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LA CLAUSTROFOBIA DE LA ACADEMIA
Martín Grassi1
RESUMEN: El destino de Occidente se juega en su compromiso con las
exigencias de la razón. La Academia, cuyo fruto más poderoso ha sido la
Universidad, es el espacio donde la Razón puede desplegar todo su
potencial. Sin embargo, esta potencia radical del pensamiento es, a la vez,
un elemento al servicio de la organización política y una fuerza anárquica
que amenaza con dinamitar sus estructuras mismas. Esta ambivalencia de
la razón explica la ambigüedad de la relación entre la Academia y la Política,
una relación de conflicto y tensión. La misión de la Academia, en última
instancia, será la de velar por la dignidad irreductible de los hombres, en su
sustracción respecto a las lógicas de la reproducción social y a las exigencias
económico-técnicas de la Ciudad. El lugar ambivalente de la Academia,
espacio por antonomasia de todo humanismo, es de alguna manera utópico,
un lugar imposible tanto de arrancarlo de la ciudad como de inscribirlo en
su centro. Pensar hoy el humanismo implica, por ello, pensar la Academia
como la “extraña entraña de Occidente”, pensar el destino mismo del
mundo occidental en el rescate del hombre respecto a su ineludible
instrumentalización y sumisión al orden económico.
PALAVRAS CLAVE: Academia, Universidad, Política, Humanismo, Utopía,
Razón.
ABSTRACT: The destiny of Western civilization depends on its commitment
to the exigencies of reason. The Academy, whose most prominent result
has been the University, represents the place where Reason can explore all
1
Martín Grassi es Profesor y Licenciado en Filosofía (Universidad Católica Argentina).
Doctor en Filosofía (Universidad de Buenos Aires). Es autor de Ignorare Aude! La existencia
ensayada (2012); (Im)posibilidad y (sin)razón: La filosofía, o habitar la paradoja (2014);
y de La comunidad demorada: Ontología, Teología y Política de la convivencia (2017). Ha
publicado una treintena de trabajos científicos en revistas especializadas y libros colectivos.
Es Investigador asistente de CONICET en la Academia Nacional de Ciencias de Buenos
Aires, y Profesor Adjunto de Teología Natural y Filosofía de la Religión en el Departamento
de Filosofía de la Universidad Católica Argentina.
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its potential. However, this radical potency of thought is, at the same time,
an element that serves the political organization, and an anarchic force that
threatens to detonate the very foundations of the State. This ambivalence
of reason explains the ambiguity of the relationship between the Academy
and Politics, a relationship full of conflicts and tensions. Ultimately, the
mission of the Academy is to guard human dignity, irreducible to the social
and technical logic of political organization. The ambivalent place of the
Academy, the womb of humanism, is an utopic place, in between the
margins and the centre of the State. To think on humanism, hence, implies
to think Academia as the “strange entrails of Western civilization”, and
entails the commitment to rescue humanity from its inescapable tendency
to be instrumentalized and subjected to the economic order.
KEYWORDS: Academia, University, Politics, Humanism, Utopia,
Reason.
I. El espacio del tiempo: el ocio de la Academia
La Academia es el ámbito del saber, es el espacio donde el saber se
produce, se reproduce, se propone; donde el saber se proyecta, se
programa, se promueve; donde el saber, también, se guarda, se cela, se
retiene. Se trata del saber, siempre del saber, del imperativo (del) saber.
Pero un “saber” que es, al mismo tiempo, un sustantivo y un verbo, una
acción y un objeto. La Academia es el “espacio del saber”: el espacio donde
uno está invitado a saber, y allí donde el saber se deposita. Es, sobre todo,
el espacio donde hay tiempo para el saber, donde el saber tiene tiempo,
donde el pasado de la ciencia se encuentra con el porvenir del pensamiento.
Es el espacio donde hay tiempo, donde el tiempo es el mayor de sus
capitales, donde el tiempo es el mejor de sus triunfos, y la más valiosa de
sus joyas. La Academia es el lugar donde nos damos el tiempo para pensar,
para reflexionar, para dejar que el tiempo pase, suceda, sin espera de
retornos ni cálculo de inversiones. La Academia es el lugar sin el urgente
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chronos, de ese tiempo ritual y lúdico cuyo enemigo mortal es el comercio,
el negocio, la negación pura y simple del ocio. La Academia es el lugar del
tiempo para el saber, para la contemplación, porque le cierra sus puertas a
la acción, a la Diosa Industria. Y esta sustracción, pareciera que el saber se
irrealiza, se exilia de lo que llamamos lo real. En palabras de Pieper,
“contemplar una cosa o ver una realidad filosóficamente debe significar
apartarse expresamente de todo lo que se llama vida práctica o vida real;
estas expresiones acuñadas parecen significar implícitamente que el puro
conocimiento de la verdad no es una tarea real” (1979: 180).
Pero ¿qué es la Academia? Podríamos comenzar interrogando la
palabra que la nombra. “Quien recibe un nombre, recibe un destino”, decía
Leopoldo Marechal, y me sorprende entender -una vez más- el peso
aplastante que ha tenido Platón en la historia de Occidente: “Academia” es,
en efecto, el nombre de la escuela que ha fundado Platón. Josef Pieper
afirma que “los caracteres internos y esenciales de la Escuela de Platón son
también el principio íntimo y conformador de nuestros centros académicos
de formación, o al menos así debería ser si quiere adjudicárseles con razón
el predicado de académicos” (1979: 178). La Academia -en su nombre, en
su espíritu- obedece al filósofo griego, nombra el espacio en el que los
hombres se conectan intelectualmente con las Formas e Ideas que revelan
los arcanos del universo, del hombre y de lo divino. La Academia es el
espacio en el que se vislumbra nuestra patria ideal, el territorio de lo eterno,
la ciudad de lo imperecedero. Y, como todo espacio de iniciación gnósticomística, se constituye la Academia gracias a los símbolos, ritos, ropajes,
ceremonias, títulos y jerarquías, sus dioses y sus héroes, su historia, sus
fundadores, sus hierógrafos y sacerdotes. Aún hoy, el esquema “religioso”
de los iluminados, los iniciados, y los ingresantes y aspirantes, ordena
elocuentemente las escalas y los ámbitos académicos. Hasta en el siglo XIX
y XX se ha llamado “profanos” a quienes no formaban parte del círculo de
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personas doctas. Volveremos más adelante sobre el sentido de este
bautismo platónico.
En esta continuidad entre lo místico y el saber, entre las aspiraciones
religiosas y las metafísicas, no es de extrañar que una de las Instituciones
más prominentes y nodales de la Academia sea la Universidad, nacida como
tal en el seno de la Europa medieval cristiana, de la matriz eclesial de los
monasterios. Las Universidades surgen como centros de formación y de
estudio teológico, reservado para las órdenes monásticas y para unos pocos
laicos privilegiados, y su sinuosa historia a través de los siglos sigue las
transformaciones sociales, políticas y religiosas que marcan el paso hacia la
modernidad. Pero esta continuidad entre lo místico y el saber, en una
racionalización del misterio y en una sacralización del saber se expresa
elocuentemente en la historia de la Universidad, pero se encuentra en el
corazón de la historia de Occidente. Y es que el destino de Europa es
indisociable de su vocación a la Razón, de su compromiso asumido e
incuestionable a las exigencias de la Razón. Por ello, Europa y su historia
está ligada a la Academia y a la Universidad y sus avatares, como también
a los modos en que lo académico fue ocupando los espacios centrales de su
vida, una vida que no puede sino entenderse como racional. Pensar la
Academia, por ello, es pensar Occidente, es pensar Europa, es pensar…
siempre pensar (y pensar la academia solo es posible académicamente).
I. La encrucijada de la Universidad, hoy
Con
la
Modernidad,
los
rasgos
de
la
Universidad
fueron
transformándose, pasando de representar el lugar de la teoría y del saber
contemplativo, propios de su momento fundacional en el medioevo, al lugar
de la formación técnico-profesional, donde lo importante es preparar a los
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ciudadanos para poder cumplir con las tareas esperadas en un contexto de
productividad e industria. Lo que llamamos “know-how”, el saber de los
procedimientos técnicos gracias a los cuales podemos producir resultados
deseables, pasa a ser la matriz de la formación profesional universitaria,
desplazando a un segundo lugar el know por el how, la theorein por la
techné. Sería interesante investigar el nacimiento de las “Academias”, como
aquellas instituciones que, dentro de un contexto productivo, se retira de
las pulsiones técnicas y económicas que dictan el ritmo del saber y de la
investigación, para volver a refugiarse en el ámbito desinteresado de la
teoría. En una especie de revancha, como el testimonio institucionalizado
de una traición, las modernas academias destierran en silencio a la
Universidad del espacio místico-gnóstico del que había surgido. La
Universidad es, hoy, otra cosa… ya no es academia. Allí no se inicia nada,
porque no hay nada que iniciar; nada se inaugura, todo se repite. Con una
estocada fatal y dialéctica, la Academia asesta su golpe contra la dignidad
de la Universidad: mientras que en la Academia encontramos el poder de
la pro-ducción de la verdad, en la Universidad encontraremos tan solo el
funcionamiento de la máquina fabril de la re-producción simbólica. Fiel al
espíritu platónico que le diera nacimiento, la Academia es el lugar uránico
de los tupos, de los sellos, de las formas, de los proto-tipos, de los arquetipos; la Universidad, por el contrario, es la tierra sublunar en el que dichos
tupos se realizan “a su modo”, en la imperfección de su imitación. El nexo
entre ambos planos, entre ambas realidades o mundos, lo opera el
elemento del demiurgo, de aquel que plasma la Forma en la Materia. ¿Y
quién es el demiurgo académico sino el profesor universitario? Extraño rol
el del demiurgo, atrapado en el juego de la Materia, atento empero a los
comandos de las Formas. Cierta esquizofrenia de docente, que pertenece,
a la vez, a las lógicas escolares de la reproducción y a las fuerzas heurísticas
de la producción; joven debate entre las tareas de investigación y las tareas
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docentes,
entre
las
competencias
académicas
y
las
competencias
pedagógicas del profesor universitario.
Ahora bien, aunque hoy se encuentre sometida a esta lógica de la
profesionalización al servicio de las necesidades políticas de los Estados, al
servicio también de las necesidades de un mundo en vías francas de
globalización y homogeneización, la Universidad mantiene aún su vocación
al saber y al pensamiento. Es cierto que, de todos los frutos de la Academia
o, mejor, de todos los espacios inspirados por el espíritu académico, la
Universidad
ha
sido
el
que
más
ha
sufrido
esta
sumisión
a
la
instrumentalización, y ello por una sencilla razón: ella es la única que puede
habilitar profesionalmente a los ciudadanos. En la Universidad encontramos
no solo ya el espacio donde el saber se comparte y se produce, sino el lugar
donde se tipifica a los ciudadanos como doctos. Ya desde la Edad Media, la
Universidad definía políticamente las competencias necesarias para ser
doctor, y establecía quién lo era y quién no. A medida en que la modernidad
avanzaba, dada la complejidad de los estratos sociales, la necesidad de un
criterio homogéneo y único para la división efectiva del trabajo fue
intensificando esta función legitimadora y tipificadora de la Universidad. Es
cierto que también las “Academias” cumplían este rol definitorio, pero su
trabajo se daba en un nivel simbólico superior, donde la habilitación ya no
estaba en cuestión, sino que se trataba de una producción de dignidades
en el seno de la comunidad de doctos. En todo caso, la historia de la
Universidad la ha llevado a esta encrucijada en la que se encuentra hoy,
encrucijada que, como tal, no puede ser sino decidida, resuelta, en el
sentido ético de una decisión y de un compromiso. La decisión a la que la
Universidad se enfrenta hoy es la de, o bien tomar el camino de una
absoluta profesionalización, o bien la de profesar su fe en el saber, como
aquello que se mantiene irreductible a la mera instrumentalización.
Es interesante rescatar, en este sentido, las
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observaciones de José Ortega y Gasset, quien, ante el sentido y la misión
de la Universidad, apunta tres consideraciones centrales: 1) la Universidad
es el lugar de la profesionalización; 2) pero debe guardar que la formación
profesional sea, también, la formación de los hombres del tiempo presente,
es decir, velar por su culturalización, su pertenencia consciente a la
cosmovisión de su tiempo; 3) la ciencia, sin embargo, tiene una dignidad
inmaculada, que las pretensiones universitarias no deben mancillar, aunque
la vida de la Universidad dependa íntimamente de la ciencia y el
pensamiento. De esto último se sigue que “la investigación científica, no
pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias
de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas” (1994: 336).
Pretender lo contrario implica confundir cultura, ciencia y profesión
intelectual. La ciencia se encuentra en una dimensión heterogénea, no solo
respecto a la Universidad, sino también respecto al hombre medio.
La ciencia es una de las cosas más altas que el hombre hace
y produce. Desde luego es cosa más alta que la Universidad
en cuanto ésta es institución docente. Porque la ciencia es la
creación, y la acción pedagógica se propone sólo enseñar esa
creación, transmitirla, inyectarla y digerirla. Es cosa tan alta
la ciencia, que es delicadísima y -quieras o no- excluye de sí
al hombre medio. Implica una vocación peculiarísima y
sobremanera infrecuente en la especie humana. El científico
viene a ser el monje moderno (1994: 337, subrayado
nuestro).2
La Ciencia, que es otro nombre para decir Razón y Pensamiento, es
para Ortega un acto creativo, una actividad de una dignidad tal que la
sustrae del medio de la gente y de la gente media. La simbología pertinente
a la ciencia es, por ello, de carácter religiosa: el científico es un monje
moderno y la Academia, su claustro. En la constelación académica, empero,
la Universidad ocupa el centro de una red de espacios de pensamiento (sean
2
La referencia aquí a lo delicado de la ciencia, que se desprende de su dignidad, hace pensar también en la paradoja
de la fuerza incondicionada de la Universidad de la que hablaremos más adelante, que como incondicional es, a la
vez, impotente, y por tanto completamente vulnerable, de la que habla Derrida en La Universidad sin condición,
como veremos más adelante.
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seminarios, laboratorios, academias, etc.), sin, por ello, absorber estas
periferias vivificantes en lógicas en última instancia utilitarias, motivadas
por su labor docente de reproducción simbólica.3 La importancia de una
reflexión en torno a la Universidad y su maridaje con el pensamiento (y no
ya solo con la profesión) se juega porque, para Ortega, hay una absoluta
interdependencia entre el destino de Occidente y la vocación a la Razón:
“La Universidad es el intelecto -y, por lo tanto, la ciencia- como institución,
y esto -que del intelecto se haga una institución- ha sido la voluntad
específica de Europa frente a otras razas, tierras y tiempos; significa la
resolución misteriosa que el hombre europeo adoptó de vivir de su
inteligencia y desde ella” (1994: 350). En torno a la Universidad, por ello,
deben establecer sus campamentos las ciencias (laboratorios, seminarios,
etc.), las cuales han de constituir “el humus donde la enseñanza superior
tenga hincadas sus raíces voraces” (1994: 351). Pero que se encuentren
estas instituciones alrededor de la Universidad no debe llevarnos a
confundirlas con su centro. Se trata de dos órganos distintos y correlativos
de una fisiología completa, “solo que el carácter institucional compete
propiamente a la Universidad: la ciencia es una actividad demasiado
sublime y exquisita para que se pueda hacer de ella una institución” (1994:
351). Dado su carácter creativo, “la ciencia es incoercible e irreglamentable”
(1994: 351). Pero es esta creatividad del pensamiento la que da vida a la
Universidad: utilizando una metáfora biológica, Ortega afirma que “la
ciencia es la dignidad de la Universidad, más aún, es el alma de la
Universidad” (1994: 351).
Esta misma preocupación por la función de las Universidades y el
estatuto de la ciencia en el ámbito de la cultura y de la política puede
encontrarse, desde otra perspectiva y desde una inquietud diferente, en los
“La ciencia, al entrar en la profesión, tiene que desarticularse como ciencia, para organizarse, según otro centro y
principio, como técnica profesional” (1994: 341).
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trabajos de Steve Fuller, quien distingue entre plebisciencia y prolesciencia
para describir dos posibles actitudes frente al conocimiento: una motivada
por las exigencias de la investigación, la otra por las exigencias de la
enseñanza. Para Fuller, en cierta sintonía con Ortega, lo que es importante
es considerar el nivel de conocimiento y de cultura presente en la
ciudadanía, y no en los centros de investigación, por lo cual la Universidad
debe asumir su misión de hacer accesible el conocimiento a la sociedad en
su conjunto, en un doble movimiento de culturizar la ciencia y de cientificar
la cultura.4 Un elemento interesante, en una comparación en principio
forzada entre ambos pensadores, es que la figura de August Comte parece
estar detrás de ambos. En plena Ilustración, es Comte quien convierte a la
cultura de Occidente en una cultura científica, donde la ciencia es el
verdadero destino y la auténtica esencia de Occidente; pero es también
Comte el fundador de la sociología, el pensador que confía en que la ciencia
es también elocuente respecto al orden social y político. Las metáforas y
símbolos religiosos no tardan en aparecer en el programa comtiano, en una
4
Fuller distingue entre plebiscience y prolescience como dos orientaciones políticas del conocimiento. Mientras que
la primera es la “actitud natural” de la academia, que trata a la educación meramente como algo adjunto a la
investigación, la segunda es la actitud inversa, que evalúa la investigación en términos de su capacidad de ser enseñada
(teachability). La cuestión crítica de la epistomología, que consiste en historizar las currículas de la enseñanza y
mostrar los mecanismos de distribución de los conocimientos, es ignorada por la “plebisciencia”, que asume que
cualquier fricción en el proceso de diseminación se debe a profesores incompetentes o a malos estudiantes. La
“prolesciencia”, en cambio, juzga como una aberración histórica, producto de una mímica del sistema capitalista, a
la plebisciencia, que reduce el valor público del conocimiento a condiciones privadas de su producción. La
prolesciencia encuentra que el modo de medir el estado de conocimiento en la sociedad es por lo que sabe el
ciudadano ordinario, no por lo que sabe el experto. “The prolescientific task of inquiry is to render new knowledge
claims compatible with as many different background assumptions as possible” (1999: 593). Esta tarea implica
disolver la distinción tajante entre la enseñanza y la investigación y, en términos sociológicos, implica un proceso
doble: por un lado, la des-mitificación, que revela las razones históricas por las que un programa de investigación
llega a considerarse una forma valiosa de conocimiento; por otro lado, la des-tradicionalización muestra que este
conocimiento puede ser asimilado y usado por una variedad de programas de investigación, con una finalidad
muchas veces diferente a la que lo había originado. “In the long run, success for the prolescience perspective would
amount to converting the pedagogy of all the academic disciplines into the model followed by the humanities and
the softer social sciences. It would make the dissemination of new knowledge in the larger population a prerequisite
to any claims to epistemic progress (…). Education would no longer be the mere handservant of research but rather
take an active role in checking the worst tendencies of research to become overspecialized and overcommitted to
certain domains of inquiry at the expense of others” (1999: 593). “If there is a role for critical intellectuals in academic
life today, it is in terms of spreading this ‘prolescience’ mentality in whatever discipline they happen to practice and
resisting all attempts to sever the evaluation of research from that of teaching” (1999: 595).
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especie de soteriología cientificista. Sin embargo, una preocupación que
parece agrupar a los tres pensadores es el estado de divorcio entre el
avance científico y el estado cultural de la sociedad, perdida ante una
diseminación de los saberes científicos, inaprehensibles por su nivel de
especialización. En efecto, para Comte era preciso buscar las estrategias
para evitar la especialización y particularización de las disciplinas, que
amenaza con destruir a la ciencia misma. Para ello, eran dos sus propuestas
centrales: primero, una consideración histórica de la ciencia que entienda
la investigación en su dimensión progresiva; segundo, que exista un nuevo
oficio científico responsable de considerar la totalidad del mapa científico en
sus fundamentos, habilitando la posibilidad de articular las especializaciones
en un todo orgánico.5 Tanto Fuller como Ortega proponen exactamente lo
mismo respecto a una visión integral e histórica de la ciencia, que la
entienda en su lazo con la cultura de un Pueblo, y con Comte, ambos se
preocupan en la cuestión eminentemente pedagógica de la Universidad para
lograr una simbiosis entre ciencia y cultura. Es de notar que Fuller es
nombrado en 2011 como titular de la August Comte Chair in Social
Epistemology en la Universidad de Warwick.6 En todo caso, la encrucijada
de la Universidad, entre el saber y la utilidad, entre la contemplación y la
servidumbre, entre lo esotérico y lo exotérico, parece no encontrar aún una
solución.
I.
La extraña entraña de Occidente: la Academia
En una conferencia pronunciada en la Universidad de Cornell, “Las
pupilas de la Universidad”, Jacques Derrida alude a los fundamentos
abisales de la Universidad, a su principio de razón que es también su esencia
5
6
Cf. Curso de Filosofía Positiva, Lección Segunda.
https://en.wikipedia.org/wiki/Steve_Fuller_(sociologist) (consultado el 05/07/2017).
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impensada. Retomando las reflexiones de Heidegger sobre el fundamento
(en Der Satz von Grund), Derrida afirma que la Universidad se funda en la
tesis del fundamento sin que el principio de razón se encuentre pensado,
interrogado e investigado en su proveniencia. “Esta disimulación del origen
en lo impensado no afecta el desarrollo de la Universidad moderna, sino
todo lo contrario” (1994: 185). Todo el proceso científico se desarrolla sobre
un
abismo,
sobre
un
fundamento
cuyo
fundamento
mismo
debe
permanecer invisible e impensado.
El esquema del fundamento y la dimensión de lo fundamental
se imponen en el espacio de la Universidad por varias razones,
ya se trate de su razón de ser en general, de sus misiones
específicas o de la política de la enseñanza y de la
investigación. Cada vez está en juego el principio de razón
como principio de fundamento, de fundación o de institución
(1994: 185).
Derrida quiere, en esta conferencia, despertar o establecer la
responsabilidad, en la Universidad o ante ella. El principio de razón es
interpretado desde el valor informativo o instrumental del lenguaje. Pero no
se trata de contraponer la dimensión instrumental con algún tipo de origen
pre-instrumental (auténtico y propiamente poético) del lenguaje: “al igual
que el nihilismo, el irracionalismo es una posición simétrica y, por ende,
dependiente del principio de razón” (1994: 195). Hay que plantear estas
cuestiones, de todas maneras, para preservar a las humanidades de su
reducción tecnológica, y para “preservar el recuerdo de lo que es muy
anterior y está mucho más oculto que el principio de razón” (1994: 196).
Para ello, es preciso una labor de deconstrucción. Una actitud que se percibe
como una amenaza por quienes no han intentado “comprender la historia y
la normatividad de su propia institución, así como la deontología de su
propia profesión: no quieren saber cómo se ha constituido su disciplina,
especialmente en su forma profesional moderna, desde el principio del s.
XIX y bajo los auspicios del principio de razón” (1994: 196). Pero lo que
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propone Derrida es una nueva afirmación y una nueva manera de asumir
las
propias
responsabilidades.
“Se
puede
hablar
de
una
nueva
responsabilidad a la que me refiero únicamente apelándose a ella; se trata
de la responsabilidad de una comunidad de pensamiento para la cual la
frontera entre investigación fundamental e investigación finalizada ya no
está definida, o por lo menos no lo está en los mismos términos de antes”
(1994: 197, subrayado nuestro). Se trata, pues, de una comunidad que
interroga la esencia de la razón y del principio de razón por mor del
pensamiento. A su parecer, estas nuevas responsabilidades no pueden ser
solo académicas. “Si es tan difícil asumirlas, si son tan precarias y están tan
amenazadas depende del hecho de que simultáneamente tienen que
conservar la memoria viva de una tradición y abrirse a lo que va más allá
de un programa, es decir, a lo que se denomina el porvenir” (1994: 199).
Y esta responsabilidad no depende de la sociología del conocimiento o de la
politología, las cuales reposan aún sobre el principio de razón y sobre el
fundamento esencial de la Universidad moderna, siendo esencialmente
dependientes de la institución que quieren interrogar, es decir, son “intrauniversitarias”. Se trata no solo de formular las preguntas sobre el
fundamento o abismo del principio de razón y de la Universidad, “sino de
prepararse para transformar de manera coherente las formas de escritura,
la escena pedagógica, los procedimientos de interlocución, la relación con
las lenguas, con las demás disciplinas, con la institución en general, con su
exterior y con su interior” (1994: 200-201). Y para ello no hay que
abandonar el rigor profesional y el imperativo de la competencia
profesional, que están en el corazón de la tradición universitaria. “Hay un
doble gesto, un doble postulado: asegurar la competencia profesional y la
tradición más seria de la Universidad a pesar de ir lo más lejos posible,
tanto teórica como prácticamente, en el pensamiento abismal de lo que
funda la Universidad” (1994: 201).
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El pensamiento corre, pues, riesgos: “no puede producirse por fuera
de las condiciones históricas, técnico-económicas, político-institucionales y
lingüísticas; por tal motivo un análisis estratégico realmente cuidadoso
tiene que esforzarse por prevenir esta reabsorción” (1994: 202). Derrida se
limita a la doble cuestión de la “profesión”: 1) la misión esencial de la
universidad, ¿es producir competencias profesionales? 2) ¿Tiene que
garantizar la Universidad la reproducción de la competencia profesional y
definir sus condiciones? “La nueva responsabilidad del pensamiento de la
cual hablamos no puede dejar de estar acompañada, por lo menos, por una
actitud de reserva, incluso de rechazo, respecto de la profesionalización de
la Universidad en estos dos sentidos, y especialmente en el primero, que
coordina la vida universitaria y la oferta y demanda del mercado del trabajo,
regulándose según un ideal de competencia completamente técnica” (1994:
203). Pero hay que cuidarse de caer en las formas tradicionales que
jerarquizan político-técnicamente a las disciplinas y a los hombres en
“castas”. Un pensamiento de la anarquía amenaza con reproducir o producir
las jerarquías (la casta de los sabios, la de los esclavos trabajadores). “El
pensamiento requiere tanto el principio de razón como el más allá del
principio de razón, la arché como la anarquía; entre los dos sólo puede
decidir, con la diferencia de un soplo o de un acento, el poner en obra este
pensamiento” (1994: 206). De aquí que la decisión del pensamiento no
pueda ser un evento intra-institucional, un momento académico.
Para el filósofo francés, todo esto no define un apolítica, ni tampoco
una responsabilidad; en el mejor de los casos define una sabiduría negativa,
de alerta. La Universidad nunca gozó de una autonomía absoluta. “Por más
de ocho siglos, Universidad ha sido el nombre atribuido por la sociedad a
una
especie
de
cuerpo
suplementario
que
ésta
ha
querido,
simultáneamente, proyectar fuera de sí y preservar cuidadosamente en sí,
emancipar y controlar” (1994: 206-207, subrayado nuestro). En este doble
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sentido, se consideraba que la Universidad representa a la sociedad; pero
la ha reflejado únicamente dándole la posibilidad de la reflexión, es decir,
también de la disociación. “El tiempo de la reflexión es también la
posibilidad de considerar las condiciones mismas de la reflexión a todos los
sentidos de la palabra” (1994: 207). Este tiempo es heterogéneo con
respecto a lo que refleja, y aunque se dé en la Universidad, quizá no
pertenezca a su historia, se trate de un instante, de una mirada instantánea
o un parpadeo. Así, se trata de la imposible tarea de “conservar la memoria
y conservar la posibilidad”. En tiempo de crisis, cuando la institución es
observada atentamente, “el desafío de pensar reúne en el mismo instante
el deseo de revivir la memoria y la exposición al porvenir” (1994: 208).
El gesto de Derrida es significativo en tanto que, al mismo tiempo,
reafirma la vocación política de la Universidad como formadora, pero
también su llamado al pensamiento como su destino más alto. Tomando la
idea derridiana de un cuerpo suplementario, me gustaría proponer la
reflexión en torno a lo académico desde la idea de extrañeza. A mi modo
de ver, hay algo extraño en la Academia (en su sentido amplio), algo que
subraya la extrañeza de esta institución en el seno de una sociedad regida
por el cálculo de intereses y el ideal pragmático y técnico de toda actividad
humana.7 Esta des-ubicación radical de la Academia en medio de la
cartografía político-cultural contemporánea la obliga a la reclusión, a
sustraerse de las lógicas sociales, a los intereses económicos y productivos.
Por albergar lo extraño en ella, la Academia misma se enajena, se aliena,
se transforma en una especie de monstruo, que aterra y fascina a un mismo
tiempo. Pero, ¿qué es esta entraña extraña que destierra a la Academia y
la desplaza hacia las afueras de la ciudad? Es de extrañar, también, que
esta topología de la Academia, como puede verse en su fruto más poderoso,
“Lo distintivo [de lo académico] es, sobre todo, ese estar libre de cualquier fin utilitario; en esto consiste la libertad
académica, sofocada tan pronto como las ciencias se convierten en pura organización finalista de una agrupación de
poderes organizados” (Pieper, 1979: 186).
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la Universidad, ya se encuentre en el Medioevo, y que aún hoy se haga
patente, sobre todo, en las universidades norteamericanas, que se sitúan
en general en las afueras de las grandes ciudades, generando por su caudal
de alumnos y trabajadores, las llamadas “ciudades universitarias”. Sería
interesante indagar el mismo nombre de campus para referirse al espacio
universitario, donde los alumnos y docentes en general no solo estudian,
sino viven, y donde su vida está marcada por el (des)interés del saber.
¿Qué es, pues, aquello extraño que extraña a todos los miembros de la
comunidad universitaria, y los sustrae de la vida diaria de la Polis? El hecho
de que los “universitarios” no trabajen es ya signo suficiente de esta
extrañeza política por la cual, durante cuatro o cinco años, los jóvenes se
retiran del ámbito productivo-laboral para dedicarse a la formación
profesional. Los jóvenes se recluyen para ser in-formados (la Universidad
es, de nuevo, el lugar del tupos, o mejor, la máquina tipográfica por
antonomasia); se retiran, como si se tratara de un tiempo religioso en el
que se da una regeneración, una muerte del niño inepto para el nacimiento
del adulto competente; se alejan de la Polis, es cierto, solo para luego poder
desempeñar su imprescindible rol político. Aquí, la tensión entre lo Político
y lo Universitario es aún más difusa que en el caso de los Monasterios (de
donde surgen las Universidades), puesto que la reclusión no apunta a un
Reino Eterno, fuera de este mundo, sino que representa una etapa de
preparación para la habitación definitiva en la Polis humana.
Pero ¿qué es aquello que extraña a la Universidad, que la convierte
en una reclusa? ¿Y qué es aquello que, al mismo tiempo, le permite andar
a sus andas por el mapa de la ciudad? Porque el drama de la Universidad
debemos buscarlo -más que en los problemas que recién apenas
mencionábamos- en la misma naturaleza académica de esta institución.
Como si se tratara de un engendro, la Universidad es Hija de Occidente,
pero una de carácter muy particular. Europa ha engendrado la Universidad,
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pero no puede terminar de reconocerla como propia, no puede mirarla a los
ojos y abrazarla sin más. ¿Qué es, de una vez, el elemento enajenante? ¿Y
qué es aquello que la hace tan entrañable? Aquello que es, a la vez, extraño
y familiar en la Universidad es la Razón. En su ambivalencia monstruosa, la
Razón es, a un tiempo, aquello que sirve a la Polis (entendida como
construcción y gestión de una comunidad autárquica) y aquello que es,
esencialmente, indómito. Esclava y señora a un mismo tiempo, la Razón
fascina y atemoriza por su naturaleza imprevisible, por las fuerzas
dionisíacas que amenazan siempre por desbordarse, por salirse del cauce
programado, por rebelarse ante cualquier mandato y cualquier Ley. Y es
que la Razón es la fuente de toda Ley y, por ello, lo absolutamente
anárquico.
La
Universidad,
Eugenia
de
la
Academia,
alberga
indiscerniblemente en sí el principio político y el principio anti-político, y la
muestra en toda su dimensión destructora. Como la diosa Shiva, da vida al
tiempo que la quita, da muerte y da vida. Lo inquietante de la Academia
reside en que, como afirmaba Schelling respecto a la naturaleza de lo
siniestro, manifiesta lo que debía quedar oculto y secreto:8 la Academia
revela la anarquía detrás de todo arché, la potencia anárquica del principio
de razón.
La
política
no
está
cómoda
con
esta
esencial
rebeldía
del
pensamiento. La política moderna, en especial, definida por un paradigma
completamente administrativo, donde lo central es la gestión de los
recursos disponibles, es completamente hostil a esta ambivalencia de la
Universidad, motivada a la vez por su utilidad y por su llamado a la
contemplación. Ante esta peligrosa ambivalencia, el único modo eficaz de
garantizar la paz social y el buen funcionamiento del Cuerpo Político es
reducir
la
Razón
a
su
carácter
instrumental
y
operatorio.
Maquiavélicamente, lo político honra a la razón en aquello que le exige;
8
Citado en Freud, Sigmund. “Lo siniestro (1919)”, en Obras Completas, tomo 13, p. 2487.
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dignifica a la razón en lo que tiene de esclava. La gestión de la comunidad
política
se
sirve,
entonces,
de
la
racionalidad
reducida
a
su
instrumentalidad. En efecto, la razón es laureada por su obra científicotécnica, gracias a la cual los sistemas productivos encuentran soluciones a
sus problemas y nuevas estrategias para la maximización de sus intereses.
La Universidad, por ello, es asimilada e incluida en la dinámica sociopolítica
gracias a su capacidad de formar operadores, es decir, personas que tengan
el know-how necesario para la persecución y la consecución de las metas
administrativas. Así, en tanto que se logre doblegar el elemento anárquico
de la Razón a los dictados de la Polis, la Universidad será considerada una
de las instituciones más preciosas de Occidente. Pero basta que el elemento
extraño que vive en ella permanezca indómito para que peligre el edificio
completo de lo político. En última instancia, siempre se trata de las bases,
de los fundamentos. Aquí la arquitectura política quiere bastarse a sí misma,
quiere ordenar todo saber y toda actividad desde su propia axiomática: para
que el Cuerpo Político no enferme, no quede in-firme, es necesario
garantizar la armonía de las partes y, para ello, es preciso que el principio
de unidad opere con absoluta eficacia. Y es en el orden del arché, de la
técnica de los principios, que es la arquitectura, donde irrumpe la amenaza
de la Razón: el principio de razón, que atraviesa la historia de Occidente,
es también la razón del principio. En última instancia, en primera instancia,
la Razón siempre está en el principio, es, a la vez, expresión y fuente de
todo principio. Y en la comprensión de su vocación arcaica, de su misión
fundamental, la Razón se sabe origen sin origen, principio anárquico. Su
propio funcionamiento operatorio depende de su dependencia respecto de
sí: es la razón la que se dicta a sí misma los principios de cómo operar,
siendo dichos principios productos de su operación. No hay, por ello, forma
de doblegar a la Razón si no es por la Razón misma, es decir, por la
definición racional de lo que es racional; una decisión racional, al fin y al
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cabo, pero una decisión al fin. Todo el edificio político no puede sino
enfermarse de razón.
A conciencia de la inutilidad y futilidad de sus intentos, la Polis
mantiene la Universidad, al mismo tiempo, a lo lejos y bajo vigilancia
estricta. Los modos en que lo político rige lo universitario ha cambiado a lo
largo del tiempo. Antes eran las autoridades regias o eclesiales las que, con
sus edictos, regulaban la actividad universitaria, prohibiendo doctrinas,
censurando profesores, echando alumnos, indexando libros, etc. Hoy en
día, donde la idea misma de soberanía está en franca crisis, son otros los
mecanismos los que regulan la universidad, mecanismos más sutiles e
invisibles, pero no por ello menos eficaces. El mecanismo principal es el de
la
financiación
económica:
dado
que
los
mismos
docentes
son
“trabajadores” universitarios, las expectativas de su rendimiento son
definidas según criterios completamente interesados, que delimitan desde
el estilo mismo de su investigación hasta los espacios donde debe
compartirlos. Claro que, hoy en día, un docente puede escribir lo que le
parezca, aún puede decir en clase lo que le plazca, sin un temor demasiado
serio de ser apartado (el derecho laboral y el derecho a la libertad de
cátedra motivan esta seguridad del docente): pero teme, debe temer, por
el éxito de sus proyectos, por el retorno de sus papers, por la aceptación
de sus trabajos en los eventos, etc. En un sistema asaz complejo, los
referatos académicos están compuestos no solo por pares docentes, sino
por fundaciones, editoriales, empresas de indexación, consultoras, etc. Los
intereses económicos y políticos son tan fuertes que el éxito profesional del
docente universitario es inversamente proporcional a su capacidad crítica y
creativa. Ya lo sabemos: la mejor forma de neutralizar una amenaza es
sumirla a la propia lógica (¡puesto que es el logos lo que amenaza, hay que
dejarlo fuera de juego en su propia cancha!).
Al mismo tiempo, la vocación anárquica de la Razón se realiza en la
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Academia y, como toda institución política, lo académico (siendo la
Universidad, a la vez, uno de sus frutos y una de sus matrices) vive de la
Polis, se nutre de su vida y es parte de su organización: la academia piensa
como la Polis, depende de su logos. El hombre del saber, el académico, es
también un producto de la organización política, un resultado de la división
del trabajo. Sería iluso pensar que el hombre del saber es una especie que
se sustrae completamente a las lógicas de la producción y de la estatización
(aunque su vocación apunte a sustraerse de estas lógicas). El pensamiento
radical, la vocación incondicional del académico, está enraizado en su
tradición cultural, política y económica. El hombre que piensa es, también,
humano, demasiado humano. Ciertamente, se trata de un hombre especial,
en tanto que su función social es, también, una función anti-social; su lugar
es, de algún modo, el destierro o el exilio. No es azaroso que, desde antiguo,
el filósofo (otro nombre para decir hombre de saber, o académico) haya
sido considerado como un hombre que participa de la vida divina y, por ello,
capaz de vivir en la soledad y a distancia de la urbe. El vínculo semántico
con lo sacerdotal y lo profético es, por esta razón (esta razón, que se
considera sobre todo divina, más que humana), muy fuerte, y se expresa
desde la idea del “monje moderno” orteguiano hasta la de los clercs,
nombre con los que llama Julien Benda a los intelectuales (Altamirano,
2013: 39-42).
II.
La claustrofobia de la Academia
¿Cómo entender, entonces, a la Academia? ¿Cómo pensar esta
institución que se resiste a la organicidad y, sin embargo, vive del Cuerpo
Político? Volvamos al inicio y retraigámonos hasta los avatares mismos de
la palabra academia. La Academia era la escuela que funda Platón en el 387
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a.C., quien, ante la corrupción de la clase gobernante, asumió la tarea de
filósofo y educador con la esperanza de formar ética y políticamente a los
futuros líderes de la Polis. Aunque la Academia platónica no tenga paralelos
con ninguna institución moderna, incluida la universidad, “los paralelos más
cercanos son probablemente nuestras antiguas universidades, o, más bien,
sus facultades, con las características que han recibido del mundo medieval,
en particular sus conexiones religiosas y el ideal de la vida en común,
especialmente las comidas” (Guthrie, 1998: IV, 30). La Academia se
encontraba en las afueras de Atenas, a una milla de sus murallas, y recibe
su nombre por su cercanía al jardín dedicado al héroe mitológico Academos.
La consideración topológica y jurídica no son insignificante: la escuela de
Platón tenía la estructura de una sociedad cultual, religiosa,9 y, aunque las
razones de su ubicación puedan ser varias, no es para desestimar que, por
su vocación contemplativa, teorética, se encontrara alejada del bullicio del
comercio urbano.
Pero su bautismo es aún más llamativo: aun cuando la escuela se
sustrajese al orden de lo político, y su destino sea, ante todo, crítico, su
vida misma está marcada por la figura de un héroe mitológico.
Paradojalmente, el símbolo patrio y político, vinculado con una religión que
es también sustento y fundamento de la sociedad ateniense, nombra el
lugar donde toda atadura a los operadores simbólicos queda en suspenso.
¿Acaso no es llamativo que Platón haya fundado su escuela a la sombra de
los verdugos simbólicos de Sócrates, condenado justamente en nombre de
dichos dioses y héroes nacionales? ¿Traiciona Platón el espíritu de su
maestro, llamado en su libertad a cuestionar los estamentos de poder
atenienses? ¿Acaso el apologeta de Sócrates transformó el grito profético
9
Parece que era un requisito legal de su tiempo el registrar una sociedad que tuviera su tierra y locales propios,
como la de Platón, como thíasos, una asociación de culto dedicada al servicio de alguna divinidad. Platón eligió a las
Musas, que ejercían el patronazgo de la educación, y el Museion o capilla de las Musas era en ese entonces una
característica normal de las escuelas.
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del tábano de Atenas en una estructura sacerdotal, en connivencia con las
autoridades políticas? No se trata aquí de meras denuncias o calumnias
baratas. Más bien se trata de pensar el orden de la institución: un
pensamiento radical no puede sino quebrar un orden establecido y
prometer, en vacío, como pura posibilidad, un compromiso para con un
porvenir; el llamado del pensamiento radical es un llamado a la
responsabilidad infinita, un llamado a asumir lo infinito como tarea. El
compromiso del pensamiento es el pensamiento del compromiso. Pero,
como tal, carece de contenido definido, carece de estructura dogmática o
axiológica. Para que el compromiso del pensamiento se realice es preciso
instaurarlo, es preciso la fundación de una doctrina, de un sistema de
pensamiento (y, por ello, el olvido de la radicalidad del pensamiento, un
olvido que es, sin embargo, su única garantía de existencia). La profesión
del pensamiento radical es la profesión de una vocación y de una
responsabilidad, pero es también la profesión de una doctrina de la cual nos
hacemos portavoces. Lo sacerdotal traiciona lo profético porque le da vida,
porque lo hace real, porque suspende su absoluta sustracción mesiánica
para realizar su interpelación, para darle sentido. La institución del orden
sigue el orden de la institución: ante el llamado a la responsabilidad infinita
del pensamiento radical, respondemos como podemos, articulando el
pensamiento y, por ello, entrelazándolo con el capital simbólico disponible
(ese capital que es, a la vez, vientre y sepulcro del pensamiento). Lo
académico es, paradojalmente, el lugar donde el pensamiento se radicaliza
en su escolarización: la misma palabra scholé (que es, a la vez, ocio y
escuela) revela esta tensión entre la contemplación (theoría) y el
adoctrinamiento, entre la sustracción de las lógicas de reproducción
simbólica y la sumisión a sus leyes.
En otra de sus conferencias, “La Universidad sin condición”,10 Jacques
10
Pronunciada en la Universidad de Stanford, en abril de 1998, en el marco de las Presidential Lectures. El título
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Derrida vuelve sobre todo a esta responsabilidad de una comunidad de
pensamiento, que se encuentra sobre todo en el ámbito de las
Humanidades, y aún más en unas nuevas Humanidades atravesadas por el
trabajo de la deconstrucción. Derrida subraya que la libertad académica es
una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición: “La
universidad hace profesión de la verdad; declara, promete un compromiso
sin límite para con la verdad” (2002: 10). En un contexto de mundialización
como el nuestro -mundialización que quiere ser una humanización-, vuelve
a ser completamente imperativo pensar y problematizar el concepto de
hombre, y estos cuestionamientos no pueden darse, como tal y sin
condición, sin presuposiciones, sino en el espacio universitario de unas
nuevas Humanidades. Aunque una Universidad sin condición no existe, de
hecho, su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, intenta
ser un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica, deconstructivafrente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos. El derecho
a la deconstrucción es “el derecho incondicional a plantear cuestiones
críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la historia misma
de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad de la cuestión, a la forma
interrogativa del pensamiento” (2002: 12-13). Y ello implica el derecho a
hacerlo
afirmativa
y
performativamente,
es
decir,
produciendo
acontecimientos. Ahora bien, dada esta incondicionalidad, semejante
resistencia podría oponer la universidad a un gran número de poderes, a
todos aquellos (sobre todo) que, para Derrida, limitan la democracia por
venir.
He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la
universidad sin condición: el derecho primordial a decirlo todo,
aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el
derecho a decirlo públicamente, a publicarlo. Esta referencia
al espacio público seguirá siendo el vínculo de filiación de las
nuevas Humanidades con la Época de las Luces (2002: 14).
inicial era: “El porvenir de la profesión o La Universidad sin condición (gracias a las Humanidades, lo que podría
tener lugar mañana)”.
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Hay, empero, en esta incondicionalidad una paradoja: si, en principio
y de jure, la incondicionalidad constituye la fuerza invencible de la
universidad, sin embargo, ésta nunca ha sido, de hecho, efectiva. “Debido
a esa invencibilidad abstracta e hiperbólica, debido a su imposibilidad
misma, esta incondicionalidad muestra asimismo una debilidad o una
vulnerabilidad; (…) porque es ajena al poder, porque es heterogénea al
principio de poder, la universidad carece también de poder propio (2002:
16). En su independencia, la Universidad es una ciudadela expuesta; se
ofrece, permanece expuesta a ser tomada, con frecuencia se ve abocada a
capitular sin condición. “Porque no acepta que se le pongan condiciones,
está a veces obligada, exangüe, abstracta, a rendirse también sin
condición” (2002: 17).11 Por ello, es necesario no solo un principio de
resistencia, sino una fuerza de resistencia y de disidencia, y ese principio
de incondicionalidad se presenta, en el origen y por excelencia, en las
Humanidades. La deconstrucción, desde este punto de vista, “tiene su lugar
privilegiado dentro de la universidad y de las Humanidades como lugar de
resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de
principio de desobediencia civil, incluso de disidencia en nombre de una ley
superior y de una justicia del pensamiento” (2002: 19). Y aquí Derrida
acude a la noción de pensamiento, concepto clave que ya apareció en “Las
pupilas de la Universidad”: “llamemos aquí pensamiento a aquello que a
veces rige -según una ley por encima de las leyes- a la justicia de esa
resistencia o de esa disidencia: es asimismo lo que pone en marcha o inspira
a la deconstrucción como justicia” (2002: 19-20).
Las reflexiones de Derrida vuelven a enfatizar el carácter paradójico
de la Universidad (o, mejor, de la esencia académica de la Universidad): es
11
Es interesante notar que, a pesar de las inmensas diferencias filosóficas entre ambos autores, hay aquí una sintonía
entre Jacques Derrida y Josef Pieper: “La fundación de la Academia platónica descansa en la idea de que el reino
de la libertad creado por la teoría no podrá ser afirmado contra los poderes diabólicos y absorbentes de una voluntad
de poder, que trata de hacer de todo lo real campo y materia bruta de planes útiles; de que la libertad de la teoría
está indefensa y sin amparo, pues ocurre que se da, sobre todo, bajo la protección de los dioses” (Pieper, 1979: 191).
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libre y sujeta a un mismo tiempo, su poder es impotencia, y su secreto es
ya público. La Academia vive de la Polis, y a su pesar. Su paradójica misión
es la de transformar el mundo en la soledad y en el mutismo de su
meditación. Por esta razón, en razón de su razón, la Academia se sabe
claustrofóbica, le teme con horror al encierro, al claustro. Vive enclaustrada,
pero siempre ansiosa de salir de sus celdas. No puede con la soledad
contemplativa: en la raíz de su desarraigo, clama por enraizarse. Y es que
el centro de la academia es político, aunque reniegue de ello. La academia
tiene ombligo: está herida de nacimiento por su dependencia umbilical a la
ciudad que la ha nutrido. Y, como fruto de la Polis, la Academia rinde
pleitesía a su progenitora, una pleitesía rebelde, adolescente, es cierto, pero
pleitesía al fin. Se sabe fruto, se sabe engendrada, pero se sabe por ello
también engendro. Fruto ambivalente de la Polis, la Academia lleva el
nombre de su Padre en el exilio de su propio Hogar.
Y, sin embargo, como un inverso Edipo, el destino de la Academia (y
de nuestra Universidad, su más magnífica descendencia) se encuentra en
salvar a su Padre de la muerte, a velar por la vida y la dignidad de la Polis,
que no es sino la vida digna de las personas que la constituyen. 12 La
Academia no puede, por lo tanto, no ser sino “humanista”: a pesar de los
avatares de esta categoría, hoy más que nunca es preciso guardar lo
humano, salvaguardarlo en su singularidad sin precedentes, en afirmarlo
en su irreductibilidad a las lógicas del intercambio y del cálculo,
inscribiéndolo también efectivamente en la organicidad de la ciudad. El
humanismo no puede ser, ni nunca lo fue de otro modo, sino académico. El
humanismo es producto y progenitor de las humanidades. Desde Platón
hasta la Florencia renacentista, las academias fueron los centros en los que
el hombre era vuelto a ser pensado por el hombre, donde la humanidad se
Como escribe Guthrie, Platón “tenía la intención de que muchos de sus discípulos dejaran la Academia para
dedicarse a la política, no para participar ellos mismos en la lucha por el poder, sino para legislar o aconsejar a los
que estaban en posesión de él” (1998: IV, 33).
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12
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asumía como tal en su diferencia ontológica y, por tanto, en su
responsabilidad como agentes cósmicos, que construían y cuidaban aquello
mismo que llamamos cosmos. No hay mundo sin hombres, pero tampoco
hay hombres donde haya (un) solo mundo. Pensar lo humano, pensarnos
radicalmente supone abrir el mundo a sus imposibles, a los posibles que no
aparecen en su actualidad y que, empero, prometen un porvenir. El
humanismo, la academia, es utópico por definición: no solo no conoce lugar
(o, más bien, su ambiguo lugar entre el centro y la margen urbana la denota
como si no tuviera lugar), sino que piensa por fuera de todo espacio (sea
geográfico, político, económico, y aún ético y lógico). La Academia recibe
su dignidad de la dimensión in-munda que profesa: esa dimensión uránica
que no conoce límites ni fronteras a la que dirigía su mirada el alado Platón.
La dignidad de la Academia participa de la dignidad de las Ideas, no de
aquellos conceptos con los que construimos nuestro mundo, sino aquellas
Ideas que, por ser nuestro horizonte de sentido siempre irreductible y
excesivo, permanecerán por siempre inaccesibles e inaprensibles.
La Academia es la destinataria de este exceso que, a su vez, derrama
sobre la vida de la Polis. En su destino utópico guarda el territorio de los
hombres, protege el diferir del tiempo y de la historia, vela por la tensión
entre la iteración y la novedad, entre la tradición y la innovación. Es, como
decía Ortega, promotora de la historia. Vela también por los hombres, en
su diferencia entre la singularidad y la ciudadanía, entre la subjetividad y la
sujeción. La Academia no puede ignorarse como órgano de la ciudad,
aunque se trate de un órgano peculiar, uno que es funcional y disfuncional
al mismo tiempo; un órgano que da vida y da muerte a un tiempo. Un
órgano que parece ser apéndice. Como en la alegoría platónica de la
caverna, el académico no puede establecer su morada en el desierto de las
Ideas, ni tampoco acomodarse las cadenas que lo someten a una vida de
cavernícola. Y en esta bilocación de las instituciones académicas, que arman
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su tienda entre la necesidad y la libertad, entre lo gratuito y lo preciado,
entre lo inútil y lo útil, se encuentra la tensión que desgarra la existencia
misma del hombre, esta existencia esencialmente fronteriza del ser
humano. Las humanidades, como el nombre propio de la misión académica,
no puede refugiarse, por ello, en su absoluta inutilidad, sino que se
encuentra también al servicio de la ciudad. Es cierto, la categoría de lo útil
no es sinónima de la de servicio, y esta diferencia debe ser aún mantenida
y estudiada: sin embargo, uno podría afirmar, como lo hace Marshall, que
la peculiaridad disciplinaria de las llamadas humanidades no las condena a
la inutilidad, sino, por el contrario, las posiciona como lo más útil a nivel
tanto vital como profesional.13 O uno podría afirmar, junto a Martha
Nussbaum, que la importancia de estas disciplinas es que desarrollan las
facultades de la imaginación, la empatía y el pensamiento crítico, bases de
las virtudes cívicas de una sociedad democrática, siendo hoy más que nunca
imprescindible volver a cultivarlas ante un escenario de reduccionismo
economicista: “el futuro de la democracia a escala mundial pende de un
hilo” (2010: 20).
En la Academia el hombre se piensa a sí mismo para diferir de sí, en
13
En este artículo, Marshall indica lo vetusto de las metáforas del refinamiento y de la virtud con las que se juzgaba
la importancia de las humanidades. Ante la crisis de una educación humanista, el autor critica el énfasis casi exclusivo
puesto en la currícula para fortalecer las carreras humanistas, sin considerar los factores más importantes de la vida
de los estudiantes y de su forma de aprender (sobre todo sin considerar la mayor importancia del maestro como
modelo ético de vida, que los contenidos específicos de las asignaturas que dictan). Pero su argumento principal es
que las humanidades representan la educación más importante y valiosa, tanto para la profesión como para la vida
en su totalidad, ya que forma en las aptitudes más fundamentales de la vida, como el lenguaje, la comunicación, la
moralidad, el pensamiento crítico, la paciencia en la resolución de problemas complejos, la tolerancia de la
diferencia, etc. Mientras que las aptitudes más profesionales son las más sencillas de aprender, y se aprender en el
trabajo mismo, las aptitudes que enseña el humanismo son las más necesarias para el desenvolvimiento profesional
y vital de las personas, y solo pueden ser enseñadas en el tiempo y el espacio de las humanidades: de no aprenderlas
en dichos ámbitos, difícilmente puedan aprenderlas alguna vez. De este modo, en una apología utilitarista de las
humanidades, Marshall subraya la importancia de una educación humanista, dando vuelta la ecuación corriente de
la importancia de una formación instrumental sobre una formación humanista. “It is disheartening to consider how
common a scenario these words describe, when a humanities education that addresses the fundamental needs of
self-development, self-command, and self-completion is available to students during the whole four years of their
college education, the same four years in which outsiders from news analysts to high school counselors to everyone’s
Aunt Matilda eagerly urge students en masse to concentrate on forms of education that carry the least utility in the
world of human affairs both professional and personal” (Marshall, 2008: 142).
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el gesto mismo de toda reflexión, que escinde al sujeto y lo espeja, lo pone
frente a sí, y lo lanza hacia un futuro siempre por venir. En la Academia, el
pensamiento es radical porque se piensa a sí mismo, hasta el punto de
cuestionar su mismo privilegio de pensamiento, hasta el punto en que
claudica de todo poder, en que se reconoce impotente. Nada de
intelectualismo, por consiguiente. Se trata de pensar al hombre en su
integralidad como hombre, en su ser habitante del mundo, en su ser
extranjero de estas tierras de sombra, en su ser inteligente pero también
sintiente y pasional, en su ser singular y su ser ciudadano, en su
temporalidad y en su trascendencia. Ninguna tensión es extraña a la
Academia, porque la entraña del hombre es retorcida. Si la Academia es
humanista es, por lo tanto, porque siente su compromiso radical con el
pensamiento radical, pero, sobre todo, porque este compromiso se profiere,
se hace voz y clamor en la Plaza de los hombres, en los centros de poder,
en el axis mundi que es y será siempre la urbe, la Polis. Para Ortega y
Gasset, este compromiso de la Academia -y la Universidad- se comprende,
ante todo, en su fuerza polémica contra la potencia de lo que llama “La
Prensa”. En su contacto con la existencia pública, con la realidad histórica,
la Universidad se presenta como el “poder espiritual” superior frente a “La
Prensa”, “representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza
frente a la frivolidad y la franca estupidez” (1994: 353). En este sentido,
ante la barbarie contemporánea, Ortega concluye que, cuando asuma su
vocación profunda, “volverá a ser la Universidad lo que fue en su hora
mejor: un principio promotor de la historia europea” (1994: 353, subrayado
nuestro).
Pero, ¿cómo puede lo académico ser principio promotor de la historia
de Occidente? En sintonía con las reflexiones de Jacques Derrida, creo que
la Academia, en su universalidad teórica y contemplativa, asume el destino
histórico de los hombres para quebrarlo y abrirlo a sus posibilidades
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impensadas e impensables. Los claustros son, a un tiempo, el lugar de la
reclusión y el espacio de la participación: nada menos académico que la
pura reclusión, y nada más contrario a ella que la simple sumisión a las
lógicas sociales. Pensar la Universidad y la Academia es pensar las
instituciones en las que el saber tiene lugar, pero también desde donde y
hacia donde el saber confluye, bañando con su torrente la totalidad de la
Ciudad. El saber, el conocimiento, no puede considerarse abstractamente,
sino solo desde los agentes mismos del saber, agentes que son producto de
una división del trabajo y que, como ciudadanos, trabajan y realizan su
actividad en el seno de instituciones políticas. Pensar el pensamiento es,
por ello, pensar las instituciones del conocimiento, cuya esencia académica
se instancia en diferentes grados en las escuelas, los profesorados, las
universidades, los laboratorios, las “academias”, etc. Pero pensar las
instituciones del conocimiento sin remitirlas a su misión humanista, es
decir, su servicio a las personas en su dignidad irreductible, en su
sustracción a su ser ciudadano o meramente funcionario u órgano de un
Cuerpo Político, es traicionar su misma esencia. El conocimiento, la ciencia,
o está al servicio de la vida, o no es más que una nueva barbarie, la peor
de todas por disfrazarse de civilización.14
Espacio de contradicciones y de ambigüedades, la Academia es el
centro de una reunión silente de los humanistas, llamados a transformar la
realidad histórica a través de su grito sordo, en la inoportuna insignificancia
de sus palabras de futuro. No es posible pensar en la misión y la tarea del
humanismo si no pensamos, a su vez, en las instituciones donde el
humanismo se realiza, se hace histórico y real. La institución del
humanismo, la Academia, determina el sentido y el significado mismo de
Es interesante volver aquí a refrendar las reflexiones de Edmund Husserl (2008) sobre la “substrucción” del
“mundo de la vida” por un “mundo geométrico”, operación que termina por entronizar un modo de hacer ciencia
que atenta contra lo humano. Radicalizando el planteo de un “mundo de la vida”, Michel Henry (1987) denuncia la
esencial barbarie de una ciencia desligada de la cultura, que no es sino la forma en que la vida se expresa a sí misma
en la historia.
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las humanidades, así como el corazón y el destino del humanismo marca y
nombra la esencia de la Academia. El humanismo quiere ser el pensamiento
de lo imposible, el pensamiento radical que posibilita el acontecer de lo
humano en un momento más que performativo: el humanismo afirma lo
utópico como el único lugar digno de llamarse, quizá, humano. Y este
espacio utópico no es sino la Academia, como la comunidad de hombres
que se encuentran a sí mismos en el tiempo compartido del diálogo, allí
donde la palabra (logos) se traslada de uno hacia el otro (dia), para
salvarlos a todos ellos del mutismo de los autómatas al que los somete la
lógica de la administración política. Y, como espacio utópico, el destino de
la Academia y del humanismo se sabe inalcanzable, se sabe lanzado al
infinito, a una postergación sin realización. Lo humano se vela siempre,
porque está amenazado de muerte desde su nacimiento. No hay promesa
de redención que exima al humanismo de su responsabilidad. No hay aquí
tiempo que reste… el utopismo humanista no conocerá jamás un fin ni un
descanso; ni la Academia podrá desterrarse completamente de la tierra
mientras haya un hombre que la habite.
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