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LA CLAUSTROFOBIA DE LA ACADEMIA

El destino de Occidente se juega en su compromiso con las exigencias de la razón. La Academia, cuyo fruto más poderoso ha sido la Universidad, es el espacio donde la Razón puede desplegar todo su potencial. Sin embargo, esta potencia radical del pensamiento es, a la vez, un elemento al servicio de la organización política y una fuerza anárquica que amenaza con dinamitar sus estructuras mismas. Esta ambivalencia de la razón explica la ambigüedad de la relación entre la Academia y la Política, una relación de conflicto y tensión. La misión de la Academia, en última instancia, será la de velar por la dignidad irreductible de los hombres, en su sustracción respecto a las lógicas de la reproducción social y a las exigencias económico-técnicas de la Ciudad. El lugar ambivalente de la Academia, espacio por antonomasia de todo humanismo, es de alguna manera utópico, un lugar imposible tanto de arrancarlo de la ciudad como de inscribirlo en su centro. Pensar hoy el humanismo implica, por ello, pensar la Academia como la “extraña entraña de Occidente”, pensar el destino mismo del mundo occidental en el rescate del hombre respecto a su ineludible instrumentalización y sumisión al orden económico. The destiny of Western civilization depends on its commitment to the exigencies of reason. The Academy, whose most prominent result has been the University, represents the place where Reason can explore all its potential. However, this radical potency of thought is, at the same time, an element that serves the political organization, and an anarchic force that threatens to detonate the very foundations of the State. This ambivalence of reason explains the ambiguity of the relationship between the Academy and Politics, a relationship full of conflicts and tensions. Ultimately, the mission of the Academy is to guard human dignity, irreducible to the social and technical logic of political organization. The ambivalent place of the Academy, the womb of humanism, is an utopic place, in between the margins and the centre of the State. To think on humanism, hence, implies to think Academia as the “strange entrails of Western civilization”, and entails the commitment to rescue humanity from its inescapable tendency to be instrumentalized and subjected to the economic order.

~ LA CLAUSTROFOBIA DE LA ACADEMIA Martín Grassi1 RESUMEN: El destino de Occidente se juega en su compromiso con las exigencias de la razón. La Academia, cuyo fruto más poderoso ha sido la Universidad, es el espacio donde la Razón puede desplegar todo su potencial. Sin embargo, esta potencia radical del pensamiento es, a la vez, un elemento al servicio de la organización política y una fuerza anárquica que amenaza con dinamitar sus estructuras mismas. Esta ambivalencia de la razón explica la ambigüedad de la relación entre la Academia y la Política, una relación de conflicto y tensión. La misión de la Academia, en última instancia, será la de velar por la dignidad irreductible de los hombres, en su sustracción respecto a las lógicas de la reproducción social y a las exigencias económico-técnicas de la Ciudad. El lugar ambivalente de la Academia, espacio por antonomasia de todo humanismo, es de alguna manera utópico, un lugar imposible tanto de arrancarlo de la ciudad como de inscribirlo en su centro. Pensar hoy el humanismo implica, por ello, pensar la Academia como la “extraña entraña de Occidente”, pensar el destino mismo del mundo occidental en el rescate del hombre respecto a su ineludible instrumentalización y sumisión al orden económico. PALAVRAS CLAVE: Academia, Universidad, Política, Humanismo, Utopía, Razón. ABSTRACT: The destiny of Western civilization depends on its commitment to the exigencies of reason. The Academy, whose most prominent result has been the University, represents the place where Reason can explore all 1 Martín Grassi es Profesor y Licenciado en Filosofía (Universidad Católica Argentina). Doctor en Filosofía (Universidad de Buenos Aires). Es autor de Ignorare Aude! La existencia ensayada (2012); (Im)posibilidad y (sin)razón: La filosofía, o habitar la paradoja (2014); y de La comunidad demorada: Ontología, Teología y Política de la convivencia (2017). Ha publicado una treintena de trabajos científicos en revistas especializadas y libros colectivos. Es Investigador asistente de CONICET en la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, y Profesor Adjunto de Teología Natural y Filosofía de la Religión en el Departamento de Filosofía de la Universidad Católica Argentina. 31 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 its potential. However, this radical potency of thought is, at the same time, an element that serves the political organization, and an anarchic force that threatens to detonate the very foundations of the State. This ambivalence of reason explains the ambiguity of the relationship between the Academy and Politics, a relationship full of conflicts and tensions. Ultimately, the mission of the Academy is to guard human dignity, irreducible to the social and technical logic of political organization. The ambivalent place of the Academy, the womb of humanism, is an utopic place, in between the margins and the centre of the State. To think on humanism, hence, implies to think Academia as the “strange entrails of Western civilization”, and entails the commitment to rescue humanity from its inescapable tendency to be instrumentalized and subjected to the economic order. KEYWORDS: Academia, University, Politics, Humanism, Utopia, Reason. I. El espacio del tiempo: el ocio de la Academia La Academia es el ámbito del saber, es el espacio donde el saber se produce, se reproduce, se propone; donde el saber se proyecta, se programa, se promueve; donde el saber, también, se guarda, se cela, se retiene. Se trata del saber, siempre del saber, del imperativo (del) saber. Pero un “saber” que es, al mismo tiempo, un sustantivo y un verbo, una acción y un objeto. La Academia es el “espacio del saber”: el espacio donde uno está invitado a saber, y allí donde el saber se deposita. Es, sobre todo, el espacio donde hay tiempo para el saber, donde el saber tiene tiempo, donde el pasado de la ciencia se encuentra con el porvenir del pensamiento. Es el espacio donde hay tiempo, donde el tiempo es el mayor de sus capitales, donde el tiempo es el mejor de sus triunfos, y la más valiosa de sus joyas. La Academia es el lugar donde nos damos el tiempo para pensar, para reflexionar, para dejar que el tiempo pase, suceda, sin espera de retornos ni cálculo de inversiones. La Academia es el lugar sin el urgente 32 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 chronos, de ese tiempo ritual y lúdico cuyo enemigo mortal es el comercio, el negocio, la negación pura y simple del ocio. La Academia es el lugar del tiempo para el saber, para la contemplación, porque le cierra sus puertas a la acción, a la Diosa Industria. Y esta sustracción, pareciera que el saber se irrealiza, se exilia de lo que llamamos lo real. En palabras de Pieper, “contemplar una cosa o ver una realidad filosóficamente debe significar apartarse expresamente de todo lo que se llama vida práctica o vida real; estas expresiones acuñadas parecen significar implícitamente que el puro conocimiento de la verdad no es una tarea real” (1979: 180). Pero ¿qué es la Academia? Podríamos comenzar interrogando la palabra que la nombra. “Quien recibe un nombre, recibe un destino”, decía Leopoldo Marechal, y me sorprende entender -una vez más- el peso aplastante que ha tenido Platón en la historia de Occidente: “Academia” es, en efecto, el nombre de la escuela que ha fundado Platón. Josef Pieper afirma que “los caracteres internos y esenciales de la Escuela de Platón son también el principio íntimo y conformador de nuestros centros académicos de formación, o al menos así debería ser si quiere adjudicárseles con razón el predicado de académicos” (1979: 178). La Academia -en su nombre, en su espíritu- obedece al filósofo griego, nombra el espacio en el que los hombres se conectan intelectualmente con las Formas e Ideas que revelan los arcanos del universo, del hombre y de lo divino. La Academia es el espacio en el que se vislumbra nuestra patria ideal, el territorio de lo eterno, la ciudad de lo imperecedero. Y, como todo espacio de iniciación gnósticomística, se constituye la Academia gracias a los símbolos, ritos, ropajes, ceremonias, títulos y jerarquías, sus dioses y sus héroes, su historia, sus fundadores, sus hierógrafos y sacerdotes. Aún hoy, el esquema “religioso” de los iluminados, los iniciados, y los ingresantes y aspirantes, ordena elocuentemente las escalas y los ámbitos académicos. Hasta en el siglo XIX y XX se ha llamado “profanos” a quienes no formaban parte del círculo de 33 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 personas doctas. Volveremos más adelante sobre el sentido de este bautismo platónico. En esta continuidad entre lo místico y el saber, entre las aspiraciones religiosas y las metafísicas, no es de extrañar que una de las Instituciones más prominentes y nodales de la Academia sea la Universidad, nacida como tal en el seno de la Europa medieval cristiana, de la matriz eclesial de los monasterios. Las Universidades surgen como centros de formación y de estudio teológico, reservado para las órdenes monásticas y para unos pocos laicos privilegiados, y su sinuosa historia a través de los siglos sigue las transformaciones sociales, políticas y religiosas que marcan el paso hacia la modernidad. Pero esta continuidad entre lo místico y el saber, en una racionalización del misterio y en una sacralización del saber se expresa elocuentemente en la historia de la Universidad, pero se encuentra en el corazón de la historia de Occidente. Y es que el destino de Europa es indisociable de su vocación a la Razón, de su compromiso asumido e incuestionable a las exigencias de la Razón. Por ello, Europa y su historia está ligada a la Academia y a la Universidad y sus avatares, como también a los modos en que lo académico fue ocupando los espacios centrales de su vida, una vida que no puede sino entenderse como racional. Pensar la Academia, por ello, es pensar Occidente, es pensar Europa, es pensar… siempre pensar (y pensar la academia solo es posible académicamente). I. La encrucijada de la Universidad, hoy Con la Modernidad, los rasgos de la Universidad fueron transformándose, pasando de representar el lugar de la teoría y del saber contemplativo, propios de su momento fundacional en el medioevo, al lugar de la formación técnico-profesional, donde lo importante es preparar a los 34 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 ciudadanos para poder cumplir con las tareas esperadas en un contexto de productividad e industria. Lo que llamamos “know-how”, el saber de los procedimientos técnicos gracias a los cuales podemos producir resultados deseables, pasa a ser la matriz de la formación profesional universitaria, desplazando a un segundo lugar el know por el how, la theorein por la techné. Sería interesante investigar el nacimiento de las “Academias”, como aquellas instituciones que, dentro de un contexto productivo, se retira de las pulsiones técnicas y económicas que dictan el ritmo del saber y de la investigación, para volver a refugiarse en el ámbito desinteresado de la teoría. En una especie de revancha, como el testimonio institucionalizado de una traición, las modernas academias destierran en silencio a la Universidad del espacio místico-gnóstico del que había surgido. La Universidad es, hoy, otra cosa… ya no es academia. Allí no se inicia nada, porque no hay nada que iniciar; nada se inaugura, todo se repite. Con una estocada fatal y dialéctica, la Academia asesta su golpe contra la dignidad de la Universidad: mientras que en la Academia encontramos el poder de la pro-ducción de la verdad, en la Universidad encontraremos tan solo el funcionamiento de la máquina fabril de la re-producción simbólica. Fiel al espíritu platónico que le diera nacimiento, la Academia es el lugar uránico de los tupos, de los sellos, de las formas, de los proto-tipos, de los arquetipos; la Universidad, por el contrario, es la tierra sublunar en el que dichos tupos se realizan “a su modo”, en la imperfección de su imitación. El nexo entre ambos planos, entre ambas realidades o mundos, lo opera el elemento del demiurgo, de aquel que plasma la Forma en la Materia. ¿Y quién es el demiurgo académico sino el profesor universitario? Extraño rol el del demiurgo, atrapado en el juego de la Materia, atento empero a los comandos de las Formas. Cierta esquizofrenia de docente, que pertenece, a la vez, a las lógicas escolares de la reproducción y a las fuerzas heurísticas de la producción; joven debate entre las tareas de investigación y las tareas 35 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 docentes, entre las competencias académicas y las competencias pedagógicas del profesor universitario. Ahora bien, aunque hoy se encuentre sometida a esta lógica de la profesionalización al servicio de las necesidades políticas de los Estados, al servicio también de las necesidades de un mundo en vías francas de globalización y homogeneización, la Universidad mantiene aún su vocación al saber y al pensamiento. Es cierto que, de todos los frutos de la Academia o, mejor, de todos los espacios inspirados por el espíritu académico, la Universidad ha sido el que más ha sufrido esta sumisión a la instrumentalización, y ello por una sencilla razón: ella es la única que puede habilitar profesionalmente a los ciudadanos. En la Universidad encontramos no solo ya el espacio donde el saber se comparte y se produce, sino el lugar donde se tipifica a los ciudadanos como doctos. Ya desde la Edad Media, la Universidad definía políticamente las competencias necesarias para ser doctor, y establecía quién lo era y quién no. A medida en que la modernidad avanzaba, dada la complejidad de los estratos sociales, la necesidad de un criterio homogéneo y único para la división efectiva del trabajo fue intensificando esta función legitimadora y tipificadora de la Universidad. Es cierto que también las “Academias” cumplían este rol definitorio, pero su trabajo se daba en un nivel simbólico superior, donde la habilitación ya no estaba en cuestión, sino que se trataba de una producción de dignidades en el seno de la comunidad de doctos. En todo caso, la historia de la Universidad la ha llevado a esta encrucijada en la que se encuentra hoy, encrucijada que, como tal, no puede ser sino decidida, resuelta, en el sentido ético de una decisión y de un compromiso. La decisión a la que la Universidad se enfrenta hoy es la de, o bien tomar el camino de una absoluta profesionalización, o bien la de profesar su fe en el saber, como aquello que se mantiene irreductible a la mera instrumentalización. Es interesante rescatar, en este sentido, las 36 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 observaciones de José Ortega y Gasset, quien, ante el sentido y la misión de la Universidad, apunta tres consideraciones centrales: 1) la Universidad es el lugar de la profesionalización; 2) pero debe guardar que la formación profesional sea, también, la formación de los hombres del tiempo presente, es decir, velar por su culturalización, su pertenencia consciente a la cosmovisión de su tiempo; 3) la ciencia, sin embargo, tiene una dignidad inmaculada, que las pretensiones universitarias no deben mancillar, aunque la vida de la Universidad dependa íntimamente de la ciencia y el pensamiento. De esto último se sigue que “la investigación científica, no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas” (1994: 336). Pretender lo contrario implica confundir cultura, ciencia y profesión intelectual. La ciencia se encuentra en una dimensión heterogénea, no solo respecto a la Universidad, sino también respecto al hombre medio. La ciencia es una de las cosas más altas que el hombre hace y produce. Desde luego es cosa más alta que la Universidad en cuanto ésta es institución docente. Porque la ciencia es la creación, y la acción pedagógica se propone sólo enseñar esa creación, transmitirla, inyectarla y digerirla. Es cosa tan alta la ciencia, que es delicadísima y -quieras o no- excluye de sí al hombre medio. Implica una vocación peculiarísima y sobremanera infrecuente en la especie humana. El científico viene a ser el monje moderno (1994: 337, subrayado nuestro).2 La Ciencia, que es otro nombre para decir Razón y Pensamiento, es para Ortega un acto creativo, una actividad de una dignidad tal que la sustrae del medio de la gente y de la gente media. La simbología pertinente a la ciencia es, por ello, de carácter religiosa: el científico es un monje moderno y la Academia, su claustro. En la constelación académica, empero, la Universidad ocupa el centro de una red de espacios de pensamiento (sean 2 La referencia aquí a lo delicado de la ciencia, que se desprende de su dignidad, hace pensar también en la paradoja de la fuerza incondicionada de la Universidad de la que hablaremos más adelante, que como incondicional es, a la vez, impotente, y por tanto completamente vulnerable, de la que habla Derrida en La Universidad sin condición, como veremos más adelante. 37 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 seminarios, laboratorios, academias, etc.), sin, por ello, absorber estas periferias vivificantes en lógicas en última instancia utilitarias, motivadas por su labor docente de reproducción simbólica.3 La importancia de una reflexión en torno a la Universidad y su maridaje con el pensamiento (y no ya solo con la profesión) se juega porque, para Ortega, hay una absoluta interdependencia entre el destino de Occidente y la vocación a la Razón: “La Universidad es el intelecto -y, por lo tanto, la ciencia- como institución, y esto -que del intelecto se haga una institución- ha sido la voluntad específica de Europa frente a otras razas, tierras y tiempos; significa la resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su inteligencia y desde ella” (1994: 350). En torno a la Universidad, por ello, deben establecer sus campamentos las ciencias (laboratorios, seminarios, etc.), las cuales han de constituir “el humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces” (1994: 351). Pero que se encuentren estas instituciones alrededor de la Universidad no debe llevarnos a confundirlas con su centro. Se trata de dos órganos distintos y correlativos de una fisiología completa, “solo que el carácter institucional compete propiamente a la Universidad: la ciencia es una actividad demasiado sublime y exquisita para que se pueda hacer de ella una institución” (1994: 351). Dado su carácter creativo, “la ciencia es incoercible e irreglamentable” (1994: 351). Pero es esta creatividad del pensamiento la que da vida a la Universidad: utilizando una metáfora biológica, Ortega afirma que “la ciencia es la dignidad de la Universidad, más aún, es el alma de la Universidad” (1994: 351). Esta misma preocupación por la función de las Universidades y el estatuto de la ciencia en el ámbito de la cultura y de la política puede encontrarse, desde otra perspectiva y desde una inquietud diferente, en los “La ciencia, al entrar en la profesión, tiene que desarticularse como ciencia, para organizarse, según otro centro y principio, como técnica profesional” (1994: 341). 38 3 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 trabajos de Steve Fuller, quien distingue entre plebisciencia y prolesciencia para describir dos posibles actitudes frente al conocimiento: una motivada por las exigencias de la investigación, la otra por las exigencias de la enseñanza. Para Fuller, en cierta sintonía con Ortega, lo que es importante es considerar el nivel de conocimiento y de cultura presente en la ciudadanía, y no en los centros de investigación, por lo cual la Universidad debe asumir su misión de hacer accesible el conocimiento a la sociedad en su conjunto, en un doble movimiento de culturizar la ciencia y de cientificar la cultura.4 Un elemento interesante, en una comparación en principio forzada entre ambos pensadores, es que la figura de August Comte parece estar detrás de ambos. En plena Ilustración, es Comte quien convierte a la cultura de Occidente en una cultura científica, donde la ciencia es el verdadero destino y la auténtica esencia de Occidente; pero es también Comte el fundador de la sociología, el pensador que confía en que la ciencia es también elocuente respecto al orden social y político. Las metáforas y símbolos religiosos no tardan en aparecer en el programa comtiano, en una 4 Fuller distingue entre plebiscience y prolescience como dos orientaciones políticas del conocimiento. Mientras que la primera es la “actitud natural” de la academia, que trata a la educación meramente como algo adjunto a la investigación, la segunda es la actitud inversa, que evalúa la investigación en términos de su capacidad de ser enseñada (teachability). La cuestión crítica de la epistomología, que consiste en historizar las currículas de la enseñanza y mostrar los mecanismos de distribución de los conocimientos, es ignorada por la “plebisciencia”, que asume que cualquier fricción en el proceso de diseminación se debe a profesores incompetentes o a malos estudiantes. La “prolesciencia”, en cambio, juzga como una aberración histórica, producto de una mímica del sistema capitalista, a la plebisciencia, que reduce el valor público del conocimiento a condiciones privadas de su producción. La prolesciencia encuentra que el modo de medir el estado de conocimiento en la sociedad es por lo que sabe el ciudadano ordinario, no por lo que sabe el experto. “The prolescientific task of inquiry is to render new knowledge claims compatible with as many different background assumptions as possible” (1999: 593). Esta tarea implica disolver la distinción tajante entre la enseñanza y la investigación y, en términos sociológicos, implica un proceso doble: por un lado, la des-mitificación, que revela las razones históricas por las que un programa de investigación llega a considerarse una forma valiosa de conocimiento; por otro lado, la des-tradicionalización muestra que este conocimiento puede ser asimilado y usado por una variedad de programas de investigación, con una finalidad muchas veces diferente a la que lo había originado. “In the long run, success for the prolescience perspective would amount to converting the pedagogy of all the academic disciplines into the model followed by the humanities and the softer social sciences. It would make the dissemination of new knowledge in the larger population a prerequisite to any claims to epistemic progress (…). Education would no longer be the mere handservant of research but rather take an active role in checking the worst tendencies of research to become overspecialized and overcommitted to certain domains of inquiry at the expense of others” (1999: 593). “If there is a role for critical intellectuals in academic life today, it is in terms of spreading this ‘prolescience’ mentality in whatever discipline they happen to practice and resisting all attempts to sever the evaluation of research from that of teaching” (1999: 595). 39 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 especie de soteriología cientificista. Sin embargo, una preocupación que parece agrupar a los tres pensadores es el estado de divorcio entre el avance científico y el estado cultural de la sociedad, perdida ante una diseminación de los saberes científicos, inaprehensibles por su nivel de especialización. En efecto, para Comte era preciso buscar las estrategias para evitar la especialización y particularización de las disciplinas, que amenaza con destruir a la ciencia misma. Para ello, eran dos sus propuestas centrales: primero, una consideración histórica de la ciencia que entienda la investigación en su dimensión progresiva; segundo, que exista un nuevo oficio científico responsable de considerar la totalidad del mapa científico en sus fundamentos, habilitando la posibilidad de articular las especializaciones en un todo orgánico.5 Tanto Fuller como Ortega proponen exactamente lo mismo respecto a una visión integral e histórica de la ciencia, que la entienda en su lazo con la cultura de un Pueblo, y con Comte, ambos se preocupan en la cuestión eminentemente pedagógica de la Universidad para lograr una simbiosis entre ciencia y cultura. Es de notar que Fuller es nombrado en 2011 como titular de la August Comte Chair in Social Epistemology en la Universidad de Warwick.6 En todo caso, la encrucijada de la Universidad, entre el saber y la utilidad, entre la contemplación y la servidumbre, entre lo esotérico y lo exotérico, parece no encontrar aún una solución. I. La extraña entraña de Occidente: la Academia En una conferencia pronunciada en la Universidad de Cornell, “Las pupilas de la Universidad”, Jacques Derrida alude a los fundamentos abisales de la Universidad, a su principio de razón que es también su esencia 5 6 Cf. Curso de Filosofía Positiva, Lección Segunda. https://en.wikipedia.org/wiki/Steve_Fuller_(sociologist) (consultado el 05/07/2017). 40 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 impensada. Retomando las reflexiones de Heidegger sobre el fundamento (en Der Satz von Grund), Derrida afirma que la Universidad se funda en la tesis del fundamento sin que el principio de razón se encuentre pensado, interrogado e investigado en su proveniencia. “Esta disimulación del origen en lo impensado no afecta el desarrollo de la Universidad moderna, sino todo lo contrario” (1994: 185). Todo el proceso científico se desarrolla sobre un abismo, sobre un fundamento cuyo fundamento mismo debe permanecer invisible e impensado. El esquema del fundamento y la dimensión de lo fundamental se imponen en el espacio de la Universidad por varias razones, ya se trate de su razón de ser en general, de sus misiones específicas o de la política de la enseñanza y de la investigación. Cada vez está en juego el principio de razón como principio de fundamento, de fundación o de institución (1994: 185). Derrida quiere, en esta conferencia, despertar o establecer la responsabilidad, en la Universidad o ante ella. El principio de razón es interpretado desde el valor informativo o instrumental del lenguaje. Pero no se trata de contraponer la dimensión instrumental con algún tipo de origen pre-instrumental (auténtico y propiamente poético) del lenguaje: “al igual que el nihilismo, el irracionalismo es una posición simétrica y, por ende, dependiente del principio de razón” (1994: 195). Hay que plantear estas cuestiones, de todas maneras, para preservar a las humanidades de su reducción tecnológica, y para “preservar el recuerdo de lo que es muy anterior y está mucho más oculto que el principio de razón” (1994: 196). Para ello, es preciso una labor de deconstrucción. Una actitud que se percibe como una amenaza por quienes no han intentado “comprender la historia y la normatividad de su propia institución, así como la deontología de su propia profesión: no quieren saber cómo se ha constituido su disciplina, especialmente en su forma profesional moderna, desde el principio del s. XIX y bajo los auspicios del principio de razón” (1994: 196). Pero lo que 41 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 propone Derrida es una nueva afirmación y una nueva manera de asumir las propias responsabilidades. “Se puede hablar de una nueva responsabilidad a la que me refiero únicamente apelándose a ella; se trata de la responsabilidad de una comunidad de pensamiento para la cual la frontera entre investigación fundamental e investigación finalizada ya no está definida, o por lo menos no lo está en los mismos términos de antes” (1994: 197, subrayado nuestro). Se trata, pues, de una comunidad que interroga la esencia de la razón y del principio de razón por mor del pensamiento. A su parecer, estas nuevas responsabilidades no pueden ser solo académicas. “Si es tan difícil asumirlas, si son tan precarias y están tan amenazadas depende del hecho de que simultáneamente tienen que conservar la memoria viva de una tradición y abrirse a lo que va más allá de un programa, es decir, a lo que se denomina el porvenir” (1994: 199). Y esta responsabilidad no depende de la sociología del conocimiento o de la politología, las cuales reposan aún sobre el principio de razón y sobre el fundamento esencial de la Universidad moderna, siendo esencialmente dependientes de la institución que quieren interrogar, es decir, son “intrauniversitarias”. Se trata no solo de formular las preguntas sobre el fundamento o abismo del principio de razón y de la Universidad, “sino de prepararse para transformar de manera coherente las formas de escritura, la escena pedagógica, los procedimientos de interlocución, la relación con las lenguas, con las demás disciplinas, con la institución en general, con su exterior y con su interior” (1994: 200-201). Y para ello no hay que abandonar el rigor profesional y el imperativo de la competencia profesional, que están en el corazón de la tradición universitaria. “Hay un doble gesto, un doble postulado: asegurar la competencia profesional y la tradición más seria de la Universidad a pesar de ir lo más lejos posible, tanto teórica como prácticamente, en el pensamiento abismal de lo que funda la Universidad” (1994: 201). 42 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 El pensamiento corre, pues, riesgos: “no puede producirse por fuera de las condiciones históricas, técnico-económicas, político-institucionales y lingüísticas; por tal motivo un análisis estratégico realmente cuidadoso tiene que esforzarse por prevenir esta reabsorción” (1994: 202). Derrida se limita a la doble cuestión de la “profesión”: 1) la misión esencial de la universidad, ¿es producir competencias profesionales? 2) ¿Tiene que garantizar la Universidad la reproducción de la competencia profesional y definir sus condiciones? “La nueva responsabilidad del pensamiento de la cual hablamos no puede dejar de estar acompañada, por lo menos, por una actitud de reserva, incluso de rechazo, respecto de la profesionalización de la Universidad en estos dos sentidos, y especialmente en el primero, que coordina la vida universitaria y la oferta y demanda del mercado del trabajo, regulándose según un ideal de competencia completamente técnica” (1994: 203). Pero hay que cuidarse de caer en las formas tradicionales que jerarquizan político-técnicamente a las disciplinas y a los hombres en “castas”. Un pensamiento de la anarquía amenaza con reproducir o producir las jerarquías (la casta de los sabios, la de los esclavos trabajadores). “El pensamiento requiere tanto el principio de razón como el más allá del principio de razón, la arché como la anarquía; entre los dos sólo puede decidir, con la diferencia de un soplo o de un acento, el poner en obra este pensamiento” (1994: 206). De aquí que la decisión del pensamiento no pueda ser un evento intra-institucional, un momento académico. Para el filósofo francés, todo esto no define un apolítica, ni tampoco una responsabilidad; en el mejor de los casos define una sabiduría negativa, de alerta. La Universidad nunca gozó de una autonomía absoluta. “Por más de ocho siglos, Universidad ha sido el nombre atribuido por la sociedad a una especie de cuerpo suplementario que ésta ha querido, simultáneamente, proyectar fuera de sí y preservar cuidadosamente en sí, emancipar y controlar” (1994: 206-207, subrayado nuestro). En este doble 43 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 sentido, se consideraba que la Universidad representa a la sociedad; pero la ha reflejado únicamente dándole la posibilidad de la reflexión, es decir, también de la disociación. “El tiempo de la reflexión es también la posibilidad de considerar las condiciones mismas de la reflexión a todos los sentidos de la palabra” (1994: 207). Este tiempo es heterogéneo con respecto a lo que refleja, y aunque se dé en la Universidad, quizá no pertenezca a su historia, se trate de un instante, de una mirada instantánea o un parpadeo. Así, se trata de la imposible tarea de “conservar la memoria y conservar la posibilidad”. En tiempo de crisis, cuando la institución es observada atentamente, “el desafío de pensar reúne en el mismo instante el deseo de revivir la memoria y la exposición al porvenir” (1994: 208). El gesto de Derrida es significativo en tanto que, al mismo tiempo, reafirma la vocación política de la Universidad como formadora, pero también su llamado al pensamiento como su destino más alto. Tomando la idea derridiana de un cuerpo suplementario, me gustaría proponer la reflexión en torno a lo académico desde la idea de extrañeza. A mi modo de ver, hay algo extraño en la Academia (en su sentido amplio), algo que subraya la extrañeza de esta institución en el seno de una sociedad regida por el cálculo de intereses y el ideal pragmático y técnico de toda actividad humana.7 Esta des-ubicación radical de la Academia en medio de la cartografía político-cultural contemporánea la obliga a la reclusión, a sustraerse de las lógicas sociales, a los intereses económicos y productivos. Por albergar lo extraño en ella, la Academia misma se enajena, se aliena, se transforma en una especie de monstruo, que aterra y fascina a un mismo tiempo. Pero, ¿qué es esta entraña extraña que destierra a la Academia y la desplaza hacia las afueras de la ciudad? Es de extrañar, también, que esta topología de la Academia, como puede verse en su fruto más poderoso, “Lo distintivo [de lo académico] es, sobre todo, ese estar libre de cualquier fin utilitario; en esto consiste la libertad académica, sofocada tan pronto como las ciencias se convierten en pura organización finalista de una agrupación de poderes organizados” (Pieper, 1979: 186). 44 7 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 la Universidad, ya se encuentre en el Medioevo, y que aún hoy se haga patente, sobre todo, en las universidades norteamericanas, que se sitúan en general en las afueras de las grandes ciudades, generando por su caudal de alumnos y trabajadores, las llamadas “ciudades universitarias”. Sería interesante indagar el mismo nombre de campus para referirse al espacio universitario, donde los alumnos y docentes en general no solo estudian, sino viven, y donde su vida está marcada por el (des)interés del saber. ¿Qué es, pues, aquello extraño que extraña a todos los miembros de la comunidad universitaria, y los sustrae de la vida diaria de la Polis? El hecho de que los “universitarios” no trabajen es ya signo suficiente de esta extrañeza política por la cual, durante cuatro o cinco años, los jóvenes se retiran del ámbito productivo-laboral para dedicarse a la formación profesional. Los jóvenes se recluyen para ser in-formados (la Universidad es, de nuevo, el lugar del tupos, o mejor, la máquina tipográfica por antonomasia); se retiran, como si se tratara de un tiempo religioso en el que se da una regeneración, una muerte del niño inepto para el nacimiento del adulto competente; se alejan de la Polis, es cierto, solo para luego poder desempeñar su imprescindible rol político. Aquí, la tensión entre lo Político y lo Universitario es aún más difusa que en el caso de los Monasterios (de donde surgen las Universidades), puesto que la reclusión no apunta a un Reino Eterno, fuera de este mundo, sino que representa una etapa de preparación para la habitación definitiva en la Polis humana. Pero ¿qué es aquello que extraña a la Universidad, que la convierte en una reclusa? ¿Y qué es aquello que, al mismo tiempo, le permite andar a sus andas por el mapa de la ciudad? Porque el drama de la Universidad debemos buscarlo -más que en los problemas que recién apenas mencionábamos- en la misma naturaleza académica de esta institución. Como si se tratara de un engendro, la Universidad es Hija de Occidente, pero una de carácter muy particular. Europa ha engendrado la Universidad, 45 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 pero no puede terminar de reconocerla como propia, no puede mirarla a los ojos y abrazarla sin más. ¿Qué es, de una vez, el elemento enajenante? ¿Y qué es aquello que la hace tan entrañable? Aquello que es, a la vez, extraño y familiar en la Universidad es la Razón. En su ambivalencia monstruosa, la Razón es, a un tiempo, aquello que sirve a la Polis (entendida como construcción y gestión de una comunidad autárquica) y aquello que es, esencialmente, indómito. Esclava y señora a un mismo tiempo, la Razón fascina y atemoriza por su naturaleza imprevisible, por las fuerzas dionisíacas que amenazan siempre por desbordarse, por salirse del cauce programado, por rebelarse ante cualquier mandato y cualquier Ley. Y es que la Razón es la fuente de toda Ley y, por ello, lo absolutamente anárquico. La Universidad, Eugenia de la Academia, alberga indiscerniblemente en sí el principio político y el principio anti-político, y la muestra en toda su dimensión destructora. Como la diosa Shiva, da vida al tiempo que la quita, da muerte y da vida. Lo inquietante de la Academia reside en que, como afirmaba Schelling respecto a la naturaleza de lo siniestro, manifiesta lo que debía quedar oculto y secreto:8 la Academia revela la anarquía detrás de todo arché, la potencia anárquica del principio de razón. La política no está cómoda con esta esencial rebeldía del pensamiento. La política moderna, en especial, definida por un paradigma completamente administrativo, donde lo central es la gestión de los recursos disponibles, es completamente hostil a esta ambivalencia de la Universidad, motivada a la vez por su utilidad y por su llamado a la contemplación. Ante esta peligrosa ambivalencia, el único modo eficaz de garantizar la paz social y el buen funcionamiento del Cuerpo Político es reducir la Razón a su carácter instrumental y operatorio. Maquiavélicamente, lo político honra a la razón en aquello que le exige; 8 Citado en Freud, Sigmund. “Lo siniestro (1919)”, en Obras Completas, tomo 13, p. 2487. 46 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 dignifica a la razón en lo que tiene de esclava. La gestión de la comunidad política se sirve, entonces, de la racionalidad reducida a su instrumentalidad. En efecto, la razón es laureada por su obra científicotécnica, gracias a la cual los sistemas productivos encuentran soluciones a sus problemas y nuevas estrategias para la maximización de sus intereses. La Universidad, por ello, es asimilada e incluida en la dinámica sociopolítica gracias a su capacidad de formar operadores, es decir, personas que tengan el know-how necesario para la persecución y la consecución de las metas administrativas. Así, en tanto que se logre doblegar el elemento anárquico de la Razón a los dictados de la Polis, la Universidad será considerada una de las instituciones más preciosas de Occidente. Pero basta que el elemento extraño que vive en ella permanezca indómito para que peligre el edificio completo de lo político. En última instancia, siempre se trata de las bases, de los fundamentos. Aquí la arquitectura política quiere bastarse a sí misma, quiere ordenar todo saber y toda actividad desde su propia axiomática: para que el Cuerpo Político no enferme, no quede in-firme, es necesario garantizar la armonía de las partes y, para ello, es preciso que el principio de unidad opere con absoluta eficacia. Y es en el orden del arché, de la técnica de los principios, que es la arquitectura, donde irrumpe la amenaza de la Razón: el principio de razón, que atraviesa la historia de Occidente, es también la razón del principio. En última instancia, en primera instancia, la Razón siempre está en el principio, es, a la vez, expresión y fuente de todo principio. Y en la comprensión de su vocación arcaica, de su misión fundamental, la Razón se sabe origen sin origen, principio anárquico. Su propio funcionamiento operatorio depende de su dependencia respecto de sí: es la razón la que se dicta a sí misma los principios de cómo operar, siendo dichos principios productos de su operación. No hay, por ello, forma de doblegar a la Razón si no es por la Razón misma, es decir, por la definición racional de lo que es racional; una decisión racional, al fin y al 47 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 cabo, pero una decisión al fin. Todo el edificio político no puede sino enfermarse de razón. A conciencia de la inutilidad y futilidad de sus intentos, la Polis mantiene la Universidad, al mismo tiempo, a lo lejos y bajo vigilancia estricta. Los modos en que lo político rige lo universitario ha cambiado a lo largo del tiempo. Antes eran las autoridades regias o eclesiales las que, con sus edictos, regulaban la actividad universitaria, prohibiendo doctrinas, censurando profesores, echando alumnos, indexando libros, etc. Hoy en día, donde la idea misma de soberanía está en franca crisis, son otros los mecanismos los que regulan la universidad, mecanismos más sutiles e invisibles, pero no por ello menos eficaces. El mecanismo principal es el de la financiación económica: dado que los mismos docentes son “trabajadores” universitarios, las expectativas de su rendimiento son definidas según criterios completamente interesados, que delimitan desde el estilo mismo de su investigación hasta los espacios donde debe compartirlos. Claro que, hoy en día, un docente puede escribir lo que le parezca, aún puede decir en clase lo que le plazca, sin un temor demasiado serio de ser apartado (el derecho laboral y el derecho a la libertad de cátedra motivan esta seguridad del docente): pero teme, debe temer, por el éxito de sus proyectos, por el retorno de sus papers, por la aceptación de sus trabajos en los eventos, etc. En un sistema asaz complejo, los referatos académicos están compuestos no solo por pares docentes, sino por fundaciones, editoriales, empresas de indexación, consultoras, etc. Los intereses económicos y políticos son tan fuertes que el éxito profesional del docente universitario es inversamente proporcional a su capacidad crítica y creativa. Ya lo sabemos: la mejor forma de neutralizar una amenaza es sumirla a la propia lógica (¡puesto que es el logos lo que amenaza, hay que dejarlo fuera de juego en su propia cancha!). Al mismo tiempo, la vocación anárquica de la Razón se realiza en la 48 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 Academia y, como toda institución política, lo académico (siendo la Universidad, a la vez, uno de sus frutos y una de sus matrices) vive de la Polis, se nutre de su vida y es parte de su organización: la academia piensa como la Polis, depende de su logos. El hombre del saber, el académico, es también un producto de la organización política, un resultado de la división del trabajo. Sería iluso pensar que el hombre del saber es una especie que se sustrae completamente a las lógicas de la producción y de la estatización (aunque su vocación apunte a sustraerse de estas lógicas). El pensamiento radical, la vocación incondicional del académico, está enraizado en su tradición cultural, política y económica. El hombre que piensa es, también, humano, demasiado humano. Ciertamente, se trata de un hombre especial, en tanto que su función social es, también, una función anti-social; su lugar es, de algún modo, el destierro o el exilio. No es azaroso que, desde antiguo, el filósofo (otro nombre para decir hombre de saber, o académico) haya sido considerado como un hombre que participa de la vida divina y, por ello, capaz de vivir en la soledad y a distancia de la urbe. El vínculo semántico con lo sacerdotal y lo profético es, por esta razón (esta razón, que se considera sobre todo divina, más que humana), muy fuerte, y se expresa desde la idea del “monje moderno” orteguiano hasta la de los clercs, nombre con los que llama Julien Benda a los intelectuales (Altamirano, 2013: 39-42). II. La claustrofobia de la Academia ¿Cómo entender, entonces, a la Academia? ¿Cómo pensar esta institución que se resiste a la organicidad y, sin embargo, vive del Cuerpo Político? Volvamos al inicio y retraigámonos hasta los avatares mismos de la palabra academia. La Academia era la escuela que funda Platón en el 387 49 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 a.C., quien, ante la corrupción de la clase gobernante, asumió la tarea de filósofo y educador con la esperanza de formar ética y políticamente a los futuros líderes de la Polis. Aunque la Academia platónica no tenga paralelos con ninguna institución moderna, incluida la universidad, “los paralelos más cercanos son probablemente nuestras antiguas universidades, o, más bien, sus facultades, con las características que han recibido del mundo medieval, en particular sus conexiones religiosas y el ideal de la vida en común, especialmente las comidas” (Guthrie, 1998: IV, 30). La Academia se encontraba en las afueras de Atenas, a una milla de sus murallas, y recibe su nombre por su cercanía al jardín dedicado al héroe mitológico Academos. La consideración topológica y jurídica no son insignificante: la escuela de Platón tenía la estructura de una sociedad cultual, religiosa,9 y, aunque las razones de su ubicación puedan ser varias, no es para desestimar que, por su vocación contemplativa, teorética, se encontrara alejada del bullicio del comercio urbano. Pero su bautismo es aún más llamativo: aun cuando la escuela se sustrajese al orden de lo político, y su destino sea, ante todo, crítico, su vida misma está marcada por la figura de un héroe mitológico. Paradojalmente, el símbolo patrio y político, vinculado con una religión que es también sustento y fundamento de la sociedad ateniense, nombra el lugar donde toda atadura a los operadores simbólicos queda en suspenso. ¿Acaso no es llamativo que Platón haya fundado su escuela a la sombra de los verdugos simbólicos de Sócrates, condenado justamente en nombre de dichos dioses y héroes nacionales? ¿Traiciona Platón el espíritu de su maestro, llamado en su libertad a cuestionar los estamentos de poder atenienses? ¿Acaso el apologeta de Sócrates transformó el grito profético 9 Parece que era un requisito legal de su tiempo el registrar una sociedad que tuviera su tierra y locales propios, como la de Platón, como thíasos, una asociación de culto dedicada al servicio de alguna divinidad. Platón eligió a las Musas, que ejercían el patronazgo de la educación, y el Museion o capilla de las Musas era en ese entonces una característica normal de las escuelas. 50 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 del tábano de Atenas en una estructura sacerdotal, en connivencia con las autoridades políticas? No se trata aquí de meras denuncias o calumnias baratas. Más bien se trata de pensar el orden de la institución: un pensamiento radical no puede sino quebrar un orden establecido y prometer, en vacío, como pura posibilidad, un compromiso para con un porvenir; el llamado del pensamiento radical es un llamado a la responsabilidad infinita, un llamado a asumir lo infinito como tarea. El compromiso del pensamiento es el pensamiento del compromiso. Pero, como tal, carece de contenido definido, carece de estructura dogmática o axiológica. Para que el compromiso del pensamiento se realice es preciso instaurarlo, es preciso la fundación de una doctrina, de un sistema de pensamiento (y, por ello, el olvido de la radicalidad del pensamiento, un olvido que es, sin embargo, su única garantía de existencia). La profesión del pensamiento radical es la profesión de una vocación y de una responsabilidad, pero es también la profesión de una doctrina de la cual nos hacemos portavoces. Lo sacerdotal traiciona lo profético porque le da vida, porque lo hace real, porque suspende su absoluta sustracción mesiánica para realizar su interpelación, para darle sentido. La institución del orden sigue el orden de la institución: ante el llamado a la responsabilidad infinita del pensamiento radical, respondemos como podemos, articulando el pensamiento y, por ello, entrelazándolo con el capital simbólico disponible (ese capital que es, a la vez, vientre y sepulcro del pensamiento). Lo académico es, paradojalmente, el lugar donde el pensamiento se radicaliza en su escolarización: la misma palabra scholé (que es, a la vez, ocio y escuela) revela esta tensión entre la contemplación (theoría) y el adoctrinamiento, entre la sustracción de las lógicas de reproducción simbólica y la sumisión a sus leyes. En otra de sus conferencias, “La Universidad sin condición”,10 Jacques 10 Pronunciada en la Universidad de Stanford, en abril de 1998, en el marco de las Presidential Lectures. El título 51 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 Derrida vuelve sobre todo a esta responsabilidad de una comunidad de pensamiento, que se encuentra sobre todo en el ámbito de las Humanidades, y aún más en unas nuevas Humanidades atravesadas por el trabajo de la deconstrucción. Derrida subraya que la libertad académica es una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición: “La universidad hace profesión de la verdad; declara, promete un compromiso sin límite para con la verdad” (2002: 10). En un contexto de mundialización como el nuestro -mundialización que quiere ser una humanización-, vuelve a ser completamente imperativo pensar y problematizar el concepto de hombre, y estos cuestionamientos no pueden darse, como tal y sin condición, sin presuposiciones, sino en el espacio universitario de unas nuevas Humanidades. Aunque una Universidad sin condición no existe, de hecho, su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, intenta ser un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica, deconstructivafrente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos. El derecho a la deconstrucción es “el derecho incondicional a plantear cuestiones críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad de la cuestión, a la forma interrogativa del pensamiento” (2002: 12-13). Y ello implica el derecho a hacerlo afirmativa y performativamente, es decir, produciendo acontecimientos. Ahora bien, dada esta incondicionalidad, semejante resistencia podría oponer la universidad a un gran número de poderes, a todos aquellos (sobre todo) que, para Derrida, limitan la democracia por venir. He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la universidad sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo públicamente, a publicarlo. Esta referencia al espacio público seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con la Época de las Luces (2002: 14). inicial era: “El porvenir de la profesión o La Universidad sin condición (gracias a las Humanidades, lo que podría tener lugar mañana)”. 52 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 Hay, empero, en esta incondicionalidad una paradoja: si, en principio y de jure, la incondicionalidad constituye la fuerza invencible de la universidad, sin embargo, ésta nunca ha sido, de hecho, efectiva. “Debido a esa invencibilidad abstracta e hiperbólica, debido a su imposibilidad misma, esta incondicionalidad muestra asimismo una debilidad o una vulnerabilidad; (…) porque es ajena al poder, porque es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también de poder propio (2002: 16). En su independencia, la Universidad es una ciudadela expuesta; se ofrece, permanece expuesta a ser tomada, con frecuencia se ve abocada a capitular sin condición. “Porque no acepta que se le pongan condiciones, está a veces obligada, exangüe, abstracta, a rendirse también sin condición” (2002: 17).11 Por ello, es necesario no solo un principio de resistencia, sino una fuerza de resistencia y de disidencia, y ese principio de incondicionalidad se presenta, en el origen y por excelencia, en las Humanidades. La deconstrucción, desde este punto de vista, “tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las Humanidades como lugar de resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de principio de desobediencia civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia del pensamiento” (2002: 19). Y aquí Derrida acude a la noción de pensamiento, concepto clave que ya apareció en “Las pupilas de la Universidad”: “llamemos aquí pensamiento a aquello que a veces rige -según una ley por encima de las leyes- a la justicia de esa resistencia o de esa disidencia: es asimismo lo que pone en marcha o inspira a la deconstrucción como justicia” (2002: 19-20). Las reflexiones de Derrida vuelven a enfatizar el carácter paradójico de la Universidad (o, mejor, de la esencia académica de la Universidad): es 11 Es interesante notar que, a pesar de las inmensas diferencias filosóficas entre ambos autores, hay aquí una sintonía entre Jacques Derrida y Josef Pieper: “La fundación de la Academia platónica descansa en la idea de que el reino de la libertad creado por la teoría no podrá ser afirmado contra los poderes diabólicos y absorbentes de una voluntad de poder, que trata de hacer de todo lo real campo y materia bruta de planes útiles; de que la libertad de la teoría está indefensa y sin amparo, pues ocurre que se da, sobre todo, bajo la protección de los dioses” (Pieper, 1979: 191). 53 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 libre y sujeta a un mismo tiempo, su poder es impotencia, y su secreto es ya público. La Academia vive de la Polis, y a su pesar. Su paradójica misión es la de transformar el mundo en la soledad y en el mutismo de su meditación. Por esta razón, en razón de su razón, la Academia se sabe claustrofóbica, le teme con horror al encierro, al claustro. Vive enclaustrada, pero siempre ansiosa de salir de sus celdas. No puede con la soledad contemplativa: en la raíz de su desarraigo, clama por enraizarse. Y es que el centro de la academia es político, aunque reniegue de ello. La academia tiene ombligo: está herida de nacimiento por su dependencia umbilical a la ciudad que la ha nutrido. Y, como fruto de la Polis, la Academia rinde pleitesía a su progenitora, una pleitesía rebelde, adolescente, es cierto, pero pleitesía al fin. Se sabe fruto, se sabe engendrada, pero se sabe por ello también engendro. Fruto ambivalente de la Polis, la Academia lleva el nombre de su Padre en el exilio de su propio Hogar. Y, sin embargo, como un inverso Edipo, el destino de la Academia (y de nuestra Universidad, su más magnífica descendencia) se encuentra en salvar a su Padre de la muerte, a velar por la vida y la dignidad de la Polis, que no es sino la vida digna de las personas que la constituyen. 12 La Academia no puede, por lo tanto, no ser sino “humanista”: a pesar de los avatares de esta categoría, hoy más que nunca es preciso guardar lo humano, salvaguardarlo en su singularidad sin precedentes, en afirmarlo en su irreductibilidad a las lógicas del intercambio y del cálculo, inscribiéndolo también efectivamente en la organicidad de la ciudad. El humanismo no puede ser, ni nunca lo fue de otro modo, sino académico. El humanismo es producto y progenitor de las humanidades. Desde Platón hasta la Florencia renacentista, las academias fueron los centros en los que el hombre era vuelto a ser pensado por el hombre, donde la humanidad se Como escribe Guthrie, Platón “tenía la intención de que muchos de sus discípulos dejaran la Academia para dedicarse a la política, no para participar ellos mismos en la lucha por el poder, sino para legislar o aconsejar a los que estaban en posesión de él” (1998: IV, 33). 54 12 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 asumía como tal en su diferencia ontológica y, por tanto, en su responsabilidad como agentes cósmicos, que construían y cuidaban aquello mismo que llamamos cosmos. No hay mundo sin hombres, pero tampoco hay hombres donde haya (un) solo mundo. Pensar lo humano, pensarnos radicalmente supone abrir el mundo a sus imposibles, a los posibles que no aparecen en su actualidad y que, empero, prometen un porvenir. El humanismo, la academia, es utópico por definición: no solo no conoce lugar (o, más bien, su ambiguo lugar entre el centro y la margen urbana la denota como si no tuviera lugar), sino que piensa por fuera de todo espacio (sea geográfico, político, económico, y aún ético y lógico). La Academia recibe su dignidad de la dimensión in-munda que profesa: esa dimensión uránica que no conoce límites ni fronteras a la que dirigía su mirada el alado Platón. La dignidad de la Academia participa de la dignidad de las Ideas, no de aquellos conceptos con los que construimos nuestro mundo, sino aquellas Ideas que, por ser nuestro horizonte de sentido siempre irreductible y excesivo, permanecerán por siempre inaccesibles e inaprensibles. La Academia es la destinataria de este exceso que, a su vez, derrama sobre la vida de la Polis. En su destino utópico guarda el territorio de los hombres, protege el diferir del tiempo y de la historia, vela por la tensión entre la iteración y la novedad, entre la tradición y la innovación. Es, como decía Ortega, promotora de la historia. Vela también por los hombres, en su diferencia entre la singularidad y la ciudadanía, entre la subjetividad y la sujeción. La Academia no puede ignorarse como órgano de la ciudad, aunque se trate de un órgano peculiar, uno que es funcional y disfuncional al mismo tiempo; un órgano que da vida y da muerte a un tiempo. Un órgano que parece ser apéndice. Como en la alegoría platónica de la caverna, el académico no puede establecer su morada en el desierto de las Ideas, ni tampoco acomodarse las cadenas que lo someten a una vida de cavernícola. Y en esta bilocación de las instituciones académicas, que arman 55 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 su tienda entre la necesidad y la libertad, entre lo gratuito y lo preciado, entre lo inútil y lo útil, se encuentra la tensión que desgarra la existencia misma del hombre, esta existencia esencialmente fronteriza del ser humano. Las humanidades, como el nombre propio de la misión académica, no puede refugiarse, por ello, en su absoluta inutilidad, sino que se encuentra también al servicio de la ciudad. Es cierto, la categoría de lo útil no es sinónima de la de servicio, y esta diferencia debe ser aún mantenida y estudiada: sin embargo, uno podría afirmar, como lo hace Marshall, que la peculiaridad disciplinaria de las llamadas humanidades no las condena a la inutilidad, sino, por el contrario, las posiciona como lo más útil a nivel tanto vital como profesional.13 O uno podría afirmar, junto a Martha Nussbaum, que la importancia de estas disciplinas es que desarrollan las facultades de la imaginación, la empatía y el pensamiento crítico, bases de las virtudes cívicas de una sociedad democrática, siendo hoy más que nunca imprescindible volver a cultivarlas ante un escenario de reduccionismo economicista: “el futuro de la democracia a escala mundial pende de un hilo” (2010: 20). En la Academia el hombre se piensa a sí mismo para diferir de sí, en 13 En este artículo, Marshall indica lo vetusto de las metáforas del refinamiento y de la virtud con las que se juzgaba la importancia de las humanidades. Ante la crisis de una educación humanista, el autor critica el énfasis casi exclusivo puesto en la currícula para fortalecer las carreras humanistas, sin considerar los factores más importantes de la vida de los estudiantes y de su forma de aprender (sobre todo sin considerar la mayor importancia del maestro como modelo ético de vida, que los contenidos específicos de las asignaturas que dictan). Pero su argumento principal es que las humanidades representan la educación más importante y valiosa, tanto para la profesión como para la vida en su totalidad, ya que forma en las aptitudes más fundamentales de la vida, como el lenguaje, la comunicación, la moralidad, el pensamiento crítico, la paciencia en la resolución de problemas complejos, la tolerancia de la diferencia, etc. Mientras que las aptitudes más profesionales son las más sencillas de aprender, y se aprender en el trabajo mismo, las aptitudes que enseña el humanismo son las más necesarias para el desenvolvimiento profesional y vital de las personas, y solo pueden ser enseñadas en el tiempo y el espacio de las humanidades: de no aprenderlas en dichos ámbitos, difícilmente puedan aprenderlas alguna vez. De este modo, en una apología utilitarista de las humanidades, Marshall subraya la importancia de una educación humanista, dando vuelta la ecuación corriente de la importancia de una formación instrumental sobre una formación humanista. “It is disheartening to consider how common a scenario these words describe, when a humanities education that addresses the fundamental needs of self-development, self-command, and self-completion is available to students during the whole four years of their college education, the same four years in which outsiders from news analysts to high school counselors to everyone’s Aunt Matilda eagerly urge students en masse to concentrate on forms of education that carry the least utility in the world of human affairs both professional and personal” (Marshall, 2008: 142). 56 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 el gesto mismo de toda reflexión, que escinde al sujeto y lo espeja, lo pone frente a sí, y lo lanza hacia un futuro siempre por venir. En la Academia, el pensamiento es radical porque se piensa a sí mismo, hasta el punto de cuestionar su mismo privilegio de pensamiento, hasta el punto en que claudica de todo poder, en que se reconoce impotente. Nada de intelectualismo, por consiguiente. Se trata de pensar al hombre en su integralidad como hombre, en su ser habitante del mundo, en su ser extranjero de estas tierras de sombra, en su ser inteligente pero también sintiente y pasional, en su ser singular y su ser ciudadano, en su temporalidad y en su trascendencia. Ninguna tensión es extraña a la Academia, porque la entraña del hombre es retorcida. Si la Academia es humanista es, por lo tanto, porque siente su compromiso radical con el pensamiento radical, pero, sobre todo, porque este compromiso se profiere, se hace voz y clamor en la Plaza de los hombres, en los centros de poder, en el axis mundi que es y será siempre la urbe, la Polis. Para Ortega y Gasset, este compromiso de la Academia -y la Universidad- se comprende, ante todo, en su fuerza polémica contra la potencia de lo que llama “La Prensa”. En su contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, la Universidad se presenta como el “poder espiritual” superior frente a “La Prensa”, “representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez” (1994: 353). En este sentido, ante la barbarie contemporánea, Ortega concluye que, cuando asuma su vocación profunda, “volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora mejor: un principio promotor de la historia europea” (1994: 353, subrayado nuestro). Pero, ¿cómo puede lo académico ser principio promotor de la historia de Occidente? En sintonía con las reflexiones de Jacques Derrida, creo que la Academia, en su universalidad teórica y contemplativa, asume el destino histórico de los hombres para quebrarlo y abrirlo a sus posibilidades 57 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 impensadas e impensables. Los claustros son, a un tiempo, el lugar de la reclusión y el espacio de la participación: nada menos académico que la pura reclusión, y nada más contrario a ella que la simple sumisión a las lógicas sociales. Pensar la Universidad y la Academia es pensar las instituciones en las que el saber tiene lugar, pero también desde donde y hacia donde el saber confluye, bañando con su torrente la totalidad de la Ciudad. El saber, el conocimiento, no puede considerarse abstractamente, sino solo desde los agentes mismos del saber, agentes que son producto de una división del trabajo y que, como ciudadanos, trabajan y realizan su actividad en el seno de instituciones políticas. Pensar el pensamiento es, por ello, pensar las instituciones del conocimiento, cuya esencia académica se instancia en diferentes grados en las escuelas, los profesorados, las universidades, los laboratorios, las “academias”, etc. Pero pensar las instituciones del conocimiento sin remitirlas a su misión humanista, es decir, su servicio a las personas en su dignidad irreductible, en su sustracción a su ser ciudadano o meramente funcionario u órgano de un Cuerpo Político, es traicionar su misma esencia. El conocimiento, la ciencia, o está al servicio de la vida, o no es más que una nueva barbarie, la peor de todas por disfrazarse de civilización.14 Espacio de contradicciones y de ambigüedades, la Academia es el centro de una reunión silente de los humanistas, llamados a transformar la realidad histórica a través de su grito sordo, en la inoportuna insignificancia de sus palabras de futuro. No es posible pensar en la misión y la tarea del humanismo si no pensamos, a su vez, en las instituciones donde el humanismo se realiza, se hace histórico y real. La institución del humanismo, la Academia, determina el sentido y el significado mismo de Es interesante volver aquí a refrendar las reflexiones de Edmund Husserl (2008) sobre la “substrucción” del “mundo de la vida” por un “mundo geométrico”, operación que termina por entronizar un modo de hacer ciencia que atenta contra lo humano. Radicalizando el planteo de un “mundo de la vida”, Michel Henry (1987) denuncia la esencial barbarie de una ciencia desligada de la cultura, que no es sino la forma en que la vida se expresa a sí misma en la historia. 58 14 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 las humanidades, así como el corazón y el destino del humanismo marca y nombra la esencia de la Academia. El humanismo quiere ser el pensamiento de lo imposible, el pensamiento radical que posibilita el acontecer de lo humano en un momento más que performativo: el humanismo afirma lo utópico como el único lugar digno de llamarse, quizá, humano. Y este espacio utópico no es sino la Academia, como la comunidad de hombres que se encuentran a sí mismos en el tiempo compartido del diálogo, allí donde la palabra (logos) se traslada de uno hacia el otro (dia), para salvarlos a todos ellos del mutismo de los autómatas al que los somete la lógica de la administración política. Y, como espacio utópico, el destino de la Academia y del humanismo se sabe inalcanzable, se sabe lanzado al infinito, a una postergación sin realización. Lo humano se vela siempre, porque está amenazado de muerte desde su nacimiento. No hay promesa de redención que exima al humanismo de su responsabilidad. No hay aquí tiempo que reste… el utopismo humanista no conocerá jamás un fin ni un descanso; ni la Academia podrá desterrarse completamente de la tierra mientras haya un hombre que la habite. BIBLIOGRAFÍA ALTAMIRANO, C. (2013). Intelectuales: Notas de investigación sobre una tribu inquieta. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. DERRIDA, J. (1994). “Las pupilas de la Universidad: El principio de razón y la idea de universidad”, en: Vattimo, G (ed). Hermenéutica y Racionalidad. Bogotá: Norma, pp. 165-210. DERRIDA, J. (2002). La Universidad sin condición. Madrid: Trotta. FULLER, S. (1999). “Making the University fit for critical intellectuals: Recovering from the ravages of Postmodern condition”. En: British Educational Research Journal, 25/5: 583-595. 59 Contemporânea – Revista de Ética e Filosofia Política, Caruaru, v. 3, n. 1, p. 31-60, jan./jun. 2017. ISSN 2447-0961 GUTHRIE, W. K. C. (1998). Historia de la Filosofía Griega. 5 tomos. Madrid: Gredos. HENRY, M. (1996). La barbarie. Madrid: Caparrós. HUSSERL, E. (2008). La crisis de las ciencias europeas fenomenología trascendental. Buenos Aires: Prometeo. y la MARSHALL, G. (2008). “Humanities Education Then, Now, and Why: Educational Metaphors”, En: South Atlantic Review, 73/4: 117-145. NUSSBAUM, M. (2010). Sin fines de lucro. 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