feministas buscaron y
buscan eliminar las desigualdades económicas y sociales a través de una mayor
participación y compromiso político. Algunas activistas académicas se enfrentan
al problema a través de la investigación que denuncia las desigualdades y explica
sus causas y las maneras de superarlas.
Los últimos cuarenta años han sido de luchas y conquistas. La búsqueda de la
igualdad social y económica entre mujeres y hombres, y la eliminación de la explotación del trabajo femenino fue, y sigue siendo, una de las principales reivindicaciones
de los movimientos feministas. Las activistas académicas desarrollaron teorías que
no solo dieron un nuevo significado al concepto de trabajo, ampliándolo más allá
de la producción, sino que explicaron las relaciones y condiciones de trabajo desde
la perspectiva de género.
Una de las agendas importantes entre las geógrafas de convicción feminista
fue el cuestionamiento de la cultura occidental patriarcal y androcéntrica a partir
de nuevos enfoques teóricos y metodológicos. Destacan los estudios de Hanson
y Monk (1982) y de Garcia-Ramon (1989), que dieron visibilidad a las mujeres, esa
mitad de la población que hasta entonces permanecía ignorada por la geografía.
En 1982, un grupo de geógrafas británicas fundó el Grupo de Estudio Mujeres y
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SUSANA M. VELEDA DA SILVA Y CESAR AVILA MARTINS
Geografía (wgsg) que en 1984 publicó el libro Geography and Gender (Geografía
y género) en el que señalan, entre otras cosas, la importancia de los estudios sobre
el trabajo con una perspectiva feminista o de género.
El malestar con la situación socioeconómica y cultural de las mujeres en
relación con los hombres, y la persistencia de la desigualdad y los órdenes jerárquicos, se manifiesta en estudios que tratan de comprender la brecha de género
en los espacios urbanos y rurales, y fomentan la crítica de los roles o funciones en
relación con los espacios privados y públicos (McDowell 1983; 1992).
En Brasil, durante las décadas de 1980 y 1990, la geógrafa Rosa Ester Rossini
inauguró estudios sobre el trabajo femenino y dio visibilidad a las mujeres trabajadoras con una investigación acerca de las relaciones laborales en la industria textil
y el cultivo de la caña de azúcar en Sao Paulo (Rossini 1988). En España, a finales
de la década de 1980, fueron pioneros los estudios sobre el trabajo de las mujeres
en el ámbito rural de Ana Sabaté, de la Universidad Complutense de Madrid y
Maria-Dolors Garcia-Ramon, de la Universidad Autónoma de Barcelona (uab).
Centradas en los procesos de diversificación económica y localización industrial,
estas investigaciones mostraron las ventajas del trabajo femenino como mano de
obra barata y poco conflictiva. En 1989, un número monográfico de la revista Documents d’Anàlisi Geogràfica de la uab presentó investigaciones que abordan la
relación entre espacio y género en la geografía agraria y del trabajo, así como una
reflexión sobre los estudios feministas y su contribución a la renovación conceptual
de la disciplina.
En el siglo xxi, con el libro Working Bodies. Interactive Service Employment
and Workplace Identities (Cuerpos trabajadores. Empleos de servicio interactivo
e identidades en el lugar de trabajo), Linda McDowell (2009) pasa del enfoque
estructuralista al posestructuralista para desarrollar un análisis del cuerpo como
herramienta de trabajo, tomando en cuenta las divisiones de género. Retomando la
idea de que el lugar importa (Geography Matters!),5 la autora muestra lo evidente
que resulta la división espacial del trabajo. Las intelectuales feministas han mostrado
también cómo los conjuntos de atributos sociales adscritos a los cuerpos generizados
resultan fundamentales en la construcción de divisiones del trabajo y apreciaciones
de naturaleza jerárquica (McDowell 2009: 14). Junto con Feminist Geographies.
Explorations in Diversity and Difference (Geografías feministas. Exploraciones en
5
Título del libro de Doreen Massey y John Allen, publicado en 1984.
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diversidad y diferencia, wgsg 1997), este libro estableció la concepción posestructuralista que venía tomando forma en la década de 1990, y cobró fuerza durante la
primera década del siglo xxi. Las ciencias humanas y sociales adoptan explicaciones
de tipo cultural que involucran aspectos subjetivos de la corporalidad, explicados
a través de las identidades de género o sexuales, las oportunidades, las formas de
opresión y las desigualdades en el ámbito laboral.
En la segunda década de este siglo, disminuyen los estudios geográficos sobre
el tema del trabajo desde la perspectiva de las relaciones sociales de género con un
enfoque en la explotación de las trabajadoras. Esto se explica en parte porque en el
mundo occidental, y especialmente en los países centrales, los indicadores demográficos, sociales, económicos y culturales confirman que las mujeres han logrado
muchas de las reivindicaciones que perseguían durante las últimas cuatro décadas.
Sin embargo, en el terreno del trabajo no remunerado del ámbito doméstico, las
mujeres siguen trabajando más horas por semana que sus compañeros, y en la esfera
pública, el trabajo femenino remunerado sigue concentrándose en guetos y sigue
minusvalorándose social y económicamente (Hirata 2002).
En términos cuantitativos, las mujeres representan una fuerza de trabajo
importante tanto en Brasil como en España. En este último país, en el periodo
2002-2009, la participación de las mujeres de 16 años o más en el sector de población económicamente activa (pea) aumentó 32.8%, mientras que la de los hombres
aumentó 12.5%. En el mismo periodo, la población femenina ocupada aumentó 28.3%
y la masculina 0.1% (ine 2010). En Brasil, en el periodo 1992-2006, la participación
de las mujeres en la pea aumentó 59.1% y la de los hombres 33.7%; mientras que la
población femenina ocupada aumentó 53.6% y la masculina 32.1% (oit 2010). En
la primera década de este siglo, la crisis económica en los países de Europa Occidental, sobre todo en España, alcanzó al sector industrial y al trabajo femenino.
En el mismo periodo, Brasil experimentaba un crecimiento económico y social
que también influyó en la demanda de trabajadoras. Sin embargo, en ciertos sectores económicos, como el de la industria de productos de la pesca, los dos países
presentan características comunes que pueden explicarse mediante estudios que
adoptan la perspectiva de las relaciones sociales de género, tomando en cuenta la
opresión y la discriminación que priva en las relaciones materiales de producción
y reproducción de la mano de obra.
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La evidencia teórica
Si bien en términos cuantitativos, hay una mayor presencia de las mujeres en el mercado laboral, este incremento no revela cambios cualitativos en las oportunidades de
empleo, ni en las relaciones y condiciones de trabajo. Esta situación se refleja sobre
todo en los salarios más bajos que reciben las mujeres, en comparación con los que
reciben los hombres.6 ¿Qué explicación puede encontrarse para la explotación del
trabajo femenino asalariado en la segunda década del presente siglo?
a) Patriarcado y capitalismo: el trabajo productivo remunerado de las mujeres
El uso de la teoría del patriarcado como explicación universal de la opresión y
subordinación de las mujeres ha sido cuestionado por los estudios feministas empleando distintas teorías y conceptos. En las décadas de 1970 y 1980, las feministas
socialistas criticaron el enfoque marxista por considerar que la lógica del mundo
laboral en el capitalismo no explicaba la situación de las mujeres. No obstante, la
alianza entre patriarcado y capitalismo, explicada en un sistema dual, podría poner
fin al “matrimonio infeliz” entre ambas teorías. Así pues, el marxismo tradicional
y el feminismo radical podrían beneficiarse mutuamente (Hartmann 1980). Para
la autora, el patriarcado tiene una base material. Los lazos de interdependencia
y solidaridad que los hombres establecen entre ellos, mediante un conjunto de
relaciones sociales (jerárquicas o no) los colocan en una posición de ventaja para
dominar a las mujeres. Iris Young (1981) desafía el concepto de un sistema dual y
afirma que el patriarcado y el capitalismo son sistemas de dominación que interactúan y se alimentan mutuamente a fin de garantizar la opresión y subordinación
de la clase obrera y de las mujeres. El fundamento del patriarcado es el control del
trabajo de las mujeres, excluyéndolas del acceso a los recursos productivos. Las
relaciones patriarcales son intrínsecas a las relaciones de producción.
El concepto universal de patriarcado se vio reforzado con la inclusión del
psicoanálisis en el discurso feminista. Mitchell (1975) cree que el patriarcado es
una estructura ideológica universal, aunque cada modo de producción lo exprese
6
En este trabajo, “empleo” es el trabajo asalariado disponible en el mercado de trabajo, el cual supone la
formalización de una relación contractual. El “trabajo remunerado” supone un pago, pero no necesariamente un registro formal.
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de distintas maneras. La comprensión ahistórica del patriarcado ha sido cuestionada tanto por las feministas radicales como por aquellas que apuestan por las
teorías posestructuralistas y posmodernas (wgsg 1997). Consideramos que el
patriarcado no es universal, sino un sistema producido histórica y geográficamente, y por lo tanto se trata de un concepto relativo, con su propia agenda de acción,
cuando se considera como una noción ampliada del poder y la política. Coincidimos con Massey (2004) cuando señala que el poder relacional produce espacios
relacionales, en una perspectiva en la que lo privado es también político. Así pues,
la opresión de las mujeres tiene también bases culturales. El uso de la categoría de
género para rechazar las atribuciones del patriarcado mediante la naturalización
de la opresión masculina, se une a la necesidad de explicar que el trabajo de la mujer
ocupa un lugar central en cualquier sistema de producción, y que la jerarquía sexual
es un elemento crucial en cualquier sistema de dominación (Young 1981). Así pues,
la división sexual del trabajo es un fenómeno histórico que sirve a la reproducción y
mantenimiento del capitalismo y la subordinación de las mujeres.
En los límites de la teoría marxista tradicional, la emancipación de la mujer
se daría con su incorporación efectiva al trabajo productivo, una vez efectuada la
eliminación de la propiedad privada. No obstante, el aumento de la participación
femenina en el trabajo remunerado no se traduce en la emancipación inmediata
de la mujer, pues ello depende del tipo de trabajo y de su remuneración, así como del
tipo de participación en el trabajo reproductivo y la forma de compartirlo con la
pareja o con otros miembros de la familia.
La presencia de las mujeres en el trabajo productivo y remunerado está marcada
por las actividades realizadas y aprendidas en el trabajo reproductivo en el espacio
doméstico, especialmente en relación con la higiene, la limpieza, el cuidado de
niños y ancianos, y la alimentación. En esta condición histórica, el género, como
construcción social de lo femenino y lo masculino, es un factor determinante para
la participación de las mujeres y los hombres en ciertas ocupaciones, y se constituye
en la división sexual del trabajo. Históricamente, las mujeres han ocupado puestos
de trabajo en el sector servicios y en las industrias textil, del vestido y de alimentos; y a partir de la década de 1970, también en la industria de la microelectrónica,
siguiendo la segmentación por sexo de la fuerza de trabajo (Elson y Pearson 1981;
McDowell y Pringle 1992; McDowell y Sharp 1997).
La segmentación del trabajo por sexo es jerárquica y conduce a la desvalorización del trabajo femenino, reflejada en salarios más bajos, tanto en las economías desarrolladas como en las periféricas (Aoyama et al. 2012). El concepto de
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división del trabajo por sexo refuerza la formulación de que toda actividad realizada
en el espacio reproductivo y no productivo es trabajo, y que la división sexual es
esencial para el capitalismo.
b) El concepto de división sexual del trabajo
Iris Young propuso el concepto de división sexual del trabajo como un marco
analítico que considera las relaciones sociales materiales de una formación social
histórica particular: un sistema único para el que la diferenciación sexual es un
atributo clave (Young 1992). Según la autora,
El análisis de la división del trabajo opera en el nivel más concreto de las relaciones
particulares de interacción e interdependencia, al interior de una sociedad en la que
la diferencia se convierte en una red compleja. Este análisis describe las divisiones
estructurales más importantes entre los miembros de una sociedad, según su posición
en la actividad laboral, y evalúa el efecto de estas divisiones en el funcionamiento de
la economía, las relaciones de dominación y las estructuras políticas e ideológicas
(Young 1992: 7).
La división sexual del trabajo se refiere a todas las formas de diferenciación estructural del trabajo en una sociedad. En el capitalismo, la división entre trabajo
reproductivo (el cuidado de las tareas del hogar y la familia, asignado a las mujeres) y trabajo productivo remunerado (asignado a los hombres) se fundamenta
en una concepción patriarcal que refuerza el estatus de dominación masculina,
dada la importancia concedida al trabajo productivo y la desvalorización del
trabajo reproductivo. Esto explica el lugar de la mujer en la producción. Existe
un contrato heteropatriarcal oculto que sustenta la explotación del trabajo de las
mujeres (Pateman 1993).
Así pues, “el capitalismo ha abierto las puertas, sí, pero al empleo, pues las mujeres ya trabajaban, durante mucho tiempo, más que los hombres” (Saffioti 2000: 73).
El capitalismo se apropió del trabajo de las mujeres a partir de la industrialización,
utilizándolas como fuerza de trabajo en los sectores que requerían ciertas habilidades adquiridas en el espacio reproductivo, que pasaron a ser desvalorizadas en el
espacio productivo. Una parte de las mujeres se convirtió en población asalariada y
se incorporó a la clase trabajadora en condición secundaria, pues la función principal
de la mujer se basaba en su función reproductiva.
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El efecto positivo de esta incorporación se tradujo para la mujer en la libertad de
elección con respecto a la profesión. El capitalista necesita de trabajadores calificados, y las mujeres que prolongan el número de años de estudios formales tienden
a postergar las uniones conyugales y la maternidad, limitan el número de hijos,
toman conciencia de sus derechos y luchan por la emancipación política y mejores
condiciones de trabajo.
En los últimos tres siglos, la incorporación de las mujeres y los hombres al
mercado de trabajo controlado por las relaciones obrero-patronales ha sido selectiva.
El capitalismo puede proporcionar las herramientas para la lucha contra la opresión
de las mujeres, pero al mismo tiempo utiliza la división sexual del trabajo para perpetuar el lucro y la desvalorización del trabajo femenino. El sector de la industria de
productos pesqueros ilustra la segunda de estas situaciones. La investigación analiza
el trabajo femenino en las industrias dedicadas principalmente al enlatado de pescado.
La evidencia empírica
En España, los principales estudios empíricos de la industria de enlatado de conservas
y pescado aparecieron entre el siglo xix y la década de 1970. Destacan los estudios
de Carmona (2011) y Saavedra (2007), desde la perspectiva de la historia económica,
y los de Muñoz (2002; 2010), que consideran las relaciones de género. Los estudios
tenían, como límite espacial, las actividades de la Comunidad Autónoma de Galicia
que en el siglo xix concentraba 67.8% de los barcos, 47.9% de los establecimientos
de pesca, salazón y conservación de pescado y 71.8% de los/as trabajadores/as del
sector en el país (Díaz de Rábago 1885). A partir de 1980, deja de haber estudios
de ciencias humanas y sociales relacionados con el trabajo de las mujeres en las
empresas de enlatado de pescado y conservas.
En 2010, había en España 552 empresas en el sector, con un total de 886 establecimientos.7 La mayoría (801) tenía hasta 49 empleados/as, y solo 11 establecimientos
tenían más de 200 empleados/as. Los otros 74 empleaban entre 50 y 199 trabajadores/as. En ese año, 18,571 personas tenían empleo en las fábricas de conservas
de pescado españolas; 13,400 de ellas en Galicia (ine 2010). En 2011, la Asociación
7
Para el Instituto Nacional de Estadísticas (ine), una empresa puede tener más de un establecimiento.
En 2010, el ine contabilizó 552 empresas y 886 establecimientos (www.ine.es).
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Nacional de Fabricantes de Conservas de Pescados y Mariscos (Anfaco-Cecopesca)
contaba 147 empresas en España (65 de ellas en Galicia), que ocupaban 77.72% de
mano de obra del sector, y representaban 75% de su valor.8
En 2012, la mayor parte de las empresas gallegas estaba bajo control familiar,
con cierta tendencia hacia la profesionalización en algunos puestos ejecutivos. En
cuanto a la mano de obra, las mujeres eran mayoría. De 2000 a 2010, la proporción
de mujeres pasó a representar entre el 60 y el 80% del total de trabajadores. Los
datos del cuadro 1 muestran una disminución de 15% en la participación de las
mujeres, y un aumento de 16% en la de los hombres.
Cuadro 1. Total y porcentaje de empleados por sexo con CNAE-1993/152 y CNAE-2009/102*,
España y Galicia, 2000 y 2010
España
Año
Galicia
Total
Hombres
Mujeres
Total
Hombres
%
Mujeres
%
2000
24,600
9,200
15,500
13,000
2,800
21.54
10,200
78.46
2010
24,800
9,300
15,500
13,400
5,000
37.31
8,400
62.68
Fuente: INE, Encuesta de Población Activa. *CNAE 1993: 152 comprende la “Elaboración y conservación de pescados
y productos a base de pescado”. CNAE 2009:102 comprende el “Procesado y conservación de pescados, crustáceos y
moluscos”. Elaboración: Susana Maria Veleda da Silva.
Los datos analizados, así como nuestras entrevistas con directores y trabajadoras
de las fábricas gallegas, indican que estas variaciones se debieron a dos factores:
a) al procesamiento de pescado en establecimientos menores (y con registros menos precisos) fuera de las grandes fábricas, en las que la automatización de algunas
partes de la producción (como la limpieza del pescado, históricamente una tarea
manual realizada por mujeres) había dado comienzo, y b) al desplazamiento de
algunas fábricas de las mayores empresas gallegas de conservas de pescado hacia
América Latina y África.
8
Con sede en Vigo, la anfaco tuvo su origen en la primera década del siglo xx, en un contexto de conlictos laborales y de las negociaciones en la compra de pescado.
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La instalación de fábricas fuera de España dio inicio a un proceso de transferencia de una parte de la producción, evidente en el cambio de estructura territorial de
tres de las cuatro mayores empresas gallegas (Alcubilla 2012): Calvo, Jealsa y Salica.
La primera de ellas empleaba en Carballo a 550 personas y a 300 en Esteio Muros,
mientras que sus unidades en Brasil contaban con 2,000 trabajadores/as y la de El
Salvador con 1,000. La segunda, de un total de 3,500 personas, empleaba entre 300
y 400 en Guatemala, 300 en Chile, 300 en el Sahara Occidental (cerrada en 2014) y
800 en Brasil, con fábricas en Rio Grande do Sul y en Ceará. La tercera, con cerca
de 2,500 trabajadores/as, mantenía cerca de 10% de las asalariadas en Bermeo, y el
resto en Ecuador.9
En este siglo, las mujeres continúan siendo mayoría en el piso de fábrica,
realizando actividades relacionadas con la limpieza y la conservación del pescado,
como sucedía durante las investigaciones de finales de la década de 1970 (Muñoz
2010). Las relaciones laborales en las fábricas combinan la formalidad (contratos
formales y contratos por tiempo indeterminado), con la eventualidad del trabajo
temporal o informal, sujeto a las variaciones estacionales en la cantidad de materia prima, lo que hace aún más vulnerable el trabajo de las mujeres. Las relaciones
de género que gobiernan las condiciones de trabajo de las mujeres en las fábricas de
conservas de pescado, reproducen concepciones patriarcales que han cambiado
poco durante los casi 200 años que tiene de existir el sector.
En Brasil, los principales estudios de las fábricas de conservas y enlatado de
pescado se efectuaron en los ámbitos de la geografía económica (Martins 2006;
Martins y Renner 2014) y de las geografías feministas que tomaban en cuenta las
relaciones de género (Veleda da Silva 2011). De acuerdo con los datos de la Relación
Anual de Informes Sociales (rais) del Ministerio del Trabajo y del Empleo (mte),
en 2010 el sector contaba con 661 establecimientos y 16,047 trabajadores en el país,
y aunque históricamente las mujeres habían sido mayoría, en ese año los datos
arrojaron 8,218 hombres y 7,829 mujeres (cuadro 2). El estado de Rio Grande do Sul
contaba con 75 establecimientos, de los cuales 43 estaban en el municipio de Rio
Grande. Así como Galicia es representativa de España, el municipio se constituye
como área de estudio representativa de Brasil.
9
Los datos fueron recogidos durante las investigaciones de campo en las empresas de Galicia, en la sede
de la anfaco, además de periódicos gallegos y la revista Indústria Conservera. La cuarta mayor empresa
es Garavilla, con sede en Mundaka, que se encuentra en proceso de reestructuración y fue descartada
debido a la inconsistencia de los datos proporcionados.
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SUSANA M. VELEDA DA SILVA Y CESAR AVILA MARTINS
Cuadro 2: Total y porcentaje de empleados por sexo, con base en la CNAE 95, Clase 1514-8 (2000), y la
CNAE 2.0, Grupo 102* (2010). Brasil y Rio Grande, 2000 y 2010
Brasil
Año
Rio Grande
Total (1)
Hombres
Mujeres
Total
Hombres
%
Mujeres
%
2000
10,001
5,321
4,680
1,741
692
39.74
1,049
60.25
2010
16,027
8,218
7,829
1,569
850
54.17
402
25.62
Fuente: Relación Anual de Informaciones Sociales (RAIS). Ministerio del Trabajo y Empleo (MTE).
La *Clase 1514-8, Preparación y Preservación del Pescado y Fabricación de Conservas de Pescados, Crustáceos
y Moluscos, comprende la preparación de pescados, crustáceos y moluscos (refrigerados, congelados,
salados, secos) y la elaboración de conservas de pescado, incluso las efectuadas en barcos-fábrica.
La CNAE 2.0 comprende la preservación del pescado y la elaboración de productos de pescado.
(1) Trabajadores con vínculo laboral al 31 de diciembre del año de referencia.
Elaboración: Susana Maria Veleda da Silva y Luciano Marin Lucas.
En el periodo 2000-2010, la proporción de mujeres ocupadas en la industria de la
pesca en el municipio de Rio Grande pasó de 25 a 60% del total de los trabajadores.
Al igual que en España, durante ese periodo tuvo lugar una disminución del personal ocupado y una reducción de 35% en el número de mujeres empleadas, ante
un aumento de 15% en el número de hombres (cuadro 2). Esta situación coincide
con la introducción de maquinaria específica para el manejo del atún, lo que posibilitó
la estandarización de las actividades. Inferimos que esta nueva configuración del
trabajo, basada en la adquisición de equipos procedentes de Europa, pudo haber
sido un factor de expulsión del trabajo femenino en el municipio, como evidenció
el trabajo de Rossini (2010) para el caso de las trabajadoras del cultivo de caña de
azúcar en Sao Paulo.
El trabajo femenino en las fábricas de enlatado y conserva de pescado
Las consideraciones que a continuación se presentan están basadas en 17 entrevistas
con personas involucradas en el sector de conservas de pescado en Brasil y España:
trabajadoras en el piso de fábrica; empleadas en cargos administrativos y directivos;
sindicalistas (mujeres y hombres) y directores y empresarios en el periodo 20122013. Los testimonios recogidos se contrastaron con la observación de campo y
otras referencias empíricas y documentales.
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En Brasil y España, del siglo xix al xxi, las trabajadoras de las fábricas de conservas tienen en común la construcción de una vida de lucha y trabajo arduo por
mejores condiciones laborales, salarios dignos, la valoración y el reconocimiento de
su trabajo y la resistencia a la explotación y la opresión. La investigación identificó dos
elementos de análisis: la segregación laboral y las estrategias de resistencia colectiva.
a) La segregación laboral
La segregación laboral en las fábricas de conservas de pescado tiene como fundamento la división sexual del trabajo, expresada en las contrataciones, las tareas
realizadas, los salarios y las promociones. Las trabajadoras comienzan a trabajar
en las fábricas desde muy jóvenes:
Yo empecé a los 13 años en la fábrica de La Puerta, y a los seis meses, como no tenía
seguro, ni tenía nada, me marché para Alfageme a pedir trabajo (M. 21/05/2012).
Mi madre trabajaba en una fábrica y hacía falta gente... y fui a ayudar. Ella me enseñó
(A. 24/08/2011).
El acceso de las jóvenes al empleo en las fábricas dependía, y en algunos lugares
sigue dependiendo, de la influencia y recomendación de parientes, vecinas, amigas
y la iniciativa propia. En su mayor parte, la fuerza de trabajo femenino reside en
áreas limítrofes a las fábricas y se forma a partir de las capacidades adquiridas en el
trabajo reproductivo o en la planta, con otras mujeres. En varios casos, las empresas contratan trabajadoras temporalmente ocupadas en el trabajo doméstico o en
actividades agrícolas y en la pesca, y se benefician de esa fuerza de trabajo barata
y adaptable a sus necesidades. Las contrataciones dependen de las habilidades que
las mujeres desarrollan en el espacio reproductivo, mismas que, en una sociedad
machista, son poco valoradas desde los puntos de vista social y económico. El discurso a continuación evidencia que con frecuencia las propias trabajadoras asimilan
la segregación laboral como algo positivo, una vez que se sienten visibilizadas:
La mujer trabaja más que el hombre, esa es la diferencia. La mujer se mete más en su
papel, hace las cosas bien hechas. [...] el hombre es más melindroso (A. 24/08/2011).
En la década de 1980, Elson y Pearson (1981: 93) observaron que las operarias de las
maquiladoras mexicanas poseían “dedos ágiles”, habilidad que adquirían mediante el
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entrenamiento recibido de sus madres y otros parientes del sexo femenino desde la
primera infancia, en las tareas socialmente propias de la mujer (principalmente
la cocina, la limpieza y el cuidado de otros miembros de la familia). La destreza
manual de las trabajadoras en las fábricas de conservas proviene del mismo tipo de
entrenamiento; cualidades que, por considerarse innatas, son poco valoradas por
el patrón y por la sociedad. En contraste, las contrataciones de hombres dependen
de aptitudes masculinas, adquiridas formalmente en la escuela o en cursos de mecánica, por ejemplo. Estas diferencias se traducen en diferencias salariales. La baja
escolaridad y la falta de otras oportunidades de empleo son uno de los principales
motivos por los que las mujeres ingresan a estas fábricas. Aunque a partir de la
década de 1990, la mayoría de las trabajadoras encuestadas había concluido por lo
menos el nivel básico, persiste la baja escolaridad, y muchas mujeres eran analfabetas
o no habían concluido la educación básica.
Yo me puse a trabajar porque no servía para estudiar (M. 21/05/2012).
Antes de los 16 años ya trabajaban en esta empresa, a los 14-15, se formaron aquí, y ya
trabajaban en esta empresa. De hecho hay gente que lleva 46 años aquí trabajando, y
son mujeres (G. 23/05/2012).
Como en toda relación social, la división sexual del trabajo es dinámica. El paso
del proceso de acumulación fordista al de acumulación flexible reestructuró y
precarizó el mundo del trabajo. El trabajo en las fábricas de conservas permaneció
prácticamente inmune a las transformaciones ocurridas en el mundo laboral. Las
mujeres trabajaban y trabajan en el procesamiento del pescado desde los inicios
de las primeras fábricas, y su situación laboral poco ha cambiado con las transformaciones de los procesos productivos en general. Las mujeres casadas que
trabajaban en el procesamiento del pescado obtenían un salario complementario
al de los maridos, e incluso al de los hijos, y limitaban su tiempo en la fábrica
para realizar tareas domésticas. Cuando asumían el papel de jefas de familia, era
común que trabajaran en la fábrica de tiempo completo y llevaran a sus hijas a
que aprendieran las tareas fabriles y contribuyeran con el ingreso familiar. La
situación laboral desigual de las mujeres se expresa en el proceso de inclusión de
niñas y adolescentes en la fábrica, práctica que en muchos casos suponía la ejecución de tareas arduas e insalubres, como la recolección de residuos de pescado.
La mayor parte de la fuerza de trabajo proviene de los alrededores de las fábricas,
históricamente localizadas sobre la línea de playa o en la zona portuaria. Actual-
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mente, algunas fábricas gallegas han sido trasladadas a los polígonos industriales,
por lo general lejos de las áreas centrales de las ciudades, donde absorben mano
de obra agrícola proveniente del interior de los municipios, y cercanas a las nuevas
fábricas. La ubicación de las nuevas instalaciones ha permitido renovar la acumulación
de capital a través de una práctica del siglo xix que consistía en la expropiación y
proletarización del ejército de reserva de mujeres que continuaba existiendo en el
interior, para garantizar trabajadoras sin vínculos con sindicatos o cualquier otro
tipo de reivindicación laboral.
Soy de aquí, toda mi familia es de la Barra, mi padre era pescador (A. 24/08/2011).
Y yo creo que en este pueblo que debe tener 15 mil habitantes, 15 mil debe tener, pues
yo, yo creo que todo el mundo tiene un primo o un familiar que pasó por esta empresa
hace 50 años. Seguro, seguro. Porque como contrató muchos eventuales (G. 23/05/2012).
Las mujeres realizan diversas actividades en las fábricas que no se contabilizan
en términos salariales. Las entrevistas indican que los bajos salarios han sido una
constante a través de los años.
Las señoras empaquetan, están en la máquina, empacan, descongelan, cuecen. Saben
hacer de todo. Y de hecho en esta empresa intentamos que todos sepamos hacer de
todo (G. 23/05/2012).
Del siglo xix al xxi, la segregación laboral ha sido una constante en el sector. La
mayoría de los hombres posee un contrato permanente, mientras que las mujeres,
en su mayoría, a excepción de las trabajadoras fijas, son mano de obra eventual,
sujeta a las variaciones estacionales en la disponibilidad de pescado y en la demanda
de los consumidores.
Si somos ahora mismo aquí, pues sobre 180, ya te digo que el 70% somos mujeres y
casi más del 80%. El 80%. Yo cada vez que se contrata, salvo el equipo de mecánicos
que sigue siendo hombres, porque no hay muchas mujeres, lo demás de aquí pueden
ser mujeres (G. 23/05/2012).
En Galicia, hasta las últimas décadas del siglo xx, la mayoría de los hombres
poseía contratos permanentes, y las mujeres dos tipos de contratos: las trabajadoras fijas, con contratos permanentes y, en el periodo de zafra, las trabajadoras
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fijas-discontinuas, con contratos eventuales. Los años ochenta marcaron un periodo de apertura política que posibilitó la atención legal de las reivindicaciones
laborales por mejores salarios y por mejores condiciones y relaciones de trabajo.
Las reivindicaciones asociadas a las luchas por la igualdad de condiciones entre
trabajadoras y trabajadores contaron con la participación efectiva de las mujeres.
Como resultado de esto, se emitieron leyes para poner fin a la histórica desigualdad
imperante en el mundo del trabajo remunerado. No obstante, en lo que respecta
al trabajo en el sector de la conserva de pescado, pese a que era una profesión
reconocida en la Clasificación Nacional de Ocupaciones, los avances en términos salariales fueron insignificantes. Los bajos salarios persisten hasta hoy. En
2011, el Boletín Oficial del Estado (boe núm. 57, de 08/03/2011) del Ministerio
del Trabajo e Inmigración, indicaba que las empleadas en el sector de conservas,
semiconservas, ahumados, cocidos, secados, elaborados, salazones, aceite y harina
de pescados y mariscos, trabajaban mayoritariamente en la planta como quinto
grupo, denominado “Personal de fabricación”, recibiendo un salario mínimo de
alrededor de €905, mientras que el sexto y último grupo, compuesto en su mayoría por hombres del sector “Personal de oficios varios”, menos especializados,
recibía €950.
En Rio Grande, los contratos pueden ser formales, con remuneración de cerca
de €180, equivalente a un salario mínimo nacional. Sin embargo, existen también
contratos informales (ampliamente utilizados en las industrias del pescado) para el
trabajo por tareas, por producción o por peso. La modalidad de trabajo denominada
“tarifario” se caracteriza por la impersonalidad de las relaciones entre trabajador
y patrón, y por una discontinuidad que da lugar a la falta de compromiso entre
ambas partes. La remuneración está relacionada con la producción del trabajador,
y su vínculo con la empresa puede darse o no a partir de un contrato personal.
Si, por un lado, el trabajo por tareas en la mayoría de las fábricas de pescado es
un trabajo precario, marcado por la estacionalidad y sin amparo legal, por el otro,
permite a las trabajadoras mantener una cierta independencia y un cierto control
de la producción y de la jornada de trabajo. Este tipo de actividad es similar al de
las trabajadoras fijas discontinuas de Galicia.
b) Estrategias de resistencia colectiva
Además de las acciones colectivas, con objetivos específicos, las trabajadoras se
valen de estrategias de resistencia individual para obtener descansos durante las
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jornadas de trabajo, como son las quejas por dolor de cabeza y un uso frecuente
de los sanitarios.
Las trabajadoras de Rio Grande se refirieron a otras prácticas de resistencia
individual para garantizar un sentido de empoderamiento ante la situación de menosprecio y prejuicio que sufren en el trabajo y por parte de la sociedad en general,
como atestiguan las siguientes palabras:
Hasta aquí en la aldea pesquera hay prejuicio respecto al olor de pescado. Mi novia
salió de la fábrica para comprar en una tienda, y el tendero le dijo que se bañara antes
de salir a comprar (A. 24/08/2011).
Para estas mujeres, el trabajo remunerado, además de generarles un sentido de
resistencia colectiva, propicia un ascenso económico y social en relación con su
entorno, que se traduce en un sentimiento de autovaloración:
Nosotras somos alborotadas, bromeamos mucho; en el verano ponemos música hasta
media noche y nos tomamos una cervecita, y aunque estemos cansadas podemos
trabajar (A. 24/08/2011).
El trabajo lo es todo para nosotras, obtener un dinerito. Y es bueno conversar y chismear con las compañeras (J. 24/08/2011).
Yo voy a morirme cortando pescado, es un servicio lucrativo, cuando hay pescado [...]
y como soy autónoma no tengo ninguna pensión (S. 24/08/2011).
A continuación nos ocuparemos de algunas de las acciones de resistencia colectiva
de las trabajadoras gallegas. Hasta fines del siglo xix, las trabajadoras no habían
protagonizado ningún conflicto laboral ni guardaban relación con los sindicatos.
Los primeros trabajadores que se organizaron en asociaciones fueron los soldadores del municipio de Vigo, que en 1890 participaron en las primeras huelgas. El
carácter estacional de la industria, la eventualidad del trabajo y el analfabetismo
de la mayoría de las mujeres trabajadoras, dificultaban la creación de asociaciones
en el sector pesquero. Aunado a la dificultad de crear vínculos en un empleo de
carácter intermitente, el ambiente machista de las asociaciones y sindicatos trajo
como resultado una menor participación de las mujeres. En algunos estatutos se
limitaba incluso su derecho de asociación (Pereira 1992).
Hacia fines de 1899, la Federación de Trabajadores de Vigo aglutinaba varias
asociaciones, entre ellas las de las fábricas de conservas de pescado. A principios
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del siglo xx, las trabajadoras se organizaron en asociaciones. Según Muñoz (2002:
144), la Unión de Trabajadores de las Fábricas de Conservas de la Ría de Vigo fue
uno de los primeros sindicatos que agruparon trabajadoras de municipios próximos.
Los hombres ocupaban los cargos principales y las mujeres eran suplentes.
De acuerdo con Muñoz (2010), durante las primeras décadas del siglo xx los
conflictos y los bajos salarios de las mujeres se relacionaban con la segregación laboral
y con las condiciones de trabajo, que muchas veces tuvieron que ver con el asedio
sexual y las cuestiones sobre el seguro de maternidad. La Conferencia Internacional de la Organización Internacional del Trabajo (oit), celebrada en Washington,
dc, en 1919, trajo algunas conquistas para las trabajadoras. Entre otras cosas, esta
Conferencia propuso el seguro de maternidad, que España ratificó en 1922. No
obstante, como el pago de los beneficios de la maternidad corría por parte tanto de
los empresarios como de las trabajadoras, estas realizaron paros de actividades para
protestar contra lo que veían como una disminución del salario realmente recibido.
Hasta la década de 1930, los sindicatos eran sucedáneos de las asociaciones de
profesiones masculinas, y aunque abarcaban también a las mujeres, reforzaban la
segmentación del trabajo industrial, y los oficios femeninos se consideraban de bajo
estatus. No obstante, la idea de que los movimientos de resistencia (como huelgas,
motines y paralizaciones) son esencialmente masculinos, y que las mujeres son
menos combativas y que si intervienen lo hacen indirectamente (ya sea frenando
o incitando a sus maridos o padres) debe matizarse. En primer lugar, porque las
mujeres de las clases populares protagonizaron episodios de resistencia y algunas,
como las estibadoras, trabajaban en oficios considerados masculinos. En segundo
lugar, porque la prensa, que enaltecía el carácter pasivo de las trabajadoras, ocultaba
algunos de los movimientos (Pereira 1992; 2010).
Algunas mujeres gallegas protagonizaron reivindicaciones y luchas por la igualdad social y las condiciones de trabajo. En 1931, en Vigo, durante un mes, más de
cuatro mil trabajadoras pararon las fábricas de conservas. El movimiento ocurrió
en las rías de Vigo, específicamente en la fábrica Alfageme, y más tarde en todo el
litoral gallego.
La huelga en la Alfageme fue ejemplar. Esta empresa, fundada por Bernardo
Alfageme Pérez (1849-1936), se dedicaba en un principio al transporte y comercio
de pescado, principalmente, y en la década de 1880 llegó a convertirse en una gran
fábrica de escabeches con varias plantas en España. Durante casi cien años, la Alfageme destacó por sus innovaciones en las áreas de refrigeración y pesca en altamar,
así como por su conocida marca “Miau”, que desde 1914 ofrecía conservas a precios
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populares. Tras el fusilamiento de algunos de sus propietarios durante la Guerra
Civil Española (1936-1939) y la expropiación de sus fábricas por el Frente Popular, la
empresa concentró sus actividades en Vigo, hasta 2006.10 La huelga, que perseguía
la reducción de la jornada de trabajo, catalizó otros movimientos sociales, como
el de los trabajadores navales, que condujo a la promoción de una huelga sindical
general de tres días en Galicia.
De 1940 a 1980, la mayoría de las trabajadoras de las fábricas de conservas
no figuraba en los registros oficiales, pese a que trabajaban desde jóvenes. Los
censos las registran como amas de casa, y en muchas fábricas no figuraban como
trabajadoras. En el periodo de la dictadura franquista, la imposición de un modelo
familiar patriarcal impuso la división tradicional del trabajo. Para las sociedades patriarcales, la remuneración de las mujeres es complementaria, y su presencia es más
importante en la reproducción, mientras que a los hombres les corresponde el
papel de proveedores de la familia.11
Cuando las mujeres trabajan como asalariadas, lo hacen predominantemente
en los sectores de servicios y comercio, así como en actividades informales, temporales y precarias, o en sectores de actividades formales, pero de baja remuneración
(Massey 1984; Harvey 1992).
En la década de 1980, hubo desacuerdos entre la Unión General de Trabajadores
(ugt) y la Intersindical Nacional Gallega (ing), la central sindical. Las propuestas
de la ugt y de la patronal no representaron mejoras para las trabajadoras, quienes veían como negativa la Ley Básica de Empleo de 180 días de trabajo efectivo
y seguro de desempleo. De acuerdo con la ing, la nueva ley perjudicaba a 4,636
trabajadoras “fijas-discontinuas” que quedarían sin recibir pago durante tres meses.
10 La diversiicación de los negocios de la Alfageme incluyó la producción de sidra en la Comunidad Autónoma de Asturias. En la década de 1970, con el ocaso de los marcos proteccionistas del franquismo
(1939-1976) y de la pesca en las áreas próximas al litoral, la empresa reforzó la producción de moluscos. A partir de la década de 1980, las fábricas en Galicia se especializaron: mejillones, berberechos y
pulpo en Meloxo; sardina en Cambados; atún en Vigo. La estrategia colocó a la Alfageme, junto con la
Garavilla y la Calvo, entre las mayores empresas del sector en España. Con la temprana muerte de los
sucesores de la familia Alfageme, entre 1989 y 1991, y las crisis provocadas por los ajustes a raíz de la
entrada del país en la Comunidad Europea (1986) y la implantación del euro en 1999, la empresa entró
en una decadencia que culminó con el cierre de la fábrica de Vigo en 2006 y las disputas judiciales en
la última década por lo que quedaba de ella. Para más información, ver Rodríguez 2011.
11 La Organización Internacional del Trabajo recomienda superar la visión de la mujer como “fuerza de
trabajo secundaria”. Ver <http://www.oit.org.br/info/downloadile.php?ileId=442>.
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El fin de la década de 1980 trajo otros retos al panorama político y económico. En
1986, las trabajadoras de la fábrica Massó Hermanos, de Cangas, Pontevedra (Galicia),
protestaron contra el despido de tres empleadas fijas discontinuas de la empresa.
En respuesta a la paralización de los trabajadores, la dirección cerró la fábrica. La
decisión de los empleados sorprendió a la ugt, la cual expresó su “total desacuerdo
con la ocupación ilegal de la empresa por parte de la intg, que puede suponer un
irreparable perjuicio para todos los trabajadores”.12 En la fábrica Massó, en Cangas,
trabajaban 376 operarios, de los cuales 220 eran fijos discontinuos (Palmero 1986). La
saga de las trabajadoras se extiende hasta mediados de la década de 1990, cuando
la fábrica fue hipotecada y desactivada.
En 1989, las trabajadoras procedieron a la ocupación (cierre) de la fábrica Odosa
en la isla de Arousa. Las declaraciones presentadas a continuación, tomadas del
documental Doli, doli doli, coas conserveiras. Rexistro de traballo (Doli doli doli,
con las conserveras. Registro de trabajo, 2011), de Uqui Permui, son representativas
de una situación que se perpetúa.
A las conserveras nos infravaloraron siempre, nos arrinconaron, ahora no es tan
descarado como antes, pero sigue funcionando. Con fuertes inversiones públicas,
que pagamos todos los gallegos (nueve millones de euros), los empresarios se comprometen a reabrir los centros de Ribadumia y Vilaxoán, en el Salnés, y garantizar
150 puestos de trabajo. Pero nos quitan nuestros derechos de trabajadoras fijas para
hacernos fijas discontinuas, o sea que nos llamarán para trabajar solo cuando lo
crean necesario, y durante cinco años (B., primera sindicalista de la secular fábrica,
ahora cerrada, de Odosa, en la isla de Arousa, 2011).
Nos cambian trabajos dignos y decentes por precarios, y encima tenemos que aplaudirles. ¿Dónde está el avance? Estamos casi como cuando cerró Odosa (L. 2011).
Te ponían en el seguro con el nombre de otra. Te mandaban cantar para que no
comieras el marisco que enlataban. Hasta el cierre, en 1989, los aseos de señora en la
fábrica estaban restringidos, cerrados con llave (Doli, doli…, 2011).
No existían, el sueldo de conservera era como un complemento del marido, cuando
era en muchas ocasiones el único sustento de la economía familiar (Doli, doli…, 2011).
En la primera década del siglo xxi, empresas como Conserva Burela, Peña y
Alfageme son ejemplos que muestran que la lucha, en un principio dirigida a
12 Información obtenida del Archivo Mera de la Intersindical Nacional Gallega (ing).
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la obtención de mejores salarios y condiciones dignas en el espacio de trabajo,
ahora es por el propio puesto de trabajo y por la no clausura de las fábricas. En
2006, las fábricas de Alfageme en Vigo, Ribadumia, O Grove y Vilaxoán fueron
vendidas en subasta por un grupo de inversionistas gallegos que posteriormente
transfirieron el 100% de las acciones al grupo inmobiliario Promalar. Aprovechando su ubicación en áreas litorales, las fábricas se vendieron para construir
hoteles y fraccionamientos (lgns 2010). La saga de las trabajadoras de la Alfageme
de Ribadumia y de Vilaxoán llegó a su fin en 2013. Apostadas frente a la fábrica,
junto a empresarios y representantes de la Consejería de Economía e Industria
de la municipalidad, las trabajadoras buscaban alternativas. Pero la empresa optó
por la venta de las máquinas, lo cual imposibilitó la recuperación de los puestos
de trabajo; lo que sobró quedó a merced de ladrones, y así se puso fin al plan de
reactivación de la fábrica (Faro de Vigo 02/12/2013).
Las acciones de las trabajadoras de estas fábricas evidencian su capacidad de
movilización, y son un ejemplo de resistencia para trabajadores y trabajadoras. No
obstante, el que sus reivindicaciones no hayan sido atendidas pone de relieve su
invisibilidad y fragilidad frente a los intereses del capital.
Consideraciones finales
El trabajo femenino asalariado sigue estando marcado, en su mayor parte, por la segregación laboral, lo que repercute en salarios más bajos. En la industria de productos
pesqueros, las explicaciones deben combinar las cuestiones económicas que afectan
al sector con una reflexión conceptual feminista que considere el patriarcado y las
relaciones de género. El trabajo de las mujeres en las fábricas de enlatado de pescado
perpetúa aspectos como la segregación sexual, los bajos salarios, la inseguridad derivada
de las acciones patronales y el bajo estatus de la profesión. El trabajo continúa siendo
manual, a excepción de algunas fases del proceso de enlatado del atún, que tiende a
la mecanización. En términos generales, el sector continúa ejerciendo la explotación
de la fuerza de trabajo femenina, pagando bajos salarios, contratando trabajadoras temporales según la estación, e incluso reubicando fábricas para sustituir
trabajadoras gallegas, más politizadas, por trabajadoras de áreas agrícolas o de otros
continentes, con menos experiencia sindical y prácticas de reivindicación laboral.
Las reubicaciones de algunas fábricas gallegas hacia América Latina y África
impacta tan significativamente en el número de trabajadoras. En conjunto, la lógica
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de reproducción hace que las empresas se disputen las mejores ubicaciones para
la construcción de plantas industriales con capacidad de recibir materia prima de
todos los océanos, en calidad de commodities, y la producción de millones de latas
de pescado por día acarrea la lógica de explotación del trabajo femenino, que debe
encarar luchas ya no solo en el espacio de la planta, sino a escala nacional y mundial.
Agradecimientos
La autora y el autor agradecen a la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal
de Nível Técnico Superior (capes) de Brasil, por el otorgamiento de becas de posdoctorado para estudios en el extranjero, y al Departamento de Geografía de la
Universitat Autònoma de Barcelona por habernos acogido y apoyado para realizar
la investigación en 2012.
[Traducción: Luis Esparza]
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V
GÉNERO Y ETNICIDAD.
LA INTERSECCIÓN
Y EL JUEGO DE LAS IDENTIDADES
EN LA ESPACIALIDAD
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“Pueblerinas contra citadinas”. Una mirada
a la valoración social de las mujeres rurales
según los mandatos de género en el espacio
rural y urbano
Rosío Córdova Plaza1
Yadira Santamaría Viveros2
Introducción
Pues mira, los hombres en las mujeres buscan, fíjate te voy a platicar [...] yo tengo
un parentesco allá en Xalapa que luego dice, yo me voy a ir aquí a las rancherías
p’hallarme una mujer seria, campesina y que sea responsable, porque las de suidá
no hacen nada y veces nomás se las llevan a la suidá a las rancheras y ya se vuelven
igual. Pues las de suidá son más flojas, son como los pollos de granja que los pones a
hervir y luego se “cocen”, y las de rancho son como los pollos de rancho, tienen más
correa porque tardan más en cocerse. El hombre pa’ que sea feliz tiene que buscarse
una mujer hogareña, pa’ que sea feliz solo así. Si él es trabajador, que sea campesino,
él tiene que buscarse una mujer campesina. Si una mujer que ya está más arriba se
busca un campesino, no lo va a poder lidiar porque en primera si él no fuera celoso
a lo mejor sí, pero que sea campesino y que llegue lleno de polvo y de sudor y que la
otra esté bien bañadita porque sea maestra ya no van a contrastar, ya ella, la que es
maestra, se debe buscar un hombre a su nivel, a su igual. Igual el hombre debe buscarse una mujer hogareña, de su casa y de respeto, que aguante, porque va de niveles
a niveles (Catalina, años).
1
2
Doctora en Ciencias antropológicas por la -. Es profesora-investigadora del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana.
Licenciada en Sociología por la Universidad Veracruzana, maestra en Estudios de la mujer por la -,
y máster en Estudios feministas y de género por la Universidad del País Vasco, España.
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ROSÍO CÓRDOVA Y YADIRA SANTAMARÍA
Sin que conozcamos las acaloradas discusiones en torno a la “naturaleza” del género, Catalina, mujer nativa de Colonia Enríquez, campesina, casada, madre de tres
hijos, nos da un testimonio que ilustra la diversidad de variables que construyen
identidades complejas al asumir atributos y significados de ser mujer. Eso que representa lo femenino en cada momento y lugar sufre la huella de condicionantes
sociales —como la clase, la etnia, el grupo etario, la preferencia sexual, la ideología,
el parentesco, el credo religioso, la escolaridad, el estado civil— como elementos de
diferenciación que se traducen en desigualdad social. Pero también la procedencia
geográfica, vivir en el campo o en la ciudad, en el espacio rural o en el espacio
urbano, como elementos de ordenamiento social, configuran sin duda la forma de
construir, de experimentar y de significar las relaciones de género (Espinosa ).
Las prácticas individuales y colectivas son dinámicas, se encuentran en constante
interacción y no se entienden fuera de espacios concretos.
De ahí que el espacio y el género, como categorías de análisis fuertemente
vinculadas entre sí, se conviertan en herramientas para analizar los múltiples
mecanismos sociales que concursan en la construcción de la feminidad y de una
jerarquía entre mujeres de la que se desprende su valoración social. Así:
Género y lugar se constituyen mutuamente y, a pesar de la movilidad que caracteriza la
vida cotidiana de la sociedad actual y de los patrones homogeneizadores que conlleva
la globalización, los lugares siguen siendo importantes. Es en ellos donde se crean
distintas relaciones de género, y reflejan y afectan tanto a la naturaleza de este espacio
como a las ideas comunes sobre las formas aceptadas de lo masculino y lo femenino
(Baylina y Salamaña : ).
Por ello, retomar la dimensión socioespacial para comprender los sistemas de género permite profundizar en los sutiles y complejos procesos mediante los que la
cultura construye modelos, con base en los cuales los sujetos despliegan su actuar
como mujeres y hombres. Un sistema de género establece formas consideradas no
solo como las más naturales, sino como las más correctas y lógicas para organizar,
canalizar y evaluar a los individuos y sus prácticas (Bourdieu ).
En el caso de las mujeres, los sistemas de género revelan la forma como son
impelidas a cumplir con un modelo femenino configurado socialmente y los
riesgos a los que se exponen por quebrantar las prescripciones y las proscripciones sociales. Para ilustrar esto, consideramos que la distinción entre mujeres de
ámbitos rurales y mujeres de ámbitos urbanos puede arrojar luz sobre la forma
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en que los mandatos de género se introyectan en los sujetos como ideales sociales
cargados de sentido en oposición a aquello que la cultura condena.
La distinción entre mujeres rurales y urbanas, entre pueblerinas y citadinas,
entre hogareñas y civilizadas, entre mujeres “de respeto” y “sin talento” se convierte
así en una suerte de baremo que, a manera de una escala convencional de valores,
se utiliza como plataforma para evaluar, clasificar y jerarquizar a las mujeres y
considerarlas “buenas” o “malas”, adecuadas o transgresoras.
La vida de mujeres y hombres en la sociedad rural está fuertemente definida de acuerdo a [sic] creencias y asunciones sobre qué significa ser hombre o mujer en el medio
rural, y el rol de la mujer lleva una carga implícita de qué expectativas tiene sobre ella
la familia y la comunidad (Baylina y Salamaña : ).
Con la finalidad de explicar desde dónde se evalúa a las mujeres rurales en relación con las mujeres urbanas, nos concentraremos en lo que dicta el orden de
género vigente en una localidad del estado de Veracruz, Colonia Enríquez. Profundizaremos en el ideal femenino y en el establecimiento de una jerarquía que
se ve producida y reforzada por estereotipos que en el medio rural acentúan la
subordinación femenina al condenar las conductas tachadas de indeseables que se
exhiben en otros espacios, particularmente los urbanos.
Sistemas de género
Existen enormes diferencias entre lo que se considera el comportamiento femenino
y el masculino, así como en los imperativos sociales que rigen dichas conductas en
diferentes sociedades. La antropología feminista ha establecido ampliamente que la
asimetría entre hombres y mujeres representa situaciones diferentes en contextos
diferentes. Asimismo, la geografía del género ha hecho importantes aportes respecto a la variación geográfica de la masculinidad y la feminidad. Por extensión,
la posición de las mujeres, sus actividades, sus restricciones y sus permisividades
cambian de cultura en cultura (Lamas ) y dentro de estas en contextos espaciotemporales particulares. Por tanto, asevera Massey, “el estudio atento de la variación
geográfica implica escapar a toda forma de esencialismo respecto de los hombres y
de las mujeres, y concentrarse en la manera como ambos grupos son construidos
en tanto tales” (: ).
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Los sistemas de género implican modelos de conducta para cada categoría
de persona y tienen sus propios mecanismos de control y de sanción con formas de
diagnóstico, procedimiento y pronóstico de los comportamientos que se presentan
como ideales que cumplir. A través de dichos modelos, cada persona aprende, sin
darse cuenta, a utilizar el cuerpo, a pensar su identidad y a desarrollar un comportamiento social adecuado. El aprendizaje de los roles sexuales y del comportamiento
apropiado para cada cual es resultado de los medios implicados en la formación de
los sujetos para llegar a ser catalogados como femeninos o masculinos. Se trata
de un aprendizaje implícito y explícito, producto de la información y del vivir en su
medio cultural y resultado de ejercitar en la práctica cotidiana esos conocimientos.
La configuración del sujeto como ser femenino o masculino involucra, entre otras
cosas, el aprendizaje de conductas, un lenguaje, expresiones corporales, reglas morales
y sociales que posibilitan la vida en común. El individuo internaliza este bagaje de
saberes que le proporciona su seno social, se forma a sí mismo como sujeto a partir
de lo que percibe, escucha, siente, hace y dice (Fagetti ).
Todo el esfuerzo, compartido por la colectividad, en la formación de hombres y mujeres ideales, tiene su recompensa cuando se ha logrado que tanto el
uno como la otra puedan actuar y responder a lo esperado por el grupo. Por lo
tanto, es comprensible que la cultura esté enfocada en la normalización de la
vida social valiéndose de la invención de modelos, criterios morales, censuras
y premios que sumados componen un código de conducta vigente en contextos
espacio-temporales específicos (Córdova ). De esta manera, el poder grupal
se propaga en el sistema de valores para erigir un cierto tipo de sujetos, a partir de
la circunscripción entre lo apropiado y lo inapropiado, lo permitido y lo prohibido, lo natural y lo antinatural, estableciendo cierto tipo de moral que sanciona
los comportamientos (Córdova ), lo cual determina las expectativas, los
premios y los castigos (Juliano ). La existencia de ese marco de referencia
permite que las personas sean generizadas, sean portadoras de género, y “hagan”
género atendiendo a las expectativas sociales.
Los límites del patrón de conducta estarán vigilados por el grupo, porque los
“ojos escrutadores” constituyentes de la vigilancia social son el gran dispositivo
3
Desde esta reflexión, el cálculo de costo-beneficio se pone en práctica, pues se hace una valoración de
las consecuencias de contravenir una norma y la rentabilidad que conlleva su observancia. El costo es
mayúsculo cuando hay menoscabo de reputación, prestigio, rotura de vínculos o relegación (Córdova
2003).
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para que las fronteras no sean franqueadas. El orden de género convierte a los
individuos en agentes de control social, que mantendrán una actitud reprobatoria
ante quien incumpla lo establecido. Se ponen en marcha mecanismos que advierten
de la proximidad de situaciones o personas que se perciben como amenaza para la
normalidad (Goffman ).
Género y espacio
Indiscutiblemente, la contribución del feminismo en la academia ha sido el uso del
concepto género, que se ha convertido en un recurso para contrarrestar los argumentos de las teorías deterministas que han explicado la desigualdad estructural
entre mujeres y hombres como resultado de particularidades biológicas, justificando así que la diferencia se traduzca en desigualdad. El género como categoría se
ha incorporado a las diferentes disciplinas de las ciencias sociales y ha puesto en
cuestionamiento los paradigmas androcéntricos de estas. La geografía no ha sido
la excepción.
De este modo, género y espacio se vuelven pieza elemental en los análisis
de los significados acerca de lo masculino y lo femenino, de la confección de las
identidades personales, de la división sexual del trabajo, de los usos del espacio y
del tiempo, de las formas de vivir el cuerpo y la sexualidad, así como de las normas
sociales como expectativas respecto a lo que se considera conductas adecuadas para
hombres y para mujeres.
La geografía feminista o de género, al retomar el espacio como categoría de
análisis, ha puesto de manifiesto, por un lado, la dificultad que entrañan las explicaciones generalizadoras sobre la dirección en que está cambiando la situación de las
mujeres; por otro, deja ver la complejidad de los procesos sociales y la delimitación
de sus alcances tanto en el tiempo como en el espacio, lo que obliga a entender el
entramado cultural, ideológico, económico, político y geográfico donde ocurren
4
Para varias estudiosas del tema, como Maria-Dolors Garcia-Ramon (2008), la geografía del género y la
geografía feminista son sinónimos y al usarlos indistintamente se actúa con justeza, pues se reconocen
los aportes que ambas han dado al estudio del espacio y su relación con el género. Asimismo, aclara
que la geografía del género y la geografía feminista van más allá de la geografía de las mujeres, en la que
únicamente se tiene en cuenta a estas de forma aislada, y se soslaya la reflexión sobre la construcción
sociocultural del género y las relaciones de poder que ello involucra.
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dichos procesos. Las investigaciones muestran la situación de las mujeres tanto
en el espacio público como en el espacio privado, esto es, en la esfera del trabajo
asalariado, en el papel que desempeñan en el hogar y en sus relaciones en la vida
familiar, además de su incorporación en los procesos migratorios como participantes
directas e indirectas, así como su papel en el reacomodo de los vínculos entre los
géneros y las generaciones, entre otros temas teóricos y metodológicos.
Para la geografía, la sensibilidad al contexto significa observar los hechos y los objetos sobre el terreno, en lugares concretos y momentos determinados. La tradición
geográfica ha estado siempre fascinada por la diferencia, es decir, diferencias a través
del espacio y del territorio, y las diferentes regiones son los lugares en los que la gente
aprende una cultura que incluye también una construcción social concreta del rol de
género (Garcia-Ramon ).
Por tanto, los estudios acerca de la situación —o como bien dice Lamas (), del lugar—
de la mujer requieren no solo el análisis de su condición y posición en la sociedad, sino
también de su ubicación en los espacios. Espacios, indica Garcia-Ramon (), que
no son neutros, homogéneos ni asexuados, pues la construcción y reproducción
de las relaciones de género se despliegan sobre el espacio y las representaciones de
lo femenino y lo masculino tienen un soporte espacial en donde se exhiben (Massolo ). Las formas de ser, de estar y de actuar como mujeres y hombres también
dependen del espacio y no solo en términos de movilidad, sino también de identidad
(Lamas ), de representación, de significación de las experiencias en la vida cotidiana. Las categorías de hombre y de mujer son representadas y experimentadas en
forma de múltiples y cambiantes identidades (Little cit. en Baylina y Salamaña ).
Así, el género y el espacio son estructuras complejas de relaciones e instituciones sociales que se encuentran interconectadas con otras variables que en conjunto
impregnan y condicionan una multitud de ámbitos de la vida social (Garcia-Ramon
). “Y esta estructuración genérica de espacio y lugar simultáneamente refleja
las maneras como el género se construye y entiende en nuestras sociedades, y tiene
efectos sobre ellas” (Massey : ).
La idea del binomio género-espacio como construcción y como estructura es de
considerable utilidad para dar cuenta de muchos fenómenos sociales porque, en tanto
categorías de análisis, posee la virtud de engranar componentes y procesos estructurales con la subjetividad (de Barbieri ; Massey ; Baylina y Salamaña ).
Por lo tanto, permiten analizar lo que ocurre en la vida cotidiana, en la interacción
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diaria, en los hechos relacionados con la identidad de género, con las expresiones de
género y con la complejidad que envuelven las experiencias de las mujeres y de los
hombres (Massolo ; Baylina y Salamaña ).
Es posible reflexionar cómo el género moldea la percepción de la vida y condiciona la valoración y el uso de los espacios, pero de igual forma, la manera como el
espacio condiciona las atribuciones diferenciadas que culturalmente se otorgan a los
cuerpos de las mujeres y de los hombres para ocupar, significar y vivir los lugares
(Lamas , ; Garcia-Ramon ). Es “el espacio de género” y “el género del
espacio” en donde se establece una separación para ubicar a las personas según
su sexo, de tal suerte que se asignan espacios propios para lo masculino y espacios propios para lo femenino; es decir, no todos los espacios son adecuados para
ambos. El espacio se convierte en una categoría de ordenamiento y desigualdad,
ya que, además de valorar y clasificar a los individuos y sus prácticas, también los
jerarquiza (Massolo ).
A la luz de estas consideraciones, podemos manifestar que las formas en que
se ha vivido y se vive el ser mujer, las maneras en que las sociedades simbolizan
y actúan lo femenino, así como las modalidades que adoptan las relaciones y las
desigualdades genéricas, se construyen de distintos modos y varían en el tiempo y
en el espacio. La diversidad de ambientes espaciales y momentos en que se desarrolla la experiencia humana incide en una construcción diferenciada de género, y
el contexto enriqueño no es la excepción.
La valoración social de las mujeres en el espacio rural
Colonia Enríquez es una localidad rural ubicada en la zona montañosa del municipio
de Tepetlán al centro del estado de Veracruz, que en contaba con habitantes,
hombres y mujeres. La población está compuesta por ejidatarios y pequeños
propietarios mestizos que han combinado la agricultura de temporal, sobre todo
el cultivo del café, con otras actividades, como las del ramo de la construcción y la
migración temporal a la capital del estado y a los Estados Unidos.
En Colonia Enríquez el sistema de género vigente en la cultura local establece
un conjunto de derechos, obligaciones y prohibiciones diferenciados para hombres y
5
Según el censo de población efectuado por el personal del centro de salud de la localidad.
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para mujeres. Además, regula la división sexual del trabajo y es claro al indicar que
el espacio doméstico y las actividades reproductivas atañen a las mujeres, mientras
que los varones deben encargarse de la organización para la producción y del trabajo
remunerado (Córdova ).
En este sentido, el análisis de los modelos de género, sus permisividades y restricciones, puede desvelar las enmarañadas relaciones de poder que se urden no
solo entre hombres y mujeres, sino entre estas. Surge así una serie de etiquetas que
van desde la mujer considerada de “respeto”, pasando por la que se estima como
“abandonada”, por la evaluada como “dejada”, por la valorada como “fracasada” hasta
llegar a aquellas calificadas como “sin talento” o “locas” y a las apreciadas como
“solas”. Es mediante estas etiquetas que se nombra, define y juzga a las mujeres
dependiendo no solo de su comportamiento, sino del espacio donde despliegan
su actuar. Esto da como resultado una jerarquización femenina y, por tanto, una
valoración social diferenciada.
En Colonia Enríquez, el primer peldaño de la gradación femenina, que sería
el ideal a promover, corresponde a las mujeres consideradas “de respeto”, son
las apropiadas para el matrimonio y para formar una familia. Se espera que todas las
enriqueñas aspiren y accedan a él. Con la intención de comprender esta categoría
podría decirse que una mujer es considerada “de respeto” si durante su trayectoria de vida no se le conocen vicios de alcohol y cigarro, no ha sido infiel, posee
conocimiento de los quehaceres domésticos y de cuidado y, desde luego, desempeña el papel de madresposa de acuerdo con los modelos vigentes en la comunidad.
Una segunda noción es la referente a la sexualidad. Las mujeres casadas son “de
respeto” si no se les saben infidelidades con otro varón. Su vestimenta y postura se
caracteriza siempre por la discreción y la moderación. Una mujer catalogada como
de “respeto” tiene como principal virtud el recato y ello se transmite, se enseña, se
imita; hasta podría decirse que se hereda de una mujer a otra. Del mismo modo,
la desobediencia y el mal comportamiento de una “sin talento” puede propagarse y
corromper al resto. Las mujeres “de respeto” tienen la autoridad moral de aconsejar
y de juzgar a otras mujeres.
6
Es pertinente señalar que, en el contexto local, el respeto posee otra connotación relacionada con el
acatamiento o la obediencia a las decisiones de las personas consideradas como de mayor jerarquía en
el grupo familiar, o sea, de acuerdo con la posición que se ocupe en las relaciones de parentesco, de
género y generación. El jefe de familia es la autoridad máxima dentro del grupo doméstico y, por tanto,
se le debe respeto.
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En el caso de las solteras, futuras madresposas, se espera que vivan en casa
de sus padres y bajo su autoridad, no deben dar cuenta de varios noviazgos ni
salir de sus hogares con frecuencia; se espera que en la cotidianidad no muestren
conductas relajadas, como carcajadas o permanencias a altas horas de la noche en
lugares públicos. Estas serán consideradas como mujeres “serias”, lo que implica
el respeto por parte de los otros, así como dignas candidatas a ser madresposas
y lograr así ser “de respeto”. Idealmente, deberían optar por la endogamia, desposarse en su comunidad de origen con un hombre oriundo y radicar en ella.
Este modelo de mujeres “de respeto” exige que las vidas femeninas se desarrollen en espacios domésticos, sus salidas deben ser controladas y justificadas para la
consecución diligente de sus tareas —la compra, recoger a los niños de la escuela,
cuidar a algún enfermo. Deben evitar circular solas por el espacio público, ya que
en este su reputación puede sufrir menoscabo; es decir, el espacio público no es
para ellas.
En contraste, la esfera de la ignominia femenina acoge a las llamadas “sin talento”:
mujeres consideradas, desde la moral local, de dudosa integridad y sin compostura.
Localmente, el término “sin talento” o “loca” se encuentra cargado de un significado
negativo y peyorativo. La “sin talento” o “loca” es una mujer de poco juicio, que
actúa de forma imprudente, viste de manera inapropiada, es promiscua porque se
supone que mantiene relaciones sexuales pre y extraconyugales por “calentura”.
En términos generales, es un ejemplo de mujer que resulta denigrante y que se
intenta evitar a toda costa. El vocablo sirve como una forma de insulto o etiqueta
para el comportamiento de mujeres que se encuentran fuera de lo que la sociedad
considera adecuado y aceptable. Bajo esos criterios, en cualquier momento de la
vida, las mujeres son susceptibles de estar etiquetadas como “locas”.
Asimismo, este adjetivo se usará para calificar a las que exhiben conductas
evaluadas como deleznables, así serán señaladas aquellas que no cumplen con sus
tareas de esposa y madre. De acuerdo con el escalafón femenino local, podría señalarse que el epíteto de “sin talento” envuelve a todas las que desobedecen, desacatan,
violan, infringen y hacen caso omiso de los preceptos que indican cómo “debe” ser
una mujer “de respeto”. De la serie de creencias sobre las “sin talento”, destaca la
idea de que son corrosivas, ya que pueden contaminar al resto de sus congéneres.
Los siguientes párrafos exponen la conducta de las mujeres que se hacen acreedoras
a dicho estigma:
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Una mujer que baila, fuma y toma no es de respeto, debe ser recatada, como te dije,
hogareña. Para mí una mujer así no vale nada y no merece respeto. Aquí sería una
mujer vulgar, en la ciudad es una mujer civilizada, pero aquí la civilización no entra
porque aquí las mujeres deben ser serias, de respeto, hogareñas, limpias, de talento,
honradas, decentes, aguantadoras (Gabriel, años).
Y por último, en la categoría de “solas” se coloca a todas las mujeres que navegan por
la vida sin un hombre junto a ellas que les indique la dirección y, sobre todo, que
las haga “competentes”. En esta categoría se ubican las “abandonadas”, las “dejadas”, las
“fracasadas”, las viudas, las esposas de emigrantes, las solteras y las “quedadas”. Vale
la pena aclarar que, aun cuando a las solteras se les ubique en esta casilla, no se teme
por ellas porque siguen bajo la vigilancia de sus parientes varones: padre, hermanos
y tíos. Teniendo en cuenta lo dicho, es sustancial puntualizar que una mujer sola,
sin un varón a su lado, se encuentra en riesgo constante porque existe la tendencia
a convertirse en “infractora” o “transgresora”, en una “sin talento”.
En consonancia, Pitt-Rivers indica que en la distribución de la división sexual
del trabajo se hallan comprendidos los aspectos concernientes al honor, es decir, a
la conducta moral ideal asignada a cada sexo y que “corresponde […] a la división
de las funciones dentro de la familia nuclear. Delega en las mujeres la virtud expresada en la pureza sexual y en los hombres el deber de defender la pureza de la
virtud femenina. De modo que el honor de un hombre está implicado en la pureza
sexual de su madre, esposa e hijas, y hermanas, no en el suyo” (Pitt-Rivers : ).
En el contexto local, de la virginidad depende el interés que un hombre pueda
tener por una mujer, lo que se traduce también en aprecio social y enaltecimiento por
parte de los otros para aquella que ha sabido guardarse en estado virginal. Si antes de
casarse ha sostenido relaciones sexuales con otro u otros hombres, destruye su honra
y disminuye las posibilidades de establecer un matrimonio. Estas mujeres ven la dificultad de ser aceptadas primero por el varón y después por la familia de este porque
ya están “desfondadas”, y “ve tú a saber por cuántos no han pasao”. En el ámbito
comunitario su prestigio como mujeres casaderas se ve profundamente mermado:
Pero para mí, sí, principalmente la virginidad es en una mujer, ¿por qué? Porque así me
imagino que las valoro más, las respeto más, me sentiría mejor de estar con ellas sin
7
El término desfondada denota a las mujeres que han iniciado vida sexual fuera del matrimonio.
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estar pensando que la tocó otro y luego puedan hacer comparaciones o hay muchos
detallitos así que es a lo que yo le saco (Gabriel, años).
Mi mamá siempre me decía, ten cuidado con eso, ten cuidado de que no te vayan
a estar tocando. Mi mamá me comentaba que era un tesorito que le vas a entregar
al esposo. Mi mamá me decía: cuida el tesoro que es lo único valioso que tienes
(Jéssica, años).
En la sociedad enriqueña, el sentimiento de posesión del hombre hacia la mujer se
refuerza con el matrimonio y se ve concretado en la desfloración la noche de bodas,
donde el varón la “hace suya” y, como respuesta, ella se debe entregar en “cuerpo y alma”
al varón que la seleccionó entre tantas. La carga de significados que tiene la concepción
masculina de casarse con una mujer “virgen” y monógama está estrechamente ligada
con la noción de propiedad. Al establecer una relación sexual el hombre considera
que se convierte en dueño de la mujer que desvirgó y, por tanto, será responsable de
esa marca de “uso”, le proporcionará el estatus de señora y de mujer “decente”. Tanto
la virginidad como la monogamia son los criterios de exclusividad sexual y los pilares
que determinan la apreciación de las mujeres. Entonces, aquella que transgrede la
norma será tachada de “jugada” y “choteada”. Es decir, catalogada con epítetos que
sugieren nociones de manoseo, de suciedad, de desprestigio y, por lógica, de desecho
y desprecio. Así lo deja ver de manera contundente el siguiente testimonio.
Mira, cuando un hombre echa a pique a una mujer, que le quita su virginidad —que
es lo que la mujer debe cuidar— pierde los valores que sus padres le enseñaron. Es
un orgullo para los padres aquella muchacha que se cuide porque es una señorita, es un
orgullo para ella y para sus padres. La que no se quiere cuidar no lo hace y pierde porque
pierde su virginidad. Si el hombre te quiere, pus te responde y se casa o se junta contigo y
si no ya te fregaste porque entonces ya no vales, ya perdiste tu virginidad, ya eres jugada,
ya estás choteada. Ellos como quiera se encuentran otra, pero uno no (Eloísa, años).
Las mujeres “decentes” que se reservan sexualmente para el matrimonio son adecuadas, seguras y dignas para formar una familia. Pero, por el contrario, aquellas
que se atreven a violar el tabú de la virginidad y de la monogamia quedan estig-
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Es importante analizar la idea de honor entendido como “un tipo de prestigio que se obtiene mediante
el cumplimiento de los papeles sociales cuando, además, la evaluación incluye de manera explícita las
conductas relacionadas con la sexualidad” (Córdova 2003: 185).
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matizadas ante los demás por el hecho de que fueron “utilizadas” fuera del lazo
conyugal. Dicha acción las hace merecedoras de una desvaloración social y pone
en discusión su decencia y su capacidad para ser madresposas.
Los familiares, padres y hermanos, se ven también perjudicados, ya que ponen
en duda su capacidad para cuidar los comportamientos mostrados por sus esposas,
hijas, hermanas o nueras, lo que redunda principalmente en el honor de los varones,
pues la honra femenina implica el honor masculino. La devaluación, la burla y la
vergüenza serán enfrentadas no solo por la mujer “inmoral”, sino también por sus
parientes hombres.
El honor de un hombre está involucrado en la sexualidad de las mujeres con
las que tiene algún tipo de parentesco —madre, esposa, hijas, hermanas, nueras—,
lo que da pie a que la vida sexual de las mujeres sea velada por los varones, en la
inteligencia de que su honor se pone en juego. El varón será criticado por las
conductas “inapropiadas” que exhiban “sus” mujeres y al demostrarse incompetente para vigilarlas de modo correcto. Por ello, la mayor afrenta que un hombre
enriqueño puede sufrir es la infidelidad de su pareja, porque revelaría su incapacidad para satisfacer sexualmente a su cónyuge y cuidar sus comportamientos
(Pitt-Rivers ).
Como trasfondo de este escenario se halla la premisa de que ninguna mujer
puede realizarse si no es en el matrimonio y bajo la conducción de su marido. En
consecuencia, el destino de las mujeres está en manos de los hombres porque las
dotan de identidad y de estatus social.
Desde esta óptica, las mujeres “sin talento” se hallan fuera de la vigilancia de los
hombres responsables de guardarlas, ya sea porque han salido del cerco doméstico
logrando transgredir el escrutinio inmediato para hacer “quién sabe qué cosas en la
calle”, o bien porque aquellos responsables de su reclusión se encuentran ausentes o
no existen en el hogar, como es el caso de las mujeres “solas”: esposas de emigrantes,
“fracasadas” o viudas sobre quienes pesa una constante sospecha.
9
“Vergüenza es el respeto a los valores morales de la sociedad, a las reglas por las que la interacción social
tiene lugar, a la opinión que otros tienen de uno. Pero esto no está estrictamente libre de disimulo. La
vergüenza auténtica es un modo de sentimiento que lo hace a uno sensible a la reputación que puede
tener y por eso le obliga a aceptar las sanciones de la opinión pública” (Pitt-Rivers 1979: 139).
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Valoración social de las mujeres en el espacio urbano
Desde la lógica del colectivo, las mujeres de ciudad andan por la vida sin un hombre
que se haga responsable de esa marca de propiedad sobre ellas y que les proporcione
respeto ante los otros. No obstante situarse a diez kilómetros de la cabecera municipal y a cuarenta de la capital del estado y haber facilidad de transportación, para
la sociedad enriqueña la ciudad representa una especie de Sodoma y Gomorra, un
espacio donde todo es posible.
La ciudad significa una amenaza para las estructuras del poder que ostentan los
hombres, pues los mecanismos de control y vigilancia social aplicados al comportamiento de las mujeres se vuelven menos eficientes y suficientes. La ciudad, como
espacio construido física y simbólicamente, representa un abanico de posibilidades
para que las mujeres adquieran comportamientos “libertinos” porque, según el juicio
local, “allá no hay moral”. Por tanto, se teme que la potestad patriarcal se desmorone y que la supremacía masculina empiece a ser cuestionada por estas mujeres
que pueden transitar del espacio privado al espacio público por medio del trabajo
asalariado y de la educación.
En las zonas rurales es clara la distinción entre espacios asignados para los
hombres y espacios asignados para las mujeres, distinción que se difumina en la
ciudad, debido a los procesos que ocurren ahí. Así, los límites de lo considerado
privado y público se ven fuertemente violentados, y aquí es donde radica el problema, en el quebranto de las fronteras de los espacios asignados a cada sexo, tal
como lo relata Maribel:
Si te ven en un baile bailando sin tu marido, si te echas unos tragos igual, dicen ya
andaba bien borracha, andaba a gatas y sí la verdad son cosas que no se ven bien. En
una ciudad eso no se critica porque es difícil encontrarse a una mujer en una fiesta
en juicio. Allá en la ciudad eso es normal, beber, fumar, bailar y se ve normal pero
aquí no, no, aquí no. Una mujer de ciudad aquí en Colonia Enríquez es una mujer
loca por todo lo que hace, allá es una mujer normal. Yo acabo de ir a una fiesta y
todo se ve normal, pero allá, porque aquí, no. Allá dicen de uno que no pasamos
del bracero. Aquí una mujer de ciudad es una mujer loca y uno allá en la ciudad es
uno un burro porque no sabe uno divertirse. Una mujer de ciudad pa’ casarse aquí
sería difícil que se acostumbrara y un hombre tampoco le gustaría las mañas que
ellas traen. Allá la mujer tiene más libertad porque trabajan y aquí lo tomarían a
mal (Maribel, 0 años).
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Con el apoyo de este testimonio es posible comprender por qué las mujeres de ciudad
no son “bien vistas en la localidad”, pues se piensa que, a diferencia de las oriundas, no
tienen conocimientos suficientes para desempeñar tareas domésticas y de cuidados;
además, se cree firmemente que las mujeres citadinas son promiscuas y difícilmente
estarán dispuestas a lidiar con las vicisitudes que implican las relaciones de pareja
en Colonia Enríquez. La supuesta independencia económica y moral, que se conjetura que tienen, es el principal inconveniente para que sean candidatas deseables
para el matrimonio. Se piensa entonces que las mujeres pueblerinas aún conservan
la candidez para ser seducidas por los varones, situación que en una urbe es difícil,
pues se requieren riquezas materiales para lograrlo. Las posibilidades de tener un
empleo remunerado permiten la independencia económica de las mujeres de ciudad
y, por tanto, el control por medio del dinero pierde su eficacia.
Las de ciudad, a juicio local, son mujeres “vividas”, “jugadas”, porque se supone
que se han relacionado con muchos hombres, y muy difícilmente podrán formar
un matrimonio con un hombre que aún permanezca en su lugar de origen o que
pretenda regresar a él. Si se comparan con las enriqueñas, las mujeres de ciudad son muy diferentes, desde su aspecto físico hasta su forma de comportarse,
situación que provoca que los enriqueños sospechen que con ellas no es posible
entablar una relación formal como el matrimonio, que les garantice que la mujer
cumplirá las expectativas que tienen para el rol femenino. Los roles genéricos en el
espacio urbano están trastocados debido, en parte, a que estas mujeres muestran
actitudes y conductas que en la localidad nunca serían admitidas, como esmero
en el arreglo personal, uso de ropa “insinuante”, asistencia a fiestas, fuman, toman
alcohol, “andan” con hombres, exhiben en público manifestaciones de alegría,
transitan y conversan en la vía pública con personas del sexo opuesto y se relacionan con mujeres de dudosa reputación y, por tanto, “peligrosas” corruptoras.
Sin embargo, lo que particularmente disgusta a los varones del comportamiento
de las mujeres citadinas es el hecho de que estas, desde su parecer, “no se conserven
puras”, sino que tengan una vida sexual activa, que sean mujeres “trajeteadas” que
“uno y otro” las conoce en la intimidad, “vaya, que no se den a respetar”. La opinión
de Antonio advierte sobre el tema:
Allá hay oportunidad de tener sexo la misma noche que las conoces. Hay mujeres
que su virginidad les da igual, creo cien por ciento que su virginidad les da igual.
Yo creo que les estorba. Es algo que les prohíbe a ellas darle vuelo a la hilacha. Tuve
novias que el día que las conocía las llevaba a su casa y después de unas copas y
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unos besos cachondos nos íbamos a un hotel o a su casa. Las relaciones allá no son
estables, entonces me harté de esa vida, de no poder establecer una relación, es una
vida sin sentido. Andan con uno y con otro y yo digo, hacerte de una mujer así está
cabrón, porque no se puede casar uno con ellas (Antonio, años).
Continúa con su exposición y revela la distancia que hay entre las mujeres de ciudad
y las mujeres rurales.
Me di cuenta que las mujeres en la ciudad no son como las de aquí. Allá es como
irse de cacería y tratar de matar una paloma y las mujeres de aquí es como irse al
parque y agarrar a todos los pichones, pus matas todos, no vuelan, son mansitos.
Allá es muy diferente, allá no les lavas el coco porque te vistas bien o porque tengas verbo. No, allá no. Allá a la vieja que le caes, le caes y a la que no ni a madres.
Aquí es muy fácil conquistarte una muchacha porque la deslumbras con nada. Por
ejemplo, que yo me fuera a un pueblo donde no me conocen [...] me visto bien y me
llevo un carro y de que pesco algo, lo pesco. Se deslumbran con lo que tengo y allá,
no (Antonio, años).
En este testimonio se constata la idea de que, en el contexto local, la virginidad y
la monogamia femeninas son requisitos indispensables para establecer y mantener
relaciones de conyugalidad. La pureza de la mujer —no ser tocada sexualmente
antes, durante y después del matrimonio por otro hombre que no sea su cónyuge—
significa reservar lo más valioso que se tiene para entregarlo al hombre que la eligió
como esposa y madre de sus hijos. Porque “la mujer que es polígama, además de no
ser una madre segura, pone en tela de juicio la propiedad de su cónyuge sobre ella,
su poder patriarcal y su virilidad” (Lagarde : ).
La expresión “echarse a pique” describe el comportamiento que se atribuye a la
salida de las mujeres jóvenes a la ciudad, ya sea por motivos laborales o de estudios,
y como consecuencia —comentan las entrevistadas— “agarran ideas modernas”
que se ven reflejadas tanto en la forma de vestir como de comportarse. Las ideas
modernas se traducen, como ya lo hemos advertido, en el arreglo personal, en el
uso de ropa ceñida con escote, así como de accesorios y maquillaje “en exceso”. Se
supone que la vida citadina les permite a las mujeres conocer otros estilos de vida,
otras formas de diversión. El espacio urbano amplía las posibilidades de relacionarse
con los varones en las escuelas, los sitios de trabajo y de recreación, lo que implica
también tener acceso a “vicios”.
Por tanto, se pueden comprender las muestras de enojo y renuencia por parte
de los padres con los hijos que han migrado a las grandes ciudades de los Esta-
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dos Unidos y a la capital del estado y se casan con mujeres de esos lugares. Estas
uniones serán toleradas solamente porque las progenitoras consideran que sus
hijos “se encuentran muy lejos y se sienten solos”, por lo que necesitan una mujer
que los pueda atender. Como se puede observar, las relaciones con fines utilitarios
están estrechamente ligadas a la concepción genérica en el espacio rural sobre la
mujer confinada al ámbito privado, con actitudes como servidora, reproductora,
cuidadora, destinada a satisfacer necesidades sexuales, eróticas, afectivas, domésticas y de cuidados. Estas uniones son consideradas como aventuras y tienen
un carácter inestable y temporal. La mayoría de ellas son mujeres “fracasadas”,
tal como se rumora en el pueblo, es decir, que ya han tenido experiencias sexuales
con otros hombres y que, además, tienen hijos a su cargo. La condición de “fracasada” difícilmente se podrá soslayar porque son estimadas como indignas para
establecer una relación formal. Las relaciones formales se dan solo en la comunidad
con una mujer conocida.
En tal entendido, las mujeres de ciudad no cumplen con los cánones requeridos
para el matrimonio, solo son parejas de “pasada” para atender los quehaceres
domésticos y “cumplir” en el terreno sexual mientras los migrantes están en la
capital o en los Estados Unidos. Pero seguramente cuando ellos decidan regresar,
lo harán junto a las mujeres pueblerinas, a las consideradas hogareñas, volverán
al lado de las mujeres “de respeto”, y sus “aventuras” con las mujeres civilizadas,
con las citadinas, serán dejadas atrás.
Reflexiones finales
Para analizar los sistemas de género es necesario considerar la dimensión espacial,
porque en ella se concretan los protocolos culturales que configuran a los sujetos.
Como afirma Paula Soto:
El espacio es donde se actualizan y ponen en juego las nociones culturales de género,
que se concretan en actividades, prácticas y conductas realizadas cotidianamente, que
están estrechamente ligadas con una concepción del mundo y con la construcción
subjetiva del sujeto. El género entonces se erigirá como elemento relevante en la producción de imaginarios geográficos imbuidos de simbolismos, poder y significados
donde es posible localizar a uno y otro género (Soto : ).
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A la luz de dichas consideraciones, se intentó mostrar que tejer las categorías de género
y de espacio puede brindar explicaciones más precisas, pues permite: a) desentrañar
los mecanismos que contribuyen a hacer de las mujeres y los hombres seres sociales
generizados que, como consecuencia de haber nacido en una época, en una sociedad,
en un espacio determinado, desafían pronunciadas asimetrías; b) descifrar cómo las
diferencias sexuales en contextos espacio-temporales específicos se transforman en
desigualdades sociales, y c) desvelar y reflexionar qué hacen o qué no hacen algunas
mujeres para producir, reproducir, reforzar y/o alterar el sistema de dominación
genérico en el que se ven inmersas.
Esto habla de la forma en que opera la violencia simbólica, esa forma de violencia ejercida con el consentimiento de la o las personas a las que se violenta, bajo
la creencia de que “así deben ser las cosas” (Bourdieu ), lo que favorece que
quienes ejercen ese tipo de violencia puedan desconocer que lo hacen y que quienes
la reciben entiendan que es la sanción que merecen quienes transgreden la norma.
En el caso de Colonia Enríquez, el espacio social marca de entrada una diferencia que condena inmisericordemente a las mujeres que lo ocupan. Esta es una
primera oposición que funciona para dictar expectativas, conductas y juicios
morales, que posibilitan mantener a las mujeres en su lugar, fijar sus aspiraciones
en torno al matrimonio y la crianza y asumir su posición subalterna en el ámbito
familiar y comunitario.
Pero este no es el único rasgo de distinción que se cierne sobre ellas en Colonia Enríquez para dividirlas entre buenas y malas. De igual forma, aun dentro
del espacio rural, las mujeres corren el riesgo de no satisfacer las exigencias de
género si intentan trascender el cerco doméstico para hacer uso del espacio
público. El escrutinio social cumple una función panóptica (Foucault ) de
evaluación de las conductas femeninas para mantenerlas en un lugar de dependencia y subalternidad.
Esta lectura permite acercarnos al análisis de la carga simbólica que la cultura
asigna a los diferentes espacios para construir sujetos femeninos o masculinos que,
mediante las consecuencias efectivas de la aprobación o la censura, respondan a
los mandatos de género.
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Las constelaciones de la movilidad y el género
en un archipiélago en transformación. El caso
de Chiloé en el sur austral de Chile
Los chilotes parecen estar siempre en movimiento. El aislamiento los obliga a un continuo
y permanente desplazamiento, y no es posible imaginarse el paisaje aquí, sin esos obstinados
transeúntes que se cruzan en los lugares y momentos más inesperados, como ese grupo de mujeres
y de niños caminando al amanecer por una playa del Pacífico en dirección al control médico
de Cucao, a dos horas de marcha; o esa campesina que, tendida sobre un caballo que
conduce su marido en el bosque cerca de Chepu, va a dar a luz a Ancud, a unos 25 km.
Phillipe Grenier 1984
Alejandra Lazo Corvalán1
Introducción
En las últimas décadas el archipiélago de Chiloé, en el extremo sur austral de Chile,
se ha visto sacudido por cambios culturales, sociales y económicos que han transformado el territorio y la vida cotidiana de los habitantes, teniendo consecuencias
sobre su sistema de género. Las prácticas y representaciones de género, marcadas por
el patriarcado machista, tradicionalmente han dividido el trabajo y el espacio entre
las migraciones de los hombres hacia los empleos continentales y las actividades
no remuneradas (familiares, artesanales y agrícolas) de las mujeres. Sin embargo, la
industria del salmón ha provocado el empleo asalariado de las mujeres y ha hecho
menos necesarios los viajes de los hombres, reactivando nuevos estereotipos de
género y prácticas de movilidad.
Asimismo, otros elementos de la vida cotidiana han acompañado esta evolución.
Particularmente las nuevas restricciones y recursos asociados a la actividad industrial y también la difusión de nuevas tecnologías. La llegada de la televisión y de la
radio ha suscitado entre los isleños nuevos modelos de éxito social. Por otro lado,
los desplazamientos cotidianos se han visto reconfigurados no solo por los cambios
1
Doctora en Geografía y planificación territorial por la Universidad de Toulouse 2, Le Mirail. La autora,
investigadora del Centro de Estudios del Desarrollo Regional y Políticas Públicas, ceder-Universidad
de los Lagos, agradece a Conicyt y a Fondecyt por el inanciamiento del proyecto Fondecyt 3140115.
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en los servicios de transporte y la mejora en la infraestructura vial y de caminos,
sino también por la reconfiguración de las ciudades del archipiélago producto de
la migración, los nuevos comercios y zonas industriales que han aparecido en las
últimas décadas. Al mismo tiempo, muchos de estos artefactos se apoyan y articulan
con las comunicaciones por teléfono móvil, con el intercambio de información por
internet y por los imaginarios que ofrece la televisión por cable.
Como ya se ha constatado a partir de otros estudios efectuados en el archipiélago (Délano 1997; Macé et al. 2010; Gobantes 2011; Rebolledo 2012; Gajardo
2015), se han producido cambios importantes en la distribución de funciones, y
lo femenino se desplaza cada vez más desde el ámbito de lo privado a lo público.
Específicamente, la mujer se ha incorporado al espacio productivo y profesional
con un mayor reconocimiento social, lo que implica un cambio social y cultural, en
tanto se produce una ruptura con la concepción tradicional de lo femenino ligado
únicamente al ámbito de lo reproductivo y lo doméstico. Las mujeres chilotas y su
manera de relacionarse con el espacio, de ocuparlo, de practicarlo, han cambiado, al
igual que la de sus pares los hombres, quienes en la actualidad tienen que enfrentarse
a formas de movilidad que distan de aquellas practicadas por sus antepasados y que
muchas veces ponen en tensión lo familiar y las formas de habitar.
Considerando estos antecedentes, se abordarán las dinámicas de género desde
la perspectiva de la movilidad espacial, es decir, desde las prácticas y los discursos
en torno a la ocupación y apropiación del territorio archipelágico. Para ello, se ha
dividido este trabajo en cuatro apartados. En el primero de ellos se expondrá el contexto geográfico y cultural de la investigación, para luego presentar una discusión
teórica sobre el género y la movilidad tomando como clave de lectura el concepto
de constelación. En un tercer apartado se expondrán dos de las constelaciones que
coexisten en la actualidad en Chiloé, dando cuenta de las prácticas, los discursos
y los objetos asociados a cada una de ellas.
Finalmente, se presentan algunas de las principales conclusiones que permiten
reflexionar sobre cómo las movilidades chilotas y su inscripción en una economía
de mercado global no solo cambian el lugar y el territorio, sino que vienen a interrogar las tradicionales formas de dominación de género a partir de la ocupación
de un espacio “exterior”, “más público”, relacionado con el trabajo en la fábrica, el
acceso al dinero, las nuevas formas de socialización y el uso de la tecnología, entre
otros aspectos.
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Un archipiélago en transformación
Situado en el extremo sur austral de Chile, intensamente recortado y dividido por
innumerables islotes, el archipiélago de Chiloé está separado del continente al norte
por el canal de Chaco y al este por un mar interior compuesto por el golfo de Ancud
y el golfo del Corcovado. Se trata de un gran archipiélago con aproximadamente
155,000 habitantes, y dos ciudades principales, Castro al este y la ciudad de Ancud
al norte, además de una veintena de pequeñas islas diseminadas en su mar interior.
Figura 1. Cartografía. El archipiélago de Chiloé.
Fuente: Programa ATLAS, Universidad de los Lagos, Chile.
Los hombres y las mujeres que habitan en estas islas tienen modos de vida rurales y
se dedican a la pesca artesanal y a la agricultura para el autoconsumo. Sin embargo,
y producto de la rápida modernización del archipiélago y la entrada de la industria
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salmonícola a principios de los años ochenta,2 muchas familias han migrado desde
las islas del mar interior hacia los centros urbanos más cercanos, lo que ha generado
cambios socioculturales y espaciales importantes. Ello no solo ha provocado una
industrialización acelerada, sino también un incremento poblacional, un acceso
mayor al dinero, una reducción de la pobreza y, sobre todo, un impacto ambiental
y cultural. Si bien en Chiloé predomina la industria salmonícola, también existen
emplazamientos industriales para el procesamiento, acopio y distribución de otros
productos del mar,3 los que atraen a nuevos habitantes a las periferias de las ciudades (Barton et al. 2013). Lo anterior viene a provocar la expansión de los centros
urbanos, una mayor densificación de las ciudades y la aparición de las periferias
como consecuencia de la demanda de suelo barato, motivado por las oportunidades
de trabajo que ofrecen las industrias y el comercio.
Desde otra perspectiva, y como lo señala Román (2009), la actividad salmonícola
ha generado no solo grandes cambios en el sistema económico, sino también en
las relaciones sociales dentro de la isla. Por ejemplo, los tradicionales patrones de
género del archipiélago donde predominaba un patriarcado machista —ya que el
hombre era el proveedor-viajero y la mujer, la dueña de casa dedicada principalmente
a las labores del hogar, los hijos y la huerta— se han visto trastocados a raíz de la
integración de muchas mujeres al trabajo asalariado en la industria.
En resumen, se podría decir que Chiloé es un territorio que en la actualidad
está cruzado por un doble movimiento. Por un lado, la existencia de una dinámica
económica de desarrollo global liderado por la industria del salmón, y otro más
vinculado con lo local, caracterizado por actividades tradicionales relacionadas con su
identidad cultural. Ello hace pertinente la comprensión sobre cómo los habitantes,
tanto los hombres como las mujeres, se incorporan a estas dinámicas a partir de
una ocupación diferenciada del territorio.
Aquí se presentan los primeros resultados de un trabajo de terreno efectuado en
el archipiélago de Chiloé entre los años 2013 y 2014, en el cual se hizo una veintena de
entrevistas semiestructuradas a los habitantes. Específicamente, se entrevistó a hombres
y mujeres de diferentes edades y generaciones, a habitantes tradicionales del medio
2
3
Según Barton et al. (2013), la salmonicultura se encuentra relacionada con procesos globales (inversiones, tecnológicas y ventas), pero se vincula débilmente con el entorno local: extrae recursos y explota
capital humano.
Principalmente Mytilus chilensis (choritos), Tawera gayi (almejas), Porphyra columbia (luche) y Gracilaria chilensis (pelillo).
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rural y a isleños vinculados con la industria del salmón a fin de poder caracterizar y
definir las constelaciones de movilidad y género que hoy coexisten en el territorio.
De la inmovilidad a la movilidad: género, espacio y poder
El espacio es una construcción social, resultado de las relaciones de poder, y en él
se aprecian las desigualdades entre los hombres y las mujeres. Desde esta perspectiva, tradicionalmente la mujer ha sido asignada a la inmovilidad, la proximidad y
el “lugar”, mientras que el hombre a la movilidad, lo exterior, el “espacio”.
En consonancia con ello, este trabajo se inscribe en una geografía de la movilidad y el género al interrogarse sobre cómo las mutaciones contemporáneas
(económicas, sociales y culturales) que acompañan el desarrollo de una economía
global en Chiloé están trastocando las relaciones espaciales tradicionales de los
hombres y las mujeres.
Se intentará dar respuesta a esta interrogante incorporando la variable movilidad,
pues, y a decir de Guetat-Bernard (2011), las movilidades espaciales contemporáneas y su inscripción en economías de mercado global no solo vienen a modificar
la naturaleza del lugar y del territorio, sino que también interrogan las formas de la
dominación al dar origen a relaciones espaciales inusitadas.
En este sentido, las movilidades no pueden ser entendidas como simples movimientos que tienen como objetivo salirse de los marcos y de las estructuras de
reproducción del orden socioespacial. Ellas también se inscriben en las organizaciones
socioespaciales que marcan las relaciones de poder. El desafío de una geografía de
la movilidad que privilegia el cruce con las relaciones de género es el análisis de las
consecuencias de las movilidades en las relaciones espaciales de los hombres en su
relación con las mujeres y viceversa (Guetat-Bernard 2011).
En una misma línea argumentativa, Uteng y Cresswell (2008) explican que el
cómo la gente se mueve a través del tiempo y la distancia es indicativo de las relaciones espaciales de género, sobre todo de las jerarquías de poder de género. Movilidad
y género, explican estos autores, intervienen en el corazón mismo de las prácticas
cotidianas, a menudo reproduciendo las tradicionales relaciones de género, pero
también creando nuevas.
Por su parte, Susan Hanson (2010) indica que la movilidad determina ideologías de género, significados y prácticas, y en ese sentido estas ideologías hacen
eco en el dualismo que pone a la mujer, y lo femenino, en el hogar y el espacio
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privado, mientras que el hombre se asocia a espacios alejados, públicos, urbanos
y movimientos expansivos. Desde esta perspectiva, la movilidad sería una forma
de empoderamiento, sobre todo para las mujeres, en el sentido de que les permite
acceder a otros espacios, ideas y oportunidades, que estando confinadas no conocerían. Al mismo tiempo, la movilidad permite el acceso a nuevas experiencias que
trastocan las identidades pudiendo erosionar entonces las tradicionales ideologías
y prácticas de género (Hanson 2010).
Sin embargo, algunos autores indican que puede ser simplista equiparar la
falta de movilidad con falta de poder, pues algunas mujeres pueden experimentar
empoderamiento en el espacio doméstico, en el hogar y en la proximidad a partir
de la autoridad que ejercen en ese espacio (Gilbert 1998, cit en Hanson 2010). Y, por
el contrario, la movilidad podría significar para ellas algo cansado y doloroso, sobre
todo cuando se viajan largas distancias por un salario mínimo. Por tanto, no siempre
se produciría una forma de empoderamiento a partir de una mayor movilidad. En
este sentido, resulta clave comprender los significados de género, la experiencia y
las relaciones de poder presentes en las diversas formas de movilidad e inmovilidad
en distintos contextos sociales y geográficos (Hanson 2010).
Siguiendo con estas ideas y retomando el concepto de constelación (Cresswell
2010: 5), la movilidad y las dinámicas de género en Chiloé serán entendidas como
un “conjunto de formaciones históricas y geográficas, narrativas y prácticas de
movilidad”. En este sentido, el movimiento físico (cómo se llega desde un lugar a
otro), las significaciones del movimiento (discursos, narrativas e historias sobre el
movimiento) y la experiencia de la práctica de ese movimiento serán elementos
centrales para la comprensión de las dinámicas de género en el archipiélago.
De este modo, la comprensión de los significados y las prácticas, tanto de la
movilidad como del género, deben ser leídos a la luz de los contextos geográficos,
sociales y culturales que los enmarcan. Ambos, movilidad y género, están compuestos de múltiples elementos que se relacionan entre sí y que van cambiando.
En el caso del archipiélago de Chiloé, y como se expondrá en las páginas que
siguen, la movilidad y su relación con el género no solo se caracteriza por un componente espacial dado por las características archipelágicas del contexto insular
donde se ubica, sino que también tiene diferentes significados que se transforman
a lo largo del tiempo. En este sentido, para entender el significado actual de la movilidad y cómo ella se relaciona con el género, es necesario hacer referencia a las
movilidades pasadas, los significados y las prácticas espaciales, al mismo tiempo
que a los objetos y las tecnologías que los acompañan.
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A continuación expondremos dos de las constelaciones de movilidad y género
que coexisten en el archipiélago de Chiloé y que dan cuenta de cómo las transformaciones culturales, sociales y económicas producidas en el archipiélago van
trastocando las formas de habitar, ocupar y pensar el espacio insular.
Las constelaciones de la movilidad y el género en Chiloé
Separación territorial: hombres viajeros y mujeres cautivas de la proximidad
La primera constelación que hemos identificado se construye a partir de la clásica
dicotomía espacial de género, que confiere el movimiento a los hombres y la inmovilidad a las mujeres. Esta constelación está formada por las personas que vivieron
en el archipiélago en la segunda mitad del siglo xx y principios del siglo xxi, cuando
el parentesco y la familia eran el núcleo central de la vida, caracterizada por una
fuerte autoridad paterna y relaciones de vecindad basada en la reciprocidad.
Otra característica de esta constelación es la importancia de la mujer en el
hogar, quien era la productora (de artesanía, hortalizas, además de la encargada
del cuidado de los animales), ello en el contexto de las migraciones masculinas a
la Patagonia argentina, que se extendían por varios meses, dejando a las mujeres
como jefas de hogar y responsables de la economía familiar. Sin embargo, y pese a
estas prolongadas ausencias, se identifica la presencia de un patriarcado machista,
en el que la autoridad masculina tenía un peso relevante (Urbina 1996).
Asimismo, en esta época se practicaba la agricultura combinada con la pesca y
la recolección de algas y mariscos en bordemar, y con actividad forestal en el bosque
nativo, actividades desarrolladas de manera complementaria a partir del trabajo de
toda la familia (Rebolledo 2012).
Dentro de este contexto, el movimiento formaba parte de la vida cotidiana de
estas comunidades. Ejemplo de ello es que mucho de lo que no se consumía debía
ser vendido en las ciudades y poblados más cercanos (papas, madera, lana, granos),
por lo que los habitantes del archipiélago debían viajar grandes distancias para
comerciar. De este modo, se destaca un sentido del viaje que era colectivo y donde
la aventura y la reciprocidad eran parte de todos los días (Yáñez 2011).
Los hombres, principalmente, hacían estos viajes (a caballo, o bien en lanchas a
vela y posteriormente con motor) varias veces al año, desde las islas del mar interior
hasta los centros poblados más importantes para comercializar, vender productos y
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abastecerse. Generalmente se salía muy temprano en la mañana para llegar varias
horas después a ciudades como Castro o Ancud. Muchas veces el viaje podía durar días enteros, según las condiciones climáticas. Las mujeres, por su parte, debían
quedarse en casa a cargo de las labores del campo y del hogar, mientras el hombre
regresaba.
Era muy poco frecuente encontrar en esa época mujeres viajeras o que dejaran
a sus familias para ir al pueblo. Al decir de Macé et al. (2010), la silvicultura, la pesca
y la migración eran asunto de hombres.
Así como los desplazamientos cotidianos contaban para la subsistencia familiar, eran muy comunes en esta época los viajes a la Patagonia, donde los jóvenes
y los hombres de las diferentes partes del archipiélago viajaban a trabajar en las
estancias durante la temporada de esquila de ovejas y retornaban luego con el
dinero para vivir el resto del año. En este sentido, la migración de los hombres
dejó la demografía de las islas predispuesta a las mujeres, quienes debían encargarse de la educación de los hijos, el cuidado de la huerta y los animales, además
de cocinar, recolectar mariscos, etcétera.
Por otra parte, y en cuanto a la migración de los hombres y sus características,
es posible mencionar que estos eran conocidos en la Patagonia como trabajadores
de fácil adaptación y con mucha fuerza. En esta época el viaje por mar y el enfrentamiento del chilote con la naturaleza patagónica formaban parte de un imaginario
complejo y, sobre todo, que competía exclusivamente a los hombres y donde se
mezclaban la mitología, el paso a la adultez, el prestigio y el ideal errante del viajero
(Mancilla y Rehbein 2007). Este imaginario desempeñaba un importante papel en las
decisiones que motivaban el viaje de los chilotes. Los hombres son, por sobre todo,
viajeros: más allá de la generación de ingresos, las migraciones a Chile continental
cumplían la función de “convertirlos en hombres” (Macé et al. 2010).
De este modo, se observa cómo el espacio es sobre todo un espacio exterior que
le compete a los hombres y no a las mujeres. Según Maffesoli (2004, cit. en Mancilla
y Rehbein 2007): “El nomadismo no está determinado únicamente por la necesidad
económica o la simple funcionalidad, es una especie de pulsión migratoria que incita
al hombre a cambiar de lugar y de hábitos para alcanzar plenamente las diversas
facetas de su personalidad, solo accesible a través de la confrontación con lo extraño”.
Las mujeres de Chiloé no formaban parte de este imaginario, sino que más bien
ellas eran los anclajes, eran quienes se quedaban a cargo de la casa, la familia, los
animales y la huerta. Sin embargo, y a pesar de que no salían de su proximidad, ellas
eran muy completas, con un alto capital cultural, por sus múltiples conocimientos
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(cocina, huerta, animales, artesanías), lo cual las distingue de sus pares los hombres.4 Se reconoce entonces en esta constelación una feminización del trabajo, en
tanto las mujeres asumían papeles protagónicos en la agricultura, aunque no fuesen
remuneradas (Mac Phee 2013). Sin embargo, y como ha ocurrido en gran parte del
mundo rural, este trabajo ha sido invisibilizado por las estadísticas, la familia y las
mismas mujeres rurales (Fawaz y Soto 2012).
De este modo se construye un imaginario dicotómico sobre la movilidad y el
uso del espacio que indica que, mientras las estrategias de subsistencia de los hombres estaban concentradas en el espacio exterior —al aire libre, en el bosque, el
mar—, el espacio de las mujeres era más restringido y estaba recluido en el interior
y la proximidad. En este sentido, se podría decir que predominaba una especie de
dominación de tipo matriarcal/machista donde, si bien la mujer era la jefa del hogar y
tomaba algunas decisiones en relación con el cuidado del hogar y los hijos, los hombres
tenían gran influencia a partir de los ingresos que traían de sus viajes a la Patagonia.
Asimismo, vemos que las labores estaban también divididas. Al hombre le correspondía el trabajo duro del campo, mientras que la mujer se dedicaba a las labores
más delicadas. El hombre tenía derecho a salir, a divertirse, al alcohol, pues traía el
dinero, mientras que la mujer estaba comúnmente recluida en el espacio interior.
Ellas tenían menos oportunidades de socializar en relación con los hombres, casi
no conocían el espacio público de los poblados y ciudades. Muy pocas pudieron
acceder a una educación completa en algún centro urbano y tuvieron la posibilidad
de trabajar cuidando casas y niños fuera de la isla. En los relatos se resalta que antiguamente había más machismo y que por este motivo las mujeres no estudiaban,
ya que sus funciones principales eran las labores domésticas (Mac Phee 2013).
Se trata entonces de una constelación donde las movilidades recaían principalmente en los hombres. El discurso y las prácticas cotidianas señalaban una conquista
del espacio mayor por parte de ellos, mientras que las mujeres tenían una movilidad
más reducida a escala de la proximidad asociada a sus labores domésticas más que
a sus intereses. Todo ello fue dividiendo el espacio archipelágico entre hombres
viajeros y mujeres cautivas de la proximidad.
El mismo hecho de viajar abrió nuevas perspectivas a los hombres de Chiloé.
Su trabajo en tierras lejanas les permitía traer una serie de objetos que daban cuen4
Algunos autores piensan que este hecho, el mayor conocimiento de las mujeres y su participación en el
trabajo agrícola, producto de las ausencias masculinas, fue lo que posteriormente ayudó a su incorporación en la industria salmonera.
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ta de la aventura del hombre chilote en tierras extranjeras. Ello se reflejaba en su
vestimenta, así como en el uso de artículos de valor que no se podían encontrar
en las islas, y a los que por supuesto, la mujer chilota no podía pensar en acceder.
De esta manera los objetos poseídos les conferían un estatus, y a la vez, un poder
a los hombres.
La proletarización de los chilotes: el acceso al trabajo local y la movilidad de las mujeres
Nuevos modelos de masculinidad y feminidad comenzaron a llegar al archipiélago
a través del Puerto Libre en los cincuenta, y a través de la radio (y más tarde de la
televisión) a partir de 1960. Estos modelos fueron absorbidos por la juventud. El
“estilo de vida americano” comienza a penetrar en los hombres y mujeres jóvenes
del archipiélago, explica Urbina (1996).
Sin embargo, a partir de los ochenta ocurre una transformación significativa
en Chiloé. Específicamente se da paso desde una economía de subsistencia a una
economía de escala global a partir de la instalación de la industria acuícola en el
territorio. Ello no solo convirtió a los chilotes, hombres y mujeres, en trabajadores
asalariados que recibían un dinero mes a mes, sino que les abrió las puertas a nuevos
territorios y bienes de consumo que antes eran casi inexistentes.
En esta segunda constelación se observa cómo las formas de vida tradicionales comenzaron a sufrir cambios acelerados debido a la instalación y desarrollo
de industrias pesqueras y, posteriormente, al auge de la industria del salmón.
Ello coincidió con la crisis de rentabilidad del sector agrícola que se expresó en la
disminución del ingreso de las economías campesinas, lo que empujó el proceso
de asalarización de la comunidad chilota. De esta manera la crisis del sector fue
funcional a la expansión de la salmonicultura (Amtmann 2001).
En este contexto, ya no se veía como necesario el viaje de los hombres a la Patagonia, pues ahora podían optar por los empleos en la misma industria del salmón
que estaba instalada en la isla. Al mismo tiempo, las mujeres optaron por primera
vez por un trabajo asalariado5 sin tener que descuidar las labores domésticas, lo que
las acercó a una mayor autonomía e independencia tanto económica como espacial.
5
Sin embargo, hay que mencionar que, en relación con los países de la ocde, Chile exhibe una baja participación laboral femenina, sin superar 40% en los sectores urbanos y 26% en el campo (Fawaz y Soto
2012).
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Empezó a ser cada vez más importante el papel de las mujeres en el mundo social
rural insular, y se produjo un desplazamiento de lo privado a lo público cada vez
más evidente.
Si bien hoy día no son muchas las mujeres que trabajan en la industria del salmón,6 esta les abrió las puertas a nuevos espacios. En la actualidad se ven mujeres
trabajadoras, presidentas de juntas de vecinos, que participan en sindicatos, madres
solteras, mujeres que saben manejar.
Sin embargo, a decir de Macé et al. (2010), hay que ser cautelosos, pues en lo
que respecta al trabajo, específicamente dentro de la fábrica, siguen replicándose
patrones tradicionales de división de género por cuanto los hombres son destinados
a efectuar los trabajos más duros y las mujeres aquellos trabajos más delicados, al
mismo tiempo que tienen ingresos y contratos más inestables (Rebolledo 2012).
Ello podría ser indicio de que el patriarcado machista prevalece en la isla, solo que
ahora toma nuevas connotaciones en el interior de la fábrica.
Por otra parte, estas oportunidades de trabajo local también impactan fuertemente en el papel de los hombres, por cuanto sus migraciones ya no son necesarias.
La llegada de la mayoría de edad y la entrada en la edad adulta que estos viajes representaban se pierde cuando los hombres tienen acceso a oportunidades de trabajo
dentro del mismo territorio. En esta transición de producción, los hombres pierden
su identidad como viajeros y, a menudo, su función como los únicos proveedores
de ingreso económico para la familia (Macé et al. 2010), para transformarse en
obreros de fábrica.
Como ocurre en muchas comunidades rurales, la asalarizacion de las mujeres
y la pérdida del estatus de proveedor del hombre vendrían a generar tensiones en el
interior del grupo familiar (Fawaz y Soto 2012). De acuerdo con Rebolledo (2012),
el masivo ingreso femenino al trabajo en la industria del salmón ha tensionado y
alterado las relaciones de género, lo que se evidencia especialmente a nivel familiar. El cese de la migración masculina hacia la Patagonia argentina, gracias a la
existencia de fuentes de trabajo local, lleva a las parejas a tener que convivir de
manera prolongada en el mismo espacio, estresando así los lazos familiares de las
mujeres que estaban acostumbradas a ejercer solas la jefatura del hogar durante
largas temporadas, explica Rebolledo (2012).
6
Tras la crisis de la industria salmonícola se cerraron muchas plantas. Muchas mujeres se quedaron sin
trabajo, pero ya no quisieron volver a los campos.
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En este sentido, identificamos que el acceso al trabajo remunerado7 es clave
para entender el paso de la mujer al espacio exterior y público y su salida del ámbito
doméstico, junto con la mayor movilidad que ello provoca. En un estudio que efectuó
Priscila Délano (1997) en Chiloé, se identificó que cuando la mujer no desempeña
un trabajo remunerado y el hombre es el único proveedor, este tiene una actitud
machista frente a ella. Ocurría algo similar cuando la mujer era la que tenía un
trabajo relativamente estable mientras el hombre tenía un trabajo más inestable
y peor remunerado; en este caso el hombre seguía teniendo una actitud machista
debido a su frustración por no cumplir con su papel de proveedor.
Sin embargo, lo interesante son las mujeres que tienen una mayor experiencia
urbana, quienes se sentirían más libres de enfrentar una vida solas con sus hijos.
En este caso pareciese ser que la mayor movilidad actuaría como una suerte de
empoderamiento, dada la mayor experiencia espacial que tienen. Finalmente, Délano da cuenta de cómo cuando tanto las mujeres como los hombres trabajan de
manera estable y con una buena remuneración, se observa que existe una relación
estable y armónica, y el hombre acepta las diferencias y las decisiones de la mujer.
En muchos casos, si bien el hombre esperaría que la mujer se mantuviera en el
ámbito doméstico, acepta la decisión de su mujer de trabajar y salir de la casa y
muchas veces él participa colaborando en las labores domésticas. En este sentido,
parece ser que el trabajo y el dinero no solo empoderan a las mujeres, sino que
además les da mayor libertad, no solo económica, sino también espacial: de acceso
a nuevas ideas, bienes, discursos. Las identidades se van trastocando y trasladando
(Soto 2009), y muchas veces aparece la tensión entre lo que significa ser madre,
trabajadora y líder (Cid 2012).
En este sentido, la llegada de la industria del salmón abrió la posibilidad a las mujeres no solo de poder trabajar, sino también de entrar a un espacio que no conocían,
como es participar en los sindicatos de trabajadoras. La participación en la organización
sindical se define en primer lugar como una ruptura respecto de lo tradicional y es a
veces sancionada y recriminada por terceras personas, sobre todo por la pareja y los
hijos que reclaman un desplazamiento en los tiempos y las atenciones. También es
posible encontrar recriminaciones dentro de la misma fábrica (Cid 2012).
7
Hay que mencionar que, antes de la instalación de la industria salmonícola en Chiloé en la década de
1980, ya había indicios de una asalarización de la población a partir del surgimiento de empresas pesqueras y conserveras en el territorio.
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Sin embargo, algunas mujeres que participan en sindicatos no ven esa participación como una ruptura con los papeles femeninos tradicionales, sino más bien
como su extensión (o complemento). Para otras personas (sobre todo hombres), la
sindicalización femenina se conceptualiza como parte de una ruptura con los estereotipos tradicionales de género, para las mismas mujeres en cambio es una forma
de participación política, de organización y de inclusión en procesos reivindicatorios.
El mismo trabajo dirigencial se concibe como una ampliación de la maternidad por
cuanto en la fábrica adquieren el papel de madres de los otros, al dar consejos, ser
confiables, etcétera (Cid 2012).
Como lo explica Beatriz Cid (2012), esta situación empodera y desempodera.
Las empodera, en tanto establece un espacio de legitimidad propio de las dirigentas y que contribuiría a definir una parte del espacio público como propiamente
femenino. Las desempodera, en tanto contribuye a profundizar lo que puede definirse como una triple jornada laboral de ser madre/esposa, trabajadora y dirigente;
donde la dirigenta comprometería mayor entrega física, temporal y emocional que
los dirigentes masculinos (Cid 2012).
En los relatos recogidos aparecen contradicciones frente a la conquista de estos
nuevos espacios. Las mujeres, sobre todo las más adultas, ven con recelo a las mujeres
jóvenes que trabajan, que viven en las ciudades y que cuidan solas a sus hijos. Hay
muchas veces una diferenciación entre las mujeres que viven en el pueblo y aquellas
que viven en la ciudad, pues las primeras ven con prejuicio a las segundas. Al mismo
tiempo, muchas manifiestan contradicciones al considerar como algo positivo el
hecho de ser independientes y ganar dinero, a la vez que sienten pesar por tener
que descuidar a la familia y a los hijos. Para Loreto Rebolledo (2012), lo anterior
se traduce en que existen situaciones contradictorias donde simultáneamente se
constata la presencia de modos tradicionales de ser y relacionarse, donde lo colectivo y lo familiar permanecen, pero coexisten con prácticas de corte individualista
exacerbadas debido al peso que ha adquirido el dinero.
En términos generales y como plantea Paloma Gajardo (2015), los procesos de
modernización en los que se encuentra el archipiélago de Chiloé sitúan sobre todo
a las mujeres en un espacio sociocultural contextualizado entre lo global y lo local,
seducidas por la modernidad, pero también conscientes de las potencialidades y
facilidades que otorga la vida en la ruralidad insular. Viven hoy en un mundo
rural menos diferenciado del urbano que el de sus padres, conocen la vida urbana
por medio del trabajo, los estudios, las instancias de socialización o las salidas trámites. Se trata de un grupo más acostumbrado a mantener relaciones entre la isla
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y el pueblo, a partir de lo cual las opciones son múltiples; migrar, volver, quedarse,
o ir de un lugar a otro.
Como se ha constatado en esta constelación, la movilidad urbana y residencial
viene a ser cada vez más importante. La analogía con los viajeros de la Patagonia
es evidente, explica Catalina Gobantes (2011): descripciones como “aventurarse a
la ciudad”, “enfrentar la adversidad” y “probarse que uno es capaz” dan cuenta de
lo que significa la movilidad urbana. Mientras algunos chilotes encontraron un
trabajo complementario con la vida rural, son muchos más los que se han proletarizado empleándose en las plantas industriales y servicios para la industria, que en
la mayoría de los casos requiere trasladarse a los centros urbanos.
Sin embargo, para muchas mujeres y hombres, sobre todo para quienes viven
en las pequeñas islas del mar interior, la movilidad hacia los centros urbanos es
sinónimo de búsqueda de mejores oportunidades y se transforma en un objetivo
de vida. En esta constelación la vida rural insular no parece ser una opción. No
obstante, se reconoce que esta movilidad hacia la ciudad no es fácil y muchas veces implica una disminución de la calidad de vida y un acercamiento a la pobreza
urbana. Muchos isleños ahora tienen que comprar papas, ajo y otros alimentos que
antes podían tener gratis en sus propios huertos. Algunos vendieron sus predios
para vivir en pequeñas casas urbanas, donde no tienen patio ni animales. Muchos viajan solo en vacaciones a las pequeñas islas que los vieron crecer, a visitar
a sus padres y abuelos que todavía residen ahí.
Asimismo, se puede mencionar que el ingreso acelerado de una industria global
en un territorio insular donde primaban las relaciones de reciprocidad, junto con
una agricultura para el autoconsumo, no solo tuvo consecuencias a nivel cultural
y espacial, sino también sobre los objetos que circulaban cotidianamente. En un
principio, en las décadas de 1980 y 1990, fue la radio, luego la televisión y el teléfono. Ahora llegaron los celulares, los notebooks, mp3, ropa de marca, etc. Aparecen
objetos como sofás, antenas satelitales y bebidas gaseosas.
Los patrones de consumo alimentario y de vestuario también cambiaron;
se ha incrementado el endeudamiento con tarjetas de crédito. Se construyó el
emblemático centro comercial de la ciudad de Castro, cambiando tanto el paisaje
arquitectónico de la ciudad como las pautas de consumo de los chilotes. El dinero
ha ido relegando al trueque en las zonas rurales (Rebolledo 2012).
La movilidad cotidiana comenzó a cambiar y a dejar de estar relacionada solo
con el trabajo, el hogar y el cuidado de los hijos. Aparecen artefactos de la modernidad y de la mayor movilidad que comienza a producirse en el archipiélago. La
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carretera pavimentada a principios de los ochenta y la puesta en marcha de los
transbordadores que venían con buses cargados de personas fueron signo de que
algo estaba cambiando, constata Rodolfo Urbina (1996). Una oleada de personas
que venían del centro y el sur del país empezó a llegar a Chiloé para aprovechar el
boom económico de la industria salmonícola.
En la actualidad, se observa con asombro —y con un poco de preocupación—
la puesta en marcha de la construcción de un puente flotante, el más grande de
Latinoamérica, que unirá la isla de Chiloé con el continente. Esto último traerá sin
duda nuevas ideas, objetos y prácticas al archipiélago.
Finalmente, se puede observar cómo en esta segunda constelación hombres y
mujeres pasan a ser parte de la modernidad que llega al archipiélago y con ello van
desapareciendo algunos elementos típicos relacionados con la forma de moverse
tradicional de los chilotes para adoptar formas relacionadas con la vida urbana
donde la individualización comienza a ganar espacio, dejando de lado las prácticas
tradicionales (Yáñez 2011).
El reloj, la entrada a la fábrica, los horarios del trabajo, las preocupaciones económicas y el consumo pasan a regir el ritmo cotidiano y la necesidad de movilidad
de los chilotes, que antes estaban supeditados a un ritmo dictado por la naturaleza,
el clima y las estaciones.
Conclusión: movilidad y construcción territorial de género
A partir de este trabajo, se ha constatado cómo la figura tradicional del habitar
en la ruralidad, asociando a los hombres con la movilidad y a la mujer con lo
inmóvil, ha cambiado en Chiloé, sobre todo en lo que respecta a los espacios que
ocupan hoy las mujeres chilotas, quienes a partir de la instalación de la industria
acuícola han podido acceder a un trabajo remunerado fuera del hogar. En este
sentido, se da cuenta de que las nuevas movilidades chilotas y su inscripción en una
economía global no solo han cambiado el lugar y el territorio, sino que vienen a
interrogar las tradicionales formas de dominación a partir de la ocupación, por
parte de las mujeres y de los más jóvenes, de un espacio “exterior”, “más público”
y relacionado con el trabajo en la fábrica, el acceso al dinero, a las nuevas formas
de socialización y al uso de la tecnología.
Se constató, por medio del discurso de los entrevistados y de la observación
en terreno, cómo la industria del salmón ha tensionado las relaciones de género en
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Chiloé, en parte por el cese de la migración masculina hacia la Patagonia, lo que ha
llevado a que hombres y mujeres tengan que compartir ahora no solo un espacio
doméstico, sino también el ámbito laboral. Estos cambios vienen a poner en jaque
el poder patriarcal tradicional debido a la mayor autonomía económica y el empoderamiento de las mujeres y los más jóvenes. Sin embargo, hay que mencionar que
no todas las mujeres comparten esta emancipación espacial.
Se pudo observar una discordancia entre el discurso del papel y del lugar que
debe ocupar la mujer chilota en el territorio y la práctica. Si bien muchas mujeres
ven como algo positivo el trabajo en la industria y las posibilidades de emancipación
que ello les da (económicas, sociales y espaciales), deben postergar este deseo de
trabajo, pues sienten que su papel es el de madres de familia y está ligado al espacio
doméstico, lo que genera en ellas una importante contradicción.
También, muchas de ellas reconocen que, si bien conocieron a sus actuales parejas
trabajando, han debido posteriormente renunciar, inducidas por la presión familiar.
Por otra parte, se constató cómo la movilidad de los hombres también ha sufrido grandes transformaciones, tanto a nivel espacial como identitario. El hombre
chilote desde hace décadas había conquistado otros espacios (sobre todo a partir
de la migración estacional a la Patagonia) y había tenido acceso al dinero y a bienes.
Sin embargo, en la actualidad debe enfrentar una cierta “inmovilidad”, pues ya no
tiene la necesidad de migrar tan lejos para encontrar trabajo y puede emplearse en
las industrias que están en la proximidad de su hogar, lo que le ha significado tener
que adaptarse al mercado laboral, donde muchas veces hay periodos de cesantía y
cierre de plantas. Por lo mismo, el hombre chilote pierde su autoridad y su estatus
de viajero-proveedor y pasa a ser un asalariado más.
Desde esta perspectiva aparece la necesidad de preguntarse sobre las articulaciones experimentadas por las sociedades rurales para organizar la movilidad y el
anclaje: cómo las lógicas familiares, las restricciones económicas y las construcciones
territoriales están marcadas hoy por esta necesidad.
Finalmente, estos antecedentes nos hablan de la importancia de continuar profundizando en las movilidades de los hombres y las mujeres desde una perspectiva
temporal que permita vislumbrar cambios, y sobre todo las nuevas jerarquías de
poder de género presentes en un territorio archipelágico cada vez más individualizado, donde la asalarización de sus habitantes ha sido un factor que ha trastocado
el lugar, el espacio y las identidades de género.
Cabe mencionar que las constelaciones descritas no solo son identificadas
por medio de un análisis histórico, sino también a partir de un campo de fuerzas
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donde cada actor inscribe su acción en los intersticios de la constelación, lo que a
su vez transporta valores de una constelación a otra, transformando este campo.
En este sentido, se observa cómo los modelos de feminidad y masculinidad traen
consigo tensiones familiares a causa de los cambios en el trabajo de las mujeres, sus
prácticas y expectativas; y debido a las cambiantes construcciones de masculinidad en los hombres, desde proveedor y viajero, hasta empleado en la proximidad.
A partir de estos avances, es posible hablar de un “sistema de movilidad y género”
que está sometido a cambios que interrogan hoy más que nunca el lugar y el espacio
archipelágico.
Si bien solo se mencionaron dos constelaciones de movilidad y género para el
caso de Chiloé, es necesario decir que existen muchas otras que por motivos de
espacio no se tocaron, pero en las que sería importante profundizar y conceptualizar
en trabajos posteriores. Específicamente, se trata de aquellas movilidades que tienen
que ver con los hombres y las mujeres más jóvenes y con la conquista del territorio
moderno, donde se incluyen los espacios de recreación y socialización, las nuevas
formas de vestirse, el uso de las tecnologías de la información y la migración hacia
otras ciudades. Al mismo tiempo, los rápidos procesos modernizadores en los que
se encuentra hoy el archipiélago, como la construcción de un puente que une Chiloé con el continente, la aparición de empresas mineras y la posible instalación de
un parque eólico son signos claros de la llegada de nuevas constelaciones que sin
duda pondrán en tensión las construcciones de la movilidad y el género en Chiloé.
Bibliografía
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Reproducción de desigualdades: género, etnia
y clase en un espacio multicultural, la zona
manzanera de Chihuahua, México
Beatriz Martínez Corona1
José Álvaro Hernández Flores2
Introducción
La movilidad cotidiana de hombres y mujeres constituye un objeto de estudio clásico
en los estudios urbanos; sin embargo, las dimensiones asociadas con las relaciones
sociales y los aspectos culturales de los grupos humanos involucrados no han sido
suficientemente abordados (Jirón et al. 2010).
En los ámbitos urbanos suelen hacerse presentes los fenómenos de exclusión y
discriminación social, más aún cuando coexisten en el mismo espacio geográfico
grupos culturalmente diferenciados que, en virtud de sus distintas adscripciones
identitarias, ocupan diferentes posiciones de poder. En estas circunstancias, los
grupos minoritarios o subalternos ven acentuada su condición de vulnerabilidad,
puesto que los procesos de diferenciación social están fuertemente estructurados
por las categorías sociales de género, etnia y clase.
Desde este enfoque, el presente estudio analiza las relaciones sociales que se establecen entre la población rarámuri migrante, población menonita y población mestiza,
asentadas en un entorno urbano y conflictivo, en la ciudad de Cuauhtémoc, Chihuahua.
1
2
Doctora en Ciencias con especialidad en Estrategias para el desarrollo agrícola regional por el Colegio
de Posgraduados. Profesora investigadora titular del Colegio de Posgraduados, campus Puebla.
Doctor en Ciencias con especialidad en Estrategias para el desarrollo agrícola regional por el Colegio
de Posgraduados. Catedrático del edua, El Colegio de México.
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BEATRIZ MARTÍNEZ Y JOSÉ A. HERNÁNDEZ
Género y espacio
Diversas investigaciones y planeamientos feministas reconocieron, desde la década
de 1960, la importancia de las investigaciones cuyo objeto de análisis eran las mujeres
y el espacio (del Valle 1997). En dichos estudios se cuestionó la distribución desigual
del espacio y su asignación en función del género (Rosaldo 1979; Ortner 1979; Mackenzie 1989); los significados diferenciados que se atribuyen a los espacios públicos
y privados (Bourdieu 1991); las configuraciones espaciales influidas por una visión
masculina de la sociedad, la cultura y las estructuras de poder (Díaz 1995; Burnett
1973), y, como consecuencia, la escasa movilidad de las mujeres, ligada a estructuras socioespaciales diseñadas a partir de la imposición de roles de género (Hayford
1974; McDowell 1983). Con ello se hizo patente cómo los espacios en las ciudades
afectan la vida, movilidad y las actividades de hombres y mujeres, reforzando los
estereotipos femeninos, sin acercarse a las necesidades prácticas y estratégicas de
las mujeres (del Valle 1997; Moser 1989).
Posteriormente, desde diversas disciplinas se ha impulsado la reflexión sobre
la relación entre espacio, diferenciación y jerarquización social.
Estudios sobre espacios rurales y urbanos en los ochenta enfatizaron la importancia de tomar en consideración las necesidades de las mujeres en el ámbito
de la planificación, mediante la incorporación de sus puntos de vista respecto al
diseño de espacios públicos, la construcción de vivienda y las distintas formas de
convivencia social. La crítica principal a los modelos convencionales de planificación
era que solo la consideraban en su papel de reproductora y administradora de la
comunidad (Moser y Peake 1987, cit. en del Valle 1997).
Para Soto (2011), el espacio es un referente identitario en el que se presentan
manifestaciones de apropiación y dominio sobre este, o de resistencia simbólica y
espacial, y en donde las asignaciones e identidades genéricas pueden transformarse.
Desde la perspectiva del autor, en el espacio se ponen en juego las construcciones
de género que posteriormente se traducen en prácticas y conductas cotidianas, estrechamente ligadas con la construcción subjetiva de los sujetos y con su visión del
mundo, y se hacen patentes como relaciones, representaciones, discursos, prácticas,
símbolos y poderes, entre otras manifestaciones.
El género es entonces un “elemento relevante en la producción de imaginarios
geográficos imbuidos de simbolismos, poder y significados que dividen esferas,
dominios y ámbitos diferenciados donde es posible localizar a uno y otro [sexo]”
(Soto 2011: 88).
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Así, además del espacio, que se puede delimitar de manera física en función de
las actividades humanas que alberga, del tipo de gente que lo ocupa, de los elementos que lo contienen, o de los contenidos simbólicos que se le atribuyen, existe un
espacio genérico que se puede definir como “aquel que está directa o indirectamente
configurado por la construcción sexuada de una cultura” (Del Valle 199: 32).
En años recientes se ha considerado también la necesidad de entender las
desigualdades de género como el resultado del entrecruzamiento de otros ejes de
diferenciación social, como la clase, la etnicidad, la raza y la sexualidad, que deben
ser analizados desde la llamada “interseccionalidad” (Viveros 2013) y que están
presentes en espacios y territorios diversos.
En el caso que nos ocupa, cada una de estas dimensiones se convierte en
un eje de inequidad que coloca en una posición de vulnerabilidad a la población
migrante de origen rarámuri, en particular a las mujeres.
Género y movilidad
En las últimas décadas se han llevado a cabo múltiples estudios desde la perspectiva de género, en los que se analizan las relaciones de poder y desigualdad entre
hombres y mujeres en los procesos migratorios, así como la transformación de sus
subjetividades y de sus relaciones en los grupos domésticos.
La incorporación de la perspectiva de género a los estudios migratorios
ha permitido avanzar en la problematización y formulación de proposiciones
teórico-metodológicas e interpretativas sobre el papel de las relaciones de género
en los procesos de movilidad. Por otro lado, ha dado lugar a la incorporación de
nuevos temas a la agenda de investigación, tales como el papel de las relaciones
familiares de género como condicionantes de la migración (de Oliveira 1984); la
caracterización de la migración femenina intrarrural (Arias 1995; Arias y Mummert
1987; Lara 1986; Roldán 1982), y el impacto de la movilidad espacial y la inserción
laboral de las mujeres en su condición y posición (Mummert 1986; Rosado 1990;
Barrón 1993), entre otros.
Pese a que el género, junto con la etnia y la clase, integran los tres grandes
modos de diferenciación y jerarquización social (Millán 1993), el cruce entre las
dimensiones de género y etnicidad en los estudios migratorios constituye uno de
los temas menos abordados de la literatura (Sánchez y Barceló 2007). No obstante, los estudios desarrollados desde esta perspectiva han resultado de suma
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BEATRIZ MARTÍNEZ Y JOSÉ A. HERNÁNDEZ
utilidad para evidenciar las condiciones de vulnerabilidad extrema a las que se ven
sometidas las mujeres indígenas migrantes y que se derivan de las relaciones de
subordinación que mantienen dentro de sus grupos de adscripción, así como de la
interacción que mantienen sus grupos de pertenencia con la sociedad dominante
(Alberti 1994; González 1993; Sánchez y Barceló 2007).
En las investigaciones desarrolladas desde este enfoque se ha privilegiado el
análisis de los efectos aditivos de las exclusiones de género, etnia y clase para profundizar sobre la influencia de los procesos migratorios en las relaciones e identidades de género (Martínez y Hernández 2011; Nava 2007; Mummert 1986); en las
prácticas conyugales y de fecundidad (Menkes 2008; Rodríguez 2005; D’Aubeterre
2000); en las relaciones intra e interétnicas (Paris 2007; Bello 2007; Muñoz 1997), y
en la configuración de los espacios laborales (Lara 2010; Mayer 2000), entre otros.
El presente trabajo pretende aportar elementos de análisis en torno a las implicaciones que tienen ciertas adscripciones identitarias, como el género y la etnia,
sobre los procesos de movilidad espacial y las relaciones sociales entre grupos
culturales distintos.
En este sentido, la presencia de múltiples grupos culturales en Cuauhtémoc,
Chihuahua, vinculados en el ámbito productivo, pero disociados y confrontados
en otros ámbitos de la vida social, permite analizar la forma en que las prácticas
migratorias trastocan la vida cotidiana de las sociedades receptoras, dando lugar
a conductas que acentúan la condición de marginalidad de las familias migrantes,
induciendo cambios en las dimensiones simbólica y subjetiva de sus identidades y
afectando de forma diferencial a sus integrantes.
El contexto de la investigación
Según el Censo de Población y Vivienda del 2010, realizado por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Inegi), la población del municipio de
Cuauhtémoc es de 154,639 habitantes, de los cuales 75,936 son hombres y 78,703
son mujeres.
De acuerdo con Inegi (2010), en el municipio habitan un total de 2,284 personas
que hablan alguna lengua indígena. Al mismo tiempo, están asentados poco más de
30,800 menonitas, pertenecientes a dos de las colonias menonitas más numerosas
e importantes del país, las cuales, pese a interactuar de manera cotidiana con la
población indígena y mestiza de la región en el ámbito comercial y productivo,
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mantienen distancia cultural con otros grupos sociales, ya que poseen su propio
sistema escolar, lengua y tradiciones (pmd 2007).
Chihuahua está considerado como el principal estado productor de manzana. La
ciudad de Cuauhtémoc se encuentra en la llamada “ruta de la manzana” que cubre
los municipios de Cuauhtémoc, Cusihuiriachi, Carichí y Guerrero, entre otros. A
lo largo de esta ruta se produce manzana de calidad reconocida a nivel nacional e
internacional. La producción de manzana constituye uno de los principales pilares
económicos de la región y representa un importante polo de atracción para los trabajadores agrícolas por la demanda de fuerza de trabajo que origina, particularmente
en la época de cosecha, durante los meses de agosto y octubre.
Se calcula que cada año migran hacia Cuauhtémoc más de 5,500 jornaleros, la
gran mayoría indígenas rarámuris acompañados por sus familias, aunque también
hay indígenas y mestizos de otras regiones del país que arriban a la región como
parte del Programa de Jornaleros Agrícolas Migrantes. Ello supone la demanda
temporal de servicios de vivienda, alimentación, educación y salud, que empresas y autoridades no pueden cubrir, lo cual incide de manera negativa sobre las
condiciones de vida y de trabajo de la población migrante. Al mismo tiempo, la
presencia de los jornaleros indígenas da lugar a conflictos asociados al uso del
espacio público (calles, parques, jardines, entre otros espacios), a la competencia
por acceder a los espacios laborales y a la exclusión y discriminación a la que se
ven sometidos los jornaleros por parte de la población local, sobre todo la mestiza.
Como se puede apreciar, la región de estudio presenta una problemática de alta
complejidad por estar atravesada por diversos fenómenos sociales. Destaca entre
estos la convivencia multicultural (mestizos, menonitas y rarámuris) en donde se
observa escaso diálogo intercultural, puesto que las relaciones sociales existentes
comportan diferencias inequitativas de género, clase, raza y etnia.
Elementos metodológicos de la investigación
Debido al interés de este trabajo en aspectos vinculados con la percepción y subjetividad, se emplearon técnicas cualitativas para analizar, interpretar y comprender
las prácticas sociales y culturales que los sujetos participantes en la investigación
despliegan en sus respectivos contextos, así como para identificar la interrelación entre
sus condiciones de vida en el espacio migrante y local y los significados subjetivos
que otorgan a estos. Tal aproximación metodológica, de carácter interpretativo,
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BEATRIZ MARTÍNEZ Y JOSÉ A. HERNÁNDEZ
inductivo, multimetódico y reflexivo es flexible y sensible al contexto social en
que se genera la información e implica el intercambio de subjetividades entre investigadores y sujetos de la investigación (Vasilachis 2007), al tiempo que implica
la comprensión de significados.
Las técnicas de obtención de información empírica empleadas durante el
estudio fueron:
a)
b)
c)
d)
El análisis de contenido, principalmente durante la primera etapa de la investigación, en la que se hizo una amplia revisión bibliográfica, hemerográfica y
estadística sobre el fenómeno.
La observación participante, que implicó interacción social entre investigadores e informantes en el contexto de estudio, durante las temporadas de deshije y cosecha de la manzana (mayo-junio y agosto-septiembre-octubre) en
Cuauhtémoc, Chihuahua.
La entrevista no estructurada —en su modalidad de entrevista en profundidad— que se aplicó a un total de 49 mujeres y hombres rarámuris migrantes pertenecientes a los municipios de Carichí, Bocoyna, Urique, Guachochi,
Uruachi, Batopilas, Chihuahua y Cuauhtémoc; así como 26 entrevistas a integrantes de la sociedad civil, empresarios, agricultores y autoridades municipales, estatales y federales.
Grupos focales, los cuales permitieron abordar de manera exhaustiva las distintas percepciones asociadas al fenómeno migratorio. Durante el trabajo de
campo se desarrollaron dos grupos focales; el primero, con huéspedes del
Albergue Tarahumara Minita, ac, en el que participaron un total de treinta
personas, hombres y mujeres migrantes, de la etnia rarámuri; y un segundo
grupo focal, conformado por integrantes de nueve organizaciones de la sociedad civil asentadas en la región e interesadas en el desarrollo de acciones a
favor de la población jornalera migrante.
A partir de estas técnicas fue posible caracterizar el circuito migratorio rarámuri;
definir los factores de expulsión y atracción poblacional asociados a este desplazamiento; determinar las condiciones de vida y de trabajo en las regiones de origen y
de destino; identificar las diferencias de género, clase, etnia y generación presentes
en los ámbitos domésticos, laborales y comunitarios; conocer las percepciones de
los distintos grupos culturales y la forma en que se presentan las relaciones interétnicas en Cuauhtémoc, Chihuahua.
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En el siguiente apartado se analizan las características de la etnia rarámuri que
se hacen presentes en sus espacios tradicionales y que se ven trastocadas a partir
del proceso migratorio.
Características socioculturales de la etnia rarámuri
Los rarámuri, “pies ligeros”, también llamados tarahumaras, habitan en la llamada
sierra Tarahumara, región montañosa que forma parte de la Sierra Madre Occidental
y se ubica principalmente en el estado de Chihuahua. Este territorio es compartido
con otros grupos étnicos, como los ódami (tepehuanes), warijó (guarojíos), o’oba’
(pimas) y los mestizos.
Las formas de organización espacial de las localidades rarámuris están determinadas por el sistema de producción familiar, predominantemente de tipo agrícolapastoril, el cual coexiste con actividades ligadas al uso del bosque, la elaboración
de artesanías, la caza y la recolección.
Las características de este espacio geográfico conllevan una movilidad interna
constante, asociada a las variaciones climáticas, la disponibilidad de recursos y las
relaciones comunitarias.
La posesión de parcelas en espacios dispersos, con frecuencia en altitudes
también variadas, da lugar a periodos de hasta seis meses de cultivo de la tierra,
además del pastoreo de animales domésticos durante todo el año, actividades que
se desarrollan en las zonas altas y bajas de la sierra Tarahumara (Luna 2012). La
movilidad de las familias entre la alta y baja Tarahumara implica el fraccionamiento
y dispersión territorial de sus espacios residenciales. Los asentamientos tradicionales
están conformados por agrupaciones de casas, frecuentemente vinculadas por relaciones de parentesco denominadas “ranchos”. Un grupo de varios ranchos, distantes
entre sí, que comparten un pequeño valle o meseta, conforman una ranchería. Se
calcula que 52% de los rarámuris viven en rancherías con menos de cien habitantes
(Martínez y Hernández 2011).
Existen otras formas de agrupamiento que convocan a diferentes grupos familiares a compartir, por ejemplo, las tesgüinadas,3 y que responden a rituales asociados
3
Reuniones comunitarias que no solo son de carácter religioso o ritual, sino también de carácter económico y de trabajo compartido, en las que se consume el batari o tesgüino, una bebida embriagante
hecha de maíz fermentado, que está presente en todas las actividades sociales importantes.
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con las prácticas agrícolas, la cooperación en el trabajo, las carreras tradicionales,
la impartición de la justicia y otras vinculadas con las funciones que desempeñan
las autoridades tradicionales.
La organización espacial fragmentada y dispersa de los asentamientos rarámuris es un reflejo de la forma de organización social, parental y económica que
ha permitido a este grupo étnico subsistir a lo largo del tiempo en condiciones
ambientales y socioeconómicas extremas. Históricamente, los rarámuris fueron
obligados a replegarse y a utilizar la sierra Tarahumara como refugio, primero
ante la colonización española y después frente a los despojos territoriales perpetrados por la población mestiza que se asentó en las zonas fértiles de los valles
de la región.
Por otro lado, la movilidad en ciertos periodos del año a nichos ecológicos
distintos constituye parte de sus estrategias de reproducción y de adaptación al
medio.
Las condiciones climáticas extremas de la sierra Tarahumara, aunadas a la marginación y pobreza que se ha agudizado en las últimas décadas a causa de la sequía,
la extracción de recursos forestales y la presencia de giros negros de la economía,
como la producción y tráfico de enervantes, han propiciado que los integrantes de
grupos domésticos de este grupo étnico migren de manera temporal o definitiva
hacia ciudades y zonas agrícolas del estado de Chihuahua.
En las regiones de destino, las familias rarámuris sobreviven a partir de la venta
de su fuerza de trabajo en los campos agrícolas de la región, así como de la petición del córima o kórima. Este vocablo designa una institución de protección
mutua, definida por los rarámuris como “la ayuda que todos tienen derecho a
solicitar a cualquier hermano de raza en mejor situación económica cuando se
encuentren en necesidad grave” (Núñez 1994: 82). En la sierra Tarahumara, el
córima facilita la supervivencia de los rarámuris, ya que constituye una especie
de seguro contra las sequías, las plagas, las enfermedades y otros infortunios
que ponen en riesgo la supervivencia de las familias. El córima no genera deuda,
ni vergüenza ni humillación, aunque sí da prestigio a la persona que lo otorga
(Rodríguez 1999). Sin embargo, en las ciudades, fuera de su contexto cultural y
espacial, el córima suele ser interpretado por otros grupos sociales como limosna,
caridad, beneficencia, ayuda o préstamo, situación que no pocas veces ha dado
lugar a conflictos y malos entendidos.
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Diferenciación socioespacial y de género entre las y los rarámuris
Las características culturales del grupo étnico rarámuri han sido documentadas por
diversos investigadores que dan cuenta de sus particularidades (Gabrielova 2007;
Pintado 2000; Rodríguez 1999). Sin embargo, existen pocos estudios que aborden
el papel que se asigna a las mujeres en la cosmovisión y ritualidad rarámuri.
Los mitos y leyendas, fuente usada con frecuencia para explicar las diferencias
socioculturales entre los sexos dentro de los grupos indígenas, no muestran para el
caso rarámuri una diferenciación significativa en función del sexo.4
No obstante, el análisis de los roles, espacios y actividades que desarrollan las
mujeres a lo largo de su ciclo vital permite apreciar diferencias y desigualdades
asociadas a las asignaciones del género y su valoración.
Si bien los primeros años de vida de los rarámuris transcurren sin distinción, a
partir de los 10 u 11 años, niños y niñas comienzan a desempeñar tareas diferenciadas.
Las responsabilidades y tareas asignadas a las niñas son las labores domésticas y de
preparación de alimentos, mientras que los niños ayudan en los trabajos agrícolas
y el pastoreo, por lo cual tienen mayor libertad de movimiento.
La socialización de las y los menores incluye el aprendizaje del idioma, el uso
de vestimenta tradicional, las tareas del trabajo cotidiano, la ayuda mutua familiar,
las creencias, la participación en fiestas tradicionales y en los deportes típicos
—diferentes para hombres y mujeres—,5 así como el uso y aprovechamiento de
los recursos del bosque, referentes que forman parte de su cultura (Servín 2008).
La diferenciación de género afecta a las mujeres en cuanto a que tienen menor
oportunidad de asistir a la escuela y, por tanto, menos posibilidades de hablar español o adquirir conocimientos o habilidades que les permitan encontrar trabajo
fuera de su localidad.
4
5
La oposición dentro del mito de origen es, en este caso, más bien étnica: Onorúame (el dios que es padre
y madre a la vez) coció a la igura humana y la dotó con un soplo de alma para crear al rarámuri, en
tanto que su hermano mayor coció de forma inadecuada su igura, dejándola blanda y blanca, y de esta
salió el chabochi (hombre blanco y barbudo).
La diferenciación por género está presente en los juegos tradicionales. Las mujeres practican la rowera
(carrera con lanzamiento de aro) en oposición al rarajípari (carrera con lanzamiento de bola) que
juegan los hombres; y el nakíbuti (lanzamiento de palitos unidos por un cordel) como contraparte de
la ra’chuela (lanzamiento de bola). Por otro lado, los juegos de lanzamiento y puntería, tales como el
rujíbara (cuatro con teja), el júbara (cuatro con palillos) y la choguira (lanzamiento con arco y lecha),
son exclusivamente para varones, así como los juegos de azar (romayá) y también la lucha (najarápuami).
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BEATRIZ MARTÍNEZ Y JOSÉ A. HERNÁNDEZ
Diversos investigadores coinciden en señalar la existencia de cierta flexibilidad
en las relaciones sexuales y afectivas. Por ejemplo, la tradición prescribe que sea la
mujer quien tome la iniciativa, atrayendo la atención del varón que ha elegido en
espera de ser correspondida; la vida en pareja se inicia con un periodo de prueba tras
el cual el compromiso puede disolverse sin dificultades ni obligaciones; y aunque el
matrimonio es monógamo y existe la exigencia tradicional de fidelidad, se consideran posibles rupturas y rechazos sin que eso implique culturalmente una sanción
moral. Águeda Gómez (2009) señala incluso la existencia de poligamia (un hombre
con varias esposas) y poliginia (una mujer con dos hombres) entre los rarámuris. La
liberación del orden sexual se da principalmente durante las fiestas, donde al calor
del tesgüino se relajan los criterios morales y se desafían las normas sociales. Estas
conductas, si bien no suelen ser aprobadas por la comunidad, tampoco suelen ser
sancionadas socialmente con severidad.
Por otro lado, cabe mencionar que en la cultura rarámuri no existe, como en
otras etnias, repudio hacia los hijos que nacen fuera del matrimonio ni hacia sus
padres (Gabrielova 2007).
Las prácticas testamentarias tradicionales entre la población rarámuri son de
tipo bilateral, es decir, consideran la herencia a hijos e hijas por igual. Los bienes,
aunque se compartan durante el matrimonio, siguen siendo propiedad individual
de cada cónyuge, derecho que se conserva ante una eventual separación. Esta
medida garantiza cierta independencia económica de las mujeres dentro del grupo
doméstico (Acuña 2007).
Si bien el panorama anterior parece plantear una condición menos desfavorable
de las mujeres rarámuris en relación con las de otros grupos étnicos, en lo que
respecta a su participación en la vida pública y, por tanto, a su acceso a los ámbitos de
socialización y poder que trascienden los espacios privados, las mujeres se ven sometidas a diversas prohibiciones y restricciones. Las mujeres rarámuris no pueden
participar en las asambleas ni asumir cargos de representación y autoridad dentro
de la comunidad. Tampoco pueden participar en las danzas tradicionales ni en los
juegos que son competencia exclusiva de los hombres. En general, les es negado el
acceso a los espacios y ocupaciones propias del ámbito público. En este sentido, pese
a la relativa flexibilidad del sistema sexo-género rarámuri, el orden patriarcal sigue
siendo el eje articulador de las prácticas sociales, lo que se traduce en vulnerabilidad
y exclusión para las mujeres de esta etnia. Las estadísticas oficiales evidencian, por
ejemplo, que la salud de las mujeres rarámuris aparece más deteriorada que la de
otros estratos de la sociedad indígena. Lo mismo sucede en los ámbitos educativo
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y alimentario (Coordinación Estatal de la Tarahumara 2006). Por otro lado, algunas investigaciones reportan la existencia de altos índices de violencia doméstica
en las localidades de la sierra Tarahumara, que no se denuncia ni atiende debido a
la complicidad de género entre agresores y autoridades tradicionales (Martínez y
Hernández 2011).
En suma, los roles que prescribe el régimen patriarcal rarámuri limitan la movilidad espacial y social de las mujeres, hecho que —sumado a las diferencias en los
grados de escolaridad y alfabetización— restringe sus posibilidades de desarrollo
y las condena, en muchas ocasiones, a la pobreza, la violencia y la marginación.
En los siguientes apartados se analiza la forma en que género y etnia afectan
el acceso, la movilidad y el uso del espacio de las familias migrantes de origen
rarámuri, tanto en las zonas de origen como en las de destino. Asimismo, se
analizan las percepciones de los distintos grupos culturales con presencia en el
municipio de Cuauhtémoc, Chihuahua, y la forma en que estas repercuten en las
condiciones de vida y trabajo de la población migrante rarámuri, en particular
las mujeres.
Espacialidad en el circuito migratorio rarámuri
Aunque la migración poblacional entre la alta y la baja Tarahumara es una práctica
social arraigada como parte de la cultura tradicional de este grupo étnico, el desplazamiento hacia las zonas agrícolas y las grandes ciudades en busca de trabajo es un
fenómeno relativamente nuevo, inducido por las difíciles y extremas condiciones
de pobreza que se viven en la Tarahumara.
Dos características son propias del circuito migratorio rarámuri: su patrón
migratorio pendular y su carácter familiar.
Respecto a la primera, es conveniente señalar que la mayor parte de los jornaleros rarámuris viajan por temporadas, desde la sierra Tarahumara a los principales
centros agrícolas de la región, en busca de empleo e ingresos que les permitan
subsistir el resto del año en sus comunidades de origen.
Al concluir el periodo de mayor demanda de fuerza de trabajo en la pizca de
la manzana, los trabajadores retornan a sus lugares de procedencia para ocuparse
de las labores agrícolas, y establecen una migración de tipo “pendular”.
La prevalencia de este patrón migratorio es consistente con la literatura y los
estudios que existen al respecto. Sin embargo, durante el trabajo de campo que se
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llevó a cabo en Cuauhtémoc se pudo detectar la existencia de jornaleros cuyo patrón
migratorio es de carácter itinerante o “golondrino”, es decir, que se desplazan de
forma permanente o semipermanente entre diferentes regiones agrícolas, siguiendo
las cosechas y buscando la continuidad en el empleo.
Algunos autores ubican la propiedad de la tierra como un factor de anclaje a
las comunidades de origen (Balán 1980; Nemecio 2005). En este sentido, las familias
que cuentan con tierra establecerían procesos migratorios pendulares y las que
carecen de ella tendrían incentivos para migrar de forma permanente en busca de
trabajo. Las entrevistas celebradas en Cuauhtémoc confirmaron esta tendencia;
aunque también se encontró evidencia de la existencia de otro tipo de factores que
presionan a las familias rarámuris a desplazarse fuera de sus comunidades por
periodos más largos.
Una causa importante que influye en el cambio de patrón migratorio rarámuri
es la incapacidad de sostener a los grupos familiares exclusivamente a partir de las
actividades agrícolas. Fenómenos como la deforestación, la erosión de la tierra y
la escasez de las lluvias que desde hace décadas asolan la sierra Tarahumara han
propiciado la disminución paulatina de la ya de por sí escasa productividad agrícola, así como la contracción de otras actividades generadoras de ingreso, como las
ganaderas y forestales. Ello ha dado lugar al surgimiento de hambrunas en algunos
de los municipios indígenas (Acuña 2007).
Es muy triste, no hay trabajo en la sierra [... la comida] se acaba ya para diciembre, en
enero, por ahí ya se acaba, es muy poquita tierra, ¡puro barranco, pues! No es tierra
[...] nos venimos desde allá [por eso], porque allá no había qué comer (Felícitas Durán,
32 años, jornalera rarámuri).
Por otro lado, habría que considerar además la emergencia de fenómenos sociales
que operan como factores de expulsión; tal es el caso de la violencia estructural
derivada del cultivo de enervantes y la presencia cada vez mayor del crimen organizado. Algunos de los testimonios recopilados en Cuauhtémoc dan cuenta de
la violencia cotidiana en algunas zonas de la sierra y su influencia en los procesos
migratorios.
[En la sierra] sí que está peligroso ya hasta llevar dinero. Por allá han asaltado, pues,
en el mismo pueblo han asaltado [...] la gente dice que hay [narcotráfico] pero así que
se vea totalmente abierto, no (Romualda, 42 años, jornalera rarámuri).
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Me estaba diciendo mi hermano que después de las ocho de la noche ya no puedes andar
por la calle porque te levantan, te golpean o te matan por ahí. Más si te encuentran
desconocido (Zoila, 28 años, jornalera rarámuri).
Por otro lado, a diferencia de otros circuitos migratorios, donde los varones
emigran temporalmente en busca de empleo a las grandes ciudades o campos de
cultivo, las/os rarámuris suelen viajar en grupos familiares. Esta situación complica la búsqueda de vivienda en las zonas de destino, ya que entre las condiciones
que establecen los albergues de las grandes empresas está el acceso restringido
a menores y la separación de hombres y mujeres (Martínez y Hernández 2011).
Asimismo, el acceso al trabajo no es igual para todos, pues como veremos a
continuación se encuentra fuertemente condicionado por la condición genérica,
etaria e incluso étnica.
Espacialidad en el ámbito laboral productivo
La segregación es un concepto que ha sido utilizado por diversos autores para referirse a las inequidades de género y someter a un análisis exhaustivo la estructura
diferencial de oportunidades en los mercados de trabajo rurales (Rodríguez 2005).
Alude a la delimitación de espacios diferentes entre individuos o grupos a partir
de atributos particulares, institucionalizando con ello un orden social que legitima
esferas de autoridad y competencia, y determina un acceso desigual a los recursos.
La presencia de ámbitos espaciales y temporales sexualmente diferenciados a lo
largo del proceso productivo de la manzana, evidencia la forma en que opera esta
modalidad de control y jerarquización del trabajo.
Durante los recorridos de campo de la investigación, fue posible constatar
la presencia de cuadrillas de trabajadores cuya integración obedece a criterios de
productividad y especialización del trabajo en función del sexo.
En términos generales se pudo apreciar que las mujeres se encuentran al
margen de las actividades que demandan una mayor fortaleza física. Tal es el caso
de las labores propias de la temporada de la pizca, una de las más largas y mejor
retribuidas del proceso de cultivo, en donde existe una marcada preferencia por la
contratación de varones, sobre todo durante las primeras semanas, cuando la cosecha no es cuantiosa. Por lo regular, las mujeres son contratadas para estas labores
únicamente cuando el volumen de cosecha lo requiere.
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En cambio, la fuerza de trabajo femenina es preferida durante la etapa del
deshije de la manzana, que requiere gran habilidad manual, agudeza visual, destreza y mucha paciencia, pero sobre todo de la adquisición de un saber especializado
en torno al desarrollo de la manzana, para distinguir sus etapas de maduración y
las distintas calidades del producto, saberes que se suponen innatos y típicamente
femeninos y que, por tanto, no son valorados y mucho menos remunerados por las
empresas agrícolas.
No hay pizcadoras, hay puro hombre pizcador. Aquí cuando se ponen mujeres es en
mayo, junio, para el desahije [sic] [hay] mil, mil cien, mil doscientas mujeres trabajando
[...] es trabajo de la mujer todo el tiempo en el desahije [sic] de la manzana (Capi, jefe
de cuadrilla, La Norteñita).
Durante el trabajo de campo fue posible apreciar que la conformación de cuadrillas por parte de los capataces obedece a nociones preconcebidas y sumamente
arraigadas acerca de las mujeres, así como de las competencias y saberes que se
vinculan con los estereotipos de lo femenino y lo masculino, más que a otro tipo
de criterios, como la edad o la experiencia.
A mí ni me las mencione [a las mujeres] [...] para mí es más fácil lidiar con hombres.
Las mujeres, como que aunque sepan hacer su trabajo, con tal de llevar la contraria,
no sé, he trabajado muy poco [con ellas] pero las veces que me ha tocado, les dice uno
cómo hagan las cosas, pero si ella no quiere, no gusta de hacerlo y no lo hace [...] a mí
si me dicen, ¿quieres hombres o quieres mujeres?, yo agarro hombres (Manolo, jefe de
cuadrilla, La Norteñita).
Si por mí fuera, yo tendría puras mujeres trabajando ¿Por qué?, porque son más responsables, más trabajadoras [...] Ya tengo 25 años [trabajando] con mujeres y traigo
hasta mil, mil doscientas en tiempo del desahije [...] y no es cierto que ellas cosechen
menos, alguna vez han juntado hasta más que las cuadrillas de hombres (Javier, jefe
de cuadrilla, La Norteñita).
Finalmente, cabe señalar que, si bien el pago por jornal es el mismo para las mujeres y los hombres (un promedio de 150 pesos diarios), las empresas manzaneras
contratan preferentemente a hombres, por lo que las mujeres y menores que los
acompañan deben permanecer a la espera de que aumente la demanda de trabajo
para estar en posibilidades de ser contratados.
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[No me quedé en La Norteñita] porque ya no estaban ocupando mujeres, nomás puros
hombres, hasta que empezara bien la pizca iban a solicitar mujeres (Cristina, 32 años,
jornalera rarámuri).
Respecto a la segregación laboral que se establece en función de la adscripción étnica,
se aprecia una marcada preferencia hacia la contratación de jornaleros de origen rarámuri. Dicha preferencia se sustenta sobre la base de prenociones que atribuyen
a dicho grupo étnico toda una serie de rasgos y características que se consideran
apropiados para el trabajo en los campos agrícolas.
Por su forma de ser [los rarámuris] son muy reservados, muy respetuosos, nunca se meten
en problemas, no ofenden a nadie, no crea, son dóciles, saben trabajar, vienen a trabajar,
tenemos gente de muchos años; en cambio, no por nada, pero me ha tocado ver otros
casos, por ejemplo, viene gente de Chiapas, ellos traen a su líder, ponen condiciones, o
sea, cosas que no. Ellos [los rarámuris] llegan tranquilamente, preguntan, pero la gente
más para el sur tiene otra forma de pensar (Teresa, funcionaria de La Norteñita).
El testimonio anterior evidencia de manera muy clara cómo el origen y la composición de la fuerza de trabajo constituyen factores decisivos para la imposición de
condiciones más precarias de trabajo a las y los jornaleros, cuya vulnerabilidad se
deriva de su condición económica, migratoria, social, de género y étnica.
Espacialidad en los ámbitos doméstico y comunitario
En las regiones de destino, las mujeres rarámuris combinan el trabajo productivo
con el reproductivo. Ya sea que trabajen en los campos agrícolas o que permanezcan
en los albergues a la espera de su contratación, ellas son las principales responsables de preparar la comida, lavar la ropa, acarrear el agua y cuidar a los hijos, entre
otras labores.
Aunque la gran mayoría de las mujeres rarámuris contribuyen al gasto familiar,
en el ámbito doméstico el papel de los varones no ha variado, puesto que estos asumen que su papel está ligado al mantenimiento económico del hogar, aun cuando
esto no corresponda fielmente a la realidad.
Además de las actividades productivas y reproductivas, en muchas ocasiones las
jornaleras rarámuris asumen como responsabilidad otras labores de tipo comunal
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o social. Ejemplo de ello son las llamadas “gobernadoras”, mujeres que han ganado
en los asentamientos rarámuris de las ciudades los cargos de representación que
les son negados en sus comunidades de origen.
Las gobernadoras indígenas suelen gestionar a nombre de la comunidad la
dotación de servicios públicos en los albergues y asentamientos donde viven. La
población migrante de origen rarámuri recurre a ellas para solucionar varios tipos
de problemas internos o externos, para que hablen a su nombre frente a las autoridades, les ayuden a gestionar apoyos o sirvan como traductoras o interlocutoras
frente a los mestizos.
A todo lo anterior se suman las responsabilidades domésticas de carácter reproductivo en sus respectivos hogares y el cumplimiento estricto de sus jornadas
laborales en las huertas de manzana, lo que deriva en una carga extraordinaria de
trabajo (triple jornada) que no es remunerada, situación que las coloca en una posición económica vulnerable, dado que, con independencia del cargo que ostentan,
su situación de pobreza es similar a la de sus representados.
Es difícil ser gobernadora porque trabaja uno mucho y luego pues tiene que andar uno
muy lejos, lo invitan a Chihuahua y tiene que estar cuatro días de reuniones y luego los
niños se quedan en casa [...] nosotros teníamos [juntas] cada quince días [...] a veces les
decía que no iba a haber junta porque no estaba, tenía que andar mucho, tenía que andar
en la presidencia de Chihuahua (Josefina, 38 años, jornalera y gobernadora rarámuri).
Por otro lado, muchos de los programas y organismos sociales que atienden a la
población rarámuri en las ciudades canalizan sus recursos y apoyos institucionales a
través de la participación de estas mujeres, sin considerar que su gestión representa
una responsabilidad adicional que deriva en un incremento de las cargas de trabajo.
Asimismo, al asignar tareas de servicio, atención y cuidado, ligadas a la reproducción, están replicando a nivel institucional la visión estereotipada del papel que
deben cumplir hombres y mujeres en el sistema tradicional de género (Nava 2007).
Si bien el desarrollo de actividades productivas, reproductivas y comunitarias en
los espacios migratorios supone una carga de trabajo extraordinaria para las mujeres
rarámuris, constituye al mismo tiempo un factor que las habilita para desplazarse a
través de espacios que en sus localidades de origen les niegan sistemáticamente. Este
hecho ha propiciado cambios a nivel de sus subjetividades e identidades, algunos
de los cuales mostraremos en el siguiente apartado.
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Cambios identitarios y espacialidad
A lo largo del proceso migratorio, los valores, normas, formas de comportamiento, símbolos y significados asociados con las relaciones de género sufren cambios
profundos.
Tres son los procesos a partir de los cuales las mujeres migrantes rarámuris
han logrado cambiar sus condiciones de vida y reorganizar nuevas concepciones
en torno a las relaciones de género.
a)
b)
c)
El acceso al trabajo remunerado. La posibilidad de tener un empleo y, por
tanto, un ingreso les permite romper con los lazos de dependencia económica
a los que estaban sujetas en sus comunidades de origen, lo que influye no solo
en la sobrevivencia material y la mejora en las condiciones de vida, sino también en su capacidad de resistencia en el contexto de la subordinación (Ariza
2000).
La relación con otros actores y contextos culturales. El contacto de la población rarámuri con otros referentes culturales ha favorecido el cuestionamiento
de instituciones y conductas tradicionalmente aceptadas en sus localidades.
Ejemplo de ello son los cambios en la normativa conyugal, que se ha vuelto
más flexible en los espacios migratorios, situación que se puede apreciar en
el debilitamiento de las prácticas endogámicas y en el abandono del patrón
de residencia patrivirilocal, fuente frecuente de presiones y conflictos entre
los cónyuges en sus localidades de origen. Por otro lado, la influencia de
modelos culturales distintos y el contacto con otros actores han impactado las
formas de organización política de los pueblos indígenas dando mayor protagonismo a las mujeres en la vida pública, tal como sucede en el caso de las gobernadoras rarámuris asentadas en Cuauhtémoc, quienes ven en dicho cargo
una oportunidad para ocupar posiciones de representación social y prestigio
que les han sido negadas en sus localidades de origen, al mismo tiempo que un
pretexto para la movilidad, el aprendizaje y el desarrollo de nuevas habilidades.
La ampliación de espacios de acción y de su capacidad de negociación. Además de permitirles romper con los lazos de dependencia económica que las
sujetaban a sus comunidades, el acceso al empleo y al ingreso también ha contribuido a fortalecer su capacidad de negociación y resistencia en el contexto
de la subordinación. Muchas mujeres destacan que ha mejorado la comunicación en el matrimonio y que toman más decisiones en forma conjunta que
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cuando vivían en sus localidades de origen. Por otro lado, en el contexto migratorio las mujeres tienen la posibilidad de apoyarse en instancias de mediación y amparo que encuentran en el entorno urbano, las cuales les permiten
afrontar las irresponsabilidades y abusos de sus parientes o cónyuges.
En suma, se puede afirmar que, si bien la migración tiene efectos negativos sobre la
condición de las mujeres rarámuris, incrementando notablemente su carga de trabajo,
exponiéndolas a la discriminación étnica y genérica y colocándolas en una situación
de vulnerabilidad, al mismo tiempo es un factor que puede generar cambios en su
posición de género, induciendo una reconstitución de sus identidades individuales
y favoreciendo el tránsito hacia modelos menos inequitativos y autoritarios.
Esta conclusión coincide con los hallazgos de otras investigadoras (Meentzen
2007; Ariza 2000; Büjs 1993; Morokvásic 1983), quienes sostienen que la migración
abriga la potencialidad de alterar las asimetrías entre hombres o mujeres, aunque
reconocen que no es el único elemento que afecta o altera las relaciones de género,
que los cambios que induce no todos son necesariamente positivos y que dependen
de una serie de factores conexos contingentes a cada situación migratoria.
Espacialidad y conflicto social
Las diferencias culturales originan gran diversidad de relaciones que pueden ir desde
la convivencia pacífica y cooperación mutua hasta la indiferencia, intolerancia, discriminación y explotación, la manifestación de expresiones de racismo y exclusión
social. Entre las prácticas sociales discriminatorias dirigidas a las mujeres pertenecientes a grupos étnicos diferenciados destacan: a) prejuicios, opiniones e ideas
que personas o grupos sociales se forman en relación con otra u otras, asociadas a
cuestiones subjetivas adquiridas y reproducidas socialmente, y que se traducen en
actitudes de reserva o rechazo; b) estereotipos, creencias rígidas y generalizadas
sobre grupos de personas que son concebidos como portadores de un conjunto de
características similares; tal es el caso de los estereotipos de género, que atribuyen
determinados atributos a las mujeres, o los relacionados con la identidad indígena,
que se manifiestan en la discriminación de los grupos étnicos por parte de la sociedad
mestiza, y c) intolerancia, práctica asociada a la incomprensión, temor o rechazo
ante lo que se considera diferente y que se traduce en descalificación de opiniones,
costumbres o tradiciones y modos de vida distintos a los propios (Rodríguez 2005).
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Durante las entrevistas y sesiones de grupo focal con las y los integrantes de las
organizaciones de la sociedad civil (c) en Cuauhtémoc, se pusieron de manifiesto
tanto la empatía como los prejuicios, estereotipos e intolerancia hacia la población
rarámuri por parte de la población mestiza y menonita.
Hubo opiniones diversas, desde aquellas que consideraban que su presencia
ocasionaba múltiples problemas a la población local debido a las condiciones
bajo las cuales se lleva a cabo la migración, la incidencia de alcoholismo y drogadicción, la ocupación de los espacios públicos y otras cuestiones vinculadas con
las características socioculturales de este grupo étnico, hasta aquellas en donde
se reconocía el desconocimiento de la cultura rarámuri y la necesidad de sensibilizarse respecto a sus necesidades.
En todos los casos, sin embargo, los problemas de comunicación fueron reconocidos como una constante en las relaciones entre la sociedad civil y la población
rarámuri. Al respecto, llama considerablemente la atención la forma en que las
osc explican la resistencia de los hombres y las mujeres rarámuris a interactuar
con la población menonita o mestiza. Desde su perspectiva, dicha actitud se asocia
al origen étnico, es decir, se le considera un rasgo inherente a su naturaleza, y no
resultado de una construcción social apoyada en el desconocimiento de la lengua
dominante y los procesos históricos de expoliación y despojo que forman parte de
la memoria colectiva de esta etnia.
[Las y los rarámuris] no se permiten recibir ayuda porque también son orgullosos,
porque tienen arraigado ese orgullo de ser de esa raza (integrante de osc, Cuauhtémoc).
La niña con la que he trabajado, por ejemplo, son personas a las que les tienes que sacar
las palabras a fuerzas. Si les estás llamando la atención por algo, agachan la cabeza
y de ahí no salen. No sé si es por la convivencia que tienen en familia o si así es su
comunicación (integrante de osc).
Esta distancia cultural está mediando las formas de intervención de las osc, las
cuales por lo regular emprenden acciones de corte asistencial que, al plantearse
desde las necesidades y preocupaciones de los grupos dominantes, tienen escasa
incidencia en las condiciones de vida y de trabajo de la población rarámuri migrante.
A través de la reflexión en el grupo focal, se reconoció la falta de acercamiento
con la población rarámuri y la necesidad de superar la distancia cultural, tanto con
la población migrante como con la que está asentada en la ciudad.
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Desconocemos la cultura tarahumara, no la conocemos. Nosotros queremos suplir
necesidades que nosotros tenemos. Para nosotros la necesidad básica es la alimentación,
el vestido, educación, a fuerzas queremos traerlos a nuestro ambiente y darles eso. Y
cuál es nuestra frustración: que lo rechazan; rechazan la educación. ¿Qué es lo que
pasa?, que no conocemos su cultura, ellos no tienen los sueños de poseer. Y como no
conocemos, no entendemos (integrante de c).
Como puede observarse, el diálogo intercultural está ausente. Para establecerlo es
necesario promover una interpretación crítica de la realidad social, que considere
el análisis de lo que Guisho (2000) denomina núcleo histórico, esto es, comprender
los sucesos que han marcado identidades, expresiones, intereses y relaciones para
estar en condiciones de entender las motivaciones profundas, imágenes, saberes y
acciones de los sujetos. Asimismo, se requiere comprender el núcleo territorial en el
que confluyen las cargas de sentido, intereses y motivaciones, así como de conflicto
y convivencia que caracterizan la relación entre los grupos sociales involucrados,
espacios que son de voz y a veces de silencio.
Conclusiones
La vida en la sierra Tarahumara está marcada fuertemente por la pobreza extrema,
así como por el surgimiento de fenómenos inéditos, de índole ambiental o social,
que inciden en la conducta migratoria de la población. En un contexto donde la
actividad agraria es insuficiente para la supervivencia, y donde la violencia y la inseguridad se han convertido en parte de su cotidianidad; las familias rarámuris salen
de sus comunidades en busca de oportunidades de empleo y de ingreso, aunque
esto implique colocarse en una posición vulnerable.
La interacción de las y los rarámuris con otros grupos sociales en el espacio
migratorio produce cambios y resistencias identitarias, a la vez que contribuye a la
reproducción de asignaciones y estereotipos de género presentes en el trabajo productivo y reproductivo, así como en los ámbitos doméstico, público y comunitario.
La ampliación de los espacios de acción y de la capacidad de negociación de
las mujeres forma parte de los cambios positivos vinculados con la experiencia
migratoria. Por otro lado, a partir del contacto con otras culturas en el marco
del modelo hegemónico patriarcal, se han producido diversas reconfiguraciones
identitarias, algunas de las cuales han tenido impactos benéficos sobre sus condiciones de vida.
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Un aspecto fundamental que dejamos para la reflexión es la conducta que
asume la sociedad de acogida, como resultado de los intercambios en contextos
multiculturales, derivados de la movilidad espacial de grupos culturalmente diferenciados. En el caso de Cuauhtémoc, Chihuahua, destaca el etnocentrismo de la
sociedad receptora, que se hace presente en la discriminación sutil o manifiesta
hacia lo diferente. En ese sentido, la promoción del diálogo intercultural entre los
grupos culturalmente diferenciados constituye una necesidad de primer orden.
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BEATRIZ MARTÍNEZ Y JOSÉ A. HERNÁNDEZ
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Género, Buenos Aires, Nueva Sociedad/Fundación Friedrich Ebert.
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Semblanzas
Maria-Dolors Garcia-Ramon. Desde septiembre de 201 es catedrática emérita
en la Universitat Autònoma de Barcelona (). Ha sido la impulsora y directora
de la revista Documents d’Anàlisi Geogràfica y secretaria y miembro fundador de
la Comisión Gender and Geography de la Unión Geográfica Internacional, así
como presidenta de la Societat Catalana de Geografia y miembro numerario del
Institut d’Estudis Catalans. Entre sus últimos temas de investigación está el de
las narrativas de viaje y su relación con la historia de la geografía, el género y las
representaciones del colonialismo.
Teresa del Valle. Es catedrática emérita de la Universidad del País Vasco/Euskal
Herriko Unibertsitatea. Participa como investigadora en Micronesia, México y Euskal Herria en los campos de antropología feminista, antropología política, rituales,
cambio social y categorías de espacio y tiempo. Sus intereses actuales de investigación
se centran en el contexto de la crítica feminista en antropología social y se resumen
en espacio-temporalidades, envejecimiento, memoria y metodología. Desde es
académica de , Academia de las Ciencias, las Artes y las Letras.
Olga Segovia Marín. Es arquitecta de la Universidad de Chile, con estudios de posgrado en la Escuela de Arquitectura (Royal Academy) de Copenhague, Dinamarca.
Desde es investigadora de , Corporación de Estudios Sociales y Educación
de Chile. Actualmente coordina la Red Mujer y Hábitat de América Latina. Ha sido
autora de diversos proyectos de investigación y consultoría en los temas de espacios
públicos, desarrollo urbano, seguridad ciudadana y violencia de género.
Karime Suri Salvatierra. Actualmente es candidata a doctora en Ciencias políticas y sociales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad
Nacional Autónoma de México (). Es maestra en Antropología social y
licenciada en Ciencias políticas. Ha colaborado con diversas organizaciones
civiles nacionales e internacionales. Fue asesora especialista en género en el
Instituto Internacional de Investigación y Capacitación de las Naciones Unidas
para la Promoción de la Mujer (, por sus siglas en inglés) en el proyec-
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DESIGUALDAD DE GÉNERO
to “Fortalecimiento de la gobernabilidad, género y participación política de las
mujeres en el ámbito local”.
Marcos Sardá Vieira. Es licenciado en Arquitectura y urbanismo por la Universidad
Federal de Santa Catarina y maestro en Ingeniería civil por la misma universidad.
Cuenta con estudios avanzados en el curso de Artes visuales y educación de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona. En la actualidad es profesor
de Arquitectura y Urbanismo en la Universidad Federal de Frontera Sur (),
Recinto de Erechim/, y es estudiante de doctorado en el Programa Interdisciplinario de Ciencias Humanas de la Universidad Federal de Santa Catarina () en
el área de Estudios de Género.
Miriam Pillar Grossi. Es doctora en Antropología social por la Universidad de París
y cuenta con estudios posdoctorales en el Laboratorio de Antropología Social
del Colegio de Francia, la Universidad de California en Berkeley y en la Escuela de
Estudios Superiores en Ciencias Sociales en París. Es profesora asociada del Departamento de Antropología de la Universidad Federal de Santa Catarina desde .
Fue presidenta de la Asociación Brasileña de Antropología y editora de la revista
Estudos Feministas. Principalmente realiza estudios sobre teoría antropológica e
historia de las mujeres en el campo antropológico.
Rocío Isela Cruz Trejo. Maestra en Historia del arte con especialidad en Arte contemporáneo por la Universidad Nacional Autónoma de México () y licenciada
en Relaciones comerciales por el Instituto Politécnico Nacional () y en Comunicación social por la Universidad Autónoma Metropolitana () con especialidad
en Hermenéutica de la imagen. Actualmente trabaja en proyectos, ensayos y análisis
sobre las formas en las que se construye el género femenino a través de la imagen,
así como las múltiples relaciones simbólicas y de construcción de género entre la
mujer, el deporte, y los problemas de movilidad en la ciudad.
Javier Caballero Galván. Maestro en Arquitectura por la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (). Se desempeña
como profesor de asignatura en el Instituto Tecnológico de la Construcción, la
Universidad del Valle de México y el Posgrado de la Facultad de Arquitectura de
la .
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SEMBLANZAS
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María Teresa Esquivel Hernández. Licenciada en Sociología por el Área de Sociología
Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco (-).
Es maestra en Urbanismo por la División de Estudios de Posgrado de Arquitectura
de la Universidad Nacional Autónoma de México () y doctora en Diseño, con
área de especialización en Estudios urbanos por la -. Cuenta con un posgrado
en Planificación y gestión urbana en el Instituto de Estudios de Administración
Local () de Madrid, España. Es profesora-investigadora titular “C” de tiempo
completo en el Área de Sociología Urbana y en la maestría en Planeación y Políticas
Metropolitanas de la -. También es investigadora nacional nivel II.
María Concepción Huarte Trujillo. Es licenciada en Sociología por el Área de Sociología Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco
(-). Actualmente es candidata a maestra en Urbanismo por la Universidad
Nacional Autónoma de México (). Tiene un posgrado en Planificación y gestión urbana en el Instituto de Estudios de Administración Local () de Madrid,
España. Es profesora-investigadora de tiempo completo en la -.
Pilar Velázquez Lacoste. Doctora en Sociología con la línea de Sociología política
y Estudios de género de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco (-). Es maestra en Sociología por la - y licenciada también
en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco
(-). Es consultora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(-México), donde colabora en el proyecto “Estrategia de inclusión social
institucional en materia de igualdad de género, no discriminación e inclusión
laboral de mujeres, personas con discapacidad y población ”. También es
integrante del cuerpo docente de Congenia. Construcción y Análisis de Género.
Centro de Investigación y Docencia, .
Luisa Fernanda Orozco Valera. Es licenciada en Antropología por la Universidad de Guadalajara. Actualmente se desempeña como tallerista en ciudadanía y
derechos humanos. Sus líneas de investigación giran en torno a la construcción,
uso y apropiación de espacios por parte de mujeres no heterosexuales.
Bárbara Priscila Miranda González. Licenciada en Antropología por la Universidad de Guadalajara. Actualmente ejerce como tallerista en igualdad de género,
la cultura de no violencia y derechos humanos. Sus líneas de investigación giran
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DESIGUALDAD DE GÉNERO
en torno a la antropología feminista, la sexualidad humana y las identidades
sexogénericas.
Claudia Ivette Pedraza Bucio. Es doctora en Ciencias políticas y sociales por la
Universidad Nacional Autónoma de México (). Trabajó como reportera de
deportes del periódico Provincia y como guionista, realizadora, locutora y productora del Sistema Michoacano de Radio y Televisión. Actualmente se desempeña
como jefa de departamento de Monitoreo de la Dirección General de Análisis y
Contenidos de Medios Audiovisuales del Instituto Federal de Telecomunicaciones.
Se ha especializado en el análisis del periodismo deportivo, género y comunicación.
José Octavio Hernández Sancén. Es licenciado en Psicología y maestro en Psicología social de grupos e instituciones por la Universidad Autónoma Metropolitana,
unidad Xochimilco (-). Es miembro de la Colectiva Cuerpos Disidentes: entre
la Exclusión y la Resistencia, y de la Red Temática de Estudios Transdisciplinarios del
Cuerpo y las Corporalidades (Cuerpo en Red), que coordina la doctora Elsa Muñiz.
Susana Maria Veleda da Silva. Profesora de Geografía en el Instituto de Ciencias
Humanas y de la Información () e investigadora del Centro de Análisis Urbano
() de la Universidade Federal do Rio Grande (). También es investigadora
del Grupo de Investigación de Geografía y Género de la Universitat Autònoma de
Barcelona (). Participó como representante de América Latina en el Comité
de Geografía y Género de la Unión Geográfica Internacional () en el periodo
-.
César Augusto Avila Martins. Doctor en Geografía, desarrollo regional y urbano
por la Universidade Federal de Santa Catarina (Brasil). Recibió un posdoctorado
en Geografía humana en la Universitat Autònoma de Barcelona () en España.
Obtuvo la beca de Investigación de productividad del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (q) de Brasil para llevar a cabo la encuesta
“La industria y territorio de pesca en Brasil”.
Rosío Córdova Plaza. Doctora en Ciencias antropológicas por la Universidad
Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa (-). Es profesora-investigadora
del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana
(). Es integrante del Sistema Nacional de Investigadores, nivel , miembro de
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SEMBLANZAS
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la Academia Mexicana de Ciencias y académica de número de la Academia Nacional de la Mujer. Sus publicaciones se centran en temas de sexualidad, cuerpo
y relaciones de género, así como en trabajo sexual masculino y migración local,
nacional e internacional.
Yadira Santamaría Viveros. Es licenciada en Sociología por la Universidad Veracruzana (), maestra en estudios de la mujer por la - y máster en estudios
feministas y de género por la Universidad del País Vasco, España. Trabaja en investigaciones que comprenden las siguientes temáticas: relaciones de género, mujeres
rurales y procesos migratorios.
Alejandra Lazo Corvalán. Investigadora del Centro de Estudios Regionales y Políticas Públicas (Ceder) de la Universidad de los Lagos, Chile. Es antropóloga social
y doctora en Geografía por la Universidad de Toulouse Le Mirail. Sus investigaciones están relacionadas con las formas de habitar y la movilidad espacial tanto
en contextos urbanos como rurales. Actualmente, está finalizando un proyecto
posdoctoral financiado por Conicyt sobre la movilidad, los objetos y el cuerpo en
las islas del archipiélago de Chiloé, en el extremo sur austral de Chile.
Beatriz Martínez Corona. Es doctora en Ciencias con especialidad en Estrategias
de desarrollo agrícola regional y maestra en Ciencias en desarrollo rural por el
Colegio de Posgraduados en Ciencias Agrícolas. Forma parte del Sistema Nacional
de Investigadores, nivel y es profesora-investigadora titular del Colegio de Posgraduados, Campus Puebla. Sus líneas de investigación son género y ambiente y
género y educación.
José Álvaro Hernández Flores. Doctor en Ciencias con especialidad en Estrategias
para el desarrollo agrícola regional por el Colegio de Posgraduados. Miembro del
Sistema Nacional de Investigadores, nivel . Ha desarrollado estancias de investigación
en el Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad
Autónoma de Puebla. Actualmente adscrito al Centro de Estudios Demográficos,
Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.
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Desigualdad de género y configuraciones espaciales
—coeditado por el , y el de la Universidad Nacional Autónoma de México—
se terminó de imprimir el 20 de diciembre de 2017
en Impresiones Editoriales FT S. A. de C.V., 31 de julio de 1859,
Mz. 102, L. 1090, Col. Leyes de Reforma, Iztapalapa, Cd. Mx.
En su composición tipográfica se utilizó la tipografía
de la familia Warnock, en su versión Pro,
diseñada por Robert Slimbach, así como la
Univers, diseñada por Adrian Frutiger.
La edición consta de 500 ejemplares
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