Gustavo Bueno:
pasión política - razón histórica
Fernando Muñoz Martínez
Sobre el libro de Gustavo Bueno, España frente a Europa,
Alba editorial, Barcelona 1999, 474 páginas
Gustavo Bueno publicó en 1999 una obra imprescindible para cualquier ensayo posterior
de abordar la cuestión de la naturaleza histórico política de España: España frente a Europa (Alba
editorial, Barcelona 1999). A la par la obra ofrecía, a nuestro juicio, una orientación en el laberinto
de la biografía filosófica de su autor.
Estas líneas fueron escritas inmediatamente después de la publicación de esta obra y son
anteriores a la polémica que la siguió. Los términos de este debate nos obligarían a modificar la
posición que subyace a estas páginas. Sin embargo, habida cuenta del carácter inconcluso de
estas líneas, que siguen aguardando una segunda parte, podemos posponer cualquier revisión
para esa parte segunda y ofrecerlas entretanto tal como fueron redactadas
La pretensión general se limitaba a tratar de contemplar la obra de Bueno desde la
plataforma que constituía su libro: España frente a Europa. Plataforma desde la que observar la
que no deja de estimarse como la obra sistemática y crítica más compleja y mejor articulada de
la actual filosofía española.
Partimos de los fenómenos más inmediatos: fecha de nacimiento, entorno familiar o curso
académico transitado: Santo Domingo de la Calzada, La Rioja 1924. Estudiante en las
universidades de Zaragoza y Madrid, becario del CSIC, desde 1949 profesor de enseñanza
secundaria en el Instituto «Lucía de Medrano» de Salamanca, y desde 1960 profesor en la
Universidad de Oviedo, a cargo de la cátedra de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos.
La revista El Basilisco así como la editorial Pentalfa han sido proyectos magníficos que hoy
caminan con ritmo propio, mientras Gustavo Bueno se afana en avanzar en su obra y organizar
el largo trayecto que por delante tiene la Fundación Gustavo Bueno... Así se nos ofrecen los
datos externos más obvios sobre los que habría de avanzar una reconstrucción, no ya del
sistema del materialismo filosófico –irreductible a sus condiciones psicológicas, sociológicas o
históricas– sino de la pasión que en los nudos del sistema se constituye en motor de su
desarrollo. Pero es éste un terreno difícil dado que no deseamos hacer mera psicología, sino
determinar el esqueleto político en que esa pasión cristaliza. Al margen de su estructura política
toda pasión es sencillamente «nerviosismo».
Justificamos nuestra pretensión de dar con esta figura filosóficamente esencial a sabiendas
de que una teoría filosófica se traba siempre al curso de su génesis. La racionalidad filosófica se
caracteriza frente a las ciencias por la imposibilidad de construir demostraciones que permitan
«neutralizar» las operaciones del sujeto en la estructura objetiva resultante. Por esta razón un
argumento filosófico eficaz es siempre un argumento ad hominem. Sin duda puede establecerse
siempre una relativa disociación entre el sistema filosófico y la biografía de su autor, tanto más
cuanto que esta biografía se limite a los componentes psicológicos externos. Indudablemente
nada en la praxis de los hombres tiene lugar al margen de estos mecanismos psicológicos, pero
sólo adquieren relevancia formal cuando podemos referirlos a determinadas figuras históricas o
políticas. Historia y Política se configuran así como momentos del ejercicio de la Filosofía.
El autor de un ensayo filosófico se desenvuelve antes en el plano de la convictio que en los
terrenos esenciales de la cognitio. Sin duda ambos extremos han de conjugarse: un teorema
científico logra el ápice de la convictio en proporción al cierre demostrativo en que consiste. Sin
embargo, es posible contemplar cierta disociación entre ambos momentos y esta disociación
puede resultar máxima en los terrenos de la ideología y la filosofía cuya forma de construcción a partir de Ideas - no permite establecer demostraciones sistemáticas cerradas. Por esta razón
no son sobre todo categorías gnoseológicas las que permiten determinar un sistema filosófico,
cuyo valor de mide antes en términos de potencia que de verdad. Potencia: categoría antes
política que estrictamente gnoseológica, aun cuando podamos hablar de potencia
gnoseológica. Acaso ésta sea la razón de que toda filosofía lleve aparejada su retórica.
Pues bien, podemos cifrar brevemente cuál es nuestra consideración sobre la obra y la
persona de Gustavo Bueno a partir del libro recién publicado. Anotamos que se trata de una
sencilla consideración que no merece el sonoro título de tesis, aunque incluye un cierto juicio
propio al respecto de la obra considerada. Entendemos que Gustavo Bueno ha consistido a lo
largo del siglo que termina en una figura –un modelo o arquetipo– de rara especie y difícil
definición. Una figura cuya existencia histórica en la España del presente constituye como se ha
dicho una y mil veces una auténtica anomalía: Gustavo Bueno es en España un filósofo español.
La anomalía –enormidad– que así ciframos es acaso norma paradójica de España misma si
aceptamos con Ortega: «La anormalidad de la historia española ha sido permanente para que
obedezca a causas accidentales» (Ortega y Gasset 1921) Siempre ha sido difícil ser español en
España, así lo han notado los ensayistas sobre el asunto y en particular durante el siglo que
termina. Ha sido extremadamente difícil ser español bajo el régimen resultante de la guerra civil
antes y después del 78. Acaso porque estemos no ante un esencialista modo de ser, sino ante
un histórico modo de estar, según señala el propio Bueno{1}.
Gustavo Bueno: El proyecto de filosofía en español
Nuestra consideración encuentra un primer fundamento en la íntima relación que el propio
Gustavo Bueno establece entre la filosofía y el lenguaje natural –eufemismo de «idioma
nacional»– en que se ofrece. Una relación que no ha de considerarse limitada a un plano
lingüístico, como si el lenguaje filogenético de que se trate resultase una sobre/estructura en la
que se construyen representaciones de un mundo anterior a su «captación» lingüística. Por lo
demás la tradición hermenéutica, entre otras, ha puesto sobradamente de manifiesto el estatuto
histórico ontológico de los idiomas y el «Proyecto de Filosofía en Español», junto al trabajo de la
propia «Fundación Gustavo Bueno» tienen como base este entendimiento del valor ontológico o
histórico de los lenguajes filogenéticos.
«...la filosofía no es una forma de pensar que pueda proceder (como las Matemáticas o la Química)
por vías diferentes del lenguaje nacional en el que se expresa. Lo que quiere decir, por tanto, que
debe proceder de planteamientos, referencias &c. características del mundo en el que 'este
lenguaje' funciona (no el llamado 'lenguaje en general', que de hecho es el alemán o el inglés).» {2}
Por otra parte hacemos notar que no todos los lenguajes filogenéticos se limitan a su estado
de idiomas nacionales. Entre estos idiomas algunos se caracterizan como «especies
generadoras». El «español» actual constituye precisamente un «género lingüístico» brotado a
partir de la especie generadora del castellano en cuanto idioma local. El mejicano, andaluz,
cubano o castellano actuales, se ofrecen así como especies moduladas a partir de un género
común.
«Todas estas modalidades son modulaciones del 'español' y si se mantuviese para todas ellas la
denominación de 'castellano' quedaría sin nombre propio el español de la Castilla actual, salvo que
ésta pretendiese mantener una hegemonía canónica, absurda en un idioma internacional. Porque
tan genuino es el español de Castilla, como el de Andalucía o el de Cuba, tan genuino como
hombre es el hombre blanco, como el negro o el amarillo, aunque todos procedan de una raza
precursora que acaso se aproxime más a alguna de las razas actuales que a otras.» {3}
El pensamiento español ha de ir referido naturalmente a una sociedad española definida.
Pero los límites históricos de una tal «sociedad española» son objeto de discusión. Gustavo
Bueno supone que el concepto de «sociedad española» es un concepto de escala análoga a los
de «sociedad francesa» o «sociedad inglesa» y sobre esta base se sitúa en una coordenadas
históricas, cuyos ejes están dibujados por las sociedades europeas e islámicas, en las que pueda
delimitarse esta sociedad española respecto de sus congéneres en escala. Estas coordenadas
se ofrecerían tras la invasión musulmana que quiebra la precaria unidad de la monarquía visigoda
dando lugar a la organización de los reinos resultantes, organizados tanto frente al imperio
europeo de Carlomagno y sus sucesores, cuanto frente al imperio islámico. Así Bueno habla de
una sociedad española ya a partir del siglo VIII en su forma embrionaria, pero ya precisamente
definida como manifiesta el proceso de su evolución constante.
Respecto al idioma «español» estamos ante un lenguaje filogenético hablado por los
miembros de esta sociedad española constituida históricamente. Sin duda, en esta sociedad no
dejan de aparecer idiomas locales (vasco, catalán, gallego...) pero no sería adecuado llamar
castellano al lenguaje local de Castilla porque este idioma desbordó históricamente sus límites
locales constituyéndose como idioma nativo no sólo en los diversos territorios peninsulares, sino
también en tierras sobre todo americanas, pero incluso africanas o asiáticas.
«Un idioma que, como el castellano, ha desbordado los límites de su territorio originario (si es que
lo tuvo definidamente alguna vez) puede llegar a ser tan propio de quienes lo han asimilado como
pudiera haberlo sido de sus primeros hablantes, y la circunstancia de haber nacido en Castilla o
en La Rioja no confiere ningún privilegio, ni «título de propiedad», en lo que al idioma se refiere, a
los castellanos o a los riojanos.»{4}
Por otra parte y en atención a la imprescindible referencia del pensamiento a la sociedad,
parece evidente que habríamos de considerar español al pensamiento que hoy se ofrece en los
idiomas locales presentes en la sociedad española. Por la misma razón habríamos de dejar fuera
de la extensión del «pensamiento español» al producido en los actuales países americanos,
aunque se ofrezcan en español, y consideraríamos «pensamiento español», sin embargo, al
producto de los escolásticos españoles –miembros de la sociedad española– de los siglos XVI y
XVII, un pensamiento escrito en latín. Por contra tanto al pensamiento expresado en idiomas
locales, como al ofrecido en latín, habríamos de excluirlo de la extensión del «pensamiento
español» si nos limitáramos a una acepción lingüístico oficial del adjetivo «español». Así pues,
la acepción lingüístico-oficial y la acepción histórico-social no resultan compatibles.
Sobre un doble criterio que distingue por un lado idiomas universales de idiomas
particulares, y por otro idiomas genéricos de idiomas específicos, Gustavo Bueno observa {5} que
latín y español siendo comunes a los españoles a lo largo de su historia, han sido también
idiomas genéricos a otras sociedades. Incluso puede apuntarse que fue su condición de
genéricos la que determinó su condición de comunes o universales a la sociedad española. Por
su parte los idiomas particulares han sido también específicos de las sociedades históricamente
refundidas en la española sin haber sido nunca genéricos a otras sociedades, ni comunes o
universales a todos los españoles. En resumen no se encuentran ejemplares de idiomas
universales a los españoles a la vez que específicos de la sociedad española, así como tampoco
encontramos de hecho idiomas genéricos a varias sociedades a la vez que particulares de áreas
determinadas de la sociedad española. El pensamiento histórico español no ha transitado por
idiomas posibles pero no efectivos de índole genérica particular, ni específica universal.
Por otra parte se constata que el efectivo pensamiento español ha sido el ofrecido en
idiomas genéricos universales (latín, español) dado que el producido en formas específico
particulares resulta apenas existente.
«No es, por tanto, que no haya existido pensamiento gallego o pensamiento vasco o pensamiento
catalán: lo que ocurre es que ese pensamiento ha utilizado como marco el idioma español o el
latín, es decir, por tanto, los idiomas comunes de la sociedad española»{6}
Por nuestra parte no podemos dejar de notar la existencia de excepciones a este modelo
que constituyen auténticos abismos. No sólo obras como, por ejemplo, la del español Jorge
Santayana, íntegramente escrita en inglés, sino sobre todo la enorme tarea de traducción, que
solamente desde una concepción trivial de la traducción como «conversión inmediata», podría
considerarse ajena al pensamiento en sentido propio. Sin embargo, el ejercicio de traducción no
puede tampoco considerarse al margen de la obra traducida que, precisamente, no está escrita
en español. El caso de la traducción requeriría una atención meditada y la formulación de una
teoría de la traducción, que acaso nos situara en el camino abierto, entre otros, por G. Steiner
permitiéndonos asumir estas traducciones como parte y fundamental del pensamiento español.
En cualquier caso podemos asumir como «pensamiento español» al desarrollado por
Gustavo Bueno, en este idioma y en el seno de la actual sociedad española. Ahora bien, ésta es
únicamente una primera aproximación que avala nuestra consideración de partida, aquella según
la cual estamos ante la figura de un anómalo filósofo español en España, una figura que puede
ayudarnos a dar con el motor infinito y constitutivo que hace de Gustavo Bueno el autor de su
obra.
Ahora bien, nuestra consideración encuentra fundamento asimismo en cierta determinación
material del pensamiento español, en particular en un rasgo, aunque genérico característico de
este pensamiento, cuya naturaleza histórica habremos de determinar. Queremos tentar un
elemento sutil cuya definición será precaria, pero que entendemos como el lugar del que brota
esa pasión imperial, constructora de sistemas, que Gustavo Bueno constituye. Un lugar que nos
pone obscuramente en el límite ontológico de la paradoja que España representa en la Historia
Universal. Paradójico lugar de potencia frágil y común singularidad, es el lugar de la contradicción
vivida en el terreno del pensamiento español por una Teología o una Filosofía que desemboca
en Miguel de Unamuno o en el propio Gustavo Bueno, y cuyo símbolo fundamental nos lo ofreció
Cervantes en la Triste Figura de D. Quijote.
España: Posibilidad y Realidad
En resumen: consideramos a Gustavo Bueno bajo el arquetipo de «filósofo español», e
inmerso en la sociedad española del presente. Queremos determinar un componente material
característico del pensamiento español que defina, según propia consideración, a la filosofía y la
persona de Gustavo Bueno.
Podría cifrarse este rasgo aludiendo a la generosidad o liberalidad, paradójicamente
ausente de la más asentada tradición política y filosófica española, realmente existente.
Este liberalismo hace referencia a la generosidad política, más allá del formalismo que reduce
liberalismo a un modelo político-económico. Este liberalismo, que lleva asociado
un individualismo lejano del privatismo con el que hoy se confunde no es ajeno a la estructura
histórica característica de la realidad política de España (liberalismo es de los pocos términos del
léxico político internacional que proceden del español). Si el término «liberal» prosperó, los
liberales españoles –paradójicamente afrancesados– sucumbieron una y otra vez. Nuestra firme
tradición reaccionaria se ha impuesto a un liberalismo discontinuo que, sin embargo, tampoco
podemos declarar inexistente. Contra la España «realmente existente», son los liberales a los
que mejor cuadra el símbolo político histórico de D. Quijote.
Es preciso insistir en la distinción entre el privatismo moderno y el individualismo que
caracteriza al difícil liberalismo español, en su esfuerzo por existir. Alfonso Reyes pudo escribir
en referencia a una obra clásica de la literatura española: «El yo es hoy sagrado; entonces, más
bien era cómico»{7}.
Pues bien, nuestro (im)posible liberalismo es un producto significativo de la forma histórica
de España, al punto de que definir la figura histórica de España permite determinar la figura
política del enterrado liberalismo español. Quizá este liberalismo haya sido vencido
históricamente pero sus ruinas persisten, como las de la propia Monarquía Hispánica, y quizás
gocen de mejor vida en tierras americanas.
«La tradición española que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido
vista con desconfianza o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia.
Nuestra cultura, como una parte de la española, es libre elección de unos cuantos espíritus. Y así,
según apuntaba Jorge Cuesta, se define como una libertad frente al pasivo tradicionalismo de
nuestros pueblos.»{8}
Es una tradición que el propio Paz estima en su carácter «ajeno, desprendido de la
realidad». Pues bien, entendemos que Gustavo Bueno ha logrado en su última obra –acaso de
modo indirecto– reconstruir esta figura histórica.
El punto de partida consiste, naturalmente, en asumir que España existe como realidad
histórica. Para un lector extranjero, en particular hispanoamericano, puede resultar sorprendente
que haya que declarar este punto de partida, dada la evidencia de la España histórica. Sin
embargo, la política española ha entrado en fase delirante al punto de que algunos nacionalistas
de nuestra periferia niegan este reconocimiento. Con el propio Bueno, no otorgamos beligerancia
en el diálogo a quien se niega a admitir las evidencias históricas, como si la Historia como
disciplina se redujera a ficción. Bien es cierto que es Historia-ficción lo que practican en sus
cotos. Por otra parte nos fuerzan a admitir que son beligerantes en terrenos ajenos al diálogo,
como hemos tenido ocasión de comprobar ante el más reciente asesinato del secesionismo
vasco.
España e Imperio: La (im)posible política española I
«España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su
principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento.» {9}
Determinar la figura de este absurdo nervio metafísico es a la par definir la intolerable
anomalía filosófica que Gustavo Bueno representa. No dudamos en sostener que, efectivamente,
España en cuanto a su Idea es (im)posible. Por lo demás, la España histórica –el rumbo de su
progreso y su decadencia– y sobre todo la España hoy «realmente existente» está muy lejos de
su Idea.
Al fin de determinar la (im)posibilidad metafísica de España reconstruimos muy
estrechamente el trayecto que Bueno dibuja en su último trabajo para apuntar qué signifique la
Idea filosófica de Imperio, así como su referencia a la España histórica en cuanto estructura
capaz de determinar su unidad e identidad, previa a la precaria constitución de España en Estado
nacional desde el siglo XIX.
Según una doble vía regresiva/progresiva, Bueno determina cuatro acepciones políticas del
término Imperio, a las que añade una quinta acepción propiamente filosófica. Determinado como
un «concepto análogo de atribución flotante», Imperio se modula en cinco acepciones{10}. Las
cuatro primeras acepciones pueden considerarse conceptos categoriales, propios de las ciencias
jurídicas, históricas y políticas. La quinta acepción resulta de la dialéctica entre tales conceptos
categoriales y se constituye como Idea filosófica capaz de reasumir las acepciones precedentes.
Así se dibuja el sistema dialéctico determinante de la Idea de Imperio según acepciones aunque
disociables, no separables. Alguna de ellas posee además un significado emic, mientras que
otras han de contemplarse desde una perspectiva etic. Al margen de la aceptación que esta
construcción pueda lograr o no lograr, es preciso exigir a historiadores y científicos sociales un
análisis estructural de la Idea de Imperio que evite la obscuridad y confusión con que es utilizada.
Las acepciones I y II se constituyen regresivamente al reflexionar sobre componentes
internos a un Estado determinado. Esta reflexión sobre sí por parte del Estado es llevada a cabo
por mediación de un componente especialmente privilegiado, parte formal del sistema. Puede
tratarse de una Iglesia de gran influencia sobre la totalidad social, del mismo poder judicial o
poderes económicos o tecnológicos que se hayan destacado en el sistema político del caso. En
general, las partes o componentes del Estado capaces de mediar en esta reflexión regresiva
tendrán que ver fundamentalmente con el poder militar.
En este plano determinamos dos acepciones de Imperio: de un lado un sentido subjetual
que se determina como capacidad o facultad del Imperator, delimitado a partir de la jefatura
militar. Por otro lado, Imperio alude al espacio de acción del Imperator, un espacio territorial en
primera instancia, pero que apunta a todas las dimensiones del espacio antropológico. En ambos
casos se presupone una sociedad política dada: dotada, por ejemplo, de la institución militar.
Las acepciones III y IV de Imperio se abren paso por medio de una reflexión progresiva que
brota al proyectar unas sobre otras a las sociedades políticas ya existentes. Tanto el concepto
diapolítico (III), como el metapolítico (IV), surgen al presentar los Estados constituidos unos frente
a otros al punto de dar lugar a un sistema de relaciones no distributivas entre ellos. A este sistema
de interdependencias que constituye una totalidad atributiva es a lo que designamos Imperio.
En primer lugar, el Imperio diapolítico (III) señala a un sistema de Estados en que alguno
de ellos se constituye en políticamente hegemónico, de modo que los restantes Estados quedan
subordinados al Estado imperial. El Imperio diapolítico constituye una «estructura de soberanía»
en que el Estado imperial hegemónico es soberano sobre los restantes del sistema imperial. El
límite de esta situación se ofrecerá cuando un Estado no tenga bajo su soberanía a ningún otro,
a la vez que tampoco tuviera sobre sí a Estado soberano alguno.
En cualquier caso el concepto más usual de imperialismo se reduce al concepto diapolítico
(III) de Imperio y en particular a su punto cero. En efecto, en la situación que diseña el concepto
diapolítico de Imperio caben muy diversos grados de los cuales el extremo lo constituye la
situación del Imperio colonial o depredador. Se trata de la circunstancia en que sin desaparecer
las relaciones de subordinación, desaparece el estatuto de Estado subordinado. En este caso el
Imperio depredador se mantiene en el terreno de su misma razón de Estado, limitando su
depredación al limite de poder seguir ejerciéndola, es decir, dosificando el exterminio o
extenuación de las sociedades depredadas en función de la propia razón de Estado. En modo
alguno dará lugar a la generación de nuevos Estados y la conservación de Estados presentes
variará en función de los propios intereses.
En tal situación no hay Estados subordinados, sino meramente sometidos a pillaje y por
tanto la nota diamérica{11} desaparece. Es el caso de la dominación de los grupos vikingos entre
los siglos IX a XI, de los que Borges decía que «no quisieron» fundar un Imperio. En efecto, no
se trata de un Imperio en sentido político en cuanto el Estado depredador no desborda su propia
razón de Estado.
Es notable que antropólogos y científicos sociales interpreten el Imperio diapolítico a partir
del límite –grado cero– en que hacemos consistir esta situación de imperialismo depredador. Sin
embargo, los Imperios diapolíticos (III) pueden clasificarse atendiendo a la cantidad de Estados
subordinados sobre los que el Estado imperial ejerce soberanía. Pueden citarse casos de un
Estado soberano sobre otro único Estado (Imperio diapolítico mínimo). Asimismo ejemplos de un
Estado imperial soberano sobre una pluralidad de Estados subordinados. Por último es de interés
el caso del Imperio diamérico máximo o universal en cuanto constituye históricamente una clase
vacía: se trataría de la situación en que un Estado resultara hegemónico sobre la totalidad de los
restantes Estados{12}.
«El 'Imperio diamérico universal' no ha existido nunca en la Historia; es una Idea límite porque ella
comportaría la extinción misma del Estado. Una Idea, por tanto, comparable a la Idea de los gases
perfectos o la Idea de perpetuum mobile de primera especie en Física. Pero en esta Idea están
implicados, de algún modo, determinados Estados históricos, incluso Estados que se encuentran
en situación de agonía.»{13}
Con esto alcanzamos la cuarta acepción de Imperio, que resulta de enorme interés al objeto
que nos propusimos: determinar la (im)posibilidad metafísica de España. Si el concepto
diapolítico se configura desde el interior de las relaciones entre las diversas sociedades políticas,
el concepto metapolítico se configura desde el exterior del sistema de estas sociedades políticas.
El problema naturalmente radica en situar esta exterioridad desde la que se constituye el
concepto metapolítico (IV) de Imperio. Se aducen dos lugares extrapolíticos de naturaleza
metafísica desde los que cabe proceder a determinar esta cuarta acepción: Dios y la Conciencia.
Esta acepción IV se desenvuelve en un plano eminentemente emic pese a las confusiones
en que suelen incurrir los historiadores que no marcan diferencia alguna cuando refieren con un
mismo término Imperio, por ejemplo, al Imperio de Sargón de Agade, en torno al Éufrates medio
hacia 2850 a.n.e. o al referir en un plano emic a Imperio que Enlil –Dios– entregó a Sargón:
Summer, Accad, El Alto País de Mari, Iarmuti, Las Montañas de Plata... Ahora bien, en esta
distinción está implicada la diferencia entre la acepción III y IV de Imperio. No se trata solamente
de diversas denominaciones («Éufrates Medio», que es designación etic desde nuestras
coordenadas, por «Alto País de Mari», que es designación emic), sino que está implicada la
distinción entre las acepciones diapolítica y metapolítica de Imperio. El historiador suele
despreciar, sin embargo, esta distinción porque reduce inmediatamente la acepción IV a la III,
haciendo de «Enlil» una superestructura ideológica destinada a legitimar a «Sargón».
La cuestión es si cabe semejante reducción de «Enlil» a «Sargón», o si acaso «Enlil» no
puede estar representando la referencia a fuerzas de las sociedades políticas subordinadas en
el Imperio. «Enlil» podría representar una referencia a estas fuerzas que a través del Dios común
–Enlil– se hacen presentes en (otros dirán «sobredeterminan a») el mismo programa político del
Imperio. Este Dios común lo es no sólo del pueblo vencedor sino también de los vencidos. Por
lo demás, los imperios antiguos de Nabucodonosor o de Darío se constituirían inequívocamente
desde esta perspectiva teológica.
En segundo lugar, también la «conciencia humana» se ha visto como lugar que, al margen
de la sociedad política, puede comprenderla desde fuera. Esta conciencia puede situarse en la
Idea estoica de una Cosmópolis pánica que acogería a todos los hombres: griegos y bárbaros.
Ahora bien, esta Idea metapolítica sólo puede situarse junto a las restantes si podemos
encontrar que posee «peso político» sobre la realidad histórica al punto de merecer nuestra
atención. Desde una perspectiva materialista no puede entenderse que la fuerza o «peso
político» de una Idea proceda de su condición metafísica, sino que ha de actuar a través de unas
realidades corpóreas que, además, habrán de imbricarse materialmente en las sociedades
políticas reales, más allá de la explicación psicológica que se limita a la «influencia» que una
Idea metafísica ejerce sobre un grupo y a través de este –por propagación– sobre la sociedad
del caso. Sin embargo, para que la propagación de una Idea metapolítica alcance algún efecto
político ha de actuar a través de causas políticas.
«Estas fuerzas serán las que hablan en nombre de Enlil, sin ser Enlil; las que hablan, en nombre
de Dios, sin ser Dios; o las que hablan en nombre del Logos sin ser el Logos. 'Fuera del Imperio'
pero 'hacia el Imperio' (y de ahí la posibilidad de conformar un nuevo concepto de Imperio), actúan
por ejemplo, las fuerzas sociales del medio exterior (los bárbaros, los pueblos marginados) y las
de su medio interior (los esclavos, pero también los desheredados, la 'plebe frumentaria')» {14}
Estas fuerzas constituyen el lugar desde el que oponer al Imperio diapolítico «realmente
existente» una Idea-fuerza de orden metapolítico capaz de modificar el rumbo del Imperio
histórico, incluso de destruirlo. Así pues, será no ya desde la Idea de Dios, sino desde la Iglesia
histórica, no será desde la Idea del «Género Humano» sino desde los bárbaros y marginados del
Imperio (especialmente desde el pueblo judío o desde la clase social {15}) como se configure la
Idea metapolítica de Imperio.
De estos lugares externos procede la Idea metapolítica que puede llegar a ser asumida
como ideología propia por este Imperio. Así sucedió primero con el estoicismo en época de
Augusto, o con el cristianismo a partir de Constantino. Cuando esto suceda el Emperador
desplazará su posición política a un plano abstracto, dando lugar a su «apoteosis» (adoratio). Un
plano en que pierde su adscripción diapolítica inicial para constituirse en referencia universal. La
fórmula del (im)posible Imperio así constituido podría resultar la siguiente: «Desde Dios (por Dios)
hacia el Imperio».
El análisis de Bueno no es, desde luego, inaudito. Recoge –acaso con mayor rigor
analítico– tesis «clásicas» de la filosofía de la historia de España. Baste el ejemplo, desde
América, de Octavio Paz.
«La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven humillada su cultura nacional,
sin que el nuevo orden –mera superposición tiránica– abra sus puertas a la participación de los
dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden abierto. Y esta circunstancia,
así como las modalidades de la participación de los vencidos en la actividad central de la nueva
sociedad: la religión, merecen un examen detenido» {16}
Los vencidos también hablan en nombre de Dios, sin ser Dios. Y fuera del Imperio, pero
hacia el Imperio ocupan su lugar en la estructura de una Monarquía Hispánica, que no puede sin
una contradicción insostenible expulsarlos en vida de su seno. Este es uno de los lugares
efectivos en que se incardina la potencia metapolítica que tiende a sobrepujar al imperio
diapolítico «realmente existente»:
«Es muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y más fácil aún denunciarla
como una forma vacía, destinada a encubrir los abusos de los conquistadores o a justificarlos ante
sí mismos y ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que esa aspiración
ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y que sustentaba, como la raíz al árbol,
fatal y necesariamente otras formas culturales y económicas.» {17}
Esa «pretensión ultraterrena» es algo más que una espuma de superficie, un epifenómeno,
en la medida en que actúa a través de «realidades corpóreas», fuerzas sociales determinadas
que pujan por trascender la realidad rapaz del Imperio existente, abriéndose paso a una escala
universal efectiva.
«Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte en un orden
universal abierto a todos los pobladores. Y al hablar de la Iglesia católica, no me refiero nada más
a la obra apostólica de los misioneros, sino a su cuerpo entero, con sus santos, sus prelados
rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus obras de caridad y su
atesoramiento de riquezas»{18}
Pero O. Paz dice más:
«Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, así fuese en la base de la pirámide social, les fue
despiadadamente negada a los nativos protestantes de Nueva Inglaterra.» {19}
Esto no ha de resultar justificación en modo alguno del latrocinio y el crimen que, sin duda,
resulta en el proceso de conquista. No se niega la (im)posibilidad del Imperio metapolítico
universal, pese a todo no podemos desconocer las fuerzas que incesantemente se han
consumido en su proceso infinito. Y es esta dialéctica interminable la que permite entender un
rasgo –de otro modo esquizofrénico y meramente caracteriológico– de la tradición española que
tratamos de rastrear:
«En su conciencia y en la de sus ejércitos combaten nociones opuestas : los intereses de la
Monarquía y los individuales, los de la fe y los del lucro. Y cada conquistador, cada misionero y
cada burócrata es un campo de batalla. Si aisladamente considerados, cada uno representa a los
grandes poderes que se disputan la dirección de la sociedad –el feudalismo, la Iglesia y la
Monarquía absoluta–, en su interior pelean otras tendencias. Las mismas que distinguen a España
del resto de Europa y que la hacen, en el sentido literal de la palabra, una nación excéntrica» {20}
Filosofía e Imperio. La (im)posible política española II
«En el núcleo de cualquier programa socialista o comunista consistente hay una mística del
altruismo, de la maduración humana, hasta alcanzar la generosidad.»{21}
La Idea filosófica de Imperio (V) resulta de la confrontación entre los conceptos anteriores,
en la medida en que dan lugar a una dialéctica que exige su reconstrucción sistemática en una
Idea que los desborda. La Idea de Imperio logrará un estatuto filosófico cuando un Imperio dado
se defina históricamente en función de la Idea de «Género Humano» como horizonte de sus
referencias prácticas y técnicas (III), así como de sus reflexiones teológicas o cosmológicas (IV).
Naturalmente bien entendido que este «Género Humano» resulta un producto histórico
característico que se abre paso a través de determinadas partes totales –Imperios diapolíticos–
en expansión. En efecto, el «Género Humano» es un género posterior a las sociedades políticas
efectivas en cuanto especificaciones en que este género se encuentra históricamente distribuido.
Indudablemente la Idea abstracta y formal del «Género Humano» no es una Idea efectiva,
sino una Idea-fuerza, práctica o normativa. Asimismo hemos de entenderla antes como una
función cuyos parámetros hay que determinar históricamente: La Idea de Imperio de Alejandro
Magno{22} determina una Idea de «Género Humano» distinta a la Idea que determina el Imperio
islámico, el Imperio español o el soviético y, desde luego, el proyecto actual de una «sociedad
democrática universal de mercado».
La Idea filosófica de Imperio (V) resulta, por tanto, en la confluencia de procesos diapolíticos
y metapolíticos: Brota al confluir el proceso de expansión de un Estado hegemónico sobre los
restantes –concebidos en el límite como totalidad del «Género Humano»– con el proceso de
abstracción de la titularidad del Imperio que pasa del soberano del Estado hegemónico a un
segundo grado abstracto en que se constituye en Emperador, figura simbólica de un orden
«impersonal» no adscrito a uno u otro de los Estados que quedan bajo su Imperio. Semejante
desplazamiento arropado en una concepción metafísica, teológica o cósmica, es producto de la
presión de las mencionadas fuerzas sociales presentes en el medio (interno y externo) del
Imperio y fuerzas de alcance universal: pueblos marginados, esclavos, desheredados y
explotados, parias e inmigrados....
En el límite la Idea filosófica del Imperio incluye la eliminación de la hegemonía de un
Estado sobre los demás. Y esta es la dialéctica de su (im)posibilidad: la de un Emperador cuya
autoridad no encuentra base en el poder real del Estado diapolíticamente hegemónico puesto
que se sitúa sobre éste, poniéndolo en simetría con los restantes, en la figura abstracta de un
Autoridad reflexiva, tal que le lleva internamente a su apoteosis.
No puede olvidarse el reconocimiento, por parte de Bueno, de esta (im)posibilidad:
«Desde este punto de vista la Idea filosófica de Imperio es un imposible político, como la Idea
de perpetuum mobile es un imposible físico»{23}
Ahora bien, la (im)posibilidad de un Imperio semejante, frente al imposible móvil perpetuo,
no consiente su olvido. En efecto, la dialéctica que está en su génesis se reproduce
continuamente y sólo recorriéndola hasta al final se nos ofrece como absurda. No sirve
considerar de antemano el carácter absurdo del Imperio filosófico, desde una ciencia política
demostrada según el orden geométrico, y sólo realizando su (im)posibilidad podemos apreciarla.
El problema del Imperio filosófico se dibuja así según la estructura característica de un
argumento histórico ontológico, el problema de una estructura{24} que implica su realización, es
decir, de una esencia que implica su existencia. El objetivo de un Imperio filosófico, y el acaso
de su (im)posibilidad, sólo cobra sentido en el acto de su realización, esto es, al ponerlo en
existencia. Es entonces cuando las limitaciones que necesariamente –y de ahí su
(im)posibilidad– se oponen a su realización llegarán a comprometer su misma esencia. Estas
limitaciones no suspenden solamente la existencia del Imperio filosófico, sino que comprometen
su esencia o ponen en cuestión su estructura misma, de modo que empieza a considerarse la
interna (im)posibilidad del proyecto. Pero a su vez la realización histórica de un Imperio filosófico
se hace posible solamente en cuanto que las acciones de los hombres que luchan por su
constitución sigan siendo alimentadas por la esencia universal (infecta, nunca perfecta) desde la
que sus actos cobran significado. Cuando la esencia desfallezca la existencia misma del proyecto
decaerá.
Gustavo Bueno concibe el Imperio español desde la Idea filosófica de Imperio. Por nuestra
parte es desde esta idea filosófica desde la que damos sentido al rasgo de liberal generosidad
propio de la mejor historia de España, un rasgo que permitió sostener en su existencia el
programa integrador de un Imperio civil universal, frente al Imperio heril (G. de Sepúlveda).
Semejante liberalidad ha tenido, sin embargo, un momento negativo característico también del
carácter político del español: su renuncia a la labor comercial y al estudio («yo soy español,
nacido en provincia, que no se da la compostura de razonar»).
En efecto, frente al Islam surgió un tipo de hombre en pelea constante y de aspiraciones
ilimitadas –sobrepujando al musulmán y al judío– merced a cuya disposición pudo superar
situaciones angustiosas. Esta «disposición imperativa de la persona» (Américo Castro) ha
alumbrado los mejores frutos de nuestra historia, pero no cabe olvidar que en la resaca de su
afirmación ha abocado asimismo a una reaccionaria melancolía. En suma: la historia de los
españoles «...fue un continuo intento de superar lo (in)superable»{25}
Es desde la perspectiva que hemos dibujado desde dónde los programas de los actuales
nacionalismos centrífugos muestran cierta depresión mezquina (Weltschmerz del romanticismo
germánico o Melancolía según la idea de J. Juairisti{26}) que ha sido históricamente proporcional
a su falta de firmeza, sin perjuicio de victorias militares apoyadas por otras políticas imperiales,
habida cuenta de la falta de unicidad histórica del Imperio{27}.
Sólo desde la generosidad, ligada a la estructura política que hemos intentado definir,
podría abrirse paso una integración real en la España actual. Generosidad política frente a
melancolía política, una generosidad que exige reciprocidad entre sus partes diferenciadas. En
la dialéctica de esta (im)posibilidad depositamos la distancia entre las dos Españas, de las que
no podemos/queremos olvidarnos. A nuestro juicio se trata de una diferencia más profunda que
la establecida a partir de la guerra civil y con cuyas dos grandes facciones sólo aceptando cierta
injusticia podría coordinarse biunívocamente. Es la diferencia incivil que divide hoy a los vascos
en las ruinas presentes de un Imperio cuya figura filosófica se nos hace reconocible a partir del
análisis de Bueno.
Desde la perspectiva esbozada, D. Quijote aparece como la Triste Figura que encarna el
problema del Imperio español y a partir de éste del hombre como tal, cuando situamos al hombre
–al «Género Humano»– en el horizonte político de un Imperio filosófico (im)posible. Un amigo
dispone de un criterio en forma de quiasmo que recoge la estructura de la (im)posibilidad de
España en forma casi aforística: Si a un individuo le preguntas si es español u hombre y dice ser
español, entonces no lo es, si te dice ser hombre, entonces es español. Es la estructura misma
que sostiene la pasión de Gustavo Bueno y el motor de su (im)posible obra filosófica. Es la figura
misma de D. Quijote:
«La esencia u objetivo de su vida de caballero andante (incluso si esta condición la recibe 'por
escarnio') exige su realización; es su existencia de caballero la que realiza su esencia, porque es
esta esencia la que exige existir, como esencia práctica, y no meramente especulativa o soñada,
'delirante'. En el momento en el cual don Quijote, ante las razones prosaicas que le convencen de
la realidad de su existencia contingente, es decir, no implicada en una esencia que le obligue a
existir como caballero, en este mismo momento don Quijote decae, por desfallecimiento de su
esencia, y por muerte o fallecimiento de su existencia: don Quijote 'entregó el alma a Dios, quiero
decir (aclara Cervantes) que se murió'.»{28}
La dialéctica de esta (im)posibilidad constituye el signo de la Idea filosófica de Imperio y la
determinación genérica más característica del mejor pensamiento español, la cifra de la
anormalidad –enormidad– de España. Aquí yace también la infinita pasión que ha sido el íntimo
motor capaz de dar de sí la obra de Gustavo Bueno:
«Mejor que indagar tu sueño, escudriñando el universo y la vida, mejor mil veces obrar el bien pues
no se pierde el hacer bien aún en sueños. Mejor que investigar si son molinos o gigantes los que
se nos muestran dañosos, seguir la voz del corazón y arremeterlos, que toda arremetida generosa
trasciende del sueño de la vida.»{29}
Frente a quienes consienten en un Bienestar de satisfecha complacencia nos preguntamos:
«Pero ¿existen?, ¿existen de verdad? Yo creo que no, pues si existieran, si existieran de verdad
sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo
y en el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito. Y ese sufrimiento y esa pasión que no
es sino la pasión de Dios en nosotros. Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra
finitud y nuestra temporalidad, ese divino sufrimiento les haría romper todos esos menguados
recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión de su pasado a la ilusión de su porvenir.» {30}
Concluyendo
«En verdad las posibilidades son sin fin, y la razón común surge una vez y otra a descubrir la
falsedad de la Realidad. Para tratar (en vano) de evitar ese peligro tiene el Señor a los
intelectuales.» (A. García Calvo. El Cultural, 10-16 Mayo 2000, pág. 9)
Está ampliamente difundida la especie de que la política es el arte de lo posible. La política
se reduce al establecimiento de los parámetros que limiten lo posible y lo imposible; como si
pudieran considerarse analíticamente las ideas de posibilidad e imposibilidad, al margen de su
dialéctica. Desde esta perspectiva la política queda disminuida en administración, y la acción
política se presenta bajo el concepto de reglas técnicas de saneamiento y funcionamiento
socioeconómico. La filosofía no se liga ya a la transformación del mundo y la izquierda política
no fuerza los modos de producción, sino –más allá de la justicia– exige una distribución
circunscrita del beneficio, sobre la llaga sangrante de los millones del lado externo del capital, el
otro lado del nuevo e imprescindible muro, del muro posible y técnicamente irrecusable.
La distribución es un momento de la producción: figuras disociables, pero no separables.
Quien exige justa distribución ha de comenzar negando el modo de producción que la hace
(im)posible. Pero éstos han quedado reducidos a fanáticos del tiempo viejo, soñadores
totalitarios, fantasmas de circo que lejos de recorrer, visitan de turismo Europa .
Y frente a los técnicos del management y el marketing un vago sentimiento de melancolía
se ha difundido entre los que proclamaron el reino de la Justicia. Pero la melancolía, el pesimismo
en general, es el síntoma de la reacción.
«Cuando un pueblo, un régimen o una clase entran en la descomposición, el pesimismo y la ruina
de todas las fuerzas morales ofrecen una coyuntura favorable al arraigo y extensión de una
doctrina que represente la reacción frente a la decadencia y que encarne una posibilidad de
salvación, por remota que sea.»{31}
La locura de D. Quijote constituye a nuestro juicio la contrafigura de la gran neurosis de
nuestros días: la depresión. Sigue siendo el corazón de nuestra perplejidad:
«Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura
cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen,
duermen, se reproducen y mueren.»{32}
Acaso sólo la certeza, seguimos a Unamuno, de que mañana nos reparten como a
borregos, la seguridad de que descomponen la nación pueda despertarnos al vértigo, a mi juicio,
propio de un viejo liberal que Gustavo Bueno promueve mientras se afirma. Y sin embargo:
«El emperador –dicen– te ha enviado a ti, el solitario, el último de sus súbditos, la sombra que ha
huido a la más remota lejanía, insignificante ante el sol imperial... Precisamente a ti, el emperador
te ha enviado un mensaje desde su lecho de muerte. (...) El mensajero partió en el acto; es un
hombre fuerte, infatigable; extendiendo ora un brazo, ora otro, se abre paso a través de la multitud;
cuando encuentra un obstáculo, señala sobre su pecho el signo del Sol; avanza mucho más
fácilmente que ningún otro. Pero la multitud es enorme, las salas son innumerables. Si ante él se
abriera el campo libre, cómo correría, qué pronto oirías el glorioso sonido de su puño al llamar a
su puerta. Pero así, qué inútiles son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las
cámaras del palacio central; nunca terminará de atravesarlas y si terminara, no habría adelantado
mucho; tendría que descender las escaleras; y si lo consiguiera no habría ganado gran cosa,
tendría que cruzar los patios; y después de los patios, el segundo palacio circundante y más
escaleras y más patios; y otro palacio; y así durante miles de años; y cuando finalmente atravesara
la última puerta - pero esto nunca, nunca, puede suceder - todavía le faltaría cruzar la capital, el
centro del mundo, donde su escoria se amontona sin fin. Nadie podría abrirse paso a través de
ella, y menos todavía con el mensaje de un muerto. Pero tú te sientas junto a tu ventana y te lo
imaginas al caer la noche.» (F. Kafka)
Notas
{1} Gustavo Bueno, España, Intervención el 14 de abril de 1998 en la reunión Hispanismo en
1998 (Club de Prensa asturiana). El Basilisco, nº 24 (abril-junio 1998), págs. 27-50
{2} Gustavo Bueno, ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1995 (2ª ed.).
{3} Gustavo Bueno, España frente a Europa. Alba editorial, Barcelona 1999, pág. 71.
{4} Ibid. pág.71.
{5} Ibid. pág. 74.
{6} Ibid. pág. 75.
{7} Alfonso Reyes, Cuatro ingenios, Espasa-Calpe (Colección Austral), Buenos Aires 1950, pág.
17.
{8} Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Cátedra, Madrid 1998, pág. 239.
{9} Miguel de Unamuno, «El porvenir de España y los españoles», En De Ángel Ganivet a Miguel
de Unamuno 1898, Espasa-Calpe, Madrid 1973, pág. 33.
{10} Exponemos un resumen escueto del análisis de la Idea de Imperio que lleva a cabo Gustavo
Bueno en la obra citada. Tratamos de mostrar el sentido de la afirmación del carácter absurdo
y metafísicamente (im)posible de España, del imperio español. La crítica sistemática de la idea
de Imperio cuyo esquema ofrecemos está desarrollada por Gustavo Bueno en el capítulo III
de su obra, págs. 171-238.
{11} La nota de inserción o relación entre términos de la misma escala; para este caso la inserción
del Estado de referencia en un sistema de otros Estados o sociedades políticas dadas.
{12} M. Hardt y A. Negri, Imperio, Paidós, Barcelona 2002. Suscitan el problema de encontrar en
la clasificación de Bueno el lugar apropiado para su diseño del Imperio que, según su juicio,
se está abriendo paso en el presente.
{13} Gustavo Bueno, Op. cit., pág. 194.
{14} Gustavo Bueno, Op. cit., pág. 200.
{15} «Hoy, el comunismo y el socialismo utópico coercitivos parecen desvanecerse; la Esparta
del kibbutz absoluto difícilmente puede sobrevivir. Pero los antiguos dictados de perfección,
de anulación personal, la exigencia de un renio de justicia absoluta aquí y ahora aún resuenan.
En las bocas de los que vagan errantes y despreciados, de vagabundos locuaces a quienes
Dios ha creado incurablemente enfermos de recuerdo y de futuro. Confieso no encontrar mejor
explicación para la persistencia del antisemitismo más o menos mundialmente extendido y
posterior al Holocausto. Esta persistencia es característica de comunidades en las que apenas
quedan judíos a los que detestar, como Polonia o Austria, o en las que los judíos jamás se
han establecido (...). Ningún diagnóstico social, económico o político de corte positivista, por
iluminador que sea, ofrece una explicación profunda. Hitler lo expresó sin ambages: 'El judío
ha inventado la conciencia'. Después de eso, ¿cabe algún perdón?» (George
Steiner, Errata, Siruela, Madrid 1998, pág. 84). Puede leerse el capítulo 4 de esta obra como
un análisis de la fuente metapolítica –la conciencia en este caso– capaz de derivar un Imperio
(im)posible del Imperio «realmente existente», por usar de nuevo la expresión de Suslov.
Por lo demás la relación entre el imperio español y este componente metapolítico de estirpe
hebraica ha sido notado a menudo, así por ejemplo Fray Juan de Salazar en su Política
española de 1619: «...el apoyo en que estriba esta gran monarquía... no son las reglas y
documentos del impío Maquiavelo que el ateísmo llama razón de Estado». Su apoyo y
fundamento –recuerda Américo Castro– se encuentra en principios religiosos –metapolíticos
diríamos– porque entre las naciones «...que han militado y militan debajo del suave yugo de
la ley de gracia, a ninguna le cuadra más el nombre de pueblo de Dios que a la española, por
proporcionarse con ella, más que con otra alguna, muchas de las mayores promesas hechas
al pueblo israelítico a quien expresamente llama, por sus profetas Isaías y Jeremías, pueblo y
mayorazgo suyo. Para cuya verificación es necesario saber que el pueblo israelítico (según
escribió a los de Corinto el Apóstol S. Pablo) fue figura y enigma del católico cristiano». Del
mismo modo que del yugo egipcio a los hebreos habría Dios liberado a los españoles de la
servidumbre islámica. Así lo cita Américo Castro en Del nombre y el quién de los
españoles, Sarpe, Madrid 1985, pág. 105-106.
{16} Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Cátedra, Madrid 1998, pág. 241.
{17} Ibid. pág. 242.
{18} Ibid. pág. 242.
{19} Ibid. pág. 243.
{20} Octavio Paz. Op. cit., pág. 237.
{21} George Steiner, Errata, Siruela, Madrid 1998, pág. 83.
{22} Una Idea, por cierto, alejada completamente de la propia de su maestro Aristóteles, el cual
se opondría al propósito de «reconciliar pueblos e igualar razas», recomendando a su
discípulo que tratara a los griegos como hombres y a los bárbaros como «animales o plantas».
{23} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba editorial, Barcelona 1999, pág. 207.
{24} Esencia histórica, no eterna naturalmente, sino histórica y por tanto limitada y finita.
El esencialismo que aquí apuntamos no es, por tanto, ahistórico o metafísico positivo, sino
histórico o negativo.
{25} Américo Castro, Sobre el nombre y el quién de los españoles, Sarpe, Madrid 1985, pág.
173. El paréntesis es nuestro.
{26} J. Juaristi, El bucle melancólico, Introducción. Espasa-Calpe, Madrid 1998 (11ª edición).
{27} Vgr. «...la independencia de Euzkadi bajo la protección de Inglaterra será un hecho en un
día no muy lejano.» (Carta de Noviembre de 1920, de Sabino a Luis Arana Goiri.)
{28} Gustavo Bueno, España, Intervención el 14 de abril de 1998 en la reunión Hispanismo en
1998 (Club de prensa asturiana). El Basilisco, nº 24 (abril-junio 1998), págs. 27-50.
{29} Miguel de Unamuno, Vida de D. Quijote y Sancho, Alianza, Madrid 1987, pág. 282.
{30} Ibid. pág. 9. Nos referimos a los escépticos de toda metabolh', radicales en «filosofía» y
políticamente conformistas y a los que señalara Horkheimer –a propósito de Montaigne– del
siguiente modo: «...Los escépticos que carecen de teoría y que sólo en nombre de la duda se
oponen al racismo y a otras doctrinas erróneas, son Sancho Panzas disfrazados de Quijotes.
En el fondo saben que están luchando contra molinos de viento...» (M. Horkheimer, Historia,
metafísica y escepticismo.)
{31} Joaquín Maurín, La revolución española. De la monarquía absoluta a la revolución
soviética. Anagrama editorial, Barcelona 1977, pág. 7.
{32} Ibid. pág. 7.