https://doi.org/10.17163/abyaups.59.476
Capítulo X
La historia de la cultura.
Un nuevo sentido
de la temporalidad
Carlos Arturo Ospina Hernández
Universidad Católica de Colombia
[email protected]
https://orcid.org/0000-0002-8578-5227
Introducción
Desde diferentes enfoques se constata que fenómenos como el
eurocentrismo, la economía de mercado, la unilateralidad (en el concepto de cultura afectado por el concepto hegeliano zeitgest o espíritu de la época), además de la discriminación de los pueblos ágrafos
como pueblos sin historia, la exclusión de la idea de recepción en lo
referente a la tradición, los aportes de la antropología que han superado el concepto de raza para sustituirlo por el de cultura, y otra serie
de consideraciones; han conducido a la historia por los caminos de
una nueva temporalidad y a que la humanidad entera se vea reflejada
en el espejo del multiculturalismo.
Desde esta mirada, una gran inquietud ha surgido frente a la
homogenización cultural que ha generado el pragmatismo económico y la economía consumista. Marcadamente en la necesidad que los
estudios históricos no prescindan de la ética de la interculturalidad
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o que más bien no la trasgredan. De hecho, el papel del historiador
contemporáneo se tiene que situar frente a esos horizontes que estaban pasando desapercibidos y que, en épocas recientes, gracias al
diálogo, al reconocimiento y a la multi-focalidad, se van presentando
a sus ojos como grata novedad de esa ciencia que se ocupa del hombre en el tiempo, como lo enseñaba Bloch (2010).
Totalitarismo cultural
Amín (1989) y Dusell (1999) coinciden en que una visión eurocéntrica del sistema mundo se consolidó como un paradigma de la
modernidad. “Una modernidad que terminó estructurando un sistema económico que propone una homogenización del mundo que
no puede realizar” (Amín, 1989, p. 77).
Esa homogenización implica un totalitarismo cultural de carácter multisecular que configura una exclusión del resto de la humanidad de la Historia, por lo menos formalmente hablando. Uno
de los elementos de la historia, más afectados por la situación anterior, es nada más ni nada menos que la temporalidad. Dusell (1999)
describe así el problema:
La división “pseudo-científica” de la historia en Antigüedad (como
antecedente), Edad Media (como época preparatoria) y Edad
Moderna (Europa) constituye una organización ideológica y una
deformación de la historia. Se trata de una periodización que crea
problemas éticos con relación a otras culturas. La filosofía, especialmente la ética, necesita romper con ese horizonte reduccionista para
abrirse al “mundo”, a la esfera planetaria. (p. 148)
Amín (1989) por su lado afirma que:
El Renacimiento no es sólo el momento de la ruptura con la ideología tributaria. Es también el punto de partida de la conquista del
mundo... los europeos toman conciencia a partir de esta época de
que la conquista del mundo por su civilización es en adelante un
objetivo posible. (p. 73)
la
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Por otro lado, Burke (2006) al analizar los diversos trabajos
en el campo de la historia de la cultura observa como a mediados
del siglo XIX Marthew Arnold, en sus conferencias sobre “Cultura
y Anarquía”; y Burckhardt (2004) en su obra “La cultura del Renacimiento en Italia”, hablan de cultura como si la idea pudiera explicarse por sí misma. Indica también como en 1926, cuando Huizinga
pronunció su conferencia sobre “La tarea de la historia cultural”, la
situación no había cambiado.
De acuerdo con las apreciaciones de los tres autores, cultura es algo que solo tienen algunas sociedades o, más exactamente,
determinados grupos de algunas sociedades. En este sentido, Burke
(2006) plantea cinco objeciones a esta concepción porque:
1. Ignora la sociedad —la infraestructura económica, la estructura política y social— o, al menos, le presta escasa
atención.
2. Presupone una unidad o consenso cultural, se identifica
con el término hegeliano Zeitgeist o espíritu de la época.
3. Adopta la tradición como el legado de objetos, prácticas y valores de generación en generación, opuesta a la
recepción.
4. El sentido estricto de la idea de cultura.
5. La tradición clásica de la historia cultural centrada en un
canon de grandes obras de la tradición europea, cuando
los historiadores del siglo XX trabajan en una época de
descanonización.
También considera como la conocida crítica del llamado “canon”
de grandes libros en Estados Unidos y las consiguientes guerras culturales, solo son parte de un movimiento, mucho más amplio, que ha
recibido el nombre de multiculturalismo (Gorak, 1991; Javitch, 1991).
Luego propone el nombre “historia antropológica” para la historia cultural. Con este nuevo enfoque nos aproxima más claramente
a la temporalidad de la historia desde la cultura, explicándola como
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una traducción cultural del lenguaje del pasado al del presente, de
los conceptos de los contemporáneos a los de los historiadores y sus
lectores. Hacer la “otredad” del pasado visible e inteligible (Darnton,
1984; Pallares-Burke, 1996).
Advierte que más que pensar en términos de una oposición
binaria entre el Yo y el Otro, como han hecho tantas veces los participantes en encuentros culturales, sería más iluminador hacerlo en
grados de distancia cultural. Sugiere una doble visión: ver a los individuos del pasado diferentes de nosotros (para evitar imputarles
anacrónicamente nuestros valores), pero, al mismo tiempo, como
nosotros en su humanidad fundamental.
Enfoque clásico y marxista de la cultura
Burke (2006) plantea las diferencias con el enfoque clásico y
marxista de la cultura: por una parte, observa que se abandona el contraste tradicional entre sociedades con cultura y sin cultura, se habla
de “culturas” en plural. Luego, la cultura se la define, en la línea de Malinowski (1931), como “artefactos, artículos, procesos técnicos, ideas,
hábitos y valores heredados” (p. 621) o, en la línea de Geertz (1973),
como “las dimensiones simbólicas de la acción social” (p. 30).
Es decir, no solo arte, sino cultura material; no solo lo escrito,
sino lo oral; no solo el drama, sino el ritual; no solo la filosofía, sino
las mentalidades de la gente común.
La vida cotidiana o cultura cotidiana es esencial en este enfoque, especialmente sus normas o convenciones subyacentes, lo que
Bourdieu (1977) denomina la “teoría de la práctica” y el semiólogo
Lotman (citado en Geertz, 1973) la “poética del comportamiento cotidiano” (p. 30). Así, por ejemplo, el proceso de aprendizaje de un
monje medieval o un noble renacentista o un campesino del siglo
XIX, consistía en algo más que interiorizar reglas. Como sugiere
Bourdieu, el aprendizaje incluye una pauta más flexible de respuestas a situaciones que —como los filósofos escolásticos— denomina
la
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habitus (Bourdieu, 1977). Por tanto, podría ser más exacto emplear
el término “principio” en vez de “regla”.
Actualmente se recurre a la cultura para comprender los cambios económicos o políticos que anteriormente se analizaban de una
forma más reductora e interna. Un historiador de la decadencia de la
economía británica entre 1850 y 1980 la explicaba por la “decadencia
del espíritu industrial” (Wiener, 1981). Los historiadores políticos
cada vez se sirven de la idea de cultura política para referirse a los
valores, actitudes y prácticas transmitidas como parte del proceso
de socialización de los niños y que, después, se dan por supuestos
(Lyons, 1979).
Los llamados teóricos de la recepción, como el antropólogo-historiador jesuita Michel de Certeau (citado en Dresden, 1975),
han sustituido el supuesto tradicional de la recepción pasiva por el
de adaptación creativa. Sostienen que “la característica de la transmisión cultural es que aquello que se transmite cambia” (p. 119).
Los historiadores culturales, como los teóricos culturales, han
rechazado la idea de la superestructura. Muchos piensan que la cultura es capaz de resistir las presiones sociales o incluso conformar la
realidad social.
Lo anterior explica el interés por la historia de las representaciones, la construcción, la invención o constitución de lo que se
llamaban hechos sociales como clase social, nación o género. La palabra invención aparece en publicaciones recientes, tanto si se trata
de la invención de Argentina, de Escocia, del pueblo o de la tradición
(Hobsbawm y Ranger, 1983; Morgan, 1988; Pittock, 1991; Shumway,
1991). La historia del imaginaire social está relacionada con el interés por la invención en consonancia con la crítica de Foucault a
los historiadores por su idea empobrecida de lo real, que excluía lo
imaginado. Benedict Anderson ha reescrito la historia de la conciencia nacional en términos de “comunidades imaginadas”, señalando
la influencia de la ficción, como en el caso del filipino José Rizal y su
novela Noli mi tangere (1887), referenciado en Furer (1984).
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Burke (2006) advierte, sin embargo, que es conveniente tener
en cuenta el énfasis actual en la construcción o invención de la cultura
que exagera la libertad humana, en la misma medida en que la antigua
visión de la cultura, como reflejo de la sociedad, reducía esa libertad.
Esta apreciación del sentido de la libertad confluye seriamente
en el verdadero sentido de la temporalidad, pues empata con el engaño de una tradición artificialmente fosilizada, muchas veces como lo
considera Hobsbawm y Ranger (1983) inexistente o de data reciente,
o unos cambios ficticios al servicio de modelos ideológicos.
También Burke (2006) aporta otro criterio clave, la diversidad
del pasado: el problema de los historiadores culturales es evitar la
fragmentación sin volver al engañoso supuesto de la homogeneidad,
revelar la unidad subyacente (al menos las conexiones subyacentes),
sin negar la diversidad del pasado.
A ese propósito, comentando los llamados encuentros de culturas, explica una historia cultural, centrada en los contactos, no
debe escribirse desde un punto de vista únicamente, debe ser polifónica, utilizando el término de Bakhtin (1981). Debe contener en sí
misma una variedad de lenguas y puntos de vista: de los vencedores
y los vencidos, de los hombres y las mujeres, de los propios y los extraños, de los contemporáneos y los historiadores. Ese concepto de
polifonía cabe enteramente para la temporalidad.
Todos los presupuestos con los cuales Burke (2006) nos ilustra,
están lejos de ver el universo de los metabolismos culturales con un
sesgo trágico que utiliza imágenes como la del espejo trizado (Brunner, 1992) más bien nos invita a degustar la sinfonía de las culturas.
Chevalier (1979) plantea un marco teórico interesante para
aprovechar los rasgos de la nueva historiografía con la cultura que
podemos sintetizar así: como punto de partida para intentar renovar
la temática de la historia, el autor apela a la noción de civilización
que hace intervenir las distintas ciencias del hombre. Apunta, en este
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orden de ideas, a la definición de Braudel (1976) que resume así:
para el historiador las civilizaciones son al mismo tiempo espacios,
sociedades, economías, mentalidades colectivas, consideradas como
continuidades en el tiempo, o sea, no tanto desde el punto de vista
de coyuntura como en sus estructuras —en el sentido que le dan los
economistas— es decir, en la larga duración.
Cada uno de los cuatro elementos de esta definición es objeto de una disciplina por lo menos geografía, demografía, etnología,
sociología, economía, psicología. Estas ciencias le proporcionan al
autor, cabezas de capítulos para su trabajo de investigación, quien
las asume en sus confines con la historia, pues en su buen entender,
como decía Febvre (1938), en las fronteras con las demás ciencias del
hombre es donde los historiadores harán nuevos descubrimientos.
El autor explica que la Psicología no está tan inmediatamente
dispuesta como otras ciencias a tomar una dimensión temporal y,
por lo tanto, a aclarar la historia con nuevos enfoques, aun cuando,
investigaciones recientes sobre las mentalidades hacen surgir una
semántica histórica empleando los métodos estadísticos que han renovado la lingüística.
Afirma que la unidad de las ciencias creadas por el ser humano es tan fuerte, que varias de ellas toman una dimensión temporal,
acercándose espontáneamente a la historia, la cual a veces intenta
anexionarse, así como al crear el concepto de civilización la historia se ha aproximado a las demás ciencias. Recalca además que las
civilizaciones, en cuanto continuidades de fuerzas profundas independientes del ir y venir de los acontecimientos y de los accidentes,
representan la gran historia.
Hace hincapié en el crecimiento económico susceptible de
desembocar en un desarrollo cualitativamente distinto de él, pues
cuando la civilización campesina se convierte en civilización industrial genera una de las más grandes mutaciones de la historia.
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Es particularmente interesante su planteamiento sobre la antropología social en función de la historia y específicamente la de
América (Lévy-Leboyer, 1970 citado en Chevalier, 1979) estima que,
tanto por su objeto y sus métodos como por sus recientes dimensiones temporales, la antropología social y cultural se ha acercado
notablemente a la historia; interesa mucho por su orientación americanista, la cantidad y la calidad de las investigaciones en los países de
tradición indígena como Brasil, Antillas y otros países de América.
También señala que lejos de limitarse a las sociedades mal llamadas
primitivas se extiende a civilizaciones campesinas, poblaciones urbanas, las más desarrolladas agrupadas en áreas culturales.
Chevalier (1979) afirma que la antropología social o cultural
tiende a pasar del análisis sincrónico al análisis diacrónico de los
acontecimientos, es decir, hacia su génesis y evolución, a través de
una serie de imágenes sincrónicas. De hecho, es una auténtica historia social y cultural o etnohistoria, a menudo novedosa, es la que presenta esta diachronic socialogy y estos social changes, como lo recuerda el maestro de la escuela inglesa Pritchard (1964). Indica que en las
fronteras con la etnología queda mucho por hacer para comprender
en un pasado, más o menos lejano, las estructuras sociales y mentales de las sociedades mestizas, como también en un tiempo más
reciente las profundas transformaciones de todo tipo que acarrea la
social mobilization de Deustsh, característica de nuestros tiempos.
Opina Chevalier (1979) que los historiadores prolongarían en
la larga duración las observaciones etnológicas sobre el presente o sobre el pasado limitado a los recuerdos de los vivos, encontrando en
los documentos de archivo lo que jamás habían buscado. Darán más
importancia a lo irracional, al subconsciente, a los estados de receptividad o a los “rechazos” propios de cada civilización, a las estructuras
agrarias esenciales en los mundos iberoamericanos, a los fenómenos
de “descolonización” ya antiguos, a las tomas de conciencia nacionales,
a las formas de pensar, a los mitos, a la religión, entre otras.
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Concluye el citado autor que la etnología moderna aporta al
historiador los métodos comparativo y regresivo que le incitan a no
encerrarse en el espacio ni en el tiempo, pues hace hincapié en la
vida de los pueblos o de las etnias con sus ritmos y costumbres, en
las edades, los sexos y las generaciones; las relaciones personales, familiares o comunitarias; los milenarismos, los mitos y los carismas
(Furet y Le Goff, 1974) que complican notablemente la dinámica de
las clases sociales iberoamericanas. Incluso en poblaciones urbanas
o desarrolladas, la etnohistoria descubre permanencias indiferentes
al acontecimiento, o transformaciones tan lentas que se encuentra
por doquier en el subconsciente el peso del pasado, cuando no el
hombre de siempre.
En síntesis, la estrecha relación con las ciencias evocadas, abre
un campo muy vasto en la investigación histórica latinoamericana,
pues con el estudio de esas estructuras plantea un nuevo enfoque
de la temporalidad cuando se aborda la historia de la cultura con la
religión y la iglesia, los pueblos indígenas, el latifundio, la población,
algunos rasgos del mundo hispánico y muchos otros elementos que
resisten al tiempo. Tampoco menosprecia la coyuntura sobre todo en
sus consecuencias.
Conclusiones
La historia de la cultura abre nuevos horizontes a la ciencia del
hombre a lo largo del tiempo, replanteando el concepto de la temporalidad sincrónica frente a la vida diacrónica de las personas, de las
comunidades y naciones en sus manifestaciones más trascendentes.
Esta historia abarca tanto lo cotidiano como los grandes despliegues
en todos los campos del conocimiento, la creencia, el sueño, la elaboración, el pensamiento, el recuerdo y el reconocimiento, dentro
del entorno del subconsciente colectivo y sus múltiples dimensiones
mentales. En cualquier caso, esta historia cultural promete renovarse
a medida que las dimensiones del espacio y el tiempo adquieran una
clave polifónica en todos los ámbitos del pensamiento histórico.
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