STEVE JOBS
LA BIOGRAFÍA
Walter Isaacson
ÍNDICE
Cubierta Personajes Cita Introducción
1. Infancia
2. La extraña pareja
3. El abandono de los estudios
4. Atari y la India
5. El Apple I
6. El Apple II
7. Chrisann y Lisa
8. Xerox y Lisa
9. La salida a Bolsa
10. El nacimiento del Mac
11. El campo de distorsión de la realidad
12. El diseño
13. La construcción del Mac
14. La legada de Scu ley
15. La presentación
16. Gates y Jobs
17. Ícaro
18. NeXT
19. Pixar
20. Un tipo corriente
21. Toy Story
22. La segunda venida
23. La restauración
24. Piensa diferente
25. Principios de diseño
26. El iMac
27. Consejero delegado
28. Las tiendas Apple
29. El centro digital
30. La tienda iTunes
31. El músico
32. Los amigos de Pixar
33. Los Macs del siglo xxi
34. Primer asalto
35. El iPhone
36. Segundo asalto
37. El iPad
38. Nuevas bata las
39. Hasta el infinito
40. Tercer asalto
41. El legado Agradecimientos Fuentes
Notas
Fotografiías
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
2
Steve Jobs. La biografía
Walter Isaacson
Traducción de
David González-Iglesias González/Torreclavero
Las personas lo suficientemente locas como para pensar que pueden cambiar el mundo son las que lo cambian.
Anuncio «Piensa diferente» de Apple, 1997
3
Personajes
x
x
AL ALCORN. Ingeniero jefe en Atari que diseñó el Pong y contrató a Jobs.
BILL ATKINSON. Uno de los primeros empleados de Apple. Desarro ló gráficos para el Macintosh. GIL AMELIO.
Se convirtió en consejero delegado de Apple en 1996, compró NeXT y trajo de regreso a Jobs. CHRISANN
BRENNAN. Novia de Jobs en el instituto Homestead y madre de su hija Lisa.
NOLAN BUSHNELL. Fundador de Atari y emprendedor modelo para Jobs.
LISA BRENNAN-JOBS. Hija de Jobs y Chrisann Brennan, nacida en 1978 y abandonada inicialmente por Jobs.
BILL CAMPBELL. Director de marketing de Apple durante la primera época de Jobs en la empresa. Miembro del
consejo de administración y confidente tras su regreso en 1997.
EDWIN CATMULL. Cofundador de Pixar y, posteriormente, ejecutivo en Disney.
KOBUN CHINO. Maestro californiano de soto zen que se convirtió en el guía espiritual de Jobs.
LEE CLOW. Ingenioso maestro de la publicidad que creó el anuncio «1984» de Apple y trabajó junto a Jobs
durante tres décadas. DEBORAH «DEBI» COLEMAN. Una atrevida directora del equipo del primer Mac que más
tarde se hizo cargo de la producción en Apple. TIM COOK. Director general de operaciones, calmado y firme,
contratado por Jobs en 1998.
EDDY CUE. Jefe de servicios de internet en Apple y mano derecha de Jobs a la hora de tratar con las compañías
de contenidos. ANDREA «ANDY» CUNNINGHAM. Publicista de la agencia Regis McKenna que trató con Jobs
durante los primeros años del Macintosh. MICHAEL EISNER. Implacable consejero delegado de Disney que legó a
un acuerdo con Pixar y después se enfrentó a Jobs. LARRY ELLISON. Consejero delegado de Oracle y amigo
personal de Jobs.
TONY FADELL. Ingeniero punk que legó a Apple en 2001 para desarro lar el iPod. SCOTT FORSTALL. Jefe del
software para dispositivos móviles de Apple.
ROBERT FRIEDLAND. Estudiante en Reed, líder de una comuna en un huerto de manzanos y adepto a la
espiritualidad oriental que supuso una gran influencia
para Jobs. Más tarde dirigió una compañía minera.
JEAN-LOUIS GASSÉE. Director de Apple en Francia. Se hizo cargo del Macintosh cuando Jobs fue destituido en
1985. BILL GATES. El otro niño prodigio de la informática nacido en 1955.
ANDY HERTZFELD. Ingeniero de software de carácter afable que fue compañero de Jobs en el primer equipo del
Mac.
JOANNA HOFFMAN. Miembro del primer equipo del Mac con el carácter suficiente como para enfrentarse a Jobs.
ELIZABETH HOLMES. Novia de Daniel Kottke en Reed y una de las primeras trabajadoras de Apple.
ROD HOLT. Un marxista y fumador empedernido contratado por Jobs en 1976 para que se hiciera cargo de la
ingeniería eléctrica del Apple II. ROBERT IGER. Sucesor de Eisner como consejero delegado de Disney en 2005.
JONATHAN «JONY» IVE. Jefe de diseño en Apple. Se convirtió en compañero y confidente de Jobs.
ABDULFATTAH «JOHN» JANDALI. Licenciado por la Universidad de Wisconsin de origen sirio, padre de Jobs y
de Mona Simpson. Posteriormente trabajó como gerente de alimentación y bebidas en el casino Boomtown, cerca
de Reno.
CLARA HAGOPIAN JOBS. Hija de unos inmigrantes armenios. Se casó con Paul Jobs en 1946 y juntos adoptaron
a Steve poco después de su nacimiento en
1955.
ERIN JOBS. Hija mediana de Steve Jobs y Laurene Powe l, de carácter serio y ca lado. EVE JOBS. Hija menor de
Steve Jobs y Laurene Powe l, enérgica y chispeante. PATTY JOBS. Adoptada por Paul y Clara Jobs dos años
después de la adopción de Steve.
PAUL REINHOLD JOBS. Marino de la Guardia Costera, nacido en Wisconsin, que adoptó a Steve en 1955 junto a
su esposa, Clara. REED JOBS. Hijo mayor de Steve Jobs y Laurene Powe l, con el aspecto encantador de su
padre y el agradable carácter de su madre. RON JOHNSON. Contratado por Jobs en 2000 para desarro lar las
tiendas Apple.
JEFFREY KATZENBERG. Jefe de los estudios Disney. Se enfrentó con Eisner y presentó su dimisión en 1994
para pasar a ser uno de los fundadores de
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
4
x
x
DreamWorks SKG.
DANIEL KOTTKE. El mejor amigo de Jobs en Reed, compañero de su peregrinaje a la India y uno de los primeros
empleados de Apple. JOHN LASSETER. Cofundador y genio creativo de Pixar.
DAN’L LEWIN. Ejecutivo de marketing que trabajó con Jobs en Apple y después en NeXT.
MIKE MARKKULA. El primer gran inversor y presidente de Apple, además de figura paterna para Jobs.
REGIS MCKENNA. Genio de la publicidad que guió a Jobs al principio de su carrera y siguió actuando como gurú
del marketing. MIKE MURRAY. Uno de los primeros directores de marketing del Macintosh.
PAUL OTELLINI. Consejero delegado de Intel que facilitó el cambio del Macintosh a los chips de Intel pero no legó
a un acuerdo para entrar en el negocio del iPhone.
LAURENE POWELL. Licenciada por la Universidad de Pensilvania, sensata y jovial, trabajó en Goldman Sachs y
en Stanford y se casó con Jobs en 1991.
ARTHUR ROCK. Legendario inversor en tecnología, uno de los primeros miembros del consejo de administración
de Apple y figura paterna para Jobs.
JONATHAN «RUBY» RUBINSTEIN. Trabajó con Jobs en NeXT y se convirtió en el jefe de ingenieros de hardware
en 1997. MIKE SCOTT. Contratado por Markkula como presidente de Apple en 1977 para que tratara de controlar
a Jobs.
JOHN SCULLEY. Ejecutivo de Pepsi contratado por Jobs en 1983 como consejero delegado de Apple. Se enfrentó
a Jobs y lo destituyó en 1985.
JOANNE SCHIEBLE JANDALI SIMPSON. Nacida en Wisconsin. Madre biológica de Steve Jobs, al que entregó en
adopción, y de Mona Simpson, a la que crió.
MONA SIMPSON. Hermana carnal de Jobs. Descubrieron su relación en 1986 y forjaron una estrecha amistad. E
la escribió novelas basadas hasta cierto punto en
su madre, Joanne (A cualquier otro lugar), en Jobs y su hija Lisa (Un tipo corriente) y en su padre, Abdulfattah
Jandali (El padre perdido). ALVY RAY SMITH. Cofundador de Pixar que se enfrentó a Jobs.
BURRELL SMITH. Un programador angelical, bri lante y atribulado del equipo original del Mac, aquejado de
esquizofrenia en la década de los noventa. AVADIS «AVIE» TEVANIAN. Trabajó con Jobs y Rubinstein en NeXT y
se convirtió en el jefe de ingenieros de software de Apple en 1997.
JAMES VINCENT. Británico amante de la música y el socio más joven de Lee Clow y Duncan Milner en la agencia
publicitaria de Apple.
RON WAYNE. Conoció a Jobs en Atari y se convirtió en el primer socio de Jobs y Wozniak en los orígenes de
Apple, pero tomó la imprudente decisión de renunciar a su participación en la empresa.
STEPHEN WOZNIAK. El superdotado de la electrónica en el instituto Homestead. Jobs fue capaz de empaquetar
y comercializar sus increíbles placas base.
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
x
5
Introducción
Cómo nació este libro
A principios del verano de 2004 recibí una llamada telefónica de Steve Jobs. Mantenía conmigo una relación de amistad
intermitente, con estallidos ocasionales de mayor intensidad, especialmente cuando iba a presentar un nuevo producto y
quería que apareciera en la portada de Time o en la CNN, compañías en las que yo había trabajado. Sin embargo, ahora
que ya no me encontraba en ninguno de esos dos medios, llevaba un tiempo sin saber gran cosa de él. Hablamos un poco
acerca del Instituto Aspen, al que yo me había unido recientemente, y lo invité a dar una charla en nuestro campus de
verano en Colorado. Afirmó que le encantaría acudir, pero que no quería subir al escenario. En vez de eso, quería que
diéramos un paseo para charlar.
Aquello me pareció un tanto extraño. Todavía no sabía que los largos paseos eran su forma preferida de mantener
conversaciones serias. Resultó que había pensado en mí para escribir su biografía. Hacía poco que yo había publicado una
sobre Benjamin Franklin y me encontraba en medio de otra sobre Albert Einstein, y mi primera reacción fue la de
preguntarme, medio en broma, si él se veía como el continuador natural de aquella serie. Como asumí que todavía se
encontraba en medio de una carrera llena de altos y bajos a la que le faltaban no pocas victorias y derrotas por vivir, le di
largas. Le dije que todavía no era el momento, que tal vez pasadas una o dos décadas, cuando se retirase.
Nos conocíamos desde 1984, cuando él llegó al edificio TimeLife en Manhattan para comer con los redactores y cantar las
alabanzas de su nuevo Macintosh. Ya entonces era un tipo irascible, y se metió con un corresponsal de Time por haber
publicado un hiriente artículo sobre su persona que resultó demasiado revelador. Sin embargo, cuando hablé con él poco
después, me vi bastante cautivado, como tantos otros a lo largo de los años, por su intensa personalidad. Mantuvimos el
contacto, incluso después de que lo destituyeran de Apple. Cuando tenía algún producto que presentar, como un ordenador
de NeXT o una película de Pixar, el foco de su encanto volvía de pronto a centrarse en mí, y me llevaba a un restaurante de
sushi situado en el Bajo Manhattan para contarme que lo que fuera que estuviera promocionando era lo mejor que había
producido nunca. Me gustaba aquel hombre.
Cuando recuperó el trono en Apple, lo sacamos en la portada de Time, y tiempo después comenzó a ofrecerme sus ideas
para una serie de artículos que estábamos preparando sobre las personas más influyentes del siglo. Él había presentado
hacía poco su campaña de «Piensa diferente», en la que aparecían fotografías representativas de algunas de las personas
que nosotros mismos estábamos pensando en incluir, y le parecía que la tarea de evaluar la influencia histórica de aquellos
personajes resultaba fascinante.
Tras rechazar la propuesta de escribir su biografía, tuve noticias suyas de vez en cuando. Una vez le mandé un correo
electrónico para preguntarle si era cierto, tal y como me había contado mi hija, que el logotipo de Apple era un homenaje a
Alan Turing, el pionero inglés de la informática que descifró los códigos alemanes durante la guerra y que después se
suicidó mordiendo una manzana rociada con cianuro. Respondió que ojalá hubiera pensado en eso, pero no lo había
hecho. Aquello dio inicio a una charla sobre las primeras etapas de la historia de Apple, y me di cuenta de que estaba
absorbiendo toda la información sobre aquel tema, por si acaso alguna vez decidía escribir un libro al respecto. Cuando se
publicó mi biografía sobre Einstein, Jobs asistió a una presentación del libro en Palo Alto y me llevó a un aparte para
sugerirme otra vez que él sería un buen tema para un libro.
Su insistencia me dejó perplejo. Era un hombre conocido por ser celoso de su intimidad, y yo no tenía motivos para creer
que hubiera leído ninguno de mis libros, así que volví a responderle que quizás algún día. Sin embargo, en 2009 su esposa,
Laurene Powell, me dijo sin rodeos: «Si piensas escribir alguna vez un libro sobre Steve, más vale que lo hagas ahora».
Acababa de pedir su segunda baja por enfermedad. Le confesé a Laurene que la primera vez que Steve me planteó aquella
idea yo no sabía que se encontraba enfermo. Su respuesta fue que casi nadie lo sabía. Me explicó que su marido me había
llamado justo antes de ser operado de cáncer, cuando todavía lo mantenía en secreto.
Entonces decidí escribir este libro. Jobs me dejó sorprendido al asegurarme de inmediato que no iba a ejercer ningún
control sobre él y que ni siquiera pediría el derecho de leerlo antes de que se publicara. «Es tu libro —aseguró—. Yo ni
siquiera pienso leerlo». Sin embargo, algo más tarde, en otoño, pareció pensarse mejor la idea de cooperar. Dejó de
devolver mis llamadas y yo dejé de lado el proyecto durante una temporada. Sin saberlo yo, estaba sufriendo nuevas
complicaciones relacionadas con su cáncer.
Entonces, de improviso, volvió a llamarme la tarde de la Nochevieja de 2009. Se encontraba en su casa de Palo Alto
acompañado
unicamente por su hermana, la
escritora Mona Simpson. Su esposa y sus tres hijos se habían ido a esquiar unos días, pero él no tenía las fuerzas
suficientes para acompañarlos. Se encontraba más bien meditabundo, y estuvimos hablando durante más de una hora.
Comenzó recordando cómo había querido construir un frecuencímetro a los trece años y cómo consiguió encontrar a Bill
Hewlett, el fundador de Hewlett-Packard, en el listín telefónico, y llamarlo para conseguir algunos componentes. Jobs dijo
que los últimos doce años de su vida, desde su regreso a Apple, habían sido los más productivos en cuanto a la creación
de nuevos productos. Sin embargo, añadió que su objetivo más importante era lograr lo que habían conseguido Hewlett y
su amigo David Packard, crear una compañía tan cargada de creatividad e innovación que pudiera sobrevivirlos.
«Siempre me sentí atraído por la rama de las humanidades cuando era pequeño, pero me gustaba la electrónica —
comentó—. Entonces leí algo que había dicho uno de mis héroes, Edwin Land, de Polaroid, acerca de la importancia de la
gente capaz de mantenerse en el cruce entre las humanidades y las ciencias, y decidí que eso era lo que yo quería hacer».
Se diría que Jobs me estaba proponiendo ideas para la biografía (y en este caso, al menos, resultó ser útil). La creatividad
que puede desarrollarse cuando se combina el interés por las ciencias y las humanidades con una personalidad fuerte era
el tema que más me había interesado en las biografías escritas sobre Franklin y Einstein, y creo que serán la clave para la
creación de economías innovadoras en el siglo XXI.
Le pregunté a Jobs por qué había pensado en mí para escribir su biografía. «Creo que se te da bien conseguir que la gente
hable», contestó. Aquella era una respuesta inesperada. Sabía que tendría que entrevistar a decenas de personas a las
que había despedido, insultado, abandonado o enfurecido de cualquier otra forma, y temía que no le resultara cómodo que
yo les hiciera hablar de todo aquello. De hecho, sí que pareció ponerse nervioso cuando le llegaron rumores acerca de la
gente a la que yo estaba entrevistando. Sin embargo, pasados un par de meses, comenzó a animar a la gente a que
charlara conmigo, incluso a sus enemigos y a antiguas novias. Tampoco trató de prohibir ningún tema. «He hecho muchas
cosas de las que no me enorgullezco, como dejar a mi novia embarazada a los veintitrés años y la forma en que tuve de
afrontar aquel asunto —reconoció—, pero no tengo ningún trapo sucio que no pueda salir a la luz».
Al final acabé manteniendo unas cuarenta entrevistas con él. Algunas fueron más formales, celebradas en su salón de Palo
Alto, y otras se llevaron a cabo durante largos paseos y viajes en coche, o bien por teléfono. A lo largo de los dieciocho
meses en que lo estuve frecuentando, se volvió poco a poco más locuaz y proclive a la confidencia, aunque en ocasiones
fui testigo de lo que sus colegas de Apple más veteranos solían llamar su «campo de distorsión de la realidad». En
ocasiones se debía a fallos inconscientes de las neuronas encargadas de la memoria, que pueden ocurrirnos a todos, y
otras trataba de embellecer su propia versión de la realidad tanto para mí como para sí mismo. Para comprobar y darle
cuerpo a su historia, entrevisté a más de un centenar de amigos, parientes, competidores, adversarios y colegas suyos.
Su esposa, Laurene, que ayudó a que este proyecto fuera posible, tampoco exigió ningún control ni impuso restricción
alguna. Tampoco pidió ver por adelantado lo
que yo iba a publicar. De hecho, me animó con ímpetu a que me mostrara sincero acerca de sus fallos, además de sus
virtudes. Ella es una de las personas más inteligentes y sensatas que he conocido nunca. «Hay partes de su vida y de su
personalidad que resultan extremadamente complejas, y esa es la pura verdad —me confió desde el primer momento—. No
deberías tratar de disimularlas. A él se le da bien tratar de edulcorar esos aspectos, pero también ha llevado una vida
notable, y me gustaría ver que se plasma con fidelidad».
Dejo en manos del lector la tarea de evaluar si he tenido éxito en semejante misión. Estoy seguro de que algunos de los
actores de este drama recordarán ciertos acontecimientos de forma diferente o pensarán que en ocasiones he quedado
atrapado por el campo de distorsión de Jobs. Al igual que me ocurrió cuando escribí un libro sobre Henry Kissinger, que en
algunos sentidos fue una buena preparación para este proyecto, descubrí que la gente mantenía unos sentimientos tan
positivos o negativos acerca de Jobs que el «efecto Rashomon» quedaba a menudo en evidencia. Sin embargo, me he
esforzado al máximo por tratar de equilibrar de manera justa las narraciones contradictorias y por mostrarme transparente
respecto a las fuentes empleadas.
Este es un libro sobre la accidentada vida y la abrasadora e intensa personalidad de un creativo emprendedor cuya pasión
por la perfección y feroz determinación revolucionaron seis industrias diferentes: los ordenadores personales, las películas
de animación, la música, la telefonía, las tabletas electrónicas y la edición digital. Podríamos incluso añadir una séptima: la
de la venta al por menor, que Jobs no revolucionó exactamente, pero sí renovó. Además, abrió el camino para un nuevo
mercado de contenido digital basado en las aplicaciones en lugar de en los sitios web. Por el camino, no solo ha creado
productos que han transformado la industria, sino también, en su segundo intento, una empresa duradera, imbuida de su
mismo ADN, llena de diseñadores creativos e ingenieros osados que podrán seguir adelante con su visión.
Este es también, espero, un libro sobre la innovación. En una época en la que Estados Unidos busca la forma de mantener
su ventaja en ese campo y en que las sociedades de todo el mundo tratan de construir economías creativas adaptadas a la
era digital, Jobs destaca como el símbolo definitivo de la inventiva, la imaginación y la innovación constantes. Sabía que la
mejor forma de crear valores en el siglo XXI consistía en conectar creatividad y tecnología, así que construyó una compañía
7
en la cual los saltos imaginativos se combinaban con impresionantes hazañas de ingeniería. Fue capaz, junto con sus
compañeros de Apple, de pensar diferente: no se conformaron con desarrollar modestos avances en productos de
categorías ya existentes, sino aparatos y servicios completamente nuevos que los consumidores ni siquiera eran
conscientes de necesitar.
No ha sido un modelo, ni como jefe ni como ser humano, perfectamente empaquetado para que lo imitaran después.
Movido por sus demonios, podía empujar a quienes lo rodeaban a un estado de furia y desesperación. Sin embargo, su
personalidad, sus pasiones y sus productos estaban todos interconectados, como lo estaban normalmente el hardware y el
software de Apple, igual que si fueran parte de un único sistema integrado. Por tanto, su historia, a la vez instructiva y
aleccionadora, está llena de enseñanzas sobre la innovación, los rasgos de la personalidad, el liderazgo y los valores.
Enrique V, de Shakespeare —la historia del terco e inmaduro príncipe Hal, que se convierte en un rey apasionado pero
sensible, cruel pero sentimental, inspirador pero plagado de imperfecciones—, comienza con una exhortación: «¡Oh! ¡Quién
tuviera una Musa de fuego que escalara / al más brillante cielo de la invención». El príncipe Hal lo tenía fácil; él solo tenía
que ocuparse del legado de un padre. Para Steve Jobs, el ascenso al más brillante cielo de la invención comienza con la
historia de dos parejas de padres, y de cómo se crió en un valle que estaba comenzando a aprender a transformar el silicio
en oro.
8
1
Infancia
Abandonado y elegido
LA ADOPCIÓN
Cuando Paul Jobs se licenció en la Guardia Costera tras la Segunda Guerra Mundial, hizo una apuesta con sus
compañeros de tripulación. Habían legado a San Francisco, donde habían retirado del servicio su barco, y Paul apostó que
iba a encontrar esposa en dos semanas. Era un mecánico fornido y tatuado de más de metro ochenta de estatura y tenía
un cierto parecido con James Dean. Sin embargo, no fue su aspecto lo que le consiguió una cita con Clara Hagopian, la
agradable hija de unos inmigrantes armenios, sino el hecho de que sus amigos y él tenían acceso a un coche, a diferencia
del grupo con el que e la había planeado salir en un principio esa noche. Diez días más tarde, en marzo de 1946, Paul se
prometió con Clara y ganó la apuesta. Aquel resultó ser un matrimonio feliz que duró hasta que la muerte los separó más
de cuarenta años después.
Paul Reinhold Jobs se crió en una granja lechera de Germantown, Wisconsin. Aunque su padre era un alcohólico que en
ocasiones mostraba arranques de violencia, Paul escondía una personalidad tranquila y amable bajo su curtido exterior.
Tras abandonar los estudios en el instituto, deambuló por el Medio Oeste y trabajó como mecánico hasta que a los
diecinueve años se alistó en la Guardia Costera, a pesar de que no sabía nadar. Lo asignaron al navío M.C. Meigs y pasó
gran parte de la guerra trasladando tropas a Italia a las órdenes del general Patton. Su talento como operario y oficial de
máquinas le valió algunas distinciones, pero de vez en cuando se metía en trifulcas de poca importancia y nunca legó a
ascender por encima del rango de marinero.
Clara había nacido en Nueva Jersey, ciudad en la que desembarcaron sus padres tras huir de los turcos en Armenia.
Cuando e la era una niña se mudaron a Mission District, en San Francisco. La joven guardaba un secreto que rara vez
mencionaba a nadie: había estado casada anteriormente, pero su marido había fa lecido en la guerra, así que cuando
conoció a Paul Jobs en aque la primera cita, estaba dispuesta a comenzar una nueva vida.
Al igual que muchos otros que vivieron la guerra, ambos habían pasado por tantas emociones que, cuando el conflicto
acabó, lo único que querían era sentar cabeza, formar una familia y levar una vida menos accidentada. Tenían poco dinero,
así que se mudaron a Wisconsin y vivieron con los padres de Paul durante unos años, y después se dirigieron a Indiana,
donde él consiguió trabajo como operario de máquinas para la empresa International Harvester. La pasión del hombre era
trastear con coches viejos, y se sacaba algo de dinero en su tiempo libre comprándolos, restaurándolos y vendiéndolos de
nuevo. Llegó un punto en el que abandonó su trabajo habitual para dedicarse a tiempo completo a la venta de coches
usados.
A Clara, sin embargo, le encantaba San Francisco, y en 1952 convenció a su esposo para que se trasladaran a lí de nuevo.
Se mudaron a un apartamento de Sunset
District con vistas al Pacífico, justo al sur del Golden Gate Park, y él consiguió trabajo como «hombre de los embargos» en
una sociedad de crédito. Tenía que forzar las cerraduras de los coches cuyos dueños no hubieran devuelto sus préstamos
y embargarlos. También compraba, reparaba y vendía algunos de aque los coches, y con e lo ganaba un sobresueldo.
No obstante, faltaba algo en su vida. Deseaban tener hijos, pero Clara había sufrido un embarazo ectópico —cuando el
óvulo fertilizado se implanta en la trompa de Falopio en lugar de en el útero— y no podía concebirlos. Así pues, en 1955,
tras nueve años de matrimonio, comenzaron a pensar en adoptar un niño.
Al igual que Paul Jobs, Joanne Schieble procedía de una familia de ascendencia alemana y se había criado en el ambiente
rural de Wisconsin. Su padre, Arthur Schieble, era un emigrante instalado en las afueras de Green Bay, donde su mujer y él
poseían un criadero de visones y mantenían fructíferas inversiones en otras empresas de variada índole, desde
inmobiliarias hasta compañías de grabado fotográfico. Era un hombre muy estricto, especialmente en lo concerniente a las
relaciones de su hija, y le desagradaba profundamente el primer novio de esta, un artista que no era católico. Por lo tanto,
no fue ninguna sorpresa que amenazara con desheredar a Joanne cuando, ya como alumna de posgrado en la Universidad
de Wisconsin, se enamoró de Abdulfattah John Jandali, un profesor ayudante musulmán legado de Siria.
Jandali era el menor de nueve hermanos de una destacada familia siria. Su padre era el dueño de varias refinerías de crudo
y de muchas otras empresas, con grandes extensiones de tierra en Damasco y Homs, y legó a controlar prácticamente por
completo el precio del trigo en la región. Al igual que la familia Schieble, los Jandali le daban una enorme importancia a la
educación; durante varias generaciones los miembros de la familia fueron a estudiar a Estambul o a la Sorbona. A
Abdulfattah Jandali lo enviaron a un internado jesuita a pesar de que era musulmán, y se licenció en la Universidad
Americana de Beirut antes de legar a la Universidad de Wisconsin como estudiante de doctorado y profesor ayudante de
9
ciencias políticas.
En el verano de 1954, Joanne viajó a Siria con Abdulfattah. Pasaron dos meses en Homs, donde e la aprendió a cocinar
platos sirios con la familia Jandali. Cuando regresaron a Wisconsin, descubrieron que la joven estaba embarazada. Ambos
tenían veintitrés años, pero decidieron no casarse. El padre de Joanne estaba por aquel entonces al borde de la muerte, y
había amenazado con repudiarla si se casaba con Abdulfattah. El aborto tampoco era una opción senci la en aque la
pequeña comunidad católica, así que a principios de 1955 viajó a San Francisco, donde recibió cobijo de un médico
comprensivo que acogía a madres solteras, las asistía en el parto y concertaba discretamente adopciones privadas.
Joanne puso una única condición: su bebé debía ser adoptado por licenciados universitarios, así que el médico dispuso que
fuera a vivir con un abogado y su esposa. Sin embargo, cuando nació un chico —el 24 de febrero de 1955—, la pareja
elegida decidió que querían una niña y se echaron atrás. Así fue como el pequeño no legó a ser el hijo de un abogado, sino
de un apasionado de la mecánica que no había acabado el instituto y de su bonachona esposa, que trabajaba como
contable.
Paul y Clara bautizaron a su hijo con el nombre de Steven Paul Jobs.
Sin embargo, seguía existiendo el problema de la condición de Joanne de que los nuevos padres de su bebé fueran
obligatoriamente licenciados universitarios. Cuando descubrió que su hijo había ido a parar a una pareja que ni siquiera
había acabado la secundaria, se negó a firmar los documentos de la adopción. El pulso se prolongó durante semanas,
incluso una vez que el pequeño Steve se hubo instalado en casa de los Jobs. Finalmente, Joanne cedió tras conseguir que
la pareja prometiera —firmaron incluso un acuerdo— que iban a crear un fondo para que el chico pudiera ir a la universidad.
Había otro motivo por el que Joanne se mostraba reticente a la hora de firmar los documentos de la adopción. Su padre
estaba a punto de morir, y e la pensaba casarse con Jandali poco después. Mantenía la esperanza —como luego le contó a
algunos miembros de su familia, en ocasiones entre lágrimas al recordarlo— de que, una vez que se hubieran casado,
podría recuperar a su bebé.
Al final, Arthur Schieble fa leció en agosto de 1955, unas pocas semanas después de que la adopción tuviera lugar. Justo
después de las Navidades de ese año,
Joanne y Abdulfattah Jandali contrajeron matrimonio en la iglesia católica de San Felipe Apóstol de Green Bay. El recién
casado se doctoró en política internacional al año siguiente, y la pareja tuvo otro bebé, una niña lamada Mona. Después de
divorciarse de Jandali en 1962, Joanne se embarcó en una vida nómada y fantasiosa que su hija —quien legó a convertirse
en la gran novelista Mona Simpson— plasmó en su conmovedora novela A cualquier otro lugar. Sin embargo, como la
adopción de Steve había sido privada y confidencial, tuvieron que pasar veinte años hasta que ambos legaran a conocerse.
Steve Jobs supo que era adoptado desde una edad muy temprana. «Mis padres fueron muy abiertos conmigo al respecto»,
relató. Tenía el claro recuerdo de estar sentado en el jardín de su casa, con seis o siete años, y de contárselo a la chica que
vivía en la casa de enfrente. «¿Entonces eso significa que tus padres de verdad no te querían?», preguntó la chica.
«¡Ooooh! Se me lenó de truenos la cabeza —cuenta Jobs—. Recuerdo que entré corriendo y lorando en casa. Y mis
padres me dijeron: “No, tienes que entenderlo”. Estaban muy serios, y me miraron fijamente a los ojos. Añadieron: “Te
elegimos a ti en concreto”. Los dos lo dijeron y me lo repitieron lentamente. Y pusieron gran énfasis en cada una de las
palabras de esa frase».
Abandonado. Elegido. Especial. Estos conceptos pasaron a formar parte de la identidad de Jobs y de la forma en que se
veía a sí mismo. Sus amigos más cercanos creen que el hecho de saber que lo abandonaron al nacer dejó en él algunas
cicatrices. «Creo que su deseo de controlar por completo todo lo que hace deriva directamente de su personalidad y del
hecho de que fuera abandonado al nacer —afirma Del Yocam, un viejo amigo suyo—. Quiere controlar su entorno, y
entiende sus productos como una extensión de sí mismo». Greg Calhoun, que entabló amistad con Jobs justo después de
la universidad, veía otra consecuencia más:
«Steve me hablaba mucho de que lo habían abandonado y del dolor que aque lo le causó —señala—. Lo hizo ser más
independiente. Seguía un compás diferente al de los demás, y eso se debía a que se encontraba en un mundo diferente de
aquel en el que había nacido».
Más adelante, cuando tenía exactamente la misma edad (veintitrés) que su padre biológico cuando este lo dio en adopción,
Jobs fue padre de una niña a la que también abandonó (aunque acabó asumiendo sus responsabilidades para con e la).
Chrisann Brennan, la madre de esa niña, afirma que el haber sido dado en adopción dejó a Jobs « leno de cristales rotos»,
y eso ayuda a explicar en parte su propio comportamiento. «Los que han sido abandonados acaban abandonando a otros»,
apunta. Andy Hertzfeld, que trabajó codo con codo junto a Jobs en Apple a principios de la década de 1980, se encuentra
entre las pocas personas que siguieron guardando una estrecha relación tanto con Brennan como con Jobs. «La cuestión
fundamental sobre Steve es la de por qué en ocasiones no puede controlarse y se vuelve tan calculadoramente cruel y
dañino con algunas personas —cuenta—. Eso se remonta a cuando lo abandonaron al nacer. El auténtico problema latente
es el tema del abandono en la vida de Steve».
10
Jobs rechazaba este argumento. «Hay quien opina que, por haber sido abandonado, me esforzaba mucho por tener éxito y
así hacer que mis padres desearan que volviera con e los, o alguna tontería parecida, pero eso es ridículo —insistía—. Tal
vez saber que fui adoptado me hiciera ser más independiente, pero nunca me he sentido abandonado. Siempre he pensado
que era especial. Mis padres me hicieron sentirme especial». En etapas posteriores le irritaba que la gente se refiriese a
Paul y Clara Jobs como sus padres «adoptivos» o que insinuara que no eran sus «auténticos» padres. «Eran mis padres al
mil por cien», afirmaba. Cuando hablaba de sus padres biológicos, por otra parte, su tono era más seco: «Fueron mi banco
de óvulos y esperma, y esta no es una afirmación dura. Simplemente las cosas fueron así, un banco de esperma y nada
más».
SILICON VALLEY
La infancia que Paul y Clara Jobs ofrecieron a su nuevo hijo fue, en muchos aspectos, un estereotipo de finales de la
década de 1950. Cuando Steve tenía dos años adoptaron a una niña lamada Patty, y tres años después se mudaron a una
urbanización de las afueras. La sociedad de crédito en la que Paul trabajaba como agente de embargos, CIT, lo había
trasladado a su sede de Palo Alto, pero no podía permitirse vivir en aque la zona, así que acabaron en una parcela de
Mountain View, una población más económica justo al sur de aque la.
A lí, Paul Jobs trató de transmitirle a su hijo su amor por la mecánica y los coches. «Steve, esta será a partir de ahora tu
mesa de trabajo», anunció mientras marcaba una sección de la mesa del garaje. Jobs recordaba cómo le impresionó la
atención que dedicaba su padre a la artesanía. «Pensaba que la intuición de mi padre con el diseño era muy buena —
afirmó— porque sabía cómo construir cualquier cosa. Si necesitábamos una vitrina, él la construía. Cuando montó nuestra
va la, me entregó un marti lo para que yo pudiera trabajar con él».
Cincuenta años después, la va la todavía rodea el patio trasero y lateral de esa casa de Mountain View. Mientras Jobs me
la enseñaba, orgu loso, acariciaba las tablas de la cerca y recordaba una lección que su padre le dejó profundamente
grabada. Según su padre, era importante darles un buen acabado a las partes traseras de los armarios y las va las, aunque
fueran a quedar ocultas. «Le encantaba hacer bien las cosas. Se preocupaba incluso por las partes que no se podían ver».
Su padre siguió restaurando y vendiendo coches usados, y decoraba el garaje con fotos de sus favoritos. Le señalaba a su
hijo los deta les del diseño: las líneas, las entradas de aire, el cromado, la tapicería de los asientos. Todos los días,
después del trabajo, se ponía un peto y se retiraba al garaje, a menudo con Steve tras él.
«Pensaba que podía entretenerlo con algunas tareas mecánicas, pero lo cierto es que nunca le interesó especialmente
mancharse las manos —recordó Paul años después—. Nunca le preocuparon demasiado los artilugios mecánicos».
Trastear bajo el capó nunca resultó demasiado atractivo para Jobs. «No me apasionaba arreglar coches, pero me
encantaba pasar tiempo con mi padre». Incluso cuando se fue volviendo más consciente de que había sido adoptado, la
relación con su padre se fue estrechando. Un día, cuando tenía unos ocho años, Jobs descubrió una fotografía de su padre
de cuando pertenecía a la Guardia Costera. «Está en la sala de máquinas, con la camisa quitada, y se parece a James
Dean. Aquel fue uno de esos momentos alucinantes para un niño. ¡Guau! Así que mis padres fueron en algún momento
muy jóvenes y muy guapos».
A través de los coches, el padre de Steve lo expuso por primera vez a la electrónica. «No tenía un vasto conocimiento de
electrónica, pero la encontraba a menudo en los automóviles y en algunos de los objetos que reparaba. Me enseñó los
principios básicos y aque lo me interesó mucho». Los viajes en busca de piezas sueltas eran todavía más interesantes.
«Todos los fines de semana hacíamos un viaje al depósito de chatarra. Buscábamos dinamos, carburadores, todo tipo de
componentes». Recordaba ver cómo su padre negociaba ante el mostrador. «Se le daba bien regatear, porque sabía mejor
que los dependientes del depósito lo que debían de costar aque las piezas». Aque lo sirvió para cumplir la promesa que sus
padres habían hecho cuando lo adoptaron. «El fondo para la universidad existía porque mi padre pagaba 50 dólares por un
Ford Falcon o algún otro coche desvencijado que no funcionara, trabajaba en él durante algunas semanas y lo revendía por
250 dólares. Y porque no se lo decía a los de Hacienda».
La casa de los Jobs, en el número 286 de Diablo Avenue, al igual que las demás del mismo vecindario, fue construida por
el promotor inmobiliario Joseph Eichler, cuya compañía edificó más de 11.000 casas en distintas urbanizaciones
californianas entre 1950 y 1974. Eichler, inspirado por la visión de Frank Lloyd Wright de crear viviendas modernas y senci
las para el ciudadano estadounidense de a pie, construía casas económicas que contaban con paredes de cristal del suelo
al techo, espacios muy diáfanos, con columnas y vigas a la vista, suelos de bloques de hormigón y montones de puertas
correderas de cristal. «Eichler hizo algo genial — comentaba Jobs en uno de nuestros paseos por el barrio—. Sus casas
eran elegantes, baratas y buenas. Les ofrecían un diseño limpio y un estilo senci lo a personas de pocos recursos. Tenían
algunos deta les impresionantes, como la calefacción radial. Cuando éramos pequeños había moqueta y el suelo siempre
11
estaba caliente».
Jobs afirmó que su contacto con las casas de Eichler despertó su pasión por crear productos con un diseño limpio para el
gran público. «Me encanta poder introducir un diseño realmente bueno y unas funciones senci las en algo que no sea muy
caro —comentó mientras señalaba la limpia elegancia de las casas de Eichler—. Aque la fue la visión original para Apple.
Eso es lo que intentamos hacer con el primer Mac. Eso es lo que hicimos con el iPod».
En la casa situada frente a la de la familia Jobs vivía un hombre que se había hecho rico como agente inmobiliario. «No era
demasiado bri lante —recordaba Jobs—, pero parecía estar amasando una fortuna, así que mi padre pensó: “Yo también
puedo hacer eso”. Recuerdo que se esforzó muchísimo. Asistió a clases nocturnas, aprobó el examen para obtener la
licencia y se metió en el mundo inmobiliario. Entonces, el mercado se desplomó». Como resultado, la familia pasó por
algunos apuros económicos durante aproximadamente un año, mientras Steve estudiaba primaria. Su madre encontró
trabajo como contable para Varian Associates, una empresa que fabricaba instrumentos científicos, y suscribieron una
segunda hipoteca sobre la casa. Un día, la profesora de cuarto curso le preguntó: «¿Qué es lo que no entiendes sobre el
universo?», y Jobs contestó: «No entiendo por qué de pronto mi padre no tiene nada de dinero». Sin embargo, se enorgu
lecía mucho de que su padre nunca adoptara una actitud servil o el estilo afectado que podrían haberle hecho obtener más
ventas. «Para vender casas necesitabas hacerle la pelota a la gente, algo que no se le daba bien, no formaba parte de su
naturaleza. Yo lo admiraba por eso». Paul Jobs volvió a su trabajo como mecánico.
Su padre era tranquilo y amable, rasgos que posteriormente Jobs alabó más que imitó. También era un hombre decidido.
En la casa de al lado vivía un ingeniero que trabajaba con paneles fotovoltaicos en Westinghouse. Era un hombre soltero,
tipo beatnik. Tenía una novia que me cuidaba a veces, porque mis padres trabajaban, así que iba allí después de clase
durante un par de horas. Él se emborrachaba y le pegó un par de veces. Ella llegó una noche a casa, completamente
aterrorizada, y él vino detrás, borracho, y mi padre se plantó en la entrada y le hizo marcharse. Le dijo que su novia estaba
allí pero que él no podía entrar. Ni se movió de la puerta. Nos gusta pensar que en los cincuenta todo era idílico, pero ese
tío era uno de esos ingenieros que estaba arruinando su propia vida.
Lo que diferenciaba a aquel barrio de las miles de urbanizaciones con árboles altos y delgados que poblaban Estados
Unidos era que incluso los más tarambanas tendían a ser ingenieros. «Cuando nos mudamos aquí, en todas estas
esquinas había huertos de ciruelos y albaricoqueros —recordaba Jobs—, pero el lugar estaba comenzando a crecer gracias
a las inversiones militares». Jobs se empapó de la historia del va le y desarro ló el deseo de desempeñar su propia función
en él. Edwind Land, de Polaroid, le contó más tarde cómo Eisenhower le había pedido que lo ayudara a construir las
cámaras de los aviones espía U-2 para ver hasta qué punto era real la amenaza soviética. Los carretes de película se
guardaban en botes y se levaban al Centro de Investigación Ames, de la NASA, en Sunnyvale, cerca de donde vivía Jobs.
«Vi por primera vez un terminal informático cuando mi padre me levó al centro Ames —dijo—. Me enamoré por completo».
Otros contratistas de defensa fueron brotando por la zona durante la década de 1950. El Departamento de Misiles y
Espacio de la Lockheed Company, que construía misiles balísticos para lanzar desde submarinos, se fundó en 1956 junto al
centro de la NASA. Cuando Jobs se mudó a aque la zona cuatro años más tarde, ya empleaba a 20.000 personas. A unos
pocos cientos de metros de distancia, Westinghouse construyó instalaciones que producían tubos y transformadores
eléctricos para los sistemas de misiles. «Teníamos un montón de empresas de armamento militar de vanguardia —
recordaba—. Era muy misterioso, todo de alta tecnología, y hacía que vivir a lí fuera muy emocionante».
Tras la aparición de las compañías de defensa, en la zona surgió una floreciente economía basada en la tecnología. Sus
raíces se remontaban a 1938, cuando Dave Packard y su nueva esposa se mudaron a una casa en Palo Alto que contaba
con una cabaña donde su amigo Bi l Hewlett se instaló poco después. La casa tenía un garaje —un apéndice que resultó
ser a la vez útil y simbólico en el va le— en el que anduvieron trasteando hasta crear su primer producto, un oscilador de
audiofrecuencia. Ya en la década de 1950, Hewlett-Packard era una empresa que crecía rápidamente y que fabricaba
material técnico.
Afortunadamente, había un lugar cercano para aque los emprendedores a los que sus garajes se les habían quedado
pequeños. En una decisión que ayudó a que la zona se convirtiera en la cuna de la revolución tecnológica, el decano de
Ingeniería de la Universidad de Stanford, Frederick Terman, creó un parque industrial de casi trescientas hectáreas en
terrenos universitarios, para que empresas privadas pudieran comercializar las ideas de los estudiantes. Su primer
arrendatario fue Varian Associates, la empresa en la que trabajaba Clara Jobs. «Terman tuvo aque la gran idea, que
contribuyó más que ninguna otra a favorecer el crecimiento de la industria
tecnológica en aquel lugar», afirmó Jobs. Cuando Steve Jobs tenía diez años, Hewlett-Packard contaba con 9.000
empleados, y era la empresa sólida y respetable en la que todo ingeniero que buscara una estabilidad económica quería
trabajar.
El avance tecnológico más importante para el crecimiento de la zona fue, por supuesto, el de los semiconductores. Wi liam
Shockley, que había sido uno de los inventores del transistor en Be l Labs, en el estado de Nueva Jersey, se mudó a
12
Mountain View y, en 1956, fundó una compañía que construía transistores de silicio, en lugar de utilizar el germanio, un
material más caro, que se empleaba habitualmente hasta entonces. Sin embargo, la carrera de Shockley se fue volviendo
cada vez más errática, y abandonó el proyecto de los transistores de silicio, lo que levó a ocho de sus ingenieros —
principalmente a Robert Noyce y Gordon Moore— a escindirse para formar Fairchild Semiconductor. Aque la empresa
creció hasta contar con 12.000 empleados pero se fragmentó en 1968, cuando Noyce perdió una bata la para convertirse
en consejero delegado, tras la cual se levó consigo a Gordon Moore y fundó una compañía que pasó a conocerse como
Integrated Electronics Corporation, que e los abreviaron elegantemente como Intel. Su tercer empleado era Andrew Grove,
que hizo crecer la empresa en la década de 1980 al dejar de centrarla en los chips de memoria y pasarse a los
microprocesadores. En pocos años, había más de cincuenta empresas en la zona dedicadas a la producción de
semiconductores.
El crecimiento exponencial de esta industria guardaba relación directa con el célebre descubrimiento de Moore, que en
1965 dibujó un gráfico de la velocidad de los circuitos integrados, basado en la cantidad de transistores que podían
colocarse en un chip, y que mostraba cómo dicha velocidad se duplicaba cada dos años aproximadamente, en una
tendencia que parecía que iba a mantenerse. Esta ley se vio reafirmada en 1971, cuando Intel fue capaz de grabar una
unidad completa de procesamiento central en un único chip —el Intel 4004—, al que bautizaron como «microprocesador».
La Ley de Moore se ha mantenido vigente en líneas generales hasta nuestros días, y su fidedigna predicción sobre precios
y capacidades permitió a dos generaciones de jóvenes emprendedores, entre las que se incluyen Steve Jobs y Bi l Gates,
realizar proyecciones de costes para sus productos de vanguardia.
La industria de los chips le dio un nuevo nombre a la región cuando Don Hoefler, columnista del semanario especializado
Electronic News, comenzó una serie de artículos en enero de 1971 titulados «Silicon Va ley USA». El va le de Santa Clara,
de unos sesenta kilómetros, que se extiende desde el sur de San Francisco hasta San José a través de Palo Alto, tiene su
arteria comercial principal en el Camino Real. Este conectaba originalmente las veintiuna misiones religiosas californianas,
y ahora es una avenida bu liciosa que une empresas nuevas y establecidas. Todas juntas representan un tercio de las
inversiones anuales de capital riesgo de todo Estados Unidos. «Durante mi infancia, me inspiró la historia de aquel lugar —
aseguró Jobs—. Eso me hizo querer formar parte de él».
Al igual que la mayoría de los niños, Jobs se vio arrastrado por las pasiones de los adultos que lo rodeaban. «Casi todos los
padres del barrio se dedicaban a cosas fascinantes, como los paneles fotovoltaicos, las baterías o los radares —
recordaba—. Yo crecí asombrado con todo aque lo, y le preguntaba a todo el mundo por esos temas». El vecino más
importante de todos, Larry Lang, vivía siete casas más abajo. «Él era para mí el modelo de todo lo que debía ser un
ingeniero de Hewlett- Packard: un gran radioaficionado, apasionado hasta la médula por la electrónica. Me traía
cachivaches para que jugara con e los». Mientras nos acercábamos a la vieja casa de Lang, Jobs señaló la entrada. «Cogió
un micrófono de carbón, unas baterías y un altavoz y los colocó ahí. Me hizo hablarle al micrófono y el sonido salía
amplificado por el altavoz». El padre de Jobs le había enseñado que los micrófonos siempre necesitaban un amplificador
electrónico. «Así que me fui corriendo a casa y le dije a mi padre que se había equivocado».
«No, necesita un amplificador», repitió su padre. Y cuando Steve le aseguró que no era cierto, su padre le dijo que estaba
loco. «No puede funcionar sin un amplificador. Tiene que haber algún truco».
«Yo seguí diciéndole a mi padre que no, que tenía que ir a verlo, y cuando por fin vino conmigo y lo vio, exclamó: “Esto era
lo que me faltaba por ver”».
Jobs recordaba este incidente con claridad porque fue la primera ocasión en que se dio cuenta de que su padre no lo sabía
todo. En ese momento, empezó a descubrir algo todavía más desconcertante: era más listo que sus padres. Siempre había
admirado la competencia y el sentido común de su padre. «No era un hombre cultivado, pero siempre había pensado que
era tremendamente listo. No leía demasiado, pero podía hacer un montón de cosas. Podía arreglar casi cualquier artilugio
mecánico». Sin embargo, según Jobs, el episodio del micrófono de carbón desencadenó un proceso que alteró su
impresión anterior al ser consciente de que era más inteligente y rápido que sus padres. «Aquel fue un momento decisivo
que se me quedó grabado en la mente. Cuando me di cuenta de que era más listo que mis padres, me sentí enormemente
avergonzado por pensar algo así. Nunca olvidaré aquel momento». Este descubrimiento, según relató posteriormente a sus
amigos, junto con el hecho de ser adoptado, le hizo sentirse algo apartado —desapegado y separado— de su familia y del
mundo.
Poco después tomó conciencia de un nuevo hecho. No solo había descubierto que era más bri lante que sus padres.
También se dio cuenta de que e los lo sabían.
Paul y Clara Jobs eran unos padres cariñosos, y estaban dispuestos a adaptar su vida a aque la situación en la que se
encontraban, con un hijo muy inteligente. Y también testarudo. Estaban dispuestos a tomarse muchas molestias para
complacerlo, para tratarlo como a alguien especial, y pronto el propio Steve se dio cuenta de e lo. «Mis padres me
entendían. Sintieron una gran responsabilidad cuando advirtieron que yo era especial. Encontraron la forma de seguir
13
alimentándome y de levarme a colegios mejores. Estaban dispuestos a adaptarse a mis necesidades».
Así pues, Steve no solo creció con la sensación de haber sido abandonado en el pasado, sino también con la idea de que
era especial. Para él, aque lo fue lo más
importante en la formación de su personalidad.
EL COLEGIO
Antes incluso de empezar la primaria, su madre le había enseñado a leer. Aque lo, sin embargo, le trajo algunos problemas.
«Me aburría bastante durante los primeros años de colegio, así que me entretenía metiéndome en líos». Pronto quedó claro
que Jobs, tanto por su disposición como por su educación, no iba a aceptar figuras paternas. «Me encontré a lí con un tipo
de autoridad diferente de cualquiera que hubiera visto antes, y aque lo no me gustaba. Lo cierto es que casi acaban
conmigo. Estuvieron a punto de hacerme perder todo atisbo de curiosidad».
Su colegio, la escuela primaria Monta Loma, consistía en una serie de edificios bajos construidos en la década de 1950 que
se encontraban a cuatro manzanas de su
casa. De joven, contrarrestaba el aburrimiento gastando bromas. «Tenía un buen amigo lamado Rick Ferrentino, y nos
metíamos en toda clase de líos —recordaba—. Como cuando dibujamos cartelitos que anunciaban que iba a ser el “Día de
levar tu mascota a clase”. Fue una locura, con los perros persiguiendo a los gatos por todas partes y los profesores fuera de
sus casi las». En otra ocasión, convencieron a los otros chicos para que les contaran cuáles eran los números de la
combinación de los candados de sus bicicletas. «Entonces salimos y cambiamos todas las cerraduras, y nadie podía sacar
su bici. Estuvieron a lí hasta bien entrada la noche, hasta que consiguieron aclararse». Ya cuando estaba en el tercer curso,
las bromas se volvieron algo más peligrosas. «Una vez colocamos un petardo bajo la si la de nuestra profesora, la señora
Thurman. Le provocamos un tic nervioso».
No es sorprendente, pues, que lo mandaran expulsado a casa dos o tres veces antes de acabar el tercer curso. Para
entonces, no obstante, su padre había comenzado a tratarlo como a un chico especial, y con su estilo tranquilo pero firme
dejó claro que esperaba que el colegio hiciera lo mismo. «Verán, no es culpa suya —le defendió Paul Jobs ante los
profesores, según relató su hijo—. Si no pueden mantener su interés, la culpa es de ustedes». Jobs no recordaba que sus
padres lo castigaran nunca por las transgresiones cometidas en el colegio. «El padre de mi padre era un alcohólico que lo
golpeaba con un cinturón, pero yo ni siquiera estoy seguro de que me dieran un azote alguna vez». Y añadió que sus
padres «sabían que la culpa era del colegio por tratar de hacer que memorizara datos estúpidos en lugar de estimularme».
Para entonces ya estaba comenzando a mostrar esa mezcla de sensibilidad e insensibilidad, de irritabilidad e indiferencia,
que iba a marcarlo durante el resto de su vida.
Cuando legó el momento de pasar a cuarto curso, la escuela decidió que lo mejor era separar a Jobs y a Ferrentino y
ponerlos en clases diferentes. La profesora de la clase más avanzada era una mujer muy resuelta lamada Imogene Hi l,
conocida como Teddy, y se convirtió, en palabras de Jobs, en «uno de los santos de mi vida». Tras observarlo durante un
par de semanas, decidió que la mejor manera de tratar con él era sobornarlo. «Un día, después de clase, me entregó un
cuaderno con problemas de matemáticas y me dijo que quería que me lo levara a casa y los resolviera. Yo pensé: “¿Estás
loca?”, y entonces e la sacó una de esas piruletas gigantescas que parecían ocupar un planeta entero. Me dijo que cuando
lo hubiera acabado, si tenía bien casi todas las respuestas, me daría aque la piruleta y cinco dólares. Y yo le devolví el
cuaderno a los dos días». Tras unos meses, ya no necesitaba los sobornos. «Solo quería aprender y agradarle».
Hi l le correspondía con el material necesario para pasatiempos tales como pulir una lente y fabricar una cámara de fotos.
«Aprendí de e la más que de ningún otro profesor, y si no hubiera sido por esa mujer, estoy seguro de que habría acabado
en prisión». Aque lo volvió a reforzar en él la idea de que era especial. «En clase, yo era el único del que se preocupaba. E
la vio algo en mí».
La inteligencia no era lo único que la profesora había advertido. Años más tarde, le gustaba mostrar con orgu lo una foto de
aque la clase el «Día de Hawai». Jobs se había presentado sin la camisa hawaiana que habían propuesto, pero en la foto
sale en primera fila, en el centro, con una puesta. Había utilizado toda su labia para convencer a otro chico de que se la
dejara.
Hacia el final del cuarto curso, la señora Hi l hizo que sometieran a Jobs a unas pruebas. «Obtuve una puntuación de
alumno de segundo curso de secundaria», recordaba. Ahora que había quedado claro, no solo para él y sus padres, sino
también para sus profesores, que estaba especialmente dotado, la escuela planteó la increíble propuesta de que le
permitieran saltarse dos cursos y pasarlo directamente del final del cuarto curso al comienzo del séptimo. Aque la era la
forma más senci la de mantenerlo estimulado y ofrecerle un desafío. Sus padres, sin embargo, eligieron la opción más
14
sensata de hacer que se saltara un único curso.
La transición fue desgarradora. Jobs era un chico solitario y con pocas aptitudes sociales y se encontró rodeado de chicos
un año mayores que él. Y, peor aún, la clase de sexto se encontraba en un colegio diferente: el Crittenden Middle. Solo
estaba a ocho manzanas de la escuela primaria Monta Loma, pero en muchos sentidos se encontraba a un mundo de
distancia, en un barrio leno de bandas formadas por minorías étnicas. «Las peleas eran algo habitual, y también los robos
en los baños — según escribió Michael S. Malone, periodista de Silicon Va ley—. Las navajas se levaban habitualmente a
clase como signo de virilidad». En la época en que Jobs legó a lí, un grupo de estudiantes ingresó en prisión por una
violación en grupo, y el autobús de una escuela vecina quedó destruido después de que su equipo venciera al de
Crittenden en un torneo de lucha libre.
Jobs fue víctima de acoso en varias ocasiones, y a mediados del séptimo curso le dio un ultimátum a sus padres: «Insistí en
que me cambiaran de colegio». En términos económicos, aque lo suponía una dura exigencia. Sus padres apenas lograban
legar a fin de mes. Sin embargo, a esas alturas no había casi ninguna duda de que acabarían por someterse a su voluntad.
«Cuando se resistieron, les dije simplemente que dejaría de ir a clase si tenía que regresar a Crittenden, así que se
pusieron a buscar dónde estaban los mejores colegios, reunieron hasta el último centavo y compraron una casa por 21.000
dólares en un barrio mejor».
Solo se mudaban cinco kilómetros al sur, a un antiguo huerto de albaricoqueros en el sur de Los Altos que se había
convertido en una urbanización de chalés
idénticos. Su casa, en el 2.066 de Crist Drive, era una construcción de una planta con tres dormitorios y un garaje —deta le
de primordial importancia— con una puerta corredera que daba a la ca le. A lí, Paul Jobs podía juguetear con los coches y
su hijo, con los circuitos electrónicos. El otro dato relevante es que se encontraba, aunque por los pelos, en el interior de la
línea que delimitaba el distrito escolar de Cupertino-Sunnyvale, uno de los mejores y más seguros de todo el va le.
«Cuando me mudé aquí, todas estas esquinas todavía eran huertos —señaló Jobs mientras caminábamos frente a su
antigua casa—. El hombre que vivía justo ahí me enseñó cómo ser un buen horticultor orgánico y cómo preparar abono.
Todo lo cultivaba a la perfección. Nunca antes había probado una comida tan buena. En ese momento comencé a apreciar
las verduras y las frutas orgánicas».
Aunque no eran practicantes fervorosos, los padres de Jobs querían que recibiera una educación religiosa, así que lo
levaban a la iglesia luterana casi todos los
domingos. Aque lo terminó a los trece años. La familia recibía la revista Life, y en julio de 1968 se publicó una
estremecedora portada en la que se mostraba a un par de niños famélicos de Biafra. Jobs levó el ejemplar a la escuela
dominical y le planteó una pregunta al pastor de la iglesia. «Si levanto un dedo, ¿sabrá Dios cuál voy a levantar incluso
antes de que lo haga?». El pastor contestó: «Sí, Dios lo sabe todo». Entonces Jobs sacó la portada de Life y preguntó:
«Bueno, ¿entonces sabe Dios lo que les ocurre y lo que les va a pasar a estos niños?». «Steve, ya sé que no lo entiendes,
pero sí, Dios también lo sabe».
Entonces Jobs dijo que no quería tener nada que ver con la adoración de un Dios así, y nunca más volvió a la iglesia. Sin
embargo, sí que pasó años estudiando y tratando de poner en práctica los principios del budismo zen. Al reflexionar, años
más tarde, sobre sus ideas espirituales, afirmó que pensaba que la religión era mejor cuanto más énfasis ponía en las
experiencias espirituales en lugar de en los dogmas. «El cristianismo pierde toda su gracia cuando se basa demasiado en
la fe, en lugar de hacerlo en levar una vida como la de Jesús o en ver el mundo como él lo veía —me decía—. Creo que las
distintas religiones son puertas diferentes para una misma casa. A veces creo que la casa existe, y otras veces que no. Ese
es el gran misterio».
Por aquel entonces, el padre de Jobs trabajaba en Spectra-Physics, una compañía de la cercana Santa Clara que fabricaba
láseres para productos electrónicos y médicos. Como operario de máquinas, le correspondía la tarea de elaborar los
prototipos de los productos que los ingenieros diseñaban. Su hijo estaba hechizado ante la necesidad de lograr un
resultado perfecto. «Los láseres exigen una alineación muy precisa —señaló Jobs—. Los que eran realmente sofisticados,
para aviones o aparatos médicos, requerían unos deta les muy precisos. A mi padre le decían algo parecido a: “Esto es lo
que queremos, y queremos que se haga en una única pieza de metal para que todos los coeficientes de expansión sean
iguales”, y él tenía que ingeniárselas para hacerlo». La mayoría de las piezas tenían que construirse desde cero, lo que
significaba que Paul Jobs debía fabricar herramientas y moldes a medida. Su hijo estaba fascinado, pero rara vez lo
acompañaba al ta ler. «Habría sido divertido que me enseñara a utilizar un molino y un torno, pero desgraciadamente nunca
fui a lí, porque estaba más interesado en la electrónica».
Un verano, Paul Jobs se levó a Steve a Wisconsin para que visitara la granja lechera de la familia. La vida rural no le atraía
nada, pero hay una imagen que se le quedó grabada. A lí vio cómo nacía una terneri la, y quedó sorprendido cuando aquel
animal diminuto se levantó en cuestión de minutos y comenzó a caminar. «No era nada que hubiera aprendido, sino que lo
tenía incorporado por instinto —narró—. Un bebé humano no podría hacer algo así. Me pareció algo extraordinario, aunque
15
nadie más lo vio de aque la manera». Lo expresó en términos de hardware y software: «Era como si hubiese algo en el
cuerpo y en el cerebro del animal diseñado para trabajar conjuntamente de forma instantánea en lugar de aprendida».
En el noveno curso, Jobs pasó a estudiar en el instituto Homestead, que contaba con un inmenso campus de bloques de
dos pisos de hormigón, por aquel entonces pintados de rosa. Estudiaban a lí dos mil alumnos. «Fue diseñado por un
célebre arquitecto de cárceles —recordaba Jobs—. Querían que fuera indestructible». Jobs había desarro lado una afición
por pasear, y todos los días recorría a pie las quince manzanas que lo separaban de la escuela.
Tenía pocos amigos de su misma edad, pero legó a conocer a algunos estudiantes mayores que él que se encontraban
inmersos en la contracultura de finales de la década de 1960. Aque la era una época en que el mundo de los hippies y de
los geeks estaba comenzando a solaparse en algunos puntos. «Mis amigos eran los chicos más listos —afirmó—. A mí me
interesaban las matemáticas, y la ciencia y la electrónica. A e los también, y además el LSD y todo el movimiento
contracultural».
Por aquel entonces, sus bromas solían incluir elementos de electrónica. En cierta ocasión instaló altavoces por toda la
casa. Sin embargo, como los altavoces también pueden utilizarse como micrófonos, construyó una sala de control en su
armario donde podía escuchar lo que ocurría en otras habitaciones. Una noche, mientras tenía puestos los auriculares y
estaba escuchando lo que ocurría en el dormitorio de sus padres, su padre lo pi ló, se enfadó y le exigió que desmantelara
el sistema. Pasó muchas tardes en el garaje de Larry Lang, el ingeniero que vivía en la ca le de su antigua casa. Lang
acabó por regalarle a Jobs el micrófono de carbón que tanto lo fascinaba, y le mostró el mundo de los kits de la compañía
Heath, unos lotes de piezas para montar y construir radios artesanales y otros aparatos electrónicos que por aque la época
causaban furor entre los soldadores. «Todas las piezas de los kits de Heath venían con un código de colores, pero el
manual también te explicaba la teoría de cómo funcionaba todo —apuntó Jobs—. Te hacía darte cuenta de que podías
construir y comprender cualquier cosa. Una vez que montabas un par de radios, veías un televisor en el catálogo y decías:
“Seguro que también puedo construir algo así”, aunque no supieras cómo. Yo tuve mucha suerte, porque, cuando era niño,
tanto mi padre como aque los juegos de montaje me hicieron creer que podía construir cualquier cosa».
Lang también lo introdujo en el Club de Exploradores de Hewlett-Packard, una reunión semanal de unos quince estudiantes
en la cafetería de la compañía los martes por la noche. «Traían a un ingeniero de uno de los laboratorios para que nos
hablara sobre el campo en el que estuviera trabajando —recordaba Jobs—. Mi padre me levaba a lí en coche. Aque lo era
el paraíso. Hewlett-Packard era una pionera en los diodos de emisión de luz, y a lí hablábamos acerca de lo que se podía
hacer con e los». Como su padre ahora trabajaba para una compañía de láseres, aquel tema le interesaba especialmente.
Una noche, arrinconó a uno de los ingenieros de láser de Hewlett-Packard tras una de las charlas y consiguió que lo levara
a dar una vuelta por el laboratorio de holografía. Sin embargo, el recuerdo más duradero se originó cuando vio todos los
ordenadores de pequeño tamaño que estaba desarro lando la compañía. «A lí es donde vi por primera vez un ordenador de
sobremesa. Se lamaba 9100A y no era más que una calculadora con pretensiones, pero también el primer ordenador de
sobremesa auténtico. Resultaba inmenso, puede que pesara casi veinte kilos, pero era una be leza y me enamoró».
A los chicos del Club de Exploradores se les animaba a diseñar proyectos, y Jobs decidió construir un frecuencímetro, que
mide el número de pulsos por segundo de una señal electrónica. Necesitaba algunas piezas que fabricaban en HewlettPackard, así que agarró el teléfono y lamó al consejero delegado. «Por aquel entonces, la gente no retiraba sus números
del listín, así que busqué a Bi l Hewlett, de Palo Alto, y lo lamé a su casa. Contestó y estuvimos charlando durante unos
veinte minutos. Me consiguió las piezas, pero también me consiguió un trabajo en la planta en la que fabricaban
frecuencímetros». Jobs trabajó a lí el verano siguiente a su primer año en el instituto Homestead. «Mi padre me levaba en
coche por las mañanas y pasaba a recogerme por las tardes».
Su trabajo consistía principalmente en «limitarme a colocar tuercas y torni los en aparatos» en una línea de montaje. Entre
sus compañeros de cadena había cierto resentimiento hacia aquel chiqui lo prepotente que había conseguido el puesto tras
lamar al consejero delegado. «Recuerdo que le contaba a uno de los supervisores: “Me encanta esto, me encanta”, y
después le pregunté qué le gustaba más a él. Y su respuesta fue: “A mí, fo lar, fo lar”». A Jobs le resultó más senci lo
congraciarse con los ingenieros que trabajaban un piso por encima del suyo. «Servían café y rosqui las todas las mañanas
a las diez, así que yo subía una planta y pasaba el rato con e los».
A Jobs le gustaba trabajar. También repartía periódicos —su padre lo levaba en coche cuando lovía—, y durante su
segundo año de instituto pasó los fines de semana y el verano como empleado de almacén en una lóbrega tienda de
electrónica, Haltek. Aque lo era para la electrónica lo mismo que los depósitos de chatarra de su padre para las piezas de
coche: un paraíso de los buscadores de tesoros que se extendía por toda una manzana con componentes nuevos, usados,
rescatados y sobrantes apretujados en una maraña de estantes, amontonados sin clasificar en cubos y apilados en un patio
exterior. «En la parte trasera, junto a la bahía, había una zona va lada con materiales como, por ejemplo, partes del interior
de submarinos Polaris que habían sido desmantelados para venderlos por piezas —comentó—. Todos los controles y los
botones estaban a lí mismo. Eran de tonos militares, verdes y grises, pero tenían un montón de interruptores y bombi las de
16
color ámbar y rojo. Había algunos de esos grandes y viejos interruptores de palanca que producían una sensación increíble
al activarlos, como si fueras a hacer esta lar todo Chicago».
En los mostradores de madera de la entrada, cargados con catálogos embutidos en carpetas desvencijadas, la gente
regateaba el precio de interruptores, resistencias, condensadores y, en ocasiones, los chips de memoria más avanzados.
Su padre solía hacerlo con los componentes de los coches, y obtenía buenos resultados porque conocía el valor de las
piezas mejor que los propios dependientes. Jobs imitó su ejemplo. Desarro ló un vasto conocimiento sobre componentes
electrónicos que se complementó con su afición a regatear y así ganarse un dinero. El joven iba a mercadi los de material
electrónico, tales como la feria de intercambio de San José, regateaba para hacerse con una placa base usada que
contuviera algunos chips o componentes valiosos, y después se los vendía a su supervisor en Haltek.
Jobs consiguió su primer coche, con la ayuda de su padre, a la edad de quince años. Era un Nash Metropolitan bicolor que
su padre había equipado con un motor de MG. A Jobs no le gustaba demasiado, pero no quería decírselo a su padre, ni
perder la oportunidad de tener su propio coche. «Al volver la vista atrás, puede que un Nash Metropolitan parezca el coche
más enro lado posible —declararía posteriormente—, pero en aquel momento era el cacharro menos elegante del mundo.
Aun así, se trataba de un coche, y eso era genial». En cuestión de un año había ahorrado suficiente con sus distintos
trabajos como para poder pasarse a un Fiat 850 cupé rojo con motor Abarth. «Mi padre me ayudó a montarlo y a revisarlo.
La satisfacción de recibir un salario y ahorrar para conseguir un objetivo fueron muy emocionantes».
Ese mismo verano, entre su segundo y tercer años de instituto en Homestead, Jobs comenzó a fumar marihuana. «Me
coloqué por primera vez ese verano. Tenía quince años, y desde entonces comencé a consumir hierba con regularidad».
En una ocasión su padre encontró algo de droga en el Fiat de su hijo. «¿Qué es esto?», preguntó. Jobs contestó con
frialdad: «Es marihuana». Fue una de las pocas ocasiones en toda su vida en que tuvo que afrontar el enfado de su padre.
«Aque la fue la única bronca de verdad que tuve con mi padre», declararía. Pero Paul volvió a someterse a su voluntad.
«Quería que le prometiera que no iba a fumar hierba nunca más, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo». De hecho, en su
cuarto y último año también tonteó con el LSD y el hachís, además de explorar los alucinógenos efectos de la privación de
sueño. «Estaba empezando a colocarme con más frecuencia. También probábamos el ácido de vez en cuando,
normalmente en descampados o en el coche».
Durante aque los dos últimos años de instituto también floreció intelectualmente y se encontró en el cruce de caminos, tal y
como él había comenzado a verlo, entre quienes se encontraban obsesivamente inmersos en el mundo de la electrónica y
los que se dedicaban a la literatura o a tareas más creativas. «Comencé a escuchar mucha más música y empecé a leer
más cosas que no tuvieran que ver con la ciencia y la tecnología (Shakespeare, Platón). Me encantaba El rey Lear». Otras
obras favoritas suyas eran Moby Dick y los poemas de Dylan Thomas. Le pregunté por qué se sentía atraído por el rey Lear
y el capitán Ahab, dos de los personajes más obstinados y tenaces de la literatura, pero él no pareció entender la conexión
que yo estaba planteando, así que lo dejé estar. «Cuando me encontraba en el último año del instituto tenía un curso genial
de literatura inglesa avanzada. El profesor era un señor que se parecía a Ernest Hemingway. Nos levó a algunos de
nosotros a practicar el senderismo por la nieve en Yosemite».
Una de las clases a las que asistía Jobs pasó a convertirse en parte de la tradición de Silicon Va ley: el curso de electrónica
impartido por John McCo lum, un ex piloto de la marina que poseía el encanto de un hombre del espectáculo a la hora de
despertar el interés de sus alumnos con trucos tales como prender fuego con una bobina de Tesla. Su pequeño almacén,
cuya lave les prestaba a sus estudiantes favoritos, estaba abarrotado de transistores y otras piezas que había ido
acumulando. Tenía una habilidad impresionante para explicar las teorías electrónicas, asociarlas a aplicaciones prácticas,
tales como la forma de conectar resistencias y condensadores en serie y en paralelo, y después utilizar esa información
para construir amplificadores y radios.
La clase de McCo lum se impartía en un edificio similar a una cabaña situado en un extremo del campus, junto al
aparcamiento. «Aquí estaba —comentó Jobs mientras miraba por la ventana—, y aquí, en la puerta de al lado, es donde
solía estar la clase de mecánica del automóvil». La yuxtaposición subraya el cambio de intereses con respecto a la
generación de su padre. «El señor McCo lum pensaba que la clase de electrónica era la nueva versión de la mecánica del
automóvil».
McCo lum creía en la disciplina militar y en el respeto a la autoridad. Jobs no. Su aversión a la autoridad era algo que ya ni
siquiera trataba de ocultar, y mostraba una actitud que combinaba una intensidad áspera y extraña con una rebeldía
distante. «Normalmente se quedaba en un rincón haciendo cosas por su cuenta, y lo cierto es que no quería mezclarse
mucho conmigo ni con nadie más de la clase», señaló más tarde McCo lum. El profesor nunca le confió una lave del
almacén. Un día, Jobs necesitó una pieza que no tenían a lí en aquel momento, así que lamó a cobro revertido al
fabricante, Burroughs, de Detroit, y le informó de que estaba diseñando un producto nuevo y de que quería probar aque la
pieza. Le legó por correo aéreo unos días más tarde. Cuando McCo lum le preguntó cómo lo había conseguido, Jobs deta
ló, con orgu lo desafiante, los pormenores de la lamada a cobro revertido y de la historia que había inventado. «Yo me puse
17
furioso —afirmó McCo lum—. No quería que mis alumnos se comportaran así». La respuesta de Jobs fue: «Yo no tengo
dinero para hacer la lamada, pero e los tienen un montón».
Jobs solo asistió durante un año a las clases de McCo lum, en lugar de durante los tres que se ofrecían. Para uno de sus
proyectos construyó un aparato con una célula fotovoltaica que activaba un circuito cuando se exponía a la luz, nada de
particular para cualquier estudiante de ciencias en sus años de instituto. Le interesaba mucho más jugar con rayos láser,
algo que había aprendido de su padre. Junto con algunos amigos, creó espectáculos de música y sonido destinados a
fiestas, con rayos láser que rebotaban en espejos colocados sobre los altavoces de su equipo de música.
18
2
La extraña pareja
Los dos Steves
WOZ
Cuando aún era alumno de la clase de McCollum, Jobs entabló amistad con un joven que había acabado el instituto y que
era el claro favorito del profesor y una leyenda en el instituto por su destreza en clase. Stephen Gary Wozniak, cuyo
hermano menor había sido compañero de Jobs en el equipo de natación, tenía casi cinco años más que él y sabía mucho
más sobre electrónica. Sin embargo, tanto a nivel emocional como social, seguía siendo un chico inadaptado de instituto
obsesionado con la tecnología.
Al igual que Jobs, Wozniak había aprendido mucho junto a su padre, pero sus lecciones habían sido diferentes. Paul Jobs
era un hombre que no había acabado el
instituto y que, en lo referente a la reparación de coches, sabía cómo obtener un buen beneficio tras llegar a ventajosos
acuerdos sobre las piezas sueltas. Francis Wozniak, conocido como Jerry, era un brillante licenciado en ingeniería por el
Instituto Tecnológico de California, donde había participado como quarterback en el equipo de fútbol americano. Era un
hombre que ensalzaba las virtudes de la ingeniería y que miraba por encima del hombro a los que se dedicaban a los
negocios, la publicidad o las ventas. Se había convertido en uno de los científicos más destacados de Lockheed, donde
diseñaba sistemas de guía de misiles. «Recuerdo cómo me contaba que la ingeniería era el nivel más importante que se
podía alcanzar en el mundo —contó más tarde Steve Wozniak—. Era algo que llevaba a la sociedad a un nuevo nivel».
Uno de los primeros recuerdos del joven Wozniak era el de ir a ver a su padre al trabajo un fin de semana y que le
mostraran las piezas electrónicas, y cómo su padre «las ponía sobre una mesa a la que yo me sentaba para poder jugar
con ellas». Observaba con fascinación cómo su padre trataba de conseguir que una línea de onda en una pantalla se
quedara plana para demostrar que uno de sus diseños de circuitos funcionaba correctamente. «Para mí estaba claro que,
fuera lo que fuese que estuviera haciendo mi padre, era algo bueno e importante». Woz, como ya lo llamaban incluso
entonces, le preguntaba acerca de las resistencias y los transistores que había repartidos por la casa, y su padre sacaba
una pizarra para ilustrar lo que hacía con ellos. «Me explicaba lo que era una resistencia remontándose hasta los átomos y
los electrones. Me explicó cómo funcionaban las resistencias cuando yo estaba en el segundo curso, y no mediante
ecuaciones, sino haciendo que yo mismo lo imaginara».
El padre de Woz le enseñó algo más que quedó grabado en su personalidad infantil y socialmente disfuncional: a no mentir
nunca. «Mi padre creía en la honradez, en la honradez absoluta. Esa es la lección más importante que me enseñó. Nunca
miento, ni siquiera ahora». (La única excepción parcial se producía cuando quería gastar una buena broma.) Además, su
padre lo educó en una cierta aversión por la ambición extrema, lo que distinguía a Woz de Jobs. Cuarenta años después de
conocerse, Woz reflexionaba sobre sus diferencias durante una gala de estreno de un producto Apple en 2010. «Mi padre
me dijo que debía intentar estar siempre en la zona media —comentó—. Yo no quería estar con la gente de alto nivel como
Steve. Mi padre era ingeniero, y eso es lo que quería ser yo también. Era demasiado tímido como para plantearme siquiera
el ser un líder empresarial como Steve».
En cuarto curso, Wozniak se convirtió, según sus propias palabras, en uno de los «chicos de la electrónica». Le resultaba
más sencillo establecer contacto visual con un transistor que con una chica, y adoptó el aspecto macizo y cargado de
espaldas de alguien que pasa la mayor parte del tiempo encorvado sobre una placa base. A la edad en la que Jobs andaba
cavilando acerca de un micrófono de carbón que su padre no podía explicar, Wozniak utilizaba transistores para construir
un sistema de intercomunicación provisto de amplificadores, relés, luces y timbres que conectaba los cuartos de los chicos
de seis casas de su barrio. Y a la edad en la que Jobs construía aparatos con los kits de Heath, Wozniak estaba montando
un transmisor y un receptor de la compañía Hallicrafters, las radios más sofisticadas del mercado, y se estaba sacando la
licencia de radioaficionado con su padre.
A Woz, que pasaba mucho tiempo en casa leyendo las revistas de electrónica de su padre, le cautivaban las historias sobre
nuevos ordenadores, como el potente ENIAC. Como el álgebra de Boole era algo que se le daba bien por naturaleza, le
maravillaba la sencillez de estas máquinas, no su complejidad. En octavo curso, construyó una calculadora utilizando el
sistema binario que contaba con cien transistores, doscientos diodos y doscientas resistencias montadas sobre diez placas
base. Ganó el primer premio de un concurso local organizado por las fuerzas aéreas, a pesar de que entre sus
competidores había estudiantes de último curso de secundaria.
Woz se volvió más solitario cuando los chicos de su edad comenzaron a ir a fiestas y a salir con chicas, empresas que le
parecían mucho más complejas que el diseño de circuitos. «Tras una época en la que yo era popular y todos montábamos
19
en bici y esas cosas, de pronto me vi socialmente excluido —recordaba—. Parecía que nadie me dirigiera la palabra
durante siglos». Encontró una vía de escape a su situación a través de bromas infantiles. En el último curso del instituto
construyó un metrónomo electrónico —uno de esos aparatos que marcan el ritmo en las clases de música— y se dio cuenta
de que sonaba como una bomba, así que retiró las etiquetas de unas grandes baterías, las unió con cinta aislante y las
metió en una de las taquillas del colegio. Lo preparó todo para que el metrónomo comenzara a marcar un ritmo mayor al
abrir la taquilla. Más tarde, ese mismo día, lo hicieron presentarse en el despacho del director. Él creía que era porque
había vuelto a ganar el primer premio de matemáticas del instituto, pero en vez de eso se encontró con la policía. Cuando
encontraron el aparato habían llamado al director, el señor Bryld, y este lo había agarrado, había corrido valientemente
hasta el campo de fútbol con la falsa bomba apretada contra el pecho, y había arrancado los cables. Woz trató de contener
la risa, pero no lo consiguió. Lo enviaron al centro de detención de menores, donde pasó la noche. Al joven le pareció una
experiencia memorable. Les enseñó a los demás presos cómo retirar los cables que conectaban los ventiladores del techo
y conectarlos a las barras de la celda para que dieran calambre al tocarlas.
Los calambres eran como una medalla de honor para Woz. Se enorgullecía de ser un ingeniero de hardware, lo que
significaba que los chispazos inesperados resultaban algo rutinario. Una vez preparó un juego de ruleta en el que cuatro
personas debían colocar el pulgar sobre una ranura; cuando la bola se detenía, uno de
ellos recibía un calambre. «Los que trabajaban con hardware jugaban a esto, pero los que desarrollan software son unos
cobardicas», señalaba.
En su último año consiguió un trabajo de media jornada en Sylvania, una compañía de electrónica, y allí tuvo la oportunidad
de trabajar en un ordenador por primera vez. Aprendió a programar en FORTRAN con un libro y leyó los manuales de la
mayoría de los sistemas de la época, comenzando por el PDP-8, de la compañía Digital Equipment. A continuación estudió
las especificaciones técnicas de los últimos microchips del mercado y trató de rediseñar los ordenadores con aquellos
componentes más novedosos. El desafío que se planteaba era reproducir el mismo diseño con la menor cantidad de piezas
posible. «Lo hacía todo yo solo en mi cuarto, con la puerta cerrada», recordó. Todas las noches trataba de mejorar el
diseño de la noche anterior. Para cuando acabó el instituto, ya era un maestro. «En ese momento estaba montando
ordenadores con la mitad de chips que los que utilizaba la empresa en sus diseños, pero solo sobre el papel». Nunca se lo
contó a sus amigos. Al fin y al cabo, la mayoría de los chicos de diecisiete años tenían otras formas de pasar el rato.
El fin de semana del día de Acción de Gracias de su último año de instituto, visitó la Universidad de Colorado. Estaba
cerrada por vacaciones, pero encontró a un estudiante de ingeniería que lo llevó a dar una vuelta por los laboratorios.
Wozniak le rogó a su padre que le permitiera ir a estudiar allí, a pesar de que la matrícula para estudiantes que vinieran de
otro estado no era algo que pudieran permitirse con facilidad. Llegaron a un acuerdo: podría ir allí a estudiar durante un
año, pero después se pasaría a la Universidad Comunitaria de De Anza, en California. Al final se vio obligado a cumplir con
su parte del trato. Tras llegar a Colorado en el otoño de 1969, pasó tanto tiempo gastando bromas (tales como imprimir
cientos de páginas que rezaban «Me cago en Nixon») que suspendió un par de asignaturas y lo pusieron en un régimen de
vigilancia académica. Además, creó un programa para calcular números de Fibonacci que consumía tanto tiempo de uso de
los ordenadores que la universidad lo amenazó con cobrarle los costes. En lugar de contarles todo aquello a sus padres,
optó por cambiarse a De Anza.
Tras un agradable año en De Anza, Wozniak se tomó un descanso para ganar algo de dinero. Encontró trabajo en una
compañía que fabricaba ordenadores para el
departamento de tráfico, y uno de sus compañeros le hizo una oferta maravillosa: le entregaría algunos chips sueltos para
que pudiera construir uno de los ordenadores que había estado bosquejando sobre el papel. Wozniak decidió utilizar tan
pocos chips como le fuera posible, como reto personal y porque no quería aprovecharse demasiado de la generosidad de
su compañero.
Gran parte del trabajo se llevó a cabo en el garaje de un amigo que vivía justo a la vuelta de la esquina, Bill Fernandez, que
todavía era estudiante del instituto
Homestead. Para refrescarse tras sus esfuerzos, bebían grandes cantidades de un refresco de soda con sabor a vainilla
llamado Cragmont Cream Soda, y después iban en bici hasta el supermercado de Sunnyvale para devolver las botellas,
recuperar el depósito y comprar más bebida. «Así es como empezamos a referirnos al proyecto como el Ordenador de la
Cream Soda», relató Wozniak. Se trataba básicamente de una calculadora capaz de multiplicar números que se introducían
mediante un conjunto de interruptores y que mostraba los resultados en código binario con un sistema de lucecitas.
Cuando estuvo acabada, Fernandez le dijo a Wozniak que había alguien en el instituto Homestead a quien debía conocer.
«Se llama Steve. Le gusta gastar bromas,
como a ti, y también le gusta construir aparatos electrónicos, como a ti». Puede que aquella fuera la reunión más importante
en un garaje de Silicon Valley desde que Hewlett fue a visitar a Packard treinta y dos años antes. «Steve y yo nos sentamos
en la acera frente a la casa de Bill durante una eternidad, y estuvimos compartiendo historias, sobre todo acerca de las
20
bromas que habíamos gastado y también sobre el tipo de diseños de electrónica que habíamos hecho —recordaba
Wozniak—. Teníamos muchísimo en común. Normalmente, a mí me costaba una barbaridad explicarle a la gente la clase
de diseños con los que trabajaba, pero Steve lo captó enseguida. Y me gustaba. Era delgado y nervudo, y rebosaba
energía». Jobs también estaba impresionado. «Woz era la primera persona a la que conocía que sabía más de electrónica
que yo —declaró una vez, exagerando su propia experiencia—. Me cayó bien al instante. Yo era algo maduro para mi edad
y él algo inmaduro para la suya, así que el resultado era equilibrado. Woz era muy brillante, pero emocionalmente tenía mi
misma edad».
Además de su interés por los ordenadores, compartían una pasión por la música. «Aquella era una época increíble para la
música —comentó Jobs—. Era como vivir en la época en la que vivían Beethoven y Mozart. De verdad. Cuando la gente
eche la vista atrás, lo interpretará así. Y Woz y yo estábamos muy metidos en ella». Concretamente, Wozniak le descubrió
a Jobs las maravillas de Bob Dylan. «Localizamos a un tío de Santa Cruz llamado Stephen Pickering que publicaba una
especie de boletín sobre Dylan —explicó Jobs—. Dylan grababa en cinta todos sus conciertos, y algunas de las personas
que lo rodeaban no eran demasiado escrupulosas, porque al poco tiempo había grabaciones de sus conciertos por todas
partes, copias pirata de todos. Y ese chico las tenía todas».
Darles caza a las cintas de Dylan pronto se convirtió en una empresa conjunta. «Los dos recorríamos a pie todo San José y
Berkeley preguntando por las cintas pirata de Dylan para coleccionarlas —confesó Wozniak—. Comprábamos folletos con
las letras de Dylan y nos quedábamos despiertos hasta altas horas mientras las interpretábamos. Las palabras de Dylan
hacían resonar en nosotros acordes de pensamiento creativo». Jobs añadió: «Tenía más de cien horas, incluidos todos los
conciertos de la gira de 1965 y 1966», en la que se pasó a los instrumentos eléctricos. Los dos compraron reproductores de
casetes de TEAC de última generación.
«Yo utilizaba el mío a baja velocidad para grabar muchos conciertos en una única cinta», comentó Wozniak. La obsesión de
Jobs no le iba a la zaga. «En lugar de grandes altavoces me compré un par de cascos increíbles, y me limitaba a tumbarme
en la cama y a escuchar aquello durante horas».
Jobs había formado un club en el instituto Homestead para organizar espectáculos de luz y música, y también para gastar
bromas (una vez pegaron el asiento de un
retrete pintado de dorado sobre una maceta). Se llamaba Club Buck Fry debido a un juego de palabras con el nombre del
director del instituto. Aunque ya se habían graduado, Wozniak y su amigo Allen Baum se unieron a Jobs, al final de su
penúltimo año de instituto, para preparar un acto de despedida a los alumnos de último curso que acababan la secundaria.
Mientras me mostraba el campus de Homestead, cuatro décadas más tarde, Jobs se detuvo en el escenario de la aventura
y señaló:
«¿Ves ese balcón? Allí es donde gastamos la broma de la pancarta que selló nuestra amistad». En el patio trasero de
Baum, extendieron una gran sábana que él había teñido con los colores blanco y verde del instituto y pintaron una enorme
mano con el dedo corazón extendido, en una clásica peineta. La adorable madre judía de Baum incluso los ayudó a
dibujarla y les mostró cómo añadirle sombreados para hacer que pareciera más auténtica. «Ya sé lo que es eso», se reía
ella. Diseñaron un sistema de cuerdas y poleas para que pudiera desplegarse teatralmente justo cuando la promoción de
graduados desfilase ante el balcón, y lo firmaron con grandes letras, «SWAB JOB», las iniciales de Wozniak y Baum
combinadas con parte del apellido de Jobs. La travesura pasó a formar parte de la historia del instituto, y le valió a Jobs una
nueva expulsión.
Otra de las bromas incluía un aparato de bolsillo construido por Wozniak que podía emitir señales de televisión. Lo llevaba
a una sala donde hubiera un grupo de personas viendo la tele, como por ejemplo una residencia de estudiantes, y apretaba
el botón discretamente para que la pantalla se llenara de interferencias. Cuando
alguien se levantaba y le daba un golpe al televisor, Wozniak soltaba el botón y la imagen volvía a aparecer nítida. Una vez
que tenía a los desprevenidos espectadores saltando arriba y abajo a su antojo, les ponía las cosas algo más difíciles.
Mantenía las interferencias en la imagen hasta que alguien tocaba la antena. Al final, acababa por hacerles pensar que
tenían que sujetar la antena mientras se apoyaban en un único pie o tocaban la parte superior del televisor. Años más
tarde, en una conferencia inaugural en la que estaba teniendo algunos problemas para que funcionara un vídeo, Jobs se
apartó del guión y contó la diversión que aquel artilugio les había proporcionado. «Woz lo llevaba en el bolsillo y
entrábamos en un colegio mayor […] donde un grupo de chicos estaba, por ejemplo, viendo Star Trek, y les fastidiaba la
señal. Alguien se acercaba para arreglar el televisor, y, justo cuando levantaban un pie del suelo, la volvía a poner bien —
contorsionándose sobre el escenario hasta quedar hecho un ocho, Jobs concluyó su relato ante las carcajadas del
público—, y en menos de cinco minutos conseguía que alguien acabara en esta postura».
21
LA CAJA AZUL
La combinación definitiva de trastadas y electrónica —y la aventura que ayudó a crear Apple— se puso en marcha una
tarde de domingo, cuando Wozniak leyó un artículo en Esquire que su madre le había dejado sobre la mesa de la cocina.
Era septiembre de 1971, y él estaba a punto de marcharse al día siguiente para Berkeley, su tercera universidad. La
historia, de Ron Rosenbaum, titulada «Secretos de la cajita azul», describía cómo los piratas informáticos y telefónicos
habían encontrado la forma de realizar llamadas gratuitas de larga distancia reproduciendo los tonos que desviaban las
señales a través de la red telefónica. «A mitad del artículo, tuve que llamar a mi mejor amigo, Steve Jobs, y leerle trozos de
aquel largo texto», recordaba Wozniak. Sabía que Jobs, quien por aquel entonces comenzaba su último año de instituto,
era una de las pocas personas que podía compartir su entusiasmo.
Uno de los héroes del texto era John Draper, un pirata conocido como Captain Crunch, porque había descubierto que el
sonido emitido por el silbato que venía con las cajas de cereales del mismo nombre era exactamente el sonido de 2.600
hercios que se utilizaba para redirigir las llamadas a través de la red telefónica. Aquello podía engañar al sistema para
efectuar conferencias de larga distancia sin costes adicionales. El artículo revelaba la posibilidad de encontrar otros tonos,
que servían como señales de monofrecuencia dentro de la banda para redirigir llamadas, en un ejemplar del Bell System
Technical Journal, hasta el punto de que la compañía telefónica comenzó a exigir la retirada de dichos ejemplares de los
estantes de las bibliotecas.
En cuanto Jobs recibió la llamada de Wozniak esa tarde de domingo, supo que tenían que hacerse inmediatamente con un
ejemplar de la revista. «Woz me recogió unos minutos después, y nos dirigimos a la biblioteca del Centro de Aceleración
Lineal de Stanford, para ver si podíamos encontrarlo», me contó Jobs. Era domingo y la biblioteca estaba cerrada, pero
sabían cómo colarse por una puerta que normalmente no estaba cerrada con llave. «Recuerdo que nos pusimos a rebuscar
frenéticamente por las estanterías, y que fue Woz el que finalmente encontró la revista. Nos quedamos pensando: “¡Joder!”.
La abrimos y allí estaban todas las frecuencias. Seguimos repitiéndonos: “Pues es verdad, joder, es verdad”. Allí estaba
todo: los tonos, las frecuencias...».
Wozniak se dirigió a la tienda de electrónica de Sunnyvale antes de que cerrara esa tarde y compró las piezas necesarias
para fabricar un generador analógico de tonos. Jobs ya había construido un frecuencímetro cuando formaba parte del Club
de Exploradores de Hewlett-Packard, así que lo utilizaron para calibrar los tonos deseados. Y, mediante un teléfono, podían
reproducir y grabar los sonidos especificados en el artículo. A medianoche estaban listos para ponerlo a prueba.
Desgraciadamente, los osciladores que utilizaron no eran lo bastante estables como para simular los sonidos exactos que
engañaran a la compañía telefónica.
«Comprobamos la inestabilidad de la señal con el frecuencímetro de Steve —señaló Wozniak—, y no podíamos hacerlo
funcionar. Yo tenía que irme a Berkeley a la
mañana siguiente, así que decidimos que trataría de construir una versión digital cuando llegase allí».
Nadie había hecho nunca una versión digital de una caja azul, pero Woz estaba listo para el reto. Gracias a unos diodos y
transistores comprados en una tienda de electrónica RadioShack, y con la ayuda de un estudiante de música de su
residencia que tenía buen oído, consiguió construirla antes del día de Acción de Gracias.
«Nunca he diseñado un circuito del que estuviera más orgulloso —declararía más tarde—. Todavía me parece que fue algo
increíble».
Una noche, Wozniak condujo desde Berkeley hasta la casa de Jobs para probarlo. Trataron de llamar al tío de Wozniak en
Los Ángeles, pero se equivocaron de número. No importaba. El aparato había funcionado. «¡Hola! ¡Le estamos llamando
gratis! ¡Le estamos llamando gratis!», vociferaba Wozniak. La persona al otro lado de la línea estaba confusa y enfadada.
Jobs se unió a la conversación: «¡Estamos llamando desde California! ¡Desde California! Con una caja azul». Es probable
que aquello dejara al hombre todavía más desconcertado, puesto que él también se encontraba en California.
Al principio, utilizaban la caja azul para divertirse y gastar bromas. La más famosa fue aquella en que llamaron al Vaticano y
Wozniak fingió ser Henry Kissinger, que quería hablar con el Papa. «Nos encontrrramos en una cumbrrre en Moscú, y
querrremos hablarrr con el Papa», recuerda Woz que dijeron. Le contestaron que eran las cinco y media de la mañana y
que el Papa estaba dormido. Cuando volvieron a llamar, le pasaron con un obispo que debía actuar como intérprete, pero
nunca consiguieron que el Papa se pusiera al aparato. «Se dieron cuenta de que Woz no era Henry Kissinger —comentó
Jobs—. Estábamos en una cabina pública».
Entonces tuvo lugar un hito importante, que estableció una pauta en su relación: a Jobs se le ocurrió que las cajas azules
podían ser algo más que una mera afición. Podían construirlas y venderlas. «Junté el resto de los componentes, como las
cubiertas, las baterías y los teclados, y discurrí acerca del precio que podíamos fijar», afirmó Jobs, profetizando las
funciones que iba a desempeñar cuando fundaran Apple. El producto acabado tenía el tamaño aproximado de dos barajas
de naipes. Las piezas costaban unos 40 dólares, y Jobs decidió que debían venderlo por 150.
22
A semejanza de otros piratas telefónicos como Captain Crunch, ambos adoptaron nombres falsos. Wozniak se convirtió en
Berkeley Blue, y Jobs era Oaf Tobark. Los dos iban por los colegios mayores buscando a gente que pudiera estar
interesada, y entonces hacían una demostración y conectaban la caja azul a un teléfono y un altavoz. Ante la mirada de los
clientes potenciales, llamaban a lugares como el Ritz de Londres o a un servicio automático de chistes grabados en
Australia.
«Fabricamos unas cien cajas azules y las vendimos casi todas», recordaba Jobs.
La diversión y los beneficios llegaron a su fin en una pizzería de Sunnyvale. Jobs y Wozniak estaban a punto de dirigirse a
Berkeley con una caja azul que acababan de terminar. Jobs necesitaba el dinero y estaba ansioso por vender, así que le
enseñó el aparato a unos hombres sentados en la mesa de al lado. Parecían interesados, así que Jobs se acercó a una
cabina telefónica y les demostró su funcionamiento con una llamada a Chicago. Los posibles clientes dijeron que tenían que
ir al coche a
por dinero. «Así que Woz y yo fuimos hasta el coche, yo con la caja azul en la mano, y el tío entra, mete la mano bajo el
asiento y saca una pistola —narró Jobs. Nunca antes había estado tan cerca de una pistola, y se quedó aterrorizado—. Y
va y me apunta con el arma al estómago y me dice: “Dámela, colega”. Traté de pensar rápido. Tenía la puerta del coche
justo ahí, y me dije que tal vez pudiera cerrársela sobre las piernas y salir corriendo, pero había grandes probabilidades de
que me disparara, así que se la entregué lentamente y con mucho cuidado». Aquel fue un robo extraño. El tipo que se llevó
la caja azul le dio a Jobs un número de teléfono y le dijo que si funcionaba trataría de pagársela más tarde. Cuando Jobs
llamó a aquel número, consiguió contactar con el hombre, que no había logrado averiguar cómo funcionaba el aparato.
Entonces Jobs, siempre tan oportuno, lo convenció para que se reuniera con Wozniak y con él en algún lugar público. Sin
embargo, al final acabaron por echarse atrás y decidieron no celebrar otra reunión con el pistolero, aún a costa de perder la
posibilidad de recuperar sus 150 dólares.
Aquel lance allanó el camino para la que sería su mayor aventura juntos. «Si no hubiera sido por las cajas azules, Apple no
habría existido —reflexionó Jobs más
tarde—. Estoy absolutamente convencido de ello. Woz y yo aprendimos a trabajar juntos, y adquirimos la seguridad de que
podíamos resolver problemas técnicos y llegar a inventar productos». Habían creado un artilugio con una pequeña placa
base que podía controlar una infraestructura de miles de millones de dólares. «Ni te imaginas lo confiados que nos
sentíamos después de aquello». Woz llegó a la misma conclusión: «Probablemente venderlos fuera una mala decisión,
pero nos dio una idea de lo que podríamos hacer a partir de mis habilidades como ingeniero y su visión comercial», afirmó.
La aventura de la caja azul estableció la pauta de la asociación que estaba a punto de nacer. Wozniak sería el mago
amable que desarrollaba los grandes inventos y que se habría contentado con regalarlos, y Jobs descubriría la forma de
facilitar el uso del producto, empaquetarlo, comercializarlo y ganar algunos dólares en el proceso.
23
3
El abandono de los estudios
Enchúfate, sintoniza…
CHRISANN BRENNAN
Hacia el final de su último año en Homestead, en la primavera de 1972, Jobs comenzó a salir con una chica etérea y algo
hippy l amada Chrisann Brennan, que tenía aproximadamente su misma edad pero se encontraba un curso por debajo. La
chica, de pelo castaño claro, ojos verdes, pómulos altos y un aura de fragilidad, era muy atractiva. Además, estaba pasando
por la ruptura del matrimonio de sus padres, lo que la convertía en alguien vulnerable. «Trabajamos juntos en una película
de animación, empezamos a salir, y se convirtió en mi primera novia de verdad», recordaba Jobs. Tal y como declaró
posteriormente Brennan: «Steve estaba bastante loco. Por eso me sentí atraída por él».
La locura de Jobs era de un estilo muy refinado. Ya había comenzado a experimentar con dietas compulsivas —solo fruta y
verdura—, y estaba delgado y esbelto como un galgo. Aprendió a mirar fijamente y sin pestañear a la gente, y perfeccionó
sus largos silencios salpicados por arranques entrecortados de intervenciones aceleradas. Esta extraña mezcla de
intensidad y desapego, combinada con el pelo por los hombros y una barba rala, le daban el halo de un chamán
enloquecido. Oscilaba entre lo carismático y lo inquietante. «Cuando deambulaba por ahí parecía estar medio loco —
comentó Brennan—. Era todo angustia. Y un aura de oscuridad lo acompañaba».
Por aquel entonces, Jobs comenzó a consumir ácido e introdujo a Brennan en aquel mundo, en un trigal justo a las afueras
de Sunnyvale. «Fue genial —recordaba él —. Había estado escuchando mucho a Bach. De pronto era como si todo el
campo de trigo tocara su música. Aquel a fue la sensación más maravil osa que había experimentado hasta entonces. Me
sentí como el director de una sinfonía, con Bach sonando entre las espigas».
Ese verano de 1972, tras su graduación, Brennan y él se mudaron a una cabaña en las colinas que hay sobre Los Altos.
«Me voy a vivir a una cabaña con
Chrisann», les anunció un día a sus padres. Su padre se puso furioso. «Por supuesto que no —respondió—. Por encima de
mi cadáver». Hacía poco que habían discutido por la marihuana y, una vez más, el joven Jobs se mantuvo en sus trece con
testarudez. Se limitó a despedirse y salió por la puerta.
Aquel verano Brennan se pasó gran parte del tiempo pintando. Tenía talento, y dibujó un cuadro de un payaso para Jobs
que él colgó en la pared. Jobs escribía poesía y tocaba la guitarra. Podía ser brutalmente frío y grosero con el a en
ocasiones, pero también era un hombre fascinante, capaz de imponer su voluntad. «Era un ser iluminado, y también cruel
—recordaba el a—. Aquel a era una combinación extraña».
A mediados del verano, Jobs estuvo a punto de morir en un accidente, cuando su Fiat rojo estal ó en l amas. Iba
conduciendo por el Skyline Boulevard de las montañas de Santa Cruz con un amigo del instituto, Tim Brown, quien al mirar
hacia atrás vio cómo salían l amaradas del motor y dijo con toda tranquilidad: «Para aquí, que tu coche está ardiendo».
Jobs lo hizo, y su padre, a pesar de sus discusiones, condujo hasta las colinas para remolcar el Fiat hasta su casa.
En un intento por encontrar la forma de ganar dinero para comprar un coche nuevo, Jobs hizo que Wozniak le l evara hasta
la Universidad de De Anza para buscar trabajo en el tablón de anuncios. Descubrieron que el centro comercial West Gate
de San José estaba buscando estudiantes universitarios dispuestos a disfrazarse para entretener a los niños. Así pues, por
tres dólares a la hora, Jobs, Wozniak y Brennan se colocaron unos pesados disfraces de cuerpo entero que les cubrían de
la cabeza a los pies y se dispusieron a actuar como Alicia, el Sombrerero Loco y el Conejo Blanco de Alicia en el país de
las maravillas. Wozniak, tan franco y encantador como siempre, encontraba aquel o divertido. «Dije: “Quiero hacerlo, es mi
oportunidad, porque me encantan los niños”. Me tomé unas vacaciones en Hewlett-Packard. Creo que Steve lo veía como
un trabajo de poca monta, pero a mí me parecía una aventura divertida». De hecho, a Jobs le parecía horroroso.
«Hacía calor, los disfraces pesaban una barbaridad, y al poco rato solo quería abofetear a alguno de los niños». La
paciencia nunca fue una de sus virtudes.
EL REED COLLEGE
Diecisiete años antes, sus padres habían hecho una promesa al adoptarlo: el chico iba a ir a la universidad. Así pues,
habían trabajado duramente y ahorrado con tesón para crear un fondo destinado a sus estudios, que era modesto pero
suficiente en el momento de su graduación. Sin embargo, Jobs, más obstinado incluso que antes, no se lo puso fácil. Al
24
principio consideró la posibilidad de no ir a la universidad. «Creo que me habría dirigido a Nueva York si no hubiera ido a la
universidad», reflexionó, cavilando sobre lo diferente que podría haber sido su mundo (y quizá el de todos nosotros) de
haber seguido ese camino. Cuando sus padres lo presionaron para que se matriculara en una universidad, respondió con
una actitud pasivo-agresiva. Descartó los centros académicos de su estado, como Berkeley, donde se encontraba Woz, a
pesar del hecho de que habrían sido más asequibles. Tampoco sopesó la posibilidad de Stanford, que se encontraba
carretera arriba y que probablemente podría ofrecerle una beca. «Los chicos que iban a Stanford ya sabían lo que querían
hacer —señala—. No eran personas realmente artísticas. Yo quería algo que fuera más artístico e interesante».
Contemplaba una única opción: el Reed Col ege, un centro privado de humanidades situado en Portland, en el estado de
Oregón, y uno de los más caros del país.
Jobs se encontraba visitando a Woz en Berkeley cuando su padre le l amó para informarle de que acababa de l egar la
carta de admisión de Reed, y trató de convencerlo para que no fuera al í. Lo mismo hizo su madre. Ambos argumentaron
que costaba mucho más de lo que podían permitirse. A lo que su hijo respondió con un ultimátum. Si no podía ir a Reed, les
dijo, entonces no iría a ninguna parte. El os cedieron, como de costumbre.
Reed contaba únicamente con mil estudiantes, la mitad que el instituto Homestead. Era un centro conocido por promover
un estilo de vida algo hippy y liberal, en fuerte contraste con sus estrictos estándares académicos y su exigente plan de
estudios. Cinco años antes, Timothy Leary, el gurú de la iluminación psicodélica, se había
sentado cruzado de piernas en los terrenos del Reed Col ege en una de las paradas de la gira universitaria de su Liga para
el Descubrimiento Espiritual (LSD, en sus siglas en inglés), y había pronunciado un célebre discurso: «Al igual que
cualquier gran religión del pasado, tratamos de encontrar la divinidad interior... Estas antiguas metas se definen con una
metáfora del presente: enchúfate, sintoniza, abandónalo todo». Muchos de los estudiantes de Reed se tomaron en serio las
tres premisas. La tasa de abandono de los estudios durante la década de 1970 fue de más de un tercio del total.
En el otoño de 1972, cuando l egó la hora de matricularse, sus padres lo l evaron en coche hasta Portland, pero en otro de
sus pequeños actos de rebeldía se negó a permitirles entrar en el campus. De hecho, se abstuvo incluso de despedirse o
darles las gracias. Cuando posteriormente repasó aquel momento, lo hacía con un arrepentimiento poco característico en
él:
Esta es una de las cosas de mi vida de las que de verdad me avergüenzo. No fui demasiado amable, y herí sus
sentimientos, cosa que no debería haber hecho. Se habían esforzado mucho para asegurarse de que pudiera llegar hasta
allí, y yo no los quería a mi lado. No quería que nadie supiera que tenía padres. Quería ser como un huérfano que hubiera
estado dando vueltas por todo el país en tren y hubiera aparecido de la nada, sin raíces, sin conexiones, sin pasado.
A finales de 1972, cuando Jobs l egó a Reed, se produjo un cambio fundamental en la vida universitaria de Estados Unidos.
La implicación del país en la guerra de Vietnam y los reclutamientos que aquel o conl evaba estaban comenzando a remitir.
El activismo político en las universidades fue menguando, y en muchas conversaciones a altas horas de la noche en las
residencias universitarias, el tema fue sustituido por un interés por las vías de realización personal. Jobs se vio
profundamente influido por una serie de libros sobre espiritualidad e iluminación, principalmente Be Here Now («Estate aquí
ahora»), una guía sobre la meditación y las maravil as de las drogas psicodélicas de Baba Ram Dass, cuyo nombre de pila
era Richard Alpert. «Era profundo —declaró Jobs—. Nos transformó a mí y a muchos de mis amigos».
El más cercano de aquel os amigos era otro estudiante de primer año con la barba rala l amado Daniel Kottke, que conoció
a Jobs una semana después de su l egada a Reed y que compartía su afición por el pensamiento zen, Dylan y el ácido.
Kottke, que provenía de un acomodado barrio residencial de Nueva York, era un chico listo pero poco apasionado, con una
actitud hippy y dulce que se suavizaba aún más debido a su interés por el budismo. Esa búsqueda espiritual le había l
evado a rechazar las posesiones materiales, pero aun así quedó impresionado con el reproductor de casetes de Jobs.
«Steve tenía un magnetófono de TEAC y cantidades ingentes de cintas pirata de Dylan —recuerda Kottke—. Era un tipo
muy cool y estaba a la última».
Jobs comenzó a pasar gran parte de su tiempo con Kottke y su novia, Elizabeth Holmes, incluso después de haberla
ofendido la primera vez que se conocieron al preguntar por cuánto dinero haría falta para que el a se acostara con otro
hombre. Hicieron autoestop juntos hasta la costa, se embarcaron en las típicas discusiones estudiantiles sobre el sentido de
la vida, asistieron a los festivales del amor del centro local de los Hare Krishna y acudieron al centro zen para conseguir
comida vegetariana gratis. «Era muy divertido —apuntaba Kottke—, pero también filosófico, y nos tomábamos muy en serio
el budismo zen».
Jobs comenzó a visitar la biblioteca y a compartir otros libros sobre la filosofía zen con Kottke, entre el os Mente zen, mente
de principiante, de Shunryu Suzuki, Autobiografía de un yogui, de Paramahansa Yogananda, Conciencia cósmica, de
Richard Maurice Bucke, y Más allá del materialismo espiritual, de Chögyam Trungpa. Crearon un centro de meditación en
25
un ático abuhardil ado que había sobre la habitación de Elizabeth Holmes y la decoraron con grabados hindús, una
alfombra, velas, incienso y esteril as. «Había una trampil a en el techo que conducía a un ático muy amplio —contó—. A
veces tomábamos drogas psicodélicas, pero principalmente nos limitábamos a meditar».
La relación de Jobs con la espiritualidad oriental, y especialmente con el budismo zen, no fue simplemente una moda
pasajera o un capricho de juventud. Los adoptó con la intensidad propia de él, y quedó firmemente grabado en su
personalidad. «Steve es muy zen —afirmó Kottke—. Aquel a fue una influencia profunda. Puedes verlo en su gusto por la
estética marcada y minimalista y en su capacidad de concentración». Jobs también se vio profundamente influido por el
énfasis que el budismo pone en la intuición. «Comencé a darme cuenta de que una conciencia y una comprensión intuitivas
eran más importantes que el pensamiento abstracto y el análisis intelectual lógico», declararía posteriormente. Su
intensidad, no obstante, le dificultaba el camino hacia el auténtico nirvana; su conciencia zen no se veía acompañada por
una gran calma interior, paz de espíritu o conexión interpersonal.
A Kottke y a él también les gustaba jugar a una variante alemana del ajedrez del siglo XIX l amada Kriegspiel, en la que los
jugadores se sientan espalda contra espalda y cada uno tiene su propio tablero y sus fichas pero no puede ver las de su
contrincante. Un moderador les informa de si el movimiento que quieren realizar es legal o ilegal, y tienen que tratar de
averiguar dónde se encuentran las piezas del contrario. «La partida más alucinante que jugué con el os tuvo lugar durante
una fuerte tormenta eléctrica, sentados junto a un fuego —recuerda Holmes, que actuaba como moderadora—. Se habían
colocado con ácido. Movían las fichas tan rápido que apenas podía seguirles».
Otro libro que tuvo una enorme influencia sobre Jobs durante su primer año de universidad —puede que incluso
demasiada— fue Diet for a Small Planet («Dieta para un planeta pequeño»), de Frances Moore Lappé, que exaltaba los
beneficios del vegetarianismo tanto para uno mismo como para todo el planeta. «Ahí es cuando renuncié a la carne
prácticamente por completo», apuntó. Sin embargo, el libro también reforzó su tendencia a adoptar dietas extremas que
incluían purgas, períodos de ayuno o la ingesta de únicamente uno o dos alimentos, como por ejemplo manzanas y
zanahorias, durante semanas enteras.
Jobs y Kottke se volvieron vegetarianos estrictos durante su primer año de universidad. «Steve se metió en aquel o incluso
más que yo —afirmó Kottke—. Vivía a base de cereales integrales». Iban a por provisiones a una cooperativa de granjeros,
donde Jobs adquiría una caja de cereales que le duraba una semana y otros productos naturales a granel. «Compraba
cajas y cajas de dátiles y almendras, y un montón de zanahorias, se compró una licuadora, y preparábamos zumos de
zanahoria y ensaladas con zanahoria. Corre el rumor de que Steve se puso naranja de tanto comer zanahorias, y lo cierto
es que algo hay de verdad en el o». Sus amigos lo recuerdan, en ocasiones, con un tono naranja como el de una puesta de
sol.
Los hábitos alimentarios de Jobs se volvieron aún más extravagantes y obsesivos cuando leyó Sistema curativo por dieta
amucosa, de Arnold Ehret, un fanático de la nutrición de origen alemán nacido a principios del siglo XX. El autor sostenía
que no había que comer nada más que frutas y verduras sin almidón. Estas, según él, evitaban que el cuerpo produjera
mucosidades dañinas. También defendía las purgas periódicas a través de prolongados ayunos. Aquel o supuso el fin
incluso de los
cereales integrales y de cualquier tipo de arroz, pan, grano o leche. Jobs comenzó a alertar a sus amigos acerca de los
peligros mucosos agazapados en su bol ería.
«Me metí en aquel a dieta con mi típico estilo obsesivo», afirmó. Llegados a cierto punto, Kottke y él pasaron toda una
semana comiendo únicamente manzanas, y más adelante Jobs pasó incluso a probar ayunos más estrictos. Comenzaba
con períodos de dos días, y en ocasiones trataba de prolongarlos hasta una semana o más, interrumpiéndolos
cuidadosamente con grandes cantidades de agua y verduras. «Después de una semana comienzas a sentirte de maravil a
—aseguró—. Ganas un montón de vitalidad al no tener que digerir toda esa comida. Estaba en una forma excelente. Me
sentía como si pudiera levantarme y l egar caminando hasta San Francisco de haberme apetecido». Ehret murió a los
cincuenta y seis años al sufrir una caída mientras daba un paseo, y golpearse la cabeza.
Vegetarianismo y budismo zen, meditación y espiritualidad, ácido y rock: Jobs hizo suyos con gran intensidad los múltiples
impulsos que por aquel a época se habían convertido en símbolos de la subcultura universitaria en pos de la iluminación. Y
sin embargo, aunque apenas se dedicó a el o en Reed, conservaba todo el interés por la electrónica que, algún día,
acabaría por combinarse sorprendentemente bien con el resto de la mezcla.
ROBERT FRIEDLAND
Un día, en un intento por conseguir algo de dinero, Jobs decidió vender su máquina de escribir IBM Selectric. Entró en la
26
habitación del estudiante que se había ofrecido para comprarla y lo sorprendió manteniendo relaciones sexuales con su
novia. Jobs se dio la vuelta para irse, pero el estudiante le invitó a sentarse y esperar mientras acababan. «Pensé: “Vaya
pasada”», recordaba Jobs después, y así es como empezó su relación con Robert Friedland, una de las pocas personas en
su vida que fue capaz de cautivarlo. Jobs adoptó algunos de los carismáticos rasgos de Friedland y durante algunos años lo
trató casi como a un gurú. Hasta que comenzó a verlo como un charlatán y un farsante.
Friedland era cuatro años mayor que Jobs, pero todavía no se había licenciado. Hijo de un superviviente de Auschwitz que
se había convertido en un próspero arquitecto de Chicago, en un primer momento se había matriculado en Bowdoin, una
universidad especializada en humanidades situada en el estado de Maine. Sin embargo, cuando estaba en segundo curso,
lo habían arrestado con 24.000 tabletas de LSD valoradas en 125.000 dólares. El periódico local lo mostraba con cabel o
rubio por los hombros, sonriendo a los fotógrafos mientras se lo l evaban detenido. Lo sentenciaron a dos años en una
cárcel federal de Virginia, de la que salió bajo libertad condicional en 1972. Ese otoño se dirigió a Reed, donde se presentó
inmediatamente a las elecciones para presidente de la delegación de alumnos, con el argumento de que necesitaba limpiar
su nombre de «los errores de la justicia» que había sufrido. Ganó.
Friedland había escuchado a Baba Ram Dass, el autor de Be Here Now, dar un discurso en Boston, y al igual que Jobs y
Kottke se había metido de l eno en el
mundo de la espiritualidad oriental. Durante el verano de 1973, Friedland viajó a la India para conocer al gurú hindú de Ram
Dass, Neem Karoli Baba, conocido popularmente por sus muchos seguidores como Maharaj-ji. Cuando regresó ese otoño,
Friedland había adoptado un nombre espiritual, y se vestía con sandalias y vaporosas túnicas indias. Tenía una habitación
fuera del campus, encima de un garaje, y Jobs iba a buscarlo al í muchas tardes. Le embelesaba la aparente intensidad de
las convicciones de Friedland acerca de la existencia real de un estado de iluminación que se encontraba al alcance de la
mano. «Me transportó a un nivel de conciencia diferente», resumió Jobs.
A Friedland también le fascinaba Jobs. «Siempre iba por ahí descalzo —relató posteriormente—. Lo que más me
sorprendió fue su intensidad. Fuera lo que fuese lo que le interesaba, normalmente lo l evaba hasta extremos irracionales».
Jobs había refinado el truco de utilizar sus silencios y las miradas fijas para controlar a los demás. «Uno de sus numeritos
consistía en quedarse mirando a la persona con la que estuviera hablando. Se quedaba observando fijamente sus jodidas
pupilas, hacía una pregunta y esperaba la respuesta sin que la otra persona pudiera apartar la vista».
Según Kottke, algunos de los rasgos de la personalidad de Jobs —incluidos algunos de los que conservaría a lo largo de su
vida profesional— los tomó de Friedland. «Friedland enseñó a Steve a utilizar el campo de distorsión de la realidad —
cuenta Kottke—. Era un hombre carismático, con algo de farsante, y podía adaptar las situaciones a su fuerte voluntad. Era
voluble, seguro de sí mismo y algo dictatorial. Steve admiraba todo aquel o, y tras convivir con Robert se volvió un poco
parecido a él».
Jobs también se fijó en cómo Friedland lograba convertirse en el centro de atención. «Robert era un tipo muy sociable y
carismático, con el alma de un auténtico vendedor —lo describió Kottke—. Cuando conocí a Steve, él era un chico tímido y
retraído, muy reservado. Creo que Robert le enseñó a lucirse, a salir del cascarón, a abrirse y controlar las situaciones».
Friedland proyectaba un aura de alto voltaje. «Entraba en una habitación y te dabas cuenta al instante. Steve era
exactamente lo contrario cuando l egó a Reed. Tras pasar algo de tiempo con Robert, parte de su carácter comenzó a
pegársele».
Las tardes de los domingos, Jobs y Friedland iban al templo de los Hare Krishna en el extremo occidental de Portland, a
menudo con Kottke y Holmes. Al í
bailaban y cantaban a pleno pulmón. «Entrábamos en una especie de frenesí extático —recuerda Holmes—. Robert se
volvía loco y bailaba como un demente. Steve se mostraba más contenido, como si le avergonzara dejarse l evar». A
continuación los obsequiaban con platos de cartón colmados de comida vegetariana.
Friedland administraba una finca de manzanos de 90 hectáreas, a unos 65 kilómetros al sudoeste de Portland, propiedad
de un excéntrico mil onario tío suyo de Suiza l amado Marcel Mül er, que había amasado una fortuna en Rhodesia al
hacerse con el mercado de los tornil os de rosca métrica. Después de que Friedland entrara en contacto con la
espiritualidad oriental, convirtió el lugar en una comuna l amada Al One Farm («Granja Todos Uno»), en la que Jobs pasaba
algunos fines de semana con Kottke, Holmes y otros buscadores de iluminación que compartían su filosofía. Incluía un
edificio principal, un enorme granero y un cobertizo en el que dormían Kottke y Holmes. Jobs asumió la tarea de podar los
manzanos, de la variedad Gravenstein, junto con otro residente de la comuna, Greg Calhoun. «Steve controlaba el huerto
de manzanos —comentó Friedland—. Producíamos sidra orgánica. El trabajo de Steve consistía en dirigir a una tropa de
hippies para que podaran el huerto y lo dejaran en buenas condiciones».
Los monjes y discípulos del templo de los Hare Krishna también iban y preparaban banquetes vegetarianos impregnados
con el aroma del comino, el cilantro y la cúrcuma. «Steve l egaba muerto de hambre, y se hinchaba a comer —recuerda
Holmes—. A continuación se purgaba. Durante años pensé que era bulímico. Resultaba muy irritante, porque nos costaba
27
mucho trabajo preparar aquel os banquetes, y él no era capaz de retener la comida».
Jobs también estaba empezando a tener algunos conflictos con el papel de líder sectario de Friedland. «A lo mejor veía
demasiados rasgos de Robert en sí mismo», comentó Kottke. Aunque se suponía que la comuna debía ser un refugio del
mundo materialista, Friedland comenzó a dirigirla como si se tratara de una empresa; sus seguidores tenían que talar
troncos y venderlos como leña, fabricar prensas de manzanas y cocinas de madera, y embarcarse en otras iniciativas
comerciales por las que no recibían un salario. Una noche, Jobs durmió bajo la mesa de la cocina, y le divirtió observar
cómo la gente no hacía más que entrar para robar la comida de los demás guardada en el frigorífico. La economía de la
comuna no estaba hecha para él. «Comencé a volverme muy materialista —recordaba Jobs—. Todo el mundo empezó a
darse cuenta de que se estaban matando a trabajar por la plantación de Robert, y uno a uno comenzaron a marcharse.
Aquel o me hartó bastante».
Según Kottke, «muchos años más tarde, después de que Friedland se hubiera convertido en el propietario multimil onario
de unas minas de cobre y oro —repartidas entre Vancouver, Singapur y Mongolia—, me reuní con él para tomar una copa
en Nueva York. Esa misma noche, le envié un correo electrónico a Jobs mencionándole aquel encuentro. Me l amó desde
California en menos de una hora y me advirtió de que no debía escuchar a Friedland». Añadió que cuando Friedland se
había visto en apuros por una serie de delitos ecológicos perpetrados en algunas de sus minas, había tratado de ponerse
en contacto con él para pedirle que intercediera ante Bil Clinton, pero Jobs no había respondido a la l amada. «Robert
siempre se presentaba como una persona espiritual, pero cruzó la línea que separa al hombre carismático del estafador —
afirmó Jobs—. Es muy extraño que una de las personas más espirituales de tu juventud acabe resultando ser, tanto de
forma simbólica como literal, un buscador de oro».
... Y ABANDONA
Jobs se aburrió rápidamente de la universidad. Le gustaba estar en Reed, pero no solo asistir a las clases obligatorias. De
hecho, se sorprendió al descubrir que, a pesar de todo el ambiente hippy que se respiraba, las exigencias de los cursos
eran altas: le pedían que hiciera cosas como leer la Ilíada y estudiar las guerras del Peloponeso. Cuando Wozniak fue a
visitarlo, Jobs agitó su horario ante él y se quejó: «Me obligan a estudiar todas estas asignaturas». Woz respondió: «Sí, eso
es lo que suelen hacer en la universidad, pedirte que vayas a clase». Jobs se negó a asistir a las materias en las que
estaba matriculado, y en vez de eso se presentó a las que él quería, como por ejemplo una clase de baile en la que podía
expresar su creatividad y conocer chicas. «Yo nunca me habría negado a asistir a las asignaturas a las que tenía que ir,
esa es una de las diferencias entre nuestras personalidades», comentó Wozniak, asombrado.
Jobs también comenzó a sentirse culpable, como él mismo confesaría posteriormente, por gastar tanto dinero de sus
padres en una educación que, a su modo de ver, no merecía la pena. «Todos los ahorros de mis padres, que eran
personas de clase trabajadora, se invertían en mis tasas de matrícula —relató en una célebre conferencia inaugural en
Stanford—. Yo no tenía ni idea de lo que quería hacer con mi vida, ni de cómo la universidad iba a ayudarme a descubrirlo.
Y al í estaba, gastándome todo el dinero que mis padres habían ahorrado durante toda su vida. Entonces decidí dejar los
estudios y confiar en que todo acabara saliendo bien».
En realidad no quería abandonar Reed, solo quería evitar el pago de la matrícula en las clases que no le interesaban.
Sorprendentemente, Reed toleró aquel a actitud.
«Tenía una mente muy inquisitiva que resultaba enormemente atractiva —señaló Jack Dudman, decano responsable de los
estudiantes—. Se negaba a aceptar las verdades que se enseñaban de forma automática, y quería examinarlo todo por sí
mismo». Dudman permitió que Jobs asistiera como oyente a algunas clases y que se quedara con sus amigos en los
colegios mayores incluso después de haber dejado de pagar las tasas.
«En cuanto abandoné los estudios pude dejar de ir a las asignaturas obligatorias que no me gustaban y empezar a
pasarme por aquel as que parecían interesantes»,
comentó. Entre el as se encontraba una clase de caligrafía que le atraía porque había advertido que la mayoría de los
carteles del campus tenían unos diseños muy atractivos. «Al í aprendí lo que eran los tipos de letra con y sin serifa, cómo
variar el espacio que queda entre diferentes combinaciones de letras y qué es lo que distingue una buena tipografía. Era un
estudio hermoso, histórico y de una sutileza artística que la ciencia no puede aprehender, y me pareció fascinante».
Ese era otro ejemplo más de cómo Jobs se situaba conscientemente en la intersección entre el arte y la tecnología. En
todos sus productos, la tecnología iba unida a un gran diseño, una imagen, unas sensaciones, una elegancia, unos toques
humanos e incluso algo de poesía. Fue uno de los primeros en promover interfaces gráficas de usuario sencil as de utilizar.
En ese sentido, el curso de caligrafía resultó ser icónico. «De no haber asistido a esa clase de la universidad, el sistema
28
operativo Mac nunca habría tenido múltiples tipos de letra o fuentes con espaciado proporcional. Y como Windows se limitó
a copiar el Mac, es probable que ningún ordenador personal los tuviera».
Mientras tanto, Jobs l evaba una mísera vida bohemia al margen de las actividades oficiales de Reed. Iba descalzo casi
todo el rato y l evaba sandalias cuando
nevaba. Elizabeth Holmes le preparaba comidas y trataba de adaptarse a sus dietas obsesivas. Él recogía botel as de
refrescos vacías a cambio de unas monedas, seguía con sus caminatas a las cenas gratuitas de los domingos en el templo
de los Hare Krishna y vestía una chaqueta polar en el apartamento sin calefacción situado sobre un garaje que alquilaba
por veinte dólares al mes. Cuando necesitaba dinero, trabajaba en el laboratorio del departamento de psicología,
ocupándose del mantenimiento de los equipos electrónicos que se utilizaban en los experimentos sobre comportamiento
animal. Algunas veces, Chrisann Brennan iba a visitarlo. Su relación avanzaba a trompicones y de forma errática. En
cualquier caso, su principal ocupación era la de atender las inquietudes de su espíritu y seguir con su búsqueda personal
de la iluminación.
«Llegué a la mayoría de edad en un momento mágico —reflexionó después—. Nuestra conciencia se elevó con el
pensamiento zen, y también con el LSD». Incluso en etapas posteriores de su vida, atribuía a las drogas psicodélicas el
haberle aportado una mayor iluminación. «Consumir LSD fue una experiencia muy profunda, una de la cosas más
importantes de mi vida. El LSD te muestra que existe otra cara de la moneda, y aunque no puedes recordarlo cuando se
pasan los efectos, sigues sabiéndolo. Aquel o reforzó mi convicción de lo que era realmente importante: grandes creaciones
en lugar de ganar dinero, devolver tantas cosas al curso de la historia y de la conciencia humana como me fuera posible».
29
4
Atari y la India
El zen y el arte del diseño de videojuegos
ATARI
En febrero de 1974, tras dieciocho meses dando vueltas por Reed, Jobs decidió regresar a la casa de sus padres en Los
Altos y buscar trabajo. Aquel a no fue una empresa difícil. En los momentos cumbre de la década de 1970, la sección de
anuncios por palabras del San Jose Mercury incluía hasta sesenta páginas de anuncios solicitando asistencia tecnológica.
Uno de el os le l amó la atención. Decía: «Diviértete, gana dinero». Ese día Jobs entró en el vestíbulo de la compañía de
videojuegos Atari y le dijo al director de personal —que quedó sorprendido ante su atuendo y sus cabel os desaliñados—
que no se marcharía de al í hasta que le dieran un trabajo. Atari era por aquel entonces el lugar de moda para trabajar. Su
fundador era un emprendedor alto y corpulento l amado Nolan Bushnel , un visionario carismático con un cierto aire de
showman. En otras palabras, otro modelo de conducta en potencia. Tras hacerse famoso, le gustaba conducir en un Rol s,
fumar marihuana y celebrar las reuniones de personal en un jacuzzi. Era capaz, como Friedland antes que él y Jobs
después, de convertir su encanto en una fuerza l ena de astucia, de engatusar e intimidar, alterando la realidad gracias al
poder de su personalidad. El ingeniero jefe de la empresa era Al Alcorn, un hombre fornido, jovial y algo más realista que
Bushnel . Alcorn, que se había visto obligado a asumir el papel de adulto responsable, trataba de poner en práctica la visión
del fundador y de aplacar su
entusiasmo.
En 1972, Bushnel puso a Alcorn a trabajar en la creación de una versión para máquinas recreativas de un videojuego l
amado Pong, en el que dos jugadores trataban de devolver un cuadradito de luz al campo del contrario con dos líneas
móviles que actuaban como paletas (si tienes menos de cuarenta años, pregúntale a tus padres). Con un capital de 500
dólares, creó una consola y la instaló en un bar del Camino Real de Sunnyvale. Unos días más tarde, Bushnel recibió una l
amada en la que se le informó de que la máquina no funcionaba. Envió a Alcorn, quien descubrió que el problema era que
estaba tan l ena de monedas que ya no podía aceptar ninguna más. Habían dado con el premio gordo.
Cuando Jobs l egó al vestíbulo de Atari, calzado con sandalias y pidiendo trabajo, enviaron a Alcorn a tratar con él. «Me
dijeron: “Tenemos a un chico hippy en la entrada. Dice que no se va a marchar hasta que lo contratemos. ¿Llamamos a la
policía o lo dejamos pasar?”. Y yo contesté: “¡Traédmelo!”».
Así es como Jobs pasó a ser uno de los primeros cincuenta empleados de Atari, trabajando como técnico por cinco dólares
a la hora. «Al mirar atrás, es cierto que
era inusual contratar a un chico que había dejado los estudios en Reed —comentó Alcorn—, pero vi algo en él. Era muy
inteligente y entusiasta, y le encantaba la tecnología». Alcorn lo puso a trabajar con un puritano ingeniero l amado Don
Lang. Al día siguiente, Lang se quejó: «Este tío es un maldito hippy que huele mal. ¿Por qué me hacéis esto? Además, es
completamente intratable». Jobs seguía aferrado a la creencia de que su dieta vegana con alto contenido en frutas no solo
evitaba la producción de mucosa, sino también de olores corporales, motivo por el que no utilizaba desodorante ni se
duchaba con regularidad. Era una teoría errónea.
Lang y otros compañeros querían que despidieran a Jobs, pero Bushnel encontró una solución. «Su olor y su
comportamiento no me suponían un problema —
afirmó—. Steve era un chico irritable pero me gustaba, así que le pedí que se cambiara al turno de noche. Fue una forma
de conservarlo». Jobs l egaba después de que Lang y los demás se hubieran marchado y trabajaba durante casi toda la
noche. Incluso a pesar del aislamiento, era conocido por su descaro. En las pocas ocasiones en las que l egaba a
interactuar con otras personas, tenía una cierta predisposición a hacerles ver que eran unos «idiotas de mierda». Al mirar
atrás, Jobs mantenía su postura: «La única razón por la que yo destacaba era que todos los demás eran muy malos».
A pesar de su arrogancia (o quizá gracias a el a), fue capaz de cautivar al jefe de Atari. «Era más filosófico que las otras
personas con las que trabajaba —comentó Bushnel —. Solíamos discutir sobre el libre albedrío y el determinismo. Yo
tendía a creer que las cosas estaban predeterminadas, que estábamos programados. Si tuviéramos una información
absoluta, podríamos predecir las acciones de los demás. Steve opinaba lo contrario». Ese punto de vista coincidía con la fe
de Jobs en el poder de la voluntad para alterar la realidad.
Jobs aprendió mucho en Atari. Ayudó a mejorar algunos de los juegos haciendo que los chips produjeran diseños divertidos
y una interacción agradable. La
inspiradora disposición de Bushnel por seguir sus propias normas se le pegó a Jobs. Además, Jobs apreciaba de forma
intuitiva la sencil ez de los juegos de Atari. No traían manual de instrucciones y tenían que ser lo suficientemente sencil os
30
como para que un universitario de primer año colocado pudiera averiguar cómo funcionaba. Las únicas instrucciones para
el juego Star Trek de Atari eran: «1. Inserta una moneda. 2. Evita a los klingon».
No todos los compañeros de Jobs lo rechazaban. Se hizo amigo de Ron Wayne, un dibujante de Atari que había creado
tiempo atrás su propia empresa de ingeniería para construir máquinas recreativas. La compañía no había tenido éxito, pero
Jobs quedó fascinado ante la idea de que era posible fundar una empresa propia. «Ron era un tío increíble —relató Jobs—.
Creaba empresas. Nunca había conocido a nadie así». Le propuso a Wayne que se convirtieran en socios empresariales.
Jobs dijo que podía pedir un préstamo de 50.000 dólares, y que podrían diseñar y vender una máquina recreativa. Sin
embargo, Wayne ya estaba harto del mundo de los negocios, y declinó la invitación. «Le dije que esa era la forma más
rápida de perder 50.000 dólares —recordó Wayne—, pero me admiró el hecho de que tuviera ese impulso avasal ador por
crear su propio negocio».
Un fin de semana, Jobs se encontraba de visita en el apartamento de Wayne, y, como de costumbre, ambos estaban
enzarzados en discusiones filosóficas cuando
Wayne le dijo que tenía que contarle algo. «Creo que ya sé lo que es —respondió Jobs—. Que te gustan los hombres».
Wayne asintió. «Aquel era mi primer encuentro con alguien del que yo supiera que era gay —recordaba Jobs—. Me planteó
el asunto de una forma que me pareció apropiada». Lo interrogó: «Cuando ves a una mujer guapa, ¿qué es lo que
sientes?». Wayne contestó: «Es como cuando miras a un cabal o hermoso. Puedes apreciar su bel eza, pero no quieres
acostarte con él. Aprecias su hermosura en su propia esencia». Wayne afirmó que el hecho de revelarle su sexualidad dice
mucho a favor de Jobs. «No lo sabía nadie en Atari, y podia contar con los dedos de las manos el número de personas a
las que se lo había dicho en toda mi vida —aseguró Wayne—. Pero me pareció procedente confiárselo a
él porque creía que lo entendería, y aquel o no tuvo ninguna consecuencia en nuestra relación».
LA INDIA
Una de las razones por las que Jobs deseaba ganar algo de dinero a principios de 1974 era que Robert Friedland —que
había viajado a la India el verano anterior— le presionaba para que realizara su propio viaje espiritual a aquel país.
Friedland había estudiado en la India con Neem Karoli Baba (Maharaj-ji), que había sido el gurú de gran parte del
movimiento hippy de los sesenta. Jobs decidió que debía hacer lo mismo y reclutó a Daniel Kottke para que lo acompañara,
aunque no le motivaba solamente la aventura. «Para mí aquel a era una búsqueda muy seria —afirmó—. Había asimilado
la idea de la iluminación, y trataba de averiguar quién era yo y cuál era mi lugar». Kottke añade que la búsqueda de Jobs
parecía motivada en parte por el hecho de no conocer a sus padres biológicos. «Tenía un agujero en su interior, y estaba
tratando de rel enarlo».
Cuando Jobs le dijo a la gente de Atari que dejaba el trabajo para irse a buscar a un gurú de la India, al jovial Alcorn le hizo
gracia. «Llega, me mira y suelta: “Me
voy a buscar a mi gurú”. Y yo le contesto: “No me digas, eso es genial. ¡Mándanos una postal!”. Luego me dice que quiere
que le ayude a pagarse el viaje y yo le contesto: “¡Y una mierda!”». Pero Alcorn tuvo una idea. Atari estaba preparando
paquetes para enviarlos a Munich, donde montaban las máquinas y se distribuían, ya acabadas, a través de un mayorista
de Turín. Sin embargo, había un problema. Como los juegos estaban diseñados para la frecuencia americana de sesenta
imágenes por segundo, en Europa, donde la frecuencia era de cincuenta imágenes por segundo, producían frustrantes
interferencias. Alcorn diseñó una solución y le ofreció a Jobs pagarle el viaje a Europa a ponerla en práctica. «Seguro que
es más barato l egar hasta la India desde al í», le dijo, y Jobs estuvo de acuerdo. Así pues, Alcorn lo puso en marcha con
una petición: «Saluda a tu gurú de mi parte».
Jobs pasó unos días en Munich, donde resolvió el problema de las interferencias, pero en el proceso dejó completamente
desconcertados a los directivos alemanes de traje oscuro. Estos l amaron a Alcorn para quejarse porque el chico se vestía
y olía como un mendigo y su comportamiento era muy grosero. «Yo les pregunté: “¿Ha resuelto el problema?”, y el os
contestaron: “Sí”. Entonces les dije: “¡Si tenéis más problemas l amadme, tengo más chicos como él!”. El os respondieron:
“No, no, la próxima vez lo arreglaremos nosotros mismos”». A Jobs, por su parte, le contrariaba que los alemanes siguieran
tratando de alimentarlo a base de carne y patatas. En una l amada a Alcorn, se quejó: «Ni siquiera tienen una palabra para
“vegetariano”».
Jobs lo pasó mejor cuando tomó el tren para ir a ver al distribuidor de Turín, donde la pasta italiana y la camaradería de su
anfitrión le resultaron más simpáticas.
«Pasé un par de semanas maravil osas en Turín, que es una ciudad industrial con mucha actividad —recordaba—. El
distribuidor era un tipo increíble. Todas las noches me l evaba a cenar a un local en el que solo había ocho mesas y no
31
tenían menú. Simplemente les decías lo que querías y el os lo preparaban. Una de las mesas estaba siempre reservada
para el presidente de la Fiat. Era un lugar estupendo». A continuación se dirigió a Lugano, en Suiza, donde se quedó con el
tío de Friedland, y desde al í se embarcó en un vuelo a la India.
Cuando bajó del avión en Nueva Delhi, sintió como oleadas de calor se elevaban desde el asfalto, a pesar de que solo
estaban en abril. Le habían dado el nombre de un hotel, pero estaba l eno, así que fue a uno que, según insistía el
conductor del taxi, estaba bien. «Estoy seguro de que se l evaba algún tipo de comisión, porque me l evó a un verdadero
antro». Jobs le preguntó al propietario si el agua estaba filtrada y fue tan ingenuo de creerse la respuesta. «Contraje
disentería casi de inmediato. Me puse enfermo, muy enfermo, con una fiebre altísima. Pasé de 72 kilos a 54 en
aproximadamente una semana».
En cuanto se recuperó lo suficiente como para caminar, decidió que tenía que salir de Delhi, así que se dirigió a la
población de Haridwar, en el oeste de la India, junto al nacimiento del Ganges, donde cada tres años se celebra un gran
festival religioso l amado Mela. De hecho, en 1974 tenía lugar la culminación de un ciclo de doce años en el que la
celebración (Kumbha Mela) adquiere proporciones inmensas. Más de diez mil ones de personas acudieron a aquel lugar,
de extensión parecida a la de Palo Alto y que normalmente contaba con menos de cien mil habitantes. «Había santones por
todas partes, tiendas con este y aquel maestro, gente montada en elefantes, de todo. Estuve en ese sitio algunos días, pero
al final decidí que también tenía que marcharme de al í».
Viajó en tren y en autobús hasta una aldea cercana a Nainital, al pie del Himalaya. Ahí es donde vivía Neem Karoli Baba. O
donde había vivido. Para cuando Jobs l egó al í ya no estaba vivo, al menos en la misma encarnación. Jobs alquiló una
habitación con un colchón en el suelo a una familia que lo ayudó a recuperarse mediante una alimentación vegetariana.
«Un viajero anterior se había dejado un ejemplar de la Autobiografía de un yogui en inglés, y la leí varias veces porque
tampoco había muchas más cosas que hacer, aparte de dar vueltas de aldea en aldea para recuperarme de la disentería».
Entre los que todavía formaban parte del centro de meditación, o ashram, se encontraba Larry Bril iant, un epidemiólogo
que trabajaba para erradicar la viruela y que posteriormente dirigió la acción filantrópica de Google y la Skol Foundation. Se
hizo amigo de Jobs para toda la vida.
Hubo un momento en el que a Jobs le hablaron de un joven santón hindú que iba a celebrar una reunión con sus
seguidores en la finca cercana al Himalaya de un adinerado empresario. «Aquel a era la oportunidad de conocer a un ser
espiritual y de convivir con sus seguidores, pero también de recibir un buen ágape. Podía oler la comida mientras nos
acercábamos, y yo estaba muy hambriento». Mientras Jobs comía, el santón —que no era mucho mayor que Jobs— lo vio
entre la multitud, lo señaló y comenzó a reírse como un histérico. «Se acercó corriendo, me agarró, soltó un silbido y dijo:
“eres igualito que un bebé” —recordaba Jobs—. A mí no me hicieron ninguna gracia aquel as atenciones». El hombre cogió
a Jobs de la mano, lo apartó de la multitud de adoradores y lo hizo subir a una colina no muy alta donde había un pozo y un
pequeño estanque. «Nos sentamos y él sacó una navaja. Yo comencé a pensar que aquel tipo estaba loco y me preocupé,
pero entonces sacó una pastil a de jabón (yo l evaba el pelo largo por aquel entonces). Me enjabonó el pelo y me afeitó la
cabeza. Me dijo que estaba salvando mi salud».
Daniel Kottke l egó a la India a principios del verano, y Jobs regresó a Nueva Delhi para encontrarse con él. Deambularon,
principalmente en autobús, sin un destino fijo. Para entonces, Jobs ya no intentaba encontrar un gurú que pudiera impartir
su sabiduría, sino que trataba de alcanzar la iluminación a través de una experiencia ascética basada en las privaciones y
la sencil ez. Y aun así no era capaz de conseguir la paz interior. Kottke recuerda cómo su amigo se enzarzó en una
discusión a grito pelado con una mujer hindú en el mercado de una aldea. Según Jobs, aquel a mujer había rebajado con
agua la leche que les vendía.
Aun así, Jobs también podía ser generoso. Cuando l egaron a la población de Manali, junto a la frontera tibetana, a Kottke
le robaron el saco de dormir con los
cheques de viaje dentro. «Steve se hizo cargo de mis gastos de manutención y del bil ete de autobús hasta Delhi», recordó
Kottke. Además, Jobs le entregó lo que le quedaba de su dinero, cien dólares, para que pudiera arreglárselas hasta
regresar a su hogar.
De regreso a casa ese otoño, tras siete meses en el país, Jobs se detuvo en Londres, donde visitó a una mujer que había
conocido en la India. Desde al í tomó un
vuelo chárter hasta Oakland. Había estado escribiendo a sus padres muy de vez en cuando y solo tenía acceso al correo
en la oficina de American Express de Nueva Delhi cuando pasaba por al í,así que se sorprendieron bastante cuando
recibieron una l amada suya desde el aeropuerto de Oakland pidiéndoles que fueran a recogerlo. Se pusieron en marcha de
inmediato desde Los Altos. «Me habían afeitado la cabeza, vestía prendas indias de algodón y el sol me había puesto la
piel de un intenso color cobrizo, parecido al chocolate —recordaba—. Así que yo estaba sentado al í y mis padres pasaron
por delante de mí unas cinco veces hasta que finalmente mi madre se acercó y preguntó: “¿Steve?”, y yo contesté:
“¡Hola!”».
32
Tras volver a su casa en Los Altos, pasó un tiempo tratando de encontrarse a sí mismo. Aquel a era una búsqueda con
muchos caminos hacia la iluminación. Por las mañanas y las noches meditaba y estudiaba la filosofía zen, y entre medias
asistía a veces como oyente a las clases de física e ingeniería de Stanford.
LA BÚSQUEDA
El interés de Jobs por la espiritualidad oriental, el hinduismo, el budismo zen y la búsqueda de la iluminación no era
simplemente la fase pasajera de un chico de diecinueve años. A lo largo de su vida, trató de seguir muchos de los
preceptos básicos de las religiones orientales, tales como el énfasis en experimentar el prajñā (la sabiduría y la
comprensión cognitiva que se alcanzan de forma intuitiva a través de la concentración mental). Años más tarde, sentado en
su jardín de Palo Alto, reflexionaba sobre la influencia duradera de su viaje a la India:
Para mí, volver a Estados Unidos fue un choque cultural mucho mayor que el de viajar a la India. En la India la gente del
campo no utiliza su inteligencia como nosotros, sino que emplean su intuición, y esa intuición está mucho más desarrollada
que en el resto del mundo. La intuición es algo muy poderoso, más que el intelecto en mi opinión, y ha tenido un gran
impacto en mi trabajo.
El pensamiento racional occidental no es una característica innata del ser humano; es un elemento aprendido y el gran
logro de nuestra civilización. En las aldeas indias nunca han aprendido esta técnica. Les enseñaron otras cosas, que en
algunos sentidos son igual de valiosas, pero no en otros. Ese es el poder de la intuición y de la sabiduría basada en la
experiencia.
Al regresar tras siete meses por los pueblos de la India, pude darme cuenta de la locura que invade al mundo occidental y
de cómo nos centramos en desarrollar un pensamiento racional. Si te limitas a sentarte a observar el mundo, verás lo
inquieta que está tu mente. Si tratas de calmarla, solo conseguirás empeorar las cosas, pero si le dejas tiempo se va
apaciguando, y cuando lo hace deja espacio para escuchar cosas más sutiles. Entonces tu intuición comienza a florecer y
empiezas a ver las cosas con mayor claridad y a vivir más en el presente. Tu mente deja de correr tan rápido y puedes ver
una tremenda dilatación del momento presente. Puedes ver mucho más de lo que podías ver antes. Es una disciplina; hace
falta practicarla.
El pensamiento zen ha sido una influencia muy profunda en mi vida desde entonces. Hubo un momento en el que me
planteé viajar a Japón para tratar de ingresar en el monasterio de Eihei-ji, pero mi consejero espiritual me rogó que me
quedara. Afirmaba que no había allí nada que no hubiera aquí, y tenía razón. Aprendí la verdad del zen que afirma que
quien está dispuesto a viajar por todo el mundo para encontrar un maestro, verá cómo aparece uno en la puerta de al lado.
De hecho, Jobs sí que encontró un maestro en su propio barrio de Los Altos. Shunryu Suzuki, el autor de Mente zen, mente
de principiante, que dirigía el Centro Zen de San Francisco, iba todos los miércoles por la tarde, impartía clases y meditaba
junto a un pequeño grupo de seguidores. Después de una temporada, Jobs y los otros querían más, así que Suzuki le pidió
a su ayudante, Kobun Chino Otogawa, que abriera al í un centro a tiempo completo. Jobs se convirtió en un fiel seguidor,
junto con Daniel Kottke, Elizabeth Holmes y su novia ocasional, Chrisann Brennan. También comenzó a acudir él solo a
realizar retiros espirituales en el Centro Zen Tassajara, un monasterio cerca de la población de Carmel, donde Kobun
también impartía sus enseñanzas.
A Kottke, Kobun le parecía divertido. «Su inglés era atroz —recordaba—. Hablaba como con haikus, con frases poéticas y
sugerentes. Nosotros nos sentábamos para escucharle, aunque la mitad de las veces no teníamos ni idea de lo que estaba
diciendo. Para mí todo aquel o era una especie de comedia desenfadada». Su novia, Elizabeth Holmes, estaba más metida
en aquel mundo: «Asistíamos a las meditaciones de Kobun, nos sentábamos en unos cojines redondos l amados zafu y él
se ponía sobre una tarima —describió—. Aprendimos a ignorar las distracciones. Era mágico. Durante una meditación en
una tarde l uviosa, Kobun nos enseñó incluso a utilizar el ruido del agua a nuestro alrededor para recuperar la
concentración en la meditación».
Por lo que respecta a Jobs, su devoción era intensa. «Se volvió muy serio y autosuficiente y, en líneas generales,
insoportable», afirmó Kottke. Jobs comenzó a reunirse con Kobun casi a diario, y cada pocos meses se marchaban juntos
de retiro para meditar. «Conocer a Kobun fue para mí una experiencia profunda, y acabé pasando con él tanto tiempo como
podía —recordaba Jobs—. Tenía una esposa que era enfermera en Stanford y dos hijos. El a trabajaba en el primer turno
de noche, así que yo iba a su casa y pasaba las tardes con él. Cuando aparecía hacia la medianoche, me echaba». En
ocasiones charlaban acerca de si Jobs debía dedicarse por completo a su búsqueda espiritual, pero Kobun le aconsejó que
no lo hiciera. Dijo que podía mantenerse en contacto con su lado espiritual mientras trabajaba en una empresa. Aquel a
33
relación resultó profunda y duradera. Diecisiete años más tarde, fue Kobun quien ofició la boda de Jobs.
La búsqueda compulsiva de la conciencia de su propio ser también l evó a Jobs a someterse a la terapia del grito primal,
desarrol ada recientemente y popularizada
por un psicoterapeuta de Los Ángeles l amado Arthur Janov. Se basaba en la teoría freudiana de que los problemas
psicológicos están causados por los dolores reprimidos durante la infancia, y Janov defendía que podían resolverse al
volver a sufrir esos momentos primarios al tiempo que se expresaba el dolor, en ocasiones mediante gritos. Jobs prefería
aquel o a la habitual terapia de diván, porque tenía que ver con las sensaciones intuitivas y las acciones emocionales, y no
con los análisis racionales. «Aquel o no era algo sobre lo que hubiera que pensar —comentaba después—. Era algo que
había que hacer: cerrar los ojos, tomar aire, lanzarse de cabeza y salir por el otro extremo con una mayor comprensión de
la realidad».
Un grupo de partidarios de Janov organizaba un programa de terapia l amado Oregon Feeling Center en un viejo hotel de
Eugene dirigido (quizá de forma nada sorprendente) por el gurú de Jobs en el Reed Col ege, Robert Friedland, cuya
comuna de la Al One Farm se encontraba a poca distancia. A finales de 1974, Jobs se apuntó a un curso de terapia de
doce semanas que costaba 1.000 dólares. «Steve y yo estábamos muy metidos en aquel o del crecimiento personal, me
hubiera gustado acompañarlo —señaló Kottke—, pero no podía permitírmelo».
Jobs les confesó a sus amigos más cercanos que se sentía impulsado por el dolor de haber sido dado en adopción y no
conocer a sus padres biológicos. «Steve
tenía un profundo deseo de conocer a sus padres biológicos para poder conocerse mejor a sí mismo», declaró
posteriormente Friedland. Jobs sabía, gracias a Paul y a Clara Jobs, que sus padres biológicos tenían estudios
universitarios y que su padre podía ser sirio. Incluso había pensado en la posibilidad de contratar a un investigador privado,
pero decidió dejarlo correr por el momento. «No quería herir a mis padres», recordó, en referencia al matrimonio Jobs.
«Estaba enfrentándose al hecho de que había sido adoptado —apuntó Elizabeth Holmes—. Sentía que era un asunto que
debía asimilar emocionalmente». Jobs así se lo reconoció a el a: «Este asunto me preocupa, y tengo que concentrarme en
el o». Se mostró todavía más abierto con Greg Calhoun. «Estaba pasando por un intenso proceso de introspección acerca
de su adopción, y hablaba mucho conmigo al respecto —afirmó Calhoun—. Mediante la terapia del grito primal y las dietas
amucosas, trataba de purificarse y ahondar en la frustración sobre su nacimiento. Me dijo que estaba profundamente
contrariado por el hecho de haber sido dado en adopción».
John Lennon se había sometido a la misma terapia del grito primal en 1970, y en diciembre de ese mismo año sacó a la
venta el tema «Mother», con la Plastic Ono Band. En él hablaba de sus sentimientos acerca de su padre, que lo había
abandonado, y su madre, que fue asesinada cuando él era un adolescente. El estribil o incluye el inquietante fragmento
«Mama don’t go, Daddy come home...».* Holmes recuerda que Jobs solía escuchar a menudo esa canción.
Jobs dijo posteriormente que las enseñanzas de Janov no habían sido de gran utilidad. «Aquel hombre ofrecía una
respuesta prefabricada y acartonada que acabó por ser demasiado simplista. Resultó obvio que no iba a facilitarme una
mayor comprensión». Sin embargo, Holmes defiende que aquel o le hizo ganar confianza en sí mismo: «Después de
someterse a la terapia, su actitud cambió —afirmó—. Tenía una personalidad muy brusca, pero durante un tiempo aquel o
le dio una cierta paz. Ganó confianza en sí mismo y se redujo su sentimiento de inadaptación».
Jobs l egó a creer que podía transmitir esa sensación de confianza a los demás y forzarlos a hacer cosas que el os no
habrían creído posibles. Holmes había roto con Kottke y se había unido a una secta religiosa de San Francisco que le
exigía romper cualquier lazo con los amigos del pasado. Sin embargo, Jobs rechazó esa propuesta. Llegó un día a la sede
de la secta con su Ford Ranchero y dijo que iba a conducir hasta los manzanos de Friedland, y que Holmes debía
acompañarlo. Con mayor descaro todavía, añadió que el a tendría que conducir durante parte del trayecto, aunque la joven
ni siquiera sabía utilizar la palanca del cambio de marchas. «En cuanto salimos a la carretera, me hizo ponerme al volante y
aceleró el coche hasta los noventa kilómetros por hora —relató el a—. Entonces puso una cinta con «Blood on the Tracks»,
de Dylan, recostó la cabeza sobre mi regazo y se echó a dormir. Su actitud era la de que si él podía hacer cualquier cosa,
tú también podías. Dejó su vida en mis manos, y aquello me llevó a hacer cosas que no pensaba que podía hacer».
Aquel era el lado más brillante de lo que ha pasado a conocerse como su campo de distorsión de la realidad. «Si confías en
él, puedes conseguir cosas —
afirmó Holmes—. Si ha decidido que algo debe ocurrir, conseguirá que ocurra».
FUGA
Un día, a principios de 1975, Al Alcorn se encontraba en su despacho de Atari cuando Ron Wayne entró de improviso:
34
«¡Eh, Steve ha vuelto!», gritó. «Vaya, tráemelo», replicó Alcorn.
Jobs entró descalzo en la habitación, con una túnica de color azafrán y un ejemplar de Be Here Now, que le entregó a
Alcorn e insistió que leyera.
«¿Puedo recuperar mi trabajo?», preguntó.
«Parecía un Hare Krishna, pero era genial volverlo a ver —recordaba Alcorn—, así que le dije que por supuesto».
Una vez más, en aras de la armonía en Atari, Jobs trabajaba principalmente de noche. Wozniak, que vivía en un
apartamento cercano y trabajaba en Hewlett-Packard, venía a verlo después de cenar para pasar un rato y jugar con los
videojuegos. Se había enganchado al Pong en una bolera de Sunnyvale, y había sido capaz de montar una versión que
podía conectar al televisor de su casa.
Un día, a finales del verano de 1975, Nolan Bushnell, desafiando la teoría reinante de que los juegos de paletas habían
pasado de moda, decidió desarrollar una versión del Pong para un único jugador. En lugar de enfrentarse con un oponente,
el jugador arrojaba la pelota contra una pared que perdía un ladrillo cada vez que recibía un golpe. Convocó a Jobs a su
despacho, realizó un boceto en su pequeña pizarra y le pidió que lo diseñara. Bushnell le dijo que recibiría una bonificación
por cada chip que faltara para llegar a los cincuenta. Bushnell sabía que Jobs no era un gran ingeniero, pero asumió
(acertadamente) que convencería a Wozniak, que rondaba siempre por ahí. «Para mí era una especie de oferta de dos por
uno —recordaba Bushnell—. Woz era mejor ingeniero».
Wozniak aceptó encantado cuando Jobs le pidió que lo ayudara y le propuso repartir las ganancias: «Aquella fue la oferta
más maravillosa de mi vida, la
de diseñar un juego que la gente iba a utilizar después», relató. Jobs le dijo que había que acabarlo en cuatro días y con la
menor cantidad de chips posible. Lo que no le contó a Wozniak era que la fecha límite la había decidido el propio Jobs,
porque necesitaba irse a la All One Farm para ayudar a preparar la cosecha de las manzanas. Tampoco le mencionó que
había una bonificación por utilizar pocos chips.
«Un juego como este le llevaría algunos meses a la mayoría de los ingenieros —apuntó Wozniak—. Pensé que me sería
imposible lograrlo, pero Steve me aseguró que podría». Así pues, se quedó sin dormir durante cuatro noches seguidas y lo
consiguió. Durante el día, en Hewlett-Packard, Wozniak bosquejaba el diseño sobre el papel. Luego, después de tomar algo
de comida rápida, se dirigía directo a Atari y se quedaba allí toda la noche. Mientras Wozniak iba produciendo partes del
diseño, Jobs se sentaba en un banco a su izquierda y lo ponía en práctica uniendo los chips con cable a una placa de
pruebas.
«Mientras Steve iba montando el circuito, yo pasaba el rato con mi pasatiempo favorito, el videojuego de carreras Gran Trak
10», comentaría Wozniak.
Sorprendentemente, lograron acabar el trabajo en cuatro días, y Wozniak utilizó solo 45 chips. Las versiones no coinciden,
pero la mayoría afirman que Jobs le entregó a Wozniak la mitad del salario base y no la bonificación que Bushnell le dio por
ahorrarse cinco chips. Pasaron diez años antes de que Wozniak descubriera (cuando le mostraron lo ocurrido en un libro
sobre la historia de Atari titulado Zap) que Jobs había recibido aquel dinero extra. «Creo que Steve necesitaba el dinero y
no me contó la verdad», dice ahora Wozniak. Cuando habla de ello, se producen largas pausas, y admite que todavía le
duele. «Ojalá hubiera sido sincero conmigo. De haberme hecho saber que necesitaba el dinero, podía tener la seguridad de
que yo se lo habría dado. Era mi amigo, y a los amigos se les ayuda». Para Wozniak, aquello mostraba una diferencia
fundamental entre sus personalidades. «A mí siempre me importó la ética, y todavía no comprendo por qué él cobraba una
cantidad y me contaba que le habían pagado otra diferente —apuntó—. Pero bueno, ya se sabe, todas las personas son
diferentes».
Cuando se publicó esta historia, diez años más tarde, Jobs llamó a Wozniak para desmentirlo. «Me dijo que no recordaba
haberlo hecho, y que si hubiera
hecho algo así se acordaría, así que probablemente no lo había hecho», relató Wozniak. Cuando se lo pregunté
directamente a Jobs, se mostró extrañamente silencioso y dubitativo. «No sé de dónde sale esa acusación —dijo—. Yo le di
la mitad del dinero que recibí. Así es como me he portado siempre con Woz. Vaya, Woz dejó de trabajar en 1978. Nunca
más volvió a mover un dedo desde entonces. Y aun así recibió exactamente la misma cantidad de acciones de Apple que
yo».
¿Es posible que sus recuerdos estén hechos un lío y que Jobs pagara a Wozniak menos dinero de lo debido? «Cabe la
posibilidad de que la memoria me
falle y me equivoque —me confesó Wozniak, aunque tras una pausa lo reconsideró—. Pero no, recuerdo los detalles de
este asunto en concreto, el cheque de
350 dólares». Lo comprobó con Nolan Bushnell y Al Alcorn para cerciorarse. «Recuerdo que hablé con Woz acerca de la
bonificación, y que él se enfadó — afirmó Bushnell—. Le dije que sí que había habido una bonificación por cada chip no
utilizado, y él se limitó a negar con la cabeza y a chasquear la lengua». Fuera cual fuese la verdad, Wozniak insiste en que
35
no merece la pena volver sobre ello. Según él, Jobs es una persona compleja, y la manipulación es simplemente una de las
facetas más oscuras de los rasgos que le han llevado al éxito. Wozniak nunca se habría comportado así, pero, como él
mismo señala, tampoco podría haber creado Apple. «Me gustaría dejarlo estar —afirmó cuando yo le presioné sobre este
asunto—. No es algo por lo que quiera juzgar a
Steve».
La experiencia en Atari sirvió a Jobs para sentar las bases respecto a los negocios y el diseño. Apreciaba la sencillez y la
facilidad de uso de los juegos de Atari en los que lo único que había que hacer era meter una moneda y evitar a los klingon.
«Aquella sencillez lo marcó y lo convirtió en una persona muy centrada en los productos», afirmó Ron Wayne, que trabajó
allí con él. Jobs también adoptó algo de la actitud decidida de Bushnell. «Nolan no aceptaba un “no” por respuesta —señaló
Alcorn—, y esa fue la primera impresión que recibió Steve acerca de cómo se hacían las cosas. Nolan nunca fue
apabullante, como lo es a veces Steve, pero tenía la misma actitud decidida. A mí me daba escalofríos, pero, ¡caray!,
conseguía que los proyectos salieran adelante. En ese sentido, Nolan fue un mentor para Jobs».
Bushnell coincide en esto. «Hay algo indefinible en todo emprendedor, y yo vi ese algo en Steve —apuntó—. No solo le
interesaba la ingeniería, sino también los aspectos comerciales. Le enseñé que si actuaba como si algo fuera posible,
acabaría siéndolo. Le dije que, si fingía tener el control absoluto de una situación, la gente creería que lo tenía».
36
5
El Apple I
Enciende, arranca, desconecta...
MÁQUINAS DE AMANTE BELLEZA
Varias corrientes culturales confluyeron en San Francisco y Silicon Val ey durante el final de la década de 1960. Estaba la
revolución tecnológica iniciada con el crecimiento de las compañías contratistas del ejército, que pronto incluyó empresas
de electrónica, fabricantes de microchips, diseñadores de videojuegos y compañías de ordenadores. Había una subcultura
hacker —l ena de radioaficionados, piratas telefónicos, ciberpunks, gente aficionada a la tecnología y gente obsesionada
con el a
— que incluía a ingenieros ajenos al patrón de Hewlett-Packard y sus hijos, y que tampoco encajaban en el ambiente de las
urbanizaciones. Había grupos
cuasiacadémicos que estudiaban los efectos del LSD, y entre cuyos participantes se encontraban Doug Engelbart, del
centro de investigación de Palo Alto (el Augmentation Research Center), que después ayudó a desarrol ar el ratón
informático y las interfaces gráficas, y Ken Kesey, que disfrutaba de la droga con espectáculos de luz y sonido en los que
se escuchaba a un grupo local más tarde conocido como los Grateful Dead. Había un movimiento hippy, nacido de la
generación beat del área de la bahía de San Francisco, y también rebeldes activistas políticos, surgidos del movimiento
Libertad de Expresión de Berkeley. Mezclados con todos el os existieron varios movimientos de realización personal que
buscaban el camino de la iluminación, grupos de pensamiento zen e hindú, de meditación y de yoga, de gritos primales y de
privación del sueño, seguidores del Instituto Esalen y de Werner Erhard.
Steve Jobs representaba esta fusión entre el flower power y el poder de los procesadores, entre la iluminación y la
tecnología. Meditaba por las mañanas, asistía como oyente a clases de física en Stanford, trabajaba por las noches en Atari
y soñaba con crear su propia empresa. «Al í estaba ocurriendo algo —dijo una vez, tras reflexionar sobre aquel a época y
aquel lugar—. De al í venían la mejor música —los Grateful Dead, Jefferson Airplane, Joan Baez, Janis Joplin— y también
los circuitos integrados y cosas como el Whole Earth Catalog [“Catálogo de toda la Tierra”] de Stewart Brand».
En un primer momento, los tecnólogos y los hippies no conectaron muy bien. Muchos miembros de la contracultura hippy
veían a los ordenadores como una herramienta amenazadora y orwel iana, privativa del Pentágono y de las estructuras de
poder. En El mito de la máquina, el historiador Lewis Mumford alertaba de que los ordenadores estaban arrebatándonos la
libertad y destruyendo «valores enriquecedores». Una advertencia impresa en las fichas perforadas de aquel a época
—«No doblar, perforar o mutilar»— se convirtió en un lema de la izquierda pacifista no exento de ironía.
Sin embargo, a principios de la década de 1970 estaba comenzando a gestarse un cambio en las mentalidades. «La
informática pasó de verse relegada como herramienta de control burocrático a adoptarse como símbolo de la expresión
individual y la liberación», escribió John Markoff en su estudio sobre la convergencia de la contracultura y la industria
informática titulado What the Dormouse Said («Lo que dijo el lirón»). Aquel era un espíritu al que Richard Brautigan dotó de
lirismo en su poema de 1967 «Todos protegidos por máquinas de amante bel eza». La fusión entre el mundo cibernético y
la psicodelia quedó certificada cuando Timothy Leary afirmó que los ordenadores personales se habían convertido en el
nuevo LSD y revisó su famoso mantra para proclamar: «Enciende, arranca, desconecta». El músico Bono, que después
entabló amistad con Jobs, a menudo hablaba con él acerca de por qué aquel os que se encontraban inmersos en la
contracultura de rebeldía, drogas y rock del área de la bahía de San Francisco habían acabado por crear la industria de los
ordenadores personales. «Los inventores del siglo XXI eran un grupo de hippies con sandalias que fumaban hierba y
venían de la Costa Oeste, como Steve. El os veían las cosas de forma diferente —afirmó—. Los sistemas jerárquicos de la
Costa Este, de Inglaterra, Alemania o Japón no favorecen este tipo de pensamiento. Los años sesenta crearon una
mentalidad anárquica que resulta fantástica para imaginar un mundo que todavía no existe».
Una de las personas que animaron a los miembros de la contracultura a unirse en una causa común con los hackers fue
Stewart Brand. Este ingenioso visionario creador de diversión y nuevas ideas durante décadas, así como participante en
Palo Alto de uno de los estudios sobre el LSD de principios de los años sesenta, se unió a su compañero Ken Kesey para
organizar el Trips Festival, un evento musical que exaltaba las drogas psicodélicas. Brand, que aparece en la primera
escena de Gaseosa de ácido eléctrico, de Tom Wolfe, colaboró con Doug Engelbart para crear una impactante
presentación a base de luz y sonido l amada «La madre de todas las demostraciones», sobre nuevas tecnologías. «La
mayor parte de nuestra generación despreciaba los ordenadores por considerarlos la representación del control
centralizado —señalaría Brand después—. Sin embargo, un pequeño grupo (al que después denominaron hackers) aceptó
los ordenadores y se dispuso a transformarlos en herramientas de liberación. Aquel resultó ser el auténtico camino hacia el
37
futuro».
Brand regentaba una tienda llamada La Tienda-Camión de Toda la Tierra, originariamente un camión errante que vendía
herramientas interesantes y materiales educativos. Luego, en 1968, decidió ampliar sus miras con el Catálogo de toda la
Tierra. En su primera portada figuraba la célebre fotografía del planeta Tierra tomada desde el espacio, con el subtítulo
Accede a las herramientas. La filosofía subyacente era que la tecnología podía ser nuestra amiga. Como Brand escribió en
la primera página de su primera edición: «Se está desarrollando un mundo de poder íntimo y personal, el poder del
individuo para llevar a cabo su propia educación, para encontrar su propia inspiración, para forjar su propio entorno y para
compartir su aventura con todo aquel que esté interesado. El Catálogo de toda la Tierra busca y promueve las herramientas
que contribuyen a este proceso». Buckminster Fuller siguió por este camino con un poema que comenzaba así: «Veo a
Dios en los instrumentos y mecanismos que no fallan...».
Jobs se aficionó al Catálogo. Le impresionó especialmente su última entrega, publicada en 1971, cuando él todavía estaba
en el instituto, y la llevó consigo a la universidad y a su estancia en el huerto de manzanos. «En la contraportada de su
último número aparecía una fotografía de una carretera rural a primera hora de la mañana, una de esas que podrías
encontrarte haciendo autoestop si eras algo aventurero. Bajo la imagen había unas palabras: “Permanece hambriento.
Sigue siendo un insensato”». Brand ve a Jobs como una de las representaciones más puras de la mezcla cultural que el
Catálogo trataba de promover. «Steve se encuentra exactamente en el cruce entre la contracultura y la tecnología —
afirmó—. Aprendió lo que significaba poner las
herramientas al servicio de los seres humanos».
E l Catálogo de Brand se publicó con la ayuda del Instituto Portola, una fundación dedicada al campo, por entonces
incipiente, de la educación informática. La fundación también ayudó a crear la People’s Computer Company , que no era en
realidad una compañía, sino un periódico y una organización con el lema «El poder de los ordenadores para el pueblo». A
veces se organizaban cenas los miércoles en las que cada invitado llevaba un plato, y dos de los asistentes habituales —
Gordon French y Fred Moore— decidieron crear un club más formal en el que pudieran compartir las últimas novedades
sobre productos electrónicos de consumo.
Su plan cobró impulso con la llegada del número de enero de 1975 de la revista Popular Mechanics, que mostraba en
cubierta el primer kit para un ordenador personal, el Altair. El Altair no era gran cosa —sencillamente, un montón de
componentes al precio de 495 dólares que había que soldar en una placa base y que no hacía demasiadas cosas—, pero
para los aficionados a la electrónica y los hackers anunciaba la llegada de una nueva era. Bill Gates y Paul Allen leyeron la
revista y comenzaron a trabajar en una versión de BASIC para el Altair. Aquello también llamó la atención de Jobs y de
Wozniak, y cuando llegó un ejemplar para la prensa a la People’s Computer Company , se convirtió en el elemento central
de la primera reunión del club que French y Moore habían decidido crear.
EL HOMEBREW COMPUTER CLUB
El grupo pasó a ser conocido como el Homebrew Computer Club («Club del Ordenador Casero»), y representaba la fusión
que el Catálogo defendía entre la contracultura y la tecnología. Aquello fue para la época de los ordenadores personales
algo parecido a lo que el café Turk’s Head representó para la época del doctor Johnson en Inglaterra, un lugar de
intercambio y difusión de ideas. Moore redactó el panfleto de la primera reunión, celebrada el 5 de marzo de
1975 en el garaje de French, situado en Menlo Park. «¿Estás construyendo tu propio ordenador? ¿Un terminal, un televisor,
una máquina de escribir? —
preguntaba—. Si es así, quizá te interese asistir a una reunión de un grupo de gente que comparte tus aficiones».
Allen Baum vio el panfleto en el tablón de anuncios de Hewlett-Packard y llamó a Wozniak, que accedió a acompañarlo.
«Aquella noche resultó ser una de las más importantes de mi vida», recordaba Wozniak. Cerca de treinta personas se
fueron asomando por la puerta abierta del garaje de French, para más tarde ir describiendo sus intereses por turnos.
Wozniak, quien posteriormente reconoció haber estado extremadamente nervioso, afirmó que le gustaban
«los videojuegos, las películas de pago en los hoteles, el diseño de calculadoras científicas y el diseño de aparatos de
televisión», según las actas redactadas
por Moore. Se realizó una presentación del nuevo Altair, pero para Wozniak lo más importante fue ver la hoja de
especificaciones de un microprocesador. Mientras cavilaba acerca del microprocesador —un chip que contaba con toda
una unidad de procesamiento central montada en él—, tuvo una
revelación. Había estado diseñando un terminal, con una pantalla y un teclado, que podría conectarse a un miniordenador a
distancia. Mediante el microprocesador, podría instalar parte de la capacidad del miniordenador dentro del propio terminal,
38
convirtiendo a este en un pequeño ordenador independiente que pudiera colocarse en un escritorio. Aquella era una idea
sólida: un teclado, una pantalla y un ordenador, todos ellos en un mismo paquete individual. «La visión completa de un
ordenador personal apareció de pronto en mi cabeza —aseguró—. Esa noche comencé a realizar bocetos en papel de lo
que posteriormente se conoció como el Apple I».
Al principio planeó utilizar el mismo microprocesador que había en el Altair, un Intel 8080, pero cada uno de ellos «valía casi
más que todo mi alquiler de un mes», así que buscó una alternativa. La encontró en el Motorola 6800, que uno de sus
amigos de Hewlett-Packard podía conseguirle por 40 dólares la unidad. Entonces descubrió un chip fabricado por la
empresa MOS Technologies, electrónicamente idéntico pero que solo costaba 20 dólares. Aquello haría que la máquina
fuera asequible, pero implicaría un coste a largo plazo. Los chips de Intel acabaron por convertirse en el estándar de la
industria, lo cual atormentaría a Apple cuando sus ordenadores pasaron a ser incompatibles con ellos.
Cada día, después del trabajo, Wozniak se iba a casa para disfrutar de una cena precocinada que calentaba en el horno, y
después regresaba a Hewlett- Packard para su segundo trabajo con el ordenador. Extendía las piezas por su cubículo,
decidía dónde debían ir colocadas y las soldaba a la placa base. A continuación comenzó a escribir el software que debía
conseguir que el microprocesador mostrara imágenes en la pantalla. Como no podía permitirse utilizar un ordenador para
codificarlo, escribió todo el código a mano. Tras un par de meses, estaba listo para ponerlo a prueba. «¡Pulsé unas pocas
teclas del teclado y quedé impresionado! Las letras iban apareciendo en la pantalla». Era el domingo 29 de junio de 1975,
un hito en la historia de los ordenadores personales. «Aquella era la primera vez en la historia —declaró Wozniak
posteriormente— en que alguien pulsaba una letra de un teclado y la veía aparecer justo enfrente, en su pantalla».
Jobs estaba impresionado. Acribilló a Wozniak a preguntas. ¿Podían los ordenadores colocarse en red? ¿Era posible
añadir un disco para que
almacenara memoria? También comenzó a ayudar a Woz a conseguir piezas. De especial importancia eran los chips
DRAM (chips de memoria dinámica de acceso aleatorio). Jobs realizó unas pocas llamadas y consiguió hacerse con
algunos Intel gratis. «Steve es ese tipo de persona —afirmó Wozniak—. Quiero decir que sabía cómo hablar con un
representante de ventas. Yo nunca podría haber conseguido algo así. Soy demasiado tímido».
Jobs, que comenzó a acompañar a Wozniak a las reuniones del Homebrew Club, llevaba el monitor de televisión y ayudaba
a montar el equipo. Las reuniones ya atraían a más de cien entusiastas y se habían trasladado al auditorio del Centro de
Aceleración Lineal de Stanford, el lugar donde habían encontrado los manuales del sistema telefónico que les habían
permitido construir sus cajas azules. Presidiendo la reunión con un estilo algo deslavazado y sirviéndose de un puntero se
encontraba Lee Felsenstein, otro exponente de la fusión entre los mundos de la informática y la contracultura. Era un
alumno de ingeniería que había abandonado los estudios, miembro del movimiento Libertad de Expresión y activista
antibélico. Había escrito artículos para el periódico alternativo Berkeley Barb para después regresar a su trabajo como
ingeniero informático.
Felsenstein daba inicio a todas las reuniones con una sesión de «reconocimiento» en forma de comentarios breves,
seguidos por una presentación más
completa llevada a cabo por algún aficionado elegido, y acababa con una sesión de «acceso aleatorio» en la que todo el
mundo deambulaba por la sala, abordando a otras personas y haciendo contactos. Woz, por lo general, era demasiado
tímido para intervenir en las reuniones, pero la gente se reunía en torno a su máquina al finalizar estas, y él mostraba sus
progresos con orgullo. Moore había tratado de inculcar al club la idea de que aquel era un lugar para compartir e
intercambiar, no para comerciar. «El espíritu del club —señaló Woz— era el de ofrecerse para ayudar a los demás».
Aquella era una expresión de la ética hacker según la cual la información debía ser gratuita, y la autoridad no merecía
confianza alguna. «Yo diseñé el Apple I porque quería regalárselo a otras personas», afirmó Wozniak.
Aquella no era una visión compartida por Bill Gates. Después de que él y Paul Allen hubieran completado su intérprete de
BASIC para el Altair, Gates quedó horrorizado al ver cómo los miembros de aquel club realizaban copias y lo compartían
sin pagarle nada a él. Así pues, escribió una carta al club que se hizo muy popular: «Como la mayoría de los aficionados a
la electrónica ya sabrán, casi todos vosotros robáis el software. ¿Es esto justo? [...] Una de las cosas que estáis
consiguiendo es evitar que se escriba buen software. ¿Quién puede permitirse realizar un trabajo profesional a cambio de
nada? [...] Agradeceré que me escriban todos aquellos que estén dispuestos a pagar».
Steve Jobs tampoco compartía la idea de que las creaciones de Wozniak —ya fuera una caja azul o un ordenador—
debieran ser gratuitas. Le convenció para que dejara de regalar copias de sus esquemas. Jobs sostenía que, en cualquier
caso, la mayoría de la gente no tenía tiempo para construir los diseños por su cuenta. «¿Por qué no construimos placas
base ya montadas y se las vendemos?». Un ejemplo más de su simbiosis. «Cada vez que diseñaba algo grande, Steve
encontraba la forma de que ganáramos dinero con ello», afirmó Wozniak. Él mismo admite que nunca habría pensado por
su cuenta en algo así. «Nunca se me pasó por la cabeza vender ordenadores —recordó—. Era Steve el que proponía que
39
los mostrásemos y que vendiéramos unos cuantos».
Jobs trazó un plan consistente en encargarle a un tipo de Atari al que conocía la impresión de cincuenta placas base.
Aquello costaría unos 1.000 dólares, más los honorarios del diseñador. Podían venderlos por 40 dólares la unidad y sacar
unos beneficios de aproximadamente 700 dólares. Wozniak dudaba que pudieran vender aquello. «No veía cómo íbamos a
recuperar nuestra inversión», comentó. Por ese entonces tenía problemas con su casero porque le habían devuelto unos
cheques, y ahora tenía que pagar el alquiler en efectivo.
Jobs sabía cómo convencer a Wozniak. No utilizó el argumento de que aquello implicaba una ganacia segura, sino que
apeló a una divertida aventura.
«Incluso si perdemos el dinero, tendremos una empresa propia —expuso Jobs mientras conducían en su furgoneta
Volkswagen—. Por una vez en nuestra vida, tendremos una empresa». Aquello le resultaba muy atractivo a Wozniak,
incluso más que la perspectiva de enriquecerse. Como él mismo relata: «Me emocionaba pensar en nosotros en esos
términos, en el hecho de ser el mejor amigo del otro y crear una empresa. ¡Vaya! Me convenció al instante. ¿Cómo iba a
negarme?».
Para recaudar el dinero que necesitaban, Wozniak puso a la venta su calculadora HP 65 por 500 dólares, aunque el
comprador acabó regateando hasta
la mitad de aquel precio. Jobs, por su parte, vendió la furgoneta Volkswagen por 1.500 dólares. Su padre le había advertido
de que no la comprara, y Jobs tuvo que admitir que tenía razón. Resultó ser un vehículo decepcionante. De hecho, la
persona que lo adquirió fue a buscarlo dos semanas más tarde, asegurando que el motor se había averiado. Jobs accedió a
pagar la mitad del coste de la reparación. A pesar de estos pequeños contratiempos, y tras añadir sus propios y magros
ahorros, ahora contaba con cerca de 1.300 dólares de capital contante y sonante, el diseño de un producto y un plan. Iban
a crear su propia compañía de ordenadores.
EL NACIMIENTO DE APPLE
Ahora que habían decidido crear una empresa, necesitaban un nombre. Jobs había vuelto a la All One Farm, donde podó
los manzanos de la variedad Gravenstein, y Wozniak fue a recogerlo al aeropuerto. Durante el camino de regreso a Los
Altos, estuvieron barajando varias opciones. Consideraron algunas palabras típicas del mundo tecnológico, como «Matrix»,
algunos neologismos, como «Executek», y algunos nombres que eran directamente aburridísimos, como «Personal
Computers Inc.». La fecha límite para la decisión era el día siguiente, momento en el que Jobs quería comenzar a tramitar
el papeleo. Al final, Jobs propuso «Apple Computer». «Yo estaba siguiendo una de mis dietas de fruta —explicaría— y
acababa de volver del huerto de manzanos. Sonaba divertido, enérgico y nada intimidante.“Apple” limaba las asperezas
de la palabra “Computer”. Además, con aquel nombre adelantaríamos a Atari en el listín telefónico». Le dijo a Wozniak que
si no se les ocurría un nombre mejor antes del día siguiente por la tarde, se quedarían con «Apple». Y eso hicieron.
«Apple». Era una buena elección. La palabra evocaba al instante simpatía y sencillez. Conseguía ser a la vez poco
convencional y tan normal como un trozo de tarta. Tenía una pizca de aire contracultural, de desenfado y de regreso a la
naturaleza, y aun así no había nada que pudiera ser más americano que una manzana. Y las dos palabras juntas —«Apple
Computer»— ofrecían una graciosa disyuntiva. «No tiene mucho sentido —afirmó Mike Markkula, que poco después se
convirtió en el primer presidente de la nueva compañía—, así que obliga a tu cerebro a hacerse a la idea. ¡Las manzanas y
los ordenadores no son algo que pueda combinarse! Así que aquello nos ayudó a forjar una imagen de marca».
Wozniak todavía no estaba listo para comprometerse a tiempo completo. En el fondo era un hombre entregado a la HewlettPackard, o eso creía, y quería conservar su puesto de trabajo allí. Jobs se dio cuenta de que necesitaba un aliado que le
ayudara a ganarse a Wozniak y que tuviera un voto de calidad en caso de empate o desacuerdo, así que llamó a su amigo
Ron Wayne, el ingeniero de mediana edad de Atari que tiempo atrás había fundado una empresa de máquinas recreativas.
Wayne sabía que no sería fácil convencer a Wozniak para que abandonara Hewlett-Packard, pero aquello tampoco era
necesario a corto plazo. La clave estaba en convencerlo de que sus diseños de ordenadores serían propiedad de la
sociedad Apple. «Woz tenía una actitud paternalista hacia los circuitos que desarrollaba, y quería ser capaz de utilizarlos
para otras aplicaciones o de dejar que Hewlett-Packard los empleara —apuntó Wayne—. Jobs y yo nos dimos
cuenta de que esos circuitos serían el núcleo de Apple. Pasamos dos horas celebrando una mesa redonda en mi casa, y fui
capaz de convencer a Woz para que lo aceptara». Su argumento era el de que un gran ingeniero solo sería recordado si se
aliaba con un gran vendedor, y aquello exigía que dedicara sus diseños a aquella empresa. Jobs quedó tan impresionado y
agradecido que le ofreció a Wayne un 10 % de las acciones de la nueva compañía, lo cual lo convertía dentro de Apple en
una especie de equivalente al quinto Beatle. Y lo que es más importante, en alguien capaz de deshacer un empate si Jobs
y Wozniak no lograban ponerse de acuerdo acerca de algún tema.
40
«Eran muy diferentes, pero formaban un potente equipo», afirmó Wayne. En ocasiones daba la impresión de que Jobs
estaba poseído por demonios, mientras que Woz parecía un chico inocente cuyas acciones estuvieran guiadas por ángeles.
Jobs tenía una actitud bravucona que lo ayudaba a conseguir sus objetivos, normalmente manipulando a otras personas.
Podía ser carismático e incluso fascinante, pero también frío y brutal. Wozniak, por otra parte, era tímido y socialmente
incompetente, lo que le hacía transmitir una dulzura infantil. Y Jobs añadió: «Woz es muy brillante en algunos campos, pero
era casi como uno de esos sabios autistas, porque se quedaba paralizado cuando tenía que tratar con desconocidos.
Formábamos una buena pareja». Ayudaba el hecho de que a Jobs le maravillaba la habilidad ingenieril de Wozniak y a
Wozniak le fascinaba el sentido empresarial de Jobs. «Yo nunca quería tratar con los demás o importunar a otras personas,
pero Steve podía llamar a gente a la que no conocía y conseguir que hicieran cualquier cosa —dijo Wozniak—. Podía ser
brusco con aquellos a quienes no consideraba inteligentes, pero nunca fue grosero conmigo, ni siquiera en los años
posteriores, en los que quizá yo no podía responder a algunas preguntas con la exactitud que él deseaba».
Incluso después de que Wozniak accediera a que su nuevo diseño para un ordenador se convirtiera en propiedad de la
sociedad Apple, sintió que debía
ofrecérselo primero a Hewlett-Packard, puesto que trabajaba allí. «Creía que era mi deber informar a Hewlett-Packard
acerca de lo que había diseñado mientras trabajaba para ellos —afirmó Wozniak—. Aquello era lo correcto y lo más ético».
Así pues, se lo presentó a su jefe y a los socios mayoritarios de la empresa en la primavera de 1976. El socio principal
quedó impresionado —y parecía encontrarse ante un dilema—, pero al final dijo que aquello no era algo que HewlettPackard pudiera desarrollar. Aquel era un producto para aficionados a la electrónica, al menos por el momento, y no
encajaba en el segmento de mercado de alta calidad al que ellos se dedicaban. «Me decepcionó —recordaba Wozniak—,
pero ahora ya era libre para pasar a formar parte de Apple».
El 1 de abril de 1976, Jobs y Wozniak acudieron al apartamento de Wayne, en Mountain View, para redactar los estatutos
de la empresa. Wayne aseguró tener alguna experiencia «con la documentación legal», así que redactó el texto de tres
páginas él mismo. Su dominio de la jerga legal acabó por inundarlo todo. Los párrafos comenzaban con florituras varias:
«Hácese notar en el presente escrito... Conste además en el documento presente... Ahora el precitado [sic], teniendo en
consideración las respectivas asignaciones de los intereses habidos...». Sin embargo, la división de las participaciones y de
los beneficios estaba clara (45, 45, 10 %), y quedó estipulado que cualquier gasto por encima de los 100 dólares requeriría
el acuerdo de al menos dos de los socios. Además, se definieron las responsabilidades de cada uno. «Wozniak debía
asumir la responsabilidad principal y general del departamento de ingeniería electrónica; Jobs asumiría la responsabilidad
general del departamento de ingeniería electrónica y el de marketing, y Wayne asumiría la responsabilidad principal del
departamento de ingeniería mecánica y documentación». Jobs firmó con letra minúscula, Wozniak con una cuidadosa
cursiva y Wayne con un garabato ilegible.
Entonces Wayne se echó atrás. Mientras Jobs comenzaba a planear cómo pedir préstamos e invertir más dinero, recordó el
fracaso de su propia empresa.
No quería pasar de nuevo por todo aquello. Jobs y Wozniak no tenían bienes muebles, pero Wayne (que temía la llegada
de un apocalipsis financiero) guardaba el dinero bajo el colchón. Al haber constituido Apple como una sociedad comercial
simple y no como una corporación, los socios eran personalmente responsables de las deudas contraídas, y Wayne temía
que los potenciales acreedores fueran tras él. Así, once días más tarde regresó a la oficina de la administración del
condado de Santa Clara con una «declaración de retiro» y una enmienda al acuerdo de la sociedad. «En virtud de una
reevaluación de los términos acordados por y entre todas las partes —comenzaba—, Wayne dejará por la presente
declaración de participar en calidad de “Socio”». El escrito señalaba que, en pago por su 10 % de la compañía, recibiría 800
dólares, y poco después otros 1.500.
Si se hubiera quedado y mantenido su participación del 10 %, a finales del año 2010 habría contado con una cantidad de
aproximadamente 2.600 millones de dólares. En lugar de ello, en ese momento vivía solo en una pequeña casa de la
población de Pahrump, en Nevada, donde jugaba a las máquinas tragaperras y vivía gracias a los cheques de la seguridad
social. Afirma que no lamenta sus actos. «Tomé la mejor decisión para mí en aquel momento — señaló—. Los dos eran un
auténtico torbellino, y sabía que mi estómago no estaba listo para aquella aventura».
Poco después de firmar la creación de Apple, Jobs y Wozniak subieron juntos al estrado para realizar una presentación en
el Homebrew Computer Club. Wozniak mostró una de sus placas base recién fabricadas y describió el microprocesador, los
8 kilobytes de memoria y la versión de BASIC que había escrito. También puso especial énfasis en lo que llamó el factor
principal: «Un teclado que pueda ser utilizado por un ser humano, en lugar de un panel frontal absurdo y críptico con un
montón de luces e interruptores». Entonces llegó el turno de Jobs. Señaló que el Apple, a diferencia del Altair, ya tenía
todos los componentes esenciales integrados. Entonces planteó una pregunta desafiante: ¿cuánto estaría la gente
41
dispuesta a pagar por una máquina tan maravillosa? Intentaba hacerles ver el increíble valor del Apple. Aquella era una
floritura retórica que utilizaría en las presentaciones de sus productos a lo largo de las siguientes décadas.
El público no quedó muy impresionado. El Apple contaba con un microprocesador de saldo, no el Intel 8080. Sin embargo,
una persona importante se quedó para averiguar más acerca del proyecto. Se llamaba Paul Terrell, y en 1975 había abierto
una tienda de ordenadores, a la que llamaba The Byte Shop, en el Camino Real, en Menlo Park. Ahora, un año después,
contaba con tres tiendas y pretendía abrir una cadena por todo el país. Jobs estuvo encantado de ofrecerle una
presentación privada. «Échale un vistazo a esto —le indicó—, seguro que te encanta». Terrell quedó lo bastante
impresionado como para entregarles una tarjeta de visita a Jobs y a Woz. «Seguiremos en contacto», dijo.
«Vengo a mantener el contacto», anunció Jobs al día siguiente cuando entró descalzo en The Byte Shop. Consiguió la
venta. Terrell accedió a pedir cincuenta ordenadores. Pero con una condición: no solo quería circuitos impresos de 50
dólares para ser comprados y montados por los clientes. Aquello podría interesar a algunos aficionados incondicionales,
pero no a la mayoría de los clientes. En vez de eso, quería que las placas estuvieran completamente montadas. A cambio,
estaba dispuesto a pagarlas a 500 dólares la unidad, al contado y al recibo de la mercancía.
Jobs llamó de inmediato a Wozniak a Hewlett-Packard. «¿Estás sentado?», le preguntó. Él contestó que no. Jobs procedió,
no obstante, a informarlo de
las noticias. «Me quedé alucinado, completamente alucinado —recordaba Wozniak—. Nunca olvidaré aquel momento».
Para entregar el pedido, necesitaban cerca de 15.000 dólares en componentes. Allen Baum, el tercer bromista del instituto
Homestead, y su padre accedieron a prestarles 5.000 dólares. Jobs trató además de pedir un préstamo en un banco de Los
Altos, pero el director se le quedó mirando y, como era de esperar, denegó el crédito. A continuación se dirigió a la tienda
de suministros Haltek y les ofreció una participación en el capital de la empresa a cambio de las piezas, pero el dueño
pensó que eran «un par de chicos jóvenes y de aspecto desaliñado» y rechazó la oferta. Alcorn, de Atari, podía venderles
los chips únicamente si pagaban al contado y por adelantado. Al final, Jobs consiguió convencer al director de Cramer
Electronics para que llamara a Paul Terrell y le confirmara que, en efecto, se había comprometido a realizar un pedido por
valor de 25.000 dólares. Terrell se encontraba en una conferencia cuando oyó por uno de los altavoces que había una
llamada urgente para él (Jobs se había mostrado insistente). El director de Cramer le dijo que dos chicos desaliñados
acababan de entrar en su despacho agitando un pedido de la Byte Shop. ¿Era auténtico? Terrell le confirmó que así era, y
la tienda accedió a adelantarle treinta días las piezas a Jobs.
EL GRUPO DEL GARAJE
La casa de los Jobs en Los Altos se convirtió en el centro de montaje de las cincuenta placas del Apple I que debían ser
entregadas en la Byte Shop antes de treinta días, que era cuando debían realizar el pago de los componentes empleados.
Se reclutaron todas las manos disponibles: Jobs y Wozniak, pero también Daniel Kottke y su ex novia, Elizabeth Holmes
(huida de la secta a la que anteriormente se había unido), además de la hermana embarazada de Jobs, Patty. La habitación
vacía de esta última, el garaje y la mesa de la cocina fueron ocupados como espacio de trabajo. A Holmes, que había
asistido a clases de joyería, se le asignó la tarea de soldar los chips. «La mayoría de ellos se me dieron bien, pero a veces
caía un poco de fundente sobre alguno», comentó. Aquello no agradaba a Jobs. «No podemos permitirnos perder ni un
chip», le recriminó acertadamente. La reasignó a la labor de llevar las cuentas y el papeleo en la mesa de la cocina, y se
dispuso a realizar las soldaduras él mismo. Cada vez que completaban una placa, se la pasaban a Wozniak. «Yo
conectaba el circuito montado y el teclado en el televisor para comprobar si funcionaba —recordaba—. Si todo iba bien, lo
colocaba en una caja, y si no, trataba de averiguar qué pata no estaba bien metida en su agujero».
Paul Jobs dejó de reparar coches viejos para que los chicos de Apple pudieran disponer de todo el garaje. Colocó un viejo
banco de trabajo alargado, colgó un esquema del ordenador en el nuevo tabique de yeso que había construido y dispuso
hileras de cajones etiquetados para los componentes. También construyó una caja metálica bañada con lámparas de calor
para que pudieran poner a prueba los circuitos, haciéndolos funcionar toda la noche a altas temperaturas. Cuando se
producía un estallido de cólera ocasional, algo que no era infrecuente en el caso de su hijo, Paul Jobs le transmitía su
tranquilidad.
«¿Cuál es el problema? —solía decir—. ¿Y a ti qué mosca te ha picado?». A cambio, les pedía de vez en cuando que le
devolvieran el televisor, que era el único que había en casa, para poder ver el final de algún partido de fútbol. Durante
alguno de esos descansos, Jobs y Kottke salían al jardín a tocar la guitarra.
A su madre no le importó perder la mayor parte de su casa, llena de montones de piezas y de gente invitada, pero en
cambio le frustraban las dietas cada vez más quisquillosas de su hijo. «Ella ponía los ojos en blanco ante sus últimas
42
obsesiones alimentarias —recuerda Holmes—. Solo quería que estuviera sano, y él seguía realizando extrañas
afirmaciones como “soy frutariano y solo comeré hojas recogidas por vírgenes a la luz de la luna”».
Después de que Wozniak diera su aprobación a una docena de circuitos montados, Jobs los llevó a la Byte Shop. Terrell
quedó algo desconcertado. No había fuente de alimentación, carcasa, pantalla ni teclado. Esperaba algo más acabado. Sin
embargo, Jobs se le quedó mirando fijamente hasta que accedió a aceptar el pedido y pagarlo.
A los treinta días, Apple estaba a punto de ser rentable. «Éramos capaces de montar los circuitos a un coste menor de lo
que pensábamos, porque conseguí un buen acuerdo sobre el precio de los componentes —recordaba Jobs—, así que los
cincuenta que le vendimos a la Byte Shop casi cubrieron el coste de un centenar completo». Ahora podían obtener un gran
beneficio al venderles los restantes cincuenta circuitos a sus amigos y a los compañeros del Homebrew Club.
Elizabeth Holmes se convirtió oficialmente en la contable a tiempo parcial por 4 dólares la hora, y venía desde San
Francisco una vez a la semana para tratar de averiguar cómo trasladar los datos de la chequera de Jobs a un libro de
contabilidad. Para parecer una auténtica empresa, Jobs contrató un servicio de contestador telefónico que después llamaba
a su madre para transmitirle los mensajes. Ron Wayne dibujó un logotipo basándose en las florituras de los libros ilustrados
de ficción de la época victoriana, donde aparecía Newton sentado bajo un árbol y una cita de Wordsworth: «Una mente
siempre viajando a través de extraños mares de pensamientos, sola». Era un lema bastante peculiar: encajaba más en la
imagen que el propio Ron Wayne tenía de sí mismo que en Apple Computer. Es probable que la descripción de Wordsworth
de los participantes en la Revolución francesa hubiera sido una cita mejor:
«¡Dicha estar vivo en ese amanecer, / pero ser joven era el mismo cielo!». Tal y como Wozniak comentó después con
regocijo, «pensé que estábamos participado en la mayor revolución de la historia, y me hacía muy feliz formar parte de
ella».
Woz ya había comenzado a pensar en la siguiente versión de la máquina, así que empezaron a llamar a aquel modelo el
Apple I. Jobs y Woz iban recorriendo el Camino Real arriba y abajo mientras trataban de convencer a las tiendas de
electrónica para que lo vendieran. Además de las cincuenta
unidades comercializadas por la Byte Shop y de las cincuenta que habían vendido personalmente a sus amigos, estaban
construyendo cien más para tiendas al por menor. Como era de esperar, sus impulsos eran contradictorios: Wozniak quería
vender los circuitos por el precio aproximado que les costaba fabricarlos, mientras que Jobs pensaba en sacar un claro
beneficio. Jobs se salió con la suya. Eligió un precio de venta tres veces mayor de lo que costaba montar los circuitos,
además de fijar un margen del 33 % sobre el precio de venta al por mayor de 500 dólares que pagaban Terrell y las otras
tiendas. El resultado era de 666,66 dólares. «Siempre me gustó repetir dígitos —comentó Wozniak—. El número de
teléfono de mi servicio de chistes pregrabados era el
255-6666». Ninguno de ellos sabía que en el Libro de las Revelaciones el 666 era el «número de la bestia», pero pronto
tuvieron que enfrentarse a varias quejas, especialmente después de que el 666 apareciera en el éxito cinematográfico de
aquel año, La profecía. (En 2010 se vendió, en una subasta en Christie’s, uno de los modelos originales del Apple I por
213.000 dólares.)
El primer artículo sobre la nueva máquina apareció en el número de julio de 1976 de Interface, una revista para aficionados
a la electrónica hoy desaparecida. Jobs y sus amigos seguían construyéndolas a mano en su casa, pero el artículo se
refería a él como «director de marketing» y «antiguo consultor privado para Atari». Aquello hacía que Apple sonara como
una empresa de verdad. «Steve se comunica con muchos de los clubes informáticos para tomarle el pulso a esta joven
industria —señalaba el artículo, y lo citaba mientras este explicaba—: “Si podemos estar al día con sus necesidades, sus
sensaciones y sus motivaciones, podemos responder de forma adecuada y darles lo que quieren”».
Para entonces ya contaban con otros competidores, además del Altair, entre los que destacaban el IMSAI 8080 y el SOL20, de la Processor Technology Corporation. Este último lo habían diseñado Lee Felsenstein y Gordon French, del
Homebrew Computer Club. Todos tuvieron la oportunidad de presentar su trabajo durante el puente del Día del Trabajo de
1976, cuando se celebró la primera Feria Anual de los Ordenadores Personales en un viejo hotel del paseo marítimo de
Atlantic City, en Nueva Jersey, que por aquel entonces había entrado en franca decadencia. Jobs y Wozniak se
embarcaron en un vuelo de la Trans World Airlines a Filadelfia, llevando consigo una caja de puros que contenía el Apple I
y otra con el prototipo del sucesor de aquella máquina en el que Woz estaba trabajando. Sentado en la fila de atrás se
encontraba Felsenstein, que echó un vistazo al Apple I y aseguró que era «completamente mediocre». A Wozniak le enervó
profundamente la conversación que tenía lugar en la fila trasera. «Podíamos oír cómo hablaban con una jerga empresarial
muy rebuscada —recordaba—, y cómo utilizaban acrónimos comerciales que nosotros nunca habíamos oído antes».
Wozniak pasó la mayor parte del tiempo en la habitación del hotel, trasteando con su nuevo prototipo. Era demasiado
tímido para plantarse tras la mesa
plegable que le habían asignado a Apple al fondo de la sala de exposiciones. Daniel Kottke, que había llegado en tren
desde Manhattan, donde asistía a clases en la Universidad de Columbia, presidía la mesa, mientras Jobs daba una vuelta
43
para echarles un vistazo a sus competidores. Lo que vio no le impresionó. Estaba seguro de que Wozniak era el mejor
ingeniero de circuitos y de que el Apple I (así como su sucesor, con total seguridad) podría superar a sus adversarios en
materia de funcionalidad. Sin embargo, el SOL-20 tenía un mejor aspecto. Contaba con una elegante carcasa metálica, y
venía provisto de teclado y cables. Parecía que lo hubieran construido unos adultos. El Apple I, en cambio, tenía un aspecto
tan desaliñado como sus creadores.
44
6
El Apple II
El amanecer de una nueva era
UN PAQUETE INTEGRADO
Cuando Jobs salió del recinto de la feria, se dio cuenta de que Paul Terrel , de la Byte Shop, tenía razón: los ordenadores
personales debían venir en un paquete completo. Decidió que el siguiente Apple necesitaba tener su buena carcasa, un
teclado conectado y estar totalmente integrado, desde la fuente de alimentación hasta el software pasando por la pantal a.
«Mi objetivo era crear el primer ordenador completamente preparado —recordaba—. Ya no estábamos tratando de l egar a
un puñado de aficionados a la informática a los que les gustaba montar sus propios ordenadores, y comprar
transformadores y teclados. Por cada uno de el os había un mil ar de personas deseosas de que la máquina estuviera lista
para funcionar».
En su habitación de hotel, ese puente del Día del Trabajo de 1976 Wozniak trabajaba en el prototipo del nuevo aparato —
que pasó a l amarse Apple II—, el que Jobs esperaba que los l evara a un nuevo nivel. Solo sacaron el prototipo en una
ocasión, a altas horas de la noche, para probarlo en un proyector de televisión en color de una de las salas de conferencias.
Wozniak había descubierto una ingeniosa manera de hacer que los chips empleados generasen colores, y quería saber si
funcionaría proyectado sobre una pantal a como las del cine. «Supuse que un proyector tendría un circuito de colores
diferente que bloquearía el método diseñado por mí — comentó—. Pero conecté el Apple II a aquel proyector y funcionó
perfectamente». Mientras iba tecleando, aparecieron líneas y volutas l enas de color en la pantal a situada en el otro
extremo de la sala. La única persona ajena a Apple que vio aquel primer prototipo fue un empleado del hotel. Aseguró que,
después de haberle echado un vistazo a todas las máquinas, esa era la que él se compraría.
Para producir el Apple II completo hacían falta importantes cantidades de capital, así que consideraron la posibilidad de
venderle los derechos a una compañía de
mayor tamaño. Jobs fue a ver a Al Alcorn y le pidió que le dejara presentar el producto a los directores de Atari. Organizó
una reunión con el presidente de la compañía, Joe Keenan, que era mucho más conservador que Alcorn y Bushnel . «Steve
se dispuso a presentarle el producto, pero Joe no podía soportarlo — recordaba Alcorn—. No le hizo gracia la higiene de
Steve». Jobs, que iba descalzo, en un momento dado puso los pies encima de la mesa. «¡No solo no vamos a comprar este
cacharro —gritó Keenan—, sino que vas a quitar los pies de mi mesa!». Alcorn recuerda que pensó: «Bueno, se acabó lo
que se daba».
En septiembre Chuck Peddle, de la compañía de ordenadores Commodore, visitó la casa de Jobs para una presentación
del producto. «Abrimos el garaje de Steve
para que entrase la luz del sol, y él l egó vestido con traje y un sombrero de vaquero», recordaba Wozniak. A Peddle le
encantó el Apple II, y montó una presentación para sus jefes unas semanas más tarde en la sede central de Commodore.
«Es probable que queráis comprarnos por unos cuantos cientos de miles de dólares», afirmó Jobs cuando l egaron al í.
Wozniak recuerda que quedó desconcertado ante aquel a «ridícula» sugerencia, pero Jobs se mantuvo en sus trece. Los
jefazos de Commodore l amaron unos días más tarde para informarles de su decisión: les resultaría más barato construir
sus propias máquinas. A Jobs aquel o no le sentó mal. Había inspeccionado las instalaciones de Commodore y había
sacado la conclusión de que sus jefes «no tenían buena pinta». Wozniak no lamentó el dinero perdido, pero su sensibilidad
de ingeniero se vio herida cuando la compañía sacó al mercado el Commodore PET nueve meses más tarde. «Aquel o me
puso algo enfermo — afirmó—. Habían sacado un producto que, por las prisas, era una basura. Podrían haber tenido a
Apple».
Aquel breve coqueteo con Commodore sacó a la superficie un conflicto potencial entre Jobs y Wozniak: ¿estaba realmente
igualada la aportación de ambos a Apple y lo que debían obtener a cambio? Jerry Wozniak, que valoraba a los ingenieros
muy por encima de los empresarios y los vendedores, pensaba que la mayor parte de los beneficios debían corresponder a
su hijo. Y así se lo dijo a Jobs cuando este fue a verle a su casa. «No te mereces una mierda —acusó a Jobs—. Tú no has
producido nada». Jobs comenzó a l orar, lo que no resultaba inusual. Nunca había sido, ni sería, partidario de contener sus
emociones. Jobs le dijo a Wozniak que estaba dispuesto a disolver la sociedad. «Si no vamos al cincuenta por ciento —le
dijo a su amigo— puedes quedarte con todo». Wozniak, sin embargo, comprendía mejor que su padre la simbiosis entre
ambos. Si no hubiera sido por Jobs, tal vez seguiría en las reuniones del Homebrew Club, repartiendo gratis los esquemas
de sus circuitos. Era Jobs quien había convertido su genio obsesivo en un negocio floreciente, al igual que había hecho con
la caja azul. Estuvo de acuerdo en que debían seguir siendo socios.
Aquel a fue una decisión inteligente. Lograr que el Apple II tuviera éxito requería algo más que las increíbles habilidades de
45
Wozniak como diseñador de circuitos. Sería necesario comercializarlo como un producto completamente integrado y listo
para el consumidor, y aquel a era tarea de Jobs.
Comenzó por pedirle a su antiguo compañero Ron Wayne que diseñara una carcasa. «Supuse que no tenían dinero, así
que preparé una que no necesitaba herramientas y que podía fabricarse en cualquier tal er de metalistería», comentó. Su
diseño requería una carcasa de plexiglás sujeta con tiras metálicas y una puerta deslizante que cubría el teclado.
A Jobs no le gustó. Quería un diseño sencil o y elegante, que esperaba que diferenciara al Apple de las demás máquinas,
con sus toscas cubiertas grises y metálicas. Mientras rebuscaba por los pasil os de electrodomésticos de una tienda
Macy’s, quedó sorprendido por los robots de cocina de la marca Cuisinart. Decidió que quería una carcasa elegante y ligera
moldeada en plástico, así que, durante una de las reuniones del Homebrew Club, le ofreció a un asesor local, Jerry
Manock, 1.500 dólares por diseñar una. Manock, que no se fiaba de Jobs por su aspecto, pidió el dinero por adelantado.
Jobs se negó, pero Manock aceptó el trabajo de todas formas. En unas semanas había creado una sencil a carcasa de
plástico moldeado sobre espuma que no parecía nada recargada y que irradiaba simpatía. Jobs estaba encantado.
El siguiente paso era la fuente de alimentación. Los obsesos de la electrónica digital como Wozniak le prestaban poca
atención a algo tan analógico y mundano, pero
Jobs sabía que aquel era un componente clave. Concretamente, lo que se proponía —una constante durante toda su
carrera— era suministrar electricidad sin que hiciera falta un ventilador. Los ventiladores de los ordenadores no eran nada
zen. Suponían una distracción. Jobs se pasó por Atari para discutirlo con Alcorn,
familiarizado con las viejas instalaciones eléctricas. «Al me remitió a un tipo bril ante l amado Rod Holt, un marxista y
fumador empedernido que había pasado por muchos matrimonios y que era experto en todo», recordaba Jobs. Al igual que
Manock y muchos otros al encontrarse con Jobs por primera vez, Holt le echó un vistazo y se mostró escéptico. «Soy
caro», aseguró. Jobs sabía que aquel o merecería la pena, y le hizo ver que el dinero no era un problema. «Sencil amente,
me embaucó para que trabajara para él», comentó Holt. Acabaría trabajando para Apple a tiempo completo.
En lugar de una fuente de alimentación lineal convencional, Holt construyó una versión conmutada como la que se utiliza en
los osciloscopios y otros instrumentos. Aquel o significaba que el suministro eléctrico no se encendía y apagaba sesenta
veces por segundo, sino miles de veces, lo que permitía almacenar la energía durante un tiempo mucho menor, y por lo
tanto desprendía menos calor. «Aquel a fuente de alimentación conmutada fue tan revolucionaria como la placa lógica del
Apple II — declaró posteriormente Jobs—. A Rod no le reconocen lo suficiente este mérito en los libros de historia, pero
deberían. Todos los ordenadores actuales utilizan fuentes de alimentación conmutadas, y todas son una copia del diseño
de Rod». A pesar de toda la bril antez de Wozniak, esto no es algo que él pudiera haber hecho. «Yo apenas sabía lo que
era una fuente de alimentación conmutada», reconoció.
Paul Jobs le había enseñado en una ocasión a su hijo que la búsqueda de la perfección implicaba preocuparse incluso del
acabado de las piezas que no estaban a la
vista, y Steve aplicó aquel a idea a la presentación de la placa base del Apple II; rechazó el diseño inicial porque las líneas
no eran lo suficientemente rectas. Pero esta pasión por la perfección lo l evó a exacerbar sus ansias de controlarlo todo. A
la mayoría de los aficionados a la electrónica y a los hackers les gustaba personalizar, modificar y conectar distintos
elementos a sus ordenadores. Sin embargo, en opinión de Jobs, aquel o representaba una amenaza para una experiencia
integral y sin sobresaltos por parte de los usuarios. Wozniak, que en el fondo tenía alma de hacker, no estaba de acuerdo.
Quería incluir ocho ranuras en el Apple II para que los usuarios pudieran insertar todas las placas de circuitos de menor
tamaño y todos los periféricos que quisieran. Jobs insistió en que solo fueran dos, una para una impresora y otra para un
módem. «Normalmente soy muy fácil de tratar, pero esta vez le dije: “Si eso es lo que quieres, vete y búscate otro
ordenador” —recordaba Wozniak—. Sabía que la gente como yo acabaría por construir elementos que pudieran añadir a
cualquier ordenador». Wozniak ganó la discusión aquel a vez, pero podía sentir cómo su poder menguaba. «En aquel
momento me encontraba todavía en una posición en la que podía hacer algo así. Ese no sería siempre el caso».
MIKE MARKKULA
Todo esto requería dinero. «La preparación de aquel a carcasa de plástico iba a costar cerca de 100.000 dólares —señaló
Jobs—, y l evar todo aquel diseño a la etapa de producción nos iba a costar unos 200.000 dólares». Volvió a visitar a Nolan
Bushnel , en esta ocasión para pedirle que invirtiera algo de dinero y aceptara una participación minoritaria en la compañía.
«Me pidió que pusiera 50.000 dólares y a cambio me entregaría un tercio de la compañía —comentó Bushnel —. Yo fui
listísimo y dije que no. Ahora hasta me resulta divertido hablar de el o, cuando no estoy ocupado l orando».
Bushnel le sugirió a Jobs que probara suerte con un hombre franco y directo, Don Valentine, un antiguo director de
46
marketing de la compañía National Semiconductor que había fundado Sequoia Capital, una de las primeras entidades de
capital riesgo. Valentine l egó al garaje de Jobs a bordo de un Mercedes y vestido con traje azul, camisa y una elegante
corbata. Bushnel recordaba que Valentine lo l amó justo después para preguntarle, solo medio en broma: «¿Por qué me
has enviado a ver a esos renegados de la especie humana?». Valentine afirmó que no recordaba haber dicho tal cosa, pero
admitió que pensó que el aspecto y el olor de Jobs eran más bien extraños. «Steve trataba de ser la personificación misma
de la contracultura —comentó—. Llevaba una barba rala, estaba muy delgado y se parecía a Ho Chi Minh».
En todo caso, Valentine no se había convertido en un destacado inversor de Silicon Val ey por fiarse de las apariencias. Lo
que más le preocupaba era que Jobs no sabía nada de marketing, y que parecía dispuesto a ir vendiendo su producto por
las tiendas de una en una. «Si quieres que te financie —le dijo Valentine— necesitas contar con una persona como socio
que comprenda el marketing y la distribución y que pueda redactar un plan de negocio». Jobs tendía a mostrarse o cortante
o solícito cuando personas mayores que él le daban consejos. Con Valentine sucedió esto último. «Envíame a tres posibles
candidatos», contestó. Valentine lo hizo, Jobs los entrevistó y conectó bien con uno de el os, un hombre l amado Mike
Markkula. Este acabaría por desempeñar una función crucial en Apple durante las dos décadas siguientes.
Markkula solo tenía treinta y tres años, pero ya se había retirado después de trabajar primero en Fairchild y luego en Intel,
donde había ganado mil ones con sus acciones cuando el fabricante de chips salió a la Bolsa. Era un hombre cauto y
astuto, con los gestos precisos de alguien que hubiera practicado la gimnasia en el instituto. Poseía un gran talento a la
hora de diseñar políticas de precios, redes de distribución, estrategias de marketing y sistemas de control de finanzas. Y a
pesar de su carácter un tanto reservado, también exhibía un lado ostentoso a la hora de disfrutar de su recién amasada
fortuna. Se había construido él mismo una casa en el lago Tahoe, y después una inmensa mansión en las colinas de
Woodside. Cuando se presentó para su primera reunión en el garaje de Jobs, no conducía un Mercedes oscuro como
Valentine, sino un bruñidísimo Corvette descapotable dorado. «Cuando l egué al garaje, Woz estaba sentado a la mesa de
trabajo y enseguida me enseñó orgul oso el Apple II —recordaría Markkula—. Yo pasé por alto el hecho de que los dos
chicos necesitaban un corte de pelo, y quedé sorprendido con lo que vi en aquel a mesa. Para el corte de pelo siempre
habría tiempo».
A Jobs, Markkula le gustó al instante. «Era de baja estatura, y no lo habían tenido en cuenta para la dirección de marketing
en Intel, lo cual, sospecho, influía en que quisiera demostrar su valía». A Jobs le pareció también un hombre decente y de
fiar. «Se veía que no iba a jugártela aunque pudiera. Era persona con valores morales». Wozniak quedó igualmente
impresionado. «Pensé que era la persona más agradable que había conocido —aseguró—, ¡y lo mejor de todo es que le
gustaba nuestro producto!».
Markkula le propuso a Jobs que desarrol aran juntos un plan de negocio. «Si el resultado es bueno, invertiré en el o —
ofreció—, y si no, habrás conseguido gratis algunas semanas de mi tiempo». Jobs comenzó a acudir por las tardes a casa
de Markkula, donde barajaban diferentes proyecciones financieras y se quedaban hablando hasta bien entrada la noche.
«Realizábamos muchas suposiciones, como la de cuántos hogares querrían tener un ordenador personal, y había noches
en las que nos quedábamos discutiendo hasta las cuatro de la madrugada», recordaba Jobs. Markkula acabó redactando la
mayor parte del plan. «Steve solía decirme que
me traería un apartado u otro en la siguiente ocasión, pero por lo general no lo entregaba a tiempo, así que acabé
haciéndolo yo».
El plan de Markkula consistía en l egar más al á del mercado de los aficionados a la tecnología. «Hablaba de cómo
introducir el ordenador en casas normales, con gente normal, para que hicieran cosas como almacenar sus recetas
favoritas o controlar sus cuentas de gastos», recordaba Wozniak. Markkula realizó una predicción muy audaz: «Vamos a
ser una de las quinientas empresas más importantes en la lista de Fortune dentro de dos años. Este es el comienzo de toda
una industria. Es algo que ocurre una vez en una década». A Apple le hicieron falta siete años para entrar en la lista de
Fortune, pero la esencia de la predicción de Markkula resultó ser cierta.
Markkula se ofreció a avalar una línea de crédito de hasta 250.000 dólares a cambio de recibir un tercio de las
participaciones de la empresa. Apple debía constituirse como corporación, y tanto él como Jobs y Wozniak recibirían cada
uno el 26 % de las acciones. El resto se reservaría para atraer a futuros inversores. Los tres se reunieron en la cabaña
situada junto a la piscina de Markkula y firmaron el trato. «Me parecía improbable que Mike volviera a ver alguna vez sus
250.000 dólares, y me impresionó que estuviera dispuesto a arriesgarse», recordaba Jobs.
Ahora era necesario convencer a Wozniak para que se dedicara a Apple a tiempo completo. «¿Por qué no puedo hacer
esto como segundo trabajo y seguir en
Hewlett-Packard como un empleo asegurado para el resto de mi vida?», preguntó. Markkula dijo que aquel o no iba a
funcionar, y le fijó una fecha límite a los pocos días para que se decidiera. «Crear una empresa me provocaba mucha
inseguridad: me iban a pedir que diera órdenes a los demás y controlara su trabajo —comentó Wozniak—. Y yo sabía
desde mucho tiempo atrás que nunca me iba a convertir en alguien autoritario». Por consiguiente, se dirigió a la cabaña de
47
Markkula y aseguró que no pensaba abandonar Hewlett-Packard.
Markkula se encogió de hombros y dijo que de acuerdo, pero Jobs se enfadó mucho. Llamó a Wozniak para tratar de
engatusarlo. Le pidió a algunos amigos que intentaran convencerlo. Gritó, chil ó e incluso estal ó un par de veces. Llegó a ir
a casa de los padres de Wozniak, rompió a l orar y pidió la ayuda de Jerry Wozniak. Para entonces, el padre de Woz se
había dado cuenta de que apostar por el Apple II implicaba la posibilidad de ganar mucho dinero, y se unió a la causa de
Jobs.
«Comencé a recibir l amadas en casa y en el trabajo de mi padre, mi madre, mi hermano y varios amigos —afirmó
Wozniak—. Todos el os me decían que había
tomado la decisión equivocada». Nada de aquel o surtió efecto. Hasta que Al en Baum —su compañero del club Buck Fry
en el instituto Homestead— lo l amó. «Sí que deberías lanzarte y hacerlo», le dijo. Agregó que si entraba a trabajar a
tiempo completo en Apple no tendría que ascender a puestos de dirección ni dejar de ser un ingeniero. «Aquel o era
exactamente lo que yo necesitaba oír —afirmó Wozniak—. Podía quedarme en la escala más baja del organigrama de la
empresa, como ingeniero». Llamó a Jobs y le comunicó que ya estaba listo para embarcarse en el proyecto.
El 3 de enero de 1977, se creó oficialmente la nueva corporación, Apple Computer Co., que procedió a absorber la antigua
sociedad formada por Jobs y Wozniak
nueve meses antes. Poca gente tomó nota de aquel o. Aquel mes, el Homebrew Club realizó una encuesta entre sus
miembros y se vio que, de los 181 asistentes que poseían un ordenador personal, solo seis tenían un Apple. Jobs estaba
convencido, no obstante, de que el Apple II cambiaría aquel a situación.
Markkula se convirtió en una figura paterna para Jobs. Al igual que su padre adoptivo, estimulaba su gran fuerza de
voluntad, y al igual que su padre biológico, acabó por abandonarlo. «Markkula representó para Steve una relación
paternofilial tan fuerte como cualquier otra que este hubiera tenido», afirmó el inversor de capital riesgo Arthur Rock.
Markkula comenzó a enseñarle a Jobs el mundo del marketing y las ventas. «Mike me tomó bajo su ala —dijo Jobs—. Sus
valores eran muy similares a los míos. Siempre subrayaba que nunca se debía crear una empresa para hacerse rico. La
meta debía ser producir algo en lo que creyeras y crear una compañía duradera».
Markkula escribió sus valores en un documento de una hoja, y lo tituló: «La filosofía de marketing de Apple», en el que se
destacaban tres puntos. El primero era la empatía, una conexión íntima con los sentimientos del cliente. «Vamos a
comprender sus necesidades mejor que ninguna otra compañía». El segundo era la concentración. «Para realizar un buen
trabajo en aquel o que decidamos hacer, debemos descartar lo que resulte irrelevante». El tercer y último valor, pero no por
el o menos importante, recibía el incómodo nombre de «atribución». Tenía que ver con cómo la gente se forma una opinión
sobre una compañía o un producto basándose en las señales que estos emiten. «La gente sí que juzga un libro por su
cubierta —escribió—. Puede que tengamos el mejor producto, la mayor calidad, el software más útil, etcétera; pero si le
ofrecemos una presentación chapucera, la gente pensará que es una chapuza; si lo presentamos de forma creativa y
profesional, le estaremos atribuyendo las cualidades deseadas».
Durante el resto de su carrera, Jobs se preocupó, a veces de forma obsesiva, por el marketing y la imagen, e incluso por los
detal es del empaquetado. «Cuando
abres la caja de un iPhone o de un iPad, queremos que la experiencia táctil establezca la tónica de cómo vas a percibir el
producto —declaró—. Mike me enseñó aquel o».
REGIS MCKENNA
Un primer paso en el proceso era convencer al principal publicista del val e, Regis McKenna, para que se incorporara a
Apple. McKenna, que provenía de Pittsburgh, de una familia numerosa de clase trabajadora, tenía metida en los huesos
una dureza fría como el acero, pero la disfrazaba con su encanto. Tras abandonar los estudios universitarios, había
trabajado para compañias como Fairchild y National Semiconductor antes de crear su propia empresa de relaciones
públicas y publicidad. Sus dos especialidades eran organizar entrevistas exclusivas entre sus clientes y periodistas de su
confianza, y diseñar memorables campañas publicitarias que sirvieran para crear imagen de marca con productos como los
microchips. Una de aquel as campañas consistía en una serie de coloridos anuncios de prensa para Intel en los que
aparecían coches de carreras y fichas de póker, en lugar de los habituales e insulsos gráficos de rendimiento. Aquel os
anuncios l amaron la atención de Jobs. Telefoneó a Intel y les preguntó quién los había creado. «Regis McKenna», le
dijeron. «Yo les pregunté qué era un Regis McKenna —comentó Jobs—, y me dijeron que era una persona». Cuando Jobs
lo l amó, no logró ponerse en contacto con McKenna. En vez de eso lo pasaron con Frank Burge, un director de
contabilidad, que trató de deshacerse de él. Jobs siguió l amando casi a diario.
48
Cuando Burge finalmente accedió a conducir hasta el garaje de Jobs, recuerda que pensó: «Madre de dios, este tío es un
chalado. A ver cuándo puedo largarme y
dejar a este payaso sin parecer grosero». Pero entonces, mientras tenía enfrente a aquel Jobs melenudo y sin lavar, se le
pasaron por la mente dos ideas: «Primero, que era un joven increíblemente inteligente, y segundo, que no entendía ni la
centésima parte de lo que me estaba contando».
Así pues, los dos jóvenes recibieron una invitación para reunirse con «Regis McKenna, en persona», tal y como rezaban
sus atrevidas tarjetas de visita. En esta
ocasión fue Wozniak, tímido por lo general, quien se mostró irritable. Tras echarle un vistazo a un artículo que el ingeniero
estaba escribiendo sobre Apple, McKenna sugirió que era demasiado técnico y que había que aligerarlo un poco. «No
quiero que ningún relaciones públicas me toque ni una coma», reaccionó Wozniak con brusquedad. A lo que McKenna
respondió que entonces había l egado el momento de que se largaran de su despacho. «Pero Steve me l amó
inmediatamente y aseguró que quería volver a reunirse conmigo —recordaba McKenna—. Esta vez vino sin Woz, y
conectamos perfectamente».
McKenna puso a su equipo a trabajar en los fol etos para el Apple II. Lo primero que necesitaban era sustituir el logotipo de
Ron Wayne, con su estilo ornamentado
de un grabado de la época victoriana, que iba en contra del estilo publicitario colorido y travieso de McKenna. Así pues, Rob
Janoff, uno de los directores artísticos, recibió el encargo de crear una nueva imagen. «No quiero un logotipo mono»,
ordenó Jobs. Janoff les presentó la silueta de una manzana en dos versiones, una de el as completa y la otra con un
mordisco. La primera se parecía demasiado a una cereza, así que Jobs eligió aquel a a la que le faltaba un trozo. La
versión elegida incluía también en la silueta seis franjas de colores en tonos psicodélicos que iban desde el verde del
campo al azul del cielo, a pesar de que aquel o encarecía notablemente la impresión del logotipo. Encabezando el fol eto,
McKenna colocó una máxima que a menudo se atribuye a Leonardo da Vinci, y que se convirtió en el precepto fundamental
de la filosofía del diseño de Jobs: «La sencil ez es la máxima sofisticación».
LA PRIMERA Y ESPECTACULAR PRESENTACIÓN
La presentación del Apple II estaba programada para coincidir con la primera Feria de Ordenadores de la Costa Oeste, que
iba a celebrarse en abril de 1977 en San Francisco. Había sido organizada por un incondicional del Homebrew Club, Jim
Warren, y Jobs reservó un hueco para Apple en cuanto recibió el paquete con la información. Quería asegurarse un puesto
justo a la entrada del recinto como manera espectacular de presentar el Apple II, así que sorprendió a Wozniak al adelantar
5.000 dólares. «Steve aseguró que esta era nuestra gran presentación —afirmó Wozniak—. Íbamos a mostrarle al mundo
que teníamos una gran máquina y una gran
compañía».
Aquel a era la puesta en práctica del principio de Markkula según el cual resultaba importante que todos te «atribuyeran»
grandeza causando una impresión memorable en la gente, especialmente a la hora de presentar un producto nuevo. Esta
idea quedó reflejada en el cuidado que puso Jobs con la zona de exposición de Apple. Otros expositores contaban con
mesas plegables y tablones para colocar sus carteles. Apple dispuso un mostrador cubierto de terciopelo rojo y un gran
panel de plexiglás retroiluminado con el nuevo logotipo de Janoff. Expusieron los tres únicos Apple II terminados, pero
apilaron cajas vacías para dar la impresión de que tenían muchos más disponibles.
Jobs se enfureció cuando vio que las carcasas de los ordenadores presentaban diminutas imperfecciones, así que mientras
l egaban a la feria les ordenó a los empleados de la empresa que las lijaran y pulieran. El principio de la atribución l egó
incluso al extremo de adecentar a Jobs y a Wozniak. Markkula los envió a un sastre de San Francisco para que les hiciera
unos trajes de tres piezas que les conferían un aspecto algo ridículo, como un adolescente con chaqué. «Markkula nos
explicó que tendríamos que ir bien vestidos, qué aspecto debíamos presentar, cómo debíamos comportarnos», recordaba
Wozniak.
El esfuerzo mereció la pena. El Apple II parecía un producto sólido y a la vez agradable, con su elegante carcasa beis, a
diferencia de las intimidantes máquinas
recubiertas de metal o las placas desnudas que se veían en otras mesas. Apple recibió trescientos pedidos durante la feria,
y Jobs l egó incluso a conocer a un fabricante textil japonés, Mizushima Satoshi, que se convertiría en el primer vendedor
de Apple en aquel país.
Pero ni siquiera la ropa elegante y las instrucciones de Markkula sirvieron para evitar que el irrefrenable Wozniak gastara
algunas bromas. Uno de los programas que presentó trataba de adivinar la nacionalidad de la gente a partir de sus apel
49
idos, y a continuación mostraba los típicos chistes sobre el país en cuestión. También creó y distribuyó el prospecto falso de
un nuevo ordenador l amado «Zaltair», con todo tipo de superlativos y clichés publicitarios del estilo: «Imagínate un coche
con cinco ruedas...». Jobs cayó en el engaño e incluso se enorgul eció de que el Apple II superase al Zaltair en la tabla
comparativa. No supo quién había sido el autor de la broma hasta ocho años más tarde, cuando Woz le entregó una copia
enmarcada del fol eto como regalo de cumpleaños.
MIKE SCOTT
Apple era ya una auténtica compañía, con una docena de empleados, una línea de crédito abierta y las presiones diarias
causadas por los clientes y proveedores. Incluso habían salido del garaje de Jobs para mudarse a una oficina de alquiler en
el Stevens Creek Boulevard de Cupertino, a algo más de un kilómetro del instituto al que asistieron Jobs y Wozniak.
Jobs no l evaba nada bien sus crecientes responsabilidades. Siempre había sido temperamental e irritable. En Atari, su
comportamiento lo había relegado al turno de noche, pero en Apple aquel o no era posible. «Se volvió cada vez más
tiránico y cruel con sus críticas —aseguró Markkula—. Le decía a la gente cosas como: “Ese diseño es una mierda”». Era
particularmente duro con Randy Wigginton y Chris Espinosa, los jóvenes programadores de Wozniak. «Steve entraba, le
echaba un vistazo a lo que yo hubiera hecho y me decía que era una mierda sin tener ni idea de lo que era o de por qué lo
había hecho», afirmó Wigginton, que por entonces acababa de terminar el instituto.
También estaba el problema de la higiene. Jobs seguía convencido, contra toda evidencia, de que sus dietas vegetarianas
le ahorraban la necesidad de utilizar
desodorante o ducharse con regularidad. «Teníamos que ponerlo literalmente en la puerta y obligarle a que fuera a
ducharse —comentó Markkula—. Y en las reuniones nos tocaba contemplar sus pies sucios». En ocasiones, para aliviar el
estrés, se remojaba los pies en el inodoro, una práctica que no producía el mismo efecto en sus colegas.
Markkula rehuía la confrontación, así que decidió contratar a un presidente, Mike Scott, para que ejerciera un control más
estricto sobre Jobs. Markkula y Scott habían entrado a trabajar en Fairchild el mismo día de 1967, sus despachos se
encontraban puerta con puerta y su cumpleaños, el mismo día, lo celebraban juntos todos los años. Durante la comida de
celebración en febrero de 1977, cuando Scott cumplía treinta y dos años, Markkula le propuso ser el nuevo presidente de
Apple. Sobre el papel, parecía una gran elección. Era responsable de una línea de productos en National Semiconductor, y
tenía la ventaja de ser un directivo que comprendía el campo de la ingeniería. En persona, no obstante, presentaba algunas
peculiaridades. Tenía exceso de peso, varios tics y problemas de salud, y tendía a
estar tan tenso que iba por los pasil os con los puños apretados. También solía discutirlo todo, y a la hora de tratar con Jobs
eso podía ser bueno o malo.
Wozniak respaldó rápidamente la idea de contratar a Scott. Como Markkula, odiaba enfrentarse a los conflictos creados por
Jobs. Este último, como era de esperar, no lo tenía tan claro. «Yo solo tenía veintidós años y sabía que no estaba
preparado para dirigir una empresa de verdad —diría—, pero Apple era mi bebé, y no quería entregárselo a nadie». Ceder
una porción de control le resultaba angustioso. Le dio vueltas al asunto durante largas comidas celebradas en la
hamburguesería Bob’s Big Boy (la favorita de Woz) y en el restaurante de productos naturales Good Earth (el favorito de
Jobs). Al final acabó por dar su aprobación, aunque con reticencias.
Mike Scott —l amado Scotty para distinguirlo de Mike Markkula— tenía una misión principal: gestionar a Jobs. Y eso era
algo que normalmente había que hacer a través del sistema preferido de Jobs para celebrar un encuentro: dando un paseo.
«Mi primer paseo fue para decirle que se lavara más a menudo —recordaba Scott—. Respondió que, a cambio, yo tenía
que leer su libro de dietas frutarianas y tomarlo en cuenta para perder peso». Scott nunca siguió la dieta ni perdió
demasiado peso, y Jobs solo realizó algunas pequeñas modificaciones en su rutina higiénica. «Steve se empeñaba en
ducharse solo una vez a la semana, y estaba convencido de que aquel o resultaba suficiente siempre y cuando siguiera con
su dieta de frutas», comentó Scott.
Jobs adoraba el control y detestaba la autoridad. Aquel o estaba destinado a convertirse en un problema con el hombre que
había l egado para controlarlo, especialmente cuando Jobs descubrió que Scott era una de las escasísimas personas a las
que había conocido que no estaba dispuesto a someterse a su voluntad. «La cuestión entre Steve y yo era quién podía ser
más testarudo, y yo resultaba bastante bueno en aquel o —afirmó Scott—. Él necesitaba que le pusieran freno, pero estaba
claro que no le hacía ninguna gracia». Tal y como Jobs comentó posteriormente, «nunca le he gritado a nadie tanto como a
Scotty».
Uno de los primeros enfrentamientos tuvo lugar por el orden de la numeración de los empleados. Scott le asignó a Wozniak
el número 1 y a Jobs el número 2. Como era de esperar, Jobs exigió ser el número 1. «No se lo acepté, porque aquel o
50
hubiera hecho que su ego creciera aún más», afirmó Scott. A Jobs le dio un berrinche, e incluso se echó a l orar. Al final
propuso una solución: él podía tener el número 0. Scott cedió, al menos en lo referente a sus tarjetas de identificación, pero
el Bank of America necesitaba un entero positivo para su programa de nóminas, y al í Jobs siguió siendo el número 2.
Existía un desacuerdo fundamental que iba más al á de la vanidad personal. Jay El iot, que fue contratado por Jobs tras un
encuentro fortuito en un restaurante, señaló un rasgo destacado de su antiguo jefe: «Su obsesión es la pasión por el
producto, la pasión por la perfección del producto». Mike Scott, por su parte, nunca permitió que la búsqueda de la
perfección tuviera prioridad sobre el pragmatismo. El diseño de la carcasa del Apple II fue uno de los muchos ejemplos. La
compañía Pantone, a la que Apple recurría para especificar los colores de sus cubiertas plásticas, contaba con más de dos
mil tonos de beis. «Ninguno de el os era suficientemente bueno para Steve —se maravil ó Scott—. Quería crear un tono
diferente, y yo tuve que pararle los pies». Cuando l egó la hora de fijar el diseño de la carcasa, Jobs se pasó días
angustiado acerca de cómo de redondeadas debían estar las esquinas. «A mí no me importaba lo redondeadas que
estuvieran —comentó Scott—. Yo solo quería que se tomara la decisión». Otra disputa tuvo que ver con las mesas de
montaje. Scott quería un gris estándar, y Jobs insistió en pedir mesas de color blanco nuclear hechas a medida. Todo aquel
o desembocó finalmente en un enfrentamiento ante Markkula acerca de si era Jobs o Scott quien podía firmar los pedidos.
Markkula se puso de parte de Scott. Jobs también insistía en que Apple fuera diferente en la manera de tratar a sus
clientes: quería que el Apple II incluyera una garantía de un año. Aquel o dejó boquiabierto a Scott, porque la garantía
habitual era de noventa días. Una vez más, Jobs prorrumpió en sol ozos durante una de sus discusiones acerca del tema.
Dieron un paseo por el aparcamiento para calmarse, y Scott decidió ceder en este punto.
Wozniak comenzó a molestarse ante la actitud de Jobs. «Steve era demasiado duro con la gente —afirmó—. Yo quería que
nuestra empresa fuera como una familia en la que todos nos divirtiéramos y compartiésemos lo que estuviéramos
haciendo». Jobs, por su parte, opinaba que Wozniak sencil amente se negaba a madurar. «Era muy infantil —comentó—.
Había escrito una versión estupenda de BASIC, pero nunca lograba sentarse a escribir la versión de BASIC con coma
flotante que necesitábamos, así que al final tuvimos que hacer un trato con Microsoft. No se centraba».
Sin embargo, por el momento los choques entre ambas personalidades eran manejables, principalmente porque a la
compañía le iba muy bien. Ben Rosen, el analista que con sus boletines creaba opinión en el mundo tecnológico, se
convirtió en un entusiasta defensor del Apple II. Un desarrol ador independiente diseñó la primera hoja de cálculo con un
programa de economía doméstica para ordenadores personales, VisiCalc, y durante un tiempo solo estuvo disponible para
el Apple II, lo que convirtió al ordenador en algo que las empresas y las familias podían comprar de forma justificada. La
empresa comenzó a atraer a nuevos inversores influyentes. Arthur Rock, el pionero del capital riesgo, no había quedado
muy impresionado en un primer momento, cuando Markkula envió a Jobs a verlo. «Tenía unas pintas como si acabara de
regresar de ver a ese gurú suyo de la India —recordaba Rock—, y olía en consonancia». Sin embargo, después de ver el
Apple II, decidió invertir en el o y se unió al consejo de administración.
El Apple II se comercializó, en varios modelos, durante los siguientes dieciséis años, con unas ventas de cerca de seis mil
ones de unidades. Aquel a, más que
ninguna otra máquina, impulsó la industria de los ordenadores personales. Wozniak merece el reconocimiento por haber
diseñado su impresionante placa base y el software que la acompañaba, lo que representó una de las mayores hazañas de
la invención individual del siglo. Sin embargo, fue Jobs quien integró las placas de Wozniak en un conjunto atractivo, desde
la fuente de alimentación hasta la elegante carcasa. También creó la empresa que se levantó en torno a las máquinas de
Wozniak. Tal y como declaró posteriormente Regis McKenna: «Woz diseñó una gran máquina, pero todavía seguiría
arrinconada en las tiendas para aficionados a la electrónica de no haber sido por Steve Jobs». Sin embargo, la mayoría de
la gente consideraba que el Apple II era una creación de Wozniak. Aquel o motivó a Jobs a ir en pos del siguiente gran
avance, uno que pudiera considerar totalmente suyo.
Chrisann y Lisa
El que ha sido abandonado...
Desde que vivieron juntos en una cabaña durante el verano siguiente a su salida del instituto, Chrisann Brennan había
estado entrando y saliendo de la vida de Jobs. Cuando este regresó de la India en 1974, pasaron un tiempo juntos en la
granja de Robert Friedland. «Steve me invitó a acompañarlo, y éramos jóvenes y libres y l evábamos una vida relejada —
recordaba—. Al í había una energía que me l egó al corazón».
51
Cuando regresaron a Los Altos, su relación evolucionó hasta convertirse, en líneas generales, en una mera amistad. Él
vivía en su casa y trabajaba para Atari,
mientras que el a tenía un pequeño apartamento y pasaba mucho tiempo en el centro zen de Kobun Chino. A principios de
1975, Chrisann comenzó una relación con un amigo común de la pareja, Greg Calhoun. «Estaba con Greg, pero de vez en
cuando volvía con Steve —comentó Elizabeth Holmes—. Aquel o era de lo más normal para todos nosotros. Íbamos
pasando de unos a otros. Al fin y al cabo, eran los setenta».
Calhoun había estado en Reed con Jobs, Friedland, Kottke y Holmes. Al igual que los demás, se interesó profundamente
por la espiritualidad oriental, dejó los estudios en Reed y se abrió camino hasta la granja de Friedland. Al í, se instaló en un
gal inero de unos quince metros cuadrados que transformó en una casita tras elevarla sobre bloques de hormigón y
construir un dormitorio en su interior. En la primavera de 1975, Brennan se mudó al gal inero con Calhoun, y el año
siguiente decidieron realizar también un peregrinaje a la India. Jobs le aconsejó a su amigo que no se l evase a Brennan
consigo, porque aquel o iba a interferir en su búsqueda espiritual, pero la pareja no desistió de sus planes. «Había quedado
tan impresionada por lo que le había pasado a Steve durante su viaje a la India que yo también quise ir al í», comentó el a.
Aquel fue un viaje con todas las de la ley, que comenzó en marzo de 1976 y duró casi un año. En un momento dado se
quedaron sin dinero, así que Calhoun hizo
autoestop hasta Irán para impartir clases de inglés en Teherán. Brennan se quedó en la India, y cuando él acabó su labor
como profesor, ambos hicieron de nuevo autoestop para encontrarse en un punto intermedio, en Afganistán. El mundo era
un lugar muy diferente por aquel entonces.
Tras un tiempo, su relación se fue desgastando, y ambos regresaron de la India por separado. En el verano de 1977,
Brennan había vuelto a Los Altos, donde vivió durante un tiempo en una tienda de campaña situada en terrenos del centro
zen de Kobun Chino. Para entonces, Jobs ya había salido de la casa de sus padres y alquilado, por 600 dólares al mes y a
medias con Daniel Kottke, un chalé en una urbanización de Cupertino. Aquel a era una escena extraña, dos hippies de
espíritu libre viviendo en una casa a la que l amaban «Rancho Residencial». «Era una casa de cuatro habitaciones, y a
veces alquilábamos alguna de el as durante un tiempo a todo tipo de chiflados, como una bailarina de striptease»,
recordaba Jobs. Kottke no podía comprender por qué Jobs no se había mudado él solo a una casa, puesto que por aquel
entonces ya podía permitírselo. «Creo que, sencil amente, quería tener un compañero de residencia», especuló Kottke.
A pesar de que solo había mantenido una relación esporádica con Jobs, Brennan pronto acabó viviendo también al í. Aquel
o condujo a una serie de acuerdos de
convivencia dignos de una comedia francesa. La casa contaba con dos grandes dormitorios y dos pequeños. Jobs, como
era de esperar, se adjudicó el mayor de todos el os, y Brennan (puesto que no estaba realmente viviendo con Steve) se
mudó a la otra habitación grande. «Los otros dos cuartos tenían un tamaño como para bebés, y yo no quería quedarme en
ninguno de los dos, así que me mudé al salón y dormía en un colchón de espuma», comentó Kottke. Convirtieron una de
las salas pequeñas en un espacio para meditar y consumir ácido, igual que en el ático anteriormente utilizado en Reed.
Estaba l eno de espuma de embalaje proveniente de las cajas de Apple. «Los chicos del barrio solían venir, nosotros los
metíamos en aquel a habitación y se lo pasaban en grande —relató Kottke—. Hasta que Chrisann trajo a casa unos gatos
que se mearon en la espuma, y tuvimos que deshacernos de el a».
Convivir en aquel a casa reavivaba en ocasiones la relación física que Chrisann Brennan mantenía con Jobs, y pasados
unos meses la chica se quedó embarazada.
«Steve y yo estuvimos entrando y saliendo de aquel a relación durante los cinco años anteriores a yo me quedara
embarazada —dijo el a—. No sabíamos estar juntos y tampoco sabíamos estar separados». Cuando Greg Calhoun l egó
haciendo autoestop desde Colorado para visitarlos el día de Acción de Gracias de 1977, Chrisann le contó la noticia.
«Steve y yo hemos vuelto y ahora estoy embarazada, pero seguimos rompiendo y volviendo a juntarnos, y no sé qué
hacer», anunció.
Calhoun advirtió que Jobs parecía estar desconectado de aquel a situación. Incluso trató de convencer a Calhoun para que
se quedara con el os y fuera a trabajar a Apple. «Steve no se estaba enfrentando a la situación con Chrisann y al embarazo
—recordaba—. Podía volcarse completamente en ti un instante, para desapegarse al siguiente. Había una faceta de su
personalidad que resultaba aterradoramente fría».
Cuando Jobs no quería enfrentarse a una distracción, a veces optaba por ignorarla, como si pudiera conseguir que dejara
de existir simplemente gracias a la fuerza de su voluntad. En ocasiones era capaz de distorsionar la realidad, no solo para
los demás, sino incluso para sí mismo. En el caso del embarazo de Brennan, sencil amente lo expulsó de su mente.
Cuando se vio obligado a afrontar la situación, negó saber que él era el padre, a pesar de que reconoció que había estado
acostándose con el a. «No tenía la certeza de que fuera hijo mío, porque estaba bastante seguro de que yo no era el único
con el que se había estado acostando —me contó más tarde—. El a y yo ni siquiera estábamos saliendo cuando se quedó
embarazada. Simplemente tenía una habitación en nuestra casa». A Brennan no le cabía ninguna duda de que Jobs era el
52
padre. No había estado viéndose con Greg ni con ningún otro hombre por aquel a época.
¿Estaba Jobs engañándose a sí mismo, o realmente no sabía que él era el padre? «Creo que no podía acceder a esa parte
de su cerebro o a la idea de tener que ser responsable», suponía Kottke. Elizabeth Holmes estaba de acuerdo: «Consideró
la posibilidad de la paternidad y consideró la posibilidad de no ser padre, y decidió creerse esta última. Tenía otros planes
para su vida».
No se discutió el tema del matrimonio. «Yo sabía que el a no era la persona con la que me quería casar y que nunca
seríamos felices, que no duraría mucho —
comentaba Jobs después—. Estaba a favor de que abortara, pero el a no sabía qué hacer. Lo pensó mucho y al final
decidió no hacerlo, o puede que realmente no l egara a decidirlo, creo que el tiempo tomó la decisión por el a». Brennan me
contó que había tomado la decisión consciente de tener al bebé. «Él dijo que el aborto le parecía una buena opción, pero
nunca me presionó al respecto». Resulta interesante ver cómo, a la luz de su propio pasado, hubo una opción que rechazó
de plano.
«Insistió e insistió en que no entregara al bebé en adopción», comentó el a.
Se produjo entonces una inquietante ironía. Jobs y Brennan tenían ambos veintitrés años, la misma edad que Joanne
Schieble y Abdulfattah Jandali cuando tuvieron a Jobs. Él todavía no había localizado a sus padres biológicos, pero sus
padres adoptivos le habían informado parcialmente de su historia. «No sabía en aquel momento que nuestras edades
coincidían, así que aquel o no tuvo ningún efecto en mis discusiones con Chrisann», declaró él posteriormente. Jobs
rechazó la idea de que estuviera de alguna forma siguiendo la pauta de su padre biológico de no enfrentarse a la realidad o
asumir su responsabilidad a los veintitrés años, pero sí reconoció que aquel a irónica similitud le hizo reflexionar. «Cuando
me enteré de que Joanne tenía veintitrés años cuando se quedó embarazada de mí, pensé: “¡Guau!”».
La relación entre Jobs y Brennan se deterioró rápidamente. «Chrisann adoptaba una postura victimista y denunciaba que
Steve y yo estábamos en su contra — recordaba Kottke—. Steve se limitaba a reírse y a no tomársela en serio». Brennan
no tenía una gran estabilidad emocional, como el a misma reconoció posteriormente. Comenzó a romper platos, arrojar
objetos, destrozar la casa y escribir palabras obscenas con carbón en las paredes. Aseguró que, con su insensibilidad, Jobs
se empeñaba en provocarla. «Es un ser iluminado, y también cruel. Resulta una combinación extraña». Kottke se vio
atrapado entre ambos. «Daniel carecía de esa crueldad, así que estaba algo desconcertado por el comportamiento de
Steve —afirmó Brennan—. Pasaba de afirmar: “Steve no te está tratando bien” a reírse con él de mí».
Entonces Robert Friedland l egó al rescate. «Se enteró de que yo estaba embarazada y me dijo que fuera a la granja a
tener al bebé —recordaba—, así que eso
hice». Elizabeth Holmes y otros amigos suyos todavía vivían al í, y encontraron a una matrona de Oregón para que los
ayudara con el parto. El 17 de mayo de 1978, Brennan dio a luz a una niña. Tres días más tarde, Jobs tomó un avión para
estar con el as y ayudar a elegir el nombre de la pequeña. La práctica habitual en la comuna era la de darles a los niños
nombres relacionados con la espiritualidad oriental, pero Jobs insistió en que, puesto que la niña había nacido en Estados
Unidos, había que ponerle un nombre adecuado. Brennan estuvo de acuerdo. La l amaron Lisa Nicole Brennan, y no le
pusieron el apel ido de Jobs. A continuación, se marchó para volver a trabajar en Apple. «No quería tener nada que ver con
la niña ni conmigo», afirmaría Brennan.
El a y Lisa se mudaron a una casa diminuta y destartalada situada en la parte trasera de un edificio de Menlo Park. Vivían
de lo que les ofrecían los servicios sociales,
porque Brennan no se sentía con ánimos de denunciar al padre para que le pagara la manutención de la pequeña. Al final,
el condado de San Mateo demandó a Jobs y le obligó a hacerse la prueba de paternidad para asumir sus responsabilidades
económicas. Al principio, Jobs estaba decidido a presentar batal a. Sus abogados querían que Kottke testificara que nunca
los había visto juntos en la cama, y trataron de acumular pruebas que demostraran que Brennan se había estado acostando
con otros hombres. «Hubo un momento en que le grité a Steve por teléfono: “Sabes que eso no es cierto” —recordaba
Brennan—. Estaba dispuesto a arrastrarme ante el tribunal con mi bebé y a tratar de demostrar que yo era una puta, que
cualquiera podría haber sido el padre de mi hija».
Un año después de que Lisa naciera, Jobs accedió a someterse a la prueba de paternidad. La familia de Brennan se
sorprendió, pero Jobs sabía que Apple iba a
salir pronto a Bolsa y decidió que lo mejor era resolver aquel asunto cuanto antes. Las pruebas de ADN eran algo nuevo, y
la que se hizo Jobs fue l evada a cabo en la Universidad de California en Los Ángeles. «Había leído algo sobre aquel as
pruebas de ADN, y estaba dispuesto a pasar por el as para dejarlo todo claro», afirmó. Los resultados fueron bastante
concluyentes. «La probabilidad de paternidad [...] es del 94,41 %», rezaba el informe. Los tribunales de California ordenaron
a Jobs que empezara a pagar 385 dólares mensuales para la manutención de la pequeña, que firmara un acuerdo en el
que reconocía su paternidad y que le devolviera al condado 5.856 dólares en concepto de asistencia de los servicios
sociales. A cambio le otorgaron el derecho a visitar a su hija, aunque durante mucho tiempo no hizo uso de él.
53
Incluso entonces, Jobs seguía a veces alterando la realidad que le rodeaba. «Al final nos lo dijo a los miembros del consejo
de administración —recordaba Arthur Rock—, pero seguía insistiendo en que había muchas probabilidades de que él no
fuera el padre. Deliraba». Según le dijo a Michael Moritz, un periodista de Time, si se analizaban las estadísticas, quedaba
claro que «el 28 % de la población masculina de Estados Unidos podría ser el padre». Aquel a no solo era una afirmación
falsa, sino también muy extraña. Peor aún, cuando Chrisann Brennan se enteró más tarde de lo que él había dicho, creyó
equivocadamente que Jobs había realizado la hiperbólica declaración de que el a podría haberse acostado con el 28 % de
los varones estadounidenses. «Estaba tratando de presentarme como una guarra — recordaba el a—. Intentó asignarme la
imagen de una puta para no asumir su responsabilidad».
Años más tarde, Jobs se mostró arrepentido por la forma en que se había comportado, y fue una de las pocas ocasiones de
su vida en las que lo reconoció:
Me gustaría haber enfocado el asunto de una forma diferente. En aquel momento no podía verme como padre, así que no
me enfrenté a la situación. Sin embargo, cuando los resultados de la prueba demostraron que era mi hija, no es cierto que
yo lo pusiera en duda. Accedí a mantenerla hasta que cumpliera los dieciocho años de edad y le di también algo de dinero
a Chrisann. Encontré una casa en Palo Alto, la amueblé y les dejé vivir allí sin que tuvieran que pagar alquiler alguno. Su
madre le buscó colegios estupendos que yo pagué. Traté de hacer lo correcto, pero si pudiera hacerlo de nuevo, lo haría
mejor.
Una vez que el caso quedó resuelto, Jobs siguió adelante con su vida y maduró en algunos aspectos, aunque no en todos.
Abandonó las drogas, dejó de mantener una dieta vegana tan estricta y redujo el tiempo que pasaba en sus retiros zen.
Comenzó a hacerse elegantes cortes de pelo y a comprar trajes y camisas en la distinguida tienda de ropa para hombres
Wilkes Bashford, de San Francisco. Además, comenzó una relación formal con una de las empleadas de Regis McKenna,
una hermosa mujer mitad polaca y mitad polinesia l amada Barbara Jasinski.
Por supuesto, todavía quedaba en él una veta de rebeldía. Jasinski, Kottke y él disfrutaban bañándose desnudos en el lago
Felt, situado al borde de la carretera interestatal 280, junto a Stanford, y Jobs se compró una motocicleta BMW R60/2 de
1966 que decoró con borlas naranjas para el manil ar. Sin embargo, todavía podía comportarse como un niño malcriado.
Solía menospreciar a las camareras de los restaurantes y a menudo devolvía los platos que le servían, asegurando que
eran
«una basura». En la primera fiesta de Hal oween de la empresa, celebrada en 1979, se disfrazó con una túnica como
Jesucristo, un acto de egolatría semi rónico que a él le pareció divertido, pero que hizo que muchos asistentes pusieran los
ojos en blanco. Además, incluso los primeros indicios de su domesticación mostraban algunas peculiaridades. Se compró
una casa en las colinas de Los Gatos, que decoró con un cuadro de Maxfield Parrish, una cafetera de Braun y unos cuchil
os Henckel. Sin embargo, como era tan obsesivo a la hora de elegir los muebles, la vivienda permaneció prácticamente
desnuda, sin camas, ni sil as ni sofás. En vez de eso, su habitación contaba con un colchón en el centro, fotografías
enmarcadas de Einstein y Maharaj-ji, y un Apple II en el suelo.
Xerox y Lisa
Interfaces gráficas de usuario
UN NUEVO BEBÉ
El Apple II l evó a la compañía desde el garaje de Jobs hasta la cima de una nueva industria. Sus ventas aumentaron
espectacularmente, de 2.500 unidades en 1977 a
210.000 en 1981. Sin embargo, Jobs estaba inquieto. El Apple II no iba a seguir siendo un éxito eterno, y él sabía,
independientemente de lo mucho que hubiera contribuido a ensamblarlo, desde los cables hasta la carcasa, que siempre se
vería como la obra maestra de Wozniak. Necesitaba su propia máquina. Más aún, quería un producto que, según sus
propias palabras, dejara una marca en el universo.
En un primer momento, esperaba que el Apple III desempeñara esa función. Tendría más memoria, la pantal a podría
mostrar líneas de hasta 80 caracteres (en lugar
de los 40 anteriores) y utilizaría mayúsculas y minúsculas. Jobs, centrándose en su pasión por el diseño industrial,
determinó el tamaño y la forma de la carcasa exterior, y se negó a permitir que nadie lo modificara, ni siquiera cuando
distintos equipos de ingenieros fueron añadiendo más componentes a las placas base. El resultado fueron varias placas
54
superpuestas mal interconectadas que fal aban frecuentemente. Cuando el Apple III empezó a comercializarse en mayo de
1980, fue un fracaso estrepitoso. Randy Wigginton, uno de los ingenieros, lo resumió de la siguiente forma: «El Apple III fue
una especie de bebé concebido durante una orgía en la que todo el mundo acaba con un terrible dolor de cabeza, y cuando
aparece este hijo bastardo todos dicen: “No es mío”».
Para entonces, Jobs se había distanciado del Apple III y estaba buscando la forma de producir algo que fuera radicalmente
diferente. En un primer momento flirteó con la idea de las pantal as táctiles, pero sus intentos se vieron frustrados. En una
presentación de aquel a tecnología, l egó tarde, se revolvió inquieto en la sil a durante un rato y de pronto cortó en seco a
los ingenieros en medio de su exposición con un brusco «gracias». Se quedaron perplejos. «¿Quiere que nos vayamos?»,
preguntó uno. Jobs dijo que sí, y a continuación amonestó a sus colegas por hacerle perder el tiempo.
Entonces Apple y él contrataron a dos ingenieros de Hewlett-Packard para que diseñaran un ordenador completamente
nuevo. El nombre elegido por Jobs habría hecho trastabil ar hasta al más curtido psiquiatra: Lisa. Otros ordenadores habían
sido bautizados con el nombre de hijas de sus diseñadores, pero Lisa era una hija a la que Jobs había abandonado y que
todavía no había reconocido del todo. «Puede que lo hiciera porque se sentía culpable —opinó Andrea Cunningham, que
trabajaba con Regis McKenna en las relaciones públicas del proyecto—. Tuvimos que buscar un acrónimo para poder
defender que el nombre no se debía a la niña, Lisa». El acrónimo que buscaron a posteriori fue «Local Integrated Systems
Architecture», o «Arquitectura de Sistemas Integrados Locales», y a pesar de no tener ningún sentido se convirtió en la
explicación oficial para el nombre. Entre los ingenieros se referían a él como «Lisa: Invented Stupid Acronym» («Lisa:
Acrónimo Estúpido e Inventado»). Años más tarde, cuando le pregunté por aquel nombre, Jobs se limitó a admitir:
«Obviamente, lo l amé así por mi hija».
El Lisa se concibió como una máquina de 2.000 dólares basada en un microprocesador de 16 bits, en lugar del de 8 bits
que se utilizaba en el Apple II. Sin la genialidad de Wozniak, que seguía trabajando discretamente en el Apple II, los
ingenieros comenzaron directamente a producir un ordenador con una interfaz de texto corriente, incapaz de aprovechar
aquel potente microprocesador para que hiciera algo interesante. Jobs comenzó a impacientarse por lo aburrido que estaba
resultando aquel o.
Sin embargo, sí que había un programador que aportaba algo de vida al proyecto: Bil Atkinson. Se trataba de un estudiante
de doctorado de neurociencias, que había experimentado bastante con el ácido. Cuando le pidieron que trabajara para
Apple, rechazó la oferta, pero cuando le enviaron un bil ete de avión no reembolsable, Atkinson decidió utilizarlo y dejar que
Jobs tratara de persuadirlo. «Estamos inventando el futuro —le dijo Jobs al final de una presentación de tres horas
—. Piensa que estás haciendo surf en la cresta de una ola. Es una sensación emocionante. Ahora imagínate nadando
como un perrito detrás de la ola. No sería ni la mitad de divertido. Vente con nosotros y deja una marca en el mundo». Y
Atkinson lo hizo.
Con su melena enmarañada y un poblado bigote que no ocultaba la animación de su rostro, Atkinson tenía parte de la
ingenuidad de Woz y parte de la pasión de Jobs por los productos elegantes de verdad. Su primer trabajo consistió en
desarrol ar un programa que controlara una cartera de acciones al l amar automáticamente al servicio de información del
Dow Jones, recibir los datos y colgar. «Tenía que crearlo rápidamente porque ya había un anuncio a prensa para el Apple II
en el que se mostraba a un marido sentado a la mesa de la cocina, mirando una pantal a de Apple l ena de gráficos con los
valores de las acciones, y a su esposa sonriendo encantada. Pero no existía tal programa, así que había que desarrol arlo».
A continuación generó para el Apple II una versión de Pascal, un lenguaje de programación de alto nivel. Jobs se había
resistido, porque pensaba que el BASIC era todo lo que le hacía falta al Apple II, pero le dijo a Atkinson: «Ya que tanto te
apasiona, te daré seis días para que me demuestres que me equivoco». Bil lo logró y se ganó para siempre el respeto de
Jobs.
En el otoño de 1979, Apple criaba tres potril os como herederos potenciales de su bestia de carga, el Apple II. Por una parte
estaba el malhadado Apple III y por
otra el proyecto Lisa, que estaba comenzando a defraudar a Jobs. Y en algún punto, oculto al radar de Steve, al menos por
el momento, existía un pequeño proyecto semiclandestino para desarrol ar una máquina de bajo coste que por aquel
entonces l evaba el nombre en clave de «Annie» y que estaba siendo desarrol ado por Jef Raskin, un antiguo profesor
universitario con el que había estudiado Bil Atkinson. El objetivo de Raskin era producir un «ordenador para las masas».
Tenía que ser económico, funcionar como un electrodoméstico más (una unidad independiente en la cual el ordenador, el
teclado, la pantal a y el software estuvieran integrados) y tener una interfaz gráfica. Así que Raskin trató de dirigir la
atención de sus colegas de Apple hacia un centro de investigación muy de moda, situado en el propio Palo Alto, que era
pionero en aquel as ideas.
55
EL XEROX PARC
El Centro de Investigación de Palo Alto propiedad de la Xerox Corporation —conocido por sus siglas en inglés como Xerox
PARC— había sido fundado en 1970 para crear un lugar de difusión de las ideas digitales. Se encontraba situado en un
lugar seguro (para bien y para mal), a casi cinco mil kilómetros de la sede central de Xerox en Connecticut. Entre sus
visionarios estaba el científico Alan Kay, que seguía dos grandes máximas también compartidas por Jobs: «La mejor forma
de predecir el futuro es inventarlo» y «La gente que se toma en serio el software debería fabricar su propio hardware». Kay
defendía la visión de un pequeño ordenador personal, bautizado como «Dynabook», que sería lo suficientemente sencil o
como para ser utilizado por niños de cualquier edad. Así, los ingenieros del Xerox PARC comenzaron a desarrol ar gráficos
sencil os que pudieran reemplazar todas las líneas de comandos e instrucciones de los sistemas operativos DOS,
responsables de que las pantal as de los ordenadores resultaran tan intimidantes. La metáfora que se les ocurrió fue la de
un escritorio. La pantal a contendría diferentes documentos y carpetas, y se podría utilizar un ratón para señalar y pulsar en
la que se deseara utilizar.
Esta interfaz gráfica de usuario resultaba posible gracias a otro concepto aplicado por primera vez en el Xerox PARC: la
configuración en mapa de bits. Hasta
entonces, la mayoría de los ordenadores utilizaban líneas de caracteres. Si pulsabas un botón del teclado, el ordenador
generaba la letra correspondiente en la pantal a, normalmente en un color verde fosforescente sobre fondo oscuro. Como
existe un número limitado de letras, números y símbolos, no hacía falta todo el código del ordenador o toda la energía del
procesador para articular este modelo. En un sistema de mapa de bits, al contrario, todos y cada uno de los píxeles de la
pantal a están controlados por bits de la memoria del ordenador. A la hora de mostrar cualquier elemento en la pantal a —
como una letra, por ejemplo—, el ordenador tiene que decirle a cada píxel si tiene que estar encendido o apagado o, en el
caso de las pantal as en color, de qué color debe ser. Este formato absorbe gran parte de la energía del ordenador, pero
permite crear impresionantes gráficos y tipos de letra, así como sorprendentes imágenes.
Los mapas de bits y las interfaces gráficas pasaron a integrarse en los prototipos de ordenadores del Xerox PARC, como
en el caso del ordenador Alto y su
lenguaje de programación orientado a objetos, el Smal talk. Jef Raskin estaba convencido de que aquel as características
representaban el futuro de la informática, así que comenzó a presionar a Jobs y a otros compañeros de Apple para que
fueran a echarle un vistazo al Xerox PARC.
Raskin tenía un problema. Jobs lo consideraba un teórico insufrible o, por usar la terminología del propio Jobs, mucho más
precisa, «un capul o inútil». Así pues, Raskin recurrió a su amigo Atkinson, quien se encontraba en lado opuesto de la
división cosmológica de Jobs entre capul os y genios, para que lo convenciera de que se interesara por lo que estaba
ocurriendo en el Xerox PARC. Lo que Raskin no sabía es que Jobs estaba tratando, por su cuenta, de l egar a un acuerdo
más complejo. El departamento de capital riesgo de Xerox quería participar en la segunda ronda de financiación de Apple
durante el verano de 1979. Jobs realizó una oferta: «Os dejaré invertir un mil ón de dólares en Apple si vosotros levantáis el
telón y nos mostráis lo que tenéis en el PARC». Xerox aceptó. Accedieron a enseñarle a Apple su nueva tecnología y a
cambio pudieron comprar 100.000 acciones por unos 10 dólares cada una.
Para cuando Apple salió a Bolsa un año después, el mil ón de dólares en acciones de Xerox había alcanzado un valor de
17,6 mil ones de dólares. Sin embargo,
Apple se l evó la mejor parte en aquel trato. Jobs y sus compañeros fueron a conocer la tecnología del Xerox PARC en
diciembre de 1979 y, cuando Jobs insistió en que no le habían mostrado lo suficiente, consiguió una presentación todavía
más completa unos días más tarde. Larry Tesler fue uno de los científicos de Xerox a los que les correspondió preparar las
presentaciones, y estuvo encantado de poder exhibir un trabajo que sus jefes de la Costa Este nunca habían parecido
valorar. Sin embargo, la otra responsable de la exposición, Adele Goldberg, quedó horrorizada al ver cómo su compañía
parecía dispuesta a desprenderse de sus joyas de la corona. «Era un movimiento increíblemente estúpido, completamente
absurdo, y yo luché para evitar que Jobs recibiera demasiada información de cualquiera de los temas», afirmó.
Goldberg se salió con la suya en la primera reunión. Jobs, Raskin y el jefe del equipo de Lisa, John Couch, fueron
conducidos al vestíbulo principal, donde habían
instalado un ordenador Xerox Alto. «Era una presentación muy controlada de unas cuantas aplicaciones, principalmente del
procesador de textos», recordaba
Goldberg. Jobs no quedó satisfecho y l amó a la sede central de Xerox exigiendo más.
Lo invitaron a regresar pasados unos días, y en esa ocasión l evó consigo una comitiva mayor que incluía a Bil Atkinson y
Bruce Horn, un programador de Apple que había trabajado en el Xerox PARC. Ambos sabían lo que debían buscar.
«Cuando l egué a trabajar había un gran alboroto. Me dijeron que Jobs y un grupo de sus programadores se encontraban
en la sala de reuniones», contó Goldberg. Uno de sus ingenieros estaba tratando de entretenerlos con más muestras del
56
procesador de textos. Sin embargo, Jobs estaba comenzando a impacientarse. «¡Basta ya de toda esta mierda!», gritó.
Vista la situación, el personal de Xerox formó un corril o y entre todos decidieron levantar un poco más el telón, aunque
lentamente. Accedieron a que Tesler les mostrara el Smal talk, el lenguaje de programación, pero solo podría presentar la
versión «no clasificada» de la presentación. «Eso lo deslumbrará y nunca sabrá que no le presentamos la versión
confidencial completa», le dijo el jefe del equipo a Goldberg.
Se equivocaban. Atkinson y algunos otros habían leído algunos de los artículos publicados por el Xerox PARC, así que
sabían que no les estaban presentando una
descripción completa del producto. Jobs l amó por teléfono al director del departamento de capital riesgo de Xerox para
quejarse. Instantes después, se produjo una l amada desde la sede central de Connecticut en la que se ordenaba que le
mostraran absolutamente todo a Jobs y su equipo. Goldberg salió de al í hecha una furia.
Cuando Tesler les mostró finalmente lo que se escondía tras el telón, los chicos de Apple quedaron asombrados. Atkinson
miraba fijamente la pantal a, examinando
cada píxel con tanta intensidad que Tesler podía sentir su aliento sobre la nuca. Jobs se puso a dar saltos y a agitar los
brazos entusiasmado. «Se movía tanto que no sé si l egó a ver la mayor parte de la presentación, pero debió de hacerlo,
porque seguía haciendo preguntas —contó Tesler más tarde—. Ponía el acento en cada nuevo paso que le iba
mostrando». Jobs seguía repitiendo que no podía creerse que Xerox no hubiera comercializado aquel a tecnología. «¡Estáis
sentados sobre una mina de oro! —gritó—. ¡No puedo creer que Xerox no esté aprovechando esta tecnología!».
La presentación del Smal talk sacó a la luz tres increíbles características. Una era la posibilidad de conectar varios
ordenadores en red. La segunda consistía en el funcionamiento de los lenguajes de programación orientados a objetos. Sin
embargo, Jobs y su equipo le prestaron poca atención a aquel os atributos, porque estaban demasiado sorprendidos por la
interfaz gráfica y la pantal a con mapa de bits. «Era como si me retiraran un velo de los ojos —recordaría posteriormente—.
Pude ver hacia dónde se dirigía el futuro de la informática».
Cuando acabó la reunión en el Xerox PARC, después de más de dos horas, Jobs l evó a Bil Atkinson al despacho de Apple
en Cupertino. Iba a toda velocidad,
igual que su mente y su boca. «¡Eso es! —gritó, resaltando cada palabra—. ¡Tenemos que hacerlo!». Aquel era el avance
que había estado buscando: la forma de acercarle los ordenadores a la gente, con el diseño alegre pero económico de las
casas de Eichler y la sencil ez de uso de un elegante electrodoméstico de cocina.
«¿Cuánto tiempo tardaríamos en aplicar esta tecnología?», preguntó. «No estoy seguro —fue la réplica de Atkinson—.
Puede que unos seis meses». Aquel a era una
afirmación tremendamente optimista, pero también muy motivadora.
«LOS ARTISTAS GENIALES ROBAN»
El asalto de Apple al Xerox PARC ha sido descrito en ocasiones como uno de los mayores atracos industriales de todos los
tiempos. En ocasiones, hasta el propio Jobs respaldaba con orgul o semejante teoría. «Al final todo se reduce a tratar de
estar expuestos a las mejores obras de los seres humanos y después tratar de incluirlas en lo que tú estás haciendo —
declaró en una ocasión—. Picasso tenía un dicho: “Los artistas buenos copian y los artistas geniales roban”, y nosotros
nunca hemos tenido reparo alguno en robar ideas geniales».
Otra interpretación, que también corroboraba Jobs en ocasiones, es que la operación no fue tanto un atraco por parte de
Apple como una metedura de pata por parte de Xerox. «Eran unos autómatas fotocopiadores que no tenían ni idea de lo
que podía hacer un ordenador —afirmó, refiriéndose a los directores de Xerox—. Sencil amente, cayeron derrotados por la
mayor victoria en la historia de la informática. Xerox podría haber sido la dueña de toda aquel a industria».
Ambas versiones son ciertas en buena medida, pero eso no es todo. Como dijo T. S. Eliot, cae una sombra entre la
concepción y la creación. En los anales de la
innovación, las nuevas ideas son solo una parte de la ecuación. La ejecución es igualmente importante. Jobs y sus
ingenieros mejoraron significativamente las ideas sobre la interfaz gráfica que vieron en el Xerox PARC, y fueron capaces
de implementarla de formas que Xerox nunca habría podido lograr. El ratón de Xerox, sin ir más lejos, tenía tres botones,
era una herramienta complicada que costaba 300 dólares y no rodaba con suavidad. Unos días después de su segunda
visita al Xerox PARC, Jobs acudió a una empresa de diseño industrial de la zona y le dijo a uno de sus fundadores, Dean
Hovey, que quería un modelo sencil o con un único botón que costara 15 dólares, «y quiero poder utilizarlo sobre una mesa
de formica y sobre mis vaqueros azules». Hovey accedió.
57
Las mejoras no solo se encontraban en los detal es, sino en el concepto mismo. El ratón del Xerox PARC no podía
utilizarse para arrastrar una ventana por la
pantal a. Los ingenieros de Apple diseñaron una interfaz donde no solo se podían arrastrar las ventanas y los archivos, sino
que también podían meterse en carpetas. El sistema de Xerox requería elegir un comando para hacer cualquier cosa,
desde cambiar el tamaño de una ventana hasta modificar la dirección que l eva a un archivo. El sistema de Apple
transformaba la metáfora del escritorio en una realidad virtual al permitirte tocar, manipular, arrastrar y reubicar elementos
directamente. Además, los ingenieros de Apple trabajaban conjuntamente con los diseñadores —con Jobs espoleándolos
diariamente— para mejorar el concepto del escritorio mediante la adición de atractivos iconos, menús que se desplegaban
desde una barra en la parte superior de cada ventana y la capacidad de abrir archivos y carpetas con un doble clic.
Tampoco es que los ejecutivos de Xerox ignorasen lo que habían creado sus científicos en el PARC. De hecho, habían
tratado de rentabilizarlo, y en el proceso evidenciaron por qué una buena ejecución es tan importante como las buenas
ideas. En 1981, mucho antes del Apple Lisa o del Macintosh, presentaron el Xerox Star, una máquina que incluía la interfaz
gráfica de usuario, un ratón, una configuración en mapa de bits, ventanas y un planteamiento global como el del escritorio.
Sin embargo, era un sistema torpe (podía tardar minutos en guardar un archivo grande), caro (16.595 dólares en las tiendas
minoristas) y dirigido principalmente al mercado de las oficinas en red. Resultó un fracaso estrepitoso, con solo 30.000
ejemplares vendidos.
En cuanto salió a la venta, Jobs, junto con su equipo, se encaminaron hasta una tienda de Xerox para echarle un vistazo al
Star. Le pareció tan inservible que informó a sus compañeros de que no valía la pena gastar el dinero en uno de el os. «Nos
quedamos muy aliviados —recordaba—. Sabíamos que el os no lo habían hecho bien y que nosotros podríamos
conseguirlo por una mínima fracción de su precio». Unas semanas más tarde, Jobs l amó a Bob Bel evil e, uno de los
diseñadores de hardware del equipo del Xerox Star. «Todo lo que has hecho en la vida es una mierda —le dijo Jobs—, así
que, ¿por qué no te vienes a trabajar para mí?». Bel evil e accedió, y Larry Tesler lo acompañó.
Entre tanto entusiasmo, Jobs comenzó a ocuparse de la gestión diaria del proyecto Lisa, que estaba siendo dirigido por
John Couch, el antiguo ingeniero de Hewlett- Packard. Jobs puenteó a Couch y comenzó a tratar directamente con Atkinson
y Tesler para introducir sus propias ideas, especialmente en lo relativo a la interfaz gráfica del Lisa. «Me l amaba a todas
horas, aunque fueran las dos o las cinco de la madrugada —afirmó Tesler—. A mí me encantaba, pero aquel o molestó a
mis jefes del departamento encargado del Lisa». Le pidieron a Jobs que dejara de hacer l amadas saltándose el escalafón y
él se contuvo durante una temporada, pero no por mucho tiempo.
Uno de los enfrentamientos más importantes tuvo lugar cuando Atkinson decidió que la pantal a debía tener fondo blanco,
en lugar de negro. Esto permitiría añadir una característica que tanto Atkinson como Jobs deseaban: que el usuario pudiera
ver exactamente lo que iba a obtener después al imprimir, un sistema abreviado con el acrónimo WYSIWYG, por las siglas
en inglés de la expresión «lo que ves es lo que obtienes». Por tanto, lo que se veía en pantal a era lo que posteriormente
salía en el papel. «El equipo de hardware puso el grito en el cielo —recordaba Atkinson—. Según el os, aquel o nos
obligaría a utilizar un fósforo menos estable que parpadearía mucho más». Atkinson l amó a Jobs, y este se puso de su
parte. Los encargados del hardware se quejaron, pero cuando se pusieron manos a la obra encontraron la forma de l evarlo
adelante. «Steve no era demasiado adepto a la ingeniería, pero se le daba muy bien evaluar la respuesta de los demás.
Podía adivinar si los ingenieros estaban poniéndose a la defensiva o si no se fiaban de él».
Una de las hazañas más impresionantes de Atkinson (hoy en día estamos tan acostumbrados a el a que nos parece
normal) fue la de permitir que las ventanas pudieran superponerse en pantal a, de forma que la que estuviera «encima»
tapase a las que se encontraban «debajo». Atkinson creó además un sistema por el que las ventanas podían desplazarse,
igual que si se mueven hojas de papel sobre un escritorio, ocultando o dejando al descubierto las de debajo cuando se
mueven las de arriba. Obviamente, en la pantal a de un ordenador no hay varias capas de píxeles debajo de los que
pueden verse, así que en realidad las ventanas no están escondidas debajo de las que parecen estar en la parte superior.
Para crear la ilusión de que las ventanas se superponen es necesario escribir un complejo código que
utiliza las l amadas «regiones». Atkinson se esforzó por lograr que aquel truco funcionara porque pensaba que había visto
aquel a función durante su visita al Xerox PARC. En realidad, los científicos de PARC nunca habían conseguido algo así, y
más tarde le confesaron lo sorprendidos que se habían quedado al ver que él lo había logrado. «Aquel o me hizo darme
cuenta del poder de la inocencia —reconoció Atkinson—. Fui capaz de hacerlo porque no sabía que no podía hacerse».
Atkinson trabajaba tanto que una mañana, en las nubes como estaba, estrel ó su Corvette contra un camión aparcado y
casi se mata. Jobs acudió inmediatamente al hospital para verlo. «Estábamos muy preocupados por ti», le dijo cuando
recuperó la conciencia. Atkison esbozó una sonrisa dolorida y contestó: «No te preocupes, todavía recuerdo cómo funciona
lo de las regiones».
Jobs también insistía mucho en lograr unos desplazamientos suaves sobre la pantal a. Los documentos no debían trastabil
ar de línea en línea mientras los desplazabas, sino que debían fluir. «Estaba empeñado en que todos los elementos de la
58
interfaz causaran buenas sensaciones al usuario», relató Atkinson. También querían un ratón que pudiera mover el cursor
con sencil ez en cualquier dirección, y no simplemente de arriba abajo y de izquierda a derecha. Eso obligaba a utilizar una
bola en lugar de las dos ruedecil as habituales. Uno de los ingenieros le dijo a Atkinson que no había forma de construir un
ratón rentable de esas características. Después de que este se quejara ante Jobs durante una cena, l egó a la oficina al día
siguiente para descubrir que Jobs había despedido al ingeniero. Y cuando conoció a su sustituto, Atkinson, las primeras
palabras de este fueron: «Yo puedo construir ese ratón».
Atkinson y Jobs se hicieron íntimos amigos durante una época, y cenaban juntos en el restaurante Good Earth casi todas
las noches. Sin embargo, John Couch y los
otros ingenieros profesionales del equipo del Lisa, muchos de el os hombres serios l egados de la Hewlett-Packard, se
mostraban resentidos ante las interferencias de Jobs y muy molestos por sus frecuentes insultos. También existía un
choque de visiones. Jobs quería construir una especie de «VolksLisa», un producto sencil o y económico para las masas.
«Había un tira y afloja entre la gente como yo, que quería una máquina ligera, y los de Hewlett-Packard, como Couch, que
estaban tratando de l egar al mercado empresarial», recordaba Jobs.
Tanto Scott como Markkula, que trataban de poner algo de orden en Apple, estaban cada vez más preocupados por el
difícil comportamiento de Jobs. Así, en
septiembre de 1980 planearon en secreto una reestructuración de la compañía. Couch fue nombrado el director indiscutible
de la división del Lisa. Jobs perdió el control del ordenador al que había bautizado como a su hija. También lo
desposeyeron de su función como vicepresidente de investigación y desarrol o. Lo convirtieron en el presidente no ejecutivo
del consejo de administración, lo que le permitía seguir siendo el rostro público de Apple, pero el o implicaba que no tenía
control operativo alguno. Aquel o le dolió. «Estaba disgustado y me sentí abandonado por Markkula —declaró—. Scotty y él
pensaron que no estaba a la altura para dirigir la división del Lisa. Aquel o me amargó mucho».
La salida a Bolsa
Un hombre de fama y fortuna
OPCIONES
Cuando Mike Markkula se unió a Jobs y a Wozniak para convertir su recién creada sociedad en la Apple Computer
Company en enero de 1977, la compañía estaba valorada en 5.309 dólares. Menos de cuatro años más tarde, decidieron
que había l egado la hora de salir a Bolsa. Aquel a fue la oferta pública de venta con mayor demanda desde la de Ford
Motors en 1956. A finales de diciembre de 1980, Apple estaba valorada en 1.790 mil ones de dólares. Sí, mil ones. Durante
aquel lapso de tiempo, convirtió a trescientas personas en mil onarios.
Daniel Kottke no era uno de el os. Había sido el mejor amigo de Jobs en la universidad, en la India, en la comuna del huerto
de manzanos de la Al One Farm y en la
casa de alquiler que compartieron durante la crisis de Chrisann Brennan. Había entrado a formar parte de Apple cuando su
sede todavía era el garaje de los Jobs, y aún trabajaba en la compañía como empleado por horas. Sin embargo, no estaba
en un nivel suficientemente alto del escalafón como para que le asignaran algunas de las opciones de compra de acciones
que se repartieron antes de la oferta pública de venta. «Yo confiaba completamente en Steve, y pensé que cuidaría de mí
igual que yo había cuidado de él, así que no lo presioné», afirmó Kottke. El motivo oficial era que Kottke era un técnico que
trabajaba por horas y no un ingeniero en nómina, lo cual era condición indispensable para recibir opciones de compra. Aun
así, podrían habérselas ofrecido por haber formado parte de la empresa desde su fundación. Sin embargo, Jobs no fue
nada sentimental con aquel os que lo habían acompañado en su camino. «Steve es todo menos una persona leal —
reconoció Andy Hertzfeld, un antiguo ingeniero de Apple que, no obstante, seguía manteniendo la amistad con él—. Es lo
opuesto a la lealtad. Necesita abandonar a la gente más cercana».
Kottke decidió defender su situación ante Jobs y se dedicó a rondar por su despacho para poder pil arlo y reclamarle. Sin
embargo, en cada uno de esos
encuentros, Jobs lo ignoró por completo. «Lo más duro fue que Steve nunca me dijo que yo no era candidato a las opciones
—afirmó Kotkke—. Como amigo, me lo debía. Cada vez que le preguntaba por aquel asunto, me decía que tenía que ir a
hablar con mi supervisor». Al final, casi seis meses después de la oferta pública de venta, Kottke reunió el valor suficiente
para entrar en el despacho de Jobs y tratar de aclarar el asunto. Sin embargo, cuando lo hizo Jobs se mostró tan frío que
Kottke se quedó paralizado. «Se me atragantaron las palabras. Me eché a l orar y no fui capaz de hablar con él —
59
recordaba Kottke—. Nuestra amistad había desaparecido. Era muy triste».
Rod Holt, el ingeniero que había construido la fuente de alimentación, estaba recibiendo muchas opciones de compra. Trató
de convencer a Jobs: «Tenemos que
hacer algo por tu colega Daniel —le dijo, y sugirió que entre el os dos le dieran algunas de sus propias opciones de
compra—. Yo igualaré la cantidad de opciones que tú le des», propuso Holt. Jobs replicó: «De acuerdo. Yo voy a darle
cero».
Wozniak, como era de esperar, mostró la actitud contraria. Antes de que las acciones salieran a la venta decidió vender dos
mil de sus opciones a muy bajo precio a cuarenta empleados de nivel medio. La mayoría de el os ganaron lo suficiente
como para comprarse una casa. Wozniak se compró una casa de ensueños para él y su nueva esposa, pero esta se
divorció de él al poco tiempo y se quedó con el a. Más adelante también les entregó directamente acciones a aquel os
empleados que, en su opinión, habían recibido menos de lo debido, entre el os Kottke, Fernandez, Wigginton y Espinosa.
Todo el mundo adoraba a Wozniak, y más todavía tras sus muestras de generosidad, pero muchos también coincidían con
Jobs en que era «terriblemente inocente e infantil». Unos meses más tarde apareció un cartel de la organización benéfica
United Way en uno de los tablones de noticias de la empresa en el que se mostraba a un indigente. Alguien había escrito
encima: «Woz en 1990».
Jobs no era tan inocente. Se había asegurado de firmar el acuerdo con Chrisann Brennan antes de que tuviera lugar la
oferta pública de venta.
Jobs, la cara visible de aquel a oferta, ayudó a elegir los dos bancos de inversiones que iban a gestionarla: la banca
Morgan Stanley, bien asentada en Wal Street, y la nada tradicional firma Hambrecht y Quist, de San Francisco. «Steve se
mostraba muy irreverente con los tipos de Morgan Stanley, una compañía muy estricta por aquel a época», recordaba Bil
Hambrecht. Morgan Stanley planeaba fijar un precio de 18 dólares por acción, aunque era obvio que su valor aumentaría
rápidamente.
«¿Qué pasa con esas acciones que vamos a vender a 18 dólares? —les preguntó a los banqueros—. ¿No pensáis
vendérselas a vuestros mejores clientes? Si eso es
así, ¿por qué a mí me cobráis una comisión del 7 %?». Hambrecht reconoció que el sistema traía consigo algunas
injusticias inherentes y propuso la idea de una subasta inversa para fijar el precio de las acciones antes de la oferta pública
de venta.
Apple salió a Bolsa en la mañana del 12 de diciembre de 1980. Para entonces, los banqueros habían fijado el precio a 22
dólares por acción. El primer día subieron
hasta los 29. Jobs había l egado al despacho de Hambrecht y Quist justo a tiempo para ver las primeras transacciones. A
sus veinticinco años, era un hombre con 256 mil ones de dólares.
MUCHACHO, ERES UN HOMBRE RICO
Antes y después de hacerse rico, y sin duda a lo largo de toda una vida en la que fue sucesivamente un hombre arruinado y
un multimil onario, la actitud de Steve Jobs hacia la riqueza resultaba algo compleja. Fue un hippy antimaterialista, pero
supo capitalizar los inventos de un amigo que quería regalarlos; un devoto del budismo zen y antiguo peregrino en la India,
decidió que su vocación eran los negocios. Y a pesar de el o, de algún modo, semejantes actitudes parecían entrelazarse
en lugar de entrar en conflicto.
Jobs adoraba algunos objetos, especialmente aquel os que estuvieran diseñados y fabricados con elegancia, como los
Porsche y los Mercedes, los cuchil os Henckel y los electrodomésticos Braun, las motocicletas BMW y las fotografías de
Ansel Adams, los pianos Bösendorfer y los equipos de sonido Bang & Olufsen. Aun así, las
casas en las que vivió, independientemente de lo rico que fuera, no eran ostentosas y estaban amuebladas con tanta sencil
ez que habrían hecho enrojecer de vergüenza a un cuáquero. Ni entonces ni después viajó con un séquito ni contrató a
asistentes personales o un servicio de guardaespaldas. Se compró un buen coche, pero lo conducía él mismo. Cuando
Markkula le propuso que se compraran juntos un avión Learjet, rechazó la oferta (aunque posteriormente acabó por pedirle
a Apple un avión Gulfstream para él solo). Al igual que su padre, podía ser despiadado a la hora de regatear con los
proveedores, pero no permitía que su pasión por obtener beneficios tuviese prioridad sobre su pasión por construir grandes
productos.
Treinta años después de que Apple saliera a Bolsa, reflexionaba acerca de lo que había supuesto para él ganar tanto
dinero de pronto:
60
Nunca me preocupé por el dinero. Me crié en una familia de clase media, así que nunca pensé que me fuera a morir de
hambre. Además, en Atari aprendí que podía ser un ingeniero decente, por lo que siempre supe que podría arreglármelas.
Fui pobre por voluntad propia cuando asistí a la universidad y viajé a la India, y llevé una vida bastante sencilla incluso
cuando trabajaba. Así que pasé de ser bastante pobre, lo que era estupendo porque no tenía que preocuparme por el
dinero, a ser increíblemente rico, punto en el cual tampoco tenía que preocuparme por el dinero.
Yo veía a gente en Apple que había ganado mucho dinero y que sentía que debía llevar una vida diferente. Algunos se
compraron un Rolls Royce y varias casas, cada una con un encargado, y tenían que contratar a un encargado para
controlar a los demás encargados. Sus esposas se hacían la cirugía estética y se convertían en personas extrañas. No es
así como yo quería vivir. Era una locura. Me prometí a mí mismo que no iba a permitir que ese dinero me arruinara la vida.
No era especialmente filántropo. Durante un breve período de tiempo creó una fundación, pero descubrió que le
incomodaba tener que tratar con la persona a la que había contratado para que la dirigiera, que no hacía más que hablar de
nuevas formas de filantropía y de cómo «influir» en la gente para que donasen. A Jobs no le gustaba la gente que hacía
gala de su filantropía o que pensaba que podía reinventar ese concepto. Anteriormente, había enviado con discreción un
cheque de 5.000 dólares para ayudar a crear la Seva Foundation, de Larry Bril iant, que lucha contra las enfermedades
derivadas de la pobreza, e incluso accedió a formar parte de su consejo de administración. Sin embargo, en una de las
reuniones se enzarzó en una discusión con un célebre médico del consejo acerca de si la fundación debía, tal y como
defendía Jobs, contratar a Regis McKenna para que los ayudara con las recaudaciones de fondos y la publicidad. Aquel a
refriega acabó con Jobs l orando de rabia en el aparcamiento. Bril iant y él se reconciliaron la noche siguiente entre
bastidores, en un concierto benéfico de los Grateful Dead para la Seva Foundation. Sin embargo, cuando Bril iant l evó a
algunos de los miembros del consejo —entre los que se contaba gente creativa como Wavy Gravy y Jerry Garcia— a Apple
justo después de la oferta pública de venta para solicitar una donación, Jobs no se mostró receptivo. En vez de eso, trató
de encontrar la forma de que un Apple II y un programa VisiCalc que se habían donado pudieran facilitarle a la fundación el
realizar una encuesta sobre la ceguera en Nepal que estaban planeando.
Su mayor regalo personal fue para sus padres, Paul y Clara Jobs, a quienes entregó acciones por un valor aproximado de
750.000 dólares. El os vendieron algunas para cancelar la hipoteca de la casa de Los Altos, y su hijo fue a verlos para una
pequeña celebración. «Aquel a era la primera vez en su vida en que no tenían una hipoteca —recordaba Jobs—. Habían
invitado a un grupo de amigos a la fiesta, y fue todo muy agradable». Aun así, no se plantearon comprar una casa mejor.
«No les interesaba —afirmó Jobs—. Estaban contentos con la vida que l evaban». Su único derroche fue embarcarse en un
crucero de vacaciones cada año. El que cruzó el canal de Panamá «fue el más importante para mi padre», según Jobs,
porque le recordó el momento en que su barco de la Guardia Costera lo atravesó de camino a San Francisco para ser
retirarado del servicio.
Con el éxito de Apple l egó la fama pública. Inc fue la primera revista que presentó a Jobs en portada, en octubre de 1981.
«Este hombre ha cambiado los negocios para siempre», proclamaba. Mostraba a Jobs con la barba bien arreglada, el pelo
largo y peinado, unos vaqueros azules y una camisa de vestir con una americana tal vez demasiado bril ante. Se inclinaba
sobre un Apple II y miraba directamente a la cámara con la cautivadora mirada que había aprendido de Robert Friedland.
«Cuando Steve Jobs habla, lo hace con el entusiasmo embriagador de alguien que puede ver el futuro y se está
asegurando de que funciona correctamente», informaba
la revista.
Time fue la siguiente, en febrero de 1982, con una serie sobre jóvenes emprendedores. La portada era un dibujo de Jobs,
nuevamente con su mirada hipnótica. Según el artículo principal, Jobs «había creado prácticamente él solo toda la industria
de los ordenadores personales». El texto adjunto, escrito por Michael Moritz, señalaba: «A los veintiséis años, Jobs
encabeza una compañía que hace seis se encontraba ubicada en una habitación y un garaje en casa de sus padres. Sin
embargo, este año se espera que sus ventas alcancen los 600 mil ones de dólares. [...] Como ejecutivo, Jobs a veces se
muestra irascible y brusco con sus subordinados. Según él mismo reconoce,“tengo que aprender a controlar mis
sentimientos”».
A pesar de su nueva fama y fortuna, todavía se veía a sí mismo como un hijo de la contracultura. En una visita a una clase
de Stanford, se quitó su cara chaqueta y sus zapatos, se subió a una mesa y cruzó las piernas en la posición del loto. Los
estudiantes planteaban preguntas como la de cuándo iba a aumentar el precio de las acciones de Apple, a las que Jobs
hizo caso omiso. Cuando las cuestiones empresariales se fueron apagando, Jobs invirtió los papeles con aquel os
estudiantes tan arreglados. «¿Cuántos de vosotros sois vírgenes? —preguntó. Se oyeron risitas nerviosas— ¿Cuántos
habéis probado el LSD?». Hubo más risitas, y solo se alzaron una o dos manos. Posteriormente, Jobs se quejaba de las
nuevas generaciones de jóvenes, que le parecían más materialistas y centrados en el trabajo que la suya.
«Cuando yo iba a la escuela era justo después de los sesenta, y antes de que esta oleada general de determinación
61
práctica se instalara entre los jóvenes —afirmó—.
Ahora los estudiantes ni siquiera piensan en términos idealistas, o al menos no en la misma medida. Lo que está claro es
que no dejan que los problemas filosóficos de hoy en día roben demasiado tiempo a sus estudios». Según él, su generación
era diferente. «Los aires idealistas de los sesenta siguen acompañándonos, y la mayoría de la gente de mi edad que
conozco tiene muy arraigado ese sentimiento».
El nacimiento del Mac
Dices que quieres una revolución...
EL BEBÉ DE JEF RASKIN
Jef Raskin era el tipo de persona que podía cautivar a Steve Jobs. O irritarlo. Por lo visto, logró ambas cosas. Raskin tenía
un temperamento filosófico y podía mostrarse a la vez risueño y serio. Había estudiado informática, impartido clases de
música y artes gráficas, dirigido una compañía de ópera de cámara y organizado un teatro subversivo. Su tesis doctoral,
presentada en 1967 en la Universidad de California en San Diego, defendía que los ordenadores debían contar con
interfaces gráficas en lugar de interfaces de comandos de texto. Cuando se hartó de ser profesor, alquiló un globo
aerostático, sobrevoló la casa del rector y desde a lí le comunicó a gritos su decisión de dimitir.
Cuando Jobs andaba buscando a alguien que escribiera un manual para el Apple II en 1976, lamó a Raskin, que tenía un
pequeño gabinete de consultoría propio. Raskin legó al garaje, vio a Wozniak trabajando como una hormiguita sobre el
banco de trabajo, y Jobs le convenció de que escribiera el manual por 50 dólares. Acabaría convirtiéndose en director del
departamento de publicaciones de Apple. Uno de sus sueños era construir un ordenador económico para las masas, y en
1979 convenció a Mike Markkula para que lo pusiera a cargo del diminuto proyecto semioficial y semiclandestino bautizado
como «Annie». Como a Raskin le parecía que resultaba sexista poner nombres de mujer a los ordenadores, renombró el
proyecto en honor a su variedad favorita de manzana, la McIntosh. Sin embargo, cambió a propósito la ortografía de la
palabra para que no entrara en conflicto con el fabricante de equipos de sonido McIntosh Laboratory. El ordenador de aquel
proyecto pasó a conocerse como Macintosh.
Raskin quería crear una máquina que se vendiera por 1.000 dólares y que fuera una herramienta senci la, con la panta la,
el teclado y la unidad de procesamiento en
un mismo equipo. Para mantener los costes controlados, propuso una panta la diminuta de cinco pulgadas y un
microprocesador muy barato y de poca potencia, el Motorola 6809. Raskin, que se veía a sí mismo como un filósofo,
escribía sus pensamientos en un cuaderno cada vez más abultado al que lamaba El libro del Macintosh. También
redactaba manifiestos de vez en cuando. Uno de e los, titulado Ordenadores a millones , daba inicio con un deseo: «Si los
ordenadores personales han de ser realmente personales, al final lo más probable será que cualquier familia elegida al azar
tenga uno en casa».
A lo largo de 1979 y principios de 1980, el proyecto Macintosh levó una existencia discreta. Cada pocos meses pendía
sobre él la amenaza de la cancelación, pero
Raskin siempre lograba convencer a Markkula para que se mostrara clemente. Contaban con un equipo de investigación de
solo cuatro ingenieros, situado en el despacho original de Apple, junto al restaurante Good Earth, a unas ca les de distancia
de la nueva sede central de la compañía. La zona de trabajo estaba tan repleta de juguetes y maquetas de aviones por
control remoto (la pasión de Raskin) que parecía una guardería para aficionados a la electrónica. Y de vez en cuando el
trabajo se detenía para librar un combate algo desorganizado con pistolas de dardos de espuma. Como narró Andy
Hertzfeld, «esto motivó que todo el mundo rodeara su área de trabajo con barricadas de cartón, para que sirvieran como
refugio durante los juegos, con lo que parte de la oficina semejaba un laberinto de cartón».
La estre la del equipo era un joven ingeniero autodidacta, rubio, con rasgos angelicales y una intensa personalidad lamado
Burre l Smith, que adoraba los códigos
diseñados por Wozniak y trataba de alcanzar hazañas igualmente deslumbrantes. Atkinson descubrió a Smith mientras este
trabajaba en el departamento de atención al cliente de Apple y, sorprendido por su habilidad para improvisar soluciones, se
lo recomendó a Raskin. En años posteriores sucumbiría a la esquizofrenia, pero a principios de la década de 1980 era
capaz de canalizar su frenética actividad de ingeniero en rachas de bri lantez que duraban semanas enteras.
Jobs estaba cautivado por la visión de Raskin, pero no por su disposición a ceder en aras de mantener un bajo coste. En
algún momento del otoño de 1979, Jobs le pidió que se centrara en construir lo que él lamaba una y otra vez un producto
62
«absurdamente genial». «No te preocupes por el precio, tú detá lame las funciones que tiene que tener el ordenador», le
ordenó. Raskin respondió con una nota sarcástica. En e la se enumeraba todo lo que uno podría desear en un ordenador:
una panta la en color de alta resolución con espacio para 96 caracteres por línea, una impresora sin cinta que pudiera
generar cualquier gráfico en color a una velocidad de una página por segundo, acceso ilimitado a la red ARPA,
reconocimiento de voz y la capacidad de sintetizar música «e incluso de emular a Caruso cantando con el Coro del
Tabernáculo Mormón, con reverberación variable». La nota concluía: «Comenzar por una lista de las funciones deseadas
no tiene sentido. Debemos empezar fijando un precio y un conjunto de funciones, y tener controladas la tecnología actual y
la de un futuro inmediato». En otras palabras, Raskin no tenía paciencia para adaptarse a la creencia de Jobs de que
podías distorsionar la realidad si sentías una pasión suficientemente intensa por tu producto.
Así pues, estaban destinados a entrar en conflicto, especialmente después de que Jobs se viera apartado del proyecto Lisa
en septiembre de 1980 y comenzara a buscar algún otro lugar en el que dejar su impronta. Era inevitable que su mirada
acabara recayendo en el proyecto Macintosh. Los manifiestos de Raskin acerca de una máquina económica para las
masas, con una interfaz gráfica senci la y un diseño nítido, le legaron a lo más hondo. Y también era inevitable que, en
cuanto Jobs se fijara en el proyecto Macintosh, los días de Raskin pasaran a estar contados. «Steve comenzó a planear lo
que él pensaba que debíamos hacer, Jef empezó a mostrarse resentido y al instante quedó claro cuál sería el resultado»,
recordaba Joanne Hoffman, que formaba parte del equipo del Mac.
El primer conflicto tuvo lugar acerca de la devoción de Raskin por el poco potente microprocesador Motorola 6809. Una vez
más, aquel fue un enfrentamiento entre
el deseo de Raskin de mantener el precio del Mac por debajo de los 1.000 dólares y la determinación de Jobs de construir
una máquina «absurdamente genial». Así pues, Jobs comenzó a presionar para que el Mac se pasara a un
microprocesador más potente, el Motorola 68000, que era el que utilizaba el Lisa. Justo antes de la Navidad de 1980,
desafió a Burre l Smith, sin decírselo a Raskin, para que presentara un prototipo rediseñado que emplease el nuevo chip. Al
igual que habría hecho su héroe, Wozniak, Smith se zambu ló en la tarea día y noche y trabajó sin parar durante tres
semanas, con todo tipo de impresionantes saltos cualitativos en la programación. Cuando lo logró, Jobs consiguió forzar el
cambio al Motorola 68000. Raskin tuvo que disimular su disgusto y recalcular el precio del Mac.
Había en juego un factor más importante. El microprocesador barato de Raskin no habría sido capaz de gestionar los
asombrosos gráficos —ventanas, menús,
ratón, etcétera— que el equipo había descubierto en sus visitas al Xerox PARC. Raskin había convencido a todo el mundo
para que acudiera al Xerox PARC, y le gustaba la idea de la configuración en mapa de bits y las ventanas. Sin embargo, no
había quedado prendado de todos los bonitos gráficos e iconos, y detestaba por completo la idea de utilizar un ratón con
puntero y botón en lugar del teclado. «Algunas de las personas del proyecto se obsesionaron por tratar de hacerlo todo con
el ratón —refunfuñó después—. Otro ejemplo es la absurda aplicación de los iconos. Un icono es un símbolo igualmente
incomprensible en todos los lenguajes humanos. Si el ser humano inventó los idiomas fonéticos, es por algo».
El antiguo alumno de Raskin, Bi l Atkinson, se puso de parte de Jobs. Ambos querían un procesador potente que pudiera
soportar mejores gráficos y el uso de un
ratón. «Steve tuvo que apartar a Jef del proyecto —aseguró Atkinson—. Jef era bastante firme y testarudo, y Steve hizo
bien en hacerse cargo de la situación. El mundo obtuvo un resultado mejor».
Los desacuerdos eran algo más que disputas filosóficas. Se convirtieron en choques entre sus personalidades. «Le gusta
que la gente salte cuando él lo ordena — dijo Raskin en una ocasión—. Me parecía que no era de fiar, y que no le hacía
gracia que no lo satisficieran por completo. No parece que le guste la gente que lo ve sin una aureola de admiración». Jobs
tampoco valoraba demasiado a Raskin. «Jef era extremadamente pedante —afirmó—. No sabía mucho de interfaces, así
que decidí reclutar a algunos miembros de su equipo que sí eran muy buenos, como Atkinson, traer a algunos de mis
chicos, hacerme con el control de la situación y construir una versión más económica del Lisa en lugar de un pedazo de
chatarra».
A algunos de los miembros del equipo les resultó imposible trabajar con él. «Jobs parece introducir en el proyecto la
tensión, los problemas derivados de la política de empresa y los conflictos, en lugar de disfrutar de un remanso de paz ante
esas distracciones —escribió un ingeniero en una nota a Raskin en diciembre de 1980—. Disfruto enormemente hablando
con él y admiro sus ideas, su perspectiva pragmática y su energía, pero no creo que ofrezca el entorno relajado de apoyo y
confianza que yo necesito».
Sin embargo, muchos otros advirtieron que Jobs, a pesar de los defectos de su temperamento, contaba con el carisma y la
influencia empresarial que los podrían levar a dejar una marca en el universo. Jobs le dijo a su personal que Raskin solo
era un soñador, mientras que él era un hombre de acción que iba a tener el Mac acabado en cuestión de un año. Quedó
claro que quería vengarse por haberse visto apartado del grupo del Lisa y que se sentía estimulado por la competición.
Apostó públicamente 5.000 dólares con John Couch a que el Mac estaría listo antes que el Lisa. «Podemos fabricar un
63
ordenador más barato y mejor que el Lisa, y podemos sacarlo antes que e los al mercado», arengó a su equipo.
Jobs reafirmó su control sobre el grupo al cancelar un seminario que Raskin debía impartir a la hora de comer ante toda la
compañía en febrero de 1981. Raskin acudió a la sala de conferencias de todas formas y descubrió que había a lí unas cien
personas esperando para escucharlo. Jobs no se había molestado en notificarle a nadie más su orden de cancelación, así
que Raskin siguió adelante y dio su charla. Aquel incidente levó a Raskin a enviarle una virulenta nota a Mike Scott, de
nuevo ante la difícil tesitura de ser un presidente que trataba de manejar al temperamental cofundador de la compañía y a
uno de sus principales accionistas. El texto se titulaba
«Trabajar para/con Steve Jobs», y en él Raskin afirmaba:
Es un directivo horrible. [...] Siempre me gustó Steve, pero he descubierto que resulta imposible trabajar con él. [...] Jobs
falta con regularidad a sus citas. Esto es algo tan conocido que ya es casi un chiste común entre los trabajadores. [...] Actúa
sin pensar y con criterios erróneos. [...] No reconoce los méritos de aquellos que lo merecen. [...] Muy a menudo, cuando le
presentan una nueva idea, la ataca de inmediato y asegura que es inútil o incluso estúpida, que ha sido una pérdida de
tiempo trabajar en ella. Esto, por sí mismo, ya es muestra de una mala gestión, pero si la idea es buena, no tarda en
hablarle a todo el mundo de ella como si hubiera sido suya. [...] Interrumpe a los demás y no escucha.
Esa tarde, Scott lamó a Jobs y a Raskin para que se enfrentaran ante Markkula. Jobs comenzó a lorar. Raskin y él solo se
pusieron de acuerdo en una cosa: ninguno de e los podía trabajar para el otro. En el proyecto de Lisa, Scott se había
puesto de parte de Couch. En esta ocasión, decidió que lo mejor era dejar que ganara Jobs. Al fin y al cabo, el Mac era un
proyecto de desarro lo menor situado en un edificio lejano que podía mantener a Jobs ocupado y alejado de la sede
principal. A Raskin le pidieron que se tomara una temporada de permiso. «Querían contentarme y darme algo que hacer, lo
cual me parecía bien —recordaba Jobs—. Para mí era como regresar al garaje. Tenía mi propio equipo con gente
variopinta y estaba al mando».
Puede que la expulsión de Raskin parezca injusta, pero al final acabó siendo buena para el Macintosh. Raskin quería una
aplicación con poca memoria, un procesador anémico, una cinta de casete, ningún ratón y unos gráficos mínimos. A
diferencia de Jobs, quizá hubiera sido capaz de mantener ajustados los precios hasta unos 1.000 dólares, y aque lo podría
haber ayudado a Apple a ganar algo de cuota de mercado. Sin embargo, no podría haber logrado lo que hizo Jobs, que fue
crear y comercializar una máquina que transformó el mundo de los ordenadores personales. De hecho, podemos ver
adónde leva ese otro camino que no tomaron. Raskin fue contratado por Canon para construir la máquina que él quería.
«Fue el Canon Cat, y resultó un fracaso absoluto —comentó Atkinson—. Nadie lo quería. Cuando Steve convirtió el Mac en
una versión compacta del Lisa, lo transformó en una plataforma informática, más que un electrodoméstico casero».*
LAS TORRES TEXACO
Unos días después de que se marchara Raskin, Jobs apareció por el cubículo de Andy Hertzfeld, un joven ingeniero del
equipo del Apple II con rasgos angelicales y una actitud angelical, un poco como su colega Burre l Smith. Hertzfeld
recordaba que la mayoría de sus colegas temían a Jobs «por sus arranques de cólera y su tendencia a decirle a todo el
mundo exactamente lo que pensaba, lo que en muchos casos no era demasiado positivo». Sin embargo, a Hertzfeld le
entusiasmaba aquel hombre. «¿Eres bueno? —preguntó Jobs nada más entrar—. Solo queremos a los mejores en el Mac,
y no estoy seguro de si eres lo suficientemente bueno». Hertzfeld sabía cómo debía contestar. «Le dije que sí, que pensaba
que era lo bastante bueno».
Jobs se marchó y Hertzfeld volvió a su trabajo. Esa misma tarde, lo sorprendió mirando por encima de la pared de su
cubículo. «Te traigo buenas noticias —anunció
—. Ahora trabajas en el equipo del Mac. Ven conmigo».
Hertzfeld respondió que necesitaba un par de días más para acabar el producto en el que estaba trabajando para el Apple
II. «¿Qué es más importante que trabajar
en el Macintosh?», quiso saber Jobs. Hertzfeld le explicó que necesitaba darle forma a su programa de DOS para el Apple
II antes de podérselo pasar a alguien más.
«¡Estás perdiendo el tiempo con eso! —contestó Jobs—. ¿A quién le importa el Apple II? El Apple II estará muerto en unos
años. ¡El Macintosh es el futuro de Apple, y vas a ponerte con e lo ahora mismo!». Y acto seguido, Jobs desenchufó el
cable de su Apple II, lo que hizo que el código en el que estaba trabajando se desvaneciera. «Ven conmigo —ordenó—.
Voy a levarte a tu nuevo despacho». Jobs se levó a Hertzfeld, con ordenador y todo, en su Mercedes plateado hasta las
oficinas de Macintosh. «Aquí está tu nuevo despacho —anunció, dejándolo caer en un hueco junto a Burre l Smith—.
64
¡Bienvenido al equipo del Mac!». Cuando Hertzfeld abrió el primer cajón, descubrió que la mesa había sido la de Raskin. De
hecho, Raskin se había marchado tan apresuradamente que algunos de los cajones todavía estaban lenos de sus trastos,
incluidos sus aviones de juguete.
En la primavera de 1981, el criterio principal de Jobs a la hora de reclutar a gente para a formar parte de su alegre banda
de piratas era el de asegurarse que
sintieran una auténtica pasión por el producto. En ocasiones levaba un candidato a una sala donde había un prototipo del
Mac cubierto por una tela, lo descubría con teatralidad y observaba la escena. «Si se les iluminaban los ojos, si se lanzaban
derechos a por el ratón y comenzaban a moverlo y a pulsarlo, Steve sonreía y los reclutaba —recordaba Andrea
Cunningham—. Quería que todos gritaran sorprendidos ante el Mac».
Bruce Horn era uno de los programadores del Xerox PARC. Cuando algunos de sus amigos, como Larry Tesler, decidieron
unirse al grupo del Macintosh, Horn se planteó la posibilidad de marcharse también. Sin embargo, había recibido una buena
oferta con una bonificación inicial de 15.000 dólares para entrar a trabajar en otra empresa. Jobs lo lamó un viernes por la
noche. «Tienes que venir a Apple mañana por la mañana —le soltó—. Tengo un montón de cosas que enseñarte». Horn lo
hizo, y Jobs lo cautivó. «Steve tenía una enorme pasión por construir un artilugio increíble que pudiera cambiar el mundo —
recordaba Horn—. Solo con la pura fuerza de su personalidad me hizo cambiar de opinión». Jobs le mostró a Horn los deta
les de cómo se moldearía el plástico y se ensamblaría en ángulos perfectos, y el buen aspecto que tendría el teclado
integrado. «Quería que viera que todo aquel asunto ya estaba en marcha y que estaba bien pensado de principio a fin.
“Vaya —me dije
—, no veo ese tipo de pasión todos los días”. Así que me uní a e los».
Jobs trató incluso de recuperar a Wozniak. «Me molestaba el hecho de que él no hubiera estado trabajando demasiado,
pero entonces pensé: “Qué demonios, yo no estaría aquí sin su genio”», contaba Jobs tiempo después. Sin embargo, a
poco de haber empezado a interesar a Wozniak en el Mac, este estre ló su nuevo Beechcraft monomotor durante un
despegue cerca de Santa Cruz. Sobrevivió por poco y acabó con amnesia parcial. Jobs pasó mucho tiempo con él en el
hospital, pero cuando Wozniak se recuperó, pensó que había legado la hora de tomarse un respiro y apartarse de Apple.
Diez años después de abandonar los estudios en Berkeley, decidió regresar a lí para acabar la licenciatura, y se matriculó
con el nombre de Rocky Raccoon Clark.
Para que el proyecto fuera realmente suyo, Jobs decidió que su nombre en clave ya no debía ser el de la manzana favorita
de Raskin. En varias entrevistas, Jobs se
había estado refiriendo a los ordenadores como una bicicleta para la mente: la capacidad de los humanos para crear la
bicicleta les permitía moverse con mayor eficacia que un cóndor, y, de igual modo, la capacidad de crear ordenadores iba a
multiplicar la eficacia de sus mentes. Así pues, un día Jobs decretó que en adelante el Macintosh pasaría a ser conocido
como «la Bicicleta». Aque lo no fue demasiado bien recibido. «Burre l y yo pensamos que aque la era la idea más tonta que
jamás habíamos oído, y senci lamente nos negamos a utilizar el nuevo nombre», recordaba Hertzfeld. En menos de un
mes, la propuesta quedó desestimada.
A principios de 1981, el equipo del Mac había crecido hasta unas veinte personas, y Jobs pensó que debían tener unas
oficinas mayores, así que trasladó a todo el mundo a la segunda planta de un edificio con planchas de madera marrón de
dos alturas, a unas tres ca les de distancia de la sede central de Apple. Estaba cerca de una gasolinera de Texaco, y por lo
tanto pasó a ser conocido como «las Torres Texaco». Recurrieron a Daniel Kottke, aún resentido por las pocas opciones
sobre acciones recibidas, para que montara algunos prototipos del ordenador. Bud Tribble, el principal desarro lador de
software, creó una panta la de arranque en la que aparecía un simpático «¡hola!». Jobs sentía que la oficina debía estar
más animada, así que le ordenó a su gente que fuera a comprar un equipo de música. «Burre l y yo corrimos
inmediatamente a comprar un radiocasete plateado, antes de que pudiera cambiar de opinión», recordaba Hertzfeld.
El triunfo de Jobs pronto fue total. Unas semanas después de vencer en su lucha de poder con Raskin por hacerse con el
control de la división del Mac, ayudó a
expulsar a Mike Scott de su puesto de presidente de Apple. Scotty se había vuelto cada vez más impredecible. Podía
mostrarse intimidante y comprensivo según el caso. Acabó por perder la mayor parte del apoyo de los empleados cuando
los sorprendió con una ronda de despidos perpetrados con una crueldad nada común en él. Además, había comenzado a
sufrir toda una serie de afecciones, desde infecciones oculares hasta narcolepsia. Así que, mientras Scott se encontraba de
vacaciones en Hawai, Markkula lamó a todos los directivos de alto nivel para preguntar si debían sustituirlo por otra
persona. La mayoría de e los, incluidos Jobs y John Couch, dijeron que sí. Por tanto, Markkula asumió el cargo de forma
provisional y mostró una actitud bastante pasiva. Jobs descubrió que ahora tenía carta blanca para hacer lo que quisiera
con el grupo del Mac.
65
11
El campo de distorsión de la realidad
Jugando con sus propias reglas
Cuando Andy Hertzfeld se unió al equipo del Mac, recibió una charla informativa de Bud Tribble, el otro diseñador de
software, acerca de la ingente cantidad de trabajo que quedaba por hacer. Jobs quería que todo estuviera listo en enero de
1982, y para eso faltaba menos de un año. «Es una locura —aseguró Hertzfeld—. Es imposible». Tribble señaló que Jobs
no estaba dispuesto a aceptar ningún contratiempo. «La mejor forma de describir aquel a situación es con un término de
Star Trek
—explicó Tribble—. Steve crea un campo de distorsión de la realidad». Cuando Hertzfeld mostró su desconcierto, Tribble
profundizó un poco más. «En su presencia,
la realidad es algo maleable. Puede convencer a cualquiera de prácticamente cualquier cosa. El efecto se desvanece
cuando él ya no está, pero hace que sea difícil plantear plazos realistas».
Tribble recuerda que adoptó aquel término a partir de los célebres episodios de Star Trek titulados «La colección de fieras».
«En el os los alienígenas crean su
propio mundo usando solo la fuerza de sus mentes». Afirmó haber pretendido que aquel a expresión fuera un cumplido,
además de una advertencia. «Era peligroso quedar atrapado en el campo de distorsión de Steve, pero era aquel o lo que le
permitía ser realmente capaz de alterar la realidad».
Al principio, Hertzfeld pensó que Tribble estaba exagerando. Sin embargo, tras dos semanas de ver a Jobs en acción, se
convirtió en un observador atento de aquel
fenómeno. «El campo de distorsión de la realidad era una confusa mezcla de estilo retórico y carismático, una voluntad
indomable y una disposición a adaptar cualquier dato para que se adecuase al propósito perseguido —aseguró—. Si una
de sus argumentaciones no lograba convencerte, pasaba con gran destreza a la siguiente. En ocasiones era capaz de
dejarte sin argumentos al adoptar de pronto tu misma postura como si fuera la suya, sin reconocer en ningún momento que
antes él había pensado de forma diferente».
Hertzfeld descubrió que no había gran cosa que se pudiera hacer para defenderse de aquel a fuerza. «Lo más
sorprendente es que el campo de distorsión de la realidad parecía dar resultado incluso si tú eras perfectamente consciente
de su existencia —afirmó—. A menudo discutíamos técnicas para poder contrarrestarlo, pero tras un tiempo la mayoría nos
rendíamos y pasábamos a aceptarlo como una fuerza más de la naturaleza». Después de que Jobs decidiera en una
ocasión sustituir todos los refrescos de la oficina por zumos orgánicos de naranja y zanahoria de la marca Odwal a, alguien
del equipo preparó unas camisetas. La parte frontal rezaba:
«Campo de distorsión de la realidad», y la trasera añadía: «¡El secreto está en el zumo!».
Hasta cierto punto, denominarlo «campo de distorsión de la realidad» era solo una forma rebuscada de decir que Jobs tenía
una cierta tendencia a mentir. Sin embargo, el hecho es que aquel a era una ocultación de la verdad más compleja que un
simple embuste. Jobs realizaba algunas afirmaciones —ya fueran un dato sobre historia del mundo o el relato de quién
había sugerido una u otra idea en una reunión— sin tener en cuenta la verdad. Aquel o representaba un deseo voluntario
de desafiar a la realidad, no solo de cara a los demás, sino a sí mismo. «Es capaz de engañarse él solo —afirmó Bil
Atkinson—. Eso le permite lograr que los demás se crean su visión del mundo, porque él mismo la ha asumido y hecho
suya».
Obviamente, existen muchas personas que distorsionan la realidad. Cuando Jobs lo hacía, a menudo era una táctica para
lograr algo. Wozniak, que resultaba ser tan
radicalmente sincero como Jobs estratega, se maravil aba ante la eficacia de aquel a maniobra. «Su distorsión de la
realidad se pone en funcionamiento cuando él tiene una visión ilógica del futuro, como la de decirme que podía diseñar el
juego de los ladril os en tan solo unos días. Te das cuenta de que no puede ser cierto, pero de alguna forma él consigue
que lo sea».
Cuando los miembros del equipo del Mac se veían atrapados por su campo de distorsión de la realidad, quedaban casi
hipnotizados. «Me recordaba a Rasputín —
afirmó Debi Coleman—. Era como si te lanzara un rayo láser y no pudieras ni pestañear. Daba igual que te estuviera
sirviendo un vaso de cicuta. Te lo bebías». Sin embargo, al igual que Wozniak, cree que el campo de distorsión de la
realidad le daba poderes: permitía a Jobs inspirar a su equipo para que alterase el curso de la historia de la informática con
solo una porción de los recursos de Xerox o de IBM. «Era una distorsión autorrecurrente —precisó—. Hacías lo imposible
porque no sabías que era imposible».
66
En la base misma de la distorsión de la realidad se encontraba la profunda e inalterable creencia de Jobs de que las
normas no iban con él. Disponía de algunas pruebas que lo respaldaban: ya en su infancia, a menudo había sido capaz de
modificar la realidad para que se adaptara a sus deseos. Sin embargo, la razón más profunda para justificar esa idea de
que podía hacer caso omiso de las reglas era la rebeldía y la testarudez que tenía grabadas a fuego en su personalidad.
Creía ser especial, alguien elegido e iluminado. «Cree que hay pocas personas especiales (Einstein, Gandhi y los gurús a
los que conoció en la India), y que él es uno de el os — afirmó Hertzfeld—. Así se lo dijo a Chrisann. En una ocasión l egó a
sugerirme que era un iluminado. Como Nietzsche». Jobs nunca había estudiado la obra de Nietzsche, pero el concepto del
filósofo de la voluntad de poder y de la naturaleza especial del superhombre parecía encajar en él de forma natural. Así
habló Zaratustra: «El espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo». Si la realidad no
se amoldaba a su voluntad, se limitaba a ignorarla, igual que había hecho con el nacimiento de su hija Lisa e igual que hizo
años más tarde cuando le diagnosticaron cáncer por primera vez. Incluso en sus pequeñas rebeliones diarias, tales como
no ponerle matrícula a su coche o aparcarlo en las plazas para discapacitados, actuaba como si las normas y realidades
que lo rodeaban no fueran con él.
Otro aspecto fundamental de la cosmovisión de Jobs era su forma binaria de categorizar las cosas. La gente se dividía ene
«iluminados» y «gilipol as». Su trabajo era
«lo mejor» o «una mierda absoluta». Bil Atkinson, el diseñador de Mac que había caído en el lado bueno de estas
dicotomías, describe cómo funcionaba aquel sistema:
Trabajar con Steve era difícil porque había una gran polaridad entre los dioses y los capullos. Si eras un dios, estabas
subido a un pedestal y nada de lo que hicieras podía estar mal. Los que estábamos en la categoría de los dioses, como era
mi caso, sabíamos que en realidad éramos mortales, que tomábamos decisiones de ingeniería equivocadas y que nos
tirábamos pedos como cualquier otra persona, así que vivíamos con el miedo constante de ser apartados de nuestro
pedestal. Los que estaban en la lista de los capullos, ingenieros brillantes que trabajaban muy duro, sentían que no había
ninguna manera de conseguir que se valorase su trabajo y de poder elevarse por encima de aquella posición.
Sin embargo, estas categorías no eran inmutables. Especialmente cuando sus opiniones eran sobre ideas y no sobre
personas, Jobs podía cambiar de parecer rápidamente. Cuando informó a Hertzfeld acerca del campo de distorsión de la
realidad, Tribble le advirtió específicamente acerca de la tendencia de Jobs a parecerse a una corriente alterna de alto
voltaje. «Si te dice que algo es horrible o fantástico, eso no implica necesariamente que al día siguiente vaya a tener la
misma opinión —le explicó Tribble—. Si le presentas una idea nueva, normalmente te dirá que le parece estúpida. Pero
después, si de verdad le gusta, exactamente una semana después, vendrá a verte y te propondrá la misma idea como si la
hubiera tenido él».
La audacia de esta última pirueta dialéctica habría dejado anonadado al mismísimo Diaghilev, pero aquel o ocurrió en
repetidas ocasiones, por ejemplo con Bruce
Horn, el programador al que había atraído junto con Tesler desde el Xerox PARC. «Una semana le presentaba una idea
que había tenido, y él decía que era una locura
—comentó Horn—. A la semana siguiente aparecía y decía: “Oye, tengo una idea genial”. ¡Y era la mía! Si se lo hacías
notar y le decías: “Steve, yo te dije eso mismo hace una semana”, él contestaba: “Sí, sí, claro...”, y pasaba a otra cosa».
Era como si a los circuitos del cerebro de Jobs les faltara un aparato que modulara las erupciones repentinas de opiniones
que le venían a la mente, así que, para tratar con él, el equipo del Mac recurrió a un concepto electrónico l amado «filtro de
paso bajo». A la hora de procesar la información que él emitía, aprendieron a reducir la amplitud de sus señales de alta
frecuencia. Aquel o servía para suavizar el conjunto de datos y ofrecer una media móvil menos agitada de su cambiante
actitud. «Tras unos cuantos ciclos en los que adoptaba posiciones extremas de forma alterna —señaló Hertzfeld—,
aprendimos a hacer pasar sus señales por un filtro de paso bajo y de esta manera no reaccionar ante las más radicales».
¿Acaso el comportamiento sin restricciones de Jobs estaba causado por una falta de sensibilidad emocional? No. Era casi
justo lo contrario. Tenía una personalidad muy sensible. Contaba con una habilidad asombrosa para interpretar a la gente y
averiguar dónde estaban los puntos fuertes de su psicología, sus zonas vulnerables y sus inseguridades. Podía sorprender
a una víctima desprevenida con un golpe seco emocional perfectamente dirigido. Sabía de forma intuitiva cuándo alguien
estaba fingiendo o cuándo sabía de verdad cómo hacer algo. Aquel o lo convertía en un maestro a la hora de embaucar,
presionar, persuadir, halagar e intimidar a los demás.
«Tenía una inquietante capacidad para saber cuál era exactamente tu punto débil, cómo hacerte sentir insignificante, cómo
hacerte sentir vergüenza —afirmó Hoffman
—. Es un rasgo común en las personas carismáticas que saben cómo manipular a los demás. Saber que él puede
aplastarte te hace sentir más débil y desear recibir su aprobación, de forma que puede elevarte, ponerte en un pedestal y
67
hacer contigo lo que quiera».
Había algunas ventajas en todo aquel o. La gente que no sucumbía aplastada se volvía más fuerte. Su trabajo era mejor,
tanto por el miedo como por el deseo de
agradar y de averiguar qué se esperaba exactamente de el os. «Su comportamiento puede resultar emocionalmente
agotador, pero si sobrevives a él da resultados», comentó Hoffman. También cabía la posibilidad de rebelarse —en
ocasiones— y no solo sobrevivir, sino florecer. Aquel o no funcionaba siempre. Raskin lo intentó y le salió bien durante un
tiempo, aunque después quedó destruido, pero si mostrabas una confianza tranquila y correcta, si Jobs te evaluaba y se
convencía de que sabías lo que estabas haciendo, entonces te respetaba. A lo largo de los años, tanto en su vida
profesional como personal, su círculo más cercano tendió a incluir a muchas más personas fuertes que serviles.
El equipo del Mac sabía todo aquel o. Todos los años, desde 1981, repartían un premio para la persona a la que mejor se le
hubiera dado resistir a Jobs. El premio
era en parte una broma, pero también tenía algo de real, y Jobs lo sabía y le gustaba. Joanna Hoffman lo ganó el primer
año. Esta mujer, criada en el seno de una familia de refugiados del este de Europa, tenía un temperamento y una voluntad
de hierro. Un día, por ejemplo, descubrió que Jobs había alterado sus proyecciones de marketing de una forma que, según
el a, distorsionaba completamente la realidad. Furiosa, irrumpió en su despacho. «Mientras subía las escaleras, le dije a su
asistente que iba a agarrar un cuchil o y clavárselo en el corazón —narró. Al Eisenstat, el abogado de la empresa, l egó
corriendo para detenerla—. Pero Steve escuchó lo que tenía que decir y se echó atrás en su empeño».
Hoffman volvió a ganar el premio en 1982. «Recuerdo que estaba celosa de Joanna porque el a le plantaba cara a Steve y
yo todavía no tenía el valor suficiente —
comentó Debi Coleman, que entró en el equipo del Mac ese mismo año—. Pero, en 1983, lo gané yo. Había aprendido que
tenía que defender aquel o en lo que creía, y eso es algo que Steve respetaba. Comenzó a ascenderme en la empresa a
partir de entonces». De hecho, al final l egó a ser la directora del departamento de producción.
Un día, Jobs entró de pronto en el cubículo de uno de los ingenieros de Atkinson y soltó su habitual «esto es una mierda».
Según Atkinson, «el chico dijo: “No, no lo es. De hecho, es la mejor forma de hacerlo”, y le explicó a Steve las
modificaciones técnicas que había aplicado». Jobs se retractó. Atkinson le enseñó a su equipo a pasar las palabras de Jobs
a través de un traductor. «Aprendimos a interpretar el “esto es una mierda” como una pregunta que significaba: “Dime por
qué es esta la mejor forma de hacerlo”». Pero la historia tiene un epílogo que a Atkinson también le pareció instructivo. Al
final, el ingeniero encontró una forma todavía mejor de implementar la función que Jobs había criticado. «Lo hizo mejor aún
porque Steve lo había desafiado —comentó Atkinson—, y el o te demuestra que puedes defender tu postura pero que
también debes prestarle atención, porque suele tener razón».
El comportamiento irritable de Jobs se debía en parte a su perfeccionismo y a su impaciencia para con aquel os que l
egaban a soluciones prácticas, de compromiso
—incluso si eran sensatas—, con el fin de que el producto estuviera listo a tiempo y dentro del presupuesto establecido.
«No se le daba bien realizar concesiones — afirmó Atkinson—. Era un perfeccionista y un controlador. Si alguien no se
preocupaba por que el producto estuviera perfecto, entonces él los clasificaba como gentuza». En la Feria de Informática de
la Costa Oeste organizada en abril de 1981, por ejemplo, Adam Osborne presentó el primer ordenador personal realmente
portátil. No era un producto genial —tenía una pantal a de cinco pulgadas y no demasiada memoria—, pero funcionaba
suficientemente bien. Como él mismo afirmó en una célebre cita, «lo aceptable es suficiente. Todo lo demás es superfluo».
A Jobs le pareció que aquel a premisa era moralmente vergonzosa, y pasó días enteros burlándose de Osborne. «Ese tío
no se entera —repetía Jobs una y otra vez mientras iba por los pasil os de Apple—. No está creando arte, está creando
mierda».
Un día, Jobs entró en el cubículo de Larry Kenyon, el ingeniero que trabajaba en el sistema operativo del Macintosh, y se
quejó de que aquel o tardaba demasiado
en arrancar. Kenyon comenzó a explicarle la situación, pero Jobs lo cortó en seco. «Si con el o pudieras salvarle la vida a
una persona, ¿encontrarías la forma de acortar en diez segundos el tiempo de arranque?», le preguntó. Kenyon concedió
que posiblemente podría. Jobs se dirigió a una pizarra y le mostró que si había cinco mil ones de personas utilizando el Mac
y tardaban diez segundos de más en arrancar el ordenador todos los días, aquel o sumaba unos 300 mil ones de horas
anuales
que la gente podía ahorrarse, lo que equivalía a salvar cien vidas cada año. «Larry quedó impresionado, como era de
esperar, y unas semanas más tarde se presentó con un sistema operativo que arrancaba veintiocho segundos más rápido
—recordaba Atkinson—. Steve tenía una forma de motivar a la gente haciéndoles ver una perspectiva más amplia».
El resultado fue que el equipo del Macintosh l egó a compartir la pasión de Jobs por crear un gran producto, y no solo uno
que resultara rentable. «Jobs se veía a sí mismo como un artista, y nos animaba a los del equipo de diseño a que también
pensáramos en nosotros mismos como artistas —comentó Hertzfeld—. El objetivo nunca fue el de superar a la
68
competencia o ganar mucho dinero, sino el de fabricar el mejor producto posible, o incluso uno todavía mejor». Hasta el
punto de que l evó a su equipo a ver una exposición de cristales de Tiffany en el Museo Metropolitano de Nueva York,
porque creía que podrían aprender del ejemplo de Louis Tiffany, que había creado un tipo de arte susceptible de ser
reproducido en serie. «Hablamos acerca de cómo Louis Tiffany no había producido todo aquel o con sus propias manos,
sino que había sido capaz de transmitir sus diseños a otras personas —recordaba Bud Tribble—. Entonces nosotros nos
dijimos: “Oye, ya que vamos a dedicar nuestra vida a construir estos aparatos, más vale que los hagamos bonitos”».
¿Era necesario todo este comportamiento temperamental e insultante? Probablemente no, y tampoco estaba justificado.
Había otras formas de motivar a su equipo.
Aunque el Macintosh resultó ser un gran producto, se retrasó mucho en los plazos y superó ampliamente el presupuesto
planeado debido a las impetuosas intervenciones de Jobs. También se cobró un precio en sensibilidades heridas, lo que
causó que gran parte del equipo acabara quemado. «Las contribuciones de Steve podrían haberse l evado a cabo sin
tantas escenas de terror entre sus colaboradores —opinó Wozniak—. A mí me gusta ser más paciente y no generar tantos
conflictos. Creo que una compañía puede ser como una buena familia. Si yo hubiera dirigido el proyecto del Macintosh,
probablemente todo se hubiera embrol ado demasiado. Sin embargo, creo que si hubiésemos combinado nuestros estilos,
el resultado habría sido mejor que el que logró Steve».
Pero el estilo de Jobs tenía su lado positivo. Los empleados de Apple sentían una irrefrenable pasión por crear productos
de vanguardia y un sentimiento de que podían lograr lo que parecía imposible. Encargaron camisetas en las que podía
leerse: «¡Noventa horas a la semana, y encantados!». La mezcla entre el miedo hacia Jobs y una necesidad increíblemente
fuerte de impresionarlo los l evó a superar sus propias expectativas. Aunque él había impedido que su equipo l egara a
compromisos que habrían abaratado los costes del Mac y habrían permitido terminarlo antes, también había evitado que se
contentaran con los arreglos chapuceros camuflados en forma de soluciones sensatas.
«Aprendí con los años que, cuando cuentas con gente muy buena, no necesitas estar siempre encima de el os —explicó
Jobs posteriormente—. Si esperas que hagan grandes cosas, puedes conseguir que hagan grandes cosas. El equipo
original del Mac me enseñó que a los jugadores de primera división les gusta trabajar juntos, y que no les gusta que toleres
un trabajo de segunda. Pregúntaselo a cualquiera de los miembros de aquel equipo. Todos te dirán que el sufrimiento
mereció la pena».
La mayoría de el os así lo hacen. «En medio de una reunión podía gritar: “Pedazo de imbécil, nunca haces nada a
derechas” —recordaba Debi Coleman—. Aquel o
ocurría aproximadamente cada hora. Aun así, me considero la persona más afortunada del universo por haber trabajado
con él».
69
12
El diseño
Los auténticos artistas simplifican
UNA ESTÉTICA BAUHAUS
A diferencia de la mayoría de los chicos que se criaron en las casas de Eichler, Jobs sabía lo que eran y por qué eran tan
buenas. Le gustaba la noción de un estilo moderno, diáfano y senci lo producido en serie. También le encantaba cómo su
padre describía los deta les del diseño de diferentes coches. Así pues, desde sus comienzos en Apple, siempre creyó que
un buen diseño industrial —un logotipo senci lo y leno de color, una carcasa elegante para el Apple II— distinguirían a su
compañía y harían diferentes a sus productos.
El primer despacho de la empresa, una vez que salieron del garaje familiar, estaba situado en un pequeño edificio que
compartían con una oficina de ventas de Sony.
Esta compañía era célebre por su imagen de marca y sus memorables diseños de productos, así que Jobs se pasaba por a
lí para estudiar su material de marketing.
«Entraba con su aspecto desaliñado y rebuscaba entre los fo letos de los productos para señalar algunas características de
los diseños —comentó Dan’l Lewin, que trabajaba a lí—. De vez en cuando nos preguntaba: “¿Puedo levarme este fo
leto?”». Para 1980, Jobs ya había contratado a Lewin.
Su afición por la imagen oscura e industrial de Sony fue menguando cuando comenzó a asistir, desde junio de 1981, a la
Conferencia Internacional de Diseño de
Aspen. La reunión de ese año se centraba en el estilo italiano, y contaba con el arquitecto y diseñador Mario Be lini, el
cineasta Bernardo Bertolucci, el proyectista de coches Sergio Pininfarina y la política y heredera de Fiat, Susanna Agne li.
«Había legado a adorar a los diseñadores italianos, igual que el chico de la película El relevo adora a los ciclistas italianos
—recordaba Jobs—, así que para mí eran una increíble fuente de inspiración».
En Aspen entró en contacto con la filosofía de diseño claro y funcional del movimiento Bauhaus, personificado por Herbert
Bayer en los edificios, apartamentos,
tipos de letra sin remates y muebles del campus del Instituto Aspen. Al igual que sus mentores Walter Gropius y Ludwig
Mies van der Rohe, Bayer creía que no debía existir distinción alguna entre las be las artes y el diseño industrial aplicado.
El moderno Estilo Internacional que defendían en la escuela Bauhaus mostraba que el diseño debía ser senci lo pero con
un espíritu expresivo. En él se destacaban la racionalidad y la funcionalidad por medio de líneas y formas muy nítidas. Entre
las máximas predicadas por Mies y Gropius se encontraban «Dios está en los deta les» y «Menos es más». Como en el
caso de las casas de Eichler, la sensibilidad artística se combinaba con la capacidad para producir sus creaciones en serie.
Jobs habló públicamente de su apego por el movimiento de la Bauhaus en una charla impartida en la conferencia de diseño
de Aspen del año 1983, cuyo tema
principal era: «El futuro ya no es lo que era». En su discurso bajo la gran carpa del campus, Jobs predijo el declive del estilo
de Sony en favor de la senci lez de la escuela Bauhaus. «La tendencia actual del diseño industrial sigue el aspecto de la
alta tecnología de Sony, que consiste en el uso de grises metalizados que a veces pueden ir pintados de negro o
combinados con experimentos extraños —afirmó—. Eso es fácil de hacer, pero no es un estilo genial». Propuso una
alternativa, surgida del estilo Bauhaus, que se mantenía más fiel a la función y naturaleza de los productos. «Lo que vamos
a hacer es crear productos de alta tecnología y darles una presentación diáfana para que todo el mundo sepa que son de
alta tecnología. Los meteremos en un paquete de pequeño tamaño, y podemos hacer que sean bonitos y blancos, igual que
hace Braun con sus electrodomésticos».
Puso énfasis en varias ocasiones en que los productos de Apple debían tener un aspecto nítido y senci lo. «Queremos que
sean bri lantes y puros y que no oculten el hecho de que son de alta tecnología, en lugar de darles un aspecto industrial
basado en el negro, negro, negro y negro, como Sony —proclamó—. Este va a ser nuestro enfoque: un producto muy senci
lo en el que de verdad estemos tratando de alcanzar una calidad digna de un museo de arte contemporáneo. La forma en
que dirigimos nuestra empresa, el diseño de los productos, la publicidad, todo se reduce a lo mismo: vamos a hacerlo senci
lo. Muy senci lo». El mantra de Apple siguió siendo aquel que figuraba en su primer fo leto: «La senci lez es la máxima
sofisticación».
Jobs sentía que uno de los elementos clave de la senci lez en el diseño era conseguir que los productos fueran
intuitivamente fáciles de utilizar. Ambas características no siempre van de la mano. En ocasiones un diseño puede ser tan
senci lo y elegante que el usuario lo encuentra intimidante o difícil de utilizar. «El factor principal de nuestro diseño es que
tenemos que tratar de hacer que las cosas resulten obvias de forma intuitiva —expuso Jobs ante la multitud de expertos en
70
diseño. Para ilustrarlo, alabó la metáfora del escritorio que estaba creando para el Macintosh—. La gente sabe de forma
intuitiva cómo manejarse en un escritorio. Si entras en un despacho, verás que sobre la mesa hay varios papeles. El que
está arriba del todo es el más importante. La gente sabe cómo asignar prioridades a sus tareas. Parte de la razón por la
que basamos nuestros ordenadores en metáforas como la del escritorio es que así podemos aprovechar la experiencia que
la gente ya tiene».
Una oradora que intervino a la misma hora que Jobs ese miércoles por la tarde, aunque en una sala de menor tamaño, era
Maya Lin, de veintitrés años, catapultada a la fama el noviembre anterior cuando se inauguró su Monumento a los
Veteranos de Vietnam en Washington, D.C. Ambos entablaron una gran amistad, y Jobs la invitó
a visitar Apple. Como Jobs se mostraba tímido en presencia de alguien como Lin, recabó la ayuda de Debi Coleman para
que le enseñara las instalaciones. «Fui a trabajar con Steve una semana —recordaba Lin—. Le pregunté: “¿Por qué los
ordenadores parecen televisores aparatosos? ¿Por qué no fabricáis algo más fino? ¿Por qué no un ordenador portátil y
plano?”». Jobs respondió que ese era su objetivo final, en cuanto la tecnología lo permitiera.
A Jobs le parecía que por aque la época no había demasiados movimientos interesantes en el campo del diseño industrial.
Tenía una lámpara de Richard Sapper, a
quien admiraba, y también le gustaban los muebles de Charles y Ray Eames y los productos que Dieter Rams había
diseñado para Braun. Sin embargo, no había figuras imponentes que surgieran en el campo del diseño industrial con la
fuerza con la que lo habían hecho Raymond Loewy y Herbert Bayer. «No había demasiadas novedades en el mundo del
diseño industrial, especialmente en Silicon Va ley, y Steve estaba más que dispuesto a cambiar aque la situación —afirmó
Lin—. Su sensibilidad para el diseño es elegante sin resultar chi lona, y también es algo juguetona. Adoptó el minimalismo,
que le venía de su devoción por el zen y la senci lez, pero evitó que aque lo convirtiera sus productos en algo frío. Seguían
siendo divertidos. Se apasiona y se toma extremadamente en serio el diseño, pero al mismo
tiempo le da un aire lúdico».
Mientras la sensibilidad diseñadora de Jobs evolucionaba, se sentía particularmente atraído por el estilo japonés y comenzó
a pasar más tiempo con sus estre las, como Issey Miyake e I. M. Pei. Su formación budista supuso una gran influencia para
él. «Siempre he pensado que el budismo, y el budismo zen japonés en particular, tiene una estética magnífica —señaló—.
Lo más sublime que jamás he visto son los jardines que rodean Kioto. Me conmueve profundamente todo lo que esa cultura
ha creado, y eso proviene directamente del budismo zen».
COMO UN PORSCHE
La visión de Jef Raskin del Macintosh era la de una especie de maletín abultado que pudiera cerrarse al plegar el teclado
sobre la panta la. Cuando Jobs se encargó del proyecto, decidió sacrificar la portabilidad en aras de un diseño distintivo que
no ocupara demasiado espacio sobre un escritorio. Dejó caer un listín telefónico sobre una mesa y afirmó, para espanto de
los ingenieros, que el ordenador no debía ocupar una superficie mayor que aque la. Así pues, el jefe del equipo de
diseñadores, Jerry Manock, y Terry Oyama, un diseñador de gran talento al que había contratado, comenzaron a trabajar
con diferentes ideas en las cuales la panta la se encontraba encima de la torre del ordenador, con un teclado que podía
separarse del conjunto.
Un día de marzo de 1981, Andy Hertzfeld regresó a su despacho después de cenar y se encontró a Jobs inclinado sobre el
prototipo de Mac, enzarzado en una intensa discusión con el director de servicios creativos, James Ferris. «Necesitamos
darle un aire clásico que no pase de moda, como el del Volkswagen Escarabajo», afirmó Jobs. Había aprendido de su
padre a apreciar el contorno de los coches clásicos. «No, eso no puede ser —contestó Ferris—. Las líneas deben ser
voluptuosas, como las de un Ferrari». «No, un Ferrari no, eso tampoco puede ser —replicó Jobs—. ¡Debería ser más como
un Porsche!».
No es de extrañar que por aque la época Jobs condujera un Porsche 928. (Posteriormente Ferris pasó a trabajar en
Porsche como director publicitario.) Durante un fin de semana en que Bi l Atkinson fue a verlo, Jobs lo sacó al jardín para
que admirase el Porsche. «El buen arte se aparta de la moda, no la sigue», le dijo a Atkinson. También admiraba el diseño
de los Mercedes. «Con los años han suavizado las líneas, pero les han dado más contraste a los deta les —comentó un día
mientras caminaba por el aparcamiento—. Eso es lo que tenemos que hacer con el Macintosh».
Oyama preparó un diseño preliminar y mandó construir un modelo en yeso. El equipo del Mac se reunió para la
presentación y expresó sus ideas al respecto. A Hertzfeld le pareció «mono». Otros también parecían satisfechos. Entonces
Jobs dejó escapar un torrente de virulentas críticas. «Es demasiado cuadrado, tiene que tener más curvas. El radio del
primer achaflanado tiene que ser más grande, y no me gusta el tamaño de ese bisel». Con sus nuevos conocimientos de la
71
jerga del diseño industrial, se refería a los bordes angulares o curvos que conectaban dos caras del ordenador. Pero a
continuación acabó con un rotundo cumplido: «Es un comienzo», sentenció.
Aproximadamente cada mes, Manock y Oyama regresaban para presentar una nueva versión, basada en las críticas
previas de Jobs. La tela que cubría el último modelo de yeso se retiraba con gran teatralidad, con todos los modelos previos
alineados junto a él. Aque lo no solo servía para apreciar la evolución, sino que evitaba que Jobs insistiera en que habían
pasado por alto alguna de sus sugerencias o críticas. «Para cuando íbamos por el cuarto modelo, yo apenas podía
distinguirlo del tercero —reconoció Hertzfeld—. Sin embargo, Steve siempre se mostraba crítico y decidido, y aseguraba
que le encantaba o le repugnaba algún deta le que yo apenas podía percibir».
Un fin de semana, Jobs se dirigió al centro comercial Macy’s de Palo Alto y se dispuso a estudiar los aparatos de cocina,
especialmente el robot de la marca Cuisinart. Ese lunes legó dando saltos de emoción a la oficina del Mac, le pidió al
equipo de diseño que fuera a comprar uno y realizó toda una serie de nuevas sugerencias basadas en sus líneas, curvas y
biseles. Entonces Oyama presentó un nuevo diseño más similar al de un utensilio de cocina, pero incluso Jobs reconoció
que no era lo que estaba buscando. Aque lo retrasó el progreso una semana, pero al final Jobs acabó por aceptar una
propuesta para la carcasa del Mac.
Siguió insistiendo en que la máquina tuviera un aspecto agradable. Como consecuencia, evolucionaba continuamente para
parecerse cada vez más a un rostro
humano. Al colocar la disquetera bajo la panta la, el conjunto era más alto y estrecho que la mayoría de los ordenadores, de
forma que evocaba una cara. El hueco junto a la base recordaba a un suave mentón, y Jobs afinó la franja de plástico de la
parte superior para evitar la frente de cromañón que había hecho del Lisa algo poco atractivo. La patente para el diseño de
la carcasa de Apple se emitió a nombre de Steve Jobs, Jerry Manock y Terry Oyama. «Aunque Steve no había dibujado
ninguna de las líneas, sus ideas y su inspiración hicieron del diseño lo que es —declararía Oyama posteriormente—. Para
ser sincero, no teníamos ni idea de qué quería decir que un ordenador fuera “agradable” hasta que Steve nos lo dijo».
Jobs estaba igualmente obsesionado por el aspecto de lo que iba a aparecer en panta la. Un día, Bi l Atkinson entró en las
Torres Texaco muy emocionado. Acababa de ha lar un algoritmo estupendo con el cual podían dibujarse sin esfuerzo
círculos y óvalos sobre la panta la. Los cálculos matemáticos necesarios para trazar círculos normalmente requerían el uso
de raíces cuadradas, algo que no podía hacer el microprocesador 68000. Sin embargo, Atkinson encontró otra vía,
basándose en el hecho de que la suma de una serie de números impares consecutivos da como resultado una serie de
cuadrados perfectos (por ejemplo: 1 + 3 = 4, 1 + 3 + 5 = 9, etcétera). Hertzfeld recuerda que cuando Atkinson mostró la
versión de prueba todo el mundo quedó impresionado menos Jobs. «Bueno, los círculos y los óvalos están bien —dijo—,
pero ¿qué hay de los rectángulos con los bordes redondeados?».
«No creo que nos hagan falta», respondió Atkinson, que pasó a explicarle que aque lo sería casi imposible de hacer. «Yo
quería que las pautas de los gráficos fueran senci las, y limitarlas a las primitivas geométricas que de verdad son
necesarias», recordaba.
«¡Los rectángulos con bordes redondeados están por todas partes! —gritó Jobs, levantándose de un salto y con tono más
vehemente—. ¡Échale un vistazo a esta habitación!». Señaló la pizarra, la superficie de la mesa y otros objetos que eran
rectangulares pero tenían los bordes curvados. «¡Y mira fuera, hay todavía más, prácticamente en cualquier sitio al que
mires!». Arrastró a Atkinson a dar un paseo, y fue señalando las ventanas de los coches, los carteles publicitarios y las
señales de tráfico. «En menos de tres ca les habíamos encontrado diecisiete ejemplos —afirmó Jobs—. Comencé a
señalarlos uno por uno hasta que quedó completamente convencido».
«Cuando por fin legó hasta un cartel de “Prohibido aparcar” le dije: “Vale, tú ganas, me rindo. ¡Necesitamos agregar el
rectángulo de esquinas redondeadas como una primitiva más!”». Según Hertzfeld, «Bi l regresó a las Torres Texaco la tarde
siguiente, con una gran sonrisa en el rostro. Su versión de prueba ahora podía dibujar rectángulos con hermosos bordes
redondeados a una velocidad de vértigo». Los cuadros de diálogo y las ventanas del Lisa y del Mac, y de casi todos los
ordenadores posteriores, acabaron por tener las esquinas redondeadas.
En la asignatura de caligrafía a la que había asistido en Reed, Jobs había aprendido a adorar los tipos de letra en todas sus
variantes, con y sin remates, con
espaciado proporcional y diferentes interlineados. «Cuando estábamos diseñando el primer ordenador Macintosh, recordé
todo aque lo», afirmó, refiriéndose a aque las clases. Como el Mac tenía una configuración en mapa de bits, era posible
diseñar un conjunto interminable de fuentes, desde las más elegantes a las más alocadas, y que aparecieran píxel por píxel
en la panta la.
Para diseñar estas fuentes, Hertzfeld recurrió a una amiga del instituto que vivía a las afueras de Filadelfia, Susan Kare.
Bautizaron las fuentes con los nombres de las paradas del viejo tren de cercanías de la línea principal de Filadelfia:
Overbrook, Merion, Ardmore y Rosemont. A Jobs le fascinó todo el proceso. Después, una tarde, se pasó a verlos y
comenzó a criticar los nombres de las fuentes. Eran «puebluchos de los que nadie ha oído hablar —se quejó—. ¡Deberían
72
tener los nombres de ciudades de fama mundial!». Y por eso, según Kare, ahora hay fuentes con nombres de ciudades
importantes: Chicago, New York, Geneva, London, San Francisco, Toronto, Venice.
Markkula y algunos otros trabajadores nunca legaron a apreciar la obsesión de Jobs por la tipografía. «Tenía un notable
conocimiento acerca de las fuentes, y seguía insistiendo en que las nuestras fueran las mejores —recordaba Markkula—.
Yo le repetía: “¿Fuentes? ¿De verdad no tenemos cosas más importantes que hacer?”». De hecho, la maravi losa variedad
de las fuentes del Macintosh, en combinación con las impresoras láser y las grandes capacidades gráficas de esos
ordenadores, sirvieron para crear la industria de la autoedición y supusieron una gran ayuda para el balance económico de
Apple. También sirvió para que todo tipo de personas corrientes, desde los chicos que trabajaban en los periódicos de los
institutos hasta las madres que redactaban los boletines de la AMPA, pudieran gozar de la extravagante alegría que
produce saber más acerca de las fuentes tipográficas, un mundo hasta entonces reservado a impresores, editores canosos
y otros tantos infelices con las manos manchadas de tinta.
Kare desarro ló asimismo los iconos —como la papelera a la que iban a parar los archivos eliminados— que sirvieron para
definir las interfaces gráficas. Jobs y e la
congeniaron de inmediato porque compartían un instinto de búsqueda de la senci lez junto con el deseo de hacer que el
Mac tuviera un aire de fantasía. «Normalmente se pasaba por aquí al final de la jornada —recordaba—. Siempre quería
saber qué novedades había, y siempre ha tenido buen gusto y un buen ojo para los deta les visuales». En ocasiones, Jobs
también iba a verla los domingos por la mañana, así que Kare se aseguró de trabajar en esos días para poderle mostrar las
nuevas opciones que había diseñado. De vez en cuando, se encontraba con algún problema. Él rechazó una de sus
propuestas, un icono en forma de conejo para subir la velocidad de los dobles clics en un ratón, con el argumento de que
aque la criatura peluda le parecía «muy gay».
Jobs le dedicó una atención similar a las barras de menú que se situaban en la parte superior de las ventanas, los cuadros
y los documentos. Hizo que Atkinson y Kare las repitieran una y otra vez mientras él le daba vueltas y más vueltas al
aspecto que debían tener. A Jobs no le gustaban las barras del Lisa, porque eran demasiado negras y toscas. Quería que
las del Mac resultaran más suaves, con un fondo de rayas. «Tuvimos que presentar unos veinte diseños diferentes antes de
que se quedara satisfecho», comentó Atkinson. Hubo un momento en que Kare y Atkinson se quejaron de que les estaba
haciendo emplear demasiado tiempo en aque los deta les ínfimos de la barra del menú cuando tenían cosas más
importantes que hacer. Jobs se puso hecho una furia. «¿Podéis imaginaros cómo sería ver esto todos los días? —gritó—.
No es un deta le ínfimo, es algo que tenemos que hacer bien».
Chris Espinosa encontró una forma de satisfacer las exigencias de diseño de Jobs y su tendencia a ser obsesivamente
controlador. Jobs había convencido a Espinosa, uno de los jóvenes acólitos de Wozniak en sus días del garaje, para que
dejara los estudios en Berkeley, con el argumento de que siempre tendría la oportunidad de continuar con e los, pero solo
una de trabajar en el Mac. Decidió por su cuenta diseñar una calculadora para el ordenador. «Todos nos reunimos para
mirar cuando Chris le mostró la calculadora a Steve y contuvo la respiración, a la espera de su reacción», recordaba
Hertzfeld.
«Bueno, es un comienzo —afirmó Jobs—, pero básicamente es un asco. El color de fondo es demasiado oscuro, algunas
líneas no tienen el grosor adecuado y los botones son demasiado grandes». Espinosa siguió refinando el modelo en
respuesta a los comentarios de Jobs, día tras día, pero con cada nueva versión legaban nuevas críticas, así que al final,
una tarde en la que Jobs fue a verlo, Espinosa presentó una solución muy inspirada: el «Set de Construcción de Steve Jobs
para Crear su Propia Calculadora». Aque lo le permitía al usuario alterar y personalizar el aspecto de la calculadora
cambiando el grosor de las líneas, el tamaño de los botones, el sombreado, el fondo y otros deta les. En lugar de echarse a
reír, Jobs se sumergió en e lo y comenzó a modificar el aspecto de la aplicación para que se adaptara a sus gustos. Tras
cerca de diez minutos consiguió la presentación deseada. No es de extrañar que su diseño fuera el que acabó incluido en el
Mac y que permaneciera como el estándar durante quince años.
Aunque estaba principalmente centrado en el Macintosh, Jobs quería crear un lenguaje de diseño coherente para todos los
productos de Apple. Así pues, con la
ayuda de Jerry Manock y de un grupo informal bautizado como el Gremio de Diseñadores de Apple, organizó un concurso
para elegir un diseñador de ta la mundial que representase para Apple lo que Dieter Rams suponía para Braun. El proyecto
recibió el nombre en clave de Blancanieves, no por ninguna preferencia especial por el personaje sino porque los productos
que se diseñaron tenían el nombre en clave de cada uno de los siete enanitos. El ganador fue Hartmut Esslinger, un
diseñador alemán que fue el responsable del diseño de los televisores Trinitron de Sony. Jobs voló hasta la región de
Baviera, en la Selva Negra, para conocerlo, y quedó impresionado no solo por la pasión de Esslinger por su trabajo, sino
también por su enérgica forma de conducir su Mercedes a más de 160 kilómetros por hora.
Aunque era alemán, Esslinger propuso crear un «gen genuinamente americano para el ADN de Apple», el cual le aportaría
un aspecto «globalmente californiano», inspirado por «Ho lywood y la música, un poco de rebeldía y un atractivo sexual
73
natural». Se guiaba por el principio de que «la forma sigue a la emoción», un juego de palabras con la conocida expresión
de que la forma sigue a la función. Desarro ló cuarenta modelos de productos para ilustrar su concepto, y cuando Jobs los
vio exclamó: «¡Sí, esto es!». La estética del proyecto Blancanieves, que fue inmediatamente adoptada para el Apple IIc,
contaba con carcasas blancas, curvas cerradas y líneas con delgadas ranuras para la ventilación y la decoración. Jobs le
ofreció a Esslinger un contrato con la condición de que se mudara a California. Se estrecharon la mano y, según las nada
modestas palabras de Esslinger, «aquel apretón de manos dio origen a una de las colaboraciones más decisivas en la
historia del diseño
industrial». La compañía de Esslinger, frogdesign,* se estrenó en Palo Alto a mediados de 1983 con un contrato de trabajo
con Apple por 1,2 mi lones de dólares al año, y desde entonces todos los productos de Apple han incluido una orgu losa
afirmación: «Diseñado en California».
De su padre, Jobs había aprendido que el se lo de cualquier artesano apasionado consiste en asegurarse de que incluso
las partes que van a quedar ocultas están acabadas con gusto. Una de las aplicaciones más extremas —y reveladoras—
de esa filosofía legó cuando inspeccionó el circuito impreso sobre el que irían colocados los chips y demás componentes en
el interior del Macintosh. Ningún consumidor iba a verlo nunca, pero Jobs comenzó a criticarlo desde un punto de vista
estético.
«Esta parte es preciosa —opinó—, pero fíjate en todos esos chips de memoria. Esto es muy feo, las líneas están
demasiado juntas».
Uno de los nuevos ingenieros lo interrumpió y le preguntó qué importancia tenía aque lo. «Lo único que importa es si
funciona bien. Nadie va a ver la placa base». Jobs reaccionó como de costumbre: «Quiero que sea tan hermoso como se
pueda, incluso si va a ir dentro de la caja. Un gran carpintero no utiliza madera mala para
la parte trasera de una vitrina, aunque nadie vaya a verla». En una entrevista realizada unos años más tarde, después de
que el Macintosh saliera a la venta, Jobs volvió a repetir aque la lección aprendida de su padre: «Cuando eres carpintero y
estás fabricando un hermoso arcón, no utilizas un trozo de contrachapado en la parte de atrás, aunque vaya a estar
colocado contra la pared y nadie lo vea nunca. Tú sí que sabes que está ahí, así que utilizas una buena pieza de madera
para la parte trasera. Para poder dormir bien por las noches, la estética y la calidad tienen que mantenerse durante todo el
proceso».
De Mike Markkula aprendió un corolario a la lección de su padre sobre cuidar de la be leza de lo oculto: también era
importante que el empaquetado y la presentación resultaran bonitos. La gente sí que juzga los libros por su portada, así que
para la caja y el empaquetado del Macintosh, Jobs eligió un diseño a todo color y siguió tratando de mejorarlo. «Hizo que
los encargados del embalaje lo rehicieran todo cincuenta veces —recordaba Alain Rossmann, un miembro del equipo del
Mac que acabó casándose con Joanna Hoffman—. Iba a terminar en la basura en cuanto el comprador lo abriera, pero él
estaba obsesionado con el aspecto que tendría». Para Rossmann, aque lo mostraba una cierta falta de equilibrio: estaban
gastando dinero en un embalaje caro mientras trataban de ahorrar en los chips de memoria. Sin embargo, para Jobs cada
deta le resultaba esencial a la hora de hacer que el Macintosh no solo fuera impresionante, sino que también lo pareciera.
Cuando el diseño quedó finalmente decidido, Jobs reunió a todo el equipo del Macintosh para una ceremonia. «Los
verdaderos artistas firman su obra», afirmó, y entonces sacó un cuaderno y un bolígrafo de la marca Sharpie e hizo que
todos e los estamparan su firma. Las firmas quedaron grabadas en el interior de cada Macintosh. Nadie las vería nunca, a
excepción de algún técnico de reparación ocasional, pero cada miembro del equipo sabía que su firma estaba ahí dentro,
de la misma manera que sabían que la placa base había sido dispuesta con toda la elegancia posible. Jobs fue lamándolos
uno a uno por su nombre. Burre l Smith fue el primero. Jobs esperó hasta el último, hasta que los otros cuarenta y cinco
miembros hubieron firmado. Encontró un hueco justo en el centro de la hoja y escribió su nombre en letras minúsculas con
una gran floritura final. Entonces propuso un brindis con champán. «Gracias a momentos como este, consiguió que
viéramos nuestro trabajo como una forma de arte», dijo Atkinson.
74
13
La construcción del Mac
El viaje es la recompensa
COMPETENCIA
Cuando IBM presentó su ordenador personal en agosto de 1981, Jobs le ordenó a su equipo que compraran uno y lo
diseccionaran. El consenso general fue que era una porquería. Chris Espinosa lo denominó «un intento torpe y tril ado», y
había algo de cierto en aquel a afirmación. Utilizaba viejas instrucciones de línea de comandos y una pantal a con
caracteres en lugar de una presentación gráfica en mapa de bits. A Apple se le subió a la cabeza, y no se dieron cuenta de
que los directores tecnológicos de las empresas quizá se sintieran más seguros comprando sus productos a una compañía
establecida como IBM en lugar de a otra que había tomado su nombre de una fruta. Bil Gates estaba precisamente
visitando la sede de Apple para asistir a una reunión el día en que anunciaron la presentación del ordenador personal de
IBM. «No parecía importarles —aseguró—. Tardaron un año en darse cuenta de lo que había sucedido».
Un ejemplo de su chulería fue el anuncio a toda página que Apple insertó en el Wall Street Journal con el mensaje:
«Bienvenidos, IBM. En serio». Aquel a era una
astuta manera de presentar la futura batal a informática como un enfrentamiento cara a cara entre la valiente y rebelde
Apple y el coloso del establishment, IBM. Además, conseguía relegar a una posición irrelevante a empresas como
Commodore, Tandy y Osborne, que estaban teniendo tanto éxito como Apple.
A lo largo de su carrera, a Jobs siempre le gustó verse a sí mismo como un rebelde iluminado que debía enfrentarse a
imperios malvados, como un guerrero jedi o un
samurái budista que se enfrenta a las fuerzas de la oscuridad. IBM era su oponente perfecto. Tuvo la inteligencia de
presentar la inminente batal a no como una mera competición entre empresas, sino como una lucha espiritual. «Si por el
motivo que sea cometemos una serie de enormes errores e IBM vence en esta carrera, creo personalmente que vamos a
entrar en una especie de Edad Oscura de la informática durante los próximos veinte años —le dijo a un entrevistador—.
Cada vez que IBM se hace con el control de un sector del mercado, casi siempre se detiene cualquier innovación». Incluso
treinta años después, al reflexionar sobre la competencia de aquel a época, Jobs la interpreta como una cruzada santa:
«IBM era, básicamente, la peor versión posible de Microsoft. No eran una fuerza de innovación; eran una fuerza del mal.
Eran como lo que son ahora AT&T, Microsoft o Google».
Desgraciadamente para Apple, Jobs también dirigió sus ataques a otro oponente en potencia para su Macintosh, el Lisa, de
su misma empresa. En parte era un asunto psicológico. Lo habían expulsado de aquel grupo y ahora quería vencerlo. Jobs
también interpretaba la sana rivalidad como una forma de motivar a sus tropas. Por eso apostó 5.000 dólares con John
Couch a que el Mac saldría al mercado antes que el Lisa. El problema l egó cuando la rivalidad dejó de ser tan sana. Jobs
presentó en repetidas ocasiones a su grupo de ingenieros como a los chicos más modernos del barrio, a diferencia de los
anticuados ingenieros l egados de Hewlett-Packard que trabajaban en el Lisa.
Pero, más importante aún, cuando se apartó del plan previsto por Jef Raskin para construir un aparato económico, portátil y
de poca potencia y reinventó el Mac
como una máquina de escritorio con una interfaz gráfica de usuario, lo convirtió en una versión del Lisa a menor escala que
probablemente iba a arrebatarle una importante cuota de mercado. Este hecho quedó probado de manera fehaciente
cuando Jobs presionó a Burrel Smith para que diseñara el Mac con el microprocesador Motorola 68000 y él lo hizo de forma
que el Mac resultaba ser más rápido incluso que el Lisa.
Larry Tesler, que se encargaba de las aplicaciones para el Lisa, se dio cuenta de que era importante diseñar ambas
máquinas de forma que emplearan muchos de los
mismos programas informáticos, así que, para calmar las aguas, dispuso que Smith y Hertzfeld fueran a la oficina donde se
trabajaba con el Lisa para demostrar cómo funcionaba su prototipo del Mac. Al í se reunieron veinticinco ingenieros, y todos
se encontraban escuchando educadamente cuando, hacia la mitad de la presentación, la puerta se abrió de par en par. Era
Rich Page, un ingeniero de carácter imprevisible y responsable de gran parte del diseño del Lisa. «¡El Macintosh va a
destruir al Lisa! —gritó—. ¡El Macintosh va a arruinar a Apple!». Ni Smith ni Hertzfeld respondieron, así que Page continuó
con su perorata. «Jobs quiere destruir al Lisa porque no le permitimos que lo controlase —afirmó, y parecía estar a punto
de echarse a l orar—. ¡Nadie va a comprarse un Lisa porque saben que el Mac está a punto de salir! ¡Pero eso a vosotros
75
ni siquiera os importa!». Salió hecho una furia de la sala y cerró dando un portazo, pero acto seguido volvió a aparecer. «Ya
sé que no es culpa vuestra —les dijo a Smith y a Hertzfeld—. El problema es Steve Jobs. ¡Decidle a Steve que está
destruyendo Apple!».
Lo cierto es que Jobs sí que convirtió al Macintosh en un competidor del Lisa mucho más asequible y con software
incompatible. Y, para empeorar la situación, ninguna de las dos máquinas era compatible con el Apple II. Sin nadie que
dirigiera Apple de manera coordinada, no había ninguna oportunidad de mantener controlado a Jobs.
CONTROL ABSOLUTO
La reticencia de Jobs a permitir que el Mac fuera compatible con la arquitectura del Lisa estaba motivada por algo más que
la simple rivalidad o la venganza. Había también un componente filosófico, relacionado con su tendencia a controlarlo todo.
Creía que para que un ordenador fuera de verdad extraordinario, el hardware y el software debían estar estrechamente
relacionados. Cuando un ordenador se abre a la posibilidad de operar con software que también funciona en otros
ordenadores, al final acaba por sacrificar alguna de sus funcionalidades. Los mejores productos, en su opinión, son aquel
os «aparatos integrales» con un diseño único de principio a fin, en los que el software se encuentra programado
específicamente para el hardware, y viceversa. Esto es lo que distinguió al Macintosh —cuyo sistema operative solo
funcionaba con su hardware— del entorno creado por Microsoft (y más tarde del Android de Google),en el cual el sistema
operativo podía funcionar sobre hardware fabricado por muchas marcas diferentes.
«Jobs es un artista testarudo y elitista que no quiere ver cómo sus creaciones sufren desafortunadas mutaciones a manos
de programadores indignos —escribió el
director de ZDNET, Dan Farber—. Sería como si un ciudadano de a pie le añadiera algunas pinceladas a un cuadro de
Picasso o cambiase la letra de una canción de Bob Dylan». En los años posteriores, el concepto de un aparato integral con
un diseño uniforme también sirvió para diferenciar al iPhone, al iPod y al iPad de sus competidores. El resultado fueron
productos impresionantes, pero aquel a no fue siempre la mejor estrategia para controlar el mercado. «Desde el primer Mac
hasta el último iPhone, los sistemas de Jobs siempre han estado sel ados a cal y canto para evitar que los usuarios puedan
trastear con el os y modificarlos», apunta Leander Kahney, autor de The Cult of Mac («El culto al Mac»).
El deseo de Jobs de controlar la experiencia final de los usuarios se encontraba en el núcleo mismo de su debate con
Wozniak sobre si debía haber ranuras en el Apple II en las que un usuario pudiera conectar componentes añadidos a la
placa base del ordenador y así incorporar alguna funcionalidad nueva. Wozniak había vencido en aquel a discusión, y el
Apple II contaba con ocho ranuras. Sin embargo, en esta ocasión se trataba de la máquina de Jobs, no la de Wozniak. El
Macintosh no iba a tener ninguna ranura. El usuario ni siquiera iba a ser capaz de abrir la carcasa para l egar a la placa
base. Para los aficionados a la electrónica y los hackers, aquel o no resultaba nada atractivo. Sin embargo, Jobs pretendía
dirigir el Macintosh a las masas. Quería ofrecerles una experiencia controlada. No quería que nadie mancil ara su elegante
diseño conectando circuitos aleatorios a diferentes ranuras.
«Es un reflejo de su personalidad, que quiere controlarlo todo —afirmó Berry Cash, a quien Jobs contrató en 1982 para que
definiera las estrategias de marketing y
ofreciera una perspectiva adulta y madura al equipo de las Torres Texaco—. Steve hablaba del Apple II y se quejaba: “No
podemos controlarlo, y fijaos en todas las locuras que la gente está tratando de hacer con él. Es un error que nunca volveré
a cometer”». Llegó al extremo de diseñar herramientas especiales para que la carcasa del Macintosh no pudiera abrirse con
un destornil ador estándar. «Vamos a crear un diseño que impida que nadie, salvo los empleados de Apple, pueda entrar
en esta caja», le dijo a Cash.
Jobs también decidió eliminar las flechas de cursor en el teclado del Macintosh. La única forma de mover el cursor era
mediante el ratón. Aquel a era una manera de forzar a los usuarios chapados a la antigua a adaptarse a la navegación
basada en el puntero y los clics de ratón, quisieran o no. A diferencia de otros desarrol adores de producto, Jobs no creía
que el cliente siempre tuviera la razón. Si querían resistirse al uso del ratón, entonces estaban equivocados. Este es otro
ejemplo de cómo Jobs colocaba su pasión a la hora de crear un gran producto por delante del deseo de atender las
exigencias del cliente.
Había otra ventaja (y desventaja) asociada a la eliminación de las flechas de cursor: aquel o forzaba a los desarrol adores
de software ajenos a Apple a escribir sus programas específicamente para el sistema operativo del Mac,en lugar de
limitarse a escribir un software genérico que pudiera trasladarse a diferentes plataformas. Aquel o simbolizaba el tipo de
estricta integración vertical que Jobs deseaba entre las aplicaciones de software, los sistemas operativos y los soportes de
hardware.
76
El deseo de Jobs de mantener bajo control todo el proceso también lo había vuelto alérgico a las propuestas de que Apple
permitiera que el sistema operativo del
Macintosh funcionase con los ordenadores de otros fabricantes, y de permitir que se fabricaran ordenadores clónicos del
Macintosh. Mike Murray, el nuevo y enérgico director de la campaña publicitaria del Macintosh, le propuso a Jobs un
programa de licencias en una nota confidencial enviada en mayo de 1982. «Nos gustaría que el entorno de Macintosh se
convirtiera en un estándar para la industria —escribió—. El problema, por supuesto, es que el usuario tiene que comprar el
hardware de Mac para poder acceder a dicho entorno. Son pocas (si es que ha habido alguna) las ocasiones en que una
empresa ha conseguido crear y mantener un amplio estándar industrial que no pueda compartirse con otros fabricantes».
Su propuesta era abrir el sistema operativo del Macintosh a los ordenadores de la marca Tandy. Según Murray, como
Radio Shack, la cadena que comercializaba estos ordenadores, estaba dirigida a un tipo diferente de cliente, aquel o no
afectaría gravemente a las ventas de Apple. Sin embargo, Jobs se opuso por completo a un plan así. No podía ni
imaginarse el permitir que su hermosa creación escapara de su control. Al final, aquel o supuso que el Macintosh
permaneciera como un entorno controlado a la altura de los estándares de Jobs, pero también significó, como Murray
temía, que le iba a resultar problemático asegurarse un hueco como estándar industrial en un mundo plagado de clones de
IBM.
LA «MÁQUINA DEL AÑO»
Cuando 1982 l egaba a su fin, Jobs l egó a creer que iba a ser nombrado Hombre del Año por la revista Time. Se presentó
un día en el trabajo con el jefe de redacción de la revista en San Francisco, Michael Moritz, y animó a sus compañeros a
que le concedieran entrevistas. Sin embargo, Jobs no acabó en la portada. En vez de eso, la publicación eligió «El
ordenador» como tema para su número de fin de año, y lo denominó la «Máquina del Año». Junto al artículo principal había
un pequeño texto sobre Jobs, basado en los reportajes l evados a cabo por Moritz y escrito por Jay Cocks, un redactor que
normalmente se encargaba de la música rock para la revista.
«Con su elegante estilo de ventas y una fe ciega que habría sido la envidia de los primeros mártires cristianos, es Steve
Jobs, más que ningún otro, quien abrió la puerta de una patada y permitió que el ordenador personal entrara en los
hogares», afirmaba la historia. Era un artículo con mucha información, pero también algo duro en ocasiones; tanto que
Moritz (después de escribir un libro sobre Apple y pasar a ser socio de la empresa de capital riesgo Sequoia Capital junto
con Don Valentine) lo repudió y se quejó de que su reportaje se había visto «maleado, filtrado y envenenado con
ponzoñosos chismorreos por parte de un redactor de Nueva York cuya tarea habitual era la de actuar como cronista del
díscolo mundo de la música rock». El artículo citaba a Bud Tribble hablando del «campo de distorsión de la realidad» de
Jobs, y en él se afirmaba que «en ocasiones rompía a l orar en medio de una reunión». Tal vez la mejor cita sea una de Jef
Raskin en la que declaraba que Jobs
«habría sido un excelente rey de Francia».
Para desconsuelo de Jobs, la revista sacó a la luz pública la existencia de la hija a la que él había abandonado, Lisa
Brennan. Fue para este artículo que Jobs había pronunciado la frase («el 28 % de la población masculina de Estados
Unidos podría ser el padre») que tanto había enfurecido a Chrisann. Sabía que en el origen de la filtración sobre Lisa
estaba Kottke, y se lo reprochó abiertamente en la oficina frente a media docena de personas. «Cuando el reportero de
Time me preguntó si Steve tenía una hija l amada Lisa, le dije que por supuesto —recordaba Kottke—. Los amigos no dejan
que sus amigos nieguen que son los padres de un bebé. No voy a dejar que mi amigo sea un capul o y niegue su
paternidad. Él se enfadó muchísimo, sentía que había violado su intimidad y me dijo ante todos los presentes que lo había
traicionado».
Sin embargo, lo que de verdad había dejado desconsolado a Jobs era que al final no había sido elegido Hombre del Año.
Según él mismo me contó después:
Time decidió que iban a nombrarme Hombre del Año y yo tenía veintisiete, así que todavía me preocupaban esas cosas.
Me parecía que molaba mucho. Enviaron a Mike Moritz a que escribiera un artículo. Teníamos la misma edad y yo ya había
triunfado, así que enseguida me di cuenta de que estaba celoso, de que no estaba del todo cómodo. Escribió una crítica
terrible, así que los editores de Nueva York recibieron el texto y pensaron: «No podemos nombrar Hombre del Año a este
tío». Aquello me dolió mucho, pero también fue una buena lección. Aquello me enseñó a no preocuparme demasiado por
ese tipo de cosas, puesto que los medios de comunicación no son más que un circo. Me enviaron la revista por mensajero,
y recuerdo que abrí el paquete esperando ver mi cara en la portada, pero allí había una escultura de un ordenador. Me
quedé desconcertado y entonces leí el artículo, tan terrible que incluso me hizo llorar.
77
En realidad, no hay motivos para creer que Moritz pudiera estar celoso o que no quisiera un reportaje justo. Y nunca estuvo
en los planes de la revista que Jobs fuera Hombre del Año, a pesar de lo que él pensara. Ese año, los editores (por aquel
entonces yo trabajaba al í como ayudante de redacción) decidieron desde un primer momento elegir al «ordenador» en
lugar de a una persona, y le encargaron con meses de antelación una pieza al célebre escultor George Segal, de forma que
figurase en una portada desplegable. Ray Cave dirigía por aquel entonces la revista. «Nunca tuvimos en cuenta a Jobs —
afirmó—. No se puede personificar un ordenador, así que aquel a fue la primera vez que decidimos elegir un objeto
inanimado. La escultura de Segal era un asunto importante, y nunca buscamos un rostro al que presentar en portada».
Apple presentó el Lisa en enero de 1983 —un año antes de que estuviera listo el Mac— y Jobs le pagó a Couch su apuesta
de 5.000 dólares. Aunque ya no formaba parte del equipo del Lisa, Jobs se desplazó a Nueva York para publicitarlo en su
papel de presidente de Apple y de imagen de la empresa.
Jobs había aprendido gracias a Regis McKenna, su asesor en materia de relaciones públicas, la manera de ofrecer
teatrales entrevistas en exclusiva. A razón de una hora por persona, los periodistas de las publicaciones más consagradas
iban entrando de uno en uno para entrevistarlo en una suite del hotel Carlyle. Sobre una mesa, y rodeado de flores recién
cortadas, había un ordenador Lisa. El plan publicitario consistía en que Jobs se centrara en el Lisa y no mencionara el
Macintosh, porque la especulación al respecto podía afectar a las ventas del ordenador que estaban presentando. Sin
embargo, Jobs no pudo contenerse. En la mayoría de los artículos basados en las entrevistas concedidas aquel día —para
las revistas Time, Business Week y Fortune o el diario Wall Street Journal — se mencionaba al Macintosh.
«Más adelante, este mismo año, Apple presentará una versión menos potente y más económica del Lisa, el Macintosh —
informaba Fortune—. El propio Jobs ha dirigido ese proyecto». Business Week incluía la siguiente cita: «Cuando salga al
mercado, el Mac va a ser el ordenador más increíble del mundo». También reconocía que el Mac y el Lisa no iban a ser
compatibles. Aquel o era como presentar al Lisa herido de muerte.
De hecho, el Lisa sufrió una lenta agonía, y en menos de dos años dejó de fabricarse. «Era demasiado caro y estábamos
tratando de vendérselo a las grandes
empresas cuando en realidad nuestra especialidad era el gran público», aseguró Jobs posteriormente. Sin embargo, había
algo positivo para él en todo aquel o: escasos meses después de la presentación del Lisa, quedó claro que Apple iba a
tener que fijar sus esperanzas en el Macintosh.
¡SEAMOS PIRATAS!
Cuando el equipo del Macintosh fue creciendo, se trasladó primero de las Torres Texaco a la sede principal de Apple,
situada en Bandley Drive, hasta instalarse finalmente, a mediados de 1983, en unas oficinas denominadas Bandley 3. El
edificio contaba con un moderno vestíbulo equipado con videojuegos elegidos por Burrel Smith y Andy Hertzfeld, un equipo
de alta fidelidad con compact disc Toshiba y altavoces de la marca Martin-Logan, y un centenar de CD. El equipo de
desarrol adores de software era visible desde el vestíbulo, rodeado por unas paredes de cristal que parecían una pecera,
mientras que en la cocina no faltaban los zumos Odwal a. Con el tiempo, el vestíbulo fue atrayendo todavía más juguetes,
como un piano Bösendorfer y una motocicleta BMW que, según Jobs, inspirarían en su equipo una obsesión por tratar a
sus propias obras de artesanía como si fueran piedras preciosas.
Jobs mantenía un estricto control sobre el proceso de contratación de personal, con el objetivo de conseguir personas
creativas, tremendamente inteligentes y un tanto rebeldes. Los desarrol adores de software hacían que los candidatos
jugaran una partida de Defender, el videojuego favorito de Smith, y Jobs formulaba sus típicas preguntas poco
convencionales para ver si el candidato podía razonar correctamente ante situaciones inesperadas, si tenía sentido del
humor y si se mantenía firme. Un día entrevistó, junto con Hertzfeld y Smith, a un candidato al puesto de director de
software que, tal y como se puso de manifiesto en cuanto entró en la oficina, era demasiado estricto y convencional como
para controlar a los genios de la pecera. Jobs comenzó a acosarlo sin piedad. «¿Qué edad tenías cuando perdiste la
virginidad?», preguntó. El candidato parecía perplejo. «¿Cómo ha dicho?». «¿Eres virgen?», preguntó Jobs. El candidato
enrojeció de vergüenza, así que Jobs cambió de tema. «¿Cuántas veces has probado el LSD?». Según recordaba
Hertzfeld, «el pobre hombre se estaba poniendo cada vez más colorado, así que traté de cambiar de tema y plantearle una
pregunta claramente técnica». Sin embargo, cuando el candidato comenzó a perorar en su respuesta, Jobs lo interrumpió.
«Bla, bla, bla», dijo, haciendo que Smith y Hertzfeld soltaran una carcajada. «Supongo que no soy la persona adecuada»,
78
contestó el pobre hombre mientras se levantaba para irse.
A pesar de su odioso comportamiento, Jobs también tenía la habilidad de dotar a su equipo con un gran espíritu de
compañerismo. Tras arremeter contra alguien,
encontraba la forma de levantarle la moral y hacerle sentir que formar parte del proyecto del Macintosh era una misión
fascinante. Y una vez por semestre, se l evaba a gran parte de su equipo a un retiro de dos días en algún cercano destino
vacacional. El de septiembre de 1982 se celebró en Pajaro Dunes, cerca de la localidad californiana de Monterrey. Al í,
sentados junto al fuego en el interior de una cabaña, se encontraban unos cincuenta miembros del equipo. Frente a el os,
Jobs se situaba en una mesa. Habló con voz queda durante un rato, y a continuación se acercó a un atril provisto de
grandes hojas de papel, donde comenzó a escribir sus ideas.
La primera era: «No cedáis». Se trataba de una máxima que, con el tiempo, resultó ser beneficiosa y dañina a la vez. Con
frecuencia, los equipos técnicos tenían que llegar a soluciones de compromiso, de manera que el Mac iba a terminar siendo
todo lo «absurdamente genial» que Jobs y su equipo pudieran, aunque no fue lanzado
al mercado hasta pasados otros dieciséis meses, mucho más tarde de lo previsto. Tras mencionar una fecha estimada para
el fin del proyecto, les dijo que «sería preferible no cumplirla antes que entregar el producto equivocado». Otro director de
proyecto habría estado dispuesto a realizar algunas concesiones, fijando fechas parciales tras las cuales no podría
realizarse cambio alguno. Jobs no. Y escribió otra máxima: «No está acabado hasta que sale al mercado».
Otra de las páginas contenía una frase similar a un koan que, según me contó, era su máxima favorita. «El viaje es la
recompensa», rezaba. A Jobs le gustaba resaltar que el equipo del Mac era un grupo especial con una misión muy elevada.
Algún día todos echarían la vista atrás para reflexionar sobre el tiempo que habían pasado juntos y, tras olvidarse o reírse
de los momentos más dolorosos, lo verían como una de las etapas más importantes y mágicas de su vida.
Al final de la presentación preguntó: «¿Queréis ver algo bueno?». Entonces sacó un aparato del tamaño aproximado de
una agenda de escritorio. Cuando lo abrió resultó ser un ordenador que podías colocarte sobre el regazo, con el teclado y la
pantal a unidos como en un cuaderno. «Esto es lo que sueño que haremos entre mediados y finales de los ochenta»,
anunció. Estaban construyendo una empresa estadounidense duradera, una que iba a inventar el futuro.
Durante los dos días siguientes asistieron a presentaciones preparadas por varios jefes de equipo y por el influyente
analista de la industria informática Ben Rosen.
Por las tardes contaban con mucho tiempo para celebrar fiestas y bailes en la piscina. Al final, Jobs se presentó ante los al í
reunidos y pronunció un discurso. «Con cada día que pasa, el trabajo que están l evando a cabo las cincuenta personas
aquí presentes envia una onda gigantesca por el universo —afirmó—. Ya sé que a veces es un poco difícil tratar conmigo,
pero esta es la cosa más divertida que he hecho en mi vida». Años más tarde, la mayoría de los que se encontraban entre
aquel público todavía se reían con el recuerdo del fragmento en el que afirmó que era «un poco difícil de tratar» y coincidían
con él en que crear aquel a onda gigante fue lo más divertido que habían realizado en su vida.
El retiro siguiente tuvo lugar a finales de enero de 1983, el mismo mes en que se presentó el Lisa en el mercado, aunque
en él se produjo un sutil cambio en la tónica de la reunión. Cuatro meses antes, Jobs había escrito en su atril: «¡No
cedáis!». En esta ocasión, una de las máximas era: «Los auténticos artistas acaban sus productos». La gente estaba muy
estresada. Atkinson, que había sido apartado de las entrevistas publicitarias para la presentación del Lisa, irrumpió en la
habitación de hotel de Jobs y lo amenazó con dimitir. Jobs trató de minimizar aquel desaire, pero Atkinson se negaba a
calmarse. Jobs se mostró contrariado. «No tengo tiempo para hablar de esto ahora —afirmó—. Hay sesenta personas ahí
fuera que están dejándose la piel en el Macintosh, y esperan a que yo dé comienzo a la reunión». Tras decir aquel o, pasó
junto a Atkinson y salió por la puerta para dirigirse a sus fieles.
Jobs pronunció entonces un vehemente discurso en el que dijo que ya había resuelto la disputa con la empresa de aparatos
de audio McIntosh para utilizar el nombre Macintosh (en realidad aquel asunto todavía se estaba negociando, pero la
situación requería echar mano del clásico campo de distorsión de la realidad). Luego sacó una botel a de agua mineral y
bautizó simbólicamente al prototipo en el escenario. Atkinson, desde el fondo de la sala, oyó cómo la multitud lo vitoreaba, y
con un suspiro se unió al grupo. La fiesta que tuvo lugar a continuación incluía bañarse desnudos en la piscina, una
hoguera en la playa y música a todo volumen durante la noche entera, lo que motivó que el hotel, l amado La Playa y
situado en Carmel, les pidiera que no volvieran nunca más. Unas semanas después, Jobs nombró a Atkinson «socio de
Apple», lo que suponía un aumento de sueldo, la asignación de opciones de compra y el derecho a elegir sus propios
proyectos. Además, se acordó que cada vez que en el Macintosh se abriera el programa de dibujo que él estaba creando,
en la pantal a podría leerse «MacPaint, por Bil Atkinson».
Otra de las máximas de Jobs durante aquel retiro de enero fue: «Es mejor ser un pirata que ingresar en la marina». Quería
despertar en su equipo un espíritu rebelde, lograr que se comportaran como aventureros orgul osos de su trabajo, pero
también dispuestos a robárselo a los demás. Tal y como señaló Susan Kare, «quería que en nuestro grupo tuviéramos un
espíritu de renegados, la sensación de que podíamos movernos rápido, de que podíamos conseguir nuestros objetivos».
79
Para celebrar el cumpleaños de Jobs una semana después, el equipo contrató una val a publicitaria en la carretera que l
evaba a la sede central de Apple. En el a se podía leer:
«Felices 28, Steve. El viaje es la recompensa. Los Piratas».
Uno de los programadores más innovadores del Mac, Steve Capps, decidió que este nuevo espíritu merecía izar una
bandera pirata. Cortó un trozo de tela negra y le pidió a Kare que dibujara en él una calavera y unas tibias. El parche en el
ojo que colocó sobre la calavera era el logotipo de Apple. A última hora de una noche de domingo, Capps trepó al tejado del
recién construido Bandley 3 y colocó la bandera en la barra de uno de los andamios que los obreros habían dejado al í.
Ondeó orgul osa durante unas semanas hasta que los miembros del equipo del Lisa, en un asalto en mitad de la noche,
robaron la bandera y enviaron a sus rivales del equipo del Mac una nota de rescate. Capps encabezó una incursión para
recuperarla y logró arrebatársela a una secretaria que la estaba protegiendo para el equipo del Lisa. Algunos de los l
amados «adultos» que supervisaban Apple temieron que el espíritu bucanero de Jobs se le estuviera yendo de las manos.
«Izar aquel a bandera fue una completa estupidez —afirmó Arthur Rock—. Era como decirle al resto de la compañía que no
estaban planeando nada bueno». No obstante, a Jobs le encantaba, y se aseguró de que ondeara orgul osa durante todo el
tiempo que les l evó acabar el proyecto del Mac. «Éramos los renegados, y queríamos que la gente lo supiera», recordaba.
Los veteranos del equipo del Mac habían aprendido que podían hacerle frente a Jobs. Si de verdad conocían el tema del
que hablaban, él toleraba aquel a resistencia, e incluso sonreía y la admiraba. En 1983, los que estaban más familiarizados
con su campo de distorsión de la realidad habían descubierto algo más: podían, en caso necesario, hacer caso omiso —
discretamente— de aquel o que él hubiera ordenado. Si al final resultaba que tenían razón, él valoraba su actitud rebelde y
su disposición a ignorar la autoridad. Al fin y al cabo, eso era lo que hacía él.
Sin duda, el ejemplo más importante de esta postura tuvo que ver con la elección de la unidad de disco para el Macintosh.
Apple contaba con una división de su empresa que fabricaba dispositivos de almacenamiento en serie, y habían desarrol
ado un sistema de discos, cuyo nombre en clave era «Twiggy», que podía leer y escribir en aquel os disquetes finos y
delicados de cinco pulgadas y cuarto que los lectores mayores (aquel os que sepan quién era la modelo Twiggy)
recordarán. Sin embargo, para cuando el Lisa estaba listo para salir al mercado en la primavera de 1983, quedó claro que
el proyecto Twiggy adolecía de algunos errores de base. Como el Lisa también venía provisto con un disco duro, aquel o no
representó un desastre completo. Sin embargo, el Mac no contaba con disco duro, así que se enfrentaban a una crisis
importante. «En el equipo del Mac empezaba a cundir el pánico —comentó Hertzfeld—. Estábamos usando una única
unidad de disco Twiggy para los disquetes, y no contábamos con un disco duro al que poder recurrir».
Discutieron el problema en el retiro de enero de 1983 en Carmel, y Debi Coleman le proporcionó a Jobs los datos sobre la
tasa de fal os del sistema Twiggy. Unos días más tarde, él se dirigió a la fábrica de Apple en San José para ver cómo se
producían aquel os discos. Más de la mitad se rechazaban en cada fase del proceso.
Jobs montó en cólera. Con el rostro enrojecido, comenzó a gritar y a amenazar con despedir a todos los que al í trabajaban.
Bob Bel evil e, el jefe del equipo de ingenieros del Mac, lo condujo suavemente hasta el aparcamiento, para poder dar un
paseo y hablar sobre las alternativas.
Una posibilidad que Bel evil e había estado explorando era la de utilizar unos nuevos disquetes de tres pulgadas y media
que había desarrol ado Sony. El disco se
encontraba envuelto en un plástico más duro y cabía en el bolsil o de una camisa. Otra opción era hacer que Alps
Electronics Co., un proveedor japonés de menor tamaño que había estado produciendo los disquetes para el Apple II,
fabricara un clon del disquete de tres pulgadas y media de Sony. Alps ya había obtenido una licencia de Sony para fabricar
aquel a tecnología, y si lograban construir a tiempo su propia versión, el resultado sería mucho más barato.
Jobs y Bel evil e, junto con el veterano de la empresa Rod Holt (el hombre al que Jobs había contratado para diseñar la
primera fuente de alimentación destinada al Apple II), volaron a Japón para decidir qué debían hacer. En Tokio se
embarcaron en el tren bala para visitar la fábrica de Alps. Los ingenieros que se encontraban presentes no contaban con un
prototipo que funcionara, solo con un modelo muy rudimentario. A Jobs le pareció fantástico, pero Bel evil e quedó
horrorizado. Le parecía imposible que Alps pudiera tener aquel sistema listo para el Mac en menos de un año.
Se dedicaron a visitar otras empresas japonesas, y Jobs hizo gala de su peor comportamiento. Llevaba vaqueros y zapatil
as de deporte a reuniones con directivos japoneses ataviados con trajes oscuros, y cuando le hacían entrega formal de
pequeños regalos, como era la costumbre, a menudo los dejaba al í y nunca respondía con obsequios propios. Adoptaba
un aire despectivo ante los ingenieros que, colocados en fila para saludarlo, se inclinaban y le mostraban educadamente
sus productos para que los inspeccionara. Jobs detestaba aquel os aparatos y aquel servilismo. «¿Para qué me estás
enseñando esto? —soltó durante una de sus escalas
—. ¡Esto es una basura! Cualquiera puede construir un disco mejor que este». Aunque la mayor parte de sus anfitriones
quedaban horrorizados, algunos parecían divertirse. Habían oído las historias que se contaban sobre su desagradable
estilo y su brusco comportamiento, y ahora tenían la oportunidad de contemplarlo en todo su esplendor.
80
La última parada fue la fábrica de Sony, situada en un monótono barrio a las afueras de Tokio. Para Jobs, aquel o tenía un
aspecto desordenado y caro. Gran parte
de la producción se l evaba a cabo a mano. Lo odiaba. De regreso al hotel, Bel evil e defendió que debían utilizar los discos
de Sony, ya listos para su uso. Jobs no estaba de acuerdo. Decidió que iban a trabajar con Alps para producir sus propios
discos, y le ordenó a Bel evil e que cancelase todo contacto laboral con Sony.
Bel evil e decidió que lo mejor era ignorar en parte a Jobs. Le explicó la situación a Mike Markkula, quien le pidió
discretamente hacer todo lo necesario para asegurarse de que pronto tuvieran listo un disco, pero que no se lo dijera a
Jobs. Con el apoyo de sus principales ingenieros, Bel evil e le pidió a un ejecutivo de Sony que preparara sus unidades de
disco para poder utilizarlas en los Macintosh. Así, para cuando quedase claro que Alps no podría entregar a tiempo las
suyas, Apple se pasaría a Sony. Por lo tanto, Sony les envió al ingeniero que había desarrol ado la unidad de disco,
Hidetoshi Komoto, un graduado de la Universidad de Purdue que, afortunadamente, se tomaba con un gran sentido del
humor aquel a tarea clandestina.
Cada vez que Jobs l egaba desde su oficina para visitar a los ingenieros del equipo del Mac —cosa que ocurría casi todas
las tardes—, estos se apresuraban a encontrar algún rincón para que Komoto pudiera esconderse. En una ocasión, Jobs se
encontró con él en un quiosco de Cupertino y lo reconoció de cuando se habían conocido en Japón, pero no sospechó
nada. Y casi lo descubre cuando l egó un día sin avisar, mientras Komoto se encontraba en uno de los cubículos. Un
ingeniero lo agarró y señaló un armario para guardar escobas. «¡Rápido, escóndete en el armario! ¡Por favor! ¡Vamos!».
Komoto se mostró confundido, según recordaba Hertzfeld, pero se metió dentro e hizo lo que le ordenaron. Tuvo que
quedarse al í durante cinco minutos, hasta que Jobs se marchó. Los ingenieros del equipo del Mac le pidieron disculpas.
«No hay problema —contestó—, pero las prácticas empresariales americanas son muy extrañas. Muy extrañas».
La predicción de Bel evil e acabó por cumplirse. En mayo de 1983, los encargados de Alps reconocieron que iban a
necesitar al menos dieciocho meses más para que el clon de las unidades de disco de Sony l egase a la etapa de
producción. En uno de los retiros celebrados en Pajaro Dunes, Markkula interrogó a Jobs acerca de lo que pensaba hacer.
Al final, Bel evil e los interrumpió y aseguró que quizá pudiera tener pronto lista una alternativa a las unidades de disco de
Alps. Jobs pareció desconcertado durante un instante, y entonces comprendió por qué había visto al principal diseñador de
disquetes de Sony en Cupertino. «¡Qué hijo de perra!», exclamó, pero no estaba furioso. Sobre su rostro se dibujaba una
amplia sonrisa. Según Hertzfeld, en cuanto se dio cuenta de lo que Bel evil e y los otros ingenieros habían hecho a sus
espaldas, «Steve se tragó su orgul o y les dio las gracias por desobedecerlo y haber hecho lo correcto». Aquel o era, al fin y
al cabo, lo que él mismo habría hecho en su situación.
81
14
La llegada de Sculley
El desafío Pepsi
EL CORTEJO
Mike Markkula nunca había querido ser el presidente de Apple. A él le gustaba diseñar sus nuevas casas, pilotar su avión
privado y vivir bien gracias a sus opciones sobre acciones; no le agradaba la idea de mediar en conflictos o mimar los
susceptibles egos de los demás. Había aceptado el cargo con reparos, tras haberse visto obligado a echar a Mike Scott, y
le prometió a su esposa que el puesto sería solo temporal. A finales de 1982, tras casi dos años, el a le dio un ultimátum:
debía encontrar un sustituto de inmediato.
Jobs sabía que no estaba listo para dirigir la compañía, aunque hubiera una parte de él que quisiera intentarlo. A pesar de
su arrogancia, era consciente de sus
limitaciones. Markkula estaba de acuerdo. Le dijo a Jobs que todavía era un poco inmaduro y brusco para ser el presidente
de Apple, así que se pusieron a buscar a alguien de fuera.
La persona más deseada era Don Estridge. Este había levantado de la nada el departamento de ordenadores personales
de IBM y creado una línea de productos que, aunque menospreciada por Jobs y su equipo, vendía más que Apple. Estridge
había emplazado su departamento en Boca Ratón, Florida, apartado y a salvo de la mentalidad empresarial reinante en la
sede central de Armonk, en el estado de Nueva York. Al igual que Jobs, era un hombre decidido, motivador, inteligente y
algo rebelde, pero, a diferencia de él, tenía la habilidad de permitir que los demás pensaran que las ideas bril antes salidas
de su cabeza eran de el os. Jobs voló a Boca Ratón con una oferta consistente en un sueldo anual de un mil ón de dólares
más una bonificación de otro mil ón al firmar el contrato, pero Estridge rechazó la propuesta. No era el tipo de persona
dispuesta a cambiarse de bando y pasarse al enemigo. Además, le gustaba formar parte del establishment, ser un miembro
de la marina en lugar de un pirata. Le desagradaron las historias de Jobs sobre cómo estafar a la compañía telefónica.
Cuando le preguntaban dónde trabajaba, le gustaba poder contestar: «En IBM».
Así pues, Jobs y Markkula recurrieron a Gerry Roche, un conocido cazatalentos empresarial, para que encontrara otra
opción. Decidieron no centrarse en ejecutivos del mundo de la tecnología. Lo que necesitaban era alguien que pudiera
venderles el producto a los consumidores, alguien que supiera de publicidad y de análisis de mercados y con el lustre
corporativo que encajaba en Wal Street. Roche fijó su objetivo en el mago del marketing más de moda en aquel a época,
John Scul ey, presidente de la división de Pepsi-Cola propiedad de la PepsiCo, cuya campaña «El desafío Pepsi» había
resultado todo un éxito publicitario. Cuando Jobs fue a impartir una charla a los estudiantes de empresariales de Stanford,
oyó comentarios favorables acerca de Scul ey, que se había dirigido a el os justo antes. Así pues, le dijo a Roche que
estaría encantado de reunirse con él.
Los antecedentes de Scul ey eran muy diferentes de los de Jobs. Su madre, una señora de clase alta que vivía en el
prestigioso Upper East Side de Manhattan, se ponía guantes blancos antes de salir a la cal e, y su padre era un respetable
abogado de Wal Street. Scul ey estudió en la escuela St. Mark, después se licenció en Brown y obtuvo un título de Ciencias
Empresariales en Wharton. Había escalado puestos en PepsiCo por ser un publicista y vendedor innovador, y no le
interesaban especialmente el desarrol o de productos o la informática.
Scul ey voló a Los Ángeles en Navidad para ver a sus dos hijos adolescentes, de un matrimonio anterior. Los l evó a visitar
una tienda de ordenadores, donde le sorprendió la mala presentación de aquel os productos. Cuando sus hijos le
preguntaron por qué parecía tan interesado, él respondió que pensaba ir a Cupertino a reunirse con Steve Jobs. Aquel o los
dejó completamente boquiabiertos. Se habían criado entre estrel as de cine, pero para el os, Jobs era una auténtica
celebridad. Aquel o hizo que Scul ey se tomara más en serio la perspectiva de ser contratado como jefe de aquel hombre.
Cuando l egó a la sede de Apple, Scul ey quedó sorprendido con las discretas oficinas y el ambiente distendido. «La
mayoría de la gente iba vestida más
informalmente que el personal de mantenimiento de PepsiCo», señaló. A lo largo de la comida, Jobs se limitó a remover cal
adamente su ensalada, pero cuando Scul ey aseguró que a la mayoría de los ejecutivos los ordenadores les parecían más
problemáticos que otra cosa, se activó su vena evangélica. «Queremos cambiar la manera en que la gente utiliza los
ordenadores», anunció.
Durante el vuelo de regreso, Scul ey puso en orden sus pensamientos. El resultado fue un informe de ocho páginas sobre
cómo crear publicidad de ordenadores tanto para el gran público como para los ejecutivos de las empresas. Estaba algo
verde en algunos fragmentos —l eno de frases subrayadas, diagramas y recuadros—, pero mostraba el recién descubierto
entusiasmo de Scul ey por averiguar la forma de vender algo más interesante que los refrescos. Entre sus
82
recomendaciones se encontraba «invertir en productos publicitarios para las tiendas que enamoren al consumidor con la
perspectiva de ¡enriquecer sus vidas!» (le gustaba enfatizar ideas). Todavía no estaba decidido a marcharse de Pepsi, pero
Jobs lo había dejado intrigado. «Me cautivó aquel genio joven e impetuoso y pensé que sería divertido conocerlo un poco
más», recordaría después.
Por consiguiente, Scul ey accedió a celebrar una nueva reunión cuando Jobs viajara a Nueva York, cosa que ocurrió en
enero de 1983, fecha de la presentación del Lisa en el hotel Carlyle. Tras todo un día de entrevistas con la prensa, el
equipo de Apple quedó sorprendido al ver en la suite a un visitante inesperado. Jobs se aflojó la corbata y les presentó a
Scul ey como presidente de Pepsi y gran cliente empresarial en potencia. Mientras John Couch le mostraba el
funcionamiento del Lisa, Jobs intervenía con ráfagas de comentarios salpicados de sus palabras favoritas, «revolucionario»
e «increíble», acerca de cómo aquel o cambiaría la naturaleza de la interacción entre humanos y ordenadores.
A continuación se dirigieron al restaurante Four Seasons, un resplandeciente refugio de elegancia y poder diseñado por
Mies van der Rohe y Philip Johnson. Mientras Jobs disfrutaba de una cena vegana especialmente cocinada para él, Scul ey
describió los éxitos de marketing de Pepsi. Le contó que la campaña «Generación Pepsi» no solo había logrado vender un
producto, sino también un estilo de vida y una sensación de optimismo. «Creo que Apple tiene la oportunidad de
crear una Generación Apple». Jobs asintió entusiasmado. La campaña «El desafío Pepsi», por otra parte, era una forma de
centrarse en el producto; en el a se combinaban los anuncios, los espectáculos y las relaciones públicas para despertar el
interés del público. La capacidad de convertir la presentación de un nuevo producto en un momento de expectación
nacional era, como señaló Jobs, lo que Regis McKenna y él querían lograr en Apple.
Cuando acabaron de hablar ya era casi medianoche. «Esta ha sido una de las veladas más apasionantes de mi vida —
aseguró Jobs mientras Scul ey lo l evaba de regreso al Carlyle—. No puedo expresar lo mucho que me he divertido».
Cuando esa noche l egó a su casa en Greenwich, Connecticut, Scul ey no logró conciliar el sueño. Colaborar con Jobs era
mucho más divertido que negociar con los embotel adores. «Aquel o me estimulaba, despertaba el deseo que siempre
había tenido de ser un arquitecto de ideas», declaró posteriormente. A la mañana siguiente, Roche l amó a Scul ey. «No sé
qué hicisteis vosotros dos anoche, pero permíteme que te diga que Steve Jobs está extasiado», le informó.
Y así prosiguió el cortejo, con Scul ey haciéndose el duro, aunque no demasiado. Jobs viajó a la Costa Este para visitarlo
un sábado de febrero y se subió a una limusina que lo l evó a Greenwich. Le pareció que la mansión recién construida de
Scul ey era algo ostentosa, con ventanas del suelo al techo, pero admiró las puertas de roble de más de 130 kilos hechas a
medida, instaladas con tanto cuidado y precisión que bastaba un dedo para abrirlas. «Steve quedó fascinado por aquel o
porque es, al igual que yo, un perfeccionista», recordaba Scul ey. Así comenzó un proceso algo malsano en el que Scul ey,
cegado por la fama de Jobs, comenzó a ver en él cualidades que se atribuía a sí mismo.
Scul ey normalmente conducía un Cadil ac, pero (al advertir cuáles eran los gustos de su invitado) tomó prestado el
Mercedes 450SL descapotable de su esposa para l evar a Jobs a ver la sede central de Pepsi, un recinto de casi sesenta
hectáreas, tan espléndido como austero resultaba el de Apple. Para Jobs, aquel o representaba la diferencia entre la nueva
y pujante economía digital y el grupo de empresas establecidas que aparecían en el Top 500 de la revista Fortune. Un
sinuoso paseo los condujo por los cuidados campos y el jardín de esculturas (con piezas de Rodin, Moore, Calder y
Giacometti) hasta l egar a un edificio de cristal y hormigón diseñado por Edward Durrel Stone. El inmenso despacho de Scul
ey tenía una alfombra persa, nueve ventanas, un pequeño jardín privado, un estudio en un rincón y cuarto de baño propio.
Cuando Jobs vio el gimnasio de la empresa, quedó sorprendido al ver que los ejecutivos contaban con una zona
independiente, con su propia piscina de hidromasaje, separada de la del resto de empleados. «Qué raro es eso», opinó.
Scul ey se apresuró a darle la razón. «De hecho, yo me opuse a que lo separasen, y a veces voy a entrenar a la zona de
los empleados», afirmó.
La siguiente reunión se celebró en Cupertino, cuando Scul ey hizo una escala mientras regresaba de un congreso de
embotel adores de Pepsi en Hawai. Mike
Murray, el director de marketing de Macintosh, se encargó de preparar al equipo para la visita, pero Jobs no le informó de
cuáles eran sus auténticos motivos.
«PepsiCo podría acabar comprando literalmente miles de Macs a lo largo de los próximos años —anunció Murray en un
informe dirigido al equipo del Macintosh—. Durante el pasado año, el señor Scul ey y un tal señor Jobs se han hecho
amigos. El señor Scul ey está considerado como una de las mentes más bril antes del marketing entre las grandes
empresas, y debemos hacer que disfrute de su visita».
Jobs quería que Scul ey compartiera su entusiasmo por el Macintosh. «Este producto significa para mí más que cualquier
otro que haya creado —dijo—. Quiero que seas la primera persona ajena a Apple en verlo». Entonces, con un gesto teatral,
extrajo el prototipo de una bolsa de vinilo y realizó una demostración de su funcionamiento. A Scul ey la máquina le pareció
tan extraordinaria como el propio Jobs. «Parecía más un hombre del espectáculo que del mundo de los negocios. Cada
movimiento parecía calculado, como si lo hubiera ensayado para hacer que aquel momento resultara especial».
83
Jobs había pedido a Hertzfeld y al resto del equipo que prepararan una presentación gráfica especial para entretener a Scul
ey. «Es muy inteligente —les advirtió Jobs—. No os creeríais lo inteligente que es». La explicación de que Scul ey quizá
comprara un montón de ordenadores Macintosh para Pepsi «me sonaba algo sospechosa», comentó Hertzfeld, pero él y
Susan Kare crearon una animación de botel as y latas de Pepsi que surgían entre otras con el logotipo de Apple. Hertzfeld
estaba tan entusiasmado que comenzó a agitar los brazos durante la presentación, pero no parecía que Scul ey estuviera
impresionado. «Realizó algunas preguntas, pero no parecía tener demasiado interés», recordaba Hertzfeld. De hecho,
nunca l egó a caerle del todo bien. «Era un enorme farsante, todo en él era pura pose — aseguró más tarde—. Fingía estar
interesado en la tecnología, pero no lo estaba. Era un hombre entregado al marketing, y eso es a lo que se dedican los de
su cuerda: a cobrar por fingir».
La situación l egó a un punto crítico cuando Jobs visitó Nueva York en marzo y consiguió convertir aquel cortejo en un
romance ciego y cegador por igual. «En
serio, creo que eres el hombre adecuado —le dijo Jobs mientras paseaban por Central Park—. Quiero que vengas a
trabajar conmigo. Puedo aprender muchas cosas de ti». Jobs, que en el pasado había mostrado una tendencia a buscar
figuras paternas, sabía además cómo manejar el ego y las inseguridades de Scul ey. Aquel o dio resultado. «Estaba
cautivado por él —señaló posteriormente Scul ey—. Steve era una de las personas más bril antes a las que había conocido.
Compartía con él la pasión por las ideas».
Scul ey, un amante del pasado artístico, desvió el paseo hacia el Museo Metropolitano con el fin de realizar una pequeña
prueba y averiguar si Jobs estaba de verdad
dispuesto a aprender de los demás. «Quería saber qué tal se le daba recibir formación sobre un tema del que no tuviera
referencias», recordaba. Mientras deambulaban por las secciones de antigüedades griegas y romanas, Scul ey habló largo
y tendido sobre la diferencia entre la escultura arcaica del siglo vi antes de Cristo y las esculturas de la época de Pericles,
creadas cien años después. Jobs, a quien le encantaba enterarse de las curiosidades históricas nunca estudiadas en la
universidad, pareció absorber toda aquel a información. «Me dio la sensación de que podía actuar de profesor con un
estudiante bril ante —recordaba Scul ey. Una vez más, caía en la presunción de que ambos eran parecidos—. Veía en él el
reflejo mismo de mi juventud. Yo también era impaciente, testarudo, arrogante e impetuoso. También a mí me bul ía la
cabeza con un montón de ideas, a menudo hasta el punto de excluir todo lo demás. Yo tampoco toleraba a aquel os que no
estaban a la altura de mis exigencias».
Mientras proseguían su largo paseo, Scul ey le confió que en vacaciones iba a la margen izquierda del Sena con su
cuaderno de dibujo para pintar. De no haberse
convertido en un hombre de negocios, habría sido artista. Jobs le contestó que si no estuviera trabajando en el mundo de
los ordenadores, podía imaginarse como poeta en París. Siguieron caminando por Broadway hasta l egar a la tienda de
discos Colony Records, en la cal e 49, donde Jobs le enseñó a Scul ey la música que le gustaba, incluidos Bob Dylan, Joan
Baez, El a Fitzgerald y los músicos de jazz que grababan con la discográfica Windham Hil . A continuación recorrieron a pie
todo el camino de vuelta hasta los apartamentos San Remo, en la esquina de la avenida Central Park West y la cal e 74,
donde Jobs estaba planeando comprar un ático de dos
plantas en una de las torres.
La consumación tuvo lugar en una de las terrazas, con Scul ey pegado a la pared porque le daban miedo las alturas.
Primero hablaron del dinero. «Le dije que quería un sueldo anual de un mil ón de dólares, otro mil ón como bonificación de
entrada y otro mil ón más como indemnización por despido si la cosa no funcionaba», relató Scul ey. Jobs aseguró que se
podía hacer. «Aunque tenga que pagarlo de mi propio bolsil o —le dijo Jobs—. Tendremos que resolver esos problemas,
porque eres la mejor persona que he conocido nunca. Sé que eres perfecto para Apple, y Apple se merece a los mejores».
Añadió que nunca antes había trabajado para alguien a quien de verdad respetara, pero sabía que Scul ey era la persona
de la que más podía aprender. Jobs se lo quedó mirando fijamente y sin parpadear. Scul ey se sorprendió al ver de cerca
su espeso cabel o negro.
Scul ey puso una última pega, sugiriendo que tal vez fuera mejor ser simplemente amigos. En ese caso él podría ofrecerle a
Jobs su consejo desde fuera.
Posteriormente, el propio Scul ey narró aquel momento de máxima intensidad: «Steve agachó la cabeza y se miró los pies.
Tras una pausa pesada e incómoda, planteó una pregunta que me atormentó durante días: “¿Quieres pasarte el resto de tu
vida vendiendo agua azucarada o quieres una oportunidad para cambiar el mundo?”».
Scul ey se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. No tenía más remedio que acceder. «Tenía una
sorprendente habilidad para conseguir
siempre lo que quería, para evaluar a una persona y saber exactamente qué decir para l egar hasta el a —recordaba Scul
ey—. Aquel a fue la primera vez en cuatro meses en que me di cuenta de que no podía negarme». El sol invernal estaba
comenzando a ponerse. Abandonaron el apartamento y regresaron a través del parque hasta el Carlyle.
84
LA LUNA DE MIEL
Markkula logró convencer a Scul ey para que aceptara un salario de medio mil ón de dólares anuales y la misma cantidad
como bonificación inicial, y él l egó a California en 1983, justo a tiempo para el retiro de Apple en Pajaro Dunes. Aunque
había dejado todos sus trajes oscuros salvo uno en Greenwich, Scul ey todavía tenía algunos problemas para adaptarse a
aquel a atmósfera informal. Jobs se encontraba en el estrado de la sala de reuniones, sentado en la postura del loto y
jugando distraídamente con los dedos de sus pies. Scul ey trató de fijar una agenda. Debían hablar de cómo distinguir sus
diferentes productos —el Apple II, el Apple III, el Lisa y el Mac— y de si debían estructurar la compañía en torno a las líneas
de producto, a los sectores de mercado o a las funciones desarrol adas. En vez de eso, la discusión degeneró en un
batiburril o colectivo de ideas, quejas y debates.
Llegado cierto momento, Jobs atacó al equipo del Lisa por haber fabricado un producto que había fracasado. «¡Pero bueno!
—gritó alguien—. ¡Tú todavía no has sacado el Macintosh! ¿Por qué no esperas hasta tener un producto en el mercado
antes de empezar a criticar?». Scul ey quedó sorprendido. En Pepsi nadie se habría atrevido a desafiar así al presidente.
«Pero al í todo el mundo empezó a meterse con Steve». Aquel o le recordó un viejo chiste que le había oído a uno de los
publicistas de Apple: «¿Cuál es la diferencia entre Apple y los Boy Scouts? Que los Boy Scouts están supervisados por
adultos».
En medio de la refriega, un pequeño terremoto comenzó a sacudir la sala. «¡Todo el mundo a la playa!», gritó una persona.
Todos echaron a correr por la puerta en dirección al agua. Entonces alguien recordó que el último terremoto había
ocasionado un maremoto, así que se dieron la vuelta y echaron a correr en dirección contraria. «La indecisión, las órdenes
contradictorias y el fantasma de los desastres naturales eran solo un aviso de lo que estaba por l egar», relataría más
adelante Scul ey.
La rivalidad entre los grupos que desarrol aban diferentes productos iba en serio, pero también tenía un aspecto lúdico,
como demuestran travesuras como las de la bandera pirata. Cuando Jobs se jactó de que su equipo trabajaba noventa
horas a la semana, Debi Coleman preparó unas sudaderas en las que se podía leer
«¡Noventa horas a la semana, y encantados!». Aquel o había empujado al grupo del Lisa a ordenar que les confeccionaran
camisetas con una respuesta: «Trabajamos setenta horas a la semana y conseguimos vender nuestro producto». A lo cual
el equipo del Apple II, fiel a su naturaleza lenta pero rentable, correspondió con:
«Trabajamos sesenta horas a la semana, y ganamos dinero para financiar el Lisa y el Mac». Jobs se refería desdeñoso a
quienes trabajaban en el Apple II como «los
percherones», pero era dolorosamente consciente de que esos cabal os de tiro eran en realidad los que hacían avanzar el
carro de Apple.
Una mañana de sábado, Jobs invitó a Scul ey y a su esposa, Leezy, a que fueran a desayunar con él. Por aquel entonces
vivía en una casa de estilo tudor, bonita aunque nada excepcional, situada en Los Gatos, junto con su novia de aquel a
época, Barbara Jasinski, una joven hermosa, inteligente y reservada que trabajaba para Regis McKenna. Leezy trajo una
sartén y preparó unas tortil as vegetarianas (Jobs se había apartado de su estricta dieta vegana por el momento). «Siento
no tener más muebles —se disculpó Jobs—. Todavía no me he puesto a el o». Aquel a era una de sus peculiaridades más
duraderas: sus exigentes estándares para la artesanía, combinados con una veta espartana, lo hacían resistirse a comprar
cualquier mueble por el cual no se apasionara. Tenía una lámpara de Tiffany, una antigua mesa de comedor y un laserdisc
conectado a un televisor Sony Trinitron, pero en lugar de sofás y sil as había cojines de espuma en el suelo. Scul ey sonrió
y pensó erróneamente que aquel o se parecía a la «vida frenética y espartana en un apartamento de Nueva York
completamente abarrotado» que él había l evado al empezar su carrera.
Jobs le confesó a Scul ey su convencimiento de que iba a morir joven, y por eso necesitaba alcanzar sus objetivos
rápidamente y dejar su impronta en la historia de
Silicon Val ey. «Todos contamos con un período de tiempo muy breve en este mundo —le dijo al matrimonio mientras se
sentaban a la mesa aquel a mañana—. Probablemente solo tengamos la oportunidad de hacer unas cuantas cosas que de
verdad sean excepcionales y de hacerlas bien. Ninguno de nosotros tiene ni idea de cuánto vamos a estar aquí, y yo
tampoco, pero tengo la sensación de que debo lograr muchas de esas cosas mientras todavía soy joven».
Jobs y Scul ey charlaban decenas de veces al día en los primeros meses de su relación. «Steve y yo nos convertimos en
almas gemelas, estábamos juntos casi todo el tiempo —afirmó Scul ey—. Tendíamos a acabar las frases del otro». Jobs
halagaba constantemente a Scul ey. Cuando iba a verlo para explicarle algo, siempre decía algo como: «Eres el único que
lo va a entender». Ambos se repetían mutuamente, con tanta frecuencia que debía de resultar preocupante, lo felices que
85
les hacía estar juntos y trabajar codo con codo. A cada paso, Scul ey encontraba similitudes con Jobs y las ponía de
manifiesto: Podíamos completar las frases del otro porque estábamos en la misma onda. Steve podía despertarme a las
dos de la mañana con una llamada para charlar sobre una idea que acababa de cruzársele por la mente. «¡Hola! Soy yo»,
saludaba inofensivo a su adormilado interlocutor, sin ser en absoluto consciente de la hora. Lo curioso es que yo había
hecho lo mismo durante mi época en Pepsi. Steve era capaz de hacer trizas una presentación que tuviera que realizar a la
mañana siguiente, y de deshacerse de las diapositivas y el texto. Lo mismo había hecho yo mientras luchaba por hacer de
la oratoria una importante herramienta de gestión durante mis primeros días en Pepsi. Cuando era un joven ejecutivo,
siempre me impacientaba hasta conseguir que se hiciera cualquier cosa, y a menudo creía que yo podía hacerlo mejor. A
Steve también le pasaba. En ocasiones me sentía como si estuviera viendo a Steve representar a mi personaje en una
película. Las similitudes eran asombrosas, y la razón de la increíble simbiosis que llegamos a desarrollar.
Aquel era un autoengaño que sentó las bases para el desastre. Jobs comenzó a notarlo desde las primeras etapas.
«Teníamos una forma diferente de ver el mundo, opiniones distintas sobre la gente, distintos valores —contó Jobs—.
Comencé a darme cuenta de el o a los pocos meses de su l egada. No era rápido aprendiendo, y la gente a la que quería
ascender eran por lo general unos inútiles».
Aun así, Jobs sabía que podía manipular a Scul ey fomentando su creencia de que se parecían mucho. Y cuanto más
manipulaba a Scul ey, más lo despreciaba. Los observadores más avezados del grupo del Mac, como Joanna Hoffman,
pronto advirtieron lo que estaba ocurriendo, y sabían que aquel o haría de la inevitable ruptura algo aún más explosivo.
«Steve hacía que Scul ey se sintiera como alguien excepcional —comentó—. Scul ey nunca se había sentido así y aquel o
lo cautivó, porque Steve proyectaba en él un montón de atributos que en realidad no poseía, de manera que estaba como
atolondrado y obsesionado con él. Cuando quedó claro que Scul ey no se correspondía con todas aquel as expectativas, la
distorsión de la realidad de Steve había fomentado una situación peligrosa».
El ardor también comenzó a apagarse por parte de Scul ey. Uno de los puntos débiles que mostró a la hora de tratar de
gestionar una compañía tan disfuncional fue su deseo de agradar a los demás, uno de los muchos rasgos que no compartía
con Jobs. Por decirlo en pocas palabras, era una persona educada, y Jobs no. Aquel o lo l evaba a alterarse ante la actitud
grosera con la que Jobs trataba a sus compañeros de trabajo. «A veces íbamos al edificio donde trabajaban en el Mac a las
once de la noche —recordaba— y el os le traían algún nuevo código para mostrárselo. En algunos casos ni siquiera le
echaba un vistazo. Se limitaba a cogerlo y devolvérselo bruscamente. Yo le preguntaba cómo podía rechazarlo así, y él me
contestaba: “Sé que pueden hacerlo mejor”». Scul ey trató de darle algunos consejos.
«Tienes que aprender a controlarte», le dijo una vez. Jobs se mostró de acuerdo, pero no estaba en su naturaleza el filtrar
sus sentimientos a través de un tamiz. Scul ey comenzó a creer que la personalidad volátil de Jobs y su manera errática de
tratar a la gente se encontraban profundamente enraizadas en su constitución psicológica, quizá como el reflejo de una
bipolaridad leve. Era víctima de bruscos cambios de humor. En ocasiones se mostraba exultante y en otras deprimido. A
veces se enzarzaba en brutales invectivas sin previo aviso, y entonces Scul ey tenía que ayudarlo a calmarse. «Veinte
minutos después me volvían a l amar para que fuera a verlo porque había vuelto a perder los estribos», comentó.
Su primer desacuerdo importante se centró en el precio del Macintosh. Había sido concebida como una máquina de 1.000
dólares, pero los cambios en el diseño ordenados por Jobs habían elevado el coste, por lo que el nuevo plan era venderlo
por 1.995 dólares. Sin embargo, cuando Jobs y Scul ey comenzaron a planear una inmensa presentación y una gran
campaña publicitaria, Scul ey decidió que necesitaban añadir otros 500 dólares al precio. Para él, los gastos de publicidad
eran iguales que cualquier otro gasto de producción y, por tanto, debían incorporarse al precio de venta. Jobs se resistió,
furioso. «Eso destruiría todo aquel o por lo que luchamos
—afirmó—. Quiero que esto sea una revolución, no un esfuerzo por exprimir al cliente en busca de beneficios». Scul ey le
respondió que la elección era sencil a: podía tener un producto de 1.995 dólares o podía contar con un presupuesto de
publicidad con el que preparar una gran presentación, pero no las dos cosas.
«Esto no os va a gustar —les comunicó Jobs a Hertzfeld y a los otros ingenieros—, pero Scul ey insiste en que cobremos
2.495 dólares por el Mac en lugar de 1.995». En efecto, los ingenieros quedaron horrorizados. Hertzfeld señaló que estaban
diseñando el Mac para gente como el os, y que subir tanto el precio sería una «traición» a todo aquel o en lo que creían.
Así que Jobs les hizo una promesa: «¡No os preocupéis, no permitiré que se salga con la suya!». Sin embargo, al final
prevaleció la postura de Scul ey. Incluso veinticinco años después, a Jobs le hervía la sangre al recordar aquel a decisión.
«Fue la razón principal por la cual las ventas del Macintosh se redujeron y Microsoft l egó a dominar el mercado», aseguró.
La decisión le hizo sentir que estaba perdiendo el control de su producto y de su empresa, y aquel o era tan peligroso como
un tigre que se siente acorralado.
86
15
La presentación
Una marca en el universo
LOS AUTÉNTICOS ARTISTAS ACABAN SUS PRODUCTOS
El momento cumbre de la conferencia de ventas de Apple celebrada en Hawai en octubre de 1983 fue un número cómico
organizado por Jobs y basado en un programa de televisión lamado El juego de las citas. Jobs actuaba como presentador,
y sus tres concursantes eran Bi l Gates y otros dos ejecutivos de software, Mitch Kapor y Fred Gibbons. Mientras sonaba la
cantarina sintonía del programa, los tres participantes se sentaron en sus banquetas y se presentaron. Gates, con su
aspecto de estudiante de instituto, recibió una gran salva de aplausos por parte de los 750 vendedores de Apple cuando
afirmó: «A lo largo de 1984, Microsoft espera que la mitad de sus ingresos provengan de la venta de software para el
Macintosh». Jobs, recién afeitado y muy animado, esbozó una gran sonrisa y le preguntó si pensaba que el nuevo sistema
operativo del Macintosh legaría a convertirse en uno de los nuevos estándares de la industria. Gates contestó: «Para crear
un nuevo estándar no basta con producir algo que sea ligeramente diferente; ha de ser realmente nuevo y cautivar la
imaginación de la gente. Y el Macintosh, de todas las máquinas que yo he visto, es el único que cumple con esos
requisitos».
Sin embargo, mientras Gates pronunciaba estas palabras, Microsoft estaba apartándose ya cada vez más de su función
principal como colaborador de Apple para
convertirse en parte de la competencia. La empresa seguía produciendo programas de software, como el Microsoft Word,
para Apple, pero un porcentaje cada vez mayor de sus ingresos procedía del sistema operativo escrito para los
ordenadores personales de IBM. Si el año anterior se habían vendido 279.000 Apple II, comparados con 240.000 PC de
IBM y sus clones, las cifras de 1983 ofrecían un claro contraste: 420.000 Apple II frente a 1,3 mi lones de ordenadores de
IBM y sus clones. Por su parte, tanto el Apple III como el Lisa se habían quedado estancados.
Justo cuando el personal de ventas de Apple legaba a Hawai, ese cambio quedó dolorosamente patente en la portada del
Business Week, cuyo titular rezaba:
«Ordenadores personales: y el ganador es... IBM». El artículo interior deta laba el ascenso del PC de IBM. «La bata la por
la supremacía del mercado ya ha legado a su fin. En una sorprendente maniobra, IBM se ha apropiado de más del 26 % de
la cuota en dos años, y se espera que controle la mitad de todo el mercado mundial en 1985. Otro 25 % más de
consumidores se pasará a máquinas compatibles con IBM».
Aque lo supuso una presión todavía mayor para el Macintosh, que debía salir a la ca le en enero de 1984, tres meses más
tarde, para salvar la situación ante IBM.
En la conferencia de ventas, Jobs decidió levar el enfrentamiento hasta el final. Subió al estrado y deta ló todos los errores
cometidos por IBM desde 1958, para describir después, con un tono fúnebre, de qué manera estaba ahora tratando de
hacerse con el mercado de los ordenadores personales: «¿Logrará IBM dominar toda la industria informática? ¿Toda la era
de la información? ¿Tenía razón George Orwe l en 1984?». En ese momento descendió una panta la del techo y mostró el
preestreno de un futuro anuncio de televisión de sesenta segundos para el Macintosh que parecía salido de una película de
ciencia ficción. En unos meses, aquel anuncio iba a hacer historia en el mundo de la publicidad, pero mientras tanto cumplió
su objetivo de elevar la moral de los comerciales de Apple. Jobs siempre había sido capaz de reunir energías imaginándose
como un rebelde enfrentado a las fuerzas de la oscuridad. Ahora también era capaz de animar a sus tropas con aque la
técnica.
Sin embargo, todavía habría que superar un obstáculo más: Hertzfeld y los otros genios informáticos tenían que acabar de
escribir la programación para el Macintosh, cuya fecha de salida al mercado era el lunes 16 de enero. Pero, una semana
antes, los ingenieros concluyeron que no podían legar a tiempo. El código tenía errores.
Jobs se encontraba en el hotel Grand Hyatt de Manhattan, preparándose de cara al preestreno ante los medios, con una
rueda de prensa prevista para el domingo por la mañana. El director de software le explicó con calma la situación a Jobs,
mientras Hertzfeld y los demás se apiñaban en torno al interfono conteniendo la respiración. Todo lo que necesitaban eran
dos semanas más. Los primeros envíos a las tiendas podían contar con una versión del software etiquetada como «de
prueba», que sería sustituida tan pronto como acabaran el nuevo código a finales de ese mes. Se produjo una pausa
durante un instante. Jobs no se enfadó. En vez de eso, les habló con un tono frío y sombrío. Les dijo que eran realmente
fantásticos. Tanto, de hecho, que sabía que podían lograrlo. «¡No pienso sacarlo así al mercado!
—dijo. Se oyó un grito ahogado colectivo en el edificio Bandley 3—. Lleváis trabajando en esto durante meses, así que un
par de semanas más o menos no van a
87
suponer demasiada diferencia. Más vale que os pongáis a trabajar. Voy a presentar el código una semana después de este
lunes, con vuestros nombres en él».
«Bueno, tenemos que acabarlo», resumió Steve Capps. Y eso hicieron. Una vez más, el campo de distorsión de la realidad
de Jobs los forzó a hacer algo que habían creído imposible. El viernes, Randy Wigginton levó una inmensa bolsa de granos
de café recubiertos de chocolate para resistir durante las tres noches de trabajo ininterrumpido que les aguardaban.
Cuando Jobs legó al trabajo a las 8:30 de aquel lunes, se encontró a Hertzfeld tirado en un sofá, al borde del coma.
Hablaron brevemente sobre un problema técnico mínimo que aún se les resistía, y Jobs decidió que no era relevante.
Hertzfeld se arrastró hasta su Volkswagen Golf de color azul (cuya matrícula era: MACWIZ) y se marchó a casa a dormir.
Poco tiempo después, la fábrica de Apple en Fremont comenzó a producir cajas estampadas con el colorido diseño del
Macintosh. Jobs había asegurado que los auténticos artistas acababan sus productos, y ahora el equipo del Macintosh lo
había logrado.
EL ANUNCIO DE 1984
Cuando Jobs comenzó a planear, en la primavera de 1983, la presentación del Macintosh, encargó un anuncio de televisión
que resultara tan revolucionario y sorprendente como el producto que habían creado. «Quiero algo que haga que la gente
se detenga en seco —pidió—. Quiero que resuene como un trueno». La tarea recayó en la agencia publicitaria Chiat/Day,
que había incorporado a Apple como cliente cuando absorbió el departamento de publicidad de la empresa de Regis
McKenna. La persona al cargo era un surfista desgarbado con una espesa barba, pelo enmarañado, sonrisa bobalicona y
ojos bri lantes lamado Lee Clow, por entonces el director creativo de la oficina de la agencia en la sucursal de Los Ángeles,
situada en Venice Beach. Clow, un tipo divertido y a la vez con sentido común, relajado pero concentrado, forjó una relación
con Jobs que duraría tres décadas.
Clow y dos miembros de su equipo —el redactor publicitario Steve Hayden y el director artístico Brent Thomas— habían
estado considerando la posibilidad de utilizar un eslogan que utilizara el título de la novela de George Orwe l: «Por qué
1984 no será como 1984». A Jobs le encantó, y les pidió que lo tuvieran listo para la presentación del Macintosh, así que
prepararon un guión gráfico para un anuncio de sesenta segundos que debía parecer la escena de una película de ciencia
ficción. En e la se presentaba a una joven rebelde que huía de la policía del pensamiento orwe liana y que arrojaba un marti
lo contra una panta la donde se mostraba al Gran Hermano mientras este pronunciaba un alienante discurso.
El concepto capturaba el espíritu de aque la época, el de la revolución de los ordenadores personales. Muchos jóvenes,
especialmente aque los que formaban parte de la contracultura, habían visto a los ordenadores como instrumentos que
podían ser utilizados por gobiernos orwe lianos y grandes empresas con el fin de socavar la individualidad de la gente. Sin
embargo, hacia el final de la década de los setenta, también se veían como una herramienta en potencia para lograr la
realización personal de sus usuarios. El anuncio presentaba a Macintosh como un guerrero que defendía esta última causa:
una compañía joven, rebelde y heroica que era lo único que se interponía entre la gran empresa malvada y su plan para
dominar el mundo y controlar la mente de los ciudadanos.
A Jobs le gustaba aque lo. De hecho, el concepto que articulaba el anuncio tenía para él una relevancia especial. Se veía a
sí mismo como un rebelde, y le gustaba asociarse con los valores de la variopinta banda de piratas y hackers que había
reclutado para el grupo del Macintosh. Por algo sobre su edificio ondeaba la bandera pirata. Aunque hubiera abandonado la
comuna de manzanos en Oregón para crear la empresa Apple, todavía quería que lo vieran como un miembro de la
contracultura, y no como un elemento más de la estructura empresarial.
Sin embargo, se daba cuenta, en lo más profundo de su ser, de que había ido abandonando cada vez más aquel espíritu
pirata. Algunos podrían acusarlo incluso de haberse vendido. Cuando Wozniak se mantuvo fiel a los principios del
Homebrew Club al repartir gratuitamente su diseño del Apple I, fue Jobs quien insistió en que le vendieran los circuitos
impresos a sus compañeros. También fue él quien quiso, a pesar de la reticencia de Wozniak, convertir a Apple en una
empresa, sacarla a Bolsa y no repartir alegremente las opciones de compra de acciones entre los amigos que habían
empezado con e los en el garaje. Ahora estaba a punto de presentar el Macintosh, y sabía que violaba muchos de los
principios del código de los hackers. Era muy caro y había decidido que no tendría ninguna ranura, lo que implicaba que los
aficionados a la electrónica no podrían conectar sus propias tarjetas de ampliación o acceder a la placa madre para añadir
sus propias funciones. Incluso había diseñado el ordenador de forma que no se pudiera legar a su interior. Hacían falta
herramientas especiales únicamente para abrir la carcasa de plástico. Era un sistema cerrado y controlado, como algo que
hubiera diseñado el Gran Hermano en lugar de un pirata informático.
Así pues, el anuncio de «1984» fue una forma de reafirmar ante sí mismo y ante el mundo la imagen que deseaba ofrecer.
88
La heroína, con el dibujo de un Macintosh estampado sobre su camiseta, de un blanco puro, era una insurgente que
pretendía derrocar al poder establecido. Y al contratar a Ridley Scott, que como director acababa de cosechar un gran éxito
con Blade Runner, Jobs podía asociarse a sí mismo y a Apple con el espíritu ciberpunk de aque la época. Gracias a aquel
anuncio, Apple podía identificarse con los rebeldes y los piratas que pensaban de forma diferente, y Jobs podía reclamar su
derecho a identificarse también con e los.
Scu ley se mostró escéptico en un primer momento cuando vio el guión del anuncio, pero Jobs insistió en que necesitaban
algo revolucionario. Logró que se aceptara
un presupuesto sin precedentes de 750.000 dólares solo para la filmación del anuncio. Ridley Scott lo rodó en Londres
empleando a decenas de auténticos cabezas rapadas como parte de las masas absortas que escuchaban al Gran Hermano
hablar en la panta la. Para el papel de la heroína eligieron a una lanzadora de disco. Con un escenario frío e industrial
dominado por tonos grises metalizados, Scott evocaba el ambiente distópico de Blade Runner. En el momento exacto en
que el Gran Hermano anuncia «¡venceremos!», el mazo hace añicos la panta la, que se evapora entre un esta lido de humo
y luces.
Cuando Jobs le enseñó el anuncio al equipo de ventas de Apple en la conferencia de Hawai, todos quedaron encantados,
así que decidió presentárselo al consejo de
administración durante la reunión de diciembre de 1983. Cuando se encendieron de nuevo las luces de la sala de juntas,
todo el mundo guardó silencio. Philip Schlein, el consejero delegado de la cadena de supermercados Macy’s en California,
había apoyado la cabeza contra la mesa. Markkula seguía mirando fijamente y en silencio, y al principio parecía como si la
potencia del anuncio lo hubiera dejado sin habla, pero entonces preguntó: «¿Quién quiere que busquemos una nueva
agencia?». Según recuerda Scu ley, «la mayoría pensó que era el peor anuncio nunca visto».
Scu ley se echó atrás. Le pidió a la agencia Chiat/Day que vendiera los dos espacios publicitarios —uno de sesenta
segundos y otro de treinta— ya contratados. Jobs estaba fuera de sí. Una tarde, Wozniak, que había estado manteniendo
una relación intermitente con Apple durante los últimos dos años, se pasó por el edificio donde se trabajaba en el
Macintosh. Jobs lo agarró y le dijo: «Ven a ver esto». Sacó un reproductor de vídeo y le mostró el anuncio. «Estaba
alucinando —recordaba Woz—. Me pareció la cosa más increíble que había visto». Cuando Jobs anunció que el consejo de
administración había decidido no emitir el anuncio durante la disputa de la Super Bowl, Wozniak le preguntó cuánto costaba
contratar el espacio para aquel anuncio. Jobs le respondió que 800.000 dólares. Con su bondad impulsiva habitual,
Wozniak se ofreció inmediatamente: «Bueno, yo pago la mitad si tú pones la otra mitad».
Al final no le hizo falta. La agencia logró revender el espacio de treinta segundos, pero en un acto de desafío pasivo no
vendió el más largo. «Les dijimos que no habíamos logrado revender el espacio de sesenta segundos, aunque en realidad
ni siquiera lo intentamos», señaló Lee Clow. Scu ley, quizá en un intento por evitar el enfrentamiento con el consejo o con
Jobs, recurrió a Bi l Campbe l, director de marketing, para que decidiera qué hacer. Campbe l, un antiguo entrenador de
fútbol americano, optó por jugársela. «Creo que deberíamos intentarlo», le dijo a su equipo.
Al principio del tercer cuarto de la 18.ª Super Bowl, los Raiders se anotaron un ensayo contra los Redskins, pero en lugar
de mostrar al instante la repetición de la jugada, los televisores de todo el país se fundieron en negro durante dos segundos
funestos. Entonces, una inquietante imagen en blanco y negro de autómatas que avanzaban al ritmo de una música
espeluznante comenzó a lenar las panta las. Más de 96 mi lones de personas vieron un anuncio que no se parecía a nada
de lo que hubieran visto antes. Al final, mientras los autómatas observaban horrorizados la desaparición del Gran Hermano,
un locutor anunciaba en tono calmado: «El 24 de enero, Apple Computer presentará el Macintosh. Y entonces verás por
qué 1984 no será como 1984».
Fue todo un fenómeno. Esa noche, los tres principales canales de televisión y cincuenta emisoras locales hablaron del
anuncio en sus informativos, lo que creó una
expectación publicitaria desconocida en una época en la que no existía YouTube. Tanto la revista TV Guide como
Advertising Age lo eligieron como el mejor anuncio de todos los tiempos.
ESTALLIDO PUBLICITARIO
Con el paso de los años, Steve Jobs se convirtió en el gran maestro de las presentaciones de productos. En el caso del
Macintosh, el sorprendente anuncio de Ridley Scott fue solo uno de los ingredientes, pero otro elemento de la receta fue la
cobertura mediática. Jobs encontró la forma de desencadenar esta lidos publicitarios tan potentes que la propia energía
liberada se alimentaba de sí misma, como en una reacción en cadena. Se trató de un fenómeno que logró replicar con
regularidad cada vez que debía levar a cabo una gran presentación de alguno de sus productos, desde el Macintosh en
1984 hasta el iPad en 2010. Como si de un prestidigitador se tratase, podía realizar aquel truco una y otra vez, incluso
89
después de que los periodistas lo hubieran visto en una decena de ocasiones y supieran cómo se hacía. Algunas de las
maniobras las había aprendido de Regis McKenna, un profesional a la hora de mimar y controlar a los reporteros más
vanidosos. Sin embargo, Jobs tenía una intuición propia acerca de cómo debía provocar entusiasmo, manipular el instinto
competitivo de los periodistas y mercadear con las exclusivas para recibir un trato generoso.
En diciembre de 1983 se levó consigo a Nueva York a sus dos jóvenes magos de la ingeniería, Andy Hertzfeld y Burre l
Smith, para visitar la redacción de Newsweek y preparar un artículo sobre «los chicos que crearon el Mac». Tras ofrecer
una demostración del funcionamiento del Macintosh, subieron al piso de arriba para conocer a Katherine Graham, la
legendaria editora y dueña de la revista, que tenía un interés insaciable por conocer cualquier novedad. La revista envió a
su columnista de tecnología y a un fotógrafo a pasar un tiempo en Palo Alto junto a Hertzfeld y Smith. El resultado fue un
artículo elegante y halagador de cuatro páginas sobre e los dos, con fotografías de ambos en sus casas que los hacían
parecer querubines de una nueva era. El artículo citaba a Smith hablando de lo siguiente que quería hacer: «Quiero
construir el ordenador de los noventa, pero quiero hacerlo a partir de mañana mismo». El artículo también describía la
mezcla de volubilidad y carisma que mostraba su jefe. «Jobs defiende en ocasiones sus ideas con un gran despliegue vocal
de su carácter en el que no siempre va de farol. Se rumorea que ha amenazado con despedir a algunos empleados porque
insistían en que los ordenadores contaran con teclas de cursor, un complemento que Jobs considera ya obsoleto. Sin
embargo, cuando decide mostrar su lado más amable, Jobs presenta una curiosa mezcla de encanto e impaciencia que
oscila entre una personalidad reservada y astuta y otra que se define con una de sus expresiones favoritas, “absurdamente
genial”».
Steven Levy, un escritor especializado en tecnología que por aquel entonces trabajaba para la revista Rolling Stone, fue a
entrevistar a Jobs, quien le pidió de
inmediato que el equipo del Macintosh apareciera en la portada de la revista. «Las probabilidades de que el redactor jefe de
la revista, Jann Werner, esté dispuesto a retirar a Sting para colocar en portada a un puñado de empo lones informáticos
serán de aproximadamente una entre un cuatri lón», pensó Levy, y no se equivocaba. Jobs se levó a Levy a una pizzería y
siguió presionándolo: Rolling Stone estaba «contra las cuerdas, publicando artículos de tercera, buscando
desesperadamente nuevos temas y nuevos lectores. ¡El Mac podría ser su salvación!». Levy se mantuvo firme. En realidad,
le dijo, Rolling Stone era una revista muy buena, y le preguntó si la había leído últimamente. Jobs contestó que, durante un
vuelo, le había echado un vistazo a un artículo sobre la MTV en la revista y que le había parecido «una auténtica mierda».
Levy contestó que él había escrito aquel artículo. En honor a Jobs hay que decir que no se retractó de su opinión, aunque sí
que cambió de objetivo y atacó a Time por la «crítica brutal» que había publicado un año antes. A continuación comenzó a
hablar del Macintosh y se puso filosófico. «Siempre estamos aprovechándonos de los avances que legaron antes que
nosotros y utilizando objetos desarro lados por gente que nos precedió —expuso—. Crear algo que puede añadirse a esa
fuente de experiencia y conocimiento humanos es una sensación maravi losa y eufórica».
El artículo de Levy no legó a la portada. Sin embargo, en los años siguientes, cada una de las grandes presentaciones en
las que participó Jobs —en NeXT, en Pixar y años más tarde, cuando regresó a Apple— acabó en la portada de Time,
Newsweek o Business Week.
24 DE ENERO DE 1984: LA PRESENTACIÓN
La mañana en que él y sus compañeros de equipo acabaron el software para el Macintosh, Andy Hertzfeld se había
marchado agotado y esperaba poder quedarse en la cama durante al menos un día entero. Sin embargo, esa misma tarde,
tras apenas seis horas de sueño, regresó a la oficina. Quería pasarse para comprobar si había habido algún problema, y
descubrió que lo mismo pasaba con la mayoría de sus compañeros. Estaban todos repantingados en sofás, exhaustos pero
nerviosos, cuando Jobs entró en la sala. «¡Eh, levantaos de ahí, todavía no habéis acabado! —anunció—. ¡Necesitamos
una demostración para la presentación!». Su plan era realizar una presentación espectacular del Macintosh frente a un gran
público y hacer que luciera algunas de sus funciones con el inspirador tema de fondo de Carros de fuego.
«Tiene que estar acabado el fin de semana y listo para las pruebas», añadió. Todos refunfuñaron, según recuerda
Hertzfeld, «pero mientras nos quejábamos nos dimos
cuenta de que sería divertido preparar algo realmente impresionante».
El acto de presentación iba a tener lugar en la reunión anual de accionistas de Apple que se iba a celebrar el 24 de enero
—faltaban solo ocho días— en el auditorio Flint de la Universidad Comunitaria De Anza. Era el tercer elemento —tras el
anuncio de televisión y la expectación creada con las presentaciones ante la prensa— de lo que pasaría a ser la guía de
Steve Jobs para hacer que el lanzamiento de un nuevo producto pareciera un hito trascendental en la historia universal: dar
90
a conocer el producto, por fin, en medio de fanfarrias y florituras, frente a un público de fieles adoradores mezclados con
periodistas preparados para verse arrastrados por todo aquel entusiasmo.
Hertzfeld logró la admirable hazaña de escribir un programa de reproducción de música en dos días para que el propio
ordenador pudiera tocar la melodía de
Carros de fuego. Sin embargo, cuando Jobs lo oyó, le pareció una porquería, así que decidieron utilizar una grabación.
Jobs, por otra parte, quedó absolutamente atónito con el generador de voz, que convertía el texto en palabras habladas con
un adorable acento electrónico, y decidió que aque lo formara parte de la demostración. «¡Quiero que el Macintosh sea el
primer ordenador que se presenta solo!», insistió. Llamaron a Steve Hayden, el redactor del anuncio de 1984, para que
escribiera el guión. Steve Capps buscó la forma de conseguir que la palabra «Macintosh» atravesara la panta la con
grandes letras, y Susan Kare diseñó unos gráficos para empezar la animación.
En el ensayo de la noche anterior, ninguna de todas aque las cosas funcionaba correctamente. Jobs detestaba la forma en
que las letras cruzaban la panta la, y no hacía más que ordenar distintos cambios. Tampoco le agradaba la iluminación de
la sala, e hizo que Scu ley fuera moviéndose de asiento en asiento por el auditorio para que diera su opinión a medida que
iban realizando ajustes. Scu ley nunca se había preocupado demasiado por las variaciones en la iluminación de un
escenario, y ofrecía el tipo de respuestas vacilantes que un paciente le da a un oculista cuando este le pregunta con qué
lente puede ver mejor las letras del fondo. Los ensayos y los cambios se prolongaron durante cinco horas, hasta bien
entrada la noche. «Pensé que era imposible conseguir tenerlo todo listo para el espectáculo de la mañana siguiente»,
comentó Scu ley.
Jobs estaba especialmente histérico con su presentación. «Iba descartando diapositivas —recordaba Scu ley—. Estaba
volviéndolos a todos locos, gritándoles a los
tramoyistas por cada problema técnico de la presentación». Scu ley se tenía por un buen escritor, así que sugirió algunos
cambios en el guión. Jobs recuerda que aque lo lo molestó un poco, pero su relación todavía se encontraba en la fase en la
que lo mimaba con halagos y alimentaba su ego. «Para mí tú eres igual que Woz y Markkula —le dijo—. Eres como uno de
los fundadores de la compañía. E los fundaron la empresa, pero tú y yo estamos fundando el futuro». Scu ley se deleitó con
aquel comentario, y años más tarde citó esas mismas palabras de Jobs.
A la mañana siguiente, el auditorio Flint, con sus 2.600 localidades, se encontraba leno a rebosar. Jobs legó ataviado con
una chaqueta azul de doble hilera de
botones, una camisa blanca almidonada y una pajarita de un verde pálido. «Este es el momento más importante de toda mi
vida —le confesó a Scu ley mientras esperaban entre bambalinas a que comenzara la presentación—. Estoy muy nervioso.
Probablemente eres la única persona que sabe cómo me siento». Él lo cogió de la mano, la sostuvo un momento y le deseó
buena suerte en un susurro.
Como presidente de la compañía, Jobs salió el primero al escenario para dar comienzo oficialmente a la reunión de
accionistas. Lo hizo con una invocación a su manera. «Me gustaría comenzar esta reunión —anunció— con un poema
escrito hace veinte años por Dylan. Bob Dylan, quiero decir». Esbozó una pequeña sonrisa y entonces bajó la vista para
leer la segunda estrofa de la canción «The Times They Are A-Changin’». La voz le salía aguda y veloz mientras recitaba a
toda prisa los diez primeros versos y acababa con: «... For the loser now / Wi l be later to win / For the times they are achangin’».* Aque la canción era el himno que mantenía al presidente multimi lonario del consejo en contacto con la imagen
que tenía de sí mismo como miembro de la contracultura. Su versión favorita era la del concierto en el que Dylan la
interpretó junto a Joan Baez el día de Ha loween de 1964 en la sala de la Orquesta Filarmónica de Nueva York situada en
el Lincoln Center, del cual tenía una copia pirata.
Scu ley subió al escenario para informar sobre los beneficios de la compañía, y el público comenzó a impacientarse al ver
que la perorata no parecía acabar. Al fin, terminó con un apunte personal. «Lo más importante de los últimos nueve meses
que he pasado en Apple ha sido el tener la oportunidad de entablar amistad con Steve Jobs —afirmó—. La relación que
hemos forjado significa muchísimo para mí».
Las luces se atenuaron cuando Jobs volvió al escenario y se embarcó en una versión dramática del grito de guerra que
había pronunciado en la conferencia de ventas
de Hawai. «Estamos en 1958 —comenzó—. IBM desaprovecha la oportunidad de adquirir una compañía joven y nueva que
ha inventado una nueva tecnología lamada xerografía. Dos años más tarde nace Xerox, e IBM se ha estado dando
cabezazos contra la pared por aque lo desde entonces». El público se rió. Hertzfeld había escuchado versiones de aquel
discurso en Hawai y en algún otro lugar, pero esta vez le sorprendió la pasión con la que resonaba. Tras narrar otros
errores de IBM, Jobs fue incrementando el ritmo y la emoción mientras se dirigía al momento presente:
Ahora estamos en 1984. Parece que IBM lo quiere todo. Apple emerge como la única esperanza de hacer que IBM tenga
que ganarse su dinero. Los vendedores, tras recibir a IBM en un primer momento con los brazos abiertos, ahora temen un
91
futuro controlado y dominado por esa compañía y recurren a Apple como la única fuerza que puede garantizar su libertad
venidera. IBM lo quiere todo, y apunta sus armas al último obstáculo que lo separa del control del mercado, Apple.
¿Dominará IBM toda la industria informática? ¿Toda la era de la información? ¿Estaba George Orwell en lo cierto?
Mientras avanzaba hacia el clímax, el público había pasado de murmurar a aplaudir en un arrebato de hurras y gritos de
apoyo. Sin embargo, antes de que pudieran contestar a la pregunta sobre Orwe l, el auditorio quedó a oscuras y apareció
en la panta la el anuncio de 1984. Cuando acabó, todo el público se encontraba en pie, vitoreando.
Jobs, con su facilidad para el dramatismo, cruzó el escenario en penumbra hasta legar a una mesita con una bolsa de tela.
«Ahora me gustaría mostrarles el Macintosh en persona —anunció—. Todas las imágenes que van a ver en la panta la
grande han sido generadas por lo que hay en esta bolsa». Sacó el ordenador, el teclado y el ratón, los conectó con pericia,
y entonces se sacó uno de los nuevos disquetes de tres pulgadas y media del bolsi lo de la camisa mientras el público
volvía a esta lar en aplausos. Arrancó la melodía de Carros de fuego y empezaron a proyectarse imágenes del Macintosh.
Jobs contuvo la respiración durante un segundo o dos, porque la demostración no había funcionado bien la noche anterior.
Sin embargo, en esta ocasión todo salió a las mil maravi las. La palabra «MACINTOSH» atravesó horizontalmente la panta
la, y entonces, por debajo, fueron apareciendo las palabras «absurdamente genial» con una cuidada caligrafía, como si
realmente las estuvieran escribiendo a mano con esmero. El público, que no estaba acostumbrado a tales despliegues de
hermosos gráficos, guardó silencio durante unos instantes. Podían oírse algunos gritos entrecortados. Y entonces, en
rápida sucesión, aparecieron una serie de imágenes: el programa de dibujo QuickDraw, de Bi l Atkinson, seguido por una
muestra de diferentes tipos de letra, documentos, tablas, dibujos, un juego de ajedrez, una hoja de cálculo y una imagen de
Steve Jobs con un bocadi lo de pensamiento que contenía un Macintosh.
Cuando terminó aque lo, Jobs sonrió y propuso una última sorpresa. «Hemos hablado mucho últimamente acerca del
Macintosh —comentó—. Pero hoy, por primera vez en la historia, me gustaría permitir que sea el propio Macintosh el que
hable». Tras esto, regresó hasta el ordenador, apretó el botón del ratón y, con una leve vibración pero haciendo gala de una
atractiva e intensa voz electrónica, el Macintosh se convirtió en el primer ordenador en presentarse. «Hola. Soy Macintosh.
Cómo me alegro de haber salido de esa bolsa», comenzó. Lo único que aquel ordenador parecía no saber controlar era el
clamor de vítores y aplausos. En lugar de
disfrutar por un instante del momento, siguió adelante sin detenerse. «No estoy acostumbrado a hablar en público, pero me
gustaría compartir con ustedes una idea que se me ocurrió la primera vez que conocí a uno de los ordenadores centrales
de IBM: “Nunca te fíes de un ordenador que no puedas levantar”». Una vez más, la atronadora ovación estuvo a punto de
ahogar sus últimas palabras. «Obviamente, puedo hablar, pero ahora mismo me gustaría sentarme a escuchar. Así pues,
me siento enormemente orgu loso de presentarles a un hombre que ha sido como un padre para mí: Steve Jobs».
Aque lo fue el caos más absoluto, con la gente entre el público dando saltos y agitando los puños en un frenesí entusiasta.
Jobs asintió lentamente, con una sonrisa tensa pero amplia sobre el rostro, y entonces bajó la vista y se le hizo un nudo en
la garganta. La ovación se prolongó durante casi cinco minutos.
Una vez que el equipo del Macintosh hubo regresado al edificio Bandley 3 aque la tarde, un camión se detuvo en el
aparcamiento y Jobs les pidió a todos que se reunieran a su alrededor. En su interior se encontraban cien ordenadores
Macintosh completamente nuevos, cada uno personalizado con una placa. «Steve se los fue entregando uno por uno a
cada miembro del equipo, con un apretón de manos y una sonrisa, mientras los demás aplaudíamos y vitoreábamos»,
recuerda Hertzfeld. Aquel había sido un trayecto extenuante, y el estilo de dirección irritante y en ocasiones brutal de Jobs
había herido muchas susceptibilidades. Sin embargo, ni Raskin, ni Wozniak, ni Scu ley ni ningún otro miembro de la
empresa podrían haber logrado una hazaña como la de la creación del Macintosh. Tampoco es probable que pudiera haber
surgido como resultado de comités de diseño y estudios de mercado. El día en que presentó el Macintosh, un periodista de
Popular Science le preguntó a Jobs qué tipo de investigación de mercados había levado a cabo. A lo cual Jobs respondió,
burlón: «¿Acaso Alexander Graham Be l realizó un estudio de mercado antes de inventar el teléfono?».
92
16
Gates y Jobs
Cuando las órbitas se cruzan
LA SOCIEDAD DEL MACINTOSH
En astronomía, el término «sistema binario» hace referencia a las órbitas de dos estre las que se entrelazan debido a su
interacción gravitatoria. A lo largo de la historia se han dado situaciones similares en las que una época cobra forma a
través de la relación y rivalidad entre dos grandes estre las orbitando una en torno a la otra: Albert Einstein y Niels Bohr en
el campo de la física del siglo XX, por ejemplo, o Thomas Jefferson y Alexander Hamilton en las primeras etapas de la
política estadounidense. Durante los primeros treinta años de la era de los ordenadores personales, desde principios de la
década de los setenta, el sistema estelar binario más poderoso estuvo compuesto por dos astros lenos de energía, ambos
nacidos en 1955 y ninguno de los cuales había terminado la universidad.
Bi l Gates y Steve Jobs, a pesar de sus ambiciones similares en lo referente a la tecnología y el mundo de los negocios,
provenían de entornos algo diferentes y contaban con personalidades radicalmente distintas. El padre de Gates era un
destacado abogado de Seattle y su madre, un miembro prominente de la sociedad civil que participaba en distintos comités
de gran prestigio. Él se convirtió en un obseso de la tecnología en una de las mejores escuelas privadas de la zona, el
instituto Lakeside, pero nunca fue un rebelde, un hippy en busca de guía espiritual o un miembro de la contracultura. En
lugar de construir una caja azul para estafar a la compañía telefónica, Gates preparó en su instituto un programa para
organizar las diferentes asignaturas que lo ayudó a coincidir en e las con las chicas que le gustaban, así como un programa
de recuento de vehículos para los ingenieros de tráfico de la zona. Fue a Harvard, y cuando decidió abandonar los estudios
no fue para buscar la iluminación con un gurú indio, sino para fundar su propia empresa de software.
Gates sabía programar, a diferencia de Jobs, y su mente era más práctica y disciplinada, con mayor capacidad de
procesamiento analítico. Por su parte, Jobs era
más intuitivo y romántico, y tenía un mejor instinto para hacer que la tecnología resultara útil, que el diseño fuera agradable
y las interfaces, poco complicadas de usar. Además, era un apasionado de la perfección, lo que lo volvía tremendamente
exigente, y salía adelante gracias a su carisma y omnipresente intensidad. Gates, más metódico, celebraba reuniones
milimétricamente programadas para revisar los productos, y en e las iba directo al núcleo de los problemas, con una
habilidad quirúrgica. Ambos podían resultar groseros, pero en el caso de Gates —que al principio de su carrera pareció
inmerso en el típico flirteo de los obsesionados por la tecnología con los límites de la escala de Asperger— el
comportamiento cortante tendía a ser menos personal, a estar más basado en la agudeza intelectual que en la
insensibilidad emocional. Jobs se quedaba mirando a la gente con una intensidad abrasadora e hiriente, mientras que a
Gates en ocasiones le costaba establecer contacto visual, pero en lo esencial era una persona amable.
«Cada uno de e los creía ser más listo que el otro, pero Steve trataba por lo general a Bi l como a alguien un poco inferior,
especialmente en temas relacionados con el gusto y el estilo —comentó Andy Hertzfeld—. Y Bi l despreciaba a Steve
porque este no sabía programar». Desde el comienzo de su relación, Gates quedó fascinado por Jobs, del cual envidiaba
un tanto el efecto cautivador que ejercía sobre los demás. No obstante, también le parecía que era «raro como un perro
verde» y que tenía «extraños fa los como ser humano». Además, le desagradaban la grosería de Jobs y su tendencia a
«actuar como si quisiera seducirte o como si te fuera a decir que eres una mierda». Por su parte, a Jobs le parecía que
Gates era desconcertantemente estrecho de miras. «Habría sido más abierto si hubiera probado el ácido o viajado a algún
centro de meditación hindú cuando era más joven», declaró Jobs en una ocasión.
Aque las diferencias de carácter y personalidad los levaron a los lados opuestos de lo que legó a ser una división
fundamental de la era digital. Jobs, un perfeccionista con ansias de controlarlo todo, desplegaba el temperamento
intransigente de un artista. Apple y él se convirtieron en los ejemplos de una estrategia digital que integraba el hardware, el
software y los contenidos digitales en un conjunto homogéneo. Gates era un analista de tecnología y negocios inteligente,
calculador y pragmático, que estaba dispuesto a ofrecerles licencias de uso del sistema operativo y el software de Microsoft
a diferentes fabricantes.
Pasados treinta años, Gates desarro ló a regañadientes un cierto respeto hacia Jobs. «En realidad nunca supo demasiado
sobre tecnología, pero tenía un instinto increíble para saber qué productos iban a funcionar», afirmó. Sin embargo, Jobs,
que nunca le correspondió, tendía a infravalorar los puntos fuertes de Gates. «Bi l es, en esencia, una persona sin
imaginación que nunca ha inventado nada, y por eso creo que se encuentra más cómodo ahora en el mundo de la
filantropía que en el de la tecnología —fue el injusto veredicto de Jobs—. Se dedicó a copiar con todo descaro las ideas de
los demás».
93
Cuando el Macintosh se encontraba todavía en la fase de desarro lo, Jobs fue a visitar a Gates. Microsoft había escrito
algunas aplicaciones para el Apple II entre las que se incluía un programa de hoja de cálculo lamado Multiplan, y Jobs
quería animar a Gates y su equipo a que crearan más productos para el futuro Macintosh. Jobs, sentado en la sala de
conferencias de Gates en el extremo opuesto a Seattle del lago Washington, presentó la atractiva perspectiva de un
ordenador para las masas, con una interfaz senci la que pudiera producirse por mi lones en una fábrica californiana. Su
descripción de aque la factoría de ensueño que absorbía los componentes de silicio de California y producía ordenadores
Macintosh ya acabados levó al equipo de Microsoft a bautizar el proyecto como «Sand», o «Arena». Incluso elaboraron un
acrónimo a partir del nombre: «El increíble nuevo aparato de Steve» («SAND», en sus siglas en inglés).
Gates había levado a Microsoft a la fama tras escribir una versión de BASIC para el Altair (BASIC, cuyo acrónimo en inglés
corresponde a las siglas de «Código de instrucciones simbólicas de uso general para principiantes», es un lenguaje de
programación que facilita a los usuarios no especializados el poder escribir programas de software intercambiables entre
diferentes plataformas). Jobs quería que Microsoft escribiera una versión de BASIC para el Macintosh, porque Wozniak —a
pesar de la gran insistencia de Jobs— nunca había mejorado su versión de aquel lenguaje para el Apple II de manera que
utilizara números de coma flotante. Además, Jobs quería que Microsoft escribiera aplicaciones de software —tales como un
procesador de textos, programas de gráficos y hojas de cálculo— para el Macintosh. Gates
accedió a preparar versiones gráficas de una nueva hoja de cálculo lamada «Excel», un procesador de textos lamado
«Word» y una versión de BASIC.
Por aquel entonces, Jobs era un rey y Gates todavía un cortesano: en 1984, las ventas anuales de Apple legaron a los
1.500 mi lones de dólares, mientras que las de Microsoft eran de tan solo 100 mi lones de dólares. Así pues, Gates se
desplazó a Cupertino para asistir a una demostración del sistema operativo del Macintosh y se levó consigo a tres
compañeros de Microsoft, entre los que se encontraba Charles Simonyi, que había trabajado en el Xerox PARC. Como
todavía no contaban con un prototipo del Macintosh que funcionara por completo, Andy Hertzfeld modificó un Lisa para que
presentara el software del Macintosh y lo mostrara en el prototipo de una panta la de Macintosh.
Gates no quedó muy impresionado. «Recuerdo la primera vez que fuimos a verlo. Steve tenía una aplicación en la que solo
había objetos rebotando por la panta la —rememoró—. Aque la era la única aplicación que funcionaba. El MacPaint todavía
no estaba acabado». A Gates también le resultó antipática la actitud de Jobs.
«Aque la era una especie de extraña maniobra de seducción en la que Steve nos decía que en realidad no nos necesitaba
y que e los estaban trabajando en un producto fantástico todavía secreto. Aque la era la actitud de vendedor de Steve Jobs,
pero el tipo de vendedor que dice: “No te necesito, pero a lo mejor te dejo que participes”».
A los piratas del Macintosh no les acabó de convencer Gates. «Podías ver que a Bi l Gates no se le daba demasiado bien
escuchar, no podía soportar que nadie le explicara cómo funcionaba algo. En vez de eso tenía que interrumpir y tratar de
adivinarlo él mismo», recordaba Herztfeld. Le mostramos cómo se movía suavemente el cursor del Macintosh por la panta
la sin parpadear. «¿Qué tipo de hardware utilizáis para dibujar el cursor?», preguntó Gates. Hertzfeld, que estaba muy orgu
loso de poder conseguir aque lo utilizando únicamente software, respondió: «¡No utilizamos ningún hardware especial!».
Gates no quedó convencido e insistió en que era necesario contar con elementos específicos especiales para que el cursor
se desplazase de aque la forma. «Entonces, ¿qué le puedes decir a alguien así?», comentó Hertzfeld. Bruce Horn, uno de
los ingenieros del Macintosh, declaró posteriormente: «Para mí quedó claro que Gates no era el tipo de persona que
pudiera comprender o apreciar la elegancia de un Macintosh».
A pesar de este atisbo de recelo mutuo, ambos equipos estaban entusiasmados ante la perspectiva de que Microsoft
crease un software gráfico para el Macintosh que levase los ordenadores personales a un nuevo nivel, y todos se fueron a
cenar a un restaurante de postín para celebrarlo. Microsoft puso inmediatamente a un gran equipo a trabajar en aque lo.
«Teníamos más gente trabajando en el Mac que e los mismos —afirmó Gates—. Él tenía unas catorce o quince personas, y
nosotros unas veinte. Estábamos jugándonoslo todo a aquel proyecto». Y aunque Jobs creía que no tenían demasiado
gusto, los programadores de Microsoft eran muy constantes.
«Venían con aplicaciones terribles —recordaba Jobs—, pero seguían trabajando en e las y las mejoraban». Llegó un punto
en que Jobs quedó tan cautivado por el Excel que legó a un pacto secreto con Gates. Si Microsoft se comprometía a
producir el Excel en exclusiva para el Macintosh durante dos años y a no hacer una versión para los PC de IBM, entonces
Jobs detendría al equipo que tenía trabajando en una versión de BASIC para el Macintosh y adquiriría una licencia
indefinida para utilizar el BASIC de Microsoft. En una inteligente maniobra, Gates aceptó el trato, lo cual enfureció al equipo
de Apple, cuyo proyecto fue cancelado, y le otorgó a Microsoft una ventaja de cara a futuras negociaciones.
Por el momento, Gates y Jobs habían establecido un vínculo. Aquel verano asistieron a una conferencia celebrada por el
94
analista de la industria Ben Rosen en un centro de retiro del Club Playboy situado en la ciudad de Lake Geneva, en
Wisconsin, donde nadie sabía nada acerca de las interfaces gráficas que estaba desarro lando Apple. «Todo el mundo
actuaba como si el PC de IBM lo fuera todo, lo cual estaba bien, pero Steve y yo sonreíamos confiados, porque nosotros
también teníamos algo —recordaba Gates—. Él estuvo a punto de soltarlo, pero nadie legó a enterarse de nada». Gates se
convirtió en un asiduo de los retiros de Apple. «Acudía a todas aque las fiestas hawaianas —comentó Gates—. Era parte
del equipo».
Gates disfrutaba de sus frecuentes visitas a Cupertino, donde podía observar cómo Jobs interactuaba de forma errática con
sus empleados y dejaba ver sus obsesiones. «Steve estaba muy metido en su papel de maestro de ceremonias,
proclamando cómo el Mac iba a cambiar el mundo. Se dedicaba como un poseso a hacer que la gente trabajara
demasiado, creando unas tensiones increíbles y forjando una compleja red de relaciones personales». En ocasiones Jobs
se ponía a hablar con gran energía, y de pronto le cambiaba el humor y se ponía a compartir sus temores con Gates.
«Salíamos un viernes por la noche, nos íbamos a cenar y Steve no paraba de afirmar que todo iba genial. Entonces, al día
siguiente, invariablemente, empezaba a decir cosas como: “Oh, mierda, ¿vamos a poder vender esto? Oh, Dios, tengo que
aumentar el precio, siento haberte hecho esto, mi equipo está formado por un montón de idiotas”».
Gates pudo experimentar una demostración del campo de distorsión de la realidad de Jobs cuando salió al mercado el
Xerox Star. Jobs le preguntó a Gates, en una cena conjunta entre ambos equipos un viernes por la noche, cuántos Stars se
habían vendido hasta entonces. Gates contestó que seiscientos. Al día siguiente, frente a Gates y todo el equipo, Jobs
aseguró que se habían vendido trescientas unidades del Star, olvidando que Gates le acababa de mencionar a todo el
mundo una cifra dos veces superior. «En ese instante todo su equipo se me quedó mirando para ver si yo lo acusaba de
mentir como un be laco —recordaría Gates—, pero en aque la ocasión no mordí el anzuelo». En otro momento en que Jobs
y su equipo se encontraban visitando las instalaciones de Microsoft y fueron a cenar al Club de Tenis de Seattle, Jobs se
embarcó en un sermón acerca de cómo el Macintosh y su software iban a ser tan senci los de utilizar que no harían falta
manuales de instrucciones.
«Parecía como si cualquiera que hubiese pensado alguna vez en un manual de instrucciones para cualquier aplicación del
Mac fuera el mayor idiota del mundo — comentó Gates—, así que todos estábamos pensando: “¿Lo estará diciendo en
serio? ¿No deberíamos decirle que tenemos a gente trabajando en esos mismos manuales de instrucciones?”».
Pasado un tiempo, la relación se volvió algo más tormentosa. El plan original consistía en hacer que algunas de las
aplicaciones de Microsoft —tales como el Excel, el gestor de archivos o el programa para dibujar gráficos— levaran el
logotipo de Apple y vinieran incluidas con la compra de un Macintosh. Jobs creía en los sistemas uniformes de principio a
fin, de forma que el ordenador pudiera comenzarse a utilizar nada más salir del embalaje, y también planeaba incluir las
aplicaciones MacPaint y MacWrite de Apple. «Íbamos a ganar diez dólares por aplicación y máquina», comentó Gates. Sin
embargo, aquel acuerdo enfadó a otros fabricantes de software de la competencia, tales como Mitch Kapor, de Lotus.
Además, parecía que algunos de los programas de Microsoft iban a retrasarse, así que Jobs recurrió a una cláusula de su
acuerdo con Microsoft y decidió no incluir su software en el Macintosh. Microsoft tendría que arreglárselas para distribuir
sus programas y venderlos directamente al consumidor.
Gates siguió adelante sin quejarse demasiado. Ya se estaba acostumbrando al hecho de que Jobs podía resultar
inconstante y desconsiderado, y sospechaba que el hecho de que su software no fuera incluido en el Mac podría incluso
ayudar a Microsoft. «Podíamos ganar más dinero si vendíamos nuestros programas por separado —afirmó Gates—. Ese
sistema funciona mejor si estás dispuesto a pensar en que vas a contar con una cuota de mercado razonable». Microsoft
acabó vendiéndoles su software a varias plataformas diferentes, y aque lo hizo que el Microsoft Word para Macintosh ya no
tuviera que estar acabado al mismo tiempo que la versión para el PC de IBM. Al final, la decisión de Jobs de echarse atrás
a la hora de incluir aque los programas acabó por dañar a Apple más que a Microsoft.
Cuando el Excel para Macintosh salió al mercado, Jobs y Gates lo celebraron juntos en una cena con los medios de
comunicación en el restaurante neoyorquino
Tavern on the Green. Cuando le preguntaron si Microsoft iba a preparar una versión del programa para los PC de IBM,
Gates no reveló el pacto al que había legado con Jobs, sino que se limitó a contestar que, «con el tiempo», aque la era una
posibilidad. Jobs se hizo con el micrófono: «Estoy seguro de que, “con el tiempo”, todos estaremos muertos», bromeó.
LA BATALLA DE LAS INTERFACES GRÁFICAS DE USUARIO
Desde el principio de sus tratos con Microsoft, a Jobs le preocupaba que sus socios se apropiaran de la interfaz gráfica de
usuario de Macintosh y produjeran su propia versión. Microsoft ya producía un sistema operativo, conocido como DOS, que
95
comercializaba con IBM y otros ordenadores compatibles. Se basaba en una vieja interfaz de línea de comandos que
enfrentaba a los usuarios con comandos tales como «C:\>». Jobs y su equipo temían que Microsoft copiara el concepto
gráfico del Macintosh. «Le dije a Steve que sospechaba que Microsoft iba a clonar el Mac —explicó Hertzfeld—, pero
contestó que no estaba preocupado porque no creía que fueran capaces de crear un producto decente, ni siquiera con el
Mac como ejemplo». En realidad, Jobs estaba preocupado, muy preocupado, pero no quería admitirlo.
Tenía motivos para estarlo. Gates opinaba que las interfaces gráficas eran el futuro, y sentía que Microsoft tenía tanto
derecho como Apple a copiar la tecnología que
se había desarro lado en el Xerox PARC. Como admitió libremente el propio Gates más tarde: «Nos dijimos: “Eh, creemos
en las interfaces gráficas, nosotros también vimos el Xerox Alto”».
En su acuerdo original, Jobs había convencido a Gates para que accediera a que Microsoft no produjese ningún software
gráfico hasta un año después de la salida al mercado del Macintosh en enero de 1983. Desgraciadamente para Apple, en el
acuerdo no se especificaba la posibilidad de que el estreno del Macintosh se retrasara todo un año, así que Gates estaba
en su derecho al revelar, en noviembre de 1983, que Microsoft planeaba desarro lar un nuevo sistema operativo para los
PC de IBM —con una interfaz gráfica a base de ventanas, iconos y un ratón con botones para navegar con un puntero—
lamado Windows. Gates presidió un acto de presentación similar al de Jobs, el más espléndido hasta la fecha en toda la
historia de Microsoft, celebrado en el hotel Helmsley Palace de Nueva York. Ese mismo mes pronunció su primer discurso
inaugural en la exposición COMDEX, en Las Vegas, en la que su padre lo ayudó a pasar las diapositivas. En su charla,
titulada «La ergonomía del software», afirmó que los gráficos informáticos serían «superimportantes», que las interfaces
debían volverse más senci las de utilizar y que el ratón pronto se convertiría en un elemento estándar en todos los
ordenadores.
Jobs estaba furioso. Sabía que no había mucho que pudiera hacer al respecto —Microsoft tenía derecho a hacer aque lo
puesto que su acuerdo con Apple de no producir software que operase con un soporte gráfico estaba legando a su fin—,
pero eso no le impidió arremeter contra e los. «Tráeme aquí a Gates inmediatamente», le ordenó a Mike Boich, que era el
encargado de promocionar a Apple entre las diferentes compañías de software. Gates acudió a la oficina, a solas y
dispuesto a tratar de aquel asunto con Jobs. «Me lamó para poder cabrearse conmigo —recordaba Gates—. Viajé a
Cupertino como si fuera a presentarme ante el rey. Le dije: “Vamos a crear Windows”, y añadí: “Vamos a apostar el futuro
de nuestra empresa a las interfaces gráficas”».
El encuentro tuvo lugar en la sala de reuniones de Jobs, donde Gates se encontró rodeado de diez empleados de Apple
ansiosos por ver cómo su jefe se enfrentaba a él. «Yo estaba a lí como un observador fascinado cuando Steve comenzó a
gritarle a Bi l», afirmó Hertzfeld. Jobs no defraudó a sus tropas. «¡Nos estás estafando!
—gritó—. ¡Yo confiaba en ti y ahora nos estás robando!». Hertzfeld recuerda que Gates se limitó a aguardar
tranquilamente, mirando a Steve a los ojos. Luego replicó
con su voz chi lona, en una ocurrente respuesta convertida hoy en todo un clásico: «Bueno, Steve, creo que hay más de
una forma de verlo. Yo creo que es como si los dos tuviéramos un vecino rico lamado Xerox y yo me hubiese colado en su
casa para robarle el televisor y hubiera descubierto que tú ya lo habías mangado antes».
La visita de Gates duró dos días y sacó a la luz toda la gama de respuestas emocionales y de técnicas manipuladoras de
Jobs. También dejó claro que la simbiosis
entre Apple y Microsoft se había convertido en un baile de escorpiones en el que ambos oponentes se movían
cautelosamente en círculos, conscientes de que la picadura de cualquiera de e los podría causarles problemas a ambos.
Tras el enfrentamiento en la sala de reuniones, Gates le hizo a Jobs una tranquila demostración privada de lo que estaban
planeando para Windows. «Steve no sabía qué decir —recordaba Gates—. Podría haber dicho: “Esto viola algunos
términos del acuerdo”, pero no lo hizo. Optó por decir: “Pero bueno, vaya montón de mierda”». Gates estaba encantado,
porque aque lo le daba la oportunidad de tranquilizar a Jobs por un instante. «Yo contesté: “Sí, es un precioso montón de
mierda”», y Jobs experimentó todo un abanico de emociones diferentes. «A lo largo de la reunión se mostró tremendamente
grosero —recordaba Gates— y después hubo una parte en la que casi se echó a lorar, como diciendo: “Por favor, dame
una oportunidad para que este programa no salga a la luz”». La reacción de Gates consistió en mantenerse muy tranquilo.
«Se me da bien tratar a la gente cuando se deja levar por sus emociones, porque yo soy algo menos emotivo».
Jobs, como hacía habitualmente cuando quería mantener una conversación seria, propuso que dieran un largo paseo.
Atravesaron las ca les de Cupertino, legaron hasta la Universidad De Anza, se detuvieron en un restaurante y caminaron un
poco más. «Tuvimos que ir a dar un paseo, y esa no es una técnica que yo utilice para gestionar las crisis —afirmó Gates—
. Fue entonces cuando comenzó a decir cosas como: “Vale, vale, pero no lo hagáis demasiado parecido a lo que estamos
haciendo nosotros”».
No había mucho más que pudiera decir. Necesitaba asegurarse de que Microsoft iba a seguir escribiendo aplicaciones para
el Macintosh. De hecho, cuando Scu ley los amenazó posteriormente con denunciarlos, Microsoft los amenazó a su vez con
96
dejar de producir versiones de Word, Excel y otros programas para Macintosh.
Aque lo habría supuesto el fin de Apple, así que Scu ley se vio forzado a legar a un pacto de rendición. Accedió a entregarle
a Microsoft la licencia para utilizar algunas
de las presentaciones gráficas de Apple en el futuro software de Windows. A cambio, Microsoft accedía a seguir generando
software para el Macintosh y a ofrecerle a Apple un período de exclusividad para el Excel, durante el cual el programa de
hojas de cálculo estaría disponible en los Macintosh pero no en los ordenadores compatibles con IBM.
Al final, Microsoft no logró tener listo el Windows 1.0 hasta el otoño de 1985. Incluso entonces, era un producto chapucero.
Carecía de la elegancia de la interfaz de Macintosh, y sus ventanas se colocaban en mosaico en lugar de contar con la
magia de las ventanas solapadas diseñadas por Bi l Atkinson. Los críticos lo ridiculizaron y los consumidores lo
desdeñaron. Sin embargo, como ocurre con frecuencia con los productos de Microsoft, la persistencia acabó por mejorar
Windows y convertirlo en el sistema operativo dominante.
Jobs nunca superó su rabia por aque lo. «Nos timaron completamente porque Gates no tiene vergüenza», me dijo Jobs casi
treinta años más tarde. Al enterarse de
esto, Gates respondió: «Si de verdad cree eso es porque ha entrado en uno de sus propios campos de distorsión de la
realidad». Desde un punto de vista legal, Gates levaba razón, según han dictado varios tribunales a lo largo de los años. Y
desde un punto de vista pragmático, sus argumentos también eran sólidos. Aunque Apple hubiera legado a un acuerdo y
adquirido el derecho a utilizar la tecnología que vieron en el Xerox PARC, era inevitable que otras compañías desarro lasen
similares interfaces gráficas de usuario. Tal y como Apple descubrió, «el aspecto y la sensación» del diseño de una interfaz
informática son algo difícil de proteger, tanto de forma legal como en la práctica.
Y, aun así, el disgusto de Jobs resulta comprensible. Apple había sido más innovadora e imaginativa, con una ejecución
más elegante y un diseño más bri lante. Sin embargo, aunque Microsoft creó una serie de productos toscamente copiados,
acabó ganando la guerra de los sistemas operativos. Este hecho ponía de manifiesto un error estético en la forma en que
funciona el universo: los productos mejores y más innovadores no siempre ganan. Esa fue la causa de que Jobs, diez años
más tarde, pronunciara un discurso algo arrogante y desmedido, pero que tenía un tanto de verdad: «El único problema con
Microsoft es que no tienen gusto, no tienen absolutamente nada de gusto —declaró—. Y no hablo de una falta de gusto en
las cosas pequeñas, sino en general, en el sentido de que no tienen ideas originales y no le aportan ninguna cultura a sus
productos... Así que supongo que me siento triste, pero no por el éxito de Microsoft; no tengo ningún problema con su éxito,
se lo han ganado en su mayor parte. Lo que me supone un problema es que sus productos son de muy mala calidad».
97
17
Ícaro
Todo lo que sube...
VOLANDO ALTO
La presentación del Macintosh elevó a Jobs a una órbita de notoriedad todavía más alta, como quedó de manifiesto durante
un viaje a Manhattan que realizó por aquel a época. Asistió a la fiesta que Yoko Ono había preparado para su hijo, Sean
Lennon, y le regaló al niño de nueve años un Macintosh. Al chico le encantó. Al í se encontraban los artistas Andy Warhol y
Keith Haring, y ambos quedaron tan maravil ados por lo que podían crear con aquel a máquina que el mundo del arte
contemporáneo estuvo a punto de tomar un rumbo funesto. «He dibujado un círculo», exclamó Warhol con orgul o tras
utilizar el QuickDraw. Warhol insistió en que Jobs debía l evarle un ordenador a Mick Jagger. Cuando Jobs l egó al chalé de
la estrel a del rock junto con Bil Atkinson, Jagger se mostró perplejo. No sabía muy bien quién era Jobs. Posteriormente,
este le contó a su equipo: «Creo que estaba colocado. O eso o ha sufrido daños cerebrales». A Jade, la hija de Jagger, no
obstante, le encantó el ordenador desde el primer momento y comenzó a dibujar con el MacPaint, así que Jobs se lo regaló
a el a en lugar de a su padre.
Compró el dúplex que le había mostrado a Scul ey en las dos plantas superiores de los apartamentos San Remo de la
avenida Central Park West, en Manhattan, y contrató a James Freed, del estudio de diseño de I. M. Pei, para que lo
renovara, pero debido a su habitual obsesión por los detal es nunca l egó a mudarse al í (posteriormente se lo vendió al
cantante Bono por 15 mil ones de dólares). También adquirió una antigua mansión de catorce habitaciones y de estilo
colonial español situada en Woodside, en las colinas que dominan Palo Alto, construida originalmente por un magnate del
cobre. A esta sí se mudó, pero nunca l egó a amueblarla.
En Apple, su estatus quedó igualmente restablecido. En lugar de buscar la forma de restringir su autoridad, Scul ey le
otorgó más aún. Las divisiones del Lisa y del Macintosh se fusionaron en una sola, y él quedó al mando. Volaba muy alto, y
aquel o no sirvió precisamente para volverlo más afable. De hecho, se produjo un memorable ejemplo de su honestidad
brutal cuando se plantó frente a los grupos mezclados del Lisa y del Macintosh a fin de describir cómo iba a tener lugar la
fusión. Aseguró que los responsables de grupo del Macintosh iban a pasar a los puestos de mayor responsabilidad y que la
cuarta parte del personal encargado del Lisa iba a ser despedido. «Vosotros habéis fracasado —los acusó, mirando
directamente a quienes habían trabajado en el Lisa—. Sois un equipo de segunda. Jugadores de segunda. Aquí hay
demasiada gente que son jugadores de segunda o de tercera, así que hoy vamos a dejar que algunos de vosotros os
vayáis para que tengáis la oportunidad de trabajar en alguna de nuestras compañías hermanas de este mismo val e».
A Bil Atkinson, que había trabajado tanto en el equipo del Lisa como en el del Macinotsh, le pareció que aquel a no solo era
una decisión insensible, sino también
injusta. «Todas aquel as personas se habían esforzado muchísimo y eran ingenieros bril antes», afirmó. Sin embargo, Jobs
se había aferrado a lo que él consideraba una lección fundamental aprendida tras su experiencia con el Macintosh: tienes
que ser despiadado si quieres formar un equipo de jugadores de primera. «Mientras el equipo crece, resulta muy fácil
admitir a unos pocos jugadores de segunda, y entonces estos atraen a otros jugadores de segunda más, y pronto tienes
incluso jugadores de tercera —recordaba—. La experiencia con el Macintosh me enseñó que a los jugadores de primera les
gusta jugar únicamente con otros de su misma división, lo que significa que no puedes tolerar a los de segunda».
Por el momento, Jobs y Scul ey aún eran capaces de convencerse a sí mismos de la fortaleza de su amistad. Se
declaraban su cariño con tanta frecuencia y efusividad que parecían enamorados de instituto ante un puesto de tarjetas de
regalo. El primer aniversario de la l egada de Scul ey tuvo lugar en mayo de 1984, y para celebrarlo, Jobs lo l evó a cenar a
Le Mouton Noir, un sitio elegante en las colinas al sudoeste de Cupertino. Para sorpresa de Scul ey, Jobs había reunido al í
al consejo de administración de Apple, a los principales directivos e incluso a algunos inversores de la Costa Este. Scul ey
recordaba que, mientras todos lo felicitaban durante el cóctel, «Steve, radiante, se encontraba retirado en un segundo
plano, asintiendo con la cabeza y mostrando una sonrisa de oreja a oreja». Jobs comenzó la cena con un brindis
exageradamente efusivo. «Los dos días más felices de mi vida fueron cuando presentamos el Macintosh y cuando John
Scul ey accedió a unirse a Apple — afirmó—. Este ha sido el mejor año de toda mi vida, porque he aprendido muchísimas
cosas de John». Entonces le regaló a Scul ey un paquete l eno de recuerdos de aquel año.
Scul ey, a su vez, pontificó de forma similar sobre la alegría que le había causado tener a aquel compañero durante el año
98
anterior, y concluyó con una frase que, por motivos diferentes, a todos los presentes en la mesa les pareció memorable:
«Apple tiene un líder —concluyó—: Steve y yo». Recorrió la sala con la mirada, encontró la de Jobs y observó cómo
sonreía. «Era como si hubiera telepatía entre nosotros», recordaba Scul ey. Sin embargo, también advirtió que Arthur Rock
y algunos otros asistentes mostraban un aire burlón, quizá incluso escéptico. Les preocupaba que Jobs lo tuviera dominado
por completo. Habían contratado a Scul ey para que controlase a Jobs, y ahora estaba claro que era Jobs quien l evaba las
riendas. «Scul ey estaba tan ansioso por recibir la aprobación de Jobs que era incapaz de oponerse a él en nada», comentó
posteriormente Rock.
Conseguir que Jobs estuviera contento y respetar sus expertas decisiones podría haber sido una inteligente estrategia por
parte de Scul ey, quien asumió, no sin
razón, que aquel o era preferible a la alternativa. Sin embargo, no logró darse cuenta de que Jobs no era el tipo de persona
dispuesta a compartir ese control. Para él la deferencia no era algo que l egara con naturalidad, y comenzó a expresar cada
vez con menos reservas cómo creía que debía dirigirse la empresa. En la reunión de
1984 en la que se iba a defender la estrategia empresarial, por ejemplo, trató de lograr que el personal de los
departamentos centralizados de ventas y marketing de la compañía subastara el derecho a ofrecer sus servicios a los
diferentes departamentos de productos. Nadie más se mostró a favor, pero Jobs seguía tratando de obligarlos a aceptarlo.
«La gente me miraba para que asumiera el control, para que le ordenase que se sentara y se cal ase, pero no lo hice»,
recordaba Scul ey.
Cuando la reunión l egó a su fin, oyó que alguien susurraba: «¿Por qué Scul ey no lo manda cal ar?».
Cuando Jobs decidió construir una fábrica de última tecnología en Fremont para producir el Macintosh, sus pasiones
estéticas y su naturaleza controladora se desbocaron por completo. Quería que las máquinas estuvieran pintadas con tonos
bril antes, como el logotipo de Apple, pero estuvo tanto tiempo mirando catálogos de colores que Matt Carter, el director de
producción de Apple, acabó por instalarlas con sus tonos normales, grises y beis. Y cuando Jobs fue por al í a visitar la
factoría, ordenó repintar las máquinas con los colores bril antes que él quería. Carter se opuso. Aquel era un equipo de
precisión, y cubrir las máquinas de pintura podía causar algunos problemas. Al final resultó que tenía razón. Una de las
máquinas más caras, repintada de un azul bril ante, acabó por no funcionar adecuadamente, y la bautizaron como «el
capricho de Steve». Al final, Carter presentó su dimisión. «Enfrentarse a él requería demasiada energía, y normalmente era
por motivos tan absurdos que al final no pude más», comentó.
Jobs nombró como su sustituta a Debi Coleman, la encargada de las finanzas de Macintosh, una mujer valiente pero
bondadosa que había ganado una vez el premio
anual del equipo por ser la persona que mejor había sabido enfrentarse a Jobs. Sin embargo, también sabía cómo ceder a
sus caprichos cuando la situación lo requería. Cuando el director artístico de Apple, Clement Mok, le informó de que Jobs
quería que las paredes estuvieran pintadas de un blanco puro, el a protestó: «No se puede pintar de blanco nuclear una
fábrica. Va a haber polvo y cacharros por todas partes». Mok contestó: «Ningún blanco es demasiado blanco para Steve».
Al final, el a acabó por acceder a la propuesta. La planta principal de la fábrica, con sus paredes completamente blancas y
máquinas de un azul, amaril o o rojo bril antes, «parecía como una exposición de Alexander Calder», comentó Coleman.
Ante la pregunta de por qué aquel a preocupación obsesiva por el aspecto de la fábrica, Jobs respondió que era una forma
de garantizar la pasión por la perfección:
Yo iba a la fábrica y me ponía un guante blanco para comprobar si había polvo. Lo encontraba por todas partes: en las
máquinas, encima de los estantes, en el suelo. Y entonces le decía a Debi que ordenara su limpieza. Le dije que tenía que
ser posible comer en el suelo mismo de la fábrica. Pues bien, aquello enfurecía completamente a Debi. Ella no entendía por
qué deberías poder comer en el suelo de una fábrica, y yo no podía expresarlo con palabras por aquel entonces. Verás, me
influyó mucho todo lo que vi en Japón. En parte, lo que más admiré allí —y era una parte de la que nuestra fábrica
carecía— fue el espíritu de trabajo en equipo y la disciplina. Si no éramos lo suficientemente disciplinados como para que la
fábrica estuviera impecable, entonces no tendríamos la disciplina suficiente para que todas aquellas máquinas funcionaran
correctamente.
Una mañana de domingo, Jobs l evó a su padre a ver la fábrica. Paul Jobs siempre había sido muy exigente a la hora de
asegurarse de que sus piezas de artesanía quedaban perfectas y de que las herramientas estaban ordenadas, y su hijo se
enorgul ecía al poder mostrarle que él también era capaz de conseguirlo. Coleman los acompañó durante la visita. «Steve
se encontraba radiante —recordaría—. Estaba muy orgul oso de enseñarle a su padre su creación». Jobs le explicó cómo
funcionaba todo, y su padre parecía admirar sinceramente las instalaciones. «Steve no hacía más que mirar a su padre,
que lo tocaba todo y a quien le encantaba lo limpio y perfecto que parecía aquel lugar».
Las cosas no marcharon igual de bien cuando Daniel e Mitterrand, la esposa filocubana del presidente socialista francés,
99
François Mitterrand, fue a conocer la fábrica durante una visita de Estado de su marido. Jobs recurrió a Alain Rossmann, el
esposo de Joanna Hoffman, para que actuase como intérprete. Madame Mitterrand planteó muchas preguntas, a través de
su propio intérprete, acerca de las condiciones de trabajo de la fábrica, mientras Jobs se empeñaba en mostrarle las
avanzadas instalaciones robóticas y tecnológicas. Después de que Jobs le hablara acerca de sus modelos de producción
just-in-time, el a le preguntó cómo se pagaban las horas extra. Aquel o lo enfadó, así que describió cómo la automatización
de los procesos servía para controlar el gasto en mano de obra, un tema que, lo sabía, no iba a agradar a su invitada. «¿Es
un trabajo muy duro? —preguntó el a—. ¿Cuántos días de vacaciones tienen los trabajadores?». Jobs no pudo contenerse.
«Si tanto le interesa su bienestar —le soltó a la intérprete—, dígale que puede venir a trabajar aquí cuando quiera». La
intérprete palideció y no dijo nada. Tras un instante, Rossmann intervino en francés: «El señor Jobs dice que le agradece su
visita y su interés por la fábrica». Ni Jobs ni Madame Mitterrand sabían qué estaba ocurriendo, pero la intérprete parecía
muy aliviada.
Mientras atravesaba a toda velocidad la autopista hasta Cupertino en su Mercedes, Jobs estaba que echaba humo por la
actitud de Madame Mitterrand. Hubo un momento, según recordaba un nervioso Rossmann, en que circulaba a más de 160
kilómetros por hora cuando un policía lo hizo detenerse y se dispuso a multarlo. Tras unos instantes, mientras el agente
apuntaba los datos, Jobs tocó el claxon. «¿Quería algo?», preguntó el policía. Jobs contestó: «Tengo prisa».
Sorprendentemente, el agente no se enfadó. Sencil amente acabó de poner la multa y advirtió a Jobs de que si volvían a pil
arlo a más de 90 kilómetros por hora lo meterían en la cárcel. En cuanto el agente se fue, Jobs regresó a la carretera y
volvió a acelerar hasta los 160 kilómetros por hora. «Jobs tenía la firme creencia de que las reglas normales no se le
aplicaban a él», se maravil aba Rossmann.
La esposa de Rossmann, Joanna Hoffman, advirtió el mismo comportamiento cuando acompañó a Jobs a Europa unos
meses después de que el Macintosh saliera al
mercado. «Su comportamiento era completamente odioso y creía que podía salirse siempre con la suya», recordaba. En
París, el a había organizado una cena formal con algunos desarrol adores de software franceses, pero de pronto Jobs dijo
que no quería ir. En vez de eso, le cerró a Hoffman la puerta del coche en las narices y le informó de que se iba a ver a
Folon, el artista francés. «Los desarrol adores se enfadaron tanto que ni siquiera quisieron estrecharnos la mano», se
lamentó el a.
En Italia, a Jobs le desagradó al instante el consejero delegado de Apple en la zona, un hombre fofo y rechoncho que
procedía de una empresa convencional. Jobs le dijo sin rodeos que no había quedado impresionado ni por su equipo ni por
su estrategia de ventas. «No se merece poder vender el Mac», concluyó fríamente Jobs. Sin embargo, aquel o no fue nada
en comparación con su reacción en el restaurante que el desafortunado consejero había elegido. Jobs pidió una comida
vegana, pero el camarero procedió con grandes florituras a servirle una salsa preparada con crema agria. Jobs se mostró
tan desagradable que Hoffman tuvo que amenazarlo. Le susurró que si no se calmaba, iba a verterle el café hirviendo en el
regazo.
Los desacuerdos más notables a los que se enfrentó Jobs en su viaje por Europa tuvieron que ver con las predicciones de
ventas. Con su campo de distorsión de la realidad, Jobs siempre estaba forzando a su equipo a presentarle pronósticos
más altos. Eso era lo que había hecho cuando estaba redactando el plan de negocios del primer Macintosh, y aquel
recuerdo lo perseguía; ahora estaba haciendo lo mismo en Europa. Se empeñaba en amenazar a los directivos europeos
con que no les asignaría ningún recurso a menos que presentaran predicciones de ventas mayores. El os insistían en ser
realistas, y Hoffman tuvo que actuar como mediadora. «Hacia el final del viaje me temblaba todo el cuerpo de manera
incontrolada», recordaba el a.
Ese fue el viaje en el que Jobs se encontró por primera vez con Jean-Louis Gassée, el consejero delegado de Apple en
Francia. Gassée se encontraba entre los pocos que lograron enfrentarse con éxito a Jobs durante aquel periplo. «Maneja
las verdades a su manera —señaló Gassée posteriormente—. La única forma de tratarlo es siendo el más intimidante de
los dos». Cuando Jobs planteó su amenaza habitual de que reduciría los recursos asignados a Francia si él no aumentaba
los pronósticos de ventas, Gassée se enfadó. «Recuerdo que lo agarré por las solapas y le ordené que dejara de insistir, y
entonces él se retractó —dijo—. Yo también solía tener mucha rabia contenida por aquel entonces. Me estoy recuperando
de mi adicción a comportarme como un imbécil, así que pude reconocer aquel a misma actitud en Steve».
Gassée quedó impresionado, no obstante, al ver cómo Jobs podía mostrarse encantador cuando quería. Mitterrand había
estado predicando su evangelio de informatique pour tous —«informática para todos»—, y varios profesores expertos en
tecnología como Marvin Minsky y Nicholas Negroponte se unieron para cantar sus alabanzas desde el coro. Durante su
visita, Jobs ofreció un discurso para ese grupo de expertos en el hotel Bristol y presentó una imagen de cómo Francia podía
avanzar si instalaba ordenadores en todos los colegios. Al mismo tiempo, París también le sacaba su lado más romántico.
Tanto Gassée como Negroponte cuentan historias de cómo Jobs quedó prendado de varias mujeres mientras se
encontraba por al í.
100
LA CAÍDA
Tras el estal ido de entusiasmo que acompañó a su presentación, las ventas del Macintosh comenzaron a disminuir de
forma dramática en la segunda mitad de 1984. El problema era muy básico. Se trataba de un ordenador deslumbrante pero
horriblemente lento y de poca potencia, y no había ningún malabarismo o juego de manos que pudiera disfrazar aquel
hecho. Su bel eza radicaba en que su interfaz de usuario parecía un soleado cuarto de juegos en lugar de una pantal a
oscura y sombría con parpadeantes letras verdes y enfermizas y desabridas líneas de comandos. Sin embargo, aquel a
también era su mayor debilidad. La aparición de un carácter en la pantal a de un ordenador basado en texto requería
menos de un byte de código, mientras que cuando el Mac dibujaba una letra, píxel a píxel, con cualquier fuente elegante
que quisieras, aquel o exigía una cantidad de memoria veinte o treinta veces superior. El Lisa lo arreglaba al ir equipado
con más de 1.000 kilobytes de RAM, pero el Macintosh solo contaba con 128 kilobytes.
Otro problema era la falta de un disco duro interno. Jobs había acusado a Joanna Hoffman de ser una «fanática de Xerox»
cuando el a propuso que incluyeran ese
dispositivo de almacenamiento. En vez de eso, el Macintosh solo contaba con una disquetera. Si querías copiar datos,
podías acabar con una nueva variante del codo de tenista al tener que estar metiendo y sacando disquetes continuamente
de una única ranura. Además, el Macintosh carecía de ventilador, otro ejemplo de la dogmática testarudez de Jobs. En su
opinión, los ventiladores les restaban calma a los ordenadores. Esto provocó que muchos componentes fal aran y le valió al
Macintosh el apodo de «la tostadora beis», lo que no servía precisamente para aumentar su popularidad. Era una máquina
tan atractiva que se vendió bien durante los primeros meses, pero cuando la gente fue siendo más consciente de sus
limitaciones, las ventas decayeron. Tal y como se lamentó posteriormente Hoffman, «el campo de distorsión de la realidad
puede servir como acicate inicial, pero después te acabas encontrando con la cruda realidad».
A finales de 1984, con las ventas del Lisa en valores casi nulos y las del Macintosh por debajo de 10.000 unidades al mes,
Jobs tomó una decisión chapucera y nada típica en él, movido por la desesperación. Ordenó tomar todo el inventario de
ordenadores Lisa que no se habían vendido, instalarle un programa que emulaba al Macintosh y venderlo como un
producto nuevo, el «Macintosh XL». Como los ordenadores Lisa ya no se fabricaban y no iban a volverse a producir, este
fue uno de los raros casos en los que Jobs sacó al mercado algo en lo que no creía. «Me puse furiosa porque el Mac XL no
era real —comentó Hoffman—. Aquel o solo se hacía para que pudiéramos deshacernos de los Lisa sobrantes. Se
vendieron bien, y después hubo que poner fin a todo aquel horrible engaño, así que presenté mi dimisión».
Ese clima sombrío quedó de manifiesto en el anuncio creado en enero de 1985, que debía retomar el sentimiento anti-IBM
de la campaña anterior sobre 1984. Desgraciadamente, había una diferencia fundamental: el primer anuncio había acabado
con una nota heroica y optimista, pero el guión que Lee Clow y Jay Chiat presentaron para el nuevo anuncio, titulado
«Lemmings», mostraba a unos ejecutivos con trajes negros y los ojos vendados que avanzaban por un acantilado hacia su
muerte. Desde el primer momento, Jobs y Scul ey se sintieron incómodos con semejante campaña. No parecía que aquel o
presentara una imagen positiva o gloriosa de Apple, sino que se limitaba a insultar a cualquier ejecutivo que hubiera
comprado un IBM.
Jobs y Scul ey pidieron que les enviaran otras ideas, pero la gente de la agencia publicitaria se resistió. «El año pasado no
queríais que pusiéramos el anuncio de
1984», les recordó uno de el os. Según Scul ey, Lee Clow añadió: «Me apuesto toda mi reputación en este anuncio».
Cuando l egó la versión rodada —filmada por Tony Scott, hermano de Ridley—, el concepto parecía incluso peor. Los
ejecutivos que se arrojaban de forma mecánica por el acantilado iban cantando una versión fúnebre de la canción de
Blancanieves «Aibó, aibó...», y la lóbrega ambientación hacía que el resultado fuera todavía más deprimente de lo que
podía esperarse del guión. Tras verlo, Debi Coleman le gritó a Jobs: «No me puedo creer que vayas a poner ese anuncio y
a insultar a los empresarios de todo el país». En las reuniones de marketing, el a se quedaba de pie para dejar claro cuánto
lo detestaba. «Llegué a depositar una carta de dimisión en su despacho. La escribí en mi Mac. Me parecía que aquel o era
una afrenta a todos los ejecutivos de las empresas. Justo cuando estábamos comenzando a entrar en el mundo de la
autoedición».
No obstante, Jobs y Scul ey cedieron a las súplicas de la agencia y emitieron el anuncio durante la Super Bowl. Los dos
acudieron juntos a ver el partido en el estadio de Stanford, con la esposa de Scul ey, Leezy (que no podía soportar a Jobs),
y la briosa nueva novia de Jobs, Tina Redse. Cuando emitieron el anuncio hacia el final del último cuarto del partido, que
estaba resultando aburridísimo, los aficionados lo vieron en la gran pantal a del estadio y no mostraron una gran reacción.
Por todo el país, la respuesta fue en su mayor parte negativa. «El anuncio insultaba a las personas a las que Apple trataba
101
de atraer», le dijo a Fortune el presidente de una empresa de investigación de mercados. El director de marketing de Apple
sugirió posteriormente que la compañía debía comprar un espacio publicitario en el Wall Street Journal para disculparse.
Jay Chiat aseguró que si Apple hacía aquel o, entonces su agencia compraría el espacio de la página siguiente para
disculparse por la disculpa.
La incomodidad de Jobs, tanto con el anuncio como por la situación de Apple en general, quedó de manifiesto cuando viajó
a Nueva York en enero con el propósito de realizar otra ronda de entrevistas individuales para la prensa. Como en la
ocasión anterior, Andy Cunningham, de la compañía de Regis McKenna, se encargaba de los pormenores y la logística en
el hotel Carlyle. Cuando l egó Jobs, decidió que debían reamueblar completamente su suite, a pesar de que eran las diez
de la noche y de que las entrevistas debían comenzar a la mañana siguiente. El piano no estaba en el lugar correcto y las
fresas no eran de la variedad adecuada, pero el mayor problema era que no le gustaban las flores. Quería calas. «Nos
enzarzamos en una gran discusión acerca de qué era una cala —comentó Cunningham—. Yo ya sabía lo que eran, porque
son las que se utilizaron en mi boda, pero él insistía en que quería unas flores diferentes, parecidas a los lirios, y me
acusaba de ser una “estúpida” por no saber cómo era realmente una cala». Así pues, Cunningham salió del hotel y, como
aquel o era Nueva York, a medianoche fue capaz de encontrar un lugar donde pudo comprar las flores que él quería. Para
cuando por fin consiguieron recolocar toda la habitación, Jobs comenzó a meterse con la ropa que el a l evaba.
«Ese traje es horroroso», le soltó. Cunningham sabía que había ocasiones en las que Jobs se veía inundado por una
especie de cólera difusa, así que trató de calmarlo.
«Mira, ya sé que estás enfadado, y sé cómo te sientes», le dijo. «No tienes ni puta idea de cómo me siento —replicó él—, ni
puta idea de lo que supone ser yo».
TREINTA AÑOS
Cumplir treinta años es un hito para la mayoría de la gente, especialmente para los miembros de aquel a generación que
había proclamado que no había que fiarse nunca de nadie mayor de esa edad. Para celebrar su trigésimo aniversario, en
febrero de 1985, Jobs organizó una espléndida fiesta formal, pero también algo lúdica — corbata negra y zapatil as de
deporte—, para un mil ar de personas en el salón de baile del hotel St. Francis de San Francisco. La invitación rezaba:
«Hay un viejo dicho hindú que afirma: “En los primeros treinta años de tu vida, tú defines tus hábitos. Durante los últimos
treinta, tus hábitos te definen a ti”. Ven a festejar los míos».
En una mesa se sentaban los magnates del software, entre los que se encontraban Bil Gates y Mitch Kapor. Otra contaba
con viejos amigos como Elizabeth
Holmes, que trajo consigo a una mujer vestida con un esmoquin. Andy Hertzfeld y Burrel Smith habían alquilado la ropa y
calzaban unas flexibles zapatil as de deporte, lo cual dio lugar a un momento inolvidable cuando se pusieron a bailar los
valses de Strauss que interpretaba la Orquesta Sinfónica de San Francisco.
El a Fitzgerald ofreció un espectáculo, puesto que Bob Dylan había rechazado la oferta. Cantó temas salidos principalmente
de su repertorio habitual, aunque adaptó
alguna letra como la de «La chica de Ipanema» para que hablara de un chico de Cupertino. Preguntó si había alguna
petición, y Jobs realizó algunas. Al final, concluyó con una pausada interpretación del «Cumpleaños feliz».
Scul ey subió al escenario para proponer un brindis por «el visionario tecnológico más destacado». Wozniak también
apareció para entregarle a Jobs una copia
enmarcada del fol eto del Zaltair de la Feria de Ordenadores de la Costa Oeste de 1977, en la que habían presentado el
Apple II. Don Valentine se maravil ó por los cambios ocurridos desde aquel a época. «Había pasado de ser una especie de
Ho Chi Minh que te aconsejaba no fiarte de nadie de más de treinta años a ser el tipo de persona que se prepara una
fabulosa fiesta de cumpleaños con El a Fitzgerald», comentó.
Mucha gente había elegido regalos especiales para una persona a la que no resultaba fácil comprarle nada. Debi Coleman,
por ejemplo, encontró una primera
edición de El último magnate, de F. Scott Fitzgerald. Sin embargo, Jobs, en una maniobra extraña, aunque no impropia de
su carácter, dejó todos los regalos en una habitación del hotel y no se l evó ninguno a casa. Wozniak y algunos de los
veteranos de Apple, a quienes no les gustaba el queso de cabra y la mousse de salmón que se estaban sirviendo, se
reunieron tras la fiesta y se fueron a cenar a un restaurante de la cadena Denny’s.
«No es normal ver un artista de treinta o cuarenta años capaz de crear algo que sea realmente increíble —le comentó Jobs,
nostálgico, al escritor David Sheff, que publicó una entrevista larga e íntima con él en Playboy el mes en que cumplió treinta
años—. Obviamente, hay gente con una curiosidad innata, que durante toda su existencia son como niños pequeños
102
maravil ados ante la vida, pero resultan poco comunes». La entrevista se centraba en varios aspectos, pero sus reflexiones
más conmovedoras tenían que ver con el hecho de envejecer y enfrentarse al futuro:
Las ideas forman una especie de andamiaje en tu mente. Es como la pauta de un diseño químico. En la mayoría de los
casos, la gente se atasca en esas pautas, como en los surcos de un disco de vinilo, y nunca logra salir de ellas.
Siempre me mantendré en contacto con Apple. Espero que, a lo largo de mi vida, el hilo conductor de mi existencia y el de
Apple se entrelacen como en un tapiz. Puede que haya algunos años en los que no esté allí, pero siempre acabaré
regresando. Y puede que sea eso precisamente lo que quiera hacer. Lo más importante que hay que recordar sobre mí es
que todavía soy un estudiante, todavía estoy en el campo de entrenamiento.
Si quieres vivir de forma creativa, como un artista, no debes mirar demasiado hacia atrás. Tienes que estar dispuesto a
recoger todo lo que eres y todo lo que has hecho y arrojarlo por la ventana.
Cuanto más se esfuerza el mundo exterior por fijar una imagen de quién eres, más difícil resulta seguir siendo un artista, y
por esa razón muchas veces los artistas tienen que decir: «Adiós, tengo que irme. Me estoy volviendo loco y tengo que salir
de aquí». Y entonces se van a hibernar a algún otro sitio. A lo mejor después resurgen levemente cambiados.
Con cada una de estas declaraciones, Jobs parecía estar teniendo una premonición acerca de que su destino iba a cambiar
pronto. Era posible que el hilo de su vida se entrelazara con el de Apple. Quizás había l egado la hora de arrojar parte de su
identidad por la ventana. Quizás era el momento de decir: «Adiós, tengo que irme» y después resurgir con ideas diferentes.
ÉXODO
Andy Hertzfeld se había tomado un período de permiso después de que el Macintosh saliera al mercado en 1984.
Necesitaba recuperar energías y alejarse de su supervisor, Bob Bel evil e, que no le caía bien. Un día se enteró de que
Jobs había repartido primas de hasta 50.000 dólares a ingenieros del equipo del Macintosh que habían estado ganando un
sueldo menor que el de sus compañeros del equipo del Lisa, así que fue a ver a Jobs para pedir la suya. Jobs respondió
que Bel evil e había decidido no repartir las primas entre aquel as personas que estuvieran de permiso. Hertzfeld se enteró
después de que en realidad había sido Jobs quien había tomado aquel a decisión, así que volvió a reunirse con él. Al
principio Jobs trató de escabul irse con evasivas, y entonces dijo: «Bueno, supongamos que lo que dices es cierto.
¿Cómo cambiaría eso la situación?». Hertzfeld respondió que si estaba reteniendo la prima para asegurarse de que él iba a
regresar a Apple, entonces no pensaba regresar, por una cuestión de principios. Jobs transigió, pero aquel o dejó a
Hertzfeld con una mala sensación.
Cuando su período de permiso l egaba a su fin, Hertzfeld concertó una cita con Jobs para cenar, y ambos fueron
caminando desde su despacho hasta un restaurante
italiano situado a unas manzanas de distancia. «Tengo muchas ganas de volver —le confesó Andy—, pero la situación está
muy revuelta ahora mismo —Jobs parecía un tanto molesto y distraído, pero Hertzfeld siguió adelante—. El equipo de
software está completamente desmoralizado y apenas han hecho nada en los últimos meses, y Burrel está tan frustrado
que no creo que aguante hasta final de año».
En ese momento, Jobs lo interrumpió. «¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! —gritó—. El equipo del Macintosh está
haciendo un gran trabajo, y yo estoy pasando los mejores momentos de mi vida ahora mismo. Lo que pasa es que estás
completamente desconectado del resto». Su mirada era fulminante, pero también trataba de parecer divertido por la
evaluación de Hertzfeld.
«Si de verdad crees eso, no creo que haya ninguna manera de hacer que yo vuelva —replicó Hertzfeld, sombrío—. El
equipo del Mac al que yo quiero regresar ya ni siquiera existe».
«El equipo del Mac tenía que madurar, y tú también —respondió Jobs—. Quiero que vuelvas, pero si tú no quieres, es cosa
tuya. Tampoco es que seas tan imprescindible como crees».
Y así fue, Hertzfeld no regresó.
A principios de 1985, Burrel Smith también estaba preparando su marcha. Le preocupaba que pudiera resultarle difícil irse
si Jobs trataba de convencerlo para que se quedase. Por lo general, el campo de distorsión de la realidad le resultaba
demasiado fuerte como para resistirlo, así que planeó con Hertzfeld distintos métodos que pudiera emplear para liberarse
de él. «¡Ya lo tengo! —le comunicó un día a Hertzfeld—. Conozco la forma perfecta de presentar mi dimisión que anulará el
campo de distorsión de la realidad. Voy a entrar en el despacho de Steve, me bajaré los pantalones y mearé sobre su
mesa. ¿Qué podría decir él ante eso? Seguro que funciona». Las apuestas en el equipo del Mac eran que ni siquiera el
103
atrevido Burrel Smith tendría agal as para hacer algo así. Cuando finalmente decidió que había l egado la hora, en torno a
la fecha de la descomunal fiesta de cumpleaños de Jobs, concertó con él una cita para verlo. Al entrar le sorprendió
encontrarse a Jobs con una sonrisa de oreja a oreja. «¿Vas a hacerlo? ¿De verdad vas a hacerlo?», le preguntó. Se había
enterado de su plan.
Smith se quedó mirando a Jobs. «¿Voy a tener que hacerlo? Lo haré si es necesario». Jobs le lanzó una mirada y Smith
pensó que no era necesario, así que presentó su dimisión de una forma menos dramática y salió de al í en términos
amistosos.
A Smith lo siguió rápidamente otro de los grandes ingenieros del Macintosh, Bruce Horn. Cuando entró para despedirse,
Jobs lo acusó: «Todos los fal os que tiene
el Mac son culpa tuya». Horn contestó: «Bueno, Steve, en realidad hay muchas cosas del Mac que están bien y que son
culpa mía, y tuve que luchar como un loco para conseguir que se incluyeran». «Tienes razón —reconoció Jobs—. Te doy
15.000 acciones si te quedas». Cuando Horn rechazó la oferta, Jobs le mostró su lado más amable. «Bueno, dame un
abrazo», le dijo. Y eso hizo.
Sin embargo, la noticia más sorprendente de aquel mes fue la salida de Apple, una vez más, de su cofundador, Steve
Wozniak. Quizá por sus personalidades diferentes —Wozniak todavía era un soñador con alma de niño y Jobs, más brusco
y radical que nunca—, los dos nunca l egaron a protagonizar un enfrentamiento serio. Sin embargo, no estaban de acuerdo
en las bases mismas de la gestión y las estrategias de Apple. Wozniak se encontraba por aquel entonces trabajando
discretamente como ingeniero de nivel medio en el grupo del Apple II, donde actuaba como símbolo de las raíces de la
compañía y se mantenía tan alejado de los puestos de dirección y de las políticas empresariales como podía. Sentía, con
razón, que Jobs no apreciaba el Apple II, a pesar de seguir siendo la gal ina de los huevos de oro de la empresa,
responsable del 70 % de las ventas navideñas en 1984. «El resto de la compañía trataba a la gente del grupo del Apple II
como si no tuvieran ninguna importancia —declaró posteriormente—, a pesar del hecho de que el Apple II había sido, sin
duda, el producto más vendido durante mucho tiempo, y siguió siéndolo en los años venideros». Aquel o lo l evó incluso a
hacer algo nada propio de su carácter: agarró un día el teléfono y l amó a Scul ey para reprocharle que dedicase tanta
atención a Jobs y al equipo del Macintosh.
Frustrado, Wozniak decidió marcharse con discreción para fundar una nueva compañía que iba a fabricar un mando a
distancia universal inventado por él. Serviría para controlar el televisor, el equipo de música y otros aparatos electrónicos
con un sencil o conjunto de botones que se podrían programar con facilidad. Le comunicó sus intenciones al jefe de
ingeniería de la división del Apple II, pero no pensaba que fuera lo suficientemente importante como para saltarse la línea
de mando e informar a Jobs o a Markkula, así que Jobs se enteró de el o cuando la noticia apareció en el Wall Street
Journal. Wozniak, con su naturaleza siempre dispuesta, había contestado abiertamente a las preguntas del entrevistador
cuando este lo l amó. Declaró que, efectivamente, sentía que Apple había estado tratando con poca deferencia al grupo
encargado del Apple II. «La dirección de la empresa ha sido terriblemente mala durante cinco años», afirmó.
Menos de dos semanas más tarde, Wozniak y Jobs viajaron juntos hasta la Casa Blanca, donde Ronald Reagan les hizo
entrega de la primera Medal a Nacional de la Tecnología. Reagan citó las palabras pronunciadas por el presidente
Rutherford Hayes cuando le enseñaron por primera vez un teléfono: «Un invento increíble, pero ¿quién podría querer
utilizar uno?». Después bromeó: «En aquel momento pensé que a lo mejor se equivocaba». Debido a la violenta situación
que rodeaba a la salida de Wozniak, Apple no organizó una cena de celebración después del acto, y ni Scul ey ni ninguno
de los principales ejecutivos acudieron a Washington. Así pues, los dos galardonados se fueron después a dar un paseo y
comieron en un puesto de bocadil os. Charlaron amigablemente, según recuerda Wozniak, y evitaron cualquier discusión
acerca de sus desacuerdos.
Wozniak quería una despedida amistosa. Ese era su estilo, así que accedió a permanecer como empleado a tiempo parcial
para Apple con un salario anual de 20.000 dólares, y a representar a la compañía en las presentaciones y ferias
comerciales. Aquel a podría haber sido una elegante manera de irse distanciando, pero Jobs no parecía dispuesto a dejar
estar la situación. Un sábado, unas semanas después de que visitaran Washington juntos, Jobs se dirigió a los nuevos
estudios en Palo Alto de Helmut Esslinger, cuya compañía, frogdesign, se había trasladado al í para gestionar el trabajo
que l evaban a cabo para Apple. Al í se encontró con algunos bocetos que la empresa había preparado para el nuevo
mando a distancia de Wozniak y montó en cólera. Apple incluía una cláusula en su contrato que le otorgaba el derecho de
prohibirle a frogdesign que trabajara en otros proyectos relacionados con la informática, y Jobs decidió hacer uso de el a.
«Les informé — recordaba Jobs— de que trabajar con Wozniak era inaceptable para nosotros».
Cuando el Wall Street Journal se enteró de lo sucedido, se puso en contacto con Wozniak, quien, como de costumbre, se
mostró abierto y sincero. Declaró que
Jobs lo estaba castigando. «Steve Jobs me odia, probablemente por las cosas que he dicho acerca de Apple», informó al
periodista. Aquel a jugarreta de Jobs era
104
bastante mezquina, pero también estaba causada en parte por el hecho de que él entendía, de formas que otros no podían
ver, que el aspecto y el estilo de un producto
servían para crear su imagen de marca. Un aparato que l evara el nombre de Wozniak y que utilizara el mismo lenguaje de
diseño que los productos de Apple podía confundirse con algo que hubiera producido la propia Apple. «No es nada
personal —le dijo Jobs al periodista, y le explicó que quería asegurarse de que el mando a distancia de Wozniak no iba a
parecerse a ningún producto de Apple—. No queremos que nuestros códigos de diseño aparezcan en otros productos. Woz
tiene que buscar sus propios recursos. No puede aprovechar los de Apple, ni nosotros podemos darle un trato de favor».
Jobs se ofreció a pagar de su bolsil o el trabajo que frogdesign ya había hecho para Wozniak, pero, aun así, los ejecutivos
de la agencia estaban desconcertados. Cuando Jobs les ordenó que le enviaran los dibujos que habían hecho para
Wozniak o que los destruyeran, el os se negaron. Jobs tuvo que enviarles una carta en la que declaraba que invocaba el
derecho contractual adquirido por Apple. Herbert Pfeifer, director de diseño de la empresa, se arriesgó a ser víctima de la
ira de Jobs al rechazar públicamente su afirmación de que la disputa con Wozniak no era personal. «Es una lucha de poder
—informó Pfeifer al Wall Street Journal —. Tienen problemas personales entre el os».
Hertzfeld se puso furioso cuando se enteró de lo que había hecho Jobs. Vivía a unas doce manzanas de distancia de él, y
Jobs a veces pasaba a visitarlo durante sus
paseos, incluso después de que Hertzfeld se marchara de Apple. «Me enfadé tanto con la historia del mando a distancia de
Wozniak que la siguiente vez que Steve vino a verme no lo dejé entrar en casa —recordaba—. Él sabía que se había
equivocado, pero trató de racionalizarlo, y puede que en su mundo de realidad distorsionada fuera capaz de hacerlo».
Wozniak, que siempre había sido un buenazo, incluso cuando estaba enfadado, encontró otra empresa de diseño y accedió
incluso a permanecer en la nómina de Apple como portavoz.
PRIMAVERA DE 1985: EL ENFRENTAMIENTO
Hay muchas razones que explican el choque entre Jobs y Scul ey en la primavera de 1985. Algunas son simples
desacuerdos empresariales, como el intento de Scul ey de maximizar los beneficios subiendo el precio del Macintosh
cuando Jobs quería que fuera más asequible. Otros motivos, rebuscadamente psicológicos, radicaban en el extraño y
tórrido encaprichamiento que ambos sentían el uno por el otro. Scul ey había buscado con denuedo el afecto de Jobs, y
este, a su vez, había estado tratando de encontrar una figura paterna y un mentor, y cuando el ardor comenzó a disiparse
quedaron secuelas emocionales. Sin embargo, en su núcleo mismo, la creciente brecha entre ambos tenía dos causas
fundamentales, cada una debida a uno de el os.
Para Jobs, el problema era que su compañero nunca l egó a apasionarse por los productos. Nunca hizo el esfuerzo
necesario o mostró la capacidad para
comprender los detal es más concretos de lo que se estaba produciendo en Apple. Bien al contrario, Scul ey, que había
pasado su carrera vendiendo refrescos y aperitivos cuyas recetas le resultaban completamente irrelevantes, creía que la
pasión de Jobs por los detal es del diseño y las nimiedades técnicas resultaba obsesiva y contraproducente. No estaba en
su naturaleza entusiasmarse por los productos, y ese era uno de los peores pecados que Jobs pudiera imaginar. «Traté de
educarlo acerca de los detal es de la ingeniería —recordaba posteriormente Jobs—, pero él no tenía ni idea de cómo se
creaban los productos, y tras hablar de el o durante un tiempo siempre acabábamos discutiendo. Sin embargo, aprendí que
mi perspectiva era la correcta. Los productos lo son todo». Al final l egó a pensar que Scul ey no tenía ni idea de aquel
mundo, y su desprecio se vio exacerbado por la necesidad de Scul ey de obtener su afecto y por sus absurdas ideas acerca
de que ambos eran muy parecidos.
Para Scul ey, el problema era que Jobs, que ya no trataba de cortejarlo o de manipularlo, se mostraba con frecuencia
insoportable, grosero, egoísta y desagradable con las demás personas. En opinión de Scul ey, que era el pulido resultado
de internados y reuniones de ventas, el zafio comportamiento de Jobs resultaba tan despreciable como para Jobs su falta
de pasión por los detal es. Scul ey era un hombre amable, atento y educado hasta la médula. Jobs no. En una ocasión,
planearon reunirse con el vicepresidente de Xerox, Bil Glavin, y Scul ey le suplicó a Jobs que se comportara. Sin embargo,
en cuanto se sentaron a la mesa, Jobs le soltó a Glavin: «No tenéis ni idea de lo que estáis haciendo», y la reunión se
canceló al instante. «Lo siento, pero no pude contenerme», se disculpó Jobs ante Scul ey. Aquel fue uno de muchos
ejemplos. Tal y como señaló posteriormente Al Alcorn, de Atari, «Scul ey trataba de mantener a la gente contenta, se
preocupaba por las relaciones. A Steve todo aquel o le importaba una mierda. Sin embargo, sí se preocupaba por los
productos hasta un extremo inalcanzable para Scul ey, y podía evitar que hubiera demasiados capul os trabajando en Apple
porque insultaba a todo aquel que no fuera un jugador de primera línea».
105
El consejo de administración estaba cada vez más preocupado por aquel a agitación, y a principios de 1985, Arthur Rock y
algunos otros consejeros descontentos
les soltaron un severo sermón a ambos. Le recordaron a Scul ey que se suponía que él dirigía la compañía: debía empezar
a hacerlo con mayor autoridad y menos ansias por hacerse amiguito de Jobs. Y a Jobs le indicaron que debía estar
arreglando el desbarajuste del equipo del Macintosh en lugar de decirles a otros grupos cómo hacer su trabajo. Jobs se
retiró entonces a su despacho y escribió en su Macintosh: «No criticaré al resto de la organización. No criticaré al resto de
la organización...».
A medida que el Macintosh seguía defraudando las expectativas —las ventas en marzo de 1985 solo representaron el 10 %
de lo previsto— Jobs se encerraba a
rumiar su enfado en su despacho o deambulaba por las diferentes habitaciones echándole la culpa a todo el mundo por los
problemas del ordenador. Sus cambios de humor empeoraron, así como el trato abusivo que dispensaba a quienes le
rodeaban. Los encargados de puestos intermedios comenzaron a rebelarse contra él. Mike Murray, jefe de marketing,
concertó una reunión privada con Scul ey durante un congreso sobre informática. Mientras se dirigían a la habitación de
hotel de Scul ey, Jobs los vio y les preguntó si podía acompañarlos. Murray le contestó que no. A continuación le contó a
Scul ey que Jobs estaba sembrando el caos y que había que apartarlo de la dirección del grupo del Macintosh. Scul ey le
contestó que todavía no estaba preparado para mantener un enfrentamiento así con Jobs. Posteriormente, Murray le envió
una nota directamente a Jobs en la que criticaba la forma en que trataba a sus compañeros y lo acusaba de «dirigir al grupo
mediante la difamación de sus miembros».
A lo largo de las siguientes semanas, pareció que había surgido una solución a toda aquel a agitación. Jobs quedó
fascinado por una tecnología de pantal as planas que se había desarrol ado en una empresa situada cerca de Palo Alto l
amada Woodside Design, cuyo director era un excéntrico ingeniero l amado Steve Kitchen.
También había quedado impresionado por otra joven compañía que había fabricado una pantal a táctil controlable con el
dedo, de forma que no hacía falta ratón.
Puede que aquel os dos descubrimientos sirviesen para forjar la visión de Jobs de crear un «Mac en un libro». Durante uno
de sus paseos con Kitchen, Jobs observó un edificio situado en el cercano Menlo Park y aseguró que deberían abrir al í un
tal er para trabajar en aquel as ideas. Podría l amarse AppleLabs y Jobs podría ser su director. De esta forma volvería a
disfrutar de la emoción de contar con un pequeño equipo y desarrol ar un gran producto nuevo.
Scul ey quedó encantado con la idea. Aquel o resolvería la mayor parte de sus diferencias de gestión con Jobs, lo
devolvería a la tarea que mejor se le daba y haría que dejase de alterar la actividad en Cupertino con su presencia.
También tenía a un candidato para sustituir a Jobs como director del equipo del Macintosh: Jean- Louis Gassée, el jefe de
Apple en Francia que lo había recibido durante su visita. Gassée voló a Cupertino y aseguró que aceptaría el trabajo si le
garantizaban que iba a dirigir la división, en lugar de trabajar a las órdenes de Jobs. Uno de los miembros del consejo, Phil
Schlein, de los supermercados Macy’s, trató de convencer a Jobs de que estaría más a gusto pensando en nuevos
productos e inspirando a un equipo pequeño y apasionado.
Sin embargo, tras reflexionar sobre el o, Jobs decidió que ese no era el camino que quería tomar. Rechazó la propuesta de
cederle el control a Gassée, quien, con gran sentido común, regresó a París para evitar un choque a todas luces inevitable.
Durante el resto de la primavera, Jobs se mostró vacilante. En ocasiones quería reafirmarse como gerente empresarial, e
incluso redactó una nota en la que proponía el ahorro de gastos mediante la eliminación de las bebidas gratis y de los
vuelos en primera clase, y otras veces parecía estar de acuerdo con quienes lo animaban a marcharse para dirigir un nuevo
grupo de investigación y desarrol o en AppleLabs.
En marzo, Murray se desahogó con otra nota en la que escribió: «No difundir», pero que les entregó a múltiples
compañeros. «En mis tres años en Apple, nunca había observado tanta confusión, miedo y falta de coordinación como en
los últimos noventa días —comenzaba—. Nuestros trabajadores nos perciben como un barco sin timón que se dirige a un
olvido neblinoso». Murray había estado jugando a dos bandas, y en ocasiones conspiraba con Jobs para minar la autoridad
de Scul ey. Sin embargo, en esa nota le echaba toda la culpa a Steve. «Ya sea como causa del mal funcionamiento de la
empresa o debido a él, Steve Jobs controla ahora ámbitos de poder aparentemente intocables».
A finales de ese mes, Scul ey reunió por fin el valor suficiente para decirle a Jobs que debía dejar de dirigir la división del
Macintosh. Llegó una tarde al despacho de este y l evó consigo al director de recursos humanos, Jay El iot, para que la
confrontación resultase más formal. «No hay nadie que admire tu bril antez y tu visión más que yo —comenzó Scul ey. Ya
había pronunciado aquel os halagos antes, pero en esa ocasión estaba claro que iba a l egar un “pero” brutal para matizar
la idea, y así fue—. Sin embargo, esta situación no va a funcionar», afirmó. Los halagos salpicados de «peros» siguieron su
curso. «Hemos entablado una gran amistad entre tú y yo
—continuó, engañándose hasta cierto punto a sí mismo—, pero he perdido la confianza en tu capacidad para dirigir al
equipo del Macintosh». También le reprochó a
106
Jobs que lo fuera poniendo verde l amándolo «capul o» a sus espaldas.
Jobs, que pareció asombrado, contestó con la extraña petición de que Scul ey debía ayudarlo más y ofrecerle más
consejos. «Tienes que pasar más tiempo conmigo», aseguró, y entonces contraatacó. Le reprochó que no sabía nada
sobre ordenadores, que estaba haciendo un trabajo terrible dirigiendo la compañía y que había estado defraudándolo desde
que puso el pie en Apple. A lo cual siguió la tercera reacción de Jobs: se puso a l orar. Scul ey se quedó al í sentado,
mordiéndose las uñas.
«Voy a l evar este asunto ante el consejo —dijo Scul ey—. Voy a recomendar que te aparten de tu puesto como director del
equipo del Macintosh. Quiero que lo
sepas». Le pidió a Jobs que no se resistiera y que accediera a trabajar en el desarrol o de nuevas tecnologías y productos.
Jobs se levantó de un salto de su asiento y clavó su intensa mirada en Scul ey. «No creo que vayas a hacerlo —lo
desafió—. Si lo haces, destruirás la compañía».
A lo largo de las siguientes semanas, el comportamiento de Jobs resultó muy errático. En cierto momento hablaba de irse a
dirigir AppleLabs y al siguiente estaba recabando apoyos para conseguir deponer a Scul ey. Trataba de acercarse a él para
después criticarlo a sus espaldas, en ocasiones a lo largo de una misma jornada. Una noche, a las nueve, l amó al
consejero general de Apple, Al Eisenstat, para decirle que estaba perdiendo su confianza en Scul ey y que necesitaba su
ayuda para convencer al consejo. A las once de esa misma noche, despertó por teléfono a Scul ey para decirle: «Eres
fantástico y solo quiero que sepas que me encanta trabajar contigo».
En la reunión del consejo celebrada el 11 de abril, Scul ey hizo pública oficialmente su intención de pedirle a Jobs que se
retirase como director del grupo del Macintosh y se centrara en el desarrol o de nuevos productos. Arthur Rock, el miembro
más irascible e independiente del consejo, tomó la palabra a continuación. Estaba harto de el os dos; de Scul ey por no
tener las agal as necesarias para hacerse con el control de la situación durante el último año, y de Jobs por «comportarse
como un malcriado caprichoso». El consejo necesitaba zanjar aquel a disputa, y para el o iba a reunirse en privado con
cada uno de el os.
Scul ey salió de la sala para que Jobs pudiera presentarse el primero. Este insistió en que Scul ey era el problema. No
comprendía los ordenadores. La respuesta de Rock fue reprender a Jobs. Con su atronadora voz, aseguró que Jobs había
estado comportándose como un idiota durante un año y que no tenía ningún derecho a estar dirigiendo a todo un grupo.
Incluso el mayor apoyo de Jobs en el consejo, Phil Schlein, de la cadena de supermercados Macy’s, trató de convencerlo
para que se retirase con elegancia a dirigir un laboratorio de investigación para la compañía.
Cuando l egó el turno de Scul ey para reunirse en privado con los miembros del consejo, les presentó un ultimátum.
«Podéis respaldarme, y entonces aceptaré toda
la responsabilidad de la dirección de esta empresa, o podemos no hacer nada, y entonces vais a tener que buscar un
nuevo consejero delegado», afirmó. Añadió que si le otorgaban la autoridad necesaria no realizaría cambios bruscos, sino
que iría acostumbrando a Jobs a su nueva función a lo largo de los siguientes meses. El consejo decidió de forma unánime
respaldar a Scul ey. Recibió la autorización para apartar a Jobs de su cargo cuando decidiera que había l egado el
momento adecuado. Mientras Jobs esperaba junto a la puerta de la sala de juntas, plenamente consciente de que iba a
perder en aquel enfrentamiento, vio a Del Yocam, un viejo compañero suyo, y se puso a l orar.
Después de que el consejo tomara su decisión, Scul ey trató de mostrarse conciliador. Jobs le pidió que la transición fuera
lenta, a lo largo de los siguientes meses, y
Scul ey accedió. Más tarde, esa misma noche, la secretaria de Scul ey, Nanette Buckhout, l amó a Jobs para comprobar
qué tal estaba. Permanecía en su despacho en estado de shock. Scul ey ya se había marchado y Jobs fue a hablar con
Buckhout. Una vez más, mostró una actitud cambiante respecto a Scul ey. «¿Por qué me ha hecho John algo así? —
preguntó—. Me ha traicionado». Y luego cambió de postura. Comentó que quizá debería tomarse un tiempo de descanso
para tratar de reparar su relación con Scul ey. «La amistad de John es más importante que cualquier otra cosa, y creo que
a lo mejor eso es lo que debería hacer, concentrarme en nuestra amistad».
TRAMANDO UN GOLPE
A Jobs no se le daba bien aceptar un «no» por respuesta. Acudió al despacho de Scul ey a principios de mayo de 1985 y le
pidió que le diera algo más de tiempo para probar que era capaz de dirigir al grupo del Macintosh. Prometió demostrar que
podía controlar las actividades del equipo. Scul ey no se echó atrás. A continuación, Jobs lo intentó con un desafío directo:
le pidió a Scul ey que dimitiera. «Creo que has perdido completamente el norte —le dijo Jobs—. Estuviste fantástico el
primer año, y todo iba de maravil a, pero algo te ocurrió». Scul ey, normalmente un hombre tranquilo, se defendió con brío,
107
y señaló que Jobs había sido incapaz de conseguir que se terminara el software para el Macintosh, de proponer nuevos
modelos o de lograr nuevos clientes. La reunión degeneró en una pelea a gritos sobre quién de los dos era el peor directivo.
Después de que Jobs saliera de al í hecho una furia, Scul ey se apartó de la pared de cristal de su despacho, donde los
demás habían estado contemplando la reunión, y se echó a l orar.
La situación l egó a un punto crítico el martes, 14 de mayo, cuando el equipo del Macintosh realizó su presentación con los
datos del último trimestre ante Scul ey y otros responsables de Apple. Jobs, que todavía no había cedido el control del
grupo, se mostró desafiante cuando l egó a la sala de juntas junto con sus hombres. Scul ey y él comenzaron a discutir
sobre cuál era la misión del equipo del Macintosh. Jobs dijo que era la de vender más ordenadores Macintosh, y Scul ey
afirmó que era servir a los intereses de la compañía Apple en su conjunto. Como de costumbre, había poca cooperación
entre los diferentes equipos, y los hombres del Macintosh estaban planeando utilizar nuevas unidades de disco diferentes
de las que estaba desarrol ando el equipo del Apple II. El debate, según las actas, se prolongó durante toda una hora.
A continuación, Jobs describió los proyectos que estaban en marcha: un Mac más potente, que iba a ocupar el puesto del
Lisa, ya cancelado, y un software l amado FileServer, que les permitiría a los usuarios del Macintosh compartir sus archivos
en red. Sin embargo, Scul ey oyó por primera vez en ese momento que los proyectos iban a retrasarse, y a continuación
ofreció una fría crítica de las maniobras de marketing de Murray, de las fechas límite de producción que Bob Bel evil e no
había cumplido y de la gestión general de Jobs. A pesar de todo el o, Jobs acabó la reunión con una súplica dirigida a Scul
ey, frente a todos los al í presentes, para que le diera una oportunidad más de demostrar que podía dirigir un equipo. Scul
ey se negó.
Esa noche, Jobs se l evó al equipo del Macintosh a cenar al restaurante Nina’s Café, en Woodside. Jean-Louis Gassée se
encontraba en la ciudad, porque Scul ey quería que se preparase para hacerse cargo del equipo del Macintosh, y Jobs lo
invitó a que se uniera a el os. Bob Bel evil e propuso un brindis «por todos los que de verdad comprendemos cómo funciona
el mundo según Steve Jobs». Esa frase —«el mundo según Steve»— ya había sido utilizada con tono displicente por otros
miembros de Apple que menospreciaban la alteración de la realidad que él creaba. Cuando todos los demás se habían
marchado, Bel evil e se sentó junto a Jobs en su Mercedes y le suplicó que organizara una batal a a muerte contra Scul ey.
Jobs tenía una bien ganada reputación de manipulador, y de hecho podía embelesar y engatusar a los demás con todo
descaro si se lo proponía. Sin embargo, no se le daba demasiado bien ser calculador o intrigante, a pesar de lo que algunos
pensaban, y tampoco tenía la paciencia o la disposición necesarias para congraciarse con los demás. «Steve nunca se
embarcó en maniobras políticas de empresa. Aquel o no estaba ni en sus genes ni en su actitud», señaló Jay El iot.
Además, tenía demasiada arrogancia innata como para hacerles la pelota a los demás. Por ejemplo, cuando trató de
recabar el apoyo de Del Yocam no pudo contenerse, asegurando que sabía más sobre cómo ser director de operaciones
que el propio Yocam.
Meses antes, Apple había conseguido los derechos para exportar ordenadores a China, así que Jobs había sido invitado
para que firmara un acuerdo en el Gran Salón del Pueblo durante el puente del Día de los Caídos. Él se lo había
comunicado a Scul ey, que decidió que quería ser él quien fuera, y aquel o le pareció bien a Jobs. Jobs planeaba
aprovechar la ausencia de Scul ey para l evar a cabo su golpe. A lo largo de la semana anterior al Día de los Caídos,
celebrado el último lunes de mayo, se fue a pasear con mucha gente para compartir sus planes. «Voy a organizar un golpe
mientras John está en China», le confió a Mike Murray.
1985: SIETE DÍAS DE MAYO
Jueves, 23 de mayo: en su reunión habitual de los jueves con los principales responsables del equipo del Macintosh, Jobs
le habló a su círculo más íntimo acerca de su plan para derrocar a Scul ey, y dibujó un gráfico sobre cómo iba a reorganizar
la empresa. También le confió sus intenciones al director de recursos humanos, Jay El iot, que le dijo sin rodeos que el plan
no iba a funcionar. El iot había estado hablando con algunos miembros del consejo para pedirles que se pusieran de parte
de Jobs, pero había descubierto que la mayor parte de el os apoyaban a Scul ey, así como la mayoría de los miembros de
mayor rango de Apple. Aun así, Jobs siguió adelante. Incluso le reveló sus planes a Gassée durante un paseo por el
aparcamiento, a pesar del hecho de que aquel hombre había venido desde París para ocupar su puesto. «Cometí el error
de contárselo a Gassée», reconoció Jobs años más tarde con el gesto torcido.
Esa tarde, el consejero general de Apple, Al Eisenstat, celebró una pequeña barbacoa en su casa para Scul ey, Gassée y
sus esposas. Cuando Gassée le contó a Eisenstat lo que Jobs tramaba, este le recomendó que informara a Scul ey. «Steve
estaba tratando de organizar una conspiración y dar un golpe para deshacerse de John —recordaba Gassée—. En el
estudio de la casa de Al Eisenstat, coloqué el dedo índice suavemente sobre el esternón de John y le dije: “Si te vas
108
mañana a China, podrían destituirte. Steve está planeando deshacerse de ti”».
Viernes, 24 de mayo: Scul ey canceló el viaje y decidió enfrentarse con Jobs en la reunión de directivos de Apple del
viernes por la mañana. Jobs l egó tarde y vio que su asiento habitual, junto a Scul ey, que presidía la mesa, estaba
ocupado. Optó por sentarse en el extremo opuesto. Iba vestido con un traje a medida de WilkesBashford y tenía un aspecto
saludable. Scul ey estaba pálido. Anunció que iba a prescindir del orden del día para tratar del asunto que ocupaba la
mente de todos. «Se me ha hecho saber que te gustaría expulsarme de la compañía —afirmó, mirando directamente a
Jobs—. Me gustaría preguntarte si es eso cierto».
Jobs no esperaba aquel o, pero nunca le dio vergüenza hacer uso de una brutal honestidad. Los ojos se le entrecerraron y,
sin pestañear, fijó su mirada en Scul ey.
«Creo que eres malo para Apple, y creo que eres la persona equivocada para dirigir la compañía —replicó calmado y con
un tono cortante—. Creo que deberías abandonar esta empresa. No sabes cómo manejarla y nunca lo has sabido». Acusó
a Scul ey de no comprender el proceso de desarrol o de los productos, y a continuación añadió un ataque centrado en sí
mismo. «Te quería aquí para que me ayudaras a crecer y has resultado inútil a la hora de ayudarme».
Mientras el resto de la sala aguardaba inmóvil, Scul ey acabó por perder los estribos. Un tartamudeo de infancia que no
había sufrido durante veinte años comenzó a reaparecer. «No confío en ti, y no toleraré la falta de confianza», balbuceó.
Cuando Jobs aseguró que él sería un mejor consejero delegado de Apple que Scul ey, este optó por jugarse el todo por el
todo. Decidió realizar una encuesta al respecto entre los al í presentes. «Recurrió a una maniobra muy inteligente —
recordaría Jobs, aún resentido por aquel o, treinta y cinco años más tarde—. Estábamos en la reunión de ejecutivos y él
preguntó: “Steve o yo, ¿por quién votáis?”. Lo planteó de tal forma que solo un idiota hubiera votado por mí».
Entonces, los inmóviles espectadores comenzaron a revolverse. El primero en intervenir fue Del Yocam. Aseguró que
adoraba a Jobs, que quería que siguiera desempeñando alguna función en la empresa, pero reunió el valor para concluir,
ante la mirada impasible de Jobs, que «respetaba» a Scul ey y que lo apoyaba como director de la compañía. Eisenstat se
encaró directamente con Jobs y dijo algo muy parecido: le gustaba Jobs pero su apoyo era para Scul ey. Regis McKenna,
que se sentaba junto a los directivos en calidad de consultor externo, fue más directo. Miró a Jobs y le espetó que todavía
no estaba listo para dirigir la empresa, algo que ya le había comentado en otras ocasiones. Otros miembros del consejo
también se pusieron de parte de Scul ey. Para Bil Campbel aquel o resultó especialmente duro. Le había cogido cariño a
Jobs, y Scul ey no le caía especialmente bien. La voz le tembló un poco mientras le aseguraba a Jobs lo mucho que lo
apreciaba. A pesar de que había decidido respaldar a Scul ey, les rogó a ambos que buscaran una solución y encontraran
un puesto que Jobs pudiera desempeñar en la compañía. «No puedes dejar que Steve se marche de esta empresa», le dijo
a Scul ey.
Jobs parecía destrozado. «Supongo que ahora ya sé cuál es la situación», dijo, y entonces salió corriendo de la sala. Nadie
lo siguió.
Regresó a su despacho, reunió a sus antiguos partidarios del equipo del Macintosh y se echó a l orar. Les comunicó que
iba a tener que irse de Apple. Cuando se marchaba de la habitación, Debi Coleman lo retuvo. El a y los otros al í presentes
le suplicaron que se calmara y no actuara con precipitación. Le pidieron que se tomara el fin de semana para reflexionar.
Tal vez hubiera una forma de evitar que la empresa se desintegrase.
Por su parte, Scul ey quedó destrozado por su propia victoria. Como un guerrero herido, se retiró al despacho de Al
Eisenstat y le pidió al consejero de la compañía
que fueran a dar una vuelta. Cuando entraron en el Porsche de Eisenstat, Scul ey se lamentó: «No sé si puedo seguir
adelante con todo esto». Cuando Eisenstat le preguntó a qué se refería, respondió: «Creo que voy a dimitir».
«No puedes —repuso Eisenstat—. Apple se vendrá abajo».
«Voy a dimitir —repitió Scul ey—. No creo que sea la persona adecuada para la compañía. ¿Puedes l amar al consejo para
avisarlos?». «De acuerdo —replicó
Eisenstat—, pero creo que haces esto para evadirte. Tienes que enfrentarte a él». A continuación, l evó a Scul ey a su
casa.
Leezy, la esposa de Scul ey, se sorprendió al verlo regresar en mitad de la mañana. «He fracasado», dijo con tristeza. El a
era una mujer psicológicamente voluble a la que nunca le había caído bien Jobs ni valoraba el embelesamiento que su
esposo sentía hacia él, así que, cuando se enteró de lo que había ocurrido, subió corriendo al coche y condujo a toda
velocidad hasta el despacho de Jobs. Cuando le informaron de que se había ido al restaurante Good Earth, se fue a
buscarlo y se encaró con él mientras salía de al í con Debi Coleman y otros partidarios del equipo del Macintosh.
«Steve, ¿puedo hablar contigo? —quiso saber. Él se quedó boquiabierto—. ¿Tienes idea del privilegio que supone l egar
siquiera a conocer a alguien tan bueno
como John Scul ey? —prosiguió. Él evitó su mirada—. ¿No vas ni a mirarme a los ojos cuando te hablo? —preguntó. Sin
embargo, cuando Jobs lo hizo, con su mirada impasible y ensayada, el a dio un paso atrás—. No importa, no hace falta que
109
me mires —afirmó—. Cuando miro a los ojos de la mayoría de la gente, veo un alma. Cuando miro a los tuyos veo un pozo
sin fondo, un hueco vacío, una zona muerta». Tras esto, se marchó.
Sábado, 25 de mayo: Mike Murray acudió a la casa de Jobs en Woodside para ofrecerle algunos consejos. Le pidió que
considerase la posibilidad de aceptar su
función como un visionario de los nuevos productos, que fundara AppleLabs y se apartara de la sede central de la empresa.
Jobs parecía dispuesto a reflexionar sobre aquel o, pero primero tenía que arreglar su relación con Scul ey, así que cogió el
teléfono y sorprendió a su rival con una oferta de paz. Jobs le preguntó si podían reunirse la tarde siguiente y dar un paseo
por las colinas que rodean la Universidad de Stanford. Ya habían caminado por al í en el pasado, en épocas más felices, y
quizá con un paseo por la zona podrían arreglar las cosas.
Jobs no sabía que Scul ey le había contado a Eisenstat que quería dimitir, pero para entonces ya no tenía importancia. Scul
ey lo había consultado con la almohada y había cambiado de opinión. Había decidido quedarse, y a pesar del encontronazo
del día anterior, todavía deseaba caerle bien a Jobs, así que accedió a encontrarse con él la tarde siguiente.
Si Jobs estaba preparándose para una reconciliación, desde luego no lo demostró con la elección de la película que quería
ver con Murray aquel a noche. Eligió Patton, la historia épica de un general nunca dispuesto a rendirse. Sin embargo, le
había prestado su copia del vídeo a su padre, que en una ocasión había trasladado tropas para ese mismo general, así que
condujo a la casa de su infancia junto con Murray para recuperarla. Sus padres no estaban al í y él no tenía l ave. Rodearon
la vivienda hasta la parte trasera, buscaron puertas o ventanas abiertas y al final se dieron por vencidos. En el videoclub no
tenían ninguna copia de Patton disponible, así que al final tuvo que contentarse con la película El riesgo de la traición.
Domingo, 26 de mayo: tal y como habían planeado, Jobs y Scul ey se reunieron en la parte trasera del campus de Stanford
el domingo por la tarde y estuvieron caminando durante varias horas entre las onduladas colinas y los pastos para cabal os.
Jobs reiteró su ruego de conservar un puesto desde el que tuviera poder de decisión operativo en Apple. En esta ocasión,
Scul ey se mantuvo firme y le repitió una y otra vez que no era posible. Le rogó que aceptara la función de ser un visionario
de nuevos productos con un laboratorio independiente para él solo, pero Jobs rechazó la propuesta porque, según él, aquel
o lo relegaría al papel de una mera figura decorativa. En un gesto que desafiaba cualquier conexión con la realidad y que
habría resultado sorprendente en cualquiera que no fuera Jobs, este contraatacó con la propuesta de que Scul ey le cediera
a él todo el control de la compañía. «¿Por qué no te conviertes en el presidente del consejo y yo paso a ser
presidente de la empresa y consejero delegado?», preguntó. A Scul ey le sorprendió que planteara aquel o con toda
seriedad.
«Steve, eso no tiene ningún sentido», repuso Scul ey. Entonces Jobs propuso que dividieran los deberes de la dirección de
la compañía, con él en el apartado de los productos y Scul ey en las áreas de marketing y gestión. El consejo no solo le
había dado ánimos a Scul ey, le había ordenado que pusiera a Jobs en su sitio. «Solo una persona puede dirigir la
compañía —contestó—. Yo cuento con el apoyo necesario y tú no». Al final, se estrecharon la mano y Jobs accedió de
nuevo a pensar en aceptar su papel como desarrol ador de nuevos productos.
En el camino de vuelta, Jobs hizo una parada en casa de Mike Markkula. No estaba al í, así que le dejó un mensaje en el
que lo invitaba a cenar al día siguiente.
También iba a invitar al núcleo duro de sus partidarios del equipo del Macintosh. Esperaba que juntos pudieran persuadir a
Markkula de lo absurdo de apoyar a
Scul ey.
Lunes, 27 de mayo: el Día de los Caídos resultó cálido y soleado. Los fieles del equipo del Macintosh —Debi Coleman,
Mike Murray, Susan Barnes y Bob Bel evil e— l egaron a la casa de Jobs en Woodside una hora antes de la cena para
preparar su estrategia. Reunidos en el patio mientras se ponía el sol, Coleman le dijo a Jobs, igual que había hecho Murray,
que debía aceptar la oferta de Scul ey de convertirse en un visionario y crear AppleLabs. De todos los miembros del círculo
íntimo de Jobs, Coleman era la más dispuesta a mostrarse realista. En el nuevo plan organizativo, Scul ey la había
ascendido para que dirigiera el departamento de producción, porque sabía que su lealtad era para con Apple y no
solamente hacia Jobs. Algunos de los otros se mostraban más duros. Querían pedirle a Markkula que apoyara un proyecto
de reorganización según el cual Jobs quedaría al mando, o al menos tendría el control operativo del departamento de
productos.
Cuando apareció Markkula, accedió a escuchar las propuestas con una condición: Jobs tenía que permanecer en silencio.
«Lo cierto es que quise escuchar las ideas del equipo del Macintosh, no ver como Jobs los reclutaba para una rebelión»,
recordaba. Cuando comenzó a hacer frío, accedieron al interior de la mansión, apenas amueblada, y se sentaron en torno a
la chimenea. El cocinero de Jobs preparó una pizza vegetariana con trigo integral, que se sirvió sobre una mesa de cartón.
Markkula, por su parte, picoteó de una pequeña caja de madera l ena de cerezas de la zona que Jobs tenía guardada. En
lugar de dejar que aquel o se convirtiera en una sesión de quejas, Markkula les hizo concentrarse en aspectos muy
específicos de la gestión, como cuál había sido el problema a la hora de producir el programa FileServer y por qué el
110
sistema de distribución del Macintosh no había respondido adecuadamente al cambio de la demanda. Cuando acabaron,
Markkula aseguró sin rodeos que no iba a apoyar a Jobs. «Yo dije que no iba a respaldar su plan, y esa era mi última
palabra —recordaba—. Scul ey era el jefe. El os estaban enfadados y alterados y querían montar una revolución, pero no
es así como se hacen las cosas».
Mientras tanto, Scul ey también pasaba el día en busca de consejo. ¿Debía ceder a las peticiones de Jobs? Casi todas las
personas a las que había consultado afirmaron que era una locura pensar siquiera en el o. Incluso el hecho de plantear
esas preguntas ya lo hacía parecer vacilante y tristemente ansioso por recuperar el afecto de Jobs. «Tienes nuestro apoyo
—le recordó uno de los directivos—, pero confiamos en que demuestres un liderazgo fuerte. No puedes dejar que Steve
vuelva a un puesto con control operativo».
Martes, 28 de mayo: envalentonado por sus partidarios y con su ira reavivada tras enterarse por Markkula de que Steve
había pasado la noche anterior tratando de
derrocarlo, Scul ey entró en el despacho de Jobs el martes por la mañana para enfrentarse a él. Dijo que ya había hablado
con los miembros del consejo y que contaba con su apoyo. Quería que Jobs se fuera. Entonces condujo hasta la casa de
Markkula, donde le mostró una presentación de sus planes de reorganización. Markkula planteó algunas preguntas muy
concretas y al final le dio su bendición a Scul ey. Cuando este regresó a su despacho, l amó a los demás miembros del
consejo para comprobar que seguía contando con su apoyo. Así era.
En ese momento l amó a Jobs para asegurarse de que él lo había entendido. El consejo había dado su aprobación final a
sus planes de reorganización, que iban a
tener lugar esa semana. Gassée iba a hacerse con el control de su amado Macintosh y de otros productos, y no había
ningún otro departamento para que Jobs lo dirigiera. Scul ey todavía trataba de mostrarse algo conciliador. Le dijo a Jobs
que podía quedarse con el título de presidente del consejo y pensar en nuevos productos, pero sin responsabilidades
operativas. Sin embargo, a esas alturas ya ni siquiera se consideraba la posibilidad de comenzar un proyecto como
AppleLabs.
Al final, Jobs acabó por aceptarlo. Se dio cuenta de que no había forma de recurrir la decisión, no había manera de
distorsionar la realidad. Rompió a l orar y
comenzó a realizar l amadas de teléfono: a Bil Campbel , a Jay El iot, a Mike Murray y otros. Joyce, la esposa de Murray,
estaba manteniendo una conversación telefónica con el extranjero cuando l amó Jobs; la operadora la interrumpió y dijo
que era una emergencia. Joyce respondió a la operadora que más valía que fuera importante. «Lo es», oyó decirle a Jobs.
Cuando Murray se puso al aparato, Jobs estaba l orando. «Todo se ha acabado», dijo, y entonces colgó.
A Murray le preocupaba que el abatimiento l evara a Jobs a cometer alguna locura, así que lo l amó por teléfono. Al no
obtener respuesta, condujo hasta Woodside.
Cuando l amó a la puerta nadie contestó, así que se dirigió a la parte trasera, subió algunos escalones exteriores y echó un
vistazo a su habitación. Al í estaba Jobs, tumbado en un colchón de su cuarto sin amueblar. Jobs dejó pasar a Murray y
estuvieron hablando casi hasta el amanecer.
Miércoles, 29 de mayo: Jobs consiguió por fin la cinta de Patton y la vio el miércoles por la noche, pero Murray le previno
para que no preparase otra batal a. En vez de eso, le pidió que fuera el viernes a escuchar el anuncio de Scul ey sobre el
nuevo plan de reorganización. No le quedaba más remedio que actuar como un buen soldado en lugar de como un
comandante rebelde.
DEAMBULANDO POR EL MUNDO
Jobs se sentó en silencio en la última fila del auditorio para ver cómo Scul ey les explicaba a las tropas el nuevo plan de
batal a. Hubo muchas miradas de reojo, pero pocos lo saludaron y nadie se acercó para ofrecer una muestra pública de
afecto. Se quedó mirando fijamente y sin pestañear a Scul ey, quien años después todavía recordaba «la mirada de
desprecio de Steve». «Es implacable —comentó—, como unos rayos X que te penetran hasta los huesos, hasta el punto en
el que te sientes desvalido, frágil y mortal». Durante un instante, mientras se encontraba en el escenario y fingía no darse
cuenta de la presencia de Jobs, Scul ey recordó un agradable viaje que habían realizado un año antes a Cambridge, en
Massachusetts, para visitar al héroe de Jobs, Edwin Land. Aquel hombre había sido destronado de Polaroid, la empresa
que creara años antes, y Jobs le había comentado a Scul ey con disgusto: «Todo lo que hizo fue perder unos cuantos
cochinos mil ones y le arrebataron su propia compañía». Ahora, Scul ey pensó que era él quien le estaba arrebatando a
Jobs su empresa.
111
Sin embargo, prosiguió con su presentación y siguió haciendo caso omiso de Jobs. Cuando pasó al esquema organizativo,
presentó a Gassée como el nuevo director
del grupo combinado del Macintosh y el Apple II. En el esquema había un pequeño recuadro con el título «presidente» del
que no salía ninguna línea a otros puestos, ni a Scul ey ni a nadie más. Scul ey señaló brevemente que en aquel puesto
Jobs desempeñaría la función de «visionario global». Sin embargo, siguió sin hacer referencia a la presencia de Jobs en la
sala. Se oyeron algunos aplausos forzados.
Hertzfeld se enteró de las noticias a través de un amigo y, en una de sus pocas visitas desde su dimisión, regresó a la sede
central de Apple. Quería lamentarse junto
con los miembros de su viejo grupo que todavía quedaban por al í. «Para mí todavía resultaba inconcebible que el consejo
pudiera echar a Steve, claramente el alma de la compañía, por difícil que pudiera l egar a resultar tratar con él —
recordaría—. Unos cuantos miembros del grupo del Apple II a quienes les molestaba la actitud de superioridad de Steve
parecían eufóricos, y algunos otros veían aquel a reorganización como una oportunidad para progresar en sus carreras,
pero la mayoría de los empleados de Apple se mostraban sombríos, deprimidos e inseguros acerca de lo que les deparaba
el futuro». Por un instante, Hertzfeld pensó que Jobs podría haber accedido a crear AppleLabs. Fantaseó con que entonces
él volvería para trabajar bajo sus órdenes. Sin embargo, aquel o nunca sucedió.
Jobs se quedó en casa durante los días siguientes, con las persianas bajadas, el contestador automático encendido y las
únicas visitas de su novia, Tina Redse. Durante horas y horas, se quedó al í escuchando sus cintas de Bob Dylan,
especialmente «The Times They Are A-Changin’». Había recitado la segunda estrofa el día en que presentó el Macintosh
ante los accionistas de Apple, dieciséis meses antes. Aquel a cita tenía un buen final: «Porque el que ahora pierde / ganará
después...».
Un escuadrón de rescate de su antigua banda del Macintosh l egó para disipar aquel ambiente sombrío el domingo por la
noche, encabezado por Andy Hertzfeld y Bil Atkinson. Jobs tardó un rato en abrirles la puerta, y a continuación los l evó a
un cuarto junto a la cocina que era una de las pocas estancias amuebladas de la casa. Con la ayuda de Redse, les sirvió un
poco de comida vegetariana que había pedido por teléfono. «Bueno, ¿entonces qué ha pasado? —preguntó Hertzfeld—.
¿Es tan malo como parece?».
«No, es peor. —Jobs hizo una mueca—. Es mucho peor de lo que puedas imaginarte». Culpó a Scul ey por haberlo
traicionado y afirmó que Apple no iba a ser capaz de funcionar sin él. Se quejó de que sus atributos como presidente eran
completamente ceremoniales. Lo habían expulsado de su despacho en el Bandley 3 para trasladarlo a un edificio pequeño
y casi vacío al que él l amaba «Siberia». Hertzfeld cambió de tema para centrarse en tiempos más felices, y todos
comenzaron a recordar con nostalgia el pasado.
Dylan había publicado a principios de aquel a semana un nuevo álbum, Empire Burlesque, y Hertzfeld l evó una copia que
escucharon en el tocadiscos de alta
tecnología de Jobs. La canción más destacada, «When the Night Comes Fal ing from the Sky», con su mensaje
apocalíptico, parecía apropiada para la velada, pero a Jobs no le gustó. Le parecía que sonaba casi como a música de
discoteca, y aseguró con tono sombrío que Dylan había ido decayendo desde Blood on the Tracks, así que Hertzfeld movió
la aguja hasta la última canción del disco, «Dark Eyes», que era un tema acústico sencil o en el que Dylan cantaba
únicamente con una guitarra y una armónica. Era una canción triste y lenta, y Hertzfeld esperaba que le recordara a Jobs
los primeros temas del cantante que tanto adoraba. Sin embargo, a Jobs tampoco le gustó, y ya no tenía ganas de
escuchar el resto del álbum.
La exagerada reacción de Jobs resultaba comprensible. Scul ey había sido en una ocasión como un padre para él, igual
que Mike Markkula y Arthur Rock. En el
transcurso de la semana, los tres lo habían abandonado. «Aquel o trajo de vuelta ese sentimiento tan enraizado de que lo
abandonaron cuando era pequeño —comentó su amigo y abogado George Riley—. Forma parte intrínseca de su propia
mitología, y define quién es ante sí mismo». Cuando se vio rechazado por aquel as figuras paternas, tales como Markkula y
Rock, volvió a sentirse abandonado. «Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo, como si me hubiera quedado sin
aliento y no pudiera respirar», recordaba Jobs años después.
Perder el apoyo de Arthur Rock resultó especialmente doloroso. «Arthur había sido como un padre para mí —comentaría
Jobs más tarde—. Me tomó bajo su ala».
Rock le había enseñado el mundo de la ópera, y su esposa y él lo habían acogido en San Francisco y en Aspen. Jobs, que
nunca fue muy dado a hacer regalos, le l evaba algún detal e a Rock de vez en cuando, como por ejemplo un walkman de
Sony al volver de Japón. «Recuerdo que un día iba por San Francisco y le dije: “Dios mío, qué feo es ese edificio del Bank
of America”, y Rock me contestó: “No, es uno de los mejores edificios que hay”, y a continuación me enseñó por qué; él
tenía razón, por supuesto». Incluso pasados varios años, los ojos de Jobs se l enaban de lágrimas al recordar la historia.
«Prefirió a Scul ey antes que a mí. Aquel o me dejó completamente helado. Nunca pensé que fuera a abandonarme».
112
Lo peor de todo era que ahora su adorada compañía se encontraba en manos de un hombre al que consideraba un capul o.
«El consejo pensaba que yo no podía
dirigir una empresa, y estaban en su derecho de tomar aquel a decisión —afirmó—. Pero cometieron un error. Deberían
haber separado la elección de qué hacer conmigo y qué hacer con Scul ey. Deberían haber despedido a Scul ey, incluso si
no creían que yo estuviera preparado para dirigir Apple». E incluso cuando su melancolía se fue atenuando lentamente, su
enfado con Scul ey —su sensación de haber sido traicionado— se acrecentó, algo que sus amigos mutuos trataron de
suavizar. Una tarde del verano de 1985, Bob Metcalfe, que había coinventado la Ethernet mientras se encontraba en el
Xerox PARC, los invitó a los dos a su nueva casa en Woodside. «Fue un terrible error —recordaba—. John y Steve se
quedaron en extremos opuestos de la casa, no se dirigieron la palabra y yo me di cuenta de que no podía hacer nada para
arreglarlo. Steve, que puede ser un gran pensador, también es capaz de comportarse como un auténtico cretino con los
demás».
La situación empeoró cuando Scul ey le comentó a un grupo de analistas que consideraba a Jobs irrelevante para la
compañía, a pesar de su cargo de presidente.
«Desde el punto de vista del control operacional, no hay sitio ni ahora ni en el futuro para Steve Jobs —aseguró—. No sé
qué piensa hacer». Aquel a rotunda afirmación conmocionó al grupo, y un grito ahogado de asombro recorrió la sala.
Jobs pensó que marcharse a Europa podría ser de ayuda, así que en junio se dirigió a París, donde habló en un acto
organizado por Apple y acudió a una cena en honor del vicepresidente estadounidense, George H. W. Bush. Desde al í se
fue a Italia, donde su novia de aquel momento y él atravesaron las colinas de la Toscana y Jobs compró una bicicleta para
poder pasar algo de tiempo montando a solas. En Florencia, Jobs se empapó de la arquitectura de la ciudad y la textura de
los materiales de construcción. Quedó particularmente impresionado por las losas del suelo, que provenían de la cantera Il
Casone, situada junto a la localidad toscana de Firenzuola. Eran de un gris azulado muy relajante, intenso pero agradable.
Veinte años después, decidiría que el suelo de la mayoría de las principales tiendas de Apple usara aquel a arenisca de la
cantera Il Casone.
El Apple II estaba a punto de salir al mercado en Rusia, así que Jobs se dirigió a Moscú, donde se encontró con Al
Eisenstat. Al í se enfrentaron con algunos problemas para obtener la aprobación de Washington sobre ciertas licencias de
exportación que necesitaban, así que visitaron al agregado comercial de la embajada
estadounidense en Moscú, Mike Merwin. Este les advirtió de que existían leyes estrictas que prohibían compartir tecnología
con los soviéticos. Jobs estaba molesto. En la reunión de París, el vicepresidente Bush lo había animado a introducir
ordenadores en Rusia para «fomentar una revolución desde abajo». Mientras cenaban en un restaurante georgiano
especializado en shish kebabs, Jobs prosiguió con su perorata. «¿Cómo puede sugerir que esto viola las leyes
estadounidenses cuando es algo que favorece tan claramente nuestros intereses?», le preguntó a Merwin. «Si ponemos los
Mac en manos de los rusos, podrían imprimir todos sus periódicos», contestó este.
Jobs también mostró su lado más batal ador en Moscú cuando insistió en hablar de Trotsky, el carismático revolucionario
que había perdido el favor de Stalin y a quien este había mandado asesinar. En un momento dado, un agente de la KGB
que le había sido asignado le sugirió moderar su fervor. «No debe hablar de Trotsky
—le indicó—. Nuestros historiadores han estudiado la situación y ya no creemos que sea un gran hombre». Aquel o
empeoró las cosas. Cuando l egaron a la Universidad Estatal de Moscú para dirigirse a los estudiantes de informática, Jobs
comenzó su discurso con una alabanza a Trotsky. Era un revolucionario con el que Jobs podía identificarse.
Jobs y Eisenstat asistieron a la fiesta de celebración del 4 de Julio en la embajada estadounidense, y en su carta de
agradecimiento al embajador, Arthur Hartman, Eisenstat advirtió de que Jobs planeaba proseguir las operaciones de Apple
en Rusia con mayor vigor al año siguiente. «Estamos planeando la posibilidad de regresar a Moscú en septiembre». Por un
instante, pareció que las esperanzas de Scul ey de que Jobs se convirtiera en un «visionario global» para la compañía
fueran a hacerse realidad. Sin embargo, aquel o no fue posible. Septiembre lo aguardaba con acontecimientos muy
diferentes.
113
18
NeXT
Prometeo liberado
LOS PIRATAS ABANDONAN EL BARCO
Durante una comida en Palo Alto organizada por el presidente de la Universidad de Stanford, Donald Kennedy, Jobs se
encontró sentado junto al bioquímico Paul Berg, ganador del Premio Nobel, que describió los avances que se estaban
realizando en el campo de la genética y del ADN recombinante. A Jobs le encantaba aprender cosas nuevas,
especialmente en aquel as ocasiones en las que sentía que la otra persona sabía más que él. Así, al regresar de Europa en
agosto de 1985, mientras buscaba nuevos proyectos que emprender en su vida, l amó a Berg y le preguntó si podían volver
a reunirse. Pasearon por el campus de Stanford y acabaron charlando mientras comían en una cafetería.
Berg le explicó lo difícil que era realizar experimentos en un laboratorio de biología, donde podían pasar semanas hasta
acabar las pruebas y obtener un resultado.
«¿Por qué no los simuláis en un ordenador? —preguntó Jobs—. Eso no solo os permitiría acabar antes con los
experimentos, sino que algún día todos los estudiantes de Microbiología de primer año del país podrían jugar con el
software recombinante de Paul Berg».
Berg le explicó que los ordenadores con esas capacidades eran demasiado caros para los laboratorios universitarios. «De
pronto comenzó a entusiasmarse acerca
de las posibilidades —comentó Berg—. Había decidido fundar una nueva empresa. Era joven y rico, y tenía que encontrar
algo que hacer el resto de su vida».
Jobs ya había estado sondeando a otros académicos, preguntándoles qué elementos necesitarían en una estación de
trabajo. Este era un tema que le interesaba desde 1983, cuando había visitado el departamento de informática de la
Universidad de Brown para presentar el Macintosh y le dijeron que era necesaria una máquina mucho más potente para
realizar cualquier experimento útil en un laboratorio académico. El sueño de los investigadores era contar con una estación
de trabajo que fuera a la vez potente y personal. Como jefe del grupo del Macintosh, Jobs había iniciado un proyecto para
construir una máquina así, que había sido bautizada con el nombre de «Big Mac». Iba a tener un sistema operativo UNIX,
pero con la atractiva interfaz del Macintosh. Sin embargo, cuando retiraron a Jobs de su puesto de director de equipo en el
verano de 1985, su sustituto, JeanLouis Gassée, canceló el proyecto Big Mac.
Cuando eso ocurrió, Jobs recibió una l amada consternada de Rich Page, que había estado preparando la disposición de
chips del Big Mac. Aquel a era la última de una serie de conversaciones que Jobs había estado manteniendo con
empleados de Apple disgustados, todos rogándole que crease una nueva compañía y los rescatara. Los planes al respecto
comenzaron a fraguarse durante el puente del Día del Trabajo, cuando Jobs habló con Bud Tribble, el jefe de software del
primer Macintosh, y dejó caer la idea de crear una empresa para construir un ordenador potente pero personal. También
recurrió a dos empleados del equipo del Macintosh que habían estado comentando la posibilidad de dejar su trabajo, el
ingeniero George Crow y la directora financiera Susan Barnes.
Aquel o dejaba una única vacante en el equipo: alguien que pudiera publicitar ese nuevo producto entre las universidades.
El candidato más evidente era Dan’l Lewin, la persona que trabajaba en la oficina de Sony donde Jobs solía consultar los
fol etos. Jobs había contratado a Lewin en 1980, y este había conseguido coordinar una red de universidades que iban a
comprar grandes cantidades de ordenadores Mac. Además de faltarle dos letras en el nombre, Lewin tenía los rasgos
cincelados de Clark Kent, la pulida presencia de un estudiante de Princeton y la elegancia de uno de los miembros más
destacados del equipo de natación de dicha universidad. A pesar de sus diferentes procedencias, Jobs y él compartían un
vínculo: Lewin había redactado su tesis en Princeton sobre Bob Dylan y el liderazgo carismático, y algo sabía Jobs de
ambos temas.
El consorcio universitario de Lewin había l egado como caído del cielo para el equipo del Macintosh, pero el proyecto se vio
frustrado cuando Jobs se fue y Bil Campbel reorganizó el departamento de marketing de forma que se reducía el papel de
las ventas directas a las universidades. Lewin había estado pensando en l amar a Jobs cuando, ese puente del Día del
Trabajo, Jobs lo l amó a él, así que fue a la mansión sin amueblar de Jobs y ambos dieron un paseo mientras discutían la
posibilidad de crear una nueva compañía. Lewin estaba entusiasmado, aunque no listo para comprometerse. Iba a viajar a
Austin con Bil Campbel la semana siguiente, y quería esperar hasta entonces para tomar una decisión.
Lewin le dio una respuesta al regresar de Austin: podía contar con él. La noticia l egó justo a tiempo para la reunión del
consejo de Apple del 13 de septiembre.
Aunque Jobs era todavía oficialmente el presidente del consejo, no había asistido a ninguna de las reuniones desde que lo
114
apartaron de su puesto anterior. Llamó a Scul ey, le dijo que iba a asistir y le pidió que añadiera un punto al final del orden
del día para un «informe del presidente». No le contó de qué trataba, y Scul ey pensó que sería una crítica a la última
reorganización de la empresa. En vez de eso, Jobs describió sus planes para crear una nueva compañía. «He estado
pensándolo mucho, y ha l egado la hora de seguir con mi vida —comenzó—. Es obvio que debo hacer algo. Tengo treinta
años». A continuación recurrió a algunas notas que había preparado para detal ar su plan de construir un ordenador
destinado al mercado de la educación superior. Prometió que la nueva compañía no sería competidora de Apple y que solo
se l evaría consigo a un puñado de trabajadores no esenciales para esta última. Se ofreció a dimitir como presidente de
Apple, pero expresó sus esperanzas de que pudieran trabajar juntos. Sugirió que Apple podría querer comprar los derechos
de distribución de su producto o venderle licencias de uso del software del Macintosh.
Mike Markkula se mostró herido ante la posibilidad de que Jobs fuera a contratar personal de Apple.
«¿Por qué habrías de l evarte a ninguno de el os?», le preguntó. «No te alteres —lo tranquilizó Jobs—. Se trata de personal
de las escalas más bajas al que no echaréis de menos, y el os pensaban irse de todas formas».
El consejo pareció en un primer momento dispuesto a desearle todo lo mejor a Jobs en su nueva aventura. Tras una
discusión privada, los consejeros l egaron incluso a proponer que Apple invirtiera en un 10 % de la nueva compañía y que
Steve permaneciera en el consejo.
Esa noche, Jobs y sus cinco piratas rebeldes volvieron a reunirse en su casa para cenar. Jobs se mostraba a favor de
aceptar la inversión de Apple, pero los demás
lo convencieron de que no era una buena idea. También coincidieron en que sería mejor que todos dimitieran a la vez y de
inmediato para que la ruptura fuera limpia y clara.
Así pues, Jobs le envió una carta formal a Scul ey para informarle de los cinco empleados que iban a marcharse, la firmó
con su caligrafía de trazos finos y se dirigió a Apple a primera hora de la mañana siguiente para entregársela antes de la
reunión de personal de las 7:30 de la mañana.
«Steve, esta gente no pertenece a las escalas más bajas», lo acusó Scul ey cuando acabó de leer la carta. «Bueno, es
gente que iba a dimitir de todas formas —
replicó Jobs—. Van a entregar sus cartas de dimisión hoy a las nueve de la mañana».
Desde el punto de vista de Jobs, había sido sincero. Las cinco personas que abandonaban el barco no eran directores de
ningún departamento ni miembros del equipo ejecutivo de Scul ey. De hecho, todos se habían sentido menospreciados por
la nueva organización de la compañía. Sin embargo, desde la perspectiva de Scul ey, se trataba de jugadores importantes:
Page era socio de la empresa, y Lewin resultaba fundamental para el mercado de la educación superior. Además, todos
conocían los planes del Big Mac, y aunque el proyecto se hubiera cancelado, aquel a información seguía siendo propiedad
de Apple. Pero Scul ey se mostró confiado, al menos por el momento. En lugar de discutir sobre aquel asunto, le preguntó a
Jobs si pensaba quedarse en el consejo. Jobs respondió que se lo pensaría.
Sin embargo, cuando Scul ey apareció en la reunión de personal de las 7:30 de la mañana y les contó a sus principales
ejecutivos quiénes iban a dimitir, se originó un gran alboroto. Muchos pensaron que Jobs había roto sus compromisos como
presidente y que estaba mostrando una sorprendente deslealtad hacia la empresa.
«Deberíamos denunciarlo como el impostor que es para que la gente deje de adorarlo como a un mesías», gritó Campbel ,
según afirma Scul ey.
Campbel reconoció que, aunque después se convirtió en un gran defensor de Jobs y en uno de sus valedores en el consejo
de administración, aquel a mañana estaba que echaba chispas. «Joder, estaba furioso, especialmente cuando supe que se
l evaba a Dan’l Lewin —afirmó—. Lewin había forjado una relación con las universidades. Siempre estaba quejándose
acerca de lo duro que era trabajar con Steve, y de pronto va y se marcha». De hecho, Campbel estaba tan enfadado que
abandonó la reunión para l amar a Lewin a su casa. Cuando su esposa le dijo que estaba en la ducha, Campbel contestó:
«Esperaré». Unos minutos más tarde, el a anunció que su marido seguía en la ducha, y Campbel respondió de nuevo:
«Esperaré». Cuando Lewin se puso por fin al aparato, Campbel le preguntó si era cierto que dimitía. Lewin reconoció que
así era. Campbel no dijo nada y colgó el teléfono.
Tras sentir la cólera de su equipo directivo, Scul ey sondeó a los miembros del consejo. El os, a su vez, también sentían
que Jobs los había engañado al afirmar que no iba a l evarse consigo a empleados importantes. Arthur Rock estaba
especialmente enfadado. Aunque había apoyado a Scul ey durante el enfrentamiento del Día de los Caídos, había sido
capaz de reparar su relación paternofilial con Jobs. Una semana antes lo había invitado a que fuera con su novia, Tina
Redse, hasta San Francisco, para que él y su esposa pudieran conocerla. Los cuatro disfrutaron de una agradable cena en
la casa de Rock, en Pacific Heights. En aquel momento, Jobs no mencionó la nueva empresa que estaba creando, así que
Rock se sintió traicionado cuando se enteró por Scul ey. «Vino ante el consejo y nos mintió —se quejó Rock, furioso—. Nos
dijo que estaba pensando en formar una nueva compañía cuando en realidad ya la había preparado. Dijo que se iba a l
evar a algunos trabajadores de puestos intermedios. Resultó que eran cinco de los miembros más antiguos». Markkula, con
115
su carácter apagado, también se mostró ofendido. «Se l evó a algunos de los principales ejecutivos, a los que había
convencido en secreto antes de irse. Esa no es la forma correcta de hacer las cosas. Fue muy poco cabal eroso».
Durante el fin de semana, los miembros del consejo de administración y los ejecutivos de la empresa convencieron a Scul
ey de que Apple tenía que declararle la guerra a su cofundador. Markkula redactó una declaración formal en la que se
acusaba a Jobs de actuar «en contradicción directa con sus declaraciones de que no reclutaría a ningún miembro clave de
Apple para su empresa». El texto añadía amenazante: «Estamos evaluando las posibles acciones que deben
emprenderse». El Wall Street Journal citó a Bil Campbel al señalar que «estaba asombrado y sorprendido» por el
comportamiento de Jobs. También aparecía una declaración anónima de otro directivo: «Nunca había visto a un grupo de
gente tan furiosa en las empresas por las que he pasado a lo largo de mi vida. Todos creemos que ha tratado de
engañarnos».
Jobs salió de su reunión con Scul ey pensando que todo iba a ir sobre ruedas, así que no había hecho declaraciones. Sin
embargo, tras leer la prensa, sintió que debía responder. Telefoneó a algunos de sus periodistas más fieles y los invitó a su
casa al día siguiente para ofrecerles entrevistas privadas. A continuación l amó a Andrea Cunningham, que había
gestionado sus relaciones públicas en la empresa de Regis McKenna, para que fuera a ayudarlo. «Acudí a su mansión sin
amueblar en Woodside —recordaba— y me lo encontré en la cocina rodeado de sus cinco colegas, con unos cuantos
periodistas esperando en el jardín de la entrada». Jobs le informó de que iba a ofrecer una rueda de prensa en toda regla y
comenzó a enumerar algunos de los comentarios peyorativos que iba a incluir. Cunningham quedó horrorizada. «Esto te va
a dar una imagen pésima», le dijo a Jobs. Al final, logró que cejara en su empeño. Él decidió que les entregaría a los
periodistas una copia de su carta de dimisión, y limitaría cualquier comentario oficial a unas pocas declaraciones
inofensivas.
Jobs había considerado la posibilidad de enviar simplemente por correo su carta de dimisión, pero Susan Barnes lo
convenció de que aquel o resultaría demasiado
despectivo. En vez de eso, condujo hasta la casa de Markkula, donde también encontró a Al Eisenstat, consejero general
de Apple. Mantuvieron una tensa conversación durante unos quince minutos y entonces Barnes tuvo que ir para a l
evárselo antes de que dijese nada que luego pudiera lamentar. Jobs dejó al í la carta, que había redactado en un Macintosh
e impreso con la nueva impresora LaserWriter:
17 de septiembre de 1985
Querido Mike:
Los periódicos de esta mañana hablaban de rumores según los cuales Apple está pensando en la posibilidad de apartarme
de mi cargo como presidente. Desconozco cuál es la fuente de estas informaciones, pero resultan engañosas para los
lectores e injustas para mí.
Recordarás que en la reunión del consejo del pasado jueves declaré que había decidido crear una nueva empresa y
presenté mi dimisión como presidente.
El consejo se negó a aceptar mi dimisión y me pidió que postergase la decisión una semana. Yo accedí en vista del apoyo
ofrecido por ellos con respecto a mi nueva empresa y de los indicios que apuntaban a que Apple podría invertir en ella. El
viernes, después de informar a John Sculley acerca de quiénes se unirían a mí, confirmó la disposición de Apple a hablar
de las áreas de posible colaboración entre ellos y mi nueva empresa.
Desde entonces, la compañía parece estar adoptando una postura hostil hacia mí y la nueva empresa. Consecuentemente,
debo insistir en la aceptación inmediata de mi dimisión. [...]
Como sabes, la reciente reorganización de la compañía me ha dejado sin nada que hacer y sin acceso siquiera a los
informes de gestión habituales. Solo tengo treinta años y todavía quiero contribuir a alcanzar nuevos logros.
Después de lo que hemos conseguido juntos, espero que nuestra despedida sea amistosa y digna. Atentamente,
STEVEN P. JOBS
Cuando un encargado de mantenimiento entró en el despacho de Jobs para guardar sus pertenencias en cajas, se
encontró en el suelo una fotografía enmarcada. En el a se veía a Jobs y Scul ey manteniendo una agradable conversación,
con una dedicatoria escrita siete meses atrás: «¡Por las grandes ideas, las grandes experiencias y una gran amistad!
John». El cristal del marco estaba hecho añicos. Jobs lo había arrojado contra la pared antes de marcharse. Desde ese día,
nunca más volvió a dirigirle la palabra a Scul ey.
Las acciones de Apple subieron un punto completo, o casi un 7 %, cuando se anunció la dimisión de Jobs. «Los accionistas
116
de la Costa Este siempre estuvieron
preocupados por los bichos raros de California que dirigían la compañía —explicó el redactor de una revista sobre
inversiones en tecnología—. Ahora que Wozniak y Jobs se han ido, esos accionistas respiran aliviados». Sin embargo,
Nolan Bushnel , el fundador de Atari que se había divertido siendo su mentor diez años atrás, le dijo a Time que echarían
mucho de menos a Jobs. «¿De dónde va a venir la inspiración de Apple? ¿Va a tener Apple ahora todo el romanticismo de
una nueva marca de Pepsi?».
Después de algunos días de infructuosos esfuerzos por l egar a un acuerdo con Jobs, Scul ey y el consejo de
administración de Apple decidieron denunciarlo por
«incumplimiento de responsabilidades fiduciarias». La demanda enumeraba sus presuntas infracciones:
A pesar de sus responsabilidades fiduciarias para con Apple, Jobs, en su calidad de presidente de el consejo de
administración de Apple y directivo de Apple, y bajo una presunta lealtad hacia los intereses de Apple [...]
a) planeó en secreto la formación de una empresa competidora de Apple;
b) conspiró en secreto para que dicha empresa competidora utilizara y se aprovechara injustamente de los planes de Apple
para diseñar, desarrollar y comercializar productos de nueva generación; [...]
c) captó en secreto a empleados clave para Apple. [...]
Por aquel entonces, Jobs, dueño de 6,5 mil ones de acciones de Apple (el 11 % de la compañía, con un valor de más de
100 mil ones de dólares), comenzó inmediatamente a vender sus participaciones. En menos de cinco meses se había
deshecho de todas el as salvo una, que guardó para poder asistir a las juntas de accionistas si le apetecía. Estaba furioso,
y aquel o quedó reflejado en su pasión por dar comienzo a lo que era, por mucho que tratara de ocultarlo, una compañía
rival.
«Estaba enfadado con Apple —comentó Joanna Hoffman, que trabajó brevemente para aquel a nueva empresa—. Dirigirse
al mercado de la educación, donde Apple era una empresa fuerte, era sencil amente un acto de desquite y mezquindad por
parte de Steve. Lo estaba haciendo para vengarse».
Jobs, por supuesto, no lo veía de la misma manera. «Tampoco es que yo vaya por ahí buscando pelea», le dijo a
Newsweek. Una vez más, invitó a sus periodistas favoritos a su casa de Woodside, y en esta ocasión no contaba con Andy
Cunningham para que le suplicase contención. Rechazó la acusación de que hubiera captado de forma impropia a los cinco
empleados de Apple. «Todos el os me l amaron —informó al grupo de periodistas arremolinados en su salón sin
amueblar—. Estaban pensando en abandonar la compañía. Apple tiene tendencia a descuidar a sus trabajadores».
Decidió colaborar con una portada en el Newsweek para poder presentar su versión de los hechos, y las entrevistas que
ofreció para el reportaje resultaron muy reveladoras. «Lo que mejor se me da es encontrar un grupo de personas con
talento y crear cosas con el os —le dijo a la revista. Añadió que siempre guardaría un franco afecto por Apple—: Siempre
recordaré a Apple como cualquier hombre recuerda a la primera mujer de la que se enamoró». Sin embargo, también
estaba dispuesto a enfrentarse a su consejo de administración si era necesario. «Cuando alguien te l ama ladrón en
público, tienes que responder». La amenaza de Apple de demandarlos a él y a sus compañeros era un escándalo. También
era motivo de tristeza. Demostraba que Apple ya no era una empresa confiada y rebelde. «Nadie se cree que una empresa
valorada en dos mil mil ones de dólares y con 4.300 empleados no pueda competir con seis personas vistiendo vaqueros».
En un intento por desmentir la versión de Jobs, Scul ey l amó a Wozniak para pedirle que interviniera. Wozniak nunca fue
una persona manipuladora o vengativa,
pero tampoco dudó nunca en hablar con sinceridad acerca de sus sentimientos. «Steve puede ser una persona ofensiva e
hiriente», le dijo a Time aquel a semana. Reveló que Jobs lo había l amado para que se uniera a su nueva empresa —
habría sido una astuta forma de asestarle otro golpe al consejo de administración de Apple en funciones—, pero añadió que
no pensaba intervenir en aquel as maniobras y no le había devuelto la l amada. Al San Francisco Chronicle le contó como
Jobs había impedido que frogdesign interviniera en su proyecto de un mando a distancia con la excusa de que aquel o
podría entrar en conflicto con los productos de Apple.
«Espero que cree grandes productos y le deseo un gran éxito, pero no puedo fiarme de su integridad», le confesó Wozniak
al periódico.
POR SU CUENTA
«Lo mejor que le pudo pasar a Steve es que lo despidiéramos, que le dijéramos que no queríamos volverlo a ver», declaró
117
posteriormente Arthur Rock. La teoría, compartida por muchos, es que aquel mal trago lo volvió más sabio y maduro. Sin
embargo, en la vida nada es tan sencil o. En la compañía que fundó tras verse expulsado de Apple, Jobs pudo desarrol ar
sus instintos naturales, tanto los buenos como los malos. No tenía límites. El resultado fue una serie de productos
espectaculares que resultaron ser enormes fracasos de ventas. Esa fue la auténtica experiencia formativa. Lo que lo
preparó para el gran éxito que tuvo en el tercer tramo de su vida no fue la expulsión de Apple durante el primero, sino sus
bril antes fracasos en el segundo.
El primer instinto que dejó crecer sin cortapisas fue la pasión por el diseño. El nombre que eligió para su nueva compañía
era bastante directo: «Next» («Siguiente», en inglés). Para hacer que fuera más identificable, decidió que necesitaba un
logotipo de primer orden, así que cortejó al mandamás de los logotipos empresariales, Paul Rand. Este diseñador gráfico
de setenta y un años nacido en Brooklyn ya había creado algunos de los logotipos más conocidos del mercado, como los
de la revista
Esquire, IBM, la firma Westinghouse, la cadena de televisión ABC y el servicio de mensajería UPS. Por aquel entonces
había firmado un contrato con IBM, y sus supervisores afirmaron que, obviamente, supondría un conflicto de intereses que
diseñara la imagen de otra empresa informática, así que Jobs cogió el teléfono y l amó a John Akers, consejero delegado
de IBM. No estaba en la ciudad, pero Jobs fue tan insistente que al final lo pasaron con el vicepresidente, Paul Rizzo. Tras
dos días, Rizzo concluyó que era inútil resistirse a Jobs y le dio permiso a Rand para que l evara a cabo el encargo.
Rand voló a Palo Alto y estuvo al í un tiempo paseando con Jobs y escuchando su propuesta. Jobs decidió que el
ordenador tendría forma cúbica. Le encantaba
aquel a forma, era perfecta y sencil a. Así pues, Rand decidió que el logotipo también fuera un cubo, uno inclinado con un
atrevido ángulo de 28 grados. Cuando Jobs le preguntó si pensaba diseñar varias opciones para que él eligiera una, Rand
aseguró que él no creaba opciones diferentes para sus clientes. «Resolveré tu problema y tú me pagarás —le dijo a Jobs—.
Puedes utilizar lo que yo produzca o no, pero no presentaré varias opciones, y en cualquiera de los casos me pagarás».
Jobs admiraba aquel tipo de razonamiento. Podía sentirse identificado con él, así que propuso un trato bastante arriesgado.
La compañía le haría entrega de 100.000 dólares como único pago a cambio de un único diseño. «Nuestra relación era muy
clara —afirmó Jobs—. Él era un artista muy puro, pero también astuto en las negociaciones. Tenía un exterior duro, y había
perfeccionado su imagen de cascarrabias, pero por dentro era como un osito de peluche». Aquel fue uno de los mayores
halagos de Jobs: un artista muy puro.
Rand solo necesitó dos semanas. Regresó en avión para presentarle el resultado a Jobs en su casa de Woodside. Primero
cenaron y después Rand le entregó un
elegante cuaderno en el que describía el proceso mental que había seguido. En la última página, Rand presentó el logotipo,
que había elegido: «Por su diseño, disposición del color y orientación, el logotipo es un estudio de contrastes —proclamaba
el cuaderno—. El cubo, inclinado en un desenfadado ángulo, rebosa de la informalidad, la simpatía y la espontaneidad de
un sel o navideño y de la autoridad de un cuño oficial». La palabra «Next» estaba dividida en dos líneas para l enar la cara
cuadrada del cubo, y solo la letra «e» iba en minúscula. Esa letra, según explicaba el cuaderno de Rand, destacaba por
connotar «educación, excelencia [...] e=mc2».
En ocasiones era difícil predecir cómo iba a reaccionar Jobs ante una presentación. Podía clasificarla como horrenda o
como bril ante, y nunca sabías cuál de las dos opciones iba a ser. Sin embargo, con un diseñador legendario como Rand, lo
más probable era que aceptara la propuesta. Jobs se quedó mirando la última hoja, levantó la vista hacia Rand y entonces
lo abrazó. Solo tuvieron un desacuerdo de poca importancia: el diseñador había utilizado un amaril o oscuro para la «e» del
logotipo, y Jobs quería que lo cambiara por un tono amaril o más bril ante y tradicional. Rand golpeó la mesa con el puño y
espetó: «Llevo cincuenta años dedicándome a esto y sé lo que hago». Jobs no insistió.
La compañía no solo tenía un nuevo logotipo, sino también un nuevo nombre. Ya no era «Next», sino «NeXT». Puede que
algunos no comprendieran aquel a obsesión por un logotipo, y mucho menos que se pagasen 100.000 dólares por uno. Sin
embargo, para Jobs significaba que NeXT l egaba a la vida con una identidad y un aspecto mundialmente reconocibles,
incluso sin haber diseñado todavía su primer producto. Tal y como le había enseñado Markkula, puedes juzgar un libro por
sus tapas, y una gran compañía debe ser capaz de atribuirse valores desde la primera impresión que causa. Además, el
logotipo era increíblemente moderno y atractivo. Como propina, Rand accedió a diseñar una tarjeta de visita personalizada
para Jobs y le presentó un modelo l eno de color que le gustó, pero al final acabaron enzarzados en una larga y animada
discusión acerca de la colocación del punto tras la «P» de «Steven P. Jobs». Rand había colocado el punto a la derecha de
la «P», tal y como aparecería si se escribiera con tipos de imprenta. Steve prefería el punto desplazado a la izquierda, bajo
la curva de la «P», tal y como permitía la tipografía digital. «Aquel a fue una discusión bastante larga sobre un elemento
relativamente pequeño», recordaba Susan Kare. En aquel a ocasión, Jobs se salió con la suya.
A la hora de trasladar el logotipo de NeXT a la imagen de productos reales, Jobs necesitaba a un diseñador industrial en el
que confiara. Habló con algunos candidatos, pero ninguno lo impresionó tanto como el alocado bávaro que había traído a
118
Apple, Hartmut Esslinger, cuya empresa, frogdesign, se había instalado en Silicon Val ey y que, gracias a Jobs, disfrutaba
de un lucrativo contrato con su anterior empresa. Conseguir que IBM autorizase a Paul Rand a que trabajara en NeXT fue
un pequeño milagro hecho posible gracias a la creencia de Jobs de que la realidad podía distorsionarse. Sin embargo,
aquel o había sido pan comido comparado con las probabilidades de que pudiera convencer a Apple de permitirle a
Esslinger trabajar para NeXT.
Pero al menos lo intentó. A principios de noviembre de 1985, solo cinco semanas después de que Apple hubiera
interpuesto una demanda contra él, Jobs escribió a
Eisenstat (el consejero general de Apple que había presentado la denuncia) y le pidió el permiso correspondiente. «He
hablado con Hartmut Esslinger este fin de semana y él me sugirió que te escribiera una nota en la que te cuente por qué
quiero trabajar con él y con frogdesign en los nuevos productos para NeXT», afirmaba. Sorprendentemente, su argumento
fundamental era que no sabía en qué estaba trabajando Apple, pero Esslinger sí. «NeXT no tiene conocimiento acerca de
la evolución actual o futura de los diseños de productos de Apple, ni tampoco otras firmas de diseño con las que podemos
tener relación, así que es posible que diseñemos de forma accidental productos con un aspecto similar. Resultaría
beneficioso tanto para Apple como para NeXT recurrir a la profesionalidad de Hartmut para asegurarnos de que eso no
ocurre». Eisenstat recordaba que quedó anonadado por la audacia de Jobs, y su respuesta fue cortante: «Ya he expresado
con anterioridad mi preocupación en nombre de Apple por el hecho de que estés siguiendo una línea de negocio en la que
utilizas información empresarial confidencial de Apple —escribió—. Tu carta no alivia mi inquietud en ningún sentido. De
hecho, acrecienta dicho desasosiego, porque en el a afirmas que no tienes “conocimiento acerca de la evolución actual o
futura de los diseños de productos de Apple”, una aseveración que no es cierta». Lo que para Eisenstat resultaba más
sorprendente de toda aquel a petición era que había sido el propio Jobs quien, apenas un año antes, había obligado a
frogdesign a abandonar su trabajo en el proyecto del mando a distancia de Wozniak.
Jobs se dio cuenta de que, para poder trabajar con Esslinger (y por muchas otras razones), iba a tener que arreglar el
asunto de la demanda interpuesta por Apple.
Afortunadamente, Scul ey dio muestras de buena voluntad. En enero de 1986 alcanzaron un acuerdo fuera de los tribunales
en el que no hubo que compensar daños económicos. A cambio de la retirada de la demanda por parte de Apple, NeXT
accedió a una serie de restricciones: su producto se comercializaría como una estación de trabajo de alta gama, se
vendería directamente a centros universitarios y no saldría al mercado antes de marzo de 1987. Apple también insistió en
que la máquina de NeXT «no utilizara un sistema operativo compatible con el del Macintosh», aunque cabe pensar que les
habría ido mejor si hubieran insistido justo en lo contrario.
Tras el acuerdo, Jobs siguió rondando a Esslinger hasta que el diseñador decidió rebajar las condiciones de su contrato con
Apple. Eso permitió, a finales de 1986, que frogdesign pudiera trabajar con NeXT. La firma insistió en tener vía libre, igual
que había hecho Paul Rand. «En ocasiones hay que ponerse duro con Steve»,
afirmó Esslinger. Sin embargo, al igual que Rand, él era un artista, por lo que Jobs estaba dispuesto a mostrar una
indulgencia que les negaba a los demás mortales.
Jobs especificó que el ordenador debía ser un cubo absolutamente perfecto, con lados de un pie de longitud (30,48
centímetros) exactamente y ángulos de noventa grados justos. Le gustaban los cubos. Comportan una cierta dignidad, pero
al tiempo mantienen una ligera connotación de juguete. Sin embargo, el cubo de NeXT fue un típico ejemplo de Jobs en los
que la función sigue a la forma (en lugar de al revés, como exigían la escuela de la Bauhaus y otros diseñadores
funcionalistas). Las placas base, que encajaban sin problemas en las torres tradicionales, con forma de caja aplastada,
tenían que reconfigurarse y apilarse para caber dentro de un cubo.
Peor todavía, la perfección del cubo lo hacía difícil de producir. La mayoría de las piezas que se crean en moldes tienen
ángulos de algo más de noventa grados para que resulte más fácil extraerlas (igual que es más sencil o sacar un bizcocho
de su caja si los ángulos son algo superiores a los noventa grados). Sin embargo, Esslinger decretó, con la entusiasmada
aquiescencia de Jobs, que no debían utilizarse aquel os «ángulos de desmoldeo», que podrían arruinar la pureza y
perfección del cubo. Así pues, los laterales tuvieron que producirse por separado, con moldes que costaron 650.000
dólares, en un tal er especializado de Chicago. La pasión de Jobs por la perfección estaba fuera de control. Cuando advirtió
una línea diminuta en la carcasa causada por los moldes, algo que cualquier otro fabricante de ordenadores aceptaría como
inevitable, voló a Chicago y convenció al fundidor para que empezara de nuevo y lo repitiera sin fal os. «No muchos
fundidores esperan que alguien tan famoso vaya en avión a verlos», señaló David Kel ey, uno de los ingenieros. Jobs
también ordenó que la compañía comprara una máquina lijadora de 150.000 dólares para eliminar todas las aristas en las
que se unieran dos piezas diferentes. Además, Jobs insistió en que la carcasa de magnesio fuera de un negro mate, lo que
hacía que cualquier marca pudiera verse con mayor facilidad.
Kel ey también debía averiguar cómo lograr que funcionara el soporte de la pantal a, con su elegante curvatura, una tarea
que se volvió todavía más complicada
119
cuando Jobs insistió en que debía contar con un mecanismo que permitiera regular su inclinación. «Yo intentaba ser la voz
de la razón —se quejó Kel ey a Business Week—, pero cuando decía: “Steve, eso va a ser demasiado caro” o “es
imposible”, l egaba su respuesta: “Eres un cobardica”. Me hacía sentir estrecho de miras». Así pues, Kel ey y su equipo
pasaron noches enteras tratando de averiguar cómo convertir esos caprichos estéticos en un producto utilizable. Un
candidato que estaba siendo entrevistado para un puesto en el departamento de marketing observó como Jobs retiraba con
gesto teatral una pieza de tela para mostrar el soporte curvado de la pantal a, con un bloque de hormigón situado en el
lugar donde se colocaría algún día la pantal a. Ante la mirada atónita del visitante, Jobs demostró con entusiasmo cómo
funcionaba el mecanismo regulador de la inclinación, que había patentado personalmente con su nombre.
Jobs siempre había hecho gala de su obsesión por lograr que las partes ocultas de un producto tuvieran un acabado tan
cuidado como el de cualquier fachada, lo
mismo que hacía su padre cuando utilizaba un trozo de buena madera para la parte trasera y oculta de un arcón. También l
evó esta costumbre hasta el extremo cuando en NeXT se encontró libre de restricciones. Se aseguró de que los tornil os del
interior de la máquina estuvieran recubiertos por un caro cromado, e incluso insistió en que el acabado negro mate se
aplicara también al interior de la carcasa cúbica, a pesar de que solo los técnicos de reparación podrían verlo.
El periodista Joe Nocera, que por aquel entonces trabajaba en Esquire, plasmó la vitalidad de Jobs en una reunión de
personal de NeXT:
No sería correcto decir que ocupó su asiento durante la reunión de personal, porque Jobs no ocupa casi ningún asiento;
una de las técnicas que utiliza para controlar una situación es el movimiento puro. Tan pronto está arrodillado en la silla
como repantingado en ella, o de repente se levanta de un salto y se pone a escribir en la pizarra que tiene justo tras él. No
para de hacer gestos. Se muerde las uñas. Se queda mirando con una fijación enervante a cualquiera que esté hablando.
Las manos, de un suave e inexplicable tono amarillento, se encuentran en constante movimiento.
Lo que más sorprendió a Nocera fue la «falta de tacto casi deliberada» de Jobs. Aquel o iba más al á de una simple
incapacidad para ocultar sus opiniones cuando alguien decía algo que le parecía tonto; era una predisposición consciente
—e incluso un entusiasmo perverso— a aplastar a los demás, humil arlos y demostrar que él era más inteligente. Cuando
Dan’l Lewin repartió un gráfico con el organigrama, por ejemplo, Jobs puso los ojos en blanco. «Estos gráficos son una
mierda», declaró al fin. Aun así, todavía mostraba enormes cambios de humor, como cuando trabajaba en Apple, en torno
al eje héroe-capullo. Un empleado del departamento de finanzas entró en la reunión y Jobs le dedicó toda suerte de
halagos por haber hecho «un trabajo muy, muy bueno con este acuerdo». El día anterior, Jobs le había dicho: «Este
acuerdo es una bazofia».
Uno de los primeros diez empleados de NeXT fue un diseñador de interiores para la primera sede de la compañía, en Palo
Alto. Aunque Jobs había alquilado un edificio nuevo con un diseño agradable, hizo que lo desmontaran por completo y lo
volvieran a construir. Se sustituyeron las paredes por paneles de cristal y la moqueta se cambió por un suelo de madera
noble de tonos claros. El proceso se repitió cuando en 1989 NeXT se trasladó a un local de mayor tamaño en Redwood
City. Aunque el edificio era completamente nuevo, Jobs insistió en que debían desplazar los ascensores para que la
entrada resultara más espectacular. Como elemento central para el vestíbulo, Jobs le encargó a I. M. Pei el diseño de unas
grandes escaleras que parecieran flotar en el aire. El arquitecto aseguró que no podía construirse algo así. Jobs repuso que
sí se podía, y se pudo. Años más tarde, Jobs convirtió ese modelo de escaleras en un rasgo característico de las tiendas de
Apple.
EL ORDENADOR
Durante los primeros meses de NeXT, Jobs y Dan’l Lewin se echaron a la carretera, a menudo acompañados por algunos
de sus compañeros, para visitar diferentes universidades y recabar opiniones. En Harvard se reunieron con Mitch Kapor, el
presidente de Lotus Software, y fueron a cenar al restaurante Harvest. Cuando Kapor comenzó a untar mantequil a en el
pan en grandes cantidades, Jobs lo miró y preguntó: «¿Has oído hablar alguna vez del colesterol?». Kapor respondió:
«Hagamos un trato. Tú te abstienes de comentar mis hábitos alimentarios y yo me abstengo de entrar en el tema de tu
personalidad». Pretendía que el comentario fuera gracioso, y Lotus accedió a escribir un programa de hoja de cálculo para
el sistema operativo de NeXT, pero como el propio Kapor comentó posteriormente, «las relaciones interpersonales no eran
su fuerte».
Jobs quería incluir contenidos atractivos en el aparato, así que Michael Hawley, uno de los ingenieros, desarrol ó un
120
diccionario digital. Un día compró una nueva
edición de las obras de Shakespeare y advirtió que un amigo suyo que trabajaba en la editorial Oxford University Press
había participado en la maquetación del texto.
Aquel o significaba que probablemente hubiera alguna cinta magnética de almacenamiento de datos que él podía conseguir
y, en ese caso, incorporar a la memoria del
NeXT. «Llamé a Steve, él aseguró que aquel o sería increíble y tomamos juntos un avión a Oxford». Durante un hermoso
día primaveral de 1986, se reunieron en el gran edificio de la editorial en el centro de Oxford, donde Jobs hizo una oferta de
2.000 dólares más 74 centavos por cada ordenador vendido a cambio de los derechos de la edición de Oxford de las obras
de Shakespeare. «Todo son ventajas para vosotros —argumentó—. Estaréis en la vanguardia de la tecnología, esto es algo
que nunca se ha hecho antes». Llegaron a un acuerdo preliminar y después se fueron a jugar a los bolos y a beber unas
cervezas en un pub cercano que solía frecuentar lord Byron. Para cuando saliera al mercado, el NeXT también iba a incluir
un diccionario, un tesauro y el Diccionario Oxford de citas, lo cual lo convirtió en uno de los pioneros en el concepto de los
libros electrónicos con motor de búsqueda.
En lugar de utilizar chips corrientes para el NeXT, Jobs hizo que sus ingenieros diseñaran unos a medida que integraban
varias funciones en un único procesador.
Esta tarea puede parecer suficientemente ardua, pero Jobs la convirtió en una empresa casi imposible al revisar
continuamente las funciones que quería que incluyeran. Después de un año, quedó claro que aquel sería un importante
motivo de retrasos.
También insistió en construir su propia fábrica completamente automatizada y futurista, igual que había hecho con el
Macintosh. Por lo visto, no había escarmentado
con la experiencia previa. En esta ocasión cometió los mismos errores, solo que de forma más exagerada. Las máquinas y
los robots se pintaron y repintaron mientras él revisaba de forma compulsiva la combinación de colores. Las paredes eran
de un blanco nuclear, como en la fábrica del Macintosh, e introdujo sil as de cuero negro de 20.000 dólares y una escalera
a medida, como en la sede de la empresa. Jobs insistió en que la maquinaria situada a lo largo de los cincuenta metros de
la línea de montaje estuviera configurada de forma que las placas de circuitos se movieran de derecha a izquierda mientras
se iban montando, de forma que los visitantes que contemplaran el proceso desde la galería de observación pudieran verlo
mejor. Las placas vacías entraban por un extremo y veinte minutos después, sin que ningún ser humano las hubiera
tocado, salían completamente montadas por el otro. El proceso seguía un principio japonés conocido como kanban, en el
que cada máquina l evaba a cabo su tarea únicamente cuando la siguiente estaba lista para recibir otra pieza.
Jobs no había suavizado la exigencia a la hora de tratar a los empleados. «Utilizaba el encanto o la humil ación pública de
una forma que resultaba muy eficaz en la mayoría de los casos», recordaba Tribble. Sin embargo, esto no ocurría en todas
las ocasiones. Un ingeniero, David Paulsen, trabajó en jornadas semanales de noventa horas durante los diez primeros
meses en NeXT. Dimitió, según él mismo recuerda, cuando «Steve entró un viernes por la tarde y nos dijo lo poco contento
que estaba con lo que estábamos haciendo». Cuando Business Week le preguntó por qué trataba con tanta brusquedad a
sus empleados, Jobs respondió que aquel o hacía que la compañía fuera mejor. «Parte de mi responsabilidad consiste en
establecer un patrón de calidad. Algunas personas no están acostumbradas a un entorno en el que se exige la excelencia».
Pero, al mismo tiempo, todavía mantenía su temple y su carisma. Se organizaron numerosos viajes educativos, visitas de
maestros de aikido y retiros lúdicos, y Jobs aún irradiaba la rebeldía de un pirata. Cuando Apple prescindió de Chiat/Day, la
empresa de publicidad responsable del anuncio de 1984 y del anuncio de prensa que rezaba «Bienvenidos, IBM. En serio»,
Jobs contrató un anuncio a toda plana en el Wall Street Journal en el que proclamaba: «Felicidades, Chiat/Day. En serio...
Porque, os lo garantizo, hay vida después de Apple».
Puede que la mayor semejanza respecto a sus días en Apple era que Jobs trajo consigo su campo de distorsión de la
realidad. Lo demostró durante el primer retiro
de la empresa, en Pebble Beach, a finales de 1985. Jobs afirmó ante su equipo que el primer ordenador NeXT estaría listo
en tan solo dieciocho meses. Estaba muy claro que aquel o era imposible, pero Jobs desoyó la sugerencia de uno de los
ingenieros de que fueran realistas y planearan sacar el ordenador al mercado en 1988.
«Si hacemos eso, el mundo no va a quedarse quieto, la tecnología que utilizamos quedará obsoleta y todo el trabajo que
hemos hecho habrá que tirarlo por el retrete», argumentó.
Joanna Hoffman, la veterana del equipo del Macintosh que estaba dispuesta a enfrentarse a Jobs, se encaró con él. «La
distorsión de la realidad tiene valor como
herramienta de motivación, y eso me parece estupendo —comentó mientras él aguardaba junto a la pizarra—. Sin
embargo, cuando se trata de fijar una fecha que afecta al diseño del producto, entonces estamos entrando en temas más
peliagudos». Jobs no estaba de acuerdo. «Creo que tenemos que marcar un límite en algún punto, y creo que si perdemos
esta oportunidad, entonces nuestra credibilidad comenzará a deteriorarse». Lo que no dijo, aunque todos lo sospechaban,
121
era que si no cumplían aquel os objetivos podían quedarse sin dinero. Jobs había aportado siete mil ones de dólares de sus
fondos personales, pero a aquel ritmo de gasto se quedaría sin nada en dieciocho meses si no comenzaban a recibir
ingresos gracias a los productos vendidos.
Tres meses más tarde, cuando regresaron a Pebble Beach a principios de 1986 para su siguiente retiro, Jobs comenzó su
lista de máximas con: «La luna de miel ha
l egado a su fin». Para cuando se fueron a su tercer retiro, celebrado en Sonoma en septiembre de 1986, toda la
planificación temporal se había venido abajo, y parecía que la compañía iba a chocar contra un muro económico.
PEROT AL RESCATE
A finales de 1986, Jobs envió un prospecto informativo a diferentes empresas de capital riesgo en el que ofrecía una
participación en el 10 % de NeXT por tres mil ones de dólares. Aquel o suponía fijar el valor de toda la compañía en 30 mil
ones de dólares, una cifra que Jobs se había inventado por completo. Hasta la fecha l evaban invertidos menos de siete mil
ones de dólares en la empresa, y no había grandes resultados que mostrar a excepción de un logotipo vistoso y unas
oficinas muy l amativas. No tenía ingresos ni productos en el mercado, ni tampoco perspectivas de tenerlos, así que, como
era de esperar, los inversores rechazaron la oferta.
Hubo, sin embargo, un vaquero con agal as que quedó deslumbrado. Ross Perot, el valiente tejano que había fundado la
empresa Electronic Data Systems y después
se la había vendido a la General Motors por 2.400 mil ones de dólares, vio un documental en la PBS titulado Los
empresarios que incluía un fragmento sobre Jobs y NeXT en noviembre de 1986. Se identificó al instante con Jobs y su
banda, tanto que, mientras veía la televisión, «iba acabando las frases que el os decían». Aquel o se parecía de manera
inquietante a las declaraciones realizadas a menudo por Scul ey. Perot l amó a Jobs al día siguiente y le hizo una oferta:
«Si alguna vez necesitas a un inversor, l ámame».
Jobs sí que necesitaba a uno, y con urgencia, pero tuvo la elegancia suficiente como para no demostrarlo. Esperó una
semana antes de devolver la l amada. Perot envió a algunos de sus analistas a que evaluaran la empresa, pero Jobs se
encargó de hablar directamente con él. El empresario aseguró posteriormente que una de las
cosas que más lamentaba en la vida era no haber comprado Microsoft, o al menos un gran porcentaje de la compañía,
cuando un jovencísimo Bil Gates fue a visitarlo a Dal as en 1979. En la época en que Perot l amó a Jobs, Microsoft acababa
de salir a Bolsa con una valoración de mil mil ones de dólares. El inversor había perdido la oportunidad de ganar mucho
dinero y de disfrutar de una divertida aventura. No estaba dispuesto a volver a cometer ese error.
Jobs realizó una oferta con un coste tres veces superior al que habían estado ofreciendo discretamente a los inversores en
capital riesgo que no se mostraron interesados unos meses antes. Por 20 mil ones de dólares, Perot adquiriría una
participación del 16 % de la empresa, después de que Jobs invirtiera otros cinco mil ones más. Aquel o significaba que la
compañía estaría valorada en 126 mil ones de dólares, pero el dinero no era un gran problema para Perot. Tras una reunión
con Jobs, aseguró que iba a participar. «Yo elijo a los jinetes, y los jinetes eligen a los cabal os y los montan —le dijo a
Jobs—. Vosotros sois los jinetes por los que apuesto, así que vosotros os encargáis del resto».
Perot aportó a NeXT algo casi tan valioso como su inversión de 20 mil ones de dólares: era un animador enérgico y
respetable que podía ofrecerle a la empresa un aire de credibilidad en un mundo de adultos. «Para ser una compañía
nueva, es la que comporta los menores riesgos de todas las que he visto en veinticinco años en la industria informática —
informó al New York Times —. Enviamos a algunos expertos a inspeccionar el hardware, y quedaron anonadados. Steve y
todo su equipo del NeXT son la pandil a de perfeccionistas más rocambolesca que he visto nunca».
Perot también se desenvolvía en círculos sociales y comerciales selectos que se complementaban con los de Jobs. Lo l evó
a una cena y baile de etiqueta en San Francisco que habían organizado Gordon y Ann Getty en honor del rey Juan Carlos I
de España. Cuando el rey le preguntó a Perot a quién deberían presentarle, este convocó inmediatamente a Jobs. Pronto
ambos se encontraron inmersos en lo que Perot posteriormente describió como una «conversación eléctrica», en la que
Jobs describió con gran animación la siguiente generación de ordenadores. Al final, el rey garabateó algo en una nota y se
la entregó a Jobs. «¿Qué ha pasado?», preguntó Perot, y Jobs respondió: «Le he vendido un ordenador».
Estas y otras historias se incorporaron a las narraciones mitificadas sobre Jobs que Perot contaba al á a donde iba. Durante
una reunión informativa en el National
Press Club de Washington, acabó por convertir la historia de la vida de Jobs en una saga épica sobre un joven ... tan pobre
que no podía permitirse ir a la universidad, que trabajaba en su garaje por las noches, jugando con chips informáticos, que
eran toda su afición. Y un buen día, su padre —que parece un personaje sacado de un cuadro de Norman Rockwell— llega
y le dice: «Steve, o fabricas algo que se pueda vender o tendrás que buscarte un trabajo». Sesenta días después nació el
122
primer ordenador Apple en una caja de madera que su padre le había fabricado. Y este chico que apenas acabó el instituto
ha cambiado literalmente el mundo.
La única frase cierta de todo aquel o era la que afirmaba que Paul Jobs se parecía a los personajes de los cuadros de
Rockwel . Y quizá también la última, la que sostenía que Jobs estaba cambiando el mundo. Lo cierto es que Perot así lo
creía. Como Scul ey, se veía a sí mismo reflejado en él. «Steve es como yo —le dijo Perot a David Remnick, del
Washington Post—. Tenemos las mismas rarezas. Somos almas gemelas».
GATES Y NEXT
Bil Gates no era su alma gemela. Jobs lo había convencido para que escribiera aplicaciones destinadas al Macintosh, que
habían resultado ser enormemente rentables para Microsoft. Sin embargo, Gates era una de las pocas personas capaces
de resistirse al campo de distorsión de la realidad de Jobs y, como resultado, decidió no crear software a medida para los
ordenadores NeXT. Gates viajaba a California con regularidad para asistir a las demostraciones del producto, pero en todas
las ocasiones se iba de al í sin quedar impresionado. «El Macintosh era realmente único, pero personalmente no entiendo
qué tiene de único el nuevo ordenador de Steve», le dijo a Fortune.
Parte del problema era que los dos titanes enfrentados tenían una incapacidad congénita para mostrarse respeto el uno al
otro. Cuando Gates realizó su primera visita a la sede de NeXT en Palo Alto, en el verano de 1987, Jobs lo mantuvo
esperando durante media hora en el vestíbulo, a pesar de que Gates podía ver a través de las paredes de cristal que su
anfitrión estaba deambulando por al í y charlando tranquilamente con sus empleados. «Llegué a NeXT y me tomé un zumo
de zanahoria de Odwal a, la marca más cara que hay, y nunca había visto unas oficinas tan espléndidas —recordaba
Gates, negando con la cabeza y esbozando una sonrisa—. Y Steve va y l ega media hora tarde a nuestra reunión».
El argumento que presentó Jobs, según Gates, fue sencil o: «Hicimos juntos el Mac —señaló—. ¿Qué tal fue aquel o para
ti? Muy bueno. Ahora vamos a hacer esto juntos y va a ser genial».
Pero Gates fue brutal con Jobs, igual que Jobs podía serlo con los demás. «Esta máquina es una basura —afirmó—. El
disco óptico tiene una latencia pésima, la
puta carcasa es demasiado cara. Todo el aparato es ridículo». Entonces decidió algo que se vería reafirmado en cada una
de sus visitas posteriores: que no tenía sentido para Microsoft desviar recursos de otros proyectos y destinarlos a desarrol
ar aplicaciones para NeXT. Lo peor es que aquel a misma afirmación la sostuvo en público en varias ocasiones, lo que
reducía las probabilidades de que otras empresas invirtieran su tiempo en crear productos para NeXT. «¿Desarrol ar
productos para el os? Yo me meo en su ordenador», le dijo a InfoWorld.
Cuando se encontraron de nuevo en el vestíbulo de un centro de conferencias, Jobs comenzó a reprender a Gates por
haberse negado a fabricar software para NeXT. «Cuando consigas hacerte con una cuota de mercado, me lo pensaré»,
respondió Gates. Jobs se enfureció. «Era una pelea a gritos enfrente de todo el mundo», comentó Adele Goldberg, la
ingeniera del Xerox PARC, que se encontraba al í. Jobs insistía en que NeXT era la siguiente generación de ordenadores.
Gates, como hacía habitualmente, fue mostrándose cada vez más impertérrito a medida que Jobs se iba enfureciendo. Al
final se limitó a negar con la cabeza y marcharse.
Más al á de su rivalidad personal —y del respeto a regañadientes que se concedían de vez en cuando—, ambos mantenían
diferencias filosóficas fundamentales. Jobs creía en una integración uniforme y completa del hardware y el software, lo que
le l evaba a construir una máquina incompatible con otras. Gates creía y basaba sus beneficios en un mundo en el que
diferentes compañías producían máquinas compatibles entre sí, cuyo hardware utilizaba un sistema operativo estándar (el
Windows de Microsoft), y todos podían utilizar las mismas aplicaciones (como por ejemplo Word y Excel, de Microsoft). «Su
producto viene equipado con una interesante característica l amada “incompatibilidad” —comentó Gates al Washington
Post —. No puede ejecutar ningún programa existente. Es un ordenador extremadamente agradable. No creo que si yo
tratara de diseñar un ordenador incompatible pudiera obtener un resultado tan bueno como el suyo».
En un foro sobre informática celebrado en Cambridge, Massachusetts, en 1989, Jobs y Gates aparecieron uno después del
otro y expusieron sus visiones enfrentadas del mundo. Jobs habló de cómo l egan a la industria informática nuevas oleadas
de productos cada pocos años. Macintosh había presentado una perspectiva nueva y revolucionaria con la interfaz gráfica.
Ahora NeXT lo estaba haciendo mediante su programación orientada a objetos, unida a una máquina nueva y poderosa
que utilizaba un disco óptico. Afirmó que todos los fabricantes de software más importantes se habían dado cuenta de que
tenían que formar parte de aquel a nueva generación, «excepto Microsoft». Cuando Gates subió al escenario, repitió su
convicción de que el control absoluto del software y del hardware propugnado por Jobs estaba destinado al fracaso, igual
123
que Apple había fracasado en su competición contra el estándar del sistema operativo Windows de Microsoft. «El mercado
del hardware y el del software son independientes», añadió. Cuando le preguntaron acerca del gran diseño que podía
esperarse de la iniciativa de Jobs, Gates señaló con un gesto el prototipo de NeXT que seguía en el escenario y comentó
con sorna: «Si lo que quieres es color negro, te puedo traer un bote de pintura».
IBM
Jobs recurrió a una bril ante maniobra de jiu-jitsu contra Gates, una que podría haber cambiado el equilibrio de poder en la
industria informática para siempre. Para el o, Jobs tenía que hacer dos cosas que iban en contra de su naturaleza:
conceder licencias de su software a otro fabricante de hardware y encamarse con IBM. Se vio invadido por un arranque de
pragmatismo que, aunque breve, le permitió superar sus reticencias. Sin embargo, nunca se entregó de l eno a aquel a
maniobra, y por eso la alianza tuvo una vida tan corta.
Todo comenzó en una fiesta, una realmente memorable, la del septuagésimo cumpleaños de la editora del Washington
Post, Katharine Graham, en junio de 1987. Acudieron seiscientos invitados entre los que se encontraba el presidente
estadounidense, Ronald Reagan. Jobs tomó un avión desde California, y el presidente de IBM, John Akers, viajó desde
Nueva York. Aquel a era la primera vez que se encontraban. Jobs aprovechó la oportunidad para criticar a Microsoft y tratar
de lograr que IBM se distanciara de el os y dejara de utilizar su sistema operativo Windows. «No pude resistir la tentación
de decirle que pensaba que IBM estaba embarcándose en una apuesta inmensa en la que toda su estrategia de software
dependía de Microsoft, porque yo no creía que su software fuera demasiado bueno», recordaba Jobs.
Para deleite de Jobs, Akers respondió: «¿Cómo te gustaría ayudarnos?». Tras pocas semanas, Jobs se presentó en la
sede de IBM en Armonk, en el estado de
Nueva York, junto con el ingeniero de software Bud Tribble. Al í presentaron una demostración de NeXT que impresionó a
los ingenieros de IBM. Les pareció especialmente relevante el sistema operativo orientado a objetos del ordenador, el
NeXTSTEP. «NeXTSTEP se encargaba de muchas tareas de programación triviales que ralentizan el proceso de desarrol o
del software», comentó Andrew Hel er, el consejero delegado de las estaciones de trabajo de IBM, quien quedó tan
impresionado con Jobs que l amó Steve a su hijo.
Las negociaciones se prolongaron hasta 1988, y Jobs seguía mostrándose quisquil oso con respecto a detal es mínimos.
Salía furioso de las reuniones por
desavenencias con respecto al color o el diseño, y Tribble o Dan’l Lewin tenían que ir a calmarlo. No parecía saber qué le
asustaba más, si IBM o Microsoft. En abril, Perot decidió ser el anfitrión de una sesión de mediación en su sede de Dal as, y
alcanzaron un acuerdo. IBM obtendría una licencia para la versión existente del software de NeXTSTEP y, si les gustaba, la
utilizarían en algunas de sus estaciones de trabajo. IBM envió a Palo Alto un contrato de 125 páginas en el que se
especificaban los detal es. Jobs lo arrojó a la basura sin leerlo. «No habéis entendido nada», dijo mientras salía de la sala.
Exigió un contrato más sencil o de tan solo unas páginas, y lo obtuvo en menos de una semana.
Jobs no quería que el acuerdo l egara a oídos de Bil Gates hasta la gran presentación del ordenador de NeXT, programada
para octubre. Sin embargo, IBM insistió
en fomentar la comunicación. Gates se puso furioso. Se daba cuenta de que aquel o podía minar la dependencia que IBM
tenía de los sistemas operativos de
Microsoft. «NeXTSTEP no es compatible con nada», protestó ante los directivos de IBM.
Al principio, parecía que Jobs había logrado hacer realidad la peor pesadil a de Gates. Otros fabricantes de ordenadores
que dependían por completo de los sistemas operativos de Microsoft, entre los cuales se encontraban principalmente
Compaq y Del , acudieron a Jobs para pedirle los derechos para clonar los ordenadores de NeXT y utilizar el NeXTSTEP.
Realizaron incluso ofertas en las que estaban dispuestos a pagar mucho más dinero si NeXT se apartaba del campo de la
producción de hardware.
Aquel o era demasiado para Jobs, al menos por el momento. Puso fin a las discusiones sobre la clonación de sus productos
y comenzó a mantener una postura más
distante hacia IBM. La frialdad se hizo recíproca. Cuando la persona que había l egado al acuerdo en IBM cambió de
puesto de trabajo, Jobs viajó a Armonk para conocer a su sustituto, Jim Cannavino. Pidieron a todo el mundo que saliera de
la habitación y hablaron a solas. Jobs pidió más dinero para que la relación comercial siguiera su curso y para ofrecerle a
IBM licencias de uso de las nuevas versiones de NeXTSTEP. Cannavino no se comprometió a nada y a partir de ese
momento dejó de devolverle las l amadas telefónicas a Jobs. El trato expiró. NeXT consiguió algo de dinero por la licencia
ya pactada, pero nunca l egó a cambiar el mundo.
124
OCTUBRE DE 1988: LA PRESENTACIÓN
Jobs había perfeccionado el arte de convertir las presentaciones de sus creaciones en producciones teatrales, y para el
estreno mundial del ordenador de NeXT —el
12 de octubre de 1988 en el auditorio de la Orquesta Sinfónica de San Francisco— quería superarse a sí mismo.
Necesitaba convencer a todos los escépticos. En las semanas anteriores al acto, condujo a San Francisco casi a diario para
refugiarse en la casa victoriana de Susan Kare, diseñadora gráfica en NeXT, que había creado las primeras fuentes y los
iconos del Macintosh. El a lo ayudó a preparar cada una de las diapositivas mientras Jobs se obsesionaba con todos los
detal es, desde el texto que iba a incluirse hasta el tono apropiado de verde para el color de fondo. «Me gusta ese verde»,
aseguró orgul oso mientras realizaban una prueba delante de algunos empleados. «Un verde genial, un verde genial»,
murmuraron todos, dando su aprobación. Jobs preparó, pulió y revisó cada una de las diapositivas como si fuera T. S. Eliot
incorporando las sugerencias de Ezra Pound a La tierra baldía.
No había detal e lo suficientemente insignificante. Jobs revisó personalmente la lista de invitados e incluso el menú de los
aperitivos (agua mineral, cruasanes, queso para untar y brotes de soja). Seleccionó una empresa de proyección de vídeo,
le pagó 60.000 dólares en concepto de asistencia audiovisual y contrató a George Coates, el productor de teatro
posmoderno, para que organizase el espectáculo. Coates y Jobs decidieron, como era de esperar, que la ambientación
fuera austera y radicalmente sencil a. La presentación de aquel cubo perfecto y negro iba a tener lugar en un escenario
marcadamente minimalista con un fondo negro, una mesa cubierta por un mantel negro, un velo negro que tapase el
ordenador y un sencil o jarrón con flores. Como ni el hardware ni el sistema operativo estaban todavía listos, Jobs tenía que
preparar una simulación para los ensayos, pero se negó. Consciente de que sería como caminar por la cuerda floja sin red,
decidió que la presentación tuviera lugar en directo.
Más de tres mil personas se presentaron para asistir a la ceremonia, y la cola para entrar en el auditorio de la Orquesta
Sinfónica se formó dos horas antes del comienzo del acto. No quedaron defraudados, al menos en lo que a espectáculo se
refiere. Jobs permaneció sobre el escenario durante tres horas, y de nuevo demostró ser, según las palabras de Andrew
Pol ack, del New York Times , «el Andrew Lloyd Webber de las presentaciones de productos, un maestro del encanto
escénico y los efectos especiales». Wes Smith, del Chicago Tribune, afirmó que el acto había representado «para las
presentaciones de productos el equivalente a lo que el Concilio Vaticano II representó para las reuniones eclesiásticas».
Jobs consiguió que el público lo vitoreara desde la frase de presentación: «Me alegro de haber vuelto». Comenzó
presentando la historia de la arquitectura de los ordenadores informáticos, y les prometió que iban a presenciar un
acontecimiento «que solo tiene lugar una o dos veces en una década, un momento en el que se presenta una nueva
arquitectura que va a cambiar el rostro de la informática». Añadió que el software y el hardware del NeXT habían sido
diseñados después de tres años de consultas con universidades de todo el país. «Lo que observamos es que los centros
de educación superior quieren ordenadores centrales, pero también personales».
Como de costumbre, se oyeron varios superlativos. Jobs afirmó que el producto era «increíble, lo mejor que podíamos
haber imaginado». Alabó incluso la bel eza de
las partes que no estaban a la vista. Mientras sostenía en equilibrio sobre las puntas de los dedos la placa base cuadrada
que iba a ir instalada en el cubo, comentó entusiasmado: «Espero que tengáis la oportunidad de echarle un vistazo a esto
más tarde. Es el circuito impreso más hermoso que he visto en mi vida». A continuación, Jobs les enseñó como el
ordenador podía pronunciar discursos —mostró el célebre discurso de Martin Luther King que comienza con «Tengo un
sueño» y aquel en el que Kennedy pronunciaba la frase: «No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros.
Preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país»— y enviar correos electrónicos con archivos de audio adjuntos. Se
inclinó sobre el micrófono del ordenador para grabar un discurso propio: «Hola, soy Steve y estoy enviando este mensaje
en un día histórico». Entonces le pidió al público que le añadiera «unos cuantos aplausos» al mensaje, y así lo hizo.
Una de las filosofías de gestión de Jobs era que resultaba crucial, de vez en cuando, tirar el dado y «apostarse la empresa»
en alguna idea o tecnología nueva. En la presentación del NeXT lo demostró con un envite que, según se comprobó
después, no resultó ser muy inteligente: incluir un disco óptico de lectura y escritura de alta capacidad (aunque lento) y no
añadir una unidad de disquetes como refuerzo. «Hace dos años tomamos una decisión —anunció—. Vimos una tecnología
nueva y decidimos arriesgar nuestra empresa».
A continuación se centró en una característica que resultó ser más profética. «Lo que hemos hecho aquí es crear los
primeros libros digitales auténticos —aseguró,
señalando la inclusión de la edición de Oxford de las obras de Shakespeare, entre otras—. No ha habido un avance así en
la evolución tecnológica de los libros impresos desde Gutenberg».
125
En ocasiones, Jobs podía ser cómicamente consciente de su propia situación, y utilizó la presentación del libro electrónico
para burlarse de sí mismo. «Una palabra que en ocasiones se utiliza para describirme es “voluble”», comentó, y a
continuación hizo una pausa. El público rió con complicidad, especialmente los que estaban sentados en las primeras filas, l
enas de empleados de NeXT y de antiguos miembros del equipo del Macintosh. A continuación buscó la palabra en el
diccionario del ordenador y leyó la primera definición: «Que fácilmente puede volverse alrededor». Siguió buscando y dijo:
«Creo que se refieren a la tercera definición: “Caracterizado por cambios de humor impredecibles”. —Se oyeron algunas
risas más—. Si seguimos bajando hasta l egar al tesauro, no obstante, podemos observar que uno de sus antónimos es
“saturnino”. ¿Y eso qué es? Basta con hacer doble clic sobre la palabra y podemos encontrarla inmediatamente en el
diccionario, aquí está: “De humor frío y constante. Que actúa o cambia con lentitud. De disposición sombría u hosca”. —En
su rostro apareció una sonrisil a mientras esperaba las carcajadas del público
—. Bueno —concluyó—, no creo que “voluble” esté tan mal al fin y al cabo». Tras los aplausos, utilizó el libro de citas para
presentar un argumento más sutil acerca de su campo de distorsión de la realidad. La cita que eligió estaba sacada de A
través del espejo, de Lewis Carrol . Cuando Alicia se lamenta al ver que, por más que lo intente, no consigue creer en
cosas imposibles, la Reina Blanca replica: «Bueno, yo a veces he creído hasta seis cosas imposibles antes siquiera del
desayuno». Se oyó una oleada de risotadas cómplices, especialmente en las primeras filas del auditorio.
Todo aquel entusiasmo servía para endulzar, o al menos para distraer, la atención de las malas noticias. Cuando l egó la
hora de anunciar el precio de la nueva máquina, Jobs hizo algo que se convertiría en una costumbre a lo largo de sus
presentaciones de productos: enumeraba todas las características, las describía como elementos cuyo valor intrínseco era
de «miles y miles de dólares», y conseguía así que el público imaginase lo prohibitivo que iba a resultar. Entonces anunció
cuán caro iba a ser en realidad: «Vamos a fijar para los centros de educación superior un precio fijo y único de 6.500
dólares». Se oyeron algunos aplausos aislados de los seguidores más fieles, pero su comité de asesores académicos había
estado presionando para que el precio se mantuviera entre los 2.000 y los 3.000 dólares, y pensaron que Jobs había
accedido a el o. Algunos quedaron horrorizados, y más todavía cuando descubrieron que la impresora, un elemento
opcional, iba a costar otros 2.000 dólares y que la lentitud del disco óptico hacía que fuera recomendable adquirir un disco
duro externo por valor de otros 2.500 dólares.
Aún les esperaba otra decepción que Jobs trató de disfrazar al final de su intervención: «A principios del año que viene
saldrá a la venta la versión 0.9, apta para
desarrol adores de software y usuarios especializados». Se oyeron algunas risil as nerviosas. Lo que estaba diciendo en
realidad era que la salida al mercado de la máquina final y su software —la conocida como versión 1.0— no tendría lugar a
principios de 1989. De hecho, ni siquiera estaba fijando una fecha determinada. Se limitó a sugerir que podría estar
acabado para el segundo trimestre de ese año. En el primer retiro de NeXT, celebrado a finales de 1985, se había negado a
ceder, a pesar de la insistencia de Joanna Hoffman, en su compromiso de tener la máquina lista para principios de 1987.
Ahora estaba claro que la salida al mercado tendría lugar con más de dos años de retraso.
El acto de presentación acabó con un tono más animado, literalmente. Jobs presentó ante el público a un violinista de la
Orquesta Sinfónica de San Francisco, que interpretó el Concierto para violín en la menor de Bach a dúo con el ordenador
NeXT instalado en el escenario. El precio y el retraso en los plazos de venta quedaron olvidados en medio del alboroto
subsiguiente. Cuando un periodista le preguntó inmediatamente después por qué iba a l egar la máquina con tanto retraso,
Jobs se jactó: «No l ega con retraso. Llega cinco años adelantada a su tiempo».
Jobs, en una práctica habitual en él, ofreció entrevistas «exclusivas» a algunas publicaciones consagradas a cambio de que
prometieran incluir la noticia en portada. En esta ocasión concedió una «exclusiva» de más, aunque no le ocasionó
demasiados problemas. Accedió a la petición de Katie Hafner, de Business Week , de entrevistarse en exclusiva con él
antes de la presentación. También l egó a acuerdos similares con Newsweek y con Fortune. Lo que no tuvo en cuenta es
que una de las principales redactoras de Fortune, Susan Fraker, estaba casada con Maynard Parker, redactor de
Newsweek. En medio de la reunión editorial de Fortune en la que todos hablaban entusiasmados acerca de aquel a
entrevista, Fraker intervino con timidez y mencionó que se había enterado de que a Newsweek también le había prometido
una exclusiva, y que se iba a publicar unos días antes que la de Fortune. Al final, como resultado, Jobs acabó apareciendo
esa semana en dos portadas de revista solamente. Newsweek utilizó el titular «Mr. Chips» y lo presentó inclinado sobre un
hermoso NeXT, al que proclamó «la máquina más apasionante de los últimos años». Business Week lo mostró con aspecto
angelical y vestido con traje oscuro, con las puntas de los dedos juntas como si fuera un predicador o un profesor. Sin
embargo, Hafner hizo una clara mención a la manipulación que había rodeado a su entrevista en exclusiva. «NeXT ha
separado cuidadosamente las entrevistas con su personal y sus proveedores, y las ha controlado con mirada censora —
escribió—. Esa estrategia ha dado resultado, pero a cambio de un precio: todas estas maniobras, implacables e
interesadas, muestran la imagen de Steve Jobs que tanto lo dañó cuando estaba en Apple. El rasgo más destacado de
Jobs es su necesidad de controlar todo lo que ocurre».
126
Cuando el entusiasmo se desvaneció, la reacción ante el ordenador NeXT enmudeció, especialmente en vista de que
todavía no se había comercializado. Bil Joy, el
irónico y bril ante científico jefe de la empresa rival Sun, lo l amó «el primer terminal de trabajo para yuppies», lo cual no era
exactamente un cumplido. Bil Gates, como era de esperar, siguió mostrándose abiertamente desdeñoso. «Para ser sincero,
me ha defraudado —le dijo al Wall Street Journal —. Años atrás, en 1981, todos quedamos entusiasmados con el
Macintosh cuando Steve nos lo mostró, porque cuando lo ponías al lado de cualquier otro ordenador, era diferente de
cualquier cosa que nadie hubiera visto antes». La máquina de NeXT no era así. «Si miramos las cosas con perspectiva, la
mayoría de las funciones del ordenador son totalmente triviales». Declaró que Microsoft se mantenía firme en su postura de
no crear software para el NeXT. Inmediatamente después del acto de presentación, Gates escribió un paródico correo
electrónico a sus empleados. «Todo atisbo de realidad ha quedado completamente suspendido», comenzaba. Cuando
piensa en aquel o, Gates se ríe y afirma que ese puede haber sido «el mejor mensaje que he escrito nunca».
Cuando el ordenador de NeXT se puso por fin en venta a mediados de 1989, la fábrica estaba preparada para producir
10.000 unidades al mes. Al final, las ventas rondaron las 400 unidades mensuales. Los hermosos robots de la fábrica, con
sus bel as capas de pintura, permanecían ociosos casi todo el tiempo, y NeXT seguía desangrándose económicamente.
127
19
Pixar
El encuentro entre la tecnología y el arte
EL DEPARTAMENTO DE INFORMÁTICA DE LUCASFILM
Durante el verano de 1985, durante la época en que Jobs estaba perdiendo el control sobre Apple, fue a dar un paseo con
Alan Kay, antiguo miembro del equipo del Xerox PARC y por aquel entonces socio de la empresa de la manzana. Kay sabía
de la posición de Jobs a medio camino entre la creatividad y la tecnología, así que le sugirió que fueran a visitar a un amigo
suyo, Ed Catmu l, que dirigía el departamento de informática en los estudios cinematográficos de George Lucas. Alquilaron
una limusina y legaron a Marin County, en los límites del Rancho Skywalker propiedad de Lucas, donde se encontraba la
sede del pequeño departamento de informática de Catmu l. «Me quedé anonadado, y a la vuelta traté de convencer a Scu
ley de que lo comprara para la compañía —recordaba Jobs—, pero la gente que dirigía Apple no estaba interesada, y en
cualquier caso parecían demasiado ocupados tratando de echarme».
El departamento de informática de Lucasfilm se componía de dos elementos fundamentales: por una parte, estaban desarro
lando un ordenador a medida que podía
digitalizar las secuencias rodadas e integrar en e las novedosos efectos especiales, y también contaban con un grupo de
animadores informáticos preparando cortometrajes, como por ejemplo Las aventuras de André y Wally B., que había
lanzado a la fama a su director, John Lasseter, cuando se proyectó en un festival en
1984. Lucas, que ya había completado la primera trilogía de La guerra de las galaxias, se ha laba inmerso en un divorcio
conflictivo y necesitaba liquidar aquel
departamento, así que le dijo a Catmu l que encontrara un comprador lo antes posible.
Después de que algunos candidatos se echaran atrás en el otoño de 1985, Catmu l y el otro cofundador, Alvy Ray Smith,
decidieron buscar inversores para poder comprar el departamento e los mismos, así que lamaron a Jobs, concertaron otra
reunión y acudieron a su casa de Woodside. Tras desahogarse un rato acerca de la perfidia e imbecilidad de Scu ley, Jobs
se ofreció a comprar todos los derechos de aque la división de Lucasfilm. Catmu l y Smith se resistieron. Querían un
inversor principal, no un nuevo propietario. Sin embargo, pronto quedó claro que podían legar a un término medio: Jobs
compraría una participación mayoritaria y actuaría como presidente, pero Catmu l y Smith serían los encargados de la
dirección.
«Quería comprarla porque estaba muy interesado en los gráficos por ordenador —recordó Jobs posteriormente—. Cuando
vi a los informáticos de Lucasfilm, me di cuenta de que estaban muy avanzados en su mezcla de arte y tecnología, algo que
siempre me ha lamado la atención». Jobs sabía que los ordenadores lograrían en pocos años volverse cien veces más
potentes, y creía que aque lo podría permitir enormes avances en el campo de la animación, con gráficos realistas en tres
dimensiones. «El grupo de Lucas se enfrentaba a problemas que requerían una enorme potencia de procesamiento, y me
di cuenta de que la evolución de la historia tendería a jugar en su favor. Me gustan ese tipo de tendencias».
Jobs se ofreció a pagarle a Lucas cinco mi lones de dólares y a invertir otros cinco mi lones para convertir el departamento
en una compañía independiente. Aque lo era mucho menos de lo que Lucas había estado pidiendo, pero Jobs legó en el
momento justo. Decidieron legar a un acuerdo. Al director financiero de Lucasfilm le pareció que Jobs era arrogante e
irritable, así que cuando legó la hora de reunir a todos los interesados, le dijo a Catmu l: «Tenemos que establecer una
jerarquía adecuada». El plan era reunir a todo el mundo en una sala con Jobs, y entonces el director financiero legaría algo
después para dejar claro que él era la persona encargada de dirigir la reunión. «Sin embargo, ocurrió algo curioso —
recordaba Catmu l—. La reunión comenzó a la hora prevista sin la presencia del director financiero y, para cuando este
entró en la sala, Steve ya se había hecho con el control de la situación».
Jobs solo se reunió en una ocasión con George Lucas, quien le advirtió de que la gente de aquel departamento estaba más
preocupada por crear películas de animación que por fabricar ordenadores. «Estos chicos están obsesionados con la
animación», le dijo Lucas. Según él mismo recordaba, «le avisé de que aquel era todo el plan de Ed y John. Creo que en el
fondo compró la empresa porque también era su plan».
Llegaron al acuerdo definitivo en enero de 1986. En él se especificaba que, a cambio de su inversión de diez mi lones de
dólares, Jobs sería el dueño del 70 % de la compañía, mientras que el resto de las participaciones se distribuían entre Ed
Catmu l, Alvy Ray Smith y los otros treinta y ocho empleados fundadores, incluida la recepcionista. El elemento de
hardware más importante de aquel departamento era un ordenador lamado «Pixar Image Computer», y la nueva empresa
tomó su nombre de él. El último punto que tuvieron que acordar fue el lugar de la firma: Jobs quería hacerlo en su despacho
128
de NeXT, y los trabajadores de Lucasfilm preferían que fuera en el rancho Skywalker. Al final legaron a una solución de
compromiso y se reunieron en un bufete de abogados de San Francisco.
Durante un tiempo, Jobs dejó que Catmu l y Smith dirigieran Pixar sin interferir demasiado. Aproximadamente cada mes
celebraban una reunión del consejo, normalmente en la sede de NeXT, donde Jobs se centraba principalmente en la
economía y la estrategia empresarial. Sin embargo, debido a su personalidad y a sus instintos controladores, Jobs pronto
se encontró desempeñando una función bastante más influyente, sin duda mucho más de lo que Catmu l y Smith habían
esperado. Presentó un torrente de ideas —algunas razonables, otras absurdas— sobre el potencial del hardware y del
software de Pixar. Además, en sus visitas ocasionales a las oficinas de Pixar, se convirtió en una presencia inspiradora.
«Yo me eduqué en la fe de la Iglesia baptista del Sur, y a lí celebrábamos reuniones evangelizadoras con predicadores
fascinantes aunque corruptos —afirmó Alvy Ray Smith—. Steve tiene la misma habilidad: el poder del habla y la red de
palabras que atrapan a la gente. Fuimos conscientes de e lo durante las reuniones del consejo, así que desarro lamos un
sistema de señales (rascarnos la nariz o tirarnos de una oreja) para indicar que alguien había quedado atrapado en el
campo de distorsión de Steve y necesitaba que lo devolvieran a la realidad».
Jobs siempre había apreciado la virtud de integrar el hardware y el software, que es lo que Pixar había hecho con su
ordenador principal y su software de generación de imágenes. De hecho, Pixar incluía un tercer elemento: también producía
contenidos muy interesantes, como películas de animación y gráficos animados. Los tres elementos se beneficiaron de la
combinación que Jobs ofrecía de creatividad artística y afición tecnológica. «La gente de Silicon Va ley no respeta en
realidad a los personajes creativos de Ho lywood, y en Ho lywood creen que los encargados de la tecnología son gente a la
que basta con contratar y a la que no necesitas ver —
declaró después Jobs—. Pixar era un lugar en el que se respetaban ambas culturas».
En un primer momento, se suponía que los ingresos iban a legar desde la sección de hardware. El ordenador que dio
nombre a la empresa, el Pixar Image Computer, se vendió por 125.000 dólares. Los principales clientes eran animadores y
diseñadores gráficos, pero la máquina encontró pronto su lugar en los mercados especializados de la industria médica (los
datos de las tomografías axiales computerizadas podían transformarse en imágenes tridimensionales) y de los servicios de
inteligencia (para crear imágenes a partir de los vuelos de reconocimiento y de los satélites). Debido a las ventas realizadas
a la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense, Jobs tuvo que conseguir un pase de seguridad, tarea que debió de
parecerle divertida al agente del FBI a quien le correspondió investigarlo. Hubo un punto, según cuenta un directivo de
Pixar, en que el investigador le pidió a Jobs que repasara las preguntas sobre el uso de drogas, y Jobs respondió con
sinceridad y sin tapujos. Utilizaba frases como «la última vez que consumí eso...», aunque a veces podía contestar que no,
que nunca había legado a probar una droga en particular. Jobs insistió en que Pixar construyera una versión más
económica del ordenador que pudiera venderse por unos 30.000 dólares. Insistió en que la diseñara Hartmut Esslinger, a
pesar de las protestas de Catmu l y Smith, motivadas por los honorarios del alemán. Acabó teniendo el mismo aspecto que
el ordenador original de Pixar,
un cubo con una muesca circular en el centro de una de las caras, pero también contaba con los finos surcos
característicos de Esslinger.
Jobs quería vender los ordenadores de Pixar al mercado de masas, así que hizo que el personal de Pixar abriera oficinas
de venta en algunas grandes ciudades —y aprobó el diseño de las mismas—, con la teoría de que la gente creativa pronto
descubriría todo tipo de usos para la máquina. «Me parece que los seres humanos son animales creativos capaces de
descubrir formas nuevas e inteligentes de utilizar una herramienta nunca imaginada por su inventor —declaró
posteriormente—. Pensé que eso es lo que ocurriría con el ordenador de Pixar, igual que había sucedido con el Mac». Sin
embargo, aque los aparatos nunca legaron a cosechar un gran éxito entre el público general. Costaban demasiado y no
había muchas aplicaciones escritas para e los.
Desde el punto de vista del software, Pixar contaba con un programa de renderizado lamado Reyes (un acrónimo de la
expresión en inglés «Crea todo lo que has visto jamás»), que generaba gráficos e imágenes en tres dimensiones. Después
de que Jobs se convirtiera en el presidente de la compañía, crearon un nuevo lenguaje y una nueva interfaz — lamados
RenderMan— que, según esperaban, se iba a convertir en un estándar para la creación de imágenes tridimensionales, de
la misma manera que el PostScript de Adobe había legado a ser el estándar de la impresión láser.
Al igual que con el hardware, Jobs decidió que debían tratar de encontrar un mercado amplio —en lugar de limitarse a un
nicho especializado— para el software que producían. Nunca le atrajo especialmente la idea de centrarse solo en los
sectores empresariales o de gama alta. «Se siente muy atraído por los productos de masas — afirmó Pam Kerwin, que fue
directora de marketing en Pixar—. Tenía grandes propuestas sobre cómo hacer que RenderMan fuera apto para cualquier
usuario. Siempre estaba presentando ideas en las reuniones sobre cómo los consumidores de a pie podrían utilizarlo para
crear impresionantes gráficos tridimensionales e imágenes tan realistas como una fotografía». El equipo de Pixar trató de
disuadirlo con el argumento de que RenderMan no era tan senci lo de utilizar como, por ejemplo, el Excel o el Adobe I
129
lustrator. Entonces Jobs se acercó a una pizarra y les mostró cómo hacer que resultara más senci lo y cómodo de utilizar.
«De pronto todos estábamos asintiendo entusiasmados y diciendo: “¡Sí, sí, va a ser genial!” —comentó Kerwin—. Y
entonces se iba y nos quedábamos pensándolo un momento y decíamos: “¿Pero en qué demonios estaba pensando?”. Era
tan carismático que casi tenían que desprogramarte después de hablar con él». Por lo visto, el consumidor medio no se
moría de ganas de conseguir un programa tan caro que le permitiera crear imágenes tan realistas como fotografías.
RenderMan nunca legó a tener éxito.
Sin embargo, sí que había una compañía ansiosa por automatizar el proceso por el cual los dibujos de los animadores se
convierten en imágenes en color para
fotogramas en celuloide. Cuando Roy Disney encabezó una revolución en el consejo de administración de la compañía que
había fundado su tío Walt, el nuevo consejero delegado, Michael Eisner, le preguntó por la función que quería desempeñar
en la empresa. Disney aseguró que le gustaría resucitar el venerable aunque marchito departamento de animación. Una de
sus primeras iniciativas consistió en buscar la manera de informatizar el proceso, y Pixar ganó el contrato para e lo. Creó un
paquete de hardware y software a medida conocido como CAPS, formado a partir de las siglas en inglés de «Sistema de
Producción de Animación Informática». Se utilizó por primera vez en 1988 para la escena final de La Sirenita, en la que el
rey Tritón se despide de Ariel. Disney compró decenas de ordenadores a Pixar a medida que el CAPS se fue convirtiendo
en parte integral de su sistema de producción.
ANIMACIÓN
El apartado de animación digital de Pixar —el grupo que creó los pequeños cortometrajes animados— era en un primer
momento un proyecto secundario cuyo objetivo principal radicaba en demostrar el potencial del software y del hardware de
la compañía. Estaba dirigido por John Lasseter, un hombre de rostro y actitud angelicales que ocultaban un perfeccionismo
artístico a la altura del de Jobs. Lasseter, nacido en Ho lywood, adoraba desde niño los dibujos animados de los sábados
por la mañana. En su primer año de instituto escribió un informe sobre el libro El arte de la animación, una historia de los
Estudios Disney, y en ese momento se dio cuenta de lo que deseaba hacer el resto de su vida.
Cuando acabó el instituto, Lasseter se matriculó en el programa de animación del Instituto de Arte de California, fundado
por Walt Disney. Durante su tiempo libre y
en verano, investigaba en los archivos de Disney y trabajaba en Disneyland como guía en la atracción del crucero de la
selva. Esta última experiencia le enseñó la importancia de controlar los tiempos y el ritmo a la hora de contar una historia,
un concepto importante, pero difícil de controlar cuando se crean secuencias animadas, fotograma a fotograma. Ganó el
premio Oscar para estudiantes de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas por el cortometraje que realizó
en su penúltimo año de instituto, La dama y la lámpara, que demostraba lo mucho que le debía a largometrajes de Disney
como La dama y el vagabundo. En esa película, además, ya dejaba entrever su característico talento para dotar a objetos
inanimados, como las lámparas, de una personalidad humana. Tras graduarse, entró a trabajar en el puesto para el que
estaba destinado: animador en los Estudios Disney.
El único problema es que aque lo no funcionó. «Algunos de los chicos más jóvenes queríamos aportar al arte de la
animación la calidad de La guerra de las galaxias, pero no nos daban apenas libertad —recordaba Lasseter—. Aque lo me
desilusionó, después me vi involucrado en una disputa entre dos jefes, y el jefe de animación me despidió». Así pues, en
1984, Ed Catmu l y Alvy Ray Smith pudieron contratarlo para que trabajara en el estudio responsable de la calidad de La
guerra de las galaxias, Lucasfilm. No tenían muy claro que George Lucas, ya por entonces preocupado por el coste de su
departamento de informática, fuera a aprobar la contratación de un animador a tiempo completo, así que a Lasseter se le
dio el título de «diseñador de interfaz».
Cuando Jobs entró en escena, Lasseter y él comenzaron a compartir su pasión por el diseño gráfico. «Yo era el único
artista de Pixar, así que conecté con Steve por
su sentido del diseño», afirmó. Lasseter era un hombre sociable, alegre y cariñoso que vestía con floridas camisas
hawaianas, tenía el despacho abarrotado de juguetes de época y adoraba las hamburguesas con queso. Jobs era un
personaje irritable, vegetariano, delgado como un fideo y a quien le gustaban los entornos austeros y despejados. Sin
embargo, resultaron estar hechos el uno para el otro. Lasseter entraba en la categoría de los artistas, lo cual lo colocaba en
una posición ventajosa dentro del mundo de Jobs, poblado por héroes y capu los. Steve lo trataba con deferencia y estaba
realmente impresionado por su talento. Por su parte, Lasseter veía en Jobs un jefe que podía apreciar la calidad artística y
que sabía cómo combinarla con la tecnología y el sentido comercial. Y no se equivocaba en su valoración.
Jobs y Catmu l decidieron que, para demostrar el potencial de su software y su hardware, sería bueno que Lasseter
130
produjera otro cortometraje animado en 1986 para SIGGRAPH, el congreso anual de gráficos informáticos, donde Las
aventuras de André y Wally B. había causado sensación dos años antes. Por entonces, Lasseter estaba renderizando un
flexo de la marca Luxo que había en su mesa, y decidió convertirlo en un personaje animado lamado Luxo. El hijo pequeño
de un amigo suyo lo inspiró para crear a Luxo Jr., y le mostró algunos fotogramas de prueba a otro animador. Este le rogó
que, por favor, contara una historia completa con aque los personajes, y Lasseter dijo que solo estaba preparando un
cortometraje. Entonces el animador le recordó que una historia puede contarse en apenas unos segundos. Lasseter se
tomó a pecho aque la lección. Luxo Jr., que acabó teniendo una duración de poco más de dos minutos, contaba la historia
de un papá lámpara y un hijo lámpara que se van pasando una pelota hasta que esta explota, para disgusto del pequeño.
Jobs, entusiasmado, se tomó un respiro de las presiones en NeXT para viajar en avión con Lasseter hasta SIGGRAPH, que
se celebraba en Da las en el mes de agosto. «Hacía tanto calor y era tan bochornoso que cuando salimos al exterior el aire
nos golpeó como una raqueta de tenis», recordaba Lasseter. Había diez mil personas en aquel congreso, y a Jobs le
encantó. La creatividad artística lo lenaba de energía, especialmente cuando iba de la mano de la tecnología.
Había una larga cola para entrar en el auditorio en el que se proyectaban las películas, así que Jobs, poco dispuesto a
esperar su turno, engatusó a los a lí presentes
para pasar el primero. Luxo Jr. recibió una prolongada ovación con el público en pie y fue nombrada la mejor película. «¡Oh,
vaya! —exclamó Jobs al final—. Ya lo he pi lado, ya entiendo de qué va todo esto». Como él mismo explicó posteriormente,
«nuestra película era la única que tenía algo de arte, y no solo buena tecnología. La esencia de Pixar consistía en crear esa
combinación, igual que había hecho el Macintosh».
Luxo Jr. recibió una nominación para los Oscar, y Steve voló a Los Ángeles para asistir a la ceremonia. No ganó el premio,
pero Jobs se comprometió a producir nuevos cortometrajes animados todos los años, a pesar de que no había grandes
motivos empresariales para e lo. De hecho, cuando legaron épocas más duras para Pixar, Jobs era capaz de presidir, sin
piedad alguna, reuniones en las que se levaban a cabo brutales recortes de presupuesto. Entonces Lasseter le pedía que el
dinero que acababan de ahorrar se invirtiera en la siguiente película, y él accedía.
«TIN TOY»
No todas las relaciones de Jobs en Pixar fueron tan buenas. Su peor enfrentamiento tuvo lugar con el cofundador y
compañero de Catmu l, Alvy Ray Smith. Smith, criado en una familia baptista del norte rural de Texas, se convirtió en un
hippy de espíritu libre, además de en ingeniero de gráficos informáticos, con una gran complexión, una gran sonrisa y una
gran personalidad. Y, algunas veces, un ego a la altura de todo lo demás. «Alvy bri la con luz propia y con colores intensos,
tiene una risa agradable y toda una pandi la de admiradores en las conferencias —comentó Pam Kerwin—. Era probable
que una personalidad como la de Alvy irritara a Steve. Ambos son visionarios con gran energía y mucho ego. Alvy no
estaba tan dispuesto como Ed a hacer las paces y pasar por alto los desaires».
Smith veía a Jobs como alguien cuyo carisma y ego lo habían levado a abusar de su poder. «Era como uno de esos
telepredicadores —afirmó Smith—. Quería
controlar a la gente, pero yo no pensaba dejarme esclavizar por él, y por eso chocamos. A Ed se le daba mucho mejor
seguirle la corriente». En ocasiones, Jobs reforzaba su poder en una reunión haciendo alguna afirmación escandalosa o
directamente falsa al principio de la misma. A Smith le encantaba hacérselo notar: lo acompañaba de una gran carcajada y
después de una sonrisi la de suficiencia. Aque lo no le granjeó el cariño de Jobs.
Un día, durante una reunión del consejo, Jobs comenzó a regañar a Smith y a otros altos ejecutivos de Pixar porque las
placas base acabadas para la nueva versión
del Pixar Image Computer legaban con retraso. En aquel momento, NeXT también levaba mucho retraso en la finalización
de sus propias placas base, y Smith lo puso de manifiesto. «Eh, vosotros tenéis un retraso todavía mayor con vuestras
placas del NeXT, así que deja de presionarnos». Jobs se puso hecho una furia o, según las palabras de Smith, «perdió la
linealidad». Cuando Smith se sentía atacado o en medio de un enfrentamiento, tendía a recuperar su acento del sudoeste.
Jobs comenzó a parodiarlo con su estilo sarcástico. «Aque la era una táctica de matón de colegio, y exploté con todo lo que
tenía —recordaba Smith—. Antes de darme cuenta, estábamos encarados el uno con el otro, a escasos centímetros de
distancia, gritándonos sin parar».
Jobs era muy posesivo con el control de la pizarra durante las reuniones, así que el fornido Smith lo apartó de un empujón y
comenzó a escribir en e la. «¡No puedes hacer eso!», gritó Jobs. «¿Cómo? —respondió Smith— ¿Qué no puedo escribir en
tu pizarra? Y una mierda». En aquel momento, Jobs salió enfurecido de la sala.
Smith terminó dimitiendo para formar una nueva compañía que crease un software de dibujo digital y edición de imágenes.
131
Jobs le negó el permiso para utilizar
algunos de los códigos que había creado mientras trabajaba en Pixar, lo que inflamó aún más su enemistad. «Alvy acabó
por obtener lo que necesitaba —afirmó Catmu l—, pero estuvo muy estresado durante un año y contrajo una infección
pulmonar». Al final, todo salió bastante bien; Microsoft acabó comprando la empresa de Smith, lo que le confería la
distinción de haber creado una compañía vendida a Jobs y otra vendida a Gates.
Jobs, un hombre con malas pulgas incluso en sus mejores momentos, se volvió particularmente insufrible cuando quedó
claro que las tres vías de actuación de Pixar
—hardware, software y contenidos animados— estaban perdiendo dinero. «Tenía una serie de planes, y al final tuve que
seguir invirtiendo dinero», recordaba. Puso el grito en el cielo, pero después firmó el cheque. Lo habían despedido de Apple
y estaba al borde del desastre en NeXT; no podía permitirse un tercer fracaso.
Para recortar las pérdidas, ordenó una serie de despidos en todos los niveles de la planti la, y los levó a cabo con su
característico síndrome de deficiencia de
empatía. Tal y como lo describió Pam Kerwit, no tenía «la capacidad emocional ni económica para portarse como una
persona decente con aque los a quienes estaba despidiendo». Jobs insistió en que los despidos se levaran a cabo de
inmediato, sin indemnización alguna. Kerwin se levó a Jobs a dar un paseo por el aparcamiento y le rogó que los
empleados recibieran al menos un aviso con dos semanas de anticipación. «De acuerdo —respondió él—, pero el aviso es
retroactivo desde hace dos semanas». Catmu l se encontraba en Moscú, y Kerwin trató desesperadamente de contactar
con él por teléfono. Cuando regresó, apenas pudo organizar un exiguo plan de indemnizaciones y calmar un poco la
situación.
Hubo un momento en que el equipo de animación de Pixar estuvo tratando de convencer a Intel para que les dejara
producir algunos de sus anuncios, y Jobs se impacientó. Durante una reunión, en medio de una serie de reproches hacia el
director de marketing de Intel, Jobs cogió el teléfono y lamó directamente al consejero delegado, Andy Grove. Grove, que
sentía que debía ejercer el papel de mentor, trató de darle una lección a Jobs: apoyó a su director de marketing. «Me puse
de parte de mi empleado —recordó—. A Steve no le gusta que lo traten como a un mero proveedor».
Pixar consiguió crear algunos potentes productos de software dirigidos al gran público, o al menos a aque los usuarios que
compartían la pasión de Jobs por el diseño. Él todavía confiaba en que la capacidad de crear en casa imágenes
tridimensionales hiperrealistas pudiera convertirse en parte de la moda de la autoedición. El programa Showplace de Pixar,
por ejemplo, permitía a los usuarios cambiar las sombras de los objetos tridimensionales que creaban para poderlos
presentar desde varios ángulos con el sombreado adecuado. A Jobs le parecía una idea absolutamente genial, pero la
mayoría de los consumidores estaban dispuestos a vivir sin e la. Era uno de los casos en que sus pasiones lo levaron a
tomar decisiones equivocadas: el software contaba con tantas capacidades sorprendentes que carecía de la senci lez que
Jobs acostumbraba a exigir. Pixar no podía competir con Adobe, que estaba produciendo un software menos sofisticado,
pero también menos complejo y más económico.
Incluso mientras las líneas de productos de hardware y software de Pixar zozobraban, Jobs siguió protegiendo al grupo de
animación. Para él se habían convertido
en una pequeña isla de arte mágico que le ofrecía un enorme placer emocional, y estaba dispuesto a fomentarlo y apostar
por e los. En la primavera de 1988 andaban tan cortos de dinero que Jobs tuvo que convocar otra dolorosa reunión para
ordenar importantes recortes de gasto en todos los niveles. Cuando acabó, Lasseter y su equipo de animación estaban tan
asustados que dudaban de si pedirle a Jobs que autorizara la asignación de algo más de dinero para otro cortometraje. Al
final plantearon el tema y Jobs se quedó a lí sentado en silencio, con aire escéptico. Aque lo iba a requerir casi 300.000
dólares más de su bolsi lo. Tras unos instantes, preguntó si había algún guión preparado. Catmu l lo levó a las oficinas de
animación, y una vez que Lasseter comenzó con su demostración —presentando los guiones, simulando las voces,
mostrando su pasión por el producto—, Jobs comenzó a animarse. La historia giraba en torno a la pasión de Lasseter, los
juguetes clásicos. Estaba narrada desde la perspectiva de un hombre orquesta de hojalata lamado Tinny que conoce a un
bebé, el cual le cautiva y le horroriza al mismo tiempo. Tinny escapa y se esconde bajo el sofá, donde encuentra otros
juguetes asustados. Sin embargo, cuando el bebé se da un golpe en la cabeza, Tinny sale para animarlo.
Jobs les dijo que les dejaría el dinero. «Yo creía en lo que estaba haciendo John —declaró después—. Aque lo era arte.
Resultaba importante para él, y también para mí. Siempre le decía que sí». Su único comentario al final de la presentación
de Lasseter fue este: «Todo lo que te pido, John, es que hagas que sea genial».
El resultado, Tin Toy («Juguete de hojalata»), obtuvo el Oscar de 1988 al mejor cortometraje animado, y fue el primero
creado por ordenador en obtener el premio.
132
Para celebrarlo, Jobs se levó a Lasseter y su equipo a Greens, un restaurante vegetariano de San Francisco. Lasseter
cogió el Oscar, que se encontraba en el centro de la mesa, lo sostuvo en alto y pidió un brindis para Jobs diciendo: «Lo
único que pediste fue que hiciéramos una película genial».
El nuevo equipo de Disney —Michael Eisner como consejero delegado y Jeffrey Katzenberg en el departamento encargado
de las películas— comenzó una campaña para que Lasseter regresara a Disney. Les había gustado Tin Toy , y creían que
podía hacerse algo más con las historias animadas de juguetes que cobran vida y poseen emociones humanas. Sin
embargo, Lasseter, agradecido por la confianza que Jobs había depositado en él, sentía que Pixar era el único lugar donde
podía crear un nuevo mundo de animación generada por ordenador. Según le dijo a Catmu l: «Puedo irme a Disney y ser
un director, o puedo quedarme aquí y hacer historia». Así pues, Disney cambió de táctica y comenzó a tratar de legar a un
acuerdo de producción con Pixar. «Los cortometrajes de Lasseter eran realmente impresionantes, tanto por su narración
como por su uso de la tecnología —recordaba Katzenberg—. Traté con todas mis fuerzas de hacer que viniera a Disney,
pero se mantuvo leal a Steve y a Pixar, así que pensé: “Si no puedes vencerlos, únete a e los”. Decidimos buscar la forma
de asociarnos con Pixar y conseguir que creasen para nosotros una película sobre juguetes».
Por aquel entonces, Jobs ya había invertido cerca de 50 mi lones de su bolsi lo en Pixar —más de la mitad de lo que se
había embolsado al salir de Apple—, y
también seguía perdiendo en NeXT. Adoptó una postura dura al respecto; obligó a todos los empleados de Pixar a entregar
sus opciones sobre acciones como parte del acuerdo mediante el cual él inyectaría fondos propios en 1991. Sin embargo,
también tenía una vena romántica que adoraba lo que el arte y la tecnología podían conseguir juntos. Su fe en que los
usuarios de la ca le estarían encantados de poder realizar modelos en tres dimensiones con el software de Pixar resultó
equivocada, pero pronto se vio sustituida por un instinto que sí fue clarividente: pensaba que la combinación de la
tecnología digital con el buen arte podía transformar las películas de animación más que cualquier otro avance desde 1937,
cuando Walt Disney le había dado vida a Blancanieves.
Al reflexionar sobre el pasado, Jobs aseguró que, de haber sabido lo que iba a ocurrir, se habría centrado antes en la
animación, dejando de lado las aplicaciones de software o los diseños de hardware de la empresa. Pero, por otra parte, si
hubiera sabido que el hardware y el software de Pixar nunca legarían a ser rentables, no habría invertido en la compañía.
«La vida me puso en una posición comprometida en la que tuve que seguir aquel camino, y quizá haya sido mejor así».
133
20
Un tipo corriente
«Amor» solo es una palabra de cuatro letras
JOAN BAEZ
En 1982, cuando todavía trabajaba en el Macintosh, Jobs conoció a la célebre cantante folk Joan Baez a través de la
hermana de esta, Mimi Fariña, que presidía una organización benéfica cuyo objetivo era conseguir la donación de
ordenadores para las cárceles. Unas semanas más tarde, Baez y él comieron juntos en Cupertino.
«Yo no esperaba demasiado, pero resultó ser tremendamente inteligente y divertida», recordaba Jobs. Por aquel entonces,
Steve se acercaba al final de su relación con Barbara Jasinski, una hermosa mujer de ascendencia polinesia y polaca que
había trabajado a las órdenes de Regis McKenna. Los dos habían pasado las vacaciones en Hawai, compartieron una casa
en las montañas de Santa Cruz e incluso asistieron juntos a uno de los conciertos de Baez. A medida que se iba apagando
su relación con Jasinski, Jobs comenzó a compartir algo más serio con Baez. Él tenía veintisiete años y la cantante
cuarenta y uno, pero durante algunos años mantuvieron un romance. «Se transformó en una relación formal entre dos
amigos por accidente que se convirtieron en amantes», recordaba Jobs con un tono algo nostálgico.
Elizabeth Holmes, la amiga de Jobs en el Reed College, creía que una de las razones por las que salió con Baez —además
del hecho de que era hermosa y divertida y de que tenía gran talento— era que ella había sido una vez amante de Bob
Dylan. «A Steve le fascinaba aquella conexión con Dylan», afirmó posteriormente. Los dos músicos habían sido amantes a
principios de la década de los sesenta, y después de aquello, ya como amigos, fueron a giras juntos, incluida la Rolling
Thunder Revue de 1975 (Jobs se había hecho con copias pirata de aquellos conciertos).
Cuando conoció a Jobs, Baez tenía un hijo de catorce años llamado Gabriel, fruto de su matrimonio con el activista
antibélico David Harris. Durante la comida, le dijo a Jobs que estaba tratando de enseñarle mecanografía a Gabe. «¿Te
refieres a una máquina de escribir?», preguntó Jobs. Cuando ella contestó afirmativamente, él replicó: «Pero una máquina
de escribir es algo anticuado». «Si una máquina de escribir es anticuada, ¿entonces yo qué soy?», preguntó ella. Se
produjo un silencio incómodo. Tal y como Baez me contó después, «en cuanto lo dije, me di cuenta de que la respuesta era
muy obvia. La pregunta se quedó allí, colgando en el aire. Yo estaba horrorizada».
Para gran sorpresa del equipo del Macintosh, Jobs irrumpió un día en el despacho junto con Baez y le mostró el prototipo
del ordenador. Quedaron anonadados al ver que le enseñaba la máquina a alguien ajeno a la empresa, dada su obsesión
por el secretismo, pero estaban todavía más atónitos por encontrarse en presencia de Joan Baez. Jobs le regaló un Apple II
a Gabe y después un Macintosh a Baez, y los visitaba a menudo para mostrarles sus programas preferidos. «Era dulce y
paciente, pero también tenía un conocimiento tan profundo que a veces le costaba enseñarme lo que sabía», recordaba
ella.
Él era multimillonario desde hacía muy poco tiempo y ella una mujer de fama mundial, pero dulcemente sensata y no tan
acaudalada. Baez no sabía por aquel entonces qué hacer con él, y todavía se mostraría desconcertada al hablar de Jobs
treinta años más tarde. Durante una cena, al principio de su relación, Jobs empezó a hablar de Ralph Lauren y su tienda de
polo, que ella reconoció que nunca había visitado. «Tienen un vestido rojo precioso allí que te quedaría perfecto», aseguró,
y entonces la llevó a la tienda en el centro comercial de Stanford. Baez recordaba: «Pensé para mí: “Fantástico, qué
pasada, estoy con uno de los hombres más ricos del mundo y él quiere regalarme un vestido maravilloso”». Cuando
llegaron a la tienda, Jobs se compró unas cuantas camisas, le enseñó el vestido rojo y afirmó que estaría increíble con él.
Ella se mostró de acuerdo. «Deberías comprártelo», le dijo. Ella se quedó algo sorprendida, y respondió que en realidad no
podía permitírselo. Él no contestó nada y se fueron. «¿Tú no pensarías, si alguien te hubiera estado diciendo esas cosas
toda la tarde, que te lo iba a comprar? —me preguntó, y parecía sinceramente confusa por aquel incidente—. El misterio del
vestido rojo queda en tus manos. Yo me sentí muy extraña a raíz de aquello». Jobs podía regalarle ordenadores, pero no
un vestido, y cuando le llevaba flores, se aseguraba de informarle de que habían sobrado de alguna celebración en el
despacho. «Era romántico y a la vez temía ser romántico», comentaba ella.
Cuando Steve trabajaba en el ordenador de NeXT, fue a casa de Baez en Woodside para mostrarle lo buenas que eran sus
aplicaciones de música. «Hizo que el ordenador interpretara un cuarteto de Brahms, y me dijo que llegaría un punto en el
que los ordenadores sonarían mejor que los humanos tocando un instrumento, e incluso conseguirían mejorar la
interpretación y las cadencias —recordaba Baez. A ella le daba náuseas aquella idea—. Él iba animándose cada vez más
hasta el éxtasis, mientras yo me agarrotaba de rabia pensando: “¿Cómo puedes denigrar así la música?”».
Jobs acudía a Debi Coleman y Joanna Hoffman como confidentes acerca de su relación con Baez, y se preocupaba por si
podría casarse con alguien que tenía un hijo adolescente y probablemente ya no quisiera tener más hijos. «Había veces en
134
que la menospreciaba por ser una mera cantante de “temas controvertidos” y no una auténtica cantante “política” como
Dylan —comentó Hoffman—. Ella era una mujer fuerte, y él quería demostrar que controlaba la situación. Además, Jobs
siempre decía que quería formar una familia, y sabía que con ella no podría hacerlo».
Y así, después de unos tres años, acabaron su romance y pasaron a ser simplemente amigos. «Pensé que estaba
enamorado de ella, pero en realidad solamente me gustaba mucho —afirmó él posteriormente—. No estábamos destinados
a permanecer juntos. Yo quería tener hijos, y ella ya no quería ninguno más». En sus memorias de 1989, Baez habla
acerca de la ruptura con su esposo y de por qué nunca volvió a casarse. «Estaba mejor sola, que es como he estado desde
entonces, con interrupciones ocasionales que no han sido demasiado serias», escribió. Sí que añadió un simpático
agradecimiento al final del libro para «Steve Jobs, por obligarme a utilizar un procesador de textos al instalar uno en mi
cocina».
EN BUSCA DE JOANNE Y MONA
Cuando Jobs tenía treinta y un años, y al siguiente de su salida de Apple, su madre, Clara, que era fumadora, se vio
afectada por un cáncer de pulmón. Él pasó mucho tiempo junto a su cama, hablándole con una intensidad pocas veces
mostrada en el pasado y planteando algunas preguntas que se había abstenido de sacar a la luz anteriormente. «Cuando
papá y tú os casasteis, ¿tú eras virgen?», le preguntó. A ella le costaba hablar, pero forzó una sonrisa. En aquel momento
le contó que había estado casada anteriormente con un hombre que nunca regresó de la guerra. También le ofreció
algunos detalles de cómo ella y Paul Jobs habían llegado a adoptarlo.
En torno a aquella época, Jobs consiguió averiguar el paradero de la madre que lo había dado en adopción. La discreta
búsqueda de su madre biológica había comenzado a principios de la década de los ochenta, con la contratación de un
detective que no había logrado aportar ninguna información. Entonces Jobs advirtió el nombre de un médico de San
Francisco en su certificado de nacimiento. «Estaba en el listín telefónico, así que lo llamé», recordaba Jobs. El médico no
fue de ninguna ayuda. Dijo que todos sus registros se habían perdido durante un incendio. Aquello no era cierto. De hecho,
justo después de que Jobs le llamara, el médico redactó una carta, la metió en un sobre sellado y escribió en él: «Entregar
a Steve Jobs tras mi muerte». Cuando falleció, poco tiempo después, su viuda le envió la carta a Jobs. En ella, el médico
explicaba que su madre había sido una licenciada universitaria y soltera de Wisconsin llamada Joanne Schieble.
Necesitó algunos meses más y la labor de otro detective para hallar su paradero. Tras haberlo dado en adopción, Joanne
se había casado con su padre biológico,
Abdulfattah John Jandali, y la pareja había tenido una hija, llamada Mona. Jandali los abandonó cinco años más tarde, y
Joanne se casó con un pintoresco profesor de patinaje sobre hielo, George Simpson. Aquel matrimonio tampoco duró
mucho, y en 1970 ella comenzó un errático viaje que las llevó a ella y a Mona (las cuales utilizaban ahora el apellido
Simpson) hasta Los Ángeles.
Jobs se mostraba reticente a contarles a Paul y a Clara —a quienes consideraba sus auténticos padres— que había
emprendido la búsqueda de su madre biológica. Con una sensibilidad poco común en él, prueba del profundo afecto que
sentía por sus padres, le preocupaba que pudieran ofenderse. Así pues, no contactó con Joanne Simpson hasta después
de la muerte de Clara Jobs, a principios de 1986. «Yo nunca quise que sintieran que no los consideraba mis padres, porque
para mí lo eran al cien por cien —recordaba—. Los quería tanto que nunca quise que supieran nada de mis pesquisas, e
incluso hice que los periodistas lo mantuvieran en secreto si llegaban a enterarse». Tras la muerte de Clara, decidió
contárselo a Paul Jobs, quien se mostró perfectamente cómodo con la idea y aseguró que no le importaba en absoluto que
Steve se pusiera en contacto con su madre biológica.
Así pues, Jobs llamó un día a Joanne Simpson, le dijo quién era y se preparó para viajar a Los Ángeles y conocerla.
Posteriormente declaró que había actuado movido sobre todo por la curiosidad. «Creo que el entorno influye más que la
herencia a la hora de determinar tus rasgos, pero aun así siempre te preguntas un poco cuáles son tus raíces biológicas»,
dijo. También quería asegurarle a Joanne que lo que había hecho estaba bien. «Quería conocer a mi madre biológica
principalmente para ver si ella estaba bien y para darle las gracias, porque me alegro de que no abortara. Ella tenía
veintitrés años y tuvo que pasar por muchas dificultades para tenerme».
Joanne quedó embargada por la emoción cuando Jobs llegó a su casa de Los Ángeles. Sabía que él era rico y famoso,
pero no estaba exactamente segura de por qué. Comenzó inmediatamente a confesar todo lo que sentía. Dijo que la habían
presionado para que firmase los papeles de la adopción, y que solo lo hizo cuando le informaron de que él estaba feliz en la
casa de sus nuevos padres. Siempre lo había echado de menos, y sufrió por lo que había hecho. Se disculpó una y otra
135
vez, a pesar de que Jobs continuaba asegurándole que lo comprendía, que todo había salido bien.
Una vez calmada, le dijo a Jobs que tenía una hermana carnal, Mona Simpson, que por aquel entonces vivía en Manhattan
y aspiraba a convertirse en novelista. Nunca le había contado a Mona que tenía un hermano, y ese día le dio la noticia —o
al menos una parte— por teléfono. «Tienes un hermano, es maravilloso, es famoso, y voy a llevarlo a Nueva York para que
puedas conocerlo», anunció. Mona estaba a punto de acabar una novela sobre su madre y la peregrinación que ambas
habían hecho desde Wisconsin a Los Ángeles, titulada A cualquier otro lugar. Quienes hayan leído la novela no se
sorprenderán ante la forma algo extravagante que tuvo Joanna de darle a Mona la noticia sobre su hermano. Se negó a
decirle quién era, solo le contó que había sido pobre, se había vuelto rico, era guapo y famoso, tenía el pelo largo y negro, y
vivía en California. Por aquel entonces Mona trabajaba en The Paris Review, una revista literaria de George Plimpton
situada en la planta baja de su casa junto al río Este, en Manhattan. Sus compañeros de trabajo y ella comenzaron a jugar
a tratar de adivinar quién podía ser su hermano. ¿John Travolta? Aquella era una de las opciones favoritas de los
presentes. Otros actores también se nombraron como perspectivas interesantes. Hubo un momento en que alguien sugirió
que «a lo mejor era uno de esos tíos que habían fundado Apple Computer», pero nadie pudo recordar los nombres.
El encuentro tuvo lugar en el vestíbulo del hotel St. Regis. Joanne Simpson le presentó a Mona a su hermano, y sí que
resultó ser uno de esos tipos que habían
fundado Apple. «Se mostró muy directo y afable, como un chico dulce y normal», recordaba Mona. Se sentaron en unos
sofás del vestíbulo y estuvieron hablando unos minutos. Entonces él se llevó a su hermana a dar un largo paseo, los dos
solos. Jobs estaba encantado por haber descubierto que tenía una hermana tan parecida. Ambos hacían gala de una
enorme pasión por lo artístico y gran capacidad de observación de aquello que los rodeaba, y eran sensibles pero a la vez
decididos. Cuando se fueron a cenar juntos, ambos señalaban los mismos detalles arquitectónicos u objetos interesantes y
los comentaban animadamente. «¡Mi hermana es escritora!», le anunció exultante a sus compañeros de Apple cuando se
enteró.
Cuando Plimptom organizó una fiesta por la publicación de A cualquier otro lugar a finales de 1986, Jobs voló a Nueva York
para acompañar a Mona. Su relación se volvió cada vez más cercana, aunque su amistad estaba sometida a las complejas
restricciones que eran de esperar, habida cuenta de quiénes eran y de cómo se habían conocido. «Al principio, a Mona no
le entusiasmaba demasiado que yo entrara en su vida y que su madre se mostrara tan emotiva y afectuosa conmigo
—comentó Jobs después—. Cuando llegamos a conocernos mejor, nos hicimos muy buenos amigos, y ella es parte de mi
familia. No sé qué haría sin ella. No puedo
imaginarme una hermana mejor. Mi hermana adoptiva, Patty, y yo nunca tuvimos una relación tan estrecha». Asimismo,
Mona desarrolló un gran afecto por él, y en ocasiones podía mostrarse muy protectora, aunque después escribió una tensa
novela sobre él, A Regular Guy («Un tipo cualquiera»), en la que describe sus rarezas con inquietante precisión.
Uno de los pocos temas sobre los que discutían era la forma de vestir de Mona. Él la acusaba de vestir como una novelista
en apuros y la reñía por no llevar ropa
«lo suficientemente atractiva». Hubo un momento en que sus comentarios le molestaron tanto que le escribió una carta.
«Soy una joven escritora y esta es mi vida, y tampoco es que esté tratando de ser modelo», afirmaba. Él no contestó, pero
poco después llegó a su casa una caja de la tienda de Issey Miyake, el diseñador de moda japonés cuyo estilo de corte
tecnológico era uno de los favoritos de Jobs. «Se había ido de compras por mí —afirmó ella después— y había elegido
cosas
estupendas, exactamente de mi talla y con colores muy favorecedores». Había un traje de chaqueta y pantalón que le había
gustado especialmente, y el envío incluía tres modelos idénticos. «Todavía recuerdo los primeros trajes que le envié a
Mona —comentó él—. Tenían pantalones de lino y la parte de arriba con un verde grisáceo pálido que combinaba muy bien
con su pelo rojizo».
EL PADRE PERDIDO
Mona Simpson, mientras tanto, había estado tratando de localizar a su padre, que se había ido de casa cuando ella tenía
cinco años. A través de Ken Auletta y Nick Pileggi, destacados escritores de Manhattan, conoció a un policía retirado de
Nueva York que había fundado su propia agencia de detectives. «Le pagué con el poco dinero que tenía», recordaba
Simpson, pero la búsqueda resultó infructuosa. Entonces conoció a otro detective privado en California que logró encontrar
la dirección de un Abdulfattah Jandali en Sacramento a través de una búsqueda en el Departamento de Tráfico. Simpson se
lo dijo a su hermano y tomó un vuelo desde Nueva York para ver al hombre que, supuestamente, era su padre.
Jobs no estaba interesado en conocerlo. «No me trató bien —explicó posteriormente—. No es que tenga nada en su contra,
136
estoy contento de estar vivo. Pero lo que más me molesta es que no tratara bien a Mona. La abandonó». El propio Jobs
había abandonado a Lisa, su hija ilegítima, y ahora estaba tratando de recuperar esa relación, pero la complejidad del
asunto no dulcificó sus sentimientos por Jandali. Simpson fue sola a Sacramento.
«El encuentro fue muy intenso», recordaba ella. Encontró a su padre trabajando en un pequeño restaurante. Parecía
contento de verla, aunque extrañamente pasivo
ante toda la situación. Hablaron durante algunas horas y él le contó que, después de irse de Wisconsin, había abandonado
la docencia y se había dedicado al negocio de los restaurantes. Estuvo casado brevemente por segunda vez, y después por
tercera vez durante más tiempo con una mujer mayor y adinerada, pero no había tenido más hijos.
Jobs le había pedido a Simpson que no mencionara su existencia, así que ella no lo hizo. Sin embargo hubo un momento
en que su padre mencionó, como de
pasada, que su madre y él habían tenido otro hijo, un chico, antes de que naciera ella. «¿Qué pasó con él?», preguntó
Simpson. Él contestó: «Nunca volveremos a ver a aquel bebé. Se nos ha ido para siempre». Ella se estremeció pero no dijo
nada.
Una revelación todavía más sorprendente tuvo lugar cuando Jandali estaba describiendo los restaurantes anteriores que
había regentado. Insistió en que algunos habían sido agradables, más elegantes que el tugurio de Sacramento en el que se
encontraban. Le dijo con algo de emoción que ojalá pudiera haberlo visto mientras dirigía un restaurante mediterráneo al
norte de San José. «Era un lugar maravilloso —comentó—. Todos los triunfadores del mundo de la tecnología solían venir
por allí. Incluso Steve Jobs». Simpson se mostró sorprendida. «Oh, sí, solía venir. Era un tipo muy agradable y dejaba
buenas propinas», añadió su padre. Mona logró contenerse y no gritar: «¡Steve Jobs es tu hijo!».
Cuando la visita llegó a su fin, Simpson llamó a escondidas a su hermano desde el teléfono del restaurante y quedó en
encontrarse con él en la cafetería Expresso Roma de Berkeley. Para sumarle emoción a aquel drama personal y familiar,
Jobs llevó consigo a Lisa, que por aquel entonces ya estudiaba en la escuela primaria y vivía con su madre, Chrisann.
Cuando llegaron todos a la cafetería eran casi las diez de la noche, y Simpson le contó toda la historia. Jobs quedó
comprensiblemente atónito cuando ella mencionó el restaurante junto a San José. Él recordaba haber estado allí e incluso
haber conocido al hombre que era su padre biológico. «Era increíble —aseguró después con respecto a aquella
revelación—. Yo había ido a aquel restaurante algunas veces, y recuerdo que me presentaron al dueño. Era sirio. Nos
estrechamos la mano».
Jobs, sin embargo, todavía no tenía la intención de verlo. «Yo era por aquel entonces un hombre rico, y no me fiaba; tal vez
tratara de chantajearme o contarle la historia a la prensa —recordaba—. Le pedí a Mona que no le hablara de mí».
Mona Simpson nunca lo hizo, pero años más tarde Jandali vio una mención a su relación con Jobs en internet (el autor de
un blog, advirtiendo que Simpson había
señalado a Jandali como su padre en una obra de referencia, supuso que también debía de ser el padre de Jobs). Por
aquel entonces, Jandali se había casado por cuarta vez y trabajaba como gerente de alimentos y bebidas en el centro de
vacaciones y casino Boomtown, justo al oeste de Reno, Nevada. Cuando llevó a su nueva esposa, Roscille, a visitar a
Simpson en 2006, planteó la cuestión. «¿Qué es esa historia de Steve Jobs?», preguntó. Ella confirmó el relato, pero
añadió que creía que Jobs no tenía interés en conocerlo. Jandali pareció aceptar aquello. «Mi padre es una persona
considerada y un gran narrador, pero también resulta extremadamente pasivo —afirmó Simpson—. Nunca volvió a
mencionarlo. Nunca se puso en contacto con Steve».
Simpson convirtió su búsqueda de Jandali en la base de su segunda novela, The Lost Father («El padre perdido»), que se
publicó en 1992. (Jobs convenció a Paul
Rand, el diseñador que había creado el logotipo de NeXT, para que realizara la portada, pero, según Simpson, «era
horrorosa y nunca llegamos a utilizarla».) También localizó a varios miembros de la familia Jandali en Homs y en Estados
Unidos, y en 2011 se encontraba escribiendo una novela sobre sus raíces sirias. El embajador sirio en Washington organizó
una cena para ella a la que asistieron un primo y su esposa, que por aquel entonces vivían en Florida y viajaron en avión
hasta allí para la ocasión.
Simpson pensaba que Jobs acabaría por encontrarse con Jandali, pero según pasaba el tiempo él mostraba cada vez
menos interés. Incluso en 2010, cuando Jobs y
su hijo Reed acudieron a la cena de cumpleaños de Simpson en su casa de Los Ángeles, el joven pasó tiempo mirando
fotografías de su abuelo biológico, pero Jobs las ignoró. Tampoco llegó a importarle su ascendencia siria. Cuando salía
Oriente Próximo en alguna conversación, el tema no parecía atraerle especialmente o despertar en él sus opiniones
siempre vehementes, incluso después de que Siria se convirtiera en un foco de los levantamientos de la Primavera Árabe
de 2011. «No creo que nadie sepa realmente qué pintamos allí —declaró cuando le preguntaron si la Administración
Obama debería reforzar su intervención en Egipto, Libia y Siria—. Van a estar jodidos si lo hacen y van a estar jodidos si no
lo hacen».
137
Jobs, por otra parte, sí que mantuvo una amistosa relación con su madre biológica, Joanne Simpson. A lo largo de los años,
Mona y ella viajaban con frecuencia en avión para pasar la Navidad en casa de Jobs. Las visitas podían resultar muy
dulces, pero también emocionalmente agotadoras. Joanne a menudo lloraba a lágrima viva, le decía lo mucho que lo había
querido y se disculpaba por haberlo dado en adopción. Jobs siempre le aseguraba que todo había sido para bien. Tal y
como le
dijo durante unas Navidades, «no te preocupes, tuve una infancia estupenda. Al final he salido bien».
LISA
Lisa Brennan, por otra parte, no había tenido una gran infancia. Cuando era joven, su padre casi nunca iba a verla. «No
quería ser padre, así que no lo fui», afirmó después Jobs, con solo un ápice de remordimiento en la voz. Aun así, a veces
sentía la llamada de la paternidad. Un día, cuando Lisa tenía tres años, Jobs estaba conduciendo cerca de la casa que
había comprado para que Chrisann y la pequeña se instalaran en ella y decidió parar. Lisa no sabía quién era. Se sentó en
el umbral de la puerta, sin atreverse a entrar, y habló con Chrisann. La escena se repetía una o dos veces al año. Jobs se
presentaba sin avisar, hablaba un poco con Chrisann sobre las posibles escuelas para Lisa o algún otro asunto, y después
se marchaba en su Mercedes.
Sin embargo, en 1986, cuando Lisa cumplió los ocho años, las visitas comenzaron a producirse con mayor frecuencia. Jobs
ya no se encontraba inmerso en la
agotadora tarea de crear el Macintosh o en las subsiguientes luchas de poder con Sculley. Trabajaba en NeXT, un lugar
más tranquilo y agradable cuya sede se encontraba en Palo Alto, cerca de donde vivían Chrisann y Lisa. Además, para
cuando la pequeña llegó a su tercer y cuarto cursos, estaba claro que era una chica inteligente y con sentido artístico, que
ya había destacado a ojos de sus profesores por su habilidad con la escritura. Era una persona de fuerte carácter y llena de
vida, y tenía un poco de la actitud desafiante de su padre. También se le parecía un poco, con las cejas arqueadas y unos
rasgos angulosos que recordaban levemente a Oriente Próximo. Un día, para sorpresa de sus compañeros, Jobs la llevó a
su despacho. Mientras ella daba volteretas por los pasillos, iba gritando: «¡Mírame!».
Avie Tevanian, un ingeniero sociable y desgarbado de NeXT que se había hecho amigo de Jobs, recordaba que de vez en
cuando, cuando salían a cenar, se paraban en la casa de Chrisann para recoger a Lisa. «Era muy dulce con ella —
rememoró Tevanian—. Él era vegetariano y Chrisann también, pero ella no. A él le parecía bien. Le sugería que pidiera
pollo, y eso es lo que hacía».
Comer pollo se convirtió en un capricho que se permitía mientras se criaba entre dos padres vegetarianos con una afición
espiritual por los alimentos naturales.
«Comprábamos las verduras (la lechuga puntarella, la quinoa, los rábanos, la algarroba) en tiendas que olían a levadura,
donde las mujeres no se teñían el pelo — escribió Lisa posteriormente—. Sin embargo, a veces recibíamos productos de
importación. Alguna vez comprábamos un pollo especiado y picante de una tienda de delicatessen con hileras y más hileras
de pollos girando en sus espitas, y nos lo comíamos en el coche directamente con los dedos, sacándolo de su envoltorio de
aluminio». Su padre, cuyas fijaciones alimentarias variaban según sus fanáticos impulsos, era más quisquilloso con la
comida. Ella lo vio escupir un día una cucharada de sopa tras enterarse de que contenía mantequilla. Tras relajar un poco
aquellas dietas mientras se encontraba en Apple, volvió a convertirse en un vegano estricto. Incluso desde una edad
temprana, Lisa comenzó a darse cuenta de que sus obsesiones alimentarias reflejaban una filosofía de vida en la que el
ascetismo y el minimalismo podían despertar sensaciones nuevas. «Él creía que las mejores cosechas procedían de los
terrenos más áridos, que el placer surgía de la contención — señaló—. Conocía las ecuaciones que la mayoría de la gente
ignoraba: todo conduce a su contrario».
De manera similar, las ausencias y la frialdad de su padre hacían que los ocasionales momentos de ternura resultaran
mucho más gratificantes. «No vivía con él, pero a veces se pasaba por nuestra casa, y era como un dios que se apareciera
ante nosotros durante unos momentos mágicos o unas horas», recordaba. Lisa pronto se volvió lo suficientemente
interesante como para que él la acompañara a dar paseos. También recorrían en patines las tranquilas calles de Palo Alto,
y a menudo se detenían en las casas de Joanna Hoffman y Andy Hertzfeld. La primera vez que la llevó a ver a Hoffman, se
limitó a llamar a la puerta y anunciar: «Esta es Lisa». Hoffman comprendió la situación de inmediato. «Era obvio que se
trataba de su hija —me contó—. Nadie más podría tener esa mandíbula. Es típica». Hoffman, que había sufrido por no
haber conocido hasta los diez años a su padre divorciado, animó a Jobs a que fuera mejor padre. Él siguió su consejo, y
después se lo agradeció.
Una vez se llevó a Lisa en un viaje de negocios a Tokio, y allí se quedaron en el elegante y formal hotel Okura. En el fino
138
restaurante de sushi del sótano, Jobs pidió grandes bandejas de sushi de unagi, un plato de anguila que le encantaba hasta
el punto de saltarse su dieta vegetariana. Los trozos iban cubiertos con sal fina o con una ligera capa de salsa dulce, y Lisa
recordaba después cómo se disolvían en la boca, igual que lo hacía la distancia que los separaba. Según ella misma
escribió más tarde, «aquella era la primera vez que me sentía tan relajada y contenta a su lado, junto a aquellas bandejas
de comida. Aquel exceso, aquella permisividad y ternura tras las frías ensaladas significaban que se había abierto un
espacio hasta entonces inaccesible. Se mostraba menos rígido consigo mismo, incluso parecía humano bajo aquellos
grandes techos y con aquellas sillas diminutas, con la comida y conmigo».
Sin embargo, no todo era dulzura y resplandor. Jobs mostraba cambios de humor tan repentinos con Lisa como con casi
todos los demás. Era un ciclo recurrente de
afecto y abandono. Un día se mostraba risueño y al siguiente estaba frío o no se presentaba. «Ella siempre se sintió
insegura dentro de aquella relación —comentó Hertzfeld—. Fui a una de sus fiestas de cumpleaños, y se suponía que
Steve también iba a ir, pero llegó muy, muy tarde. Ella se puso extremadamente nerviosa y se mostró disgustada. Sin
embargo, cuando él apareció por fin, se le iluminó el rostro por completo».
Lisa aprendió también a mostrarse temperamental. A lo largo de los años, su relación fue como una montaña rusa, con
cada una de las etapas de distanciamiento prolongadas por culpa de su mutua testarudez. Tras una pelea podían pasar
meses sin hablarse. A ninguno de los dos se le daba bien dar el primer paso, disculparse o realizar el esfuerzo necesario
para recuperar la relación, incluso cuando él se enfrentaba a sus sucesivos problemas de salud. Un día, en el otoño de
2010, Jobs estaba conmigo, repasando con nostalgia una caja de viejas fotografías, y se detuvo en una en la que aparecía
visitando a Lisa cuando ella era pequeña. «Probablemente no estuve allí el tiempo suficiente», reconoció. Como llevaba en
ese momento todo un año sin hablar con ella, le pregunté si quizá querría intentar un acercamiento mediante una llamada o
un correo electrónico. Me miró con rostro inexpresivo durante un instante, y a continuación volvió a revisar otras fotografías.
EL ROMÁNTICO
Cuando se trataba de mujeres, Jobs podía ser romántico hasta el extremo. Tendía a enamorarse perdidamente, a compartir
con sus amigos todos los pormenores de la relación y a suspirar por sus amores en público cada vez que se veía apartado
de la novia que tuviera en aquel momento. En el verano de 1983 asistió a la celebración de una pequeña cena en Silicon
Valley con Joan Baez y se sentó junto a una estudiante de la Universidad de Pensilvania llamada Jennifer Egan, que no
estaba del todo segura de quién era él. Por aquel entonces, Baez y Jobs se habían dado cuenta de que no estaban
destinados a estar juntos para siempre, y él quedó fascinado por Egan, que trabajaba en un semanario de San Francisco
durante las vacaciones de verano. Averiguó su teléfono, la llamó y la llevó al Café Jacqueline, un pequeño restaurante junto
a Telegraph Hill especializado en suflés vegetarianos.
Estuvieron saliendo durante un año, y Jobs tomaba a menudo vuelos para ir a visitarla a la Costa Este. Durante una de las
conferencias de la convención de Macworld en Boston, declaró ante una gran concurrencia que estaba muy enamorado, y
que por eso necesitaba irse corriendo para coger un vuelo a Filadelfia y ver a su novia. Al público le divirtió mucho. Y
cuando visitaba Nueva York, ella se acercaba hasta allí en tren para quedarse con él en el Carlyle o en el apartamento de
Jay Chiat, en el Upper East Side. La pareja solía ir a comer al Café Luxembourg, visitaron (en repetidas ocasiones) el
apartamento de los edificios San Remo que él planeaba remodelar e iban al cine o (al menos en una ocasión) a la ópera.
Egan y él también hablaban por teléfono durante horas muchas noches. Un tema sobre el que discutían a menudo era la
creencia de Jobs, heredada de sus estudios sobre el budismo, de que era importante evitar sentirse demasiado ligado a los
objetos materiales. Le dijo a Egan que nuestros deseos de consumo son malsanos, y que para alcanzar la iluminación
hacía falta llevar una vida desapegada y alejada del materialismo. Incluso le envió una cinta de vídeo en la que Kobun
Chino, su maestro zen, hablaba de los problemas causados por nuestras ansias de obtener bienes materiales. Egan se
resistió. Le preguntó si no estaba contradiciendo aquella filosofía al fabricar ordenadores y otros productos que la gente
deseaba poseer. «A él le irritaba aquella dicotomía, y manteníamos acalorados debates al respecto», recordaría Egan.
Al final, el orgullo de Jobs por los objetos que creaba superó a su noción de que la gente debía evitar su deseo por tales
posesiones. Cuando el Macintosh salió a la
venta en enero de 1984, Egan se encontraba en el apartamento de su madre, en San Francisco, durante las vacaciones
navideñas de la universidad. Los invitados a la cena en casa de su madre quedaron atónitos cuando Steve Jobs —por
entonces de fama repentina y reciente— apareció en la puerta con un Macintosh recién empaquetado y entró en el
dormitorio de Egan para instalarlo.
Jobs le confió a Egan, igual que había hecho con algunos otros amigos, su premonición de que no tendría una vida larga, y
139
por eso se mostraba tan decidido e impaciente. «Sentía una especie de urgencia por todo lo que quería conseguir»,
comentó Egan después. La relación se enfrió en el otoño de 1984, cuando ella le dejó claro que todavía era demasiado
joven para pensar en casarse.
Poco después de aquello, a principios de 1985, justo cuando comenzaba a formarse en Apple todo el alboroto con Sculley,
Jobs se dirigía a una reunión cuando
reparó en un hombre que trabajaba para la Fundación Apple, que se ocupaba de suministrar ordenadores a organizaciones
sin ánimo de lucro. En el despacho de aquel hombre se encontraba una mujer esbelta y rubísima que combinaba un aire de
pureza natural propia del hippy con la sólida sensibilidad de una consultora informática. Se llamaba Tina Redse, y había
trabajado en la People’s Computer Company. «Era la mujer más guapa que había visto en mi vida», recordaba Jobs.
La llamó al día siguiente y le pidió que fuera a cenar con él. Ella le dijo que no, puesto que vivía con su novio. Unos días
más tarde, Jobs la llevó a dar un paseo por
un parque cercano y volvió a pedirle una cita, y en esta ocasión ella le dijo a su novio que quería ir. Era una mujer muy
sincera y abierta. Tras la cena, Tina se puso a llorar, porque sabía que su vida estaba a punto de verse perturbada. Y así
fue. A los pocos meses, se mudó a la mansión sin amueblar de Woodside. «Fue la primera persona de la que estuve
realmente enamorado —declaró Jobs después—. Teníamos una conexión muy profunda. No creo que nadie llegue nunca a
comprenderme mejor que ella».
Redse venía de una familia problemática, y Jobs compartió con ella su propio dolor por haber sido dado en adopción. «A
ambos nos habían hecho daño durante
nuestra infancia —recordaba Redse—. Él me dijo que los dos éramos unos inadaptados, y que por eso estábamos tan bien
juntos». Ambos eran muy apasionados y propensos a las muestras públicas de afecto. Las sesiones de besuqueos en el
vestíbulo de NeXT son muy recordadas por los empleados. También lo eran las peleas, que tenían lugar en los cines y
frente a los visitantes de Woodside. Aun así, él alababa constantemente la pureza y naturalidad de Redse. También le
atribuía todo tipo de virtudes espirituales. Como bien señaló la sensata Joanna Hoffman cuando habló del enamoramiento
de Jobs con aquella mujer de otro planeta, «Steve tenía una cierta tendencia a ver las vulnerabilidades y neurosis de la
gente y a convertirlas en atributos espirituales».
Durante la destitución de Jobs de Apple en 1985, Redse viajó con él a Europa, adonde Steve había ido a lamerse las
heridas. Mientras paseaban una tarde por un puente sobre el Sena, juguetearon con la idea —más romántica que seria—
de quedarse en Francia e instalarse allí, quizá de manera indefinida. Redse estaba dispuesta, pero Jobs no quería. Había
salido escaldado, pero todavía era ambicioso. «Soy un reflejo de lo que hago», le dijo. Ella recordó aquel momento en París
en un emotivo correo electrónico que le envió veinticinco años más tarde, después de que hubieran seguido caminos
separados, aunque manteniendo su conexión espiritual:
Nos encontrábamos sobre un puente parisino en el verano de 1985. El cielo estaba nublado. Nos inclinamos sobre la suave
barandilla de piedra y nos quedamos mirando como el agua verde pasaba bajo nosotros. Tu mundo se había partido y
después se detuvo, a la espera de volver a articularse en torno a lo que fuera que eligieras a continuación. Yo quería huir
de lo que nos había precedido. Traté de convencerte de que empezaras una nueva vida junto a mí en París, para que nos
desembarazáramos de quienes éramos antes y nos dejáramos arrastrar por algo nuevo. Yo quería que atravesáramos a
rastras el abismo negro de tu mundo destruido y surgiéramos, anónimos y nuevos, en unas vidas sin complicaciones en las
que yo pudiera prepararte sencillas cenas y pudiéramos estar juntos todos los días, como niños que juegan sin otro
propósito que el de jugar. Me gusta creer que lo meditaste antes de reír y contestar: «¿Y qué iba a hacer? A mí ya nadie me
va a dar trabajo». Me gusta creer que en ese momento de duda, antes de que nuestro audaz futuro nos reclamara,
compartimos juntos aquella posible vida hasta llegar a una pacífica vejez, con un montón de nietos a nuestro alrededor en
una granja del sur de Francia, mientras transcurrían los días calmados, cálidos y plenos como una hogaza de pan tierno,
con nuestro pequeño mundo lleno del aroma de la paciencia y la familiaridad.
La relación siguió adelante de forma irregular durante cinco años. Redse detestaba vivir en la casa apenas amueblada de
Woodside. Jobs había contratado a una pareja joven muy moderna, que había trabajado en Chez Panisse, como
administradores de la casa y cocineros vegetarianos, y le hacían sentirse como una intrusa. Algunas veces se marchaba a
su apartamento en Palo Alto, especialmente después de mantener alguna de sus apasionadas discusiones con Jobs. «La
desatención es una forma de abuso», garabateó en una ocasión en la pared que conducía desde la entrada a su dormitorio.
Estaba cautivada por él, pero también le frustraba lo poco atento que podía llegar a ser. Más tarde recordó lo
increíblemente doloroso que resultaba estar enamorada de alguien tan egocéntrico. Sentía que preocuparse
140
profundamente de alguien aparentemente incapaz de prestarte su atención era un tipo particular de infierno que no le
desearía a nadie.
Eran diferentes en muchísimos aspectos. «En la escala entre la amabilidad y la crueldad, se encuentran cerca de los polos
opuestos», afirmó Hertzfeld en una ocasión. La amabilidad de Redse se hacía notar en los gestos grandes y en los
pequeños. Siempre les daba limosna a los mendigos, participaba como voluntaria en la atención de pacientes con
enfermedades mentales (como su padre, convaleciente) y se aseguró de que Lisa —e incluso Chrisann— se sintieran
cómodas con ella. Fue la persona que más contribuyó a la hora de convencer a Jobs para que pasara más tiempo con Lisa.
Sin embargo, le faltaban la ambición o la determinación que él poseía. El aire etéreo que le hacía parecer tan espiritual a
ojos de Jobs también dificultaba que ambos sintonizaran. «Su relación era increíblemente tormentosa — comentó
Hertzfeld—. Debido a su diferente personalidad, se enzarzaban en montones y montones de peleas».
También mantenían una diferencia filosófica básica acerca de si los gustos estéticos eran algo fundamentalmente
individual, como defendía Redse, o si había una estética ideal y universal que la gente debía aprender, como pensaba
Jobs. Ella lo acusaba de estar demasiado influido por el movimiento Bauhaus. «Steve creía que nuestra misión era formar
el sentido estético de los demás, enseñarles qué debería gustarles —recordaba—. Yo no comparto esa perspectiva. Creo
que si escuchamos con atención, tanto dentro de nosotros mismos como al resto, somos capaces de permitir que las ideas
innatas y verdaderas que hay en nosotros salgan a la luz».
Cuando pasaban juntos largos períodos de tiempo, las cosas no funcionaban bien. Sin embargo, cuando estaban
separados, Jobs suspiraba de amor por ella. Al final, en el verano de 1989, él le pidió matrimonio. Redse no podía hacerlo.
Les dijo a sus amigos que algo así acabaría volviéndola loca. Se había criado en un hogar inestable, y su relación con Jobs
mostraba demasiadas similitudes. Añadió que eran polos opuestos que se atraían, pero que la combinación resultaba
demasiado explosiva. «Yo no podría haber sido una buena esposa para “Steve Jobs”, el icono —explicó posteriormente—.
Se me habría dado fatal en muchos sentidos. En lo relativo a nuestras interacciones personales, yo no podía tolerar su falta
de amabilidad. No quería herirlo, pero tampoco quería quedarme allí plantada y ver cómo hería a otras personas. Era una
tarea dolorosa y agotadora».
Después de la ruptura, Redse ayudó a fundar OpenMind, una red californiana de recursos sobre salud mental. Una vez leyó
en un manual de psiquiatría información acerca del trastorno narcisista de la personalidad y pensó que Jobs se adecuaba
perfectamente a la descripción. «Se ajustaba con tanta claridad y explicaba tantos conflictos a los que nos habíamos
enfrentado, que me di cuenta de que esperar que se volviera más agradable o menos egocéntrico era como esperar que un
ciego pudiera ver —afirmó—. También explicaba alguna de las elecciones que tomó con respecto a su hija Lisa por aquel
entonces. Creo que el problema es la empatía, el hecho de carecer de ella».
Posteriormente, Redse se casó, tuvo dos hijos y se divorció. De vez en cuando, Jobs suspiraba por su amor, incluso
estando felizmente casado. Y cuando comenzó
su batalla contra el cáncer, ella se puso de nuevo en contacto con él para ofrecerle su apoyo. Se volvía muy sensible
siempre que recordaba su relación con Jobs.
«Aunque nuestros valores estaban enfrentados y hacían imposible tener la relación que una vez habíamos deseado —me
dijo—, el amor y el cariño que sentí por él hace décadas han seguido vivos». Del mismo modo, Jobs comenzó de pronto a
llorar una tarde mientras estaba sentado en su salón recordando el tiempo pasado con ella. «Era una de las personas más
puras que he conocido —afirmó con las lágrimas resbalándole por las mejillas—. Había algo espiritual en ella y algo
espiritual en la conexión que compartíamos». Aseguró haber lamentado siempre su incapacidad para lograr que la relación
funcionase, y sabía que ella también lo sentía. Sin embargo, no estaba destinado a ocurrir, y así lo habían acordado los
dos.
LAURENE POWELL
A estas alturas, y basándose en los datos de su historial amoroso, una casamentera podría haber elaborado un retrato
robot de la mujer adecuada para Jobs. Inteligente pero sencilla. Suficientemente dura como para hacerle frente, pero
suficientemente zen como para elevarse por encima de la agitación de su vida. Con buena formación e independiente, pero
dispuesta a adaptarse a él y a la creación de una familia. Sensata, pero con un toque etéreo. Con sentido común suficiente
como para saber controlarlo, pero lo suficientemente segura de sí misma como para no necesitar hacerlo constantemente.
Y tampoco le vendría mal ser una rubia guapa y esbelta con sentido del humor a la que le gustara la comida vegetariana
orgánica. En octubre de 1989, después de la ruptura con Tina Redse, una mujer exactamente así entró en su vida.
Para ser más concretos, una mujer exactamente así entró en su aula. Jobs había accedido a impartir una charla como parte
141
de una serie de ponencias de expertos en la Facultad de Estudios Empresariales de Stanford un jueves por la tarde.
Laurene Powell era una estudiante recién llegada a la facultad, y un chico de su clase la invitó a asistir al acto. Llegaron
tarde y todos los asientos estaban ocupados, así que se aposentaron en el pasillo. Cuando un bedel les dijo que debían
moverse, Powell se llevó a su amigo a la primera fila y se instalaron en dos de los puestos reservados que había allí. Al
llegar, a Jobs le habían asignado el asiento contiguo al de ella. «Miré a mi derecha y me encontré con una chica muy
guapa, así que empezamos a hablar mientras yo esperaba a que me presentaran», recordaba Jobs. Estuvieron charlando
un poco, y Lauren bromeó asegurando que estaba allí sentada porque había ganado un sorteo. Dijo que su premio era que
él debía llevarla a cenar. «Era un tipo adorable», afirmó ella después.
Tras el discurso, Jobs se quedó al borde del escenario charlando con algunos estudiantes. Vio como Powell se iba,
regresaba hasta la muchedumbre y volvía a irse.
Salió corriendo tras ella, chocándose con el decano, que trataba de llamar su atención para hablar con él. Tras alcanzarla
en el aparcamiento, le dijo: «Perdona, pero
¿no habías dicho algo sobre una rifa que habías ganado en la que se supone que debo llevarte a cenar?». Ella se rió.
«¿Qué tal te va el sábado?», preguntó él. Ella accedió y le dio su número. Jobs se dirigió a su coche para conducir hasta la
bodega de Thomas Fogarty, en las montañas de Santa Cruz, sobre Woodside, donde el grupo encargado de las ventas a
centros educativos de NeXT estaba celebrando una cena. Entonces, de pronto, se detuvo y dio media vuelta. «Pensé:
“Vaya, prefiero cenar con ella antes que con el grupo de ventas”, así que volví a su coche y le pregunté qué le parecería ir a
cenar esa misma noche». Ella aceptó. Era una hermosa tarde de otoño, caminaron hasta Palo Alto y entraron en un original
restaurante vegetariano llamado St. Michael’s Alley. Al final se quedaron allí cuatro horas. «Hemos estado juntos desde
entonces», aseguró él.
Avie Tevanian se encontraba en el restaurante-bodega a la espera del resto del grupo de NeXT. «A veces no podías confiar
en que Steve acudiera a sus compromisos, pero cuando hablé con él me di cuenta de que le había surgido algo especial»,
comentó. En cuanto Powell llegó a casa, después de medianoche, llamó a
su mejor amiga, Kathryn (Kat) Smith, que se encontraba en Berkeley, y le dejó un mensaje en el contestador. «¡No te vas a
creer lo que me acaba de pasar! — anunciaba—. ¡No te vas a creer a quién he conocido!». Smith la llamó a la mañana
siguiente y escuchó su historia. «Habíamos oído hablar de Steve, y era una persona que nos interesaba porque éramos
estudiantes de empresariales», recordaba ella.
Andy Hertzfeld y algunos otros especularon más tarde sobre la posibilidad de que Powell hubiera estado urdiendo un plan
para encontrarse con Jobs. «Laurene es muy agradable, pero puede ser algo calculadora, y creo que Steve fue su objetivo
desde el principio —afirmó Hertzfeld—. Su compañera de piso en la universidad me dijo que Laurene tenía portadas de
revistas con la cara de Steve y había jurado que acabaría conociéndolo. Si fuera cierto que Steve fue manipulado, la cosa
tendría su gracia». Sin embargo, Powell insistió después en que aquel no había sido el caso. Solo acudió a la charla porque
su amigo quería ir, y no estaba muy segura ni de a quién iban a ver. «Sabía que Steve Jobs era el orador, pero el rostro en
el que pensaba era el de Bill Gates —recordaba—. Los tenía confundidos. Era el año 1989. Él trabajaba en NeXT, y
tampoco era para tanto la impresión que me causaba. No me entusiasmaba demasiado la idea de asistir, pero a mi amigo
sí, así que allá fuimos».
«Solo hay dos mujeres en mi vida de las que haya estado realmente enamorado: Tina y Laurene —confesó Jobs
después—. Creí que estaba enamorado de Joan
Baez, pero en realidad solo me gustaba mucho. Fueron únicamente Tina y después Laurene».
Laurene Powell, nacida en Nueva Jersey en 1963, había aprendido a ser autosuficiente desde una edad muy temprana. Su
padre era un piloto del Cuerpo de Marines de Estados Unidos que murió heroicamente cuando se estrelló en Santa Ana,
California. Había estado guiando a un avión averiado de forma que pudiera aterrizar, y cuando este golpeó al suyo, siguió
pilotando para evitar estrellarse contra un área residencial, en lugar de pulsar el botón de eyección y salvar su vida. El
segundo matrimonio de la madre de Laurene dio lugar a una situación familiar terrible, pero ella sentía que no podía
divorciarse porque no tenía medios para mantener a su gran familia. Durante diez años, Laurene y sus tres hermanos
tuvieron que sufrir en un hogar cargado de tensión y mantener un buen comportamiento mientras trataban de aislarse de
sus problemas. Ella lo logró. «La lección que aprendí estaba muy clara, y era que siempre quise ser autosuficiente —
afirmó—. Aquello me enorgullecía. Mi relación con el dinero es la de una herramienta que sirve para ser independiente,
pero no es algo que forme parte de quien soy».
Tras licenciarse en la Universidad de Pensilvania, trabajó en Goldman Sachs como estratega de inversiones de renta fija,
un puesto en el que manejaba enormes
142
sumas de dinero, que debía invertir por cuenta de la empresa. Jon Corzine, su jefe, trató de hacer que se quedara en
Goldman, pero ella decidió que el trabajo le resultaba poco edificante. «Podías llegar a tener un gran éxito —comentó—,
pero simplemente contribuías a la formación de capital». Así pues, después de tres años, dejó su trabajo y se fue a Italia, a
Florencia, donde vivió durante ocho meses antes de matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Stanford.
Después de la cena del jueves por la noche, aquel mismo sábado Powell invitó a Jobs a su apartamento de Palo Alto. Kat
Smith condujo desde Berkeley y fingió ser su compañera de piso para poderlo conocer también. Recordaba que la relación
se volvió muy apasionada. «Se andaban besuqueando todo el rato —comentó Smith
—. Él estaba cautivado por ella, y me llamaba para preguntarme: “¿Tú qué crees, le gusto?”. Y a mí me parecía una
situación muy extraña, con un personaje así de importante llamándome por teléfono».
Esa Nochevieja de 1989, los tres fueron a Chez Panisse, el célebre restaurante de Alice Waters en Berkeley. Les
acompañaba Lisa, la hija de Jobs, que tenía por aquel entonces once años. Algo ocurrido durante la cena hizo que Jobs y
Powell comenzaran a discutir. Abandonaron el restaurante por separado y Powell acabó pasando la noche en el
apartamento de Kat Smith. A las nueve de la mañana siguiente oyeron como llamaban a la puerta y Smith fue a abrir. Allí
estaba Jobs, aguantando bajo la lluvia mientras sujetaba unas flores silvestres que había recogido. «¿Puedo pasar para ver
a Laurene?», preguntó. Ella aún seguía dormida, y él entró en su habitación. Pasaron un par de horas, mientras Smith
esperaba en el salón, sin poder entrar a por su ropa. Al final optó por ponerse un abrigo encima del camisón y bajar a la
cafetería Pete’s Coffee a comer algo. Jobs no salió de allí hasta pasado el mediodía. «Kat, ¿puedes venir un momento? —
le preguntó. Todos se reunieron en el dormitorio—. Como sabes, el padre de Laurene murió y su madre no está aquí, y
dado que eres su mejor amiga, voy a preguntarte algo —anunció—. Me gustaría casarme con Laurene. ¿Querrás darme tu
bendición?».
Smith trepó a la cama y reflexionó un momento. «¿A ti te parece bien?», le preguntó a Powell. Cuando ella asintió, Smith
anunció: «Bueno, ahí tienes tu respuesta». Sin embargo, aquella no era una contestación definitiva. Jobs tenía tendencia a
concentrarse en algo con intensidad malsana durante un tiempo y entonces, de pronto,
desviaba su atención hacia otra cosa. En el trabajo se concentraba en lo que quería, cuando quería, y todos los demás
asuntos le resultaban indiferentes, independientemente del esfuerzo que hubieran puesto los demás por lograr que él se
involucrara. En su vida personal se comportaba de la misma forma. Había ocasiones en las que Powell y él realizaban
muestras públicas de afecto tan intensas que avergonzaban a quienes se encontraran en su presencia, incluidas Kat Smith
y la madre de Powell. Por las mañanas, en la mansión apenas amueblada de Woodside, él despertaba a Powell con la
canción a todo volumen «She Drives Me Crazy», de los Fine Young Cannibals. Sin embargo, en otras ocasiones la
ignoraba por completo. «Steve fluctuaba entre una intensa concentración en la que ella era el centro del universo y un
estado frío y distante centrado en su trabajo —afirmó Smith—. Tenía la capacidad de concentrarse como un rayo láser, y
cuando te apuntaba con él, podías deleitarte con la luz de su atención. Sin embargo, cuando se desviaba a cualquier otro
punto, te quedabas completamente a oscuras. Aquello le resultaba muy confuso a Laurene».
Una vez que ella aceptó la propuesta de matrimonio el primer día de 1990, él no volvió a mencionarlo durante varios meses.
Al final, Kat Smith se encaró con él mientras se sentaban al borde del arenero de un parque en Palo Alto. ¿Qué estaba
pasando? Jobs respondió que necesitaba sentirse seguro de que Laurene podía hacer frente a la vida que él llevaba y al
tipo de persona que era. En septiembre ella se hartó de esperar y se fue de casa. Al mes siguiente, Jobs le regaló un anillo
de compromiso con un diamante y ella regresó de nuevo.
En diciembre, Jobs llevó a Powell a su lugar de vacaciones favorito, Kona Village, en Hawai. Había comenzado a ir allí
nueve años antes, cuando, estresado por su trabajo en Apple, le había pedido a su ayudante que le eligiera un lugar al que
escapar. A primera vista, no le agradó el grupo de bungalows con techo de paja repartidos sobre una playa en la gran isla
de Hawai. Era un lugar de vacaciones familiar, con un comedor comunitario. Sin embargo, en cuestión de horas, había
comenzado a verlo como un paraíso. Había allí una sencillez y una belleza austera que lo conmovían, y regresaba a aquel
lugar siempre que podía. Disfrutó especialmente de estar allí ese diciembre junto a Powell. Su amor había madurado. En
Nochebuena le había vuelto a decir, con mayor formalidad aún, que quería casarse con ella. Pronto se sumó otro factor a la
toma de aquella decisión. Mientras se encontraban en Hawai, Powell se quedó embarazada. «Sabemos exactamente
dónde ocurrió», comentó después Jobs con una carcajada.
18 DE MARZO DE 1991: LA BODA
El embarazo de Powell no puso punto final al asunto. Jobs comenzó de nuevo a mostrarse reacio ante la idea del
matrimonio, a pesar de que se había declarado en dos ocasiones con gran teatralidad, tanto al principio como al final del
143
año 1990. Ella, furiosa, se fue de casa de Jobs y regresó a su apartamento. Durante un tiempo, él se mostraba enfurruñado
o ignoraba la situación. Entonces, pensó que podía estar todavía enamorado de Tina Redse. Le envió rosas y trató de
convencerla para que volviera con él, puede que incluso para que se casaran. No estaba seguro de lo que quería, y
sorprendió a una gran cantidad de amigos e incluso de conocidos al consultarles qué debía hacer. Les preguntaba quién
era más guapa, ¿Tina o Laurene? ¿Cuál de las dos les gustaba más? ¿Con quién debería casarse? En un capítulo al
respecto en la novela de Mona Simpson A Regular Guy, el personaje de Jobs «le preguntó a más de cien personas quién
pensaban que era más guapa». Sin embargo, aquello no era ficción, aunque en realidad probablemente fueran menos de
cien.
Al final acabó adoptando la decisión correcta. Tal y como Redse ya les había dicho a sus amigos, ella no habría sobrevivido
en caso de volver con Jobs, y su matrimonio tampoco. Aunque él aún suspiraba por la naturaleza espiritual de su conexión
con Redse, mantenía una relación mucho más sólida con Powell. Le gustaba, la quería, la respetaba y se sentía cómodo
con ella. Quizá pensara que no era demasiado mística, pero representaba una base de sensatez sobre la que asentar su
vida. Muchas de las otras mujeres con las que había estado, empezando por Chrisann Brennan, tenían un gran
componente de debilidad emocional e inestabilidad, pero Powell no. «Tiene la mayor suerte del mundo por haber acabado
junto a Laurene; es lista y puede hacerle frente intelectualmente, controlar sus altibajos y su tempestuosa personalidad —
afirmó Joanna Hoffman—. Al no ser una neurótica, Steve puede pensar que no es tan mística como Tina o algo parecido,
pero eso es una tontería». Andy Hertzfeld estaba de acuerdo. «Laurene se parece mucho a Tina, pero es completamente
diferente porque es más dura y con un mayor blindaje. Por eso su matrimonio funciona».
Jobs era muy consciente de todo aquello. A pesar de su confusión sentimental, el matrimonio resultó duradero y estuvo
marcado por la lealtad y la fidelidad. Juntos lograron superar todos los contratiempos y las dificultades emocionales que
salieron a su paso.
Avie Tevanian pensó que Jobs necesitaba una despedida de soltero. Esta no era una empresa tan fácil como pudiera
parecer. A Jobs no le gustaba salir de fiesta y no contaba con una pandilla de amigos varones. Ni siquiera contaba con un
padrino. Así pues, la fiesta consistió simplemente en Tevanian y Richard Crandall, un profesor de informática de Reed que
había pedido una excedencia para trabajar en NeXT. Tevanian alquiló una limusina y, cuando llegaron a casa de Jobs,
Powell abrió la puerta vestida con un traje y adornada con un falso bigote, y les dijo que quería acompañarlos como uno
más de los chicos. Aquello solo era una broma, y al rato los tres solteros, ninguno de los cuales solía beber alcohol, se
dirigían a San Francisco para ver si podían organizar su propia versión edulcorada de una despedida de soltero.
Tevanian no había conseguido reservar mesa en Greens, el restaurante vegetariano situado en Fort Mason que le gustaba
a Jobs, así que se dirigieron a un elegante restaurante de un hotel. «No quiero comer aquí», anunció Jobs en cuanto les
pusieron el pan en la mesa. Los hizo levantarse y marcharse, ante el horror de Tevanian, que todavía no estaba
acostumbrado a los modales de Jobs en los restaurantes. Así pues, él los llevó al Café Jacqueline, en North Beach, el
restaurante especializado en suflés que tanto le gustaba, y que era de hecho una opción mejor. Posteriormente,
atravesaron el puente Golden Gate con la limusina hasta llegar a un bar de Sausalito, donde los tres pidieron chupitos de
tequila, pero solo les dieron pequeños sorbos. «No fue una despedida de soltero para tirar cohetes, la verdad, pero era lo
mejor que pudimos preparar para alguien como Steve, y nadie más se ofreció voluntario para ello», recordaba Tevanian.
Jobs apreció su esfuerzo. Dijo que quería que Tevanian se casara con su hermana, Mona Simpson. Aunque aquello no
llegó a fraguar, él lo interpretó como un símbolo de afecto.
Powell ya iba sobre aviso acerca de dónde iba a meterse. Mientras planeaba la boda, la persona que iba a diseñar la
caligrafía de las invitaciones llegó a casa para mostrarle algunas opciones. No había ningún mueble donde pudiera
sentarse, así que se instaló en el suelo y allí desplegó sus muestras. Jobs las miró durante unos instantes y entonces se
levantó y salió del salón. Esperaron a que regresara, pero no lo hizo. Pasado un rato, Powell fue a buscarlo a su habitación.
«Deshazte de ella
—le pidió—. No puedo seguir mirando esas porquerías. Son una mierda».
El 18 de marzo de 1991, Steven Paul Jobs, de treinta y seis años, se casó con Laurene Powell, de veintisiete, en el
pabellón Ahwahnee del Parque Nacional de Yosemite. Construido durante los años veinte, el Ahwahnee es una inmensa
mole de piedra, hormigón y madera diseñada con un estilo mezcla del art decó, el movimiento Arts and Crafts y la
predilección de los responsables del parque por las inmensas chimeneas de piedra. Sus mayores ventajas son las vistas.
144
Cuenta con ventanas que van del suelo al techo, desde las cuales se divisan el Medio Domo y las cataratas de Yosemite.
Acudieron unas cincuenta personas, incluidos el padre de Steve, Paul Jobs, y su hermana, Mona Simpson, que llegó
acompañada de su prometido, Richard Appel, un abogado más tarde convertido en escritor de comedia televisiva (como
guionista de Los Simpson, bautizó a la madre de Homer con el nombre de su esposa). Jobs insistió en que todos llegaran al
sitio a bordo de un autocar contratado por él; quería controlar todos los pormenores del acontecimiento.
La ceremonia se celebró en el solárium, en medio de una fuerte nevada y con el Glacier Point apenas visible en la lejanía.
La ofició el que había sido durante mucho tiempo maestro de soto zen de Jobs, Kobun Chino, quien agitó un palo, golpeó
un gong, encendió varillas de incienso y entonó un cántico entre dientes que resultó incomprensible para la mayoría de los
invitados. «Pensé que estaba borracho», comentó Tevanian. No lo estaba. La tarta de boda tenía la forma del Medio Domo,
la cima granítica situada en un extremo del valle de Yosemite, pero, como era estrictamente vegana —preparada sin
huevos, leche o cualquier alimento refinado—, buena parte de los invitados opinaron que resultaba incomestible.
Posteriormente todos fueron a hacer un poco de excursionismo, y los tres robustos hermanos de Powell se enzarzaron en
una batalla de bolas de nieve llena de placajes y alboroto. «Ya ves, Mona —le dijo Jobs a su hermana—, Laurene
desciende de Joe Namath, y nosotros de John Muir».
UN HOGAR FAMILIAR
Powell compartía el interés de su esposo por los productos naturales. Mientras se encontraba en la Facultad de Estudios
Empresariales había trabajado a tiempo parcial en Odwalla, la empresa fabricante de zumos, y allí colaboró en el desarrollo
del primer plan de marketing de esa marca. Tras casarse con Jobs pensó que era importante seguir con su vida profesional,
puesto que había aprendido de su madre la necesidad de ser autosuficiente. Así pues, fundó su propia compañía,
Terravera, que preparaba comida orgánica lista para su consumo y la distribuía por las tiendas de todo el norte de
California.
En lugar de instalarse en la aislada y algo inquietante mansión sin amueblar de Woodside, la pareja se mudó a una casita
sencilla y encantadora situada en la esquina de un barrio familiar de Palo Alto. Era un entorno ciertamente privilegiado —
entre sus vecinos estaban John Doerr, el visionario inversor de capital riesgo; Larry Page, el fundador de Google, y Mark
Zuckerberg, el fundador de Facebook, además de Andy Hertzfeld y Joanna Hoffman—, pero las viviendas no eran
ostentosas, y no había altos setos o largos caminos de entrada que ocultaran las casas. En vez de eso, se encontraban
cobijadas y alineadas en parcelas a lo largo de calles tranquilas y rectas flanqueadas por agradables aceras. «Queríamos
vivir en un barrio donde los niños pudieran ir caminando a ver a sus amigos», comentó Jobs en una ocasión.
La casa no tenía el estilo moderno y minimalista que Jobs habría elegido de haber construido la vivienda desde cero.
Tampoco era una gran mansión inconfundible que hiciera que la gente se parase a admirarla mientras conducía por esa
calle de Palo Alto. Había sido erigida en la década de los treinta por un arquitecto local llamado Carr Jones, especializado
en la construcción de detalladas viviendas con el estilo de cuento de hadas típico de algunas casitas de campo inglesas y
francesas.
La casa, de dos plantas, estaba hecha de ladrillo rojo y vigas de madera vistas, contaba con un tejado de líneas curvas y
recordaba a una clásica cabaña de campo
inglesa o quizá a la vivienda donde habría podido residir un hobbit acomodado. El único toque californiano eran los jardines
laterales característicos de la zona, inspirados en las misiones españolas. El salón, de dos plantas y con el techo
abovedado, era de estilo informal, con suelo de baldosas de terracota. En un extremo se encontraba una ventana triangular
acabada en punta en el techo. Los cristales eran de colores cuando Jobs compró la casa, como los de una capilla, pero él
los sustituyó por unos transparentes. La otra remodelación que Powell y él llevaron a cabo fue la de ampliar la cocina para
incluir un horno de leña para pizzas y espacio suficiente para una larga mesa de madera, que pasó a convertirse en el
punto de reunión principal de la familia. Se suponía que aquellas reformas iban a durar un total de cuatro meses, pero se
alargaron hasta los dieciséis, porque Jobs seguía modificando el diseño una y otra vez. También compraron la pequeña
casa situada en la parcela trasera y la echaron abajo para crear un patio, que Powell convirtió en un hermoso huerto natural
abarrotado de un sinfín de flores de temporada, además de verduras y hierbas aromáticas.
Jobs quedó fascinado ante la forma en que Carr Jones empleaba materiales viejos, como ladrillos usados y madera sacada
de postes telefónicos, para ofrecer una
estructura sencilla y sólida. Las vigas de la cocina habían sido utilizadas para los moldes de los cimientos de hormigón del
puente Golden Gate, que se estaba construyendo en la época en la que se erigió la casa. «Era un artesano cuidadoso y
autodidacta —comentó Jobs mientras señalaba diversos detalles—. Se preocupaba más por la innovación que por ganar
145
dinero, y no llegó a hacerse rico. Nunca había salido de California. Todas sus ideas provenían de los libros que leía en la
biblioteca y de la revista Architectural Digest».
Jobs nunca había llegado a amueblar su casa más allá de algunos elementos esenciales: un armario con cajones y un
colchón en su dormitorio, además de una
pequeña mesa y algunas sillas plegables en lo que habría sido el comedor. Quería rodearse únicamente de objetos que
pudiera admirar, y aquello hacía que resultara difícil salir a comprar muchos muebles. Ahora que vivía en una casa normal
con su esposa (y, en poco tiempo, con su hijo), tenía que realizar algunas concesiones por pura necesidad. Sin embargo, le
resultaba duro. Compraron camas y armarios, y un equipo de música para el salón, pero algunos elementos, como los
sofás, tardaron más en llegar. «Estuvimos hablando sobre hipotéticos muebles durante ocho años —recordaba Powell—.
Pasamos mucho tiempo preguntándonos: “¿Cuál es el propósito de un sofá?”». Comprar los electrodomésticos también era
una tarea filosófica y no un mero acto impulsivo. Años más tarde Jobs describió para la revista Wired el proceso que les
llevó a comprar una nueva lavadora:
Resulta que en Estados Unidos todas las lavadoras y secadoras están mal hechas. Los europeos las fabrican mucho
mejor... ¡pero tardan el doble con la ropa! Por lo visto la lavan con la cuarta parte de agua, y las prendas acaban con mucho
menos detergente, pero lo más importante es que no te destrozan la ropa. Utilizan mucho menos jabón y mucha menos
agua, pero las prendas salen mucho más limpias y suaves, y duran mucho más tiempo. Pasé bastante tiempo con mi
familia hablando acerca de cuál era el equilibrio al que queríamos llegar. Al final acabamos hablando mucho de diseño,
pero también de los valores de nuestra familia. ¿Qué nos importaba más? ¿Que la colada estuviera lista en una hora en
lugar de en una hora y media? ¿Que las prendas quedaran muy suaves y durasen más? ¿Nos preocupábamos por utilizar
solo la cuarta parte del agua? Pasamos unas dos semanas hablando de estos temas todas las noches en la mesa del
comedor.
Al final acabaron por comprar una lavadora y una secadora de Miele, fabricadas en Alemania. «Aquellos electrodomésticos
me han hecho más ilusión que cualquier otro utensilio de alta tecnología en años», aseguró Jobs.
La única obra de arte que Jobs compró para el salón de techo abovedado era una impresión de una fotografía de Ansel
Adams que representaba un amanecer
invernal en la cordillera estadounidense de Sierra Nevada, tomada desde Lone Pine, en California. Adams había creado
aquel inmenso mural para su propia hija, pero posteriormente lo puso en venta. En cierta ocasión la encargada de la
limpieza en casa de Jobs la frotó con un paño húmedo, y Jobs localizó a una persona que había trabajado con Adams para
que fuera a la casa, le retirara una capa y la restaurara.
La casa era tan sencilla que Bill Gates quedó algo desconcertado cuando fue a visitarlo con su esposa. «¿Aquí vivís todos
vosotros?», preguntó Gates, que en aquel momento se encontraba en medio del proceso de comprar una mansión de más
de seis mil metros cuadrados cerca de Seattle. Incluso tras regresar a Apple y convertirse en un multimillonario de
renombre mundial, Jobs nunca tuvo un equipo de seguridad o criados internos, e incluso dejaba durante el día abierta la
puerta trasera de su casa.
Desgraciadamente, su único problema de seguridad vino de la mano de Burrell Smith, el ingeniero de software del
Macintosh de rostro angelical y cabello ensortijado que había sido compañero de Andy Hertzfeld. Tras marcharse de Apple,
Smith cayó en un trastorno bipolar maniacodepresivo con brotes de esquizofrenia. Vivía en una casa en la misma calle que
Hertzfeld, y a medida que su enfermedad empeoraba comenzó a deambular desnudo por las calles, destrozando en
ocasiones las ventanas de coches e iglesias. Comenzó a tomar una fuerte medicación, pero resultaba difícil calibrar
adecuadamente las dosis. Hubo un momento en que sus demonios volvieron a atormentarlo y comenzó a ir a casa de Jobs
por las tardes para lanzar piedras a las ventanas, dejar allí cartas llenas de divagaciones y, en una ocasión, lanzar un
petardo al interior de la vivienda. Smith fue arrestado, y los cargos se retiraron cuando se sometió a un nuevo tratamiento.
«Burrell era muy divertido e inocente, y de pronto, un día de abril, enloqueció —recordaba Jobs—. Fue algo muy extraño y
terriblemente triste».
A continuación, Smith se retiró por completo a su mundo interior, fuertemente sedado, y en 2011 todavía recorría las calles
de Palo Alto, incapaz de hablar con
nadie, ni siquiera con Hertzfeld. Jobs estaba dispuesto a colaborar, y a menudo le preguntaba a Hertzfeld qué más podía
hacer para ayudarlo. En cierta ocasión Smith acabó incluso en el calabozo y se negó a identificarse. Cuando Hertzfeld se
enteró, tres días más tarde, llamó a Jobs y le pidió que le echase una mano para conseguir que lo liberaran. Este se puso
manos a la obra, pero sorprendió a Hertzfeld con una pregunta: «Si me ocurriera algo similar, ¿te preocuparías tanto de mí
como de Burrell?».
Jobs se quedó con su mansión de Woodside, situada en las montañas a unos quince kilómetros de Palo Alto. Quería echar
146
abajo aquella construcción de 1925 de estilo neocolonial español con catorce habitaciones y había planeado sustituirla por
una casa moderna de inspiración japonesa extremadamente sencilla y de un tercio del tamaño de la anterior. Sin embargo,
durante más de veinte años se vio inmerso en una serie de farragosas batallas judiciales con los conservacionistas que
querían preservar la construcción original, amenazada de ruina. En 2011 consiguió por fin el permiso para derribar la casa,
pero para entonces había decidido que ya no quería construirse una segunda residencia.
Algunas veces, Jobs utilizaba la casa semiabandonada de Woodside —y especialmente su piscina— para celebrar fiestas
familiares. Cuando Bill Clinton era
presidente, él y su esposa, Hillary, se quedaban en un chalé de los años cincuenta situado en la finca cuando iban a visitar
a su hija, que estudiaba en Stanford. Como tanto la casa principal como el chalé estaban sin amueblar, Powell llamaba a
decoradores y marchantes de arte cuando el matrimonio Clinton iba a ir y les pagaba para que amueblaran temporalmente
las casas. En una ocasión, poco después de que estallara el escándalo de Monica Lewinsky, Powell estaba realizando una
última inspección de los muebles y advirtió que faltaba uno de los cuadros. Preocupada, les preguntó al equipo encargado
de los preparativos y a los responsables del servicio secreto qué había ocurrido. Uno de ellos la llevó aparte y le explicó que
era el cuadro de un vestido colgado de una percha, y que en vista del escándalo con el vestido azul en el asunto Lewinsky
habían decidido esconderlo.
LISA SE MUDA
En medio del último curso de primaria de Lisa, sus profesores llamaron a Jobs. Se habían producido unos graves
problemas, y seguramente lo mejor era que ella se fuera de la casa de su madre. Jobs se fue a dar un paseo con la joven,
le preguntó cuál era la situación y le ofreció mudarse a vivir con él. Era una chica madura que acababa de cumplir los
catorce años, y meditó su decisión durante dos días antes de aceptar. Ya sabía qué habitación quería: la que se encontraba
a la derecha del cuarto de su padre. En una ocasión en que había estado sola allí sin nadie más en casa, la había probado
tumbándose directamente en el suelo.
Fue una época dura. Chrisann Brennan iba allí algunas veces desde su casa, que se encontraba a unas pocas manzanas
de distancia, y les gritaba desde el patio. Cuando le pregunté acerca de su comportamiento y de los motivos que
condujeron a que Lisa se fuera de su casa, ella aseguró que todavía no había sido capaz de procesar en su mente lo que
había ocurrido durante ese período. No obstante, después me envió un largo correo electrónico que, según me dijo, serviría
para explicar la situación. En él decía:
¿Sabes cómo consiguió Steve que la ciudad de Woodside le diera permiso para echar abajo la casa que tenía allí? Había
un grupo de gente que quería conservar el edificio debido a su valor histórico, pero Steve quería derribarla para construirse
una casa con un huerto, así que dejó que la casa quedara en un estado tan abandonado y deteriorado a lo largo de los
años que ya no había manera de salvarla. La estrategia que empleó para lograr lo que quería era sencillamente la de seguir
el camino que requiriese una menor implicación y resistencia. Así, al no hacer ninguna reparación en la casa, y puede que
incluso al dejar las ventanas abiertas durante años, el edificio se fue viniendo abajo. Genial, ¿verdad? Así tenía vía libre
para seguir adelante con sus planes. De manera similar, Steve se dedicó a socavar mi eficacia y mi bienestar en la época
en que Lisa tenía trece y catorce años para conseguir que se mudara a su casa. Comenzó con una estrategia, pero
después pasó a otra más sencilla que resultaba incluso más destructiva para mí y más problemática para Lisa. Puede que
no fuera una maniobra muy íntegra, pero logró su objetivo.
Lisa vivió con Jobs y Powell durante los cuatro años de instituto en Palo Alto, y comenzó a utilizar el nombre de Lisa
BrennanJobs. Él intentó ser un buen padre, pero en ocasiones se mostraba frío y distante. Cuando Lisa sentía que
necesitaba escapar de allí, buscaba refugio en una familia amiga que vivía cerca. Powell trataba de apoyar a la joven, y era
la que asistía a la mayoría de los actos escolares.
En su último curso de instituto, Lisa pareció florecer. Participó en el periódico de los estudiantes, The Campanile, y se
convirtió en su codirectora. Junto con su
compañero de clase Ben Hewlett, nieto del hombre que le dio su primer trabajo a su padre, formaba parte de un equipo que
sacó a la luz unos aumentos de salario secretos que la junta del instituto les había asignado a algunos administradores.
Cuando le llegó la hora de ir a la universidad, decidió que quería ir a la Costa Este. Pidió plaza en Harvard —falsificando la
firma de su padre en la solicitud, porque él no estaba en la ciudad— y fue aceptada para el curso que comenzaba en 1996.
En Harvard, Lisa participó en el periódico universitario, The Crimson, y después en su revista literaria, The Advocate. Tras
147
la ruptura con su novio de aquella
época, pasó un año en el extranjero y estudió en el King’s College de Londres. La relación con su padre siguió siendo
tempestuosa a lo largo de sus años de universidad. Cuando volvía a casa, eran propensos a discutir por nimiedades —qué
se iba a servir para cenar, si ella le prestaba suficiente atención a sus hermanastros
—, y entonces dejaban de hablarse, durante semanas o incluso meses. Las peleas en ocasiones se enconaban tanto que
Jobs dejaba de pasarle una asignación, y
entonces ella le pedía prestado dinero a Andy Hertzfeld o a otras personas. En cierto momento Hertzfeld le prestó a Lisa
20.000 dólares cuando ella pensaba que su padre no iba a pagarle la matrícula de la universidad. «Él se enfadó conmigo
por haberle prestado el dinero a su hija —recordaba Hertzfeld—, pero llamó a primera hora de la mañana para que su
contable me transfiriera aquel dinero». Jobs no asistió a la graduación de Lisa en Harvard en el año 2000. Afirmó que no
había sido invitado.
Hubo, no obstante, algunos momentos agradables durante aquellos años, incluido un verano en el que Lisa regresó a casa
y actuó en un concierto benéfico para la
Electronic Frontier Foundation en el célebre auditorio Fillmore de San Francisco, que había alcanzado la fama por las
actuaciones de los Grateful Dead, los Jefferson Airplane y Jimmy Hendrix. Ella cantó el himno de Tracy Chapman, «Talkin’
Bout a Revolution» (cuya letra en castellano comienza: «Los pobres se levantarán / y recibirán lo que les corresponde...»),
mientras su padre la observaba desde el fondo sin dejar de acunar a su hija de un año, Erin.
Los altibajos entre Jobs y Lisa siguieron su curso después de que ella se mudase a Manhattan para trabajar como escritora
por cuenta propia. Los problemas se exacerbaron debido a la frustrante relación de Jobs con Chrisann. Él había comprado
una casa de 700.000 dólares para que viviera en ella y la había puesto a nombre de Lisa, pero Chrisann convenció a su hija
para que le concediera su propiedad y, a continuación, la vendió y utilizó el dinero para viajar con un consejero espiritual e
instalarse en París. Una vez que se le acabó el dinero, regresó a San Francisco y se convirtió en una artista que creaba
«cuadros de luz» y mandalas budistas. «Soy una “conectora” y una visionaria que contribuye al futuro de la evolución de la
humanidad y de la ascensión de la Tierra —anunciaba en su página web, que Hertzfeld le gestionaba—. Yo experimento
las formas, los colores y las frecuencias sonoras de una vibración sagrada mientras creo los cuadros y convivo con ellos».
Cuando Chrisann necesitó dinero para una molesta infección de los senos maxilares y un problema dental, Jobs se negó a
dárselo, lo que hizo que Lisa volviera a dejar de hablarle durante unos años. Esta pauta se prolongó a lo largo del tiempo.
Mona Simpson utilizó todo aquello, además de su imaginación, como trampolín para su tercera novela, A Regular Guy,
publicada en 1996. El personaje protagonista está basado en Jobs, y hasta cierto punto se mantiene fiel a la realidad:
refleja su discreta generosidad y la compra de un coche especial para un amigo brillante que sufría una enfermedad
degenerativa de los huesos, y también describe con precisión muchos aspectos de su relación con Lisa, incluida su
negativa original a reconocer su paternidad. Sin embargo, otras partes son ficticias: Chrisann le había enseñado a Lisa a
conducir desde una edad muy temprana, por ejemplo, pero la escena del libro en la que «Jane» conduce un camión sola
por las montañas a los cinco años para encontrar a su padre, obviamente, no ocurrió nunca. Además, hay algunos detalles
en la novela que, tal y como se dice en la jerga periodística, son demasiado jugosos para contrastarlos, como la
desconcertante descripción del personaje basado en Jobs en la primera frase de la obra: «Era un hombre demasiado
ocupado como para tirar de la cadena del retrete».
Desde un punto de vista superficial, la descripción ficticia de Jobs que se presenta en la novela parece algo dura. Simpson
muestra a su protagonista como un
hombre «incapaz de ver la necesidad de acoplarse a los deseos o caprichos de los demás». Su higiene también es tan
cuestionable como la del auténtico Jobs. «No creía en el desodorante y a menudo defendía que con una dieta adecuada y
un poco de jabón natural con menta ni se sudaba ni se desprendían malos olores». Con todo, la novela es lírica y compleja
en muchos niveles, y hacia el final se presenta un retrato más completo de un hombre que pierde el control de la gran
compañía que había fundado y aprende a apreciar a la hija a la que había abandonado. En la última escena el protagonista
se queda bailando con su hija.
Jobs afirmó después que nunca había leído la novela. «Oí que trataba de mí —me dijo—, y si hubiera tratado de mí me
habría cabreado muchísimo, y no quería
cabrearme con mi hermana, así que no la leí». Sin embargo, le contó al New York Times , unas semanas después de la
publicación del libro, que lo había leído y se había visto reflejado en el protagonista. «Cerca de una cuarta parte del
personaje soy exactamente yo, incluidos los gestos —informó al periodista, Steve Lohr—, pero lo que no te voy a decir es
qué cuarta parte es esa». Su esposa aseguró que, en realidad, Jobs le echó un vistazo al libro y le pidió a ella que lo leyera
148
para ver qué debía pensar al respecto.
Simpson le envió el manuscrito a Lisa antes de su publicación, pero al principio ella no llegó más allá de la introducción.
«En las primeras páginas me vi enfrentada a
mi familia, mis anécdotas, mis cosas, mis pensamientos, a mí misma en el personaje de Jane —señaló—, y entre todas
aquellas verdades había invenciones que para mí eran mentiras, y que se volvían más evidentes por su peligrosa similitud
con la realidad». Lisa se sintió herida y escribió un artículo para el Advocate de Harvard en el que explicaba por qué. Su
primer borrador estaba lleno de amargura, y entonces lo suavizó un poco antes de publicarlo. Se sentía traicionada por la
amistad de Simpson. «Durante aquellos seis años, yo no sabía que Mona estaba recopilando información —escribió—. No
sabía que, cuando buscaba consuelo en ella y recibía sus consejos, ella también estaba recibiendo algo». Al final, Lisa
acabó reconciliándose con Simpson. Fueron a una cafetería a hablar sobre el libro, y Lisa le dijo que no había sido capaz
de terminarlo. Simpson le aseguró que el final le gustaría. Lisa acabó, a lo largo de los años, manteniendo una relación
intermitente con Simpson, pero fue más cercana que la que mantuvo con su padre.
NIÑOS
Cuando Powell dio a luz en 1991, unos meses después de casarse con Jobs, llamaron al niño «bebé Jobs» durante un par
de semanas, porque decidirse por un nombre estaba resultando ser solo ligeramente menos difícil que elegir una lavadora.
Al final, acabaron llamándolo Reed Paul Jobs. Su segundo nombre era el del padre de Jobs, y el primero (según insisten
tanto Jobs como Powell) se lo pusieron porque sonaba bien y no porque fuera el nombre de la universidad de Jobs.
Reed resultó ser como su padre en muchos sentidos: incisivo e inteligente, con una mirada intensa y un encanto cautivador.
Sin embargo, a diferencia de su padre, tenía unos modales agradables y una modesta elegancia. Era muy creativo —a
veces incluso demasiado, puesto que le gustaba disfrazarse e interpretar a diferentes personajes cuando era niño—, y
también un gran estudiante, interesado por la ciencia. Podía reproducir la mirada fija de su padre, pero era manifiestamente
afectuoso y no parecía contar en su naturaleza ni con un ápice de la crueldad de su padre.
Erin Siena Jobs nació en 1995. Era un poco más callada y en ocasiones sufría por no recibir atención suficiente de su
padre. Demostró el mismo interés que este por el diseño y la arquitectura, pero también aprendió a mantener
razonablemente las distancias para que su desapego no le hiriese.
La hija menor, Eve, nació en 1998, y resultó ser una criatura enérgica, testaruda y divertida que, lejos de sentirse intimidada
o necesitada de atención, sabía cómo tratar a su padre, negociar (y en ocasiones ganar) e incluso burlarse de él. Su padre
bromeaba y afirmaba que ella sería la que acabaría por dirigir Apple algún día, eso
si no llegaba antes a ser presidenta de Estados Unidos.
Jobs desarrolló una estrecha relación con Reed, pero con sus hijas se mostraba a menudo más distante. Igual que hacía
con otras personas, en ocasiones les prestaba toda su atención, pero con la misma frecuencia las ignoraba por completo
cuando tenía otras cosas en que pensar. «Se centra en su trabajo y a veces no ha estado presente cuando ellas lo
necesitaban», declaró Powell. Hubo un momento en que Jobs le comentaba maravillado a su esposa lo bien que se
estaban criando sus hijos, «especialmente teniendo en cuenta que yo no he estado siempre presente para ayudarlos». A
Powell aquello le parecía divertido y algo irritante, porque ella había dejado su carrera profesional cuando Reed cumplió dos
años y decidió que quería tener más hijos.
En 1995, el consejero delegado de Oracle, Larry Ellison, organizó una fiesta de cumpleaños cuando Jobs cumplió los
cuarenta a la que asistieron todo tipo de
magnates y estrellas de la tecnología. Se habían hecho buenos amigos, y a menudo se llevaba a la familia de Jobs en uno
de sus muchos y lujosos yates. Reed comenzó a referirse a él como «nuestro amigo rico», lo cual ofrece una divertida
prueba de cómo su padre evitaba las ostentosas demostraciones de riqueza. La lección que Jobs aprendió de sus días
budistas era que las posesiones materiales tendían más a entorpecer la vida que a enriquecerla. «Todos los directores de
empresa que conozco tienen un equipo de guardaespaldas —comentó—. Incluso los tienen metidos en casa. Es una forma
absurda de vivir. Nosotros decidimos que no era así como queríamos criar a nuestros hijos».
149
21
Toy Story
Buzz y Woody al rescate
JEFFREY KATZENBERG
«Hacer lo imposible es bastante divertido», declaró en una ocasión Walt Disney. Aquel era el tipo de actitud que atraía a
Jobs. Admiraba la obsesión de Disney por el deta le y el diseño, y sentía que había una simbiosis natural entre Pixar y el
estudio cinematográfico fundado por aquel hombre.
Pero, además, la Walt Disney Company había obtenido una licencia de uso para el CAPS de Pixar, y aque lo la convertía
en el mayor cliente de los ordenadores de la empresa. Un día, Jeff Katzenberg, jefe del departamento de películas de
Disney, invitó a Jobs a que visitara los estudios Burbank para ver la tecnología en funcionamiento. Mientras los empleados
de Disney le enseñaban las instalaciones, Jobs se giró hacia Katzenberg y le preguntó: «¿Estáis contentos en Disney con
Pixar?». Con gran entusiasmo, Katzenberg contestó que así era. Entonces Jobs preguntó: «¿Creéis que en Pixar están
contentos con Disney?». Katzenberg respondió que esperaba que así fuera. «Pues no lo estamos —anunció Jobs—.
Queremos hacer una película con vosotros. Eso sí que nos pondría contentos».
Katzenberg estaba dispuesto a intentarlo. Admiraba los cortometrajes animados de John Lasseter y había intentado, sin
éxito, conseguir que regresara a Disney, así que invitó al equipo de Pixar a reunirse con él para discutir la posibilidad de
colaborar en una película. Cuando Catmu l, Jobs y Lasseter se sentaron en la mesa de conferencias, Katzenberg se mostró
directo. «John, ya que no vas a venir a trabajar para mí —comenzó, mirando a Lasseter—, voy a intentar que la cosa
funcione así».
Al igual que la compañía Disney compartía algunas características con Pixar, Katzenberg también tenía rasgos en común
con Jobs. Ambos podían ser encantadores cuando querían y mostrarse agresivos (o peor) cuando aque lo convenía a sus
intereses y a su estado de ánimo. Alvy Ray Smith, que estaba a punto de abandonar Pixar, se encontraba en la reunión.
«Me impresionó observar que Katzenberg y Jobs se parecían mucho —recordaba—. Eran tiranos con un sorprendente don
para la oratoria». Katzenberg era maravi losamente consciente de su propia habilidad. «Todo el mundo cree que soy un
tirano —le dijo al equipo de Pixar—, y soy un tirano, pero normalmente tengo la razón». Es fácil imaginar a Jobs realizando
la misma afirmación.
Como corresponde a dos hombres de igual carácter, las negociaciones entre Katzenberg y Jobs se prolongaron durante
meses. Katzenberg insistía en que Disney tuviera derecho a acceder a la tecnología patentada por Pixar para producir
animación en tres dimensiones. Jobs se negó, y acabó ganando aque la discusión. Él, por su parte, tenía sus propias
exigencias: quería que Pixar tuviera la propiedad parcial de la película y de sus personajes y que compartiera el control de
los derechos de los videojuegos y sus secuelas. «Si eso es lo que quieres —respondió Katzenberg—, dejamos aquí la
conversación y puedes marcharte». Jobs se quedó y cedió en aquel asunto.
Lasseter observaba fascinado aquel toma y daca entre los dos enjutos y nerviosos ejecutivos. «Estaba alucinado viendo
como Steve y Jeffrey se enzarzaban en la discusión —recordaba—. Era como un combate de esgrima. Los dos eran unos
maestros». Sin embargo, Katzenberg acudió al enfrentamiento con un sable y Jobs, con un simple florete. Pixar se
encontraba al borde de la bancarrota y necesitaba legar a un acuerdo con Disney con mucha mayor urgencia que al
contrario. Además, Disney podía permitirse costear todo el proyecto y Pixar no. El resultado fue un acuerdo alcanzado en
mayo de 1991 según el cual Disney sería dueño de todos los derechos de la película y sus personajes, le entregaría a Pixar
en torno al 12,5 % de los ingresos por venta de entradas de cine, mantendría el control creativo del proyecto, podría
cancelar la película en cualquier momento a cambio de tan solo una pequeña penalización, tendría la opción (pero no la
obligación) de producir las dos siguientes películas de Pixar y, por último, tendría el derecho de crear (con o sin Pixar)
secuelas con los personajes de la película.
La idea que presentó John Lasseter se titulaba Toy Story. Se basaba en la idea, compartida por Jobs, de que los objetos
tienen una esencia propia, un propósito para el que fueron creados. Si el objeto tuviera sentimientos, estos girarían en torno
a su deseo de cumplir con su cometido. El objetivo de un vaso, por ejemplo, es contener agua; si tuviera sentimientos, sería
feliz cuando estuviera leno y se pondría triste al vaciarse. La esencia de una panta la de ordenador es interactuar con un
ser humano. La esencia de un monociclo es que lo utilicen en un circo. En cuanto a los juguetes, su propósito es que los
niños jueguen con e los, y por lo tanto su miedo existencial es el de verse apartados o sustituidos por juguetes más nuevos.
Así pues, una película sobre la amistad en la que se unieran un juguete viejo y clásico con uno nuevo y bri lante contaría
con una esencia puramente dramática, especialmente cuando la acción se desarro le en torno a la separación entre los
juguetes y su niño. Así rezaba el texto previo al guión: «Todo el mundo ha pasado por la traumática experiencia infantil de
150
perder un juguete. Nuestra historia arranca desde el punto de vista del juguete, que pierde y trata de recuperar la única
cosa que le importa: que los niños jueguen con él. Esta razón fundamenta la existencia de todos los juguetes, y es la base
emocional de su propio ser».
Los dos personajes principales pasaron por muchas modificaciones hasta acabar como Buzz Lightyear y Woody. Cada dos
semanas aproximadamente, Lasseter y
su equipo ponían en común su conjunto de guiones o secuencias más reciente para mostrárselo a la gente de Disney. En
las primeras pruebas cinematográficas, Pixar demostró la sorprendente tecnología con la que contaban produciendo, por
ejemplo, una escena en la que Woody correteaba sobre un tocador mientras la luz que entraba a través de unas persianas
proyectaba sombras sobre su camisa de cuadros. Era un efecto que habría sido prácticamente imposible de dibujar a
mano.
Impresionar a Disney con el argumento, sin embargo, resultó más difícil. En cada una de las presentaciones de Pixar,
Katzenberg rechazaba gran parte del guión y
exponía a gritos toda una serie de comentarios y apuntes deta lados. Una cuadri la de esbirros con cuadernos andaba
siempre cerca para asegurarse de que cada sugerencia y capricho expuesto por Katzenberg recibiera un seguimiento
posterior.
La gran contribución de Katzenberg fue añadir más intensidad a los dos personajes principales. Aseguró que, aunque se
tratara de una película animada sobre juguetes titulada Toy Story, no tenía por qué estar dirigida únicamente a los niños.
«Al principio no había ningún drama, no había una historia real ni conflicto alguno — recordaba Katzenberg—. El argumento
carecía de fuerza». Sugirió que Lasseter viera algunas películas clásicas de parejas, como Fugitivos y Límite: 48 horas, en
las
que dos personajes con personalidades diferentes se ven obligados a permanecer juntos y tienen que establecer una
relación. Además, siguió presionando para conseguir más «intensidad», y aque lo significaba que había que hacer que el
personaje de Woody fuera más celoso, mezquino y beligerante con Buzz, el nuevo intruso del baúl de los juguetes.
«Vivimos en un mundo donde el juguete grande se come al chico», afirmaba Woody en una escena tras tirar a Buzz por
una ventana.
Después de varias rondas de apuntes de Katzenberg y otros ejecutivos de Disney, Woody había perdido casi todo su
encanto. En una escena arroja a los otros juguetes fuera de la cama y le ordena a Slinky que venga a ayudarlo. Cuando el
perro se muestra dubitativo, Woody le espeta: «¿Quién te dijo que tu trabajo consistiera en pensar, mue lesalchicha?». En
ese instante, Slinky hace una pregunta que el equipo de Pixar pronto pasó a plantearse también: «¿Por qué da tanto miedo
ese vaquero?». Tal y como exclamóTom Hanks, que había sido contratado para darle voz a Woody: «¡Este tío es un capu
lo rematado!».
¡CORTEN!
Lasseter y su equipo de Pixar ya tenían la primera mitad de la película lista para su proyección en noviembre de 1993, así
que la levaron a Burbank para mostrársela a Katzenberg y otros ejecutivos de Disney. Uno de e los, Peter Schneider, el jefe
de largometrajes de animación, nunca había sido especialmente partidario de la idea de Katzenberg de permitir que gente
externa a la compañía produjese dibujos animados para Disney. Schneider aseguró que aque las secuencias eran muy
confusas y ordenó que se interrumpiera la producción. Katzenberg estuvo de acuerdo. «¿Por qué el resultado es tan
malo?», le preguntó a un compañero suyo, Tom Schumacher.
«Porque ha dejado de ser su película», contestó él con rotundidad. Después explicó aque la respuesta: «Estaban siguiendo
las indicaciones de Jeffrey Katzenberg, y el
proyecto se había apartado completamente de su rumbo».
Lasseter se dio cuenta de que Schumacher tenía razón. «Yo estaba a lí sentado y me sentía muy avergonzado al ver lo que
se proyectaba en la panta la —recordaba
—. Era una historia lena de los personajes más infelices y mezquinos que hubiera visto nunca». Le pidió a Disney la
oportunidad de regresar a Pixar y trabajar en una nueva versión del guión.
Jobs había adoptado el papel de coproductor ejecutivo de la película junto con Ed Catmu l, pero no se involucró demasiado
en el proceso creativo. En vista de su tendencia a controlarlo todo, especialmente en lo referente a asuntos de diseño y
estilo, aque la contención era una buena muestra del respeto que sentía por Lasseter y los otros artistas de Pixar, pero
también de la capacidad de Lasseter y Catmu l para mantenerlo controlado. Sin embargo, sí que colaboró en la gestión de
las relaciones con Disney, y el equipo de Pixar apreciaba aquel gesto. Cuando Katzenberg y Schneider detuvieron la
151
producción de Toy Story, Jobs mantuvo a flote el proyecto gracias a sus inversiones personales. Además, se puso de parte
de Lasseter ante Katzenberg. «Él había puesto Toy Story patas arriba —señaló Jobs después
—. Quería que Woody fuera el malo de la película, y cuando detuvo la producción puede decirse que conseguimos
apartarlo un poco del proyecto. Nos dijimos: “Esto
no es lo que queremos”, y lo hicimos tal y como siempre habíamos querido».
El equipo de Pixar regresó con un nuevo guión tres meses más tarde. El personaje de Woody había pasado de ser el
tiránico jefe de los otros juguetes de Andy a convertirse en su sabio líder. Los celos ante la legada de Buzz Lightyear se
presentaron bajo una luz más comprensiva, al compás de una canción de Randy Newman titulada «Strange Things»
(«Cosas extrañas»). La escena en la que Woody tira a Buzz por la ventana se reescribió para hacer que la caída de Buzz
fuera el resultado de un accidente desencadenado por una serie de maniobras iniciadas por Woody y en las que participaba
(en homenaje al primer cortometraje de Lasseter) un flexo de la marca Luxo. Katzenberg y sus compañeros dieron luz
verde a aquel nuevo enfoque, y en febrero de 1994 la película había vuelto a la fase de producción.
Katzenberg había quedado impresionado por la voluntad de Jobs de mantener controlados los gastos. «Incluso en las
primeras etapas de la preparación del presupuesto, Steve era muy consciente de los costes de todo aque lo y estaba
dispuesto a que todo fuera lo más eficiente posible», afirmó. Sin embargo, el proyecto de producción de 17 mi lones de
dólares aprobado por Disney estaba resultando ser insuficiente, especialmente tras la gran revisión que tuvieron que
realizar después de que Katzenberg los hubiera forzado a hacer que Woody fuera demasiado «intenso», así que Jobs
exigió más dinero para poder acabar correctamente la película.
«Mira, hicimos un trato —le contestó Katzenberg—. Os dimos el control del proyecto y vosotros accedisteis a hacerlo por la
cantidad que os ofrecimos». Jobs se
puso furioso. Se dedicó a lamarlo por teléfono o a ir a visitarlo, y se mostró, en palabras de Katzenberg, «tan salvajemente
implacable como solo Jobs puede mostrarse». Jobs insistía en que Disney debía hacerse cargo de los costes adicionales
porque Katzenberg había destrozado de tal manera el concepto original que hacía falta un trabajo extra para devolver las
cosas a su estado primigenio. «¡Espera un momento! —repuso Katzenberg—. Nosotros os estábamos ayudando. Os
aprovechasteis de nuestra ayuda creativa, y ahora quieres que os paguemos por e la». Era un caso de dos obsesos del
control discutiendo por ver quién le había hecho un favor a quién.
Ed Catmu l, siempre más diplomático que Jobs, fue capaz de arreglar las cosas. «Yo tenía una imagen de Jeffrey mucho
más positiva que algunos otros colaboradores de la película», comentó. Sin embargo, el incidente impulsó a Jobs a planear
cómo conseguir de cara al futuro una mayor influencia frente a Disney. No le gustaba ser un mero contratista, quería estar
al mando. Aque lo significaba que Pixar iba a tener que conseguir su propia financiación en el futuro, y por tanto
necesitarían un nuevo acuerdo con Disney.
A medida que la película progresaba, Jobs se fue entusiasmando cada vez más con e la. Había estado hablando con varias
empresas —desde la compañía de tarjetas de felicitación Ha lmark hasta Microsoft— sobre la posible venta de Pixar, pero
ver a Woody y a Buzz cobrar vida le hizo darse cuenta de que quizá estaban a punto de transformar toda la industria
cinematográfica. A medida que las escenas de la película iban quedando acabadas, las veía una y otra vez y levaba amigos
a casa para compartir con e los su nueva pasión. «No sabría decirte el número de versiones de Toy Story que vi antes de
su estreno en los cines —comentó Larry E lison—. Aque lo se convirtió en una especie de tortura. Iba a casa de Steve y
veía la última mejora del diez por ciento de las secuencias. Él estaba obsesionado con que todo saliera bien, tanto la
historia como la tecnología, y no quedaba satisfecho con nada que no fuera la perfección absoluta».
Su intuición de que las inversiones en Pixar podían resultar beneficiosas se vio reforzada cuando Disney lo invitó a asistir a
la gala del preestreno para la prensa de algunas escenas de Pocahontas en enero de 1995, celebrada en una carpa
instalada en el Central Park de Nueva York. En el acto, el consejero delegado de Disney, Michael Eisner, anunció que
Pocahontas iba a estrenarse ante cien mil personas en panta las de veinticinco metros de alto situadas en la gran extensión
de césped
conocida como «Great Lawn» de Central Park. Jobs era un maestro en el arte del espectáculo que sabía cómo organizar
grandes estrenos, pero incluso él quedó sorprendido ante aquel plan. La gran frase de Buzz Lightyear —«¡Hasta el infinito y
más a lá!»— de pronto parecía estar a la altura de las circunstancias.
Jobs pensó que el estreno de Toy Story en noviembre sería la ocasión perfecta para sacar Pixar a Bolsa. Incluso los
banqueros de inversiones, siempre expectantes
por lo general, se mostraron dubitativos y aseguraron que era imposible. Pixar había pasado cinco años desangrándose
económicamente. Sin embargo, Jobs lo tenía claro. «Yo estaba preocupado y sugerí que esperásemos hasta nuestra
segunda película —recordaba Lasseter—. Steve pasó por alto mi petición con el argumento de que necesitábamos la
inyección de capital para poder invertir la mitad en nuestras propias películas y así renegociar el acuerdo con Disney».
152
¡HASTA EL INFINITO!
Hubo dos estrenos de Toy Story en noviembre de 1995. Disney organizó uno de e los en El Capitan, una gran sala clásica
de Los Ángeles, y construyó una atracción de feria en la que aparecían los personajes de la película. Pixar recibió un
puñado de entradas, pero la velada y la lista de invitados célebres corrían principalmente a cargo de la producción de
Disney. Jobs ni siquiera asistió. En vez de eso, alquiló para la noche siguiente el Regency, un teatro similar de San
Francisco, y a lí celebró su propio estreno. En lugar de Tom Hanks y Steve Martin, los invitados fueron personajes famosos
de Silicon Va ley: Larry E lison, Andy Grove, Scott McNealy y, por supuesto, Steve Jobs. Aquel era un espectáculo
claramente orquestado por Jobs, y fue él quien salió al escenario, y no Lasseter, para presentar la película.
Los estrenos organizados en competencia ponían de relieve un enconado debate. ¿Era Toy Story una película de Disney o
de Pixar? ¿Era Pixar simplemente un
proveedor de animación que ayudaba a Disney a crear películas? ¿O era Disney un simple distribuidor y publicista que
ayudaba a Pixar a presentar sus creaciones? La respuesta correcta se encontraba en algún punto intermedio. La cuestión
debería ser si los egos involucrados, principalmente los de Michael Eisner y Steve Jobs, podían mantener una asociación
de aquel tipo.
Las apuestas subieron todavía más cuando Toy Story resultó ser un éxito arro lador ante la crítica y el público. Recuperó
todas las inversiones realizadas en el primer
fin de semana, con unos ingresos en Estados Unidos de 30 mi lones de dólares, y siguió ganando espectadores hasta
convertirse en la película más taqui lera del año — por encima de Batman Forever y Apollo 13—, con unos ingresos a
escala nacional de 192 mi lones de dólares y un total de 362 mi lones de dólares recaudados en todo el mundo. Según
Rotten Tomatoes, el sitio web de críticas cinematográficas, el ciento por ciento de las 73 críticas publicadas ofrecían un
resultado favorable. Richard Corliss, de Time, la denominó «la comedia más innovadora del año»; David Ansen, de
Newsweek, escribió que era una «maravi la», y Janet Maslin, del New York Times , se la recomendaba tanto a niños como
a adultos por ser «una obra de ingenio increíble, en la línea de las mejores películas de Disney para ambos públicos».
El único problema para Jobs era que críticos como Maslin hablaban de las «películas de Disney» y no del surgimiento de
Pixar. De hecho, su crítica ni siquiera
mencionaba a su empresa. Jobs sabía que debía cambiar aque la percepción. Cuando John Lasseter y él aparecieron en el
programa de entrevistas de Charlie Rose, Jobs subrayó que Toy Story era una película de Pixar, e incluso trató de poner de
manifiesto el carácter histórico del nacimiento de un nuevo estudio cinematográfico.
«Desde que se estrenó Blancanieves, los principales estudios han tratado de entrar en el negocio de la animación, y hasta
el momento Disney era el único que había conseguido producir con éxito un largometraje de dibujos animados —le dijo a
Rose—. Ahora, Pixar se ha convertido en el segundo estudio en lograrlo».
Jobs se esforzó por presentar a Disney como el mero distribuidor de una película de Pixar. «No hacía más que decir:
“Nosotros, los de Pixar, somos los auténticos
creadores, y vosotros, los de Disney, sois una mierda” —recordaba Michael Eisner—, pero fuimos nosotros quienes
logramos que Toy Story saliera adelante. Nosotros ayudamos a darle forma a la película y reunimos a todos nuestros
departamentos, desde los publicistas hasta Disney Channel, para que fuera un éxito». Jobs legó a la conclusión de que el
tema fundamental —¿de quién era la película?— tendría que resolverse mediante un contrato y no a través de una guerra
dialéctica.
«Tras el éxito de Toy Story —comentó—, me di cuenta de que necesitábamos legar a un nuevo acuerdo con Disney si
queríamos legar a crear un estudio y no
limitarnos a trabajar para el mejor postor». Sin embargo, para poder hablar con Disney en condiciones de igualdad, Pixar
necesitaba aportar más dinero a la negociación. Para eso hacía falta una buena oferta pública de venta.
La salida a Bolsa tuvo lugar exactamente una semana después del estreno de Toy Story. Jobs se lo había jugado todo al
éxito de una película, y la arriesgada apuesta había resultado rentable. Y mucho. Como ocurrió con la oferta pública de
venta de Apple, se planeó una celebración en el despacho del líder de la emisión en San Francisco a las siete de la
mañana, cuando las acciones iban a ponerse en venta. El plan original era fijar el precio de las primeras a unos 14 dólares,
para asegurarse de que se venderían. Jobs insistió en darles un valor de 22 dólares, lo que supondría más dinero para la
compañía si la oferta tenía éxito. Lo tuvo, y superó hasta las más optimistas expectativas. Superó a Netscape como la
oferta pública de venta más grande del año. En la primera media hora, las acciones subieron hasta los 45 dólares, y hubo
153
que retrasar las transacciones porque había demasiadas órdenes de compra. Y siguió subiendo hasta los 49 dólares antes
de regresar, al final de la jornada, hasta los 39 dólares.
A principios de aquel año, Jobs había estado tratando de encontrar un comprador para Pixar que le permitiera simplemente
recuperar los 50 mi lones de dólares invertidos. Al final de aquel día, las acciones que había conservado (el 80 % de la
compañía) estaban valoradas en una cifra veinte veces superior a la invertida, la increíble suma de 1.200 mi lones de
dólares. Aque lo era unas cinco veces más de lo que había ganado cuando Apple salió a Bolsa en 1980. Sin embargo, Jobs
le dijo a John Markoff, del New York Times , que el dinero no significaba demasiado para él. «No hay un yate en mi futuro
ideal —declaró—. Nunca me metí en esto por el dinero».
El éxito de la salida a Bolsa significaba que Pixar ya no tendría que depender de Disney para financiar sus propias
películas. Aquel era el argumento que Jobs quería.
«Como ahora podíamos financiar la mitad del coste de nuestras películas, yo podía exigir la mitad de los beneficios —
recordaba—. Pero lo más importante para mí era que se compartiera el protagonismo. Iban a ser películas de Pixar tanto
como de Disney».
Jobs tomó un avión para ir a comer con Eisner, que se quedó pasmado ante su audacia. Habían firmado un acuerdo por
tres películas, y Pixar solo había hecho una. Si aque lo era la guerra, los dos bandos poseían la bomba atómica.
Katzenberg había abandonado Disney tras una violenta ruptura con Eisner, para convertirse en uno de los fundadores,
junto con Steven Spielberg y David Geffen, de DreamWorks SKG. Jobs anunció que si Eisner no estaba dispuesto a legar a
un nuevo acuerdo con Pixar, entonces Pixar se buscaría otro estudio, como por ejemplo el de Katzenberg, en cuanto
hubieran cumplido con su compromiso de crear tres películas. La baza de Eisner era la amenaza de que, si aque lo ocurría,
Disney crearía sus propias secuelas de Toy Story, utilizando a Woody, Buzz y los demás personajes creados por Lasseter.
«Eso habría sido como violar a nuestros hijos —recordó después Jobs—. John se puso a lorar al imaginarse esa
posibilidad».
Así pues, tras no poco esfuerzo legaron a un pacto. Eisner accedió a permitir que Pixar invirtiera la mitad del dinero que
costaran las siguientes películas y que, a cambio, se quedara con la mitad de los beneficios. «No pensó que pudiéramos
cosechar muchos éxitos, así que creyó estar ahorrándose algo de dinero —comentó Jobs—. Al final, aque lo fue estupendo
para nosotros, porque Pixar estrenó diez taqui lazos seguidos». También accedieron a compartir la autoría, aunque para
definir los deta les hizo falta regatear mucho. Eisner recordaba: «En mi opinión, era una película de Disney, así que había
que comenzar con la frase “Disney presenta...”, pero acabé por ceder —recordaba Eisner—. Comenzamos a negociar qué
tamaño iban a tener las letras de Disney y cuál las de Pixar, como si fuéramos niños de cuatro años». Sin embargo, a
comienzos de 1997 alcanzaron un acuerdo —para producir cinco películas a lo largo de los siguientes diez años—, e
incluso se despidieron amigablemente, al menos por el momento. «Eisner se mostró justo y razonable conmigo en aquel
momento —declaró Jobs posteriormente—. No obstante, a lo largo de la década siguiente legué a la conclusión de que era
un hombre siniestro».
En una carta dirigida a los accionistas de Pixar, Jobs explicó que haber conseguido el derecho a compartir la autoría con
Disney en todas las películas —así como en
la publicidad y los juguetes asociados— era el aspecto más importante del trato. «Queremos que Pixar se convierta en una
marca con el mismo nivel de confianza que Disney —escribió—. Sin embargo, para que Pixar pueda ganarse esa
confianza, los consumidores deben ser conscientes de que es Pixar quien crea las películas». Jobs fue conocido durante su
carrera por crear grandes productos, pero igualmente importante era su habilidad para formar grandes compañías con
valiosas marcas. Y, de hecho, creó dos de las mejores de su época: Apple y Pixar.
154
22
La segunda venida
¿Qué ruda bestia, cuya hora llegó por fin...?
TODO SE DESMORONA
Cuando Jobs presentó el ordenador de NeXT en 1988, generó una oleada de entusiasmo que se desvaneció cuando por fin
se puso a la venta al año siguiente. La capacidad de Jobs para cautivar, intimidar y manejar a la prensa comenzó a fa larle,
y se publicaron varios artículos sobre los apuros que atravesaba la compañía. «El NeXT es incompatible con otros
ordenadores en una época en que la industria avanza hacia sistemas abiertos —informaba Bart Ziegler, de la agencia
Associated Press
—. Como existe una cantidad relativamente pequeña de software que pueda utilizarse en el NeXT, le resulta complicado
atraer a los clientes».
NeXT trató de posicionarse como el líder de una nueva categoría, las estaciones de trabajo personales, para gente que
quería la potencia de una estación de trabajo y la facilidad de uso de un ordenador personal. Sin embargo, esos clientes
estaban por aquel entonces comprándole las máquinas a la pujante Sun Microsystems. Por tanto, los ingresos de NeXT en
1990 fueron de 28 mi lones de dólares, frente a los 2.500 mi lones de Sun. Además, IBM abandonó su acuerdo para
comprar las licencias del software de NeXT, así que Jobs se vio obligado a hacer algo que iba en contra de su naturaleza: a
pesar de su arraigada creencia de que el hardware y el software debían estar unidos inseparablemente, en enero de 1992
accedió a permitir que el sistema operativo NeXTSTEP estuviera disponible para otros ordenadores. Sorprendentemente,
uno de los defensores de Jobs fue JeanLouis Gassée, que había coincidido con él en Apple y también había sido
despedido posteriormente. Escribió un artículo en el que destacaba lo creativos que eran los productos de NeXT. «Puede
que NeXT no sea Apple —sostenía Gassée—, pero Steve sigue siendo Steve». Unos días más tarde, su esposa fue a ver
quién lamaba a la puerta y a continuación subió corriendo las escaleras para decirle a Gassée que Jobs estaba a lí. Le
agradeció haber escrito aquel artículo y lo invitó a un acto en el que Andy Grove, de Intel, iba a aparecer junto a Jobs para
anunciar que el NeXTSTEP estaría disponible para la plataforma de IBM/Intel. «Me senté junto al padre de Steve, Paul
Jobs, un hombre conmovedoramente digno —recordaba Gassée—. Había criado
a un hijo difícil, pero estaba orgu loso y contento de verlo sobre el escenario junto a Andy Grove».
Un año después, Jobs dio el siguiente paso, que parecía inevitable: dejó de producir toda su línea de hardware. Aque la fue
una decisión dolorosa, como lo había sido detener la fabricación de hardware en Pixar. Se preocupaba de todos los
aspectos de sus productos, pero el hardware era una de sus pasiones particulares. Lo lenaba de energía conseguir grandes
diseños, se obsesionaba con los deta les de la producción y podía pasarse horas viendo como sus robots fabricaban aque
las máquinas perfectas. Sin embargo, ahora se veía obligado a despedir a más de la mitad de sus empleados, venderle su
amada fábrica a Canon (que subastó el extravagante mobiliario) y contentarse con una compañía que trataba de venderles
un sistema operativo a los fabricantes de unas máquinas carentes de toda inspiración.
A mediados de la década de los noventa, Jobs había ha lado un cierto placer en su nueva vida familiar y su sorprendente
triunfo en el negocio cinematográfico, pero agonizaba ante la industria de los ordenadores personales. «La innovación se
ha detenido prácticamente por completo —le dijo a Gary Wolf, de la revista Wired, a finales de 1995—. Microsoft se ha
hecho con el control sin apenas novedades. Apple ha perdido. El mercado de los ordenadores de sobremesa ha entrado en
la Edad Oscura».
También se mostró sombrío en una entrevista con Anthony Perkins y los redactores de la revista Red Herring concedida por
aque las fechas. En primer lugar, les mostró el lado más desagradable de su personalidad. Poco después de que legaran
Perkins y sus compañeros, Jobs se escabu ló por la puerta trasera «para dar un paseo» y no regresó hasta pasados
cuarenta y cinco minutos. Cuando la fotógrafa de la revista comenzó a tomar algunas imágenes, él hizo un par de
comentarios sarcásticos para que parase. Según señaló Perkins después, «manipulación, egoísmo o simple grosería, no
podíamos saber qué motivaba toda aque la tontería». Cuando al final se sentó para la entrevista, aseguró que ni siquiera la
legada de internet serviría para detener la supremacía de Microsoft. «Windows ha ganado — anunció—.
Desgraciadamente, venció al Mac, venció a UNIX, venció al OS/2. El ganador ha sido un producto inferior».
El fracaso de NeXT a la hora de vender un producto que integrase hardware y software ponía en duda toda la filosofía de
Jobs. «Cometimos un error, que fue tratar de aplicar la misma fórmula utilizada en Apple para crear todo el producto —
155
admitió en 1995—. Deberíamos habernos dado cuenta de que el mundo estaba cambiando y haber pasado directamente a
ser una compañía de software». Sin embargo, por más que lo intentara, no lograba entusiasmarse con aque la perspectiva.
En lugar de crear grandes productos integrados que hicieran las delicias de los consumidores, ahora se había quedado con
una empresa que trataba de vender software a otras empresas, las cuales instalarían sus programas en distintas
plataformas de hardware. «Aque lo no era lo que yo quería —se lamentó después—. Me aburría bastante no ser capaz de
vender productos para los consumidores. Senci lamente, no estoy hecho para venderles productos a las empresas y
conceder licencias de software para el hardware chapucero de otras personas. Nunca quise eso».
LA CAÍDA DE APPLE
En los años que siguieron a la partida de Jobs, Apple fue capaz de arreglárselas cómodamente con un alto margen de
beneficios basado en su dominio temporal del campo de la autoedición. John Scu ley, creyéndose un genio, realizó a lá por
1987 distintas declaraciones que hoy en día resultan vergonzosas. Según sus palabras, Jobs quería que Apple «se
convirtiera en una maravi losa empresa de productos para los consumidores. Ese plan era una locura [...]. Apple nunca se
iba a convertir en una empresa de productos de masas [...]. No podíamos adaptar la realidad a todos nuestros sueños de
cambiar el mundo [...]. La alta tecnología no podía diseñarse y venderse como un producto para el gran público».
Jobs estaba horrorizado, y fue enfadándose más y volviéndose más despectivo a medida que la presidencia de Scu ley era
testigo de un descenso constante en el control del mercado y los beneficios de Apple a principios de la década de los
noventa. «Scu ley destruyó Apple al traer consigo a gente corrupta con valores corruptos —se lamentó Jobs
posteriormente—. Estaban más preocupados por ganar dinero, principalmente para sí mismos, y también para Apple, que
por crear grandes productos». Jobs sentía que el afán de aquel hombre por obtener beneficios solo fue posible a costa de
perder cuota de mercado. «El Macintosh perdió ante Microsoft porque Scu ley insistió en exprimir todos los beneficios que
pudiera recaudar en lugar de mejorar el producto y hacer que resultase más asequible».
A Microsoft le había costado algunos años reproducir la interfaz gráfica de usuario del Macintosh, pero en 1990 presentó el
Windows 3.0, que dio comienzo al avance de la compañía hasta legar a controlar el mercado de los ordenadores de
sobremesa. Windows 95, que salió a la venta en agosto de 1995, se convirtió en el sistema operativo de mayor éxito de
todos los tiempos, y las ventas del Macintosh comenzaron a venirse abajo. «Microsoft se limitaba a copiar lo que hacían
otras personas, y a continuación insistía en las mismas políticas y se aprovechaba de su control de los ordenadores
compatibles con IBM —explicó después Jobs—. Apple se lo merecía. Tras mi marcha no inventaron nada nuevo. El Mac
apenas mejoró. Aque lo era pan comido para Microsoft».
Su frustración con Apple resultó evidente cuando pronunció un discurso para una asociación de estudiantes de la Facultad
de Estudios Empresariales de Stanford. El
acto se celebró en la casa de un alumno, que le pidió que le firmase un teclado de Macintosh. Jobs accedió a hacerlo si le
permitía eliminar las teclas que se le habían añadido al Mac después de su salida de la compañía. Se sacó las laves del
coche del bolsi lo y arrancó las cuatro flechas del cursor, que ya había vetado en una ocasión, además de toda la fila de
teclas de función. «F1, F2, F3... Voy cambiando el mundo teclado a teclado», afirmó con tono inexpresivo. A continuación
firmó el teclado mutilado.
Durante las vacaciones de Navidad de 1995, celebradas en Kona Vi lage, en Hawai, Jobs se fue a dar un paseo por la
playa para charlar con su amigo Larry
E lison, el indomable consejero delegado de Oracle. Discutieron la posibilidad de hacer una oferta pública de adquisición a
Apple y devolver a Jobs al frente de la empresa. E lison aseguró que podía reunir 3.000 mi lones de dólares de financiación.
«Compraré Apple, tú conseguirás el 25 % de la compañía de inmediato al convertirte en su consejero delegado, y
podremos devolverle su gloria de tiempos pasados». Sin embargo, Jobs se resistía. «Decidí que no soy el tipo de persona
que presenta una opa hostil —explicó—. Si me hubieran pedido regresar, la situación habría sido diferente».
En 1996, la cuota de mercado de Apple había descendido hasta el 4 %, desde el 16 % del que gozaba a finales de la
década de los ochenta. Michael Spindler, que
había sustituido a Scu ley en 1993, trató de venderles la compañía a Sun, a IBM y a Hewlett-Packard. No tuvo éxito y fue
sustituido, en febrero de 1996, por Gil Amelio, un ingeniero de investigación que era también el consejero delegado de
National Semiconductor. Durante su primer año, la compañía perdió 1.000 mi lones de dólares, y el valor de las acciones,
que había legado a los 70 dólares en 1991, cayó hasta los 14 dólares, a pesar de que por entonces la burbuja de las
empresas tecnológicas elevaba otros valores hasta la estratosfera.
Amelio no era un gran admirador de Jobs. Su primera reunión había tenido lugar en 1994, justo después de que Amelio
156
fuera nombrado miembro del consejo de
administración de Apple. Jobs lo había lamado y le había dicho: «Quiero ir a verte». Este lo invitó a su despacho de
National Semiconductor, y recordaría después como vio legar a Jobs a través de la pared de cristal de su despacho.
Parecía «una especie de boxeador, agresivo y con una elegancia esquiva, o como un felino de la jungla, listo para
abalanzarse sobre su presa», señaló. Tras unos minutos intercambiando cortesías —mucho más de lo que acostumbraba
Jobs—, el recién legado anunció bruscamente el motivo de su visita. Quería que Amelio lo ayudase a regresar a Apple
como consejero delegado. «Solo hay una persona capaz de dirigir a las tropas de Apple —dijo—, solo una persona que
pueda enderezar la compañía». Jobs argumentó que la era del Macintosh ya había pasado y que había legado la hora de
que Apple creara algo nuevo e igual de innovador.
«Si el Mac ha muerto, ¿con qué vamos a sustituirlo?», le preguntó Amelio. La respuesta de Jobs no lo impresionó. «Steve
no parecía tener una respuesta clara — declaró posteriormente—. Era como si viniera con una lista de frases preparadas».
Amelio sintió que estaba siendo testigo del campo de distorsión de la realidad de Jobs, y se enorgu leció de ser inmune a
él. Echó sin miramientos a Jobs de su despacho.
En el verano de 1996, Amelio se dio cuenta de que tenía un grave problema. Apple estaba fijando sus esperanzas en la
creación de un nuevo sistema operativo
lamado Copland, pero él había descubierto, poco después de ocupar el puesto de consejero delegado, que se trataba de un
producto decepcionante sobre el que se habían inflado las expectativas; Copland no podría resolver la necesidad de Apple
de mejorar las comunicaciones en red y la protección de memoria, y tampoco estaría listo para su comercialización en
1997, tal y como se había planeado. Amelio prometió en público que encontraría rápidamente una alternativa. Su problema
era que no tenía ninguna.
Así pues, Apple necesitaba un socio, uno capaz de crear un sistema operativo estable, preferentemente uno que se
pareciera a UNIX y que tuviera una capa de aplicación orientada a objetos. Había una compañía claramente capaz de
ofrecer un software así —NeXT—, pero a Apple todavía le hizo falta algo de tiempo para considerar aque la posibilidad.
Apple se fijó en primer lugar en una empresa creada por JeanLouis Gassée, lamada Be. Gassée comenzó a negociar la
venta de Be a Apple, pero en agosto de
1996 se le fue la mano durante una reunión con Amelio en Hawai. Exigió que su equipo de cincuenta trabajadores entrase
en Apple y pidió que le entregaran el 15 % de la compañía, con un valor de unos 500 mi lones de dólares. Amelio estaba
atónito. Apple calculaba que Be tenía un valor de unos 50 mi lones de dólares. Tras unas cuantas ofertas y contraofertas,
Gassée se negó a aceptar una cifra de menos de 275 mi lones de dólares. Pensaba que Apple no tenía alternativas.
AAmelio le legó el rumor de que Gassée había comentado: «Los tengo agarrados por las pelotas, y pienso apretar hasta
que les duela». Aque lo no le hizo ninguna gracia.
La directora jefe de tecnología, E len Hancock, propuso que optaran por el sistema operativo Solaris, de Sun, que estaba
basado en UNIX, a pesar de que todavía no contaban con una interfaz de usuario senci la de utilizar. Amelio comenzó a
defender que se decidieran nada menos que por Windows NT, de Microsoft, porque creía que podrían retocarlo
superficialmente para que ofreciera el aspecto y la sensación de un Mac pero fuera a la vez compatible con todo el software
al alcance de los usuarios de Windows. Bi l Gates, ansioso por cerrar un trato, comenzó a lamar personalmente a Amelio.
Por supuesto, había otra opción. Dos años antes, Guy Kawasaki, columnista de la revista Macworld (y antiguo predicador
del software de Apple), había publicado una divertida nota de prensa según la cual, supuestamente, Apple iba a adquirir
NeXT y nombrar a Jobs consejero delegado. Aque la parodia afirmaba que Mike Markkula le había preguntado a Jobs:
«¿Quieres pasarte el resto de tu vida vendiendo versiones azucaradas de UNIX o quieres cambiar el mundo?». Jobs
accedió a la propuesta y contestó: «Como ahora soy padre, necesitaba una fuente de ingresos más estable». La nota
señalaba que «debido a su experiencia en NeXT, se espera que leve consigo a Apple un recién descubierto sentido de la
humildad». La nota de prensa citaba a Bi l Gates afirmando que ahora Jobs iba a presentar más novedades que las que
Microsoft podía legar a copiar. Por supuesto, todo el texto de la nota de prensa pretendía ser una broma, pero la realidad
tiene la extraña costumbre de amoldarse al sarcasmo.
ARRASTRÁNDOSE HACIA CUPERTINO
«¿Alguien conoce lo suficiente a Steve como para lamarlo y hablarle de esto?», preguntó Amelio a su personal. Como su
encuentro con Jobs dos años antes había tenido un mal desenlace, no quería ser él quien hiciera la lamada. Sin embargo,
al final no le hizo falta. Apple ya estaba recibiendo señales de NeXT. Garrett Rice, un comercial de NeXT en un puesto
intermedio, se había limitado a coger el teléfono y, sin consultárselo a Jobs, lamó a E len Hancock para ver si estaba
157
interesada en echarle un vistazo a su software. E la envió a alguien para reunirse con él.
En torno a finales de noviembre de 1996, las dos empresas habían establecido charlas entre trabajadores de nivel medio, y
Jobs cogió el teléfono para lamar
directamente a Amelio. «Voy de camino a Japón, pero volveré dentro de una semana y me gustaría verte en cuanto regrese
—anunció Jobs—. No tomes ninguna decisión hasta que nos hayamos reunido». Amelio, a pesar de su experiencia anterior
con Jobs, quedó encantado al tener noticias suyas y embelesado por la posibilidad de trabajar con él. «Para mí, la lamada
telefónica de Steve fue como inhalar el aroma de la bote la de un gran vino de reserva», recordaba. Le aseguró que no
legaría a ningún acuerdo con Be o con ninguna otra empresa antes de volverse a ver.
Para Jobs, la competencia con Be era tanto personal como profesional. NeXT estaba yéndose a pique, y la posibilidad de
que Apple adquiriese la compañía parecía una alternativa muy tentadora. Además, Jobs era rencoroso, en ocasiones con
gran encono, y Gassée se encontraba en los primeros puestos de su lista, quizá incluso por encima de Scu ley. «Gassée es
un hombre realmente malvado —aseguró Jobs después—. Es una de las pocas personas que he conocido en mi vida de
las que podría afirmar que es realmente malo. Me apuñaló por la espalda en 1985». Hay que decir, en favor de Scu ley, que
al menos él fue lo suficientemente caba leroso como para apuñalar a Jobs en el pecho.
El 2 de diciembre de 1996, Steve Jobs puso un pie en los terrenos de Apple en Cupertino por primera vez desde su
destitución, once años atrás. En la sala de
conferencias de los ejecutivos, se reunió con Amelio y Hancock para tratar de vender NeXT. Una vez más, se dedicó a
escribir en la pizarra que había a lí, y en esta ocasión ofreció un discurso acerca de las cuatro generaciones de sistemas
informáticos que habían culminado, al menos según su versión, con la salida al mercado de NeXT. Argumentó que el
sistema operativo de Be no estaba completo, y que no era tan sofisticado como el de NeXT. Mostró su lado más seductor, a
pesar del hecho de que estaba hablando con dos personas a las que no respetaba. Puso especial énfasis en tratar de
parecer modesto. «A lo mejor es una idea completamente loca», afirmó, pero si les parecía atractiva «podemos fijar el tipo
de acuerdo que queráis: licencias de software, la venta de la empresa, lo que sea». De hecho, estaba ansioso por venderlo
todo, y subrayó aque la posibilidad. «Cuando le echéis un vistazo más a fondo, os convenceréis de que no solo os interesa
el software —les dijo
—. Vais a querer comprar toda la compañía y levaros a todos los trabajadores».
«¿Sabes qué, Larry? Creo que he encontrado la forma de regresar a Apple y hacerme con el control sin que necesites
comprarla», le comentó Jobs a E lison durante un largo paseo en Kona Vi lage, en Hawai, cuando coincidieron a lí en
Navidades. Según recordaba E lison, «me explicó su estrategia, que consistía en hacer que Apple comprara NeXT, y así él
pasaría a formar parte del consejo de administración y estaría a un paso de convertirse en su consejero delegado». E lison
pensó que Jobs estaba pasando por alto un elemento crucial. «Pero Steve, hay una cosa que no entiendo —lo
interrumpió—. Si no compramos la compañía, ¿cómo vamos a ganar dinero?». Aque lo dejaba claro lo diferentes que eran
sus deseos. Jobs apoyó la mano sobre el hombro izquierdo de E lison, se acercó a él tanto que casi se tocaban con la nariz
y dijo: «Larry, esta es la razón por la que es muy importante que yo sea tu amigo. No necesitas más dinero».
E lison recuerda su reacción, al borde del so lozo, ante la afirmación de Jobs. «Bueno, puede que yo no necesite el dinero,
pero ¿por qué tengo que dejar que se lo leve el gestor de inversiones de cualquier banco? ¿Por qué se lo tiene que quedar
otra persona? ¿Por qué no nosotros?». «Creo que si regresara a Apple sin que ni tú ni yo seamos dueños de ninguna
porción de la compañía, eso me otorgaría autoridad moral», replicó Jobs. Y E lison aposti ló: «Steve, esa autoridad moral
de la que hablas es un lujo muy caro. Mira, eres mi mejor amigo y Apple es tu compañía, así que haré lo que tú quieras».
Aunque Jobs afirmó posteriormente que no estaba planeando hacerse con el control de Apple por aquel entonces, E lison
pensó que era inevitable. «Cualquiera que
pasara más de media hora con Amelio se daría cuenta de que no podía hacer nada más que autodestruirse», señaló
posteriormente.
El gran enfrentamiento entre NeXT y Be se celebró en el hotel Garden Court de Palo Alto el 10 de diciembre, con la
presencia de Amelio, Hancock y otros seis ejecutivos de Apple. NeXT entró primera, y Avie Tevanian les presentó el
software mientras Jobs hacía gala de su hipnótica habilidad para las ventas. Mostraron cómo el programa permitía
reproducir cuatro vídeos en panta la a la vez, crear contenidos multimedia y conectarse a internet. «El discurso con el que
Steve presentó el sistema operativo de NeXT fue deslumbrante —comentó Amelio—. Exaltó sus virtudes y sus puntos
fuertes como si estuviera describiendo la actuación de Lawrence Olivier en el papel de Macbeth».
Gassée entró a continuación, pero actuó como si el acuerdo ya estuviera en sus manos. No ofreció ninguna presentación
nueva. Se limitó a decir que el equipo de Apple ya conocía las capacidades del sistema operativo de Be, y preguntó si
158
alguien tenía alguna pregunta. Fue una sesión breve. Mientras Gassée realizaba su presentación, Jobs y Tevanian dieron
un paseo por las ca les de Palo Alto. Tras un rato, se encontraron con uno de los ejecutivos de Apple que habían estado
presentes en las reuniones. «Vais a ganar el acuerdo», les dijo.
Tevanian afirmó posteriormente que aque lo no era ninguna sorpresa. «Teníamos una tecnología mejor, podíamos ofrecer
una solución integral y teníamos a Steve».
Amelio sabía que devolver a Jobs al redil sería un arma de doble filo, pero lo mismo podía decirse de volver a contratar a
Gassée. Larry Tesler, uno de los veteranos
del equipo del Macintosh de épocas pasadas, le recomendó a Amelio que optara por NeXT, pero añadió: «Elijas la
compañía que elijas, vas a traer a alguien que te va a quitar el puesto, Steve o Jean-Louis».
Amelio se decidió por Jobs. Lo lamó para informarle de que planeaba proponerle al consejo de administración de Apple que
lo autorizaran para negociar la
adquisición de NeXT y le preguntó si le gustaría estar presente en la reunión. Jobs contestó que a lí estaría. Al entrar en la
sala, se produjo un momento de tensión cuando vio a Mike Markkula. No habían vuelto a hablar desde que Markkula, que
había sido su mentor y una figura paterna para él, se había puesto de parte de Scu ley a lá por 1985. Jobs siguió
caminando y le estrechó la mano. Entonces, sin la ayuda de Tevanian o de algún otro apoyo, presentó la demostración de
NeXT. Para cuando acabó la exposición, ya se había ganado a todo el consejo.
Jobs invitó a Amelio a que fuera a su casa de Palo Alto para que pudieran negociar en un entorno agradable. Cuando
Amelio legó con su Mercedes clásico de
1973, Jobs quedó impresionado. Le gustaba el coche. En la cocina, que por fin había quedado renovada, Jobs puso agua a
hervir para preparar té, y entonces se sentaron a la mesa de madera situada frente al horno de leña de la cocina. La parte
económica de las negociaciones transcurrió sin problemas. Jobs no estaba dispuesto a cometer el mismo error que Gassée
y excederse con sus exigencias. Sugirió que Apple comprase las acciones de NeXT a 12 dólares. Aque lo suponía un total
de unos 500 mi lones de dólares. Amelio dijo que aque lo era demasiado y propuso un precio de 10 dólares por acción, lo
que representaba algo más de 400 mi lones de dólares. A diferencia de Be, NeXT contaba con un producto real, con
ingresos reales y con un gran equipo. No obstante, Jobs quedó agradablemente sorprendido con aque la contraoferta y
aceptó de inmediato.
Uno de los puntos conflictivos era que Jobs reclamaba el pago en efectivo. Amelio insistió en que necesitaba «poner algo
de carne en el asador» y aceptar el pago en
acciones que accedía a conservar durante al menos un año. Al final, legaron a un consenso: Jobs recibiría 120 mi lones de
dólares en efectivo y 37 mi lones en acciones, que se comprometía a no vender durante al menos seis meses.
Como de costumbre, Jobs quería mantener algunas de sus conversaciones dando un paseo. Mientras deambulaban por
Palo Alto, planteó la posibilidad de que lo
incluyeran en el consejo de administración de Apple. Amelio trató de evitar el tema y aseguró que Jobs tenía un historial
demasiado abultado como para hacer algo así con tanta rapidez. «Gil, eso me hiere profundamente —afirmó Jobs—. Esta
era mi empresa. Me dejaron fuera desde aquel día horrible con Scu ley». Amelio contestó que lo comprendía, pero que no
estaba seguro de lo que querría el consejo. Cuando estaba a punto de comenzar las negociaciones con Jobs, había
tomado nota mentalmente para «avanzar con lógica, imparable, como mi sargento de instrucción» y «esquivar su carisma».
Sin embargo, durante el paseo quedó atrapado, como tantos otros, en el campo de fuerza de Jobs. «Me quedé enganchado
por la energía y el entusiasmo de Steve», recordaba.
Tras dar un par de vueltas a la manzana, regresaron a la casa justo cuando Laurene y los niños legaban. Todos celebraron
aque la relajada negociación, y después Amelio se marchó a bordo de su Mercedes. «Me hizo sentir como si fuera su
amigo de toda la vida», recordaba. Es cierto que Jobs podía conseguirlo. Posteriormente, después de que Jobs hubiera
urdido su destitución, Amelio reflexionó sobre la simpatía mostrada por Jobs aquel día y señaló con nostalgia: «Como
descubrí con gran dolor, aque la solo era una de las facetas de una personalidad extremadamente compleja».
Tras informar a Gassée de que Apple iba a adquirir NeXT, Amelio tuvo que hacer frente a la que resultó ser una tarea
todavía más incómoda: decírselo a Bi l Gates.
«Se puso hecho una fiera», recordaba Amelio. A Gates le pareció ridículo, aunque puede que no sorprendente, que Jobs se
hubiera salido con la suya. «¿De verdad crees que Steve Jobs tiene algo en esa empresa? —le preguntó Gates a Amelio—.
Yo conozco su tecnología, no es más que UNIX trucado, y nunca conseguirás que funcione en vuestros aparatos». Gates,
al igual que Jobs, tenía la capacidad de ir enfadándose a medida que hablaba, y Amelio recordaba que lo hizo durante dos
o tres minutos. «¿Es que no entiendes que Steve no sabe nada de tecnología? No es más que un supervendedor. No me
puedo creer que vayáis a tomar una decisión tan estúpida... No sabe nada de ingeniería, y el 99 % de lo que dice y lo que
piensa es incorrecto. ¿Para qué demonios estáis comprando esa basura?».
Años más tarde, cuando le planteé este asunto, Gates no recordaba haberse enfadado tanto. Comentó que la compra de
159
NeXT no le ofrecía a Apple un nuevo sistema operativo. «Amelio pagó mucho dinero por NeXT y, seamos sinceros, su
sistema operativo nunca legó a utilizarse». En vez de eso, la adquisición hizo que se incorporara a la planti la Avie
Tevanian, que podía ayudar a mejorar el sistema operativo existente de Apple para que incorporase el núcleo de la
tecnología de NeXT. Gates sabía que el trato estaba destinado a devolver a Jobs a un puesto de poder. «Sin embargo,
aquel fue un vuelco del destino —declaró—. Lo que acabaron adquiriendo fue a un tipo que la mayoría de la gente no
pensaría que fuera a ser un gran consejero delegado, porque no tenía mucha experiencia en e lo, pero que era un hombre
bri lante con un gran gusto por el diseño y por la ingeniería. Contuvo su locura durante el tiempo suficiente como para
conseguir que lo nombraran consejero delegado de forma provisional».
A pesar de lo que creían E lison y Gates, Jobs tenía sentimientos muy encontrados acerca de si quería regresar para
desempeñar una función activa en Apple, al menos mientras Amelio estuviera a lí. Unos días antes del anuncio de la
adquisición de NeXT, Amelio le pidió a Jobs que se uniera a Apple a tiempo completo para hacerse cargo del desarro lo del
sistema operativo. Jobs, sin embargo, siguió evitando la petición de Amelio de que se comprometiera a e lo.
Al final, el día previsto para el gran anuncio, Amelio convocó a Jobs. Necesitaba una respuesta. «Steve, ¿es que solo
quieres coger tu dinero y marcharte? — preguntó—. No pasa nada si es eso lo que quieres». Jobs no respondió.
Simplemente se le quedó mirando. «¿Quieres estar en nómina? ¿Ser un consejero?». Una vez más, Jobs se quedó ca
lado. Amelio salió y buscó al abogado de Jobs, Larry Sonsini, y le preguntó qué pensaba que quería Jobs. «Ni idea», dijo
Sonsini, así que Amelio regresó al despacho y lo intentó una vez más. «Steve, ¿en qué estás pensando? ¿Qué te parece
esto? Por favor, necesito una decisión ahora mismo».
«Ayer no dormí nada», respondió Jobs. «¿Por qué? ¿Qué te pasa?». «Estaba pensando en todas las cosas que hay que
hacer y en el acuerdo que hemos alcanzado, y se me está juntando todo. Ahora mismo estoy muy cansado y no puedo
pensar con claridad. No quiero que me hagan más preguntas». Amelio aseguró que aque lo no era posible. Necesitaba una
respuesta.
Al final, Jobs contestó: «Mira, si tienes que decirle algo al consejo, diles que seré consejero del presidente». Y eso es lo que
hizo Amelio.
El anuncio se levó a cabo esa tarde —el 20 de diciembre de 1996— frente a 250 empleados que aplaudían y vitoreaban en
la sede de Apple. Amelio hizo lo que Jobs le había pedido y describió su nueva función como la de un consejero a tiempo
parcial. En lugar de aparecer por un lateral del escenario, Jobs se presentó en el
fondo del auditorio y recorrió todo el pasi lo central. Amelio les había advertido a los presentes que Jobs estaba demasiado
cansado como para decir nada, pero en aquel momento recobró energías gracias a los aplausos. «Estoy entusiasmado —
afirmó Jobs—. Tengo muchas ganas de volverme a encontrar con algunos viejos compañeros». Louise Kehoe, del Financial
Times, salió al escenario justo después y le preguntó a Jobs, con tono casi acusatorio, si iba a acabar haciéndose con el
control de Apple. «Oh, no, Louise —contestó—. Ahora hay muchas otras cosas en mi vida. Tengo una familia. Estoy metido
en Pixar. El tiempo del que dispongo es limitado, pero espero poder compartir algunas ideas».
Al día siguiente, Jobs se presentó en Pixar. Cada vez le gustaba más aquel lugar, y quería que los trabajadores supieran
que todavía iba a seguir siendo presidente, que seguiría profundamente implicado en sus actividades. Sin embargo, la
gente de Pixar se alegró al verlo regresar a Apple a tiempo parcial; una dosis algo menor de la concentración de Jobs sería
buena para e los. Era un hombre útil cuando había que levar a cabo grandes negociaciones, pero podía ser peligroso
cuando tenía demasiado tiempo libre. Cuando legó ese día a Pixar, entró en el despacho de Lasseter y le explicó que,
aunque solo fuera consejero en Apple, aque lo iba a ocupar gran parte de su tiempo. Afirmó que quería su bendición. «Sigo
pensando en todo el tiempo que voy a pasar alejado de mi familia y en el tiempo que pasaré alejado de Pixar, mi otra
familia —se lamentó Jobs—, pero la única razón por la que quiero hacerlo es porque el mundo será un lugar mejor si Apple
está en él».
Lasseter sonrió con amabilidad. «Tienes mi bendición», le dijo.
160
23
La restauración
Porque el que ahora pierde ganará después
RONDANDO ENTRE BASTIDORES
«No es normal ver a un artista de treinta o cuarenta años que sea capaz de crear algo realmente increíble», declaró Jobs
cuando estaba a punto de legar a la treintena. Aque lo resultó ser cierto durante toda aque la década para Jobs, la que
comenzó con su destitución de Apple en 1985. Sin embargo, tras cumplir cuarenta años en
1995, su actividad floreció. Ese año se estrenó Toy Story, y al año siguiente la compra de NeXT por parte de Apple le
permitió volver a la compañía que había fundado. Al regresar, Jobs iba a demostrar que incluso las personas de más de
cuarenta años podían ser grandes innovadores. Tras haber transformado el mundo de los ordenadores personales mientras
se encontraba en la veintena, ahora iba a ayudar a generar un cambio parecido con los reproductores de música, el modelo
de la industria discográfica, los teléfonos móviles y sus aplicaciones, las tabletas electrónicas, los libros y el periodismo.
Le había dicho a Larry E lison que su estrategia para regresar consistía en vender NeXT a Apple, ser nombrado miembro
del consejo de administración y estar preparado para cuando Amelio cometiera algún error. Puede que E lison quedara
perplejo al insistirle Jobs en que no se sentía motivado por el dinero, pero en parte era cierto. No sentía las enormes
necesidades consumistas de su amigo, ni los impulsos filántropos de Gates, ni un afán competitivo por ver cuánto podía
ascender en la lista de Forbes. En vez de eso, las necesidades de su ego y sus instintos personales lo levaban a tratar de
realizarse mediante la creación de un legado que sobrecogiera a la gente. De hecho, se trataba de un legado doble: crear
grandes productos que resultaran innovadores y transformaran la industria, por un lado, y construir una empresa duradera,
por otro. Quería formar parte del panteón —y situarse incluso por encima— en el que se encontraban personas como
Edwin Land, Bi l Hewlett y David Packard, y la mejor forma de lograr todo aque lo era regresando a Apple y reclamando su
reino.
Y aun así... le embargó una extraña sensación de inseguridad cuando legó la hora de recuperar su puesto. No es que
tuviera reparos en socavar la autoridad de Gil
Amelio. Aque lo formaba parte de su naturaleza, y lo difícil habría sido que se contuviera, puesto que, en su opinión, Amelio
no tenía ni idea de lo que hacía. Sin embargo, cuando acercó a sus labios la copa del poder, se volvió extrañamente
dubitativo, incluso reticente, o quizá algo tímido.
Regresó en enero de 1997 como consejero informal a tiempo parcial, tal y como le había dicho a Amelio que haría.
Comenzó a hacer valer su opinión en algunas áreas de personal, especialmente a la hora de proteger a los trabajadores
que habían legado desde NeXT. Sin embargo, en casi todos los demás sentidos, se mostró extrañamente pasivo. La
decisión de no pedirle que se uniera al consejo de administración lo ofendió, y se sintió insultado por la sugerencia de que
podía dirigir el departamento de sistemas operativos de la empresa. Así, Amelio fue capaz de crear una situación en la que
Jobs estaba tanto dentro como fuera del juego, lo cual no era precisamente una buena receta para la tranquilidad. Según
recordaba Jobs después:
Gil no quería que yo estuviera por allí, y yo pensaba que él era un capullo. Lo supe antes de venderle la compañía.
Pensaba que iban a recurrir a mí de vez en cuando para actos como las conferencias de Macworld, principalmente para
lucirme. Aquello no me importaba porque yo estaba trabajando en Pixar. Alquilé una oficina en el centro de Palo Alto donde
pudiera trabajar algunos días a la semana, y después me iba a Pixar durante un par de días. Era una vida agradable. Podía
tomármelo con más calma y pasar algo de tiempo con mi familia.
Jobs apareció, de hecho, en la conferencia de Macworld justo a principios de enero, y reafirmó su opinión de que Amelio
era un capu lo. Cerca de cuatro mil fieles se pelearon por conseguir un asiento en el salón del hotel Marriott de San
Francisco para escuchar el discurso inaugural de Amelio. La presentación corrió a cargo del actor Jeff Goldblum, que había
salvado al mundo en Independence Day utilizando un PowerBook de Apple. «He encarnado a un experto en teoría del caos
en El mundo perdido: Parque Jurásico —comentó—, así que, supongo, eso me cualifica para hablar en una presentación
de Apple». A continuación le cedió la palabra a Amelio, que apareció en el escenario con una lamativa americana y una
camisa de cue lo mao completamente abotonada («parecía un cómico de Las Vegas», afirmó Jim Carlton, del Wall Street
Journal , o, en palabras de Michael Malone, reportero especializado en tecnología: «Tenía el mismo aspecto que mostraría
tu tío recién divorciado en una primera cita»).
El mayor problema era que Amelio se había ido de vacaciones, se había enzarzado en una desagradable discusión con los
161
encargados de escribir su discurso y no
había querido ensayar. Cuando Jobs apareció entre bastidores, quedó contrariado al ver todo aquel caos. Le hervía la
sangre mientras Amelio, sobre el estrado, farfu laba a lo largo de una presentación inconexa e interminable. Amelio no
estaba familiarizado con las notas que aparecían en la panta la ante sí, y tardó poco en ponerse a improvisar su
presentación. En repetidas ocasiones perdió el hilo de su discurso, y después de más de una hora, el público estaba
horrorizado. Hubo algunas interrupciones muy bien recibidas, como cuando reclamó la presencia del cantante Peter Gabriel
para presentar un nuevo programa de música. También señaló a Muhammad Ali, sentado en la primera fila. Se suponía que
el campeón debía subir al escenario para promocionar una página web sobre la enfermedad de Parkinson, pero Amelio
nunca legó a pedirle que subiera o a explicar por qué se encontraba a lí.
Amelio divagó durante más de dos horas antes de lamar por fin a la persona a la que todos querían vitorear. «Jobs,
rezumando confianza, estilo y magnetismo puro, encarnó la antítesis del titubeante Amelio cuando subió al escenario —
escribió Carlton—. El retorno de Elvis no habría despertado una reacción más entusiasta». La multitud se puso en pie y le
ofreció una atronadora ovación durante más de un minuto. La década de aridez y sequía había legado a su fin. Entonces,
Jobs pidió silencio y pasó sin rodeos a tratar el desafío que se les presentaba. «Tenemos que recuperar nuestra chispa —
anunció—. El Mac no progresó mucho en diez años, así que Windows se ha puesto a su altura. Por eso, tenemos que crear
un sistema operativo que sea todavía mejor».
Aque la charla en la que Jobs trató de infundirles ánimo a los presentes podría haber sido un punto final que compensara la
terrible actuación de Amelio. Desgraciadamente, Amelio regresó al escenario y prosiguió con sus divagaciones durante otra
hora más. Al final, más de tres horas después de que comenzara el espectáculo, Amelio le puso punto final y lamó a Jobs al
escenario. A continuación, y por sorpresa, lamó también a Steve Wozniak. Volvió a desatarse un caos
enfervorecido, pero Jobs estaba claramente molesto. Evitó participar en una triunfante escena en la que los tres
aparecieran juntos con los brazos en alto, y en vez de eso se deslizó lentamente fuera del escenario. «Arruinó sin piedad el
momento de despedida que yo había planeado —se quejó Amelio después—. Sus sentimientos personales eran más
importantes que ofrecer una buena imagen de Apple». Solo habían pasado siete días en aquel nuevo año para Apple, y ya
parecía claro que su núcleo no iba a resistir.
Jobs comenzó inmediatamente a asignarles a personas de su confianza los principales puestos de Apple. «Quería
asegurarme de que las personas realmente valiosas procedentes de NeXT no recibían puñaladas por la espalda por parte
de gente menos competente que se encontrara en puestos de responsabilidad de Apple», recordaba. E len Hancock, que
había defendido la elección de Solaris (de Sun Microsystems) en lugar de NeXT, se encontraba al frente de su lista de
objetivos, especialmente cuando se empeñó en utilizar el núcleo de Solaris en el nuevo sistema operativo de Apple. En
respuesta a la pregunta de un periodista acerca de la función que iba a desempeñar Jobs en la toma de aque la decisión, e
la declaró cortante: «Ninguna». Se equivocaba. La primera maniobra de Jobs consistió en asegurarse de que dos de sus
amigos de NeXT se adueñaban de sus funciones.
Para el puesto de jefe de ingeniería de software presentó a su colega Avie Tevanian. Para encargarse del departamento de
hardware, lamó a Jon Rubinstein, que antes había desempeñado la misma función en NeXT cuando aún contaban con un
departamento de hardware. Rubinstein se encontraba de vacaciones en la isla de Skye cuando Jobs lo lamó directamente.
«Apple necesita algo de ayuda —anunció—. ¿Quieres apuntarte?». Rubinstein aceptó. Llegó a tiempo para asistir a la
conferencia de Macworld y ver como Amelio fracasaba sobre el escenario. La situación era peor de lo que esperaba.
Tevanian y él intercambiaban miradas durante las reuniones como si acabaran de irrumpir en un manicomio. La gente
realizaba afirmaciones fantasiosas mientras Amelio permanecía sentado a un extremo de la mesa sumido en un aparente
estupor.
Jobs no acudía con regularidad al despacho, pero a menudo hablaba con Amelio por teléfono. Una vez asegurado de que
Tevanian, Rubinstein y otros trabajadores
de su confianza accedían a los puestos de control, se concentró en la creciente línea de productos de la empresa. Una de
sus nuevas manías era el Newton, el asistente digital personal y de bolsi lo que, en teoría, era capaz de reconocer la
escritura manual. No era tan malo como lo presentaban las viñetas cómicas de Doonesbury, pero Jobs lo detestaba.
Despreciaba la idea de utilizar un lápiz o un puntero para escribir en una panta la. «Dios nos dio diez punteros —solía decir,
agitando los dedos—. No hace falta inventar otro». Además, Jobs veía el Newton como la mayor innovación de Scu ley,
como su proyecto favorito. Aque lo bastaba para condenarlo ante sus ojos.
«Deberías acabar con el Newton», le dijo un día a Amelio por teléfono. Era una sugerencia que no venía a cuento, y Amelio
se resistió. «¿A qué te refieres con “acabar con él”? —preguntó—. Steve, ¿tienes idea de lo caro que sería eso?».
162
«Cancélalo, desactívalo, deshazte de él —insistió Jobs—. No importa cuánto cueste. La gente te vitorearía si te lo quitaras
de encima».
«He estado estudiándolo y creo que va a ser muy rentable —afirmó Amelio—. No voy a pedir que nos deshagamos de él».
En mayo, no obstante, anunció sus
planes para independizar el departamento encargado del Newton, lo cual marcó el comienzo de un avance a trompicones
hacia la tumba que duraría todo un año. Tevanian y Rubinstein iban de vez en cuando a casa de Jobs para mantenerlo
informado, y pronto todo Silicon Va ley sabía que poco a poco Jobs estaba
arrebatándole el poder a Amelio. No se trataba de una estratagema maquiavélica para hacerse con el poder, sino de que
así es como era Jobs. Aspirar al control estaba grabado en su naturaleza. Louise Kehoe, la periodista del Financial Times
que había previsto esta maniobra cuando entrevistó a Jobs y a Amelio durante la presentación de diciembre, fue la primera
en publicar la historia. «Jobs se ha convertido en el poder en la sombra —escribió a finales de febrero—. Se rumorea que
es él quien toma las decisiones sobre qué departamentos de Apple deben desaparecer. Jobs les ha pedido a unos cuantos
de sus antiguos compañeros de Apple que regresen a la compañía y, según estos, ya ha dejado entrever que planea
hacerse con el mando. Según uno de los confidentes del señor Jobs, este se ha convencido de que es improbable que
Amelio y las personas designadas por él consigan reanimar Apple. Está dispuesto a reemplazarlos para asegurar la
supervivencia de “su empresa”».
Ese mes, Amelio tuvo que enfrentarse a la reunión anual de accionistas y explicar por qué los resultados del último
trimestre de 1996 se habían saldado con una caída de ventas del 30 % en comparación con el año anterior. Los accionistas
hacían cola ante los micrófonos para dar rienda suelta a su enfado. Amelio no era en absoluto consciente de lo mal que
estaba gestionando aque la reunión. «Aque la presentación está considerada como una de las mejores que he ofrecido», se
jactó después. Sin embargo, Ed Woolard, el antiguo consejero delegado de la industria química DuPont, que ahora presidía
el consejo de administración de Apple (Markkula había sido degradado a vicepresidente), estaba horrorizado. «Esto es un
desastre», le susurró su esposa en medio de la sesión. Woolard se mostró de acuerdo. «Gil vino con un traje muy elegante,
pero tenía un aspecto estúpido y sonaba como tal —recordaba—. No pudo responder a las preguntas que le planteaban, no
sabía de qué estaba hablando y no inspiraba ninguna confianza».
Woolard cogió el teléfono y lamó a Jobs, al que nunca había conocido en persona. Su pretexto era invitarlo a Delaware para
que diera una charla para ejecutivos de
DuPont. Jobs rechazó la oferta, pero, tal y como recordaba el propio Woolard, «la propuesta era una excusa para poder
hablar con él sobre Gil». Dirigió la conversación en esa dirección y le preguntó sin tapujos a Jobs que cuál era su opinión
sobre Amelio. Según Woolard, Jobs se mostró algo circunspecto y contestó que Amelio no se encontraba en el puesto
adecuado. Jobs recordaba que se mostró más brusco:
Pensé para mis adentros que podía contarle la verdad y decirle que Gil es un capullo, o mentir por omisión. Es un miembro
del consejo de administración de Apple, y tengo el deber de decirle lo que pienso. Por otra parte, si lo hago, él se lo contará
a Gil, en cuyo caso Gil nunca volverá a escuchar lo que yo tenga que decir y se dedicará a joder a la gente que traje a
Apple. Todo aquello pasó por mi mente en menos de treinta segundos. Al final decidí que le debía contar la verdad a aquel
hombre. Apple me importaba demasiado, así que dejé que la escuchara. Aseguré que aquel tipo era el peor consejero
delegado que había visto nunca, que creía que si hiciera falta pasar un examen para ser consejero delegado él sería
incapaz de aprobarlo. Cuando colgué el teléfono me di cuenta de que probablemente había hecho algo muy estúpido.
Aque la primavera, Larry E lison, de Oracle, coincidió con Amelio en una fiesta y le presentó a Gina Smith, periodista
especializada en tecnología, que le preguntó por cómo marchaba todo en Apple. «Verás, Gina, Apple es como un barco —
contestó Amelio—. El barco está cargado de tesoros, pero hay un agujero en él. Y mi trabajo consiste en conseguir que
todo el mundo reme en la misma dirección». Smith se mostró perpleja y preguntó: «Sí, pero ¿y qué pasa con el agujero?».
Desde entonces, E lison y Jobs bromeaban acerca de lo que lamaban «la parábola del barco». «Cuando Larry me contó
aque la historia estábamos en un restaurante de sushi, y recuerdo que me caí de la si la por el ataque de risa que me dio —
recordaba Jobs—. Amelio era un bufón que se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Insistía en que todo el mundo le
lamara “doctor Amelio”. Con eso queda todo dicho».
Brent Schlender, un periodista de Fortune especializado en tecnología y con muy buenas fuentes, conocía a Jobs y estaba
familiarizado con su forma de pensar, así que en marzo publicó un artículo en el que se deta laba toda aque la situación.
«Apple Computer, el paradigma de la gestión disfuncional y los tecnosueños atolondrados de Silicon Va ley, ha vuelto a
entrar en crisis. La empresa se esfuerza, a cámara lenta y en medio de un ambiente lúgubre, por enfrentarse a ventas que
caen en picado, fomentar una estrategia tecnológica que consiga mantenerse a flote y reforzar una imagen de marca que
pierde dinero a borbotones —escribió—. Para cualquiera con un ojo maquiavélico, se diría que Jobs, a pesar de la atracción
163
de Ho lywood (últimamente ha estado supervisando el trabajo en Pixar, creadora de Toy Story y de otras películas de
animación por ordenador), podría estar conspirando para hacerse con el control de Apple».
Una vez más, E lison discutió públicamente la idea de presentar una opa hostil y nombrar a su «mejor amigo», Jobs, como
consejero delegado. «Steve es el único que puede salvar Apple —les dijo E lison a los periodistas—. Estoy preparado para
echarle una mano en cuanto él lo decida». Igual que el pastor mentiroso cuando gritó por tercera vez que venía el lobo,
estas últimas reflexiones de E lison sobre la adquisición de Apple no recibieron mucha atención, así que más tarde, ese
mismo mes, le contó a Dan Gi lmor, del San Jose Mercury News, que estaba formando un grupo de inversión con el que
recaudar 1.000 mi lones de dólares para comprar una participación mayoritaria en Apple (el valor de la compañía en el
mercado era de unos 2.300 mi lones de dólares). El día de la publicación del artículo, las acciones de Apple subieron un 11
% en una intensa jornada. Para echar más leña al fuego de toda aque la frivolidad, E lison creó una dirección de correo
electrónico —
[email protected]— en la que le pedía al público general que votara sobre si debía seguir adelante
con su iniciativa. (E lison había elegido en un primer momento
«saveapple» como dirección, pero entonces descubrió que el sistema de correo electrónico de su compañía tenía un límite
de ocho caracteres para las direcciones.)
Jobs se mostró algo divertido ante aque la función que E lison se había arrogado, y como no estaba muy seguro de lo que
se suponía que debía hacer al respecto, evitó hacer comentarios. «Larry saca el tema de vez en cuando —le comentó a un
periodista—. Yo trato de explicarle que mi función en Apple es la de consejero». Amelio, por otra parte, estaba lívido. Llamó
a E lison para ponerlo en su sitio, pero E lison no le cogió el teléfono, así que Amelio lamó a Jobs, que le ofreció una
respuesta equívoca pero también parcialmente sincera. «Lo cierto es que no entiendo qué está pasando —le dijo a
Amelio—. Creo que todo esto es una locura». Entonces añadió una frase para tranquilizarlo que ni siquiera era
parcialmente sincera: «Tú y yo tenemos una buena relación». Jobs podría haber acabado con las especulaciones mediante
una declaración en la que rechazase la idea de E lison. Sin embargo, para mayor irritación de Amelio, no lo hizo. Mantuvo
una posición distante, y aque lo beneficiaba tanto a sus intereses como a su naturaleza.
El mayor problema de Amelio era que había perdido el apoyo del presidente del consejo de administración, Ed Woolard, un
ingeniero industrial sensato y directo a
quien se le daba bien escuchar. Jobs no era el único que le hablaba acerca de los defectos de A del consejo de
administración melio. Fred Anderson, el director financiero de Apple, alertó a Woolard de que la compañía estaba a punto
de incumplir las cláusulas de sus préstamos bancarios e iba a tener que declarar la suspensión de pagos. También le habló
de cómo los ánimos de los trabajadores se iban deteriorando. En la reunión del consejo de marzo, los otros consejeros se
mostraron intranquilos y rechazaron el presupuesto de publicidad propuesto por Amelio.
Además, la prensa se había vuelto en su contra. Business Week publicó una portada en la que preguntaba: «¿Ha quedado
Apple hecha picadi lo?»; la revista Red
Herring incluyó un editorial titulado: «Gil Amelio, por favor, dimite», y Wired presentó en portada el logotipo de Apple
crucificado como un Sagrado Corazón con una corona de espinas y el titular «Oremos». Mike Barnicle, del Boston Globe,
quejándose por los años de mala gestión de Apple, escribió: «¿Cómo es posible que estos ineptos sean todavía capaces
de pagar sus nóminas cuando cogieron los únicos ordenadores que no asustaban a la gente y los convirtieron en el
equivalente tecnológico de una manada de búfalos viejos, pesados y con cara de pocos amigos?». A finales de mayo,
Amelio le concedió una entrevista a Jim Carlton, del Wall Street Journal, quien le preguntó si iba a ser capaz de invertir la
percepción de que Apple se encontraba inmersa en una «espiral de muerte». Amelio miró fijamente a los ojos a Carlton y
contestó: «No sé cómo responder a esa pregunta».
Cuando Jobs y Amelio hubieron firmado los últimos documentos de su acuerdo en febrero, Jobs comenzó a dar saltos,
eufórico, y gritó: «¡Tú y yo tenemos que salir a celebrarlo con una buena bote la de vino!». Amelio se ofreció a levar el vino
de su bodega y sugirió que los acompañaran sus mujeres. Hasta junio no legaron a fijar una fecha, y a pesar de las
tensiones crecientes pasaron un rato muy agradable. La comida y el vino combinaban tan mal como los comensales.
Amelio trajo una bote la de Cheval Blanc de 1964 y un Montrachet que costaban unos 300 dólares cada una. Jobs eligió un
restaurante vegetariano situado en Redwood City donde la cuenta total ascendió a 72 dólares. La esposa de Amelio señaló
después: «Él es un encanto, y su esposa también».
Jobs era capaz de seducir y cautivar a voluntad a la gente, y le gustaba hacerlo. Las personas como Amelio y Scu ley se
permitían creer que, puesto que Jobs trataba
de cautivarlos, aque lo significaba que les gustaba y los respetaba. Esta es una impresión que a veces él mismo fomentaba
con alguna sarta de halagos insinceros dirigidos a aque los deseosos de recibirlos. Sin embargo, Jobs podía mostrarse
encantador con gente a la que odiaba con la misma facilidad con la que podía ser grosero con gente que le caía bien.
Amelio no era capaz de ver aque lo porque, al igual que Scu ley, estaba ansioso por ganarse su afecto. De hecho, las
palabras que utilizó para describir las ganas que tenía de establecer una buena relación con Jobs son casi las mismas que
164
empleó Scu ley. «Cuando tenía que hacer frente a cualquier problema, daba un paseo con él para discutirlo —recordaba
Amelio—, y en nueve de cada diez ocasiones estábamos de acuerdo sobre la solución». De alguna forma, se engañó para
creer que Jobs sentía un respeto auténtico hacia él. «Estaba maravi lado ante la forma en que la mente de Steve enfocaba
los problemas, y tenía la sensación de que estábamos forjando una relación basada en la confianza mutua».
La desilusión de Amelio legó unos días después de la cena. Durante sus negociaciones, había insistido en que Jobs
conservara las acciones de Apple durante al menos seis meses, y preferiblemente durante más tiempo. Aque los seis
meses acabaron en junio. Cuando de pronto se vendió un paquete de un mi lón y medio de acciones, Amelio lamó a Jobs.
«Le estoy diciendo a todo el mundo que las acciones que se han vendido no eran tuyas —le informó—. Recuerda, tú y yo
hicimos un trato por el que no ibas a vender ninguna sin avisarnos antes».
«Es cierto», replicó Jobs. Amelio entendió con aque la respuesta que Jobs no había vendido sus acciones, y emitió un
comunicado en el que lo hacía saber. Sin embargo, cuando se publicó el informe de la comisión reguladora de la Bolsa, en
él se dejaba claro que Jobs sí había vendido sus acciones. «Maldita sea, Steve, te pregunté claramente por las acciones y
me negaste que hubieras sido tú». Jobs le dijo a Amelio que las había vendido movido por «una repentina depresión»
causada por la dirección que seguía Apple y que no había querido admitirlo porque se sentía «un poco avergonzado».
Cuando se lo pregunté años más tarde, contestó simplemente: «No me parecía que tuviera que contárselo a Gil».
Entonces, ¿por qué mintió Jobs a Amelio acerca de la venta de sus acciones? Hay una razón senci la: Jobs evitaba en
ocasiones la verdad. Helmut Sonnenfeld afirmó una vez, en referencia a Henry Kissinger: «No miente porque tenga un
interés especial en e lo, miente porque forma parte de su naturaleza». También formaba parte de la naturaleza de Jobs
mentir o mostrarse hermético algunas veces, cuando pensaba que la ocasión lo exigía. Por otra parte, también podía
resultar brutalmente sincero en ocasiones, y capaz de contar verdades que la mayoría de nosotros tratamos de endulzar o
reprimir. Tanto sus posturas ante las mentiras como ante las verdades eran senci lamente facetas diferentes de su creencia
nietzscheana de que las reglas comunes no se le aplicaban a él.
MUTIS DE AMELIO
Jobs se había abstenido de aca lar los rumores de Larry E lison sobre la compra de Apple, había vendido en secreto sus
acciones y se había mostrado engañoso al respecto, así que Amelio acabó por convencerse de que estaba yendo tras él.
«Al final asumí el hecho de que había estado demasiado predispuesto, demasiado ansioso por creer que estaba de mi lado
—recordó más tarde—. Los planes de Steve para promover mi cese seguían su curso».
De hecho, Jobs iba criticando a Amelio siempre que le surgía la oportunidad. No podía evitarlo, y sus críticas contaban con
la virtud añadida de ser ciertas. Sin
embargo, había un factor más importante a la hora de poner al consejo en contra de Amelio. Fred Anderson, el director
financiero, pensó que era su deber personal informar a Ed Woolard y al resto del consejo de la precaria situación de Apple.
«Fred era el que me contaba que el dinero se iba acabando, que la gente se estaba marchando y que otros empleados
clave estaban pensando en irse también». Aque lo se sumaba a la preocupación previa de Woolard tras ver a Amelio hablar
de manera confusa en la reunión de accionistas.
Woolard le había pedido a Goldman Sachs que explorara la posibilidad de que Apple fuera puesta en venta, pero el banco
de inversiones afirmó que sería poco
probable encontrar un comprador estratégico adecuado porque su cuota de mercado se había reducido enormemente.
Durante una sesión ejecutiva del consejo celebrado en junio en el que Amelio no se encontraba en la sala, Woolard
describió ante los consejeros presentes los cálculos de probabilidades que había realizado.
«Si nos quedamos con Gil como consejero delegado, creo que solo hay un 10 % de probabilidades de que evitemos la
bancarrota —aseguró—. Si lo despedimos y convencemos a Steve para que ocupe su puesto, tenemos un 60 % de
posibilidades de sobrevivir. Si despedimos a Gil, no recuperamos a Steve y tenemos que buscar un nuevo consejero
delegado, entonces las probabilidades de resistir son del 40 %». El consejo lo autorizó a preguntarle a Jobs si querría
volver y, en cualquier caso, a convocar reuniones de emergencia del consejo por teléfono durante la fiesta del 4 de Julio.
Woolard y su esposa volaron a Londres, donde planeaban asistir a partidos de tenis en Wimbledon. Él veía algo de tenis
durante el día, pero por las tardes se
quedaba en su suite del hotel Inn on the Park y lamaba a diferentes personas de Estados Unidos, donde todavía era
temprano. Al final de su estancia, la factura telefónica ascendió a 2.000 dólares.
En primer lugar, lamó a Jobs. El consejo iba a despedir a Amelio, anunció, y querían que él regresara como consejero
delegado. Jobs se había mostrado agresivo
165
respecto a Amelio, por un lado ridiculizándolo, y por otro tratando de hacer prevalecer sus ideas sobre la dirección que
debía tomar Apple. Sin embargo, de pronto, cuando le ofrecieron el trofeo, se volvió evasivo. «Os ayudaré», respondió.
«¿Como consejero delegado?», preguntó Woolard.
Jobs dijo que no. Woolard insistió para que se convirtiera al menos en consejero delegado en funciones. Una vez más, Jobs
se mostró esquivo. «Seré un consejero
—dijo—. Sin sueldo». También accedió a entrar a formar parte del consejo de administración —aque lo era algo que había
estado deseando—, pero rehusó la invitación para convertirse en el presidente. «Por ahora es todo lo que puedo ofrecer»,
afirmó. A continuación, les envió una nota por correo electrónico a los empleados de Pixar para asegurarles que no iba a
abandonarlos. «Hace tres semanas recibí una lamada del consejo de administración de Apple en la que me pedían que
regresara a la compañía como consejero delegado —escribió—. Rechacé la oferta. Entonces me pidieron que fuera el
presidente del consejo, y volví a rehusar. Por lo tanto, no debéis preocuparos, los absurdos rumores no son más que eso.
No planeo dejar Pixar. Tendréis que seguir aguantándome».
¿Por qué no se hizo Jobs con el control? ¿Por qué se mostró reticente a aceptar el puesto que parecía haber deseado
durante dos décadas? Cuando se lo pregunté, contestó:
Acabábamos de sacar a Pixar a Bolsa, y yo me contentaba con ser el consejero delegado de aquella empresa. Nunca
había oído hablar de nadie que fuera consejero delegado de dos compañías que cotizaran en Bolsa, ni siquiera de forma
temporal, y tampoco estaba seguro de que aquello fuera legal. No sabía qué hacer, o qué quería hacer. Disfrutaba de poder
pasar más tiempo con mi familia. Estaba indeciso. Sabía que Apple estaba hecha un desastre, así que me pregunté:
«¿Quiero renunciar a este estilo de vida tan agradable que tengo ahora? ¿Qué van a pensar todos los accionistas de
Pixar?». Hablé con gente a la que respetaba. Al final llamé a Andy Grove hacia las ocho de la mañana de un sábado.
Demasiado temprano. Le señalé los pros y los contras, y en medio de la conversación me interrumpió y dijo: «Steve, a mí
Apple me importa una mierda». Me quedé pasmado. Fue entonces cuando me di cuenta de que a mí sí que me importa una
mierda Apple. Es la compañía que yo creé y es bueno que siga en este mundo. En ese preciso instante decidí regresar de
forma temporal para ayudarlos a elegir a un consejero delegado.
En realidad, la gente de Pixar se alegraba de que fuera a pasar menos tiempo a lí. Estaban secretamente (y a veces
abiertamente) encantados de que ahora también tuviera a Apple para ocupar su atención. Ed Catmu l, que había sido un
buen consejero delegado, podría recuperar fácilmente aque las funciones de nuevo, ya fuera de forma oficial u oficiosa. Por
lo que respectaba al tiempo que podría pasar con su familia, Jobs nunca sería candidato al trofeo de padre del año, ni
siquiera cuando gozaba de tiempo libre. Se le daba cada vez mejor hacerles caso a sus hijos, especialmente a Reed, pero
su atención se centraba principalmente en el trabajo. Con frecuencia se mostraba distante y reservado con sus hijas
pequeñas, se había vuelto a distanciar de Lisa y a menudo era un marido irritable.
Entonces, ¿cuál era la auténtica razón de su reticencia a hacerse con el control de Apple? A pesar de su tozudez y su
insaciable deseo de controlarlo todo, Jobs también podía mostrarse indeciso y renuente cuando se sentía inseguro con
respecto a algo. Ansiaba la perfección, y no siempre se le daba bien averiguar cómo contentarse con menos o adaptarse a
las posibilidades reales. No le gustaba enfrentarse a la complejidad. Esto se aplicaba a sus productos, su diseño y el
mobiliario de la casa, pero también en lo relativo a los compromisos personales. Si sabía con certeza que una determinada
vía de acción era la correcta se volvía imparable, pero, si tenía dudas, a veces prefería retirarse y no pensar en aque las
circunstancias que no se adaptaran perfectamente a su visión. Como en el caso en que Amelio le había preguntado qué
función quería desempeñar en Apple, Jobs tendía a guardar silencio y evitar las situaciones que lo hacían sentirse
incómodo.
Esta actitud se debía en parte a su tendencia a realizar clasificaciones binarias de la realidad. Una persona podía ser un
héroe o un capu lo, y un producto era fantástico o una mierda. Sin embargo, se frustraba con aque las situaciones que
fueran más complejas, con más matices o facetas: casarse, comprar el sofá adecuado o comprometerse a dirigir una
compañía, por ejemplo. Además, no quería ponerse en una situación abocada al fracaso. «Creo que Steve quería
asegurarse de que Apple todavía podía salvarse», comentó Fred Anderson.
Woolard y el consejo de administración decidieron seguir adelante y despedir a Amelio, a pesar de que Jobs todavía no
había aclarado cuán activo sería su papel como «consejero». Amelio estaba a punto de irse de pícnic con su esposa, sus
hijos y sus nietos cuando legó la lamada de Woolard desde Londres. «Necesitamos que dejes el puesto», le dijo senci
lamente. Amelio respondió que aquel no era un buen momento para discutir el tema, pero Woolard pensó que debía insistir:
«Vamos a anunciar tu destitución».
Amelio se resistió. «Recuerda, Ed, que le dije al consejo de administración que iban a hacer falta tres años para que la
compañía volviera a encontrarse en plenas condiciones —se defendió—. Todavía no han pasado ni la mitad».
166
«El consejo se encuentra en un punto en el que no quiere discutir más este asunto», replicó Woolard. Amelio le preguntó
quién estaba al corriente de aque la
decisión, y Woolard le dijo la verdad: el resto del consejo y Jobs. «Steve es una de las personas con las que hablamos
sobre este tema —añadió—. Su opinión es que eres un tipo muy agradable, pero no sabes gran cosa sobre la industria
informática».
«¿Y por qué narices está implicado Steve en una decisión como esta? —respondió Amelio, enfadándose cada vez más—.
Steve ni siquiera es miembro del consejo
de administración, así que, ¿qué demonios pinta en este asunto?». Sin embargo, Woolard no se echó atrás, y Amelio colgó
el teléfono y se fue a disfrutar del pícnic en familia antes de contárselo a su esposa.
Jobs mostraba, en ocasiones, una extraña mezcla de irritabilidad y necesidad de aprobación. Normalmente le importaba un
bledo lo que la gente pensara de él. Era capaz de cortar su relación con otras personas y no volverles a dirigir la palabra.
Aun así, en ocasiones sentía la compulsión de explicar sus actos. Así pues, esa tarde, y para su sorpresa, Amelio recibió
una lamada de Jobs. «Bueno, Gil, solo quería que supieras que he estado hablando hoy con Ed sobre todo este asunto y
me siento muy mal por todo e lo —afirmó—. Quiero que sepas que yo no he tenido absolutamente nada que ver con este
giro de los acontecimientos. Es una decisión que ha tomado el consejo, pero me pidieron asesoramiento y consejo». Le dijo
a Amelio que lo respetaba por ser «la persona más íntegra a la que jamás haya conocido», y a continuación le ofreció un
consejo que él no le había pedido: «Tómate seis meses de descanso —le propuso—. Cuando me echaron de Apple, me
puse a trabajar inmediatamente después, y después lo lamenté. Debería haberme tomado un tiempo para mí mismo». Se
ofreció como apoyo si alguna vez quería más consejos.
Amelio se quedó bastante sorprendido y logró murmurar algunas palabras de agradecimiento. A continuación se giró hacia
su esposa y le contó lo que le había dicho Jobs. «En cierto sentido, todavía me gusta ese hombre, pero no creo nada de lo
que me dice», le comentó. «Steve me ha engañado por completo —aseguró e la—, y me siento como una idiota».
«Bienvenida al club», replicó su marido.
Steve Wozniak, que también era un consejero informal de la empresa, quedó encantado al saber que Jobs iba a regresar.
«Era justo lo que necesitábamos —afirmó
—, porque independientemente de lo que uno piense sobre Steve, él sabrá cómo lograr que recuperemos la magia». El
triunfo de Jobs sobre Amelio tampoco le sorprendió. Tal y como le contó a Wired poco después de que ocurriera, «si Gil
Amelio se enfrenta a Steve Jobs perderá la partida».
Ese lunes, los principales empleados de Apple fueron convocados al auditorio. Amelio entró con aspecto tranquilo e incluso
relajado. «Bueno, me entristece
informaros de que ha legado para mí la hora de seguir adelante», anunció. Fred Anderson, que había accedido a ser el
consejero delegado en funciones, tomó la palabra a continuación y dejó claro que seguiría los consejos de Jobs. Entonces,
exactamente doce años después de perder el poder en la lucha del fin de semana del 4 de Julio, Jobs volvió a subir al
estrado de Apple.
Inmediatamente quedó claro que, aunque no quisiera admitirlo públicamente (ni siquiera reconocérselo a sí mismo), Jobs
iba a estar al mando y no sería un simple
«consejero». En cuanto subió al escenario ese día —con pantalones cortos, zapati las de deporte y la sudadera de cue lo
alto que estaba convirtiéndose en su seña de identidad—, se puso a trabajar para darle un nuevo ímpetu a su amada
compañía. «De acuerdo, contadme qué es lo que no funciona por aquí», propuso. Se oyeron algunos murmu los, pero Jobs
los cortó en seco. «¡Son los productos! —contestó—. Así que, ¿qué les pasa a los productos?». Una vez más, se oyó algún
conato de respuesta, hasta que Jobs intervino para ofrecer la solución correcta. «¡Los productos son un asco! —gritó—. ¡Ya
no tienen ningún atractivo!».
Woolard fue capaz de convencer a Jobs para que accediera a desempeñar una función muy activa como «consejero». Este
dio su visto bueno a un comunicado en el
que se informaba de que había «accedido a aumentar su participación en Apple durante un máximo de noventa días para
ayudarlos hasta que contraten a un nuevo consejero delegado». La inteligente expresión que utilizóWoolard en su
declaración era que Jobs iba a regresar «como consejero al frente del equipo».
Jobs se instaló en un pequeño despacho junto a la sala de juntas en la planta de ejecutivos, y evitó claramente el gran
despacho de Amelio situado en una esquina. Se involucró en todos los aspectos del negocio: el diseño de productos, dónde
hacía falta realizar recortes, las negociaciones con los proveedores y la evaluación de la agencia de publicidad. También
pensó que tenía que detener el éxodo de empleados de Apple de alto nivel, así que decidió que debían fijar un nuevo precio
a sus opciones sobre acciones. Las participaciones de Apple habían caído tanto que las opciones ya no valían nada. Jobs
quería rebajar el precio de compra de acciones para que volvieran a recuperar su valor. En aquel momento, esa maniobra
era legal, aunque no se consideraba una buena práctica empresarial. El primer jueves tras su regreso a Apple, Jobs
167
convocó por teléfono una reunión del consejo de administración y presentó a grandes rasgos el problema. Los consejeros
se mostraron reticentes y le pidieron tiempo para realizar un estudio legal y financiero de las consecuencias de aquel
cambio. «Esto hay que hacerlo rápido —les urgió Jobs—. Estamos perdiendo a gente valiosa».
Incluso su mayor apoyo, Ed Woolard, que dirigía la comisión de retribuciones, se opuso. «En DuPont nunca hicimos nada
semejante», afirmó.
«Me habéis traído aquí para arreglar la situación, y el personal es la clave», se defendió Jobs. Cuando el consejo de
administración propuso un estudio que podía tardar dos meses, Jobs esta ló: «¿Es que estáis majaras?». Luego se quedó
ca lado durante unos instantes y entonces prosiguió: «Chicos, si no estáis dispuestos a hacer esto, no voy a volver el lunes,
porque hay miles de decisiones importantes que tengo que tomar y que van a ser mucho más difíciles que esta, y si no
podéis ofrecer vuestro apoyo a una decisión de este tipo, no voy a conseguir solucionar nada. Así pues, si no podéis hacer
esto me largo de aquí, y podréis echarme la culpa, podréis decir: “Steve no estaba a la altura del trabajo”».
Al día siguiente, tras hablarlo con el consejo, Woolard volvió a lamar a Jobs. «Vamos a aprobar la maniobra —anunció—,
pero algunos de los miembros del
consejo no están contentos. Nos sentimos como si nos hubieras puesto una pistola en la cabeza». Las opciones de compra
para los trabajadores de mayor nivel (Jobs no tenía ninguna) se fijaron en 13,25 dólares, el precio de las acciones el día en
que destituyeron a Amelio.
En lugar de aprovechar su victoria y darle las gracias al consejo de administración, Jobs siguió lamentándose por tener que
responder ante un consejo a la que no
respetaba. «Que paren el tren, porque esto no va a funcionar —le dijo a Woolard—. Esta empresa está patas arriba, y no
tengo tiempo para andar cuidando del consejo como si fuera su niñera, así que necesito que dimitan todos, o voy a tener
que presentar mi dimisión y no regresaré el lunes». Añadió que la única persona que podía quedarse era Woolard.
La mayoría de los miembros del consejo estaban horrorizados. Jobs todavía se negaba a comprometerse a regresar a
Apple a tiempo completo o a aceptar cualquier cargo superior al de consejero, pero aun así se creía con el poder suficiente
como para obligarlos a todos a marcharse. La cruda realidad, no obstante, era que sí contaba con aquel poder. No podían
permitirse que Jobs se marchara enfurecido de la compañía, ni la perspectiva de seguir siendo miembro del consejo de
Apple resultaba demasiado atractiva por aquel entonces. «Después de todas las situaciones por las que habían pasado, la
mayoría se alegraron de su propio despido», recordaba Woolard.
Una vez más, el consejo accedió. Solo presentaron una petición: ¿sería posible que se quedara otro consejero además de
Woolard? Aque lo ayudaría a la imagen de la empresa. Jobs estuvo de acuerdo. «Formaban un consejo horroroso, terrible
—declaró posteriormente—. Accedí a que se quedaran Ed Woolard y un tipo lamado Gareth Chang, que resultó ser un
inútil. No era horroroso, sino simplemente inútil. Woolard, por otra parte, era uno de los mejores miembros del consejo que
hubiera visto. Era magnífico, una de las personas más sabias y entusiastas que he conocido nunca».
Entre aque los que tuvieron que dimitir se encontraba Mike Markkula, quien en 1976, cuando todavía era un joven inversor
de capital riesgo, había visitado el garaje de Jobs, se había enamorado del prototipo de ordenador que había sobre la mesa
de trabajo, les había garantizado una línea de crédito de 250.000 dólares y se había convertido en el tercer socio y dueño
de un tercio de la nueva compañía. A lo largo de las dos décadas siguientes, fue la única constante del consejo, y había
visto entrar y salir a varios consejeros delegados. Apoyó a Jobs en ocasiones, pero también había tenido algunos
encontronazos con él, especialmente cuando se puso de parte de Scu ley en los enfrentamientos de 1985. Tras el retorno
de Jobs, supo que le había legado la hora de marcharse.
Jobs podía mostrarse cortante y frío, especialmente con la gente que le levaba la contraria, pero también sentimental con
quienes lo habían acompañado desde sus
primeros días. Wozniak entraba en aque la categoría de favoritos, por supuesto, a pesar de que se habían distanciado; y
también Andy Hertzfeld y algunos otros miembros del equipo del Macintosh. Al final, Mike Markkula también entró a formar
parte del grupo. «Me sentí profundamente traicionado por él, pero era como un padre para mí y siempre me preocupé por
él», recordaba Jobs después. Por tanto, cuando legó la hora de pedirle que abandonara su puesto en el consejo de Apple,
el propio Jobs condujo hasta la mansión palaciega de Markkula, situada en las colinas de Woodside, para hacerlo
personalmente. Como de costumbre, le pidió que lo acompañara a dar un paseo, y deambularon por la zona hasta legar a
un bosqueci lo de secuoyas con una mesa de pícnic. «Me dijo que prefería un consejo nuevo porque quería empezar desde
cero —comentó Markkula—. Le preocupaba que yo pudiera tomármelo mal, y quedó muy aliviado cuando vio que no era
así».
Pasaron el resto del tiempo hablando de la dirección que debía seguir Apple en el futuro. Jobs pretendía formar una
compañía que resistiera el paso del tiempo, y le preguntó a Markkula cuál era la fórmula correcta para lograrlo. Su
respuesta fue que las compañías duraderas saben cómo reinventarse. Hewlett-Packard lo había hecho muchas veces;
había comenzado como una compañía de instrumentos técnicos, después pasó a producir calculadoras y posteriormente
168
entró en la industria informática. «Apple se ha visto superada por Microsoft en el campo de los ordenadores personales —
señaló Markkula—. Necesitas reinventar la compañía para que haga otras cosas, como otros aparatos o productos de
consumo. Tienes que ser como una mariposa y pasar por una metamorfosis». Jobs no dijo gran cosa, pero se mostró de
acuerdo.
El antiguo consejo de administración se reunió a finales de julio para ratificar la transición. Woolard, que tenía un carácter
tan afable como irritable era el de Jobs,
quedó un tanto sorprendido al ver a Steve presentarse en la reunión vestido con vaqueros y zapati las de deporte, y le
preocupó que pudiera ponerse a reprender a los miembros más veteranos del consejo por haberlo estropeado todo. Sin
embargo, Jobs se limitó a saludar con un agradable «hola a todos». A continuación, abordaron el tema de la aceptación de
las dimisiones, la elección de Jobs como miembro del consejo y la autorización a Jobs y a Woolard para que encontraran
nuevos miembros.
La primera elección de Jobs, como era de esperar, fue Larry E lison, que aseguró estar encantado de ser consejero, pero
que detestaba acudir a las reuniones. Jobs dijo que bastaba con que asistiera a la mitad de e las. (Pasado un tiempo, E
lison solo acudía a aproximadamente un tercio de las reuniones, así que Jobs cogió una foto suya que había aparecido en
la portada de Business Week, la amplió a tamaño natural y la pegó sobre un cartón recortado para ponerla sobre su si la.)
Jobs también levó al consejo a Bi l Campbe l, que había dirigido el departamento de marketing de Apple a principios de la
década de los ochenta y se había visto
atrapado en medio de la lucha entre Jobs y Scu ley. Campbe l había acabado respaldando a Scu ley, pero con el tiempo le
cogió tanta manía que Jobs lo perdonó. Ahora era el consejero delegado de una compañía de software lamada Intuit, y
acompañaba a menudo a Jobs en sus paseos. «Estábamos sentados en la parte trasera de su casa —recordaba Campbe l,
que vivía a solo cinco manzanas de distancia de Jobs, en Palo Alto—. Me dijo que iba a regresar a Apple y que quería que
yo entrara en el consejo. Yo contesté: “Hostias, claro que quiero entrar”». Campbe l había sido entrenador de fútbol
americano en la Universidad de Columbia. Su gran talento, según Jobs, era que «podía conseguir que jugadores de
segunda actuaran como jugadores de primera». Jobs le dijo que en Apple iba a poder trabajar con jugadores de primera.
Woolard lo ayudó a reclutar a Jerry York, que había sido el director financiero de Chrysler y de IBM. Jobs consideró a otros
candidatos, pero los rechazó, incluida Meg Whitman, que por aquel entonces dirigía el departamento de Playskool, de
Hasbro, y que había sido una de las responsables de planificación estratégica de Disney (en 1998 pasó a ser la consejera
delegada de eBay, y después se presentó como candidata a gobernadora de California). Ambos fueron juntos a comer, y
Jobs procedió a su acostumbrada clasificación instantánea de la gente en las categorías de «genio» o «capu lo». En su
opinión, Whitman no acabó en la primera categoría.
«Pensé que era más tonta que un zapato», afirmó después, aunque se equivocaba.
A lo largo de los años, Jobs aportó algunos líderes fuertes al consejo de administración de Apple, entre los que se
encontraban Al Gore, Eric Schmidt, de Google, Art Levinson, de Genentech, Mickey Drexler, de Gap y J. Crew, y Andrea
Jung, de Avon. Sin embargo, siempre se aseguró de que fueran leales, en ocasiones incluso demasiado. A pesar de su ta
la, a veces parecían sobrecogidos o intimidados por Jobs, y estaban ansiosos por mantenerlo contento. En cierto momento,
algunos años después de su regreso a Apple, invitó a Arthur Levitt, el antiguo presidente de la Comisión de Bolsa y Valores
estadounidense, a que se convirtiera en miembro del consejo. Levitt, que había comprado su primer Macintosh en 1984 y
que se confesaba un «adicto» orgu loso a los ordenadores de aque la marca, quedó encantado. Acudió entusiasmado a
Cupertino a visitar las instalaciones, y a lí discutió sus funciones con Jobs. Sin embargo, poco después Jobs leyó un
discurso pronunciado por Levitt sobre dirección empresarial en el que defendía que los consejos de administración debían
desempeñar una función fuerte e independiente, y entonces lo lamó para retirar su invitación. «Arthur, no creo que vayas a
encontrarte a gusto en nuestro consejo, y creo que lo mejor sería que no te invitáramos —recordaba Levitt que le dijo
Jobs—. Sinceramente, creo que algunos de los temas que planteaste en tu discurso, aunque sean adecuados para algunas
empresas, no se ajustan realmente a la cultura empresarial de Apple». Levitt escribió después: «Me quedé helado [...].
Ahora tengo claro que el consejo de Apple no está pensado para actuar con independencia de su consejero delegado».
AGOSTO DE 1997: LA MACWORLD DE BOSTON
La nota para el personal en la que se anunciaba el nuevo precio de las acciones de compra de Apple iba firmada por
«Steve y el equipo ejecutivo», y pronto la noticia de que él dirigía en la compañía todas las reuniones de inspección de
productos fue de dominio público. Estos y otros indicios de que Jobs ahora se encontraba firmemente comprometido con
Apple ayudaron a elevar el precio de las acciones desde los 13 dólares aproximadamente hasta los 20 a lo largo de julio.
169
También sirvió para crear un clima de entusiasmo cuando los fieles de la marca se reunieron para la conferencia Macworld
de agosto de 1997, que tuvo lugar en Boston. Más de cinco mil personas se presentaron con varias horas de antelación
para abarrotar el auditorio Castle del hotel Park Plaza, donde tendría lugar la presentación de Jobs. Habían ido para ver el
regreso de su héroe y para descubrir si realmente estaba dispuesto a volver a ser su líder.
Al aparecer en la gran panta la una foto de Jobs hecha en 1984, se produjo un esta lido de vítores. «¡Steve! ¡Steve!
¡Steve!», coreaba la multitud, incluso mientras anunciaban su entrada. Y cuando por fin se presentó en el escenario —
camisa blanca sin cue lo, chaleco, pantalón negro y una sonrisa pícara—, los gritos y los flashes de las cámaras habrían
podido rivalizar con los de las estre las de rock. Y eso que, al comenzar a hablar, suavizó aquel entusiasmo recordándole a
todo el mundo cuál era oficialmente su puesto: «Soy Steve Jobs, presidente y consejero delegado de Pixar», se presentó, y
apareció un texto en panta la con aquel cargo. A continuación explicó su función en Apple. «Yo, al igual que muchas otras
personas, estoy ayudando para conseguir que Apple recupere su vitalidad».
Sin embargo, mientras Jobs caminaba por el escenario e iba pasando las diapositivas con un mando a distancia, quedó
claro que él era ahora la persona al mando en Apple, y que, con toda probabilidad, seguiría siéndolo. Realizó una
presentación cuidadosamente preparada, con la ayuda de unas notas, en la que explicó por qué las ventas de la marca
habían caído un 30 % en los últimos dos años. «Hay mucha gente estupenda trabajando en Apple, pero está siguiendo un
camino equivocado porque el plan de ruta era incorrecto —afirmó—. He encontrado a gente más que dispuesta a respaldar
una buena estrategia, pero hasta ahora no hemos tenido una». La multitud esta ló en aplausos, silbidos y vítores.
Mientras hablaba, su pasión iba manifestándose con creciente intensidad, y comenzó a utilizar «nosotros» y «yo» en lugar
de «e los» para referirse a las próximas iniciativas de Apple. «Creo que todavía hace falta pensar de forma diferente para
comprar un ordenador de Apple —comentó—. La gente que los compra piensa de manera diferente. Es la gente que en
este mundo tiene espíritu creativo, y están dispuestos a cambiar el mundo. Nosotros creamos herramientas para ese tipo
de personas». Cuando subrayó la palabra «nosotros» en la frase, se apoyó las dos manos en el pecho. A continuación, en
su alocución final, siguió enfatizando el
«nosotros» cuando se refería al futuro de Apple. «Nosotros también vamos a pensar de forma diferente, vamos a ponernos
al servicio de la gente que ha estado comprando nuestros productos desde el principio. Muchos pensarán que son locos,
pero en esa locura nosotros vemos genialidad». Durante la prolongada ovación con el público en pie, la gente
intercambiaba miradas sobrecogidas, y algunos se secaban las lágrimas de los ojos. Jobs había dejado muy claro que él y
el «nosotros» de Apple eran una misma cosa.
EL PACTO CON MICROSOFT
El momento culminante de la aparición de Jobs durante la conferencia de Macworld en agosto de 1997 fue un anuncio que
cayó como una bomba, uno que legó a las portadas de Time y Newsweek. Hacia el final de su discurso, se detuvo para
beber un poco de agua y comenzó a hablar con un tono más contenido: «Apple vive en un ecosistema —afirmó—. Necesita
la ayuda de otros compañeros. Las relaciones destructivas no ayudan a nadie en esta industria». Hizo otra pausa efectista y
entonces se explicó: «Me gustaría anunciar hoy el comienzo de una de nuestras primeras colaboraciones, una muy
significativa: la que levaremos a cabo con Microsoft». Los logotipos de Microsoft y Apple aparecieron en la panta la ante los
gritos ahogados de sorpresa del público.
Apple y Microsoft habían sostenido una guerra de una década a causa de varios conflictos sobre derechos de autor y
patentes, sobre todo por el supuesto robo por
parte de Microsoft de la interfaz gráfica de usuario creada en Apple. Justo cuando Jobs estaba saliendo de Apple en 1985,
John Scu ley había legado a un pacto de rendición: Microsoft podía obtener la licencia para la interfaz gráfica de usuario de
Apple para el Windows 1.0 y, a cambio, haría que su programa Excel fuera exclusivo para el Mac durante un máximo de
dos años. En 1988, cuando Microsoft sacó al mercado el Windows 2.0, Apple presentó una demanda. Scu ley defendía
que el acuerdo de 1985 no se había aplicado a la nueva versión de Windows y que las mejoras realizadas al sistema
operativo (tales como copiar el truco de Bi l Atkinson de solapar las ventanas) habían hecho que el incumplimiento de lo
pactado fuera aún más flagrante. En 1997, Apple había perdido el caso y las sucesivas apelaciones, pero todavía quedaba
en el ambiente el recuerdo del litigio y de las amenazas de nuevas demandas. Además, el Departamento de Justicia del
presidente Clinton estaba preparando una fuerte denuncia contra Microsoft por violar las leyes antimonopolio. Jobs invitó al
fiscal jefe, Joel Klein, a Palo Alto. Mientras tomaban café, le dijo que no se preocupara por conseguir una gran
indemnización de Microsoft, sino que los mantuviera ocupados con el proceso judicial. Eso, según le explicó Jobs, le daría a
Apple la oportunidad de «buscar el hueco» para adelantar a Microsoft y comenzar a ofrecer productos competitivos.
170
Bajo la dirección de Amelio, el enfrentamiento entre ambas empresas había alcanzado proporciones explosivas. Microsoft
había rechazado comprometerse a
desarro lar los programas Word y Excel para los futuros sistemas operativos del Macintosh, y aque lo podría suponer el fin
de Apple. En defensa de Bi l Gates hay que señalar que aque lo no se debía a una simple venganza. Era comprensible que
se mostrara reticente a garantizar el desarro lo de programas para el futuro sistema operativo del Macintosh cuando nadie
—incluidos los responsables de Apple, que cambiaban constantemente— parecía saber qué aspecto tendría ese nuevo
sistema operativo. Justo después de que Apple adquiriera NeXT, Amelio y Jobs viajaron juntos para visitar Microsoft, pero
Gates no logró averiguar quién de los dos estaba al mando. Unos días más tarde, lamó a Jobs en privado. «Oye, ¿qué
demonios pasa? ¿Voy a tener que meter mis aplicaciones en el sistema operativo de NeXT?», preguntó Gates. Jobs
respondió con «unos comentarios sobre Gil propios de un listi lo», según Gates, y añadió que la situación pronto se
aclararía.
Cuando el tema del liderazgo quedó parcialmente resuelto tras la destitución de Amelio, una de las primeras lamadas de
Jobs fue para Gates. Según recordaba Jobs:
Llamé a Bill y le dije: «Voy a darle la vuelta por completo a esta empresa». Bill siempre sintió debilidad por Apple. Fuimos
nosotros quienes le descubrimos el negocio de las aplicaciones de software. Los primeros programas de Microsoft fueron el
Excel y el Word para el Mac. Así que lo llamé y le dije: «Necesito ayuda». Señalé que Microsoft estaba abusando de las
patentes de Apple, y que si seguíamos adelante con las demandas, en unos años podíamos recibir una indemnización
multimillonaria. «Tú lo sabes y yo lo sé, pero Apple no va a sobrevivir tanto tiempo si seguimos en guerra. También soy
consciente de eso, así que vamos a averiguar la forma de ponerle fin a este asunto de inmediato. Todo lo que necesito es
un compromiso de que Microsoft va a seguir desarrollando programas para el Mac, y que realicéis una inversión en Apple
para demostrar que también os preocupáis por nuestro éxito».
Cuando le referí lo que me había contado Jobs, Gates confirmó la exactitud de la información. «Teníamos un grupo de
gente a la que le gustaba trabajar en los programas del Mac, y a nosotros nos gustaba el propio Mac», recordaba Gates.
Había estado negociando con Amelio durante seis meses, y las propuestas se volvían cada vez más largas y complejas.
«Entonces Steve lega y me dice: “Mira, este acuerdo es demasiado complicado. Lo que yo quiero es un trato senci lo.
Quiero el compromiso y quiero una inversión”. Y así, conseguimos redactarlo todo en solo cuatro semanas».
Gates y su director financiero, Greg Maffei, viajaron a Palo Alto para trabajar en un acuerdo marco, y después Maffei
regresó él solo el domingo siguiente para fijar los deta les. Cuando legó a casa de Jobs, este sacó dos bote las de agua del
frigorífico y se lo levó a dar un paseo por el barrio de Palo Alto. Los dos hombres iban en pantalones cortos, y Jobs
caminaba descalzo. Cuando se sentaron frente a una iglesia baptista, Jobs pasó directamente al asunto central. «Estos son
los dos aspectos que nos interesan —afirmó—. Un compromiso para producir software para el Mac y una inversión».
Aunque las negociaciones se desarro laron rápidamente, los deta les finales no quedaron ultimados hasta unas horas antes
del discurso de Jobs en la conferencia Macworld de Boston. Se encontraba ensayando en el auditorio del hotel Park Plaza
cuando sonó su teléfono móvil. «Hola, Bi l», saludó, y sus palabras resonaron por toda la vieja sala. Entonces se dirigió a
una esquina y habló en voz baja para que los demás no pudieran oírlo. La lamada duró una hora. Al final, los deta les
restantes del acuerdo habían quedado resueltos. «Bi l, gracias por tu apoyo a esta compañía —se despidió Jobs mientras
se acucli laba—. Creo que el mundo es ahora un lugar mejor».
Durante su discurso en la conferencia Macworld, Jobs analizó los deta les del acuerdo con Microsoft. Al principio se oyeron
quejas y silbidos entre los fieles. El anuncio de Jobs de que, como parte del tratado de paz, «Apple ha decidido que Internet
Explorer sea el navegador por defecto del Macintosh» resultó especialmente mortificante. El público comenzó a abuchear, y
Jobs añadió rápidamente: «Como creemos en la libertad de elección, también vamos a incluir otros navegadores de
internet, y el usuario, por supuesto, podrá cambiar la opción por defecto si así lo decide». Se oyeron algunas risas y
aplausos aquí y a lá. El público estaba comenzando a hacerse a la idea, especialmente cuando Jobs anunció que Microsoft
invertiría 150 mi lones de dólares en Apple y que sus acciones no tendrían derecho a voto.
Sin embargo, el ambiente sosegado se vio por un instante alterado cuando Jobs cometió una de las pocas meteduras de
pata que se le recuerdan sobre el escenario por lo que respecta a la imagen y las relaciones públicas. «Tengo aquí hoy
conmigo a un invitado especial que lega a través de una conexión vía satélite», anunció, y de pronto el rostro de Bi l Gates
apareció en la inmensa panta la que presidía todo el auditorio, situada detrás de Jobs. En los labios de Gates se apreciaba
una tímida mueca que quería ser una sonrisi la. El público soltó un grito entrecortado de horror, seguido por algunos
abucheos y silbidos. La escena traía un recuerdo tan brutal del anuncio del Gran Hermano hecho en 1984 que el público
casi creía (¿o esperaba?) que una mujer atlética legaría de pronto corriendo por el pasi lo y haría añicos la imagen con un
marti lo bien lanzado.
171
Sin embargo, aque lo era real, y Gates —que no era consciente de los abucheos— comenzó a hablar vía satélite desde la
sede central de Microsoft. «Algunos de los
trabajos más emocionantes que he levado a cabo a lo largo de mi carrera han tenido lugar junto a Steve con el ordenador
Macintosh», entonó con su voceci la aguda y cantarina. Mientras procedía a presentar la nueva versión de Microsoft Office
que se estaba preparando para el Macintosh, el público se tranquilizó y pareció aceptar poco a poco aquel nuevo orden
mundial. Gates fue incluso capaz de provocar algunos aplausos cuando aseguró que las nuevas versiones de Word y Excel
para Mac estarían «en muchos sentidos más avanzadas que las que hemos preparado para la plataforma Windows».
Jobs se dio cuenta de que aque la imagen de Gates presidiendo el auditorio era un error. «Yo quería que él viniera a
Boston —declaró posteriormente—. Aquel fue
el peor acto de presentación y el más estúpido de mi vida. Fue malo porque nos hacía parecer insignificantes a mí y a
Apple, como si todo estuviera en manos de Bi l». Gates, por su parte, también se avergonzó cuando vio la grabación del
acontecimiento. «No sabía que fueran a ampliarme la cara hasta hacer que los demás parecieran lemmings», comentó.
Jobs trató de tranquilizar al público con un sermón improvisado. «Si queremos avanzar y ver cómo Apple recobra la
energía, tenemos que dejar atrás algunas cosas —les dijo a los presentes—. Tenemos que dejar atrás la idea de que, para
que Microsoft gane, Apple tiene que perder [...]. Creo que si queremos que el Microsoft
Office forme parte del Mac, más vale que tratemos a la empresa que nos lo suministra con un poco de gratitud».
El anuncio de Microsoft, junto con la renovada y apasionada implicación de Jobs en la compañía, supusieron un empujón
que Apple necesitaba con urgencia. Al final de la jornada, sus acciones se habían disparado 6,56 dólares —un 33 %—,
hasta alcanzar un valor al cierre de 26,31 dólares, el doble de lo que costaban cuando Amelio presentó su dimisión. Aquel
salto en un solo día supuso 830 mi lones de dólares más para el valor en Bolsa de Apple. La compañía, que casi acaba en
la tumba, estaba de nuevo en marcha.
172
24
Piensa diferente
Jobs, consejero delegado en funciones
UN HOMENAJE A LOS LOCOS
Lee Clow, el director creativo de Chiat/Day que había realizado el gran anuncio de 1984 para la presentación del Macintosh,
iba conduciendo por Los Ángeles a principios de julio de 1997 cuando sonó el teléfono de su coche. Era Jobs: «Hola, Lee,
soy Steve —saludó—. ¿Sabes qué? Amelio acaba de dimitir. ¿Puedes venir para acá?».
Apple estaba realizando entrevistas para seleccionar una nueva agencia, y a Jobs no le había emocionado nada de lo visto
hasta entonces, así que quería que Clow y
su empresa —por aquel entonces lamada TBWA\Chiat\Day— compitieran para hacerse con el contrato. «Tenemos que
demostrar que Apple sigue viva —dijo Jobs
— y que todavía representa unos valores especiales».
Clow aseguró que él ya no competía para conseguir contratos. «Ya conoces nuestro trabajo», respondió. Pero Jobs se lo
suplicó. Sería difícil rechazar a los demás que se sometían a las entrevistas —como por ejemplo las firmas BBDO y Arnold
Worldwide— y traer de vuelta «a un viejo amigote», según sus propias palabras. Clow accedió a tomar un vuelo a Cupertino
con algo que pudieran presentar. Años más tarde, Jobs no podía evitar echarse a lorar mientras recordaba la escena.
Se me hace un nudo en la garganta, de verdad que se me hace un nudo en la garganta. Estaba muy claro que a Lee le
encantaba Apple. Era el mejor en el campo de la publicidad, y no había tenido que pasar por un proceso de selección en
diez años. Y aun así, allí estaba, intentando con todas sus fuerzas resultar elegido, porque amaba a Apple tanto como
nosotros. Su equipo y él presentaron una idea brillante,
«Piensa diferente», diez veces mejor que cualquier otra cosa que hubieran propuesto las demás agencias. Me llegó a lo
más hondo y todavía lloro cuando pienso en ello, tanto por el hecho de que Lee se preocupara hasta ese punto por
nosotros como por lo genial que era su idea de «Piensa diferente». Muy de vez en cuando, me encuentro en presencia de
la auténtica pureza —pureza de espíritu y amor—, y siempre me hace llorar. Es algo que me conmueve y se apodera de mí.
Aquel fue uno de esos momentos. Había en ello una pureza que nunca olvidaré. Lloré en mi despacho mientras me
mostraba su idea, y todavía lloro cuando pienso en ello.
Jobs y Clow estaban de acuerdo en que Apple era una de las marcas más importantes del mundo —probablemente una de
las cinco con mayor atractivo emocional del planeta—, pero necesitaba recordarles a sus usuarios qué era lo que la
distinguía de las demás. Así pues, planearon una campaña de imagen de marca, no un conjunto de anuncios de diferentes
productos. No estaba diseñada para exaltar todo lo que podían hacer los ordenadores, sino lo que la gente creativa podía
lograr con e los. «No estábamos hablando sobre la velocidad de los procesadores o la memoria —recordaba Jobs—, sino
sobre la creatividad». No solo estaba dirigida a los clientes potenciales, sino también a los propios empleados de Apple.
«Aquí, en Apple, habíamos olvidado quiénes éramos. Una forma de recordar quién eres pasa por recordar quiénes son tus
ídolos. Ese fue el origen de la campaña».
Clow y su equipo probaron con varios enfoques, todos e los un elogio a los «locos» que «piensan diferente». Prepararon un
vídeo con una canción de Seal, «Crazy» («We’re never gonna survive unless we get a little crazy...» ), pero no lograron
hacerse con los derechos de reproducción. Entonces probaron diferentes versiones con una grabación en la que Robert
Frost recitaba su poema «The Road Not Taken» y con los discursos de Robin Wi liams de El club de los poetas muertos. Al
final decidieron que necesitaban escribir su propio texto, y comenzaron a trabajar en un borrador que comenzaba: «Este es
un homenaje a los locos...».
Jobs se mostraba tan exigente como siempre. Cuando el equipo de Clow se presentó con una versión del texto, Jobs esta
ló ante el joven redactor. «¡Esto es una
mierda! —gritó—. Es la mierda típica de agencia publicitaria, y lo odio». Era la primera vez que el joven redactor se
encontraba con Jobs, y se quedó a lí sin decir una palabra. Nunca regresó. Sin embargo, quienes consiguieron plantarse
ante Jobs —incluidos Clow y sus colegas Ken Sega l y Craig Tanimoto— fueron capaces de trabajar con él para crear un
texto poético que le gustara. En su versión original, de sesenta segundos, decía:
Este es un homenaje a los locos. A los inadaptados. A los rebeldes. A los alborotadores. A las fichas redondas en los
huecos cuadrados. A los que ven las cosas de forma diferente. A ellos no les gustan las reglas, y no sienten ningún respeto
173
por el statu quo. Puedes citarlos, discrepar de ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Casi lo único que no puedes hacer es
ignorarlos. Porque ellos cambian las cosas. Son los que hacen avanzar al género humano. Y aunque algunos los vean
como a locos, nosotros vemos su genio. Porque las personas que están lo suficientemente locas como para pensar que
pueden cambiar el mundo... son quienes lo cambian.
El propio Jobs escribió algunos de los fragmentos, incluido el que habla de como son e los «los que hacen avanzar al
género humano». En la celebración de la Macworld de Boston a primeros de agosto, habían producido una versión
preliminar que Jobs mostró a su equipo. Todos coincidieron en que no estaba lista, pero él utilizó los mismos conceptos y la
expresión «piensa diferente» en el discurso inaugural del acto. «He aquí el germen de una idea bri lante —afirmó en aquel
momento—. Apple tiene que ver con la gente que es capaz de desafiar los límites del razonamiento, que quiere utilizar los
ordenadores para que estos les ayuden a cambiar el mundo».
Discutieron sobre los matices gramaticales: si se suponía que «diferente» iba a modificar al verbo «piensa», quizá debería
quedar más claro el matiz adverbial, como en «piensa de modo diferente». Sin embargo, Jobs insistió en que quería que
«diferente» se pudiera asimilar como un concepto propio, como en «piensa en la victoria» o «piensa en la be leza».
Además, recordaba al uso coloquial de otras frases como «piensa en grande». Según explicó después el propio Jobs,
«antes de incluirlo discutimos sobre si era correcto. Es gramaticalmente correcto si piensas en lo que estamos tratando de
decir. No es “piensa lo mismo”, es “piensa diferente”. Piensa un poco diferente, piensa muy diferente, piensa
diferente.“Piensa de modo diferente” no habría tenido el mismo significado para mí».
En un intento por evocar el espíritu de El club de los poetas muertos, Clow y Jobs querían que Robin Wi liams leyera el
texto. Su agente aseguró que Wi liams no hacía anuncios, así que Jobs trató de lamarlo directamente. Consiguió hablar con
la esposa de Wi liams, que no le pasó con el actor, porque sabía lo persuasivo que
Jobs podía legar a ser. También consideraron la posibilidad de contratar a Maya Angelou y a Tom Hanks. Durante una cena
benéfica a la que asistió Bi l Clinton ese otoño, Jobs se levó al presidente a un lado y le pidió que lamara a Hanks para
convencerlo, pero el presidente nunca legó a atender aque la solicitud. Al final se decidieron por Richard Dreyfuss, que era
un fan declarado de Apple.
Además de los anuncios de televisión, crearon una de las campañas de prensa más memorables de la historia. Cada
anuncio mostraba el retrato en blanco y negro
de un personaje histórico de especial simbología junto al logotipo de Apple y las palabras «Piensa diferente» en una
esquina. Particularmente lamativos resultaban los rostros que no incluían ningún pie de foto. Algunos de e los —Einstein,
Gandhi, Lennon, Dylan, Picasso, Edison, Chaplin, Martin Luther King— eran fáciles de identificar. Sin embargo, otros
hacían que la gente se detuviera, reflexionara y tal vez le pidiera a un amigo que lo ayudara a ponerle nombre a las caras:
Martha Graham, Ansel Adams, Richard Feynman, Maria Ca las, Frank Lloyd Wright, James Watson o Amelia Earhart.
La mayoría de e los eran ídolos personales de Jobs, normalmente gente creativa que había asumido riesgos, había
desafiado al fracaso y se había apostado su
carrera entera por hacer las cosas de forma diferente. Como aficionado a la fotografía, se involucró en el proyecto para
asegurarse de que contaban con los retratos perfectos desde el punto de vista simbólico. «Esta no es la mejor imagen de
Gandhi», le soltó a Clow en cierto momento. Clow le explicó que la célebre fotografía del Mahatma junto a una rueca
realizada por Margaret Bourke-White era propiedad de Time-Life Pictures, y que no estaba disponible para su uso
comercial. Entonces Jobs lamó a Norman Pearlstine, el redactor jefe de Time Inc., y estuvo insistiendo hasta que accedió a
hacer una excepción. También lamó a Eunice Shriver para convencer a su familia de que le permitiese emplear una imagen
que él adoraba de su hermano, Bobby Kennedy, durante un viaje por los Apalaches, y habló con los hijos de Jim Henson en
persona para conseguir la imagen adecuada del fa lecido creador de los Teleñecos.
Asimismo, lamó a Yoko Ono para obtener una fotografía de su difunto marido, John Lennon. E la le envió una, pero no era
la favorita de Jobs. «Antes de que se
estrenara la campaña, yo estaba en Nueva York, y fui a un pequeño restaurante japonés que me encanta. Le hice saber
que iba a estar a lí», recordaba. Cuando legó, Yoko Ono se acercó a su mesa. «Esta es mejor —afirmó, entregándole un
sobre—. Pensé que te iba a ver aquí, así que la traje conmigo». Era la clásica imagen de e la y John juntos en la cama,
sujetando unas flores, y es la que Apple acabó utilizando. «Puedo comprender por qué John se enamoró de e la», comentó
Jobs.
La narración de Richard Dreyfuss quedaba bien, pero Lee Clow tuvo otra idea. ¿Qué tal si el propio Jobs era el narrador?
«Tú crees de verdad en esto —le
propuso Clow—, así que deberías hacerlo tú». Así pues, Jobs se sentó en el estudio, realizó algunas tomas y pronto
consiguió una pista de audio del gusto de todo el mundo. La idea era que, si al final la utilizaban, no divulgarían quién
estaba pronunciando aque las palabras, igual que no habían puesto pie de foto a los retratos de personajes célebres. La
174
gente acabaría por darse cuenta de que era Jobs. «Contar con tu voz dará un resultado espectacular —argumentó Clow—.
Será una forma de reclamar el valor de la marca».
Jobs no tenía claro si utilizar la versión con su voz o quedarse con la de Dreyfuss. Al final legó la noche en la que tenían
que enviar el anuncio. Iba a emitirse, en una
apropiada coincidencia, durante el estreno en televisión de Toy Story. Como era habitual, a Jobs no le gustaba que lo
obligaran a tomar una decisión. Al final le dijo a Clow que enviara ambas versiones, y así tendría de plazo hasta la mañana
siguiente para elegir. Cuando legó el momento, Jobs los lamó y les dijo que emplearan la versión de Dreyfuss. «Si
utilizamos mi voz, cuando la gente se entere pensará que el anuncio es sobre mí —le dijo a Clow—, y no lo es. Es sobre
Apple».
Desde que salió de la comuna del huerto de manzanos, Jobs se definió —y, por extensión, Apple se definió también así—
como un hijo de la contracultura. En anuncios como el de «Piensa diferente» y «1984», presentaba la marca de Apple de
forma que reafirmase su propia faceta rebelde, incluso después de convertirse en un multimi lonario. Pero, además, era
capaz de hacer que otros miembros de la generación del baby boom, y sus hijos, se sintieran de igual forma. «Desde el
instante en que lo conocí, cuando era joven, siempre ha tenido una inmensa intuición sobre el impacto que quiere que su
marca cause en los demás», afirmó Clow.
Hay muy pocas compañías o líderes empresariales —quizá ninguno— que pudieran haber salido bien parados tras el bri
lante atrevimiento de asociar su marca con Gandhi, Einstein, Martin Luther King, Picasso y el Dalai Lama. Jobs fue capaz
de animar a los demás a que se definieran —como rebeldes innovadores, creativos y antiempresariales— simplemente a
través del ordenador que utilizaban. «Steve creó la única marca de la industria tecnológica que promocionaba todo un estilo
de vida
—comentó Larry E lison—. Hay coches que la gente se enorgu lece de tener, como Porsche, Ferrari o Toyota Prius, porque
lo que una persona conduce dice algo
sobre su personalidad. La gente sentía lo mismo con respecto a los productos de Apple».
A partir de la campaña de «Piensa diferente» y a lo largo del resto de sus años en Apple, Jobs celebraba una reunión
informal de tres horas todos los miércoles por la tarde con sus principales responsables de publicidad, marketing y
comunicación, en la cual hablaban de estrategias de imagen. «No hay ningún consejero delegado en todo el planeta que se
ocupe del marketing de la forma en que lo hace Steve —aseguró Clow—. Cada miércoles aprobaba un nuevo anuncio de
televisión, prensa y va las publicitarias». Al final de la reunión, a menudo se levaba a Clow y a sus dos compañeros de la
agencia —Duncan Milner y James Vincent— al estudio de diseño de Apple, celosamente vigilado, para que vieran con qué
productos estaban trabajando. «Se apasiona mucho y se vuelve muy emotivo cuando nos muestra los proyectos en desarro
lo», comentó Vincent. Al compartir con sus gurús del marketing su pasión por los productos a medida que se iban creando,
era capaz de asegurarse de que casi todos los anuncios creados estaban imbuidos de sus emociones.
ICEO
Mientras ultimaba los deta les del anuncio de «Piensa diferente», Jobs seguía dándole vueltas a algunos temas. Decidió
hacerse oficialmente con el control de la empresa, al menos de forma temporal. Había sido el líder de facto desde la
destitución de Amelio diez semanas atrás, aunque solo en calidad de consejero. Fred Anderson ocupaba el puesto titular de
consejero delegado en funciones (interim CEO), pero el 16 de septiembre de 1997, Jobs anunció que ocuparía aquel cargo,
que quedó inevitablemente abreviado como «consejero delegado» (iCEO). Su compromiso tenía carácter provisional: no
aceptó ningún salario ni firmó contrato alguno. Sin embargo, sus iniciativas no fueron provisionales. Él estaba al mando y ya
no necesitaba alcanzar consensos para salirse con la suya.
Aque la semana reunió a sus principales directivos y empleados en el auditorio de Apple para ofrecer un discurso, seguido
de un pícnic con cerveza y comida vegana, para celebrar su nuevo puesto y los nuevos anuncios de la compañía. Iba
vestido con pantalones cortos, caminaba descalzo por el recinto y tenía una incipiente barba. «Llevo aquí unas diez
semanas, y he estado trabajando muy duro —aseguró con aspecto cansado pero profundamente decidido—. Lo que
tratamos de hacer
no es algo pretencioso. Estamos intentando volver a las bases de los grandes productos, un gran marketing y una gran
distribución. Apple se ha apartado de su filosofía de hacer un muy buen trabajo desde la base».
Durante algunas semanas más, Jobs y el consejo de administración siguieron buscando un consejero delegado
permanente. Se propusieron varios nombres —
George M. C. Fisher, de Kodak; Sam Palmisano, de IBM; Ed Zander, de Sun Microsystems—, pero la mayoría de los
175
candidatos se mostraban comprensiblemente reticentes a considerar la posibilidad de convertirse en consejeros delegados
si Jobs iba a seguir a lí como miembro activo del consejo. El San Francisco Chronicle informó de que Zander rechazó la
propuesta porque «no quería tener a Steve encima todo el día, cuestionando cada una de sus decisiones». Hubo un
momento en que Jobs y E lison le gastaron una broma a un pobre asesor informático que se había presentado al puesto; le
enviaron un correo electrónico para decirle que había sido elegido, lo cual fue motivo de diversión y bochorno cuando la
prensa publicó la noticia de que simplemente estaban tomándole el pelo.
En diciembre había quedado claro que la situación de Jobs como consejero delegado en funciones había pasado de
temporal a indefinida. Mientras Jobs continuaba dirigiendo la compañía, el consejo de administración puso fin discretamente
a la búsqueda. «Volví a Apple e intenté traer a un consejero delegado, con la ayuda de una agencia cazatalentos, durante
casi cuatro meses —recordaba—, pero no me ofrecían a la gente adecuada. Por eso me quedé yo al final. Apple no estaba
en condiciones de atraer a un directivo lo suficientemente bueno».
El problema al que se enfrentaba Jobs era que dirigir dos compañías requería un esfuerzo brutal. Cuando reflexionaba
sobre e lo, achacaba sus problemas de salud a aque la época:
Fue duro, muy duro, la peor época de mi vida. Tenía una familia joven. Tenía a Pixar. Iba a trabajar a las siete de la
mañana y regresaba a casa a las nueve de la noche, y los niños ya estaban en la cama. Y no podía ni hablar, era
literalmente incapaz, de lo agotado que estaba. No podía hablar con Laurene. Todo lo que podía hacer era ver la televisión
durante media hora y vegetar. Aquello estuvo a punto de acabar conmigo. Conducía para ir a Pixar y a Apple en un Porsche
negro descapotable, y comencé a tener piedras en el riñón. Iba corriendo al hospital y allí me inyectaban Demerol en el culo
y al final se me pasaba.
A pesar del extenuante horario, cuanto más se involucraba Jobs en Apple, más se daba cuenta de que no iba a poder
marcharse. Cuando, en una feria de informática celebrada en octubre de 1997, le preguntaron a Michael De l por lo que
haría si fuese Steve Jobs y tuviera el control de Apple, respondió: «Cerraría la empresa y les devolvería el dinero a los
accionistas». Jobs contraatacó con un correo electrónico a De l. «Se supone que los consejeros delegados deben tener
cierta clase —afirmaba—, pero ya veo que esa no es una opinión que vosotros compartáis». A Jobs le gustaba fomentar la
rivalidad como forma de cohesionar a su equipo
—lo había hecho con IBM y Microsoft—, y lo hizo con De l. Cuando convocó a sus consejeros para crear un sistema de
producción y distribución a medida, Jobs utilizó como telón de fondo una fotografía ampliada de Michael De l con una diana
sobre el rostro. «Vamos a por ti, colega», anunció entre los vítores de sus tropas.
Una de las pasiones que más lo motivaban era construir una compañía que perdurase. A la edad de trece años, cuando
consiguió un trabajo de verano en HewlettPackard, aprendió que una empresa correctamente gestionada podía originar una mayor innovación que cualquier individuo
creativo en solitario. «Descubrí que la mejor innovación es a veces la propia empresa, la forma en que la organizas —
recordaba—. Todo el proceso de construir una compañía es fascinante. Cuando tuve la oportunidad de regresar a Apple,
me di cuenta de que yo no iba a servir de nada sin la compañía, y por eso decidí quedarme y reconstruirla».
EL FIN DE LOS CLÓNICOS
Uno de los grandes debates en Apple era si debería haber realizado una oferta de licencias de su sistema operativo más
agresiva para otros fabricantes de ordenadores, igual que hacía Microsoft con Windows. Wozniak había defendido aque la
táctica desde el principio. «Teníamos el sistema operativo más hermoso — afirmó—, pero para acceder a él tenías que
comprar nuestro hardware por el doble de lo que costaban otros. Aque lo era un error. Lo que deberíamos haber hecho es
calcular un precio adecuado con el que comercializar el sistema operativo». Alan Kay, la estre la del Xerox PARC que entró
a formar parte de Apple como socio en
1984, también luchó para que el software del sistema operativo del Mac pudiera utilizarse en otros ordenadores. «Los
desarro ladores de software siempre defienden
la creación de programas multiplataforma, porque quieren que puedan utilizarse en todas partes —recordaba—. Aque la fue
una gran bata la, probablemente la mayor que yo perdí en Apple».
Bi l Gates, que estaba amasando una fortuna mediante la venta del sistema operativo de Microsoft, le había pedido a Apple
que hiciera lo mismo en 1985, justo
cuando Jobs estaba abandonando la empresa. Gates creía que, incluso si Apple se levaba a algunos de los clientes de su
176
sistema operativo, su empresa podría ganar dinero a través de las versiones de sus programas, como Word y Excel, para
los usuarios del Macintosh y sus clónicos. «Yo estaba tratando de hacer todo lo posible para que e los se convirtieran en un
competidor fuerte en la venta de licencias», recordaba. Le envió una nota formal a Scu ley para presentar sus argumentos:
«Apple debería vender licencias de la tecnología Macintosh a entre tres y cinco fabricantes importantes para que desarro
len máquinas compatibles con el Mac». Gates no recibió respuesta, así que redactó una segunda nota en la que sugería
algunas compañías que podrían crear buenos clónicos del Mac, y añadió: «Quiero ayudaros en todo lo que pueda con el
sistema de licencias. Por favor, lamadme».
Apple se resistió a vender licencias de su sistema operativo hasta 1994, cuando el consejero delegado, Michael Spindler,
permitió que dos pequeñas empresas —
Power Computing y Radius— crearan clónicos del Macintosh. Cuando Gil Amelio legó al poder en 1996, añadió Motorola a
la lista. Aque la resultó ser una estrategia empresarial discutible: en concepto de licencia, Apple recibía un canon de 80
dólares por cada ordenador vendido, pero en lugar de expandir su cuota de mercado, los ordenadores clónicos se hicieron
con las ventas de los ordenadores de alta gama que hasta entonces le correspondían a Apple, y con los que esta obtenía
unos beneficios de hasta 500 dólares por unidad.
Las objeciones de Jobs al programa de licencias para ordenadores clónicos, sin embargo, no eran meramente económicas.
Sentía una aversión innata hacia aquel concepto. Uno de sus principios fundamentales era que el hardware y el software
debían estar firmemente integrados. Le encantaba controlar todos los aspectos de sus creaciones, y la única forma de
conseguir algo así con un ordenador era asegurarse de fabricar todo el producto y hacerse cargo de la experiencia del
usuario de principio a fin.
Así pues, tras su regreso a Apple, una de sus prioridades fue acabar con los clónicos del Macintosh. Cuando se puso a la
venta una nueva versión del sistema operativo del Mac en julio de 1997, semanas después de ayudar a la destitución de
Amelio, Jobs no les permitió a los fabricantes de ordenadores clónicos que se hicieran con la actualización. El jefe de
Power Computing, Stephen King Kahng, organizó varias protestas en pro de los ordenadores clónicos cuando Jobs
apareció en agosto en la conferencia Macworld de Boston, y también aseguró públicamente que el sistema operativo del
Macintosh moriría si Jobs se negaba a conceder licencias para su uso. «Si la plataforma se cierra, será su fin —amenazó
Kahng—. La destrucción total. Cerrar la plataforma es como darle el beso de la muerte».
Jobs no estaba de acuerdo. Llamó a Woolard para informarle de que iba a sacar a Apple de todo aquel negocio de las
licencias. El consejo dio su consentimiento, y en septiembre legó a un acuerdo según el cual Apple le iba a pagar 100 mi
lones de dólares a Power Computing para que renunciara a las licencias y permitiera a Apple acceder a la base de datos de
sus clientes. Pronto canceló también las licencias con el resto de los fabricantes. «Permitir que compañías que fabricaban
una porquería de hardware utilizaran nuestro sistema operativo y se quedaran con nuestras ventas fue la maniobra más
estúpida del mundo», declaró posteriormente.
REVISIÓN DE LA LÍNEA DE PRODUCTOS
Una de las mayores virtudes de Jobs era que sabía cómo concentrarse. «Decidir qué es lo que no se debe hacer es tan
importante como decidir qué se debe hacer —
comentó—. Esto es válido para las empresas y es válido para los productos».
Jobs se puso manos a la obra y aplicó sus principios sobre concentración en cuanto legó a Apple. Un día en que iba
caminando por un pasi lo, se encontró con un recién licenciado de la Wharton School que había sido ayudante de Amelio.
El joven le informó de que estaba ultimando las tareas que este había dejado pendientes.
«Bien, bien, porque necesito a alguien para que haga algunos recados», le dijo Jobs. Su nueva función pasó a ser la de
tomar notas mientras Jobs se reunía con las decenas de equipos de productos que trabajaban en Apple, les pedía que le
explicaran qué estaban haciendo y los obligaba a justificar por qué debían seguir adelante con sus productos o proyectos.
También recurrió a un amigo, Phil Schi ler, que había trabajado en Apple pero que por entonces se encontraba en la
empresa de software gráfico Macromedia.
«Steve convocaba a los equipos a la sala de juntas, que tiene espacio para veinte personas, y e los entraban en grupos de
unos treinta e intentaban mostrarle presentaciones de PowerPoint que él no quería ver», recordaba Schi ler. De hecho, una
de las primeras cosas que hizo Jobs durante el proceso de revisión de los productos fue prohibir los PowerPoints. «Detesto
que la gente recurra a las presentaciones de diapositivas en lugar de pensar —recordaba Jobs—. La gente se enfrentaba a
los problemas creando una presentación. Yo quería que se comprometieran, que discutieran los temas sentados a una
mesa, en lugar de mostrarme un puñado de diapositivas. La gente que sabe de lo que está hablando no necesita
177
PowerPoint».
Aque la inspección de los productos puso de manifiesto lo poco centrada que se había vuelto Apple. La empresa estaba
fabricando múltiples versiones de cada
producto por pura inercia burocrática y para satisfacer los caprichos de los minoristas. «Era una locura —recordaba Schi
ler—. Miles de productos, la mayoría de e los pura porquería, hechos por equipos que preferían seguir engañados». Apple
contaba con una docena de versiones del Macintosh, cada uno con un número confuso y diferente que iba desde el 1400
hasta el 9600. «Estuve tres semanas pidiéndole a la gente que me lo explicara —comentó Jobs— y no lograba
comprenderlo». Al final comenzó a plantear preguntas senci las, como: «¿Cuáles les digo a mis amigos que se compren?».
Cuando no lograba obtener respuestas senci las, se ponía a suprimir modelos y productos. Al poco tiempo había acabado
con el 70 % de e los. «Sois gente bri lante
—le dijo a un equipo—. No deberíais estar perdiendo el tiempo con esta porquería de productos». Muchos de los ingenieros
se pusieron furiosos con aque las tácticas de recortes y cancelaciones, y aque lo tuvo como resultado una serie de
despidos masivos. Sin embargo, Jobs afirmó después que los buenos trabajadores, incluidos algunos cuyos proyectos se
habían suspendido, le estaban agradecidos. «El equipo de ingenieros está completamente entusiasmado —anunció
durante una reunión de personal en septiembre de 1997—. Salía de una reunión con gente cuyos productos acababan de
ser cancelados y estaban que no cabían en sí de gozo porque por fin habían comprendido qué dirección estábamos
tomando».
Tras unas cuantas semanas, Jobs había tenido suficiente. «¡Ya basta! —gritó durante una sesión en la que se planificaba la
estrategia comercial de un gran producto
—. Esto es una locura». Cogió un rotulador, se acercó a una pizarra y dibujó una línea horizontal y otra vertical para formar
un gráfico con cuatro cuadrantes. «Aquí está lo que necesitamos», prosiguió. Sobre las dos columnas escribió
«Consumidor» y «Profesional». Etiquetó las dos filas con «Escritorio» y «Portátil». Su trabajo, anunció, consistía en crear
cuatro grandes productos, uno para cada cuadrante. «En la sala reinó un silencio sepulcral», recordaba Schi ler.
También se produjo un silencio de asombro cuando Jobs presentó el plan en la reunión de septiembre del consejo de
administración de Apple. «Gil había estado insistiendo en que aprobásemos más y más productos en cada reunión —
comentó Woolard—. Seguía diciendo que necesitábamos más productos. Steve legó y dijo que necesitábamos menos.
Dibujó una tabla con cuatro cuadrantes y aseguró que era en eso en lo que debíamos centrarnos». Al principio el consejo
se resistió. Le dijeron a Jobs que aque lo era arriesgado. «Yo puedo hacer que funcione», replicó él. El consejo nunca legó
a votar aque la nueva estrategia. Jobs estaba al mando y siguió adelante con su plan.
El resultado fue que los ingenieros y directores de Apple de pronto se centraron con gran intensidad en solamente cuatro
áreas. Para el cuadrante de los ordenadores de escritorio destinados a profesionales, iban a crear el Power Macintosh G3.
En el de portátiles para profesionales desarro laron el PowerBook G3. Con respecto al ordenador de escritorio para
consumidores generales, se pusieron a trabajar en lo que después se convertiría en el iMac, y para la versión portátil
destinada a ese mismo público, se centraron en lo que después fue el iBook.
Aque lo significaba que la compañía iba a abandonar otras vías empresariales, como la producción de impresoras y
servidores. En 1997, Apple vendía impresoras
en color Style Writer, que eran básicamente una versión de las DeskJet de Hewlett-Packard, y esta compañía obtenía sus
beneficios principales mediante la venta de cartuchos de tinta. «No lo entiendo —comenzó Jobs en la reunión en la que se
revisaba aquel producto—. ¿Vais a vender un mi lón de unidades y no vais a obtener beneficios? Es absurdo». Se levantó,
salió de la sala y lamó al responsable en Hewlett-Packard. Jobs le propuso que pusieran fin a su acuerdo, que Apple
abandonara el negocio de las impresoras y que e los se quedaran con todo. A continuación regresó a la sala de juntas y
anunció que iban a dejar de vender impresoras. «Steve
analizó la situación y supo al instante que necesitábamos cambiar de rumbo», recordaba Schi ler.
La decisión más notoria que tomó fue la de poner punto final de una vez por todas al Newton, el asistente digital personal
con el sistema de reconocimiento de escritura manual que casi funcionaba. Jobs lo odiaba porque era el proyecto favorito
de Scu ley, porque no marchaba a la perfección y porque sentía aversión por los aparatos con puntero. Había intentado que
Amelio lo suspendiera a principios de 1997, y solo había logrado convencerlo para que independizara el departamento
encargado de su producción. A finales de 1997, cuando Jobs se encontraba inmerso en las revisiones de los productos,
todavía seguía activo. Posteriormente, él mismo analizó su decisión:
Si Apple se hubiera encontrado en una situación menos precaria, yo mismo habría puesto todo mi empeño en averiguar
cómo lograr que el producto funcionara. No confiaba en la gente que dirigía el proyecto. Tenía la sensación de que
contaban con una tecnología muy buena, pero había una mala gestión que lo estaba jodiendo todo. Al cerrar el proyecto
dejé libres a algunos buenos ingenieros que podían trabajar en nuevos dispositivos móviles, y al final obtuvimos el resultado
178
correcto cuando pasamos a los iPhones y al iPad.
Esta habilidad para concentrarse en lo fundamental fue la salvación de Apple. Durante el primer año tras su regreso, Jobs
despidió a más de tres mil trabajadores, lo que tuvo un efecto desastroso en el balance general de la compañía. Durante el
año fiscal que acabó cuando Jobs se convirtió en el consejero delegado interino en septiembre de 1997, Apple había
perdido 1.040 mi lones de dólares. «Estábamos a menos de noventa días de la bancarrota», recordaba. En la conferencia
Macworld de San Francisco celebrada en enero de 1998, Jobs subió al escenario en el que Amelio había realizado su
desastrosa presentación un año atrás. Exhibía una poblada barba, jersey negro y vaqueros mientras presentaba la nueva
estrategia comercial. Entonces, por primera vez, acabó su presentación con un epílogo que iba a convertir en su seña de
identidad: «Ah, y una cosa más...». En esta ocasión, la «cosa más» era: «Pensad en los beneficios». Cuando pronunció
aque las palabras, la multitud esta ló en aplausos. Tras dos años de inmensas pérdidas, Apple había acabado el trimestre
con unos beneficios de 45 mi lones. Durante el año fiscal de 1998, acabó por lograr unas ganancias de 309 mi lones de
dólares. Jobs había vuelto, y Apple también.
179
25
Principios de diseño
El estudio de Jobs e Ive
JONY IVE
Cuando Jobs reunió a sus principales directivos para darles una charla de ánimo justo después de convertirse en el
consejero delegado en funciones en septiembre de
1997, entre el público se encontraba un británico de treinta años, sensible y apasionado, que dirigía el equipo de diseño de
la compañía. Jonathan Ive —conocido por todos como Jony— estaba planeando dejar su trabajo. Estaba harto del enfoque
de la empresa, centrado en la maximización de los beneficios en lugar de en el diseño de los productos. El discurso de Jobs
le hizo reconsiderar su postura. «Recuerdo muy claramente como Steve anunció que nuestra meta no era simplemente
ganar dinero sino también crear grandes productos —recordaba—. Las decisiones que se toman de acuerdo con esta
filosofía son radicalmente diferentes de las que se habían estado adoptando en Apple». Ive y Jobs pronto forjaron una
relación que levaría a la mayor colaboración de su época en el campo del diseño industrial.
Ive se había criado en Chingford, una localidad al nordeste de Londres. Su padre era un orfebre que impartía clases en una
universidad local. «Era un artesano
magnífico —recordaba Ive—. Su regalo de Navidad consistía en un día de su tiempo en el ta ler de la universidad, durante
las vacaciones, cuando no había nadie más por a lí. Ese día me ayudaba a crear lo que yo quisiera». La única condición
era que Jony tenía que dibujar a mano lo que planeaban hacer. «Siempre fui consciente de la be leza de los productos
hechos a mano. Llegué a darme cuenta de que lo realmente importante era el cuidado que se ponía en e los. Lo que más
rechazo me produce es ver un producto descuidado».
Ive,que se matriculó en la Universidad Politécnica de Newcastle, pasaba el tiempo libre y los veranos trabajando en un
gabinete de diseño. Una de sus creaciones fue un bolígrafo con una bolita en la parte superior con la que se podía
juguetear. Ayudaba a ofrecerle al usuario una conexión emocional lúdica con el objeto. En su trabajo de fin de carrera
diseñó un micrófono con auricular —de plástico blanco puro— para comunicarse con niños sordos. Su piso estaba
abarrotado de maquetas de espuma plástica que fabricaba como parte de su búsqueda del diseño perfecto. También
diseñó un cajero automático y un teléfono curvo, los cuales ganaron sendos premios de la Royal Society of Arts. A
diferencia de algunos diseñadores, no se limitaba a crear hermosos bocetos. También se preocupaba por cómo iban a
funcionar el montaje y los componentes internos. Uno de sus descubrimientos en la universidad legó cuando vio que podía
diseñar con un Macintosh. «Descubrí el Mac y sentí que tenía una conexión con la gente que había fabricado aquel
producto —recordaba—. De pronto comprendí cuál era el sentido de una empresa, o cuál se suponía que debía ser».
Tras licenciarse, ayudó a fundar una empresa de diseño en Londres, lamada Tangerine, que consiguió un contrato de
consultoría con Apple. En 1992, Ive viajó a
Cupertino para entrar a trabajar en el departamento de diseño de Apple. Se convirtió en el jefe del departamento en 1996,
el año anterior a que Jobs regresara, pero no estaba contento a lí. Amelio no valoraba el diseño. «No había un ambiente de
atención a los productos, porque estábamos tratando de rentabilizar al máximo los beneficios que obteníamos —afirmó
Ive—. Todo lo que nos pedían a los diseñadores era una maqueta del aspecto exterior que debía tener el producto, y
entonces los ingenieros lo fabricaban con el menor coste posible. Estuve a punto de dimitir».
Cuando Jobs se hizo con el mando y pronunció su discurso inicial para infundir ánimo a los trabajadores, Ive decidió
quedarse un poco más. Sin embargo, Jobs
buscó primero un diseñador de renombre mundial fuera de la compañía. Habló con Richard Sapper, que había diseñado el
ThinkPad de IBM, y con Giorgetto Giugiaro, responsable del diseño del Ferrari 250 y del Maserati Ghibli I. Sin embargo,
después dio una vuelta por el estudio de diseño de Apple y conectó con el afable, trabajador y bien dispuesto Ive.
«Hablamos sobre diferentes enfoques para distintas formas y materiales —recordaba Ive—. Estábamos en la misma onda.
De pronto comprendí por qué me encantaba aque la empresa».
Ive le presentaba sus informes, al menos en un principio, a Jon Rubinstein, a quien Jobs había contratado para dirigir el
departamento de hardware, pero entonces
estableció una relación directa y extrañamente intensa con Jobs. Comenzaron a comer juntos con cierta frecuencia, y
cuando Jobs acababa la jornada se pasaba por el estudio de diseño de Ive para charlar un rato. «Jony tenía una categoría
especial —comentó Powe l—. Solía venir a visitarnos a casa y nuestras familias se hicieron amigas. Steve nunca se
muestra intencionadamente hiriente con él. La mayoría de las personas en la vida de Steve son reemplazables, pero Jony
no».
180
Jobs describió después el respeto que sentía por Ive:
La diferencia que ha supuesto Jony, no solo en Apple sino en todo el mundo, es inmensa. Es una persona tremendamente
inteligente en todos los sentidos. Comprende los conceptos empresariales y los publicitarios. Asimila la información al
instante, de forma automática. Comprende cuál es el núcleo de nuestra filosofía mejor que nadie. Si tuviera que nombrar a
un compañero espiritual en Apple, ese es Jony. Los dos reflexionábamos juntos sobre la mayoría de los productos y
después llamábamos a los demás y les preguntábamos: «Oye, ¿qué os parece esto?». Él comprende cuál es el propósito
general además de los detalles más insignificantes de cada proyecto, y entiende que Apple es una compañía consagrada a
sus productos. Ive no es un simple diseñador, y por eso trabaja directamente para mí. Tiene más poder operativo que nadie
en Apple salvo yo. No hay nadie que le pueda decir qué debe hacer o que pueda echarlo de un proyecto. Así es como he
dispuesto las cosas.
Como la mayoría de los diseñadores, Ive disfrutaba analizando la filosofía y haciendo los razonamientos paso a paso que
desembocaban en un diseño concreto. Para Jobs, el proceso era más intuitivo: señalaba las maquetas y bocetos que le
gustaban y rechazaba los que no. Entonces Ive recopilaba todas aque las sugerencias y desarro laba los conceptos que
contaban con la bendición de Jobs.
Ive era seguidor del diseñador industrial alemán Dieter Rams, que trabajaba para la firma de electrodomésticos Braun.
Rams predicaba el evangelio de «menos, pero
mejor» —«Weniger aber besser»—, y, de la misma forma, Jobs e Ive se enfrentaban a cada nuevo diseño para ver cuánto
podían simplificarlo. Desde que el primer fo leto de Apple redactado por Jobs proclamó que «la senci lez es la máxima
sofisticación», él había buscado la senci lez que se obtiene como resultado de controlar la complejidad, no de ignorarla.
«Hace falta mucho trabajo —afirmó— para que algo resulte senci lo, para comprender de verdad los desafíos latentes y
obtener
soluciones elegantes».
En Ive, Jobs conoció a su alma gemela en la búsqueda de una senci lez auténtica y no superficial. Ive, sentado en su
estudio de diseño, describió en una ocasión su filosofía.
¿Por qué asumimos que lo sencillo es bueno? Porque con los productos físicos tenemos que sentir que podemos
dominarlos. Si consigues imponer el orden dentro de la complejidad, encuentras la forma de que el producto se rinda ante
ti. La sencillez no es simplemente un estilo visual. No es solo el minimalismo o la ausencia de desorden. Es un concepto
que requiere sumergirse en las profundidades de la complejidad. Para conseguir una auténtica simplicidad, hace falta llegar
hasta lo más hondo. Por ejemplo, para que algo no lleve tornillos, a lo mejor necesitas un producto muy enrevesado y
complejo. La mejor forma de enfrentarse a ello es profundizar más en la simplicidad, comprender todos los aspectos del
producto y de su fabricación. Tienes que entender en profundidad la esencia de un producto para poder deshacerte de
todos los elementos que no son esenciales.
Aquel era el principio fundamental que compartían Ive y Jobs. El diseño no era simplemente el aspecto superficial de un
producto; tenía que reflejar la esencia del producto. «En el vocabulario de la mayoría de la gente, “diseño” significa
“carcasa” —declaró Jobs a Fortune poco después de recuperar el mando de Apple—, pero para mí no podría haber un
concepto más alejado del significado del diseño. El diseño es el alma fundamental de una creación humana que acaba por
manifestarse en las sucesivas capas exteriores».
Como resultado, el proceso de diseño de un producto en Apple se encontraba íntegramente relacionado con el proceso de
montaje y producción. Ive describió uno
de los Power Mac de Apple: «Queríamos deshacernos de todo lo que no fuera absolutamente esencial —aseguró—. Para e
lo hacía falta una colaboración completa entre los diseñadores, los desarro ladores del producto, los ingenieros y el equipo
de producción. No hacíamos más que volver al principio una y otra vez.
¿Necesitamos ese componente? ¿Podemos conseguir que cumpla él solo la función de las otras cuatro piezas?».
La conexión entre el diseño de un producto, su esencia y su producción quedó de manifiesto para Jobs e Ive cuando se
encontraban viajando por Francia y entraron en una tienda de electrodomésticos de cocina. Ive cogió un cuchi lo que le
gustaba, pero después lo volvió a dejar en su sitio, desilusionado. Jobs hizo lo mismo. «Los dos advertimos una pizca de
pegamento entre el mango y la hoja», recordaba Ive. Hablaron acerca de cómo el buen diseño del cuchi lo había quedado
arruinado por la forma en que se había fabricado. «No nos gusta pensar que nuestros cuchi los están pegados con
pegamento —comentó Ive—. A Steve y a mí nos preocupaban ese tipo de cosas que arruinaban la pureza del objeto y nos
apartaban de su esencia, y pensamos de forma similar sobre cómo deberían estar hechos los productos para que parezcan
181
puros e íntegros».
En la mayoría de las otras empresas, la ingeniería tiende a ser la que determina el diseño. Los ingenieros plantean sus
requisitos y especificaciones, y entonces los diseñadores crean cubiertas y tapas que puedan acomodarlos. Para Jobs, el
proceso tendía a funcionar en sentido inverso. Durante los primeros días de Apple, Jobs había aprobado el diseño de la
carcasa del primer Macintosh, y los ingenieros tuvieron que conseguir que sus placas y componentes cupieran en e la.
Tras su destitución, el proceso en Apple se invirtió para volver a estar dirigido por los procesos de ingeniería. «Antes de que
Steve regresara, los ingenieros decían:
“Aquí están las tripas” (el procesador y el disco duro), y entonces se las mandaban a los diseñadores para que las metieran
en una caja —comentó el director de marketing de Apple, Phil Schi ler—. Cuando haces las cosas así, obtienes productos
horribles». Sin embargo, cuando Jobs regresó y entabló relación con Ive, la balanza volvió a inclinarse hacia los
diseñadores. «Steve seguía insistiendo en que el diseño era una parte integral de lo que acabaría por hacernos grandes —
afirmó Schi ler—. El diseño volvía a dictar el proceso de fabricación de los componentes, y no a la inversa».
A veces esta técnica podía dar malos resultados, como cuando Jobs e Ive insistieron en utilizar una única pieza de aluminio
pulido para el borde del iPhone 4, aun
cuando los ingenieros les alertaron de que aque lo podía hacer que la antena fuera menos efectiva. Sin embargo, por lo
general, la distintiva apariencia de sus diseños —
en el iMac, el iPod, el iPhone y el iPad— sirvió para distinguir a Apple y conducir la empresa a los triunfos obtenidos
durante los años siguientes al retorno de Jobs.
DENTRO DEL ESTUDIO
El estudio de diseño donde reina Jony Ive, en la planta baja del número 2 de Infinite Loop, en el campus de Apple, se
encuentra protegido por cristales tintados y una pesada puerta cerrada a cal y canto. En el interior se encuentra una cabina
acristalada de recepción con dos vigilantes. La mayoría de los empleados de Apple no tienen permiso para acceder a su
interior. La mayor parte de las entrevistas con Jony Ive que mantuve para la redacción de este libro tuvieron lugar en algún
otro sitio, pero un día de 2010 dispuso que yo pasara la tarde visitando el estudio y charlando acerca de cómo Jobs y él
trabajan a lí.
A la izquierda de la entrada se encuentra un conjunto de mesas con diseñadores jóvenes; a la derecha se abre un enorme
y oscuro salón principal con seis largas mesas de acero sobre las que colocar los proyectos en curso y jugar con e los. Tras
la sala principal se ha la un estudio de diseño asistido por ordenador, leno de estaciones de trabajo, que conduce a una
sala con máquinas de moldeado que convierten los objetos que aparecen en la panta la en maquetas de espuma. Más a lá,
una cámara de pintura pulverizada controlada por un robot se encarga de hacer que los modelos parezcan reales. El
ambiente es espartano e industrial, con una decoración de un gris metálico. Las hojas de los árboles del exterior proyectan
pautas móviles de luz y sombra sobre las ventanas tintadas. De fondo, se escucha música techno y jazz.
Cuando Jobs estaba sano y trabajaba en su despacho, acudía casi a diario a comer con Ive y paseaban alrededor del
estudio por las tardes. Cuando entraba, podía
inspeccionar las mesas y observar el despliegue de productos proyectados, sentir cómo podían incluirse en la estrategia
empresarial de Apple y comprobar con sus propias manos la evolución de cada uno de los diseños. Normalmente los dos
realizaban a solas el recorrido, mientras los otros diseñadores levantaban la vista de su trabajo pero mantenían una
respetuosa distancia. Si Jobs tenía alguna consulta concreta, podía lamar al jefe de diseños mecánicos o a algún otro de
los subalternos de Ive. Si algo le entusiasmaba o despertaba en él alguna idea sobre la estrategia empresarial, podía
recurrir al director de operaciones, Tim Cook, o al jefe de marketing, Phil Schi ler, para que se unieran a e los. Ive describe
el proceso habitual:
Esta gran sala es el único lugar de la compañía donde puedes echar un vistazo alrededor y ver todo aquello en lo que
estamos trabajando. Cuando Steve entra, se sienta a una de esas mesas. Si estamos
trabajando en un nuevo iPhone, por ejemplo, puede que coja un taburete y comience a jugar con diferentes maquetas y a
sopesarlas con las manos, señalando cuáles le gustan más. A continuación paseamos entre las demás mesas, él y yo
solos, para ver qué rumbo están siguiendo los otros productos. Así puede hacerse una idea de la dirección en la que
avanza toda la empresa: el iPhone, el iPad, el iMac, los portátiles y todo lo demás que estamos creando. Esto le ayuda a
ver dónde está invirtiendo Apple su energía y cómo se conectan los diferentes elementos. Puede preguntar cosas como:
«¿Tiene sentido seguir esta dirección? Porque es por este otro camino donde estamos creciendo mucho». Consigue ver
cómo se interrelacionan los productos, cosa bastante complicada de lograr en una gran compañía. Al mirar las maquetas de
182
estas mesas, puede ver el futuro de los próximos tres años.
Gran parte del proceso de diseño es una conversación, un toma y daca que tiene lugar mientras paseamos en torno a las
mesas y jugamos con las maquetas. A él no le gusta enfrentarse a diseños complejos. Quiere poder ver y sentir una
maqueta, y hace bien. Yo mismo me sorprendo cuando producimos una maqueta y entonces me doy cuenta de que es una
porquería, aunque pareciera estupendo en las imágenes informáticas que habíamos diseñado.
A él le encanta venir aquí porque es un lugar tranquilo y pacífico. Es un paraíso si eres una persona visual. No hay
inspecciones formales de diseño, así que no hay grandes tomas de decisiones. En vez de eso, nosotros hacemos que las
decisiones sean algo fluido. Como repetimos el proceso a diario y nunca realizamos estúpidas presentaciones, no tenemos
grandes desacuerdos.
El día en que yo lo visité, Ive estaba supervisando la creación de un nuevo enchufe europeo y un conector para el
Macintosh. Decenas de maquetas de espuma, cada una de e las con mínimas diferencias respecto a las demás, se habían
moldeado y pintado para su inspección. A algunos puede parecerles extraño que el jefe de diseño se preocupe de deta les
como estos, pero Jobs también participaba en el proceso. Desde que ordenó que se fabricara una fuente de alimentación
especial para el Apple II, Jobs no solo se ha preocupado de los elementos de ingeniería de estas piezas, sino también de
su diseño. Él mismo quedó registrado como inventor en la patente del alimentador blanco que utiliza el MacBook, así como
en la de su conector magnético, con el satisfactorio ruidito que hace al unirse al ordenador. De hecho, a principios de 2011
Jobs aparecía incluido como uno de los inventores de 212 patentes diferentes en Estados Unidos.
Ive y Jobs se han obsesionado incluso por el embalaje de varios productos de Apple y los han legado a patentar. La patente
estadounidense D558.572, por ejemplo, registrada el 1 de enero de 2008, es la de la caja del iPod nano, con cuatro dibujos
que muestran como el aparato queda sujeto por una pieza de plástico cuando se abre la caja. La patente D596.485,
registrada el 21 de julio de 2009, es para el embalaje del iPhone, con su tapa maciza y la pequeña bandejita de plástico bri
lante en el interior.
Mike Markkula le había enseñado desde un primer momento a Jobs a «atribuir» —a comprender que la gente sí que juzga
los libros por sus portadas—, y por lo
tanto a asegurarse de que todos los envoltorios y embalajes de Apple señalaran que en el interior se encontraba una
hermosa joya. Ya sea un iPod mini o un MacBook Pro, los clientes de Apple conocen la sensación de abrir una caja bien
montada y encontrar dentro un producto que se presenta de forma atractiva. «Steve y yo pasamos mucho tiempo pensando
en el empaquetado —comentó Ive—. Me encanta el proceso de desembalar las cosas. Diseñamos un ritual de desembalaje
para hacer que el producto sea más especial. El empaquetado puede ser como el teatro, puede crear una historia».
Ive, que tiene el temperamento sensible de un artista, a veces se enfadaba con Jobs porque este se atribuía demasiado
mérito, un hábito que ha incomodado a otros
compañeros de trabajo suyos a lo largo de los años. Sus sentimientos hacia Jobs eran en ocasiones tan intensos que podía
sentirse herido con facilidad. «Él procedía a pasar revista a mis ideas y aseguraba: “Eso no está bien, eso no es muy
bueno, ese me gusta” —comentó Ive—. Y después yo me sentaba entre el público y él hablaba de aque los productos como
si fueran idea suya. Yo le presto una atención obsesiva a los orígenes de una idea, e incluso escribo cuadernos lenos de
mis ideas, por eso me duele cuando alguien se arroga el mérito de uno de mis diseños». Ive también se irrita cuando
observadores ajenos a la empresa presentan a Jobs como el encargado de las ideas de Apple. «Eso nos convierte en una
compañía vulnerable», afirmó serio y en un tono contenido. Pero entonces se detuvo para reconocer la función que Jobs
desempeña al fin y al cabo. «En muchas otras compañías, las ideas y los grandes diseños se pierden en el proceso. Las
ideas que provienen de mí y de mi equipo habrían sido completamente irrelevantes y se habrían perdido si Steve no
hubiera estado a lí para animarnos, trabajar con nosotros y superar cualquier resistencia hasta convertir nuestras ideas en
productos».
183
184
26
El iMac
Hola (de nuevo)
REGRESO AL FUTURO
El primer gran éxito de diseño surgido a partir de la colaboración entre Jobs e Ive fue el iMac, un ordenador de sobremesa
dirigido al mercado general que se presentó en mayo de 1998. Jobs había impuesto algunos requisitos. Debía ser un
producto integral, con el teclado, el monitor y la torre combinados en una sencil a unidad que pudiera comenzarse a utilizar
en cuanto saliera de la caja. Tenía que aportar un diseño distintivo que supusiera una declaración de la imagen de la
marca, y debía venderse por unos 1.200 dólares (por aquel entonces Apple no tenía ningún ordenador en el mercado que
costara menos de 2.000 dólares). «Nos ordenó que volviéramos a las raíces del Macintosh original de 1984, un producto
integrado de cara al consumidor —recordaba Schil er—. Aquel o significaba que los procesos de diseño e ingeniería debían
ir de la mano».
El plan inicial era construir un «ordenador en red», un concepto propuesto por Larry El ison, de Oracle, consistente en un
terminal económico sin disco duro que se empleara principalmente para conectarse a internet y a otras redes. Sin embargo,
el director financiero, Fred Anderson, encabezó la iniciativa para hacer que el producto fuera más robusto, añadiéndole una
unidad de disco para que pudiera convertirse en un ordenador de escritorio de pleno derecho destinado al uso doméstico.
Jobs acabó por acceder a aquel a petición.
Jon Rubinstein, que se encontraba a cargo del hardware, adaptó el microprocesador y las entrañas del Power Mac G3, el
ordenador profesional de gama alta de Apple, para su uso en la nueva máquina que se estaba proyectando. El ordenador
iba a contar con un disco duro y una bandeja para los discos compactos, pero, en una maniobra bastante audaz, Jobs y
Rubinstein decidieron no incluir la acostumbrada disquetera. Jobs citó a la estrel a del hockey Wayne Gretzky y su máxima
de «patinar hacia el lugar a donde va a ir el disco, no hacia el lugar donde ya ha estado». Iba un poco adelantado a su
tiempo, pero al final todos los ordenadores acabaron por eliminar las disqueteras.
Ive y su ayudante principal, Danny Coster, comenzaron a esbozar algunos diseños futuristas. Jobs rechazó
categóricamente la decena de maquetas de espuma
plástica que produjeron en un principio, aunque Ive sabía cómo guiarlo con tacto. Reconoció que ninguno de el os era del
todo bueno, pero señaló uno que parecía prometedor. Era un modelo curvo y de aspecto travieso que no parecía un bloque
inmóvil clavado a la mesa. «Da la impresión de acabar de aparecer en tu escritorio o de estar a punto de bajarse de un
salto para ir a algún otro lugar», le dijo a Jobs.
En la siguiente presentación, Ive había refinado aquel divertido modelo. En esta ocasión, Jobs, con su visión binaria del
mundo, aseguró que le encantaba. Cogió el prototipo de espuma y comenzó a l evarlo consigo a la sede central para
mostrárselo a miembros del consejo de administración y a colaboradores de confianza. Apple exaltaba en sus anuncios las
virtudes de pensar diferente. Aun así, hasta entonces no habían propuesto nada demasiado diferente de los ordenadores
existentes. Ahora Jobs tenía por fin algo nuevo.
La cubierta de plástico que Ive y Coster propusieron era de un azul aguamarina que después se rebautizó como azul bondi,
por el color del agua en una playa australiana, y era translúcido para que pudiera verse el interior de la máquina desde
fuera. «Estábamos tratando de transmitir la idea de que el ordenador es un elemento que puede cambiar según tus
necesidades y ser como un camaleón —comentó Ive—. Por eso nos gustó la idea de que fuera translúcido. Se podía hacer
con colores sólidos, pero así parece más dinámico y ofrece un aspecto más atrevido».
Tanto de forma metafórica como en la realidad, la translucidez conectaba los mecanismos interiores del ordenador con el
diseño exterior. Jobs siempre había insistido en que las filas de chips de las placas de circuitos tuvieran un buen aspecto,
aunque nunca iban a l egar a verse. Ahora sí podrían ser admiradas. La carcasa revelaría el cuidado que se había puesto
en crear todos los componentes del ordenador y ensamblarlos juntos. El lúdico diseño transmitiría una idea de sencil ez, a
la vez que revelaba la profundidad que trae consigo la auténtica simplicidad.
Sin embargo, la aparente simplicidad de la propia carcasa plástica encerraba una gran complejidad. Ive y su equipo
trabajaron junto con los fabricantes coreanos de Apple para perfeccionar el proceso de producción de las carcasas, y
acudieron incluso a una fábrica de gominolas para estudiar cómo conseguir que los colores translúcidos resultaran
atractivos. El coste de cada carcasa era de más de 60 dólares, el triple de lo habitual. En otras empresas probablemente
hubieran sido necesarios estudios y presentaciones que probaran si las cubiertas translúcidas incrementarían las ventas lo
185
suficiente como para justificar el gasto extra. Jobs no pidió ningún análisis de ese tipo.
Para coronar el diseño había un asa situada en la parte superior del iMac. Era un elemento más lúdico y semiótico que
funcional. Lo cierto es que se trataba de un ordenador de sobremesa, y por tanto no habría mucha gente que fuera a
dedicarse a transportarlo. Sin embargo, tal y como explicó Ive:
Por aquel entonces la gente no se sentía cómoda ante la tecnología. Si algo te asusta, entonces no quieres tocarlo. Yo veía
que a mi madre le daba miedo tocar esos aparatos, así que pensé que si le poníamos un asa, haríamos que la relación
fuera posible. Sería accesible. Sería intuitivo. Te da permiso para tocarlo. Transmite una idea de deferencia hacia ti.
Desgraciadamente, producir un asa empotrada cuesta mucho dinero. En la antigua Apple, yo habría perdido aquella
discusión. Lo que resulta genial de Steve es que lo vio y dijo: «¡Eso es genial!». No le tuve que explicar todo mi
razonamiento, lo captó de forma intuitiva. Sabía que aquello formaba parte de la cercanía del iMac y de su naturaleza
lúdica.
Jobs tuvo que contener las objeciones planteadas por los ingenieros de montaje, apoyados por Rubinstein, que tendían a
plantear los inconvenientes económicos cuando se enfrentaban a los deseos estéticos y los variados caprichos de diseño
de Ive. «Cuando se lo l evamos a los ingenieros —comentó Jobs— el os plantearon treinta y ocho razones por las que no
podían fabricarlo, y yo les dije: “No, no, tenemos que hacerlo”. El os replicaron: “Pero ¿por qué?”. Y contesté: “Porque yo
soy el consejero delegado y creo que puede hacerse”, así que acabaron por hacerlo a regañadientes».
Jobs les pidió a Lee Clow, Ken Segal y otros miembros de la agencia publicitaria TBWA\Chiat\Day que cogieran un vuelo
para ir a ver en qué estaban trabajando.
Los l evó al estudio de diseño de acceso restringido y desveló con gesto teatral el diseño translúcido con forma de lágrima
de Ive, que parecía como salido de
Los Supersónicos, la futurista serie de dibujos animados de los ochenta. Durante un instante parecieron desconcertados.
«Estábamos atónitos, pero no podíamos dar una opinión sincera —recordaba Segal —. En realidad estábamos pensando:
“Madre mía, ¿sabe esta gente lo que están haciendo?”. Era demasiado radical». Jobs les pidió que propusieran algunos
nombres. Segal respondió con cinco opciones, y una de el as era «iMac». A Jobs no le gustó ninguna de el as al principio,
así que Segal propuso una nueva lista una semana después, pero agregó que la agencia seguía prefiriendo «iMac». Jobs
respondió: «Esta semana no lo detesto, pero sigue sin gustarme». Probó a serigrafiarlo en algunos prototipos y fue
haciéndose a la idea de que le gustaba el nombre. Y así es como aquel ordenador se convirtió en el iMac.
A medida que se iba aproximando la fecha límite para la finalización del iMac, el legendario carácter de Jobs reapareció con
fuerza, especialmente cuando tuvo que
enfrentarse a problemas de producción. Durante una de las reuniones de revisión de productos, se dio cuenta de que el
proceso avanzaba demasiado lento. «Se embarcó en una de sus demostraciones de increíble cólera, y su furia era
absolutamente pura», recordaba Ive. Fue rodeando la mesa y encarándose con todos los presentes, empezando por
Rubinstein. «¡Sabéis que estamos intentando salvar la empresa —gritó— y vosotros lo estáis jodiendo!».
Igual que el equipo del Macintosh original, los trabajadores del iMac l egaron a duras penas a terminarlo justo a tiempo para
el gran acto de presentación, aunque no
antes de que Jobs sufriera un último estal ido de cólera. Cuando l egó la hora de ensayar la presentación, Rubinstein
improvisó dos prototipos que funcionaban. Ni Jobs ni nadie más había visto antes el producto final, y cuando lo miró sobre
el escenario vio un botón en la parte frontal, bajo la pantal a. Lo apretó y se abrió la bandeja para el CD. «¿Qué coño es
esto?», preguntó con poca cortesía. «Ninguno de nosotros dijo nada —recordaba Schil er— porque era obvio que él sabía
que era la bandeja para el CD», así que Jobs siguió despotricando. Insistía en que debía ser una simple ranura, como esas
tan elegantes que ya podían verse en los coches de lujo. Estaba tan furioso que echó a Schil er, quien fue a l amar a
Rubinstein para que se dirigiera al auditorio. «Steve, esta es exactamente la unidad de disco que te mostré cuando
estuvimos hablando de los componentes», le explicó. «No, nunca hubo una bandeja, solo una ranura», insistió Jobs.
Rubinstein no cedió en su postura y la furia de Jobs no remitió. «Casi me pongo a l orar, porque ya era demasiado tarde
para hacer nada al respecto», recordaba Jobs después.
Suspendieron el ensayo, y durante un rato pareció que Jobs fuera a cancelar toda la presentación del producto. «Ruby me
miró como para preguntarme: “¿Soy yo el
que está loco?” —comentó Schil er—. Aquel a era mi primera presentación de un producto con Steve y mi descubrimiento
de su filosofía de “si no está perfecto, no lo vamos a presentar”». Al final, accedieron a sustituir la bandeja por una ranura
para la siguiente versión del iMac. «Solo seguiré adelante con la presentación si me prometéis que vamos a pasar a la
ranura tan pronto como sea posible», les advirtió Jobs con lágrimas en los ojos.
También había un problema con el vídeo que se pensaba proyectar. En él aparecía Jony Ive describiendo su filosofía del
186
diseño y preguntando: «¿Qué ordenador tendrían los Supersónicos? Esto era el futuro ayer mismo». En ese momento se
veía un fragmento de dos segundos del programa de dibujos en el que aparecía la madre, Ultra Sónico, mirando una pantal
a de vídeo, seguido por otra secuencia de dos segundos en la que los Supersónicos se ríen junto a un árbol de Navidad.
Durante el ensayo, un asistente de producción le dijo a Jobs que iban a tener que retirar aquel as imágenes porque HannaBarbera no les había dado permiso para utilizarlas. «Déjalas», le espetó Jobs. El asistente le explicó que había leyes que lo
prohibían. «No me importa —dijo Jobs—. Vamos a usar esas imágenes». Las secuencias se quedaron en el vídeo.
Lee Clow estaba preparando una serie de anuncios de prensa l enos de color, y cuando le envió a Jobs las pruebas de
imprenta recibió una l amada telefónica enfurecida. Jobs insistía en que el azul del anuncio era distinto del de la fotografía
del iMac que habían elegido. «No tenéis ni idea de lo que hacéis —gritó Jobs—. Voy a pedirle a otro que haga los anuncios
porque esto es una mierda». Clow se mantuvo en sus trece. Le dijo que comparara las imágenes. Jobs, que no estaba en
su despacho, insistió en que tenía razón y siguió gritando. Finalmente, Clow consiguió que se sentara con las fotografías
originales. «Al final le demostré que aquel era el mismo azul». Años más tarde, al hilo de una discusión sobre Steve Jobs
publicada en la web Gawker, apareció la siguiente historia contada por alguien que había trabajado en el supermercado
Whole Foods de Palo Alto, a unas manzanas de distancia de la casa de Jobs: «Estaba recogiendo los carritos una tarde
cuando vi un Mercedes plateado aparcado en una plaza para discapacitados. Steve Jobs estaba dentro gritándole al
teléfono de su coche. Eso fue justo antes de que se presentara el primer iMac, y estoy bastante seguro de que le oí gritar:
“¡Tiene que ser más azul, joder!”».
Como siempre, Jobs demostró una actitud obsesiva durante la preparación de la teatral presentación. Tras haber detenido
un ensayo debido a su enfado por la
bandeja para los discos, prolongó los demás para asegurarse de que el espectáculo sería grandioso. Repasó en repetidas
ocasiones el momento culminante en el que iba a cruzar el escenario y proclamar: «Saludad al nuevo iMac». Quería que la
iluminación fuera perfecta para que la carcasa translúcida de la nueva máquina resaltase con fuerza. Sin embargo, después
de unos cuantos intentos todavía no estaba satisfecho, lo que recordaba a su obsesión con la iluminación del escenario de
la que Scul ey había sido testigo en la presentación del primer Macintosh en 1984. Jobs ordenó que las luces fueran más
bril antes y se encendieran antes, pero aquel o todavía no le convencía, así que bajó del escenario y recorrió el pasil o del
patio de butacas hasta acomodarse en un asiento central con las piernas apoyadas sobre el respaldo de la butaca que
tenía delante. «Vamos a seguir probando hasta que lo consigamos, ¿de acuerdo?», dijo. Realizaron otra prueba. «No, no
—se quejaba Jobs—. Esto no funciona». En la siguiente ocasión las luces eran lo suficientemente bril antes, pero se
encendían demasiado tarde. «Me estoy cansando de pedíroslo», gruñó. Al final, el iMac bril ó con la intensidad justa. «¡Ahí!
¡Justo ahí! ¡Eso es genial!», gritó.
Un año antes, Jobs había destituido del consejo de administración a Mark Markkula, su antiguo mentor y compañero. Sin
embargo, estaba tan orgul oso de lo que había conseguido con el nuevo iMac, y tan sensible por su conexión con el primer
Macintosh, que invitó a Markkula a ir a Cupertino para un preestreno privado. Markkula estaba impresionado. Su única
objeción era con respecto al nuevo ratón diseñado por Ive. Markkula opinaba que se parecía a un disco de hockey y que la
gente lo odiaría. Jobs no estaba de acuerdo, pero al final Markkula resultó tener razón. Por lo demás, la máquina acabó
siendo, al igual que su predecesora, absurdamente genial.
6 DE MAYO DE 1998: LA PRESENTACIÓN
Con la presentación del primer Macintosh en 1984, Jobs había creado un nuevo género teatral: el estreno de un producto
como un acontecimiento histórico culminado por una epifanía en la que los cielos se abren, una luz desciende de las
alturas, los ángeles cantan y un coro de fieles elegidos canta el aleluya. Para la gran presentación
del producto que, según Jobs esperaba, salvaría a Apple y volvería a transformar el mundo de los ordenadores personales,
eligió el simbólico auditorio Flint de la Universidad Comunitaria De Anza, en Cupertino, el mismo que había utilizado en
1984. Iba a hacer todo lo posible por despejar las dudas, animar a sus tropas, recabar el apoyo de la comunidad de
desarrol adores y arrancar la campaña de marketing de la nueva máquina. Sin embargo, también lo hacía porque le
gustaba aquel papel de empresario teatral. Organizar un gran espectáculo reavivaba sus pasiones con la misma intensidad
que crear un gran producto.
Haciendo gala de su lado sentimental, comenzó con un gentil reconocimiento a tres personas a las que había invitado a
sentarse en primera fila. Se había distanciado
de los tres, pero ahora quería que volvieran a reunirse. «Comencé esta compañía con Steve Wozniak en el garaje de mi
padre, y Steve está aquí hoy —anunció, señalándolo y despertando una salva de aplausos—. Se nos unió Mike Markkula y
poco después nuestro primer presidente, Mike Scott —continuó—. Ambos se encuentran hoy entre el público, y ninguno de
187
nosotros estaría aquí sin el os tres». Se le empañaron los ojos durante un momento mientras volvían a crecer las
ovaciones. Entre los asistentes también se encontraban Andy Hertzfeld y gran parte del equipo original del Mac. Jobs les
sonrió. Sentía que estaba a punto de hacer que se sintieran orgul osos.
Tras mostrar el gráfico de la nueva estrategia de productos de Apple y pasar algunas diapositivas sobre el rendimiento del
nuevo ordenador, estaba listo para
destapar a su bebé. «Este es el aspecto que tienen hoy los ordenadores —afirmó mientras en la gran pantal a que había
tras él se proyectaba la imagen de un grupo de torres grises y cuadriculadas y un monitor—, y me gustaría permitirme el
privilegio de mostraros qué aspecto van a tener de ahora en adelante». Retiró la tela que había en una mesa en el centro
del escenario para revelar el nuevo iMac, que relucía y centel eaba mientras las luces subían de intensidad en el momento
justo. Apretó el ratón, como había hecho en el estreno del primer Macintosh, y la pantal a bril ó con imágenes que pasaban
a toda velocidad y mostraban todas las cosas maravil osas que podía hacer el ordenador. Al final, la palabra «hola»
apareció con el mismo tipo de letra juguetón que había adornado el de 1984, en esta ocasión sobre las palabras «de
nuevo» entre paréntesis. «Hola (de nuevo)». Se oyó un aplauso atronador. Jobs dio un paso atrás y se quedó
contemplando con orgul o su nuevo Macintosh. «Parece como venido de otro planeta —comentó mientras el público reía—.
Un buen planeta. Un planeta con mejores diseñadores que este».
Una vez más, Jobs había creado un producto nuevo y con una gran carga simbólica, el precursor de un nuevo milenio.
Aquel a máquina cumplía la premisa de
«pensar diferente». En lugar de cajas beis y pantal as con un montón de cables y un abultado manual de instrucciones,
aquí había un aparato simpático y atrevido, suave al tacto y tan agradable a la vista como un día de primavera. Podías
agarrar su linda y pequeña asa, levantarlo para sacarlo de su elegante caja blanca y enchufarlo directamente a la pared.
Las personas a las que les asustaban los ordenadores ahora querían uno, y querían ponerlo en una habitación donde otras
personas pudieran admirarlo, y puede incluso que envidiarlo. «Una muestra de hardware que mezcla el bril o de la ciencia
ficción con la fantasía kitsch de la sombril a de un cóctel — escribió Steven Levy en Newsweek—. No solo es el ordenador
con mejor aspecto que se ha presentado en años, sino también una orgul osa declaración de que la empresa más soñadora
de Silicon Val ey ya no es una sonámbula». Forbes la denominó «un éxito que marcará un cambio en la industria», y John
Scul ey salió de su exilio posteriormente para deshacerse en elogios: «Ha aplicado la misma estrategia sencil a que tantos
éxitos le otorgó a Apple hace quince años: crear grandes productos y promocionarlos con un marketing fantástico».
Solo se oyeron quejas de un rincón muy familiar. Mientras el iMac recibía halagos, Bil Gates aseguró en una reunión de
analistas financieros que estaban visitando Microsoft que aquel a sería una moda pasajera. «Lo único que Apple está
ofreciendo ahora mismo es una innovación cromática —afirmó Gates mientras señalaba a un ordenador equipado con
Windows al que, para bromear, había pintado de rojo—. No creo que nos l eve mucho tiempo alcanzarles en ese campo».
Jobs se puso furioso, y le dijo a un periodista que Gates, el hombre al que había condenado en público por carecer del más
mínimo gusto, no tenía ni idea de por qué el iMac era mucho más atractivo que otros ordenadores. «Nuestros competidores
no parecen darse cuenta y creen que es una cuestión de moda, creen que solo tiene que ver con el aspecto superficial —
comentó—. El os piensan que dándole un poco de color a una chatarra de ordenador también tendrán uno como este».
El iMac salió a la venta en agosto de 1998 por 1.299 dólares. Se vendieron 278.000 unidades en las seis primeras
semanas, y a finales de año ya se había dado salida a 800.000, convirtiéndose así en el ordenador que más rápido se
había vendido en la historia de Apple. Cabe destacar que el 32 % de las ventas fueron para gente que compraba un
ordenador por primera vez, y que otro 12 % correspondió a usuarios que antes tenían ordenadores con Windows.
Ive no tardó en proponer para los iMacs cuatro nuevos colores de atractivo aspecto, además del azul bondi. Era obvio que
ofrecer el mismo ordenador en cinco colores diferentes supondría un enorme desafío para los procesos de producción,
inventariado y distribución. En la mayoría de las compañías, incluyendo incluso a la antigua Apple, habrían celebrado
reuniones para hablar de los costes y los beneficios. Sin embargo, cuando Jobs vio los nuevos colores se entusiasmó por
completo y convocó a otros ejecutivos al estudio de diseño. «¡Vamos a sacarlo con todo tipo de colores!», les contó con
entusiasmo. Cuando se marcharon, Ive miró atónito a su equipo. «En la mayoría de las empresas esa decisión habría l
evado meses —recordaba Ive—. Steve lo dejó fijado en media hora».
Había otra modificación importante que Jobs quería para el iMac: deshacerse de esa detestable bandeja para los discos.
«Vi una unidad de disco con ranura en un
equipo de música de Sony de altísima gama —declaró—, así que me fui a ver a los fabricantes del sistema y conseguí que
crearan una unidad de disco con ranura para la nueva versión del iMac que sacamos nueve meses después». Rubinstein
trató de convencerlo para que no aplicase aquel cambio. Predijo que acabarían l egando nuevas unidades capaces de
grabar música en los discos compactos en lugar de limitarse a leerlos, y que estarían disponibles con bandeja antes de que
se fabricaran con el sistema de ranura. «Si te pasas a las ranuras, siempre irás atrasado con la tecnología», defendía
Rubinstein.
188
«No me importa, esto es lo que quiero», replicó Jobs. Estaban comiendo en un bar de sushi en San Francisco, y Jobs
insistió en que prosiguieran con la
conversación dando un paseo. «Quiero que instales la unidad de disco con ranura para mí como favor personal», le pidió
Jobs. Rubinstein accedió, por supuesto, pero al final resultó estar en lo cierto. Panasonic sacó al mercado una unidad de
disco que podía leer y escribir datos y grabar música, y que primero estuvo disponible para aquel os ordenadores que
contaban con el clásico modelo con bandeja. Los efectos de esta decisión tuvieron interesantes consecuencias a lo largo de
los años siguientes: aquel o hizo que Apple fuera algo lenta a la hora de satisfacer las necesidades de los usuarios que
querían grabar y copiar su propia música, pero eso obligó a la compañía a ser más imaginativa y atrevida en un intento por
encontrar la forma de adelantarse a la competencia cuando Jobs se dio cuenta al fin de que debía entrar en el mercado de
la música.
189
27
Consejero delegado
Todavía loco, después de tantos años
TIM COOK
Cuando Steve Jobs regresó a Apple y en su primer año sacó los anuncios de «Piensa diferente» y el iMac, confirmó lo que
la mayoría de la gente ya sabía: que podía ser un visionario y un hombre creativo. Ya lo había demostrado durante su
primera época en Apple. Lo que no estaba tan claro era si estaba capacitado para dirigir una compañía. Claramente, eso no
lo había demostrado durante su primera etapa.
Jobs se zambul ó en la tarea con un enfoque realista y de atención por el detal e que sorprendió a aquel os acostumbrados
a su postura de que las normas rectoras
del universo no se le aplicaban a él. «Se convirtió en un directivo, que es una tarea muy diferente de la de un ejecutivo o un
visionario, y aquel o me sorprendió agradablemente», recordaba Ed Woolard, el presidente del consejo de administración
que lo había devuelto a Apple.
El mantra de su gestión era «céntrate». Eliminó las líneas de productos sobrantes y puso coto a algunas características
superfluas del nuevo sistema operativo que
estaba desarrol ando Apple. Se libró de su deseo obsesivo y controlador de crear los productos en sus propias fábricas y,
en vez de eso, delegó la producción de todos los elementos, desde las placas de circuitos hasta los ordenadores acabados.
Además, impuso una rigurosa disciplina a los proveedores. Cuando se hizo con el control de la empresa, Apple contaba con
un inventario equivalente a más de dos meses de producción en los almacenes, más que ninguna otra compañía
tecnológica. Al igual que los huevos y la leche, los ordenadores tienen una fecha de caducidad breve, así que aquel o
suponía un recorte en los beneficios de al menos 500 mil ones de dólares. A principios de 1998 ya había reducido aquel os
suministros a un mes de producción.
El éxito de Jobs tuvo un precio, puesto que la suavidad y la diplomacia todavía no formaban parte de su repertorio. Cuando
pensó que un departamento de la
empresa de mensajería Airborne Express no estaba entregando unos componentes suficientemente rápido, le ordenó a un
directivo de Apple que pusiera fin a su contrato. Aquel ejecutivo protestó, y le advirtió de que se enfrentaban a una potencial
demanda, a lo cual Jobs contestó: «Entonces diles que si intentan jodernos, no van a volver a ver un puto centavo de esta
empresa nunca más». El directivo dimitió, la empresa de mensajería interpuso una denuncia e hizo falta todo un año para
que se resolviera aquel asunto. «Mis opciones sobre acciones habrían l egado a valer 10 mil ones de dólares de haberme
quedado —comentó el directivo—, pero sabía que no podría haber aguantado, y él me habría despedido de todas formas».
La nueva empresa de distribución recibió órdenes de recortar el inventario en un 75 %, y eso hizo. «Con Steve Jobs hay
una tolerancia cero ante la falta de rendimiento», dijo su consejero delegado. En cierta ocasión la empresa VLSI
Technology estaba teniendo algunos problemas para entregar a tiempo chips suficientes, así que Jobs irrumpió en una
reunión de la empresa y comenzó a gritar que eran todos unos «putos eunucos gilipol as». VLSI acabó consiguiendo que
los chips l egaran a Apple a tiempo, y los ejecutivos de ese proveedor prepararon chaquetas bordadas que rezaban:
«Equipo de PEG».
Después de tres meses de trabajar con Jobs, el jefe de operaciones de Apple decidió que no podía soportar tanta presión y
dimitió. Durante casi un año, el propio Jobs se encargó de aquel departamento, porque todas las personas a las que había
entrevistado «parecían encargados de producción de la vieja escuela», recordaba. Quería a alguien capaz de construir
fábricas que siguieran sistemas del tipo just-in-time y cadenas de producción y distribución, como había hecho Michael Del .
Entonces, en 1998, conoció a Tim Cook, un distinguido director de compras y canales de distribución de treinta y siete años
que trabajaba en Compaq Computers, y que no solo pasó a ser el director de operaciones de Apple, sino que l egó a
convertirse en un compañero indispensable entre los bastidores de la empresa. Tal y como recordaba Jobs:
Tim Cook venía de un departamento de compras, que era exactamente el tipo de experiencia que necesitábamos para el
puesto. Me di cuenta de que él y yo veíamos las cosas exactamente de la misma manera. Yo había visitado en Japón
muchas fábricas con sistemas de producción just-in-time, y había construido una para el Mac y otra en NeXT. Sabía lo que
quería, conocí a Tim y vi que él quería lo mismo, así que comenzamos a trabajar juntos y, antes de que pasara mucho
tiempo, confiaba en que él supiera exactamente qué había que hacer. Compartíamos una misma visión, y podíamos
interactuar a unos niveles estratégicos muy altos, lo cual me permitía dejar en sus manos muchos asuntos a menos que él
viniera a pedirme ayuda.
190
Cook, el hijo de un trabajador de los astil eros, se crió en Robertsdale, Alabama, un pequeño pueblo entre Mobile y
Pensacola, a media hora de distancia de la costa del Golfo. Se licenció en Ingeniería Industrial en Auburn, consiguió un
título de Estudios Empresariales por la Universidad de Duke y, durante los siguientes doce años, trabajó para IBM en el
Triángulo de Raleigh, en Carolina del Norte. Cuando Jobs lo entrevistó, Cook acababa de entrar a trabajar en Compaq.
Siempre había sido un ingeniero con una postura muy razonable, y Compaq parecía por aquel entonces una opción
profesional más sensata, pero se vio atrapado por el aura de Jobs.
«Cinco minutos después del comienzo de mi primera entrevista con Steve, quería arrojar por la borda toda precaución y
lógica y unirme a Apple —afirmó posteriormente—. Mi intuición me decía que entrar en Apple iba a ser una oportunidad,
que solo se presenta una vez en la vida, de trabajar para un genio creativo». Y la aprovechó. «A los ingenieros les enseñan
a tomar decisiones analíticas, pero hay ocasiones en las que fiarse de la intuición o del corazón es absolutamente
indispensable».
En Apple, su función era la de poner en práctica la intuición de Jobs, cosa que conseguía con una discreta diligencia.
Permaneció soltero y se sumergió por completo en su trabajo. Estaba despierto casi todos los días a las 4:30 de la mañana
para enviar correos electrónicos, después pasaba una hora en el gimnasio y l egaba a su despacho poco después de las
seis. Convocaba teleconferencias los domingos por la tarde para preparar la semana que iba a comenzar. En una empresa
encabezada por un consejero delegado propenso a los arranques de cólera y los estal idos fulminantes, Cook se enfrentaba
a las situaciones con una actitud tranquila, un suave acento de Alabama y miradas calmadas. «Aunque es capaz de
mostrar regocijo, la expresión facial por defecto de Cook es la del ceño fruncido, y su humor es más bien seco —escribió
Adam Lashinsky, de Fortune—. En las reuniones se le conoce por sus pausas largas e incómodas, en las cuales todo lo
que se oye es el sonido
del envoltorio de las barritas energéticas que come constantemente».
Durante una reunión al principio de su etapa en Apple, a Cook le informaron de un problema con uno de los proveedores
chinos. «Es un problema serio —afirmó—. Alguien debería ir a China para controlar la situación». Treinta minutos más
tarde, miró a un ejecutivo de operaciones que se encontraba sentado en la sala y le preguntó con tono indiferente: «¿Por
qué sigues todavía aquí?». El ejecutivo se levantó, condujo directamente hasta el aeropuerto de San Francisco sin pasar
por su casa a hacer las maletas y compró un bil ete a China. Se convirtió en uno de los principales ayudantes de Cook.
Cook redujo el número de proveedores importantes de Apple, que eran un centenar, hasta veinticuatro. Los obligó a ofrecer
mejores acuerdos para mantener sus
contratos, convenció a muchos para que se trasladaran junto a las fábricas de Apple y cerró diez de los diecinueve
almacenes de la marca. Y al eliminar los lugares donde podían acumularse las existencias, las redujo. A principios de 1998
Jobs había reducido el stock de producción de dos meses a uno, y en septiembre de ese año, Cook lo había rebajado hasta
el equivalente a seis días. En septiembre del año siguiente se había recortado hasta la sorprendente cantidad de dos días
(que, en ocasiones, bajaba hasta el equivalente a tan solo quince horas de producción). Además, acortó el proceso de
fabricación de los ordenadores de cuatro a dos meses. Todo el o no solo servía para ahorrar dinero: también permitía que
cada nuevo ordenador contara con los componentes más avanzados existentes en el mercado.
CUELLOS VUELTOS Y TRABAJO EN EQUIPO
Durante un viaje a Japón a principios de la década de los ochenta, Jobs le preguntó a Akio Morita, el presidente de Sony,
por qué todos los trabajadores de su empresa l evaban uniforme. «Pareció avergonzarse mucho y me contó que, después
de la guerra, nadie tenía ropa, así que las empresas como Sony tenían que darles a sus trabajadores algo que ponerse
cada día», recordaba Jobs. Con el paso de los años, los uniformes fueron teniendo un estilo propio, especialmente en
compañías como Sony, y aquel o se convirtió en una forma de crear un vínculo entre los trabajadores y la empresa. «Decidí
que quería crear ese tipo de vínculo para Apple», recordaba Jobs.
Sony, con su preocupación por el estilo, había contratado al célebre modisto Issey Miyake para que creara su uniforme. Era
una chaqueta de nailon antirasgaduras,
con las mangas unidas por una cremal era que podían retirarse para crear un chaleco. «Así pues, l amé a Issey Miyake y le
pedí que diseñara un chaleco para Apple — recordaba Jobs—. Llegué con unas muestras y le dije a todo el mundo lo genial
que sería l evar todos aquel os chalecos. Madre mía, ¡cuántos abucheos recibí! Todo el mundo detestó aquel a idea».
En el proceso, no obstante, entabló amistad con Miyake, a quien visitaba con regularidad. También le gustó la idea de
contar con un uniforme propio, tanto por la
191
comodidad diaria (el argumento que él defendía) como por su capacidad para crear un estilo personal. «Le pedí a Issey que
preparara algunas de las sudaderas de cuel o vuelto que me gustaban, y me hizo como un centenar de el as». Jobs advirtió
mi sorpresa cuando me contó esta historia, así que me las enseñó, todas apiladas en el armario. «Esto es lo que l evo —
afirmó—. Tengo suficientes para que me duren el resto de mi vida».
A pesar de su naturaleza autocrática —nunca fue un gran defensor del consenso—, Jobs se esforzó por promover en Apple
una cultura de la colaboración. Muchas compañías se jactan de celebrar pocas reuniones. Jobs convocaba muchas: una
sesión del personal directivo todos los lunes, una reunión estratégica de marketing los miércoles por la tarde, e
interminables sesiones de revisión de productos. Jobs, siempre alérgico a las presentaciones formales y en PowerPoint,
insistía en que los asistentes a la mesa discutieran los diferentes asuntos desde diversos puntos de vista y con la
perspectiva de distintos departamentos.
Como Jobs defendía que la gran ventaja de Apple era la integración completa de sus productos —el diseño, el hardware, el
software y los contenidos—, quería que todos los departamentos de la compañía trabajaran juntos y en paralelo. Las
expresiones que utilizaba eran «colaboración profunda» e «ingeniería concurrente». En lugar de emplear un proceso de
desarrol o en el que el producto pase de forma secuencial desde las etapas de ingeniería a las de diseño y de ahí a las de
producción, marketing y distribución, todos estos departamentos trabajaban en el proceso de manera simultánea. «Nuestro
método consistía en desarrol ar productos integrados, y eso significa que el proceso tenía que ser a su vez integrado y
colaborativo», afirmó Jobs.
Este enfoque también se aplicaba a la hora de contratar trabajadores clave. Jobs hacía que los candidatos se entrevistaran
con los directivos de los diferentes departamentos —Cook, Tevanian, Schil er, Rubinstein, Ive—, en lugar de simplemente
con el jefe de la sección en la que quisieran trabajar. «Entonces todos nos reuníamos sin el aspirante y hablábamos de si
iba a encajar en el grupo», comentaba Jobs. Su objetivo era mantenerse alerta frente a «la proliferación de capul os» que l
eva a que una empresa se vea lastrada por gente con talento de segunda:
En muchos aspectos de la vida, la diferencia entre lo mejor y lo normal es de aproximadamente un 30 %. El mejor vuelo de
avión o la mejor comida pueden ser un 30 % mejores que un vuelo o una comida normales. Lo que vi en Woz es que era
alguien cincuenta veces mejor que el ingeniero medio. Podía celebrar reuniones enteras en su cabeza. El equipo del Mac
era un intento de construir todo un grupo así, de jugadores de primera. La gente dijo que no iban a llevarse bien, que iban a
odiar trabajar en equipo, pero me di cuenta de que a los jugadores de primera les gusta trabajar con otros jugadores de
primera, y no con gente de tercera. En Pixar teníamos toda una compañía de jugadores de primera. Cuando regresé a
Apple, decidí que eso es lo que iba a intentar. Hace falta un proceso colaborativo de contratación. Cuando contratamos a
alguien, incluso si van a formar parte del departamento de marketing, los mandaba a hablar con los encargados de diseño y
los ingenieros. Mi modelo de conducta era J. Robert Oppenheimer. Leí acerca del tipo de gente a la que reclutó para el
proyecto de la bomba atómica. Yo no era ni de lejos tan bueno como él, pero aspiraba a crear un equipo así.
El proceso podía resultar intimidante, pero Jobs tenía buen ojo para el talento. Cuando buscaban a gente que diseñara la
interfaz gráfica del nuevo sistema operativo de Apple, Jobs recibió un correo electrónico de un joven y lo invitó a ir a verlo.
Las reuniones no fueron bien. El aspirante estaba nervioso. Más tarde, ese día, Jobs se encontró con él, después de que lo
hubieran rechazado, sentado en el vestíbulo. El chico le pidió a Jobs que le dejara mostrarle una de sus ideas, así que Jobs
se acercó y vio una pequeña demostración, preparada con Adobe Director, en la que se mostraba una forma de colocar
más iconos en la fila inferior de la pantal a. Cuando el chico movía el cursor sobre los símbolos que abarrotaban la parte
inferior, el cursor hacía las veces de lupa y aumentaba la imagen del icono. «Me dije: “¡Dios mío!”, y lo contraté al instante»,
recordaba Jobs. Aquel a función se convirtió en una característica muy popular del Mac OS X, y aquel diseñador creó otros
elementos, como el desplazamiento con inercia de las pantal as táctiles (esa característica tan estupenda que hace que la
pantal a siga deslizándose un momento después de que hayas acabado de pasar el dedo).
Las experiencias de Jobs en NeXT lo habían hecho madurar, pero no habían suavizado demasiado su carácter. Seguía sin
placas de matrícula en su Mercedes, aún aparcaba en los lugares reservados a los discapacitados junto a la puerta
principal, y en ocasiones ocupaba dos plazas a la vez. Aquel o se convirtió en motivo habitual de bromas. Los empleados
crearon señales de tráfico en las que se podía leer «Aparca diferente», y alguien pintó sobre el símbolo de la sil a de ruedas
para que pareciera el logotipo de Mercedes.
Al final de la mayoría de las reuniones, Jobs anunciaba la decisión que había tomado o la estrategia que se iba a seguir,
normalmente con su estilo brusco. «Tengo
una idea genial», podía decir, aunque fuera una propuesta sugerida por otra persona anteriormente. A veces afirmaba:
«Eso es un asco, no quiero hacerlo». En ocasiones, cuando no estaba listo para enfrentarse a algún asunto concreto, se
limitaba a ignorarlo durante un tiempo.
192
A los demás se les permitía e incluso se les animaba a que lo desafiaran, y en ocasiones aquel o los hacía merecedores de
su respeto, pero tenían que estar
preparados para que él los atacara e incluso se mostrara brutal mientras procesaba sus ideas. «Nunca puedes ganar una
discusión con él al instante, pero a veces acabas por vencer con el tiempo —comentó James Vincent, el joven creativo
publicitario que trabajaba con Lee Clow—. Tú propones algo y él te suelta: “Esa idea es una estupidez” y después viene y
propone: “Esto es lo que vamos a hacer”, y te entran ganas de gritarle: “Eso es lo que te dije yo hace dos semanas y
contestaste que era una idea estúpida”. Sin embargo, no puedes hacer eso, así que te limitas a asentir: “Sí, es una idea
genial, hagámoslo”».
La gente también tenía que soportar las afirmaciones ocasionalmente irracionales o incorrectas de Jobs. Tanto con la
familia como con sus compañeros de trabajo, tendía a presentar con gran convicción algún hecho científico o histórico de
escasa relación con la realidad. «Puede no saber absolutamente nada de un tema, pero gracias a su estilo demente y a su
absoluta seguridad, es capaz de convencer a los demás de que sabe de qué está hablando», afirmó Ive, que describió
aquel rasgo como extrañamente atractivo. Lee Clow recordaba como le mostró a Jobs una secuencia de un anuncio en la
que había introducido algunos cambios mínimos pedidos por él, y entonces fue víctima de una invectiva acerca de que todo
el anuncio había quedado completamente arruinado. Entonces Clow le mostró algunas versiones anteriores para tratar de
demostrar que se equivocaba. Aun así, con su ojo clínico para el detal e, en ocasiones Jobs localizó con acierto algunos
detal es mínimos que otros habían pasado por alto. «Una vez descubrió que habíamos recortado dos fotogramas de más,
algo tan breve que era casi imposible de advertir —comentó Clow
—. Pero él quería asegurarse de que la imagen aparecía perfectamente sincronizada con la música, y tenía toda la razón».
EMPRESARIO TEATRAL
Tras el éxito del acto de presentación del iMac, Jobs comenzó a coreografiar estrenos de productos y presentaciones
teatrales cuatro o cinco veces al año. Llegó a dominar aquel arte y, como era de esperar, ningún director de otra compañía
trató nunca de igualarlo. «Una presentación de Jobs libera un chute de dopamina en el cerebro de su público», escribió
Carmine Gal o en su libro The Presentation Secrets of Steve Jobs.
El deseo de crear presentaciones espectaculares exacerbó la obsesión de Jobs por mantener todos los detal es en secreto
hasta que estuviera listo para anunciar alguna noticia. Apple l egó incluso a los tribunales para cerrar un encantador blog,
Think Secret , propiedad de un estudiante de Harvard que adoraba los Macs l amado Nicholas Ciarel i, que publicaba
rumores y chivatazos sobre futuros productos de Apple. Estas demandas (otro ejemplo fue la batal a de Apple en 2010
contra un bloguero de la web Gizmodo, que se había hecho con el prototipo de un iPhone 4) fueron objeto de críticas, pero
ayudaron a fomentar la expectación con la que se esperaban las presentaciones de productos, en ocasiones hasta
extremos febriles.
Los espectáculos de Jobs estaban minuciosamente orquestados. Entraba en el escenario con sus vaqueros y su cuel o
vuelto, sujetando una botel a de agua. En auditorios siempre abarrotados de acólitos, las presentaciones parecían mítines
evangélicos más que anuncios de productos comerciales, con los periodistas situados en la sección central. Jobs escribía y
reescribía personalmente cada una de sus diapositivas y discursos, se las mostraba a sus amigos y se obsesionaba con el
as junto a sus compañeros. «Revisa cada diapositiva unas seis o siete veces —comentó su esposa, Laurene—. Yo me
quedo despierta con él la noche anterior a cada presentación mientras las repasa». Jobs le mostraba tres variaciones de
una misma diapositiva y le pedía que seleccionara la que le parecía mejor. «Se obsesiona mucho. Ensaya su discurso,
cambia una o dos palabras y vuelve a ensayarlo otra vez».
Las presentaciones eran un reflejo de los productos de Apple en un sentido: parecían muy sencil as —un escenario casi
vacío, pocos elementos de atrezo—, pero bajo el as subyacía una gran sofisticación. Mike Evangelist, un ingeniero de
productos de Apple, trabajó en el software del iDVD y ayudó a Jobs a preparar la presentación del programa. Su equipo y
él, que comenzaron a trabajar semanas antes del espectáculo, pasaron cientos de horas localizando imágenes, música y
fotografías que Jobs pudiera grabar en el DVD mientras estaba en el escenario. «Llamamos a todas las personas de Apple
a las que conocíamos para que nos enviaran sus mejores películas caseras y fotografías —recordaba Evangelist—. A Jobs,
fiel a su reputación de perfeccionista, le horrorizaron la mayoría de el as». Evangelist pensaba que Jobs estaba siendo poco
razonable, pero después reconoció que las constantes modificaciones lograron que la muestra final fuera mejor.
Al año siguiente, Jobs eligió a Evangelist para que subiera al escenario a presentar la demostración del Final Cut Pro, el
software de edición de vídeo. Durante los
ensayos en los que Jobs observaba la escena desde un asiento central del auditorio, Evangelist se puso nervioso. Jobs no
193
era el tipo de persona propensa a dar palmaditas en la espalda. Lo interrumpió tras un minuto y le dijo con impaciencia:
«Tienes que controlar la situación o vamos a tener que retirar tu demostración». Phil Schil er se lo l evó a un rincón y le dio
algunos consejos para que pareciera más relajado. Evangelist consiguió l egar hasta el final en el siguiente ensayo y en la
presentación pública. Afirmó que todavía atesoraba no solo el cumplido que Jobs le hizo al final, sino también su severa
evaluación durante los ensayos. «Me obligó a esforzarme más, y al final el resultado fue mucho mejor de lo que esperaba
—recordaría—. Creo que es uno de los aspectos más importantes del impacto de Jobs en Apple. No tiene apenas
paciencia (si es que tiene alguna) por nada que no sea la excelencia absoluta en su propia actuación o en la de los
demás».
DE CONSEJERO DELEGADO EN FUNCIONES A DEFINITIVO
Ed Woolard, su mentor en el consejo de administración de Apple, presionó a Jobs durante más de dos años para que
borrara el añadido de «en funciones» a su cargo como consejero delegado. Jobs no solo se negaba a comprometerse, sino
que tenía a todo el mundo desconcertado al cobrar un salario de un dólar anual y no recibir ninguna opción de compra de
acciones. «Gano cincuenta céntimos al año por presentarme al trabajo —solía bromear— y los otros cincuenta por la labor
realizada». Desde su regreso en julio de 1997, las acciones habían pasado de valer menos de 14 dólares a superar los 102
dólares en el momento cumbre de la burbuja de internet a principios del año 2000. Woolard le había rogado que aceptase al
menos una modesta asignación de acciones en 1997, pero Jobs rechazó la propuesta diciendo:
«No quiero que la gente con la que trabajo en Apple piense que he vuelto para enriquecerme». De haber aceptado aquel a
humilde concesión, habría obtenido 400 mil ones de dólares. En vez de eso, ganó dos dólares y medio durante aquel
período.
El motivo principal por el que se aferraba a su cargo «en funciones» era una cierta inseguridad acerca del futuro de Apple.
Sin embargo, a medida que se acercaba el año 2000, parecía claro que Apple había resucitado gracias a él. Dio un largo
paseo con su esposa Laurene y discutió lo que para mucha gente parecía una simple formalidad pero para él era una
importante decisión. Si se deshacía del calificativo «en funciones» de su cargo, Apple podría ser la base de todos los
proyectos que había ideado, incluida la posibilidad de involucrar a la empresa en la creación de productos más al á de la
informática. Al final optó por dar el paso.
Woolard, que estaba encantado, dejó caer que el consejo estaba dispuesta a ofrecerle una enorme cantidad de acciones.
«Déjame serte franco un momento —
respondió Jobs—. Lo que me gustaría es un avión. Acabo de tener a mi tercera hija y no me gustan los vuelos comerciales.
Me gusta l evar a mi familia a Hawai. Y cuando viajo a la Costa Este, me gusta hacerlo con pilotos a los que conozco». Jobs
nunca fue el tipo de persona capaz de mostrar paciencia y educación en un avión comercial o en un aeropuerto, ni siquiera
antes del refuerzo de las medidas de seguridad tras los atentados del 11 de septiembre. Larry El ison, un miembro del
consejo a cuyo avión recurría Jobs algunas veces (Apple le pagó 102.000 dólares a El ison en 1999 por los viajes que
realizó Jobs), no tuvo objeción. «¡En vista de lo que ha conseguido, deberíamos entregarle cinco aviones!», defendía.
Posteriormente declaró: «Era el perfecto regalo de agradecimiento para Steve, que había salvado a Apple sin recibir nada a
cambio».
Así pues, Woolard accedió con agrado al deseo de Jobs —con un Gulfstream V— y también le ofreció catorce mil ones de
opciones sobre acciones. Jobs dio una respuesta inesperada. Quería más: veinte mil ones de opciones. Woolard estaba
desconcertado y molesto. El consejo solo tenía permiso de los accionistas para conceder catorce mil ones de opciones.
«Dijiste que no querías ninguna y te dimos un avión, que era lo que querías», lo acusó Woolard.
«No había insistido antes en lo de las opciones —replicó Jobs—, pero tú afirmaste que podían representar hasta un 5 % de
la compañía, y eso es lo que quiero
ahora». Aquel a fue una incómoda riña en lo que debería haber sido un período de celebración. Al final se l egó a una
compleja solución (que se complicó un poco más todavía con los planes de una división de acciones de dos por uno en
junio del año 2000) según la cual le concedían 10 mil ones en acciones en enero de 2000 con el precio de aquel momento,
pero con pleno derecho a beneficios como si se hubieran concedido en 1997, además de otra emisión de acciones en 2001.
Para empeorar la situación, las acciones cayeron tras el estal ido de la burbuja de internet, Jobs nunca l egó a hacer uso de
sus opciones de compra y, a finales de 2001, le pidió al consejo que las sustituyera por una nueva concesión de acciones
con un precio de compra menor. Esta lucha por las opciones fue en años posteriores un motivo de tormento para la
compañía.
Aunque no l egó a aprovechar sus opciones de compra, estaba encantado con el avión. Como era de esperar, se obsesionó
194
por cómo iban a diseñar su interior. Le
hizo falta más de un año. Utilizó el avión de El ison como punto de partida y contrató a la misma diseñadora. Al poco tiempo
ya estaba volviéndose loca. El G-5 de El ison tenía, por ejemplo, una puerta entre las cabinas que contaba con un botón
para abrirse y otro para cerrarse. Jobs insistía en que en su avión solo hubiera un botón con dos posiciones. No le gustaba
el acero inoxidable lustrado de los botones, así que los cambió por unos de metal pulido. Sin embargo, al final consiguió
dejar el avión tal como quería, y le encantaba. «Cuando miro su avión y el mío, veo que todos los cambios que realizó
fueron para mejor», reconoció El ison.
En la conferencia Macworld de enero del año 2000, celebrada en San Francisco, Jobs presentó el nuevo sistema operativo
para Macintosh, OS X, que utilizaba parte del software que Apple había comprado de NeXT tres años antes. Resulta
apropiado, y no es del todo una coincidencia, que Jobs se mostrara dispuesto a incorporarse de nuevo a Apple en el mismo
momento en que el sistema operativo de NeXT se incorporaba a la compañía. Avie Tevanian había tomado el núcleo Mach
basado en UNIX del sistema operativo de NeXT y lo había convertido en el núcleo del sistema operativo del Mac, conocido
como «Darwin». En él se ofrecía memoria protegida, conexión avanzada en red y multitarea preventiva. Era exactamente lo
que el Macintosh necesitaba, y constituyó la base de los sistemas operativos del Mac de ahí en adelante. Algunos críticos,
entre los que estaba Gates, señalaron que Apple acabó por no adoptar completamente el sistema operativo del NeXT. Hay
algo de cierto en estas afirmaciones, porque Apple decidió no aventurarse a un sistema completamente nuevo, sino
desarrol ar el que ya existía. Las aplicaciones de software escritas para el sistema operativo del viejo Macintosh eran
normalmente compatibles o fáciles de trasladar al nuevo sistema, y un usuario de Mac que actualizara su equipo podría
disfrutar de gran cantidad de nuevas características, pero la interfaz no resultaría completamente nueva.
Los aficionados que acudieron a la Macworld recibieron la noticia con entusiasmo, por supuesto, y vitorearon especialmente
cuando Jobs mostró con orgul o la barra de accesos directos y cómo los iconos que había en el a podían ampliarse al pasar
el cursor del ratón sobre el os. Sin embargo, el mayor aplauso estuvo dirigido al anuncio que Jobs reservaba para su
epílogo habitual: «Ah, y una cosa más...». Habló de sus deberes en Pixar y en Apple, y afirmó que se encontraba satisfecho
de que aquel a dualidad hubiera funcionado bien. «Por eso me alegra anunciar hoy que voy a eliminar la parte de mi cargo
que reza: “en funciones”», afirmó con una gran sonrisa. La multitud se puso en pie entre gritos, como si los Beatles se
hubieran reunido de nuevo. Jobs se mordió el labio, se recolocó las gafas y realizó una elegante muestra de humildad.
«Chicos, me estáis haciendo sentir violento. Tengo la oportunidad de ir a trabajar todos los días y de colaborar con la gente
de mayor talento del planeta, tanto en Apple como en Pixar. Sin embargo, estos trabajos son un deporte de equipo. Acepto
vuestro agradecimiento en nombre de todos los que trabajamos en Apple».
195
28
Las tiendas
Apple Genius Bars y arenisca de Siena
LA EXPERIENCIA DEL CLIENTE
Jobs detestaba ceder el control, especialmente cuando aquel o podía afectar a la experiencia del consumidor. Sin embargo,
se enfrentaba con un problema. Había una parte del proceso que no controlaba: la experiencia de comprar un producto
Apple en una tienda.
Los días de la Byte Shop habían l egado a su fin. Las ventas de la industria estaban pasando de tiendas locales
especializadas en informática a grandes cadenas o inmensos centros comerciales, donde la mayoría de los empleados no
tenían ni el conocimiento ni la motivación necesarios para explicar la naturaleza característica de los productos de Apple.
«Todo lo que les preocupaba a los vendedores era su comisión de cincuenta dólares», comentó Jobs. Otros ordenadores
eran bastante genéricos, pero Apple contaba con características innovadoras y un precio más elevado. Jobs no quería que
el iMac se quedase en un estante entre un Del y un Compaq mientras un empleado desinformado recitaba las
características de cada uno. «A menos que pudiéramos encontrar la manera de que nuestro mensaje l egara a los clientes
en las tiendas, estábamos jodidos».
En 1999 Jobs comenzó, con gran secretismo, a entrevistar a ejecutivos que pudieran ser capaces de desarrol ar una
cadena de tiendas Apple. Uno de los candidatos
tenía una verdadera pasión por el diseño y el entusiasmo juvenil de un vendedor nato: Ron Johnson, vicepresidente de
marketing de la cadena de supermercados Target y responsable de la presentación de productos con una imagen única,
como la tetera diseñada por Michael Graves. «Steve es una persona con la que resulta muy fácil hablar —comentó Johnson
al recordar su primer encuentro—. De pronto aparecen unos vaqueros gastados y un jersey de cuel o vuelto, y él empieza
enseguida a contarte por qué necesita unas buenas tiendas. Me dijo que para que Apple tuviera éxito iban a tener que l
evar la delantera en la innovación, y no se puede avanzar en innovación si no hay una vía de comunicación con los
clientes».
Cuando Johnson regresó en enero del año 2000 para una nueva entrevista, Jobs sugirió que fueran a dar un paseo. Se
dirigieron al inmenso centro comercial con
140 tiendas de Stanford a las ocho y media de la mañana. Las tiendas todavía no habían abierto, así que caminaron arriba
y abajo por todo el recinto varias veces y hablaron de cómo estaba organizado, qué función desempeñaban los grandes
almacenes con respecto a las demás tiendas y qué es lo que hacía que algunas tiendas especializadas tuvieran éxito.
Todavía estaban paseando y charlando cuando abrieron las tiendas a las diez de la mañana, y entraron en la cadena de
ropa de Eddie Bauer. Tenía una entrada
situada fuera del centro comercial y otra que daba al aparcamiento. Jobs decidió que las tiendas Apple deberían tener una
única entrada, lo que facilitaría controlar la experiencia del cliente. También se mostraron de acuerdo en que la tienda de
Eddie Bauer era demasiado larga y estrecha. Era importante que los clientes advirtieran de forma intuitiva la disposición de
la tienda nada más entrar.
En el centro comercial no había tiendas de aparatos de tecnología, y Johnson le explicó por qué: la idea compartida por el
público general era que un cliente, a la
hora de realizar una compra importante y poco común, como la de un ordenador, estaría dispuesto a acercarse en coche a
algún lugar menos accesible, donde el alquiler del local sería más barato. Jobs no estaba de acuerdo. Las tiendas Apple
deberían estar en centros comerciales y en cal es importantes, en zonas con un montón de transeúntes,
independientemente de su precio. «Puede que no consigamos que conduzcan diez kilómetros para echarles un vistazo a
nuestros productos, pero podemos hacer que caminen diez pasos», afirmó. En concreto, había que tenderles una
emboscada a los usuarios de Windows. «Si pasan frente a la tienda, entrarán por pura curiosidad, y si hacemos que sea lo
suficientemente atractiva, en cuanto tengamos la oportunidad de mostrarles lo que tenemos, habremos ganado».
Johnson señaló que el tamaño de una tienda representaba la importancia de la marca. «¿Es Apple una marca tan grande
como Gap?», preguntó. Jobs contestó que era mucho más grande. Johnson replicó que, en consecuencia, sus tiendas
debían ser más grandes. «Si no, no serás relevante». Jobs describió la máxima de Mike Markkula de que una buena
compañía debía «atribuir», debía plasmar sus valores y su importancia en todo lo que hace, desde el embalaje hasta el
marketing. A Johnson le encantó la idea. Claramente, podía aplicarse a las tiendas de una compañía. «La tienda se
convertirá en la expresión física más poderosa de la marca», aseguró. Describió como durante su juventud había entrado
en la tienda abierta por Ralph Lauren en la esquina de Madison con la cal e 72 en Nueva York, que parecía una mansión l
196
ena de obras de arte y con paredes de madera. «Cada vez que compro un polo, pienso en aquel a mansión, que era la
expresión física de los ideales de Ralph —comentó Johnson—. Mickey Drexler hizo lo mismo con Gap. No puedes pensar
en una prenda de Gap sin pensar en su gran tienda, con todo ese espacio diáfano y los suelos de madera, las paredes
blancas y los productos bien doblados».
Cuando acabaron, fueron en coche hasta Apple y se sentaron en una sala de reuniones mientras inspeccionaban algunos
artículos de la marca. No había muchos, no eran suficientes para l enar las estanterías de una tienda convencional, pero
aquel o suponía una ventaja. Decidieron que el tipo de tienda que iban a construir se aprovecharía de tener pocos
productos. Sería minimalista y espaciosa, y ofrecería muchos lugares para que los clientes pudieran probarlos. «La mayoría
de la gente no conoce lo que fabrica Apple —afirmó Johnson—. Piensan en Apple como en una secta. Lo que necesitamos
es pasar de ser una secta a ser una compañía atractiva, y contar con una tienda increíble donde los clientes puedan probar
los artículos nos ayudará a conseguirlo». Las tiendas se atribuirían el espíritu de los productos de Apple: lúdicos, sencil os,
modernos, creativos y claramente situados en el lado correcto de la línea que divide lo intimidante de lo novedoso.
EL PROTOTIPO
Cuando Jobs presentó por fin la idea ante el consejo de administración, la idea no les maravil ó. La compañía informática
Gateway se estaba hundiendo a pasos
agigantados tras la apertura de tiendas a las afueras de las ciudades. Por tanto, el argumento expuesto por Jobs de que las
de Apple tendrían más éxito porque iban a estar en locales más caros no resultaba demasiado tranquilizador, en su opinión.
«Piensa diferente» y «Este es un homenaje a los locos» eran buenos eslóganes publicitarios, pero el consejo dudaba a la
hora de convertirlos en el eje director de su estrategia empresarial. «Yo me rascaba la cabeza y seguía pensando que era
una locura —recordaba Art Levinson, el consejero delegado de Genentech al que Jobs le pidió que se uniera al consejo de
Apple en el año 2000—. Somos una empresa pequeña, un jugador marginal. Mi respuesta fue que no estaba seguro de
poder apoyar una maniobra así». Ed Woolard también tenía sus dudas. «Gateway lo ha intentado y ha fracasado, mientras
que Del les vende sus productos directamente a los consumidores sin necesidad de tiendas y está teniendo éxito»,
defendió. Jobs no parecía agradecer toda aquel a resistencia por parte del consejo. La última vez que ocurrió aquel o, había
sustituido a la mayoría de sus miembros. Por motivos personales y por estar cansado del constante tira y afloja con Jobs,
Woolard decidió que en esta ocasión era Jobs quien debía dar un paso atrás. Sin embargo, antes de hacerlo, el consejo de
administración aprobó un período de prueba para cuatro tiendas Apple.
Jobs tenía un apoyo en el consejo. En 1999 había reclutado a un hombre nacido en el Bronx que se había convertido en el
príncipe de las ventas al por menor,
Mil ard Mickey Drexler. En su etapa como consejero delegado de Gap había transformado una cadena moribunda en un
icono de la cultura informal estadounidense. Era una de las pocas personas en el mundo con tanto éxito y conocimiento
como Jobs en materia de diseño, imagen y deseos de los consumidores. Además, había insistido en un control absoluto
sobre sus productos: las tiendas Gap solo vendían productos Gap, y los productos Gap se vendían casi exclusivamente en
tiendas Gap.
«Dejé el negocio de los grandes almacenes porque no podía soportar el hecho de no controlar mi propio producto, desde su
producción hasta su venta —comentó
Drexler—. A Steve le pasa lo mismo, y creo que por eso me contrató».
Drexler le dio un consejo a Jobs: le dijo que construyera un prototipo de la tienda junto al campus de Apple, que la equipara
por completo y que no descansara hasta sentirse a gusto con el a. Así pues, Johnson y Jobs alquilaron un almacén vacío
en Cupertino. Todos los martes, a lo largo de seis meses, se reunían durante toda la mañana para compartir al í sus ideas y
depurar su filosofía de ventas mientras deambulaban por aquel a sala. Aquel a tienda iba a ser el equivalente al estudio de
diseño de Ive, un paraíso en el que Jobs, gracias a su perspectiva visual, podría aportar diferentes innovaciones viendo y
tocando las diferentes opciones a medida que evolucionaban. «Me encantaba caminar a solas por al í para inspeccionarlo
todo», recordaba Jobs.
A veces les pedía a Drexler, Larry El ison y otros amigos de confianza que fueran a echar un vistazo. «Durante muchos
fines de semana, cuando no me estaba obligando a ver nuevas escenas de Toy Story, me hacía ir al almacén a mirar el
prototipo de la tienda —comentó El ison—. Estaba obsesionado por todos los detal es estéticos y por la experiencia del
servicio. En un momento dado le advertí: “Steve, no pienso ir a verte si me obligas a ir a la tienda de nuevo”».
La compañía de El ison, Oracle, estaba desarrol ando software para un sistema portátil de cobro de las compras, lo que
eliminaba la necesidad de contar con un
197
mostrador dotado de caja registradora. En cada una de las visitas, Jobs presionaba a El ison para que descubriera formas
de hacer el proceso más eficiente, prescindiendo de algún paso innecesario, como el de entregar la tarjeta de crédito o
imprimir la factura. «Si miras las tiendas y los productos, te darás cuenta de la obsesión de Steve por la bel eza y la
simplicidad. Es una estética Bauhaus y un minimalismo maravil oso que afectan incluso al proceso del pago en las tiendas
— comentó El ison—. Para el o hace falta la mínima cantidad posible de pasos. Steve nos dio la receta exacta y detal ada
de cómo quería que funcionase el sistema de pago».
Cuando Drexler fue a ver el prototipo casi acabado, planteó algunas críticas. «Pensé que el espacio estaba demasiado
fragmentado y no resultaba lo suficientemente
diáfano. Había demasiados rasgos arquitectónicos y colores que podían distraer al visitante». Resaltó que un cliente debía
ser capaz de entrar en una tienda y, con un único vistazo, comprender el flujo de movimientos. Jobs se mostró de acuerdo
en que la sencil ez y la falta de distracciones resultaban fundamentales para crear una gran tienda, igual que ocurría con los
productos. «Después de aquel o, consiguió el resultado perfecto —afirmó Drexler—. La visión que tenía consistía en un
control completo y absoluto de toda la experiencia relacionada con sus productos, desde su diseño hasta la forma en que
se vendían».
En octubre de 2000, cuando se acercaban a lo que él pensaba que sería el fin del proceso, Johnson se despertó en medio
de la noche, antes de una de las reuniones
de los martes, con un doloroso pensamiento: se habían equivocado en un elemento fundamental. Estaban organizando la
tienda en torno a cada una de las principales líneas de producto de Apple, con zonas para el Power Mac, el iMac, el iBook y
el PowerBook. Sin embargo, Jobs había comenzado a desarrol ar un nuevo concepto: el del ordenador como puerto central
de toda la actividad digital. En otras palabras, el ordenador podría gestionar el vídeo y las fotos de las cámaras digitales, y
quizás algún día también el reproductor de música y las canciones, o los libros y las revistas. La idea que le surgió a
Johnson antes de aquel amanecer era que las tiendas no debían organizar sus mostradores en torno a las cuatro líneas de
ordenadores de la marca, sino también en torno a cosas que los visitantes pudieran querer hacer. «Por ejemplo, pensé que
debería haber una zona de contenido audiovisual donde tuviéramos varios Macs y PowerBooks con el programa iMovie en
la que se mostrara cómo se puede importar y editar vídeo desde una cámara».
Johnson l egó al despacho de Jobs a primera hora de aquel martes y le expuso su repentina certeza de que debían
reconfigurar las tiendas. Había oído historias
acerca de la viperina lengua de su jefe, pero hasta entonces no había sentido sus latigazos. Jobs estal ó: «¿Tienes idea del
cambio que esto supone? —gritó—. He estado partiéndome el espinazo en esta tienda durante seis meses, y ahora quieres
cambiarlo todo. —Jobs se calmó de pronto—. Estoy cansado, no sé si puedo diseñar otra tienda desde cero».
Johnson se había quedado sin habla, y Jobs se aseguró de que así continuara. Durante el trayecto hasta la tienda
prototipo, donde la gente se había reunido para la reunión de los martes, le ordenó a Johnson que no dijera una palabra, ni
a él ni a los demás miembros del equipo. Así pues, el viaje de siete minutos transcurrió en silencio. Cuando l egaron, Jobs
había acabado de procesar la información. «Sabía que Ron tenía razón», recordaba. Así, ante la sorpresa de Johnson,
Jobs dio comienzo a la reunión diciendo: «Ron cree que nos hemos equivocado por completo. Cree que no deberíamos
organizar la tienda en torno a los productos sino a las actividades de los clientes. —Se produjo una pausa, y Jobs
continuó—: ¿Y sabéis qué? Tiene razón». Dijo que iban a reconfigurar la disposición de la tienda, a pesar de que aquel o
probablemente retrasaría la apertura, planeada para enero, durante otros tres o cuatro meses. «Solo tenemos una
oportunidad de hacerlo bien».
A Jobs le gustaba relatar la historia —y lo hizo ese día con su equipo— de que en su carrera todos los proyectos de éxito
habían requerido un momento en el que tuvo que echar marcha atrás en el proceso. En cada caso tuvo que volver a
trabajar sobre algún elemento tras descubrir que no era perfecto. Habló de cómo lo hizo en Toy Story, cuando el personaje
de Woody había evolucionado hasta convertirse en un capul o, y de un par de ocasiones en las que había tenido que
hacerlo con el
primer Macintosh. «Si algo no está bien, no basta con ignorarlo y prometer que ya lo arreglarás más tarde —señaló—. Eso
es lo que hacen otras compañías».
Cuando el prototipo revisado quedó acabado, en enero de 2001, Jobs les permitió a los miembros del consejo de
administración que fueran a verlo por primera vez. Les explicó la teoría que había tras el diseño mediante una serie de
bocetos en una pizarra, y a continuación metió a los miembros del consejo en una furgoneta para emprender aquel trayecto
de tres kilómetros. Cuando vieron lo que Jobs y Johnson habían construido, aprobaron de forma unánime que el proyecto
siguiera adelante. El consejo coincidió en que aquel o l evaría la relación entre las ventas y la imagen de marca a un nuevo
nivel. También garantizaría que los clientes no pensaran en los ordenadores de Apple como en meras máquinas, como en
el caso de los Del o los Compaq.
La mayoría de los expertos ajenos a la empresa no se mostraron de acuerdo. «A lo mejor ha l egado el momento de que
198
Steve Jobs deje de pensar tan diferente», escribió Business Week en un artículo titulado «Lo sentimos, Steve, pero estas
son las razones por las que las tiendas Apple no van a funcionar». El antiguo director financiero de Apple, Joseph Graziano,
apareció citado cuando dijo: «El problema de Apple es que todavía cree que la mejor forma de crecer consiste en servir
caviar en un mundo que parece bastante satisfecho con las tostadas con queso». Además, el consultor especializado en
ventas minoristas David Goldstein declaró: «Les doy dos años antes de que tengan que ponerle fin a un error muy doloroso
y muy caro».
MADERA, PIEDRA, ACERO, CRISTAL
El 19 de mayo de 2001 se abrió la primera tienda Apple en Tyson’s Corner, a las afueras de Washington D.C., con unos
mostradores blancos y relucientes, suelos de madera pulida y un gran cartel de «Piensa diferente» con John y Yoko Ono en
la cama. Los escépticos se equivocaron. Las tiendas de Gateway contaban con una media de 250 visitantes a la semana.
En 2005, las tiendas Apple recibían una media de 5.400 clientes semanales. Aquel año las tiendas recaudaron unos
ingresos de
1.200 mil ones de dólares, lo que supuso un récord en el mercado minorista por alcanzar la cifra de los 1.000 mil ones de
dólares. Las ventas de las tiendas se
controlaban cada cuatro minutos gracias al software de El ison, lo cual ofrecía una información instantánea acerca de cómo
integrar la producción, la distribución y los canales de venta.
A medida que las tiendas iban floreciendo, Jobs siguió involucrado en todos sus detal es. «Durante una de nuestras
reuniones de marketing, justo cuando las tiendas acababan de abrir, Jobs nos hizo pasar media hora decidiendo qué tono
de gris debían tener las señales de los servicios», recordaba Lee Clow. El estudio de arquitectos de Bohlin Cywinski
Jackson diseñó las tiendas insignia, pero fue Jobs quien tomó todas las decisiones principales.
Jobs se centró especialmente en las escaleras, que recordaban a la que había mandado construir en NeXT. Cuando
visitaba una tienda durante el proceso de
instalación, siempre sugería cambios en el as. Su nombre se encuentra inscrito como inventor principal de dos solicitudes
de patente sobre las escaleras, una de el as por el aspecto transparente con escalones y soportes de cristal fusionados con
titanio, y la otra por el sistema de ingeniería que utiliza una unidad monolítica de cristal conteniendo múltiples láminas de
cristal unidas para soportar las cargas.
En 1985, cuando lo estaban destituyendo de su primer cargo en Apple, se había marchado a visitar Italia. Al í le impresionó
la piedra gris de las aceras de Florencia. En 2002, cuando l egó a la conclusión de que los suelos de madera clara en las
tiendas estaban comenzando a transmitir una impresión algo vulgar —una preocupación que difícilmente atormentaría a
Steve Bal mer, consejero delegado de Microsoft—, decidió que quería utilizar piedra en su lugar. Algunos de sus
compañeros trataron de reproducir el mismo color y textura con hormigón, que habría sido diez veces más barato, pero
Jobs insistió en que tenía que ser piedra auténtica. La arenisca de un gris azulado de Pietra Serena, con una textura de
grano fino, procede de una cantera familiar, Il Casone, situada en Firenzuola, a las afueras de Florencia.
«Seleccionamos únicamente un 3 % de lo que sale de la montaña, porque debe tener el tono, la pureza y las vetas
adecuadas —comentó Johnson—. Steve defendía con fuerza que debíamos conseguir el color adecuado y que tenía que
ser un material de absoluta integridad». Así pues, los diseñadores de Florencia elegían exclusivamente las piedras
correctas, supervisaban el proceso de corte para crear las baldosas y se aseguraban de que cada una de el as quedaba
marcada con la pegatina adecuada para garantizar que iba a colocarse exactamente al lado de sus compañeras. «Saber
que son las mismas piedras que se utilizan en las aceras de Florencia te garantiza que pueden resistir al paso del tiempo»,
afirmó Johnson.
Otra característica destacable de las tiendas era el Genius Bar. Johnson tuvo aquel a idea durante un retiro de dos días con
su equipo. Les había pedido a todos que describieran el mejor servicio del que hubieran disfrutado. Casi todo el mundo
mencionó alguna experiencia agradable en un hotel Four Seasons o en un Ritz-Carlton, así que Johnson envió a los
primeros cinco gerentes de las tiendas a participar en el programa de formación del RitzCarlton y les pidió que presentaran
alguna idea que reprodujera una especie de cruce entre un mostrador de conserjería y una barra de bar. «¿Qué te
parecería que pusiéramos tras la barra a los mayores expertos en el Mac? —le propuso a Jobs—. Podríamos l amarlo
“Genius Bar”».
Muchas de las pasiones de Jobs aparecieron reunidas en la tienda de la Quinta Avenida, en Manhattan, inaugurada en
2006: un cubo, una de sus características escaleras, mucho cristal y una firme declaración de intenciones a través del
minimalismo. «Realmente, aquel a era la tienda de Steve», aseguró Johnson. Abierta las veinticuatro horas del día durante
199
los siete días de la semana, reivindicó el valor de la estrategia de encontrar ubicaciones caracterizadas por su gran tráfico
peatonal, al atraer a 50.000 visitantes a la semana durante su primer año (recordemos la afluencia de Gateway: 250
visitantes a la semana). «Esta tienda gana más por metro cuadrado que cualquier otra del mundo —señaló Jobs con orgul o
en 2010—. También recauda más en total, en cifras absolutas (no por metro cuadrado), que cualquier otra tienda
neoyorquina, incluidas Saks y Bloomingdale’s».
Jobs consiguió despertar un gran entusiasmo por las inauguraciones de sus tiendas con la misma elegancia que utilizaba
para las presentaciones de los productos. La gente comenzó a viajar expresamente a las aperturas de las tiendas, y pasaba
la noche a la intemperie para poder encontrarse entre los primeros en acceder a su interior. «Mi hijo, que por aquel
entonces tenía catorce años, me propuso por primera vez que pasáramos la noche en la apertura de Palo Alto, y la
experiencia resultó ser una interesante reunión social —escribió Gary Al en, que creó una página web dedicada a los
entusiastas de las tiendas Apple—. Los dos hemos pasado varias noches al raso, incluidas cinco en el extranjero, y he
conocido a mucha gente fantástica».
En 2011, diez años después de las primeras aperturas, había 317 tiendas Apple repartidas por el mundo. La mayor se
encontraba en el Covent Garden londinense, y
la más alta en el barrio de Ginza, en Tokio. La afluencia media de visitantes por tienda y semana era de 17.600, los
ingresos medios por tienda eran de 34 mil ones de dólares y las ventas netas totales durante el año fiscal 2010, de 9.800
mil ones de dólares. Sin embargo, las tiendas lograron también otros objetivos. Eran directamente responsables solo del 15
% de los ingresos de Apple, pero al crear tanta expectación y reforzar la imagen de marca, ayudaron de forma indirecta a
promover todos los proyectos emprendidos por la compañía.
Incluso cuando luchaba contra los efectos del cáncer en 2010, Jobs se dedicaba a planear futuros proyectos de tiendas.
Una tarde me mostró una fotografía de la
tienda de la Quinta Avenida y señaló las dieciocho piezas de cristal de cada lado del cubo de la entrada. «Esto era la
vanguardia de la tecnología del cristal en su época
—señaló—. Tuvimos que construir nuestros propios autoclaves para crear las piezas». Entonces extrajo un dibujo en el que
los dieciocho paneles habían sido sustituidos por cuatro de tamaño inmenso. Aseguró que eso era lo siguiente que quería
hacer. Una vez más, un reto a medio camino entre la estética y la tecnología. «Si hubiésemos querido crearlo con la
tecnología actual, habríamos tenido que hacer que el cubo fuera treinta centímetros más corto por cada lado —comentó—,
y yo no quería hacer eso, así que tuvimos que construir unos autoclaves nuevos en China».
A Ron Johnson no le entusiasmaba aquel a idea. Opinaba que los dieciocho paneles daban un mejor aspecto que aquel as
cuatro grandes piezas. «Las proporciones actuales crean una combinación mágica con la columnata del edificio de la
General Motors —afirmó—. Bril a como un joyero. Creo que si el cristal es demasiado transparente, l egará a ser
demasiado invisible». Discutió aquel a idea con Jobs, pero sin resultado. «Cuando la tecnología permite crear algo nuevo,
él quiere aprovecharlo —declaró Johnson—. Además, para Steve, menos es siempre más. Cuanto más sencil o, mejor. Por
lo tanto, si se puede construir una caja de cristal con menos elementos, es mejor, más simple y está en la vanguardia de la
tecnología. Ahí es donde Steve quiere estar, tanto en sus productos como en sus tiendas».
200
29
El centro digital
Desde iTunes hasta el iPod
UNIENDO LOS PUNTOS
Una vez al año, Jobs se l evaba a un retiro a sus empleados más valiosos, a los que l amaba «el top 100», elegidos de
acuerdo con un sencil o criterio: era la gente a la que te l evarías si solo pudieras quedarte con cien personas en una barca
salvavidas para tu siguiente compañía. Al final de esos retiros, Jobs se plantaba frente a una pizarra (siempre le han
gustado las pizarras: le daban un control completo de la situación y le ayudaban a centrar los temas) y preguntaba:
«¿Cuáles son las próximas diez cosas que deberíamos hacer?». La gente iba discutiendo para conseguir que sus
sugerencias entraran en la lista, y Jobs las escribía. Luego tachaba aquel as que le parecían una tontería. Tras muchas
disputas, el grupo se quedaba con una relación de diez. Entonces Jobs tachaba las siete últimas y anunciaba: «Solo
podemos hacer tres».
En 2001, Apple había renovado su oferta de ordenadores personales. Había l egado la hora de pensar diferente. Aquel año,
nuevas posibilidades encabezaban la
lista de la pizarra. Por aquel os días, una especie de velo mortuorio había caído sobre el reino digital. La burbuja de las
empresas punto com había estal ado, y el índice Nasdaq se había hundido más de un 50 % desde su momento cumbre.
Solo tres compañías tecnológicas contrataron anuncios publicitarios en la final de la Super Bowl de enero de 2001,
comparadas con las diecisiete del año anterior. Sin embargo, la sensación de depresión l egó más al á. Durante los
veinticinco años transcurridos desde que Jobs y Wozniak fundaron Apple, el ordenador personal había sido el elemento
central de la revolución digital. Ahora, los expertos predecían que su función clave estaba l egando a su fin. Aquel producto
había «madurado hasta convertirse en algo aburrido», escribió Walt Mossberg, del Wall Street Journal. Y Jeff Weitzen, el
consejero delegado de Gateway, proclamó: «Está claro que nos estamos apartando del ordenador personal como elemento
principal».
Fue entonces cuando Jobs lanzó una nueva y extraordinaria estrategia que transformó a Apple y, con el a, a toda la
industria tecnológica. El ordenador personal, en
lugar de pasar a un segundo plano, iba a convertirse en un «centro digital» que coordinara diversos dispositivos, desde
reproductores de música hasta cámaras de vídeo y fotográficas. Sería posible conectar y sincronizar todos aquel os
aparatos con el ordenador para que gestionase la música, las fotografías, los vídeos, la información y todos los aspectos de
lo que Jobs denominaba «un estilo de vida digital». Apple ya no iba a ser simplemente una empresa informática —de
hecho, la palabra
«Computers» pasó a desaparecer de su nombre—, pero el Macintosh se vería reforzado durante al menos otra década al
convertirse en el núcleo de una sorprendente
gama de nuevos dispositivos, como el iPod, el iPhone y el iPad.
Cuando tenía treinta años, Jobs había utilizado una metáfora sobre los álbumes de música. Se preguntaba por qué las
personas de más de treinta años desarrol aban rígidas pautas de pensamiento y tendían a ser menos innovadoras. «La
gente se atasca en esas pautas, como en los surcos de un disco de vinilo, y nunca logra salir de el as —afirmó—.
Obviamente, hay gente con una curiosidad innata, que son durante toda su vida como niños pequeños maravil ados ante la
vida, pero resultan poco comunes». A sus cuarenta y cinco años, Jobs estaba a punto de salir de su surco.
Diferentes razones explican por qué fue capaz, más que ningún otro, de visualizar y hacer posible esta nueva era de la
revolución digital. En primer lugar, seguía
estando en la intersección entre las humanidades y la tecnología. Le encantaban la música, la pintura o las películas, pero
también los ordenadores. La esencia del centro digital es precisamente que enlaza nuestra afición por las artes creativas
con unos aparatos de gran calidad. Jobs comenzó a mostrar una sencil a diapositiva al final de muchas de sus
presentaciones de productos: una señal de tráfico que mostraba la intersección de la cal e de las «Humanidades» y la de la
«Tecnología». Al í es donde él residía, y por eso fue capaz de concebir la idea del centro digital desde su inicio. Pero,
además, Jobs, como gran perfeccionista, se sentía obligado a integrar todos los aspectos de un producto, desde el
hardware hasta el software, pasando por los contenidos y el marketing. En el campo de los ordenadores personales aquel a
estrategia no había resultado frente a la de Microsoft-IBM, por la cual el hardware de una compañía se podía combinar con
el software de otra y viceversa. Sin embargo, en el caso de los productos ligados al centro digital, sí habría una ventaja para
marcas como Apple, que integraran el ordenador con los dispositivos electrónicos y el software. Aquel o significaba que el
contenido de un aparato móvil podía controlarse a la perfección desde un ordenador del mismo fabricante.
201
Otro de los motivos que contribuyeron al éxito de la estrategia fue el instinto natural de Jobs para la sencil ez. Antes de
2001, otras empresas habían fabricado
reproductores portátiles de música, software de edición de vídeo u otros productos que formaban parte del l amado «estilo
de vida digital». Sin embargo, eran dispositivos complejos, con interfaces de usuario más intimidantes que las de un
aparato de vídeo. No eran como el iPod o como el programa iTunes.
Y por último, pero no menos importante en esta nueva filosofía, Jobs estaba dispuesto, según una de sus expresiones
favoritas, a «apostarse el todo por el todo» con un nuevo enfoque. El estal ido de la burbuja informática había l evado a
otras empresas tecnológicas a reducir el gasto en nuevos productos. «Cuando todos los demás estaban recortando
presupuestos, decidimos que nosotros íbamos a invertir a lo largo de aquel a etapa de depresión —recordaba—. Íbamos a
gastar dinero en investigación y desarrol o y a inventar productos nuevos para que, cuando la recesión tecnológica l egara a
su fin, estuviéramos por delante de la competencia». Aquel fue el origen de la mayor década de innovación constante que
se recuerda en una empresa en los últimos tiempos.
FIREWIRE
La visión de Jobs consistente en un ordenador como centro digital se remonta hasta una tecnología l amada FireWire, que
Apple había desarrol ado a principios de la década de los noventa. Se trataba de una conexión de alta velocidad que
permitía transferir archivos digitales, como los vídeos, de un dispositivo a otro. Los fabricantes japoneses de cámaras de
vídeo adoptaron aquel sistema, y Jobs decidió incluirlo en las versiones actualizadas del iMac que salieron a la venta en
octubre de
1999. Entonces empezó a darse cuenta de que FireWire podría formar parte de un sistema que permitiera copiar los
archivos de vídeo desde las cámaras al ordenador, para su edición y organización posteriores.
Para que aquel o funcionara, el iMac necesitaba contar con un gran software de edición de vídeo, así que Jobs fue a visitar
a sus viejos amigos de Adobe —la
compañía de gráficos digitales que él había ayudado a levantar— y les pidió que crearan una nueva versión para Mac del
Adobe Premiere, un programa popular en los ordenadores con Windows. Los ejecutivos de Adobe sorprendieron a Jobs al
rechazar de plano su propuesta, con el argumento de que el Macintosh no tenía usuarios suficientes como para que aquel o
mereciera la pena. Jobs, sintiéndose traicionado, se puso furioso. «Yo puse a Adobe en el mapa y el os me jodieron»,
explicó posteriormente. Adobe empeoró aún más la situación cuando se negó también a programar algunas otras
aplicaciones muy extendidas, como el Photoshop, para el Mac OS X, a pesar de que el Macintosh sí era muy utilizado entre
los diseñadores y otros usuarios creativos que necesitaban aquel software.
Jobs nunca perdonó a Adobe, y diez años más tarde se enzarzó en una guerra pública con esta empresa al no permitir que
el Adobe Flash fuera compatible con el iPad. Lo que le había pasado fue una valiosa lección que reforzó su deseo de
obtener un control absoluto de todos los elementos clave de su sistema. «Mi primera conclusión cuando Adobe nos jodió en
1999 era que no debíamos meternos en ningún proyecto en el que no controlásemos tanto el hardware como el software, o
en caso contrario aquel o sería una carnicería», afirmó.
Así pues, a partir de 1999 Apple comenzó a producir aplicaciones para el Mac dirigidas a gente que se encontraba en esa
intersección a medio camino del arte y la tecnología. Entre dichos programas se encontraban Final Cut Pro, para edición de
vídeo digital; iMovie, que era una versión más sencil a, para el gran público; iDVD, para grabar vídeos o música en un
disco; iPhoto, para competir con el Adobe Photoshop; GarageBand, para crear y remezclar música; iTunes, para gestionar
canciones, y la tienda iTunes, para comprar canciones.
La idea del centro digital pronto comenzó a gestarse. «La primera vez que lo entendí fue con la cámara de vídeo —comentó
Jobs—. Utilizar iMovie hace que tu cámara sea diez veces más valiosa». En lugar de acumular cientos de horas de
secuencias sin tratar que nunca l egarías a ver enteras, puedes editarlas en tu ordenador, añadir elegantes fundidos,
música y créditos, y el productor ejecutivo eres tú mismo. Aquel programa le permitía a la gente ser creativa, expresarse y
crear algo con un componente afectivo. «En aquel momento me di cuenta de que el ordenador personal iba a convertirse en
algo más».
Jobs tuvo otra revelación: un ordenador que fuera centro digital haría posibles aparatos portátiles más sencil os. Una gran
parte de las funciones que aquel os dispositivos trataban de ofrecer, como la edición de vídeo o de imágenes, obtenían
pobres resultados, porque se l evaban a cabo en pantal as pequeñas y no podían albergar fácilmente menús con
numerosas opciones. Los ordenadores podían hacerse cargo de aquel as tareas de forma mucho más sencil a.
Ah, y una cosa más… Lo que Jobs fue también capaz de ver era que el proceso funcionaba mejor cuando todos los
202
elementos —el dispositivo electrónico, el
ordenador, el software, las aplicaciones, el FireWire— se hal aban firmemente integrados. «Aquel o me hizo creer con
mayor firmeza en la idea de las soluciones integradas de principio a fin», recordaba.
La bel eza de aquel a revelación residía en que solo había una compañía en posición de ofrecer aquel conjunto integral.
Microsoft escribía software, Del y Compaq fabricaban hardware, Sony producía muchos aparatos digitales, y Adobe
desarrol aba numerosas aplicaciones, pero solo Apple se ocupaba de todas aquel as cosas.
«Somos la única empresa que cuenta con todo el paquete: el hardware, el software y el sistema operativo —le explicó a
Time—. Podemos asumir la responsabilidad
completa de la experiencia del usuario. Podemos lograr lo que otros no pueden».
La primera incursión de Apple en su estrategia del centro digital fue el vídeo. Con FireWire podías transferir tus vídeos al
Mac, y con iMovie podías editarlo para crear una obra maestra. ¿Y luego qué? Querrás grabar algún DVD para que tú y tus
amigos podáis verlo en un televisor. «Pasamos mucho tiempo trabajando con los fabricantes de grabadoras para que
crearan una unidad destinada al gran público que permitiera la grabación de un DVD —comentó Jobs—. Fuimos los
primeros en producir algo así». Como de costumbre, Jobs se centraba en lograr que el producto fuera lo más sencil o
posible para el usuario, la clave de su éxito. Mike Evangelist, que trabajó en diseño de software en Apple, recordaba como
le presentó a Jobs una primera visión de la interfaz. Tras echarles un vistazo a un puñado de imágenes, Jobs se levantó de
un salto, cogió un rotulador y dibujó un sencil o rectángulo en una pizarra. «Aquí está la nueva aplicación —anunció—.
Tiene una ventana. Se arrastra el vídeo a la ventana. A continuación se pulsa el botón que dice: “Grabar”. Ya está. Eso es
lo que vamos a hacer». Evangelist estaba anonadado, pero aquel fue el camino que l evó a la sencil ez del programa iDVD.
Jobs l egó incluso a colaborar en el diseño del icono del botón «Grabar».
Jobs sabía que la fotografía digital era un campo a punto de florecer, así que Apple desarrol ó también la forma de hacer
que el ordenador se convirtiera en el organizador de las imágenes personales. Sin embargo, durante el primer año al
menos, dejó de lado una oportunidad fabulosa: Hewlett-Packard y otros fabricantes estaban creando una unidad capaz de
grabar discos de música, pero Jobs insistía en que Apple debía centrarse en los formatos de vídeo y no en los de audio.
Además, su gran insistencia en que el iMac se deshiciera de la bandeja de los discos compactos y empleara un sistema
más elegante, con ranura, implicaba ser incompatible con las novedosas grabadoras de CD, creadas en un primer
momento para el formato de bandeja. «Perdimos el tren en aquel a ocasión —recordaba—, así que necesitábamos
alcanzar al resto a toda velocidad».
El sel o de una compañía innovadora no solo radica en ser la primera presentando nuevas ideas. También tiene que saber
cómo dar un salto cualitativo cuando se encuentra en una posición de desventaja.
ITUNES
A Jobs no le hizo falta mucho tiempo para darse cuenta de que la música iba a representar una parte inmensa del negocio.
La gente pasaba música a sus ordenadores desde los discos, o se la descargaba a través de los servicios de intercambio
de archivos, como Napster. Para el año 2000, la estaban grabando en discos vírgenes con un total frenesí. Ese año, el
número de discos compactos vírgenes vendidos en Estados Unidos fue de 320 mil ones. Solo había 281 mil ones de
personas en el país. Eso significaba que había gente muy metida en el tema de la grabación de discos, y Apple no estaba
ofreciéndoles ningún servicio. «Me sentí como un estúpido —le dijo Jobs a Fortune—. Pensé que habíamos perdido aquel
tren. Tuvimos que esforzarnos mucho para ponernos al día».
Jobs añadió una grabadora de CD al iMac, pero aquel o no era suficiente. Su objetivo era lograr que fuera sencil o pasar la
música desde un disco al ordenador para grabar las mezclas deseadas. Otras empresas ya estaban creando programas
para l evar a cabo estas funciones, pero eran pesadas y complejas. Uno de los talentos de Jobs había sido siempre un
buen ojo para detectar sectores del mercado l enos de productos mediocres. Les echó un vistazo a las aplicaciones
disponibles en aquel momento, entre las que se encontraban Real Jukebox, Windows Media Player y otra que HewlettPackard incluía con su grabadora de CD, y l egó a una conclusión.
«Eran tan complicadas que solo un genio sería capaz de manejar la mitad de sus funciones», afirmó.
En aquel momento entró en escena Bil Kincaid. Este antiguo ingeniero de software de Apple iba conduciendo hacia una
pista de carreras en Wil ows, en California, para participar en la competición con su deportivo Formula Ford, y mientras (de
forma algo incongruente) escuchaba la National Public Radio. Era un reportaje sobre un reproductor de música portátil l
amado Rio que empleaba un formato digital l amado MP3. Le l amó la atención una frase del periodista en la que decía algo
así como: «Que los usuarios de Mac no se emocionen, porque no va a ser compatible con sus ordenadores». Kincaid se
dijo: «¡Ja! ¡Yo puedo arreglar eso!».
203
Kincaid l amó a sus amigos Jeff Robbin y Dave Hel er, también antiguos ingenieros de software de Apple, para que lo
ayudaran a escribir un programa para Mac
con el que poder gestionar la música de los reproductores Rio. El producto que crearon, conocido como SoundJam, les
ofrecía a los usuarios del Mac una interfaz para el Rio, una ventana en la que organizar las canciones que hubiera en el
ordenador y algunas pequeñas animaciones de luz psicodélicas que se activaban cuando sonaba la música. En julio del
año 2000, cuando Jobs estaba presionando a su equipo para que crearan software de reproducción y grabación de música,
Apple compró SoundJam y volvió a acoger a sus fundadores bajo el ala de la compañía. (Los tres se quedaron en la
empresa, y Robbin siguió dirigiendo al equipo de desarrol o de software de música durante la siguiente década. Jobs lo
consideraba un trabajador tan valioso que una vez le permitió a un periodista de Time reunirse con él, pero con la promesa
de que no iba a publicar su apel ido.)
Jobs trabajó personalmente junto a el os para convertir SoundJam en un producto de Apple. Al principio estaba plagado de
todo tipo de funciones, y en consecuencia contaba con un montón de complejas pantal as. Jobs los forzó a simplificarlo y
hacer que fuera más divertido. En lugar de una interfaz que te obligara a especificar si buscabas un artista, canción o disco,
Jobs insistió en que dejaran un sencil o recuadro en el que se pudiera escribir cualquier cosa que se quisiera. Y, a
instancias de iMovie, el equipo incorporó una elegante estética de metal pulido y también un nombre: lo l amaron iTunes.
Jobs presentó iTunes en la conferencia Macworld de enero de 2001 como parte de la estrategia del centro digital. Anunció
que sería gratuito para todos los usuarios de Mac. «Uníos a la revolución musical con iTunes y haced que vuestros
aparatos de música se vuelvan diez veces más valiosos», concluyó entre grandes aplausos. Su posterior eslogan
publicitario lo dejaba claro: «Copia. Mezcla. Graba».
Esa tarde, Jobs tenía una cita con John Markoff, del New York Times. La entrevista no estaba yendo bien, pero al final Jobs
se sentó ante su Mac y le mostró el
iTunes. «Me recuerda a mi juventud», señaló mientras los diseños psicodélicos danzaban por la pantal a. Aquel o lo l evó a
recordar las ocasiones en que había consumido ácido. Le dijo a Markoff que tomar LSD era una de las dos o tres cosas
más importantes que había hecho en su vida. Quienes nunca hubieran probado el ácido serían incapaces de entenderlo del
todo.
EL IPOD
El siguiente paso en la estrategia del centro digital era crear un reproductor de música portátil. Jobs se dio cuenta de que
Apple tenía la oportunidad de diseñar un aparato que se combinara con el software de iTunes, permitiendo su
simplificación. Las tareas complejas podrían l evarse a cabo en el ordenador, y las sencil as en el dispositivo portátil. Así
nació el iPod, el aparato que, a lo largo de los siguientes diez años, transformó Apple para que pasara de ser un fabricante
de ordenadores a convertirse en la compañía tecnológica más valiosa del mundo.
Jobs sentía una pasión especial por aquel proyecto porque adoraba la música. Los reproductores de música que había en
el mercado, según les dijo a sus colegas,
«eran una auténtica porquería». Phil Schil er, Jon Rubinstein y el resto del equipo se mostraron de acuerdo. Mientras
creaban iTunes, todos el os pasaron mucho tiempo jugueteando con el Rio y otros reproductores, criticándolos
alegremente. «Nos distribuíamos por la sala con aquel os aparatos y comentábamos lo malos que eran — recordaba Schil
er—. Tenían capacidad para unas dieciséis canciones, y era imposible averiguar cómo utilizarlos».
Jobs comenzó a presionar en el otoño de 2000 para que crearan un reproductor de música portátil, pero Rubinstein
respondió que los componentes necesarios
todavía no estaban disponibles. Le pidió a Jobs que esperase. Pasados unos meses, Rubinstein fue capaz de hacerse con
una pequeña pantal a LCD apta para sus propósitos y con una batería recargable de polímero de litio. Sin embargo, el
mayor reto radicaba en encontrar una unidad de disco lo bastante pequeña, pero con memoria suficiente, para crear un
gran reproductor de música. Entonces, en febrero de 2001, el ingeniero realizó uno de sus habituales viajes a Japón para
visitar a proveedores de Apple.
Al final de una reunión rutinaria con la gente de Toshiba, los ingenieros mencionaron un nuevo producto que estaban
desarrol ando en los laboratorios y que estaría listo en junio. Era un diminuto disco de 4,5 centímetros (el tamaño de dos
monedas de dos euros) con una capacidad de 5 gigabytes (suficiente para unas mil canciones). Pero no estaban muy
seguros de qué hacer con él. Cuando los ingenieros de Toshiba se lo mostraron a Rubinstein, él supo inmediatamente para
qué podía utilizarse. ¡Mil canciones en el bolsil o! Perfecto. Pero mantuvo una cara de póker. Jobs también estaba en
Japón, pronunciando el discurso inaugural de la conferencia Macworld de Tokio. Se encontraron esa noche en el hotel
204
Okura, donde se alojaba este. «Ya sé cómo vamos a hacerlo —le informó Rubinstein—. Todo lo que necesito es un cheque
de diez mil ones de dólares». Jobs lo autorizó de inmediato, así que Rubinstein comenzó a negociar con Toshiba para
hacerse con los derechos de uso exclusivo de todos los discos duros que pudiera producir y comenzó a buscar a alguien
que pudiera dirigir el equipo de desarrol o.
Tony Fadel era un programador desenvuelto y emprendedor de estética ciberpunk y atractiva sonrisa que había fundado
tres empresas mientras estudiaba en la Universidad de Michigan. Antiguo empleado de General Magic, una compañía que
fabricaba aparatos electrónicos portátiles (donde conoció a los refugiados de Apple Andy Hertzfeld y Bil Atkinson), después
pasó una incómoda temporada en Philips Electronics, donde su pelo corto y decolorado y su estilo rebelde no casaban bien
con la sobria estética del lugar. Había desarrol ado algunas ideas para crear un reproductor de música digital mejor que los
existentes, pero no había conseguido
vendérselas a Real Networks, Sony o Philips. Un día se encontraba en Vail, Colorado, esquiando con un tío suyo, y su
móvil comenzó a sonar mientras iba montado en el telesil a. Era Rubinstein, que le informó de que Apple estaba buscando
a alguien que pudiera trabajar en un «pequeño aparato electrónico». Fadel , a quien no le faltaba precisamente confianza
en sí mismo, aseguró ser un experto en la fabricación de tales dispositivos. Rubinstein lo invitó a Cupertino.
Fadel pensó que lo estaban contratando para trabajar en un asistente digital personal, algún tipo de sucesor del Newton.
Sin embargo, cuando se reunió con Rubinstein, la conversación derivó rápidamente al iTunes, que l evaba tres meses en el
mercado. «Hemos estado tratando de conectar los reproductores de MP3 existentes al iTunes y ha resultado horrible,
absolutamente horrible —le confió Rubinstein—. Creemos que deberíamos crear nuestro propio modelo».
Fadel estaba encantado. «Me apasionaba la música, había intentado hacer algo así en RealNetworks, y estuve tratando de
venderle el proyecto de un reproductor MP3 a la compañía Palm». Accedió a entrar en el equipo, al menos como asesor.
Pasadas unas semanas, Rubinstein insistió ya en que si iba a dirigir el equipo tendría que convertirse en un empleado de
Apple a tiempo completo. Sin embargo, Fadel se resistía. Le gustaba su libertad. Rubinstein se enfadó enormemente ante
lo que consideraba excusas por parte de Fadel . «Esta es una de esas decisiones que te cambian la vida —le dijo—. Nunca
lo lamentarás». Hasta que decidió forzar la decisión de Fadel . Reunió en una habitación a la veintena aproximada de
personas que habían sido asignadas al proyecto. Cuando Fadel entró en la sala, Rubinstein le dijo: «Tony, no vamos a l
evar a cabo el proyecto a menos que firmes un contrato a tiempo completo. ¿Estás dentro o fuera? Tienes que decidirlo
ahora mismo».
Fadel miró a los ojos a Rubinstein, se giró hacia el resto de los presentes y preguntó: «¿Es habitual en Apple que la gente
se vea coaccionada para firmar los
contratos?». Se detuvo un instante, accedió a trabajar a tiempo completo para la empresa y estrechó a regañadientes la
mano de Rubinstein. «Aquel o dejó una sensación muy inquietante entre Jon y yo durante muchos años», recordaba Fadel .
Rubinstein estaba de acuerdo: «No creo que l egara nunca a perdonarme por aquel o».
Fadel y Rubinstein estaban destinados a chocar, porque ambos se consideraban los padres del iPod. Tal y como lo veía
Rubinstein, Jobs le había asignado aquel a misión hacía meses, y él había encontrado la unidad de disco de Toshiba y
elegido la pantal a, la batería y otros elementos fundamentales. Entonces había traído a Fadel para que juntara todas las
piezas. Junto con algunos otros, igualmente resentidos por el protagonismo adquirido por Fadel , comenzó a referirse a él
como «Tony el inútil». Sin embargo, desde el punto de vista de Fadel , antes de l egar a la empresa, él ya había trazado los
planes para crear un gran reproductor de MP3, había estado tratando de venderles la idea a otras compañías y después
accedió a fabricarlo en Apple. El debate sobre quién merecía un mayor crédito por la creación del iPod, o quién debería
obtener el título de padre del invento, se libró durante años en entrevistas, artículos, páginas web e incluso entradas de
Wikipedia.
Sin embargo, durante los meses siguientes, todos estuvieron demasiado ocupados como para pelear. Jobs quería que el
iPod saliera a la venta aquel as Navidades, lo que significaba que tenía que estar listo para su presentación en octubre. Se
pusieron a buscar otras empresas que estuvieran diseñando reproductores de MP3 que pudieran servir como base para el
trabajo de Apple y se decidieron por una pequeña l amada PortalPlayer. Fadel le dijo a aquel equipo: «Este es el proyecto
que va a remodelar a Apple, y de aquí a diez años seremos una compañía de música, no de ordenadores». Los convenció
para que firmaran un acuerdo en exclusiva, y su grupo comenzó a modificar los defectos de PortalPlayer, tales como sus
complejas interfaces, la escasa autonomía de la batería y la incapacidad de desplegar una lista de más de diez canciones.
«¡ESO ES!»
Hay algunas reuniones que pasan a la historia, tanto porque marcan un hito como demostrar la forma en que trabaja un
205
líder. Este es el caso de la reunión que tuvo lugar en la sala de conferencias de la cuarta planta en abril de 2001, cuando
Jobs decidió cuáles iban a ser las bases del iPod. Al í, reunidos para escuchar las propuestas de Fadel a Jobs, se
encontraban Rubinstein, Schil er, Ive, Jeff Robbin y el director de marketing, Stan Ng.
Fadel había coincidido con Jobs en una fiesta de cumpleaños en casa de Andy Hertzfeld un año antes y había oído
numerosas historias sobre él, muchas de el as estremecedoras. Sin embargo, como en realidad no lo conocía, se
encontraba comprensiblemente intimidado. «Cuando entró en la sala de reuniones me incorporé y pensé: “¡Guau, ahí está
Steve!”. Yo estaba completamente en guardia, porque había oído lo brutal que podía ser».
La reunión comenzó con una presentación del mercado potencial y de lo que estaban haciendo otras marcas. Jobs, como
de costumbre, no mostró ninguna paciencia. «No le prestaba atención a ninguna serie de diapositivas durante más de un
minuto», comentó Fadel . Cuando apareció una imagen en la que se mostraban otros posibles competidores del mercado,
Jobs hizo un gesto con la mano para quitarle importancia. «No te preocupes por Sony —aseguró—. Nosotros sabemos lo
que estamos haciendo y el os no». Después de aquel o, dejaron de pasar diapositivas y Jobs se dedicó a acribil ar al grupo
a preguntas. Fadel aprendió una lección:
«Steve prefiere la pasión del momento y discutir en persona las cosas. Una vez me dijo: “Si necesitas diapositivas, eso
demuestra que no sabes de qué estás
hablando”».
En vez de eso, a Jobs le gustaba que le mostraran objetos que él pudiera tocar, inspeccionar y sopesar. Por tanto, Fadel l
evó tres maquetas diferentes a la sala de reuniones, y Rubinstein le había dado instrucciones sobre cómo mostrarlas por
orden para que su opción preferida se convirtiera en el plato fuerte. Así pues, escondieron el prototipo de su alternativa
favorita bajo un bol de madera en el centro de la mesa.
Fadel comenzó su exposición sacando de una caja las diferentes piezas que se iban a utilizar y colocándolas sobre la
mesa. Al í estaban el disco duro de 4,5 centímetros, la pantal a LCD, las placas base y las baterías, todas el as etiquetadas
con su precio y su peso. A medida que las iba presentando, discutieron sobre cómo los precios o los tamaños podrían
reducirse a lo largo del año siguiente. Algunos de los componentes podían unirse, como piezas de Lego, para mostrar las
diferentes opciones.
Entonces Fadel comenzó a descubrir las maquetas, hechas de espuma de poliestireno y con plomos de pesca en su interior
para que tuvieran el peso adecuado. La primera contaba con una ranura en la que podía insertarse una tarjeta de memoria
con música. Jobs rechazó la propuesta por considerar que era demasiado complicada. La segunda contaba con una
memoria RAM dinámica, que era barata, pero el o implicaba que todas las canciones se perderían al agotarse las baterías.
A Jobs no le gustó. A continuación, Fadel montó algunos de los componentes juntos para mostrar cómo quedaría un
dispositivo con el disco duro de 4,5 centímetros.
Jobs parecía intrigado, así que Fadel l egó al momento culminante de su exposición al levantar el bol y mostrar una
maqueta completamente acabada de aquel a alternativa. «Yo contaba con poder jugar un poco más con las piezas
montables, pero Steve se decidió por la opción del disco duro tal y como la habíamos modelado
—recordaba Fadel . Estaba bastante sorprendido—. Yo estaba acostumbrado a trabajar en Philips, donde una decisión
como esta requeriría una reunión tras otra, con
un montón de presentaciones PowerPoint y de estudios adicionales».
A continuación l egó el turno de Phil Schil er. «¿Puedo exponer ya mi idea?», preguntó. Salió de la sala y volvió con un
puñado de modelos de iPod, todos el os con el mismo dispositivo en la parte frontal: la rueda pulsable que pronto se haría
muy famosa. «Había estado pensando en cómo navegar a través de la lista de reproducción —recordaba—. No puedes
estar apretando un botón cientos de veces. ¿A que sería genial si pudieras usar una rueda?». Al girar la rueda con el pulgar
podías desplazarte por las canciones. Cuanto más tiempo estuvieras girándola, más rápido te desplazabas, y así podías
controlar fácilmente cientos de temas. Jobs gritó: «¡Eso es!», y puso a Fadel y a los ingenieros a trabajar en el o.
Una vez que el proyecto recibió luz verde, Jobs se involucró en él a diario. Su exigencia principal era: «¡Simplificad!».
Revisaba cada pantal a de la interfaz de
usuario y realizaba un examen estricto: si quería acceder a una canción o a una función, debía ser capaz de l egar a el a en
tres pulsaciones, y su uso debía ser intuitivo. Si no podía averiguar cómo l egar a una opción o si requería más de tres
pulsaciones, su reacción era brutal. «En ocasiones estábamos rompiéndonos la cabeza ante algún problema con la interfaz
de usuario y pensábamos que habíamos considerado todas las opciones, y entonces él decía: “¿Habéis pensado en esto?”
—comentó Fadel —. Y entonces todos decíamos: “¡Hostias!”. Él redefinía el problema o el enfoque que debíamos darle y
nuestro pequeño contratiempo desaparecía».
Todas las noches, Jobs se encontraba pegado al teléfono con nuevas ideas. Fadel y los otros, incluido Rubinstein,
colaboraban para cubrirle las espaldas al joven programador cuando Jobs le proponía una idea a alguno de el os. Se l
amaban los unos a los otros, explicaban la última sugerencia de Jobs y conspiraban para lograr que adoptara la postura
206
que el os querían, cosa que funcionaba aproximadamente la mitad de las veces. «Todos nos enterábamos rápidamente de
la idea más reciente de Steve, y todos tratábamos de ir por delante de el a —comentó Fadel —. Cada día aparecía alguna,
ya fuera sobre un interruptor, sobre el color de un botón o sobre una estrategia de precios. Ante el estilo de Jobs, necesitas
trabajar codo con codo con tus compañeros, hace falta que todos se cubran las espaldas».
Una de las ideas clave de Jobs fue que había que lograr que todas las funciones posibles se l evaran a cabo mediante
iTunes en el ordenador, y no en el iPod. Tal y como él señaló posteriormente:
Para hacer que el iPod fuera realmente fácil de utilizar —y tuve que ponerme muy insistente para lograrlo—, necesitábamos
limitar las funciones que el dispositivo podía realizar. En vez de eso, agregamos aquellas funciones al programa iTunes del
ordenador. Por ejemplo, dispusimos que no se pudieran crear listas de reproducción en el iPod. Se podían crear listas en
iTunes y después podían pasarse al aparato. Aquella fue una decisión controvertida. Sin embargo, lo que hacía que el Rio y
otros aparatos fueran tan inútiles era que resultaban complicados. Tenían que permitir opciones como la de la creación de
listas de reproducción porque no estaban integrados con el software del ordenador donde organizabas tu música. Nosotros,
al ser los dueños del software de iTunes y del dispositivo físico del iPod, podíamos hacer que el ordenador y aquel aparato
funcionasen de forma conjunta, y aquello nos permitía que las funciones más complejas se asignaran al dispositivo
correcto.
La simplificación más zen de todas fue la orden de Jobs, que sorprendió a sus colegas, de que el iPod no contara con un
botón de encendido y apagado. Aquel o se aplicó a la mayoría de los aparatos de Apple. No había necesidad de incluirlo.
Era un elemento discordante, tanto desde el punto de vista estético como teológico. Los aparatos de Apple quedaban en
estado de reposo si no se estaban utilizando y se reactivaban al pulsar cualquier botón, pero no había ninguna necesidad
de añadir un interruptor que al pulsarse dijera: «Has acabado, adiós».
De pronto, todo parecía haber encajado en su lugar. Un chip capaz de almacenar mil canciones. Una interfaz y una rueda
de navegación que te permitían desplazarte a través de todas aquel as melodías. Una conexión FireWire que te permitiera
transferir mil canciones en menos de diez minutos, y una batería que resistiese aquel as mil canciones. «De pronto todos
nos estábamos mirando los unos a los otros y comentando: “Esto va a ser genial” —recordaba Jobs—. Sabíamos lo genial
que era porque sabíamos lo mucho que queríamos tener uno para nosotros. Y el concepto tenía una hermosa sencil ez:
“mil canciones en tu bolsil o”». Uno de los redactores publicitarios sugirió que lo l amaran «Vaina» («Pod»). Fue Jobs quien,
inspirándose en el nombre del iMac y de iTunes, lo cambió para convertirlo en «iPod».
¿De dónde iban a salir aquel as mil canciones? Jobs sabía que algunas serían copias de discos comprados legalmente, lo
que estaba bien, pero muchas también podían proceder de descargas ilegales. Desde un punto de vista empresarial algo
burdo, Jobs podría haberse beneficiado al fomentar las descargas ilegales; aquel o les permitiría a los usuarios l enar de
música sus iPod a un coste menor. Además, su herencia contracultural lo hacía sentir poca simpatía por las compañías
discográficas. Sin embargo, creía en la protección de la propiedad intelectual y en el hecho de que los artistas debían ser
capaces de ganar dinero con aquel o que producían. Por eso, hacia el final del proceso de desarrol o decidió que solo
permitiría las transferencias en un sentido. La gente podría trasladar canciones de su ordenador a su iPod, pero no podrían
sacar las canciones del iPod para almacenarlas en un ordenador. Aquel o evitaría que alguien pudiera l enar un iPod de
música y después permitir que decenas de amigos copiaran las canciones contenidas en él. También decidió que en el
envoltorio de plástico claro del iPod iría inscrito un mensaje sencil o: «No robes música».
LA BLANCURA DE LA BALLENA
Jony Ive había estado jugueteando con la maqueta de espuma del iPod, tratando de decidir qué aspecto debía tener el
producto acabado, cuando se le ocurrió una idea una mañana, mientras conducía desde su casa de San Francisco hasta
Cupertino. Le dijo al copiloto que la parte frontal debía ser de un blanco puro y estar perfectamente conectada con una
parte trasera de acero inoxidable pulido. «La mayoría de los productos de consumo de pequeño tamaño parecen de usar y
tirar — comentó Ive—. No tienen ningún peso cultural asociado a el os. Lo que más me enorgul ece del iPod es que hay
algo en él que da una sensación de importancia, no de que sea un producto desechable».
El blanco no iba a ser simplemente blanco, sino un blanco puro. «No solo el aparato en sí, sino también los auriculares y los
cables, e incluso el cargador de la batería —recordaba—. Todo de un blanco puro». Había quienes seguían defendiendo
que los auriculares, por supuesto, debían ser negros, como todos los auriculares.
207
«Pero Steve lo entendió al instante y apoyó que fueran blancos —señaló Ive—. Aquel o lo dotaría de una cierta pureza». El
flujo sinuoso de los cables blancos de los auriculares ayudó a convertir al iPod en un icono. Tal y como lo describe el propio
Ive:
Le daba un aspecto muy relevante y nada desechable, pero sin dejar de tener un aire muy tranquilo y contenido. No era
como un perro que agitara el rabo delante de tu cara. Era un objeto comedido, pero también tenía algo de locura, con esos
auriculares largos y sueltos. Por eso me gusta el blanco. El blanco no es simplemente un color neutro. Es un tono muy puro
y tranquilo. Es atrevido y llamativo, pero también discreto al mismo tiempo.
El equipo de publicitarios de Lee Clow en la agencia TBWA\ Chiat\Day quería destacar la naturaleza icónica del iPod y su
blancura, en lugar de crear anuncios más tradicionales para presentar el producto que mostraran las características del
dispositivo. James Vincent, un joven inglés desgarbado que había tocado en un grupo y trabajado como pinchadiscos, se
había unido recientemente a la agencia, y parecía tener un don natural para ayudar a dirigir la publicidad de Apple hacia los
amantes de la música nacidos en los ochenta, en lugar de a los rebeldes miembros de la generación del baby boom. Con la
ayuda de la directora artística Susan Alinsangan, crearon distintos anuncios y carteles para el iPod, y presentaron sus
diferentes opciones sobre la mesa de la sala de reuniones de Jobs para que él las inspeccionara.
En el extremo derecho situaron las alternativas más tradicionales, que presentaban directamente fotografías del iPod sobre
fondo blanco. En el extremo izquierdo
colocaron las opciones más gráficas y simbólicas, que mostraban simplemente la silueta de alguien que bailaba mientras
escuchaba un iPod, con los auriculares blancos ondeando al son de la melodía. «Aquel o reflejaba una relación personal,
emocional e intensa con la música», declaró Vincent. Le sugirió a Duncan Milner, el director creativo, que todos se
mantuvieran firmes en el extremo izquierdo para ver si podían hacer que Jobs gravitara hacia al í. Cuando entró en la sala,
se fue directamente a la derecha y se puso a contemplar las nítidas fotografías del producto. «Esto tiene un aspecto
estupendo —señaló—. Hablemos de estas». Vincent, Milner y Clow no se movieron del otro extremo. Al final, Jobs levantó
la vista, echó un vistazo a aquel as opciones y dijo: «Oh, supongo que a vosotros os gustan estas otras —dijo mientras
negaba con la cabeza—. No muestran el producto. No dicen lo que es». Vincent propuso que utilizaran las imágenes
icónicas y añadieran el eslogan: «1.000 canciones en tu bolsil o». Aquel o lo diría todo. Jobs volvió a mirar el extremo
derecho de la mesa, y acabó por mostrarse de acuerdo. Como era de esperar, pronto se puso a anunciar por ahí que había
sido idea suya elegir los anuncios más vanguardistas. «Algunos escépticos de por al í se preguntaban: “¿Cómo va esto a
conseguir vender un iPod?” —recordaba Jobs—. Fue entonces cuando me vino muy bien ser el consejero delegado, porque
así pude sacar adelante aquel a idea».
Jobs se daba cuenta de que había otra ventaja más en el hecho de que Apple contara con un sistema integrado de
ordenador, software y aparato reproductor de
música. Aquel o significaba que las ventas del iPod ayudarían a mejorar las ventas del iMac. Aquel o, a su vez, significaba
que podrían coger los 75 mil ones de dólares que Apple estaba invirtiendo en la publicidad del iMac y transferirlos a
anuncios para el iPod, de forma que obtendría un resultado doble por su dinero. Un resultado triple, en realidad, porque los
anuncios añadirían una capa de lustre y juventud a toda la marca Apple. Según él mismo recordaba:
Se me ocurrió la loca idea de que podíamos vender la misma cantidad de Macs al darle publicidad al iPod. Además, el iPod
ayudaría a presentar a Apple como una marca juvenil e innovadora. Así pues, traspasé los 75 millones de dólares de
publicidad al iPod, a pesar de que la categoría del producto no justificaba ni la centésima parte de aquel gasto. Aquello
significaba que íbamos a dominar por completo el mercado de los reproductores de música. Superábamos la inversión de
todos nuestros competidores en unas cien veces.
Los anuncios de televisión mostraban aquel as icónicas siluetas mientras bailaban al son de las canciones elegidas por
Jobs, Clow y Vincent. «Seleccionar la música se convirtió en nuestra diversión principal durante las reuniones semanales
de marketing —señaló Clow—. Poníamos algún fragmento atractivo, Steve decía: “Lo odio” y entonces James tenía que
convencerlo para que le diera una oportunidad». Los anuncios ayudaron a popularizar muchos grupos nuevos, entre los
que destacan los Black Eyed Peas; la versión con su canción «Hey Mama» es un clásico del género de las siluetas.
Cuando un nuevo anuncio iba a entrar en la fase de producción, Jobs a menudo pensaba en echarse atrás, l amaba a
Vincent y le pedía que lo retirara con argumentos como «suena demasiado pop» o «suena un poco frívolo», e insistía:
«Cancélalo». Aquel o enervaba a James, que trataba de convencerlo para que cambiara de parecer. «Espera un momento,
el anuncio va a ser genial», defendía. Al final, Jobs siempre cedía, el anuncio acababa l egando a las pantal as y el
resultado era que le encantaba.
208
Jobs presentó el iPod el 23 de octubre de 2001 en uno de sus característicos actos de presentación. «Una pista: no es un
Mac», rezaban las invitaciones. Cuando
l egó la hora de mostrar el producto, después de describir sus capacidades técnicas, Jobs no realizó su truco habitual de
acercarse a una mesa y retirar una tela de terciopelo. En vez de eso, anunció: «Resulta que tengo uno justo aquí, en mi
bolsil o». Se echó una mano a los vaqueros y sacó aquel aparato de un blanco bril ante.
«Este increíble y pequeño dispositivo contiene mil canciones, y cabe en un bolsil o». Volvió a guardarlo y salió del escenario
en medio de los aplausos.
Al principio existió un cierto escepticismo entre los expertos en tecnología, especialmente con respecto a su precio de 399
dólares. En el mundo de la blogosfera se bromeaba con que «iPod» se correspondía a las siglas en inglés de «el precio lo
han puesto unos idiotas». Sin embargo, los consumidores lo convirtieron en poco tiempo en un éxito. Más aún, el iPod se
convirtió en la esencia de todo aquel o en lo que Apple estaba destinado a convertirse: poesía conectada con ingeniería,
arte y creatividad cruzadas con tecnología, y todo con un diseño atrevido y sencil o. Su facilidad de uso se debía a que era
un sistema integrado de principio a fin: el ordenador, el FireWire, el reproductor de música, el software y el gestor de
contenidos. Cuando sacabas un iPod de su caja, era tan hermoso que parecía bril ar, hasta el punto de que los demás
reproductores de música parecían haber sido diseñados y fabricados en Uzbekistán.
Desde el primer Mac, nunca una visión tan clara de un producto había propulsado tanto a una compañía hacia el futuro. «Si
alguien se ha l egado a preguntar por la
razón de la existencia de Apple en este mundo, le puedo presentar este aparato como un buen ejemplo», le dijo Jobs a
Steve Levy, de Newsweek, en aquel momento. Wozniak, que durante mucho tiempo se había mostrado escéptico con
respecto a los sistemas integrados, comenzó a revisar su propia filosofía. «Vaya, tiene sentido que sea Apple la que haya
inventado algo así —comentó entusiasmado tras la presentación del iPod—. Al fin y al cabo, durante toda su historia, Apple
se ha ocupado tanto del hardware como del software, y el resultado es que de esta manera ambos elementos se combinan
mejor».
El día en que Levy asistió al preestreno del iPod para la prensa, tenía prevista posteriormente una cena con Bil Gates, así
que se lo mostró. «¿Lo habías visto ya?», le preguntó Levy. Según él mismo relató, «la reacción de Gates fue como la de
esas películas de ciencia ficción en las que un alienígena, al verse enfrentado a un objeto nuevo para él, crea una especie
de túnel de fuerza entre sí mismo y el objeto, tratando de absorber directamente en su cerebro toda la información posible
sobre él». Gates jugueteó con la ruedecita y apretó todas las combinaciones de botones posibles mientras su mirada se
mantenía fija en la pantal a. «Tiene una pinta estupenda — dijo al fin. Entonces se cal ó durante un instante y pareció
desconcertado—. ¿Solo sirve para el Macintosh?», preguntó.
209
30
La tienda iTunes
El flautista de Hamelín
WARNER MUSIC
A principios de 2002, Apple se enfrentaba a un desafío. La perfecta integración entre el iPod, el software de iTunes y el
ordenador nos facilitaba la gestión de nuestra música. Sin embargo, para conseguir nueva música hacía falta salir de este
cómodo entorno e ir a comprar un CD o descargar las canciones de internet. Esta última tarea normalmente significaba
adentrarse en los tenebrosos dominios del intercambio de archivos y los servidores piratas, y Jobs quería ofrecerles a los
usuarios del iPod una forma de descargar canciones que fuera sencil a, segura y legal.
La industria de la música también afrontaba un reto, arrasada por un sinfín de servicios pirata —Napster, Grokster, Gnutel
a, Kazaa—, que permitían a los usuarios
obtener las canciones de forma gratuita. En parte como resultado de el o, las ventas legales de discos se redujeron un 9 %
en 2002, y ante esta situación, los ejecutivos de las compañías discográficas luchaban desesperadamente —con la
elegancia propia de los hermanos Marx dentro de su camarote— por l egar a un acuerdo sobre un estándar común que
evitara la copia pirata de la música digital. Paul Vidich, de Warner Music, y su compañero Bil Raduchel, de AOL Time
Warner, que estaban trabajando conjuntamente con Sony para alcanzar dicha meta, confiaban en que Apple quisiera
formar parte de su asociación. Así pues, un grupo de ejecutivos de las discográficas viajaron a Cupertino en enero de 2002
para ver a Jobs.
No fue una reunión agradable. Vidich tenía un resfriado y estaba perdiendo la voz, así que su asistente, Kevin Gage,
comenzó la presentación. Jobs, que presidía la mesa de conferencias, se revolvía inquieto y parecía incómodo. Tras cuatro
diapositivas, agitó una mano e interrumpió la explicación. «Tenéis la cabeza metida en el culo», espetó. Todo el mundo se
volvió hacia Vidich, que se esforzó por lograr que le saliera la voz. «Tienes razón —admitió tras una larga pausa—. No
sabemos qué hacer. Necesitamos que nos ayudes a averiguarlo». Jobs recordó posteriormente que aquel o lo dejó algo
desconcertado, pero accedió a que Apple aunara fuerzas con Warner y Sony.
Si las compañías de música hubieran sido capaces de l egar a un acuerdo sobre un códec estándar que protegiera los
archivos musicales, entonces habrían proliferado múltiples tiendas de música online. Aquel o le habría dificultado a Jobs la
creación de la tienda iTunes y, como consecuencia, el control que lograría Apple sobre la gestión de las ventas musicales
por internet. Pero Sony le dio a Jobs aquel a oportunidad cuando, tras la reunión en Cupertino de enero de 2002, decidió
abandonar las negociaciones. Entendían que con el o beneficiaban a su propio formato registrado, del que podían obtener
derechos de autor.
«Ya conoces a Steve, él sigue sus propios planes —le explicó el consejero delegado de Sony, Nobuyuki Idei, a Tony
Perkins, redactor de la revista Red
Herring—. Aunque sea un genio, no comparte contigo todo lo que sabe. Es difícil trabajar con una persona así cuando
representas a una gran compañía… Es una pesadil a». Howard Stringer, que por aquel entonces dirigía la división
norteamericana de Sony, añadió lo siguiente acerca de Jobs: «Sinceramente, tratar de reunirnos sería una pérdida de
tiempo».
En vez de el o, Sony se unió a Universal para crear un servicio de suscripciones l amado Pressplay. Y, por su parte, AOL
Time Warner, Bertelsmann y EMI se
agruparon con RealNetworks para crear MusicNet. Ninguna de esas compañías estaba dispuesta a conceder la licencia de
uso de sus canciones al servicio rival, así que cada uno ofrecía aproximadamente la mitad de la música disponible. Ambos
eran servicios de suscripción que permitían a los clientes la posibilidad de acceder a la música, pero no descargarla, de
forma que se perdía el acceso a las canciones una vez que caducaba la suscripción. Ambos contaban con complejas
restricciones y pesadas interfaces, hasta el punto de que se ganaron el dudoso honor de alcanzar el noveno puesto en la
lista de «Los veinticinco peores productos tecnológicos de la historia» que elaboraba PC World. La revista afirmaba: «Las
sorprendentemente inútiles funciones de estos servicios ponían de manifiesto que las compañías discográficas todavía no
habían comprendido la situación en la que se encontraban».
En aquel momento, Jobs podría haberse limitado a consentir la piratería. La música gratis significaba una mayor cantidad
de valiosos iPod. Sin embargo, tenía un genuino amor por la música —y por los artistas que la creaban—, así que se
210
oponía a lo que él entendía que era el robo de un producto cultural. Según me contó después:
Desde los primeros días de Apple, me di cuenta de que siempre que creábamos propiedad intelectual prosperábamos. Si la
gente hubiera copiado o robado nuestro software, habría sido nuestra ruina. De no haber estado protegido, no habríamos
tenido ningún incentivo para crear nuevos programas o diseños de productos. Si la protección de la propiedad intelectual
comienza a desaparecer, las compañías creativas desaparecerán a su vez, o no llegarán a nacer. Sin embargo, hay una
razón más sencilla que explica todo esto: robar está mal. Es dañino para los demás y malo para ti mismo.
Pero había algo que tenía claro: la mejor forma de detener la piratería —la única forma, de hecho— consistía en ofrecer
una alternativa más atractiva que aquel os absurdos servicios que estaban preparando las discográficas. «Creemos que el
ochenta por ciento de la gente que roba la música no quiere hacerlo en realidad, pero es que no se les ofrece una
alternativa legal —le dijo a Andy Langer, de Esquire—. Entonces pensamos: “Vamos a crear una opción legal”. Todo el
mundo gana. Las discográficas ganan. Los artistas ganan. Apple gana. Y los usuarios ganan, porque consiguen un servicio
mejor y no necesitan robar».
Así pues, Jobs se dispuso a crear una «Tienda iTunes» y a persuadir a las cinco principales discográficas del país para que
permitieran que se vendieran en el a las versiones digitales de sus canciones. «Nunca había tenido que invertir tanto tiempo
en tratar de convencer a la gente para que hicieran algo que era lo mejor para el os», recordaría. Como las compañías
estaban preocupadas por el modelo de fijación de precios y la fragmentación de los álbumes, Jobs señaló que su nuevo
servicio solo
estaría disponible para el Macintosh, que representaba un mero 5 % del mercado. Podrían poner a prueba aquel a idea con
un riesgo bajo. «Aprovechamos nuestra
reducida cuota de mercado para argumentar que si la tienda resultaba ser un sistema destructivo, no supondría el fin del
mundo», aclaró.
La propuesta de Jobs era vender cada canción por 99 centavos de dólar, promoviendo así una compra sencil a e impulsiva.
Las compañías dueñas de la música recibirían 70 centavos cada una. Jobs insistió en que aquel o resultaría más atractivo
que el modelo de suscripciones mensuales propuesto por las discográficas. Creía (acertadamente) que la gente sentía una
conexión emocional con las canciones que amaba. Querían poseer «Sympathy for the Devil», de los Rol ing, y «Shelter
From the Storm», de Dylan, y no solo alquilarlas. Según le contó a Jeff Goodel , que trabajaba en la revista Rolling Stone en
aquel momento: «En mi opinión, podrías ofrecer la Segunda Venida de Jesucristo con un modelo de suscripción y no
tendría éxito».
Jobs también insistió en que la tienda iTunes vendería canciones individuales, y no álbumes completos. Aquel acabó siendo
el mayor motivo de conflicto con las compañías discográficas, que ganaban dinero al publicar discos con dos o tres grandes
canciones y una docena de temas de rel eno. Para conseguir la canción deseada, los clientes tenían que comprar el álbum
completo. Algunos músicos se oponían por razones artísticas al plan de Jobs de desmembrar los discos. «Un buen disco
tiene una cadencia propia —declaró Trent Reznor, de Nine Inch Nails—. Las canciones se apoyan las unas a las otras. Así
es como me gusta crear música». Sin embargo, las objeciones eran irrelevantes. «La piratería y las descargas de internet
ya habían desmembrado los discos —recordaba Jobs—. No podíamos competir con la piratería a menos que vendiéramos
las canciones de forma individual».
En el corazón del problema se encontraba la división entre los amantes de la tecnología y los amantes del arte. Jobs
adoraba ambas cosas, como ya había
demostrado en Pixar y en Apple, y por tanto se encontraba en una posición que le permitía salvar las distancias entre
ambas posturas. Él mismo lo explicó posteriormente:
Cuando fui a Pixar me di cuenta de que existía una gran división. Las compañías tecnológicas no entienden la creatividad.
No valoran el razonamiento intuitivo, como la capacidad de un responsable de contratación en una discográfica para
escuchar a un centenar de artistas y percibir a los cinco que podrían tener éxito. Y creen que las personas creativas se
limitan a estar todo el día tiradas en el sofá, sin ninguna disciplina, porque no han visto lo concentrados y disciplinados que
son los miembros creativos de empresas como Pixar. Por otra parte, las compañías discográficas no tienen ni idea de cómo
funciona la tecnología. Creen que pueden salir a la calle y contratar a unos cuantos expertos en tecnología, pero eso sería
como si Apple tratara de contratar a gente para que produjera música. Conseguiríamos a responsables de artistas y
repertorio de segunda categoría, igual que las compañías discográficas acabaron con expertos en tecnología de segunda
categoría. Yo soy una de las pocas personas que comprende que la producción de tecnología requiere intuición y
creatividad, y que crear un producto artístico exige mucha disciplina.
211
Jobs conocía desde hacía mucho tiempo a Barry Schuler, el consejero delegado de la división de AOL de Time Warner.
Comenzó a tantearlo para averiguar cómo podían lograr que las discográficas participasen en la tienda iTunes. «La piratería
está fundiéndole los plomos a todo el mundo —le dijo Schuler—. A ver si consigues que entiendan que al ofrecer un
servicio integrado de principio a fin, desde la tienda hasta el iPod, puedes proteger adecuadamente la forma en que se
utiliza la música». Un día de marzo de 2002, Schuler recibió una l amada de Jobs y decidió pasarlo con Vidich. Jobs le
preguntó a Vidich si estaría dispuesto a ir a Cupertino y a traer consigo al director de Warner Music, Roger Ames. En esta
ocasión, Jobs se mostró encantador. Ames era un inglés inteligente, divertido y sarcástico, del tipo (como James Vincent y
Jony Ive) que tendía a gustarle a Jobs. Así pues, el Buen Steve salió a la palestra. Hubo un momento al principio de la
reunión en que Jobs l egó incluso a actuar con diplomacia, cosa poco común en él. Ames y Eddy Cue, que dirigía el
departamento de iTunes de Apple, se habían enzarzado en una discusión sobre por qué la radio en el Reino Unido no era
tan interesante como en Estados Unidos, y Jobs los interrumpió para afirmar: «Sabemos mucho de tecnología, pero no
sabemos tanto sobre música, así que dejemos de discutir».
Ames comenzó la reunión pidiéndole a Jobs que apoyase un nuevo formato de CD con protección anticopia incluida. Jobs
se mostró de acuerdo y cambió el rumbo
de la conversación hacia el tema que quería tratar. Señaló que Warner Music debería ayudar a Apple a crear una sencil a
tienda iTunes en internet, y a partir de ahí podrían convencer al resto de la industria para que se uniera.
Ames acababa de perder una batal a en el consejo de administración de su compañía para lograr que el departamento de
AOL de su corporación mejorara su propio servicio de descargas de música, recién creado. «Cuando realicé una descarga
digital con AOL, no logré encontrar la canción en mi puñetero ordenador», recordaba. Así pues, cuando Jobs le mostró un
prototipo de la tienda iTunes, Ames quedó impresionado. «Sí, sí, eso es exactamente lo que había estado esperando»,
afirmó. Accedió a que Warner Music se uniera al proyecto y ofreció su ayuda para tratar de convencer a otras discográficas.
Jobs tomó un avión a la Costa Este para mostrarles el proyecto a otros ejecutivos de Time Warner. «Se sentó frente a un
Mac como si fuera un niño con un juguete
—recordaba Vidich—. A diferencia de cualquier otro consejero delegado, estaba absolutamente comprometido con su
producto». Ames y Jobs comenzaron a pulir los detal es de la tienda iTunes, como el número de veces que podía copiarse
una canción en diferentes dispositivos o cómo iba a funcionar el sistema anticopia. Pronto l egaron a un acuerdo y se
dispusieron a convencer a otras compañías.
UNA JAULA DE GRILLOS
El personaje clave al que debían captar era Doug Morris, director de Universal Music Group. Entre sus dominios se incluían
algunos artistas fundamentales como U2, Eminem y Mariah Carey, además de influyentes sel os discográficos como
Motown e InterscopeGeffen-A&M. Morris estaba dispuesto a hablar. A él le molestaba más que a cualquier otro magnate el
problema de la piratería, y estaba harto de la poca calidad de los expertos en tecnología que trabajaban en las
discográficas. «Aquel o era como el Salvaje Oeste —recordaba Morris—. Nadie conseguía vender música digital, la
piratería lo invadía todo. Y las cosas que probábamos en las discográficas resultaban un fracaso. Había un abismo entre la
gente del mundo de la música y los expertos en teconología».
Ames acompañó a Jobs al despacho de Morris, en Broadway, y le dio algunas instrucciones sobre lo que debía decir. La
táctica funcionó. Lo que más impresionaba a Morris era que Jobs había unido todos los elementos en la tienda iTunes de
forma que fuera a la vez sencil o para el consumidor y seguro para las compañías discográficas. «Steve hizo algo magnífico
—afirmó Morris—. Planteó un sistema completo: la tienda iTunes, el software para organizar la música, el propio iPod. Era
todo homogéneo. Traía el paquete completo».
Morris estaba convencido de que Jobs tenía la visión técnica de la que carecían las compañías discográficas. «Obviamente,
tenemos que recurrir a Steve Jobs para
este proyecto —le dijo a su vicepresidente tecnológico—, porque no tenemos a nadie en Universal que sepa nada sobre
tecnología». Aquel o no facilitó precisamente que los encargados de tecnología de Universal estuvieran deseando trabajar
con Jobs, y Morris tuvo que ordenarles que cejaran en sus objeciones y l egaran rápidamente a un acuerdo. Consiguieron
añadirle algunas restricciones más a FairPlay —el sistema de Apple de gestión de derechos digitales— para que una
canción comprada en la tienda no pudiera copiarse en demasiados dispositivos. Sin embargo, en líneas generales se
adaptaron al concepto de la tienda iTunes que Jobs había acordado con Ames y sus compañeros de Warner.
Morris estaba tan fascinado con Jobs que l amó a Jimmy Iovine, un hombre de gran labia y desparpajo, director de
InterscopeGeffen-A&M, un sel o propiedad de
Universal. Iovine y Morris eran grandes amigos que hablaban a diario desde hacía treinta años. «Cuando conocí a Steve,
212
pensé que era nuestro salvador, así que l amé inmediatamente a Jimmy para que me diera su opinión», recordaba Morris.
Jobs podía resultar extremadamente encantador cuando se lo proponía, y ese fue el caso cuando Iovine viajó a Cupertino
para que le presentaran el proyecto.
«¿Ves lo sencil o que es? —le preguntó Jobs—. Tus expertos en tecnología no podrían lograr nunca algo así. No hay nadie
en las compañías discográficas que pueda conseguir un resultado tan sencil o».
Iovine l amó de inmediato a Morris. «¡Este tipo es único! —aseguró—. Tienes razón, tiene una solución perfecta». Se
quejaron acerca de que habían estado trabajando dos años con Sony y nunca habían l egado a ninguna parte. «Sony
nunca va a conseguir ningún resultado», le dijo a Morris. Acordaron dejar de negociar con Sony y unirse a Apple. «Me
parece incomprensible que Sony haya perdido esta oportunidad, es una cagada de proporciones históricas —señaló
Iovine—. Steve era capaz de despedir a sus empleados si no había suficiente colaboración entre departamentos, mientras
que los departamentos de Sony estaban en guerra unos con otros».
De hecho, Sony ofrecía un claro contraejemplo de lo que representaba Apple. Contaba con un departamento de aparatos
electrónicos de consumo que creaba elegantes productos y con un departamento de música con artistas queridos por todos
(incluido Bob Dylan). Sin embargo, como cada departamento trataba de proteger sus propios intereses, la compañía en su
conjunto nunca consiguió definir una dirección clara para crear un servicio completo e integrado.
Andy Lack, el nuevo presidente del departamento de música de Sony, había recibido la nada envidiable tarea de negociar
con Jobs si la compañía iba a vender su
música en la tienda iTunes. Lack, un hombre sensato e indomable, acababa de entrar a trabajar en la empresa tras una
distinguida carrera en el periodismo televisivo — había sido productor de la CBS News y presidente de la NBC—, y sabía
cómo evaluar a los demás sin perder su sentido del humor. Se dio cuenta de que, para Sony, vender sus canciones en la
tienda iTunes era a la vez una locura y una cuestión de primera necesidad (como solía ocurrir con muchas de las
decisiones en el negocio de la música). Apple iba a ganar dinero a espuertas, no solo por su porcentaje sobre la descarga
de canciones, sino por el aumento de ventas de los iPod. Por tanto, Lack opinaba que, puesto que las compañías
discográficas iban a ser responsables del éxito del iPod, deberían obtener regalías por cada aparato vendido.
Jobs se mostró de acuerdo con Lack en muchas de sus conversaciones y aseguró que realmente quería trabajar codo con
codo con las discográficas. «Steve, eso
me lo creo si me das lo que sea por cada aparato que vendas —le dijo una vez Lack con su potente vozarrón—. Es un
reproductor precioso, pero nuestra música os está ayudando a venderlo. Eso es lo que significa para mí una auténtica
colaboración».
«Estoy de acuerdo contigo», respondió Jobs en más de una ocasión. Pero entonces acudía a Doug Morris y a Roger Ames
para lamentarse, en tono conspiratorio, de que Lack no entendía la situación, de que no tenía ni idea de cómo funciona el
mundo de la música, de que no era tan inteligente como Morris y Ames. «Con su clásico estilo, te daba la razón acerca de
algún asunto, pero luego los resultados nunca l egaban a materializarse —comentó Lack—. Te daba esperanzas y luego
retiraba aquel a posibilidad del debate. Lo hace de forma patológica, lo cual puede resultar útil en las negociaciones, y el
hecho es que es un genio».
Lack sabía que la suya era la última gran compañía en negarse y que no podría vencer en aquel a lucha a menos que
consiguiera el apoyo de otros miembros de la industria. Sin embargo, Jobs empleó la adulación y el reclamo de la influencia
publicitaria de Apple para mantener a raya a los demás. «Si la industria hubiera ofrecido un frente común, habríamos
podido obtener un porcentaje por la venta de los iPod, lo cual nos habría aportado la vía de financiación doble que tan
desesperadamente necesitábamos —señaló Lack—. Nosotros éramos los responsables de que el iPod se vendiera, así que
habría sido una solución equitativa». Aquel a, por supuesto, era una de las ventajas de la estrategia integral de Jobs: la
venta de canciones en iTunes incrementaría las ventas de los iPod, lo que a su vez incrementaría las ventas de los
Macintosh. Lo que más enfurecía a Lack era que Sony podría haber hecho lo mismo, pero nunca consiguió que sus
departamentos de hardware, software y música trabajaran al unísono.
Jobs hizo un gran esfuerzo por seducir a Lack. Durante uno de sus viajes a Nueva York, lo invitó a su suite en el ático del
hotel Four Seasons, donde había encargado un copioso desayuno —copos de avena, frutas del bosque—, y se mostró
«extremadamente solícito», en palabras de Lack. «Pero Jack Welch me enseñó a no enamorarme. Morris y Ames se
habían visto seducidos. Me decían: “No lo entiendes, se supone que debes enamorarte”, y eso es lo que hicieron el os, así
que acabé como un marginado de la industria».
Incluso después de que Sony accediera a vender su música en la tienda iTunes, la relación siguió siendo problemática.
Cada nueva ronda de cambios o renovaciones traía consigo un enfrentamiento. «En el caso de Andy, se trataba sobre todo
de su gran ego —comentó Jobs—. Nunca l egó a entender del todo el negocio de la música, y no l egaba a cumplir los
objetivos que se planteaba. A veces me parecía un gilipol as». Cuando le conté a Lack lo que había dicho Jobs, él
respondió: «Yo defendía a Sony y a la industria discográfica, así que puedo entender por qué él pensaba que yo era un
213
gilipol as».
Con todo, convencer a las compañías discográficas para que se sumaran al plan de la tienda iTunes no era suficiente.
Muchos de los artistas contaban con cláusulas en sus contratos que les permitían controlar personalmente la distribución
digital de su música o impedir que sus canciones se vendieran por separado. Así pues, Jobs se dispuso a persuadir a
varios de los principales músicos en una tarea que le pareció divertida, pero que resultó mucho más difícil de lo esperado.
Antes de la presentación de iTunes, Jobs se había reunido con algo más de una veintena de grandes artistas, entre los que
se encontraban Bono, Mick Jagger y Sheryl Crow. «Me l amaba a casa, implacable, a las diez de la noche, para decirme
que todavía necesitaba convencer a Led Zeppelin o a Madonna —recordaba Roger Ames, de Warner—. Estaba decidido a
el o. Nadie más hubiera sido capaz de convencer a algunos de aquel os artistas».
Quizá la reunión más extraña de todas tuvo lugar cuando el rapero y productor Dr. Dre fue a ver a Jobs a la sede central de
Apple. A Jobs le encantaban los Beatles y Dylan, pero reconocía que no l egaba a apreciar el atractivo del rap. Ahora Jobs
necesitaba que Eminem y otros raperos accedieran a que sus canciones se vendiesen
en la tienda iTunes, así que recurrió a Dr. Dre, que era el mentor de Eminem. Después de mostrarle todo aquel sistema
integrado por el cual la tienda iTunes se combinaba con el iPod, Dr. Dre aseguró: «Tío, por fin alguien ha encontrado la
solución».
En el otro extremo del espectro musical se situaba el trompetista Wynton Marsalis. Se encontraba en la Costa Oeste en
medio de una gira benéfica para
promocionar el programa de jazz del Lincoln Center, e iba a reunirse con Laurene, la esposa de Jobs. Jobs insistió en que
visitara su casa de Palo Alto, y al í procedió a mostrarle el programa iTunes. «¿Qué quieres buscar?», le preguntó a
Marsalis. «Beethoven», respondió el trompetista. «¡Mira lo que puede hacer esto! —seguía insistiendo Jobs cuando
Marsalis apartaba la mirada de la pantal a—. Mira cómo funciona la interfaz». Según recordaba después Marsalis, «no me
interesan demasiado los ordenadores y se lo dije en varias ocasiones, pero él siguió adelante durante dos horas. Estaba
completamente poseído. Después de un rato comencé a mirarlo a él y no al ordenador; me fascinaba la pasión que
demostraba».
Jobs presentó la tienda iTunes el 28 de abril de 2003 en uno de sus típicos actos en el centro de congresos Moscone, en
San Francisco. Con el pelo muy corto, unas incipientes entradas y un aspecto cuidadosamente desaliñado, entró en el
escenario y describió como Napster «había demostrado que internet estaba hecho para el intercambio de música». Afirmó
que sus descendientes, programas como el Kazaa, ofrecían canciones de forma gratuita. ¿Cómo se podía competir con
algo así? Para responder a esa pregunta, comenzó a analizar los inconvenientes de utilizar aquel os servicios gratuitos. Las
descargas no eran de fiar y la calidad a menudo resultaba deficiente. «Muchas de estas canciones han sido codificadas por
niños de siete años que no han hecho un gran trabajo». Además, no se podían escuchar fragmentos ni ver las portadas de
los discos. Entonces añadió: «Y lo peor de todo es que se trata de un robo. Es mejor no jugársela con el karma».
Entonces, ¿por qué habían proliferado todos aquel os focos de piratería? Según Jobs, se debía a que no había alternativas.
Los servicios de suscripción, como
Pressplay y MusicNet, «te tratan como a un delincuente», afirmó, mostrando una diapositiva de un preso con la clásica
camisa de rayas. A continuación apareció en la pantal a una imagen de Bob Dylan. «La gente quiere ser dueña de la
música que le gusta».
Aseguró que, tras muchas negociaciones, las compañías discográficas «están dispuestas a colaborar con nosotros para
cambiar el mundo». La tienda iTunes se
abriría con 200.000 canciones, y crecería día a día. Señaló que mediante este servicio los usuarios podrían ser los
propietarios de las canciones, grabarlas en un CD, asegurarse una buena calidad de la descarga, escuchar un fragmento
de la pieza antes de comprarla y combinarla con los vídeos creados en iMovie e iDVD para «crear la banda sonora de tu
vida». ¿El precio? «Solo 99 centavos —anunció—. Menos de un tercio de lo que cuesta un café en Starbucks». ¿Qué por
qué merecía la pena? Porque descargar la versión correcta de una canción en Kazaa costaba unos quince minutos, en vez
de uno solo. Jobs calculó que al invertir una hora de tu tiempo para ahorrar unos cuatro dólares... «¡estáis trabajando por
menos del salario mínimo!». Ah, y una cosa más… «Con iTunes ya no se trata de un robo, así que es bueno para el
karma».
Los que más aplaudieron aquel último apunte fueron los directivos de las discográficas sentados en primera fila, entre los
que se encontraban Doug Morris junto a
Jimmy Iovine, con su habitual gorra de béisbol, y todo el personal de Warner Music. Eddy Cue, responsable de la tienda,
predijo que Apple vendería un mil ón de canciones en seis meses. En vez de eso, la tienda iTunes vendió un mil ón de
canciones en seis días. «Este momento quedará grabado en la historia como un hito para la industria discográfica», declaró
Jobs.
214
MICROSOFT
«Nos han barrido».
Aquel fue el categórico mensaje de correo electrónico que Jim Al chin, el ejecutivo de Microsoft a cargo del departamento
de desarrol o de Windows, les envió a cuatro compañeros suyos a las cinco de la tarde del día en que vio la tienda iTunes.
El mensaje solo incluía una frase más: «¿Cómo habrán conseguido que las discográficas se apunten?».
Después, esa misma tarde, recibió una respuesta de David Cole, que dirigía el grupo de negocios online de Microsoft.
«Cuando Apple l eve este programa a Windows (porque asumo que no cometerán el error de no hacerlo), entonces sí que
nos van a barrer». Señaló que el equipo de Windows necesitaba «aportar este tipo de solución al mercado» y añadió: «Eso
requerirá concentrarse y fijarse unas metas en torno a un servicio integral que ofrezca un valor directo para el usuario, algo
que no tenemos hoy en día». A pesar de que Microsoft contaba con sus propios servicios de internet (MSN), no se
utilizaban para ofrecer un «servicio integral» como hacía Apple.
El propio Bil Gates intervino en aquel a conversación a las 22:46 de aquel a noche. El tema de su mensaje —«Apple vuelve
a ser de Jobs»— denotaba su frustración. «Resulta sorprendente la capacidad de Steve Jobs para centrarse en unos pocos
aspectos relevantes, contratar a gente que entiende lo que es una interfaz de usuario y comercializar sus productos como si
fueran revolucionarios», reconocía. También expresó su sorpresa ante el hecho de que Jobs hubiera logrado convencer a
las discográficas para que formaran parte de su tienda. «Me sorprende hasta qué punto son difíciles de usar los sistema de
venta por internet de esas discográficas. De algún modo, han decidido ofrecerle a Apple la posibilidad de crear un producto
muy bueno».
A Gates también le parecía extraño que nadie más hubiera creado un servicio que permitiera a los consumidores comprar
las canciones, en lugar de suscribirse durante períodos de un mes. «No digo que esta extrañeza signifique que nos
hayamos equivocado, o al menos, si lo hemos hecho, también se han equivocado Real, Pressplay, MusicNet y
prácticamente todos los demás —escribió—. Ahora que Jobs lo ha hecho, necesitamos movernos con rapidez para
conseguir un sistema en el que la interfaz de usuario y la gestión de derechos sean igual de buenas. […] Creo que
necesitamos algún plan para demostrar que, aunque Jobs nos haya pil ado algo desprevenidos otra vez, podemos
movernos con rapidez y no solo igualarlo, sino superarlo». Aquel a era una confesión privada sorprendente: Microsoft había
vuelto a verse superada y pil ada a contrapié, y de nuevo iba a tratar de ponerse al día copiando a Apple. Sin embargo, al
igual que Sony, Microsoft no pudo l evar a buen término su proyecto, ni siquiera después de que Jobs le mostrara el
camino.
Por su parte, Apple siguió barriendo a Microsoft, tal y como Cole había predicho: adaptó el software de iTunes y su tienda
para Windows, aunque a costa de algunas luchas internas. En primer lugar, Jobs y su equipo tuvieron que decidir si querían
que el iPod funcionase en ordenadores provistos de Windows, cosa a la que él
se oponía en un principio. «Al mantener el iPod exclusivamente para el Mac, estábamos aumentando las ventas de los
ordenadores mucho más de lo esperado», recordaba. Sin embargo, frente a esta postura se situaban sus cuatro ejecutivos
principales: Schil er, Rubinstein, Robbin y Fadel . Era una discusión sobre cuál iba a ser el futuro de Apple. «Sentíamos que
debíamos estar en el negocio de los reproductores de música, y no solo en el de los Mac», comentó Schil er.
Jobs siempre ha querido para Apple su propia utopía unificada, un mágico jardín val ado donde el hardware, el software y
los dispositivos periféricos se combinaran para crear una gran experiencia de uso, y donde el éxito de un producto
alimentara las ventas de todos sus compañeros. Ahora se enfrentaba a una cierta presión para permitir que su nuevo
producto, que estaba arrasando, funcionase en máquinas con Windows, y aquel o iba en contra de su naturaleza. «Fue una
pelea muy reñida que se prolongó durante meses —recordaba Jobs—. Era yo contra todos». En cierto momento, aseguró
incluso que los usuarios de Windows podrían utilizar los iPod «por encima de su cadáver». Aun así, no obstante, su equipo
siguió presionándolo. «Necesitamos que este aparato l egue a los demás ordenadores», suplicó Fadel .
Al final, Jobs claudicó: «Hasta que me demostréis que esta maniobra tendrá sentido desde un punto de vista comercial, no
pienso hacerlo». Era en realidad una forma de echarse atrás, aunque a su manera. Si se dejaban a un lado las emociones y
los dogmas, era sencil o demostrar que tenía sentido comercial permitir a los usuarios de Windows comprar un iPod.
Llamaron a varios expertos, desarrol aron varias predicciones de venta y todo el mundo concluyó que aquel o aportaría
mayores beneficios. «Lo plasmamos todo en una hoja de cálculo —comentó Schil er—. En cualquiera de las situaciones
analizadas, no había ningún porcentaje de reducción de ventas del Mac que sobrepasara el beneficio de las ventas del
iPod». A pesar de su reputación, en ocasiones Jobs parecía dispuesto a rendirse. Pero, claro, nunca ganó ningún premio
por sus elegantes discursos de renuncia: «A la mierda —estal ó durante una reunión en la que le estaban mostrando los
resultados de los análisis—. Estoy harto de oír todas estas gilipol eces. Haced lo que os salga de las narices».
215
Aquel o dejaba en el aire otra pregunta. Cuando Apple permitiera que el iPod fuera compatible con ordenadores Windows,
¿deberían también crear una versión de iTunes para que sirviera como software para controlar la música de esos usuarios?
Jobs, como de costumbre, creía que el software y el hardware debían ir juntos. La experiencia del usuario dependía de que
el iPod estuviera completamente sincronizado (por así decirlo) con el software de iTunes que hubiera en el ordenador. Schil
er se opuso a aquel a idea. «Me parecía una locura, puesto que nosotros no creamos software para Windows —
recordaba—, pero Steve seguía insistiendo: “Si vamos a hacerlo, hagámoslo bien”».
Schil er pareció salirse con la suya al principio. Apple decidió permitir que el iPod funcionara en Windows a través de un
software de MusicMatch, una compañía
externa. Sin embargo, dicho software era tan burdo que le daba la razón a Jobs, y Apple se embarcó a toda velocidad en la
tarea de adaptar iTunes para Windows. Según recordaba Jobs:
Para hacer que el iPod funcionara con aquellos ordenadores, al principio nos asociamos con otra compañía que tenía un
gestor de archivos de música, les dimos el ingrediente secreto para conectarse al iPod y ellos hicieron una chapuza de
trabajo. Aquella era la peor de todas las opciones posibles, porque esa otra empresa estaba controlando gran parte de la
experiencia de los usuarios. Así pues, convivimos con este programa externo tan chapucero durante unos seis meses, y
entonces conseguimos por fin escribir una versión de iTunes para Windows. Al final, lo que pasa es que no quieres que otro
controle una parte significativa de la experiencia de los usuarios. La gente puede no estar de acuerdo conmigo, pero yo lo
tengo claro.
Trasladar iTunes a Windows significaba tener que volver a negociar con todas las discográficas, que habían accedido a
vender su música en iTunes ante la garantía de que solo estaría disponible en el pequeño universo de los usuarios del
Macintosh. Sony se mostró especialmente resistente. Andy Lack pensó que era otro ejemplo de cómo Jobs cambiaba las
cláusulas del acuerdo una vez que este se había firmado. Así era, pero, para entonces, los otros sel os discográficos
estaban satisfechos con el funcionamiento de la tienda iTunes y se sumaron al cambio, así que Sony se vio obligada a
capitular.
Jobs anunció la inauguración de la tienda iTunes para Windows en octubre de 2003 durante una de sus presentaciones en
San Francisco. «He aquí una función que todos pensaron que nunca añadiríamos hasta este momento», anunció, agitando
la mano ante la pantal a gigante situada tras él. «El infierno se ha congelado», proclamaba la diapositiva. La animación
incluía apariciones en iChat y vídeos de Mick Jagger, Dr. Dre y Bono. «Esta es una novedad genial para los músicos y la
música —afirmó Bono con respecto al iPod y a iTunes—. Por eso estoy hoy aquí, para besarle el culo a esta compañía. No
suelo besar el de mucha gente».
Jobs nunca fue muy propenso a los eufemismos. Ante los vítores de la multitud, dijo que «iTunes para Windows es
probablemente la mejor aplicación para Windows
jamás escrita».
Microsoft no se mostró agradecida. «Están siguiendo la misma estrategia que emplearon en el negocio de los ordenadores.
Tratan de controlar tanto el hardware como el software —declaró Bil Gates a Business Week —. Nosotros siempre hemos
hecho las cosas de forma diferente a Apple porque le hemos dado alternativas a la gente». Hasta tres años más tarde, en
noviembre de 2006, Microsoft no fue capaz de sacar al mercado su propia respuesta al iPod. Se l amaba Zune y se parecía
al iPod, aunque con un aspecto algo más basto. Dos años más tarde, se había hecho con una cuota de mercado de menos
del 5 %. Tiempo después, Jobs se mostró despiadado al hablar de las causas del diseño poco inspirado del Zune y de su
debilidad en el mercado:
Cuanto más viejo me hago, más me doy cuenta de lo mucho que importa la motivación. El Zune era una porquería porque a
la gente de Microsoft en realidad no le entusiasmaba la música o el arte tanto como a nosotros. Vencimos porque todos
nosotros éramos unos locos de la música. Creamos el iPod para nosotros mismos, y cuando estás fabricando algo para ti
mismo, o para tu mejor amigo o para tu familia, no vas a conformarte con cualquier chapuza. Si no te entusiasma algo,
entonces no vas a dar un paso más de lo necesario, no vas a trabajar ni una hora de más, no vas a tratar de poner en duda
el statu quo.
216
MR. TAMBOURINE MAN
La primera reunión anual de Andy Lack en Sony tuvo lugar en abril de 2003, la misma semana en que Apple presentó la
tienda iTunes. Lo habían nombrado director del departamento musical cuatro meses antes, y había pasado gran parte de
ese tiempo negociando con Jobs. De hecho, l egó a Tokio directamente desde Cupertino, y l evaba consigo la última
versión del iPod y una descripción de la tienda iTunes. Frente a los doscientos directivos al í reunidos, se sacó el iPod del
bolsil o. «Aquí está», dijo ante la mirada del consejero delegado de la compañía, Nobuyuki Idei, y del director de la sección
norteamericana de Sony, Howard Stringer. «Este es el aparato que va a matar al walkman. No tiene ningún misterio. La
razón por la que comprasteis una empresa de música es para poder ser los fabricantes de un dispositivo como este. Podéis
hacerlo mejor que esto».
Pero Sony no pudo. Habían sido los pioneros en el campo de la música portátil con el walkman, y contaban con una gran
compañía discográfica y con una sólida
reputación como fabricantes de hermosos productos de consumo. Disponían de todos los elementos necesarios para
competir con la estrategia de Jobs consistente en integrar el hardware, el software, los dispositivos electrónicos y la venta
de contenidos. Entonces, ¿por qué fracasaron? En parte porque eran una compañía, como AOL Time Warner, organizada
en diferentes divisiones (la propia palabra, «división», no presagiaba nada bueno) con sus propios objetivos. Por tanto, el
intento de conseguir sinergias presionando a los diferentes departamentos para que colaborasen solía resultar bastante
infructuoso.
Jobs no organizó Apple en departamentos semiautónomos. Él controlaba de cerca todos sus equipos y los obligaba a
trabajar como una empresa unida y flexible,
con un único balance final de ingresos y gastos. «No contamos con “divisiones” con sus diferentes estados de cuentas —
afirmó Tim Cook—. Tenemos un único balance para toda la empresa».
Además, al igual que a muchas otras marcas, a Sony le preocupaba la competencia interna. Si fabricaban un reproductor
de música y un servicio que les facilitaba a
los consumidores compartir canciones digitales, aquel o podría afectar a las ventas del departamento de discos. Una de las
normas empresariales de Jobs era la de no temer nunca devorarse a sí mismo. «Si tú no te devoras, otro lo hará», dijo. Así,
a pesar de que un iPhone podía hacerse con las ventas de un iPod, o un iPad con las de un ordenador portátil, aquel o no
lo detuvo.
Ese julio, Sony designó a Jay Samit, un veterano de la industria musical, para que crease un servicio similar a iTunes, l
amado Sony Connect, que vendería las canciones por internet y permitiría que se pudieran escuchar en aparatos de música
portátiles de Sony. «Aquel a maniobra se interpretó inmediatamente como una forma de reunir a los departamentos de
electrónica y contenidos, que con cierta frecuencia se encontraban en conflicto —informó el New York Times—. Aquel a
batal a interna era, en opinión de muchos, la razón por la que Sony, el inventor del walkman y el mayor referente del
mercado en aparatos musicales portátiles, se estaba viendo aplastantemente derrotada por Apple». Sony Connect abrió los
ojos en mayo de 2004. Duró poco más de tres años antes de ser clausurado.
Microsoft estaba dispuesto a vender licencias del software de Windows Media y su formato de gestión de derechos digitales
a otras compañías, igual que había vendido licencias de su sistema operativo durante la década de los ochenta. Jobs, por
otra parte, no estaba dispuesto a compartir el FairPlay de Apple con otros fabricantes de reproductores de música. Solo
funcionaba en el iPod. Tampoco permitía que ninguna otra tienda en internet vendiera canciones para su uso en los iPod.
Diferentes expertos opinaron que aquel o acabaría por hacer que Apple perdiera parte de su cuota de mercado, igual que
había ocurrido durante las guerras entre plataformas informáticas en los ochenta. «Si Apple sigue basándose en su propia
arquitectura de sistemas —señaló el profesor Clayton Christensen, de la Escuela de Estudios Empresariales de Harvard,
para la revista Wired—, el iPod acabará probablemente por convertirse en un producto muy especializado». (A pesar de
esta predicción errónea, Christensen era uno de los analistas empresariales más clarividentes y perspicaces del mundo, y
Jobs se vio profundamente influido por su libro El dilema de los innovadores.) Bil Gates planteó el mismo argumento. «La
música no es un campo singular —declaró—. Esta historia ya ha tenido lugar en el mundo de los ordenadores personales, y
la postura de permitir que el usuario elija dio muy buenos resultados».
Rob Glaser, el fundador de RealNetworks, trató de sortear las restricciones de Apple en julio de 2004 con un servicio l
amado Harmony. Había tratado de convencer a Jobs para que le vendiera la licencia del formato FairPlay de Apple a
Harmony, pero cuando este no dio su brazo a torcer, Glaser recurrió a la ingeniería inversa para copiar dicho formato y lo
aplicó a las canciones que vendía Harmony. La estrategia de Glaser consistía en que las canciones vendidas a través de su
217
servicio pudieran utilizarse con cualquier dispositivo, ya fuera un iPod, un Zune o un Rio, y lanzó una campaña de
marketing con el eslogan «Libertad de elección». Jobs, furioso, redactó un comunicado en el que afirmaba que Apple se
encontraba «sorprendida al ver que RealNetworks ha adoptado las tácticas y la ética de un hacker para entrar en el iPod».
RealNetworks respondió mediante la creación de una petición por internet que rezaba: «¡Eh, Apple! No me rompas el
iPod». Jobs se mantuvo en silencio durante algunos meses, pero en octubre presentó una nueva versión del software del
iPod que hacía que las canciones adquiridas a través de Harmony quedaran inutilizables. «Steve es un tipo único —
aseguró Glaser—. Te das cuenta enseguida cuando haces negocios con él».
Mientras tanto, Jobs y su equipo —Rubinstein, Fadel , Robbin e Ive— fueron capaces de seguir sacando al mercado
nuevas versiones del iPod que recibían una calurosísima acogida y aumentaban la ventaja de Apple. La primera gran
revisión del producto, anunciada en enero de 2004, fue el iPod mini. Era de un tamaño mucho menor que el iPod original —
como una tarjeta de visita—, contaba con menos capacidad y costaba aproximadamente lo mismo. A lo largo del desarrol o
del proyecto hubo un momento en que Jobs decidió cancelarlo, puesto que no entendía por qué alguien querría pagar lo
mismo por menos. «Él no practica deporte, así que no se daba cuenta de lo práctico que era para ir a correr o en el
gimnasio», comentó Fadel . De hecho, el mini fue el dispositivo que de verdad situó al iPod en el puesto dominante del
mercado, al eliminar la competencia de otros reproductores de menor tamaño con memoria flash. Durante los dieciocho
meses transcurridos tras su presentación, la cuota de mercado de Apple en el campo de los reproductores de música
portátiles ascendió desde un 31 % a un 74 %.
El iPod shuffle, presentado en enero de 2005, resultó todavía más revolucionario. Jobs advirtió que la opción de
reproducción aleatoria del iPod se había vuelto muy popular. A la gente le gustaba sorprenderse, o bien era demasiado
vaga como para organizar y revisar sus listas de reproducción constantemente. Algunos usuarios l egaron incluso a
obsesionarse con averiguar si la selección de canciones era de verdad aleatoria y, de ser así, con saber por qué su iPod
seguía eligiendo con mayor frecuencia, por ejemplo, a los Nevil e Brothers.
Aquel a opción l evó a la creación del iPod shuffle. A medida que Rubinstein y Fadel trabajaban para crear un reproductor
con memoria flash que fuera a la vez
pequeño y económico, iban proponiendo distintos cambios, como la reducción del tamaño de la pantal a. Entonces Jobs les
planteó una extravagante sugerencia: quería que eliminasen la pantal a. «¿¡¿Qué?!?», se extrañó Fadel . «Deshaceos de el
a», insistió Jobs. Fadel preguntó cómo iban los usuarios a navegar por las canciones. La propuesta de Jobs era que no
necesitarían desplazarse entre el as. Las canciones se elegirían al azar. Al fin y al cabo, todas el as habían sido
seleccionadas por el usuario. Todo lo que hacía falta era un botón para cambiar de canción si no estabas de humor para
escuchar esa en concreto. «Disfruta de la incertidumbre», rezaban los anuncios.
A medida que la competencia daba un tropezón tras otro y Apple seguía innovando, la música se fue convirtiendo en una
parte cada vez mayor de la actividad de la compañía. En enero de 2007, las ventas del iPod representaban la mitad de los
ingresos de la empresa. También le daban lustre a la marca Apple. Sin embargo, la tienda iTunes supuso un éxito aún
mayor. Tras haber vendido un mil ón de canciones durante los seis días siguientes a su presentación en abril de 2003, la
tienda vendió setenta mil ones de canciones en su primer año. En febrero de 2006, la tienda vendió su canción número mil
mil ones, cuando Alex Ostrovsky, un chico de dieciséis años de West Bloomfield, Michigan, compró «Speed of Sound», de
Coldplay, y recibió una l amada de felicitación de Jobs en la que le anunció que recibiría un regalo de diez iPods, un iMac y
un vale regalo de 10.000 dólares para gastos en material musical. La canción que marcó los diez mil mil ones fue vendida
en febrero de 2010 a Louie Sulcer, de setenta y un años, residente en Woodstock, Georgia, que descargó «Guess Things
Happen That Way», de Johnny Cash.
El éxito de la tienda iTunes también trajo consigo una ventaja más sutil. Para 2011 había surgido una nueva y pujante
oportunidad de negocio si tu servicio de compra en línea resultaba fiable y la gente te había confiado sus datos. Apple —al
igual que sucedía con Amazon, Visa, PayPal, American Express y algunas otras empresas— se había hecho con una gran
base de datos a partir de la gente que, en su proceso de compra sencil a y segura, les había facilitado su dirección de
correo electrónico y el número de la tarjeta de crédito. Aquel o le daba a Apple la posibilidad, por ejemplo, de vender la
suscripción a una revista a través de su tienda en internet, y cuando eso ocurría era Apple, y no la editorial que publicaba la
revista, la que mantenía una relación directa con el suscriptor. Cuando la tienda iTunes comenzó a vender vídeos,
aplicaciones informáticas y suscripciones, l egó a contar en junio de 2011 con una base de datos de 225 mil ones de
usuarios activos. El o dejaba a Apple bien posicionada para la siguiente era del comercio digital.
218
31
El músico
La banda sonora de su vida
¿QUÉ LLEVAS EN EL IPOD?
A medida que iba creciendo el fenómeno del iPod, este dio lugar a una pregunta que se les planteaba por igual a los
candidatos a la presidencia, a los famosos de segunda fila, a las primeras citas, a la reina de Inglaterra y prácticamente a
cualquiera que apareciera con unos auriculares blancos: «¿Qué levas en el iPod?». Semejante juego de salón empezó
cuando Elisabeth Bumi ler escribió un artículo para el New York Times a principios de 2005 en el que diseccionaba la
respuesta del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, al plantearle la pregunta. «El iPod de Bush está leno de
cantantes country de toda la vida —afirmó—. Tiene una lista de reproducción con Van Morrison, cuya canción “Brown Eyed
Girl” es una de sus favoritas, y de John Fogerty, de quien tiene, como era de esperar,“Centerfield”». La periodista le pidió a
un redactor de Rolling Stone, Joe Levy, que analizara aque la selección, y él comentó: «Hay una cosa curiosa, y es que al
presidente le gustan artistas a los cuales no les gusta él».
«El mero acto de dejarle tu iPod a un amigo, a tu cita a ciegas o a un perfecto desconocido que se sienta a tu lado en el
avión hace que puedan leerte como a un libro abierto —escribió Steven Levy en The Perfect Thing—. Basta con
desplazarse por tu lista de canciones por medio de la rueda pulsable y, en términos musicales, te quedas desnudo. No es
solo lo que te gusta, es lo que eres». Así pues, un día, mientras estábamos en su salón escuchando algo de música, le pedí
a Jobs que me dejara ver su iPod. Me enseñó uno que había cargado en el año 2004.
Como era de esperar, estaban a lí los seis volúmenes de la colección The Bootleg Series, de Dylan, incluidas las canciones
que a Jobs habían comenzado a entusiasmarle cuando Wozniak y él lograron hacerse con e las en casete años antes de
que se publicaran oficialmente. Además, había otros quince discos del cantante, que empezaban con el primero, Bob Dylan
(1962), pero solo legaban hasta Oh Mercy (1989). Jobs había pasado mucho tiempo discutiendo con Andy Hertzfeld y los
demás que los siguientes álbumes de Dylan —en realidad, todos los que legaron después de Blood on the Tracks (1975)—
no eran tan intensos como sus primeras actuaciones. La única excepción que se permitió fue la canción «Things Have
Changed», de la película del año 2000 Jóvenes prodigiosos. Es de destacar que su iPod no incluía Empire Burlesque
(1985), el álbum que Hertzfeld le trajo el fin de semana en que lo destituyeron de Apple.
El otro gran cofre del tesoro de su iPod era el de los Beatles. Incluía canciones de siete de sus discos: A Hard Day’s Night,
Abbey Road, Help!, Let it Be, Magical
Mystery Tour, Meet the Beatles! y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Los álbumes en solitario no entraban en la
selección. Los Ro ling Stones los seguían en la clasificación, con seis discos: Emotional Rescue, Flashpoint, Jump Back,
Some Girls, Sticky Fingers y Tattoo You . En el caso de los discos de Dylan y los Beatles, la mayoría estaban incluidos en
su totalidad. Sin embargo, fiel a su creencia de que los álbumes podían y debían disgregarse, solo incluía tres o cuatro
canciones de los discos de los Stones y de la mayoría de los demás artistas. Joan Baez, la que fuera su novia durante una
época, se encontraba ampliamente representada a través de una muestra de cuatro de sus discos, incluidas dos versiones
de «Love is Just a Four Letter Word».
La selección musical de su iPod era la propia de un chico de los setenta con el corazón puesto en los sesenta. A lí estaban
Aretha Franklin, B. B. King, Buddy Ho ly,
Buffalo Springfield, Don McLean, Donovan, The Doors, Janis Joplin, Jefferson Airplane, Jimi Hendrix, Johnny Cash, John
Me lencamp, Simon y Garfunkel e incluso
The Monkees (con «I’m a Believer») y Sam the Sham («Wooly Bu ly»). Solamente una cuarta parte de las canciones eran
de artistas más contemporáneos, como
10.000 Maniacs, Alicia Keys, Black Eyed Peas, Coldplay, Dido, Green Day, John Mayer (amigo suyo y de Apple), Moby
(ídem), Bono y U2 (ídem), Seal y Talking Heads. Por lo que respecta a la música clásica, había algunas grabaciones de
piezas de Bach, entre las cuales estaban los Conciertos de Brandeburgo, y tres discos de Yo-Yo Ma.
Jobs le dijo a Sheryl Crow en mayo de 2001 que estaba descargando algunas canciones de Eminem, y que estaba
«empezando a gustarle». James Vincent lo levó
después a uno de sus conciertos. Aun así, el rapero no legó a entrar en la lista de reproducción de Jobs. Según él mismo le
confesó a Vincent tras el concierto, «no sabría decirte…». Después me contó: «Respeto a Eminem como artista, pero no
quiero seguir escuchando su música y no puedo sentirme identificado con sus valores de la forma en que lo hago con los
de Dylan». Así pues, la lista de Jobs en 2004 no era exactamente el último grito. Sin embargo, los que hayan nacido en la
década de los cincuenta podrán evaluarla, e incluso apreciarla, como la banda sonora de su vida.
219
Sus favoritos no cambiaron mucho durante los siete años posteriores a que cargara aquel iPod. Cuando el iPad 2 salió a la
venta en marzo de 2011, trasladó a uno de e los su música favorita. Una tarde, nos sentamos en su salón mientras él
navegaba por las canciones en su nuevo juguete y, dulcemente nostálgico, iba seleccionando las que quería escuchar.
Escogió sus canciones favoritas de siempre —Dylan y los Beatles— y entonces se puso algo más pensativo y pulsó un
canto gregoriano —«Spiritus Domini»—
interpretado por unos monjes benedictinos. Durante un minuto aproximadamente, pareció que hubiera quedado en trance.
«Es una preciosidad», murmuró. A continuación vino el Segundo Concierto de Brandeburgo, de Bach, y una fuga de El
clave bien temperado. Jobs afirmó que Bach era su compositor favorito de música clásica. Disfrutaba particularmente al
escuchar los contrastes entre las dos versiones de las Variaciones Goldberg grabadas por Glenn Gould, la primera en
1955, cuando era un pianista poco conocido de veintidós años, y la segunda en 1981, un año antes de morir. «Son como la
noche y el día —comentó Jobs tras
escucharlas una tras otra una tarde—. La primera es una pieza exuberante, joven y bri lante, con una interpretación tan
rápida que resulta toda una revelación. La segunda es mucho más sobria y descarnada. Puedes sentir un alma muy
profunda que ha pasado por muchas cosas a lo largo de su vida. Es más oscura y sabia». Jobs se encontraba en medio de
su tercera baja médica la tarde en la que escuchó ambas versiones, y yo le pregunté cuál prefería. «A Gould le gustaba
mucho más la última versión —contestó—. A mí solía gustarme la primera, la más exuberante, pero ahora entiendo sus
preferencias».
A continuación pasó de lo más sublime a los sesenta: «Catch the Wind», de Donovan. Cuando vio mi expresión de recelo,
protestó: «Donovan sacó algunos temas
muy buenos, de verdad». Puso «Me low Ye low» y entonces admitió que quizás aquel no fuera el mejor ejemplo. «Sonaba
mejor cuando éramos jóvenes».
Le pregunté qué música de nuestra infancia había soportado bien el paso del tiempo hasta nuestros días. Navegó por la
lista de su iPad y seleccionó una canción de los Grateful Dead compuesta en 1969, «Uncle John’s Band». Iba moviendo la
cabeza al son de la letra: «When life looks like Easy Street, there is danger at your door…».* Por un momento regresamos a
aque la época entusiasta en la que la suavidad de los sesenta estaba legando a su fin en medio de la discordia. «Whoa, oh,
what I want to know is, are you kind?».**
A continuación pasó a Joni Mitche l. «E la tuvo una hija a la que entregó en adopción —comentó—. Esta canción trata de la
pequeña». Seleccionó «Little Green» y escuchamos aque la triste melodía con su letra. «So you sign a l the papers in the
family name / You’re sad and you’re sorry, but you’re not ashamed / Little Green, have a happy ending».*** Le pregunté si
seguía pensando a menudo en el hecho de haber sido dado en adopción. «No, no mucho —contestó—. No muy a
menudo».
Añadió que en aque los días pensaba más en el hecho de estar envejeciendo que en su nacimiento. Aque lo lo levó a poner
la mejor canción de Joni Mitche l, «Both Sides Now», con su letra acerca del proceso de envejecer y hacerse más sabio:
«I’ve looked at life from both sides now, / From win and lose, and sti l somehow, / It’s life’s i lusions I reca l, / I rea ly don’t
know life at a l».* Al igual que había hecho Glenn Gould con las Variaciones Goldberg de Bach, Mitche l había grabado
«Both Sides Now» con muchos años de diferencia, primero en 1969 y después, en una versión lenta terriblemente
inquietante, en 2000. Jobs había elegido esta última.
«Resulta interesante ver cómo envejece la gente», señaló.
Añadió que algunas personas no envejecen bien ni siquiera cuando son jóvenes. Le pregunté a quién tenía en mente.
«John Mayer es uno de los mejores guitarristas de la historia, y me temo que está fastidiándose la vida terriblemente»,
replicó Jobs. A él le gustaba Mayer, y alguna vez lo invitó a cenar en Palo Alto. Con veintisiete años, Mayer apareció en la
conferencia Macworld de enero de 2004, en la que Jobs presentó el programa GarageBand, y el guitarrista se convirtió en
un asistente habitual a aque los actos, a los que acudía casi todos los años. Jobs seleccionó el éxito de Mayer «Gravity».
La letra habla de un hombre leno de amor que, inexplicablemente, sueña con la forma de tirarlo por la borda: «Gravity is
working against me, / And gravity wants to bring me down».** Jobs hizo un gesto de negación con la cabeza y comentó:
«Creo que en el fondo es un buen chico, pero ha estado fuera de control».
Al final de la sesión musical le planteé la manida pregunta: «¿Beatles o Ro lings?». «Si la cámara acorazada empezara a
quemarse y solo pudiera coger una grabación original, sería de los Beatles —contestó—. La elección difícil sería entre los
Beatles y Dylan. En último extremo, algún otro grupo podría haber creado una réplica de los Ro lings. Pero nadie más
podría haber sido Dylan o los Beatles». Mientras cavilaba sobre la suerte que habíamos tenido al contar con todos aque los
artistas mientras crecíamos, su hijo, que por aquel entonces tenía dieciocho años, entró en la habitación. «Reed no lo
entiende», se lamentó Jobs. O quizá sí lo hacía. El chico levaba una camiseta de Joan Baez con las palabras «Siempre
joven» escritas en e la.
220
BOB DYLAN
Jobs solo recuerda una ocasión en la que se quedó realmente cohibido, y fue en presencia de Bob Dylan. El músico estaba
actuando cerca de Palo Alto en octubre de
2004 mientras Jobs se recuperaba de su primera operación de cáncer. Dylan no era un hombre gregario, como Bono o
Bowie. Nunca fue amigo de Jobs, ni lo intentó. Sin embargo, sí que lo invitó a visitarlo a su hotel antes del concierto. Jobs
recordaba la escena:
Nos sentamos en el patio situado fuera de su habitación y estuvimos dos horas hablando. Yo estaba muy nervioso, porque
él era uno de mis héroes, y me daba miedo que dejara de parecerme tan inteligente, que resultara ser una caricatura de sí
mismo, como le ocurre a mucha gente. Pero quedé encantado. Era más listo que el hambre. Era todo lo que yo esperaba.
Se mostró muy abierto y sincero. Me estuvo hablando de su vida y de cómo escribía sus canciones. Me dijo:
«Sencillamente me invadían, no es como si estuviera obligado a componerlas. Eso ya no me pasa, ya no puedo componer
piezas así». Entonces se detuvo y añadió con su voz áspera y una sonrisilla: «Pero todavía puedo cantarlas».
En la siguiente ocasión en que Dylan actuó cerca de a lí, invitó a Jobs justo antes del concierto a pasarse por el autobús
decorado con los colores de la gira. Cuando le preguntó cuál era su canción favorita, Jobs mencionó «One Too Many
Mornings», así que Dylan la cantó esa noche. Tras el concierto, justo cuando Jobs se estaba marchando por la parte
trasera, el autobús de la gira se puso a su altura y se detuvo con un fuerte chirriar de frenos. La puerta se abrió. «Bueno,
¿escuchaste la canción que canté para ti?», preguntó Dylan con su voz cargada. Entonces el autobús arrancó y se perdió
de vista. Jobs cuenta esta historia realizando una imitación bastante buena de la voz de Dylan. «Es uno de mis grandes
héroes —recordaba—. Mi amor por él ha crecido con los años, ha madurado. Es alucinante cómo creaba esa música
siendo tan joven».
Unos meses después de verlo en el concierto, Jobs trazó un grandioso plan. La tienda iTunes debería ofrecer un «paquete»
digital que incluyera todas las canciones
grabadas por Dylan, más de setecientas en total, por 199 dólares. Jobs sería el conservador museístico del músico para la
era digital. Sin embargo, Andy Lack, de Sony, que era el se lo discográfico de Dylan, no estaba dispuesto a legar a un
acuerdo sin algunas concesiones importantes con respecto a iTunes. Además, Lack opinaba que el precio de 199 dólares
era demasiado bajo y que le restaría valor a Dylan. «Bob es patrimonio nacional —aseguró Lack— y Steve lo quería en
iTunes por un precio que lo convertía en una mercancía barata». Aquel era el núcleo de los problemas que Lack y otros
ejecutivos de las discográficas estaban teniendo con Jobs: él era quien conseguía fijar los precios de las canciones, y no e
los. Así pues, Lack se negó.
«De acuerdo, entonces lamaré directamente a Dylan», anunció Jobs. Sin embargo, aquel no era el tipo de conflicto al que
Dylan estaba dispuesto a enfrentarse, así
que la tarea de arreglar la situación recayó en su agente, Jeff Rosen.
«Es una idea muy mala —le dijo Lack a Rosen, mostrándole las cifras—. Bob es el ídolo de Steve, así que ofrecerá un
mejor acuerdo». Lack sentía un deseo profesional y personal de pararle los pies a Jobs, e incluso de irritarlo un poco, así
que le propuso una oferta a Rosen. «Mañana mismo te firmaré un cheque por un mi lón de dólares si aplazas la decisión
por el momento». Según explicó Lack posteriormente, aquel era un adelanto de futuras regalías, «una de esas maniobras
de contabilidad que hacen las discográficas». Rosen le devolvió la lamada cuarenta y cinco minutos después y aceptó.
«Andy arregló las cosas con nosotros y nos pidió que no lo hiciéramos, así que no lo hicimos —recordaba—. Creo que
Andy nos entregó algún tipo de adelanto para que postergáramos la toma de la decisión».
En 2006, no obstante, Lack había dejado de ser el consejero delegado de lo que por aquel entonces era Sony BMG, así
que Jobs reanudó las negociaciones. Le envió a Dylan un iPod con todas sus canciones en él, y le mostró a Rosen el tipo
de campaña de marketing que podía organizar Apple. En agosto anunció un gran acuerdo. En él se permitía que Apple
vendiera el paquete digital con todas las canciones grabadas de Dylan por 199 dólares, además del derecho en exclusiva a
vender su nuevo disco, Modern Times, para los pedidos realizados antes de la publicación de dicho álbum. «Bob Dylan es
uno de los poetas y músicos más respetados de nuestro tiempo, y uno de mis ídolos personales», afirmó Jobs durante el
anuncio. Aquel paquete de 773 canciones incluía 42 rarezas, como una cinta de 1961 de
«Wade in the Water» grabada en un hotel de Minnesota, una versión de 1962 de «Handsome Mo ly» de un concierto en
directo en el Gaslight Café de Greenwich
Vi lage, la impresionante interpretación de «Mr. Tambourine Man» del festival de folk de Newport de 1964 (la favorita de
221
Jobs) y una versión acústica de «Outlaw
Blues» de 1965.
Como parte del acuerdo, Dylan apareció en un anuncio del iPod para la televisión en el que se mostraba su nuevo disco,
Modern Times. Aquel suponía el caso más sorprendente de inversión de papeles desde que Tom Sawyer convenció a sus
amigos para que encalaran su va la. En el pasado, conseguir que un famoso grabara un anuncio requería pagar una
fortuna, pero en 2006 las tornas habían cambiado. Los principales artistas querían aparecer en los anuncios del iPod. La
publicidad era garantía de éxito. James Vincent ya lo había predicho algunos años antes, cuando Jobs le habló de los
contactos que tenía en el mundo de la música y de cómo podrían pagarles para que aparecieran en los anuncios. «No, las
cosas van a cambiar pronto —replicó Vincent—. Apple es un tipo de marca diferente, más atractiva que la imagen de la
mayoría de los artistas. Vamos a estar aportando unos diez mi lones de dólares en publicidad a cada uno de los grupos con
los que participemos. Deberíamos hablar de la oportunidad que les estamos ofreciendo a dichos grupos, no de pagarles».
Lee Clow recordaba que sí hubo una cierta resistencia entre algunos de los miembros más jóvenes de Apple y de la
agencia con respecto a la aparición de Dylan.
«Se preguntaban si todavía era lo suficientemente moderno», comentó Clow. Jobs no estaba dispuesto a hacerles mucho
caso a aque las protestas. Estaba encantado de contar con él. Y se obsesionó con todos los deta les del anuncio. Rosen
tomó un vuelo a Cupertino para que pudieran repasar el disco y seleccionar la canción que querían utilizar, que acabó
siendo «Someday Baby». Jobs dio su visto bueno a un vídeo de prueba preparado por Clow con un doble del cantante, y
que después se rodó en Nashvi le con el propio Dylan. Sin embargo, cuando Jobs recibió la grabación, dijo que no le
gustaba nada. No era lo suficientemente distintiva. Quería un estilo diferente, así que Clow contrató a otro director y Rosen
logró convencer a Dylan para que volviera a grabar todo el anuncio. En esta ocasión se realizó una ligera variación de los
anuncios de las siluetas, y ahora Dylan aparecía con un sombrero de vaquero sentado sobre un taburete, con una suave
iluminación por detrás, rasgueando la guitarra y cantando mientras una chica con ropa moderna y boina bailaba con su
iPod. A Jobs le encantó.
El anuncio demostró el tirón del marketing del iPod: aque lo ayudó a Dylan a acceder a un público más joven, igual que
había hecho el iPod con los ordenadores Apple. Gracias al anuncio, el disco de Dylan legó al número uno de ventas en su
primera semana, por encima de otros álbumes líderes de ventas de Christina Aguilera y Outkast. Era la primera vez que el
músico legaba al primer puesto desde su disco Desire de 1976, treinta años antes. La revista Ad Age subrayó la
importancia de Apple en el ascenso de Dylan. «Es una inversión de la fórmula habitual, en la que la todopoderosa marca
Apple le ha ofrecido al artista el acceso a un sector más joven de los consumidores y con e lo ha ayudado a aumentar sus
ventas hasta puestos que no se habían visto desde la presidencia de Gerald Ford».
LOS BEATLES
Uno de los discos más preciados de Jobs era una copia pirata con una docena de sesiones grabadas en las que John
Lennon y los Beatles repasaban «Strawberry Fields Forever». Aque la era la partitura que acompañaba a su filosofía sobre
cómo perfeccionar un producto. Andy Hertzfeld había encontrado el CD y grabado una copia para Jobs en 1986, aunque
este a veces le decía a la gente que era un regalo de Yoko Ono. Un día, mientras estábamos en el salón de su casa de
Palo Alto, Jobs estuvo revolviendo algunas estanterías acristaladas hasta encontrarlo. Entonces lo puso en el equipo de
música mientras describía lo que aque la grabación le había enseñado:
Es una canción compleja, y resulta fascinante contemplar el proceso creativo mientras avanzaban y retrocedían hasta
crearlo al cabo de unos meses. Lennon siempre fue mi Beatle favorito. [Se ríe mientras Lennon se detiene durante la
primera toma y hace que el grupo vuelva atrás para revisar un acorde.] ¿Oyes esa pequeña variación que hicieron? No les
gustó, así que volvieron al punto de partida. La canción queda muy desnuda en esta versión. De hecho, hace que suenen
como simples mortales. Podrías imaginarte a otras personas haciendo esto, hasta llegar a esta versión. Puede que no
escribiéndola y concibiéndola, pero sí tocándola. Sin embargo, ellos no se detuvieron ahí. Eran tan perfeccionistas que
siguieron insistiendo una y otra vez. Esta grabación me impresionó mucho cuando yo tenía algo más de treinta años. Uno
puede ver lo mucho que trabajaron en ella.
Tuvieron que realizar una gran labor entre cada una de estas grabaciones. Seguían repitiéndolas para aproximarse cada
vez más a la perfección. [Mientras escucha la tercera toma, señala cómo la instrumentación se ha vuelto más compleja.] La
forma en que nosotros construimos Apple sigue a menudo este esquema. Incluso en el número de prototipos que
preparamos para un nuevo portátil o un iPod. Comenzamos con una versión y después la vamos puliendo poco a poco,
222
creando maquetas cada vez con más detalles del diseño, o de los botones, o de cómo funciona tal o cual característica.
Supone mucho trabajo, pero al final acaba mejorando, y pronto el resultado hace que la gente piense: «¡Guau! ¿Cómo lo
han hecho? ¿Pero dónde están los tornillos?».
Por lo tanto, era comprensible que a Jobs le sacara de quicio el hecho de que los Beatles no estuvieran en iTunes. Su lucha
con Apple Corps, la empresa fundada por los Beatles, se remontaba a más de tres décadas atrás, lo que levó a algún
periodista a referirse al título de la canción «The Long and Winding Road» («La carretera larga y sinuosa») en sus artículos
sobre aque la relación. El conflicto se originó en 1978, cuando Apple Computers, poco después de su creación, recibió una
denuncia de Apple Corps por infracción de marca registrada, basándose en el hecho de que el antiguo se lo discográfico de
los Beatles también se lamaba Apple. La demanda se resolvió tres años más tarde, cuando Apple Computers le pagó
80.000 dólares a Apple Corps. El fa lo incluía lo que por aquel entonces parecía una cláusula inocua: los Beatles no podrían
crear equipos informáticos y Apple no sacaría al mercado ningún producto musical.
Los Beatles cumplieron con su parte del trato. Ninguno de e los creó jamás un ordenador. Sin embargo, Apple acabó
entrando en el negocio de la música. Así que volvió a recibir una demanda en 2001, cuando se incorporó en el Mac la
posibilidad de reproducir archivos de música, y de nuevo en 2003, cuando se presentó la tienda de música iTunes. Un
abogado que trabajó mucho tiempo para los Beatles señaló que Jobs tendía a hacer lo que le daba la gana, sin considerar
que los acuerdos
legales también le afectaban a él. Todos aque los conflictos judiciales acabaron resolviéndose en 2007, cuando Apple legó
a un acuerdo por el que le pagaba a Apple Corps 500 mi lones de dólares por todos los derechos mundiales de aquel
nombre, para después venderle de nuevo a los Beatles el derecho a utilizar la marca «Apple Corps» para su corporación y
su se lo discográfico.
Sin embargo, aque lo no resolvió el asunto de cómo conseguir que los Beatles estuvieran en iTunes. Para que aque lo
ocurriera, los Beatles y EMI Music, que poseía los derechos de la mayoría de sus canciones, tenían que negociar sus
diferencias personales sobre cómo gestionar los derechos digitales. «Todos los miembros de los Beatles querían estar en
iTunes —recordaba Jobs—, pero e los y EMI eran como una pareja de ancianos casados que se odian mutuamente pero
no pueden divorciarse. El hecho de que mi grupo favorito fuera el último bastión de la resistencia de iTunes era algo que
esperaba poder resolver en vida». Por lo visto, así fue.
BONO
Bono, el cantante de U2, apreciaba enormemente el poder publicitario de Apple. Su grupo dublinés era el mejor del mundo,
pero en 2004 estaba tratando, después de casi treinta años juntos, de darle un nuevo ímpetu a su imagen. Habían creado
un increíble nuevo disco con una canción que, según The Edge, el guitarrista de la banda, era «la madre de todas las
melodías del rock». Bono sabía que necesitaba encontrar la forma de lograr algo de tirón, así que lamó a Jobs.
«Quería algo muy concreto de Apple —recordaba Bono—. Teníamos una canción titulada “Vertigo” que contaba con un
dinámico solo de guitarra que yo sabía que iba a ser contagioso, pero solo si la gente legaba a escucharla muchas, muchas
veces». Le preocupaba que la época de promocionar las canciones mediante su repetición incesante en la radio hubiera
legado a su fin, así que fue a visitar a Jobs a su casa de Palo Alto, dio un paseo con él por el jardín y presentó una
propuesta poco común. A lo largo de los años, U2 había rechazado ofertas de hasta 23 mi lones de dólares por aparecer en
publicidad. Ahora quería que Jobs los sacase en un anuncio del iPod completamente gratis, o al menos como parte de un
intercambio mutuamente beneficioso. «Nunca habían hecho un anuncio antes —recordaba Jobs posteriormente—, pero
estaban viéndose atacados por las descargas gratuitas, les gustaba lo que estábamos haciendo con iTunes y pensaron que
podíamos promocionarlos ante un público más joven».
Bono no solo quería que apareciera la canción en el anuncio, sino todo el grupo. Cualquier otro consejero delegado de una
compañía habría sido capaz de tirarse de
un quinto piso con tal de tener a U2 en un anuncio, pero Jobs se resistió un poco. Apple no incluía a personajes
reconocibles en los anuncios del iPod, solo a siluetas (en ese momento el anuncio de Dylan todavía no se había creado).
«Ya tienes siluetas de los fans —replicó Bono—, ¿qué tal si la siguiente fase fueran las siluetas de los artistas?». Jobs
respondió que reflexionaría sobre aque la idea. Bono le dejó una copia del disco, How to Dismantle an Atomic Bomb, que
todavía no había salido a la venta, para que Jobs lo escuchara. «Era la única persona ajena al grupo que tenía uno», afirmó
223
Bono.
A continuación tuvo lugar una ronda de reuniones. Jobs se fue a hablar con Jimmy Iovine (cuyo se lo discográfico,
Interscope Records, distribuía la música de U2) a
su casa, situada en la zona de Holmby Hi ls, en Los Ángeles. A lí se encontraba The Edge, junto con el representante de
U2, Paul McGuinness. Otra de las reuniones tuvo lugar en la cocina de Jobs, en la que McGuinness redactó los términos
del acuerdo en la parte de atrás de su agenda. U2 aparecería en el anuncio, y Apple haría una gran promoción del disco a
través de diferentes canales, desde carteles publicitarios hasta la página web de iTunes. El grupo no iba a recibir ningún
pago directo, pero sí el porcentaje de sus derechos de autor por la venta de una edición especial del iPod con la imagen de
U2. Bono creía, como Lack, que los músicos debían recibir un tanto por ciento por cada iPod vendido, y aquel era su
pequeño intento de defender dicho principio, aunque con carácter limitado, para su grupo. «Bono y yo le pedimos a Steve
que preparara un iPod negro —recordaba Iovine—. No solo estábamos hablando de un patrocinio publicitario, estábamos
firmando un acuerdo para unir nuestras marcas».
«Queríamos nuestro propio iPod, algo diferente del modelo blanco habitual —recordaba Bono—. Lo queríamos en negro,
pero Steve dijo: “Hemos probado con otros colores que no fueran el blanco, y no dan buen resultado”. Sin embargo, en la
siguiente ocasión en que nos encontramos nos mostró uno negro y nos pareció estupendo».
El anuncio intercalaba planos muy dinámicos del grupo parcialmente silueteado con la silueta habitual de una mujer que
bailaba mientras escuchaba un iPod. Sin
embargo, ya durante el rodaje en Londres, el acuerdo con Apple se estaba viniendo abajo. Jobs no se sentía a gusto con la
idea del iPod especial en negro, y el sistema de pago de derechos de autor y de inversiones promocionales no había
quedado del todo fijado. Llamó a James Vincent, que estaba supervisando el anuncio para la agencia publicitaria, y le pidió
que interrumpiera el rodaje por el momento. «No creo que vayamos a hacerlo —anunció Jobs—. E los no se dan cuenta de
lo mucho que les estamos ofreciendo, así que no va a funcionar. Pensemos en algún otro anuncio que podamos preparar».
Vincent, que durante toda su vida había sido un fanático de U2, sabía lo importante que sería aquel anuncio, tanto para el
grupo como para Apple, y le rogó que le diera la oportunidad de lamar a Bono y tratar de lograr que la situación volviera a
encarrilarse. Jobs le dio el número del móvil de Bono y Vincent se puso en contacto con él cuando este se encontraba en
su cocina, en Dublín.
«Creo que esto no va a funcionar —le dijo Bono a Vincent—. El grupo no lo tiene claro». Vincent preguntó cuál era el
problema. «Cuando éramos adolescentes en
Dublín, prometimos que pasaríamos de cutreces», respondió Bono. Vincent, a pesar de ser inglés y estar familiarizado con
la jerga del mundo del rock, contestó que no sabía a qué se refería. «Que no vamos a hacer ninguna chapuza solo por
dinero —explicó Bono—. Lo que más nos importa son nuestros seguidores. Salir en un anuncio nos haría sentir como si los
estuviéramos decepcionando. No nos parece bien. Lamento haberos hecho perder el tiempo».
Vincent le preguntó qué más podría hacer Apple para que aque lo funcionara. «Os estamos entregando lo más importante
que os podemos ofrecer, nuestra música
—respondió Bono—, ¿y qué nos estáis dando vosotros a cambio? Publicidad, y los fans pensarán que lo hacéis en
beneficio propio. Necesitamos algo más». Vincent no sabía cuál era la situación de la edición especial de U2 del iPod o del
acuerdo sobre los derechos de autor, así que se lanzó a probar aque la vía. «Eso es lo más valioso que tenemos para
ofrecer», señaló Vincent. Bono había estado ejerciendo presión para que aque las partes del acuerdo se hicieran realidad
desde su primera reunión con Jobs, y trató de asegurarse de que así fuera. «Vale, estupendo, pero tienes que garantizarme
que se puede hacer». Vincent lamó inmediatamente a Jony Ive, otro gran fan de U2 (los había visto en concierto por
primera vez en Newcastle en 1983), y le describió la situación. Ive le
informó de que ya había estado preparando un iPod negro con una rueda roja, que era lo que Bono había pedido, para que
hiciera juego con los colores de la portada del disco How to Dismantle an Atomic Bomb. Vincent lamó a Jobs y le sugirió
que enviara a Ive a Dublín para que les mostrara el aspecto que tendría el iPod en negro y rojo. Jobs se mostró de acuerdo.
Vincent volvió a lamar a Bono y le preguntó si conocía a Jony Ive, porque no sabía que ya se habían conocido antes y se
admiraban mutuamente.
«¿Que si conozco a Jony Ive? —Bono se rió—. Me encanta ese hombre. Es uno de mis ídolos».
«Qué fuerte —replicó Vincent—, pero ¿qué te parecería que él te visitara y te mostrara lo genial que va a ser vuestro
iPod?».
«Voy a ir a recogerlo yo mismo en mi Maserati —respondió Bono—. Se quedará en mi casa, lo sacaré de fiesta y lo
emborracharé a lo bestia».
Al día siguiente, mientras Ive se dirigía a Dublín, Vincent tuvo que lidiar con Jobs, que estaba volviendo a pensar en
echarse atrás. «No sé si estamos haciendo lo correcto —afirmó—. No quiero hacer esto para nadie más». Le preocupaba
que aque lo sentara un precedente y todos los artistas quisieran recibir una parte de cada iPod vendido. Vincent le aseguró
224
que el acuerdo con U2 sería algo especial.
«Jony legó a Dublín y lo instalé en la casa de invitados, un lugar muy tranquilo sobre una antigua vía de tren y con vistas al
mar —recordaba Bono—. Me enseñó un iPod negro precioso con una rueda de un rojo intenso y yo le dije: “De acuerdo, lo
haremos”». Se fueron a un pub cercano, aclararon algunos de los deta les y después lamaron a Jobs a Cupertino para ver
si estaba de acuerdo. Jobs discutió un rato por cada uno de los puntos del acuerdo y por el diseño, pero aque lo impresionó
a Bono. «En realidad, resulta sorprendente que un consejero delegado se preocupe tanto por los deta les», aseguró.
Cuando todo quedó resuelto, Ive y Bono se dispusieron a emborracharse con gran disciplina. Ambos se sienten a gusto en
los pubs. Tras unas cuantas pintas, decidieron lamar a Vincent a California. No estaba en casa, así que Bono le dejó un
mensaje en el contestador, que Vincent se aseguró de no borrar nunca. «Estoy aquí sentado en la be la Dublín con tu
amigo Jony — dijo—. Los dos estamos un poco borrachos, y nos encanta este iPod tan maravi loso, tanto que no me lo
puedo ni creer, pero lo tengo ahora mismo en la mano.
¡Gracias!».
Jobs alquiló una sala de cine en San José de las de toda la vida para la presentación del anuncio televisivo y del iPod
especial. Bono y The Edge se unieron a él en el escenario. El álbum vendió 840.000 copias en su primera semana e
irrumpió en el número uno de la lista de los más vendidos. Bono le contó después a la prensa que había grabado el anuncio
sin cobrar porque «U2 sacará tantos beneficios de él como Apple». Jimmy Iovine añadió que aque lo le permitiría al grupo «
legar a un público más joven».
Lo más curioso fue que asociarse con una empresa de ordenadores y aparatos electrónicos resultó la mejor opción para
que una banda de rock le pareciera moderna y atractiva a la juventud. Bono explicó posteriormente que no todos los
patrocinios empresariales eran pactos con el diablo. «Analicemos la situación —le dijo a Greg Kot, el crítico musical del
Chicago Tribune—. El “diablo”, aquí, es un grupo de gente de mente creativa, mucho más creativa que muchas personas
que tocan en grupos de rock. El cantante del grupo es Steve Jobs. Estos hombres han colaborado en el diseño del objeto
artístico más hermoso en la cultura musical desde la guitarra eléctrica. Eso es el iPod. El objetivo del arte consiste en hacer
desaparecer la fealdad».
Bono consiguió legar a otro acuerdo con Jobs en 2006, en esta ocasión para la campaña «Product Red», que recaudaba
fondos y promovía la sensibilización en la lucha contra el sida en África. A Jobs nunca le ha interesado mucho la filantropía,
pero accedió a producir un iPod especial en color rojo como parte de la campaña de Bono. No era un compromiso sin
reservas, en cualquier caso. Puso pegas, por ejemplo, a la costumbre de aque la campaña de poner el nombre de la
compañía entre paréntesis junto a la palabra «RED» en letra volada a continuación, como en «(APPLE)RED». «No quiero
que Apple aparezca entre paréntesis», insistió Jobs. Bono replicó: «Pero Steve, así es como mostramos la unidad de
nuestra causa». La conversación se fue encendiendo —hasta legar a la fase de los improperios—, hasta que accedieron a
consultarlo con la almohada. Al final, Jobs legó a una especie de acuerdo. Bono podía hacer lo que quisiera en sus
anuncios, pero Jobs no estaba dispuesto a poner el nombre de Apple entre paréntesis en ninguno de sus productos ni en
ninguna de sus tiendas. Por tanto, el iPod quedó etiquetado con
«(PRODUCT)RED», no como «(APPLE)RED».
«Steve puede ser muy vehemente —recordaba Bono—, pero aque los momentos nos hicieron entablar una estrecha
amistad, porque no hay mucha gente en la vida de uno con la que se puedan mantener discusiones tan sólidas. Tiene unas
opiniones muy firmes. Después de nuestros conciertos iba a hablar con él, y siempre tenía algo que decir». Jobs y su
familia visitaron alguna vez a Bono, a su esposa y a sus cuatro hijos en su casa junto a Niza, en la Riviera francesa.
Durante unas vacaciones, en 2008, Jobs alquiló un barco y lo atracó junto a la casa de Bono. Comieron todos juntos, y
Bono les mostró algunos extractos de las canciones que U2 y él estaban preparando para lo que después pasó a ser su
disco No Line on the Horizon. Sin embargo, a pesar de su amistad, Jobs seguía siendo un duro negociador. Trataron de
pactar la posibilidad de rodar otro anuncio y preparar una presentación especial de la canción «Get On Your Boots», pero
no legaron a ponerse de acuerdo en los deta les. Cuando Bono se lesionó la espalda en 2010 y tuvo que cancelar una gira,
Powe l, la esposa de Jobs, le envió una cesta de regalo con un DVD del dúo cómico Flight of the Conchords, el libro
Mozart’s Brain and the Fighter Pilot, un poco de miel de su jardín y una crema analgésica. Jobs escribió una nota, que
adjuntó a este último deta le. En e la se leía: «Crema analgésica: me encanta el invento».
YO-YO MA
Había un intérprete de música clásica al que Jobs admiraba por igual como persona que en su faceta profesional: Yo-Yo
Ma, el versátil virtuoso con un carácter tan dulce y profundo como los tonos que creaba en su violonchelo. Se habían
225
conocido en 1981, cuando Jobs se encontraba en la Conferencia de Diseño de Aspen y Yo- Yo Ma asistía al Festival de
Música de la misma ciudad. Jobs tendía a sentirse profundamente conmovido por los artistas que mostraban una cierta
pureza, y se convirtió en uno de sus seguidores. Invitó a Ma a que tocara en su boda, pero este se encontraba fuera del
país en una gira. Acudió a casa de Jobs unos años más tarde, se sentó en el salón, sacó su violonchelo, un Stradivarius de
1733, y tocó algo de Bach. «Esto es lo que habría tocado en vuestra boda», les dijo. Jobs se levantó con lágrimas en los
ojos y le dijo: «Tu interpretación es el mejor argumento que he oído nunca en favor de la existencia de Dios, porque no creo
que un ser humano pueda por sí solo hacer algo así». En una visita posterior, Ma dejó que Erin, la hija de Jobs, sujetara el
instrumento mientras se sentaban en la cocina. Por aquel
entonces, Jobs, ya aquejado de cáncer, le hizo a Ma prometerle que tocaría en su funeral.
226
32
Los amigos de Pixar
… y sus enemigos
«BICHOS»
Cuando Apple desarro ló el iMac, Jobs se desplazó en coche junto con Jony Ive para ir a mostrárselo a la gente de Pixar.
Sentía que aquel ordenador tenía la atrevida personalidad que podría agradar a los creadores de Buzz Lightyear y Woody,
y le gustaba el hecho de que Ive y John Lasseter compartieran el talento necesario para conectar de forma lúdica el arte
con la tecnología.
Pixar era un paraíso en el que Jobs podía escapar de la intensidad de Cupertino. En Apple, los directivos se encontraban a
menudo nerviosos y agotados, Jobs
tendía a resultar imprevisible y la gente se mostraba inquieta al no saber cómo actuar ante él. En Pixar, los guionistas y los
dibujantes parecían más serenos y se comportaban con mayor suavidad, entre e los e incluso con Jobs. En otras palabras,
el ambiente de aque los dos lugares estaba definido, en el fondo, por Jobs en Apple y por Lasseter en Pixar.
Jobs se deleitaba con el ambiente a la vez lúdico y concienzudo de la creación de películas, y le apasionaban los algoritmos
que hacían posibles procesos mágicos como el de permitir que las gotas de luvia generadas por ordenador reflejaran los
rayos del sol, o que las hojas de hierba se agitaran con el viento. Sin embargo, fue capaz de contenerse y no tratar de
hacerse con el control del proceso de creación. En Pixar aprendió a dejar que otras mentes creativas florecieran y tomaran
el mando. Lo hacía principalmente porque adoraba a Lasseter, un delicado artista que, como Ive, sacaba lo mejor de Jobs.
La función principal de Jobs en Pixar consistía en encargarse de las negociaciones, y ahí su intensidad natural suponía una
gran ventaja. Poco después del estreno de Toy Story se enfrentó con Jeffrey Katzenberg, que había dejado Disney en el
verano de 1994 para unirse a Steven Spielberg y David Geffen en la creación de un nuevo estudio, DreamWorks SKG. Jobs
estaba seguro de que su equipo de Pixar había hablado con Katzenberg, mientras este se encontraba en Disney, acerca
del proyecto de su segunda película, Bichos, una aventura en miniatura, y de que él había robado aque la idea de crear una
película de animación con insectos. En DreamWorks el resultado había sido Antz, Hormigaz. «Cuando Jeffrey todavía
dirigía el departamento de animación de Disney, le propusimos la idea de crear Bichos
—afirmó Jobs—. En sesenta años de historia de la animación, nadie había pensado en crear una película animada sobre
insectos, hasta que legó Lasseter. Aque la fue una de sus bri lantes ideas creativas. Y entonces Jeffrey se fue, entró en
DreamWorks y de pronto tuvo la idea de crear una película animada sobre… ¡insectos! Y fingió que nunca había oído
nuestra propuesta. Mintió. Mintió descaradamente».
En realidad, no lo hizo. La historia auténtica es algo más interesante. Katzenberg nunca oyó la propuesta de crear Bichos
mientras estaba en Disney, pero después
de marcharse a DreamWorks siguió en contacto con Lasseter, y de vez en cuando le hacía una de esas típicas lamadas
para decir: «Eh, colega, ¿qué tal? Solo lamaba para ver cómo te va». Así pues, en una ocasión en la que Lasseter se
encontraba en las instalaciones de Technicolor, en los estudios de Universal donde también se encontraba DreamWorks,
lamó a Katzenberg y se pasó por a lí con un par de compañeros suyos. Cuando Katzenberg le preguntó cuál era el
siguiente proyecto en el que iban a embarcarse, Lasseter se lo contó. «Le describimos cómo iba a ser Bichos, con una
hormiga como protagonista, y le contamos toda la historia de cómo organizaba a las otras hormigas y reclutaba a un grupo
de insectos que actuaban en el circo para enfrentarse a los saltamontes —recordaba Lasseter—. Debí haber estado más
alerta. Jeffrey no hacía más que preguntarme cuándo iba a estrenarse».
Lasseter comenzó a preocuparse cuando, a principios de 1996, oyó rumores sobre que DreamWorks podría estar
preparando su propia película de animación por ordenador sobre hormigas. Llamó a Katzenberg y se lo preguntó
directamente. Este carraspeó, vaciló y le preguntó dónde había oído aque lo. Lasseter se lo volvió a preguntar, y
Katzenberg reconoció que era cierto. «¿Cómo has podido?», exclamó Lasseter, que rara vez levantaba su suave tono de
voz. «Tuvimos esta idea hace mucho tiempo», respondió Katzenberg, y procedió a explicarle que se la había propuesto un
director de desarro lo de DreamWorks. «No te creo», replicó Lasseter. Katzenberg reconoció que había acelerado la
producción de Hormigaz como forma de contrarrestar a sus antiguos compañeros de Disney. La primera gran película de
animación de DreamWorks iba a ser El príncipe de Egipto, que tenía previsto su estreno para el Día de Acción de Gracias,
en noviembre de 1998, y él quedó horrorizado al enterarse de que Disney estaba planeando estrenar Bichos, de Pixar, ese
mismo fin de semana, así que había adelantado el estreno de Hormigaz para obligar a Disney a cambiar la fecha de
presentación de Bichos.
«Que te jodan», respondió Lasseter, que no empleaba habitualmente aquel lenguaje. En trece años no le dirigió la palabra
227
a Katzenberg.
Jobs estaba furioso, y tenía mucha más práctica que Lasseter a la hora de dejar aflorar sus emociones. Llamó a
Katzenberg y comenzó a vociferar. Katzenberg propuso una oferta: retrasaría la producción de Hormigaz si Jobs y Disney
cambiaban de fecha el estreno de Bichos de forma que no compitiera con El príncipe de Egipto. «Era un descarado intento
de chantaje, y no cedí ante él», recordó Jobs. Le dijo a Katzenberg que no había nada que él pudiera hacer para conseguir
que Disney cambiase aque la fecha.
«Claro que puedes —replicó Katzenberg—. Puedes mover montañas. ¡Tú mismo me enseñaste a hacerlo!». Señaló que,
cuando Pixar se encontraba al borde de la quiebra, él había legado al rescate al ofrecerles el acuerdo para producir Toy
Story. «Yo fui quien te apoyó entonces, y ahora estás dejando que e los te utilicen para joderme». También dejó caer que,
si Jobs se lo proponía, podía limitarse a frenar el proceso de producción de Bichos sin decírselo a Disney. Si lo hacía,
Katzenberg ofreció interrumpir temporalmente la producción de Hormigaz. «No digas eso ni en broma», replicó Jobs.
Katzenberg tenía motivos reales para quejarse. Estaba claro que Eisner y Disney estaban utilizando la película de Pixar
para vengarse de él por haber abandonado Disney y haber creado un estudio de animación rival. «El príncipe de Egipto era
la primera película que íbamos a hacer, y prepararon algo para la fecha de nuestro estreno simplemente por pura hostilidad
—aseguró—. Mi postura era la misma que la del protagonista de El rey león: si metéis la mano en mi jaula y me atacáis,
preparaos».
Nadie se echó atrás, y las películas rivales sobre hormigas provocaron un frenesí mediático. Disney trató de silenciar a Jobs
con la teoría de que fomentar aque la rivalidad ayudaría a promocionar Hormigaz, pero él no era un hombre al que se
pudiera aca lar fácilmente. «Los malos no suelen ganar», le dijo a Los Angeles Times. Como respuesta, Terry Press, un
sensato experto en marketing de DreamWorks, sugirió: «Steve Jobs debería relajarse un poco».
Antz, Hormigaz se estrenó a principios de octubre de 1998. No era una mala película. Woody A len le puso voz a la
neurótica hormiga que vive en una sociedad conformista y que pugna por expresar su individualismo. «Este es el tipo de
comedia de Woody A len que Woody A len ya no hace», escribió Time. Recaudó la respetable suma de 91 mi lones de
dólares en Estados Unidos y de 172 mi lones en todo el mundo.
Bichos, una aventura en miniatura se estrenó seis semanas más tarde, tal y como estaba planeado. Tenía un argumento
más épico y le daba la vuelta a la fábula de Esopo sobre la cigarra y la hormiga. Además, contaba con un mayor
virtuosismo técnico, lo que permitía crear algunos deta les como mostrar la hierba desde el punto de vista de un insecto y
que pareciera chocar con la panta la. Time se mostró mucho más efusiva al respecto. «Su trabajo de diseño es tan
espectacular —un Edén a panta la completa con hojas y laberintos poblados de decenas de criaturas feas, bromistas y
adorables— que hace que la película de DreamWorks parezca, en comparación, un programa de radio», escribió el crítico
Richard Corliss. Obtuvo el doble de beneficios que su competidora en taqui la, y recaudó 163 mi lones de dólares en
Estados Unidos y 363 mi lones en todo el mundo (también superó a El príncipe de Egipto).
Unos años más tarde, Katzenberg se encontró con Jobs y trató de arreglar las cosas entre e los. Insistió en que nunca le
habían presentado el proyecto de Bichos
mientras se encontraba en Disney; si lo hubieran hecho, su acuerdo con la empresa le habría hecho acreedor de un
porcentaje de los beneficios, así que no era algo sobre lo que le conviniese mentir. Jobs se rió y reconoció que así era. «Te
pedí que cambiaras la fecha de tu estreno y tú no quisiste, así que no puedes enfadarte conmigo por tratar de proteger a mi
bebé», afirmó Katzenberg. Recordaba que Jobs «se quedó muy tranquilo, como en un estado zen», y respondió que lo
comprendía. Sin embargo, Jobs declaró posteriormente que nunca legó a perdonarle:
Nuestra película le dio mil vueltas a la suya en taquilla. ¿Hizo eso que nos sintiéramos mejor? No, seguíamos teniendo una
sensación horrible, porque la gente empezó a comentar que todo el mundo en Hollywood estaba haciendo películas de
insectos. Le arrebató su brillante originalidad a John, y eso es algo que nunca podrá compensar. Es un robo desmedido, así
que nunca volví a fiarme de él, ni siquiera después de que tratara de hacer las paces. Vino a verme después de conseguir
un gran éxito con Shrek y me dijo: «Soy un hombre nuevo, por fin me siento en paz conmigo mismo» y todas esas
patrañas. Y yo pensaba: «Déjame en paz, Jeffrey». Se esfuerza mucho, pero su código ético no es algo que me gustaría
ver triunfar en este mundo. La gente de Hollywood miente mucho. Es una cosa extraña. Mienten porque se encuentran en
una industria en la que no se pide responsabilidad alguna a nadie por sus acciones, así que pueden hacerlo sin temor a
represalias.
Más importante aún que vencer a Hormigaz —por excitante que hubiese resultado aque la liza— fue demostrar que Pixar
no era un fenómeno de un solo éxito. Bichos recaudó tanto como Toy Story, lo que demostraba que el éxito de la primera
película no había sido casualidad. «Hay una afección común en el mundo de los negocios, conocida como el síndrome del
segundo producto», comentó Jobs posteriormente. Está provocado por el hecho de no comprender qué es lo que levó a tu
228
primer producto a tener éxito. «Yo pasé por aque lo en Apple. Tenía la sensación de que si lográbamos acabar nuestra
segunda película, habríamos conseguido superarlo».
LA PELÍCULA DE STEVE
Toy Story II, que se estrenó en noviembre de 1999, fue un triunfo todavía mayor, con una recaudación de 246 mi lones de
dólares en Estados Unidos y de 485 mi lones en todo el mundo. Como el éxito de Pixar ya estaba asegurado, había legado
la hora de comenzar a construir una sede central digna de admiración. Jobs y el equipo de instalaciones y servicios de
Pixar encontraron una planta de envasado de fruta abandonada de la empresa Del Monte en Emeryvi le, un barrio industrial
entre Berkeley y Oakland, justo al otro lado del puente sobre la bahía de San Francisco. La tiraron, y Jobs le encargó a
Peter Bohlin, el arquitecto responsable de las tiendas Apple, que diseñara un nuevo edificio para aque la parcela de más de
seis hectáreas.
Jobs se obsesionó con todos los aspectos del nuevo edificio, desde la idea general que lo iba a articular hasta los más
mínimos deta les respecto a los materiales y la construcción. «Steve cree firmemente que el edificio correcto puede aportar
grandes cosas a la cultura de una compañía», afirmó el presidente de Pixar, Ed Catmu l. Jobs controló la creación del
edificio como si fuera un director afanándose por cada escena de una película. «El edificio de Pixar era la película de
Steve», afirmó Lasseter.
Lasseter había querido en un principio un estudio tradicional de Ho lywood, con edificios independientes para los diferentes
proyectos y bungalows para los equipos
de desarro lo. Sin embargo, los compañeros de Disney señalaron que a e los no les gustaba su nuevo campus porque los
equipos se sentían aislados, y Jobs estaba de acuerdo. De hecho, decidió que debían hacer exactamente lo contrario y
construir un único e inmenso edificio en torno a un atrio central diseñado para propiciar los encuentros fortuitos.
A pesar de ser un ciudadano del mundo digital, o quizá porque conocía demasiado bien el potencial de aislamiento que este
encerraba, Jobs era un gran defensor de las reuniones cara a cara. «En esta era interconectada existe la tentación de creer
que las ideas pueden desarro larse a través de mensajes de correo electrónico y en el iChat —comentó—. Eso es una
locura. La creatividad surge en las reuniones espontáneas, en las discusiones aleatorias. Tú te encuentras con alguien, le
preguntas qué está haciendo, te sorprendes y pronto te encuentras elucubrando todo tipo de ideas».
Así pues, dispuso el diseño del edificio de Pixar de forma que potenciara los encuentros y las colaboraciones imprevistas.
«Si un edificio no favorece ese tipo de cosas, te pierdes gran parte de la innovación y de la magia que surge de los
accidentes fortuitos —afirmó—. Por eso diseñamos el edificio para que la gente saliera de sus despachos y se mezclaran
todos en el atrio central con otras personas a las que, de otro modo, no verían». Las puertas de entrada y las escaleras y
pasi los principales conducían al atrio. A lí se encontraban la cafetería y los casi leros. Las salas de conferencias tenían
ventanas que daban a aquel espacio, y el cine de seiscientas localidades y las dos salas de visionado de menor tamaño
también estaban orientados hacia él. «La teoría de Steve funcionó desde el primer día — recordaba Lasseter—. No hacía
más que encontrarme con gente a la que hacía meses que no veía. Nunca he visto un edificio que promoviera la
colaboración y la creatividad con tanta eficacia como este».
Jobs legó al extremo de ordenar que solo hubiera dos grandes cuartos de baño en el edificio, uno para cada sexo,
conectados en el atrio. «Tenía una opinión muy, muy firme al respecto —recordaba Pam Kerwin, la consejera delegada de
Pixar—. Algunos pensamos que estaba yendo demasiado lejos. Una mujer embarazada comentó que no deberían obligarla
a caminar diez minutos para ir al baño, y aque lo dio pie a una gran discusión». Esa fue una de las pocas veces en que
Lasseter no estuvo de acuerdo con Jobs. Llegaron a un compromiso: habría dos cuartos de baño para cada sexo a ambos
lados del atrio, repartidos por las dos plantas.
Como las vigas de acero del edificio iban a quedar a la vista, Jobs inspeccionó las muestras de fabricantes de todo el país
para averiguar cuál tenía el mejor color y la mejor textura. Escogió una acería de Arkansas, les pidió que le dieran un
acabado con un color puro y que se aseguraran de que los camioneros ponían cuidado para no me lar ninguna pieza.
También insistió en que todas las vigas quedaran atorni ladas en lugar de soldadas. «Hicimos que pulieran el acero con
arena y lo recubrieran con una capa de barniz, así que se aprecian las uniones de las piezas —recordaba—. Cuando los
operarios estaban colocando las vigas, traían a sus familias los fines de semana para mostrárselo».
El caso más extraño de coincidencia fortuita fue la «sala del amor». Uno de los animadores de Pixar, al instalarse en su
despacho, encontró una pequeña puerta en su tabique trasero. La entrada desembocaba en un pasi lo de techo bajo por el
que se podía avanzar a gatas hasta legar a una sala recubierta de láminas metálicas que daba acceso a las válvulas del
aire acondicionado. Sus compañeros y él se apropiaron de aque la estancia secreta, la decoraron con luces de Navidad y
lámparas de lava, y la amueblaron con bancos forrados con pieles falsas, cojines con borlas, una mesita plegable, bote las
229
de licor, copas y material de bar, y unas servi letas en las que se podía leer «La sala del amor». Una cámara de vídeo
instalada en el pasi lo les permitía a los ocupantes controlar quién podía estar acercándose.
Lasseter y Jobs levaron a lí a algunos visitantes importantes y les hicieron firmar en la pared. Entre las firmas están las de
Michael Eisner, Roy Disney, Tim A len y Randy Newman. A Jobs le encantaba, pero como no bebía alcohol a veces se
refería a e la como «La sala de la meditación». Decía que le recordaba a la que había compartido con Daniel Kottke en
Reed, pero sin el ácido.
EL DIVORCIO
En febrero de 2002, durante una declaración ante un comité del Senado estadounidense, Michael Eisner arremetió contra
los anuncios que había creado Jobs para iTunes. «Hay compañías de ordenadores con anuncios a toda plana y carteles
publicitarios que afirman: “Copia. Mezcla. Graba” —señaló—. En otras palabras, la gente puede robar música y
distribuírsela a todos sus amigos si compran este ordenador en concreto».
Aquel no fue un comentario inteligente, porque no acertaba a definir el significado de «copia» y asumía que implicaba
extraer las canciones de un disco pirata en lugar
de importar los archivos de un CD desde un ordenador. Además, las declaraciones enfurecieron a Jobs, como Eisner
debería haber sabido, y aque lo tampoco resultó especialmente inteligente. Pixar acababa de estrenar la cuarta película de
su acuerdo con Disney, Monstruos, S. A., que resultó ser la más taqui lera de todas, con una recaudación mundial de 525
mi lones de dólares. El acuerdo de Disney y Pixar se acercaba a la fecha de su renovación, y Eisner no había facilitado
precisamente las cosas al meterles públicamente el dedo en el ojo a sus compañeros ante el Senado de Estados Unidos.
Jobs se mostró tan incrédulo que lamó a un ejecutivo de Disney para desahogarse. «¿Sabes lo que me acaba de hacer
Michael?», preguntó iracundo.
Eisner y Jobs provenían de entornos diferentes y de costas opuestas, pero se parecían en cuanto a su determinación y su
poca inclinación a buscar un consenso. Ambos sentían una gran pasión por crear buenos productos, lo que a menudo
implicaba tener que hacerse cargo personalmente de los deta les sin edulcorar sus críticas. Ver como Eisner se montaba
una y otra vez en el tren Wildlife Express que atravesaba la región de Animal Kingdom en Disney World y como proponía
constantemente formas inteligentes de mejorar la experiencia del visitante, era equivalente a ver a Jobs jugar con la interfaz
del iPod y encontrar formas de simplificarla. Claro que menos gratificante podía resultar la experiencia de contemplar cómo
cualquiera de e los interactuaba con otras personas.
A ambos se les daba mejor presionar a los demás que recibir presiones, lo que creó una atmósfera desagradable cuando
comenzaron a tratar de intimidarse mutuamente. Ante cualquier desacuerdo, ambos tendían a afirmar que era el otro quien
mentía. Además, ni Eisner ni Jobs parecían creer que pudieran aprender nada del otro, y a ninguno se le ocurrió siquiera
demostrar un poco de falsa deferencia y fingir que tenía algo que aprender. Jobs le echaba la culpa a Eisner:
Lo peor, en mi opinión, era que Pixar había logrado reinventar el modelo de negocio de Disney y producir éxitos
constantemente, mientras Disney solo cosechaba un fracaso tras otro. Se podría imaginar en el consejero delegado de
Disney una cierta curiosidad por cómo lo estaba haciendo Pixar, pero durante los veinte años de nuestra relación, aquel
hombre visitó Pixar durante un total aproximado de dos horas y media, solo para ofrecer pequeños discursos de felicitación.
Nunca mostró ninguna curiosidad. Yo estaba alucinado. La curiosidad es muy importante.
Aque la afirmación era demasiado dura. Eisner había pasado más tiempo en Pixar, incluidas algunas visitas en las que
Jobs no lo acompañó. Sin embargo, sí era cierto que mostró poca curiosidad por el desarro lo artístico o tecnológico que se
levaba a cabo en el estudio. Jobs, por su parte, tampoco pasó mucho tiempo tratando de aprender algo sobre la gestión de
Disney.
Las hostilidades entre Jobs y Eisner comenzaron en el verano de 2002. Jobs siempre había admirado el espíritu creativo
del gran Walt Disney, especialmente porque
había fundado una compañía que se había mantenido viva durante varias generaciones. Veía a Roy, el sobrino de Walt,
como la personificación de ese espíritu y ese legado históricos. Roy todavía formaba parte del consejo de Disney, a pesar
de su creciente distanciamiento de Eisner, y Jobs le hizo saber que no iba a renovar el acuerdo entre Pixar y Disney
mientras Eisner siguiera siendo el consejero delegado.
Roy Disney y Stanley Gold, su compañero más fiel del consejo de Disney, comenzaron a alertar a otros directivos sobre el
problema de Pixar. Aque lo empujó a Eisner a enviarle al consejo un furibundo correo electrónico a finales de agosto de
230
2002. Afirmaba estar seguro de que Pixar acabaría por renovar su acuerdo, en parte porque Disney tenía los derechos de
las películas y personajes que Pixar había creado hasta entonces. Además, añadió que Disney se encontraría en una mejor
posición para negociar al cabo de un año, después de que Pixar acabara Buscando a Nemo. «Ayer vimos por segunda vez
la nueva película de Pixar, Buscando a Nemo, que se estrenará el mayo próximo —escribió—. Eso les servirá para poner
de nuevo los pies en el suelo. Está bien, pero no es en absoluto tan buena como sus películas anteriores. Por supuesto, e
los creen que es genial». Hubo dos grandes problemas con aquel mensaje: en primer lugar, se filtró a Los Angeles Times,
lo que
sacó por completo a Jobs de sus casi las, y en segundo lugar estaba equivocado, muy equivocado. Buscando a Nemo se
convirtió en el mayor éxito de Pixar (y de Disney) hasta la fecha. Superó con facilidad a El rey león para convertirse, hasta
ese momento, en la película animada de mayor éxito de la historia. Recaudó 340 mi lones de dólares en Estados Unidos y
868 mi lones en todo el mundo. También legó, en 2010, a convertirse en el DVD más popular de todos los tiempos, con 40
mi lones de copias vendidas, y dio origen a algunas de las atracciones más populares de los parques de atracciones de
Disney. Además, era una creación artística de ricos matices, sutil y profundamente hermosa que ganó el Oscar a la mejor
película de animación. «Me gustó la película porque hablaba de cómo arriesgarse y cómo aprender a dejar que se
arriesgaran aque los a los que amas», declaró Jobs. Su éxito añadió 183 mi lones de dólares a las reservas económicas de
Pixar, lo que suponía un robusto argumento de 521 mi lones de dólares para su enfrentamiento final con Disney.
Poco después de que se acabara la producción de Buscando a Nemo, Jobs le planteó a Eisner una oferta tan unilateral que
claramente pretendía que la rechazara.
En lugar de un reparto de los beneficios al 50 %, como en el acuerdo vigente, Jobs propuso un nuevo contrato por el que
Pixar sería el dueño de todos los derechos de todas las películas que produjera y de todos los personajes que aparecieran
en e las, y le pagaría a Disney una mera tasa del 7,5 % para que las distribuyera. Además, los dos últimos filmes que se
acogían al trato existente —Los Increíbles y Cars eran las que se estaban produciendo— se incorporarían al nuevo acuerdo
de distribución.
Eisner, sin embargo, se guardaba en la manga un poderoso triunfo. Incluso si Pixar no renovaba su contrato, Disney tenía
derecho a crear secuelas de Toy Story y
de las otras películas hechas por Pixar, y era dueña de todos los personajes, desde Woody hasta Nemo, igual que era
dueña del ratón Mickey y del pato Donald. Eisner ya estaba trazando sus planes —o sus amenazas— para que el propio
estudio de animación de Disney crease Toy Story III, puesto que Pixar se había negado a producirla. «Cuando ves lo que
hizo esa compañía cuando produjo La Cenicienta II, tiemblas al pensar en lo que podría haber pasado», comentó Jobs.
Eisner logró expulsar a Roy Disney del consejo en noviembre de 2003, pero aque lo no acabó con la agitación reinante.
Roy Disney publicó una feroz carta abierta.
«La compañía ha perdido el norte, su energía creativa y sus raíces», escribió. Su letanía de supuestos errores de Eisner
incluía el no haber forjado una relación constructiva con Pixar. Para entonces, Jobs había decidido que ya no quería
trabajar con Eisner, así que en enero de 2004 anunció públicamente que iba a interrumpir las negociaciones con Disney.
Jobs normalmente lograba mantenerse firme a la hora de no hacer públicas las fuertes opiniones que compartía con sus
amigos en torno a la mesa de su cocina en
Palo Alto. Sin embargo, en esta ocasión no se contuvo. Durante una teleconferencia con algunos periodistas, declaró que,
mientras que Pixar creaba grandes éxitos, el equipo de animación de Disney estaba produciendo «unas porquerías
lamentables». Se burló de la idea de Eisner de que Disney hubiera realizado cualquier tipo de contribución creativa a las
películas de Pixar. «Lo cierto es que ha habido muy poca colaboración con Disney durante años. Podéis comparar la
calidad creativa de nuestras películas con la de las tres últimas películas de Disney y juzgar por vosotros mismos cuál es la
capacidad creativa de cada compañía». Además de haber formado un mejor equipo creativo, Jobs había levado a cabo la
notable hazaña de crear una marca que ya conseguía atraer a tantos espectadores como Disney.
«Creemos que Pixar es ahora la marca que goza de mayor poder y confianza en el mundo de la animación». Cuando Jobs
lamó a Roy Disney para informarle de los
últimos cambios, este replicó: «Cuando haya muerto la bruja malvada, volveremos a estar juntos».
John Lasseter estaba horrorizado ante la perspectiva de romper relaciones con Disney. «Me preocupaban mis pequeños,
saber qué harían con los personajes que yo había creado —recordaba—. Era como si me clavaran un puñal en el
corazón». Cuando informó de aque lo a sus principales ejecutivos en la sala de conferencias de Pixar, se echó a lorar, y
volvió a hacerlo al dirigirse a los aproximadamente ochocientos empleados de Pixar reunidos en el atrio de los estudios.
«Es como si tuvieras un montón de hijos a los que adoras y tuvieras que darlos en adopción para que se fueran a vivir con
pederastas convictos». Jobs subió a continuación al escenario del atrio y trató de calmar un poco las cosas. Explicó por qué
podría ser necesario interrumpir las relaciones con Disney y les aseguró que Pixar, como institución, tenía que seguir
mirando al frente para tener éxito. «Jobs tiene una capacidad absoluta para hacer que creas lo que dice —afirmó Oren
231
Jacob, un especialista en tecnología que trabajaba desde hacía mucho tiempo en el estudio—. De pronto, todos estábamos
convencidos de que, pasara lo que pasase, Pixar seguiría adelante».
Bob Iger, el director financiero de Disney, tuvo que intervenir para sofocar el incendio. Era un hombre tan sensato y estable
como volátiles eran aque los que lo
rodeaban. Procedía de la televisión, donde ocupaba el cargo de presidente de la cadena ABC, que había sido adquirida en
1996 por Disney. Su reputación era la de un ejecutivo de carrera, y era un experto en las labores de dirección, pero también
tenía un buen ojo para el talento, una jovial disposición para entender a los demás y un estilo discreto que combinaba con
una gran confianza en sí mismo. A diferencia de Eisner y Jobs, era capaz de mostrar una calma disciplinada, lo que le
ayudaba a tratar con personas de gran ego. «Steve trató de pavonearse al anunciar que iba a interrumpir las negociaciones
con nosotros —recordó Iger posteriormente—. Nosotros asumimos la situación como si fuera una crisis, y yo preparé
algunos temas sobre los que debíamos hablar para calmar las cosas».
Eisner había sido el consejero delegado de Disney durante diez grandes años en los que Frank We ls había sido su
presidente. We ls liberó a Eisner de gran parte de
sus funciones como director para que pudiera dedicarse a presentar sus sugerencias, que normalmente eran valiosas y a
menudo bri lantes, sobre cómo mejorar cada uno de los proyectos cinematográficos, las atracciones de los parques, los
episodios piloto para la televisión y un sinfín de otros productos. Sin embargo, tras la muerte de We ls en un accidente de
helicóptero en 1994, Eisner nunca volvió a encontrar a un presidente adecuado. Katzenberg había exigido que se le
concediera el puesto de We ls, y por eso Eisner lo destituyó. Michael Ovitz se convirtió en el nuevo presidente en 1995.
Aque la no fue una época agradable, y abandonó el cargo tras menos de dos años. Jobs describió después su evaluación
de la situación:
Durante sus primeros diez años como consejero delegado, Eisner hizo un trabajo excelente. Durante los últimos diez años,
hizo un trabajo horroroso. El cambio vino determinado por la muerte de Frank Wells. Eisner es un tipo creativo de gran
talento. Es capaz de realizar sugerencias muy buenas. Así, cuando Frank era el encargado de las operaciones, Eisner
podía ser como una abeja que zumbaba de proyecto en proyecto para tratar de mejorarlos. Sin embargo, cuando fue Eisner
quien tuvo que llevar a cabo las gestiones, resultó ser un director terrible. A nadie le gustaba trabajar para él. Todos sentían
que no les daba ninguna autoridad. Eisner contaba con un grupo de planificación estratégica que se parecía a la Gestapo,
porque no podías invertir ninguna cantidad, ni un centavo siquiera, sin que ellos dieran su aprobación. Aunque yo hubiera
interrumpido mis relaciones con él, tenía que respetar sus logros de los primeros diez años. Además, había una parte de su
forma de ser que sí me gustaba. Es un tipo divertido con el que estar de vez en cuando, es inteligente e ingenioso. Sin
embargo, tenía un lado oscuro. Se dejaba llevar por su ego. Eisner se mostró justo y razonable conmigo al principio, pero
llegó un punto, a lo largo de los diez años de tratos con él, en el que llegué a ver un lado oscuro en su personalidad.
El mayor problema de Eisner en 2004 era que no comprendía el desastroso estado en el que se encontraba su
departamento de animación. Sus dos películas más
recientes, El planeta del tesoro y Hermano oso, no habían hecho honor al legado de Disney ni a su cuenta de resultados.
Las grandes películas de animación eran el alma de la compañía. Eran el origen de las atracciones de los parques, los
juguetes y los programas de televisión. Toy Story había traído consigo una secuela, un espectáculo de Disney sobre hielo,
un musical que se interpretaba en los cruceros Disney, una película estrenada directamente en vídeo y protagonizada por
Buzz Lightyear, un libro de cuentos para ordenador, dos videojuegos, una docena de muñecos de acción que habían
vendido veinticinco mi lones de unidades, una línea de ropa y nueve atracciones diferentes en los parques de Disney. Aque
lo no había ocurrido con El planeta del tesoro.
«Michael no comprendía la profundidad de los problemas del departamento de animación de Disney —explicó después
Iger—. Estaba claro por la forma en que trataba a Pixar. Nunca creyó que Pixar fuese tan necesario para la compañía como
lo era en realidad». Además, a Eisner le encantaba negociar y odiaba tener que legar a soluciones de compromiso, lo cual
no era la mejor combinación a la hora de tratar con Jobs, que mostraba la misma actitud. «Toda negociación tiene que
resolverse mediante un consenso —comentó Iger—. Ninguno de los dos es un maestro en el arte del compromiso».
El punto muerto legó a su fin una noche de sábado de marzo de 2005 en la que Iger recibió una lamada del senador
George Mitche l y de otros miembros del consejo de Disney. Le dijeron que, al cabo de unos pocos meses, él iba a sustituir
a Eisner como consejero delegado de Disney. Cuando Iger se levantó a la mañana siguiente, lamó a sus hijas, a Steve
Jobs y a John Lasseter. Les dijo, lisa y lanamente, que apreciaba a Pixar y que quería legar a un acuerdo. Jobs estaba
encantado. Le gustaba Iger y le maravi laba una pequeña conexión que compartían. Jennifer Egan, la antigua novia de
232
Jobs, había sido compañera de habitación en Pensilvania de la esposa de Iger, Wi low Bay.
Aquel verano, antes de que Iger se hiciera oficialmente con el poder, Jobs y él pudieron poner a prueba su capacidad de
legar a acuerdos. Apple iba a poner en
venta un iPod capaz de reproducir vídeo además de música. Para e lo necesitaba poder ofrecer programas de televisión, y
Jobs no quería que las negociaciones para hacerse con e los fueran demasiado públicas porque, como de costumbre,
pretendía que el producto se mantuviera en secreto hasta descubrirlo sobre el escenario. Las dos series de mayor éxito en
Estados Unidos, Mujeres desesperadas y Perdidos, eran propiedad de la cadena ABC, que Iger supervisaba en Disney.
Iger, que era dueño de varios iPod y que los utilizaba desde que salía a hacer gimnasia a las cinco de la mañana hasta
última hora de la noche, ya había estado imaginando qué podrían suponer aque los aparatos para los programas de
televisión. Así pues, se ofreció inmediatamente a incluir las series más populares de la ABC. «Negociamos el acuerdo en
una semana, y resultó algo complicado —comentó Iger—. Fue importante, porque Steve pudo ver cómo trabajaba yo, y
porque aque lo les demostraba a todos los de Disney que era capaz de colaborar con él».
Para el anuncio del iPod con vídeo, Jobs había alquilado un cine en San José, y le propuso a Iger que fuera su invitado
sorpresa en el escenario. «Yo nunca había ido
a una de sus presentaciones, así que no tenía ni idea de lo importante que era todo el espectáculo —recordaba Iger—.
Aque lo supuso un grandísimo avance en nuestra relación. Jobs pudo ver que yo estaba a favor de la tecnología y
dispuesto a asumir riesgos». Jobs levó a cabo su habitual actuación virtuosista, en la que repasó todas las características
del nuevo iPod, afirmó que era «una de las mejores creaciones que hemos fabricado» y señaló que la tienda iTunes iba a
vender vídeos musicales y cortometrajes. Entonces, según su costumbre, acabó con «Ah, sí, y una cosa más». El iPod iba
a ofrecer series de televisión. Se oyó un gran aplauso. Mencionó que las dos series de mayor éxito eran propiedad de la
cadena ABC. «¿Y quién es el dueño de la ABC? ¡Disney! Yo conozco a esa gente», señaló con regocijo.
Cuando subió al escenario, Iger parecía igual de relajado y cómodo que Jobs. «Una de las cosas que más nos entusiasman
a Steve y a mí es la intersección entre los
grandes contenidos y la buena tecnología —dijo—. Estoy encantado de encontrarme aquí para anunciar una extensión de
nuestra relación con Apple —añadió. Entonces, tras la pausa correspondiente, señaló—: No con Pixar, sino con Apple».
Sin embargo, estaba claro, a juzgar por el caluroso abrazo que se dieron, que un nuevo acuerdo entre Pixar y Disney volvía
a ser posible. «Aque la fue una exposición de cómo hago yo las cosas, que consiste en hacer el amor, y no la guerra —
recordaba Iger—. Habíamos entrado en guerra con Roy Disney, Comcast, Apple y Pixar. Yo quería arreglar todo aque lo,
especialmente con Pixar».
Iger acababa de regresar de inaugurar el nuevo Disneyland en Hong Kong, con Eisner a su lado en su último gran acto
como consejero delegado. Las ceremonias
incluían el habitual desfile de Disney por Main Street. Iger se dio cuenta de que los únicos personajes del desfile que se
habían creado en la última década eran de Pixar. «Entonces se me encendió una bombi la —recordaba—. Yo estaba a lí, al
lado de Michael, pero me guardé mis pensamientos para mí, porque eran una clara acusación sobre su gestión de la
animación durante aquel período. Después de diez años de El rey león, La bella y la bestia y Aladdin, habían legado diez
años estériles».
Iger regresó a Burbank y analizó ciertos aspectos de las finanzas. Descubrió que, en realidad, habían estado perdiendo
dinero con la animación durante la última
década, además de no haber creado apenas nada que ayudase a sus líneas de productos secundarios. En su primera
reunión como nuevo consejero delegado, presentó el análisis ante el consejo, cuyos miembros expresaron cierta
contrariedad ante el hecho de que nunca antes se les hubiera informado de e lo. «Si la animación va así, así irá nuestra
compañía —le dijo al consejo—. Una película de animación que tenga éxito crea una gran ola, y sus repercusiones legan a
todos los aspectos de nuestro negocio, desde los personajes de los desfiles a la música, los parques de atracciones, los
videojuegos, la televisión, internet y los productos de consumo. Si no contamos con películas que creen esas oleadas, la
compañía no va a tener éxito». Les propuso algunas opciones. Podían quedarse con la directiva actual del departamento de
animación, aunque él creía que aque lo no daría resultado. Podían deshacerse de e los y buscar a alguien más, pero
señaló que no sabía quién podría ser ese alguien. Su alternativa final consistía en comprar Pixar. «El problema es que no
sé si está en venta, y si lo está, nos va a costar una cantidad increíble de dinero», apuntó. El consejo le dio su beneplácito
para que tantease la posibilidad del acuerdo de compra.
Iger se puso manos a la obra con una táctica poco habitual. Cuando habló por primera vez con Jobs, reconoció la
revelación que había tenido en Hong Kong y le contó como aque lo le había convencido de que Disney necesitaba comprar
Pixar desesperadamente. «Por eso me encantaba Bob Iger —recordaba Jobs—. Se limitaba a soltarte todo aque lo. Está
claro que es la cosa más tonta que se puede hacer cuando vas a comenzar una negociación, al menos según las normas
tradicionales. Simplemente, puso las cartas sobre la mesa y afirmó: “Estamos jodidos”. El hombre me cayó bien de
233
inmediato, porque así es como trabajaba yo también. Pongamos todos inmediatamente las cartas sobre la mesa y veamos
cómo están las cosas». (En realidad, aque la no era la forma habitual de trabajar de Jobs.
Más bien solía comenzar sus negociaciones diciendo que los productos o servicios de la empresa rival eran una porquería.)
Jobs e Iger dieron muchos paseos por el campus de Apple, en Palo Alto, o en la conferencia de A len & Co. en Sun Va ley.
Al principio trazaron un plan para un nuevo acuerdo de distribución: Pixar iba a recuperar todos los derechos sobre las
películas y los personajes que ya había producido a cambio de que Disney se hiciera con una participación en Pixar, y esta
le pagaría a Disney una tarifa fija por la distribución de sus futuras películas. Sin embargo, a Iger le preocupaba que un
acuerdo así se limitara a dejar a Pixar en posición de convertirse en un gran competidor de Disney, lo que resultaría una
mala maniobra incluso si Disney contaba con una participación en la compañía rival. Así pues, comenzó a insinuarle a Jobs
que a lo mejor debían pensar en algo más grande. «Quiero que sepas que estoy tratando de apartarme de los cauces
habituales del razonamiento con este plan», le dijo. Jobs parecía alentar aque los avances. «No pasó mucho tiempo antes
de que nos quedara claro a ambos que aque la discusión podía levarnos a una negociación sobre la adquisición de la
empresa», recordaba Jobs.
Sin embargo, Jobs necesitaba primero la bendición de John Lasseter y de Ed Camu l, así que les pidió que fueran a su
casa. Pasó directamente al tema central.
«Necesitamos conocer mejor a Bob Iger —les dijo—. Puede que queramos unirnos a él y ayudarle a reconstruir Disney. Es
un tipo genial».
E los se mostraron escépticos al principio. «Se dio cuenta de que nos habíamos quedado alucinados», recordaba Lasseter.
«Si no queréis hacerlo no pasa nada, pero quiero que conozcáis a Iger antes de decidiros —continuó Jobs—. Yo me sentía
igual que vosotros, pero ese hombre ha legado a caerme muy bien». Les explicó lo senci lo que había resultado legar a un
acuerdo para que los programas de la ABC estuvieran disponibles en el iPod y añadió: «Es completamente opuesto a
Eisner. Es un tipo directo con el que no hay que andarse con tanto teatro». Lasseter recordaba que Catmu l y él se
quedaron a lí sentados con la boca abierta.
Iger se puso manos a la obra. Tomó un vuelo desde Los Ángeles para ir a cenar a casa de Lasseter, conoció a lí a su
esposa y a su familia, y se quedó hasta bien pasada la medianoche charlando. También levó a Catmu l a cenar, y después
visitó a solas los estudios de Pixar, sin Jobs y sin comitiva que lo acompañara. «Me fui para a lá y conocí a todos los
directores, uno a uno, y e los me mostraron las películas que estaban preparando», comentó. Lasseter estaba orgu loso de
lo mucho que su equipo había impresionado a Iger, lo que, por supuesto, hizo que aquel hombre le cayera mejor. «Nunca
había estado más orgu loso de Pixar que aquel día — aseguró—. Todos los equipos y las presentaciones que realizaron
fueron increíbles, y Bob quedó alucinado».
De hecho, tras ver lo que estaban preparando para los años siguientes —Cars, Ratatouille, WALL-E—, regresó y le dijo al
director financiero de Disney: «Dios mío, tienen cosas geniales preparadas. Tenemos que conseguir firmar este acuerdo.
Es el futuro de la compañía». Reconoció que no tenía ninguna fe depositada en las películas que estaba preparando el
departamento de animación de Disney.
El acuerdo al que legaron establecía que Disney iba a adquirir Pixar por 7.400 mi lones de dólares en acciones. Así, Jobs
se convertiría en el mayor accionista de
Disney, con aproximadamente un 7 % de las acciones de la compañía, en comparación con el 1,7 % de Eisner y el 1 % de
Roy Disney. El departamento de animación de Disney quedaría a cargo de Pixar, y Lasseter y Catmu l dirigirían la unidad
combinada. Pixar mantendría su identidad independiente, los estudios y la sede central permanecerían en Emeryvi le e
incluso mantendrían su propio dominio de correo electrónico.
Iger le pidió a Jobs que levara a Lasseter y a Catmu l a una reunión secreta del consejo de Disney en Century City, Los
Ángeles, un domingo por la mañana. El
objetivo era hacer que los directivos de Disney se sintieran cómodos con lo que sería un acuerdo muy radical y muy caro.
Mientras se preparaban para salir del aparcamiento, Lasseter le dijo a Jobs: «Si comienzo a emocionarme demasiado o me
alargo mucho, tócame la pierna». Al final Jobs solo tuvo que hacerlo una vez, pero, aparte de eso, Lasseter realizó el
discurso de ventas perfecto. «Hablé sobre cómo producimos las películas, cuál es nuestra filosofía de trabajo, la sinceridad
que prima en nuestras relaciones y cómo fomentamos el talento creativo», recordaba. El consejo planteó un montón de
preguntas, y Jobs le permitió a Lasseter responder a la mayoría de e las. Por su parte, Jobs habló acerca de lo
emocionante que era conectar el arte con la tecnología. «De eso trata nuestra cultura empresarial, como en el caso de
Apple», afirmó. Según recordaba Iger, «todo el mundo quedó muy impresionado por su presentación tan lograda y por la
pasión que ponían en su trabajo».
No obstante, antes de que el consejo de Disney tuviera la posibilidad de aprobar aque la fusión, Michael Eisner regresó de
su exilio para tratar de desbaratar sus planes. Llamó a Iger y le dijo que el acuerdo era demasiado caro. «Tú puedes
arreglar el departamento de animación por tu cuenta», le aseguró Eisner. «¿Cómo?», preguntó Iger. «Sé que puedes
234
hacerlo», respondió Eisner. Iger se irritó un poco. «Michael, ¿por qué me dices que puedo arreglarlo cuando ni tú mismo
fuiste capaz de hacerlo?», preguntó.
Eisner dijo que quería asistir a una reunión del consejo —a pesar de que ya no era miembro ni directivo de la empresa—
para exponer su oposición a la adquisición.
Iger se resistió, pero Eisner lamó a Warren Buffet, un gran accionista, y a George Mitche l, que era el principal consejero. El
antiguo senador convenció a Iger para que permitiera que Eisner expresara su opinión. «Le dije al consejo que no
necesitaban comprar Pixar porque ya eran los dueños del 85 % de las películas que e los habían producido», señaló
Eisner. Se refería al hecho de que, en las películas ya estrenadas, Disney recibía ese porcentaje de los ingresos, y además
contaba con los derechos para crear todas las secuelas y utilizar a sus personajes. «Realicé una presentación en la que se
exponía cuál era el 15 % de Pixar todavía no propiedad de Disney, así que eso es lo que iban a comprar. El resto era una
apuesta sobre las futuras películas de Pixar». Eisner reconoció que Pixar había estado teniendo una buena racha, pero
afirmó que aque lo no podía continuar. «Les mostré la historia de los directores y productores que habían contado con un
número determinado de éxitos seguidos para después fracasar. Aque lo les ocurrió a Spielberg, a Walt Disney, a todos e
los». Para que el acuerdo mereciera la pena, calculó que cada nueva película de Pixar tendría que recaudar 1.300 mi lones
de dólares. «A Steve le puso furioso que yo manejara un dato así», comentó después Eisner.
Después de abandonar la sala, Iger rebatió sus argumentos punto por punto. «Dejadme que os cuente cuáles eran los fa
los de esa presentación», comenzó. Y
cuando el consejo hubo terminado de escuchar su exposición, aprobaron el acuerdo en los términos propuestos por Iger.
Este tomó un vuelo a Emeryvi le para encontrarse con Jobs y que ambos anunciaran conjuntamente el nuevo acuerdo a los
trabajadores de Pixar. Sin embargo, antes de eso, Jobs se reunió a solas con Lasseter y Catmu l. «Si alguno de vosotros
tiene dudas con respecto a esto —les tranquilizó— iré a decirles que les agradecemos las molestias pero que cancelamos
el acuerdo». No estaba siendo completamente sincero. Llegados a ese punto, habría resultado casi imposible hacer algo
así. Sin embargo, fue un gesto bien recibido. «A mí me parece bien», respondió Lasseter. «Hagámoslo», coincidió Catmu l.
Todos se abrazaron, y Jobs se echó a lorar.
A continuación todo el mundo se reunió en el atrio. «Disney va a comprar Pixar», anunció Jobs. Se vieron algunas lágrimas
entre los asistentes, pero a medida que fue explicando los términos del acuerdo, los trabajadores comenzaron a darse
cuenta de que, en algunos sentidos, era una adquisición inversa. Catmu l iba a dirigir el departamento de animación de
Disney y Lasseter iba a ser el director creativo. Al final del anuncio todos estaban vitoreando. Iger había permanecido en un
lateral, y
Jobs lo invitó a que ocupara el centro del escenario. A medida que fue hablando de la cultura empresarial tan especial de
Pixar y de lo mucho que Disney necesitaba fomentarla y aprender de e la, la multitud esta ló en aplausos.
«Mi objetivo ha sido siempre no solo el de construir grandes productos, sino también levantar grandes empresas —declaró
Jobs después—. Eso es lo que hizo Walt Disney, y gracias a la forma en que se levó a cabo la fusión, mantuvimos a Pixar
como una gran compañía y ayudamos a Disney a que también siguiera siéndolo».
235
33
Los Macs del siglo XXI
Diferenciando a Apple
ALMEJAS, CUBITOS DE HIELO Y GIRASOLES
Desde la presentación del iMac en 1998, Jobs y Jony Ive habían hecho de sus cautivadores diseños una seña de identidad
de los ordenadores Apple. Había un portátil que parecía una almeja naranja y un ordenador de sobremesa profesional que
se parecía a un cubito de hielo zen. Al igual que unos pantalones de campana que de repente aparecen en el fondo del
armario, algunos de estos modelos tenían mejor aspecto en el momento de su comercialización que analizados ahora
retrospectivamente, dejando al descubierto una pasión por el diseño que, en ocasiones, resultaba quizá demasiado
exuberante. Sin embargo, aque los modelos sirvieron para diferenciar a Apple, ofreciéndole los revulsivos publicitarios que
necesitaba para sobrevivir en un mundo plagado por Windows.
El Power Mac G4 Cube, presentado en el año 2000, era tan seductor que uno de e los acabó expuesto en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York. Aquel cubo perfecto de veinte centímetros de lado y el tamaño de una caja de pañuelos era la
pura expresión de la estética de Jobs. Su sofisticación radicaba en su minimalismo. No había botones que entorpecieran su
superficie, ni bandeja para el CD, sino una sutil ranura. Además, como en el Macintosh original, no había ventilador. Era
puro zen. «Cuando ves un producto con un exterior tan cuidado, piensas: “Madre mía, también tiene que tener un interior
muy trabajado” —le dijo a Newsweek—. Fuimos progresando mediante la eliminación de elementos, retirando todo lo
superfluo».
El G4 Cube resultaba casi ostentoso por su falta de ostentación, y era una máquina muy potente. Sin embargo, no fue un
éxito. Había sido diseñado como un ordenador de sobremesa de alta gama, pero Jobs quería convertirlo, como con casi
todos los productos, en algo que pudiera comercializarse en masa para el gran público. El Cube acabó por no satisfacer las
demandas de ninguno de los dos mercados. Los profesionales de a pie no buscaban una escultura artística para sus
escritorios, y los consumidores generales no estaban dispuestos a gastar el doble de lo que tendrían que pagar por un
ordenador normal de color vaini la.
Jobs predijo que Apple iba a vender 200.000 unidades por trimestre. Durante el primer trimestre, vendió la mitad, y en el
siguiente las ventas fueron de menos de
30.000 unidades. Jobs reconoció posteriormente que el Cube tenía demasiado diseño y un precio demasiado alto, igual que
había ocurrido con el ordenador de NeXT. Sin embargo, iba aprendiendo poco a poco la lección. Al construir aparatos como
el iPod, controló los costes y legó a los acuerdos necesarios para que estuvieran acabados en la fecha prevista y dentro del
presupuesto establecido.
En parte debido a las malas cifras de venta del Cube, Apple obtuvo unas decepcionantes cifras de beneficios en septiembre
del año 2000. Justo entonces, la burbuja
tecnológica se estaba desinflando, y también la cuota de mercado de Apple en los centros educativos. El precio de las
acciones de la compañía, que había legado a superar los 60 dólares, cayó un 50 % en un solo día, y a principios de
diciembre se encontraba por debajo de los 15 dólares.
Ninguno de aque los datos evitó que Jobs siguiera tratando de producir nuevos diseños distintivos, que legaban incluso a
distraerlo de otras tareas. Cuando las panta las planas comenzaron a resultar comercialmente viables, decidió que había
legado la hora de sustituir el iMac, el ordenador de escritorio translúcido para todos los consumidores que parecía como
salido de un episodio de Los Supersónicos. Ive propuso un modelo algo convencional, con las entrañas del ordenador
unidas a la parte trasera de la panta la plana. A Jobs no le gustó. Tal y como era su costumbre, tanto en Pixar como en
Apple, frenó completamente el proyecto para reevaluar la situación. Sentía que había algo en aquel diseño que carecía de
pureza. «¿Para qué tenemos una panta la plana si vas a incrustarle todo esto por detrás? —le preguntó a Ive—.
Deberíamos dejar que cada elemento se mantenga fiel a su propia naturaleza».
Jobs se marchó temprano a casa ese día para meditar sobre el problema, y después lamó a Ive para que fuera a verlo.
Deambularon por el jardín, donde la esposa de Jobs había plantado un montón de girasoles. «Todos los años me gusta
hacer alguna locura en el jardín, y en aque la ocasión mi idea incluía grandes cantidades de girasoles, con una cabaña para
los niños hecha con esas plantas —recordaba—. Jony y Steve se encontraban discutiendo sobre su problema de diseño, y
entonces Jony preguntó: “¿Qué pasaría si la panta la se separase de la base como un girasol?”. Se entusiasmó de pronto y
comenzó a dibujar algunos bocetos». A Ive le gustaba que sus diseños sugirieran toda una historia, y se dio cuenta de que
la forma de un girasol indicaría que la panta la plana era tan fluida y receptiva que podía tratar de buscar la luz solar.
En el nuevo diseño de Ive, la panta la del Mac se encontraba unida a un cue lo cromado móvil, de forma que no solo se
236
parecía a un girasol, sino también a un atrevido flexo tipo Luxo. De hecho, evocaba la alegre personalidad de Luxo Jr. en el
primer cortometraje de John Lasseter en Pixar. Apple registró muchas patentes para el diseño, la mayoría a nombre de Ive,
pero en una de e las —para un «sistema informático con una juntura móvil unida a una panta la plana»— Jobs se inscribió
como el inventor principal.
Algunos de los diseños de los Macintosh de Apple pueden parecer, a posteriori, demasiado efectistas. Sin embargo, los
demás fabricantes de ordenadores se
encontraban en el extremo opuesto. Aque la era una industria donde cabía esperar que los productos fueran innovadores,
pero en vez de eso se encontraba dominada por cajas genéricas de diseño barato. Tras unos cuantos intentos pobremente
planteados de pintar las cajas con tonos azules y probar algunas formas nuevas, empresas como De l, Compaq y HewlettPackard decidieron adaptar los ordenadores al mercado de consumo masivo externalizando su fabricación y compitiendo
en el precio. Frente a e los Apple era, con sus diseños atrevidos y sus innovadoras aplicaciones, como iTunes e iMovie,
casi la única empresa que mostraba algo de innovación.
INTEL INSIDE
Las innovaciones de Apple no eran algo meramente superficial. Desde 1994, habían comenzado a utilizar un
microprocesador, lamado PowerPC, fabricado en virtud
de un acuerdo entre IBM y Motorola. Durante algunos años, fue más rápido que los chips de Intel, una ventaja que Apple
promocionaba en algunos anuncios cómicos. En la época del regreso de Jobs, no obstante, Motorola se había quedado
atrás en la producción de nuevas versiones del chip. Aque lo dio origen a una pelea entre Jobs y el consejero delegado de
Motorola, Chris Galvin. Cuando Jobs, justo después de su retorno a Apple en 1997, decidió dejar de vender licencias del
sistema operativo del Macintosh a los fabricantes de ordenadores clónicos, le insinuó a Galvin que podría estar dispuesto a
hacer una excepción para el clónico de Motorola, un ordenador compatible con el Macintosh lamado StarMax, pero solo si
estos aceleraban el desarro lo de los nuevos chips PowerPC para ordenadores portátiles. La conversación se fue
caldeando. Jobs contribuyó a e lo con su opinión de que los chips de Motorola eran una porquería, y Galvin, que también
tenía un fuerte temperamento, replicó con igual dureza. Jobs le colgó el teléfono. El StarMax de Motorola se canceló y Jobs
comenzó en secreto a planear que Apple abandonase el chip PowerPC de Motorola/IBM y se pasara al de Intel. Aque la no
sería una tarea fácil. Era un proceso similar al de tener que escribir todo un nuevo sistema operativo.
Jobs no le concedió ningún poder real a su consejo de administración, pero sí que empleaba las reuniones para plantear
ideas y discutir diferentes estrategias en un
entorno de confianza en el que él se situaba junto a una pizarra y moderaba las charlas informales. Durante dieciocho
meses, los consejeros hablaron de si debían cambiarse a la arquitectura Intel. «Lo estuvimos debatiendo, planteamos un
montón de preguntas y al final todos decidimos que debíamos dar el paso», recordaba Art Levinson, miembro del consejo.
Paul Ote lini, que por aquel entonces era presidente de Intel y posteriormente legó a ser su consejero delegado, comenzó a
verse con Jobs. La pareja se había conocido mientras Jobs bata laba por mantener NeXT con vida y, según las propias
palabras de Ote lini, «cuando su arrogancia había amainado temporalmente». Ote lini trata a la gente con una actitud
tranquila e irónica, y le divirtió (en lugar de asustarle) descubrir, al tratar con Jobs en Apple a principios de la década de
2000,
«que la savia volvía a correr por sus venas y ya no era en absoluto tan humilde». Intel mantenía tratos con otros fabricantes
de ordenadores, y Jobs quería un precio mejor que el que e los tenían. «Tuvimos que buscar maneras creativas de legar a
un acuerdo sobre las cifras», comentó Ote lini. La mayoría de las negociaciones se levaron a cabo, tal y como prefería
Jobs, durante largos paseos, en ocasiones por los caminos que conducían al radiotelescopio conocido como el Plato,
situado sobre el campus de Stanford. Jobs comenzaba los paseos contándole una historia y explicando cómo veía la
evolución de la historia de la informática. Al final de la caminata, ya estaba regateando con las cifras.
«Intel tenía la reputación de ser un socio inflexible, y aque lo provenía de los días en que estaba dirigida por Andy Grove y
Craig Barrett —comentó Ote lini—. Yo quería demostrar que Intel era una empresa con la que se podía trabajar». Así pues,
un equipo de expertos de Intel se puso a trabajar con Apple, y lograron adelantarse seis meses a la fecha límite para la
migración de arquitectura. Jobs invitó a Ote lini a que asistiera al retiro de los cien principales ejecutivos de Apple, donde
este se puso una de las famosas batas de laboratorio de Intel que le hacían parecer un astronauta y le dio a Jobs un gran
abrazo. En el anuncio público realizado en
2005, Ote lini, de carácter normalmente reservado, repitió aquel número. «Apple e Intel, juntos al fin», rezaba la gran panta
la.
237
Bi l Gates estaba maravi lado. El diseño de carcasas de colores bri lantes no lo impresionaba, pero un programa secreto
para cambiar la CPU de un ordenador que se levara a cabo sin sobresalto alguno y en el tiempo previsto era una hazaña
que admiraba profundamente. «Si me hubieran dicho: “Vale, vamos a cambiar nuestro microprocesador y no vamos a
perder ni un segundo de producción”, habría contestado que era imposible —me confesó años más tarde cuando le
pregunté por los logros realizados por Jobs—. Pues esto es básicamente lo que e los consiguieron».
OPCIONES SOBRE ACCIONES
Entre las peculiaridades de Jobs se encontraba su actitud hacia el dinero. Cuando regresó a Apple en 1997, se presentó
como una persona que trabajaba por un dólar al año y que lo hacía en beneficio de la compañía, no en provecho propio. Sin
embargo, respaldó la idea de unas asignaciones masivas de opciones sobre acciones —la concesión de inmensas
cantidades de opciones que permitieran comprar acciones de Apple a un precio preestablecido— que no se encontraban
sujetas a las prácticas habituales de compensación según el rendimiento y el criterio de la comisión del consejo.
A principios del año 2000, cuando el término «en funciones» de su tarjeta de visita pasó a mejor vida y se convirtió
oficialmente en consejero delegado, Ed Woolard y el consejo le ofrecieron (además del avión) una de aque las
asignaciones. En una maniobra que desafiaba la imagen que él mismo había cultivado, según la cual no le interesaba el
dinero, sorprendió a Woolard al exigir todavía más opciones de compra que las propuestas por el consejo. Sin embargo,
poco después de conseguirlas, resultó que toda la operación había sido en vano. Las acciones de Apple se desplomaron en
septiembre de 2000 —debido a las decepcionantes ventas del Cube además del esta lido de la burbuja tecnológica—, lo
que hizo que las opciones de compra ya no tuvieran valor alguno.
Para empeorar las cosas, Fortune publicó en junio de 2001 un artículo, que ocupó también la portada, sobre los
consejeros delegados que recibían
compensaciones exageradas: «El gran golpe de los pagos de los consejeros delegados». Una imagen de Jobs con una
sonrisa de suficiencia ocupaba la portada. Aunque sus opciones de compra se hubieran hundido en aquel momento, el
cálculo técnico de la asignación de su precio cuando se le concedieron (conocido como
«método Black-Scholes») establecía su valor en 872 mi lones de dólares. Fortune afirmó que era, «con diferencia», el
mayor paquete salarial asignado nunca a un consejero delegado. Aquel era el peor de todos los escenarios posibles. Jobs
no tenía apenas dinero que pudiera levar a casa tras cuatro años de duro trabajo en los que había dado la vuelta al rumbo
de Apple, y aun así se había convertido en la imagen de los consejeros delegados avariciosos, lo que le hacía parecer un
hipócrita y socavaba la imagen que tenía de sí mismo. Le escribió una carta furibunda al periodista en la que afirmaba que
sus opciones, en realidad, «no valían nada», y se ofrecía a vendérselas a Fortune por la mitad del supuesto valor de 872 mi
lones de dólares que la revista había establecido.
Mientras tanto, Jobs quería que el consejo le entregara otro gran paquete de opciones, puesto que las antiguas no parecían
tener valor alguno. Insistió, tanto ante el consejo como probablemente ante sí mismo, en que se trataba más de recibir un
reconocimiento adecuado que de enriquecerse. «No se trataba tanto del dinero — señaló posteriormente en una
declaración ante la Comisión de Bolsa y Valores por una demanda sobre aque las opciones—. A todo el mundo le gusta
que sus compañeros reconozcan su labor. [...] Sentí que el consejo no estaba haciendo aque lo conmigo». Tras el
hundimiento de sus opciones de compra, opinaba que el consejo debería haberle ofrecido una nueva asignación sin que él
tuviera que habérselo sugerido. «Me parecía que estaba haciendo un trabajo muy bueno. Aque lo me habría hecho sentir
mejor en aquel momento».
Lo cierto es que ese consejo que él mismo había elegido lo tenía muy consentido. Así pues, decidieron concederle otro
inmenso paquete de opciones en agosto de 2001, cuando el precio de las acciones se encontraba justo por debajo de los
18 dólares. El problema era que a Jobs le preocupaba su imagen, especialmente después del artículo de Fortune. No
quería aceptar la nueva asignación a menos que el consejo cancelara al mismo tiempo sus antiguas opciones. Pero aque la
maniobra habría tenido consecuencias adversas desde el punto de vista contable, porque supondría en realidad asignar un
nuevo precio a las opciones antiguas. Para e lo habría sido necesario imputar aquel coste a los beneficios de ese momento.
La única forma de evitar aquel problema de contabilidad variable consistía en cancelar las opciones antiguas al menos seis
meses después de que se concedieran las nuevas. Además, Jobs comenzó a regatear con el consejo acerca del plazo en
el que tendría derecho a aque las opciones.
Hasta mediados de diciembre de 2001, Jobs no accedió por fin a aceptar las nuevas opciones, enfrentarse al qué dirán y
esperar seis meses antes de que las viejas
quedaran canceladas. Sin embargo, para entonces, el precio de las acciones (tras un split o división de los títulos) había
aumentado en 3 dólares hasta legar a los 21. Si el precio de compra se establecía a aquel nuevo nivel, cada una valdría 3
238
dólares menos. Así pues, la consejera jurídica de Apple, Nancy Heinen, revisó los precios recientes de las acciones y los
ayudó a elegir una fecha de octubre en la que su valor era de 18,30 dólares. También dio el visto bueno a unas actas en las
que supuestamente se mostraba que el consejo había aprobado la concesión en aque la fecha. El adelanto de la fecha de
aprobación tenía un valor potencial de 20 mi lones de dólares para Jobs.
Una vez más, Jobs acabó siendo víctima de la mala publicidad sin ganar un centavo. El precio de las acciones de Apple
siguió bajando, y en marzo de 2003, incluso las nuevas opciones se habían hundido tanto que Jobs las cambió todas por
una concesión directa de 75 mi lones de dólares en acciones, lo que suponía aproximadamente 8,3 mi lones de dólares por
cada año trabajado desde que regresara en 1997 y hasta el final de otorgamiento de los derechos en 2006.
Nada de aque lo habría tenido gran importancia si el Wall Street Journal no hubiera publicado una influyente serie de
artículos en 2006 sobre las opciones de
compra con fechas alteradas. No se mencionaba a Apple, pero su consejo nombró a un comité de tres miembros —Al Gore;
Eric Schmidt, de Google, y Jerry York, antiguo miembro de IBM y Chrysler— para que investigara sus propias prácticas
empresariales. «Decidimos desde el principio que si Steve había cometido alguna infracción dejaríamos que cada uno
asumiera sus responsabilidades», recordaba Gore. El comité descubrió algunas irregularidades en las asignaciones de
Jobs y de algunos otros altos ejecutivos, e inmediatamente informó de sus descubrimientos a la Comisión de Bolsa y
Valores. El informe afirmaba que Jobs era consciente de la alteración de las fechas, pero que al final no se vio
económicamente beneficiado por e la (una comisión del consejo de administración de Disney descubrió igualmente que se
habían producido cambios de fecha similares en Pixar cuando Jobs se encontraba al mando).
Las leyes que regulaban estas prácticas eran algo opacas, especialmente en vista de que ningún miembro de Apple acabó
beneficiándose de aque las asignaciones de
opciones de fecha dudosa. La Comisión de Bolsa y Valores invirtió ocho meses en levar a cabo su investigación, y en abril
de 2007 anunció que no presentaría cargos contra Apple «debido en parte a su pronta, exhaustiva y extraordinaria
cooperación con las investigaciones de la comisión [y a su] rápido informe sobre su propia situación». Aunque la Comisión
de Bolsa y Valores descubrió que Jobs había sido consciente de la alteración de las fechas, lo eximió de cualquier
acusación de mala conducta porque «no era consciente de las implicaciones contables».
La Comisión de Bolsa y Valores sí que presentó una queja contra el antiguo director financiero, Fred Anderson, que
formaba parte del consejo, y contra la asesora
jurídica de la empresa, Nancy Heinen. Anderson, un capitán retirado de las fuerzas aéreas estadounidenses con la
mandíbula prominente y una profunda integridad, había ejercido una influencia sabia y tranquilizadora en Apple, donde era
conocido por su habilidad a la hora de controlar las rabietas de Jobs. La Comisión de Bolsa y Valores solo lo citó a declarar
por «negligencia» con respecto a la documentación de una de las asignaciones (no de las que se entregaron a Jobs), y la
comisión le permitió seguir trabajando en consejos de administración. Sin embargo, Anderson acabó por dimitir de su
puesto en el consejo de Apple. Tanto él como Jobs habían salido de la reunión del consejo cuando la comisión de Gore
estaba presentando el resultado de sus investigaciones, y acabó a solas con Jobs en su despacho. Esa fue la última vez
que hablaron.
Anderson pensaba que lo habían convertido en un chivo expiatorio. Cuando se presentó ante la Comisión de Bolsa y
Valores, su abogado presentó una declaración en la que parte de la culpa recaía sobre Jobs. En e la se decía que
Anderson había «avisado al señor Jobs de que la asignación emitida por el equipo ejecutivo tendría que levar el precio
correspondiente a la fecha del acuerdo del consejo, o si no podría incurrirse en una infracción contable», y que Jobs había
contestado que «el consejo de administración ya había dado previamente su aprobación».
Heinen, que rechazó en un principio los cargos presentados contra e la, acabó por asumirlos y pagar la multa impuesta. Del
mismo modo, la propia compañía legó a un acuerdo en una demanda interpuesta por los accionistas en la que accedía a
pagar 14 mi lones de dólares por daños y perjuicios.
Todo el asunto del paquete salarial venía a ser un reflejo de las peculiaridades de Jobs con el tema del aparcamiento: se
negaba a aceptar la distinción que suponía contar con una plaza en la que se leyera «Reservado para el consejero
delegado», pero pensaba que tenía derecho a dejar el coche en la zona para discapacitados. Quería presentarse (ante sí
mismo y ante los demás) como alguien dispuesto a trabajar por un dólar al año, pero también quería que se le concedieran
inmensos paquetes de acciones. Se debatía en las contradicciones propias de un rebelde convertido en emprendedor,
alguien que quería creerse enchufado y sintonizado con la contracultura, sin haberse vendido y haberse aprovechado de e
lo.
239
34
Primer asalto
Memento mori
CÁNCER
A posteriori, Jobs especuló con la posibilidad de que su cáncer se hubiera originado a lo largo del agotador año que pasó a
partir de 1997, dirigiendo Apple y Pixar al mismo tiempo. Mientras iba de acá para al á, sufrió de piedras en el riñón y otras
afecciones, y l egaba tan extenuado a casa que apenas podía hablar. «Probablemente fuera entonces cuando el cáncer
comenzó a crecer, porque mi sistema inmune se encontraba bastante debilitado por aquel a época», comentó.
No hay pruebas que respalden la idea de que el agotamiento o un sistema inmunitario debilitado sean motivo de cáncer. Sin
embargo, sus problemas renales sí que
l evaron de forma indirecta a la detección del tumor. En octubre de 2003 se encontró por casualidad con la uróloga que lo
había tratado, y el a le pidió que se sacara un TAC de los riñones y del uréter. Habían pasado cinco años desde la última
revisión. El nuevo escáner no mostró ningún problema en los riñones, pero sí presentaba una sombra en el páncreas, así
que la uróloga le pidió que concertara una cita para un estudio pancreático. Jobs no lo hizo. Como de costumbre, se le daba
bien ignorar conscientemente la información que no quería procesar. Sin embargo, el a insistió. «Steve, esto es muy
importante —le dijo unos días más tarde—. Tienes que hacerlo».
El tono de su voz reflejaba la urgencia suficiente como para que él accediera a someterse al estudio. Este se l evó a cabo
una mañana, a primera hora, y tras estudiar
las imágenes del escáner, los médicos se reunieron con él para darle la mala noticia de que era un tumor. Uno de el os le
sugirió incluso que se asegurara de que todos sus asuntos estaban en orden, una forma educada de insinuar que podían
quedarle solo unos meses de vida. Aquel a tarde l evaron a cabo una biopsia en la que le introdujeron un endoscopio por la
garganta hasta l egar a los intestinos, de forma que pudieran acercar una aguja a su páncreas y extraer algunas células
tumorales. Powel recordaba que los médicos de su esposo daban saltos de alegría. Resultó ser una célula insular, parte de
un tumor neuroendocrino de páncreas, que es una neoplasia más infrecuente pero de crecimiento más lento, por lo que
había más probabilidades de l evar a cabo un tratamiento con éxito. Fue una suerte que el tumor se detectara tan pronto —
como el resultado indirecto de una inspección rutinaria de los riñones—, puesto que así podía eliminarse quirúrgicamente
antes de que se extendiera de forma definitiva.
Una de las primeras l amadas de Jobs fue a Larry Bril iant, al que conoció en el ashram de la India. «¿Todavía crees en
Dios?», le preguntó Jobs. Su amigo contestó
que sí, y estuvieron charlando de los diferentes caminos conducentes a Dios que les había enseñado su gurú hindú, Neem
Karoli Baba. Entonces Bril iant le preguntó a
Jobs cuál era el problema. «Tengo cáncer», respondió este.
Art Levinson, que formaba parte del consejo de Apple, se encontraba presidiendo una reunión del consejo de su propia
compañía, Genentech, cuando su móvil comenzó a sonar y apareció el nombre de Jobs en la pantal a. En cuanto tuvieron
un descanso, Levinson l amó a Jobs y se enteró de las noticias sobre el tumor. Había recibido algo de formación sobre la
biología del cáncer y su empresa fabricaba medicamentos para el tratamiento de esta enfermedad, así que se convirtió en
uno de sus consejeros. Lo mismo hizo Andy Grove, de Intel, que se había enfrentado a un tumor de próstata y lo había
superado. Jobs lo l amó aquel domingo, y él condujo directamente hasta su casa y le hizo compañía un par de horas.
Para horror de sus amigos y su esposa, Jobs decidió no someterse a la cirugía para eliminar el tumor, que era el único
enfoque médico aceptado. «En realidad no quería que los médicos me abrieran, así que traté de ver si había otras
alternativas que funcionasen», me confesó años más tarde con una pizca de remordimiento. Concretamente, siguió una
estricta dieta vegana, con grandes cantidades de zanahorias frescas y zumos de fruta. Al régimen se añadieron la
acupuntura, varios remedios a base de hierbas y algunos otros tratamientos que encontró en internet o tras consultar a
gente de todo el país, incluido un vidente. Durante una temporada, quedó bajo el influjo de un médico que operaba en una
clínica de curación natural del sur de California en la que se ponía especial énfasis en el uso de hierbas orgánicas, dietas
de zumos, limpiezas intestinales frecuentes, hidroterapia y la expresión de todos los sentimientos negativos.
«En realidad, el mayor problema es que no estaba preparado para que abrieran su cuerpo —recordaba Powel —. Es difícil
presionar a alguien para que haga algo
así». El a, no obstante, lo intentó. «El cuerpo existe para servir al espíritu», argumentó. Los amigos de Jobs le rogaron en
repetidas ocasiones que se sometiera a la cirugía y la quimioterapia. «Steve hablaba conmigo cuando estaba tratando de
curarse comiendo raíces y porquerías parecidas, y yo le decía que estaba loco», recordaba Grove. Levinson afirmó que «se
240
lo suplicaba todos los días» y que le parecía «enormemente frustrante el no poder conectar con él». Las peleas estuvieron
a punto de poner fin a su amistad. «El cáncer no funciona así —insistía Levinson cuando Jobs le hablaba de sus
tratamientos dietéticos—. No puedes resolver esta situación sin cirugía y sin atacar al tumor con sustancias químicas
tóxicas». Incluso el médico y nutricionista Dean Ornish, un pionero en el uso de métodos alternativos y basados en la
nutrición para el tratamiento de enfermedades, dio un largo paseo con Jobs e insistió en que, en ocasiones, los métodos
tradicionales eran la opción correcta. «En serio, necesitas operarte», le dijo Ornish.
La obstinación de Jobs duró nueve meses a partir del momento del diagnóstico, en octubre de 2003. Parte de dicha
testarudez representaba el lado oscuro de su campo de distorsión de la realidad. «Creo que Steve tiene un deseo tan fuerte
de hacer que el mundo funcione de una forma determinada que cree que puede cambiarlo con su mera voluntad —
especuló Levinson—. A veces eso no funciona. La realidad es implacable». La otra faceta de su maravil osa capacidad para
concentrarse era su temible disposición a filtrar todo aquel o a lo que no quería enfrentarse. Eso dio origen a muchos de
sus grandes avances, pero también podía tener resultados desastrosos. «Posee una gran capacidad para ignorar aquel o a
lo que no quiere hacer frente —explicó su esposa—. La cabeza le funciona así, no hay que darle más vueltas». Ya fuera
con respecto a temas personales relacionados con su familia y su matrimonio o a asuntos laborales que girasen en torno a
la ingeniería o los retos empresariales, o a problemas derivados de su salud y el cáncer, en ocasiones Jobs se limitaba a no
implicarse.
En el pasado se había visto recompensado por lo que su esposa denominaba su «pensamiento mágico», su forma de
pensar que podía lograr que las cosas funcionaran como él quería según su voluntad. Pero con el cáncer las cosas eran
muy diferentes. Powel recurrió a todas las personas cercanas a él, incluida su hermana, Mona Simpson, para que trataran
de convencerlo. Finalmente, en julio de 2004, le mostraron el escáner de un TAC en el que se veía que el tumor había
crecido y que posiblemente se había extendido a otros órganos. Aquel o lo obligó a enfrentarse a la realidad.
Jobs se sometió a la operación el sábado 31 de julio de 2004, en el Centro Médico de la Universidad de Stanford. No se le
realizó el «procedimiento de Whipple» completo, que consiste en eliminar una gran parte del estómago y del intestino
además del páncreas. Los médicos consideraron aquel a opción, pero se decidieron por un enfoque menos radical, una
técnica modificada de Whipple en la que solo se eliminaba una parte del páncreas.
Jobs escribió un correo electrónico para sus empleados al día siguiente —y lo envió con su PowerBook conectado a una
estación AirPort Express desde la habitación del hospital— en el que anunciaba que había pasado por el quirófano. Les
aseguró que el tipo de cáncer de páncreas que él tenía «representa cerca del 1 % del total de casos de cáncer de páncreas
diagnosticados cada año, y puede curarse mediante la extracción quirúrgica si se diagnostica a tiempo (como en mi caso)».
Afirmó que no iba a necesitar quimioterapia o radioterapia y que planeaba regresar al trabajo en septiembre. «Mientras
estoy fuera, le he pedido a Tim Cook que se haga cargo de las operaciones diarias de Apple para que no perdamos ni un
segundo —escribió—. Estoy seguro de que en agosto os l amaré a algunos de vosotros más de lo que os gustaría, y
espero veros a todos en septiembre».
Uno de los efectos secundarios de la operación se convirtió en un problema para Jobs, debido a sus dietas obsesivas y a la
extraña costumbre de purgarse y ayunar
que l evaba practicando desde la adolescencia. Como el páncreas produce las enzimas que permiten al estómago digerir la
comida y absorber los nutrientes, eliminar parte del órgano dificulta la obtención de proteínas suficientes. A los pacientes se
les aconseja que se aseguren de comer frecuentemente y de mantener una dieta nutritiva con una gran variedad de
proteínas de la carne y el pescado, además de productos elaborados con leche entera. Jobs nunca había hecho algo así, y
no estaba dispuesto a hacerlo ahora.
Permaneció dos semanas en el hospital y después comenzó su lucha por recuperar las fuerzas. «Recuerdo que el día de
mi regreso me senté ahí —me contó, señalando a la mecedora de su salón—. No tenía fuerzas para caminar. Hizo falta una
semana hasta que pude dar la vuelta a la manzana. Me obligaba a andar hasta el parque que hay a unas manzanas de
aquí y después un poco más al á, y en seis meses casi había recuperado todas mis energías». Desgraciadamente, el
cáncer se había extendido. Durante la operación, los médicos encontraron tres metástasis en el hígado. Si hubieran
operado nueve meses antes, posiblemente habrían eliminado el tumor antes de que se extendiera, aunque eso es algo que
no podían saber con seguridad. Jobs comenzó con los tratamientos de quimioterapia, lo que supuso una complicación más
para sus hábitos alimentarios.
LA CEREMONIA DE GRADUACIÓN DE STANFORD
Jobs mantuvo en secreto su constante batal a contra el cáncer —le dijo a todo el mundo que se había «curado»— con la
241
misma discreción que había mantenido con respecto a su diagnóstico en octubre de 2003. Este secretismo no resultaba
sorprendente. Era parte de la naturaleza de Jobs. Lo que sí resultó más asombroso fue su decisión de hablar en público y
de forma muy personal sobre su salud. Aunque rara vez impartía charlas fuera de las presentaciones de sus productos,
aceptó la invitación de Stanford de pronunciar el discurso de la ceremonia de graduación de junio de 2005. Su humor se
había vuelto meditabundo tras el diagnóstico de la enfermedad y tras cumplir los cincuenta años.
Jobs recurrió al bril ante guionista Aaron Sorkin (Algunos hombres buenos, El ala oeste de la Casa Blanca) para que lo
ayudara con su discurso. Sorkin accedió a colaborar, y él le envió algunas ideas. «Aquel o ocurrió en febrero y no recibí
respuesta, así que volví a contactar con él en abril y me contestó: “Ah, sí”, así que le mandé algunas ideas más —relató
Jobs—. Llegué a hablar con él por teléfono, y él seguía diciéndome que sí, pero al final l egó el principio de junio y no me
había enviado nada».
A Jobs le entró el pánico. Él siempre había redactado sus propias presentaciones, pero nunca había pronunciado un
discurso de graduación. Una noche se sentó y
escribió el texto él solo, sin más ayuda que la de su esposa, a la que le iba presentando sus ideas. Como resultado, aquel a
acabó siendo una disertación muy íntima y sencil a, con el tono personal y sin adornos propio de uno de los productos
perfectos de Steve Jobs.
Alex Haley afirmó en una ocasión que la mejor forma de comenzar un discurso era la frase: «Dejadme que os cuente una
historia». Nadie quiere escuchar un sermón, pero a todo el mundo le encantan los cuentos, y ese es el enfoque que eligió
Jobs. «Hoy quiero contaros tres historias de mi vida —comenzó—. Eso es todo, no es nada del otro mundo, solo tres
historias».
La primera versaba sobre cómo abandonó los estudios en el Reed Col ege. «Pude dejar de asistir a las clases que no me
interesaban y comencé a pasarme por aquel as que parecían mucho más atractivas». La segunda historia relataba cómo el
haber sido despedido de Apple había acabado por resultar algo bueno para él. «La pesada carga de haber tenido éxito se
vio sustituida por la ligereza de ser de nuevo un principiante, de estar menos seguro acerca de todo». Los estudiantes
prestaron una atención poco habitual, a pesar de un avión que sobrevolaba el terreno con una pancarta en la que se les
pedía que «reciclaran toda su chatarra electrónica». Sin embargo, fue la tercera historia la que los mantuvo completamente
cautivados. Era la que trataba sobre el diagnóstico del cáncer y la mayor conciencia que aquel o había traído consigo.
Recordar que pronto estaré muerto es la herramienta más importante que he encontrado nunca para tomar las grandes
decisiones de mi vida, porque casi todo —todas las expectativas externas, todo el orgullo, todo el miedo a la vergüenza o al
fracaso— desaparece al enfrentarlo a la muerte, y solo queda lo que es realmente importante. Recordar que vas a morir es
la mejor manera que conozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay motivo
para no seguir los dictados del corazón.
El ingenioso minimalismo del discurso le otorgaba sencil ez, pureza y encanto. Puedes buscar donde quieras, en antologías
o en YouTube, y no encontrarás un discurso de graduación mejor. Puede que otros fueran más importantes, como el de
George Marshal en Harvard en 1947, en el que anunció un plan para reconstruir Europa, pero ninguno ha sido más
elegante.
UN LEÓN A LOS CINCUENTA
Al cumplir la treintena y la cuarentena, Jobs había celebrado el acontecimiento con las estrel as de Silicon Val ey y otros
personajes famosos de diferentes procedencias. Sin embargo, cuando l egó a los cincuenta en 2005, tras haber sido
operado del cáncer, la fiesta sorpresa preparada por su esposa había reunido principalmente a sus amigos y colegas de
trabajo más cercanos. Se celebró en la cómoda casa de unos amigos en San Francisco, y la gran cocinera Alice Waters
preparó salmón de Escocia con algo de cuscús y verduras cultivadas en su huerto. «Fue una reunión preciosa, cálida e
íntima, en la que todo el mundo, incluso los niños, podían sentarse en la misma habitación», recordaba Waters. El
entretenimiento consistió en una comedia improvisada a cargo de los actores del programa Whose Line Is It Anyway? Al í
se encontraba el buen amigo de Jobs Mike Slade, junto con algunos de sus colegas de Apple y Pixar, entre los cuales
estaban Lasseter, Cook, Schil er, Clow, Rubinstein y Tevanian.
Cook había hecho un buen trabajo dirigiendo la compañía durante la ausencia de Jobs. Mantuvo a raya a los miembros
más temperamentales de Apple y evitó
convertirse en el centro de atención. A Jobs le gustaban las personalidades fuertes, pero solo hasta cierto punto: nunca
242
había animado a ninguno de sus colaboradores a asumir un mayor control ni había estado dispuesto a compartir la gloria.
Resultaba complicado ser su discípulo. Estabas condenado si destacabas, y estabas condenado si no lo hacías. Cook
había logrado sortear aquel as dificultades. Era un hombre tranquilo y decidido cuando se encontraba al mando, pero no
pretendía atraer la atención o los elogios de los demás sobre sí mismo. «A algunas personas les irritaba que Steve se
atribuyera los méritos de todo lo que se hacía, pero a mí eso nunca me importó un comino —afirmó Cook—. Sinceramente,
preferiría que mi nombre nunca apareciera en los periódicos».
Cuando Jobs regresó tras su baja médica, Cook volvió a su labor como la persona que mantenía los diferentes sectores de
Apple correctamente engranados y que permanecía impávido ante las rabietas de Jobs. «Lo que aprendí sobre Steve era
que la gente malinterpretaba sus comentarios como si fueran regañinas o una muestra de negatividad, pero en realidad
solo era la forma en que demostraba su pasión. Así es como yo procesaba todo aquel o, y nunca me tomé esos asuntos
como algo personal». En muchos sentidos, era como una imagen invertida de Jobs: imperturbable, de humor constante y,
tal y como habría señalado el tesauro de NeXT, más saturnino que voluble. «Soy un buen negociador, y probablemente él
sea mejor todavía que yo, porque mantiene la cabeza fría», señaló Jobs posteriormente. Tras dedicarle algunos halagos
más, Jobs añadió en voz baja una reserva, un reparo grave pero que pocas veces se pronunciaba en voz alta. «Pero Tim
no es una persona entregada a los productos per se».
En el otoño de 2005, Jobs eligió a Cook para que se convirtiera en el jefe de operaciones de Apple. Los dos viajaban juntos
en un avión a Japón. Jobs no l egó realmente a pedírselo. Simplemente, se giró hacia él y dijo: «He decidido nombrarte
director de operaciones».
En aquel a época, los viejos amigos de Jobs Jon Rubinstein y Avie Tevanian —los encargados de hardware y software que
habían entrado en la empresa durante la restauración de 1997— anunciaron su decisión de abandonar la compañía. En el
caso de Tevanian, el motivo era que ya había ganado mucho dinero y estaba preparado para dejar de trabajar. «Avie es un
tipo bril ante y muy agradable, mucho más sensato que Ruby, y no tiene un ego tan grande —afirmó Jobs—. Para nosotros
fue una inmensa pérdida que se marchara. Es una persona única, un genio».
El caso de Rubinstein fue un poco más polémico. Le había molestado el ascenso de Cook y estaba agotado tras nueve
años trabajando bajo el mando de Jobs. Sus
peleas a gritos se volvieron más frecuentes. También existía un problema fundamental: Rubinstein chocaba
constantemente con Jony Ive, que solía trabajar para él y que ahora le presentaba sus informes directamente a Jobs. Ive
siempre estaba forzando los límites con diseños deslumbrantes pero muy difíciles de fabricar. El trabajo de Rubinstein, por
naturaleza más cauto, consistía en lograr que el hardware se construyera de una forma práctica, así que a menudo se
producían encontronazos. «En resumidas cuentas, Ruby es un hombre de Hewlett-Packard —declaró Jobs—, y nunca se
involucraba a fondo, no era un hombre agresivo».
Estaba, por ejemplo, el caso de los tornil os que sujetaban las asas del Power Mac G4. Ive decidió que debían tener un
acabado y una forma concretos, pero
Rubinstein pensaba que aquel o sería «astronómicamente» caro y que retrasaría el proyecto durante semanas, así que
vetó la idea. Su trabajo consistía en acabar los productos, lo que significaba que tenía que l egar a soluciones de
compromiso. A Ive le parecía que aquel a postura era opuesta a la innovación, así que decidió a la vez puentearlo para
hablar con Jobs y rodearlo para l egar a los ingenieros de los puestos intermedios. «Ruby decía: “No puedes hacerlo,
supondrá muchos retrasos”, y yo contestaba: “Creo que sí que podemos” —recordaba Ive—. Y yo lo sabía a ciencia cierta,
porque había trabajado a sus espaldas con los equipos de producción». En este y otros casos, Jobs se puso de parte de
Ive.
En ocasiones Ive y Rubinstein se enzarzaban en enfrentamientos a empujones que casi l egaban a las manos. Al final, el
diseñador le dio un ultimátum a Jobs: «O él o
yo». Jobs eligió a Ive. Para entonces, Rubinstein ya estaba listo para marcharse. Su esposa y él habían comprado una
parcela en México, y él quería tomarse un tiempo para construir al í una casa. Al final acabó trabajando para Palm, que
estaba tratando de igualar el iPhone de Apple. Jobs se puso tan furioso al enterarse de que Palm había reclutado a uno de
sus antiguos empleados que se quejó a Bono. El cantante era el cofundador de un grupo privado de inversión dirigido por el
antiguo director financiero de Apple, Fred Anderson, que había adquirido una participación mayoritaria en Palm. Bono le
envió un mensaje a Jobs en el que decía: «Deberías tranquilizarte con este tema. Es como si los Beatles te l amaran
porque los Herman’s Hermits hubieran contratado a uno de sus técnicos». Jobs reconoció posteriormente que se había
excedido en su reacción. «El hecho de que su proyecto resultara ser un completo fracaso ayuda a sanar la herida», añadió.
Jobs logró formar un nuevo equipo de gestión que discutiera algo menos y resultara algo más comedido. Sus miembros
principales, además de Cook e Ive, eran Scott Forstal , a cargo del software del iPhone; Phil Schil er, encargado de
marketing; Bob Mansfield, responsable del hardware del Mac; Eddy Cue, al mando de los servicios de internet, y Peter
Oppenheimer como director financiero. Aunque su equipo de jefes ejecutivos mostrara una aparente homogeneidad
243
superficial —todos el os eran varones blancos de mediana edad—, representaban en realidad toda una gama de estilos. Ive
era emocional y expresivo; Cook, frío como el acero. Todos sabían que Jobs esperaba que le mostraran una cierta
deferencia y que al mismo tiempo defendieran sus ideas y estuvieran dispuestos a discutir. Era un equilibrio difícil de
mantener, pero cada uno lo lograba a su modo. «Me di cuenta desde el primer momento de que, si no expresabas tu
opinión, él te iba a acribil ar —comentó Cook—. Le gusta adoptar la postura contraria a la tuya para fomentar la discusión,
porque eso puede l evarte a un mejor resultado. Así pues, si no te sientes cómodo
mostrando tu desacuerdo, entonces no podrás sobrevivir».
El principal lugar para la libre discusión era la reunión del equipo ejecutivo de los lunes por la mañana, que empezaba a las
nueve y se prolongaba tres o cuatro horas. Cook dedicaba unos diez minutos a los gráficos que mostraban la evolución del
negocio, seguidos de extensas discusiones sobre cada uno de los productos de la compañía. Las conversaciones siempre
se centraban en el futuro: ¿qué es lo próximo que debe hacer un producto? ¿Qué nuevas líneas hay que desarrol ar? Jobs
utilizaba las reuniones para reforzar la idea de que todos compartían una misma misión. Esto servía para centralizar el
control —lo que hacía que la compañía pareciera estar tan fuertemente integrada como un buen producto de Apple—, y a
la vez evitaba las luchas entre departamentos que asolaban a algunas empresas descentralizadas.
Jobs también utilizaba las reuniones para fomentar la concentración. En la granja de Robert Friedland, su trabajo había
consistido en podar los manzanos para que
crecieran fuertes, y aquel o se convirtió en una metáfora de las labores de poda que realizaba en Apple. En lugar de animar
a cada grupo a que dejara que las líneas de productos proliferasen de acuerdo con las consideraciones de marketing, o de
permitir que florecieran un mil ar de ideas, Jobs insistía en que Apple se centrara únicamente en dos o tres objetivos
prioritarios al mismo tiempo. «No hay nadie a quien se le dé mejor silenciar el ruido que le rodea —afirmó Cook—. Eso le
permite centrarse en unas pocas cosas y decirles que no a muchas. Hay pocas personas a las que de verdad se les dé bien
hacer algo así».
Cuenta la leyenda que en la antigua Roma, cuando un general victorioso desfilaba por las cal es, iba acompañado en
ocasiones de un sirviente cuyo trabajo consistía en repetirle «memento mori», «recuerda que vas a morir». El recordatorio
de su condición de mortal ayudaba al héroe a mantener la perspectiva de las cosas y a inculcarle humildad. El memento
mori de Jobs había l egado de la mano de sus médicos, pero no sirvió para infundirle humildad alguna. En vez de eso, Jobs
volvió a rugir tras su recuperación con mayor pasión todavía, como si contara con un tiempo limitado para cumplir sus
objetivos. Al mismo tiempo que mostraba su lado íntimo en el discurso de Stanford, la enfermedad le recordaba que no
tenía nada que perder, así que debía seguir adelante a toda velocidad. «Regresó con una misión —señaló Cook—. Aunque
ahora estaba al frente de una gran compañía, seguía realizando osadas maniobras que no creo que nadie más se hubiera
atrevido a emprender».
Durante un tiempo hubo algunos indicios, o al menos algunas esperanzas, de que hubiera templado un poco su estilo
personal, de que el hecho de enfrentarse al cáncer y cumplir cincuenta años lo hubiera hecho mostrarse algo menos brutal
cuando se enfadaba. «Justo después de regresar tras su operación, no solía humil ar tanto a los trabajadores —recordaba
Tevanian—. Si algo no le gustaba, podía gritar, enfadarse mucho y utilizar todo tipo de exabruptos, pero no con la intención
de destruir por completo a la persona con la que estuviera hablando. Aquel a era simplemente su forma de lograr que esa
persona hiciera un mejor trabajo». Tevanian reflexionó un momento mientras comentaba todo esto, y entonces añadió una
salvedad: «A menos que pensara que alguien era realmente malo y debía marcharse de la compañía, cosa que ocurría de
vez en cuando».
Algunas veces, no obstante, regresaban aquel os bruscos modales. La mayoría de sus compañeros ya estaban
acostumbrados a el os por aquel entonces y habían aprendido a soportarlos, pero lo que más les molestaba eran los
momentos en que su ira se dirigía a desconocidos. «Una vez fuimos a un supermercado Whole Foods para comprar un
batido de frutas —recordaba Ive— y había una mujer mayor preparándolo, y él comenzó a atosigarla por la forma en que lo
estaba haciendo. Después la compadeció.“Es una mujer mayor y no quiere dedicarse a esto”. No relacionó ambas cosas.
En los dos casos estaba siendo un purista».
Durante un viaje a Londres con Jobs, Ive recibió la ingrata tarea de elegir el alojamiento. Escogió el Hempel, un plácido
hotel de diseño de cinco estrel as con un
minimalismo sofisticado que él pensó que agradaría a Jobs. Sin embargo, en cuanto l egaron para registrarse, se preparó
para lo peor y, efectivamente, su teléfono comenzó a sonar un minuto después. «Detesto mi habitación —dijo Jobs—. Es
una mierda, vámonos de aquí». Así pues, Ive recogió sus maletas y se dirigió a la recepción, donde Jobs le contó sin
rodeos al atónito recepcionista lo que pensaba de aquel lugar. Ive se dio cuenta de que la mayoría de la gente, él incluido,
244
no acostumbra a mostrarse tan directa cuando piensa que un producto es de mala calidad porque siente el deseo de
agradar, «lo que en el fondo no es más que un rasgo de vanidad». Aquel a era una explicación excesivamente amable. En
cualquier caso, no era un rasgo compartido por Jobs.
Como Ive era un hombre agradable por naturaleza, le intrigaba la razón por la que Jobs, que le caía muy bien, se
comportaba como lo hacía. Una tarde, en un bar de
San Francisco, se apoyó en la barra con ferviente intensidad y trató de analizarlo:
Es un hombre muy, muy sensible. Ese es uno de los factores que contribuyen a que su comportamiento antisocial, su
grosería, resulten tan inexplicables. Comprendo por qué la gente dura e insensible puede resultar maleducada, pero no una
persona sensible. Una vez le pregunté por qué se enfadaba tanto en ocasiones. Él respondió: «Pero si el enfado no me
dura». Tiene una capacidad muy infantil para irritarse mucho por algo y olvidarlo al instante. Sin embargo, creo
sinceramente que hay otras ocasiones en las que se siente muy frustrado, y su forma de alcanzar una catarsis consiste en
herir a los demás. Y me parece que él piensa que tiene libertad y licencia para hacerlo. Cree que las normas habituales del
comportamiento social no están hechas para él. Gracias a su gran sensibilidad, sabe exactamente cómo herir a alguien con
eficacia y eficiencia. Y lo hace. No muy a menudo, pero sí algunas veces.
De vez en cuando, algún compañero sensato trataba de l evarse aparte a Jobs para calmarlo. Lee Clow era un maestro en
aquel arte. «Steve, ¿puedo hablar contigo?», preguntaba en voz baja cuando Jobs había humil ado públicamente a alguien.
Entonces se iba al despacho de Jobs y le explicaba lo mucho que se estaban esforzando todos. «Cuando los humil as,
resulta más debilitante que estimulante», lo reprendió en una de aquel as sesiones. Jobs se disculpaba y afirmaba que lo
comprendía, pero entonces volvía a perder los estribos. «Sencil amente es que soy así», solía decir.
Una de las cosas que sí se suavizaron fue su actitud hacia Bil Gates. Microsoft había cumplido su parte del trato alcanzado
en 1997, cuando accedió a seguir desarrol ando grandes aplicaciones de software para el Macintosh. Además, la empresa
estaba perdiendo relevancia como competidora, puesto que hasta la fecha no había logrado replicar la estrategia del centro
digital de Apple. Gates y Jobs mantenían un enfoque muy diferente con respecto a los productos y la innovación, pero su
rivalidad había despertado en ambos una sorprendente autoconciencia.
En el congreso Al Things Digital celebrado en mayo de 2007, los columnistas del Wall Street Journal Walt Mossberg y Kara
Swisher trataron de reunirlos para una entrevista conjunta. Mossberg invitó en primer lugar a Jobs, que no asistía a
demasiadas conferencias como aquel a, y se sorprendió cuando este afirmó que estaba
dispuesto a hacerlo solo si Gates también accedía. Al enterarse de aquel o, Gates también aceptó. El plan estuvo a punto
de venirse abajo cuando Gates le ofreció una entrevista a Steven Levy, de Newsweek, y no pudo contenerse cuando le
preguntaron por los anuncios de televisión en los que los Mac de Apple se comparaban con los PC y se ridiculizaba a los
usuarios de Windows al presentarlos como aburridos zopencos, mientras que el Mac era presentado como un producto más
moderno.
«No sé por qué andan comportándose como si fueran superiores —declaró Gates, acalorándose cada vez más—. Me
pregunto si la sinceridad tiene alguna importancia en estos asuntos, o si el hecho de ser muy moderno implica que puedes
ser un mentiroso siempre que te apetezca. No hay ni el menor atisbo de verdad en esos anuncios». Levy añadió algo más
de leña al fuego al preguntarle si el nuevo sistema operativo de Windows, Vista, copiaba muchas de las características del
Mac.
«Puedes investigar y comprobar quién presentó primero cualquiera de esas funciones, si es que te importan algo los
hechos —respondió Gates—. Si simplemente quieres decir: “Steve Jobs inventó el mundo y después el resto se dedicó a
subirse al carro”, por mí no hay problema».
Jobs l amó a Mossberg y le dijo que, en vista de lo que Gates le había contado a Newsweek, no resultaría productivo
celebrar una sesión conjunta. Sin embargo, Mossberg logró que la situación volviera a su cauce. Quería que la aparición de
ambos aquel a tarde fuera una discusión cordial y no un debate, pero las probabilidades de que eso ocurriera parecieron
disminuir cuando Jobs asestó un duro golpe a Microsoft durante una entrevista en solitario con Mossberg la mañana de ese
mismo día. Cuando le preguntó por el motivo de que el software de iTunes de Apple para ordenadores Windows gozara de
tanta popularidad, Jobs bromeó: «Es como ofrecerle un vaso de agua fría a alguien que está en el infierno».
Así pues, cuando l egó la hora de que Gates y Jobs se encontraran en la sala de espera antes de celebrar la sesión
conjunta de aquel a tarde, Mossberg estaba preocupado. Gates l egó el primero junto con su asistente, Larry Cohen, que le
había informado del comentario que Jobs había realizado ese mismo día. Unos minutos más tarde, Jobs entró en la sala,
245
agarró una botel a de agua de un cubo con hielos y se sentó. Tras unos instantes de silencio, Gates comentó: «Entonces
supongo que yo soy el representante del infierno». No estaba sonriendo. Jobs se quedó quieto, esbozó una de sus pícaras
sonrisas y le entregó la botel a de agua fría. Gates se relajó y la tensión se disipó.
El resultado fue un dueto fascinante, en el que los dos chicos prodigio de la era digital hablaron, primero con cautela y
después con afecto, el uno acerca del otro. Lo más memorable fueron las cándidas respuestas que ofrecieron cuando la
estratega tecnológica Lise Buyer, que se encontraba entre el público, les preguntó qué habían aprendido al observarse
mutuamente. «Bueno, yo daría mucho por tener el gusto de Steve», respondió Gates. Se oyeron algunas risil as nerviosas.
Todavía era célebre la cita de Jobs de diez años antes en la que afirmó que su problema con Microsoft era que no tenían
absolutamente ningún gusto. Sin embargo, Gates insistió en que hablaba en serio. Jobs tenía «un talento innato en cuanto
al gusto intuitivo, tanto para la gente como para los productos». Recordaba como él y Jobs solían sentarse juntos a revisar
el software que Microsoft estaba creando para el Macintosh. «Yo veía como Steve tomaba decisiones basándose en una
intuición sobre la gente y los productos que me resulta difícil incluso de explicar. La forma en que hace las cosas es
diferente a la de todos los demás y creo que es algo mágico. Y en aquel caso me dejó sorprendido».
Jobs se quedó mirando al suelo. Después me confesó que se había quedado sin palabras ante la sinceridad y la elegancia
que acababa de demostrar Gates. Jobs se
mostró igualmente sincero, aunque no tan elegante, cuando l egó su turno. Describió la gran división entre la teología de
Apple que defendía la creación de productos completamente integrados y la disposición de Microsoft a ofrecer licencias de
uso a fabricantes de hardware de la competencia. Señaló que, en el mercado de la música, la estrategia integrada —
encarnada por el paquete iTunes/iPod— estaba demostrando ser mejor, pero el enfoque individualizado de Microsoft
estaba dando mejores resultados en el mercado de los ordenadores personales. Una pregunta que él mismo planteó de
improviso fue: ¿qué táctica daría mejor resultado con los teléfonos móviles?
A continuación procedió a señalar con perspicacia un detal e. Afirmó que aquel a diferencia en cuanto a las filosofías de
diseño había hecho que a Apple y a él se les
diera peor colaborar con otras compañías. «Como Woz y yo creamos la compañía basándonos en la idea de fabricar todo
el producto, no se nos daba tan bien asociarnos con otras personas —afirmó—, y creo que si Apple hubiera tenido un poco
más de aquel espíritu de colaboración en su ADN, le habría resultado extremadamente útil».
246
35
El iPhone
Tres productos revolucionarios en uno
UN IPOD QUE REALIZA LLAMADAS
En 2005, las ventas del iPod se habían disparado. Ese año vendió la asombrosa cifra de veinte mi lones de unidades,
cuadruplicando la cantidad del año anterior. Aquel producto estaba siendo cada vez más importante para el balance final de
la empresa, el 45 % de sus ingresos en 2005, y también fomentaba la imagen moderna y actual de la compañía, gracias a
lo cual incrementaba las ventas de los Macs.
Pero eso tenía preocupado a Jobs. «Siempre estaba obsesionándose acerca de qué podría desbaratar nuestra situación»,
recordaba Art Levinson, miembro del
consejo de administración. Jobs había legado a una conclusión: «El dispositivo que puede acabar con nosotros es el
teléfono móvil». Según le explicó al consejo, el mercado de las cámaras digitales estaba viniéndose abajo ahora que los
teléfonos iban equipados con e las. Lo mismo podía ocurrirle al iPod si los fabricantes de móviles comenzaban a instalar en
e los reproductores de música. «Todo el mundo leva un móvil encima, así que eso podría hacer que el iPod resultara
innecesario».
Su primera estrategia consistió en hacer algo que, según había reconocido frente a Bi l Gates, no formaba parte de su ADN:
asociarse con otra compañía. Era amigo de Ed Zander, el nuevo consejero delegado de Motorola, así que comenzó a
hablar con él sobre la posibilidad de crear un compañero para el popular RAZR de Motorola, que integraba un teléfono
móvil y una cámara digital, de forma que contara también con un iPod. Así nació el ROKR.
Al final, aquel producto acabó por carecer del atractivo minimalismo de un iPod y de la cómoda esbeltez del RAZR. Era feo,
difícil de cargar y con un límite arbitrario de cien canciones. Mostraba todos los rasgos característicos de un producto que
se hubiera negociado a través de un comité, lo cual iba en contra de la forma en que a Jobs le gustaba trabajar. En lugar de
contar con un hardware, un software y unos contenidos bajo el control de una misma compañía, era una mezcla de
aportaciones de Motorola, Apple y la empresa de telefonía móvil Cingular. «¿Y lamas a esto el teléfono del futuro?», se
burlaba Wired en su portada de noviembre de
2005.
Jobs estaba furioso. «Estoy harto de tratar con empresas estúpidas como Motorola —les dijo a Tony Fade l y a otros
asistentes a las reuniones de revisión del iPod
—. Hagámoslo nosotros mismos». Había advertido algo extraño acerca de los teléfonos móviles existentes en el mercado:
todos eran una porquería, igual que les había ocurrido a los reproductores portátiles de música. «Todos andábamos por ahí
quejándonos sobre lo mucho que detestábamos nuestros teléfonos —recordaba—. Eran demasiado complicados. Tenían
aplicaciones cuyo funcionamiento nadie podía averiguar, incluida la agenda de direcciones. Era extremadamente
complejo». El abogado George Riley recuerda que en algunas reuniones a las que asistía para tratar determinados temas
jurídicos, Jobs, que se aburría, le cogía el teléfono móvil y comenzaba a señalar todos los motivos por los cuales era «una
basura». Así pues, Jobs y su equipo comenzaron a entusiasmarse ante la posibilidad de fabricar el teléfono que e los
mismos querrían utilizar. «Esa es la mejor motivación de todas», afirmó después Jobs.
Otra motivación era el mercado potencial. En 2005 se vendieron más de 825 mi lones de teléfonos móviles a todo tipo de
consumidores, desde estudiantes de primaria hasta ancianas. Como la mayoría de e los eran una porquería, había espacio
para un producto moderno y de calidad, igual que había ocurrido con el mercado de los reproductores portátiles de música.
Al principio Jobs le asignó el proyecto al grupo de Apple que se encargaba de la estación base inalámbrica AirPort, con la
teoría de que aquel también iba a ser un dispositivo inalámbrico. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que se trataba
principalmente de un producto de consumo, como el iPod, así que se lo reasignó a Fade l y sus compañeros de equipo.
Su primera propuesta consistió en una modificación del iPod. Trataron de utilizar la rueda como mecanismo para que el
usuario se desplazara por las diferentes opciones del teléfono y para que, sin teclado alguno, tratara de pulsar los números
deseados. Aque la no era una combinación natural. «Estábamos teniendo muchos problemas con la rueda, especialmente
a la hora de teclear los números de teléfono —recordaba Fade l—. Era un sistema pesado y torpe». Aque lo funcionaba
para desplazarse por la agenda, pero resultaba horrible cuando legaba la hora de teclear cualquier cosa. El equipo trató de
convencerse de que los usuarios iban a lamar principalmente a gente que ya estuviera en su lista de contactos, pero en el
fondo ya sabían que aquel sistema no iba a funcionar.
En aquel momento había en marcha un segundo proyecto en Apple: una iniciativa secreta para fabricar una tableta
electrónica. En 2005, aque las propuestas se
247
entrecruzaron y las ideas para la tableta se filtraron en los planes del teléfono. Dicho de otra forma, la idea que dio origen al
iPad se plasmó antes en el iPhone, contribuyó a su nacimiento y ayudó a darle forma.
MULTITÁCTIL
Uno de los ingenieros que estaban desarro lando una tableta en Microsoft era el marido de una amiga de Laurene y Steve
Jobs, y cuando cumplió cincuenta años organizó una cena a la que los dos estaban invitados junto con Bi l y Melinda Gates.
Jobs asistió de mala gana. «Steve se mostró bastante cordial conmigo en la cena», recordaba Gates. Sin embargo, «no
estuvo especialmente amistoso» con el hombre que celebraba su cumpleaños.
A Gates le molestaba que aquel hombre anduviera revelando constantemente información sobre la tableta que había
desarro lado para Microsoft. «Era empleado nuestro y manejaba información cuya propiedad intelectual nos pertenecía»,
relató Gates. A Jobs también le irritó su comportamiento, que trajo consigo las consecuencias exactas temidas por Gates.
Según recordaba Jobs:
Ese tío no hacía más que darme la lata con que Microsoft iba a cambiar completamente el mundo con su software para
tabletas electrónicas, que iba a eliminar todos los ordenadores portátiles y que Apple debía hacerse con licencias de uso de
su software de Microsoft. Pero todo el diseño de aquel dispositivo estaba mal. Tenía un puntero. En cuanto tienes un
puntero, estás muerto. Aquella cena era como la décima vez que me hablaba de ello, y yo estaba tan harto que llegué a
casa y me dije: «A la mierda, vamos a enseñarle lo que puede hacer de verdad una tableta».
Jobs legó a la oficina al día siguiente, reunió a su equipo y afirmó: «Quiero fabricar una tableta, y no puede tener ni puntero
ni teclado». Los usuarios debían ser capaces de teclear tocando la panta la con los dedos. Eso implicaba que la panta la
necesitaba contar con una tecnología conocida como «multitáctil», que le otorgaba la capacidad de procesar múltiples
órdenes al mismo tiempo. «¿Vosotros seríais capaces de fabricarme una panta la multitáctil que se pueda manejar con los
dedos?», preguntó. Tardaron unos seis meses, pero al final crearon un prototipo rudimentario, aunque viable. Jobs se lo
entregó a otro de los diseñadores de interfaz de usuario de Apple, y este presentó al cabo de un mes la idea del
desplazamiento con inercia, que le permite al usuario moverse por la panta la y deslizar la imagen como si fuera un
elemento físico. «Me quedé alucinado», recordaba Jobs.
Jony Ive guardaba un recuerdo diferente sobre el desarro lo de esa novedosa tecnología. Según su versión, su equipo de
diseño ya había estado trabajando en un
sistema de navegación multitáctil destinado al trackpad del ordenador portátil MacBook Pro, y por entonces experimentaban
con la forma de trasladar dicha capacidad a la panta la de un ordenador. Utilizaron un proyector para mostrar sobre una
pared el aspecto que iba a tener. «Esto va a cambiarlo todo», le dijo Ive a su equipo, pero se tomó sus precauciones y no
se lo enseñó a Jobs de inmediato, especialmente porque su equipo había estado trabajando en aquel proyecto en su
tiempo libre y no quería echar por tierra su entusiasmo. «Como Steve ofrece sus opiniones al instante, no suelo enseñarle
las cosas cuando hay más gente delante — recordaba Ive—. Podía soltarte algo como “Esto es una mierda” y rechazar la
idea. Yo opino que las ideas son algo muy frágil, así que hay que tener cuidado con e las cuando se encuentran en su fase
de desarro lo. Me di cuenta de que si Jobs hubiera mandado al garete este proyecto habría sido muy triste, porque yo sabía
que resultaba muy importante».
Ive preparó la demostración en su sala de reuniones y se la presentó a Jobs en privado, consciente de que era menos
probable recibir un juicio apresurado si no había público. Afortunadamente, la idea le encantó. «Esto es el futuro», exclamó
con regocijo.
Aque la era, de hecho, una idea tan buena que Jobs se dio cuenta de que podría resolver su problema para crear una
interfaz destinada al teléfono móvil que estaban
diseñando. Aquel proyecto era mucho más importante, así que interrumpió momentáneamente el desarro lo de la tableta
mientras la interfaz multitáctil se adaptaba para una panta la del tamaño de un teléfono. «Si funcionaba en un teléfono —
recordaba—, sabía que podríamos volver a e lo y aplicarlo a la tableta».
Jobs convocó a Fade l, Rubinstein y Schi ler para que asistieran a una reunión secreta en la sala de conferencias del
estudio de diseño, donde Ive ofreció una
demostración de la panta la multitáctil. «¡Guau!», se sorprendió Fade l. A todo el mundo le encantó, pero no estaban
seguros de que aque lo pudiera funcionar en un teléfono móvil. Decidieron proseguir por dos vías: «P1» era el código que
recibió el teléfono que estaban desarro lando con una rueda como la del iPod, y «P2» era la nueva alternativa que
248
empleaba una panta la multitáctil.
Había una pequeña compañía en Delaware, lamada FingerWorks, que ya se estaba produciendo una línea de trackpads
multitáctiles para ordenadores portátiles. La empresa, fundada por dos profesores de la Universidad de Delaware, John
Elias y Wayne Westerman, había desarro lado también algunas tabletas con tecnología multitáctil y registrado patentes
sobre la forma de traducir varios gestos de los dedos, como los pe lizcos o los deslizamientos, y convertirlos en funciones
prácticas. A principios de 2005, Apple adquirió discretamente aque la empresa, todas sus patentes y los servicios de sus
dos fundadores. FingerWorks dejó de venderles sus productos a otras empresas y comenzó a registrar sus nuevas
patentes a nombre de Apple.
Después de seis meses de trabajo con el teléfono P1 de rueda pulsable y el P2 con tecnología multitáctil, Jobs convocó a
su círculo más cercano en su sala de conferencias para tomar una decisión. Fade l se había estado esforzando mucho en
desarro lar el modelo con rueda, pero reconoció que no habían resuelto el problema de encontrar una forma senci la de
marcar los números para las lamadas. La opción multitáctil resultaba más arriesgada, porque no estaban seguros de que
pudiera implementarse adecuadamente, pero también era una alternativa más prometedora y emocionante. «Todos
sabemos que esta es la versión que queremos crear — afirmó Jobs señalando la panta la táctil—, así que hagamos que
funcione». Aquel era uno de esos momentos en los que, según su expresión, «se jugaban la compañía», con un gran riesgo
y una gran recompensa si tenían éxito.
Un par de miembros del equipo defendieron la opción de contar también con un teclado, en vista de la popularidad de la
BlackBerry, pero Jobs vetó aque la idea.
Un teclado físico ocuparía espacio de la panta la, y no sería tan flexible o adaptable como el teclado de una panta la táctil.
«Un teclado de hardware parece una solución senci la, pero limita las opciones —afirmó—. Piensa en todas las
innovaciones que podríamos adaptar si incluyéramos el teclado en la panta la mediante software. Apostemos por esa idea,
y entonces encontraremos la forma de hacer que funcione». El resultado fue un aparato que muestra un teclado numérico
cuando quieres teclear un número de teléfono, un teclado alfabético si quieres escribir y todos los botones que puedas
necesitar para cualquier actividad concreta. Y entonces todos e los desaparecen mientras estás viendo un vídeo. Al hacer
que el software sustituya al hardware, la interfaz se volvía más fluida y flexible.
Jobs invirtió unas horas todos los días a lo largo de seis meses para ayudar a refinar la presentación de la panta la. «Es la
diversión más compleja de la que he disfrutado nunca —recordaba—. Era como ser uno más durante los ensayos para
grabar el disco de Sgt. Pepper». Muchas de las características que hoy parecen senci las fueron el resultado de varias
tormentas de ideas del equipo creativo. Por ejemplo, a los miembros del grupo les preocupaba cómo lograr que el aparato
no se pusiera a reproducir música o a realizar una lamada de forma accidental cuando se encontraba metido en un bolsi lo.
Jobs sentía una aversión congénita hacia los interruptores de encendido y apagado, a los que consideraba «inelegantes».
La solución fue la opción de «Deslizar para desbloquear», una función senci la y divertida que activa el dispositivo cuando
se ha quedado en reposo. Otro gran avance fue el sensor que detecta si te has puesto el teléfono contra la oreja, para que
esta no active por accidente alguna función. Y, por supuesto, los iconos aparecían con la forma favorita de Jobs, la primitiva
que ordenó diseñar a Bi l Atkinson para el software del primer Macintosh: rectángulos con las esquinas redondeadas.
Durante una sesión tras otra, con Jobs inmerso en todos los deta les, los miembros del equipo fueron descubriendo formas
de simplificar lo que otros teléfonos
habían complicado. Añadieron una gran barra para que el usuario pudiera poner en espera una lamada o para realizar
teleconferencias, encontraron una manera senci la de navegar a través del correo electrónico y crearon iconos que se
pudieran desplazar horizontalmente para acceder a diferentes aplicaciones. Todas resultaban más senci las porque podían
utilizarse de forma gráfica en la panta la, en lugar de mediante un teclado integrado en el hardware.
CRISTAL GORILA
Jobs se encaprichaba con ciertos materiales de la misma forma que lo hacía con determinados alimentos. Cuando regresó
a Apple en 1997 y comenzó a trabajar en el iMac, se había entusiasmado con todo lo que se podía hacer con el plástico
translúcido y de colores. La siguiente fase fue el metal. Ive y él sustituyeron el PowerBook G3, curvo y plástico, por el
elegante acabado de titanio del PowerBook G4, que se rediseñó dos años más tarde en aluminio, como si quisieran
demostrar lo mucho que les gustaban los diferentes metales. A continuación produjeron un iMac y un iPod nano en aluminio
anodizado, es decir, que habían bañado en ácido el metal y lo habían electrificado para que la superficie se oxidara. A Jobs
le dijeron que no podrían producirlo en las cantidades necesarias, así que ordenó que se construyera una fábrica en China
para que se encargaran de e lo. Ive fue a lí, en plena epidemia de gripe aviar, para supervisar el proceso. «Me quedé tres
meses en una residencia de estudiantes para trabajar en aquel proyecto —recordaba—. Ruby y los demás afirmaron que
249
iba a ser imposible, pero quería hacerlo porque Steve y yo opinábamos que el aluminio anodizado dotaría a los productos
de una gran integridad».
A continuación legó el turno del cristal. «Después de trabajar con el metal, miré a Jony y le dije que debíamos dominar el
cristal», comentó Jobs. Para las tiendas de
Apple habían creado inmensos ventanales y escaleras de cristal. En el iPhone, el plan original era incluir, como en el iPod,
una panta la plástica. Sin embargo, Jobs decidió que sería mucho mejor —que el aspecto sería mucho más elegante y
sólido— si las panta las fueran de cristal, así que se puso manos a la obra para encontrar una variedad que fuera a la vez
fuerte y resistente a los arañazos.
El lugar lógico en el que buscar era Asia, donde se producía el cristal para las tiendas de Apple. Sin embargo, John Seeley
Brown, un amigo de Jobs que formaba parte del consejo de la empresa Corning Glass, situada en el estado de Nueva York,
le comentó que debía hablar con el consejero delegado de su compañía, un tipo joven y dinámico lamado Wende l Weeks.
Así pues, Jobs lamó a la centralita principal de Corning, dijo cómo se lamaba y pidió que lo pasaran con Weeks. Lo atendió
un ayudante, que se ofreció a transmitir el mensaje. «No, soy Steve Jobs —replicó—. Pásame con él». El asistente se
negó. Jobs lamó a Brown y se quejó de que lo habían sometido a «las sandeces típicas de la Costa Este». Cuando Weeks
se enteró, lamó a la centralita principal de Apple y pidió hablar con Jobs. Le indicaron que debía enviar su solicitud por
escrito a través de un fax. Cuando le contaron a Jobs lo que había sucedido, decidió que Weeks le caía bien y lo invitó a
Cupertino.
Jobs describió el tipo de cristal que Apple quería para el iPhone, y Weeks le informó de que Corning había desarro lado un
proceso de intercambio químico en los años sesenta que los había levado a crear lo que e los denominaban «cristal gorila».
Era increíblemente fuerte, pero nunca legaron a encontrar un mercado para él, así que Corning dejó de producirlo. Jobs dijo
dudar de que fuera suficientemente bueno, y comenzó a explicarle a Weeks cómo se fabricaba el cristal. Aque lo pareció
divertir a Weeks, que en realidad sabía más que Jobs sobre el tema. «¿Quieres ca larte —lo interrumpió— y dejarme que te
enseñe algo de ciencia?». Jobs quedó desconcertado y se ca ló. Su interlocutor se acercó a la pizarra y le dio una clase
rápida sobre la química necesaria, que incluía un proceso de intercambio de iones que creaba una capa de compresión
sobre la superficie del cristal. Ese dato hizo que Jobs cambiara de opinión. Convencido, aseguró que quería todo el cristal
de ese tipo que Corning pudiera producir en seis meses. «No tenemos la capacidad necesaria —replicóWeeks—. Ninguna
de nuestras plantas produce ya ese cristal».
«No te preocupes», respondió Jobs. Aque lo sorprendió a Weeks, que era un hombre confiado y jovial, pero que no estaba
acostumbrado al campo de distorsión
de la realidad de Jobs. Trató de explicarle que una falsa confianza no lo ayudaría a superar los desafíos de ingeniería, pero
aque la era una premisa que Jobs ya había demostrado en repetidas ocasiones no estar dispuesto a aceptar. Se quedó
mirando fijamente a Weeks sin pestañear. «Sí que puedes hacerlo —afirmó—. Hazte a la idea. Puedes hacerlo».
Cuando Weeks narró aque la historia, negaba con la cabeza en actitud perpleja. «Lo hicimos en menos de seis meses —
comentó—. Creamos un cristal que no se había fabricado nunca». La fábrica de Corning en Harrisburg, Kentucky, que
había estado encargándose de las panta las de cristal líquido, pasó prácticamente de la noche a la mañana a producir
cristal gorila a tiempo completo. «Pusimos a trabajar a nuestros mejores científicos e ingenieros y logramos levarlo a
cabo». En su espacioso despacho, Weeks solo tiene expuesto un recuerdo enmarcado. Es un mensaje que Jobs le envió el
día en que el iPhone salió al mercado. «No podríamos haberlo hecho sin ti».
Weeks acabó entablando amistad con Jony Ive, que iba a visitarlo a veces a su casa de vacaciones junto a un lago en el
estado de Nueva York. «Puedo entregarle a Jony tipos diferentes de cristal y él es capaz de notar por el tacto que son
distintos —señaló Weeks—. Solo el director de investigación de mi empresa puede hacer algo así. Steve adora o detesta
enseguida las cosas que le enseñas, pero Jony juega con e las, reflexiona y se pregunta cuáles son sus matices y sus
posibilidades». En 2010, Ive levó a los miembros principales de su equipo a Corning para que fabricaran cristal bajo las
órdenes de los capataces de la empresa. La compañía estaba trabajando ese año en un cristal muchísimo más fuerte, cuyo
nombre en clave era «cristal Godzi la», y esperaban ser capaces algún día de poder crear cristales y cerámicas lo
suficientemente duros como para que se pudieran utilizar en un iPhone que no necesitara un reborde metálico. «Jobs y
Apple nos hicieron mejorar — afirmó Weeks—. Todos somos unos fanáticos de los productos que fabricamos».
EL DISEÑO
En muchos de sus grandes proyectos, como la primera entrega de Toy Story y las tiendas Apple, Jobs solía detener todo el
proceso cuando estaba a punto de acabar y decidía introducir algunas modificaciones importantes. Aque lo ocurrió también
250
con el diseño del iPhone. El proyecto original contaba con la panta la de cristal insertada en una cubierta de aluminio. Un
lunes por la mañana, Jobs fue a ver a Ive. «Anoche no dormí nada —afirmó— porque me di cuenta de que no me
entusiasma esta idea». Aquel era el producto más importante que creaba desde el primer Macintosh, y su aspecto no
acababa de convencerlo. Ive, para su propia consternación, se dio cuenta al instante de que Jobs tenía razón. «Recuerdo
que me sentí absolutamente avergonzado ante el hecho de que él hubiera tenido que señalarme algo así».
El problema era que el iPhone debía estar completamente centrado en la panta la, pero en aquel diseño la cubierta
competía con e la en lugar de quedar relegada a un puesto secundario. Todo el aparato parecía demasiado masculino,
pragmático y eficaz. «Chicos, sé que os habéis estado matando con este diseño durante los
últimos nueve meses, pero vamos a cambiarlo —le anunció Jobs al equipo de Ive—. Todos vamos a tener que trabajar por
las noches y durante los fines de semana, y si queréis podemos repartir algunas pistolas para que podáis matarnos ahora».
En lugar de oponerse, el equipo accedió a los cambios. «Fue uno de los momentos en que más orgu loso me sentí en
Apple», recordaba Jobs.
El nuevo diseño acabó consistiendo en un fino bisel de acero inoxidable que permitía que la panta la de cristal gorila legara
justo hasta el borde. Cada pieza del teléfono parecía rendirse ante la panta la. El nuevo aspecto era austero pero también
cordial. Podías acariciarlo. Aque lo suponía que tenían que rehacer las placas base, la antena y la disposición del
procesador en el interior, pero Jobs ordenó que se realizaran todos aque los cambios. «Puede que otras compañías lo
hubieran comercializado sin más —comentó Fade l—, pero nosotros pulsamos la tecla de reinicio y volvimos a empezar
desde el principio».
Un aspecto del diseño que no solo reflejaba el perfeccionismo de Jobs, sino también su obsesión por el control, era que el
aparato se encontraba fijamente se lado.
La cubierta no podía abrirse, ni siquiera para cambiar la batería. Igual que con el primer Macintosh de 1984, Jobs no quería
que la gente anduviera trasteando en su interior. De hecho, cuando Apple descubrió en 2011 que algunas tiendas de
reparación ajenas a su compañía estaban abriendo el iPhone 4, sustituyó los diminutos torni los por otros de estre la con
cinco puntas que no podían retirarse con ninguno de los destorni ladores disponibles en el mercado. Al no contar con una
batería reemplazable, era posible hacer que el iPhone fuera mucho más fino. Para Jobs, un producto más fino siempre era
mejor. «Él siempre ha defendido que la delgadez es be la —comentó Tim Cook—. Puedes verlo en toda su obra. Tenemos
el portátil más fino, el smartphone más fino, y también hemos hecho que el iPad sea cada vez más fino».
LA PRESENTACIÓN
Cuando legó la hora de presentar el iPhone, Jobs decidió, como de costumbre, concederle a una revista un avance
especial en exclusiva. Llamó a John Huey, el redactor jefe de Time Inc., y comenzó con su típica hipérbole. «Esto es lo
mejor que hemos hecho nunca», aseguró. Quería darle la exclusiva a Time, «pero no hay nadie lo suficientemente listo en
Time como para escribirla, así que voy a pasárselo a otro». Huey le presentó a Lev Grossman, un escritor culto y sensato
de Time. En su artículo, Grossman señaló correctamente que el iPhone en realidad no había inventado muchas
características nuevas, sino que había hecho que fueran mucho más fáciles de utilizar. «Pero eso es importante. Cuando
nuestras herramientas no funcionan, tendemos a culparnos a nosotros mismos por ser demasiado estúpidos, por no haber
leído las instrucciones o por tener los dedos demasiado gordos... Cuando se rompen nuestras herramientas, nosotros nos
sentimos rotos, y cuando alguien arregla una, nos sentimos un poco más completos».
Para la presentación en la conferencia Macworld de San Francisco celebrada en enero de 2007, Jobs invitó de nuevo a
Andy Hertzfeld, a Bi l Atkinson, a Steve
Wozniak y al equipo encargado del Macintosh de 1984, igual que había hecho cuando lanzó el iMac. En una carrera lena de
bri lantes presentaciones de productos, puede que esta fuera la mejor de todas. «Muy de vez en cuando aparece un
producto revolucionario que lo cambia todo», comenzó. Hizo referencia a dos ejemplos anteriores: el primer Macintosh, que
«cambió toda la industria informática», y el primer iPod, que «cambió toda la industria de la música». A continuación
procedió a definir cuidadosamente el producto que estaba a punto de presentar. «Hoy vamos a mostraros tres productos
revolucionarios de este tipo. El primero es un iPod de panta la panorámica con control táctil. El segundo es un teléfono
móvil revolucionario. Y el tercero es un aparato de comunicaciones por internet de última tecnología». Repitió la lista para
darle mayor énfasis, y entonces preguntó: «¿Lo entendéis? No se trata de tres dispositivos independientes. Son un único
aparato, y lo vamos a lamar “iPhone”».
Cuando el iPhone salió a la venta cinco meses más tarde, a finales de junio de 2007, Jobs y su esposa dieron un paseo
hasta la tienda Apple de Palo Alto para participar de todo aquel entusiasmo. Como solía pasar el día en que se sacaban al
251
mercado nuevos productos, ya había algunos admiradores esperando con expectación su legada. Lo recibieron como si
hubiera legado el mismísimo Moisés para comprar la Biblia. Entre sus fieles se encontraban Hertzfeld y Atkinson. «Bi l hizo
cola toda la noche», comentó Hertzfeld. Jobs agitó los brazos y se echó a reír. «¡Pero si le mandé uno!», respondió él.
Hertzfeld replicó: «Pues necesita seis».
El iPhone quedó inmediatamente bautizado como «el teléfono de Jesucristo» por los escritores de blogs. Sin embargo, los
competidores de Apple subrayaron que,
con su precio de 500 dólares, resultaba demasiado caro como para tener éxito. «Es el teléfono más caro del mundo —
afirmó Steve Ba lmer, de Microsoft, en una entrevista a la cadena CNBC—, y no resulta atractivo para los clientes
empresariales porque no tiene teclado». Una vez más, Microsoft había subestimado el producto de Jobs. A finales de 2010,
Apple había vendido 90 mi lones de unidades, y el iPhone recaudó más de la mitad de los ingresos totales generados en el
mercado global de los teléfonos móviles.
«Steve entiende lo que es el deseo», señaló Alan Kay, el pionero del Xerox PARC que había proyectado la tableta
electrónica Dynabook cuarenta años antes. A
Kay se le daba bien realizar evaluaciones proféticas, así que Jobs le preguntó por su opinión sobre el iPhone. «Si
consigues que la panta la tenga cinco por ocho pulgadas, dominarás el mundo», afirmó Kay. Lo que no sabía es que el
diseño del iPhone tuvo su comienzo y su evolución posterior en los planes para una tableta que iba a satisfacer —y, de
hecho, a exceder— la visión que había tenido para el Dynabook.
252
36
Segundo asalto
El cáncer reaparece
LAS BATALLAS DE 2008
A principios de 2008, tanto Jobs como sus médicos tenían claro que el cáncer se estaba extendiendo. Cuando le extirparon
los tumores de páncreas en 2004, secuenciaron parcialmente el genoma del cáncer. Aque lo ayudó a los médicos a
determinar qué vías se habían roto para que pudieran tratarlo con las terapias específicas que, en su opinión, tenían más
probabilidades de funcionar.
Jobs también estaba recibiendo tratamiento para el dolor, normalmente con analgésicos morfínicos. Un día de febrero de
2008, cuando Kathryn Smith, la amiga de
Powe l, se encontraba con e los en Palo Alto, Jobs y e la salieron a dar un paseo. «Me dijo que cuando se siente muy mal,
se concentra en el dolor, se adentra en él y eso parece ayudar a que se disipe», recordaba. Sin embargo, aque lo no era
del todo cierto. Cuando a Jobs le dolía, era muy expresivo a la hora de dejar que todos los que le rodeaban se enterasen.
Había otro aspecto de su salud que se estaba volviendo cada vez más problemático, y en el cual los investigadores
médicos no se estaban concentrando con tanto rigor como en el cáncer o el dolor. Jobs padecía problemas alimentarios y
estaba perdiendo peso. Por un lado había perdido una gran parte del páncreas, que produce las enzimas necesarias para
digerir las proteínas y otros nutrientes, pero, por otro, también se debía a que la morfina le mitigaba el apetito. Además,
había un componente psicológico al que los médicos no sabían muy bien cómo enfrentarse, y mucho menos tratar: ya
desde la adolescencia, Jobs siempre había mostrado una obsesión insólita por los ayunos y los regímenes
extremadamente restrictivos.
Incluso después de casarse y tener hijos, mantuvo sus cuestionables hábitos alimentarios: podía pasar semanas enteras
comiendo lo mismo —ensalada de zanahoria
con limón, o simplemente manzanas— y, de pronto, aborrecer ese plato y asegurar que había dejado de comerlo. Se
embarcaba en ayunos, igual que en su juventud, y sentaba cátedra moral en la mesa predicando ante los demás acerca de
las virtudes del régimen que estuviera siguiendo en aquel momento. Powe l era vegana cuando se casaron, pero después
de la operación de su marido comenzó a diversificar las comidas familiares con pescado y otras fuentes de proteína. Su
hijo, Reed, que había sido vegetariano, se convirtió en un «saludable omnívoro». Todos sabían lo importante que era para
su padre obtener fuentes diversas de proteína.
La familia contrató a un cocinero amable y versátil, Bryar Brown, que había trabajado para Alice Waters en Chez Panisse.
El hombre legaba todas las tardes y
preparaba un muestrario de opciones saludables para la cena, en las que empleaba las hierbas y verduras cultivadas por
Powe l en su huerto. Cuando Jobs expresaba cualquier deseo —ensalada de zanahoria, pasta con albahaca o sopa de
hierba limón—, Brown se afanaba calmada y pacientemente en encontrar la manera de prepararlo. Jobs siempre había sido
un comensal extremadamente dogmático, con una cierta tendencia a clasificar inmediatamente cualquier alimento como
algo fantástico o terrible. Podía probar dos aguacates que a la mayoría de los mortales les parecerían idénticos y afirmar
que uno era el mejor ejemplar jamás cultivado y el otro, incomible.
A principios de 2008, los desórdenes alimentarios de Jobs fueron empeorando. Algunas noches se quedaba con la mirada
fija en el suelo, haciendo caso omiso de
los distintos platos dispuestos en la larga mesa de la cocina. Cuando los demás se encontraban en mitad de la comida, se
levantaba de pronto y se marchaba sin decir nada. Aque lo resultaba muy estresante para su familia, que vio como perdía
casi veinte kilos durante la primavera de aquel año.
Sus problemas de salud volvieron a salir a la luz pública en marzo de 2008, cuando Fortune publicó un artículo titulado «El
problema de Steve Jobs». En él se revelaba que había tratado de enfrentarse al cáncer con dietas durante nueve meses, y
también se investigaba sobre el cambio de fechas de las opciones de compra de acciones de Apple. Mientras estaban
preparando el texto, Jobs invitó —convocó— al director editorial de Fortune, Andy Serwer, a que fuera a Cupertino, para
presionarlo y tratar de silenciar la historia. Se inclinó ante Serwer y preguntó: «Bueno, has descubierto el hecho de que soy
un gilipo las. ¿Por qué tiene que ser eso noticia?». Jobs planteó el mismo argumento, un tanto ególatra, cuando lamó al jefe
de Serwer en Time Inc., John Huey, desde un teléfono por vía satélite que se levó a Kona Vi lage, en Hawai. Se ofreció a
reunir a un comité de consejeros delegados de otras empresas y a formar parte en una discusión sobre qué aspectos de su
salud podrían publicarse, pero solo si Fortune cancelaba su artículo. La revista se negó.
Cuando Jobs presentó el iPhone 3G en junio de 2008, estaba tan delgado que su aspecto ensombreció el lanzamiento del
253
producto. Tom Junod, de Esquire, describió su «marchita» figura sobre el escenario como la de alguien «demacrado como
un pirata, vestido con los que hasta ahora habían sido los hábitos de su invulnerabilidad». Apple publicó un comunicado en
el que se aseguraba, falsamente, que su pérdida de peso era fruto de «un virus común». Al mes siguiente, ante la
insistencia de las preguntas, la compañía publicó otra nota de prensa en la cual se señalaba que la salud de Jobs era «un
asunto privado».
Joe Nocera, del New York Times, escribió una columna en la que denunciaba la forma en que la empresa de Cupertino
había gestionado los problemas de salud de
Jobs. «Senci lamente, no podemos fiarnos de Apple para que nos cuente la verdad acerca de su consejero delegado —
escribió a finales de julio—. Bajo el mandato de Jobs, Apple ha creado una cultura del secretismo que le ha sido de utilidad
en muchos sentidos (la especulación acerca de qué productos va a presentar la marca en la conferencia Macworld de cada
año ha sido una de sus mejores herramientas de marketing). Pero esa misma cultura envenena la gestión corporativa de la
compañía». Mientras preparaba su artículo y los empleados de Apple lo despachaban una y otra vez con el comentario
habitual de que aquel era «un asunto privado», recibió una lamada inesperada del propio Jobs. «Soy Steve Jobs —
comenzó—. Tú piensas que soy un gilipo las arrogante que se cree por encima de la ley, y yo pienso que tú eres un
periodista de mierda cuya información está equivocada la mayoría de las veces». Tras este preámbulo sin duda
deslumbrante, Jobs le ofreció alguna información sobre su salud, pero solo a cambio de que Nocera la mantuviera fuera del
artículo. Nocera hizo honor a su promesa, pero sí informó de que, aunque los problemas de salud de Jobs eran algo más
graves que los causados por un virus común, «su vida no peligra y el cáncer no ha reaparecido». Jobs le había dado a
Nocera más datos que los que estaba dispuesto a ofrecer a su propio consejo de administración y a sus accionistas, pero
en e los no se encerraba toda la verdad.
En parte debido a la preocupación por la pérdida de peso de Jobs, el precio de las acciones de Apple pasó de 188 dólares
a principios de junio de 2008 a 156 a finales de julio. La situación no mejoró precisamente a finales de agosto, cuando
Bloomberg News publicó por error la necrológica que ya habían preparado para Jobs, y que acabó anunciada en Gawker.
Jobs pudo rememorar la célebre cita de Mark Twain unos días más tarde en su presentación anual. «La información sobre
mi muerte se ha exagerado enormemente», afirmó al anunciar una nueva línea de iPods. Sin embargo, su aspecto
demacrado no daba pie a la confianza. A principios de octubre el precio de las acciones había caído hasta los 97 dólares.
Ese mes, Doug Morris, de Universal Music, tenía una cita para reunirse con Jobs en Apple. En vez de eso, Jobs lo invitó a ir
a su casa. Morris quedó sorprendido al
encontrarlo tan enfermo y en medio de grandes dolores. Morris estaba a punto de recibir un homenaje en Los Ángeles por
su apoyo a City of Hope, una asociación benéfica que recaudaba fondos para la lucha contra el cáncer, y quería que Jobs
asistiera. Las fiestas benéficas eran algo que este solía evitar, pero decidió acudir, tanto por Morris como por la causa. En
el acto, celebrado en una gran carpa situada en la playa de Santa Mónica, Morris anunció ante los dos mil asistentes que
Jobs estaba devolviéndole la vida a la industria de la música. Las actuaciones —de Stevie Nicks, Lionel Richie, Erykah
Badu y Akon— se alargaron hasta más a lá de la medianoche, y a Jobs le entraron unos grandes escalofríos. Jimmy Iovine
le prestó un jersey con capucha para que se lo pusiera, y se dejó la capucha puesta sobre la cabeza toda la noche. «Estaba
muy enfermo y muy delgado, y tenía mucho frío », recordaba Morris.
El veterano redactor de la sección de tecnología de la revista Fortune, Brent Schlender, iba a abandonar la publicación ese
diciembre, y su canto del cisne iba a ser
una entrevista conjunta con Jobs, Bi l Gates, Andy Grove y Michael De l. Había sido difícil de organizar, y justo unos días
antes de que tuviera lugar, Jobs lamó para echarse atrás. «Si te preguntan por qué, diles simplemente que soy un gilipo
las», añadió. Gates se molestó, pero después descubrió cuál era su estado de salud. «Por supuesto, tenía una razón muy,
muy buena —explicó Gates—. Lo que pasaba era que no quería decirlo». Aque la realidad se volvió más obvia cuando
Apple anunció el 16 de diciembre que Jobs iba a cancelar su aparición en la conferencia Macworld de enero, el foro que
había utilizado para las presentaciones de sus principales productos durante los últimos once años.
La blogosfera bu lía con especulaciones sobre su salud, gran parte de las cuales estaban impregnadas del odioso aroma de
la verdad. Jobs estaba furioso y sentía
que habían violado su intimidad. También le molestaba que Apple no estuviera adoptando un papel más activo a la hora de
resistirse a los rumores. Así pues, el 5 de enero de 2009 escribió y publicó una carta abierta con un contenido engañoso.
Aseguró que iba a perderse la conferencia Macworld porque quería pasar más tiempo con su familia. «Como muchos de
vosotros ya sabéis, he estado perdiendo peso a lo largo de 2008 —añadió—. Mis médicos creen que han encontrado la
causa: un desequilibrio hormonal que ha estado robándole a mi cuerpo las proteínas que necesita para mantenerse sano.
Una serie de sofisticados análisis de sangre han confirmado este diagnóstico. El remedio para este problema nutricional es
relativamente senci lo».
Había en aque las palabras un ápice de sinceridad, aunque pequeño. Una de las hormonas segregadas por el páncreas es
254
el glucagón, que tiene la función opuesta a la de la insulina. El glucagón hace que el hígado libere azúcar a la sangre. El
tumor de Jobs se había metastatizado al hígado, y a lí estaba desencadenando el caos. De hecho, su cuerpo estaba
devorándose a sí mismo, así que le administraron algunos medicamentos para tratar de reducir los niveles de glucagón. Sí
que sufría un desequilibrio hormonal, pero se debía a que el cáncer se había extendido al hígado. Jobs se encontraba en
una fase de negación personal, y también quería que la negación fuera pública. Desgraciadamente, aque lo planteaba
algunos problemas legales, porque era el director de una empresa que cotizaba en bolsa. Sin embargo, Jobs estaba furioso
por la forma en que lo estaba tratando la blogosfera, y quería devolver el golpe.
En aque los momentos estaba muy enfermo, a pesar de su extemporánea declaración, y también sufría unos dolores
insoportables. Se había sometido a otra ronda de quimioterapia, y los efectos secundarios resultaban agotadores. La piel
comenzó a secársele y se le formaron grietas. En su búsqueda de tratamientos alternativos, tomó un vuelo a Basilea, en
Suiza, para probar una radioterapia experimental administrada mediante hormonas. También se sometió a un tratamiento
en fase de pruebas desarro lado en Rotterdam, conocido como «terapia de radionucleidos péptido-receptor».
Después de una semana cargada de advertencias legales cada vez más insistentes, Jobs accedió por fin a pedir la baja
médica. Realizó el anuncio el 14 de enero de
2009, en otra carta abierta a los trabajadores de Apple. Al principio le echó las culpas de aque la decisión a la indiscreción
de los blogueros y de la prensa. «Por desgracia, la curiosidad acerca de mi estado de salud sigue siendo una fuente de
distracción, no solo para mí y mi familia, sino para todo el mundo en Apple —afirmó. No obstante, reconoció que el remedio
para su desequilibrio hormonal no era tan senci lo como había asegurado—: La semana pasada me enteré de que mis
problemas de salud son más complejos de lo que creí en un principio». Tim Cook volvería a hacerse cargo de las
operaciones diarias, pero Jobs aseguró que continuaría siendo el consejero delegado, seguiría involucrado en la toma de
decisiones importantes y regresaría en junio.
Jobs había estado consultando su decisión con Bi l Campbe l y Art Levinson, que trataban de compatibilizar la doble función
de consejeros personales en materia de
salud con la de principales directores de la compañía. Sin embargo, el resto del consejo de administración no había recibido
tanta información, y la que se había ofrecido a los accionistas en un primer momento era errónea. Aque lo planteaba
algunos problemas legales, y la Comisión de Bolsa y Valores inició una investigación para averiguar si la empresa había
retenido «información capital» para los accionistas. Aque lo supondría una infracción bursátil, un delito grave, si la empresa
había permitido la difusión de información falsa o había ocultado datos ciertos y relevantes de cara a sus perspectivas
económicas. Dado que Jobs y su aura personal se encontraban muy identificadas con el resurgimiento de Apple, el tema de
su salud sí que parecía tener repercusiones. Sin embargo, aque la era una zona legal algo gris, porque también había que
tener en cuenta el derecho a la vida privada del consejero delegado. Este equilibrio resultaba especialmente difícil en el
caso de Jobs, que valoraba mucho su intimidad y se implicaba en su compañía mucho más que la mayoría de los
consejeros delegados. Tampoco él facilitó la tarea. Se exaltaba enormemente, y en ocasiones vociferaba y loraba cuando
clamaba contra cualquiera que sugiriese que debía mostrarse menos hermético.
Para Campbe l, su amistad con Jobs era algo precioso, y no quería verse sometido a ninguna obligación fiduciaria que lo
forzara a violar su intimidad, así que se ofreció a dimitir como director. «El derecho a la intimidad es importantísimo para mí
—afirmó después—. Él ha sido amigo mío durante un mi lón de años». Los abogados decidieron al fin que Campbe l no
necesitaba dimitir de su puesto en el consejo de administración, pero sí que debía apartarse de su cargo como uno de los
principales directores. Lo sustituyó en sus funciones Andrea Jung, procedente de Avon. La investigación de la Comisión de
Bolsa y Valores acabó por no legar a ninguna conclusión, y el consejo cerró filas para proteger a Jobs de las lamadas que
le pedían más información. «La prensa quería que les diéramos más deta les personales —recordaba Al Gore—. Era
decisión de Steve la de ir más a lá de lo que exige la ley, pero él se mantenía firme en su postura y rechazaba ver invadida
su
intimidad. Debían respetarse sus deseos». Cuando le pregunté a Gore si el consejo tendría que haberse mostrado más
comunicativa a principios de 2009, cuando los problemas de salud de Jobs eran mucho peores de lo que se hizo creer a los
accionistas, contestó: «Contratamos a asesores externos para que revisaran los requisitos planteados por ley y nos
recomendasen las mejores prácticas, y seguimos las normas hasta la última coma. Sé que suena como si me estuviera
poniendo a la defensiva, pero las críticas de aquel momento me enfadaron mucho».
Un miembro del consejo no se mostró de acuerdo. Jerry York, el antiguo director de finanzas de Chrysler e IBM, no hizo
ninguna declaración pública, pero le
confesó en confianza a un periodista del Wall Street Journal que le había «contrariado» enterarse de que la empresa había
ocultado los problemas de salud de Jobs a finales de 2008. «Sinceramente, ojalá hubiera dimitido entonces». Cuando York
fa leció en 2010, el periódico publicó aque los comentarios. York también había hecho algunas declaraciones extraoficiales
a Fortune, que la revista utilizó cuando Jobs pidió su tercera baja médica en 2011.
255
Algunos de los trabajadores de Apple no creyeron que las citas atribuidas a York fueran ciertas, puesto que no había
planteado ninguna objeción oficial en su momento. Sin embargo, Bi l Campbe l sabía que las informaciones eran veraces;
York se había quejado ante él a principios de 2009. «Jerry podía tomar algo más de vino blanco de lo debido a últimas
horas de la noche, y me lamaba a las dos o las tres de la mañana para decirme: “¿Qué coño pasa? No me creo toda esa
mierda sobre su salud, tenemos que asegurarnos”. Y entonces yo lo lamaba a la mañana siguiente y él respondía: “Ah,
bueno, no pasa nada”. Así que, alguna de esas noches, estoy seguro de que se calentó y habló con unos cuantos
periodistas».
MEMPHIS
El jefe del equipo de oncólogos de Jobs era George Fisher, de la Universidad de Stanford, uno de los principales
investigadores en cánceres gastrointestinales y de colon y recto. Llevaba meses advirtiéndole a Jobs de que quizá debiera
considerar la posibilidad de un trasplante de hígado, pero ese era el tipo de información que Jobs se resistía a procesar.
Powe l se alegraba de que Fisher siguiera planteando aque la posibilidad: sabía que harían falta repetidos intentos para
conseguir que su esposo reflexionara sobre la idea.
Al final, Jobs se convenció en enero de 2009, justo después de afirmar que su desequilibrio hormonal podía tratarse con
facilidad. Sin embargo, había un problema. Lo pusieron en lista de espera para un trasplante de hígado en California, pero
quedó claro que nunca legaría a conseguir uno a tiempo a lí. El número de donantes disponibles con su tipo sanguíneo era
pequeño. Además, los criterios empleados por la Red de Trasplante de Órganos, que establece las políticas de trasplante
en Estados Unidos, favorecían a los afectados por cirrosis y hepatitis frente a los pacientes de cáncer.
No había forma legal de que un paciente, ni siquiera uno tan rico como Jobs, se saltara la cola, y no lo hizo. Los receptores
se eligen de acuerdo con su puntuación
en la escala MELD (cuyas siglas en inglés obedecen a «Modelo de Enfermedad Hepática Terminal»), la cual, a partir de los
análisis de laboratorio de los niveles de hormonas, determina la urgencia con la que se necesita el trasplante, y también de
acuerdo con el tiempo que levan esperando. Todas las donaciones son cuidadosamente analizadas, los datos se hacen
públicos en páginas web de libre acceso (optn.transplant.hrsa.gov) y puedes verificar en cualquier momento tu posición en
la lista de espera.
Powe l se convirtió en una auténtica patru lera de las webs de donación de órganos, que comprobaba todas las noches
para ver cuánta gente había por delante en la
lista, cuál era su puntuación en la escala MELD y cuánto tiempo levaban esperando. «Pueden hacerse los cálculos, cosa
que yo hice. Habría que haber esperado hasta más a lá de junio antes de que le dieran un hígado en California, y los
médicos opinaban que el suyo dejaría de funcionar en torno a abril», recordaba. Así pues, comenzó a indagar y descubrió
que estaba permitido entrar en la lista de espera de dos estados diferentes al mismo tiempo, algo que hacen en torno al 3
% de los receptores potenciales. Esta participación en listas múltiples no es en absoluto ilegal, aunque los críticos afirman
que favorece a los ricos, pero sí es cierto que resulta complicada. Se daban dos requisitos principales: el receptor potencial
debía ser capaz de legar al hospital elegido en menos de ocho horas, cosa que Jobs podía hacer gracias a su avión, y los
médicos de dicho hospital tenían que evaluar al paciente en persona antes de añadirlo a la lista.
George Riley, el abogado de San Francisco que a menudo actuaba como asesor externo de Apple, era un educado caba
lero de Tennessee cuya relación con Jobs había desembocado en una estrecha amistad. Sus padres habían sido médicos
en el Hospital Universitario Metodista de Memphis; él había nacido a lí, y era amigo de James Eason, que dirigía el instituto
de trasplantes del centro. La unidad de Eason era una de las mejores y de las más ocupadas del país. En 2008, su equipo y
él realizaron 121 trasplantes de hígado. Además, el médico no tenía ningún problema a la hora de permitir que pacientes de
otros lugares se inscribieran también en la lista de Memphis. «No es una forma de engañar al sistema —declaró—. Se trata
de que la gente elija dónde quiere que les proporcionen cuidados médicos. Algunas personas están dispuestas a
marcharse de Tennessee para ir a California o a cualquier otro lugar en busca de tratamiento. Ahora tenemos a personas
que vienen desde California a Tennessee». Riley dispuso que Eason volara a Palo Alto y levase a cabo la evaluación
necesaria del paciente a lí.
A finales de febrero de 2009, Jobs se había asegurado un puesto en la lista de Tennessee (además de en la de California),
y así comenzó la nerviosa espera. Su salud
estaba empeorando rápidamente hacia la primera semana de marzo, y el tiempo proyectado de espera era de veintiún días.
«Fue terrible —recordaba Powe l—. Parecía que no íbamos a legar a tiempo». Cada día se volvía más agónico. Jobs pasó
al tercer puesto de la lista a mediados de marzo, después al segundo y por fin al primero. Pero entonces pasaron los días.
256
La terrible realidad era que celebraciones inminentes como el Día de San Patricio o el Campeonato Universitario Nacional
de Baloncesto (Memphis participó en el torneo de 2009 y era una de las sedes regionales) ofrecían una mayor probabilidad
de conseguir un donante, porque el consumo de alcohol causa un importante aumento de los accidentes de tráfico.
De hecho, el fin de semana del 21 de marzo de 2009, un joven de poco más de veinte años murió en un accidente de
coche, y sus órganos quedaron disponibles para la donación. Jobs y su esposa volaron a Memphis, donde aterrizaron justo
antes de las cuatro de la mañana y se encontraron con Eason. Un coche los esperaba a pie de pista, y todo estaba previsto
para que el papeleo del ingreso quedara formalizado mientras corrían hacia el hospital.
El trasplante fue un éxito, pero el resultado no fue tranquilizador. Cuando los médicos extrajeron el hígado, encontraron
algunas manchas en el peritoneo, la fina membrana que rodea a los órganos internos. Además, había tumores que
atravesaban todo el hígado, lo que significaba que probablemente el cáncer se había
extendido también a otros puntos. Aparentemente, había mutado y crecido con rapidez. Tomaron muestras y siguieron
investigando sobre su mapa genético.
Unos días más tarde tuvieron que levar a cabo otra operación. Jobs insistió, contra todo consejo, en que no le vaciaran el
estómago, y, cuando lo sedaron, aspiró parte del contenido gástrico en los pulmones y desarro ló una neumonía. En ese
momento pensaron que podía morirse. Como él mismo describió después:
Estuve a punto de morir porque metieron la pata en una operación rutinaria. Laurene estaba allí y trajeron en avión a mis
hijos, porque no pensaban que fuera a sobrevivir a aquella noche. Reed estaba buscando residencias universitarias con
uno de los hermanos de Laurene. Hicimos que un avión privado lo recogiera cerca de Darmouth y le dijeran qué estaba
pasando. Otro avión recogió también a las niñas. Pensaban que podía ser su última oportunidad de verme consciente, pero
lo superé.
Powe l se ocupó de supervisar el tratamiento, de quedarse todo el día en la sala del hospital y de observar con atención
cada uno de los monitores. «Laurene era como una hermosa tigresa que lo protegía», recordaba Jony Ive, que acudió en
cuanto Jobs fue capaz de recibir visitas. La madre de Powe l y tres de sus hermanos se pasaron por a lí en distintos
momentos para hacerle compañía. Mona Simpson, la hermana de Jobs, también estuvo presente con actitud protectora.
George Riley y e la eran las únicas personas que Jobs permitía que ocuparan el lugar de Powe l junto a su cama. «La
familia de Laurene nos ayudó a ocuparnos de los niños. Su madre y sus hermanos se portaron de maravi la —afirmó Jobs
después—. Yo estaba muy débil y no fui un enfermo fácil, pero una experiencia así une profundamente a las personas».
Powe l legaba todos los días a las siete de la mañana y anotaba los datos relevantes en una hoja de cálculo. «Era muy
complicado, porque había muchas cosas diferentes ocurriendo a la vez», recordaba. Cuando James Eason y su equipo
médico legaban a las nueve de la mañana, e la se reunía con e los para coordinar todos los aspectos del tratamiento de
Jobs. A las nueve de la noche, antes de irse, preparaba un informe acerca de la evolución de cada una de las constantes
vitales y otros factores, junto con una serie de preguntas que deseaba ver contestadas al día siguiente. «Aque lo me
permitía ocupar la mente y mantenerme concentrada», recordaba e la.
Eason hizo lo que nadie en Stanford había terminado de hacer: ocuparse de todos los aspectos relativos al cuidado médico.
Como él dirigía el centro, podía coordinar la recuperación del trasplante, los análisis, los tratamientos para el dolor, la
alimentación, la rehabilitación y los cuidados de enfermería. Incluso se paraba en el quiosco para coger las bebidas
energéticas que le gustaban a Jobs.
Dos de las enfermeras, procedentes de pequeños pueblos de Mississippi, se convirtieron en las preferidas de Jobs. Eran
robustas madres de familia que no se sentían intimidadas por él. Eason dispuso que quedaran asignadas únicamente a
Jobs. «Para tratar a Steve hace falta ser persistente —recordaba Tim Cook—. Eason lo mantuvo bajo control y le obligó a
hacer cosas que nadie más podía, cosas que eran buenas para él y que podían no resultar agradables».
A pesar de todas aque las atenciones, Jobs estuvo a punto de volverse loco en varias ocasiones. Le irritaba no tener el
control de la situación, y a veces sufría
alucinaciones o montaba en cólera. Incluso consciente solo a medias, salía a la luz su fuerte personalidad. En cierta
ocasión, el neumólogo trató de colocarle una mascari la sobre la cara mientras se encontraba profundamente sedado. Jobs
se la arrancó, y murmuró que tenía un diseño horroroso y que se negaba a levarla. Aunque casi no era capaz de hablar, les
ordenó que trajeran cinco tipos diferentes de mascari las para elegir un diseño que le gustara. Los médicos miraron a Powe
l, desconcertados. Al final e la logró distraerlo el tiempo suficiente como para que le pusieran la mascari la. Jobs también
detestaba el monitor de oxígeno que le habían puesto en el dedo. Les dijo a los médicos que era feo y demasiado
complicado. Sugirió algunas formas de simplificar su diseño. «Estaba muy atento a cada deta le del entorno y a los objetos
que lo rodeaban, y aque lo lo agotaba», recordaba Powe l.
Un día, cuando todavía deambulaba en los límites de la consciencia, Kathryn Smith, la amiga de Powe l, fue a visitarlo. Su
257
relación con Jobs no siempre había sido la
mejor posible, pero Powe l insistió en que fuera a verlo a su cama. Él le hizo un gesto para que se acercara, pidió por señas
un cuaderno y un bolígrafo, y escribió:
«Quiero mi iPhone». Smith lo sacó de un cajón y se lo levó. Jobs la cogió de la mano, le mostró la función de «deslizar para
desbloquear» y la hizo jugar con los menús.
La relación de Jobs con Lisa Brennan-Jobs, la hija que tuvo con su primera novia, Chrisann, se encontraba muy maltrecha.
E la se había graduado en Harvard, se
había mudado a Nueva York y apenas se comunicaba con su padre. Sin embargo, viajó dos veces a Memphis para verlo, y
él agradeció el gesto. «Para mí significaba mucho que e la hiciera algo así», recordaba. Por desgracia, no se lo dijo en
aquel momento. Muchas de las personas que rodeaban a Jobs descubrieron que Lisa podía resultar tan exigente como su
padre, pero Powe l le dio la bienvenida y trató de hacer que se implicara en los cuidados. Quería que ambos recuperaran su
relación.
A medida que Jobs fue mejorando, regresó gran parte de su personalidad bata ladora. Todavía conservaba su mal carácter.
«Cuando comenzó a recuperarse, pasó
rápidamente por la fase de gratitud y legó de nuevo a la modalidad gruñona y mandona —recordaba Kat Smith—. Todos
nos preguntábamos si iba a salir de aque la experiencia con una actitud más amable, pero no lo hizo».
También siguió siendo un comedor melindroso, lo cual suponía un problema mayor que nunca. Solo tomaba batidos de
fruta, y exigía que le presentaran siete u ocho para poder elegir una opción que pudiera satisfacerlo. Se acercaba
mínimamente la cuchara a la boca para probar un poco y afirmaba: «No está bueno. Ese otro tampoco sabe bien». Al final,
Eason se enfrentó con él: «¿Sabes qué? No se trata de cómo sepan —lo regañó—. Deja de pensar en e los como comida.
Comienza a pensar en e los como medicina».
El humor de Jobs mejoraba cuando podía recibir visitas de Apple. Tim Cook iba a verlo con regularidad y le informaba
acerca del progreso de los nuevos productos. «Podías ver como se animaba cada vez que la charla se centraba en Apple
—comentó Cook—. Era como si se encendiera la luz». Amaba profundamente su empresa, y parecía vivir por la
perspectiva de regresar. Los deta les lo lenaban de energía. Cuando Cook le describió un nuevo modelo de iPhone, Jobs
pasó la siguiente hora discutiendo no solo cómo lamarlo —acordaron que sería el iPhone 3GS—, sino también el tamaño y
el tipo de letra de «GS», incluida la decisión sobre si debían ir en mayúsculas (sí) y en cursiva (no).
Un día, Riley preparó una visita sorpresa a última hora a Sun Studio, el santuario de ladri lo rojo donde habían grabado
Elvis, Johnny Cash, B. B. King y tantos otros pioneros del rock and ro l. A lí les ofrecieron una visita privada y una charla de
historia impartida por uno de los empleados más jóvenes, que se sentó junto a Jobs en el banco leno de marcas de cigarri
lo que utilizara Jerry Lee Lewis. Jobs era, posiblemente, la persona más influyente de la industria de la música de aquel
momento, pero el chico no lo reconoció por su estado demacrado. Mientras se marchaban, Jobs le dijo a Riley: «Ese chico
era muy listo. Deberíamos contratarlo para iTunes». Así
pues, Riley lamó a Eddy Cue, que embarcó al joven en un vuelo a California para entrevistarlo y acabó contratándolo para
que ayudase en la construcción de las primeras secciones de rhythm and blues y rock and ro l de iTunes. Cuando Riley
regresó más tarde a ver a sus amigos del estudio, e los afirmaron que aque lo demostraba, tal y como rezaba su eslogan,
que en Sun Studio los sueños todavía podían volverse realidad.
REGRESO
A finales de mayo de 2009, Jobs voló desde Memphis en su avión junto con su esposa y su hermana. En el aeropuerto de
San José se reunieron con Tim Cook y Jony Ive, que subieron a bordo en cuanto aterrizó el aparato. «Podías ver en sus
ojos lo entusiasmado que estaba por regresar —recordaba Cook—. Todavía tenía ganas de pelear y estaba deseando
ponerse manos a la obra». Powe l sacó una bote la de burbujeante sidra, le dedicó un brindis a su esposo y todo el mundo
se abrazó.
Ive se encontraba emocionalmente exhausto. Condujo hasta la casa de Jobs desde el aeropuerto y le contó lo difícil que
había sido mantenerlo todo en marcha
mientras él no estaba. También se quejó de los artículos que afirmaban que la innovación de Apple dependía de Jobs e iba
a desaparecer si no regresaba. «Me siento muy dolido», le confió Ive. Se sentía «destrozado», según sus propias palabras,
y también infravalorado.
También Jobs acusaba un estado mental sombrío tras su regreso a Palo Alto. Estaba comenzando a enfrentarse a la idea
de no ser quizá indispensable para la
258
empresa. Las acciones de Apple habían evolucionado bien en su ausencia, pasando de 82 dólares cuando anunció su
partida en enero de 2009 a 140 cuando regresó a finales de mayo. En una teleconferencia celebrada con algunos analistas
poco después de que Jobs pidiera la baja, Cook se apartó de su estilo objetivo para hacer una entusiasta declaración sobre
por qué Apple iba a seguir creciendo incluso sin la presencia de Jobs:
Creemos que estamos en este mundo para crear grandes productos, y eso no va a cambiar. Nos centramos
constantemente en la innovación. Creemos en la sencillez y no en la complejidad. Creemos que necesitamos poseer y
controlar las tecnologías primarias que se esconden tras los productos que creamos, y que solo debemos participar en
aquellos mercados en los que podamos realizar una aportación significativa. Creemos en el valor de decirles que no a miles
de proyectos para poder centrarnos en los pocos que realmente son importantes y valiosos para nosotros. Creemos en una
colaboración profunda y en la polinización cruzada de nuestros grupos, lo que nos permite innovar de formas que a otros
les están vetadas. Y, francamente, no estamos dispuestos a aceptar nada por debajo de la excelencia en cada uno de los
grupos de la empresa, y tenemos la sinceridad suficiente para reconocer cuándo nos hemos equivocado, y el valor para
cambiar. Creo, independientemente del puesto que ocupe cada uno, que estos valores se encuentran tan firmemente
arraigados en esta compañía que a Apple le va a ir extremadamente bien.
Sonaba como algo que diría (y que había dicho) el propio Jobs, pero la prensa lo bautizó como «la doctrina Cook». Jobs se
sentía herido y profundamente deprimido, especialmente tras leer la última frase. No sabía si estar orgu loso o dolido ante
la posibilidad de que fuera cierta. Había rumores que afirmaban que iba a dejar el cargo de consejero delegado y
convertirse en presidente. Aque lo lo hizo sentirse todavía más motivado para abandonar la cama, superar el dolor y
retomar sus largos paseos terapéuticos.
Unos días después de su regreso había prevista una reunión del consejo, y Jobs sorprendió a todo el mundo cuando
apareció por a lí. Entró tranquilamente y pudo
quedarse durante la mayor parte de la discusión. A principios de junio celebraba reuniones diarias en su casa, y a finales de
mes había vuelto al trabajo.
¿Se mostraría ahora, tras enfrentarse a la muerte, más apacible? Sus compañeros recibieron una rápida respuesta. El
primer día tras el regreso, sorprendió a su equipo de directivos con varias rabietas. Arremetió contra gente a la que no
había visto en seis meses, destrozó algunos planes de marketing y humi ló a un par de personas cuyo trabajo le pareció
chapucero. Sin embargo, lo más revelador fue la afirmación que realizó ante un par de amigos aque la misma tarde. «He
pasado un día fantástico tras mi regreso —dijo—. Es alucinante lo creativo que me siento, y lo creativo que es todo el
equipo». Tim Cook se lo tomó con calma. «Nunca he visto que Steve se contuviera a la hora de expresar su opinión o sus
pasiones —señaló posteriormente—. Pero aque lo estuvo bien».
Sus amigos se percataron de que Jobs conservaba su espíritu bata lador. Durante su recuperación contrató el servicio de
televisión por cable de alta definición de
Comcast, y un día lamó a Brian Roberts, que dirigía la compañía. «Creí que me lamaba para decir algo bueno sobre e la —
recordaba Roberts—, pero en vez de eso me dijo que era un asco». Sin embargo, Andy Hertzfeld advirtió que, bajo toda
aque la irritabilidad, Jobs se había vuelto más sincero. «Antes, si le pedías un favor a Steve, él podía hacer justamente lo
contrario —comentó Hertzfeld—. Aque lo formaba parte de la perversidad de su naturaleza. Ahora sí que intenta
colaborar».
Su regreso público tuvo lugar el 9 de septiembre, cuando subió al escenario en la habitual actualización de otoño de los
reproductores musicales. Recibió una ovación del público, puesto en pie, que duró casi un minuto, y a continuación
comenzó con un apunte extrañamente personal cuando mencionó que había recibido una donación de hígado. «No estaría
aquí sin esa generosidad —anunció—, así que espero que todos nosotros podamos ser igual de generosos y nos
ofrezcamos como donantes de órganos». Tras un momento de júbilo —«Sigo en pie, he vuelto a Apple y me encanta cada
día que paso aquí»—, presentó la nueva línea de iPod nano, con cámara de vídeo y en nueve colores diferentes de
aluminio anodizado.
A principios de 2010 había recuperado la mayor parte de sus fuerzas, y se zambu ló de nuevo en el trabajo del que sería
uno de los años más productivos, para él y también para Apple. Había acertado dos veces seguidas en la diana desde que
presentara la estrategia del centro digital de Apple: el iPod y el iPhone. Ahora iba a probar una tercera vez.
259
37
El iPad
La llegada de la era post-PC
DICES QUE QUIERES UNA REVOLUCIÓN
A Jobs le había irritado, al á por 2002, el ingeniero de Microsoft que insistía en hacer proselitismo acerca del software para
una tableta que había desarrol ado, con la cual los usuarios podían introducir información sobre la pantal a ayudados por un
puntero o un lápiz. Aquel año algunos fabricantes sacaron a la venta ordenadores personales que empleaban ese software,
pero ninguno dejó una marca en el universo. Jobs había estado ansioso por demostrar cómo debía hacerse correctamente
aquel o —¡nada de punteros!—, pero cuando vio la tecnología multitáctil que estaba desarrol ando Apple, decidió emplearla
en primer lugar para crear el iPhone.
La idea de la tableta, mientras tanto, seguía propagándose entre el grupo de hardware del Macintosh. «No tenemos ningún
plan para crear una tableta —declaró
Jobs en una entrevista con Walt Mossberg en mayo de 2003—. Al parecer la gente quiere teclados. Las tabletas parecen
interesarle a la gente rica que ya tiene un montón de ordenadores y otros dispositivos». Sin embargo, al igual que su
afirmación sobre su «desequilibrio hormonal», esta otra resultaba engañosa: en la mayoría de los retiros anuales de sus
cien principales trabajadores, la tableta se encontraba entre los proyectos de futuro discutidos. «Presentamos aquel a idea
en muchos de los encuentros, porque Steve nunca abandonó su deseo de crear una tableta», recordaba Phil Schil er.
El proyecto de la tableta recibió un fuerte empujón en 2007, cuando Jobs comenzó a darles vueltas a algunas ideas para
crear un netbook de bajo coste. Un lunes,
durante una sesión de tormenta de ideas del equipo ejecutivo, Ive preguntó por qué hacía falta tener un teclado adosado a
la pantal a. Aquel o resultaba caro y aparatoso. Sugirió que se introdujera el teclado en la pantal a mediante una interfaz
multitáctil. Jobs se mostró de acuerdo, así que los recursos se encauzaron a acelerar el proyecto de la tableta, más que a
diseñar un netbook.
El proceso comenzó cuando Jobs e Ive se dispusieron a determinar cuál era el tamaño apropiado para la pantal a. Habían
creado veinte modelos —todos el os
rectangulares con las esquinas redondeadas, por supuesto— de diferentes tamaños y proporciones. Ive los dispuso sobre
una mesa en el estudio de diseño; por las tardes descubrían el velo de terciopelo que los ocultaba y jugueteaban con el os.
«Así es como establecimos cuál iba a ser el tamaño de la pantal a», afirmó Ive.
Jobs, como de costumbre, trató de l egar a la sencil ez más pura que fuera posible, y para el o resultaba necesario
determinar cuál era la esencia fundamental de aquel aparato. La respuesta: su pantal a. Así pues, el principio rector
consistía en que todo lo que se hiciera debía estar relegado a el a. «¿Cómo podemos despejar la zona para que no haya un
montón de opciones y botones y que te distraigan de la pantal a?», preguntó Ive. En cada uno de los pasos, Jobs iba
ejerciendo presión para eliminar detal es y simplificar.
En un momento concreto del proceso, Jobs vio la maqueta y se dio cuenta de que no estaba satisfecho del todo. No le
parecía lo suficientemente informal y agradable, no le entraban ganas de cogerla sin más y l evársela. Ive puso el dedo, por
así decirlo, en la l aga: necesitaban destacar el hecho de que aquel era un objeto que se podía sujetar con una sola mano,
como en respuesta a un impulso. Las aristas de la parte trasera tenían que ser un poco redondeadas para que resultara
cómodo al cogerlo y levantarlo, en lugar de tener que sostenerlo con cuidado. Para el o hacía falta que los ingenieros
diseñaran los puertos y botones necesarios de forma que cupiesen en un reborde sencil o y lo suficientemente fino como
para que se pudiera sujetar suavemente por debajo.
Si hubiéramos prestado atención a las solicitudes de patentes estadounidenses, habríamos advertido una con el código
D504889, que Apple presentó en marzo de
2004 y que se registró catorce meses más tarde. Como inventores de la patente aparecían Jobs e Ive. La solicitud incluía
los bocetos de una tableta electrónica rectangular con los bordes redondeados —el aspecto exacto que acabó teniendo el
iPad—, entre los que se incluía el esbozo de un hombre que sujetaba el aparato tranquilamente con la mano izquierda
mientras usaba el índice derecho para tocar la pantal a.
260
Como los ordenadores Macintosh utilizaban ahora procesadores de Intel, el plan inicial de Jobs consistía en usar en el iPad
el chip Atom de bajo voltaje que por aquel entonces desarrol aba ese proveedor. Paul Otel ini, el consejero delegado de la
compañía, estaba ejerciendo mucha presión para que las dos empresas trabajaran juntas en un diseño, y Jobs se sentía
inclinado a confiar en él. Lo cierto era que, aunque Intel estaba creando los procesadores más rápidos del mundo,
acostumbraba a fabricarlos para máquinas que se enchufaban a la red general, y por tanto no estaban pensados para
ahorrar gasto de batería. Por eso, Tony Fadel defendió con insistencia que desarrol asen un sistema basado en la
arquitectura de ARM, más sencil a y de menor consumo energético. Apple había sido uno de los primeros socios
de ARM, y el primer iPhone contaba con chips que empleaban dicha arquitectura. Fadel recabó el apoyo de otros
ingenieros, y demostró que era posible enfrentarse a Jobs y hacerle cambiar de opinión. «¡Mal, mal, mal!», gritó Fadel en
una reunión en la que Jobs insistía en que la mejor opción era confiar en Intel para crear un buen chip destinado a
dispositivos portátiles. Fadel l egó incluso a poner su insignia de Apple sobre la mesa y a amenazar con la dimisión.
Al final, Jobs acabó por ceder. «Te comprendo —aseguró—. No voy a enfrentarme a mis mejores trabajadores». De hecho,
se pasó al extremo opuesto. Apple obtuvo licencias para emplear la arquitectura de ARM, pero también adquirió una
compañía de diseño de microprocesadores que empleaba a 150 personas, situada en Palo Alto, l amada P. A. Semi, y les
ordenó que crearan un sistema en un chip a medida, l amado A4, basado en la arquitectura ARM y cuya fabricación correría
a cargo de Samsung, en Corea del Sur. Según recordaba Jobs:
En lo que respecta a rendimiento alto, Intel es la mejor. Fabrican el chip más rápido si no te preocupan ni la energía ni el
precio. Sin embargo, solo montan el procesador en el chip, así que hacen falta otras muchas piezas. Nuestro A4 cuenta con
el procesador, el sistema de gráficos, el sistema operativo del móvil y el control de memoria en un único chip. Tratamos de
ayudar a Intel, pero no nos hicieron mucho caso. Llevamos años diciéndoles que sus gráficos son una porquería. Todos los
trimestres concertamos una reunión en la que participo con mis tres principales expertos y Paul Otellini. Al principio
hacíamos cosas maravillosas juntos. Ellos querían formar un gran proyecto conjunto para producir los chips de los futuros
iPhone. Había dos razones por las que no trabajábamos con ellos. Una era que son tremendamente lentos. Son como un
barco de vapor, no demasiado flexibles. Nosotros estamos acostumbrados a velocidades bastante altas. La segunda razón
era que no queríamos mostrarles todo lo que teníamos, porque ellos podrían ir a vendérselo a la competencia.
261
En opinión de Otel ini, lo más lógico habría sido utilizar chips de Intel. El problema, según él, fue que Apple e Intel no
lograron ponerse de acuerdo con respecto al precio. «Aquel o no salió adelante debido principalmente a una razón
económica», declaró. Este era también otro ejemplo del deseo de Jobs, o incluso de su obsesión, por controlar todos los
detal es de un producto, desde el silicio hasta la estructura.
ENERO DE 2010: LA PRESENTACIÓN
El entusiasmo habitual que Jobs lograba despertar en los estrenos de sus productos palidecía en comparación con el
frenesí desatado antes de la presentación del iPad el 27 de enero de 2010 en San Francisco. El semanario The Economist
lo sacó en portada cubierto por una túnica y con una aureola de santo, sujetando en la mano lo que la publicación l amaba
«El Libro de Jobs», en referencia al Libro de Job bíblico. Y el Wall Street Journal realizó afirmaciones en el mismo tono
exaltado: «La última vez que se generó tanto entusiasmo en torno a una tabla era porque tenía unos cuantos
mandamientos escritos en el a».
Como si quisiera resaltar la naturaleza histórica de aquel a presentación, Jobs invitó de nuevo a muchos de sus viejos
compañeros de los primeros días de Apple. También resultó conmovedora la presencia de James Eason, que había l evado
a cabo su trasplante de hígado el año anterior, y de Jeffrey Norton, que había operado a Jobs del páncreas en 2004. Se
encontraban entre el público, sentados en la misma fila que su esposa, su hijo y Mona Simpson.
Jobs l evó a cabo su excelente labor poniendo en contexto al nuevo aparato, como ya había hecho con el iPhone tres años
antes. En esta ocasión presentó una pantal a que mostraba un iPhone y un ordenador portátil con un signo de interrogación
entre ambos. «La pregunta es: “¿Queda sitio para algo en medio?”», planteó. Ese «algo» tendría que servirnos para
navegar por la web, gestionar el correo electrónico, fotos, vídeo, música, juegos y eBooks. Y clavó una estaca en el corazón
mismo del concepto del netbook. «¡Los netbook no son mejores en nada! —afirmó. Los asistentes invitados y los
empleados de la empresa comenzaron a vitorear—. Pero tenemos algo que sí lo es. Lo l amamos “iPad”».
Para subrayar el espíritu informal del iPad, Jobs se dirigió a un cómodo sofá de cuero situado junto a una mesita (de hecho,
y siguiendo los gustos de Jobs, se trataba
de un sofá de Le Corbusier y una mesa de Eero Saarinen). Cogió uno de aquel os aparatos. «Es mucho más íntimo que un
ordenador portátil», señaló entusiasmado. A continuación entró en la web del New York Times, envió un correo electrónico
a Scott Forstal y Phil Schil er («¡Guau! Estamos presentando el iPad»), hojeó un álbum de fotos, utilizó un calendario,
amplió el zoom sobre la torre Eiffel con Google Maps, vio algunos vídeos (uno de Star Trek y un fragmento de Up, de
Pixar), presentó la librería de iBooks y puso una canción («Like a Rol ing Stone», de Bob Dylan, que ya había utilizado en la
presentación del iPhone). «¿No os parece asombroso?», preguntó.
Con su última diapositiva, Jobs resaltó uno de los temas habituales en su vida, que quedaba ejemplificado en el iPad: una
señal de tráfico que mostraba el cruce entre la cal e de la Tecnología y la cal e de las Humanidades. «El motivo por el que
Apple puede crear productos como el iPad es que siempre hemos tratado de situarnos en la intersección entre la tecnología
y las humanidades», concluyó. El iPad era la reencarnación digital del Catálogo de toda la Tierra, aquel lugar donde la
creatividad se encontraba con las herramientas necesarias para la vida.
Por una vez, la reacción inicial no fue un coro de aleluyas. El iPad todavía no estaba a la venta (l egaría a las tiendas en
abril), y algunos de los espectadores que
vieron la demostración l evada a cabo por Jobs no acabaron muy seguros de lo que era aquel o. ¿Un iPhone dopado con
esteroides? «No había quedado tan decepcionado desde que Snooki se lió con La Situación»,* escribió en Newsweek
Daniel Lyons (que también trabajaba como el falso Steve Jobs en una parodia de internet). Gizmodo publicó el artículo de
uno de sus colaboradores titulado «Ocho cosas espantosas acerca del iPad» (no es multitarea, no tiene cámara de fotos,
no acepta animaciones en Flash…). Incluso su nombre fue motivo de mofa en la blogosfera, puesto que la coincidencia con
la palabra inglesa para «compresa» («pad») dio origen a sarcásticos comentarios sobre productos de higiene femenina y
compresas de tal a extragrande. La etiqueta «#iTampon» alcanzó el tercer puesto como trending topic en Twitter ese mismo
día.
También l egó el imprescindible rechazo de Bil Gates. «Sigo creyendo que una mezcla de voz, lápiz y un teclado de verdad
(o, en otras palabras, un netbook) acabará por ser la principal tendencia —le dijo a Brent Schlender—. La verdad es que en
esta ocasión no me he quedado con la misma sensación que en el caso del iPhone, cuando me dije: “Oh, Dios mío,
Microsoft no ha apuntado lo suficientemente alto”. Es un buen lector, pero no hay nada en el iPad que me haga decirme:
“Vaya, ojalá lo hubiera hecho Microsoft”». Siguió insistiendo en que el enfoque de Microsoft, con un puntero, acabaría por
imponerse. «Llevo muchos años prediciendo la l egada de una tableta con puntero —me contó—. Al final acabaré teniendo
262
razón o acabaré muerto».
La noche siguiente a la presentación, Jobs se encontraba molesto y deprimido. Cuando nos reunimos para cenar en su
cocina, andaba dando vueltas en torno a la
mesa cargando correos electrónicos y páginas web en su iPhone.
He recibido unos ochocientos mensajes de correo electrónico en las últimas veinticuatro horas. La mayoría de ellos son
quejas. ¡No hay cable USB! No hay esto, no hay aquello. Algunos me dicen cosas como: «¡Capullo! ¿Cómo has podido
hacer algo así?». Normalmente no contesto a nadie, pero hoy he respondido: «Tus padres estarían muy orgullosos al ver la
persona en la que te has convertido». Y a algunos no les gusta el nombre de iPad, o cosas por el estilo. Hoy me he
quedado un poco deprimido. Estas cosas te echan un poco para atrás.
Sí que agradeció una l amada de felicitación que recibió ese día del jefe de gabinete de la Casa Blanca, Rahm Emanuel.
Sin embargo, también señaló en la cena que el presidente Obama no lo había l amado desde que ocupara su cargo en
Washington D.C.
Las críticas del público amainaron cuando el iPad salió a la venta en abril y la gente pudo hacerse con uno. Tanto Time
como Newsweek lo sacaron en portada. «Lo
más difícil de escribir acerca de los productos de Apple es que vienen envueltos en un montón de bombo publicitario —
escribió Lev Grossman en Time—. El otro problema a la hora de escribir acerca de los productos de Apple es que en
ocasiones todo ese bombo resulta ser cierto». Su principal crítica, bastante importante, era que «aunque resulta un
dispositivo estupendo para consumir contenidos, no se esfuerza demasiado por facilitar su creación». Los ordenadores,
especialmente el Macintosh, se habían convertido en herramientas que le permitían a la gente crear música, vídeos,
páginas webs y blogs que podían subirse a internet para que todo el mundo los viera. «El iPad traslada el énfasis de la
creación de contenidos a su mera absorción y manipulación. Te transforma, te convierte en el consumidor pasivo de las
obras de arte de otras personas». Era una crítica que Jobs se tomó muy a pecho. Se propuso asegurarse de que la
siguiente versión del iPad pusiera el acento en facilitar la creación artística por parte del usuario.
La portada de Newsweek rezaba: «¿Qué tiene de genial el iPad? Todo». Daniel Lyons, que lo había fusilado con su
comentario sobre Snooki durante la presentación, revisó sus opiniones. «Lo primero que me vino a la cabeza cuando vi a
Jobs haciendo su demostración fue que no me parecía para tanto —escribió—. Tenía la pinta de una versión más grande
del iPod touch, ¿verdad? Entonces tuve la oportunidad de utilizar un iPad y de pronto pensé: “Yo quiero uno”». Lyons, como
muchos otros, se había dado cuenta de que aquel era el proyecto estrel a de Jobs, que representaba todo lo defendido por
él. «Tiene una capacidad inquietante para crear dispositivos que no sabíamos que necesitábamos, pero sin los que, de
pronto, ya no puedo vivir —escribió—. Un sistema cerrado puede ser la única forma de ofrecer el tipo de experiencia
tecnozen que le ha dado a Apple su fama».
La mayor parte de las discusiones sobre el iPad se centraban en el tema de si su integración completa era una idea bril
ante o la causa de su futura condenación. Google estaba comenzando a desempeñar una función similar a la de Microsoft
en la década de los ochenta, al ofrecer una plataforma para dispositivos móviles, Android, que era abierta y por tanto
podían utilizar todos los fabricantes de hardware. Fortune organizó un debate sobre el asunto en sus páginas. «No hay
excusas para cerrarse», escribió Michael Copeland. Sin embargo, su colega Jon Fortt le replicó: «Los sistemas cerrados
tienen mala reputación, pero funcionan fantásticamente bien y los usuarios se benefician de el o. Probablemente no haya
nadie en el mundo de la tecnología que lo haya demostrado más fehacientemente que Steve Jobs. Al unir el hardware, el
software y los servicios y controlarlos muy de cerca, Apple consigue todo el tiempo adelantarse a sus rivales y presentar
productos con un acabado muy cuidado». Ambos coincidieron en que el iPad iba a representar la prueba más clara al
respecto desde la creación del primer Macintosh. «Apple ha l evado su reputación de obsesos por el control a un nuevo
nivel con el chip A4 que utiliza el aparato —escribió Fortt—. Ahora Cupertino tiene la última palabra sobre el silicio, el
dispositivo, el sistema operativo, las aplicaciones y el sistema de pago».
Jobs acudió a la tienda Apple de Palo Alto poco antes del mediodía del 5 de abril, fecha en la que salió a la venta el iPad.
Daniel Kottke —su alma gemela durante sus días de consumo de LSD en Reed y en su primera época de Apple, que ya no
le guardaba rencor por no haber recibido opciones de compra de acciones como fundador de la empresa— se aseguró de
estar al í. «Habían pasado quince años y quería verlo otra vez —relató Kottke—. Lo agarré y le dije que iba a utilizar el iPad
para las letras de mis canciones. Él estaba de muy buen humor y mantuvimos una agradable charla después de tantos
años». Powel y su hija menor, Eve, los miraban desde una esquina de la tienda.
Wozniak, que durante mucho tiempo había defendido un hardware y un software lo más abiertos posible, siguió matizando
aquel a opinión. Como en muchas otras
ocasiones, se quedó despierto toda la noche junto a los demás entusiastas que hacían cola esperando la apertura de la
263
tienda. Esta vez se encontraba en el centro comercial Val ey Fair de San José, a bordo de un patinete Segway. Un
periodista le preguntó acerca del carácter cerrado del ecosistema de Apple. «Apple te mete en su parque para jugar y te
mantiene al í, pero eso tiene algunas ventajas —contestó—. A mí me gustan los sistemas abiertos, pero eso es porque yo
soy un hacker. A la mayoría de la gente le gustan las cosas fáciles de usar. La genialidad de Steve reside en que sabe
cómo hacer que las cosas resulten sencil as, y para eso a veces es necesario controlarlo todo».
La pregunta «¿qué l evas en el iPad?» sustituyó al «¿qué l evas en el iPod?». Incluso los miembros del gabinete del
presidente Obama, que habían adoptado el iPad
como símbolo de modernidad tecnológica, participaban en aquel juego. El asesor económico Larry Summers tenía la
aplicación de información financiera de Bloomberg, el Scrabble y Los documentos federalistas. El jefe de gabinete, Rahm
Emanuel, tenía un montón de periódicos, el asesor de comunicaciones Bil Burton tenía la revista Vanity Fair y una
temporada completa de la serie de televisión Perdidos, y el director político, David Axelrod, contaba con información sobre
las grandes ligas de béisbol y con la cadena de radio NPR.
Jobs quedó conmovido con una historia que me reenvió, publicada por Michael Noer en forbes.com. Noer estaba leyendo
una novela de ciencia ficción en su iPad
mientras se encontraba en una granja lechera de una zona rural al norte de Bogotá, cuando un niño pobre de seis años que
limpiaba los establos se le acercó. Picado por la curiosidad, Noer le entregó el aparato. Sin ninguna instrucción y sin haber
visto nunca antes un ordenador, el chico comenzó a utilizarlo de forma intuitiva. Comenzó a deslizarse por la pantal a, a
abrir aplicaciones y a jugar al mil ón. «Steve Jobs ha diseñado un potente ordenador que un niño analfabeto de seis años
puede utilizar sin formación previa —escribió Noer—. Si eso no es magia, entonces no sé qué puede serlo».
En menos de un mes, Apple vendió un mil ón de iPads. Eso supone la mitad del tiempo que necesitó el iPod para l egar a
esa cifra. En marzo de 2011, nueve meses después de su comercialización, se habían vendido quince mil ones de
unidades. Según algunas estimaciones, se convirtió en la salida al mercado de un producto de consumo de mayor éxito de
la historia.
PUBLICIDAD
Jobs no estaba satisfecho con los anuncios originales del iPad. Como de costumbre, se involucró de l eno en el proceso de
marketing y trabajó junto con James Vincent y Duncan Milner en la agencia publicitaria (ahora l amada TBWA/Media Arts
Lab), con Lee Clow aconsejándoles desde su puesto, ya con un pie en la jubilación. El primer anuncio que produjeron era
una agradable escena en la que un chico con vaqueros desteñidos y una sudadera se reclinaba en una sil a, consultaba su
correo electrónico, miraba un álbum de fotos, el New York Times , libros y un vídeo en un iPad que se había colocado en el
regazo. No había palabras, solo la melodía de fondo de «There Goes My Love» compuesta por The Blue Van. «Después de
dar su aprobación, Steve pensó que no le gustaba nada —recordaba Vincent—. Pensaba que parecía el anuncio de una
tienda de decoración». Según me contó después Jobs:
Había resultado sencillo explicar qué era un iPod —mil canciones en tu bolsillo—, y eso nos permitió pasar rápidamente a
los anuncios con las famosas siluetas. Sin embargo, era más difícil explicar en qué consistía un iPad. No queríamos que
pareciera un ordenador, y tampoco deseábamos ofrecer una imagen tan blanda como para que la gente lo confundiera con
un televisor efectista. La primera tanda de anuncios que produjimos puso de manifiesto que no teníamos ni idea de lo que
estábamos haciendo. Presentaban un ambiente como de terciopelo y suaves zapatos de piel sedosa.
James Vincent l evaba meses sin disfrutar de unas vacaciones, así que cuando el iPad salió por fin a la venta y
comenzaron a emitirse los anuncios, se encontraba con su familia en Palm Springs, con ocasión del Festival de Música de
Coachel a, donde participaban algunos de sus grupos favoritos, como Muse, Faith No More y Devo. Poco después de l
egar, Jobs lo l amó. «Tus anuncios son un asco —afirmó—. El iPad está revolucionando el mundo y necesitamos algo
grande. Lo que me has dado es una mierdecil a». «Pero bueno, ¿qué querías? —replicó Vincent—. Tú no has sido capaz
de decirme lo que quieres». «No lo sé. Tienes que traerme algo nuevo. Nada de lo que me has presentado se acerca
siquiera a lo que quiero».
Vincent se quejó, y entonces Jobs montó en cólera. «Comenzó a chil arme, sin más», recordaba el creativo. Este también
podía cambiar rápidamente de humor, así
que la retahíla de gritos fue en aumento: «Tienes que decirme lo que quieres», vociferó. Ante lo cual Jobs le espetó:
«Tienes que enseñarme tus propuestas, y yo lo sabré cuando lo vea». «Ah, claro, déjame que escriba eso en el informe
264
para mis creativos: “Lo sabré cuando lo vea”». Vincent se enfadó tanto que estampó el puño contra la pared de la casa que
había alquilado y dejó una gran marca en el a. Cuando por fin salió y se reunió con su familia, que lo esperaba junto a la
piscina, todos lo miraron nerviosos. «¿Estás bien?», preguntó finalmente su esposa. Vincent y su equipo tardaron dos
semanas en crear distintas opciones nuevas, y él les pidió que las presentaran en casa de Jobs en lugar de en su
despacho, con la esperanza de que aquel entorno resultara más relajado. Mientras repartían los guiones gráficos por la
mesa de centro situada en el salón, Milner y él le ofrecieron doce alternativas. Una resultaba inspiradora y conmovedora.
Otra probaba con el humor, y en el a Michael Cera, el actor cómico, paseaba por una casa de mentira y realizaba algunos
comentarios graciosos sobre la forma en que la gente podría utilizar los iPads. Otras opciones mostraban el iPad junto a
diferentes famosos, o lo resaltaban contra un fondo blanco, o lo hacían ser el protagonista de una pequeña comedia de
situación. Otros pasaban directamente a una demostración del producto. Tras reflexionar sobre las diferentes opciones,
Jobs se dio cuenta de lo que quería. No era humor, ni famosos, ni una demostración. «Tiene que dejar claro su mensaje —
decidió—. Tiene que ser como un manifiesto. Esto es algo grande». Había anunciado que el iPad iba a cambiar el mundo, y
quería una campaña que resaltara aquel a aseveración. Señaló que otras marcas iban a sacar al mercado copias de su
tableta en cuestión de un año, y quería que la gente recordara que el iPad era el producto auténtico. «Necesitamos
anuncios que se planten con firmeza y expliquen lo que hemos hecho».
De pronto se levantó de su sil a, con un aspecto algo débil, pero sonriente. «Ahora tengo que irme a recibir un masaje —
anunció—. Poneos a trabajar».
Así pues, Vincent y Milner, junto con el redactor publicitario Eric Grunbaum, comenzaron a forjar lo que denominaron «El
Manifiesto». Tendría un pulso rápido, con imágenes vibrantes y un ritmo muy marcado, e iba a anunciar que el iPad era
revolucionario. La música que eligieron era el potente estribil o de Karen O en la canción de los Yeah Yeah Yeahs «Gold
Lion». Mientras se mostraba cómo el iPad l evaba a cabo su magia, una voz de tono firme aseguraba: «El iPad es fino. El
iPad es hermoso. [...] Es tremendamente potente. Es mágico. […] Es vídeo, son fotos. Son más libros que los que podrías
leer en toda tu vida. Es una revolución, y acaba de empezar».
Una vez que los anuncios del «manifiesto» se hubieron emitido en antena, el equipo probó de nuevo con una opción más
suave, en el estilo de los documentales sobre vidas cotidianas que realizaba la joven cineasta Jessica Sanders. A Jobs le
gustaron... durante un tiempo. Después se volvió contra el os por la misma razón que había reaccionado contra los
primeros anuncios, que le recordaban a una tienda de decoración. «Maldita sea —gritó—. Parecen un anuncio de Visa, son
el típico producto de una agencia publicitaria».
Había estado pidiendo anuncios que resultaran nuevos y diferentes, pero al final acabó por darse cuenta de que no quería
apartarse de lo que él entendía como la voz de Apple. Para él, esa voz contaba con un conjunto de cualidades distintivas:
sencil a, directa, nítida. «Probamos la alternativa de las vidas cotidianas, y parecía que a Jobs le estaba gustando, pero de
pronto dijo que la detestaba, que no representaba a la compañía —recordaba Lee Clow—. Nos dijo que regresáramos a la
voz de Apple. Es una voz muy sencil a y sincera». Así pues, volvieron al fondo blanco con un primer plano del aparato en el
que se presentaba todo lo que era el iPad y lo que podía hacer.
APLICACIONES
Los anuncios del iPad no se centraban en el dispositivo, sino en lo que se podía hacer con él. De hecho, su éxito no se
debió únicamente a la bel eza de su hardware, sino a sus aplicaciones, conocidas como «apps», que te permitían dedicarte
a todo tipo de actividades estupendas. Había miles de el as —y pronto serían cientos de miles—, que podían descargarse
de forma gratuita o por unos pocos dólares. Con solo deslizar un dedo podías lanzar pájaros enfurruñados, controlar tus
acciones en la Bolsa, ver películas, leer libros y revistas, enterarte de las últimas noticias, jugar y perder el tiempo a lo
grande. Una vez más, la integración del hardware, el software y la tienda que vendía las aplicaciones facilitó el resultado.
Sin embargo, las aplicaciones también permitían que la plataforma gozara de un cierto carácter abierto, aunque de forma
muy controlada, para los desarrol adores externos que querían crear software y contenidos para el iPad. Abierto, claro está,
como si fuera un jardín comunitario: atentamente cuidado y vigilado.
El fenómeno de las aplicaciones había comenzado con el iPhone. Cuando este salió a la venta a principios de 2007, no
había aplicaciones disponibles creadas por desarrol adores externos. Al principio Jobs se resistió a dejarles entrar. No
quería que unos extraños creasen aplicaciones que pudieran estropear el iPhone, infectarlo con un virus o mancil ar su
integridad.
Art Levinson, miembro del consejo, se encontraba entre los partidarios de dejar paso a las aplicaciones para el iPhone. «Lo
l amé una docena de veces para
265
defender el potencial de las aplicaciones», recordaba. Si Apple no permitía e incluso fomentaba su creación, lo haría otro
fabricante de smartphones, y eso les ofrecería una ventaja competitiva. Phil Schil er, jefe de marketing de Apple, se mostró
de acuerdo. «No podía concebir que hubiéramos creado algo tan potente como el iPhone sin estar animando a los desarrol
adores a crear montones de aplicaciones —recordaba—. Yo sabía que a los usuarios les encantarían». Desde fuera, el
inversionista en capital de riesgo John Doerr señaló que permitir la l egada de las aplicaciones daría origen a todo un
campo de nuevos emprendedores que crearían nuevos servicios.
Al principio, Jobs trató de acal ar la discusión, en parte porque creía que su equipo no contaba con la capacidad suficiente
como para enfrentarse a las dificultades que entrañaría supervisar a los desarrol adores externos de aplicaciones. Quería
que se centraran. «No quería hablar de el o», comentó Schil er. Pero en cuanto el iPhone se puso a la venta, pareció
dispuesto a prestar atención al debate. «Cada vez que surgía el tema en la conversación, Steve se mostraba un poco más
abierto», señaló Levinson. Se celebraron discusiones informales al respecto en cuatro reuniones del consejo.
Jobs pronto descubrió que había una manera de obtener lo mejor de ambos mundos. Iba a permitir que terceras personas
creasen aplicaciones, pero tendrían que cumplir con estrictos estándares, someterse a las pruebas y a la aprobación de
Apple, y venderse únicamente a través de la tienda iTunes. Aquel a era una forma de aprovechar las ventajas de animar a
miles de desarrol adores de software y a la vez mantener un control suficiente como para proteger la integridad del iPhone y
la sencil ez de la experiencia del consumidor. «Era una solución absolutamente mágica que dio exactamente en el clavo —
comentó Levinson—. Nos permitió acceder a los beneficios de un sistema abierto a la vez que manteníamos un control
integral sobre el producto».
La tienda de aplicaciones para el iPhone, l amada App Store, abrió sus puertas en iTunes en julio de 2008. Nueve meses
más tarde se registró la descarga número mil mil ones. Y para cuando el iPad salió a la venta en abril de 2010, había
185.000 aplicaciones disponibles para el teléfono de Apple. Muchas podían utilizarse también en el iPad, aunque no
aprovechaban el mayor tamaño de la pantal a. Sin embargo, en menos de cinco meses, los desarrol adores habían creado
25.000 nuevas aplicaciones con una configuración específica para el iPad. En junio de 2011 ya se ofrecían 425.000
aplicaciones disponibles para ambos aparatos, y se habían registrado más de 14.000 mil ones de descargas.
La App Store creó una nueva industria de la noche a la mañana. Lo mismo en los colegios mayores y los garajes que en las
principales compañías de contenidos digitales, los emprendedores inventaban nuevas aplicaciones. La empresa de
inversión en capital riesgo de John Doerr creó un «iFondo» de 200 mil ones de dólares para financiar las mejores ideas. Las
revistas y periódicos que habían estado ofreciendo sus contenidos de forma gratuita vieron aquí una última oportunidad de
cerrar por fin la caja de Pandora que había supuesto aquel cuestionable modelo de negocio digital. Las editoriales más
innovadoras crearon nuevas revistas, libros y materiales de aprendizaje exclusivamente para el iPad. Por ejemplo, la
prestigiosa editorial Cal away, que había dado a luz libros como Sex, de Madonna, o Miss Spider’s Tea Party, de David
Kirk, decidió quemar las naves y abandonar el mundo del libro impreso para centrarse en la publicación de obras como
aplicaciones interactivas. En junio de 2011, Apple había pagado 2.500 mil ones de dólares a los desarrol adores de
aplicaciones.
El iPad y otros dispositivos digitales basados en las aplicaciones trajeron consigo un cambio fundamental en el mundo
digital. Al principio, al á por la década de los
ochenta, entrar en línea implicaba normalmente l amar a un servicio como AOL, CompuServe o Prodigy, que ofrecía acceso
a un jardín comunitario atentamente cuidado y vigilado l eno de contenidos, con algunas puertas de salida que permitían a
los usuarios más valientes acceder a internet en su totalidad. La segunda fase, iniciada a principios de la década de los
noventa, fue la l egada de los navegadores. Estos le permitían a todo el mundo moverse con libertad por internet gracias a
los protocolos de transferencia de hipertexto de la World Wide Web, que interconectaba miles de mil ones de páginas.
Aparecieron entonces motores de búsqueda como Yahoo y Google para que la gente pudiera encontrar fácilmente los sitios
web que les interesaban. La creación del iPad planteó un nuevo modelo. Las aplicaciones se parecían a los jardines val
ados de épocas pasadas. Los creadores podían ofrecerles más funciones a los usuarios que las descargaban, pero el
ascenso del número de aplicaciones l evaba implícito el sacrificio de la naturaleza abierta e interconectada de la red. No
resultaban tan fáciles de conectar o de buscar. Dado que el iPad permitía a la vez el uso de aplicaciones y la navegación
por la red, no suponía una declaración de guerra al modelo de la web, pero sí que ofrecía una clara alternativa, tanto para
los consumidores como para los creadores de contenidos.
EDICIÓN Y PERIODISMO
Con el iPod, Jobs había transformado el negocio de la música. Con el iPad y la App Store, comenzó a transformar todos los
medios de comunicación, desde la edición y el periodismo hasta la televisión y las películas.
266
Los libros eran uno de los objetivos más obvios, puesto que el Kindle de Amazon ya había demostrado el apetito existente
por los libros electrónicos. Así pues,
Apple creó una tienda iBooks, que vendía libros electrónicos de la misma forma que la tienda iTunes vendía canciones.
Existía, no obstante, una diferencia en el modelo de negocio. En la tienda iTunes, Jobs había insistido en que todas las
canciones se vendieran por un precio asequible, que al principio era de 99 centavos de dólar. Jeff Bezos, de Amazon, había
tratado de adoptar una postura similar con los eBooks, e insistió en venderlos por un máximo de 9,99 dólares. Jobs
intervino y les ofreció a las editoriales lo que les había negado a las compañías discográficas: podrían fijar el precio que
quisieran por las obras incorporadas a la tienda de iBooks y Apple se quedaría con el 30 %. Al principio, aquel o l evó a que
los precios fueran más altos que en Amazon. ¿Por qué iba la gente a querer pagar más en Apple? «Ese no será el caso —
respondió Jobs cuando Walt Mossberg le planteó la pregunta en el acto de presentación del iPad—. El precio acabará
siendo el mismo». Tenía razón.
El día después de la presentación del iPad, Jobs me describió su opinión sobre los libros:
Amazon metió la pata. Pagó el precio al por mayor de algunos libros, pero comenzó a venderlos por debajo de su coste, a
9,99 dólares. A las editoriales no les hizo ninguna gracia: creían que aquello daría al traste con sus ventas de ejemplares en
tapa dura que costaban 28 dólares. Así pues, antes incluso de que Apple entrara en escena, algunas editoriales estaban
comenzando a retener sus libros y a no entregárselos a Amazon. Nosotros les dijimos a las editoriales: «Vale, vamos a
seguir un modelo de agencia, con royalties: vosotros fijáis el precio y nosotros nos quedamos con un 30 %. Sí, el cliente
paga un poco más, pero así es como lo queréis vosotros». Sin embargo, también les pedimos una garantía de que si
alguien vendía los libros a un precio menor que el nuestro, en ese caso nosotros también podríamos venderlos por aquella
cantidad. Entonces las editoriales fueron a ver a Amazon y le dijeron: «O firmáis un contrato de agencia o no os entregamos
los libros».
Jobs reconoció que estaba tratando de quedarse con lo mejor de cada campo en lo relativo a la música y los libros. Se
había negado a ofrecer el modelo de royalties a las discográficas y permitirles así que fijaran sus propios precios. ¿Por
qué? Porque no le hacía falta. Pero con los libros sí. «No éramos los primeros en l egar al negocio editorial —explicó—. En
vista de la situación existente, lo mejor para nosotros era realizar aquel a maniobra de aikido y conseguir el modelo de
royalties. Y lo logramos».
Justo después del acto de presentación del iPad, Jobs viajó a Nueva York en febrero de 2010 para reunirse con algunos
ejecutivos del mundo del periodismo. En dos días se encontró con Rupert Murdoch, con su hijo James y con la dirección del
Wall Street Journal ; con Arthur Sulzberger Jr. y los principales ejecutivos del New York Times, y con la directiva de Time,
Fortune y otras revistas del grupo Time Inc. «Me encantaría colaborar con el periodismo de calidad —afirmó después—. No
podemos depender de los blogueros para acceder a las noticias. Necesitamos un periodismo real y una supervisión editorial
ahora más que nunca, así que sería estupendo encontrar la forma de ayudar a la gente a crear productos digitales en los
que de verdad puedan ganar dinero». Como había conseguido que la gente pagara por la música, esperaba poder hacer lo
mismo con el periodismo.
Los editores, sin embargo, parecían recelar de la mano tendida de Jobs. Aquel o suponía que tendrían que entregarle un 30
% de sus ingresos a Apple, pero, lo que
era más importante: temían que, con el sistema de Jobs, ya no fueran a mantener una relación directa con sus suscriptores;
no contarían con sus direcciones de correo electrónico ni con sus números de tarjeta de crédito para poder enviarles
facturas, comunicarse con el os y tratar de venderles nuevos productos. En vez de eso, Apple controlaría a los clientes,
enviaría las facturas y se haría con sus datos para sus propios registros. Además, debido a su política de confidencialidad,
Apple no iba a compartir aquel a información a menos que un cliente les diera permiso explícitamente para el o.
Jobs estaba especialmente interesado en l egar a un acuerdo con el New York Times , en su opinión un gran periódico que
corría el riesgo de languidecer por no
haber sabido cómo obtener beneficios de sus contenidos digitales. «Tengo decidido que uno de mis proyectos personales
para este año sea tratar de ayudar al Times, lo quieran el os o no —me comentó a principios de 2010—. Creo que es
importante para Estados Unidos que el periódico salga adelante».
Durante su viaje a Nueva York, Jobs cenó con cincuenta de los principales ejecutivos del New York Times en un salón
privado situado en la bodega de Pranna, un restaurante asiático (pidió un batido de mango y un sencil o plato de pasta
vegana, ninguno de los cuales se encontraba en el menú). A continuación les presentó el iPad y les explicó lo importante
267
que era fijar un precio asequible para el contenido digital que pudieran aceptar los consumidores. Dibujó un gráfico con los
posibles precios y el volumen de ventas. ¿Cuántos lectores tendrían si el Times fuera gratuito? El os ya tenían la respuesta
a aquel dato, representado en un extremo del gráfico, porque estaban ofreciendo el contenido de forma gratuita en internet
y ya contaban con unos veinte mil ones de visitantes habituales. ¿Y si la revista fuera muy cara? También manejaban datos
al respecto; los suscriptores de la versión impresa pagaban más de 300 dólares al año y había aproximadamente un mil ón.
«Deberíais buscar un término medio, que supone en torno a 10 mil ones de suscriptores digitales —propuso—, y eso
implica que vuestro sistema de suscripción debería ser muy barato y muy sencil o, de un solo clic y cinco dólares al mes
como mucho».
Cuando uno de los ejecutivos responsables de la distribución del Times insistió en que el periódico necesitaba la dirección
de correo electrónico y los datos de la
tarjeta de crédito de todos sus suscriptores, incluso si se apuntaban a través de la App Store, Jobs contestó que Apple no
les iba a facilitar aquel a información.
«Bueno, podéis pedírsela a el os, pero si no os la dan de forma voluntaria, no me echéis a mí la culpa —añadió—. Si no os
gusta, no utilicéis nuestros servicios. Yo no soy el que os ha metido en este lío. Vosotros sois los que os habéis pasado los
últimos cinco años regalando vuestro periódico por internet sin anotar los datos de la tarjeta de crédito de nadie».
Jobs también se reunió en privado con Arthur Sulzberger Jr. «Es un buen tipo, y está muy orgul oso del nuevo edificio del
periódico, como es natural —comentó
Jobs después—. Estuve hablando con él sobre lo que pensaba que debía hacer, pero después no ocurrió nada». Hizo falta
que pasara todo un año, pero en abril de
2011 el New York Times comenzó a cobrar por el acceso a su edición digital y a vender algunas suscripciones a través de
Apple, adaptándose a las condiciones fijadas por Jobs. Sin embargo, decidieron cobrar aproximadamente cuatro veces más
que la tarifa mensual de 5 dólares propuesta por este.
En el edificio de Time-Life, el editor de Time, Rick Stengel, actuó como anfitrión. A Jobs le gustaba Stengel, que había
asignado a un equipo de gran talento dirigido por Josh Quittner la creación de una buena versión semanal de la revista para
iPad. Sin embargo, le molestó encontrarse al í a Andy Serwer, de Fortune. Se levantó y le dijo a Serwer lo enfadado que
seguía por el artículo publicado por su revista dos años antes en el que se revelaban detal es sobre su salud y los
problemas con las opciones de compra de acciones. «Te dedicaste a darme patadas cuando estaba fuera de combate», lo
acusó.
El mayor problema en Time Inc. era el mismo que el del New York Times: la empresa editora de la revista no quería que
fuera Apple quien se hiciera con los datos de los suscriptores y evitara una relación de facturación directa con el os. Time
Inc. quería crear aplicaciones que dirigieran a los lectores a su propio sitio web para que estos pudieran comprar al í la
suscripción. Apple se negó. Cuando Time y otras revistas enviaron aplicaciones con dicha función, se les denegó el
derecho a formar parte de la App Store.
Jobs trató de negociar personalmente con el consejero delegado de Time Warner, Jeff Bewkes, un hombre pragmático,
sensato y de trato agradable al que le
gustaban las cosas claras. Ya habían mantenido contacto algunos años antes acerca de los derechos de vídeo para el iPod
touch. Aunque Jobs no había logrado convencerlo para l egar a un acuerdo en el que le concediera los derechos en
exclusiva de las películas de la HBO poco después de su estreno, admiraba el estilo directo y decidido de Bewkes. Por su
parte, Bewkes respetaba la capacidad de Jobs para ser a la vez un gran estratega y un maestro de los aspectos más
nimios.
«Steve puede pasar rápidamente de los principios más globales a los pequeños detal es», afirmó.
Cuando Jobs l amó a Bewkes para l egar a un acuerdo acerca de la venta de las revistas del grupo Time Inc. en el iPad,
comenzó advirtiéndole de que el negocio de la prensa impresa «es un asco», que «en realidad nadie quiere tus revistas» y
que Apple les estaba ofreciendo una gran oportunidad para vender suscripciones digitales, pero «tus chicos no lo
entienden». Bewkes no estaba de acuerdo con ninguna de aquel as afirmaciones. Le aseguró estar encantado ante la idea
de que Apple vendiera suscripciones digitales para Time Inc. El porcentaje del 30 % que se l evaba Apple no era el
problema.
«Te lo digo sin rodeos: si vendes una suscripción de nuestras revistas, puedes quedarte con el 30 %». insistió Bewkes.
«Bueno, eso ya es más de lo que he conseguido con los demás», replicó Jobs. «Solo tengo una pregunta —continuó
Bewkes—. Si vendes una suscripción a mi revista y yo te doy el 30 %, ¿quién tiene la suscripción, tú o yo?».
«No puedo entregarte los datos de los suscriptores a causa de la política de confidencialidad de Apple», contestó Jobs.
«Bueno, entonces tendremos que pensar en otra solución, porque no quiero que todos mis suscriptores se conviertan en
tus suscriptores para que luego los incluyas en la base de datos de la App Store —señaló Bewkes—. Y lo siguiente que
harás, una vez que tengas el monopolio, es venir a decirme que mi revista no debería costar cuatro dólares por ejemplar
268
sino uno solo. Si alguien se suscribe a nuestra revista, necesitamos saber quién es, necesitamos ser capaces de crear
comunidades en internet para esas personas, y necesitamos tener el derecho a ofrecerles directamente la posibilidad de
renovar su suscripción».
Jobs lo tuvo más fácil con Rupert Murdoch, cuya compañía, News Corporation, era la dueña del Wall Street Journal , el
New York Post, varios periódicos
repartidos por todo el mundo, los estudios de la Fox y el canal de noticias Fox News. Cuando Jobs se reunió con Murdoch y
su equipo, el os también defendieron que debían compartir los datos de los suscriptores que l egaran a través de la App
Store. Sin embargo, cuando Jobs se negó ocurrió algo interesante: Murdoch no tiene fama de dejarse amilanar fácilmente,
pero sabía que no contaba con ningún argumento que le otorgara ventaja en aquel asunto, así que aceptó los términos de
Jobs.
«Habríamos preferido contar con los datos de los suscriptores, y ejercimos presión para que así fuera —recordaba
Murdoch—. Pero Steve no estaba dispuesto a l egar a un acuerdo con aquel as condiciones, así que yo dije: “De acuerdo,
hagámoslo”. No veíamos ningún motivo para seguir insistiendo. Él no iba a ceder, y yo no habría cedido si hubiera estado
en su posición, así que simplemente le dije que sí».
Murdoch l egó incluso a crear un periódico que solo se ofrecía en formato digital, The Daily, diseñado específicamente para
el iPad. Se iba a vender en la App Store según las condiciones fijadas por Jobs, por 99 centavos de dólar a la semana. El
propio Murdoch l evó un equipo a Cupertino para presentar el diseño que habían propuesto. Como de costumbre, a Jobs le
pareció horrible. «¿Nos dejarías que nuestros diseñadores os echaran una mano?», preguntó. Murdoch aceptó. «Los
diseñadores de Apple realizaron un intento —recordaba Murdoch—, y luego nuestros chicos realizaron otro, y diez días
más tarde regresamos y mostramos ambas propuestas, y al final le gustó más la versión de nuestro equipo. Aquel o nos
sorprendió».
The Daily —que no formaba parte ni de la prensa amaril a ni de la prensa seria, sino que era un producto a medio camino,
como el USAToday— no tuvo mucho
éxito. Sin embargo, aquel o sirvió para forjar una relación entre la extraña pareja conformada por Jobs y Murdoch. Cuando
Murdoch le pidió que interviniese en su retiro anual para directivos de la News Corporation, celebrado en junio de 2010,
Jobs realizó una excepción a su regla de no aparecer en tales actos. James Murdoch l evó a cabo la entrevista tras la cena,
que se extendió durante casi dos horas. «Se mostró muy franco y muy crítico con la forma en que los periódicos se
enfrentaban a la tecnología —recordaba Murdoch—. Nos dijo que iba a resultarnos difícil encontrar una buena solución
porque estábamos en Nueva York, y cualquiera que fuera mínimamente bueno en el campo de la tecnología trabajaba en
Silicon Val ey». Aquel o no le sentó demasiado bien a Gordon McLeod, presidente de la red digital del Wall Street Journal,
que se opuso a aquel planteamiento. Al final, McLeod se acercó a Jobs y le dijo: «Gracias, ha sido una velada maravil osa,
pero probablemente acabas de hacerme perder mi trabajo». Murdoch se reía un poco cuando me describía aquel a escena.
«Al final resultó ser cierto», comentó. McLeod fue despedido tres meses después.
A cambio de hablar en aquel retiro, Jobs consiguió que Murdoch escuchara lo que él tenía que decir sobre la cadena Fox
News, que, según su opinión, era
destructiva, dañina para el país y una mancha en la reputación de Murdoch. «Estás metiendo la pata con Fox News —le
dijo Jobs durante la cena—. La balanza no se mueve hoy entre los liberales y los conservadores, se mueve entre lo
constructivo y lo destructivo, y tú te has asociado con la gente destructiva. Fox se ha convertido en una fuerza
increíblemente demoledora para nuestra sociedad. Podrías hacerlo mejor, y este acabará siendo tu legado si no andas con
cuidado». Jobs añadió que, en su opinión, a Murdoch no le gustaban en realidad los extremos a los que había l egado la
Fox. «Rupert es un constructor, no un aniquilador —comentó—. Me he reunido en varias ocasiones con James, y creo que
él está de acuerdo conmigo. Es la impresión que me da».
Murdoch aseguró posteriormente estar acostumbrado a oír a gente como Jobs quejarse de la Fox. «Él tiene una visión de
izquierdas sobre este asunto», señaló. Jobs
le pidió que ordenara a sus compañeros la grabación semanal de los programas de Sean Hannity y Glenn Beck —le
parecían más destructivos que Bil O’Reil y—, y Murdoch accedió. Jobs me contó después que iba a pedirle al equipo del
comentarista satírico Jon Stewart que prepararan una grabación similar para Murdoch. «Me encantaría verla —afirmó él—,
pero no me ha dicho nada al respecto».
Murdoch y Jobs se entendieron tan bien que el magnate fue a cenar a su casa de Palo Alto dos veces más durante el año
siguiente. Jobs comentó en broma que tenía que esconder los cuchil os de carne en esas ocasiones, porque temía que su
mujer destripara a su invitado en cuanto este entrara por la puerta. Por su parte, Murdoch fue el presunto autor de una gran
frase sobre los platos orgánicos y veganos que se solían servir en esa casa: «Comer en casa de Steve es una gran
experiencia, siempre y cuando salgas de al í antes de que cierren los restaurantes». Lamentablemente, le pregunté a
Murdoch si alguna vez había dicho algo así, y él lo negó.
269
Una de las visitas tuvo lugar a principios de 2011. Murdoch tenía que pasar por Palo Alto el 24 de febrero, así que le envió
un mensaje a Jobs para decírselo. No sabía que ese día Jobs cumplía cincuenta y seis años, y él no se lo mencionó
cuando le contestó para invitarlo a cenar. «Era mi forma de asegurarme de que Laurene no vetaba aquel plan —bromeó
Jobs—. Era mi cumpleaños, así que el a tenía que dejarme invitar a Rupert». Erin y Eve se encontraban al í, y Reed l egó
desde Stanford hacia el final de la cena. Jobs les mostró los diseños del barco que estaba planeando construirse, y
Murdoch opinó que el interior era bonito pero que parecía «algo soso» por fuera. «Desde luego, el hecho de que hablara
tanto sobre la construcción del barco demostraba que mantenía un gran optimismo sobre su salud», comentó después
Murdoch.
Durante la cena, hablaron sobre la importancia de dotar a una compañía con una cultura emprendedora y ágil. Según
Murdoch, Sony no lo había conseguido. Jobs estaba de acuerdo. «Yo solía creer que las empresas muy grandes no podían
contar con una cultura corporativa clara —comentó Jobs—, pero ahora creo que sí puede hacerse. Murdoch lo ha hecho, y
creo que yo lo he conseguido con Apple».
La mayor parte de la conversación durante la cena giró en torno a temas educativos. Murdoch acababa de contratar a Joel
Klein, el antiguo concejal de Educación de Nueva York, para que encabezara un departamento de contenidos educativos
digitales. El magnate recordaba que Jobs se mostraba algo desdeñoso ante la idea de que la tecnología podía transformar
la formación. Sin embargo, Jobs coincidía con Murdoch en que el negocio de los libros de texto impresos iba a ser
sustituido por los materiales educativos digitales.
De hecho, Jobs se había fijado los libros de texto como el siguiente campo que quería transformar. Creía que esa industria,
a pesar de generar 8.000 mil ones de
dólares al año, estaba a punto de quedar arrasada por la revolución digital. También le sorprendió el hecho de que muchas
escuelas, por motivos de seguridad, no tuvieran taquil as, así que los chicos tenían que arrastrar pesadas mochilas de acá
para al á. «El iPad podría resolver eso», señaló. Su idea era contratar a grandes autores de libros de texto para crear
versiones digitales de los mismos y convertirlos en un elemento más del iPad. Además, celebró reuniones con las
principales editoriales educativas estadounidenses, como Pearson Education, para tratar de l egar a acuerdos de
colaboración con Apple. «El proceso que los diferentes estados del país emplean para certificar los libros de texto está
corrompido —aseguro—, pero si podemos hacer que sean gratuitos y que vengan incluidos en el iPad, entonces no
necesitarán ningún certificado. La lamentable situación económica de los estados va a seguir igual de mal otros diez años.
Así podremos darles a los gobiernos la oportunidad de saltarse todo el proceso y ahorrar mucho dinero».
270
38
Nuevas batallas
Y los ecos de las antiguas
GOOGLE: SISTEMA ABIERTO CONTRA SISTEMA CERRADO
Unos días después de presentar el iPad en enero de 2010, Jobs celebró una asamblea con sus empleados en el campus
de Apple. No se dedicó a jactarse de su nuevo e innovador producto, sino más bien a arremeter contra Google por haber
creado un sistema operativo rival, el Android. A Jobs le enfurecía que Google hubiera decidido competir con Apple en el
mercado de la telefonía. «Nosotros no nos hemos metido en el campo de los motores de búsqueda —señaló—. Son e los
quienes han entrado en el mundo de los teléfonos. No os confundáis: quieren destruir el iPhone y no vamos a permitírselo».
Y unos minutos más tarde, cuando la reunión había tomado ya otros derroteros, Jobs retomó su perorata atacando el
célebre eslogan de Google «No seas malvado». «Me gustaría volver primero al asunto anterior y añadir algo más. Ese
mantra suyo,“No seas malvado”, es una patraña».
Jobs se sentía personalmente traicionado. Eric Schmidt, el consejero delegado de Google, había formado parte del consejo
de Apple durante el desarro lo del
iPhone y el iPad, y los fundadores de Google, Larry Page y Sergei Brin, siempre lo habían tratado como a un mentor.
Sentía que lo habían estafado. La interfaz de la panta la táctil del Android estaba adoptando cada vez más características
creadas por Apple: la panta la multitáctil y el deslizamiento o la disposición de los iconos de las aplicaciones, por ejemplo.
Jobs había tratado de disuadir a Google de su empeño por desarro lar el Android. Acudió a la sede central de Google
(situada cerca de Palo Alto) en 2008 y se enzarzó en una pelea a gritos con Page, Brin y el jefe del equipo de desarro lo del
sistema operativo, Andy Rubin (como Schmidt se encontraba por aquel entonces en el consejo de Apple, se había
abstenido de participar en las discusiones que trataran sobre el iPhone). «Les dije que si nuestras relaciones eran buenas,
yo les garantizaría el acceso de Google al iPhone y les ofrecería uno o dos iconos en la panta la de inicio», recordaba Jobs.
Pero, por otra parte, los amenazó diciendo que si Google seguía desarro lando el Android y utilizaba cualquier característica
del iPhone, como la tecnología multitáctil, los demandaría. Al principio, Google había evitado copiar algunos de aque los
rasgos, pero en enero de 2010 la compañía HTC presentó un teléfono que operaba con Android y que se jactaba de contar
con una panta la multitáctil y muchos otros deta les parecidos al aspecto y la disposición del iPhone. Aquel era el contexto
en el que Jobs pronunció su afirmación de que el mantra de «No seas malvado» era «una patraña».
Así pues, Apple presentó una demanda contra HTC (y, por extensión, contra Android) en la cual alegaba que se habían
infringido veinte de sus patentes. Entre e las
se encontraban las que definían varios gestos de la tecnología multitáctil, como el deslizamiento para abrir una aplicación,
la pulsación doble para ampliar una imagen, el pe lizco para expandir y los sensores que determinaban cómo se estaba
sujetando el aparato. La semana en que se interpuso la denuncia, en su casa de Palo Alto, lo vi más furioso que nunca:
Nuestra demanda dice: «Google, esto es una puta copia del iPhone, nos habéis estafado por completo». Es un robo
descarado en primer grado. Invertiré hasta mi último aliento si es necesario, y gastaré cada centavo de los 40.000 millones
de dólares que tiene Apple en el banco para rectificar esta situación. Voy a destruir el Android porque es un producto
robado. Estoy dispuesto a empezar una guerra termonuclear por este asunto. Están muertos de miedo, porque saben que
son culpables. A excepción de su motor de búsqueda, los productos de Google (Android, Google Docs) son una mierda.
Unos pocos días después de esta invectiva, Jobs recibió una lamada de Schmidt, que había abandonado su puesto en el
consejo de Apple el verano anterior. Le ofreció reunirse para tomar un café, y se citaron en una cafetería situada en un
centro comercial de Palo Alto. «Pasamos la mitad del tiempo hablando de asuntos personales, y la otra mitad sobre su idea
de que Google había robado los diseños de la interfaz de Apple», recordaba Schmidt. Cuando legaron a ese último tema,
fue Jobs el que cargó con casi todo el peso de la conversación. Afirmó, con un lenguaje muy grosero, que Google los había
estafado. «Os hemos pi lado con las manos en la masa —le dijo a Schmidt—. No me interesa legar a un acuerdo
extrajudicial. No quiero vuestro dinero. Si me ofrecieras 5.000 mi lones de dólares, no los aceptaría. Ya tengo mucho
dinero. Lo que quiero es que dejéis de utilizar nuestras ideas en el Android, eso es todo lo que quiero». No legaron a ningún
acuerdo.
Latente bajo aque la discusión subyacía un problema todavía más básico, uno que despertaba unos inquietantes ecos
271
históricos. Google presentó el Android como una plataforma abierta. Su código fuente se encontraba a disposición de
múltiples fabricantes de hardware, que podían utilizarlo en todos los teléfonos o tabletas que quisieran fabricar. Jobs, por
supuesto, mantenía una creencia dogmática que determinaba que Apple debía integrar firmemente sus sistemas operativos
con su hardware. En la década de los ochenta, Apple no había vendido licencias de uso del sistema operativo del
Macintosh, y Microsoft había acabado por hacerse con una mayor cuota de mercado al ofrecer licencias de su sistema a
diferentes fabricantes de hardware; en opinión de Jobs, plagiando descaradamente la interfaz de Apple.
La comparación entre el trabajo de Microsoft en los años ochenta y lo que Google intentaba hacer en 2010 no era del todo
exacta, pero sí ofrecía similitudes
suficientes como para resultar inquietante. Y exasperante. Aque lo representaba el gran debate de la era digital: sistemas
abiertos contra sistemas cerrados o, según lo presentaba Jobs, integrados contra fragmentados. A juzgar por la postura de
Apple y el perfeccionismo controlador del propio Jobs, que casi no permitía otra alternativa, se planteaba la siguiente
pregunta: ¿es mejor unir el hardware, el software y los contenidos para presentar un sistema compacto que garantice una
experiencia senci la por parte del usuario, o resulta preferible darles una mayor libertad de elección a los usuarios y
fabricantes y tender puentes para una mayor innovación, en virtud de la cual se creen sistemas de software que puedan
modificarse y utilizarse con diferentes dispositivos? «Steve tiene una forma muy particular de dirigir Apple, la misma que
demostraba hace veinte años. Consiste en que su empresa se convierta en un bri lante agente innovador en la creación de
sistemas cerrados
—me comentó Schmidt posteriormente—. No quieren que la gente acceda sin permiso a su plataforma. El beneficio de una
plataforma cerrada reside en el control. Sin embargo, Google mantiene la firme creencia de que un sistema abierto es una
alternativa mejor, porque conduce a más alternativas, a una mayor competitividad y a un
incremento de las opciones del consumidor».
¿Y qué pensaba Gates cuando veía a Jobs, con su estrategia de plataformas cerradas, lanzarse a la bata la contra Google
igual que hiciera con Microsoft veinticinco años antes? «Hay algunos beneficios derivados de tener un sistema más
cerrado, sobre todo en cuanto al grado de control que mantienes sobre la experiencia del usuario, y está claro que en
ocasiones Apple se ha aprovechado de e lo», me contó Gates. Pero añadió que, al negarse a ofrecer licencias del iOS,
Apple les había ofrecido a competidores como el Android la posibilidad de alcanzar un volumen mayor. Además, señaló que
la competencia entre diferentes aparatos y fabricantes da como resultado más alternativas para los consumidores y una
mayor innovación. «No todas estas compañías se dedican a construir pirámides junto al Central Park — señaló, burlándose
de la tienda Apple de la Quinta Avenida—. Muchas tratan de crear productos innovadores basados en la competitividad y
así ganar más clientes». Gates señaló que muchas de las mejoras de los ordenadores personales se produjeron porque los
usuarios tenían diferentes alternativas. Aque lo acabaría por ocurrir en el mundo de los dispositivos móviles. «Al final, creo
que los sistemas abiertos acabarán por triunfar, pero es cierto que yo me he criado con esa cultura. A largo plazo, todo ese
asunto de la coherencia no se sostiene».
Pero Jobs sí creía en «ese asunto de la coherencia». Su fe en un entorno controlado y cerrado permanecía inalterable,
incluso mientras el Android iba haciéndose con
una mayor cuota de mercado. «Google afirma que nosotros ejercemos más control que e los, que nuestro sistema es
cerrado y el suyo abierto —clamó cuando le conté lo que había dicho Schmidt—. Pues mira los resultados: Android es un
desastre. Tiene diferentes tamaños de panta la y distintas versiones, cuenta con más de un centenar de permutaciones».
Incluso si la táctica de Google acababa por permitirle hacerse con el control del mercado, a Jobs le parecía repulsiva. «Me
gusta responsabilizarme de toda la experiencia del usuario. No lo hacemos para ganar dinero. Lo hacemos porque
queremos crear grandes productos, y no una basura como Android».
FLASH, LA APP STORE Y EL CONTROL
La insistencia de Jobs en mantener un control absoluto se puso también de manifiesto en otras bata las. Cuando atacó a
Google en la reunión de empleados, también acusó a Flash, la plataforma de gráficos de Adobe para páginas web, de ser
un agotador de baterías « leno de errores» y fabricado por «holgazanes». Aseguró que el iPod y el iPhone nunca serían
compatibles con Flash. «Flash es un ejemplo de tecnología barata con un rendimiento mediocre y gravísimos problemas de
seguridad», me dijo más tarde, esa misma semana.
Llegó incluso a prohibir las aplicaciones que empleaban un compilador creado por Adobe para traducir el código de Flash y
hacerlo compatible con el iOS de
Apple. Jobs despreciaba el uso de compiladores que permitían a los desarro ladores escribir su código una sola vez y
272
después transportarlo a diferentes sistemas operativos. «Permitir que Flash se traslade a diferentes plataformas significa
que todos los elementos se vuelven más tontos hasta legar al mínimo común denominador
—afrimó—. Invertimos un gran esfuerzo en hacer que nuestra plataforma fuera mejor, y el desarro lador no aprovecha
ninguna de sus ventajas si Adobe solo utiliza las funciones comunes a todas las plataformas. Así pues, decidimos que
queríamos que los desarro ladores se aprovecharan de nuestras particularidades, sin duda mejores, para que sus
aplicaciones dieran resultados más positivos en nuestra plataforma que en cualquier otra». En eso tenía razón. Perder la
capacidad de distinguir a las plataformas de Apple —y permitir que se convirtieran en productos intercambiables, como los
dispositivos de Hewlett-Packard y De l— habría supuesto la muerte de la empresa.
Pero había también un motivo más personal. Apple había invertido en Adobe en 1985 y, juntas, las dos compañías habían
promovido la revolución del mundo de la autoedición. «Yo ayudé a poner a Adobe en el mapa», recordaba Jobs. En 1999,
tras su regreso a Apple, le había pedido a Adobe que comenzara a adaptar su software de edición de vídeo y algunos otros
productos para el iMac y su nuevo sistema operativo, pero Adobe se había negado. Se centraron en fabricar productos para
Windows. Poco después, su fundador, John Warnock, se retiró. «El alma de Adobe desapareció cuando se fue Warnock —
señaló Jobs—. Él era el inventor, la persona con la que yo me relacionaba. Desde entonces solo ha habido una sucesión de
tipos trajeados, y la compañía se ha ido al garete».
Cuando los defensores de Adobe y distintos blogueros partidarios de la tecnología Flash atacaron a Jobs por ser
demasiado controlador, este decidió escribir y publicar una carta abierta. Bi l Campbe l, su amigo y miembro del consejo,
fue a su casa para repasarla. «¿Suena como si le estuviera echando todas las culpas a Adobe?», le preguntó a Campbe l.
Este respondió: «No, son los hechos. Tú ponlos ahí». La mayor parte de la carta se centraba en los fa los técnicos del
Flash, pero, a pesar de los consejos de Campbe l, Jobs no pudo resistir la tentación de desahogarse al final con respecto a
la problemática historia que compartían ambas compañías.
«Adobe fue el último gran desarro lador en adaptarse completamente al Mac OS X», señaló.
A finales de ese mismo año Apple acabaría por eliminar algunas de sus restricciones sobre compiladores que permitían el
cruce entre plataformas, y Adobe pudo presentar una herramienta de creación de animaciones Flash que aprovechaba las
características principales del sistema operativo iOS de Apple. Aque la fue una guerra implacable, pero Jobs contaba con
mejores argumentos. Al final, todo aque lo sirvió para forzar a Adobe y a otros desarro ladores de compiladores a que
hicieran un mejor uso de la interfaz del iPhone y el iPad y de sus especiales características.
Más difícil fue para Jobs la controversia generada en torno al deseo de Apple de mantener un estricto control sobre las
aplicaciones que podían descargarse en el iPhone y el iPad. Resultaba algo lógico protegerse frente a las aplicaciones que
contenían virus o que violaban la confidencialidad de los usuarios; y tenía sentido, al menos desde un punto de vista
empresarial, evitar la inclusión de aplicaciones que levaran a los usuarios a otras páginas web para comprar suscripciones
a diferentes servicios, en lugar de hacerlo a través de la tienda iTunes. Sin embargo, Jobs y su equipo fueron más a lá.
Decidieron prohibir cualquier aplicación que difamara a otras personas, que resultara políticamente comprometida o que
fuera considerada pornográfica por el equipo de censores de Apple.
El problema de ejercer de niñera quedó de manifiesto cuando Apple rechazó una aplicación que daba acceso a las viñetas
políticas de Mark Fiore, con el argumento de que sus ataques a la política de la administración de George Bush sobre la
tortura violaban la restricción contra la difamación. La decisión salió a la luz pública y fue motivo de escarnio cuando Fiore
ganó el premio Pulitzer en 2010 por sus caricaturas editoriales. Apple tuvo que echarse atrás y Jobs presentó una disculpa
pública.
«Somos culpables de los errores cometidos —declaró—. Lo estamos haciendo lo mejor que podemos y aprendiendo todo lo
rápido que podemos, pero pensábamos
que esta norma tenía sentido».
Aque lo fue algo más que un error. Esa maniobra daba cuerpo al fantasma de Apple como la empresa que controlaba las
aplicaciones que podíamos ver y leer, al menos si queríamos utilizar un iPad o un iPhone. Parecía que Jobs se arriesgaba a
convertirse en el Gran Hermano orwe liano que tan alegremente había destruido en el anuncio del Macintosh en 1984.
Decidió tomarse en serio aquel asunto. Un día lamó a Tom Friedman, columnista del New York Times , para hablar de
cómo podían marcar algunos límites sin parecer censores. Le pidió a Friedman que encabezara un grupo de asesores para
presentar algunas propuestas. Sin embargo, el editor del periódico para el que este trabajaba afirmó que aque lo supondría
un conflicto de intereses, así que el comité nunca legó a formarse.
La prohibición de la pornografía también constituyó una fuente de problemas. «Creemos que tenemos la responsabilidad
moral de mantener el porno fuera del iPhone —señaló Jobs en un correo a uno de sus clientes—. El que quiera porno
puede comprarse un Android».
Todo aque lo condujo a un intercambio de mensajes de correo electrónico con Ryan Tate, redactor de la página web de coti
leos tecnológicos Valleywag. Mientras tomaba un cóctel de menta y coñac una tarde, Tate envió un mensaje a
273
[email protected] en el que arremetía contra el estricto control de Apple sobre qué aplicaciones aprobaba. «Si Dylan
tuviera hoy veinte años, ¿qué pensaría de tu compañía? —le preguntaba Tate—. ¿Pensaría que el iPad tiene la más
mínima relación con la “revolución”? Las revoluciones tienen que ver con la libertad».
Para su sorpresa, Jobs le respondió unas horas más tarde, después de medianoche. «Sí —contestó—. Libertad ante los
programas que roban tus datos privados. Libertad ante los programas que agotan tus baterías. Libertad ante el porno. Sí,
libertad. Los tiempos están cambiando, y algunos usuarios tradicionales de ordenadores personales sienten que su mundo
está yéndoseles de las manos, y así es».
En su réplica, Tate expuso algunas de sus opiniones sobre el Flash y otros temas, y después regresó al asunto de la
censura. «¿Y sabes qué? Yo no quiero ninguna
“libertad ante el porno”. ¡El porno está bien! Y creo que mi esposa estaría de acuerdo conmigo».
«A lo mejor te preocuparás más por el porno cuando tengas hijos —repuso Jobs—. Esto no tiene que ver con la libertad,
sino con el hecho de que Apple está tratando de hacer lo correcto para sus usuarios». Al final, añadió una última pu la: «Por
cierto, ¿qué has creado tú que sea tan genial? ¿Has fabricado algo o te limitas a criticar el trabajo de los demás y a
menospreciar sus motivaciones?».
Tate reconoció estar impresionado. «Pocos consejeros delegados acceden a discutir cara a cara con clientes y blogueros
de esta forma —escribió—. Jobs merece un gran reconocimiento por romper el molde del típico ejecutivo norteamericano, y
no solo porque su compañía fabrique productos claramente superiores: Jobs no solo construyó y reconstruyó su empresa
en torno a algunas firmes opiniones sobre la vida digital, sino que está dispuesto a defenderlas en público. Con vigor. Con
rotundidad. A las dos de la mañana de un fin de semana». Muchos miembros de la blogosfera se mostraron de acuerdo y
enviaron mensajes a Jobs en los que alababan su espíritu bata lador. Jobs también estaba orgu loso; me reenvió su
discusión con Tate y algunos de los elogios recibidos.
Aun así, había algo un tanto preocupante en el hecho de que Apple decidiera que sus clientes no debían ver caricaturas
políticas controvertidas o, ya puestos,
pornografía. La página web humorística eSarcasm.com lanzó una campaña lamada: «Sí, Steve, yo quiero porno». «Somos
unos be lacos sucios y obsesionados con el sexo que necesitan acceso a toda esa inmundicia las veinticuatro horas del día
—decía la página web—. Será eso o que nos gusta la idea de una sociedad abierta y sin censura, en la que ningún
tecnodictador decide lo que podemos o no podemos ver».
Jobs y Apple se encontraban por aquel entonces inmersos en una bata la legal con una web afiliada a Valleywag, Gizmodo,
que se había hecho con una versión de prueba del iPhone 4, todavía no a la venta, y que un desafortunado ingeniero de la
compañía se había dejado en un bar. Cuando la policía, a instancias de la reclamación de Apple, registró la casa del
periodista implicado, se planteó la pregunta de si la obsesión por el control y la arrogancia habían ido de la mano.
El presentador Jon Stewart era un amigo de Jobs y un entusiasta de Apple. De hecho, Jobs lo había visitado en privado en
febrero cuando viajó a Nueva York para
reunirse con los ejecutivos de diferentes medios de comunicación. Sin embargo, aque lo no evitó que Stewart lo convirtiera
en blanco de su sátira en The Daily Show.
«¡Se suponía que la cosa no iba a acabar así! ¡Se suponía que el malo iba a ser Microsoft!», comentó Stewart solo medio
en broma. A su lado podía leerse la palabra
«cAPPu los». «Tíos, vosotros erais los rebeldes, los marginados. Pero ahora os estáis convirtiendo en miembros del
sistema. ¿Os acordáis de 1984, cuando teníais esos anuncios fantásticos en los que derrocabais al Gran Hermano? ¡Tíos,
miraos en el espejo!».
A finales de aque la primavera, el asunto se había convertido en tema de debate entre miembros del consejo. «Hay una
cierta arrogancia en e lo —me dijo Art
Levinson en el transcurso de una comida justo después de plantear la cuestión durante una reunión—. Tiene que ver con la
personalidad de Steve. Suele reaccionar de forma visceral y defender sus convicciones con gran fuerza». Esa arrogancia
estaba bien cuando Apple era el aspirante bata lador. Pero ahora Apple se había hecho con el control del mercado de los
móviles. «Necesitamos realizar la transición para convertirnos en una gran compañía y enfrentarnos al problema de nuestro
orgu lo desmedido», afirmó Levinson. Al Gore también abordó el asunto en las reuniones del consejo. «El contexto en el
que se encuentra Apple está cambiando enormemente
—afirmó—. Ya no se trata de lanzar marti los contra el Gran Hermano. Ahora Apple es una empresa grande, y la gente cree
que resulta arrogante». Jobs se ponía a la defensiva cuando se planteaba la cuestión. «Todavía se está haciendo a la idea
—comentó Gore—. Se le da mejor ser el aspirante rebelde que el gigante humilde».
274
Jobs tenía poca paciencia para ese tipo de charlas. En aquel momento me explicó que la razón por la que Apple era objeto
de críticas era que «las compañías como Google y Adobe están contando mentiras sobre nosotros, tratando de
destruirnos». ¿Qué pensaba sobre las insinuaciones de que el comportamiento de Apple podía parecer arrogante en
ocasiones? «Eso no me preocupa —contestó—, porque no somos arrogantes».
«ANTENAGATE»: DISEÑO CONTRA INGENIERÍA
En muchas empresas de productos de consumo existe una cierta tensión entre los diseñadores, que quieren que el
producto tenga un aspecto bonito, y los ingenieros, que necesitan asegurarse de que cumple con los requisitos funcionales.
En Apple, donde Jobs levaba hasta el límite tanto el diseño como la ingeniería, esa tensión era
todavía mayor.
Cuando Jobs y Jony Ive, el director de diseño, se convirtieron en conspiradores creativos a lá por 1997, tendían a
considerar los reparos de los ingenieros como la prueba de una actitud derrotista que había que superar. Su fe en el hecho
de que un diseño impresionante podía fomentar hazañas sobrehumanas de ingeniería se veía reforzada por el éxito del
iMac y del iPod. Cuando los ingenieros aseguraban que algo no podía hacerse, Ive y Jobs los forzaban a intentarlo, y
normalmente lograban lo que se proponían. Sin embargo, había algunos problemi las de vez en cuando. El iPod nano, por
ejemplo, tenía tendencia a sufrir arañazos, porque a Ive le parecía que añadir una cubierta transparente dañaría la pureza
del diseño. Pese a todo, aque lo no solía pasar a mayores.
Cuando legó la hora de diseñar el iPhone, los deseos de Ive en cuanto al estilo se toparon con una ley fundamental de la
física que no podía cambiarse ni siquiera con un campo de distorsión de la realidad. El metal no es un buen material para
colocarlo al lado de una antena. Tal y como demostró Michael Faraday, las ondas electromagnéticas fluyen alrededor de la
superficie del metal sin atravesarlo. Así, una cubierta de metal en torno a un teléfono puede crear lo que se conoce como
una
«jaula de Faraday», una estructura que atenúa las señales que entran o salen de e la. El prototipo para el primer iPhone
contaba con una banda de plástico en la parte
inferior, pero Ive pensaba que aque lo arruinaría la integridad del diseño y pidió que se colocase una cinta de aluminio
alrededor de todo el dispositivo. Una vez demostrado que aque la idea funcionaba, Ive diseñó el iPhone 4 con una banda
de acero. El acero ofrecería apoyo estructural, le daría un aspecto muy elegante y actuaría como parte de la antena del
teléfono.
Aque lo planteaba algunos desafíos importantes. Para que funcionase como antena, el borde de acero tenía que contar con
una diminuta fisura que interrumpiera su continuidad. Sin embargo, si una persona cubría esa franja con un dedo o con la
palma sudorosa de la mano, podía perderse la señal. Los ingenieros sugirieron que se añadiese una capa transparente
sobre el metal para evitarlo, pero Ive volvió a decretar que aque lo desmerecería el aspecto del metal pulido. El problema se
planteó ante Jobs en varias reuniones, pero él creyó que los ingenieros estaban quejándose por gusto. Les dijo que podrían
conseguir que funcionara, y lo lograron.
Y funcionaba, casi a la perfección. Pero no completamente a la perfección. Cuando el iPhone 4 salió a la venta en junio de
2010, tenía un aspecto impresionante,
pero pronto quedó de manifiesto un problema: si sujetabas el teléfono de una determinada manera, y especialmente si lo
hacías con la mano izquierda de forma que la palma de la mano cubriera la diminuta franja que interrumpía la continuidad
del borde de acero, podía haber problemas. Aque lo ocurría tal vez en una lamada de cada cien. Como Jobs insistía en
mantener en secreto los productos aún no lanzados al mercado (incluso el teléfono que se dejaron en un bar y que acabó
en manos de Gizmodo tenía una cubierta falsa alrededor), el iPhone 4 no pasó por las pruebas de uso a las que se
someten la mayoría de los dispositivos electrónicos. Así pues, el fa lo no se descubrió hasta después de que hubiera
comenzado la masiva oleada de compras. «La pregunta es si las maniobras combinadas de hacer que el diseño prevalezca
sobre la ingeniería, por un lado, y la política de secretismo absoluto en torno a los productos no comercializados, por otro,
ayudaron a Apple —comentó después Tony Fade l—. En general, yo diría que sí, pero cuando el poder no se somete a un
cierto control el resultado no es bueno, y eso es lo que ocurrió en este caso».
Si no se hubiera tratado del iPhone 4 de Apple, un producto que tenía cautivado a todo el mundo, el asunto de algunas
lamadas de más que se cortaban no habría
legado a las noticias. Sin embargo, aque lo pasó a conocerse como el «Antenagate», y legó a su punto culminante a
principios de julio, cuando la revista Consumer
Reports levó a cabo algunas pruebas rigurosas y concluyó que no podía recomendar el iPhone 4 a causa de su problema
275
con la antena.
Jobs se encontraba con su familia en Kona Vi lage, en Hawai, cuando surgió el problema. Al principio se puso a la
defensiva. Art Levinson se mantenía constantemente en contacto con él por teléfono, y Jobs insistía en que el conflicto se
debía a que Google y Motorola estaban fomentando una campaña en su contra.
«Quieren destruir Apple», declaró.
Levinson le rogó que mostrara un poco de humildad. «Vamos a tratar de averiguar si hay algún problema», propuso.
Cuando volvió a mencionar la percepción de que Apple podía parecer arrogante, a Jobs no le hizo ninguna gracia. Aque lo
se oponía a su visión binaria del mundo, en la que todo se dividía en blanco y negro, bueno y malo. En su opinión, Apple
era una compañía de principios. Si los demás no podían verlo, era culpa suya, y no era motivo para que su empresa tuviera
que afectar humildad.
La segunda reacción de Jobs fue el dolor. Se tomó muy a pecho las críticas y empezó a angustiarse terriblemente. «En el
fondo, él no crea productos que en su
opinión sean ostensiblemente malos, a diferencia de algunos pragmáticos radicales de este negocio —comentó Levinson—.
Así pues, si cree que tiene razón, se limitará a seguir adelante, y no a cuestionar su propia postura». Levinson le rogó que
no se deprimiera, pero Jobs lo hizo. «A la mierda, no vale la pena», le dijo. Al final, Tim Cook logró sacarlo de su letargo.
Citó a alguien que había afirmado que Apple se estaba convirtiendo en la nueva Microsoft por ser displicente y arrogante. Al
día siguiente, Jobs cambió de actitud. «Vamos a legar al fondo de este asunto», anunció.
Cuando la compañía AT&T reunió los datos sobre las lamadas cortadas, Jobs se dio cuenta de que había un problema,
aunque fuera menor de lo que la gente
estaba haciendo ver. Así pues, se embarcó en un avión para regresar desde Hawai. Sin embargo, antes de partir, realizó un
par de lamadas telefónicas. Había legado la hora de recurrir a un par de viejos amigos de confianza, hombres sabios que
habían estado con él durante los primeros días del Macintosh, treinta años antes.
La primera lamada fue para Regis McKenna, el gurú de las relaciones públicas. «Voy a volver de Hawai para hacerme
cargo del problema de las antenas, y
necesito contrastar contigo algunas cosas», anunció Jobs. Decidieron reunirse en la sala de juntas de Cupertino a las 13:30
del día siguiente. La segunda lamada fue para el publicista Lee Clow. Había tratado de apartarse de la cuenta de Apple,
pero a Jobs le gustaba contar con él. También convocó a su colega James Vincent.
Además, Jobs decidió levarse consigo desde Hawai a su hijo Reed, que por aquel entonces se encontraba en el último año
del instituto. «Voy a participar en
reuniones durante las veinticuatro horas durante unos dos días y quiero que asistas a todas e las porque vas a aprender
más cosas en este tiempo de lo que aprenderías en dos años estudiando empresariales —le dijo—. Vas a estar en una sala
con la mejor gente del mundo, que van a tomar decisiones muy duras, y podrás conocer todos los pormenores del asunto».
A Jobs se le nublaba la vista cuando recordaba aque la experiencia. «Volvería a pasar por todo aque lo a cambio de la
oportunidad de que él me viera trabajar —afirmó—. Pudo ver lo que hace su padre».
Se les unió Katie Cotton, una mujer firme y jefa de relaciones públicas de Apple, además de otros siete de los principales
ejecutivos de la empresa. La reunión se prolongó toda la tarde. «Fue una de las mejores reuniones de mi vida», señaló
Jobs después. Comenzó por exponer todos los datos que habían reunido. «Aquí están los hechos. ¿Qué vamos a hacer al
respecto?».
McKenna fue el más directo y desapasionado de todos. «Simplemente, cuéntales a todos la verdad, enséñales los datos —
sugirió—. No te muestres arrogante, pero sí firme y confiado». Otros, incluido Vincent, trataron de animar a Jobs para que
adoptara un tono de disculpa, pero McKenna se opuso. «No entres en la rueda de prensa con el rabo entre las piernas —le
aconsejó—. Deberías limitarte a decir: “Los teléfonos no son perfectos y nosotros no somos perfectos. Somos humanos y lo
hacemos lo mejor que podemos. Aquí están los datos que lo demuestran”». Aque la pasó a ser la estrategia adoptada.
Cuando la discusión se desvió hacia el tema de la arrogancia, McKenna insistió en que no debía preocuparse demasiado.
«No creo que dé resultado tratar de hacer parecer humilde a Steve —explicó después—. Como afirma el propio Steve
cuando habla de sí mismo: “Lo que ves es lo que hay”».
En la rueda de prensa de aquel viernes, celebrada en el auditorio de Apple, Jobs siguió los consejos de McKenna. No
imploró piedad ni se disculpó, pero logró calmar la situación demostrando que Apple había comprendido cuál era el fa lo y
que iban a tratar de ponerle remedio. A continuación, cambió el curso de la discusión y afirmó que todos los teléfonos
móviles tenían algunos problemas. Después me comentó que creía que había sonado «demasiado irritado» en su discurso,
pero en realidad consiguió alcanzar un tono que era a la vez objetivo y directo. Plasmó todo el mensaje en cuatro frases
claras y concisas: «No somos perfectos. Los teléfonos no son perfectos. Todos lo sabemos. Pero queremos hacer felices a
nuestros usuarios».
Anunció que, si alguien no estaba satisfecho, podría devolver su teléfono (la tasa de devoluciones resultó ser del 1,7 %,
276
menos de un tercio respecto al iPhone 3GS y
la mayoría de los otros teléfonos) o pasar a recibir una cubierta antigolpes de Apple completamente gratis. A continuación
enseñó datos que demostraban que otros teléfonos móviles tenían problemas similares. Aque lo no era completamente
cierto. El diseño de la antena de Apple hacía que su rendimiento fuera ligeramente inferior al de la mayoría de los teléfonos,
incluidas las versiones anteriores del propio iPhone. No obstante, también era cierto que todo el frenesí mediático en torno
a las lamadas cortadas del iPhone 4 se había extralimitado. «Este asunto ha legado a unos límites tan desproporcionados
que parece increíble», afirmó. En lugar de mostrarse consternados al ver que no suplicaba perdón ni ordenaba la retirada
de sus teléfonos del mercado, la mayoría de los clientes se dieron cuenta de que tenía razón.
La lista de espera para hacerse con el teléfono, agotado por entonces, pasó de dos a tres semanas. Aquel siguió siendo el
producto que más rápido se había vendido en la historia de la compañía. El debate mediático se centró en la cuestión de si
Jobs tenía razón al afirmar que otros smartphones presentaban los mismos problemas con la antena. Aunque la respuesta
fuera negativa, resultaba más fácil enfrentarse a aquel asunto que al que discutía si el iPhone 4 era una porquería
defectuosa.
Algunos observadores de los medios de comunicación se mostraron incrédulos. «En una virtuosa demostración de tácticas
evasivas, rectitud y sinceridad herida,
Steve Jobs escapó airoso el otro día al salir al escenario para negar el problema, desestimar las críticas y repartir las culpas
entre otros fabricantes de smartphones — escribió Michael Wolff, de newser.com—. Esto muestra unos niveles de
marketing moderno, maqui laje corporativo y gestión de crisis ante los que solo cabe preguntarse con estupefacta
incredulidad y sobrecogimiento: “¿Cómo han podido salirse con la suya?”. O, más concretamente, “¿Cómo ha podido él
salirse con la suya?”». Wolff lo atribuía al cautivador efecto que causaba Jobs por ser «el último individuo carismático».
Otros consejeros delegados estarían ofreciendo humildísimas disculpas y asumiendo retiradas del mercado masivas de sus
productos, pero a Jobs no le hizo falta. «Su aspecto adusto y esquelético, su absolutismo, su porte eclesiástico y la idea de
su relación con el mundo de lo sagrado dan resultado, y en este caso le han concedido el privilegio de decidir de forma
magistral qué cosas son importantes y cuáles resultan triviales».
Scott Adams, el creador de la tira cómica «Dilbert», también se mostró incrédulo, aunque su postura era de una admiración
mucho mayor. Escribió una entrada en su blog unos días más tarde (que Jobs difundió orgu loso por correo electrónico) en
la que se maravi laba acerca de cómo aque la «maniobra de autoridad moral» de Jobs estaba destinada a ser objeto de
estudio como un nuevo estándar en las relaciones públicas. «La respuesta de Apple al problema del iPhone 4 no se ajustó
a las normas dictadas por el libro de las relaciones públicas, porque Jobs decidió reescribir ese libro —afirmó Adams—. Si
quieres saber qué aspecto tiene la genialidad, estudia las palabras de Jobs». Al señalar directamente que los teléfonos no
son perfectos, Jobs cambió el contexto de la discusión con una afirmación indiscutible. «Si Jobs no hubiera cambiado de
contexto para dejar de hablar del iPhone 4 y pasar a tratar de todos los smartphones en general, yo podría haber dibujado
una hilarante tira cómica sobre un producto con una fabricación tan defectuosa que no funciona si entra en contacto con
una mano humana. Sin embargo, en cuanto el contexto se traslada a la afirmación de que “todos los smartphones tienen
problemas” desaparece la oportunidad de crear humor. No hay nada que asesine al humor tanto como una verdad general
y aburrida».
AQUÍ VIENE EL SOL
Había unos cuantos asuntos que debían quedar resueltos para que Steve Jobs pudiera considerar su carrera completa.
Entre e los se encontraba el de poner fin a la guerra de los Treinta Años que mantenía con el grupo al que adoraba, los
Beatles. Apple había legado a un acuerdo en 2007 para acabar con la bata la de marcas con Apple Corps, la empresa de
los Beatles, que había demandado por primera vez a la recién estrenada compañía informática por el uso de su nombre en
1978. Sin embargo, aque lo no bastó para que los Beatles entraran en la tienda iTunes. El grupo seguía siendo el último
gran impedimento, especialmente porque no había legado a un acuerdo con la discográfica EMI, que poseía los derechos
de la mayoría de sus canciones, acerca de cómo gestionar los derechos digitales de las mismas.
En el verano de 2010, los Beatles y EMI habían solucionado sus conflictos y se celebró una cumbre con cuatro asistentes
en la sala de juntas de Cupertino. Jobs y
su vicepresidente para la tienda iTunes, Eddy Cue, fueron los anfitriones ante Jeff Jones, que defendía los intereses de los
Beatles, y Roger Faxon, el responsable de EMI. Ahora que los Beatles estaban listos para entrar en la era digital, ¿qué
podía ofrecer Apple para que aquel acontecimiento histórico resultara más especial? Jobs levaba mucho tiempo esperando
aquel día. De hecho, su equipo publicitario —Lee Clow y James Vincent— y él habían preparado algunos anuncios falsos
277
tres años antes, cuando planeaban su estrategia para lograr que los Beatles se unieran a e los.
«Steve y yo pensamos en todas las cosas que podríamos hacer», recordaba Cue. Eso incluía ocupar la página principal de
la tienda iTunes, comprar espacios en las
va las publicitarias para mostrar las mejores fotografías del grupo y emitir una serie de anuncios de televisión con el clásico
estilo de Apple. La guinda del pastel consistía en ofrecer un paquete por 149 dólares que incluyera los trece álbumes de
estudio de los Beatles, la recopilación en dos volúmenes titulada Past Masters y un
nostálgico vídeo del concierto ofrecido en el Washington Coliseum en 1964.
Una vez que legaron a un acuerdo sobre los puntos principales, Jobs colaboró personalmente en la elección de las
fotografías para las va las publicitarias. Cada anuncio acababa con un retrato en blanco y negro de Paul McCartney y John
Lennon, jóvenes y sonrientes, dentro de un estudio de grabación y mirando una partitura. Recordaba a las viejas fotografías
en las que aparecen Jobs y Wozniak contemplando una placa de circuitos de Apple. «Conseguir que los Beatles entraran
en iTunes fue el punto culminante que explicaba el motivo por el que nos involucramos en el negocio de la música», afirmó
Cue.
278
39
Hasta el infinito
La nube, la nave espacial y más allá
EL IPAD 2
Incluso antes de que el iPad saliera a la venta, Jobs ya estaba pensando en lo que debería incluirse en el iPad 2.
Necesitaba una cámara frontal y otra trasera —todo el mundo sabía que aquel o acabaría por l egar—, y sin duda lo quería
más fino. Sin embargo, había un asunto secundario en el que se centró, y que había pasado desapercibido para mucha
gente: las fundas que utilizaban los usuarios, incluidas las que se producían en Apple, cubrían las hermosas líneas del iPad
y le restaban protagonismo a la pantal a. Engordaban un producto que debía ser más delgado. Tapaban con una burda
capa un aparato que debería ser mágico en todos los sentidos.
En torno a esa época, leyó un artículo sobre imanes, lo recortó y se lo entregó a Jony Ive. Los imanes se creaban con un
cono de atracción que podía fijarse de forma muy precisa. Tal vez pudieran utilizarse para añadir una funda de quita y pon.
De esta forma, podría colocarse sobre la parte frontal de un iPad sin tener que recubrir todo el aparato. Uno de los
trabajadores del grupo de Ive encontró la forma de incluir una cubierta que se podía retirar y volver a replegar mediante una
bisagra magnética. Cuando empezabas a abrirla, la pantal a cobraba vida como un bebé al que le estuvieran haciendo
cosquil as, y entonces la tapa podía doblarse para actuar como soporte.
No era un elemento de alta tecnología. Se trataba de una solución puramente mecánica, pero resultaba encantadora.
También era otro ejemplo del deseo de Jobs de alcanzar una integración completa: la cubierta y el iPad se habían diseñado
juntos para que los imanes y la bisagra se ensamblaran a la perfección. El iPad 2 trajo consigo muchas mejoras, pero esta
cubierta pequeña y atrevida —en la que la mayoría de los consejeros delegados de grandes empresas no habrían reparado
siquiera
— fue la que suscitó el mayor número de sonrisas.
Como Jobs se encontraba de baja médica, no se esperaba que apareciera en la presentación del iPad 2, prevista para el 2
de marzo de 2011 en el centro Yerba Buena de San Francisco. Sin embargo, cuando se enviaron las invitaciones, me dijo
que debería intentar asistir. El escenario era el habitual: los principales ejecutivos de Apple se encontraban sentados en
primera fila, Tim Cook andaba comiendo barritas energéticas y el equipo de sonido bramaba con las consabidas canciones
de los Beatles, que fueron progresando hasta «You Say You Want a Revolution» y «Here Comes The Sun». Reed Jobs l
egó en el último momento con dos compañeros de primer año de su colegio mayor que tenían los ojos abiertos como
platos.
«Llevamos bastante tiempo trabajando en este producto y no quería perderme el evento», anunció Jobs cuando entró en el
escenario. Mostraba un aspecto
inquietantemente demacrado, pero con una sonrisa desenfadada. La multitud, puesta en pie, estal ó en vítores y vivas y le
ofreció una gran ovación.
Comenzó su demostración del iPad 2 presentando la nueva cubierta. «En esta ocasión, la funda y el producto se han
diseñado en conjunto», explicó. A continuación pasó a tratar una crítica que lo había estado atormentando, porque había
una parte de razón en el a: el iPad original era más apto para el consumo de contenidos que para su creación. Así pues,
Apple había adaptado sus dos mejores aplicaciones creativas para el Macintosh, GarageBand e iMovie, creando unas
potentes versiones para el iPad. Jobs mostró lo sencil o que resultaba componer y orquestar una canción, o añadir música
y efectos especiales en los vídeos caseros para después colgar las creaciones en internet o compartirlas a través del nuevo
iPad.
Una vez más, acabó su presentación con la diapositiva que mostraba el cruce entre la cal e de las Humanidades y la de la
Tecnología. En esta ocasión ofreció una de las expresiones más claras de su creencia de que la auténtica sencil ez y la
creatividad emanan de la integración de todo el aparato —el hardware y el software y, ya puestos, los contenidos, las
cubiertas y los agentes de ventas—, en lugar de surgir de elementos abiertos y fragmentados, como ocurrió en el mundo de
los ordenadores personales Windows y ahora en los dispositivos de Android:
Apple lleva grabada en su ADN la noción de que la tecnología por sí sola no es suficiente. Creemos que la combinación de
la tecnología con las humanidades es lo que ofrece resultados que llenan nuestro espíritu de regocijo. No hay ningún
elemento que lo demuestre mejor que estos aparatos de la era post-PC. Hay gente que está entrando a la carrera en este
mercado de las tabletas, y creen que serán el próximo ordenador personal, en el que el hardware y el software corren a
cargo de compañías diferentes. Nuestra experiencia y todos los huesos de nuestro cuerpo nos dicen que esa no es la
279
estrategia adecuada. Estos aparatos que llegan después de los ordenadores personales necesitan ofrecer un uso todavía
más fácil e intuitivo que los propios ordenadores personales, y aquí el software, el hardware y las aplicaciones necesitan
estar interrelacionadas de forma todavía más integral que en un PC. Creemos que contamos con la arquitectura adecuada,
no solo en lo relativo a los chips de silicio, sino en toda nuestra organización, para construir esta clase de productos.
Aquel a era una arquitectura que no solo estaba grabada en la organización que había erigido, sino también en su propia
alma.
Tras el acto de presentación, Jobs estaba l eno de energía. Caminó hasta el hotel Four Seasons para encontrarse con su
esposa, con Reed y sus dos compañeros de Stanford y conmigo, y comimos juntos. Para variar, tomó algo, aunque con
ciertos reparos. Pidió zumo recién exprimido —que devolvió en tres ocasiones tras insistir en cada caso en que lo que le
habían traído había salido de una botel a— y pasta con verduras, que apartó tras probarla y asegurar que era incomestible.
Sin embargo, a continuación se comió la mitad de mi ensalada de cangrejo y pidió una entera para él, seguida de un
cuenco con helado. El indulgente personal del hotel fue capaz incluso de ofrecerle un vaso de zumo que cumplía por fin sus
expectativas.
De vuelta a su casa, una jornada después, todavía mantenía los ánimos arriba. Estaba planeando tomar un vuelo a Kona
Vil age al día siguiente, él solo en su avión, y le pedí que me enseñara qué había cargado en su iPad 2 para el trayecto.
Había tres películas: Chinatown, El ultimátum de Bourne y Toy Story 3. Más revelador resultaba el único libro que había
descargado, Autobiografía de un yogui, la guía de meditación y espiritualidad descubierta por primera vez durante su
adolescencia,
que había retomado en la India y leído una vez al año desde entonces.
A media mañana decidió que quería intentar comer algo. Todavía se sentía demasiado débil para conducir, así que lo l evé
a la cafetería de un centro comercial. Estaba cerrada, pero el dueño estaba acostumbrado a que Jobs l amara a la puerta a
horas extrañas y nos dejó pasar con una sonrisa. «Se ha propuesto como misión tratar de engordarme», bromeó Jobs. Sus
médicos habían insistido en que comiera huevos como fuente de proteínas de alta calidad, así que pidió una tortil a.
«Convivir con una enfermedad como esta y con todo este dolor te hace tener presente constantemente tu propia
mortalidad, y eso puede jugarle malas pasadas a tu cerebro si no te andas con cuidado —comentó—. No haces planes con
vistas a más al á de un año, y eso está mal. Necesitas forzarte a realizar planes como si fueras a vivir muchos años más».
Un ejemplo de esta forma de autosugestión era su proyecto de construir un yate de lujo. Antes de su trasplante de hígado,
su familia y él solían alquilar un barco
durante las vacaciones para viajar a México, al Pacífico Sur o al Mediterráneo. Durante muchos de esos cruceros, Jobs se
aburría o decidía que detestaba el diseño del barco, así que acortaban el viaje y tomaban un avión para dirigirse a Kona Vil
age. Sin embargo, en ocasiones disfrutaba del crucero. «Las mejores vacaciones que he tenido fueron aquel as en las que
fuimos a la costa de Italia, después a Atenas —que es un horror, pero el Partenón es alucinante— y luego a Éfeso, en
Turquía, donde tienen esos baños públicos de mármol con un hueco en el medio para que un grupo de músicos amenicen
la velada». Cuando l egaron a Estambul, contrató a un profesor de historia para que l evara a su familia de excursión. Al
final fueron a unos baños turcos, donde la charla del profesor dio pie a que Jobs reflexionara sobre la globalización de la
juventud:
Tuve una auténtica revelación. Todos íbamos cubiertos por túnicas y nos habían preparado algo de café turco. El profesor
nos explicó que la forma en que preparaban el café era diferente de la del resto del mundo, y yo pensé: «¿Y qué coño
importa?». ¿A qué chicos, incluso en Turquía, les importa una mierda el café turco? Llevaba todo el día viendo jóvenes en
Estambul. Todos bebían lo que beben todos los demás chicos del mundo, todos llevaban ropa que parecía sacada de una
tienda Gap y todos utilizaban teléfonos móviles. Eran iguales que los jóvenes de todas partes. Me di cuenta de que, para
los jóvenes, el mundo entero es un mismo lugar. Cuando fabricamos nuestros productos, no pensamos en un «teléfono
turco», o en un reproductor de música que los jóvenes turcos quieran y que sea diferente del que cualquier joven del resto
del mundo pueda querer. Ahora somos todos un mismo planeta.
Tras el éxito del crucero, Jobs se había entretenido comenzando a diseñar, y rediseñando en repetidas ocasiones, un barco
que, según él, quería construir algún día. Al caer enfermo de nuevo en 2009, estuvo a punto de cancelar el proyecto. «No
pensé que fuera a seguir vivo cuando estuviera acabado —recordaba—, pero aquel o me entristecía tanto que l egué a la
conclusión de que trabajar en el diseño era algo divertido, y que a lo mejor tenía la oportunidad de seguir vivo cuando
280
quedase terminado. Si dejase de trabajar en el barco y resultase que sobrevivo otros dos años, me enfadaría mucho, así
que seguí adelante». Después de nuestras tortil as de la cafetería, regresamos a su casa y me mostró todas las maquetas y
los diseños de su proyecto. Tal y como esperaba, el yate que había planeado era elegante y minimalista. Las cubiertas de
teca, perfectamente planas, no se veían interrumpidas por ningún accesorio. Como en las tiendas de Apple, las ventanas
de los camarotes eran grandes paneles que iban casi del suelo al techo, y el salón principal estaba diseñado con paneles
de cristal de doce metros de largo por tres de alto. Había recurrido al ingeniero jefe de las tiendas de Apple para que
diseñara un cristal especial capaz de ofrecer un soporte estructural.
Para entonces, el barco se encontraba en proceso de construcción en Feadship, la empresa de unos fabricantes
holandeses de yates a medida, pero Jobs todavía le daba vueltas al diseño. «Sé que cabe la posibilidad de que me muera y
deje a Laurene con un barco a medio construir —comentó—, pero tengo que seguir adelante con el o. Si lo dejo será como
reconocer que estoy a punto de morir».
Powel y Jobs iban a celebrar su vigésimo aniversario de boda unos días más tarde, y él reconoció que en ocasiones no se
había mostrado tan agradecido con el a como se merecía. «Tengo mucha suerte, porque en realidad no sabes en qué te
estás metiendo cuando te casas —afirmó—. Solo tienes una sensación intuitiva de cómo van a salir las cosas. No podría
haberme ido mejor, porque Laurene no solo es lista y guapa, sino que resultó ser una muy buena persona». Durante unos
instantes, pareció estar al borde de las lágrimas. Habló de sus otras novias, especialmente de Tina Redse, pero afirmó que
había acabado por tomar la decisión correcta. También reflexionó sobre lo egoísta y exigente que él mismo podía l egar a
ser. «Laurene tuvo que hacer frente a todo eso, y también a mi enfermedad — comentó—. Ya sé que vivir conmigo no es
un camino de rosas».
Entre sus rasgos egoístas se encontraba el hecho de que tendía a no recordar los aniversarios y los cumpleaños. Sin
embargo, en este caso decidió planear una
sorpresa. La pareja se había casado en el hotel Ahwahnee de Yosemite, así que decidió l evar de nuevo a Powel a aquel
lugar. Sin embargo, cuando Jobs l amó, el sitio estaba completo, así que le pidió al hotel que contactara con la gente que
había reservado la suite en la que se habían alojado Powel y él y les preguntara si estaban dispuestos a cedérsela. «Me
ofrecí a pagarles otro fin de semana diferente —recordaba Jobs—, y el hombre fue muy agradable y dijo: “¡Veinte años! Por
favor, quédesela, es suya”».
Encontró las fotografías de la boda que había sacado un amigo y preparó unas copias de gran tamaño sobre cartones, que
colocó en una elegante caja. Rebuscó en
su iPhone para encontrar la nota que había redactado para incluirla en el paquete y la leyó en voz alta:
No sabíamos gran cosa el uno acerca del otro hace veinte años. Nos dejamos guiar por nuestra intuición; me hiciste flotar.
Nevaba cuando nos casamos en el Ahwahnee. Los años pasaron, llegaron los niños, los buenos tiempos, los tiempos
difíciles, pero nunca los malos tiempos. Nuestro amor y respeto han sobrevivido y prosperado. Hemos pasado por muchas
cosas juntos, y ahora estamos en el lugar donde comenzamos hace veinte años —más viejos, más sabios—, con arrugas
en el rostro y en el corazón. Ahora conocemos muchas de las alegrías, de los sufrimientos, de los secretos y de las
maravillas de la vida, y seguimos aquí juntos. Mis pies nunca han vuelto a tocar el suelo.
Al final de la lectura, estaba l orando de manera inconsolable. Ya más sereno, me indicó que también había preparado un
paquete de fotos para cada uno de sus hijos. «Me pareció que les gustaría ver que yo también fui joven una vez».
ICLOUD
En 2001, Jobs tuvo una visión: el ordenador personal serviría como «centro digital» para diferentes dispositivos, tales como
reproductores de música, cámaras de vídeo, teléfonos y tabletas. Esta idea aprovechaba la capacidad de Apple para crear
productos integrados y sencil os de utilizar. Así pues, la empresa se transformó para pasar de ser una compañía de
informática de gama alta a constituir la compañía tecnológica más valiosa del mundo.
En 2008, Jobs había desarrol ado una idea para la siguiente oleada de la era digital. Según su visión, en el futuro el
ordenador personal ya no actuaría como núcleo
para los contenidos digitales. En vez de eso, el núcleo se desplazaría a «la nube». En otras palabras, todos los contenidos
281
quedarían almacenados en servidores remotos gestionados por una compañía de tu confianza, y estarían disponibles para
su uso en cualquier dispositivo y en cualquier lugar. Necesitó tres años para dar con la forma correcta de l evarlo a cabo.
Comenzó con un paso en falso. En el verano de 2008 presentó un producto l amado MobileMe, que consistía en un costoso
servicio de suscripción (99 dólares al año) que te permitía almacenar tu lista de contactos, documentos, fotos, vídeos, tu
correo electrónico y tu agenda en la nube y sincronizar los datos con cualquier aparato. En teoría, podías utilizar tu iPhone
o cualquier ordenador y tener acceso a todas las facetas de tu vida digital. Sin embargo, había un gran problema. El
servicio, según la terminología de Jobs, era una porquería. Era complejo, los dispositivos no se sincronizaban
correctamente y los correos y otros datos se perdían de forma aleatoria en el vacío. «El MobileMe de Apple tiene
demasiados fal os como para ser de confianza», fue el titular que Walt Mossberg publicó en el Wall Street Journal tras l
evar a cabo un análisis del servicio.
Jobs estaba furioso. Reunió al equipo de MobileMe en el auditorio del campus de Apple, subió al escenario y preguntó:
«¿Puede alguien decirme qué se supone que
debe hacer MobileMe?». Después de que los miembros del equipo hubieran ofrecido sus respuestas, Jobs replicó:
«¿Entonces por qué coño no lo hace?». Durante la siguiente media hora continuó amonestándolos. «Habéis mancil ado la
reputación de Apple —dijo—. Deberíais detestaros mutuamente por haberos defraudado los unos a los otros. Mossberg,
nuestro amigo, ya no escribe cosas buenas sobre nosotros». Ante todos los asistentes, destituyó al líder del equipo de
MobileMe y lo sustituyó por Eddy Cue, que supervisaba todo el contenido de Apple en internet. Tal y como Adam Lashinsky
señaló en Fortune en un análisis de la cultura corporativa de Apple, «al í sí que se exigen responsabilidades con gran
dureza».
Para 2010 estaba claro que Google, Amazon, Microsoft y otras empresas estaban tratando de ser la compañía que mejor
almacenase los contenidos y datos digitales de los consumidores en la nube, de forma que los consumidores pudieran
sincronizarlos con sus diferentes dispositivos. Así pues, Jobs redobló sus esfuerzos. Según me explicó ese otoño:
Necesitamos ser la compañía que gestione tu relación con la nube, que descargue tus canciones y tus vídeos, que
almacene tus fotos y tus datos, e incluso puede que tu información médica. Apple fue la primera que visualizó el ordenador
como centro digital, así que creamos todas aquellas aplicaciones —iPhoto, iMovie, iTunes—, las asociamos a nuestros
aparatos, como el iPod, el iPhone y el iPad, y todo funcionaba de maravilla. Sin embargo, en los próximos años ese núcleo
va a desplazarse de tu ordenador a la nube, así que la estrategia del núcleo digital es la misma, solo que el núcleo se
encontrará en un lugar diferente. Eso significa que siempre tendrás acceso a tus contenidos y no necesitarás sincronizar
constantemente tus aparatos.
Es importante que llevemos a cabo esta transformación, porque podemos sufrir lo que Clayton Christensen denomina «el
dilema del innovador», que consiste en que la gente que inventa algo suele ser la última en superarlo para crear algo
nuevo, y no tenemos ninguna intención de quedarnos atrás. Voy a coger MobileMe y hacer que sea gratuito, y vamos a
hacer que sincronizar los datos resulte sencillo. Vamos a construir torres de servidores en Carolina del Norte. Podemos
ofrecer toda la sincronización que quieras, y así seremos capaces de atraer a los clientes.
Jobs discutió esta propuesta en las reuniones de los lunes por la mañana, y poco a poco se fue puliendo hasta convertirse
en una nueva estrategia. «Les enviaba mensajes de correo electrónico a diferentes grupos de personas a las dos de la
mañana e íbamos dándole vueltas al tema —recordaba—. Hemos pensado mucho en esto porque no es solo un trabajo, es
nuestra vida». Aunque algunos miembros del consejo, incluido Al Gore, cuestionaron la idea de convertir MobileMe en un
servicio gratuito, le ofrecieron su apoyo. Aquel a sería su estrategia para atraer clientes a la órbita de Apple durante la
siguiente década.
El nuevo servicio se denominó iCloud, y Jobs lo presentó en su discurso inaugural de la Conferencia Mundial de Desarrol
adores de Apple celebrada en junio de 2011. Todavía estaba de baja médica, y durante algunos días de mayo había sido
ingresado con infecciones y mucho dolor. Algunos amigos cercanos le rogaron que no acudiera a la presentación, para la
que harían falta bastante preparación y no pocos ensayos. Sin embargo, la perspectiva de provocar otro terremoto en la era
digital pareció l enarlo de energía.
Cuando salió al escenario en el auditorio de San Francisco, l evaba una sudadera negra de cachemira de Vonrosen sobre
su habitual jersey negro de cuel o vuelto de Issey Miyake, y ropa interior térmica bajo los vaqueros azules. Sin embargo,
tenía un aspecto más demacrado que nunca. El público le ofreció una larga ovación en pie.
«Eso siempre ayuda, y lo agradezco», afirmó. Sin embargo, en cuestión de minutos, las acciones de Apple bajaron más de
4 dólares, hasta l egar a los 340. Estaba realizando un esfuerzo heroico, aunque parecía débil.
Les cedió la palabra a Phil Schil er y Scott Forstal , que iban a presentar los nuevos sistemas operativos para los Macs y los
dispositivos móviles, y entonces regresó
282
para mostrar personalmente el iCloud. «Hace aproximadamente diez años realizamos una de nuestras predicciones más
importantes —anunció—. El ordenador personal iba a convertirse en el centro de vuestra vida digital. Vuestros vídeos,
vuestras fotos, vuestra música. Sin embargo, esta idea se ha venido abajo en los últimos años. ¿Por qué?». Habló sobre lo
difícil que resultaba sincronizar todos los contenidos en cada uno de los aparatos. Si tienes una canción que has
descargado en el iPad, una fotografía que has sacado con el iPhone y un vídeo que has guardado en el ordenador, puedes
acabar sintiéndote como una de las operadoras telefónicas de otros tiempos, conectando y desenchufando cables USB de
los diferentes dispositivos para compartir todo el contenido. «Mantener al día todos estos aparatos nos está volviendo locos
—señaló entre las carcajadas del público—. Tenemos una solución. Es nuestro próximo gran proyecto. Vamos a relegar los
ordenadores personales y los Macs al rango de “aparato”, y vamos a mover el centro digital a la nube».
Jobs era muy consciente de que ese «gran proyecto» no era realmente nuevo. De hecho, bromeó acerca del intento previo
de Apple. «Podéis pensar: “¿Por qué me lo tengo que creer? El os son los que crearon MobileMe”. —El público rió
nervioso—. Dejadme decir que aquel no fue nuestro mejor momento». Sin embargo, a medida que iba presentando iCloud,
quedó claro que aquel o iba a ser mejor. El correo, los contactos y las entradas de la agenda se sincronizaban al instante.
Lo mismo ocurría con las aplicaciones, las fotos, los libros y los documentos. Lo más impresionante era que Jobs y Eddy
Cue habían l egado a acuerdos con las compañías discográficas (a diferencia de los responsables de Google y Amazon).
Apple iba a contar con dieciocho mil ones de canciones en los servidores de la nube. Si tenías
cualquiera de el as en tus aparatos o en tus ordenadores —ya fuera mediante una compra legal o una copia pirata—, Apple
te permitiría acceder a una versión de alta calidad en cualquier dispositivo sin tener que invertir tiempo ni esfuerzo en
subirla a la nube. «Es una idea que funciona», aseguró.
Aquel sencil o concepto —el de que todo funcionase de forma integrada— era, como siempre, la ventaja competitiva de
Apple. Microsoft l evaba más de un año
anunciando «el poder de la nube», y tres años antes su director de arquitectura de software, el legendario Ray Ozzie, había
l amado a filas a toda la compañía:
«Aspiramos a que la gente solo necesite comprar una vez los derechos de uso de sus productos y a que pueda utilizar
cualquiera de sus […] dispositivos para acceder a el os y disfrutarlos». Sin embargo, Ozzie había abandonado Microsoft a
finales de 2010 y el proyecto de computación en nube de la compañía nunca había l egado a materializarse en los
dispositivos de consumo. Amazon y Google ofrecían aquel os servicios en 2011, pero ninguna de las dos empresas tenía la
capacidad de integrar el hardware, el software y los contenidos en diferentes aparatos. Apple controlaba todos los
eslabones de la cadena y los había diseñado para que funcionasen de forma conjunta: los dispositivos, los ordenadores, los
sistemas operativos y las aplicaciones de software, junto con la venta y el almacenamiento de los contenidos.
Obviamente, el funcionamiento integrado solo daba resultado si utilizabas dispositivos de Apple y permanecías dentro del
recinto val ado de la compañía. Aquel o
traía consigo otra ventaja para la marca: la fidelidad del cliente. Una vez que empezabas a utilizar iCloud, era difícil
cambiarse a un Kindle o a cualquier dispositivo que funcionara con Android. La música y los demás archivos no se
sincronizaban con el os. De hecho, cabía la posibilidad de que ni siquiera funcionasen. Aquel a era la culminación de tres
décadas invertidas tratando de evitar los sistemas abiertos. «Pensamos en crear un programa de música para el Android —
me comentó Jobs mientras desayunábamos a la mañana siguiente—. Pusimos iTunes en Windows para vender más iPods,
pero no veo la ventaja de incluir nuestra aplicación musical en este otro sistema, excepto para hacer felices a los usuarios
de Android. Y yo no quiero hacer felices a los usuarios de Android».
UN NUEVO CAMPUS
Cuando Jobs tenía trece años, buscó el número de Bil Hewlett en el listín telefónico, lo l amó para hacerse con un
componente que necesitaba para el frecuencímetro que estaba tratando de construir y acabó consiguiendo un trabajo de
verano en el departamento de instrumental de Hewlett-Packard. Ese mismo año, aquel a compañía compró unos terrenos
en Cupertino para ampliar su departamento de calculadoras. Al í fue a trabajar Wozniak, y ese fue el lugar donde diseñó el
Apple I y el Apple II durante sus horas de pluriempleo.
Cuando en 2010 Hewlett-Packard decidió abandonar su campus de Cupertino, que se encontraba a poco más de un
kilómetro de la sede central de Apple en Infinite Loop, Jobs adquirió discretamente los terrenos y los edificios al í situados.
Admiraba la forma en que Hewlett y Packard habían creado una compañía duradera, y se enorgul ecía de haber hecho lo
mismo en Apple. Ahora quería una sede central espectacular, algo que no tuviera ninguna otra empresa tecnológica de la
Costa Oeste. Al final consiguió reunir una extensión de sesenta hectáreas, gran parte de las cuales habían contenido
283
plantaciones de albaricoqueros cuando él era niño, y se dispuso a diseñar el proyecto que iba a constituir su legado, en el
que combinaba su pasión por el diseño con su pasión por la creación de una empresa duradera.
«Quiero crear un campus tan especial que exprese los valores de la empresa durante generaciones», declaró.
Contrató al que, en su opinión, era el mejor estudio de arquitectura del mundo, el de sir Norman Foster, que había erigido
edificios con soluciones muy inteligentes, como el Reichstag de Berlín o el rascacielos situado en el número 30 de St. Mary
Axe, en Londres. Como era de esperar, Jobs se involucró tanto en los planes del proyecto —tanto en el enfoque general
como en los detal es— que resultó casi imposible decidirse por un diseño definitivo. Aquel iba a ser su edificio más
imperecedero, y quería que saliera bien. El estudio de Foster asignó un equipo de cincuenta arquitectos, y cada tres
semanas, a lo largo de todo el año 2010, le estuvieron mostrando a Jobs proyectos revisados y diferentes alternativas. Él
planteaba constantemente nuevos conceptos, en ocasiones formas completamente nuevas, y les hacía empezar de cero y
ofrecerle más opciones.
Cuando me mostró por primera vez los planos y las maquetas en su salón, el edificio tenía la forma de una inmensa y
curvilínea pista de carreras formada por tres semicírculos unidos en torno a un gran patio central. Las paredes eran grandes
cristaleras que iban del suelo al techo, y el interior contaba con numerosas cabinas con despachos que permitían el paso
de la luz del sol por los pasil os. «Facilita los encuentros casuales y los espacios de reunión fluidos —señaló—, y todo el
mundo puede disfrutar del sol».
Cuando me mostró los planos la vez siguiente, un mes después, nos encontrábamos en la gran sala de reuniones de Apple
situada frente a su despacho, donde la mesa estaba cubierta por una maqueta del edificio propuesto. Había realizado un
gran cambio: ahora todas las cabinas estaban apartadas de las ventanas, permitiendo largos pasil os bañados por la luz del
sol. Estos espacios actuarían también como zonas comunes. Algunos arquitectos plantearon el debate de si las ventanas
iban a poder abrirse. A Jobs nunca le gustó la idea de que otros pudieran andar abriendo cosas. «Lo único que conseguiría
eso es que la gente lo fastidiara todo», afirmó. Como en tantos otros detal es, su opinión acabó prevaleciendo en este
asunto.
Cuando l egó a casa aquel a tarde, Jobs desplegó los bocetos durante la cena, y Reed bromeó diciendo que la vista aérea
le recordaba a unos genitales masculinos. Su padre hizo caso omiso del comentario y señaló que era propio de la
mentalidad de un adolescente. Sin embargo, al día siguiente les mencionó el comentario a los arquitectos.
«Desgraciadamente, una vez que te lo dicen ya no eres capaz de borrar esa imagen de tu mente», admitió. Para mi
siguiente visita, la forma había cambiado hasta convertirse en un sencil o círculo.
El nuevo diseño implicaba que no habría ni una sola pieza recta de cristal en el edificio. Todo sería curvo y estaría
perfectamente integrado. Jobs l evaba mucho
tiempo fascinado por el vidrio, y su experiencia tras encargar inmensos paneles a medida para las tiendas Apple le hacía
confiar en que sería posible conseguirlos de gran tamaño y en cantidades industriales. El patio central que habían planeado
tenía un radio de 243 metros (más de lo que suelen ocupar tres manzanas de casas, o dos campos de fútbol puestos a lo
largo), e incluso me mostró algunas transparencias que mostraban como podría rodear a la plaza de San Pedro en Roma o
a la del Arco de Triunfo parisino. Uno de los recuerdos que le rondaban por la cabeza era el de las arboledas que antaño
dominaban la zona, así que contrató a un experto paisajista de Stanford y dispuso que el 80 % de la propiedad iba a contar
con un paisaje natural compuesto por seis mil árboles. «Le pedí que incluyera distintos albaricoqueros —recordaba Jobs—.
Antes solías verlos por todas partes, incluso en las esquinas de las cal es. Forman parte del legado de este val e».
En junio de 2011, los planos de aquel edificio de cuatro plantas y casi 300.000 metros cuadrados, con capacidad para alojar
a más de 12.000 trabajadores, estaban listos para su presentación. Jobs decidió anunciarlo en una aparición discreta y sin
publicidad ante los miembros del ayuntamiento de Cupertino, al día siguiente de presentar iCloud en la Conferencia Mundial
de Desarrol adores.
Aunque de baja médica y sin muchas energías, la agenda de aquel día estaba completamente l ena. Ron Johnson, quien
desarrol ara las tiendas Apple y se ocupara de su dirección durante más de diez años, había decidido aceptar una oferta
para convertirse en consejero delegado de la cadena de centros comerciales J. C. Penney, así que fue por la mañana a
casa de Jobs para hablar de su partida. A continuación, Jobs y yo nos dirigimos a Palo Alto, a una pequeña cafetería
especializada en yogures y bol os de avena l amada Fraiche, donde me habló muy animado sobre los posibles productos
futuros de la marca. Un poco más tarde, se subió en un coche que lo l evó a Santa Clara para asistir a la reunión trimestral
que Apple celebraba con los principales ejecutivos de Intel, donde discutieron la posibilidad de utilizar los chips de aquel a
compañía en futuros aparatos móviles. Esa noche, Bono y U2 actuaban en el Oakland Coliseum, y Jobs se había planteado
la posibilidad de asistir. En vez de eso, decidió invertir la tarde en mostrarle los planos al ayuntamiento de Cupertino.
Tras l egar sin séquito ni pompa alguna, y con un aspecto relajado y la misma sudadera negra que había l evado para su
discurso en el encuentro de desarrol adores, se situó tras un podio con un mando a distancia en la mano y pasó veinte
minutos mostrándoles diapositivas del diseño a los miembros del consistorio. Cuando en la pantal a apareció un dibujo de
284
aquel edificio elegante, futurista y perfectamente circular, realizó una pausa y sonrió. «Es como si hubiera aterrizado una
nave espacial», dijo. Y después añadió: «Creo que tenemos la oportunidad de construir el mejor edificio de oficinas del
mundo».
El viernes siguiente, Jobs le envió un correo electrónico a una compañera de su pasado más lejano, Ann Bowers, la viuda
del cofundador de Intel, Bob Noyce. Antigua directora de recursos humanos de Apple y supervisora a principios de la
década de los ochenta, le había tocado reprender a Jobs tras sus pataletas y curar las heridas de sus compañeros de
trabajo. Jobs le preguntó si podría pasar a verlo al día siguiente. Bowers se encontraba en ese momento en Nueva York,
pero, tras volver a California el domingo, se pasó por su casa. En ese período él volvía a estar enfermo, con mucho dolor y
sin demasiadas energías, pero anhelaba mostrarle los planos de la nueva sede central. «Deberías estar orgul osa de Apple
—afirmó—. Deberías estar orgul osa de lo que construimos».
Entonces levantó la vista hacia el a y le planteó con gran intensidad una pregunta que la dejó helada: «Dime, ¿cómo era yo
de joven?». Bowers trató de ofrecer una respuesta sincera. «Eras muy impetuoso y muy difícil —contestó—. Pero tu visión
era absorbente. Nos dijiste: “El viaje es la recompensa”, y eso resultó ser cierto». «Sí
—contestó Jobs—. He aprendido algunas cosas por el camino». Entonces, tras unos instantes, lo repitió, como si quisiera
convencer a Bowers y convencerse también a sí mismo. «He aprendido algunas cosas. De verdad que sí».
285
40
Tercer asalto
El combate final
LAZOS FAMILIARES
Jobs sentía un deseo muy acusado de l egar a presenciar la graduación de su hijo en el instituto, en junio de 2010.
«Cuando me diagnosticaron cáncer, hice un trato con Dios o con quien fuera, que consistía en que lo que realmente quería
era ver como Reed se graduaba, y aquel o me ayudó a superar el año 2009», afirmó. En su etapa como alumno de último
curso, Reed se parecía inquietantemente a su padre cuando este tenía dieciocho años, con una sonrisa cómplice y un tanto
rebelde, una mirada intensa y una mata de pelo oscuro. Sin embargo, de su madre había heredado una dulzura y una
capacidad de empatía dolorosamente sensible que a su padre le faltaban. Era un joven manifiestamente afectuoso y
dispuesto a agradar. Cuando su padre se hal aba sentado a la mesa con aire huraño y mirando al suelo, cosa que ocurría a
menudo durante su enfermedad, lo único que garantizaba la luz en sus ojos era la entrada de Reed.
Reed adoraba a su padre. Poco después de que yo comenzara a trabajar en este libro, el joven vino a verme al hotel donde
me alojaba y, al igual que hacía a
menudo su padre, propuso que diéramos un paseo. Me aseguró, con una mirada de intensa seriedad, que su padre no era
un frío hombre de negocios que solo buscara los beneficios, sino que lo motivaban el amor por su obra y el orgul o por los
productos que creaba.
Después de que a Jobs le diagnosticaran cáncer, Reed comenzó a trabajar durante los veranos en un laboratorio de
oncología de Stanford en el que se secuenciaba
ADN para encontrar marcadores genéticos del cáncer de colon. Uno de sus experimentos analizaba cómo las mutaciones
viajan a través de las familias. «Una de las poquísimas ventajas de que yo cayera enfermo es que Reed ha podido pasar
mucho tiempo estudiando con algunos médicos muy buenos —comentó Jobs—. Su entusiasmo es exactamente el que yo
sentía por los ordenadores cuando tenía su edad. Creo que las mayores innovaciones del siglo XXI nacerán en la
intersección entre la biología y la tecnología. Es el comienzo de una nueva era, como ocurrió con la digital cuando yo tenía
su edad».
Reed utilizó su estudio sobre el cáncer como base para el trabajo de graduación que presentó ante su clase en el Instituto
Crystal Springs Uplands. Mientras describía cómo había utilizado centrifugadoras y tinciones para secuenciar el ADN de los
tumores, su padre se encontraba sentado entre el público con una sonrisa radiante, junto con el resto de la familia.
«Fantaseo con la idea de que Reed se compre una casa aquí, en Palo Alto, junto a su familia, y que vaya en bici a trabajar
como médico en Stanford», comentó Jobs después.
Reed había madurado rápidamente en 2009, cuando parecía que su padre iba a morir. Se ocupó de sus hermanas
pequeñas mientras sus padres estaban en
Memphis, y desarrol ó un paternalismo protector hacia el as. Sin embargo, cuando la salud de su padre se estabilizó en la
primavera de 2010, recobró su personalidad alegre y socarrona. Un día, mientras cenaban, estaba hablando con su familia,
pensando en dónde debía l evar a su novia a cenar. Su padre sugirió Il Fornaio, un elegante restaurante que era la opción
habitual en Palo Alto, pero Reed reconoció haber sido incapaz de conseguir una reserva. «¿Quieres que lo intente yo?», se
ofreció Jobs. Reed se resistió; quería encargarse él mismo del asunto. Erin, la tímida hija mediana, le propuso que el a y su
hermana pequeña, Eve, montaran una tienda en el jardín y les sirvieran al í una cena romántica. Reed se levantó, la abrazó
y le prometió que se lo compensaría en alguna ocasión.
Un sábado, Reed participó junto con tres compañeros de clase en un concurso educativo de una cadena local de televisión.
La familia —a excepción de Eve, que asistía a una exhibición ecuestre— fue a animarlo. Mientras el equipo del plató
andaba de acá para al á preparándolo todo, su padre trató de mantener a raya su impaciencia y de pasar desapercibido
entre los demás padres que se sentaban en las hileras de sil as plegables. Sin embargo, era claramente reconocible con
sus característicos vaqueros y su jersey negro de cuel o alto, y una mujer se sentó junto a él y se dispuso a sacarle una
foto. Sin mirarla, él se levantó y se dirigió al otro extremo de la fila. Cuando Reed entró en el plató, su placa lo identificaba
como «Reed Powel ». El presentador les preguntó a los estudiantes qué querían ser cuando fueran mayores. «Investigador
contra el cáncer», contestó Reed.
Jobs condujo su Mercedes SL55 biplaza, con Reed como copiloto, mientras su esposa lo seguía en su propio coche con
Erin. De camino a casa, Powel le preguntó a Erin por qué creía que su padre se negaba a ponerle placas de matrícula a su
coche. «Para ser un rebelde», contestó el a. Después le planteé la cuestión a Jobs.
«Porque a veces la gente me sigue, y si tengo placa de matrícula pueden averiguar dónde vivo —respondió—. Aunque esa
286
precaución se está quedando algo obsoleta
con Google Maps, así que supongo que en realidad no las l evo porque no quiero».
Durante la ceremonia de graduación de Reed, su padre me envió un correo electrónico desde su iPhone. Estaba sencil
amente exultante: «Hoy es uno de los días más felices de mi vida. Reed se está graduando en el instituto. Justo ahora. Y
contra todo pronóstico, aquí estoy». Esa noche hubo una fiesta en su casa para algunos amigos íntimos y la familia. Reed
bailó con todos sus parientes, incluido su padre. Después, Jobs se l evó a su hijo a la cabaña rústica que usaban como
trastero para ofrecerle una de sus dos bicicletas, ya que él no iba a volver a montar. Reed bromeó y señaló que la italiana
parecía demasiado cursi, así que Jobs le propuso que se l evara la robusta bici de ocho marchas aparcada al lado. Cuando
Reed le dijo que estaba en deuda con él, Jobs contestó: «No necesitas estar en deuda, porque tienes mi ADN». Unos días
después, se estrenó Toy Story 3. Jobs había alimentado esta trilogía de Pixar desde sus comienzos, cuya última entrega
hablaba de las emociones en torno a la marcha de Andy a la universidad. «Ojalá pudiera estar siempre contigo», dice la
madre de Andy. «Siempre lo estarás», contesta él.
La relación de Jobs con sus dos hijas menores era algo más distante. Le prestaba menos atención a Erin, más tranquila e
introspectiva, y que parecía no saber exactamente cómo tratar con él, especialmente cuando le salía aquel a vena cruel.
Era una joven desenvuelta y atractiva, con una sensibilidad personal más madura que la de su padre. Pensaba que tal vez
fuera arquitecta, puede que debido al interés de su padre por ese campo, y tenía un buen sentido del diseño. Sin embargo,
cuando su padre le estaba mostrando a Reed los bocetos del nuevo campus de Apple, el a se sentó en el otro extremo de
la cocina, y a él por lo visto no se le ocurrió pedirle que se acercara también. La gran esperanza de Erin esa primavera de
2010 era que su padre la l evara consigo a la ceremonia de entrega de los Oscar. Le encantaban las películas. Y, más aún,
quería volar con su padre en su avión privado y recorrer la alfombra roja a su lado. Powel estaba más que dispuesta a
renunciar al viaje y
trató de convencer a su esposo para que se l evara a su hija, pero él rechazó aquel a idea.
En cierto momento, mientras yo acababa este libro, Powel me dijo que Erin quería concederme una entrevista. Yo no habría
solicitado algo así, puesto que el a apenas tenía dieciséis años, pero accedí. El argumento que Erin destacó fue que
comprendía por qué su padre no siempre le prestaba atención, y que lo aceptaba. «Se esfuerza al máximo para ser a la vez
un padre y el consejero delegado de Apple, y combina ambas responsabilidades bastante bien —aseguró—. A veces me
gustaría recibir más atención por su parte, pero sé que el trabajo que está haciendo es muy importante y me parece
extraordinario, así que no me importa. En realidad no necesito más atención».
Jobs había prometido l evarse a cada uno de sus hijos de viaje a donde el os eligieran cuando cumplieran trece años. Reed
eligió ir a Kioto, consciente de lo mucho que a su padre le atraía la calma zen de esa hermosa ciudad. No resulta
sorprendente que, cuando Erin l egó a la misma edad en 2008, también eligiera Kioto. La enfermedad de su padre obligó a
cancelar el viaje, así que Jobs le prometió l evarla en 2010, cuando estuviera mejor. Sin embargo, ese junio decidió que no
quería ir. Erin quedó desilusionada, pero no protestó. En vez de eso, su madre la l evó a Francia con algunos amigos de la
familia, y volvieron a programar el viaje a Kioto para ese mes de julio.
A Powel le preocupaba que su esposo volviera a cancelar los planes, así que quedó encantada cuando toda la familia
despegó a principios de julio en dirección a Kona Vil age, en Hawai, que era la primera etapa del viaje. Sin embargo, en
Hawai Jobs se vio aquejado por un molesto dolor de muelas que él decidió ignorar, como si pudiera hacer desaparecer la
caries únicamente mediante su fuerza de voluntad. El diente se cayó y hubo que reimplantarlo. Entonces tuvo lugar la crisis
de las antenas del iPhone 4, y decidió volver a Cupertino a toda velocidad, l evándose a Reed consigo. Powel y Erin se
quedaron en Hawai, esperando que Jobs regresara para continuar con los planes para l evarlas a Kioto.
Para alivio de todos, y no sin cierta sorpresa, Jobs sí que regresó a Hawai tras su rueda de prensa para recogerlas y l
evarlas a Japón. «Es un milagro», le comentó Powel a una amiga. Mientras Reed se ocupaba de Eve en Palo Alto, Erin y
sus padres se quedaron en el Tawaraya Ryokan, un hotelito de una sencil ez sublime que a Jobs le encantaba. «Fue
fantástico», recordaba Erin.
Veinte años antes, Jobs había l evado a la hermanastra de Erin, Lisa Brennan-Jobs, a Japón, cuando esta tenía
aproximadamente la misma edad. Uno de sus
recuerdos más vivos era el de compartir con él comidas deliciosas y ver como un comensal normalmente tan remilgado
saboreaba el sushi de anguila y otras delicias. Verlo disfrutar de la comida hizo que Lisa se sintiera relajada junto a él por
primera vez. Erin recordaba una experiencia similar: «Papá sabía dónde quería ir a comer todos los días. Me dijo que
conocía un restaurante increíble especializado en fideos de soba y me l evó al í, y estaba tan rico que desde entonces ha
sido difícil volver a comer fideos de soba, porque no hay nada que se le aproxime siquiera». También encontraron un
pequeño restaurante de sushi de barrio, y Jobs lo etiquetó en su iPhone como «el mejor sushi que he comido nunca». Erin
estuvo de acuerdo.
Visitaron asismismo los famosos templos budistas zen de Kioto. El que más le gustó a Erin fue el Saiho-ji, conocido como el
287
«templo del musgo» porque su Estanque Dorado se encuentra rodeado por jardines que exhiben más de un centenar de
variedades de musgo. «Erin estaba muy, muy contenta, lo cual era profundamente gratificante y ayudó a mejorar la relación
que tenía con su padre —recordaba Powel —. El a se merecía algo así».
Su hija menor, Eve, era harina de otro costal. Atrevida y segura de sí misma, no se veía en absoluto intimidada por su
padre. Su pasión era la equitación, y estaba
decidida a l egar a las Olimpiadas. Cuando un entrenador le indicó lo mucho que tendría que trabajar para conseguirlo,
contestó: «Dime qué tengo que hacer y lo haré». Él le hizo caso, y el a comenzó a seguir con diligencia el programa.
Eve era una experta en la difícil tarea de conseguir que su padre tomara decisiones. A menudo l amaba a su ayudante
directamente al trabajo para asegurarse de que incluía algunos compromisos en su agenda. También era bastante buena
negociadora. Un fin de semana de 2010, cuando la familia estaba planeando un viaje, Erin quería retrasar la partida medio
día, pero le daba miedo pedírselo a su padre. Eve, que por aquel entonces tenía doce años, se ofreció voluntaria para la
tarea, y durante una cena le presentó el caso a su padre como si fuera una abogada ante el Tribunal Supremo. Jobs la
interrumpió —«No, creo que no quiero hacerlo»—, pero a todas luces parecía más divertido que molesto. Esa misma tarde,
Eve se sentó con su madre y analizó las distintas formas en que podría haber planteado mejor su ruego.
Jobs l egó a valorar aquel a actitud... y a verse en gran parte reflejado en el a. «Eve es como un polvorín, y nunca he
conocido a ningún niño con una voluntad de
hierro parecida a la suya —afirmó—. Es lo que me merezco». Comprendía profundamente su personalidad, quizá porque
mostraba ciertas semejanzas con la suya.
«Eve es más sensible de lo que muchos creen —explicó—. Es tan lista que puede resultar algo apabul ante, así que eso
significa que también puede enajenar a los demás y encontrarse sola. Está en medio del proceso de aprender cómo puede
ser quien es, pero suaviza las aristas de su personalidad para poder mantener los amigos que le son necesarios».
La relación de Jobs con su esposa resultaba complicada en ocasiones, pero siempre leal. Laurene Powel , inteligente y
compasiva, era una influencia estabilizadora y
un ejemplo por su capacidad para compensar algunos de los impulsos egoístas de Jobs al rodearlo de personas sensatas y
decididas. El a intervenía con discreción en temas de negocios, con firmeza en los familiares y con fiereza en los médicos.
Al principio de su matrimonio, ayudó a fundar y organizar Col ege Track, un programa extraescolar que presta ayuda a
chicos desfavorecidos para graduarse en el instituto y entrar en la universidad. Desde entonces, se había convertido en una
gran impulsora del movimiento de reforma educativa. Jobs reconocía abiertamente su admiración por el trabajo de su
esposa: «Lo que ha hecho con Col ege Track me resulta muy impresionante». Sin embargo, tendía por regla general a
despreciar las iniciativas filantrópicas, y nunca visitó sus centros extraescolares.
En febrero de 2010, Jobs celebró su 55.º cumpleaños únicamente con su familia. La cocina estaba decorada con globos y
serpentinas, y sus hijos le regalaron una
corona de juguete de terciopelo rojo, que se puso al instante. Ahora que se había recuperado de un extenuante año de
problemas de salud, Powel esperaba que le prestara más atención a su familia. «Creo que fue duro para todos,
especialmente para las chicas —me confesó—. Después de dos años de enfermedad, por fin ha mejorado un poco, y el as
esperaban que les prestara algo más de atención, pero no lo hizo». Powel quería asegurarse, según sus propias palabras,
de que las dos caras de su personalidad quedaran reflejadas en este libro y dentro del contexto adecuado. «Como muchos
hombres con dones extraordinarios, Steve no es extraordinario en todos los aspectos —comentó el a—. No tiene grandes
aptitudes sociales, como la de ponerse en la piel del otro, pero se preocupa enormemente por darle un mayor poder a la
humanidad, por lograr que avance y poner las herramientas adecuadas en sus manos».
EL PRESIDENTE OBAMA
Durante un viaje a Washington a principios del otoño de 2010, Powel se había reunido con algunos de sus amigos de la
Casa Blanca, que le dijeron que el presidente Obama iba a viajar a Silicon Val ey ese octubre. El a sugirió que a lo mejor
querría reunirse con su esposo. A los asistentes de Obama les gustó la idea: encajaba en el renovado énfasis que estaba
poniendo el presidente sobre la competitividad. Además, John Doerr, el inversor de riesgo convertido en uno de los mejores
amigos de Jobs, había mencionado tiempo atrás, en una reunión del Comité de Recuperación Económica del presidente,
las opiniones de Jobs sobre por qué Estados Unidos estaba perdiendo su ventaja competitiva. También él propuso que
Obama se reuniera con Jobs. Así pues, en la agenda del presidente se reservó media hora para una sesión en el
aeropuerto Westin de San Francisco.
Había un problema: cuando Powel se lo dijo a su marido, este respondió que no quería hacerlo. Le molestaba que el a lo
288
hubiera dispuesto todo a sus espaldas.
«No pienso verme obligado a asistir a una reunión protocolaria para que pueda tachar de su lista de tareas el haberse
reunido con un directivo», aseguró. El a insistió en que Obama estaba «muy emocionado ante la perspectiva de
encontrarse con él». Jobs respondió que, en ese caso, el propio Obama debería l amar para concertar una reunión. Aquel
cal ejón sin salida se prolongó durante cinco días. Powel l amó a Reed, que se encontraba en Stanford, para que fuera a
cenar a casa y tratara de convencer a su padre. Jobs acabó por ceder.
La reunión duró en realidad cuarenta y cinco minutos, y Jobs no se mordió la lengua. «Está encaminándose a una
presidencia de un único mandato», le dijo Jobs a
Obama nada más empezar. Para evitarlo, señaló que la Administración tenía que acercarse más a las empresas. Describió
lo sencil o que resultaba construir una fábrica en China, y señaló que en aquel momento era casi imposible hacer algo así
en Estados Unidos, principalmente debido a las normativas y a los costes innecesarios.
Jobs también atacó al sistema educativo estadounidense. Aseguró que estaba terriblemente anticuado y que se veía
entorpecido por los reglamentos laborales
sindicales. Hasta que desaparecieran los sindicatos de profesores, no había apenas esperanzas de lograr una reforma
educativa. Según él, los profesores deberían ser tratados como profesionales y no como trabajadores de una cadena de
montaje industrial. Los directores deberían tener la capacidad de contratarlos y despedirlos basándose en su calidad. Las
escuelas deberían permanecer abiertas hasta al menos las seis de la tarde, y funcionar durante once meses al año. En su
opinión, era absurdo que las clases estadounidenses todavía consistieran en un profesor ante una pizarra y en el uso de
libros de texto. Todos los libros, los materiales de aprendizaje y las evaluaciones deberían l evarse a cabo de manera digital
e interactiva, adaptada a cada estudiante de forma que pudiera recibir información sobre su progreso en tiempo real.
Jobs se ofreció a reunir un grupo de seis o siete directivos que de verdad pudieran explicar los desafíos de innovación a los
que se enfrentaba el país, y el presidente
aceptó. Así pues, Jobs preparó una lista de personas para que asistieran a una reunión en Washington D.C. que iba a
celebrarse en diciembre. Desgraciadamente, después de que Valerie Jarrett y otros asistentes del presidente añadieran
algunos nombres, la lista aumentó hasta incluir a más de veinte personas, con Jeffrey Immelt, de General Electric, al frente.
Jobs le envió un correo electrónico a Jarrett en el que aseguraba que aquel a lista estaba demasiado hinchada y que él no
tenía intención de asistir. De hecho, sus problemas de salud habían vuelto a aparecer por aquel a época, así que en
cualquier caso no habría podido acudir, tal y como Doerr le explicó en privado al presidente.
En febrero de 2011, Doerr comenzó a trazar planes para celebrar una pequeña cena para el presidente Obama en Silicon
Val ey. Jobs y él, junto con sus esposas,
fueron a cenar a Evvia, un restaurante griego de Palo Alto, donde prepararon una restringida lista de invitados. Entre los
doce titanes de la tecnología elegidos estaban Eric Schmidt, de Google; Carol Bartz, de Yahoo; Mark Zuckerberg, de
Facebook; John Chambers, de Cisco; Larry El ison, de Oracle; Art Levinson, de Genentech, y Reed Hastings, de Netflix. El
cuidado de Jobs por los detal es de la cena se hizo extensivo a la comida. Doerr le envió una propuesta de menú, y él
respondió que algunos de los platos propuestos por el encargado del catering —langostinos, bacalao, ensalada de
lentejas— eran demasiado extravagantes «y no te pegan nada, John». Se opuso especialmente al postre que habían
planeado, una tarta de crema adornada con trufas de chocolate, pero el personal responsable en la Casa Blanca se impuso
a su decisión al indicarle al chef que al presidente le gustaba la tarta de crema. Como Jobs había perdido tanto peso que
sentía frío con facilidad, Doerr mantuvo la calefacción bastante alta, hasta el punto de hacer sudar copiosamente a
Zuckerberg.
Jobs, sentado junto al presidente, comenzó la cena con esta afirmación: «Independientemente de nuestras inclinaciones
políticas, quiero que sepa que estamos aquí
para hacer cualquier cosa que nos pida con tal de ayudar a nuestro país». A pesar de el o, la velada se convirtió al principio
en una letanía de sugerencias acerca de lo que el presidente podía hacer para estimular a las empresas. Chambers, por
ejemplo, propuso una exención fiscal para los recursos repatriados que permitiría a las grandes compañías evitar el pago
de impuestos sobre los beneficios en el extranjero si se comprometían a reinvertirlos en Estados Unidos durante un período
determinado. El presidente estaba desconcertado, y también Zuckerberg, que se giró hacia Valerie Jarrett, sentada a su
derecha, y le susurró: «Deberíamos estar hablando sobre lo que es importante para el país. ¿Por qué no hace más que
hablar sobre lo que es bueno para él?».
Doerr consiguió reconducir la discusión al pedirle a todo el mundo que propusiera una lista de medidas. Cuando l egó el
turno de Jobs, resaltó la necesidad de contar con más ingenieros preparados y sugirió que todos los estudiantes extranjeros
que obtuvieran su título de ingeniería en Estados Unidos deberían recibir un visado para permanecer en el país. Obama
respondió que aquel o solo podría hacerse en el contexto de la Ley Dream, que permitía que los inmigrantes ilegales l
egados como menores de edad y con el instituto terminado se convirtieran en residentes legales (una propuesta vetada por
289
los republicanos). Jobs opinó que aquel era un molesto ejemplo de cómo la política puede l evar a la parálisis. «El
presidente es muy inteligente, pero no hacía más que explicarnos los motivos por los que no podían hacerse las cosas —
recordaba—. Eso me enfurece».
Jobs pidió que se encontrara la manera de formar a más ingenieros estadounidenses. Aseguró que Apple contaba con
700.000 trabajadores en sus fábricas chinas, y eso se debía a que hacían falta 30.000 ingenieros sobre el terreno para
prestar asistencia a tantos operarios. «Es imposible encontrar a tantos en Estados Unidos para contratarlos», señaló. Esos
ingenieros de las fábricas no necesitaban ser doctores o genios; simplemente requerían las capacidades de ingeniería
básicas para fabricar productos. Las escuelas técnicas, las universidades comunitarias o los centros de educación
profesional podían formarlos. «Si pudiéramos instruir a esos ingenieros —
aseguró— podríamos trasladar aquí más plantas de producción». El argumento causó una honda impresión en el
presidente. En dos o tres ocasiones a lo largo del mes siguiente, les dijo a sus asistentes: «Tenemos que encontrar la
manera de formar a esos 30.000 ingenieros de producción de los que nos habló Jobs».
Jobs se alegró de ver que Obama mantenía un seguimiento sobre la cuestión, y hablaron por teléfono algunas veces tras la
reunión. Se ofreció a crear los anuncios
políticos de Obama para la campaña de 2012. (Había realizado la misma oferta en 2008, y quedó contrariado al ver que el
estratega de campaña de Obama, David Axelrod, no mostraba una actitud completamente deferente.) «Creo que la
publicidad política es terrible. Me encantaría sacar a Lee Clow de su jubilación y poder preparar algunos anuncios geniales
para él», me confió Jobs unas semanas después de la cena. Jobs l evaba toda la semana enfrentándose al dolor, pero las
charlas sobre política lo l enaban de energía. «Muy de vez en cuando, un auténtico profesional de la publicidad se implica
en las campañas, como hizo Hal Riney con la de “It’s morning in America” que le valió la reelección a Reagan en 1984, y
eso es lo que me gustaría hacer por Obama».
LA TERCERA BAJA MÉDICA, 2011
Cada vez que el cáncer iba a reaparecer, le enviaba a Jobs unas cuantas señales. Este ya se sabía la lección: perdía el
apetito y comenzaba a sentir distintos dolores por todo el cuerpo. Los médicos lo sometían a pruebas, no detectaban nada
y le aseguraban que, aparentemente, todo estaba bien. Sin embargo, él sabía que aquel o no era cierto. El cáncer tenía sus
formas de prevenirlo, y unos pocos meses después de sentir las señales, los médicos descubrían que, efectivamente, la
recuperación se había interrumpido.
Otro de aquel os reveses comenzó a principios de noviembre de 2010. Sentía dolor, había dejado de comer y una
enfermera que iba a su casa tenía que alimentarlo por vía intravenosa. Los médicos no encontraron señales de más
tumores, y pensaron que era otro de los ciclos habituales en los que debía luchar contra las infecciones y los desórdenes
digestivos. Jobs nunca había sido el tipo de persona capaz de sufrir con estoicismo el dolor, así que sus médicos y su
familia habían quedado algo inmunizados ante sus quejas.
La familia Jobs se dirigió a Kona Vil age para celebrar el Día de Acción de Gracias, pero la alimentación de Steve no
mejoró. La cena se celebraba al í en una sala
comunitaria, y los demás invitados fingieron no advertir que Jobs, con su aspecto demacrado, se tambaleaba y gemía ante
la comida que se le presentaba, sin probar bocado. Hay que señalar, en honor al centro de vacaciones y a sus huéspedes,
que en ningún momento se filtró información al exterior sobre su situación. En todo caso, al regresar a Palo Alto, Jobs se
fue volviendo cada vez más sensible y taciturno. Les dijo a sus hijos que creía que se iba a morir, y se le hacía un nudo en
la garganta al pensar en la posibilidad de no asistir nunca más a ninguno de sus cumpleaños.
En Navidad había adelgazado hasta pesar 52 kilos, más de veinte por debajo de su peso normal. Mona Simpson viajó a
Palo Alto para celebrar aquel as fechas
junto con su ex marido, el guionista televisivo Richard Appel y sus hijos. El ambiente se animó un poco: las familias
estuvieron participando en juegos de salón como
«La novela», en el que los participantes tratan de engañarse los unos a los otros para ver quién puede escribir la primera
frase falsa de un libro que resulte más convincente. Por tanto, la velada pareció cobrar un aire más optimista durante un
rato. Jobs pudo incluso salir a cenar a un restaurante con Powel unos días después de Navidad. Los niños se fueron de
vacaciones a esquiar para celebrar el Año Nuevo, mientras que Powel y Mona Simpson se turnaban para quedarse en casa
con Jobs en Palo Alto.
A principios de 2011, no obstante, estaba claro que aquel a no era simplemente una mala racha. Sus médicos detectaron
pruebas de nuevos tumores, y con el
290
cáncer agravando su falta de apetito, trataban de determinar cuánta terapia y cuántos medicamentos sería capaz de
soportar su cuerpo en aquel as condiciones de delgadez extrema. Jobs les dijo a sus amigos que sentía como si le hubieran
dado un puñetazo en cada centímetro de su cuerpo, gemía y en ocasiones se doblaba a causa del dolor.
Era un círculo vicioso. Los primeros síntomas del cáncer causaban dolor. La morfina y otros analgésicos que tomaba le
quitaban el apetito. Le habían extirpado parte del páncreas y le habían sustituido el hígado, así que su sistema digestivo no
funcionaba bien y tenía problemas para absorber las proteínas. La pérdida de peso hacía que fuera más difícil embarcarse
en tratamientos con medicación más agresiva. Su estado de delgadez también lo volvía más susceptible a las infecciones,
al igual que los inmunosupresores que debía tomar a veces para que su cuerpo no rechazase el trasplante de hígado. La
pérdida de peso reducía las capas de lípidos que rodean a los receptores del dolor, lo que hacía que sufriera más aún.
Además, tenía tendencia a sufrir cambios de humor extremos, marcados por prolongados ataques de ira y depresión, lo que
también le quitaba el apetito.
Los problemas alimentarios de Jobs se vieron agravados a lo largo de los años por su actitud psicológica hacia la comida.
Cuando era joven, aprendió que podía alcanzar un estado de euforia y éxtasis mediante los ayunos. Así, aunque sabía que
debía comer —sus médicos le rogaban que consumiera proteínas de alta calidad—, en el fondo de su subconsciente,
según él mismo admitía, residía su instinto por los ayunos y las dietas, como el régimen de fruta de Arnold Ehret que había
adoptado en su adolescencia. Powel seguía repitiéndole que aquel o era una locura, e incluso le hacía ver que Ehret había
muerto a los cincuenta y seis años, cuando se tropezó y se golpeó en la cabeza. Se sentía irritada cuando él se sentaba a
la mesa y se limitaba a permanecer mirándose el regazo, en silencio. «Quería que él mismo se obligara a comer —comentó
el a—, así que la situación en casa era increíblemente tensa». Bryar Brown, su cocinero a tiempo parcial, todavía iba por
las tardes y preparaba toda una gama de platos saludables, pero Jobs apenas probaba uno o dos de el os y los rechazaba
todos por considerarlos incomestibles. Una tarde anunció: «A lo mejor podría comer un poco de tarta de calabaza», y el
cocinero, siempre solícito, creó una hermosa tarta desde cero en una hora. Jobs solo probó un bocado, pero Brown estaba
encantado.
Powel habló con especialistas en desórdenes alimentarios y psiquiatras, pero su esposo tendía a despreciarlos. Se negó a
tomar ninguna medicación o a recibir
tratamiento para su depresión. «Cuando te invaden ciertos sentimientos —señaló— como la tristeza o la rabia a causa del
cáncer o de la difícil situación que atraviesas, enmascararlos equivale a l evar una vida artificial». De hecho, él adoptó la
postura exactamente contraria. Se volvió taciturno, hipersensible y dramático, lamentándose ante todos los que lo rodeaban
del hecho de que iba a morir. La depresión pasó a formar parte del círculo vicioso e hizo que tuviera todavía menos ganas
de comer.
En internet comenzaron a aparecer fotografías y vídeos de Jobs con aspecto demacrado, y poco después a circular
rumores sobre lo enfermo que se encontraba. El
problema, según advirtió Powel , era que los rumores eran ciertos y que no iban a desaparecer. Jobs solo había accedido a
regañadientes a pedir una baja médica dos años antes, cuando el hígado le estaba fal ando, y en esta ocasión también se
resistió a la idea. Sería como abandonar su tierra natal, sin saber si podría regresar alguna vez. Cuando al final cedió ante
lo inevitable, en enero de 2011, los miembros del consejo de administración ya lo estaban esperando; la reunión telefónica
en la que anunció que quería una nueva baja solo duró tres minutos. Jobs ya había discutido a menudo con el consejo, en
las sesiones de ejecutivos, sus ideas acerca de quién podría encargarse de todo si a él le ocurría algo, y habían
considerado distintas opciones tanto a corto como a largo plazo. Con todo, no cabía duda de que, en aquel a situación, Tim
Cook volvería a hacerse cargo de las operaciones diarias.
El sábado siguiente por la tarde, Jobs permitió que su esposa convocara una reunión con sus médicos. Cayó en la cuenta
de que estaba enfrentándose al tipo de problema que nunca habría tolerado en Apple. Su tratamiento era fragmentado en
lugar de integrado. Las distintas enfermedades que lo aquejaban estaban siendo tratadas por diferentes doctores —
oncólogos, especialistas en dolor, nutricionistas, hepatólogos y hematólogos—, pero nadie los coordinaba para adoptar un
enfoque holístico, de la forma que había hecho James Eason en Memphis. «Uno de los principales retos en el campo de la
atención médica es la falta de asesores o consejeros que actúen como capitanes de cada equipo», comentó Powel . Esto
resultaba especialmente cierto en Stanford, donde nadie parecía preocuparse de averiguar cómo se relacionaba la nutrición
con el control del dolor o la oncología. Así pues, Powel pidió a los diferentes especialistas de Stanford que fueran a su casa
para asistir a una reunión, a la que también estaban invitados algunos médicos externos con un enfoque más incisivo e
integrado, como David Agus, de la Universidad del Sur de California. Accedieron a adoptar un nuevo régimen para tratar el
dolor y para coordinar los demás tratamientos.
Gracias a un método científico de vanguardia, el equipo médico había sido capaz de mantener a Jobs un paso por delante
del cáncer. Se había convertido en una de
las primeras veinte personas del mundo en contar con la secuencia de todos los genes de su tumor, además de la suya
291
propia. Era un procedimiento que, en aquel momento, costaba más de 100.000 dólares.
La secuenciación genética y el análisis del ADN los l evaron a cabo conjuntamente equipos de Stanford, Johns Hopkins, el
Instituto Broad del MIT y Harvard. Al
conocer la firma genética y molecular única de los tumores de Jobs, sus médicos habían sido capaces de elegir
medicamentos específicos que se dirigieran directamente a las vías moleculares defectuosas que hacían que sus células
cancerígenas crecieran de manera anormal. Esta técnica, conocida como «terapia molecular dirigida», resultaba más eficaz
que la quimioterapia tradicional, que ataca el proceso de mitosis de todas las células del cuerpo, sean estas cancerígenas o
no. Esta novedosa terapia dirigida no era un remedio infalible, pero en ocasiones parecía acercarse a el o; permitía a los
médicos evaluar una gran cantidad de medicamentos —comunes y extraños, ya disponibles o en fase de desarrol o— para
decidir los tres o cuatro que mejor resultado podían dar. Y cada vez que el cáncer mutaba y se adaptaba a aquel
tratamiento, los médicos ya tenían preparado otro medicamento sustitutivo.
Aunque Powel supervisaba con diligencia los cuidados que se le ofrecían a su marido, era él quien tenía la última palabra
sobre cada nuevo tratamiento. Un típico ejemplo tuvo lugar en mayo de 2011, cuando celebró una reunión con George
Fisher y otros médicos de Stanford, los analistas que estaban secuenciando sus genes en el Broad Institute y su asesor
externo, David Agus. Todos el os se sentaron en torno a una mesa en una suite del hotel Four Seasons de Palo Alto. Powel
no asistió, pero su hijo Reed sí. A lo largo de tres horas se sucedieron diferentes presentaciones de los investigadores de
Stanford y del Broad sobre la nueva información que habían recopilado sobre las características genéticas de su cáncer.
Jobs mostró su personalidad beligerante habitual. En un momento de la reunión interrumpió a un analista del Instituto Broad
que había cometido el error de emplear PowerPoint en su presentación. Jobs lo regañó y le explicó por qué el software
Keynote de Apple era mejor para hacer presentaciones; se ofreció incluso a enseñarle cómo utilizarlo. Al final de la reunión,
Jobs y su equipo habían revisado todos los datos moleculares, evaluado los pros y los contras de cada una de las terapias
potenciales, y elaborado una lista de pruebas que podían ayudarlos a establecer prioridades.
Uno de los médicos señaló que había esperanzas de que su cáncer, y otros como él, pronto pasaran a ser enfermedades
crónicas tratables que podían mantenerse a raya hasta que muriera por otros motivos. «Voy a ser el primero en superar un
cáncer de este tipo o el último en morir de él —me dijo Jobs justo después de una de las citas con sus médicos—. O uno de
los primeros en l egar a la costa o el último en ahogarme».
VISITANTES
Cuando se anunció su baja médica en 2011, la situación parecía tan funesta que Lisa Brennan-Jobs retomó el contacto
después de más de un año y reservó un vuelo desde Nueva York para la siguiente semana. La relación con su padre se
había edificado sobre sucesivas capas de resentimiento. Lisa tenía unas comprensibles cicatrices al haber sido
prácticamente abandonada por él durante sus primeros diez años de vida. Para empeorar la situación, había heredado algo
de su irritabilidad y, en opinión de Jobs, parte del sentimiento de agravio experimentado por su madre. «Le dije muchas
veces que desearía haber sido un mejor padre cuando el a tenía cinco años, pero que ahora debería dejar atrás todo aquel
o en lugar de permanecer enfadada el resto de su vida», señaló justo antes de la l egada de Lisa.
La visita transcurrió sin incidentes. Jobs comenzaba a sentirse algo mejor, y estaba de humor para tratar de arreglar sus
relaciones y mostrarse afectuoso con aquel os que lo rodeaban. A sus treinta y dos años, era una de las primeras
ocasiones en que Lisa mantenía una relación formal de pareja. Su novio era un joven y esforzado cineasta de California, y
Jobs l egó incluso a sugerir que se mudaran a Palo Alto si se casaban. «Mira, no sé cuánto tiempo más me queda en este
mundo — le dijo—. Los médicos no pueden darme una fecha. Si quieres verme más, tendrás que mudarte aquí. ¿Por qué
no lo meditas un poco?». Aunque Lisa no se trasladó a la Costa Oeste, Jobs se alegró por la forma en que había tenido
lugar su reconciliación. «No estaba seguro de querer que me visitara, porque estaba enfermo y no quería más
complicaciones, pero me alegro mucho de que haya venido. Me ha ayudado a asimilar muchas cosas pendientes que l
evaba dentro».
Ese mes, Jobs recibió otra visita de alguien que quería enmendar su relación. Larry Page, el cofundador de Google, que
vivía a menos de tres manzanas de distancia,
acababa de anunciar sus planes para retomar las riendas de la compañía de la mano de Eric Schmidt. Sabía cómo halagar
a Jobs: le preguntó si podía pasarse a verlo para recibir algunos consejos sobre cómo ser un buen consejero delegado.
Jobs seguía furioso con Google. «Lo primero que se me pasó por la cabeza fue: “Vete a la mierda” —comentó—, pero
entonces lo pensé un poco y me di cuenta de que todo el mundo me había ayudado cuando era joven, desde Bil Hewlett
hasta el tipo de la cal e de enfrente que trabajaba para Hewlett-Packard, así que lo l amé y le dije que viniera». Page se
292
pasó a verlo, se sentó en el salón de Jobs y escuchó sus ideas
sobre cómo construir grandes productos y compañías duraderas. Jobs lo recordaba:
Hablamos mucho sobre la capacidad de concentración y sobre cómo elegir a la gente. Cómo saber en quién confiar y cómo
construir un equipo de asistentes con los que pudiera contar. Describí los placajes y las fintas que tendría que llevar a cabo
para evitar que la compañía se volviera endeble o se llenase de jugadores de segunda. La concentración fue el punto en el
que más me centré. «Decide qué es lo que Google quiere ser cuando crezca. Ahora mismo está en todas partes. ¿Cuáles
son los cinco productos en los que quieres centrarte? Deshazte del resto, porque te están lastrando. Están convirtiéndote
en Microsoft. Están llevándote a ofrecer productos que son adecuados pero no geniales». Traté de ofrecerle toda la ayuda
posible. También seguiré haciendo lo mismo con personas como Mark Zuckerberg. Así es como voy a pasar parte del
tiempo que me queda. Puedo ayudar a la próxima generación a recordar la estirpe de grandes compañías que hay aquí y
cómo continuar con la tradición. Este valle me ha ofrecido mucho apoyo. Debería esforzarme al máximo por devolverle el
favor.
El anuncio de la baja médica de Jobs en 2011 l evó a otras personas a peregrinar a la casa de Palo Alto. Bil Clinton, por
ejemplo, fue a verlo y hablaron acerca de un montón de temas, desde Oriente Próximo hasta la política estadounidense. Sin
embargo, la visita más emotiva l egó de la mano del otro prodigio de la tecnología nacido en 1955, la persona que, durante
más de tres décadas, había sido el rival de Jobs y su compañero a la hora de definir la era de los ordenadores personales.
Bil Gates nunca había perdido su fascinación por Jobs. En la primavera de 2011 me encontraba cenando con él en
Washington, adonde él había ido para hablar de
las iniciativas de su fundación sobre la salud en el planeta. Expresó su sorpresa por el éxito del iPad y por cómo Jobs,
incluso durante su enfermedad, trabajaba en distintas formas de mejorarlo. «Aquí estoy yo, salvando simplemente al mundo
de la malaria y cosas así, mientras Steve sigue creando nuevos productos alucinantes — comentó con añoranza—. A lo
mejor tendría que haber seguido en aquel campo». Sonrió para asegurarse de que yo sabía que bromeaba, aunque solo
fuera a medias.
A través de Mike Slade, un amigo común, Gates preparó una visita a Jobs en mayo. El día antes de que tuviera lugar, el
secretario de Jobs le l amó para decirle que este no se encontraba lo suficientemente bien. Sin embargo, la cita quedó
pospuesta para otro día, y una tarde a primera hora Gates condujo hasta la casa de Jobs, atravesó la entrada trasera hasta
l egar a la puerta abierta de la cocina, y al í vio a Eve estudiando en la mesa. «¿Está Steve por aquí?», le preguntó. Eve le
indicó que se dirigiera al salón.
Pasaron más de tres horas juntos, los dos solos, recordando los viejos tiempos. «Éramos como unos ancianos de aquel a
industria echando la vista atrás —
recordaba Jobs—. Él estaba más contento de lo que yo recordaba haberlo visto nunca, y no pude dejar de pensar en lo
sano que parecía». Gates quedó igualmente sorprendido por el hecho de que Jobs, aunque con un aspecto
aterradoramente demacrado, tuviera más energía de lo que él esperaba. Hablaba abiertamente de sus problemas de salud
y, al menos aquel día, se sentía optimista. Según le confió a Gates, los sucesivos ciclos de tratamientos dirigidos lo hacían
sentirse «como una rana que salta de nenúfar en nenúfar», tratando de mantenerse un paso por delante del cáncer.
Jobs planteó algunas preguntas sobre educación, y Gates esbozó brevemente su visión acerca de cómo iban a ser las
escuelas en el futuro, en las que los alumnos
verían por su cuenta las clases y las lecciones en vídeo mientras utilizaban el tiempo lectivo para las discusiones y la
resolución de problemas. Ambos coincidieron en que los ordenadores, hasta el momento, habían tenido un impacto
sorprendentemente insignificante en los centros educativos, mucho menor que en otros campos de la sociedad como los
medios de comunicación, la medicina o el derecho. Para que aquel o cambiara, en opinión de Gates, los ordenadores y los
dispositivos móviles iban a tener que centrarse en la forma de ofrecer lecciones más personalizadas y una mayor
motivación.
También hablaron acerca de las alegrías de la vida familiar, incluida la suerte que habían tenido por tener unos buenos
hijos y haberse casado con la mujer adecuada.
«Nos reímos al hablar sobre la suerte que había tenido al conocer a Laurene, que lo ha mantenido semicuerdo, y de que yo
hubiera conocido a Melinda, que me ha mantenido semicuerdo a mí —recordaba Gates—. También comentamos lo difícil
que era ser uno de nuestros hijos, y cómo nos esforzábamos por aliviar aquel a situación. Era todo bastante personal».
Hubo un momento en el que Eve, que había participado en exhibiciones ecuestres con Jennifer, la hija de Gates, entró en el
salón, y Gates le preguntó acerca de los circuitos de saltos que había estado practicando.
Cuando se acercó la hora de marcharse, Gates alabó a Jobs por «los cacharros increíbles» que había creado y por haber
sido capaz, a finales de los años noventa,
293
de salvar Apple de manos de los capul os que estaban a punto de destruirla. Incluso realizó una interesante concesión. A lo
largo de sus carreras, cada uno había adoptado filosofías contrapuestas acerca del aspecto más fundamental del mundo
digital: el de si el hardware y el software deberían estar firmemente integrados o ser más abiertos. «Yo solía creer que el
modelo abierto y horizontal acabaría por imponerse —le dijo Gates—. Pero tú me has demostrado que el modelo integrado
y vertical también podía ser estupendo». Jobs respondió con su propio reconocimiento. «Tu modelo también funcionaba»,
afirmó.
Ambos tenían razón. Los dos modelos habían funcionado en el campo de los ordenadores personales, donde el Macintosh
coexistía con una gran variedad de
máquinas que trabajaban con Windows, y era probable que aquel o también resultara ser cierto en el campo de los
dispositivos móviles. Sin embargo, tras recordar su charla, Gates añadió una salvedad: «El enfoque integrado funciona bien
cuando Steve se encuentra al timón, pero eso no significa que vaya a ganar muchos asaltos en el futuro». Jobs se sintió
igualmente obligado a añadir una objeción acerca de Gates tras describir su encuentro. «Por supuesto, su modelo
fragmentado funcionaba, pero no era capaz de crear productos realmente geniales. Ese era el problema. El gran problema.
Al menos a largo plazo».
«ESE DÍA HA LLEGADO»
Jobs tenía muchas otras ideas y proyectos que quería desarrol ar. Quería revolucionar la industria de los libros de texto y
salvar las columnas vertebrales de los sufridos estudiantes que arrastraban sus mochilas de un lado a otro mediante la
creación de textos electrónicos y material curricular para el iPad. También trabajaba junto con Bil Atkinson, su amigo del
primer equipo del Macintosh, para diseñar nuevas tecnologías digitales basadas en los píxeles que permitieran a la gente
sacar fantásticas fotografías con sus iPhones incluso en situaciones sin mucha luz. Además, tenía muchas ganas de hacer
con los televisores lo mismo que había hecho con los ordenadores, los reproductores de música y los teléfonos: convertirlos
en objetos sencil os y elegantes. «Me gustaría crear un aparato de televisión integrado que sea extremadamente fácil de
utilizar —me contó—. Estaría sincronizado de forma integral con todos tus dispositivos y con iCloud». Los usuarios ya no
tendrían que enfrentarse a complejos mandos a distancia para los reproductores de DVD y los canales de televisión por
cable. «Tendrá la interfaz de usuario más sencil a que te puedas imaginar. Por fin he encontrado la forma de conseguirlo».
Sin embargo, en julio de 2011, el cáncer se le había extendido a los huesos y otras partes del cuerpo, y sus médicos
estaban teniendo problemas para encontrar
medicamentos específicos que fueran capaces de mantenerlo a raya. Jobs sufría grandes dolores, tenía muy poca energía
y dejó de ir al trabajo. Powel y él habían reservado un barco de vela para realizar un crucero familiar a finales de ese mes,
pero aquel os planes se vinieron abajo. Para entonces casi no consumía alimentos sólidos, y pasaba la mayor parte del día
en su habitación, viendo la televisión.
En agosto, recibí un mensaje en el que me decía que quería que fuera a visitarlo. Cuando l egué a su casa, a media
mañana de un sábado, todavía se encontraba dormido, así que me senté con su esposa y los hijos en el jardín, l eno de
una profusión de rosas amaril as y varios tipos de margaritas, hasta que él me mandó l amar para que fuera a verlo. Lo
encontré hecho un ovil o en la cama, con pantalones cortos de color caqui y un jersey blanco de cuel o alto. Tenía las
piernas espantosamente delgadas, pero su sonrisa parecía relajada y tenía la mente despejada. «Más vale que nos demos
prisa, porque me queda muy poca energía», anunció.
Quería mostrarme algunas de sus fotografías personales y dejarme elegir unas cuantas para el libro. Como estaba
demasiado débil para salir de la cama, señaló varios cajones de la habitación, y yo le l evé con cuidado las fotografías que
había en cada uno de el os. Mientras me sentaba a un lado de la cama, se las iba sujetando de una en una para que él
pudiera verlas. Algunas le recordaban historias; otras simplemente suscitaban un gruñido o una sonrisa. Yo nunca había
visto una fotografía de su padre, Paul Jobs, y me sorprendió encontrarme con la instantánea de un recio padre de los
cincuenta sujetando a un bebé. «Sí, ese es él —me confirmó—. Puedes utilizarla». Entonces señaló una caja junto a la
ventana que contenía una fotografía de su padre mirándolo con cariño el día de su boda. «Fue un gran hombre», me
confirmó en voz queda. Yo murmuré algo parecido a «Habría estado orgul oso de ti». Jobs me corrigió: «Estaba orgul oso
de mí».
Durante unos instantes, las fotografías parecieron l enarlo de energía. Hablamos acerca de lo que varias personas de su
pasado, desde Tina Redse y Mike Markkula hasta Bil Gates, pensaban ahora de él. Le conté lo que Gates me había dicho
tras describir su última visita a Jobs, que Apple había demostrado que el enfoque integrado podía funcionar, pero solo
«cuando Steve se encuentra al timón». A Jobs aquel o le pareció una tontería. «Cualquiera podría crear productos mejores
con este enfoque, no solo yo», sentenció. Así pues, le pedí que nombrara otra empresa que fabricara grandes productos
mediante una integración completa de sus elementos. Estuvo pensando un rato, tratando de encontrar un ejemplo. «Las
294
compañías automovilísticas», respondió, pero después añadió: «O al menos antes lo hacían».
Cuando nuestra discusión se dirigió al lamentable estado de la economía y la política, manifestó algunas opiniones muy
claras acerca de la falta de un liderazgo firme en el mundo. «Obama me ha decepcionado —afirmó—. Tiene problemas
para dirigir el país por su miedo a ofender a la gente, a cabrearla». Comprendió lo que yo estaba pensando y asintió con
una sonrisil a: «Sí, ese es un problema que yo no he tenido nunca».
Tras dos horas, fue volviéndose más silencioso, así que me bajé de la cama y me dispuse a marcharme. «Espera», me
pidió mientras me hacía señas para que
volviera a sentarme. Le hizo falta un minuto o dos para recobrar la energía suficiente que le permitiera hablar.
«Tenía mucho miedo con este proyecto —dijo al fin, refiriéndose a su decisión de cooperar en este libro—. Estaba muy
preocupado».
«¿Por qué lo hiciste?», le pregunté. «Quería que mis hijos me conocieran —contestó—. No siempre estuve a su lado, y
quería que supieran por qué y que comprendieran lo que yo hacía. Además, cuando me puse enfermo, me di cuenta de que
otras personas iban a escribir sobre mí si me moría, y no sabrían nada de nada. Lo contarían todo mal, así que quería
asegurarme de que alguien escuchase lo que yo tenía que decir».
Nunca, en aquel os dos años, preguntó nada acerca de lo que yo estaba incluyendo en el libro o acerca de las conclusiones
a las que había l egado. Sin embargo,
ahora me miró y dijo: «Ya sé que en tu libro habrá muchas cosas que no me gustarán». Era más una pregunta que una
afirmación, y cuando se me quedó mirando en busca de respuesta, yo asentí, sonreí y le contesté que estaba seguro de
que eso sería cierto. «Eso está bien —replicó—. Así no parecerá un libro hecho por encargo. Estaré un tiempo sin leerlo,
porque no quiero enfadarme. Quizá lo lea dentro de un año, si sigo por aquí». Para entonces, se le habían cerrado los ojos
y la energía lo había abandonado, así que me marché en silencio.
A medida que su salud se deterioraba a lo largo del verano, Jobs comenzó a enfrentarse a lo inevitable: no iba a regresar a
Apple como consejero delegado, así que
le había l egado la hora de dimitir. Meditó la decisión durante semanas y la discutió con su esposa, Bil Campbel , Jony Ive y
George Riley. «Una de las cosas que quería hacer en Apple era dar ejemplo de cómo l evar a cabo correctamente el
traspaso de poderes», me confesó. Bromeó acerca de todas las transiciones accidentadas que habían tenido lugar en la
empresa a lo largo de los últimos treinta y cinco años. «Siempre ha sido un drama, como si fuéramos un país
tercermundista. Parte de mi objetivo ha sido convertir a Apple en la mejor compañía del mundo, y una transición ordenada
es clave para conseguirlo».
Decidió que el mejor momento y lugar para l evar a cabo esa transición era en la reunión del consejo de administración ya
programada para el 24 de agosto. Estaba deseando hacerlo en persona, en lugar de limitarse a enviar una carta o participar
por vía telefónica, así que se había estado forzando a comer para recuperar fuerzas. La víspera de la reunión creyó que
podía conseguirlo, pero necesitaba la ayuda de una sil a de ruedas. Se dispuso que lo l evaran en coche hasta la sede
central y lo condujeran a la sala de juntas con la mayor discreción posible.
Llegó justo antes de las once de la mañana, cuando los miembros del consejo estaban acabando los informes de sus
comités y otros asuntos rutinarios. La mayoría ya sabían lo que estaba a punto de ocurrir. Sin embargo, en lugar de pasar
directamente al tema que ocupaba las mentes de todos los presentes, Tim Cook y Peter Oppenheimer, el director
financiero, repasaron los resultados del trimestre y las previsiones para el año siguiente. Entonces Jobs dijo en voz baja
que tenía algo personal que decir. Cook le preguntó si él y otros ejecutivos debían marcharse, y Jobs hizo una pausa de
más de treinta segundos antes de decidir que debían irse. Una vez que en la sala solo quedaron los seis consejeros
externos, comenzó a leer en voz alta una carta que había dictado y revisado a lo largo de las semanas anteriores.
«Siempre he dicho que si alguna vez l egaba un día en el que ya no pudiera cumplir con mis obligaciones y expectativas
como consejero delegado de Apple, yo sería el primero en comunicarlo —comenzaba—. Desafortunadamente, ha l egado
ese día».
La carta era sencil a, directa y de solo ocho frases. En el a proponía a Tim Cook para que lo sucediera, y se ofrecía a
participar como presidente del consejo de
administración. «Creo que los días más bril antes e innovadores de Apple están aún por l egar. Y espero ver y contribuir a
su éxito desde esta nueva función».
Se produjo un largo silencio. Al Gore fue el primero en hablar, y enumeró los logros de Jobs durante su mandato. Mickey
Drexler añadió que ver como Jobs transformaba Apple era «la cosa más increíble que he visto nunca en el mundo de los
negocios», y Art Levinson alabó la diligencia de Jobs a la hora de asegurarse de que se producía una transición sin
sobresaltos. Campbel no dijo nada, pero las lágrimas le nublaban los ojos mientras se aprobaban las resoluciones formales
de
295
traspaso de poder.
Durante la comida, Scott Forstal y Phil Schil er entraron para mostrar maquetas de algunos productos que Apple estaba
preparando. Jobs los acribil ó a preguntas y comentarios, especialmente acerca de las capacidades que tendrían las redes
móviles de cuarta generación y las características que debían incluirse en los futuros teléfonos. Hubo un momento en que
Forstal le mostró una aplicación de reconocimiento de voz. Tal y como temía, Jobs agarró el teléfono en medio de la
demostración y procedió a ver si lograba confundirlo. «¿Qué tiempo hace en Palo Alto?», preguntó. La aplicación le
respondió. Tras unas cuantas preguntas más, Jobs le planteó un reto: «¿Eres un hombre o una mujer?».
Sorprendentemente, la aplicación respondió con su voz robótica: «No me han asignado un género». Durante unos
instantes, el ambiente se relajó.
Cuando la charla volvió a centrarse en la programación para las tabletas, algunos expresaron una cierta sensación de
triunfo al ver que Hewlett-Packard había abandonado de pronto aquel campo, incapaz de competir con el iPad. Sin
embargo, Jobs adoptó una actitud sombría y afirmó que en realidad era un momento triste.
«Hewlett y Packard construyeron una gran compañía, y pensaron que la habían dejado en buenas manos —señaló—. Sin
embargo, ahora se está viendo desmembrada y destruida. Es trágico. Espero haber dejado un legado más sólido para que
eso nunca le ocurra a Apple». Mientras se preparaba para irse, los miembros del consejo se reunieron a su alrededor para
darle un abrazo.
Tras reunirse con su equipo ejecutivo para darles la noticia, Jobs se fue en coche con George Riley. Cuando l egaron a
casa, Powel estaba en el patio trasero
recogiendo miel de sus colmenas, con la ayuda de Eve. Se retiraron los visores de los cascos y l evaron el tarro de miel a la
cocina, donde se habían reunido Reed y
Erin, para que todos pudieran celebrar aquel a digna transición. Jobs probó una cucharada de la miel y afirmó que era
maravil osamente dulce.
Aquel a tarde, me repitió con énfasis que su esperanza era permanecer tan activo como le permitiera su salud. «Voy a
trabajar en productos nuevos y en marketing, y en las cosas que me gustan», afirmó. Sin embargo, cuando le pregunté por
cómo se sentía realmente al ceder el control de la empresa que había creado, su tono se volvió más nostálgico y pasó a
hablar en pasado. «He tenido una carrera muy afortunada y una vida muy afortunada —contestó—. He hecho todo lo que
puedo hacer».
296
41
El legado
El más brillante cielo de la invención
FIREWIRE
La personalidad de Jobs se veía reflejada en los productos que creaba. En el núcleo mismo de la filosofía de Apple, desde
el primer Macintosh de 1984 hasta el iPad, una generación después, se encontraba la integración completa del hardware y
el software, y lo mismo ocurría con el propio Steve Jobs: su personalidad, sus pasiones, su perfeccionismo, sus demonios y
deseos, su arte, su difícil carácter y su obsesión por el control se entrelazaban con su visión para los negocios y con los
innovadores productos que surgían de el os.
La teoría del campo unificado que une la personalidad de Jobs y sus productos comienza con su rasgo más destacado: su
intensidad. Sus silencios podían resultar tan
virulentos como sus diatribas. Había aprendido por su cuenta a mirar fijamente sin pestañear. En ocasiones esta intensidad
resultaba encantadora, en un sentido algo obsesivo, como cuando explicaba la profundidad de la música de Bob Dylan o
por qué el producto que estuviera presentando en ese momento era lo más impresionante que Apple había creado nunca.
En otras ocasiones podía resultar terrorífico, como cuando despotricaba acerca de cómo Google o Microsoft habían
copiado a Apple.
Esta intensidad daba pie a una visión binaria del mundo. Sus compañeros se referían a el a como la «dicotomía entre
héroes y capul os». Podías ser una cosa o la
otra, y a veces ambas a lo largo de un mismo día. Otro tanto ocurría con los productos, con las ideas e incluso con la
comida. Un plato podía ser «lo mejor que he probado nunca» o bien una bazofia asquerosa e incomestible. Como
resultado, cualquier atisbo de imperfección podía dar paso a una invectiva. El acabado de una pieza metálica, la curva de la
cabeza de un tornil o, el tono de azul de una caja, la navegación intuitiva por una pantal a: de todos el os solía afirmar que
eran
«completamente horribles» hasta el momento en que, de pronto, decidía que eran «absolutamente perfectos». Se veía a sí
mismo como un artista y lo era, y manifestaba
el temperamento propio de uno.
Su búsqueda de la perfección lo l evó a su obsesión por que Apple mantuviera un control integral de todos y cada uno de
los productos que creaba. Le daban escalofríos, o cosas peores, cuando veía el gran software de Apple funcionando en el
chapucero hardware de otra marca, y también era alérgico a la idea del contenido o las aplicaciones no autorizadas que
pudieran contaminar la perfección de un aparato de Apple. Esta capacidad para integrar el hardware, el software y el
contenido en un único sistema unificado le permitía imponer la sencil ez. El astrónomo Johannes Kepler afirmó que «la
naturaleza adora la sencil ez y la unidad». Lo mismo le ocurría a Steve Jobs.
Este instinto por los sistemas integrados lo situaba sin reparos en un extremo de la división más fundamental del mundo
digital: los sistemas abiertos contra los cerrados. Los valores de los hackers que se impartían en el Homebrew Computer
Club favorecían los sistemas abiertos, en los que el control centralizado era escaso y la gente tenía libertad para modificar
el hardware y el software, compartir los códigos de programación, escribir mediante estándares abiertos, rechazar los
sistemas de marca registrada y crear contenidos y aplicaciones compatibles con una gran variedad de dispositivos y
sistemas operativos. El joven Wozniak se enmarcaba en ese campo; el Apple II que diseñó se podía abrir con facilidad y
contaba con un montón de ranuras y puertos en los que los usuarios podían conectar tantos periféricos como quisieran.
Con el Macintosh, Jobs se convirtió en uno de los padres fundadores de la concepción contraria. El Macintosh era como un
electrodoméstico, con el hardware y el software estrechamente interrelacionados y cerrados ante las posibles
modificaciones. El código de los hackers se sacrificaba para crear una experiencia de usuario integrada y sencil a.
Todo el o empujó a Jobs a decidir que el sistema operativo del Macintosh no estaría a disposición del hardware de ninguna
otra compañía. Microsoft planteó la estrategia opuesta, permitiendo que su sistema operativo Windows se licenciara con
promiscuidad. Aquel o no daba lugar a los ordenadores más elegantes del mundo, pero sí hizo que Microsoft dominara el
mundo de los sistemas operativos. Después de que la cuota de mercado de Apple se redujese a menos del 5 %, la táctica
de Microsoft quedó declarada como la vencedora en el campo de los ordenadores personales.
A largo plazo, no obstante, el modelo de Jobs demostró que ofrecía ciertas ventajas. Incluso con una cuota de mercado
menor, Apple fue capaz de mantener un
enorme margen de beneficios mientras otros fabricantes de ordenadores se convertían en productores de bienes genéricos
de consumo. En 2010, por ejemplo, Apple solo contaba con el 7 % de los beneficios del mercado de los ordenadores
297
personales, pero se hizo con el 35 % del beneficio neto.
Lo que resulta más significativo aún es que, a principios de la década de 2000, la insistencia de Jobs en conseguir una
integración completa le ofreció a Apple la ventaja a la hora de desarrol ar una estrategia de centro digital, que permitía que
el ordenador de sobremesa se conectara a la perfección con diferentes dispositivos móviles. El iPod, por ejemplo, formaba
parte de un sistema cerrado y firmemente integrado. Para utilizarlo, debías emplear el software iTunes de Apple y
descargar el contenido de su tienda iTunes. El resultado fue que el iPod, al igual que el iPhone y el iPad que vinieron tras
él, eran una elegante maravil a en comparación con los deslavazados productos de la competencia, que no ofrecían una
experiencia integral completa.
La estrategia dio resultado. En mayo de 2000, el valor de mercado de Apple era veinte veces menor que el de Microsoft. En
mayo de 2010, Apple superaba a
Microsoft como la compañía tecnológica más valiosa, y en septiembre de 2011 su valor se encontraba un 70 % por encima
del de Microsoft. En el primer trimestre de
2011, el mercado de los ordenadores personales Windows se redujo un 1 %, mientras que el de los Macs creció un 28 %.
Para entonces, la batal a había comenzado de nuevo en el mundo de los dispositivos móviles. Google adoptó la postura
más abierta, y dispuso que su sistema operativo Android estuviera al alcance de cualquier fabricante de tabletas o teléfonos
móviles. En 2011, su cuota en el mercado de los teléfonos móviles igualaba a la de Apple. La desventaja del carácter
abierto del Android era la fragmentación resultante. Varios fabricantes de móviles y tabletas modificaron el Android para
crear decenas de variedades y sabores, lo que dificultaba que las aplicaciones pudieran mantener su consistencia o
aprovechar al máximo sus características. Ambos
enfoques tenían sus propios méritos. Algunas personas querían tener la libertad de utilizar sistemas más abiertos y contar
con una mayor variedad de opciones de hardware; otras preferían sin dudarlo la firme integración y el control de Apple, que
daban como resultado productos con interfaces más simples, una mayor vida útil de las baterías, una mayor facilidad de
uso y una gestión de los contenidos más sencil a.
La desventaja de la postura de Jobs era que su deseo de maravil ar al usuario lo l evaba a resistirse a concederle ningún
poder. Entre los defensores más reflexivos de los entornos abiertos se encuentra Jonathan Zittrain,de Harvard. Su libro El
futuro de internet...y cómo detenerlo comienza con una escena en la que Jobs presenta el iPhone, y alerta acerca de las
consecuencias de sustituir los ordenadores personales por «dispositivos estériles encadenados a una red de control». Cory
Doctorow realiza una defensa aún más ferviente en el manifiesto que escribió, titulado «Por qué no voy a comprarme un
iPad», para Boing Boing. «El diseño demuestra una gran reflexión e inteligencia, pero también se aprecia un desprecio
palpable por el usuario —escribió—. Comprarles un iPad a tus hijos no es la forma de fomentar la idea de que el mundo es
suyo para que lo desmonten y lo vuelvan a construir; es una forma de decirle a tu prole que incluso el cambio de baterías es
algo que deberías dejarles a los profesionales».
Para Jobs, su creencia en el planteamiento integrado era una cuestión de rectitud moral. «No hacemos estas cosas porque
seamos unos obsesos del control —
explicó—. Las hacemos porque queremos crear grandes productos, porque nos preocupamos por el usuario y porque
queremos responsabilizarnos de toda su experiencia en lugar de producir la basura que crean otros fabricantes». También
creía que estaba prestándole un servicio al público: «El os están ocupados haciendo lo que mejor se les da, y quieren que
nosotros hagamos lo que mejor se nos da. Sus vidas están l enas de compromisos, y tienen cosas mejores que hacer que
pensar en cómo integrar sus ordenadores y sus dispositivos electrónicos».
Esta postura iba en ocasiones en contra de los intereses comerciales a corto plazo de Apple. Sin embargo, en un mundo l
eno de dispositivos chapuceros, de software inconexo, de inescrutables mensajes de error y de molestas interfaces, el
enfoque integrado daba como resultado productos impresionantes marcados por una cautivadora experiencia del usuario.
Utilizar un producto de Apple podía resultar tan sublime como pasear por uno de los jardines zen de Kioto que Jobs
adoraba, y ninguna de esas experiencias tenía lugar al postrarse ante el altar de los sistemas abiertos o al permitir que
florezcan un mil ar de flores. En ocasiones resulta agradable quedar en manos de un obseso del control.
La intensidad de Jobs también quedaba de manifiesto en su capacidad para concentrarse. Fijaba las prioridades, dirigía a el
as su atención como si fuera un rayo láser y filtraba las distracciones. Si algo atraía su atención —la interfaz de usuario del
Macintosh original, el diseño del iPod y el iPhone, conseguir que las compañías discográficas entrasen en la tienda
iTunes—, se volvía implacable. Sin embargo, si no quería enfrentarse a algo —alguna molestia jurídica, un problema
empresarial, su diagnóstico de cáncer, una riña familiar— lo ignoraba con firmeza. Esta capacidad de concentración le
permitía decir que no a muchas propuestas. Consiguió que Apple volviera a prosperar al eliminarlo todo salvo algunos
298
productos fundamentales. Consiguió dispositivos más sencil os eliminando botones, software más sencil o eliminando
características e interfaces más sencil as eliminando opciones.
Jobs atribuía su capacidad para concentrarse y su amor por la sencil ez a su formación zen, que había afinado su sentido
de la intuición, le había enseñado a filtrar cualquier elemento que resultase innecesario o que lo distrajese, y había
alimentado en él una estética basada en el minimalismo.
Desgraciadamente, su formación zen nunca despertó en él una calma o serenidad interior propias de esta filosofía, y eso
también forma parte de su legado. A menudo se mostraba muy tenso e impaciente, rasgos que no se esforzaba por ocultar.
La mayoría de las personas cuentan con un regulador entre el cerebro y la boca que modula los sentimientos más bruscos
y los impulsos más hirientes. Eso no ocurría en el caso de Jobs. Él tenía a gala el ser brutalmente sincero. «Mi trabajo
consiste en señalar cuándo algo es un asco en lugar de tratar de edulcorarlo», afirmó. Eso lo convertía en una persona
carismática e inspiradora, pero en ocasiones también, por usar el término técnico, en un gilipol as.
Andy Hertzfeld me dijo una vez: «La pregunta que me encantaría que respondiera Steve es: “¿Por qué eres tan cruel
algunas veces?”». Incluso los miembros de su familia se preguntaban si sencil amente carecía del filtro que evita que la
gente dé rienda suelta a sus pensamientos más hirientes o si hacía caso omiso de él de forma consciente. Jobs aseguraba
que la respuesta era la primera opción. «Yo soy así, y no puedes pedirme que sea alguien que no soy», respondió cuando
le planteé la pregunta. Sin embargo, creo que sí podría haberse controlado algo más si hubiera querido. Cuando hería a
otras personas, no se debía a que careciera de sensibilidad emocional. Al contrario: podía evaluar a las personas,
comprender sus pensamientos internos y saber cómo conectar con el as, cautivarlas o herirlas según su voluntad.
Este rasgo desagradable de su personalidad no era en realidad necesario. Lo entorpecía más de lo que lo ayudaba. Sin
embargo, en ocasiones sí que servía para un fin concreto. Los líderes educados y corteses que se preocupan por no
molestar a los demás resultan por lo general menos eficaces a la hora de forzar un cambio. Decenas de los compañeros de
trabajo que más ataques recibieron de Jobs acababan su letanía de historias de terror afirmando lo siguiente: había
conseguido que hicieran cosas que nunca creyeron posibles.
La historia de Steve Jobs es un claro ejemplo del mito de la creación de Silicon Val ey: el comienzo de una compañía en el
proverbial garaje y su transformación en la empresa más valiosa del mundo. Jobs no inventó de la nada demasiadas cosas,
pero era un maestro a la hora de combinar las ideas, el arte y la tecnología de formas que inventaban el futuro. Diseñó el
Mac tras valorar el poder de las interfaces gráficas de una forma que Xerox había sido incapaz de hacer, y creó el iPod tras
apreciar la maravil a que suponía contar con mil canciones en el bolsil o con una eficacia que Sony (que contaba con todos
los elementos y la capacidad para el o) nunca pudo alcanzar. Algunos líderes fomentan la innovación al considerar una
perspectiva más general. Otros lo logran mediante el dominio de los detal es. Jobs hizo ambas cosas de forma implacable.
Como resultado, presentó una serie de productos a lo largo de tres décadas que transformaron industrias enteras:
• El Apple II, que empleaba la placa base de Wozniak y lo convirtió en el primer ordenador personal dirigido únicamente a
los aficionados a la electrónica.
• El Macintosh, que impulsó la revolución de los ordenadores personales y popularizó las interfaces gráficas de usuario.
• Toy Story y otros taquil azos de Pixar, que dieron paso al milagro de la animación digital.
• Las tiendas Apple, que reinventaron la función de las tiendas a la hora de definir una marca.
• El iPod, que cambió la forma en que consumimos música.
• La tienda iTunes, que resucitó a la industria discográfica.
• El iPhone, que dirigió los teléfonos móviles al mundo de la música, la fotografía, el vídeo, el correo electrónico y los
navegadores web.
• La App Store, que dio origen a una nueva industria de creación de contenidos.
• El iPad, que dio lugar a las tabletas informáticas y ofreció una plataforma digital para periódicos, revistas, libros y vídeos.
• iCloud, que apartó al ordenador de su función central como gestor de nuestros contenidos, permitiendo la sincronización
integral de todos nuestros aparatos.
• Y la propia Apple, que Jobs consideraba su mayor creación, un lugar donde se fomentaba, se aplicaba y se ejecutaba la
imaginación de formas tan creativas que l egó a ser la compañía más valiosa del mundo.
¿Era Jobs inteligente? No, no de una manera excepcional. Y, sin embargo, era un genio. Conseguía saltos imaginativos
instintivos, inesperados y en ocasiones mágicos. Constituía sin duda un ejemplo de lo que el matemático Mark Kac l amaba
un «genio matemático», alguien cuyas ideas salen de la nada y requieren más intuición que una mera potencia de
299
procesamiento mental. Como si fuera un explorador, podía absorber la información, percibir el cambio del viento e intuir qué
iba a encontrar en su camino.
Así pues, Steve Jobs se convirtió en el ejecutivo empresarial de nuestra era con más posibilidades de ser recordado dentro
de un siglo. La historia lo consagrará en su panteón justo al lado de Edison y Ford. Consiguió, más que nadie en su época,
crear productos completamente innovadores que combinaban el poder de la poesía y los procesadores. Con una ferocidad
que podía hacer que trabajar con él fuera tan perturbador como inspirador, también construyó la compañía más creativa del
mundo. Además, fue capaz de grabar en su ADN la sensibilidad por el diseño, el perfeccionismo y la imaginación que
probablemente la l even a ser, incluso dentro de varias décadas, la compañía que mejor se desenvuelva en la intersección
entre el arte y la tecnología.
Y UNA COSA MÁS...
Se supone que los biógrafos deben tener la última palabra. Pero esta es una biografía de Steve Jobs. Aunque no impuso su
legendaria obsesión por el control en este proyecto, sospecho que yo no estaría transmitiendo la imagen adecuada de él —
la forma en que era capaz de hacerse notar en cualquier situación— si me limitara a presentarlo ante el escenario de la
historia sin dejar que pronuncie unas últimas palabras.
En el transcurso de nuestras conversaciones, hubo muchas ocasiones en las que reflexionó acerca de cuál esperaba que
fuera su legado. Aquí presento esas ideas, en
sus propias palabras:
Mi pasión siempre ha sido la de construir una compañía duradera en la que la gente se sienta motivada para crear grandes
productos. Todo lo demás era secundario. Obviamente, era fantástico obtener beneficios, porque eso es lo que te permite
crear grandes productos. Pero la motivación eran los propios productos, no los beneficios. Sculley les dio la vuelta a esas
prioridades y convirtió el dinero en la meta. Es una diferencia sutil, pero acaba por afectar a todos los campos: la gente a la
que contratas, quién recibe ascensos, qué se discute en las reuniones.
Algunas personas proponen: «Dales a los clientes lo que quieren». Pero esa no es mi postura. Nuestro trabajo consiste en
averiguar qué van a querer antes de que lo sepan. Creo que fue Henry Ford quien dijo una vez: «Si les hubiera preguntado
a mis clientes qué querían, me habrían contestado: “¡Un caballo más rápido!”». La gente no sabe lo que quiere hasta que
se lo enseñas. Por eso nunca me he basado en las investigaciones de mercado. Nuestra tarea estriba en leer las páginas
que todavía no se han escrito.
Edwin Land, de Polaroid, hablaba acerca del cruce entre las humanidades y la ciencia. Me gusta esa intersección. Hay algo
mágico en ese lugar. Hay mucha gente innovando, y esa no suele ser la característica principal de mi línea de trabajo. El
motivo por el que Apple cuenta con la aceptación de la gente es que existe una corriente profunda de humanidad en
nuestra innovación. Creo que los grandes artistas y los grandes ingenieros se parecen, porque ambos sienten el deseo de
expresarse. De hecho, algunas de las mejores personas que trabajaron en el Mac original eran también poetas y músicos.
En los años setenta, los ordenadores se convirtieron en una herramienta para que la gente pudiera expresar su creatividad.
A los grandes artistas como Leonardo da Vinci y Miguel Ángel también se les daba muy bien la ciencia. Miguel Ángel sabía
mucho acerca de la extracción de las piedras en las canteras, y no solo sobre cómo ser un escultor.
La gente nos paga para que les ofrezcamos soluciones integradas, porque ellos no tienen tiempo para pensar en estas
cosas constantemente. Si sientes una pasión extrema por la creación de grandes productos, eso te lleva a ser integrado, a
conectar el hardware con el software y la gestión de contenidos. Quieres abrir un nuevo terreno, así que tienes que hacerlo
por tu cuenta. Si quieres que tus productos queden abiertos para utilizarse con otro hardware o software, entonces tienes
que renunciar a una parte de tu visión.
En diferentes momentos del pasado hubo compañías que representaban a todo Silicon Valley. Durante mucho tiempo se
trató de Hewlett-Packard. Después, en la época de los semiconductores, fueron Fairchild e Intel. Creo que Apple lo fue
durante un tiempo, y luego se desvaneció. Y hoy en día creo que se trata de Apple y Google, con Apple algo por delante.
Creo que Apple ha resistido al paso del tiempo. Lleva ya una temporada activa, pero todavía se encuentra a la vanguardia
de todo lo que ocurre.
Resulta sencillo arrojarle piedras a Microsoft. Ellos han caído claramente desde su puesto de dominio. Se han convertido en
algo casi irrelevante. Y aun así valoro lo que hicieron y lo duro que resultó. Se les daba bien el aspecto empresarial de las
cosas. Nunca fueron tan ambiciosos en cuanto a sus productos como deberían haberlo sido. A Bill le gusta presentarse
como un hombre de productos, pero en realidad no lo es. Es un hombre de negocios. Vencer a otras empresas era más
300
importante que crear grandes productos. Acabó siendo el hombre más rico que había, y si esa era su meta, entonces la
alcanzó. Sin embargo, ese nunca ha sido mi objetivo, y me pregunto, al fin y al cabo, si era el suyo. Lo admiro por la
empresa que construyó —es impresionante— y disfruté del tiempo que trabajé con él. Es un hombre brillante y de hecho
tiene un gran sentido del humor. Sin embargo, Microsoft nunca contó con las humanidades y las artes liberales en su ADN.
Incluso cuando vieron el Mac, no lograron copiarlo correctamente. No acabaron de comprenderlo del todo.
Tengo mi propia teoría acerca de por qué compañías como IBM o Microsoft entran en decadencia. Una empresa hace un
gran trabajo, innova y se convierte en un monopolio o en algo cercano a ello en un campo determinado, y entonces la
calidad del producto se vuelve menos importante. La compañía comienza a valorar más a los grandes comerciales que
tienen, porque ellos son los que pueden aumentar los beneficios, y no a los ingenieros y diseñadores de productos. Así
pues, los agentes de ventas acaban dirigiendo la compañía. John Akers, de IBM, era un vendedor fantástico, listo y
elocuente, pero no sabía absolutamente nada sobre los productos. Lo mismo ocurrió en Xerox. Cuando los chicos de
ventas dirigen la compañía, la gente que trabaja en los productos pierde importancia, y muchos de ellos sencillamente se
marchan. Es lo que ocurrió en Apple cuando entró Sculley, y eso fue culpa mía, y también ocurrió cuando Ballmer llegó al
poder en Microsoft. Apple tuvo suerte y se recuperó, pero no creo que nada vaya a cambiar en Microsoft mientras Ballmer
siga al frente.
Odio que la gente se etiquete a sí misma como «emprendedora» cuando lo que en realidad está intentando hacer es crear
una compañía para después venderla o salir a bolsa para poder recoger los beneficios y dedicarse a otra cosa. No están
dispuestos a llevar a cabo el trabajo necesario para construir una auténtica empresa, que es la tarea más dura en este
campo. Así es como puedes hacer una contribución real y sumarte al legado de los que vinieron antes que tú. Así es como
construyes una compañía que siga representando unos valores dentro de una o dos generaciones. Eso es lo que hicieron
Walt Disney, Hewlett y Packard, y las personas que construyeron Intel. Crearon una compañía para que durase, y no solo
para ganar dinero. Eso es lo que quiero que ocurra con Apple.
No creo que haya sido desconsiderado con los demás, pero si algo es un asco, se lo digo a la gente a la cara. Mi trabajo
consiste en ser sincero. Sé de lo que estoy hablando, y normalmente acabo teniendo la razón. Esa es la cultura que he
tratado de crear. Somos brutalmente honestos los unos con los otros, y cualquiera puede decirme que creen que no cuento
más que chorradas, y yo puedo decirles lo mismo. Hemos tenido algunas discusiones en las que nos hemos arrojado al
cuello del otro, en que todos nos chillamos, y han sido algunos de los mejores momentos que he pasado. Me siento
completamente a gusto al decir: «Ron, esa tienda tiene un aspecto de mierda» ante el resto de los presentes. O podría
decir: «Dios mío, la hemos jodido bien con estos circuitos» frente a la persona responsable. Ese es el precio que hay que
pagar por entrar en el juego: tienes que ser capaz de ser sincero al cien por cien. Tal vez haya una alternativa mejor, como
un club inglés de caballeros en el que todos llevemos corbata y hablemos una especie de lenguaje privado con
aterciopeladas palabras en clave, pero yo no conozco esa alternativa, porque provengo de una familia californiana de clase
media.
En ocasiones he sido duro con otras personas, puede que más de lo necesario. Recuerdo una vez, cuando Reed tenía seis
años, en que yo llegué a casa después de haber despedido a alguien ese día y me imaginé cómo sería para esa persona
decirles a su familia y a su hijo pequeño que había perdido el trabajo. Era duro, pero alguien tenía que hacerlo. Decidí que
mi trabajo siempre sería el de asegurarme de que el equipo era excelente, y si yo no lo hacía, nadie más iba a encargarse
de ello.
Siempre hay que seguir esforzándose por innovar. Dylan podría haber cantado canciones protesta toda su vida y
probablemente habría ganado un montón de dinero, pero no lo hizo. Tenía que seguir adelante, y cuando se puso manos a
la obra, al pasarse a los instrumentos eléctricos en 1965, se encontró con el rechazo de mucha gente. Su gira europea de
1966 fue la mejor de todas. Salía al escenario y tocaba unas cuantas canciones con su guitarra acústica, y el público lo
adoraba. Entonces salía lo que pasó a conocerse como The Band, y todos utilizaban instrumentos eléctricos, y el público a
veces los abucheaba. Una vez estaba a punto de cantar «Like a Rolling Stone» y alguien de entre el público le gritó:
«¡Judas!», y entonces Dylan le ordenó a su banda: «¡Dadle caña!», y eso hicieron. Los Beatles eran iguales. No paraban de
evolucionar, de moverse, de refinar su arte. Eso es lo que he intentado hacer siempre, mantenerme en movimiento. De lo
contrario, como dice Dylan, si no estás ocupado naciendo, estás ocupado muriendo.
¿Qué me motivaba? Creo que la mayoría de las personas creativas quieren expresar su agradecimiento por ser capaces de
aprovechar el trabajo que otros han llevado a cabo antes que ellos. Yo no inventé el lenguaje ni las matemáticas que utilizo.
Produzco solo una pequeña parte de mis alimentos, y ninguna de mis prendas de ropa está hecha por mí. Todo lo que hago
depende de otros miembros de nuestra especie y de los hombros a los que nos subimos. Y muchos de nosotros queremos
contribuir con algo para devolverle el favor a nuestra especie y para añadir algo nuevo al flujo de la humanidad. Es algo que
tiene que ver con el intento de expresar una idea de la única forma en que muchos sabemos, porque no podemos escribir
canciones como Bob Dylan u obras como Tom Stoppard. Tratamos de utilizar el talento que sí tenemos para expresar
301
nuestros sentimientos más profundos, para mostrar nuestro aprecio por todas las aportaciones que vinieron antes que
nosotros y para añadir algo a toda esa corriente. Eso es lo que me ha motivado.
CODA
Una tarde soleada en que no se encontraba demasiado bien, Jobs estaba sentado en el jardín trasero de su casa y
reflexionó sobre la muerte. Habló acerca de sus experiencias en la India de casi cuatro décadas atrás, su estudio del
budismo y sus opiniones sobre la reencarnación y la trascendencia espiritual. «Creo en Dios aproximadamente al cincuenta
por ciento —afirmó—. Durante la mayor parte de mi vida he sentido que debía de haber algo más en nuestra existencia de
lo que se aprecia a simple vista».
Reconoció que, a medida que se enfrentaba a la muerte, podía estar exagerando aquel a posibilidad motivado por un deseo
de creer en una vida más al á de esta.
«Me gusta pensar que hay algo que sobrevive después de morir —comentó—. Resulta extraño pensar que puedas
acumular toda esta experiencia y tal vez algo de sabiduría, y que simplemente desaparezca, así que quiero creer que hay
algo que sobrevive, que a lo mejor tu conciencia resiste».
Se quedó cal ado durante un buen rato. «Pero, por otra parte, a lo mejor es como un botón de encendido y apagado —
añadió—. ¡Clic!, y ya no estás». Entonces hizo de nuevo una pausa y sonrió levemente. «A lo mejor por eso nunca me
gustó poner botones de encendido y apagado en los aparatos de Apple».
302
Agradecimientos
Estoy enormemente agradecido a John y Ann Doerr, Laurene Powel , Mona Simpson y Ken Auletta, que han contribuido a
que este proyecto saliera adelante y han ofrecido un inestimable apoyo a lo largo del mismo. Alice Mayhew, que ha sido mi
redactora en Simon & Schuster durante treinta años, y Jonathan Karp, el editor, han sido extraordinariamente diligentes y
atentos a la hora de guiar este libro, al igual que Amanda Urban, mi agente. Mi ayudante, Pat Zindulka, lo ha hecho todo
más fácil con su aire calmado. También quiero darle las gracias a mi padre, Irwin, y a mi hija, Betsy, por leer este libro y
ofrecerme sus consejos. Y, como siempre, estoy profundamente en deuda con mi esposa, Cathy, por sus correcciones, sus
sugerencias, sus sabios comentarios y por tantísimas otras cosas.
303
Fuentes
ENTREVISTAS (REALIZADAS ENTRE 2009 Y 2011)
Al Alcorn, Roger Ames, Fred Anderson, Bi l Atkinson, Joan Baez, Marjorie Powe l Barden, Jeff Bewkes, Bono, Ann Bowers,
Stewart Brand, Chrisann Brennan, Larry Bri liant, John Seeley Brown, Tim Brown, Nolan Bushne l, Greg Calhoun, Bi l
Campbe l, Berry Cash, Ed Catmu l, Ray Cave, Lee Clow, Debi Coleman, Tim Cook, Katie Cotton, Eddy Cue, Andrea
Cunningham, John Doerr, Mi lard Drexler, Jennifer Egan, Al Eisenstat, Michael Eisner, Larry E lison, Philip Elmer-DeWitt,
Gerard Errera, Tony Fade l, Jean-Louis Gassée, Bi l Gates, Adele Goldberg, Craig Good, Austan Goolsbee, Al Gore, Andy
Grove, Bi l Hambrecht, Michael Hawley, Andy Hertzfeld, Joanna Hoffman, Elizabeth Holmes, Bruce Horn, John Huey,
Jimmy Iovine, Jony Ive, Oren Jacob, Erin Jobs, Reed Jobs, Steve Jobs, Ron Johnson, Mitch Kapor, Susan Kare (correo
electrónico), Jeffrey Katzenberg, Pam Kerwin, Kristina Kiehl, Joel Klein, Daniel Kottke, Andy Lack, John Lasseter, Art
Levinson, Steven Levy, Dan’l Lewin, Maya Lin, Yo-Yo Ma, Mike Markkula, John Markoff, Wynton Marsalis, Regis McKenna,
Mike Merin, Bob Metcalfe, Doug Morris, Walt Mossberg, Rupert Murdoch, Mike Murray, Nicholas Negroponte, Dean Ornish,
Paul Ote lini, Norman Pearlstine, Laurene Powe l, Josh Quittner, Tina Redse, George Riley, Brian Roberts, Arthur Rock, Jeff
Rosen, Alain Rossmann, Jon Rubinstein, Phil Schi ler, Eric Schmidt, Barry Schuler, Mike Scott, John Scu ley, Andy Serwer,
Mona Simpson, Mike Slade, Alvy Ray Smith, Gina Smith, Kathryn Smith, Rick Stengel, Larry Tesler, Avie Tevanian, Guy
«Bud» Tribble, Don Valentine, Paul Vidich, James Vincent, Alice Waters, Ron Wayne, Wende l Weeks, Ed Woolard,
Stephen Wozniak, Del Yocam, Jerry York.
304
BIBLIOGRAFÍA
Amelio, Gil, On the Firing Line, HarperBusiness, 1998.
Berlin, Leslie, The Man behind the Microchip, Oxford, 2005. Butcher, Lee, The Accidental Millionaire, Paragon House, 1998.
Carlton, Jim, Apple, Random House, 1997.
Cringely, Robert X., Accidental Empires, Addison Wesley, 1992.
Deutschman, Alan,The Second Coming of Steve Jobs, Broadway Books, 2000. E liot, Jay, con Wi liam Simon, The Steve
Jobs Way. Vanguard, 2011.
Freiberger, Paul y Michael Swaine, Fire in the Valley, McGraw-Hi l, 1984. Garr, Doug, Woz, Avon, 1984.
Hertzfeld, Andy, Revolution in the Valley, O,Rei ly, 2005 (véase también su página web: www.folklore.org).
Hiltzik, Michael, Dealers of Lightning. HarperBusiness, 1999.
Jobs, Steve, Programa de Historia Oral del Instituto Smithsonian con Daniel Morrow, 20 de abril de 1995.
—Discurso de graduación de Stanford, 12 de junio de 2005.
Kahney, Leander, Inside Steve's Brain, Portfolio, 2008 (véase también su página web: www. cultofmac.com). Kawasaki,
Guy, The Macintosh Way, Scott, Foresman, 1989.
Knopper, Steve, Appetite for Self-Destruction, Free Press, 2009.
Kot, Greg, Ripped, Scribner, 2009.
Kunkel, Paul, AppleDesign, Graphis Inc., 1997. Levy, Steven, Hackers, Doubleday, 1984.
—Insanely Great,Viking Penguin, 1994.
—The Perfect Thing, Simon & Schuster, 2006.
Linzmayer, Owen, Apple Confidential 2.0, No Starch Press, 2004. Malone, Michael, Infinite Loop, Doubleday, 1999.
Markoff, John, What the Dormouse Said,Viking Penguin, 2005. McNish, Jacquie, The Big Score, Doubleday Canada, 1998.
Moritz, Michael, Return to the Little Kingdom, Overlook Press, 2009. Publicado originalmente sin prólogo ni epílogo como
The Little Kingdom (Morrow, 1984). Nocera, Joe, Good Guys and Bad Guys, Portfolio, 2008.
Paik, Karen, To Infinity and Beyond!, Chronicle Books, 2007. Price, David, The Pixar Touch, Knopf, 2008.
Rose, Frank, West of Eden,Viking, 1989. Scu ley, John, Odyssey, Harper & Row, 1987.
Sheff, David, «Playboy Interview: Steve Jobs», Playboy, febrero de 1985.
Simpson, Mona, Anywhere but Here, Knopf, 1986. [Ed. en español: A cualquier otro lugar, Tusquets, Barcelona, 1990]
—A Regular Guy, Knopf, 1996.
Smith, Douglas y Robert Alexander, Fumbling the Future, Morrow, 1988. Stross, Randa l, Steve Jobs and the NeXT Big
Thing, Atheneum, 1993.
«Triumph of the Nerds», PBS Television, invitado por Robert X. Cringely, junio de 1996.
Wozniak, Steve con Gina Smith, iWoz, Norton, 2006. Young, Jeffrey, Steve Jobs, Scott, Foresman, 1988.
—con Wi liam Simon, iCon, John Wiley, 2005.
305
Notas
Capítulo 1: Infancia
La adopción: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, Mona Simpson, Del Yocam, Greg Calhoun, Chrisann Brennan y
Andy Hertzfeld. Moritz, 44-45; Young,
16-17; Jobs, Programa de Historia Oral del Instituto Smithsonian; Jobs, discurso de graduación de Stanford; Andy Behrendt,
«Apple Computer Mogul’s Roots Tied to Green Bay» (Green Bay Press Gazette, 4 de diciembre de 2005; Georgina
Dickinson, «Dad Waits for Jobs to iPhone», New York Post y The Sun (Londres), 27 de agosto de 2011; Mohannad Al-Haj
Ali, «Steve Jobs Has Roots in Syria», Al Hayat, 16 de enero de 2011. Ulf Froitzheim, «Porträt Steve Jobs», Unternehmen,
26 de noviembre de 2007.
Silicon Valley: Entrevistas con Steve Jobs y Laurene Powe l. Jobs, Programa de Historia Oral del Instituto Smithsonian;
Moritz, 46; Berlin, 155177; Malone, 2122.
El colegio: Entrevista con Steve Jobs. Jobs, Programa de Historia Oral del Instituto Smithsonian; Scu ley, 166; Malone, 11,
28, 72; Young, 25, 3435; Young y Simon, 18; Moritz, 48, 73-74. La dirección original de Jobs era Crist Drive, 11161 antes de
que la parcela se urbanizara. Algunas fuentes mencionan que Jobs trabajó tanto en Haltek como en otra tienda con nombre
similar, Halted. Cuando se le preguntó, Jobs afirmó que solo recordaba haber trabajado en Haltek.
Capítulo 2: La extraña pareja
Woz: Entrevistas con Steve Wozniak y Steve Jobs. Wozniak, 12-16, 22, 50-61, 86-91; Levy, Hackers, 245; Moritz, 62-64;
Young, 28; Jobs, conferencia
Macworld, 17 de enero de 2007.
La caja azul: Entrevistas con Steve Jobs y Steve Wozniak. Ron Rosenbaum, «Secrets of the Little Blue Box», en Esquire,
octubre de 1971. Respuesta de Wozniak, woz.org/letters/general/03.html;Wozniak, 98-115. Para consultar versiones
ligeramente diferentes, véase Markoff, 272; Moritz, 78-86; Young, 42-45; Malone, 30-35.
Capítulo 3: El abandono de los estudios
Chrisann Brennan: Entrevistas con Chrisann Brennan, Steve Jobs, Steve Wozniak y Tim Brown. Moritz, 75-77; Young, 41;
Malone, 39.
El Reed College: Entrevistas con Steve Jobs, Daniel Kottke y Elizabeth Holmes. Freiberger y Swaine, 208; Moritz, 94-100;
Young, 55; «The Updated Book of
Jobs», en Time, 3 de enero de 1983.
Robert Friedland: Entrevistas con Steve Jobs, Daniel Kottke y Elizabeth Holmes. En septiembre de 2010 me reuní con
Friedland en Nueva York para hablar de su pasado y su relación con Jobs, pero él no deseaba que citase sus palabras.
McNish, 11-17; Jennifer We ls, «Canada’s Next Bi lionaire», en Maclean’s, 3 de junio de
1996; Richard Read, «Financier’s Saga of Risk», en la revista Mines and Communities, 16 de octubre de 2005; Jennifer
Hunter, «But What Would His Guru Say?»,
en Globe and Mail, Toronto, 18 de marzo de 1988; Moritz, 96, 109; Young, 56.
... Y abandona: Entrevistas con Steve Jobs y Steve Wozniak. Jobs, discurso de graduación de Stanford; Moritz, 97.
Capítulo 4:Atari y la India
Atari: Entrevistas con Steve Jobs, Al Alcorn, Nolan Bushne l y Ron Wayne. Moritz, 103-104.
La India: Entrevistas con Daniel Kottke, Steve Jobs, Al Alcorn y Larry Bri liant.
La búsqueda: Entrevistas con Steve Jobs, Daniel Kottke, Elizabeth Holmes y Greg Calhoun. Young, 72; Young y Simon, 3132; Moritz, 107.
Fuga: Entrevistas con Nolan Bushne l, Al Alcorn, Steve Wozniak, Ron Wayne y Andy Hertzfeld. Wozniak, 144-149; Young,
88; Linzmayer, 4.
Capítulo 5: El Apple I
306
Máquinas de amante belleza: Entrevistas con Steve Jobs, Bono y Stewart Brand. Markoff, x i; Stewart Brand, «We Owe It A
l to the Hippies», en Time, 1 de marzo de 1995; Jobs, discurso de graduación de Stanford; Fred Turner, From
Counterculture to Cyberculture (Chicago, 2006).
El Homebrew Computer Club: Entrevistas con Steve Jobs y Steve Wozniak. Wozniak; 152-172; Freiberger y Swaine, 99;
Linzmayer, 5; Moritz, 144; Steve
Wozniak, «Homebrew and How Apple Came to Be», en www. atariarchives.org; Bi l Gates, «Open Letter to Hobbyists», de
febrero de 1976.
El nacimiento de Apple: Entrevistas con Steve Jobs, Steve Wozniak, Mike Markkula y Ron Wayne. Steve Jobs, discurso en
la Conferencia de Diseño de Aspen,
15 de junio de 1983, cinta disponible en los archivos del Instituto Aspen; Acuerdo de sociedad de Apple Computer,
Condado de Santa Clara, 1 de abril de 1976, y enmienda al acuerdo, 12 de abril de 1976; Bruce Newman, «Apple’s Lost
Founder», en San Jose Mercury News, 2 de junio de 2010; Wozniak, 86, 176-177; Moritz, 149-151; Freiberger y Swaine,
212-213; Ashlee Vance, «A Haven for Spare Parts Lives on in Silicon Va ley», en New York Times , 4 de febrero de 2009;
Entrevista a Paul Terre l, 1 de agosto de 2008, en mac-history.net.
El grupo del garaje: Entrevistas con Steve Wozniak, Elizabeth Holmes, Daniel Kottke y Steve Jobs. Wozniak, 179-189;
Moritz, 152-163; Young, 95-111; R. S.
Jones, «Comparing Apples and Oranges», en Interface, julio de 1976.
Capítulo 6: El Apple II
Un paquete integrado: Entrevistas con Steve Jobs, Steve Wozniak, Al Alcorn y Ron Wayne. Wozniak, 165, 190-195; Young,
126; Moritz, 169-170, 194-197; Malone, v, 103.
Mike Markkula: Entrevistas con Regis McKenna, Don Valentine, Steve Jobs, Steve Wozniak, Mike Markkula y Arthur Rock.
Nolan Bushne l, discurso en la convención de juegos ScrewAttack, Da las, 5 de julio de 2009; Steve Jobs, charla en la
Conferencia Internacional de Diseño de Aspen; 15 de junio de 1983; Mike Markkula, «The Apple Marketing Philosophy»,
diciembre de 1979 (cortesía de Mike Markkula);Wozniak, 196-199. Véase también Moritz, 182-183; Malone, 110111.
Regis McKenna: Entrevistas con Regis McKenna, John Doerr y Steve Jobs. Ivan Raszl, «Interview with Rob Janoff», en
Creativebits.org, 3 de agosto de 2009.
La primera y espectacular presentación: Entrevistas con Steve Wozniak y Steve Jobs. Wozniak, 201-206; Moritz, 199-201;
Young, 139.
Mike Scott: Entrevistas con Mike Scott, Mike Markkula, Steve Jobs, Steve Wozniak y Arthur Rock. Young, 135; Freiberger y
Swaine, 219, 222; Moritz, 213; E liot, 4.
Capítulo 7: Chrisann y Lisa
Entrevistas con Chrisann Brennan, Steve Jobs, Elizabeth Holmes, Greg Calhoun, Daniel Kottke y Arthur Rock. Moritz, 285;
«The Updated Book of Jobs», en Time, 3 de enero de 1983; «Striking It Rich», en Time, 15 de febrero de 1982.
Capítulo 8: Xerox y Lisa
Un nuevo bebé: Entrevistas con Andrea Cunningham, Andy Hertzfeld, Steve Jobs y Bi l Atkinson. Wozniak, 226; Levy,
Insanely Great, 124; Young, 168-170; Bi l Atkinson, historia oral, Computer History Museum, Mountain View, California; Jef
Raskin, «Holes in the Histories», en Interactions, julio de 1994; Jef Raskin, «Hubris of a Heavyweight», en IEEE Spectrum,
julio de 1994; Jef Raskin, historia oral, Departamento de Colecciones Especiales de la Biblioteca de Stanford, 13 de abril de
2000; Linzmayer, 74, 85-89.
El Xerox PARC : Entrevistas con Steve Jobs, John Seeley Brown, Adele Goldberg, Larry Tesler y Bi l Atkinson. Freiberger y
Swaine, 239; Levy, Insanely Great , 66-80; Hiltzik, 330-341; Linzmayer, 74-75; Young, 170-172; Rose, 45-47; Triumph of the
Nerds, PBS, parte 3.
«Los artistas geniales roban»: Entrevistas con Steve Jobs, Larry Tesler y Bi l Atkinson. Levy, Insanely Great, 77, 87-90;
Triumph of the Nerds , PBS, parte 3; Bruce Horn, «Where It A l Began» (1966), en www.mackido.com; Hiltzik, 343, 367-370;
Malcolm Gladwe l, «Creation Myth», en New Yorker, 16 de mayo de 2011; Young, 178-182.
307
Capítulo 9: La salida a bolsa
Opciones: Entrevistas con Daniel Kottke, Steve Jobs, Steve Wozniak, Andy Hertzfeld, Mike Markkula y Bi l Hambrecht.
«Sale of Apple Stock Barred», en Boston
Globe, 11 de diciembre de 1980.
Muchacho, eres un hombre rico: Entrevistas con Larry Bri liant y Steve Jobs. Steve Ditlea, «An Apple on Every Desk», en
Inc., 1 de octubre de 1981; «Striking It
Rich», en Time, 15 de febrero de 1982; «The Seeds of Success», en Time, 15 de febrero de 1982; Moritz, 292-295; Sheff.
Capítulo 10: El nacimiento del Mac
El bebé de Jef Raskin: Entrevistas con Bi l Atkinson, Steve Jobs, Andy Hertzfeld y Mike Markkula. Jef Raskin, «Reco
lections of the Macintosh Project», «Holes in the Histories», «The Genesis and History of the Macintosh Project», «Reply to
Jobs, and Personal Motivation», «Design Considerations for an Anthropophilic Computer» y «Computers by the Mi lions»,
documentos de Raskin, Biblioteca de la Universidad de Stanford; Jef Raskin, «A Conversation», en Ubiquity, 23 de junio de
2003; Levy, Insanely Great, 107-121; Hertzfeld, 19; «Macintosh’s Other Designers», en Byte, agosto de 1984; Young, 202,
208-214; «Apple Launches a Mac Attack», en Time, 30 de enero de 1984; Malone, 255-258.
Las Torres Texaco : Entrevistas con Andrea Cunningham, Bruce Horn, Andy Hertzfeld, Mike Scott y Mike Markkula.
Hertzfeld, 19-20, 26-27; Wozniak, 241242.
Capítulo 11: El campo de distorsión de la realidad
Entrevistas con Bi l Atkinson, Steve Wozniak, Debi Coleman, Andy Hertzfeld, Bruce Horn, Joanna Hoffman, Al Eisenstat,
Ann Bowers y Steve Jobs. Algunas de las historias discrepan. Véase Hertzfeld, 24, 68, 161.
Capítulo 12: El diseño
Una estética Bauhaus: Entrevistas con Dan’l Lewin, Steve Jobs, Maya Lin y Debi Coleman. Steve Jobs en una
conversación con Charles Hampden-Turner, Conferencia Internacional de Diseño de Aspen, 15 de junio de 1983. (Las
cintas de audio de la conferencia de diseño se encuentran almacenadas en el Instituto Aspen. Quiero agradecerle a
Deborah Murphy por haberlas encontrado).
Como un Porsche: Entrevistas con Bi l Atkinson, Alain Rossmann, Mike Markkula y Steve Jobs. «The Macintosh Design
Team», en Byte, febrero de 1984;
Hertzfeld, 29-31, 41, 63, 68; Scu ley, 157; Jerry Manock, «Invasion of Texaco Towers», en Folklore.org; Kunkel, 26-30;
Jobs, discurso de graduación de Stanford; correo electrónico de Susan Kare; Susan Kare, «World Class Cities», en
Hertzfeld, 165; Laurence Zuckerman, «The Designer Who Made the Mac Smile», en New York Times , 26 de agosto de
1996; Entrevista a Susan Kare, 8 de septiembre de 2000, Colecciones Especiales, Biblioteca de la Universidad de Stanford;
Levy, Insanely Great, 156; Hartmut Esslinger, A Fine Line (Jossey-Bass, 2009), 7-9; David Einstein, «Where Success Is by
Design», en San Francisco Chronicle, 6 de octubre de 1995; Sheff.
Capítulo 13: La construcción del Mac
Competencia: Entrevista con Steve Jobs. Levy, Insanely Great, 125; Sheff; Hertzfeld, 71-73; anuncio en el Wall Street
Journal, 24 de agosto de 1981.
Control absoluto: Entrevista con Berry Cash. Kahney, 241; Dan Farber, «Steve Jobs, the iPhone and Open Platforms», en
ZDNet.com, 13 de enero de 2007;Tim
Wu, The Master Switch (Knopf, 2010), 254-276; Mike Murray, «Mac Memo» a Steve Jobs, 19 de mayo de 1982 (cortesía de
Mike Murray).
La «Máquina del Año»: Entrevistas con Daniel Kottke, Steve Jobs y Ray Cave. «The Computer Moves In», en Time, 3 de
enero de 1983; «The Updated Book of
Jobs», en Time, 3 de enero de 1983; Moritz, 11; Young, 293; Rose, 9-11; Peter McNulty, «Apple’s Bid to Stay in the Big
308
Time», en Fortune, 7 de febrero de 1983;
«The Year of the Mouse», en Time, 31 de enero de 1983.
¡Seamos piratas!: Entrevistas con Ann Bowers, Andy Hertzfeld, Bi l Atkinson, Arthur Rock, Mike Markkula, Steve Jobs y
Debi Coleman, correo electrónico de Susan Kare. Hertzfeld, 76, 135-138, 158, 160, 166; Moritz, 21-28; Young, 295-297,
301-303; Entrevista a Susan Kare, 8 de septiembre de 2000, Biblioteca de la Universidad de Stanford; Jeff Goode l, «The
Rise and Fa l of Apple Computer», en Rolling Stone, 4 de abril de 1996; Rose, 59-69, 93.
Capítulo 14: La legada de Scu ley
El cortejo: Entrevistas con John Scu ley, Andy Hertzfeld y Steve Jobs. Rose, 18, 74-75; Scu ley, 58-90, 107; E liot, 90-93;
Mike Murray, «Special Mac Sneak», nota al personal, 3 de marzo de 1983 (cortesía de Mike Murray); Hertzfeld, 149-150.
La luna de miel: Entrevistas con Steve Jobs, John Scu ley y Joanna Hoffman. Scu ley, 127-130, 154-155, 168, 179;
Hertzfeld, 195. Capítulo 15: La presentación
Los auténticos artistas acaban sus productos: Entrevistas con Andy Hertzfeld y Steve Jobs. Vídeo de la conferencia de
ventas de Apple, octubre de 1983;
«Personal Computers:And the Winner Is... IBM», en Business Week , 3 de octubre de1983; Hertzfeld, 208-210; Rose, 147153; Levy, Insanely Great, 178-180; Young, 327-328.
El anuncio de 1984: Entrevistas con Lee Clow, John Scu ley, Mike Markkula, Bi l Campbe l y Steve Jobs. Entrevista a Steve
Hayden, Weekend Edition, NPR, 1 de febrero de 2004; Linzmayer, 109-114; Scu ley, 176.
Estallido publicitario: Hertzfeld, 226-227; Michael Rogers, «It’s the Apple of His Eye», en Newsweek, 30 de enero de 1984;
Levy, Insanely Great, 17-27.
24 de enero de 1984: la presentación : Entrevistas con John Scu ley, Steve Jobs y Andy Hertzfeld. Vídeo de la junta de
accionistas de Apple de enero de 1984; Hertzfeld, 213-223; Scu ley, 179-181; Wi liam Hawkins, «Jobs’ Revolutionary New
Computer», en Popular Science, enero de 1989.
Capítulo 16: Gates y Jobs
La sociedad del Macintosh: Entrevistas con Bi l Gates, Steve Jobs y Bruce Horn. Hertzfeld, 52-54; Steve Lohr, «Creating
Jobs» en New York Times, 12 de enero de 1997; Triumph of the Nerds , PBS, parte 3; Rusty Weston, «Partners and
Adversaries», en MacWeek, 14 de marzo de 1989;Walt Mossberg y Kara Swisher, entrevista con Bi l Gates y Steve Jobs,
All Things Digital, 31 de mayo de 2007; Young, 319-320; Carlton, 28; Brent Schlender, «How Steve Jobs Linked Up with
IBM», en Fortune, 9 de octubre de 1989; Steven Levy, «A Big Brother?», en Newsweek, 18 de agosto de 1997.
La batalla de las interfaces gráficas de usuario: Entrevistas con Bi l Gates y Steve Jobs. Hertzfeld, 191-193; Michael
Schrage, «IBM Compatibility Grows», en
Washington Post, 29 de noviembre de 1983; Triumph of the Nerds, PBS, parte 3.
Capítulo 17: Ícaro
Volando alto : Entrevistas con Steve Jobs, Debi Coleman, Bi l Atkinson, Andy Hertzfeld, Alain Rossmann, Joanna Hoffman,
Jean-Louis Gassée, Nicholas Negroponte, Arthur Rock y John Scu ley. Sheff; Hertzfeld, 206-207, 230; Scu ley, 197-199;
Young, 308-309; George Gendron y Bo Burlingham, «Entrepreneur of the Decade», en Inc., 1 de abril de 1989.
La caída: Entrevistas con Joanna Hoffman, John Scu ley, Lee Clow, Debi Coleman, Andrea Cunningham y Steve Jobs. Scu
ley, 201, 212-215; Levy, Insanely
Great, 186-192; Michael Rogers, «It’s the Apple of His Eye», en Newsweek, 30 de enero de 1984; Rose, 207, 233; Felix
Kessler, «Apple Pitch», en Fortune, 15 de abril de 1985; Linzmayer, 145.
Treinta años: Entrevistas con Ma lory Walker, Andy Hertzfeld, Debi Coleman, Elizabeth Holmes, Steve Wozniak y Don
Valentine.
Éxodo: Entrevistas con Andy Hertzfeld, Steve Wozniak y Bruce Horn. Hertzfeld, 253, 263-264; Young, 372-376;Wozniak,
265-266; Rose, 248249; Bob Davis,
«Apple’s Head, Jobs, Denies Ex-Partner Use of Design Firm», en Wall Street Journal, 22 de marzo de 1985.
Primavera de 1985: el enfrentamiento: Entrevistas con Steve Jobs, Al Alcorn, John Scu ley y Mike Murray. E liot, 15; Scu
ley, 205-206, 227, 238244; Young,
367-379; Rose, 238, 242, 254-255; Mike Murray, «Let’s Wake Up and Die Right», nota a destinatarios no especificados, 7
de marzo de 1985 (cortesía de Mike
309
Murray).
Tramando un golpe: Entrevistas con Steve Jobs y John Scu ley. Rose, 266-275; Scu ley, ix-x, 245-246; Young, 388-396; E
liot, 112.
1985: siete días de mayo: Entrevistas con Jean-Louis Gassée, Steve Jobs, Bi l Campbe l, Al Eisenstat, John Scu ley, Mike
Murray, Mike Markkula y Debi
Coleman. Bro Uttal, «Behind the Fa l of Steve Jobs», en Fortune, 5 de agosto de 1985; Scu ley, 249-260; Rose, 275-290;
Young, 396-404.
Deambulando por el mundo: Entrevistas con Mike Murray, Mike Markkula, Steve Jobs, John Scu ley, Bob Metcalfe, George
Riley, Andy Hertzfeld, Tina Redse, Mike Merin, Al Eisenstat y Arthur Rock. Correo electrónico de Tina Redse a Steve Jobs,
20 de julio de 2010; «No Job for Jobs», AP, 26 de julio de 1985; Gerald Lubenow y Michael Rogers, «Jobs Talks about His
Rise and Fa l», en Newsweek, 30 de septiembre de 1985; Hertzfeld, 269-271; Young, 387, 403-405; Young y Simon, 116;
Rose, 288292; Scu ley, 242-245, 286-287; Carta de Al Eisenstat a Arthur Hartman, 23 de julio de 1985 (cortesía de Al
Eisenstat).
Capítulo 18: NeXT
Los piratas abandonan el barco: Entrevistas con Dan’l Lewin, Steve Jobs, Bi l Campbe l, Arthur Rock, Mike Markkula, John
Scu ley, Andrea Cunningham y Joanna Hoffman. Patricia Be lew y Michael Mi ler, «Apple Chairman Jobs Reigns», en Wall
Street Journal , 18 de septiembre de 1985; Gerald Lubenow y Michael Rogers, «Jobs Talks About His Rise and Fa l», en
Newsweek, 30 de septiembre de 1985; Bro Uttal, «The Adventures of Steve Jobs», en Fortune, 14 de octubre de
1985; Susan Kerr, «Jobs Resigns», en Computer Systems News, 23 de septiembre de 1985; «Shaken to the Very Core»,
en Time, 30 de septiembre de 1985; John
Eckhouse, «Apple Board Fuming at Steve Jobs», en San Francisco Chronicle, 17 de septiembre de 1985; Hertzfeld, 132133; Scu ley, 313-317; Young, 415-416; Young y Simon, 127; Rose, 307-319; Stross, 73, Deutschman, 36; Queja por
incumplimiento de obligaciones fiduciarias, Apple Computer contra Steven P. Jobs y Richard A. Page, Tribunal Superior de
California, Condado de Santa Clara, 23 de septiembre de 1985; Patricia Be lew Gray, «Jobs Asserts Apple Undermined
Efforts to Settle Dispute», en Wall Street Journal, 25 de septiembre de 1985.
Por su cuenta: Entrevistas con Arthur Rock, Susan Kare, Steve Jobs y Al Eisenstat. «Logo for Jobs’ New Firm», en San
Francisco Chronicle, 19 de junio de
1986; Phil Patton, «Steve Jobs: Out for Revenge», en New York Times, 6 de agosto de 1989; Paul Rand, presentación del
logotipo de NeXT, 1985; Doug Evans y A lan Pottasch, entrevista en vídeo con Steve Jobs acerca de Paul Rand, 1993;
Mensaje de Steve Jobs a Al Eisenstat, 4 de noviembre de 1985; Mensaje de Eisenstat a Jobs, 8 de noviembre de 1985;
Acuerdo entre Apple Computer Inc. y Steven P. Jobs y solicitud de desestimación de demanda sin daños y perjuicios,
archivada en el Tribunal Superior de California, Condado de Santa Clara, 17 de enero de 1986; Deutschman, 43, 47 ;
Stross, 76, 118-120, 245; Kunkel, 58-63; Katie Hafner,
«Can He Do It Again?», en Business Week, 24 de octubre de 1988; Joe Nocera, «The Second Coming of Steve Jobs» en
Esquire, diciembre de 1986, reimpresión
en Good Guys and Bad Guys (Portfolio, 2008), 49; Brenton Schlender, «How Steve Jobs Linked Up with IBM», en Fortune,
9 de octubre de 1989.
El ordenador: Entrevistas con Mitch Kapor, Michael Hawley y Steve Jobs. Peter Denning y Karen Frenkle, «A Conversation
with Steve Jobs», en Communications of the Association for Computer Machinery, 1 de abril de 1989; John Eckhouse,
«Steve Jobs Shows off Ultra-Robotic Assembly Line», en San Francisco Chronicle, 13 de junio de 1989; Stross, 122-125;
Deutschman, 60-63; Young, 425; Katie Hafner, «Can He Do It Again?», en Business Week , 24 de octubre de 1988; The
Entrepreneurs, PBS, 5 de noviembre de 1986, dirigido por John Nathan.
Perot al rescate: Stross, 102-112; «Perot and Jobs», en Newsweek, 9 de febrero de 1987;Andrew Po lack, «Can Steve Jobs
Do It Again?», en New York Times ,
8 de noviembre de 1987; Katie Hafner, «Can He Do It Again?», en Business Week , 24 de octubre de 1988; Pat Steger, «A
Gem of an Evening with King Juan
Carlos», en San Francisco Chronicle, 5 de octubre de 1987; David Remnick, «How a Texas Playboy Became a Bi lionaire»,
en Washington Post, 20 de mayo de
1987.
Gates y NeXT: Entrevistas con Bi l Gates, Adele Goldberg y Steve Jobs. Brit Hume, «Steve Jobs Pu ls Ahead», en
Washington Post , 31 de octubre de 1988; Brent Schlender, «How Steve Jobs Linked Up with IBM», en Fortune, 9 de
octubre de 1989; Stross, 14; Linzmayer, 209; «Wi liam Gates Talks», en Washington Post, 30 de diciembre de 1990; Katie
310
Hafner, «Can He Do It Again?», en Business Week, 24 de octubre de 1988; John Thompson, «Gates, Jobs Swap Barbs»,
en Computer System News, 27 de noviembre de 1989.
IBM: Brent Schlender, «How Steve Jobs Linked Up with IBM», en Fortune, 9 de octubre de 1989; Phil Patton, «Steve Jobs:
Out for Revenge», en New York
Times, 6 de agosto de 1989; Stross, 140-142; Deutschman, 133.
Octubre de 1988: la presentación : Stross, 166-186;Wes Smith, «Jobs Has Returned», en Chicago Tribune, 13 de
noviembre de 1988;Andrew Po lack, «NeXT Produces a Gala», en New York Times , 10 de octubre de 1988; Brenton
Schlender, «Next Project», en Wall Street Journal , 13 de octubre de 1988; Katie Hafner,
«Can He Do It Again?», en Business Week , 24 de octubre de 1988; Deutschman, 128; «Steve Jobs Comes Back», en
Newsweek, 24 de octubre de 1988; «The
NeXT Generation», en San Jose Mercury News, 10 de octubre de 1988.
Capítulo 19: Pixar
El departamento de informática de Lucasfilm: Entrevistas con Ed Catmu l, Alvy Ray Smith, Steve Jobs, Pam Kerwin y
Michael Eisner. Price, 71-74, 89-101; Paik, 53-57, 226; Young y Simon, 169; Deutschman, 115.
Animación: Entrevistas con John Lasseter y Steve Jobs. Paik, 28-44; Price, 45-56.
«Tin Toy» : Entrevistas con Pam Kerwin, Alvy Ray Smith, John Lasseter, Ed Catmu l, Steve Jobs, Jeffrey Katzenberg,
Michael Eisner y Andy Grove. Correo electrónico de Steve Jobs a Albert Yu, 23 de septiembre de 1995; Mensaje de Albert
Yu a Steve Jobs, 25 de septiembre de 1995; Mensaje de Steve Jobs a Andy Grove, 25 de septiembre de 1995; Mensaje de
Andy Grove a Steve Jobs, 26 de septiembre de 1995; Mensaje de Steve Jobs a Andy Grove, 1 de octubre de 1995; Price,
104-114; Young y Simon, 166.
Capítulo 20: Un tipo corriente
Joan Baez: Entrevistas con Joan Baez, Steve Jobs, Joanna Hoffman, Debi Coleman y Andy Hertzfeld. Joan Baez, And a
Voice to SingWith (Summit, 1989), 144, 380.
En busca de Joanne y Mona: Entrevistas con Steve Jobs y Mona Simpson.
El padre perdido: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, Mona Simpson, Ken Auletta, Nick Pileggi.
Lisa: Entrevistas con Chrisann Brennan, Avie Tevanian, Joanna Hoffman y Andy Hertzfeld. Lisa Brennan-Jobs,
«Confessions of a Lapsed Vegetarian», en Southwest Review, 2008; Young, 224; Deutschman, 76.
El romántico: Entrevistas con Jennifer Egan, Tina Redse, Steve Jobs, Andy Hertzfeld y Joanna Hoffman. Deutschman, 73,
138. A Regular Guy, de Mona Simpson, es una novela basada libremente en la relación entre Jobs, Lisa y Chrisann
Brennan, y Tina Redse, en quien se basa el personaje de Olivia.
Laurene Powell: Entrevistas con Laurene Powe l, Steve Jobs, Kathryn Smith, Avie Tevanian, Andy Hertzfeld y Marjorie
Powe l Barden.
18 de marzo de 1991: la boda: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, Andy Hertzeld, Joanna Hoffman, Avie Tevanian
y Mona Simpson. Simpson, A Regular Guy, 357.
Un hogar familiar: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l y Andy Hertzfeld. David Weinstein, «Taking Whimsy
Seriously», en San Francisco Chronicle, 13 de septiembre de 2003; Gary Wolfe, «Steve Jobs», en Wired, febrero de 1996;
«Former Apple Designer Charged with Harassing Steve Jobs», AP, 8 de junio de 1993.
Lisa se muda: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, Mona Simpson y Andy Hertzfeld. Lisa Brennan-Jobs, «Driving
Jane», en Harvard Advocate, primavera de 1999; Simpson, A Regular Guy, 251; correo electrónico de Chrisann Brennan,
19 de enero de 2011; Bi l Workman, «Palo Alto High School’s Student Scoop», en San Francisco Chronicle, 16 de marzo de
1996; Lisa Brennan-Jobs, «Waterloo», en Massachusetts Review, primavera de 2006; Deutschman, 258; página web de
Chrisann Brennan, chrysanthemum. com; Steve Lohr, «Creating Jobs», en New York Times, 12 de enero de 1997.
Niños: Entrevistas con Steve Jobs y Laurene Powe l.
Capítulo 21: «Toy Story»
Jeffrey Katzenberg : Entrevistas con John Lasseter, Ed Catmu l, Jeffrey Katzenberg, Alvy Ray Smith y Steve Jobs. Price,
84-85, 119-124; Paik, 71, 90; Robert
311
Murphy, «John Cooley Looks at Pixar’s Creative Process», en Silicon Prairie News, 6 de octubre de 2010.
¡Corten!: Entrevistas con Steve Jobs, Jeffrey Katzenberg, Ed Catmu l y Larry E lison. Paik, 90; Deutschman, 194-198; «Toy
Story: The Inside Buzz», en
Entertainment Weekly, 8 de diciembre de 1995.
¡Hasta el infinito!: Entrevistas con Steve Jobs y Michael Eisner. Janet Maslin, «There’s a New Toy in the House. Uh-Oh», en
New York Times , 22 de noviembre de 1995; «A Conversation with Steve Jobs and John Lasseter», en Charlie Rose, PBS,
30 de octubre de 1996; John Markoff, «Apple Computer Co-Founder Strikes Gold», en New York Times, 30 de noviembre
de 1995.
Capítulo 22: La segunda venida
Todo se desmorona : Entrevista con Jean-Louis Gassée. Bart Ziegler, «Industry Has Next to No Patience with Jobs’ NeXT»,
AP, 19 de agosto de 2009; Stross,
226-228; Gary Wolf, «The Next Insanely Great Thing», en Wired, febrero de 1996;Anthony Perkins, «Jobs’ Story», en Red
Herring, 1 de enero de 1996.
La caída de Apple: Entrevistas con Steve Jobs, John Scu ley y Larry E lison. Scu ley, 248, 273; Deutschman, 236; Steve
Lohr, «Creating Jobs» en New York Times, 12 de enero de 1997;Amelio, 190 y prólogo de la edición en tapa dura; Young y
Simon, 213-214; Linzmayer, 273-279; Guy Kawasaki, «Steve Jobs to Return as Apple CEO», en Macworld, 1 de noviembre
de 1994.
Arrastrándose hacia Cupertino: Entrevistas con Jon Rubinstein, Steve Jobs, Larry E lison, Avie Tevanian, Fred Anderson,
Larry Tesler, Bi l Gates y John Lasseter. John Markoff, «Why Apple Sees Next as a Match Made in Heaven», en New York
Times , 23 de diciembre de 1996; Steve Lohr, «Creating Jobs» en New York Times, 12 de enero de 1997; Rajiv
Chandrasekaran, «Steve Jobs Returning to Apple», en Washington Post , 21 de diciembre de 1996; Louise Kehoe, «Apple’s
Prodigal Son Returns», en Financial Times, 23 de diciembre de 1996; Amelio, 189-201, 238; Carlton, 409; Linzmayer, 277;
Deutschman, 240.
Capítulo 23: La restauración
Rondando entre bastidores: entrevistas con Steve Jobs, Avie Tevanian, Jon Rubinstein, Ed Woolard, Larry E lison, Fred
Anderson y un correo electrónico de Gina Smith. Sheff; Brent Schlender, «Something’s Rotten in Cupertino», en Fortune, 3
de marzo de 1997; Dan Gi lmore, «Apple’s Prospects Better Than Its CEO’s Speech», en San Jose Mercury News, 13 de
enero de 1997; Carlton, 414-416, 425; Malone, 531; Deutschman, 241-245;Amelio, 219, 238-247, 261; Linzmayer, 201;
Kaitlin Quistgaard, «Apple Spins Off Newton», en Wired.com, 22 de mayo de 1997; Louise Kehoe, «Doubts Grow about
Leadership at Apple», en Financial
Times, 25 de febrero de 1997; Dan Gi lmore, «E lison Mu ls Apple Bid», en San Jose Mercury News, 27 de marzo de 1997;
Lawrence Fischer, «Oracle Seeks Public
Views on Possible Bid for Apple», en New York Times , 28 de marzo de 1997; Mike Barnicle, «Roadki l on the Info
Highway», en Boston Globe, 5 de agosto de
1997.
Mutis de Amelio: Entrevistas con Ed Woolard, Steve Jobs, Mike Markkula, Steve Wozniak, Fred Anderson, Larry E lison y Bi
l Campbe l. Memorias familiares de edición privada de Ed Woolard (cortesía de Woolard); Amelio, 247, 261, 267; Gary Wolf,
«The World According to Woz», en Wired, septiembre de 1998; Peter Burrows y Ronald Grover, «Steve Jobs’ Magic
Kingdom», en Business Week, 6 de febrero de 2006; Peter Elkind, «The Trouble with Steve Jobs», en Fortune, 5 de marzo
de 2008; Arthur Levitt, Take on the Street (Pantheon, 2002), 204-206.
Agosto de 1997: la Macworld de Boston: Steve Jobs, discurso en la Macworld de Boston, 6 de agosto de 1997.
El pacto de Microsoft : Entrevistas con Joel Klein, Bi l Gates y Steve Jobs. Cathy Booth, «Steve’s Job», en Time, 18 de
agosto de 1997; Steven Levy, «A Big Brother?», en Newsweek, 18 de agosto de 1997. La conversación telefónica de Jobs
con Gates quedó recogida por Diana Walker, fotógrafa de Time, que obtuvo la imagen en la que Jobs se encontraba acucli
lado sobre el escenario y que apareció en portada de la revista y en este libro.
Capítulo 24: Piensa diferente
Un homenaje a los locos: Entrevistas con Steve Jobs, Lee Clow, James Vincent y Norm Pearlstine. Cathy Booth, «Steve’s
Job», en Time, 18 de agosto de 1997; John Heilemann, «Steve Jobs in a Box», en New York, 17 de junio de 2007.
312
iCEO: Entrevistas con Steve Jobs y Fred Anderson. Vídeo de la reunión de personal de septiembre de 1997 (cortesía de
Lee Clow); «Jobs Hinds That He May
Want to Stay at Apple», en New York Times, 10 de octubre de 1997; Jon Swartz, «No CEO in Sight for Apple», en San
Francisco Chronicle, 12 de diciembre de
1997; Carlton, 437.
El fin de los clónicos: Entrevistas con Bi l Gates, Steve Jobs y Ed Woolard. Steve Wozniak, «How We Failed Apple», en
Newsweek, 19 de febrero de 1996; Linzmayer, 245-247, 255; Bi l Gates, «Licensing of MacTechnology», nota a John Scu
ley, 25 de junio de 1985;Tom Abate, «How Jobs Ki led Mac Clone Makers», en San Francisco Chronicle, 6 de septiembre
de 1997.
Revisión de la línea de productos: Entrevistas con Phil Schi ler, Ed Woolard y Steve Jobs. Deutschman, 248; Steve Jobs,
discurso en el acto de presentación del iMac, 6 de mayo de 1998; vídeo de la reunión de personal de septiembre de 1997.
Capítulo 25: Principios de diseño
Jony Ive: Entrevistas con Jony Ive, Steve Jobs y Phil Schi ler. John Arlidge, «Father of Invention», en Observer (Londres),
21 de diciembre de 2003; Peter Burrows, «Who Is Jonathan Ive?», en Business Week , 25 de septiembre de 2006; «Apple’s
One-Do lar-a-Year Man», en Fortune, 24 de enero de 2000; Rob Walker, «The Guts of a New Machine», en New York
Times, 30 de noviembre de 2003; Leander Kahney, «Design According to Ive», en Wired.com, 25 de junio de
2003.
Dentro del estudio: Entrevista con Jony Ive. Oficina estadounidense de marcas y patentes, base de datos en línea,
patft.uspto.gov; Leander Kahney, «Jobs
Awarded Patent for iPhone Packaging», en Cult of Mac, 22 de julio de 2009; Harry McCracken, «Patents of Steve Jobs», en
Technologizer.com, 28 de mayo de
2009.
Capítulo 26: El iMac
Regreso al futuro : Entrevistas con Phil Schi ler, Avie Tevanian, Jon Rubinstein, Steve Jobs, Fred Anderson, Mike Markkula,
Jony Ive y Lee Clow. Thomas Hormby, «Birth of the iMac», en Mac Observer, 25 de mayo de 2007; Peter Burrows, «Who Is
Jonathan Ive?», en Business Week, 25 de septiembre de 2006; Lev Grossman, «How Apple Does It», en Time, 16 de
octubre de 2005; Leander Kahney, «The Man Who Named the iMac and Wrote Think Different», en Cult of Mac,
3 de noviembre de 2009; Levy, The Perfect Thing, 198; gawker.com/comment/21123257/; «Steve’s Two Jobs», en Time, 18
de octubre de 1999.
6 de mayo de 1998: la presentación: Entrevistas con Jony Ive, Steve Jobs, Phil Schi ler y Jon Rubinstein. Steve Levy, «He
lo Again», en Newsweek, 18 de mayo de 1998; Jon Swartz, «Resurgence of an American Icon», en Forbes, 14 de abril de
2000; Levy, The Perfect Thing, 95.
Capítulo 27: Consejero delegado
Tim Cook: Entrevistas con Tim Cook, Steve Jobs y Jon Rubinstein. Peter Burrows, «Yes, Steve, You Fixed It.
Congratulations. Now What?», en Business Week ,
31 de julio de 2000;Tim Cook, discurso inaugural de Auburn, 14 de mayo de 2010; Adam Lashinsky, «The Genius behind
Steve», en Fortune, 10 de noviembre de
2008; Nick Wingfield, «Apple’s No. 2 Has Low Profile», en Wall Street Journal, 16 de octubre de 2006.
Cuellos vueltos y trabajo en equipo: Entrevistas con Steve Jobs, James Vincent, Jony Ive, Lee Clow, Avie Tevanian y Jon
Rubinstein. Lev Grossman, «How
Apple Does It», en Time, 16 de octubre de 2005; Leander Kahney, «How Apple Got Everything Right by Doing Everything
Wrong», en Wired, 18 de marzo de 2008.
De consejero delegado en funciones a definitivo: Entrevistas con Ed Woolard, Larry E lison y Steve Jobs. Declaración
informativa de Apple, 12 de marzo de
2001.
313
Capítulo 28: Las tiendas Apple
La experiencia del cliente: Entrevistas con Steve Jobs y Ron Johnson. Jerry Useem, «America’s Best Retailer», en Fortune,
19 de marzo de 2007; Garry A len,
«Apple Stores», en ifoapplestore.com.
El prototipo: Entrevistas con Art Levinson, Ed Woolard, Mi lard «Mickey» Drexler, Larry E lison, Ron Johnson, Steve Jobs y
Art Levinson. Cliff Edwards, «Sorry, Steve…», en Business Week, 21 de mayo de 2001.
Madera, piedra, acero, cristal: Entrevistas con Ron Johnson y Steve Jobs. Oficina Estadounidense de Patentes, D478999,
26 de agosto de 2003, US2004/0006939, 15 de enero de 2004; Gary A len, «About Me», en ifoapplestore.com.
Capítulo 29: El centro digital
Uniendo los puntos: Entrevistas con Lee Clow, Jony Ive y Steve Jobs. Sheff; Steve Jobs, conferencia Macworld, 9 de enero
de 2001.
FireWire: Entrevistas con Steve Jobs, Phil Schi ler y Jon Rubinstein. Steve Jobs, conferencia Macworld, 9 de enero de
2001; Joshua Quittner, «Apple’s New Core», en Time, 14 de enero de 2002; Mike Evangelist, «Steve Jobs, the Genuine
Article», en Writer’s Block Live , 7 de octubre de 2005; Farhad Manjoo,
«Invincible Apple», en Fast Company, 1 de julio de 2010; correo electrónico de Phil Schi ler.
iTunes: Entrevistas con Steve Jobs, Phil Schi ler, Jon Rubinstein y Tony Fade l. Brent Schlender. «How Big Can Apple
Get», en Fortune, 21 de febrero de 2005; Bi l Kincaid, «The True Story of SoundJam», en
http://panic.com/extras/audionstory/popup-sjstory.html; Levy, The Perfect Thing, 49-60; Knopper, 167; Lev Grossman,
«How Apple Does It», en Time, 16 de octubre de 2005; Markoff, XIX.
El iPod: Entrevistas con Steve Jobs, Phil Schi ler, Jon Rubinstein y Tony Fade l. Steve Jobs, presentación del iPod, 23 de
octubre de 2001; Notas de prensa de
Toshiba, PR Newswire, 10 de mayo de 2000 y 4 de junio de 2001;Tekla Perry, «From Podfather to Palm’s Pilot», en IEEE
Spectrum, septiembre de 2008; Leander
Kahney, «Inside Look at Birth of the iPod», en Wired, 21 de julio de 2004;Tom Hormby y Dan Knight, «History of the iPod»,
en Low End Mac, 14 de octubre de
2005.
«¡Eso es!»: Entrevistas con Tony Fade l, Phil Schi ler, Jon Rubinstein, Jony Ive y Steve Jobs. Levy, The Perfect Thing, 17,
59-60; Knopper, 169; Leander
Kahney, «Straight Dope on the iPod’s Birth”, en Wired, 17 de octubre de 2006.
La blancura de la ballena: Entrevistas con James Vincent, Lee Clow y Steve Jobs. Levy, The Perfect Thing, 73; Johnny
Davis, «Ten Years of the iPod», en
Guardian, 18 de marzo de 2011.
Capítulo 30: La tienda iTunes
Warner Music: Entrevistas con Paul Vidich, Steve Jobs, Doug Morris, Barry Schuler, Roger Ames y Eddy Cue. Paul Sloan,
«What’s Next for Apple», en Business
2.0, 1 de abril de 2005; Knopper, 157-161, 170; Devin Leonard, «Songs in the Key of Steve», en Fortune, 12 de mayo de
2003; Tony Perkins, entrevista con Nobuyuki Idei y Sir Howard Stringer, Foro Económico Mundial de Davos, 25 de enero de
2003; Dan Tynan, «The 25 Worst Tech Products of A l Time», en PC World, 26 de marzo de 2006; Andy Langer, «The God
of Music», en Esquire, julio de 2003; Jeff Goode l, «Steve Jobs», en Rolling Stone, 3 de diciembre de 2003.
Una jaula de grillos: Entrevistas con Doug Morris, Roger Ames, Steve Jobs, Jimmy Iovine, Andy Lack, Eddy Cue y Wynton
Marsalis. Knopper, 172; Devin
Leonard, «Songs in the Key of Steve», en Fortune, 12 de mayo de 2003; Peter Burrows, «Show Time!», en Business Week,
2 de febrero de 2004; Pui-Wing Tam, Bruce Orwa l y Anna Wilde Mathews, «Going Ho lywood», en Wall Street Journal , 25
de abril de 2003; Steve Jobs, discurso inaugural, 28 de abril de 2003;Andy Langer, «The God of Music», en Esquire, julio de
2003; Steven Levy, «Not the Same Old Song», en Newsweek, 12 de mayo de 2003.
Microsoft: entrevistas con Steve Jobs, Phil Schi ler, Tim Cook, Jon Rubinstein, Tony Fade l y Eddy Cue. Correos
electrónicos de Jim A lchin, David Cole y Bi l Gates, 30 de abril de 2003 (estos correos formaron después parte de un caso
judicial en Iowa, y Steve Jobs me envió copias de los mismos); Steve Jobs, presentación, 16 de octubre de 2003;Walt
Mossberg, entrevista con Steve Jobs, Conferencia All Things Digital, 30 de mayo de 2007; Bi l Gates, «We’re Early on the
314
Video Thing», en Business Week, 2 de septiembre de 2004.
Mr. Tambourine Man: Entrevistas con Andy Lack, Tim Cook, Steve Jobs, Tony Fade l y Jon Rubinstein. Ken Belson,
«Infighting Left Sony behind Apple in Digital Music», en New York Times , 19 de abril de 2004; Frank Rose, «Battle for the
Soul of the MP3 Phone», en Wired, noviembre de 2005; Saul Hansel, «Gates vs. Jobs:The Rematch», en New York Times,
14 de noviembre de 2004; John Borland, «Can Glaser and Jobs Find Harmony?», en CNET News, 17 de agosto de 2004;
Levy, The Perfect Thing¸169.
Capítulo 31: El músico
¿Qué llevas en el iPod?: Entrevistas con Steve Jobs y James Vincent. Elisabeth Bumi ler, «President Bush’s iPod», en New
York Times, 11 de abril de 2005; Levy,
The Perfect Thing, 26-29; Devin Leonard, «Songs in the Key of Steve», en Fortune, 12 de mayo de 2003.
Bob Dylan: Entrevistas con Jeff Rosen, Andy Lack, Eddy Cue, Steve Jobs, James Vincent y Lee Clow. Matthew Creamer,
«Bob Dylan Tops Music chart Again —
and Apple’s a Big Reason Why», en Ad Age, 8 de octubre de 2006.
Los Beatles; Bono; Yo-Yo Ma: Entrevistas con Bono, John Eastman, Steve Jobs, Yo-Yo Ma y George Riley.
Capítulo 32: Los amigos de Pixar
Bichos: Entrevistas con Jeffrey Katzenberg, John Lasseter y Steve Jobs. Price, 171-174; Paik, 116; Peter Burrows, «Antz
vs. Bugs» y «Steve Jobs: Movie Mogul»,
en Business Week , 23 de noviembre de 1998;Amy Wa lace, «Ouch! That Stings», en Los Angeles times, 21 de septiembre
de 1998; Kim Masters, «Battle of the Bugs», en Time, 28 de septiembre de 1998; Richard Schickel, «Antz», en Time, 21 de
octubre de 1998; Richard Corliss, «Bugs Funny», en Time, 30 de noviembre de 1998.
La película de Steve: Entrevistas con John Lasseter, Pam Kerwin, Ed Catmu l y Steve Jobs. Paik, 168; Rick Lyman, «A
Digital Dream Factory in Silicon Va ley»,
New York Times, 11 de junio de 2001.
El divorcio: Entrevistas con Mike Slade, Oren Jacob, Michael Eisner, Bob Iger, Steve Jobs, John Lasseter y Ed Catmu l.
James Stewart, DisneyWar (Simon & Schuster, 2005), 383; Price, 230-235; Benny Evangelista, «Parting Slam by Pixar’s
Jobs», en San Francisco Chronicle, 5 de febrero de 2004; John Markoff y Laura Holson, «New iPod Wi l Play TV Shows»,
en New York Times, 13 de octubre de 2005.
Capítulo 33: Los Macs del siglo XXI
Almejas, cubitos de hielo y girasoles: Entrevistas con Jon Rubinstein, Jony Ive, Laurene Powe l, Steve Jobs, Fred Anderson
y George Riley. Steven Levy,
«Thinking inside the Box», en Newsweek, 31 de julio de 2000; Brent Schlender, «Steve Jobs», en Fortune, 14 de mayo de
2001; Ian Fried, «Apple Slices Revenue
Forecast Again», en CNET News, 6 de diciembre de 2000; Linzmayer, 301; Diseño de Patente Estadounidense D510577S,
concedida el 11 de octubre de 2005.
Intel Inside: Entrevistas con Paul Ote lini, Bi l Gates y Art Levinson. Carlton, 436.
Opciones sobre acciones: Entrevistas con Ed Woolard, George Riley, Al Gore, Fred Anderson y Eric Schmidt. Geoff Colvin,
«The Great CEO Heist», en Fortune,
25 de junio de 2001; Joe Nocera, «Weighing Jobs’s Role in a Scandal», en New York Times , 28 de abril de 2007;
Declaración de Steven P. Jobs, 18 de marzo de
2008, SEC v. Nancy Heinen, Tribunal del distrito de Estados Unidos, Distrito Norte de California;Wi liam Barrett, «Nobody
Loves Me», en Forbes, 11 de mayo de
2009; Peter Elkind, «The Trouble with Steve Jobs», en Fortune, 5 de marzo de 2008.
Capítulo 34: Primer as alto
Cáncer: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, Art Levinson, Larry Bri liant, Dean Ornish, Bi l Campbe l, Andy Grove
y Andy Hertzfeld.
La ceremonia de graduación de Stanford: Entrevistas con Steve Jobs y Laurene Powe l. Steve Jobs, discurso de
315
graduación de Stanford.
Un león a los cincuenta: Entrevistas con Mike Slade, Alice Waters, Steve Jobs, Tim Cook, Avie Tevanian, Jony Ive, Jon
Rubinstein, Tony Fade l, George Riley, Bono, Walt Mossberg, Steven Levy y Kara Swisher. Walt Mossberg y Kara Swisher,
entrevistas con Steve Jobs y Bi l Gates, Conferencia All Things Digital, 30 de mayo de 2007; Steven Levy, «Fina ly, Vista
Makes Its Debut», en Newsweek, 1 de febrero de 2007.
Capítulo 35: El iPhone
Un iPod que realiza llamadas: Entrevistas con Art Levinson, Steve Jobs, Tony Fade l, George Riley y Tim Cook. Frank
Rose, «Battle for the Soul of the MP3 Phone», en Wired, noviembre de 2005.
Multitáctil: Entrevistas con Jony Ive, Steve Jobs, Tony Fade l y Tim Cook.
Cristal gorila: Entrevistas con Wende l Weeks, John Seeley Brown y Steve Jobs.
El diseño: Entrevistas con Jony Ive, Steve Jobs y Tony Fade l. Fred Vogelstein, «The Untold Story», en Wired, 9 de enero
de 2008.
La presentación: Entrevistas con John Huey y Nicholas Negroponte. Lev Grossman, «Apple’s New Ca ling», en Time, 22 de
enero de 2007; Steve Jobs, discurso, Macworld, 9 de enero de 2007; John Markoff, «Apple Introduces Innovative Ce
lphone», en New York Times, 10 de enero de 2007; John Heilemann, «Steve Jobs in a Box», en New York, 17 de junio de
2007; Janko Roettgers, «Alan Kay: With the Tablet, Apple Wi l Rule the world», en GigaOM, 26 de enero de 2010.
Capítulo 36: Segundo asalto
Las batallas de 2008: Entrevistas con Steve Jobs, Kathryn Smith, Bi l Campbe l, Art Levinson, Al Gore, John Huey, Andy
Serwer, Laurene Powe l, Doug Morris y Jimmy Iovine. Peter Elkind, «The Trouble with Steve Jobs», en Fortune, 5 de marzo
de 2008; Joe Nocera, «Apple’s Culture of Secrecy», en New York Times, 26 de julio de 2008; Steve Jobs, carta a la
comunidad de Apple, 5 de enero y 14 de enero de 2009; Doron Levin, «Steve Jobs Went to Switzerland in Search of Cancer
Treatment», en Fortune.com, 18 de enero de 2011; Yukari Kanea y Joann Lublin, «On Apple’s Board, Fewer Independent
Voices», en Wall Street Journal , 24 de marzo de 2010; Micki Maynard (Micheline Maynard), mensaje en Twitter, 2:45 p.m.,
18 de enero de 2011; Ryan Chittum, «The Dead Source Who Keeps on giving», en Columbia Journalism Review, 18 de
enero de 2011.
Memphis: Entrevistas con Steve Jobs, Laurene Powe l, George Riley, Kristina Kiehl y Kathryn Smith. John Lauerman y
Connie Guglielmo, «Jobs Liver Transplant», en Bloomberg, 21 de agosto de 2009.
Regreso: Entrevistas con Steve Jobs, George Riley, Tim Cook, Jony Ive, Brian Roberts y Andy Hertzfeld. Capítulo 37: El
iPad
Dices que quieres una revolución : Entrevistas con Steve Jobs, Phil Schi ler, Tim Cook, Jony Ive, Tony Fade l y Paul Ote
lini. Conferencia All Things Digital, 30 de mayo de 2003.
Enero de 2010:la presentación :Entrevistas con Steve Jobs y Daniel Kottke. Brent Schlender, «Bi l Gates Joins the iPad
Army of Critics», en bnet.com, 10 de febrero de 2010;Steve Jobs,discurso inaugural,27 de enero de 2010;Nick Summers,
«Instant Apple iPad Reaction», en Newsweek.com, 27 de enero de 2010;Adam Frucci,«Eight Things That Suck about the
iPad»,en Gizmodo,27 de enero de 2010; Lev Grossman, «Do We Need the iPad?», en Time, 1 de abril de 2010; Daniel
Lyons, «Think Rea ly Different», en Newsweek, 26 de marzo de 2010; Debate Techmate, en Fortune, 12 de abril de 2010;
Eric Laningan, «Wozniak on the iPad», en en TwiT TV, 5 de abril de 2010; Michael Shear, «At White House, a New
Question: What’s on Your iPad?», en Washington Post , 7 de junio de 2010; Michael Noer, «The Stable Boy and the iPad»,
en Forbes.com, 8 de septiembre de 2010.
Publicidad: Entrevistas con Steve Jobs, James Vincent y Lee Clow.
Aplicaciones: Entrevistas con Art Levinson, Phil Schi ler, Steve Jobs y John Doerr.
Edición y periodismo: Entrevistas con Steve Jobs, Jeff Bewkes, Richard Stengel, Andy Serwer, Josh Quittner y Rupert
Murdoch. Ken Auletta, «Publish or Perish», en New Yorker, 26 de abril de 2010; Ryan Tate, «The Price of Crossing Steve
Jobs», en Gawker, 30 de septiembre de 2010.
Capítulo 38: Nuevas bata las
Google: sistema abierto contra sistema cerrado: Entrevistas con Steve Jobs, Bi l Campbe l, Eric Schmidt, John Doerr, Tim
Cook y Bi l Gates. John Abe l,
316
«Google’s ‘Don’t Be Evil’ Mantra Is ‘Bu lshit’», en Wired, 30 de enero de 2010; Brad Stone y Miguel Helft, «A Battle for the
Future Is Getting Personal», en New York Times, 14 de marzo de 2010.
Flash, la App Store y el control : Entrevistas con Steve Jobs, Bi l Campbe l, Tom Friedman, Art Levinson y Al Gore. Leander
Kahney, «What Made Apple Freeze Out Adobe?», en Wired, julio de 2010; Jean-Louis Gassée, «The Adobe-Apple
FlameWar», en Monday Note, 11 de abril de 2010; Steve Jobs, «Thoughts on Flash», en Apple.com, 29 de abril de
2010;Walt Mossberg y Kara Swisher, entrevista a Steve Jobs, Conferencia All Things Digital, 1 de junio de 2010; Robert X.
Cringely (seudónimo), «Steve Jobs: Savior or Tyrant? InfoWorld, 21 de abril de 2010; Ryan Tate, «Steve Jobs Offers World
‘Freedom f Porn’», en Valleywag, 15 de mayo de 2010; J. R. Raphael, «IWant Porn», en esarc com, 20 de abril de 2010;
Jon Stewart, The Daily Show, 28 de abril de 2010.
«Antenagate»: diseño contra ingeniería: Entrevistas con Tony Fade l, Jony Steve Jobs, Art Levinson, Tim Cook, Regis
McKenna, Bi l Campbe l y James cent.
Mark Gikas, «Why Consumer Reports Can’t Recommend the iPhone4 Consumer Reports, 12 de julio de 2010; Michael
Wolff, «Is there Anything Can Trip Up Steve
Jobs?», en newswer.com y vanityfair.com, 19 de julio de 2 Scott Adams, «High Ground Maneuver», en dilbert.com, 19 de
julio de 2010.
Aquí viene el sol: Entrevistas con Steve Jobs, Eddy Cue y James Vincent.
Capítulo 39: Hasta el infinito
El iPad 2: Entrevistas con Larry E lison, Steve Jobs y Laurene Powe l. S Jobs, discurso en el acto de presentación del iPad
2, 2 de marzo de 2011.
iCloud: Entrevistas con Steve Jobs y Eddy Cue. Steve Jobs, discurso inaug Conferencia Mundial de Desarro ladores, 6 de
junio de 2011; Walt Moss «Apple’s Mobile Me Is Far Too Flawed to Be Reliable», en Wall Street Jour
de julio de 2008;Adam Lashinsky, «Inside Apple», en Fortune, 23 de mayo de 2 Richard Waters, «Apple Races to Keep
Users Firmly Wrapped in Its Cloud» Financial Times, 9 de junio de 2011.
Un nuevo campus: Entrevistas con Steve Jobs, Steve Wozniak y Ann Bo Steve Jobs, presentación ante el ayuntamiento de
Cupertino,
Capítulo 40: Tercer asalto
Lazos familiares: Entrevistas con Laurene Powe l, Erin Jobs, Steve Jobs, thryn Smith y Jennifer Egan. Correo electrónico de
Steve Jobs, 8 de juni 2010, 4:55 p.m.; Mensaje de Tina Redse a Steve Jobs, 20 de julio de 2010 y febrero de 2011.
El presidente Obama: Entrevistas con David Axelrod, Steve Jobs, John D Laurene Powe l, Valerie Jarrett, Eric Schmidt y
Austan Goolsbee.
La tercera baja médica, 2011: Entrevistas con Kathryn Smith, Steve Jobs y L Bri liant.
Visitantes: Entrevistas con Steve Jobs, Bi l Gates y Mike Slade.
Capítulo 41: Legado
Jonathan Zittrain, The Future of the Internet. And How to Stop It (Yale, 2008), 2; Cory Doctorow, «Why I Won’t Buy an
iPad», en Boing Boing, 2 de abril de
2010.
317
* «Mamá, no te vayas, papá, vuelve a casa...» (N. del T.)
* Cuando el millonésimo Mac salió de la cadena de producción en marzo de 1987, Apple inscribió el nombre de Raskin en
él y se lo entregó, para gran irritación de Jobs. Raskin murió de cáncer de páncreas en
2005, poco después de que a Jobs le diagnosticaran la misma enfermedad.
* La empresa cambió de nombre, de «frogdesign» a «frog design», en el año 2000 y se trasladó a San Francisco. Esslinger
no solo eligió el nombre porque las ranas tuvieran la capacidad de metamorfosearse, sino también como homenaje a sus
raíces en la República Federal de Alemania, cuyas siglas en inglés forman la palabra frog. Él mismo declaró que «las letras
en minúscula son un guiño a la noción de la Bauhaus del lenguaje no jerárquico, a la vez que refuerzan el espíritu de la
empresa de instituirse como una sociedad democrática».
* «… porque el que ahora pierde / ganará después, / porque los tiempos están cambiando». (N. del T.)
* «Cuando la vida parece un camino de rosas,el peligro aguarda en tu puerta…».
** «Hey, eh, lo que quiero saber es, ¿eres amable?».
*** «Así que firmas todos los documentos en nombre de la familia. / Estás triste, y te da pena, pero no sientes vergüenza. /
Pequeña Green, ten un final feliz». (N. del T.)
* «Ya he visto la vida desde ambos lados, / desde la victoria y la derrota, y de algún modo / son las ilusiones de la vida lo
que recuerdo, / en realidad no sé nada de la vida».
** «La gravedad ejerce su fuerza en mi contra, / y la gravedad quiere que me rinda». (N. del T.)
* Snooki y La Situación son dos participantes del programa Jersey Shore, emitido por la cadena MTV. (N. del T.)
318
319
320
321
322
323
324
325
326
Título original: Steve Jobs
Edición en formato digital: octubre de 2011
© 2011, Walter Isaacson
© 2011, Random House Mondadori, S. A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2011, David González-Iglesias González/Torreclavero, por la traducción
Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra forma de
cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-9992-132-7
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L. www.megustaleer.com
327
Consulte nuestro catálogo en: www.megustaleer.com
Random House Mondadori, S.A., uno de los principales líderes en edición y distribución en lengua española, es resultado
de una joint venture entre Random House, división editorial de Bertelsmann AG, la mayor empresa internacional de
comunicación, comercio electrónico y contenidos interactivos, y Mondadori, editorial líder en libros y revistas en Italia.
Forman parte de Random House Mondadori los sellos Beascoa, Debate, Debolsillo, Collins, Caballo de Troya, Electa,
Grijalbo, Grijalbo Ilustrados, Lumen, Mondadori, Montena, Plaza & Janés, Rosa dels
Vents, Sudamericana y Conecta.
Sede principal:
Travessera de Gràcia, 47–49
08021 BARCELONA
España
Tel.: +34 93 366 03 00
Fax: +34 93 200 22 19
Sede Madrid:
Agustín de Betancourt, 19
28003 MADRID
España
Tel.: +34 91 535 81 90
Fax: +34 91 535 89 39
Random House Mondadori también tiene presencia en el Cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay) y América Central (México,
Venezuela y Colombia). Consulte las direcciones y datos de contacto de nuestras oficinas en
www.randomhousemondadori.com.
328
Síguenos: