ATONALISMO: ¿UNA IDEA ANTICUADA QUE QUIERE SEGUIR SIENDO
MODERNA?
por Gustavo Britos Zunín
Prescindir de la tonalidad es un axioma en la música contemporánea y, para saber por qué es
así, hay muchas explicaciones – incluso divergentes –, con argumentos de toda clase que van
desde la ciencia hasta la filosofía y la propia historia de la música. En consecuencia, tal sería el
único camino posible para la música de ahora en adelante. En otras palabras, cada compositor
deberá adaptar la creatividad a ese punto de vista.
La sospecha de que el atonalismo puede ser anticuado, nace de la duda que puede causar la
afirmación de que una premisa formulada hace más de un siglo pueda ser una verdad absoluta
y sin alternativas para el futuro. El cuestionamiento hecho en este artículo busca así ir más allá
de ser una crítica para dar apoyo al público que se resiste a aceptar las propuestas de la música
contemporánea. El rechazo de parte del público podría ser, en todo caso, el síntoma de una
realidad más profunda que vale investigar. Pero es un síntoma, no un argumento
incontestable.
Las matemáticas intervienen en determinada etapa de este estudio, pues por esa vía se
pueden demostrar algunas cosas extraordinarias para la música y ver más claro qué puede
ocurrir cuando se quiere (o se ha querido) reformar o ampliar recursos para la música
poniendo la teoría abstracta por encima del arte, o bien al contrario, cuando los conceptos
artísticos prevalecen y hasta llegan a ser un fundamento para formular las teorías.
Es evidente que el famoso acorde de Wagner no fue el resultado de búsquedas por el lado
teórico:
Este es el célebre “acorde de Tristán” que se oye así:
https://soundcloud.com/gustavo-britos-zun-n/tristan-isolde/s-3tHUn
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Wagner no llegó hasta su armonía cromática y este acorde por casualidad, ni tampoco por
caminos ajenos a los de la necesidad del arte, pero lo cierto es que de ahí en adelante pareció
que continuar en la línea wagneriana era lo más lógico hasta que, al entrar el siglo XX, se
dedujo que la tonalidad había llegado a su fin.
Arnold Schönberg fue un pionero en la búsqueda de posibilidades fuera de la tonalidad y
propuso, primeramente, un atonalismo libre y, más tarde, el dodecafonismo como teoría
organizada de base matemática. Después el serialismo dodecafónico buscó abrir más caminos
por el lado de la teoría combinatoria (las diferentes maneras posibles de ordenar un conjunto
de elementos). Sin embargo, ahí apareció un problema inesperado a causa de las
características de la percepción humana. Tanto para los sonidos como para cualquier otro
estímulo ocurre algo muy curioso y se trata de lo siguiente.
Cuanto mayor vaya siendo la cantidad de ordenaciones diferentes de un conjunto limitado de
elementos resulta cada vez más difícil percibir las diferencias en la ordenación. La más fácil,
que es 1-2 y 2-1 permite detectar sin ningún esfuerzo la diferencia de ordenación. Pero, a
medida que aumenta la cantidad de elementos, las posibilidades de ordenación también
aumentan y ya no será tan fácil identificar cuáles son las diferencias. El ejemplo siguiente
permite corroborarlo, pues son nada más que cuatro ordenaciones diferentes de las 12 notas
de la escala cromática, pero es muy difícil percibir dónde están las diferencias:
https://soundcloud.com/gustavo-britos-zun-n/permutaciones/s-PWSSh
En los cuatro casos que terminamos de escuchar, no sólo se cambió en cada caso el orden en
que aparecen los sonidos, sino que también se modificaron las frecuencias de algunos sonidos
bajándolos o subiéndolos una octava. Debería ser algo muy perceptible para el oyente, pero
no lo es.
Para el dodecafonismo esto fue un enemigo solapado, pues muy pronto ocurrió que la música
empezó a tener una característica sonora que hizo a diferentes obras parecerse excesivamente
entre sí. El serialismo integral buscó entonces ir más lejos al aplicar la teoría combinatoria
simultáneamente al timbre, la intensidad y la duración del sonido además de la altura. Pero la
consecuencia fue la misma, o tal vez peor.
La perspectiva de un sistema tonal definitivamente agotado no fue una idea compartida por
algunos compositores quienes, ya a principios del siglo XX, no quisieron proseguir en el
camino del cromatismo wagneriano, pero tampoco fueron partidarios de abandonar
definitivamente la tonalidad. Hallaron una solución en el uso superpuesto de tonalidades
diferentes, o sea la politonalidad. Así, por ejemplo, do mayor podía escucharse
simultáneamente con re bemol menor y mi bemol mayor en el desarrollo de una misma frase
musical, e incluso en el desarrollo de una obra completa y recurriendo a modulaciones
independientes entre sí. De esta manera se formaban acordes y estructuras contrapuntísticas
que podían ser de gran complejidad – gran riqueza armónica, se dijo –, pero una evidencia
rompió los ojos: el uso de la politonalidad iba derecho a emplear simultáneamente cada vez
más notas de la escala cromática y se observó que para muchos aquello parecía sonar más
atonal que tonal, a pesar de lo que mostraba la partitura. En efecto, es suficiente superponer
las tonalidades de do mayor y re bemol mayor para que ya estén usándose las 12 notas de la
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escala cromática y las disonancias resultantes tienden a desdibujar el efecto tonal más que a
realzarlo o enriquecerlo. Como era de suponer, este hecho fue un argumento de mucho peso a
favor de la solución del dodecafonismo. No obstante, la politonalidad persistió y aún se la
discute como válida al incorporar la polimodalidad, o sea el uso superpuesto de modos
antiguos y no sólo de los tradicionales modos mayor y menor al superponer las tonalidades.
Este panorama – muy resumido por cierto – fue consolidando un “padrón auditivo”
característico compartido por todas las tendencias y estilos de la música contemporánea.
¿Qué es un padrón auditivo?
A grandes rasgos, sin considerar sutiles aunque importantes diferencias del estilo de cada
compositor, un padrón auditivo es una sonoridad-tipo que permite identificar con bastante
facilidad una tendencia en la manera general de componer..
Es decir, el padrón auditivo no es un estilo, y esto debe quedar bien entendido. Es un resultado
sonoro global común a todos los compositores de una misma tendencia teórica o estética, o
ambas a la vez, y es a causa de la forma como los sonidos se organizan obedeciendo a esa
tendencia. Si escuchamos música barroca, la identificaremos por su sonoridad inconfundible
sin importar, en ese sentido, el estilo personal de cada autor o el país de origen y hasta incluso
sin importar la época. Por ejemplo Juan Sebastián Bach era barroco, su forma de componer no
encajó en el “clasicismo” y se le calificó de retrógrado: el padrón sonoro no concordaba con el
gusto auditivo del siglo XVIII y esto confirma la misma regla, aunque por el lado de la identidad
de una época, es decir, “fuera de época” pareció un argumento suficiente de desvalorización
que lanzó su música al olvido durante mucho tiempo.
La música académica contemporánea también tiene su padrón auditivo y es muy fuerte, pues
la hace reconocible más allá de si es dodecafónica, serial, experimental, espectralista, etc., o si
fue compuesta en el siglo XX o el XXI. Los especialistas discutirán esta afirmación, incluso
desde el punto de vista de la “innovación” (aunque no fuese desde la “vanguardia”), pero la
historia de la música está llena de innovaciones que, si bien distinguen las obras y el estilo de
los diferentes compositores, no alteran sin embargo el padrón auditivo en el que todos ellos
quedan englobados. Veamos algunos ejemplos para ilustrar el padrón auditivo de la música
contemporánea:
https://soundcloud.com/gustavo-britos-zun-n/padron-auditivo/s-Ty7Dg
Este ejemplo es una sucesión de fragmentos de composiciones varias de autores de los más
conocidos del siglo XX y el XXI, todos con diferentes estilos y teorías aplicadas al componer.
Independientemente de si las sonoridades puedan o no resultar interesantes, o incluso
agradables o desagradables al oído, lo que el ejemplo muestra es la característica de un
padrón auditivo fácilmente identificable.
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El peso del academicismo.
El academicismo desempeña un papel muy importante al definir un padrón auditivo
cualquiera, porque impone reglas rígidas que terminan siendo estáticas en el tiempo. Y la
historia de la música está llena de casos que ilustran esta cualidad - incluso en la música tonal.
Sí, en la música tonal también, y no está de más observarlo. Cuando la estética del siglo XVIII
rompió con el Barroco, en realidad rompió con un academicismo que imponía un padrón
auditivo casi como la única manera posible de organizar con buen gusto las melodías, las
tonalidades y hasta la instrumentación. Pero, ya mucho antes, la ruptura con todas las normas
de la música modal y el canto gregoriano había dado un vuelco decisivo a toda la música
occidental, a tal punto que sin la reacción renacentista no hubiera nacido el Barroco, ni
probablemente tampoco el Clasicismo. Pero en este último también se congelaron las reglas –
las famosas reglas de la Armonía Tradicional que aún se estudian en los cursos de composición
– y contra ellas reaccionaron los músicos del siglo XIX y mucho más todavía, posteriormente,
los impresionistas. El saldo más importante de todas esas transformaciones es que, en cada
caso y sin excepción, la música de los compositores más representativos puede ser
inconfundible por el estilo, pero también por un padrón auditivo consolidado que nadie
confunde: Mozart, definitivamente, no suena wagneriano y podemos saber exactamente por
qué.
Pero en todo ello hubo una característica que coincidió en todas las épocas: las necesidades
del arte fueron las que cambiaron la teoría y no a la inversa. Esto no quiere decir que no
hubiera teóricos dedicados solamente a estudiar cómo perfeccionar las herramientas de los
artistas, pero la palabra decisiva era la de los músicos para decir cómo y dónde se aplicaría la
teoría.
El siglo XX rompió una vez más con el academicismo intransigente, pero lo hizo de una manera
muy distinta. La teoría adquirió una relevancia tal que fue puesta en muchos casos por encima
del arte. Fue la norma teórica enunciada a priori la que comenzó a decir cómo debía ser la
música resultante y no al contrario. Si al oyente no le gustaban las combinaciones de sonidos
que la teoría producía, la única explicación era que se estaba explorando un campo sonoro
desconocido y había que familiarizarse con él.
Sin embargo, ni siquiera un punto de vista que se autocalificó como el más revolucionario de
toda la historia de la música pudo escapar del academicismo. Schönberg creó a partir de sus
teorías un estilo bien identificable, tuvo continuadores como Alban Berg o Anton Webern,
entre otros, pero, de ahí en adelante y una vez más, el academicismo congeló todo y al poco
tiempo fue surgiendo una multitud de obras bastante indiferenciadas, pero todas muy fieles a
las nuevas reglas. Y otro tanto ocurrió con el serialismo integral, además de con tantas otras
propuestas posteriores en una búsqueda incesante de renovación que ya lleva más de un siglo
de historia. Parecería que algo anda mal, pero no tan sólo porque el gran público no acepta
aún la música que ha resultado de estas teorías. Este no es el único problema. La gran paradoja
de la música, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, es que persistiendo en
proseguir buscando la renovación terminó siendo convencional y no hay nadie, absolutamente
nadie que vislumbre cómo salir de un padrón sólidamente establecido sin ser agriamente
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calificado de pasatista, simplista y hasta “exitista”. ¿La culpa es, una vez más, de un
academicismo pertinaz?
No, no le echemos en este caso todas las culpas al academicismo, sino a la percepción auditiva
del ser humano que tiene sus propios límites más allá de todo lo que pueda ser educativo. En
todo caso, lo que hace el academicismo actual es perpetuar la ignorancia acerca de factores
que la ciencia ya viene señalando hace tiempo. Es un tema larguísimo y lleno de ejemplos,
pero la pregunta quizá crucial en este momento sería: ¿Acaso el atonalismo contiene errores
de punto de partida?
Y aquí es donde es necesario entrar en las matemáticas. He desarrollado una demostración
para comprobar que es imposible que exista sonido alguno que no pertenezca a alguna
tonalidad, la que sea. Para la demostración tomé como base la escala diatónica, pero se
cumple igualmente si se desarrolla para cualquier otra escala calculable con relaciones entre
los armónicos de cualquier sonido fundamental. En otras palabras, la tonalidad es un hecho
físico más amplio de lo que parece, y atonalidad no existe. La demostración es demasiado larga
para este artículo, pero está en este enlace:
http://eltamiz.com/elcedazo/2013/03/17/musica-y-ciencia-11-acerca-del-circulo-de-quintas
Ahora bien, ¿qué tiene que ver un análisis matemático con el arte?, ¿acaso no será una
intromisión molesta en un contexto donde debe prevalecer la inspiración y sólo ella?
Pensemos un momento.
En el caso de la música, el medio para expresarse es el sonido y – por eso mismo – la base no
puede ser otra que la Acústica. Esto funciona naturalmente en el invento y fabricación de
instrumentos, y nadie lo pone en duda, pero no parecería ser tan evidente para los
compositores salvo raras excepciones. Lo que es cuestionable no es de qué manera el
compositor usa los sonidos para expresarse en un estilo propio, sino que se trata de poner un
ojo crítico en el fundamento mismo de la herramienta utilizada. Y la conclusión no es porque
sí. Si se puede demostrar que no es posible la existencia de sonidos ajenos a una tonalidad, la
que sea, incluso sin ceñirnos exclusivamente a la escala diatónica, en definitiva la ruptura con
la tonalidad no es otra cosa que negar las cualidades acústicas de los sonidos como base para
componer música.
Se trata de una realidad esquiva, porque es menos evidente que lo que podría ocurrir si
algunos pintores creasen algún movimiento artístico-filosófico que partiera de ignorar ex
profeso lo que la Óptica indica acerca de los colores. Subyace por eso una contradicción
implícita, una necesidad de demostrar por una vez, y a pesar de todo lo que se diga del arte, la
validez científica del atonalismo como base para el arte musical. Se ha querido demostrar que
la música atonal utiliza armónicos de orden muy elevado y que – por lo tanto – éstos no
coinciden con las notas de la escala diatónica a la que el oído está habituado. El problema es
que cuando esto se dice, es mirando notas escritas en el pentagrama más o menos de esta
manera:
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Esta representación gráfica ha sido usada (y a veces lo es todavía, en algunos cursos de
composición) para demostrar la base acústica del dodecafonismo, aunque fácilmente se
entiende que no tiene por qué limitarse al dodecafonismo y terminar ahí. En efecto, los
armónicos no terminan en el Nº 24 o el 25 y, de ahí en adelante, el microtonalismo también
hallaría explicación en la Acústica.
Lo engañoso de este gráfico, y su supuesta demostración asociada a una evolución de la
Armonía en la historia, es que ignora que hay diferencias más que considerables entre la
afinación de una nota escrita para ser tocada en la escala temperada y, en cambio, la
entonación justa de los armónicos indicados como si éstos fuesen realmente los mismos que la
música ha utilizado a través de la historia, o los que utilizaría hipotéticamente cualquier otro
sistema más allá del dodecafonismo. Ya el armónico 7 no es ni cerca el sonido para formar una
7ª de dominante, como la figura quiere indicar, y este problema de afinación lo conocen muy
bien, por ejemplo los trombonistas, sin ser los únicos que lo saben. La escala cromática
temperada es, a su vez, el resultado de calcular la √2 y no el de los supuestos “armónicos
cromáticos” escritos del Nº 13 en adelante en el pentagrama, ni tampoco es la escala
cromática calculada por Pitágoras mucho antes de que se inventaran las notas y las
alteraciones. Si se quiere acudir a la Física hay que olvidarse de las notas, los sostenidos y los
bemoles, y entrar de lleno en las matemáticas.
Desde luego que nada de esto significa negar la utilidad práctica que ha tenido la escala
temperada de 12 sonidos. Tampoco se sugiere que el oído sea capaz de distinguir diferencias
tan pequeñas de frecuencias como las que se puedan deducir del cálculo, la mayoría de las
cuales estarían por encima de la percepción – de hecho, una aproximación suficiente a cero en
la parte decimal permite decir que el circuito infinito de todas las tonalidades posibles se cierra
en ese punto para la percepción auditiva.
Las posibilidades tecnológicas.
La tecnología actual permite explorar el universo del sonido y las percepciones de una manera
que era insospechada al principio del siglo pasado, cuando recién comenzaban a hervir las
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vanguardias cuya fuerza se proyectaría hasta hoy día. Esto puede disculpar bastante los
primeros errores al querer asociar a la música con la ciencia en la “era tecnológica” naciente y
el reflejo de ese cambio a través del arte. Pero, al avanzar el siglo XX, la tecnología proporcionó
a los músicos algunas herramientas que no fueron despreciadas, en primer lugar por la música
electroacústica. La obra podía ser un resultado del cálculo y la ejecución era en cintas
magnetofónicas. Se planteaba así prescindir del intérprete y, obviamente, esto no satisfizo a
muchos, ni siquiera para el caso de una combinación entre un conjunto instrumental, o solista,
tocando junto a una grabación de sonidos previamente “fabricados” en el laboratorio. Se dijo
que la música nunca podría, ni debería, prescindir del factor humano al momento de hacerse
oír. Como es natural, esto terminaría gestando una reacción más.
Durante las décadas de los años 60 y 70 una corriente que se denominó “espectralismo” quiso
poner punto final a esta faceta de las controversias consolidando una nueva propuesta, esta
vez basada en el estudio del “espectro sonoro”, o sea en el análisis mediante ordenadores de
la onda compuesta por sonidos armónicos, para manejar todos los sonidos posibles y el
compositor disponer de ellos para crear su propia armonía sin limitarse a los sonidos
temperados. Pero he aquí la diferencia: mediante una “resíntesis” los resultados son aplicables
a la ejecución en vivo con instrumentos normales de la orquesta. Con esto el factor humano
estaba presente, aunque fuese de la mano con la tecnología.
La propuesta surgió justamente en rechazo al estructuralismo serial y el post serialismo y se
encuadró en una tendencia que buscó darle finalmente una base matemática al arte. El punto
de partida para la música deja de ser la teoría combinatoria y pasa a ser la serie de
Fourier como fuente del material temático y formal. Dicho más sencillamente, la onda de un
sonido cualquiera es descompuesta en sus sonidos parciales (armónicos) y del resultado surge
el material sonoro que utilizará el compositor creando una “armonía” para cada obra.
Estéticamente, sostiene que “todo es arte” y no reconoce fronteras entre consonancia y
disonancia – las considera una idea producto de la cultura occidental – y sostiene que la línea
que separa a los sonidos musicales de los ruidos y los chirridos es muy difusa.
Todo estaría impecablemente explicado por la exacta vía de la Acústica. Excepto en un solo
punto: en ningún momento se toma cuidado de si los sonidos utilizados por síntesis, al
momento de componer una música formarán o no entre ellos alguna relación armónica
numéricamente expresable. Mejor dicho, si la forman está bien, y si no la forman también está
bien aunque sea un ruido.
Esta puede parecer una deducción algo apresurada, quizá simplista, pero de hecho el
espectralismo reconoce grandes dificultades para armonizar los sonidos así creados. Esto se
debe a una causa que no deja de ser paradojal: los instrumentos de la orquesta – con que se
ejecutará la partitura – deben ser afinados en octavos de tono, o por lo menos en cuartos de
tono. ¿Pero de cuál “tono”? Ese tono es, ni más ni menos, el de la archiconocida escala
temperada de 12 sonidos.
Y esto pone restricciones más que importantes, no tan sólo porque la base misma cae en un
sistema aproximado (el temperamento igual), sino también porque las cualidades acústicas de
los instrumentos de la orquesta imponen límites. Precisamente por esta última causa,
instrumentos como el clarinete o la flauta son los más preferidos por ser los más capacitados
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para emitir armónicos puros, además de los que se pueden obtener en los instrumentos de
cuerda – aunque entre estos últimos, no todos los armónicos son suficientemente sonoros
como para ser utilizables.
Fácilmente se ve que detrás de la apariencia científica hay un pensamiento filosófico que va
derecho a una conocidísima precaución a considerar en el uso de las matemáticas, es decir: si
éstas se aplican en base a premisas sin relación con la realidad física, el resultado puede ser un
absurdo aunque sea matemáticamente correcto. Esto es como querer diseñar un modelo del
Universo partiendo de postulados artístico-filosóficos y tratar de darle a ese modelo un sentido
matemático; el resultado podrá ser hasta fascinante intelectualmente, pero ni el arte ni la
filosofía habrán avanzado un solo paso para adquirir conocimientos y el Universo seguirá
siendo tal como es. Si en la música el resultado del cálculo es una cacofonía atonal o una
combinación armoniosa, y de cualquier manera está bien porque “todo es arte”, la dificultad
para discutir en este terreno es la convivencia de lo subjetivo con lo objetivo. Tal es la esencia
del arte, al decir de muchos, pero no sería muy acertado inclinarse hacia uno u otro lado según
convenga el caso. No, porque así es como empiezan las discusiones interminables de las que
tampoco se saca nada en limpio. Si recurrimos a la objetividad científica para mostrar (casi
comprobar) todas las cualidades del sonido y las combinaciones posibles, estamos
corroborando (tal vez descubriendo) hechos. Si, en cambio, estamos especulando acerca de si
es arte aceptar (o rechazar) el orden o el caos sonoro como componentes de la música, y
entramos a discutir qué se puede entender subjetivamente por caos u orden, entonces no
mezclemos en ello a la ciencia, pues nada tiene que ver. Es una falsa oposición querer afirmar
o negar mediante la ciencia los puntos de vista subjetivos, o viceversa, porque la ciencia
solamente muestra hechos y las interpretaciones subjetivas no los pueden alterar. Da la
impresión de que las materias se están confundiendo entre sí, pareciera que los músicos no
saben bien si tratar de amoldar la ciencia a las necesidades del arte, o si amoldar el arte para
que sea científicamente aceptable. La teoría combinatoria se refiere a cuántas formas posibles
existen para ordenar un conjunto de elementos, pero el resultado no tiene por qué concordar
necesariamente con las cualidades físicas del sonido. A su vez, según las cualidades físicas del
sonido, el ruido sería la zona más extrema del atonalismo por la ausencia total de cualquier
relación armónica organizada, así sea en la Naturaleza, pero ese hecho no significa
necesariamente que la ciencia le esté indicando un camino a la música.
Las discusiones alrededor de la música contemporánea son cada vez menos fructíferas, porque
el academicismo del presente es tanto o más firme que en el pasado. Los compositores
académicamente aceptados del siglo XXI persisten en todas las ideas teóricas y estéticas
venidas del siglo XX, aunque escriban partituras contemporáneas. Y desde la posición que
tiene cada uno, cada cual ejerce su fuerza. En muchas universidades y conservatorios del
mundo se llega a poner como condición curricular, para otorgar un Título a un estudiante de
composición, que éste componga obras estrictamente enmarcadas en tendencias calificadas
como “actuales”. En los ciclos de conciertos de música contemporánea es excluida
sistemáticamente cualquier obra que esté fuera de la misma tendencia. Los intérpretes
especializados en música contemporánea se niegan rotundamente a incluir en sus propios
repertorios cualquier partitura que no concuerde con el mismo punto de vista. Contra esa
especie de "establishment" se oponen algunos compositores nuevos que proponen un retorno
a la tonalidad, incluso para "restaurar la belleza que es propia de la música" (Andrew Webb8
Mitchel). Por supuesto, los compositores neotonales no son para nada bien vistos por los
partidarios de la “música contemporánea” y esto es perfectamente explicable. Tampoco la
crítica musical especializada les apoya demasiado y les acusa de influencias tales como de
Mahler, Prokofiev, Tchaikowsky, etc., como un pecado imperdonable. ¿Pero nadie escuchó
cuán influido estuvo Beethoven por Haydn en las primeras sonatas para piano? ¿Acaso Wagner
comenzó ya componiendo un Tristán e Isolda? ¿Ya nos olvidamos de que J. S. Bach fundó toda
su forma de componer en un estudio minucioso de la música anterior a su época…? No ha sido
la primera vez en la historia de la música, ni será la última, en que a partir del hilo del pasado
se vaya directo a una innovación. Quizá haya que cuidar de no caer en un excesivo
reduccionismo, en una forma de componer que solamente busque la simplicidad tonal sin
transmitirle nada al espíritu del oyente. Tampoco sería conveniente ser innovador a la fuerza,
sino más bien pensar que se trataría nada más que de retomar un hilo interrumpido y seguir
después hacia adelante.
Es probable que aún sea temprano para asegurar si los nuevos compositores tonales son
iniciadores que definirán la música del futuro con algún nuevo padrón auditivo, pero no está
mal recordar el vaticinio que hiciera nada menos que Schönberg hacia el final de su vida:
"Quizá el futuro sea un retorno a la tonalidad, aunque una tonalidad renovada".
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