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La panadería

Dos frascos. Un frasco. Escuchó decir, alguna extraña vez, que dos frascos no pueden ser iguales pero que son la unidad. Un frasco denominado número uno es el frasco número uno. El otro, como es intuido, sería el frasco número dos que no es el frasco número uno, es el número dos. Pero podrían ser el mismo, o lo s0n, de eso no está seguro. Además, no es momento para pensar en ello, no hay tiempo, quizá las pastillas iniciarán el efecto pronto, resurgirán como preguntas apuradas teniendo como respuesta el desastre al que se vino. Bueno, el asunto del frasco quedaría así. Ahora podríamos seguir con el asunto de las pastillas, cierto. Las pastilla que ingirió, en buena cantidad, podrían llevarlo a la muerte, con suerte, pero no pasaría más que el susto de la intoxicación y la sorpresa de quien vendrá a buscarlo a la tina. En la tina. La cantidad de pastillas no nos interesa, pues podríamos caer en la susceptibilidad de la precisión y tendría que ponerme a investigar sobre las muertes suicidas por autoconocimiento de fármacos o simple desesperación, lo que me llevaría a cambiar el rumbo de mi relato y, en estos instantes, preciso acabarlo de una sola vez, no quiero dejarlo en el tintero como muchos de los que tengo por ahí, en algún tipo de carpeta moderna, folder o archivo. Eso sí, siempre van conmigo y me aseguro de tenerles a la mano, nunca se sabe cuándo los pueda plagiar. Como venía escribiendo, de seguro usted leyendo, es que hay un hombre en una tina preguntándose, o confundiéndose de manera filosófica, con la existencia y la multiplicidad de los frascos. Él no sabe si tiene frente a él dos frascos que él mismo compro con plata de él y su oficio de panadero. Ella. Ella no existe, este hombre es soltero. No nos interesa si es homosexual o hetero o, como es natural, bisexual. Él es un hombre de mediana edad, y aquí es donde no sé qué significa mediana edad, respecto a cuál edad, con qué certeza o de qué manera nos aseguramos que estamos en la mediana edad, cabello no sé de qué largo ni de cual color, nariz como la suya, labios como los suyos, también los mueve al leer o al escribir o en la mente, orejas, probablemente como las suyas, manos especiales por el efecto de la masa y la levadura, y, lo más importante, con el tamaño ideal para poderse tomar del pasamanos en el bus, poderse agarrar de cualquier parte dentro del colectivo o el subte. Él no es panadero de conocimiento ni mucho menos de profesión, aprendió el oficio como cuando por necesidad se adquieren otras destrezas. Él, que se llama como usted y no importa si es rafaelina, yuri o victoria, se encuentra en una situación incómoda. Se distrae pensando sobre otras existencias mientras que descuida la propia. Él no cree en espíritus ni convencionalismos baratos. Él quiere ser etéreo y muchas veces se ha desdibujado como el humo, dibujado como el gas, se cree especial y único y piensa que, dependiendo el lugar, se podría llegar a ser efervescente. Bueno, es un pensamiento recurrente y, en contadas decisiones, deseado. Pero en la panadería él es un obstáculo. Sólo sabe hacer pan: amasar, leudar, mezclar, calentar, introducir al horno, fijarse el tiempo y probar la cocción. Sabe comer bien, no sólo pan, sino también las distintas preparaciones que hay en los distintos lugares. Este hombre, cuyo aspecto nos interesa porque, de casualidad, es muy parecido a usted, también deseaba que el mundo fuera un mejor lugar en el cuál se pudiera morir tranquilo. Es tan ingenuo. Es un hombre tranquilo, responsable y con un carácter neutro. De aquellos que no sobresale por su presencia, mas sí por su ausencia.