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Cruz y Resurrección

2024, Revista Suroeste

Abstract

Una reflexión sobre el sentimentalismo, la alegría y el sentido de la Cruz.

Cruz y Resurrección FEBRERO 16, 2024 • POR VICENTE HARGOUS Escritorio del Editor El mundo católico hispanoparlante ha visto surgir en la última década ciertos movimientos eclesiales que manifiestan no sólo una renovación de estilo, sino también una frescura que atrae a la juventud. Se trata de carismas en los que se ve la alegría propia de quien realmente vive en Cristo. Así, frente a los que andan con “cara de vinagre” ―como ha dicho alguna vez el Papa Francisco― y que quieren imponer a todos una permanente “Cuaresma sin Pascua”, estos nuevos movimientos “hacen lío” con su testimonio de la alegría del Evangelio. ¿No es verdad que en muchos grupos se inculcan ciertas rigideces que nada tienen que ver con el mensaje cristiano en toda su pureza originaria? A propósito de alguno de dichos movimientos surgió una conversación con un grupo de amigos. Una alegre charla regada con abundante cerveza y acompañada de un buen asado. Alguien comentó que un autor vinculado a uno de esos movimientos se lamentaba de que los cristianos hayamos optado por el signo de la Cruz, porque la buena noticia no se dirigiría principalmente a la amargura de la Cruz, sino al júbilo de la Resurrección. Y así, en el ambiente propicio que da la amistad, comenzamos a discurrir sobre tan espinoso asunto. No fue nuestra intención condenar a quienes participan en estos movimientos ni nada parecido, pero sí de reflexionar sobre lo que parece ser un verdadero problema: el dilema de la Cruz. Y, sin embargo, nuestras conjeturas no tuvieron por comienzo teóricas disquisiciones teológicas, sino más bien la praxis inmediata de muchos de los involucrados y sus experiencias con esos u otros grupos eclesiales. Una de las involucradas argumentaba: “yo era muy escrupulosa, y me hizo muy bien dejar de centrarme tanto en el dolor, cuando me di cuenta de que Dios me quiere feliz”. La pregunta se planteó, así, en función de un énfasis un poco excesivo que muchos de los presentes percibimos en otros ambientes católicos: ¿No es verdad que en muchos grupos se inculcan ciertas rigideces que nada tienen que ver con el mensaje cristiano en toda su pureza originaria? ¿No es acaso cierto que en instituciones reconocidas por su integridad doctrinal se ven muchas personas profundamente dañadas por escrúpulos? ¿No será que la Iglesia se enfocó demasiado en predicar la Cruz, olvidando lo que es realmente importante? ¿Pero cómo es posible que la Cruz no sea parte de eso que es lo realmente importante? Y así, en el mismo asado, surgieron argumentos contrarios: la Cruz es el símbolo que, según narran las crónicas de la antigüedad, dio la victoria a Constantino I: In hoc signo vinces. La Cruz está entronizada en la cúspide de las catedrales y de los palacios, y forma parte esencial de la ruta seguida por la Iglesia y por el pueblo cristiano por 2.000 años. Alguno argumentó con la sentencia de san Pablo: “nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (I Cor. 1, 23). La Cruz es el camino propio del cristiano, llamado a imitar a Jesús y a seguir su mandato de tomar la propia Cruz (cfr. Lc. 9, 23). Por eso Chesterton decía que “no podrás leer racionalmente el Evangelio y considerar la crucifixión como una ocurrencia tardía o un anticlímax o un accidente en la vida de Cristo; es obviamente el punto central de la historia” (Chesterton, G. K.; “San Francisco de Asís”). Todo eso es verdad; pero, frente a ello, una amiga replicó: “la Cruz es un medio y no un fin, está en el camino, pero como un simple precio: el fin es la Resurrección y la Vida”. Todo este difícil enredo parece mostrar una rivalidad. Como si fuera imposible pensar sin esta oposición dialéctica entre una espiritualidad de la Cruz y otra de la Resurrección (de modo parecido a la oposición entre la teología de la Encarnación y la de la Cruz, que describe Ratzinger en su “Introducción al Cristianismo”). Ambas contrapuestas, incompatibles. ¿Cómo conciliar ambas visiones? ¿Acaso se ha equivocado la Iglesia al enseñar con tanta fuerza el valor salvífico del dolor? ¿Se equivocó san Pablo cuando llamaba a la Cruz “fuerza de Dios y sabiduría de Dios”? Si realmente asumimos las enseñanzas del Evangelio, parece evidente que no puede prescindirse de la Cruz. Pero, por otro lado, “si Cristo no hubiera resucitado […] vana sería nuestra fe” (I Cor. 15, 14). Es claro que hay un misterio difícil de comprender plenamente ―no en balde el propio san Pablo trata la sabiduría de la Cruz como opuesta a la ciencia de los hombres en la primera Carta a los Corintios―, pero Dios sí nos lo muestra con hechos y palabras, en la historia y en la Escritura: ¿No tomó Cristo el camino estrecho, el camino de la pobreza y el dolor? Al encarnarse, vino a nacer a la tierra más baja de la tierra, al lugar más pobre de todos: ¡y es el Rey de reyes! Aceptó la muerte, y muerte de Cruz, y ¡por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre sobre todo nombre! (cfr. Flp. 2, 8-9) La paradoja de la Cruz es que el crucificado, por su obediencia, nos hizo libres, nos hizo ricos con su pobreza. Cruz y Resurrección son en conjunto un solo misterio que muestra el amor de Dios por nosotros. No solamente no son incompatibles, sino que una cosa implica la otra: son inseparables. La Cruz es el camino propio del cristiano, llamado a imitar a Jesús y a seguir su mandato de tomar la propia Cruz (cfr. Lc. 9, 23). De la misma manera que en el servicio libre se encuentra el verdadero poder que se ejerce en libertad, en la Cruz está la gloria, en la muerte la vida. El corazón del mensaje cristiano contiene esta paradoja, el camino de Cristo que es Cruz y gloria. “Baja si quieres subir”, decía san Juan de la Cruz. Dicho mensaje fue plenamente vivido por María. Ella no se enredó en dialécticas para exigir un “derecho” a ser elevada, sino que simplemente dijo fiat: al aceptar al Logos Eterno ―la Palabra misma de Dios―, lo asumió carnalmente en sus entrañas y vitalmente con sus obras. Y aceptó mediante un acto de sumisión: a semejanza de lo que haría Jesús, ella obedeció y se anonadó a sí misma ―se hizo esclava―, y al rebajarse fue ensalzada y elevada como bendita entre todas las mujeres. Autor: Vicente Hargous Editor Revista Suroeste