ARTÍCULO RECENSIÓN
Contra el estado or Against the Grain by J. C. Scott
Juan Oliva ‒ Juan Manuel Duque Santana ‒ UCLM, Ciudad Real
J. C. Scott, Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo.
Editorial Trotta. Biblioteca de Ciencias Bíblicas y Orientales. Madrid 2022 – ISBN 978-84-1364083-9.
Con el título original: Against the Grain. A Deep History of the Earliest States, publicado por
Yale University Press en 2017, ha aparecido su versión en España en 2022 bajo el título arriba
indicado, alterando así, en parte, unos contenidos que, en realidad, a lo largo de todo el libro, se
refieren también —y bastante ampliamente— a otros horizontes y realidades históricas, y no solo al
Próximo Oriente antiguo. En todo caso, es esencialmente Mesopotamia, y apenas otros pocos
enclaves del Próximo Oriente antiguo, lo que el libro representa como uno de los elementos de
análisis del autor en relación con el origen del Estado. De modo que debemos advertir con carácter
preliminar desde el principio que el título de esta traducción al castellano no es ciertamente fiel al
contenido real del original, ni el lector se encontrará enteramente, por tanto, con lo que el título
anuncia, lo que, ya de por sí, resulta inhabitual. Es decir, en absoluto se presenta aquí “una historia
de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo”.
El autor no es especialista en el Próximo Oriente antiguo. Tampoco es historiador que
pretenda hacer ciencia histórica. Su objetivo, como antropólogo, es ofrecer una aproximación al
estudio de los Estados primigenios desde el punto de vista de la antropología. Invita, pues, a otra
manera y perspectiva desde la cual contemplar este interesante y complejo objeto de estudio.
Ya el título de la traducción puede también sorprender al lector con el uso de la voz “estado”
referido a una entidad política organizada, en lugar de Estado (María Moliner, Diccionario de uso
del español A-G, Gredos, Madrid 1990, p. 1223, y www.rae.es), que la edición ha elegido y
empleado en minúscula a lo largo de todo el libro. Como se ha podido observar, es un cambio de
título discutible, quizá incluso desacertado en su conjunto, porque no solo representa una
desviación respecto al título original, sino también una cierta desorientación respecto al contenido
con el que el lector se va a encontrar a lo largo de la obra.
Las fotografías de una tablilla cuneiforme sobre las tapas revelan también descuido en la
contraportada (lo que es desgraciadamente bastante frecuente), a menos que se haya intentado
presentar la imagen fiel y en el sentido en que se debe leer un documento con escritura cuneiforme.
No estamos en absoluto en contra de la declaración polémica que contiene la solapa del libro,
en cuanto a la necesidad de una revisión profunda de varios de los fenómenos que el volumen
plantea: la exploración del fenómeno del sedentarismo como estado anterior a la domesticación de
animales y plantas, el análisis de la aldea agrícola tras la sedentarización y la domesticación, la
visión de las primeras ciudades como consecuencia de la irrigación en relación con el primer
Estado, la relación sedentarismo-agricultura como raíz del Estado posterior, o la relación
agricultura-nutrición, así como la visión de los Estados secuestradores de personas ligadas por
servidumbre que sufren epidemias vs. las edades oscuras no estatales del ser humano que pueden
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haber representado una mejora en el bienestar. Evidentemente, en esta recensión crítica no
podemos (ni sabemos) contestar a cada argumentación esgrimida por Scott (bien informado), sino
comentar con cierto detalle aquellos aspectos que nos han parecido más esenciales o más han
llamado nuestra atención.
Un texto de Levi-Strauss (años 60/70 del pasado siglo) sirve como planteamiento de partida.
El índice del libro presenta un marco general, teórico, muy amplio, sobre conceptos como Estado y
civilización. Mesopotamia, en sentido estricto, no aparece sino en el capítulo 5 aunque ya se la
vislumbra en el 4 y podría perfilarse en parte del 6; en rigor, Scott solo parece referirse a la
Mesopotamia del IV y III milenios a.C. en términos históricos. Sin embargo, cuando atendemos al
título y subtítulo del libro ya comentados, debemos prestar atención al término historia.
Ciertamente, a nuestro juicio, este queda algo banalizado. Y se comprende porque el autor —como
ya hemos recordado— no es historiador sino antropólogo. Esto explica que el libro no presente un
planteamiento ortodoxo de la disciplina de Historia (ni es arqueológico ni filológico). Scott lanza
sus propuestas desde una perspectiva claramente externa, hasta ajena podemos decir, al menos en
parte, puesto que su objeto de estudio no es ni las ruinas ni los documentos.
El prefacio ya deja ver el papel de “intruso” de quien se reconoce nadando en aguas revueltas
y difíciles. El mismo autor llama a la cautela, aun reconociéndose algo provocador sin dejar de
usar, en general, una buena argumentación (p. 12); es ajeno a todo lo que va a tratar en campos tan
complejos como la prehistoria, la arqueología y la historia antigua. Pero aclara que se basa en los
nuevos conocimientos que han proporcionado las dos últimas décadas, y que echan por tierra todo
el planteamiento anterior, los presupuestos teóricos de los que se partía tradicionalmente en
relación con el origen del Estado y sus inicios prehistóricos.
Scott sitúa así al lector en un escenario de ruptura, de abandono de planteamientos
preconcebidos, para afrontar su objeto de estudio. Su análisis intenta combinar (según afirma en el
prólogo, p. 12) biología, epidemiología, arqueología, historia antigua, demografía e historia
ambiental referidos a “nuestro tema”. Es sin duda el producto de un trabajo laborioso, como se
deduce, de años de estudio en esos ámbitos ahora combinados. Intenta “unir puntos del
conocimiento ya existente”, revisar radicalmente o revertir “lo que creíamos saber de las primeras
civilizaciones en la llanura aluvial mesopotámica” (¿por qué usa aquí el término “civilizaciones”?).
Su interpretación revierte el orden tradicional (primero domesticación y después
sedentarización y agricultura). El sedentarismo fue muy anterior a la domesticación de animales y
plantas. Y tanto uno como otra fueron, a su vez, muy anteriores a la aldea agrícola (pp. 12-13). Si
esta contrapropuesta, que echa por tierra todo el planteamiento anterior del que venimos, es una
conclusión sólida del “asombroso avance del saber en las últimas décadas” (p. 12), vemos al autor
situado en dos posturas: primera, el valor de “las pruebas” publicadas que desacredita el trabajo
anterior de muchos sabios y especialistas en arqueología e historia antigua, y segunda, el crédito
concedido a las nuevas pruebas sin plantear ulteriores preguntas. Se trata de conclusiones que
deben venir de la arqueología, la arqueobotánica o la arqueobiología. El historiador, sin embargo,
no puede evitar tener que reivindicar el sentido lógico del análisis haciendo preguntas. La más
importante: ¿cómo se sostiene o garantiza la supervivencia urgente y diaria de la comunidad
sedentaria que aún no conoce la domesticación? A esto hay que darle una respuesta sólida,
pensamos, antes de seguir avanzando en la provocadora argumentación. ¿Por qué poner en antítesis
(p. 13) “irrigación” frente a “humedales”? El razonamiento de Scott nos parece demasiado ambiguo
e inconsistente para explicar el origen del Estado y de las ciudades.
Otro aspecto digno de observar es que el autor (p. 13) mezcla indiscriminadamente tres
conceptos que el historiador no puede: aldea agrícola, ciudad y Estado. ¿Acaso son términos
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equivalentes desde el punto de vista histórico? Creemos que en absoluto. Aquí es donde se observa
con claridad esta debilidad que el autor comienza reconociendo en su prefacio; es decir, su
planteamiento ahistórico, desprovisto de una perspectiva necesaria para enfrentarse a una revisión
—como pretende— de este problema u objeto de investigación. Este trazado teórico de “brocha
gorda”, por así decirlo, ya echa por tierra el rigor de lo que parece que le espera al lector en las
páginas siguientes.
Afirma (p. 13): “Creíamos que el sedentarismo y la agricultura condujeron directamente (¡ojo
al término!) a la formación de estados …”. Se trata de una frase, en nuestra opinión, algo
irreflexiva; evidencia quizá esta ausencia de perspectiva a la que hemos aludido a la hora de
analizar los procesos históricos. Es preciso, como se ve, medir con precisión las palabras de un
discurso que pretende convencer. La candidez en relación con la comprensión correcta de esos
procesos cierra la anterior afirmación: (ibid.) “… pero sucede que estos solo aparecen mucho
después de la agricultura”.
Para Scott (p. 13), los estudios que maneja demuestran que la agricultura fue negativa en sus
primeras fases, de nuevo en el limbo del tiempo prehistórico; en lugar de ser “un gran paso
adelante” fue una mala idea, una actividad involutiva, según afirma.
Por otra parte, considera un error (p. 55) que la canalización y la irrigación a gran escala
estuvieran en el origen del Estado en la baja Mesopotamia (7000-6000 a.C.), y ello porque la
región era entonces un humedal ya en sí, y no “un desierto”, para lo cual, desde luego, se basa en
estudios autorizados. Sin embargo, Scott no entra en la cuestión importante de cómo se organizaron
aquellos “primeros grandes asentamientos estables”, concentrando su atención en el paisaje exterior
(los humedales). Cabría entonces preguntarle, si se ha demostrado que eran humedales y no
desierto regado por canales —no es el fondo de la cuestión de su libro—, ¿cuál fue la estructura
organizativa (¿política?) de aquellos “primeros grandes asentamientos estables”? A nuestro juicio,
Scott desvía el asunto del origen del Estado a la luz de las nuevas tesis, aunque este sea,
precisamente, el tema clave del (título del) libro.
El autor se extiende más adelante sobre el problema de los humedales y el sedentarismo (pp.
55-64); ofrece una interpretación plenamente convincente con respecto al origen del sedentarismo
colectivo y sin Estado en los grandes humedales de la baja Mesopotamia, lo que traslada también a
Jericó y al delta del Nilo. Esta importancia de los humedales da lugar a una sedentarización
desarrollada pero comunitaria, sin centralismo, sin jefes, reinos o dinastías (p. 64), lo que, en
principio, parecería quizá poco verosímil si se tratase de una sedentarización lo suficientemente
“desarrollada”. En resumen, el capítulo 1, a partir de la p. 55 y hasta la p. 72, presenta una
argumentación sumamente sugerente.
En el capítulo 2 (p. 73 y ss.) Scott trata los procesos evolutivos de la adaptación en la
prehistoria. Esta enorme extensión hacia atrás en el objeto de estudio puede quizá parecer al lector
algo excesiva, y sin duda despierta cierta cautela en el historiador que busca las primeras pistas en
relación con el origen del Estado. En cualquier caso, se trata de un capítulo sobre la domesticación,
complejísima, sumamente interesante y crítico en la pluma de Scott que trata de explicar cómo y a
costa de qué el Homo Sapiens camina lentamente hacia el mundo organizado por el calendario
agrícola “civilizado”.
La p. 95 y ss. se adentra ya en el capítulo 3. Entre las pp. 98-100 podemos comprobar la
perspectiva particular con que opera el autor, al encadenar saltos en el tiempo que van desde el
periodo eneolítico al II milenio a.C. Por ejemplo, que los textos de Mari del Bronce Medio puedan
considerarse “las primeras fuentes escritas” solo cabe en la percepción de un estudioso —como es
el caso— que aborda este análisis algo alejado de los planteamientos históricos más rigurosos.
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Nada menos que 1500 años (del 3100 al 1700 a.C., por ejemplo), suponen para el asiriólogo una
enorme distancia temporal que no revela en Scott sino un planteamiento sumamente desajustado. Y
baja luego todavía mucho más hasta Justiniano, que considera “época más tardía”. Por lo demás, es
un capítulo muy instructivo para comprender —por lo menos como posible versión muy
verosímil— el proceso complejísimo que explica el arriesgado y costoso camino hacia la
sedentarización. Aunque los capítulos 2 y 3 son muy convincentes en su argumentación sobre la
domesticación y los enormes problemas implícitos que esta conllevó, el lector crítico —aunque
profano— echa quizá en falta que pueda valorarse la dificultad de la “supervivencia” (término que
no parece haberse empleado) antes de la domesticación, como si la caza y la recolección en los
humedales hubiera sido el auténtico paraíso perdido al que se va renunciando durante un largo
proceso involutivo.
El capítulo 4 (p. 115 y ss.) se ocupa, por fin, de los primeros Estados, y aquí sí que parece
observarse una crítica algo artificial respecto a cómo los historiadores han interpretado el paso del
Neolítico al Neolítico tardío y de este al Estado; quizá el autor se ha dejado llevar en exceso por
una bibliografía algo limitada en los detalles. Que nosotros sepamos, nadie ha dudado nunca, en el
proceso civilizador, de que sedentarismo, agricultura, domesticación, irrigación y vida en
comunidad preceden al origen del Estado. La polémica es ficticia. Ningún historiador —al menos
que nosotros sepamos— se ha atrevido a proclamar el origen del Estado de la noche a la mañana.
La “polémica” que se crea en la p. 115 es falsa e inconsistente, puesto que es bien sabido que el
Estado embrionario —primigenio si se quiere— surge del Neolítico tardío y de sus condiciones
materiales y económicas. Lo mismo puede decirse de todos los argumentos que siguen (salvo por lo
de “islas enclavadas en una llanura pantanosa” que solo sirve para la baja Mesopotamia), y que
desde luego aquí aceptamos. En lo que no estamos de acuerdo con Scott es en que se niegue a los
historiadores la incomprensión de este proceso, o que no hayan sabido identificar o comprender las
fases peculiares durante el proceso de generación paulatina del Estado en el Próximo Oriente
antiguo. De hecho, esto está bastante bien determinado por la arqueología desde hace mucho
tiempo, y con el implícito “pensamiento histórico” que no olvida lo objetivo y lo verosímil
(lecciones de Tucídides). En la p. 120 Scott afirma: “El desarrollo del estado mesopotámico no fue
ni por asomo lineal”. Y, a continuación, sigue una especulación razonable sobre los altibajos y
accidentes que jalonan la realidad humana, antes de hacerse eco de las guerras entre Estados
antiguos que lastran esta linealidad. Pero ¿qué quiere decir el autor con “ni por asomo lineal”?
¿Qué entiende Scott por “historia lineal”? ¿Considera que los historiadores no ven o no tienen en
cuenta el ritmo cambiante, contravenido, conflictivo en el continuum del proceso histórico? Esta es
la crítica velada, pero injustificada, que parece lanzarse en las pp. 120 y 121. Esta carencia de
pensamiento histórico se aprecia por ejemplo entre las pp. 121 y 122: cuando el autor argumenta la
geografía rural de la construcción del Estado, pasa del tardoneolítico y sus condiciones a llevar al
lector en la nota 11 al segundo milenio (!); es decir, de la Edad del Cobre al Bronce Medio sin
marcadores históricos de ninguna clase. Este planteamiento sobre la teoría del origen del Estado no
puede, en ningún caso, englobar al Bronce Medio. Como mucho, puede contemplarse el paso de la
Edad del Cobre al Bronce Antiguo, que es lo implícitamente aceptable en términos históricos.
También (p. 121), cuando afirma que los Estados antiguos requerían un excedente para alimentar a
los no productores: funcionarios, artesanos (!), soldados —no precisa si regulares o de un
ejército—, sacerdotes y “aristócratas”, deben tenerse en cuenta algunas observaciones oportunas:
los no productores representan una clarísima minoría social; los artesanos son productores aunque,
ciertamente, no agrícolas y se incluyen sin estimación de una posible magnitud; los “soldados” no
son profesionales en el origen del Estado; sacerdotes y “aristócratas” son propietarios dentro del
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Estado y no los alimenta el Estado mediante, por ejemplo, raciones. Se trata, pues, de un
planteamiento necesitado de importantes matices. Como el autor opera su tesis sin un
planteamiento histórico ortodoxo, estos desatinos arrojan un análisis desacertado que debilita su
argumentación. Cuando se refiere a humedales en el Neolítico, Scott contempla una etapa
prehistórica; la misma óptica es de aplicación cuando se hace referencia al Tardoneolítico o a la
antesala crucial de la Edad del Bronce. Pero cuando se traslada el análisis al origen del Bronce
Antiguo (p. 125) las condiciones sociales y económicas han cambiado enormemente, y este tránsito
no debe pasar desapercibido en un examen del origen del Estado. El tratamiento de Egipto en este
caso (p. 125) es algo ligero mezclando las condiciones del delta con las del curso medio o alto del
Nilo, lo que resulta discordante. ¿En qué se concreta la argumentación? En el curso alto ¿surge el
Estado o los Estados, o no? Una vuelta al delta hace toda la discusión particular caótica y sin claro
hilo conductor. El alto Egipto queda claramente desdibujado, y esta referencia al país del Nilo
resulta contradictoria. Scott es impreciso cuando afirma “los estados en el Egipto antiguo surgieron
aguas arriba del delta”, para negarlo a continuación. El autor está defendiendo que en la baja
Mesopotamia el Estado surge precisamente en condiciones similares al delta del Nilo, aunque
después de un milenio. En resumen, la discusión que presenta Scott sobre el origen del Estado en el
humedal, tanto en la baja Mesopotamia como en el delta del Nilo, no resulta del todo coherente, lo
que se ve agravado en parte porque el lector ignora a qué periodo concreto se está refiriendo en uno
u otro núcleo de civilización. Al estudiar el origen del Estado en el antiguo Egipto, el autor, por
ejemplo, no tiene en cuenta el papel emergente de Buto en el delta como una de las primeras
referencias históricas documentadas, o las particularidades locales que representan los nomos
independientes en el curso del Nilo. En su teoría, la baja Mesopotamia sí ofrece un origen del
Estado en los humedales, a diferencia de Egipto y de China en sus respectivas zonas deltaicas (pp.
125-126). Este “paralelo” entre las tres realidades históricas se disuelve “un milenio después”
cuando hay arado. En suma, tenemos la impresión de que se trata de una argumentación
inconsistente, por imprecisa y por adolecer de una mayor elaboración teórica. En la p. 126 —otro
ejemplo— Scott identifica “Mesopotamia” con Estado, lo cual ha sido siempre históricamente
falso. Por otra parte, en la p. 127 un historiador tendría sus reservas en poner en el mismo plano (o
tiempo) al recaudador de impuestos de grano junto con el ejército, ya que este, en su caso, debe
situarse en otra coyuntura histórica. Recaudar impuestos no puede ser comparable a la función
encomendada a un ejército, puesto que lo segundo tiene, además, connotaciones y consecuencias
históricas también muy diferentes y considerables, especialmente la de un ejército —no expresado
pero insinuado— invasor. La interrelación es forzada, aunque se entienda, por supuesto, por dónde
quiere argumentar su tesis el autor. El salto al “diezmo medieval” en pocas líneas refleja con qué
facilidad Scott pasa del Tardoneolítico al Bronce Antiguo, y de aquí a otros periodos de la historia
europea sin reparo alguno en condiciones geográficas y coyunturas económicas o sociales tan
distantes y distintas a lo largo del tiempo histórico. A partir de aquí, el autor lleva al lector a otros
escenarios históricos muy separados en el tiempo y bajo otros condicionantes geográficos y
climáticos sin indicarlos expresamente, muy lejos del Estado que surge en el Próximo Oriente
antiguo y entrando, con mucho, en el terreno de la especulación y de la posibilidad, pero no en el
de “los hechos” en el texto principal. Su polémica nota 23 en la p. 128 puede merecer algunas
líneas más de discusión que tampoco interesan aquí especialmente, ni somos los más indicados
para inmiscuirnos en los detalles de lo que aquí se discute: el cereal cultivado calculada y
exigentemente como la clave del origen del Estado en Mesopotamia, por el hecho de la actividad
del recaudador de impuestos. Los habituales saltos históricos y geográficos a China, América o el
imperio otomano no hacen fácil seguir con rigor el trazado teórico del discurso, porque Scott aplica
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el mismo prisma en todas partes en cualquier periodo histórico. Cuando en la p. 130 el autor pone
el foco en Ur III, no está tratando en absoluto el origen del Estado sino refiriéndose a un Estado
histórico ya plenamente desarrollado. Otro tanto ocurre en la p. 134, cuando Scott se ocupa de las
murallas como características del Estado. Se refiere a las murallas anti amorreas en el mismo plano
que las que rodean a una antigua ciudad-Estado en 2500 a.C. En ningún caso es esta simplificación
posible, puesto que nada tienen que ver las murallas de contención anti amorrea del gran Estado
territorial de Ur III con las murallas de una antigua ciudad-Estado, incluso si estas —o aquéllas—
se hubieran edificado también para impedir la salida de los agricultores mesopotámicos. Las
murallas de Ur III a las que Scott se refiere defienden o marcan los confines de un “Estado
territorial”, noción que el autor desestima en su tratamiento, y que es importante contemplar dentro
de este objeto de estudio. Una cosa es la ciudad-Estado y su origen socioeconómico, en el inicio del
Bronce Antiguo, pero fruto de un largo proceso histórico que se ha iniciado mucho antes, y otra
muy diferente el horizonte del gran Estado territorial mesopotámico de Ur III en los albores del
Bronce Medio. Es decir, Ur III no puede contemplarse en un estudio histórico riguroso sobre el
origen del Estado, porque, de hecho, es ya en su tiempo un Estado “histórico” consolidado.
Cuando el autor trata el tema “la escritura crea estados” en la p. 135 y ss., podemos percibir
con claridad una carencia de sentido o perspectiva histórica, pues, al parecer, considera que las
ciudades-Estado arcaicas de Sumer pueden situarse en el mismo plano que Ur III (p. 138) en
relación con la evolución del Estado en la baja Mesopotamia. Por otra parte, nada tiene que ver en
esta discusión “los juicios consuetudinarios” mezclados con la terminología burocrática de la
administración (pp. 138s.). Ello revela el terreno desconocido en que se adentra el autor, aunque es
verdad que se ha asesorado bien no teniendo la perspectiva histórica adecuada. Por ejemplo, un
asiriólogo o sumerólogo no puede considerar que Ur III se encuentre en la época de “la escritura
primitiva” o que sea un “Estado primitivo” junto al Tardoneolítico (p. 141). ¿Puede explicarse la
ruina de Ur III por el “esfuerzo de paisajismo político total”? ¿Significa esto control excesivo de
mucho territorio? O, en cualquier caso ¿solo por eso? ¿y los amorreos u otros factores políticos?
Tenemos la impresión de que Scott desconoce los detalles mucho más complejos —sabidos— de
esta precisa coyuntura histórica. Además, en pocas líneas, en la misma página 141, reaparecen
junto a Ur III otras épocas históricas como la Edad Oscura de Grecia o el imperio romano que
claramente no pueden aportar ninguna contundencia a la argumentación. En la p. 142, la discusión
que Scott asume sobre el rechazo de la periferia a la escritura nos parece hoy discutible,
precisamente por su reconocido “cierto grado de especulación”. En la p. 143, como
desgraciadamente sucede tan a menudo, nos encontramos con una foto de un texto sumerio
colocada de forma errónea, lo que rebaja la calidad y contundencia del discurso (también de la
edición), aunque se trate de un estudioso no especialista. Todo ello contribuye, en suma, a que los
argumentos esgrimidos no resulten contundentes.
En el capítulo 5 desde la p. 145 y ss. Scott sintetiza muy acertadamente las condiciones
demográficas y económicas de los Estados tempranos (p. 147), aunque una cita de Tucídides sin
edición concreta (p. 149 nota 6) no parece posible. En esta misma página 149, Scott señala que “la
guerra en la llanura aluvial mesopotámica que comienza en el Período Uruk tardío (3500-3100
a.e.c.) y que se extiende … tuvo por objeto la concentración de las poblaciones en torno al núcleo
cerealista del estado”. Se trata de una manera interesante de verlo, aunque quizá también matizable
por ser algo simplificadora, al eliminar todo componente o condicionante ajeno a una idea
unilateral, inamovible, fija del Estado a lo largo de la historia. Scott elimina así posibles diferencias
entre concepciones de pueblos. Se limita, además, solo a la baja Mesopotamia. En este sentido, es
también radical e impreciso, y tal vez excesivamente simplista. ¿Consideraremos que, por ejemplo,
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el imperio de Sargón puede ponerse en el mismo plano que la Babilonia casita para interpretar al
Estado cerealista? Todavía quedan, desde ahí, unos cuantos siglos para llegar a los comienzos de la
Edad del Hierro en la baja Mesopotamia. Puestos a ver así las cosas, podríamos aplicar el mismo
rasero y perspectiva hasta el día de hoy urbi et orbe.
En todo caso, lo que es un argumento correcto para el periodo tardío de Uruk, con ciudadesEstado rivales, no lo es para el paisaje político ya de Sargón, por ejemplo, o incluso del Estado
territorial de Lugalzagesi, porque ese escenario de ciudades-Estado rivales ya no existe en absoluto
—por lo menos desde la perspectiva del Estado centralista— aproximadamente a partir de 2350
a.C. Es decir, Scott no ha entendido bien, a nuestro juicio, o ha malinterpretado las referencias que
maneja, y se ha excedido en la generalización. Los Estados territoriales cambian por completo los
contextos del fenómeno de “la guerra”. La idea de Estado, creemos, no debiera ser tan monolítica.
En la p. 149, Scott presenta un tema crucial y sumamente relevante (“El estado y la
esclavitud”), en el que lanza algunas afirmaciones, aunque preliminares, que ya serían matizables.
Como todo lo introduce en un marco general, lo dejamos aquí sin comentar, porque, en rigor, no es
este tema general lo que aquí nos preocupa, como sí el apartado siguiente, “esclavitud y
servidumbre en Mesopotamia” (p. 151). Aquí el empleo de la afirmación de Finley es más que
discutible. Scott la utiliza como punto de partida y apoyo a su tesis respecto a la inexistencia de
“hombres libres”. También, niega la tesis dominante (admitida incluso por el marxismo) y
considera que la esclavitud fue muy importante en Mesopotamia (p. 152), básicamente porque
considera que todos aquellos que no pertenecieran a la elite social eran esclavos o siervos, lo que le
parece indistinto. Los argumentos de “una cuestión puramente terminológica” sobre la esclavitud
son para Scott irrelevantes, lo que muestra su perspectiva de no historiador; no contempla su visión
reduccionista (actual) de una realidad compleja mal comprendida (p. 152), y no solo referida al
antiguo Sumer. El uso del término “guerra” en relación con “número de cautivos” es por ejemplo
problemático. El uso de la guerra para obtener esclavos en “razias esclavistas” (p. 153) hubiera
requerido, a nuestro juicio, una mayor y más sólida explicación. La comparación de Uruk con la
Inglaterra victoriana (p. 153) parece excesiva. Scott ofrece una perspectiva que podemos considerar
típica de nuestras categorías mentales sobre el análisis que presenta de los datos de Uruk, sin decir,
por lo menos, cuándo en Uruk. Solo por la cita a pie de página el lector comprende que se está
refiriendo a la Uruk del periodo tardío y del periodo protodinástico. Señala, también, que los
documentos consideran que animales y esclavos o trabajadores son equivalentes en virtud de los
criterios de redacción y “en la mente de los escribas” (p. 153s.), afirmación que nos parece también
algo radical y precipitada. El argumento defendido en las pp. 154-155 de que se acaparaba a
numerosos esclavos para desempeñar muchas funciones, pero luego, “se les ciega” y se “destruía
de forma tan frívola la fuerza de trabajo porque era relativamente fácil adquirir una gran cantidad
de nuevos prisioneros” resulta también inconsistente y puramente especulativa. En apenas cinco
páginas de discusión, y utilizando solo unas pocas referencias bibliográficas —muy acotadas e
insuficientes— el autor no puede, realmente, abordar este interesante tema de la esclavitud y la
servidumbre en Mesopotamia. Muchas pruebas apuntan —como advierten ya los propios
asiriólogos— que el asunto de la esclavitud allí es muy matizable, lo que el autor
premeditadamente ignora, sin tomar en serio esta sabia observación que ni siquiera el marxismo ha
pasado por alto; Egipto y China se despachan en página y media. Es decir, si el autor pretende
demostrar la importancia de la esclavitud en el origen de los primeros Estados del mundo antiguo,
el asunto requiere mucho más trabajo, referencias, pruebas, razones y argumentos. La discusión
sobre China se reduce a dos párrafos completamente inconsistentes (p. 159).
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Cuando en la p. 160 estudia “la esclavitud como estrategia de recursos humanos” introduce
una cita ilustrativa de V. Gordon Childe huérfana de referencia concreta en la bibliografía. Es una
cita acrítica, promarxista o marxista, sin base probatoria alguna sobre la esclavitud que,
precisamente, se ha intentado “matizar” en las pocas páginas precedentes. Esto demuestra, a
nuestro juicio, las distintas etapas de redacción por las que ha pasado el libro y lo imposible de que
el relato sea coherente cuando se refiere a los primeros Estados de la Historia. Es una cita de los
años de impacto de Gordon Childe, pero anacrónica hoy. El texto de Scott es una suma de
conjeturas y reflexiones eclécticas, en un tiempo histórico elástico dentro de la antigüedad, pero
desprovistas de consistencia para un análisis histórico. Considerar a los siervos como
“proletariado” equivalente a los esclavos resulta un totum revolutum que, no teniendo una base
consistente, no aterriza en ninguna conclusión sólida (p. 163). Cuando, en esta misma página,
estudia “capitalismo de saqueo y construcción del estado”, nos encontramos de nuevo con ideas e
impresiones sumamente especulativas, desde la percepción personal del autor, pero no con una
propuesta de reconstrucción histórica sobre el papel del Estado en relación con el capitalismo de
saqueo. Scott opera con categorías y deducciones ajenas a las fuentes (p. 165). En la misma página
165 ofrece un apartado titulado “la particularidad de la servidumbre y de la esclavitud en
Mesopotamia” que, a priori, puede sorprender por la osadía de un antropólogo que parece (muy)
ajeno a la disciplina. ¿Se le ocurre a algún asiriólogo escribir sobre antropología en el Amazonas?
Aquí, el autor ofrece una serie de especulaciones y hasta elucubraciones poco o escasamente
convincentes. No estamos acostumbrados, al menos, a fabricar teorías sin bases documentadas y
sólidas, ni a dar por válidas condiciones históricas que se trasladan de milenios distintos arriba y
abajo del tiempo histórico, o aun de espacios geográficos. Su tesis, si no la entendemos mal, es que
la esclavitud en la Mesopotamia arcaica estaba oculta y no se registra como tal en las fuentes
escritas (p. 170). El propio autor introduce a continuación “una especulación sobre la
domesticación, el trabajo pesado y la esclavitud” afirmando que los Estados “inventaron las
sociedades a gran escala basadas sistemáticamente en el trabajo humano cautivo no libre”. Se basa,
por norma, en la Mesopotamia arcaica, a menos que dé el salto a otros “momentos” de la larga
historia mesopotámica, cuando así le interesa, por ejemplo, al siglo VI a.C., por no hablar de
Atenas, Esparta o Roma sin precisar cuándo, qué Atenas o qué Roma. Como en la p. 166 ha
señalado “obvias razones” de la más reducida población de estas comunidades tempranas, no
parece coherente argumentar poco después las sociedades “a gran escala”. Considerar, por otro
lado, a Roma como “formidable potencia naval” y magnificar la importancia y proporciones de la
guerra en el III milenio protodinástico en Mesopotamia parecen reflejar, a nuestro juicio, que el
autor tiene en mente grandes confrontaciones de miles de soldados. Scott diferencia entre
“esclavitud”, “servidumbre” y “trabajo humano cautivo no libre”, pero no explica qué entiende por
cada una de esas delimitaciones terminológicas ni en qué época las sitúa. Tampoco intenta explicar
qué entenderían, a su juicio, las distintas realidades históricas por cada una de esas delimitaciones
terminológicas. ¿Qué diferenciaba, por ejemplo, en determinadas sociedades a siervos y esclavos, y
por qué? No lo explica. Para él, Atenas, Esparta, Roma y el imperio neoasirio pueden situarse en el
mismo plano cuando analiza el fenómeno de la esclavitud (p. 170). Los Estados no nombrados
“allí” son “difíciles de imaginar”. Opera con categorías mentales preconcebidas que considera
evidentes —y hasta contundentes—. A veces, se refiere a “canteras”, “minas” y “remo de galeras”
para la esclavitud o servidumbre en Mesopotamia. De modo que queda claro que su especulación
carece de toda base teórica para analizar los primeros Estados (pp. 171-172).
En el capítulo 6 (p. 173 y ss.) el lector se encuentra con un falso intento de “romper esquemas”
para vender el producto. Scott introduce elementos de análisis inesperados y, por decirlo así, por
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CONTRA EL ESTADO OR AGAINST THE GRAIN BY J. C. SCOTT
sorpresa. Conforme avanzamos en la lectura, observamos que el autor no opera con un concepto
claro de “Estado”, y que lo mismo le vale el empleo de este término para el 10.000 o el 6000 a.C.,
que para referirse a Ur III (p. 174). Esto no es admisible para un especialista en la historia del
Próximo Oriente antiguo. Es evidente que la escala, dimensión o alcance del concepto “Estado” en
esos tiempos no se puede aprehender sin matices. Esto es lo que hace imposible seguir la tesis
inconsistente del antropólogo. “Estos primeros estados arcaicos” tienen una dimensión que va
desde el tiempo prehistórico al ya bien entrado histórico (Ur III), lo que impide seguir bien la
escala con que va operando el autor que ensaya una lectura histórica de su objeto de estudio; por
ejemplo, en la p. 174 su hilo conductor es prácticamente imposible de plantear en un hilo histórico
asumible; su discurso no es sostenible sin contemplar los muchos y debidos reparos (dinastía de
Lagash, Acad); el ejemplo de Ur III es arbitrario y no aporta consistencia. Esta p. 174 es muy
problemática también porque revela las distintas escalas con que opera Scott en conceptos como
tiempo prehistórico vs. histórico —muy visible y evidente en su “lectura” de los primeros
Estados—, lo que extiende a un supuesto “Estado prehistórico” vs. histórico, a los conceptos
cultura y civilización en las mismas divisiones. Así expuesta, la argumentación sume al lector en
un gran caos respecto al terreno en que debe moverse. Tiempos, Estados, cultura y civilización
sitúan al historiador —o al estudioso de la historia— en la discusión frente a parámetros muy
difíciles de aprehender para poder seguir el hilo conductor en una compresión —discusión—
razonable, coherente, y ajustada a la comprensión histórica de los procesos. Es decir, el texto de
Scott está en un tipo de “registro” discursivo ajeno por completo al del historiador, como se puede
observar en todo el libro y, por ejemplo, muy particularmente, en la p. 174, como demuestra el uso
aquí del término “civilización”. La discusión que ofrece el autor, muy parcial y particular, no le
conduce sino a una descripción casual —también muy arbitraria— basada solo en muy pocos
títulos bibliográficos. Si hubiera leído otros trabajos hubiera propuesto otros argumentos. Su texto
es sencillamente accidental, arbitrario o casual —circunstancial— porque extrae conclusiones
generales basadas en muy pocos e insuficientes estudios. Esas conclusiones generales operan en
dimensiones temporales diferentes, y apenas tienen una lectura política cuando baja a la arena del
tiempo histórico de, por ejemplo, la III dinastía de Ur. Como el autor no es historiador, y así lo ha
dejado claro desde el principio, parece un sinsentido poder someter a mayor crítica algunas de sus
observaciones, como, por ejemplo, en la p. 177, la relativa a la ruralización en Mesopotamia
después de Ur III.
En la p. 179, su tratamiento sobre el papel de la enfermedad en relación con la supervivencia
de los primeros Estados nos parece muy razonable (también la discusión entre pp. 180-182). Lo
mismo observamos a continuación, cuando Scott se ocupa del impacto medioambiental. En
general, la argumentación que el lector se encuentra en las páginas siguientes es muy amplia y no
supone ningún reparo asumirla, salvo por el hecho (ya señalado) de aplicar una visión
excesivamente holística desde la prehistoria a, por ejemplo, Grecia o Roma respecto al ecocidio, o
las guerras que siempre ve a gran escala y en términos de grandes masas de cautivos.
En la p. 193 cuando, al final del III milenio a.C., compara a Egipto con Mesopotamia, se
observa el problema de haber entendido realmente Ur III y lo que representa en la historia de
Mesopotamia. Sin embargo, estamos totalmente de acuerdo con Scott cuando, en las páginas
siguientes, desarrolla su “elogio del colapso”. En rigor, sin embargo, no es nada original respecto a
lo que históricamente representa una “edad oscura” para los historiadores o arqueólogos como
época de poco interés. En eso, desde luego, no podemos estar de acuerdo. Cuando se ocupa
brevemente del fenómeno amorreo, de la caída de Ur III, tampoco leemos afirmaciones o
deducciones interesantes (p. 198), apropiadas o ajustadas.
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JUAN OLIVA ‒ JUAN MANUEL DUQUE SANTANA
Finalmente, el capítulo 7 (p. 201 y ss.) es muy general, aunque incluye reflexiones interesantes
sobre la dicotomía Estado-elemento no estatalizado, en la que los apuntes sobre el Próximo Oriente
antiguo se aderezan a saltos con otros “momentos” del continuum histórico, tanto antiguo —y
dentro de la antigüedad sobre todo clásica— como con otros de la Historia Universal
contemporánea urbi et orbe (América y Asia). Se trata de unas reflexiones en clave antropológica,
no histórica, con las que el lector (profano en antropología) puede estar esencialmente de acuerdo.
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