A cien años de la Primera Guerra Mundial: la debacle del capitalismo
Publicado en la Revista Pluma #25
El siglo XX empezó un bello día del verano de 1914, cuando cuatro muchachos serbios, ninguno de los cuales había cumplido 21 años, asesinaron al heredero al trono de la monarquía más antigua de Europa.
Ese día se hizo añicos cualquier posibilidad de alargar un poco más la Bella Época del capitalismo mundial, que empezó tras la derrota de los obreros insurrectos de la Comuna de París en 1871. Las seis grandes potencias europeas, que se habían preparado durante años para una guerra que se hacía cada día más y más inevitable debido a la competencia inter-imperialista por los mercados mundiales, lanzaron al mundo a un abismo del que la sociedad no se recuperaría sino hasta 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial.
En 1918 el mapa de Europa había cambiado completamente: El imperio austrohúngaro había sido desmembrado en una serie de pequeños e inestables estados-nación, la Rusia zarista había dado lugar a la república obrera de Lenin y Trotsky, el Imperio Otomano había sido hecho pedazos, Alemania había sido mutilada y su monarquía expulsada del país. Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias coloniales del siglo XIX, habían acentuado su decadencia: Europa ya no domina el mundo, pero Estados Unidos no quiere tomar todavía la batuta.
La primera guerra mundial, que cumple cien años este 2014, abre la época de la revolución socialista
Las causas de la guerra
Desde que estalló el conflicto, la cuestión de quién había sido responsable por el inicio de la primera guerra mundial ha estado en el centro del debate político e historiográfico. Francia peleará, en las negociaciones de paz de Versalles, por la inclusión de una “cláusula de culpabilidad” donde Alemania aceptaría que fue su culpa, y su culpa solamente, que Europa se hiciera pedazos durante cuatro años.
La cuestión, por supuesto, es más complicada. Tras la derrota de Napoleón en 1815 se instaura un sistema relativamente estable de gestión de conflictos en Europa, en donde la idea es que la balanza de alianzas y contra-alianzas entre los distintos Estados produzca un equilibrio precario que los aleje de la necesidad de hacer una guerra general para conseguir sus objetivos.
El concierto europeo es sacudido dos veces durante el siglo XIX: en 1853-6, por la guerra de Crimea, donde Francia e Inglaterra intervienen en la península para detener el avance ruso hacia el mar negro y, en perspectiva, el mar mediterráneo. Pero el juego cambia sobre todo tras la creación de una Alemania centralizada y cada vez más industrializada, que en 1866 vence a la monarquía Habsburgo, expulsándola del proceso de unificación nacional, y en 1870 derrota a Francia -y anexa Alsacia y Lorena.
El decline de las antiguas potencias
El siglo entre la derrota de Napoleón y el inicio de la primera guerra es también la historia del debilitamiento demográfico de Francia. Si durante las guerras revolucionarias y napoleónicas Francia fue capaz de semejantes proezas militares, es en gran medida porque era la nación más poblada de Europa y era capaz de poner en pie ejércitos de dos o tres millones de hombres. En 1914 la situación es la inversa: Alemania tiene más de 60 millones de personas; Francia ni siquiera 40.
Un proceso similar tiene lugar en la relación de fuerza industrial y comercial entre Alemania e Inglaterra. En 1862, cuando Bismarck comienza a gobernar, Alemania contribuye a poco más del 4% de la producción industrial mundial; es el quinto lugar mundial. Inglaterra, con casi el 20%, es el primero. En 1913, Alemania es el segundo lugar, sólo detrás de EU, y por delante de Inglaterra. La producción industrial alemana se multiplica por cuatro en medio siglo. Algo paralelo sucede en el terreno comercial: en 1880, Alemania controla el 10% del comercio mundial, y es la segunda potencia detrás de Inglaterra, que controla el doble. En 1913, los alemanes controlan más del 12% y los ingleses apenas mantienen la delantera con el 14%. En 1913, Alemania produce más energía que Francia, Inglaterra e Italia juntas. El imperio advenedizo ha superado a los otros.
Pero Alemania, a pesar de su superioridad militar, económica y demográfica, permanece encerrada dentro de Europa: es incapaz de tallarse un imperio colonial similar al de Inglaterra o Francia;llega demasiado tarde al reparto de Asia y África. Las décadas que anteceden a la guerra son las del incremento de tensiones entre las seis potencias europeas en lo que concierne a las zonas de influencia y mercados de cada una: los Balcanes, China, el Medio Oriente y África.
La lucha por los Balcanes
El desarrollo de los acontecimientos obliga a las potencias continentales, a Alemania, Rusia y Austria-Hungría a tener que enfocarse en los Balcanes como la única zona de influencia abierta a sus intereses. La política exterior rusa oscila entre los que quieren enfocarse en el extremo oriente y los paneslavistas que quieren liberar (léase, extender el dominio ruso) a laYugoslavia oprimida por los imperios otomano y austriaco. Hasta 1905, los pro-orientales, apoyados por el Zar, llevan la delantera, pero la debacle de la guerra ruso-japonesa, donde dos de las tres flotas rusas son hechas pedazos, cierra el oriente a los intereses rusos y provoca un giro violento en la política exterior: San Petersburgo voltea a los Balcanes otra vez.
Algo similar le sucede a Alemania, aislada por Inglaterra y Francia desde el final de 1890, quienes son conscientes del poderío económico alemán y no quieren ceder un solo kilómetro de sus imperios coloniales. Hasta Estados Unidos toma parte de esta campaña de encuadramiento alemán: en 1903, Roosevelt le envía al Káiser una carta diciéndole que más le vale mantenerse alejado de Venezuela. Los proyectos políticos del Káiser en las dos décadas que preceden a 1914 expresan la desesperación de las élites alemanas ante la imposibilidad de capitalizar en territorios su influencia comercial: Un día propone la creación de una nueva Alemania en Brasil, alentando la emigración masiva; otro día, cuando crecen las tensiones entre Estados Unidos y Japón, le propone a los americanos enviar un ejército a la costa de California para defenderlos del inminente ataque japonés; en otro momento le propone a su estado mayor enviar un ejército entero a China para anexar varias provincias en el noreste.
1914 opone a Francia, Inglaterra y Rusia –La Entente Cordial- de un lado contra Alemania y Austria-Hungría del otro –Las Potencias Centrales-. Pero esas alianzas son en realidad relativamente recientes: en 1903-4 una guerra estuvo a punto de estallar entre Inglaterra y Francia a causa del dominio de Egipto. La Entente Cordial nace de la solución que le dan a ese conflicto: Inglaterra se quedará con todo Egipto, pero Francia con todo Marruecos, excluyendo a Alemania, que tenía importantes intereses comerciales. Inglaterra se acerca mucho a Alemania al principio del siglo y por un momento parece a punto de unirse a su alianza: la opinión pública inglesa es, para el descontento de la élite, bastante germanófila. Los ingleses ven, durante todo el siglo XIX, a Rusia como su principal enemiga, sobre todo en la carrera por el control de China, que representa el gran mercado a ser explotado.
La competencia imperialista
El conflicto, pues, existe en germen en el sistema imperialista mismo; en la competencia provocada por la partición del resto del mundo. La lucha por áreas de influencia político-económica produce la naturaleza no-ideológica de la primera guerra mundial. La república francesa no tiene empacho en pelear codo a codo con la autocracia más brutal del continente, la rusa; Italia se deja sobornar por Inglaterra y Francia ofreciéndole territorios del Imperio Austro-Húngaro, y se pasa de su lado.
Europa se convierte poco a poco, a través de los acuerdos diplomáticos y militares, de las inversiones, de los préstamos y ventas de armas, en un sistema de piezas de dominó, donde cada país está estrechamente entrelazado con sus aliados, y donde la menor perturbación puede hacer caer todas las piezas y llevar a una guerra general. En 1914 no se trata de una perturbación menor: se trata del asesinato del heredero al trono de los Habsburgo en manos de una sociedad secreta de ultranacionalistas serbios que en los hechos controlaba el aparato militar. Paradoja de la historia: los extremistas serbios matan a Ferdinand no porque sea el representante del opresivo imperio Habsburgo, sino porque el archiduque planeaba, cuando fuera coronado, tener una política de concesiones amplias a los pueblos eslavos del imperio, dándoles autonomía dentro de sus territorios. El sector más nacionalista de la élite serbia se había dado cuenta de que tal política desactivaría las pretensiones serbias a “liberar” a sus hermanos yugoeslavos de la monarquía austriaca.
A semejante asesinato, tácitamente aprobado por las autoridades serbias, Viena tiene que responder con la guerra. Pero Rusia está demasiado involucrada en los Balcanes, y su alianza con Serbia es lo suficientemente estrecha como para que una invasión austro-húngara sea inaceptable. Francia ha hecho préstamos millonarios a Serbia para alejarlos del área de influencia Habsburgo. Alemania, por su lado, es parte de una alianza de defensa mutua con Austria-Hungría, y no puede permitirse un ataque ruso contra su principal aliado. Pero la entrada de Alemania a la guerra es demasiado para Francia, que tiene una alianza con Rusia y que además quiere recuperar las provincias perdidas. Inglaterra es el último eslabón de la Entente Cordial, quien necesita debilitar a Alemania, que le hace cada vez más competencia en el plano comercial y marítimo, y de ganar influencia sobre los territorios austrohúngaros.
En ese verano de 1914 las placas tectónicas de la historia se encuentran súbitamente con la arbitrariedad del evento histórico. La guerra era imposible hasta que se hace inevitable. ¿Podía Europa reformarse y evitar un conflicto de tan larga escala? No: Alemania tenía que sacudir, de alguna u otra manera, el mundo imperial franco-británico para poder crear un espacio colonial acorde a su influencia industrial y comercial.La guerra no sorprende a nadie. Europa se lanza al abismo con una parsimonia abrumadora.
La matanza inter-imperialista
Francia pierde, en cuatro años de conflicto, al 20% de sus hombres en edad laboral. Alemania pierde un poco más en números totales -1.8 millones-, pero su mayor peso demográfico permite que la sociedad absorba mejor el golpe. Inglaterra, acostumbrada a guerras periféricas, pierde más de un millón. Incluso Estados Unidos, que ingresa al conflicto tarde, deja en Europa a más de 120 000 soldados.
La guerra se pelea en gran medida en Europa, pero es una guerra internacional. No sólo porque es una guerra por el dominio del mundo, sino también porque el resto del mundo va a Europa a pelear. Más de 180 000 soldados africanos, enrolados en el ejército francés, caen en el frente occidental. El imperio británico moviliza a sus tropas coloniales. Decenas de miles de canadienses, neozelandeses, sudafricanos y australianos desembarcan en el norte de Francia.
La primera guerra mundial es el primer conflicto industrial. La grandiosa técnica desarrollada por el capitalismo en los últimos cuarenta años es puesta al servicio de la estrategia militar. Es, en cierto modo, el primer conflicto estrictamente capitalista. Si en la fábrica los principales factores de producción son la mano de obra y la maquinaria, en el campo de batalla es lo mismo: el soldado, antes obrero o campesino, es ahora factor de destrucción; y de la misma manera que en la fábrica, la productividad de éste depende de la maquinaria que tenga a su alcance. Los alemanes inventan un término para esto: matterialschlacht: batalla de materiales.
Ni Francia ni Rusia entienden el carácter industrial de la guerra. Sus soldados pagarán el precio de la sangre por este error. En 1914, los soldados franceses van al frente con el mismo uniforme que en 1870: con un pantalón rojo que los hará blanco fácil de las ametralladoras alemanas. Como si se tratara todavía de las guerras napoleónicas, la élite del ejército francés son los jinetes. El ejército, en los meses antes del inicio de la guerra, requisiciona 700 000 caballos a lo largo y ancho del país para poder armar sus divisiones. Será también una masacre sin sentido, de bestias y de hombres. Los jinetes franceses llevan una pistola que dispara un solo tiro y luego debe ser cargada manualmente; un sable para el combate cuerpo a cuerpo y, paroxismo del arcaísmo militar, una lanza de bambú blanco vietnamita. Esas lanzas de bambú deberán enfrentarse a las ametralladoras Krupp alemanas.
En las dos primeras semanas de batallas en la frontera franco-alemana, el ejército francés pierde 250 000 soldados, los mejor entrenados. Más del 80% de los oficiales franceses son sexagenarios o septuagenarios que pelearon en 1870, algunos incluso en México. Una buena parte de ellos tendrán que retirarse de la guerra después de los primeros meses, incapaces de hacer caminatas de 30 ó 40 kilómetros al día. Pocas divisiones francesas tienen artillería, y los oficiales son conservadores con las metralletas, así que en general los soldados van solos, con sus bayonetas, a la muerte. La juventud inglesa también encuentra la muerte en el este de Francia: el primer día de la batalla de la Somme mueren 60 000 soldados ingleses. La carnicería alcanza proporciones inimaginables, en el frente occidental no superado por la segunda guerra. En la batalla de Verdun pelean dos millones de soldados: la mitad muere.
Los recuerdos del frente oriental han quedado opacados por los de la segunda guerra, pero es tan mortífero como en el occidental. Los generales zaristas -Rusia el país más poblado de Europa- no tienen empacho en aniquilar divisiones enteras con tal de ganar victorias pírricas. Las ofensivas que organiza el ejército zarista y luego también el presidente ruso Kerensky en el verano del 17, bajo presión franco-inglesa, son pésimamente planeadas y provocan matanzas ridículas. Rusia perderá, en tres años de conflicto, alrededor de dos millones de soldados.
Pero la guerra es más devastadora ahí donde todo había empezado: en los Balcanes. También es en esa zona donde se dan las peores matanzas contra la población civil. Serbia pierde, según los cálculos conservadores, el 11% de su población en la guerra, Rumania el 7%, el Imperio Otomano el 15%. El primer gran genocidio del siglo XX, el de los turcos contra los armenios, será una consecuencia directa de la inestabilidad política en los Balcanes.
Los revolucionarios ante la guerra
Desde la conferencia de Stuttgart en 1907, los marxistas europeos prevén la posibilidad de una guerra inter-imperialista y se dan un programa para enfrentarla. Entre 1907 y 1912 hubo tres conferencias internacionales: Stuttgart, Copenhague y Basilea, donde la posibilidad de la guerra es seriamente discutida y el programa ante ella, aceptado por todas las tendencias, se mantiene igual: el proletariado no puede apoyar a su respectiva burguesía nacional en el conflicto a venir.
La esencia del programa de la Segunda Internacional se encuentra en dos líneas de la declaración de Basilea: “Si la guerra estallase a final de cuentas, es el deber de la Internacional intervenir para su rápida terminación y utilizar la crisis política y económica creada por la guerra para suscitar el levantamiento del pueblo y por tanto acelerar la caída del dominio capitalista”
Vladimir Ilich Lenin va hasta el final y propone el derrotismo revolucionario: si dos potencias imperialistas se enfrentan, el mal menor que puede sufrir el proletariado de cualquiera de los dos países es la derrota de su ejército nacional a manos del enemigo. El proletariado es apátrida y no es su responsabilidad pagar con su sangre la defensa del Estado burgués.
Toda la socialdemocracia europea está de acuerdo en el papel con la resolución de Basilea, que en gran medida es iniciativa del ala izquierda. Pero cuando la guerra estalla se hace patente la fractura que existe –encubierta- entre los marxistas europeos desde hace más de una década: la mayoría de los enormes partidos socialdemócratas se han adaptado al capitalismo, sus líderes se han corrompido y su base social se encuentra entre la aristocracia obrera: el capitalismo los ha tratado bien durante la última generación y prefieren luchar pacíficamente por mejorar su posición poco a poco que comprometerse a una guerra de clases hasta el derrumbamiento del sistema. Nacen los socialpatriotas.
Peor aún, esta reacción es dirigida por los viejos líderes socialdemócratas, discípulos de Engels, que habían comandado durante dos décadas la Segunda Internacional y son vistos por el resto de los revolucionarios europeos como los líderes incuestionables.
En Francia también la enorme SFIO –Sección Francesa de la Internacional Obrera- vota los créditos de guerra. Pero el gobierno francés se toma la molestia de asesinar a Jean Jaurès, el gran líder obrero de principios de siglo, -probablemente uno de los tres mejores oradores que ha dado el marxismo en toda su historia- para facilitar el reclutamiento. ¿Se hubiera opuesto Jaurès a la guerra? Trotsky, quien lo conocía y admiraba, dice que al final la hubiera aceptado, pero que el enfrentamiento y la carnicería le hubieran provocado una enorme conmoción.
En todo caso, los más grandes partidos obreros europeos van a la matanza sin empacho: los obreros de las diferentes secciones de la Segunda Internacional, vestidos con uniformes de soldados de sus respectivos países, se enfrentan y se matan los unos a los otros a lo largo del frente. La solidaridad proletaria está rota.
En Rusia la división se hace a lo largo de la línea que había opuesto a bolcheviques y mencheviques desde 1902 –con tendencias intermedias como los mencheviques internacionalistas. Es ahí donde se mantiene un núcleo de revolucionarios –que se verá completamente aislado durante los primeros años de la guerra, cuando sube la marea nacionalista- que sabrá después capitalizar el desgaste provocado por el enfrentamiento.
En 1915 se reúnen los revolucionarios opuestos a la guerra en Zimmerwald, un pequeño pueblo en la Suiza neutral. El programa de Zimmerwald es el mismo, en esencia, que el de las cuatro conferencias anteriores. La diferencia es que en Suiza se reúne un grupo minúsculo de revolucionarios -40-, la mayoría de los cuales han sido marginados políticamente. Para ir de Berna a Zimmerwald hay que subirse a un carruaje tirado por cuatro caballos. Los delegados se suben juntos. Lenin bromea: Todos los revolucionarios internacionalistas de Europa caben en un carro tirado por cuatro bestias. La gente ríe, pero es cierto. La izquierda está marginada, y varios de ellos, como el alemán Karl Liebknecht, están en prisión. Aunque la resolución final se queda corta, el Congreso permite cristalizar la alianza entre un grupo pequeño pero importante e ideológicamente decidido de revolucionarios dispuestos a luchar contra la guerra.
La consigna que llevará a los bolcheviques al poder, poco más de dos años después de Zimmerwald, será “Paz, pan y tierra”. No por casualidad “Paz” es la primera palabra. Los bolcheviques aparecen como los pacifistas más consecuentes, y después de tres años de sufrimientos eso les genera una enorme popularidad.
El sector de la segunda internacional que apoya la guerra se convertirá después, durante la década del 20, en la socialdemocracia europea, que reniega cada vez más del marxismo y termina, varias veces y hasta hoy en día, administrando los Estados capitalistas. La naturaleza de la socialdemocracia como garante del orden capitalista queda clara cuando la Liga Espartaco de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht organiza una insurrección contra el nuevo gobierno socialdemócrata de Friedrich Ebert en 1919. Ebert no duda en utilizar a los paramilitares de extrema derecha para aplastarlos: ambos son asesinados.
Epílogo
Europa después de Versalles
En 1918 las élites quieren volver a 1913. La nostalgia invade los años de posguerra, pero ese mundo ha muerto. Les tomará veinte años darse cuenta de que no hay vuelta atrás y que el capitalismo entró en una etapa cualitativamente distinta, de turbulencias, crisis y guerra. 1918 no inaugura un periodo de paz, sino una tregua de veinte años, rota por Hitler en 1939. Europa se empezará a recuperar apenas de la conmoción de 1914 para caer nuevamente en una guerra todavía más mortífera.
Versalles, ciudad francesa en donde se firma el final de la conflagración con una Alemania derrotada, inaugura una dominación franco-británica insostenible en el mediano plazo. Alemania es mutilada e intenta ser encuadrada en un papel de potencia secundaria, que tendrá que pagar reparaciones durante el siguiente siglo, a pesar de que cuando el armisticio es firmado es el ejército alemán el que está en Francia, y no al revés.
La Europa de Versalles es el caldo de cultivo perfecto para los extremos políticos. La tragedia es que fue la extrema derecha, y no la extrema izquierda, la que supo capitalizar esta situación: las revoluciones habidas entre 1917 y 1924 son derrotadas. A continuación el fascismo le ganará terreno a la democracia y a las organizaciones obreras. Hitler toma el poder en 1933; seis años después empezará una nueva conflagración. Las contradicciones que explotan en 1914 no se resuelven en 1918, ni con la leve recuperación económica de los años 20. De 1914, dirá tiempo después un campesino francés, atrincherado durante dos años: “ese verano empezó la época de las vacas flacas”.
Bibliografía:
Clark, Cristopher, The Sleepwalkers, Penguin 2014
Miquel, Pierre, Les Poilus, Pocket
Hochschild, Adam, To End All Wars, Ed. PAN
Hobsbawm, Eric, Age of Extremes, Ed. Michael Joseph
Hobsbawm, Eric, Age of Capital, Ed. Michael Joseph
Marcy, Sam, Bolsheviks and War, 1985.