REVISTA CHILENA DE LITERATURA
Abril 2011, Número 78, 5 - 28
I. ESTUDIOS
QUE LES PERDONEN LA VIDA:
AUTOBIOGRAFÍA Y MEMORIAS EN EL CAMPO
LITERARIO CHILENO1
Lorena Amaro Castro
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
RESUMEN / ABSTRACT
Si bien en Chile existen textos de carácter autobiográfico desde la época colonial, hasta muy
entrado el siglo XX estos apenas ocupan un lugar en la conformación del campo literario
nacional, ya que son excluidos por críticos e historiadores de sus “panoramas” y catastros
bibliográficos. Como en el resto de Hispanoamérica, descubrir estos relatos en su calidad de
textos, esto es, más allá de su función documental, implica el reconocimiento de sus complejas estrategias discursivas y, en lo que respecta a su relación con la tradición autobiográfica
europea, de sus frecuentes “desvíos de la letra”. Resulta particularmente de interés observar la
posición incómoda de sus cultores, quienes deben justificar el empleo de la primera persona y
la singularidad de su experiencia, en un medio en que prima la valoración del pudor. Frente a
este juicio adverso, desarrollan tácticas para conseguir el perdón y beneplácito de sus lectores,
en un campo literario en el que lentamente se va abriendo paso este tipo de producciones, de
carácter moderno y subjetivo.
PALABRAS CLAVE: autobiografía, memoria, campo literario, autorrepresentación.
1
Este artículo tiene su origen en el proyecto “Textos autobiográficos en el campo literario
chileno (1891-1925): Construcciones identitarias y voces alternas”, financiado primero por la
Vicerrectoría Académica de Investigación y Doctorado de la Pontificia Universidad Católica
de Chile, a través de sus concursos VRAID Inicio y VRAID Límite (2007-2008) y luego por
FONDECYT Iniciación, proyecto N° 11080008, en que también han participado María José
Delpiano, Esteban Castro y Ghislaine Arecheta.
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Even though there are texts of an autobiographical nature in Chile that date from Colonial
times, they are not considered part of the national literary field until well into the XX Century;
quite the opposite, they are excluded from overviews and bibliographical registries by critics
and historians. Like in the rest of Spanish America, discovering autobiographical accounts
as texts in their own right (that is, beyond their documental function), implies the recognition
of their complex discursive strategies and becoming aware of the ‘deviation from the letter’
these texts represent when it comes to their relationship with the European autobiographical
tradition. It is interesting to note the awkward position of authors of this literary field, who
must justify the use of the first person and the singularity of their experience in an environment
which strongly values decency. In order to face this adverse judgment, authors develop tactics
that grant them forgiveness and approval from their readers, while gradually giving way to
modern, subjective productions.
KEY WORDS: autobiography, memoirs, literary field, self-representation.
Generar un esquema histórico y crítico de la autobiografía en Chile
implica asumir las dificultades de abordarla programáticamente, cuando
no existe una tradición crítica que la estudie, ni una taxonomía que refleje
el desarrollo dispar de textos que suelen escaparse a la clásica definición
de Philippe Lejeune: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real
hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en
particular, en la historia de su personalidad” (50), definición situada, ya
que el propio Lejeune precisa sus condiciones de producción: Europa y
Norteamérica, siglos XVIII al XX. Las lecturas feministas y postcoloniales
la han cuestionado, principalmente en lo que respecta al concepto de “vida
individual”, con sentido en particular para el varón moderno de Occidente
(Smith 1994). Desde la perspectiva latinoamericana, hay que decir que
la relación de la producción autobiográfica con sus modelos europeos
es conflictiva. Huérfanas de la metrópoli colonial, las nuevas repúblicas
buscaron reorganizar y configurar los modelos identitarios y nacionales
que demandaba la región; fue ese sentimiento el que llevó a la literatura del
período a imitar modelos provenientes de movimientos como el romanticismo
europeo, entre ellos los textos autobiográficos, epistolares y memorialísticos,
principalmente de lengua francesa (Rousseau, Chateaubriand, Mme. de Staël),
que fueron emulados por las esferas cultas, intelectuales y políticas, esto es,
por escritores que aún no actuaban profesionalmente, sino que funcionaban
como elementos ubicuos en el campo de poder (muchos de ellos emplazados
ya en el gobierno, ya en la prensa o el cenáculo literario) y que aprovechaban
estos formatos para autojustificar su actuación pública, como observa por
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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ejemplo Adolfo Prieto en la historia literaria argentina (1966). Sin embargo,
en opinión de Sylvia Molloy, este trabajo de adecuación a la realidad local
planteó dislocamientos; se refiere particularmente a escenas de lectura en
que se produce lo que llama “desvío de la letra”, condición emblemática de
la diferencia del autobiógrafo hispanoamericano, el que
a menudo recurre al archivo europeo en busca de fragmentos textuales
con los que, consciente o inconscientemente, forja su imagen. En ese
proceso, se alteran en forma considerable esos textos precursores,
no sólo porque se los trate con irreverencia sino porque el archivo
cultural europeo, al ser evocado desde Hispanoamérica, constituye
ya otra lectura (Molloy 16).
Lectores y escritores desviados de la letra, lo suyo es la “refracción del estilo”
(Castillo 16), esto es, adhieren a estilos de producción europeos, disociados de
sus contextos de origen, por lo cual la creación de autor es simultáneamente
mimética e innovadora. Los textos que abordaré se inscriben, pues, en esta
línea: se trata de relatos esquivos, fronterizos, que reproducen en Chile lo que
Molloy enuncia de los textos autobiográficos hispanoamericanos en general,
prácticamente setenta autobiografías y memorias, escritas por personas
que vivieron un período particularmente crítico de la historia nacional:
1891-1925, marcado por la modernización de las instituciones, los flujos
migratorios, los mitos de progreso y caída de un país que hacia fines del
siglo XIX deseó erigirse como foco del avance regional, pero que a causa
de sus propios conflictos internos se encontró, hacia el año del Centenario,
oscilando entre interpretaciones históricas y proyecciones políticas que
desbordaban de entusiasmo o, por el contrario, de melancolía y pathos2. Son
textos de escritores y escritoras, críticos, políticos, eclesiásticos y actores
de la clase media, esto es, artistas, funcionarios públicos, periodistas (ver
anexo bibliográfico).
Por cierto, en Latinoamérica es posible hallar textos de carácter
autobiográfico desde la Colonia; en Chile son conocidos los casos del
Cautiverio feliz, de Pineda y Bascuñán (1607-1682), o la Relación
2
Esta lectura del período es propugnada particularmente por Gabriel Castillo F. en el
texto ya citado.
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autobiográfica 3 de la monja Úrsula Suárez (1666 -1749); sin embargo, estas
producciones se encuentran totalmente ajenas a la moderna indagación del
sujeto sobre su experiencia y si han sido catalogadas de autobiográficas es
porque se ha aplicado sobre ellas una mirada ajena a sus contextos reales de
producción y recepción; por ello, como dice Molloy, la autobiografía aquí
resulta una suerte de “logro involuntario”: “…las circunstancias en que se
escribieron esos textos excluyen, o al menos modifican considerablemente,
la autoconfrontación textual –‘yo soy el tema de mi libro’– que caracteriza
la escritura autobiográfica” (Molloy 13). Por su parte, en Europa, Karl
Weintraub o el mismo Lejeune han vinculado el surgimiento del “discurso
autobiográfico” con el discurso ilustrado y el emerger de una conciencia
histórica en los albores del romanticismo, para llegar a convertirse, en el siglo
XX, en una expresión muy consistente de la individualidad y la conciencia
temporal del hombre moderno.
Lo que aquí interesa no es, pues, preguntarse acerca de la aparición
empírica de la autobiografía en Chile, sino sobre su reconocimiento
como concepto y objeto de un discurso literario. ¿Qué pasa con los textos
autobiográficos a principios del siglo XX, en el momento en que comienza a
profesionalizarse la labor del escritor y emerge la crítica periodística en los
nacientes medios de prensa? ¿Qué estatus se les da? ¿Cómo se posicionan
respecto de la “literatura”? ¿Qué persiguen los relatos? Particularmente,
en este artículo, ¿cómo se presentan a sí mismos? Son preguntas que
he procurado ir despejando a lo largo de una investigación más amplia,
centrándome en el ambiguo posicionamiento genérico y literario que plantean
los propios textos.
AUTOJUSTIFICACIÓN Y BUEN TONO
“Las autobiografías hispanoamericanas no son textos fáciles”, advierte Sylvia
Molloy (17), analizando aspectos particularmente complejos de su recepción.
Bajo la idea de que constituye tanto un modo de escritura como de lectura,
3
Que ella tituló de otro modo: Relación de las singulares misericordias que ha usado
el Señor con una religiosa, indigna esposa suya, previniéndole siempre para que solo amase
a tan Divino Esposo y apartase su amor a las criaturas; mandada escrebir por su confesor
y padre espiritual.
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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plantea que la autobiografía ha sido invisibilizada, tratada principalmente
como fuente histórica, elidida en tanto texto que desarrolla sus propias
estrategias y propuestas discursivas y estéticas. Sugiere, pues, la relectura
de un vasto corpus desconocido, desde la especificidad de sus condiciones
de producción y recepción.
Entre los desafíos que los críticos hallarán para esta tarea, se encuentra
la asimilación frecuente de los textos autobiográficos y memorialísticos 4 a
formas de la ficción o la historia (como se puede comprobar incluso hoy, en
una serie de consultas rápidas en un catálogo de biblioteca). En Chile, son
fundamentales en el trabajo de historiadores como Rafael Sagredo, Manuel
Vicuña y muchos otros que comienzan a indagar en las pequeñas historias de
lo cotidiano y que recurren a ellos como importantes fuentes de información,
sin que por ello se repare específicamente en su estatuto textual. Sin embargo,
aparte de ser fuentes valiosas, estos textos importan formas y estrategias
de autorrepresentación de la experiencia subjetiva que trabajos como el de
Molloy procuran hacer visibles.
Por otro lado, la omisión de sus particularidades textuales ha hecho
que estas autobiografías hayan sido leídas desde la incertidumbre. Sin una
tradición crítica asociada al género, que oriente la producción ni menos aún
la lectura, se instalan en un espacio ambiguo. Desde esa posición fronteriza,
enfrentan la burla, la desconfianza, la crítica de sus contemporáneos. Es en
este sentido que la investigadora argentina cita a Victoria Ocampo: “que me
perdonen la vida” (17). A Molloy, la frase le parece representativa: “la idea
4
Hay muchos críticos que precisan los límites entre “autobiografía” y “memorias”,
cifrándose en cuestiones como la veracidad (y comprobabilidad) de lo narrado, o bien, en el
tema tratado. Al respecto, Philippe Lejeune plantea que la autobiografía es un texto que pone
especial énfasis en la vida individual o historia de la personalidad. Por lo general, los críticos
ven en las memorias un texto histórico más fidedigno y una buena fuente de información, dado
que supondrían un carácter más objetivo y una mirada más cifrada en el contexto histórico
que en la vivencia personal. Muchas de ellas se restringen, además, a un período determinado
(uno, diez años) y se centran en un episodio particular (un viaje o una guerra, por ejemplo).
Así, por ejemplo, escribe Fernando Alegría: “el memorialista tiende a recordar, el autobiógrafo
a inventar, olvidando” (11), cita que refrenda la idea del carácter más bien subjetivo de la
autobiografía frente a las memorias. Por mi parte, pienso que el corpus de este trabajo pone
en entredicho la posibilidad de hacer este deslinde con precisión, ya que se trata de textos que
recogen materiales y ensayan estrategias textuales muy diversas. En este sentido, cito una vez
más a Molloy: “…desde la posición mal definida, marginal a la que ha sido relegado, el texto
autobiográfico hispanoamericano tiene mucho que decir sobre aquello que no es” (12), más
que plantear definiciones de contornos precisos.
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de transgresión evocada por la frase y el poder que en apariencia da al lector
para que conceda un indulto, son frecuentes en estos textos” (17). Muchos
de ellos despliegan una tímida retórica autojustificatoria, amenazados por el
asedio lector, como ocurre en el texto de la chilena Martina Barros, Recuerdos
de mi vida (1945), con prólogo fechado en 1907 y publicado post mortem:
Mucho he trepidado antes de resolverme a realizar este deseo tan
largo tiempo acariciado. Me parecía vanidoso suponer que en mi vida
hubiese algo que mereciera recordarse; pero me daba a mí misma
como excusa que bien valía la pena narrar las transformaciones que
he presenciado en la sociedad, y recordar las personas ilustres que me
ha tocado en suerte conocer. Sin embargo esto lo combatía en seguida
con la reflexión de que cualquier escritor que hiciese la historia de
nuestra época tendría que narrar todo eso con más interés que yo, que
solo puedo limitarme a reproducir mis propias impresiones (9).
La autocensura, desplegada estratégicamente en las primeras páginas de un
texto como el de Barros, es usual entre los autobiógrafos y memorialistas de
fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX en Chile, confabulando
para ello, a mi juicio, no solo el temor al descrédito, sino también un rasgo
muy particular de la clase dirigente de este país: un fuerte sentido del decoro
y la apariencia, la cultura del “buen tono” 5 y la declarada austeridad que le
serán características. Los primeros críticos literarios, como el conservador
Pedro Nolasco Cruz, también la valoran y demandan; así se expresa, por
ejemplo, de Recuerdos del pasado, de Vicente Pérez Rosales, entre cuyos
aspectos más destacables se encuentra el no hablar de sí mismo “en primera
línea” (vol. II, 65):
Los varios incidentes de su vida tan agitada están referidos con
gracia ligera, con ingenuidad maliciosa y modestia encantadora. La
modestia es cualidad relevante en Pérez Rosales y es una de las que lo
caracterizan. Refiriendo su propia vida, tiene el mérito singularísimo
de hacer a un lado su persona en la narración y de eclipsarse con la
mayor delicadeza (…). Entre los autores de este género es común
pecar por cierta exhibición de la propia personalidad… (72).
5
“…el buen tono sitúa a sus cultores en una suerte de Olimpo donde hacer es sinónimo de
estar, donde en lugar de producir cabe representar, donde lo material se trastroca en imágenes
de belleza, de alegría de vivir, de elegancia” (Barros y Vergara 65).
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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También entre las artistas e intelectuales de los sectores emergentes aparecen
inhibiciones sociales, que revelan las dificultades de hacerse con una voz
y plantear una propuesta literaria, en un campo que se profesionaliza
lentamente. Los propios autores cuestionan su autoridad y el valor que puede
ofrecer para los lectores su relato autobiográfico. En un texto publicado en
1966, bajo el título Memorias de un hombre de teatro, Nathanael Yáñez Silva
plantea: “Yo sólo podía escribir acerca de la clase media, o de la clase alta,
que había conocido de paso. Mi vida no tenía aventura, no había salido de
Santiago, y si alguna vez fui al campo lo hice por vacaciones, conociéndolo
sólo desde los asientos de mi coche, y nada más…” (27), párrafo que traduce
la aceptación de la singularidad de las clases altas, desde el lugar de quien
afirma un origen humilde y anónimo. La tensión se produce entre la necesidad
de decirse y compartir una experiencia vinculada con el quehacer artístico
y cultural, que amerita ser reconocida, y por otra parte, la anulación, la
tachadura o rebajamiento del yo frente a los lectores que pueden demandar
de las memorias y autobiografías narraciones “extraordinarias”.
Por otra parte, muchos de estos autores revelan no solo su temor a ser
juzgados por lo que dirán, sino también por cómo lo harán, subrayando su
condición de escritores ocasionales. Se excusan por la transgresión que
implica hablar de uno mismo pero también por hacerlo sin ser profesionales
o, en algunos casos, ni siquiera letrados; sospechan y temen la indiferencia
o el desprecio de la crítica y los lectores. Hay varios ejemplos de ello. El ex
soldado de la Guerra del Pacífico Arturo Benavides se disculpa por su libro,
ajeno al estilo “galano” de los escritores (Seis años de vacaciones, 1929);
Rita Salas Subercaseaux, bajo el seudónimo “Violeta Quevedo” involucra en
Antenas del destino (1951) ambos problemas, esto es, qué escribir y cómo
hacerlo: “Muchas preguntarán: ¿quién fue la autora de ese consejo [de escribir]
que tan a lo vivo me ha convencido, sabiendo que el escribir impresiones
tiene tantos contrarios, máxime si carece de gran reputación literaria aquél
que las escribe?” (37). Ya bien entrado el siglo XX, plantea René Montero
en sus Confesiones políticas (autobiografía cívica), de 1958:
No necesito insistir ante los que lean estas páginas en que carezco
de un estilo fluido. Ya creo haber dicho que la conciencia de mis
limitaciones me ha herido más de una vez como un cilicio (…) No
intento ni siquiera bosquejar la historia de este tormentoso periodo
tan intensamente vivido. Es una tarea para la que me faltan fuerzas
y aptitudes… (77).
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Resulta particularmente significativo que incluso uno de los escritores más
prestigiosos y con más adeptos de la primera mitad de siglo, Augusto D’Halmar
(1882-1950), aluda a la censura social y la necesidad de autojustificar estos
relatos, aunque en su caso, esta constatación da origen a una singular reflexión
metanarrativa y a una particular estrategia de autorrepresentación, que se
distingue de los mecanismos más convencionales, gestionados o imitados
por otros autores de estos textos. Sus Recuerdos olvidados, publicados en
La Nación entre 1939 y 1940 y editados por Alfonso Calderón en 1975, se
inician con el capítulo “Del yoísmo en las letras”, donde se da cuenta de la
censura practicada particularmente en Chile a los textos autobiográficos:
Al ir a ocuparme en público, de mis recuerdos íntimos, siéntome
cohibido por cierto cargo que se me viene imputando, nada más que
en este país, que es el mío, y tan sólo desde mi reingreso, en una
verdadera confabulación de malas voluntades y con una mala fe descorazonadora. Se tratara de una injusticia contra mi obra, francamente
no me alteraría ni me esforzaría en justificarme, persuadido de que
siempre lo hará mejor la posteridad; pero el tal reparo paréceme al
propio tiempo un contrasentido en arte, y esto ya merece esclarecerse
y, si es posible, dilucidarse.
Cuántas veces en artículos o conferencias, donde entra en juego mi
memoria y que constituyen mis memorias, he requerido a mi propio
yo, para hacerlo actuar entre los acontecimientos en que personalmente intervine y para relatarlos en primera persona, otras tantas
veces se me ha llamado al orden, sin miramiento y con animosidad,
calificando mi uso, de abuso, e infligiéndome tercamente una lección
de compostura, de recato, de buenas formas… (D’Halmar 15-16).
La contención exigida, explica D’Halmar, es local. Como se sabe, él fue
un viajero –mítico en nuestra literatura es el llamado “hermano errante”
de Los Diez–, que seguramente se sintió menos cohibido en el extranjero
que en Chile, donde su homosexualidad era un secreto a voces –Alone
será el primero en abordar el tema, en 1962– (v. Galgani) y probablemente
constituía, como otros aspectos de su vida y su creación, una transgresión
o excentricidad poco tolerable. Quizás por lo mismo, logra llevar un poco
más allá que sus contemporáneos la reflexión sobre el carácter íntimo de su
escritura, reconociéndole un valor que otros le niegan; para él, la narración
a partir del yo añade un sabor irrepetible a una historia, algo que no podrá
tener “nunca la de un simple cronista, ni siquiera la de un historiador”: “La
preferencia que suele concedérsele a las autobiografías y que se hace extensiva
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
13
a las biografías, vendría a indicarnos, sin embargo, todo el atractivo de la
literatura confidencial. Y como viene a ser harto menos que frecuente y fácil
que la impersonal, sería cosa, si no de sobreestimarla, de justipreciarla, al
menos” (19). No aclara, D’Halmar, dónde se le daría esa “preferencia”, que
parece contradictoria respecto del resto de su argumentación.
Pero, si bien D’Halmar defiende que no hay que tomar “al pie de la letra el
yo en que un escritor se desdoble, pues no pasa de ser una ficción más y uno
más de sus personajes” (20) y ha emprendido toda una defensa de la escritura
en primera persona, renuncia a utilizar esa voz: “precisamente ahora, echando
mano del subterfugio de un comodín imaginario, no me voy a servir de esa
primera persona, que tanto se me ha echado en cara, y no ciertamente como
concesión a mis detractores, sino para rehuir hasta la menor veleidad narcisista
y por repugnancia a todo exhibicionismo” (20). De este modo enmascara,
con ironía, el relato en que comenzará a narrar, en tercera persona, la vida y
aventuras de “Jorge Cristián Delande”, personaje nacido en el mismo año y
circunstancias que el propio D’Halmar, esto es, una autobiografía encubierta,
lúdica, en que un lector detective va hallando las huellas de la vida de su
autor, a través de las señas falsas del protagonista.
A este ejemplo se suman otros, que nos hablan de las dificultades de
escribir sobre uno mismo en Chile durante toda la primera mitad del siglo.
Entre los críticos, Raúl Silva Castro, en uno de los primeros ensayos que
abordan particularmente este tipo de textos en nuestro país, “La memoria
personal” (incluido en su Panorama literario de Chile, de 1961, y que
curiosamente ignora un texto interesante, como el de D’Halmar), plantea
lo siguiente: “Al dedicar, pues, un capítulo especial de este PANORAMA a los
autores de memorias íntimas, nos apresuramos a rendir respetuoso y cordial
homenaje de simpatía a cuantos vencieron los escrúpulos aludidos y no
temieron exponer algo de su intimidad, en forma literaria, al juicio de los
extraños” (Silva Castro, Panorama 472). Este homenaje se realiza habida la
gran cantidad de textos de este tipo que jamás llegaron, según el autor, a ver
la imprenta: “No se les ha vuelto a ver nunca más, y se teme que hayan sido
definitivamente destruidos. La revelación de intimidades de la vida humana,
aun cuando no sean flaquezas ni delitos, suele producir pavor en ciertas almas
tímidas” (Silva Castro, Panorama 472).
Sin embargo, el propio crítico es ambiguo; tan pronto les exige sinceridad
a los autobiógrafos, como luego los critica por su impudor. De Recuerdos de
mi vida, de Martina Barros, escribe: “… nos dejan gusto a poco. Se nota que
no ha querido rozar a nadie, y que no desea con su obra escandalizar a ninguno
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de los suyos” (Silva Castro, Panorama 482), mientras que de las Memorias
de un tolstoyano (1955), de Fernando Santiván –ciertamente entre las más
audaces de la primera mitad del siglo– comenta, con escrúpulo: “Insistimos
en que hay sinceridad extrema” (Silva Castro, Panorama 486).
LA AUTOBIOGRAFÍA COMO EXCEDENTE
Pero las ambigüedades o perplejidades frente a este género de difícil
confrontación crítica, que al menos en Chile se traslapa con otros formatos
textuales (en Arenas del Mapocho, de 1941, su autor, Ricardo Puelma,
incluye un refranero y hasta cotizaciones de imprenta), no obedecen solo
al problema del pudor y el impudor, y es difícil identificarlas y estudiarlas
porque despuntan aquí y allá. El mismo Raúl Silva Castro ofrece un ejemplo
en su relato de factura autobiográfica, R. S. C. (1935), que presenta a modo
de excedente de trabajo, superponiendo a la representación de su experiencia
vital, textos de carácter ensayístico y crítico:
Cuando un hombre que durante años permaneciera curvado sobre
los libros ajenos, tratando de servir de intermediario a autores y lectores (…) quiere escribir un libro de tono subjetivo, parece oportuno
recordar el “anch’io sono pittore”. No es sin embargo un deseo de
emulación el que me impulsa. Obedezco a una necesidad más profunda. Mientras estuve leyendo con ánimo fiel los libros que salen
diariamente y dando noticias de ellos en mis gacetillas y crónicas
literarias, fui haciendo, para mí, algunas observaciones generales. En
mis artículos puse, por lo común, las particulares, concretadas a un
autor, a veces sólo a un libro. Quedaba un remanente. Iba a llegar
un momento en que bajo una cubierta de papel se hinchara una masa
de notas y de recortes, que parecería un libro en gestación. ¿Por qué
no darle forma? Si antes, dominado por el deseo de servir de puente
entre planos que no se conocen, aspiré a ser objetivo, hoy quiero ser
subjetivo. He debido revisar mi concepto del mundo y de los hombres,
interrogarme a mí mismo en horas de soledad o de solitaria compañía.
Así se formó lentamente este manojo de pliegos, en los cuales se verá
más de una vez el delirio de la pasión. Sé bien que no hay serenidad
en él; me lamento de que a veces sus páginas hayan nacido sobradamente serenas. Debí ser más audaz y debí haber dicho, con voz más
recia todo lo que pasaba por mis ojos. No creo haberlo conseguido
sino en pequeña parte (11-12, las cursivas son mías).
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
15
Hay en este breve pasaje, en que subrayo algunas frases referentes a su
origen como excedente arbitrario, una serie de presunciones sobre lo que ese
“manojo de pliegos” de carácter “subjetivo” debiera ser, ese libro formado
por acumulación de materiales que, sin embargo, tiene que ser producto de
algo más que un proceso de emulación y además debiera haber sido “más
audaz” y más “recio”, pero no lo es. Pese a todas estas precisiones, Silva
Castro no se atreve a presentar su texto “subjetivo” como autobiografía
propiamente tal (sobre todo la primera parte del texto, referida a la infancia,
lo justificaría). En sus primeras páginas, incluso, procura disfrazarse él
mismo de “novelista”:
El novelista –¿por qué no?– quiere evocar todas las casas en que ha
vivido, llevar al lector por los meandros de sus recuerdos, hacerle
sentir la misma nostalgia que él siente, y pronto ha de darse cuenta
de su fracaso. Una sensación elemental, acaso de baja categoría
estética, basta para desatar en su alma una oscura y silenciosa cascada de pensamientos. Las palabras con que habrá de traducir esa
sensación causan en su lector un deleite mucho menos intenso y no
le ocasionan ninguna conmoción especial, a no ser que haya entre
los recuerdos del novelista y del leyente una similitud peculiarísima
(…) Supongamos que yo intento ser ese novelista… (Silva Castro,
R.S.C. 13-14).
Silva Castro iguala la memoria autobiográfica a la del novelista, esto es,
aproxima dos modos de representación: referencial y ficcional. El primero
está dado desde el título de su texto: las iniciales R. S. C. remiten a su
identidad, a su nombre propio que, como diría el crítico Philippe Lejeune, es
el tema profundo de la autobiografía (Lejeune 73). Según dicho autor, éste
sería el único dato intratextual tangible en que se puede apoyar la noción
pragmática de “pacto autobiográfico”, contrato de lectura constitutivo del
género6. Aparte de las iniciales hay otras marcas o datos que pueden ser
contrastados extratextualmente, como el colegio en que estudió, su familia,
6
Según Philippe Lejeune y su noción pragmática de “pacto autobiográfico”, es posible
diferenciar entre autobiografía y ficción a partir de la identidad del nombre propio, compartido
por el autor, el narrador y el protagonista de un relato. Lo que llama “pacto autobiográfico”
es la afirmación de esa identidad en el texto, mediada por la lectura, esto es, que el lector, al
ver que estas tres entidades comparten un nombre, puede afirmar con certeza que está leyendo
una autobiografía.
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los lugares que visitó, las casas en que vivió. ¿Por qué Silva Castro prefiere
referirse, entonces, a la “novela” como espacio depositario del recuerdo? ¿Por
qué presentarse –aunque en un juego hipotético– como novelista y no como
autobiógrafo o memorialista? En su Historia crítica de la novela chilena
(1843-1956), publicada en 1960, entrevemos una posible respuesta: porque
hasta ese momento la autobiografía sigue siendo un género devaluado. Frente
a la eventual clasificación de El cautiverio feliz como “novela histórica”,
él mismo escribe que se trata, a su juicio, de “mera autobiografía” (14,
el subrayado es mío), género que asimila al de las memorias y que cree
fundado principalmente en la observación histórica, lejos de toda urdimbre
“novelesca”.
PAPELES QUEMADOS
Las autobiografías serán textos reconocidos tardíamente, la mayor parte bajo
la forma de autopublicaciones. Nuestra incipiente crítica las juzgará con
parámetros literarios que hasta muy entrado el siglo responden principalmente
a los modelos románticos franceses, no solo aceptándolos sino también
oponiéndose a ellos (como es el caso, muy conocido, de Pedro Nolasco Cruz);
por otra parte, arrancan de conceptos literarios desfasados respecto de la
crítica y la teoría literaria que acompañan el devenir de los géneros europeos.
En una suerte de limbo o paréntesis silencioso, los textos autobiográficos
tampoco aparecen vinculados con los discursos o planteamientos estéticos
que durante ese período surgirán en el ámbito de la narrativa nacional, como
la aparición de tendencias de corte nacionalista y criollista y sus disputas con
el llamado “imaginismo”, o de propuestas muy particulares en su relación con
el modernismo latinoamericano (por ejemplo, aquella corriente que Bernardo
Subercaseaux denomina “espiritualismo de vanguardia” y que tanta relación
dice con la configuración de un yo íntimo).
Otros desfases del género en Chile se deben a que varios de los textos
del corpus han sido escritos con bastante anterioridad a su publicación,
probablemente porque sus autores prefirieron que sus relatos se dieran a
conocer más tarde, incluso después de su muerte7.
7
En el corpus, esto es así sobre todo en el caso de los autores nacidos entre 1840 y
1880, principalmente. Algunas de las autobiografías publicadas post mortem son las de Abdón
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
17
La noción de “campo”, sustentada por el sociólogo Pierre Bourdieu, ha sido
empleada por José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán (1985) para abordar
la situación literaria chilena precisamente entre 1891 y 1925, período de
pronunciados cambios sociales y políticos en que se produce un desplazamiento
de dicho campo, desde la llamada “constelación de las élites” –marcada por
cierta indiferenciación de lo político y lo literario y un predominio absoluto
del grupo oligárquico en la construcción de los discursos– a un nuevo orden
literario, de carácter moderno, donde comienzan a diferenciarse los ámbitos
político y literario y, al interior de éste, los diversos géneros de producción.
El concepto de campo supone la presencia de nuevos actores, los escritores
profesionales, quienes intervienen en el juego de instalación del valor literario
al lado de otros agentes, como los críticos, editores, periodistas y otros. La
autonomía del campo se produce en la medida en que establece su propio
nomos y codifica sus prácticas.
La institución y valoración de los géneros literarios forma parte del juego
dinámico del campo. Por eso, al preguntarnos sobre el posicionamiento
estético de la autobiografía en Chile en la primera mitad del siglo,
inevitablemente hay que apuntar, como se ha dicho, no solo a su aparición
empírica (muchos textos del período llevan por título o subtítulo el término
memorias; prácticamente ninguno se presenta como autobiografía), sino
también a las voces que la reconocen y singularizan a través de un discurso
crítico y una serie de operaciones de lectura y clasificación aparentemente
menores, como es el caso ya citado de Silva Castro.
Hasta fines del siglo XIX, es frecuente hallar memorias con aspectos
autobiográficos y autobiografías que en muchos segmentos parecen más bien
memorias o crónicas. Escribe el historiador Manuel Vicuña:
Todas las memorias escritas por aristócratas oscilan con soltura entre
la vida privada de sus protagonistas y el curso, agitado o sereno, de
los asuntos públicos. (…) Con arreglo a las convenciones del género,
sus memorias hablan del acontecer público del cual fueron testigos
y/o actores privilegiados; las suyas quieren ser voces eminentes y autorizadas de una historia ilustre digna de ser recordada. Ello no obsta
para que relaten, cierto es que sin penetrar a fondo en lo recóndito de
Cifuentes, Crescente Errázuriz, Abraham König, Pascual Coña, Martina Barros, Ramón
Subercaseaux, Inés Echeverría, Arturo Alessandrri, Pedro Errázuriz, Armando Donoso,
Mariano Latorre, entre otros.
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REVISTA CHILENA DE LITERATURA Nº 78, 2011
la existencia, aspectos de la vida privada de sus autores, hecho que
emparenta a estas obras con las autobiografías modernas, modalidad
testimonial proclive al escrutinio del sujeto y a la exposición de su
intimidad (77).
La combinación que Vicuña menciona, de observaciones y comentarios
políticos con algunos elementos más subjetivos, caracteriza a estos textos,
sobre los cuales es difícil hallar mención en las historias literarias o catastros
bibliográficos. En lo que respecta al siglo XIX, textos muy posteriores no los
mencionan, como por ejemplo la Estadística bibliográfica de la literatura
chilena, de Ramón Briseño, que aborda el período 1812-1876 y es publicada
entre 1965 y 1969 por la Biblioteca Nacional. En 1910, año del Centenario
de la República, Luis Ignacio Silva publica La novela en Chile, cuyo título
pudiera encubrir una reflexión sobre otras narrativas, pero no es así: no
hay aquí interrogantes sobre las relaciones entre ficción y realidad, como
sí comienzan a despuntar un poco después, en textos de Edwards Bello
o incluso Pedro Nolasco Cruz, quien incluye a varios autores de textos
autobiográficos en sus Estudios sobre la literatura chilena (3 volúmenes,
1926-1940), como Pérez Rosales, Ramón Subercaseaux e Iris, ocupando
expresiones como “memorias” y “literatura íntima”, aunque confiriéndole a
estas producciones un lugar menor: “La obra literaria de Iris, considerada en
conjunto –comenta– nos presenta a una escritora que, por medio de géneros
literarios secundarios (cuentos, novelas cortas, charlas, viajes) procura hacer
resaltar su individualidad” (vol. III, 115). La autobiografía tampoco encuentra
lugar en un texto temprano de Raúl Silva Castro, Fuentes bibliográficas para
el estudio de la literatura chilena (1933), ni en otro, altamente informativo, de
Januario Espinosa, La carrera literaria (1941). No aparece individualizada en
valiosos documentos posteriores, como el Boletín del Instituto de Literatura
Chilena (1961-1968) o, más recientemente, el Diccionario de la literatura
chilena, de Efraín Szmulewicz (1977). Quizás los primeros textos en que
se abordan las autobiografías como tales, sean Memorialistas chilenos, de
Alone (1960) y el capítulo “La memoria personal”, ya citado, documentos
que recogen no solo textos del siglo XX, sino que se remontan a otros más
antiguos, incluso el Cautiverio feliz.
En Chile, el problema de la autobiografía comienza a perfilarse junto con
la aparición de una crítica literaria especializada. Entre las precursores de la
crítica en Chile se encuentra el sacerdote francés Emilio Vaïsse (Omer Emeth),
quien nos ofrece, junto a su sucesor en la palestra de El Mercurio, Hernán
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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Díaz Arrieta (Alone), algunas pistas sobre los prejuicios y conceptos que se
tejen en torno al género, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Alone relata, en “Recuerdos de Omer Emeth”, aspectos de la correspondencia sostenida con el sacerdote mientras éste se hallaba en Francia (19301934). Le solicitaba que escribiera sus memorias, haciéndole ver
el interés de este género, documento fidedigno por un lado y, por otro,
relato novelesco, efusión poética, disquisición filosófica, psicológica
y hasta pedagógica, todo bebido en la fuente original, inédita, puesto
que nadie puede conocer mejor al autor de las memorias que el propio
memorialista, y las noticias que él proporciona sobre sus experiencias
son únicas (Díaz Arrieta).
El crítico chileno considera de interés para los lectores conocer esta historia
de vida, trenzada con el desarrollo de la literatura en Chile. Le responde
Emeth: “Aquello es, en efecto, hacedero, aunque deba yo fiarme únicamente
de mi memoria. No he tomado apuntes ex profeso en ninguna época de mi
vida y algunas páginas que sobre eso escribí, ahora veinte años, las quemé
en un acceso de neurastenia, hace cosa de cuatro o cinco años. Tampoco
he conservado cartas. Cuando estuve a punto de partir, quemé, sin leerlo ni
revisarlo, todo papel escrito mío y ajeno” (VII). Y agrega: “cuanto a fechas
(…) estoy mejor provisto, porque conservo la documentación que me fue
exigida cuando se trató de jubilar. Mero esqueleto cronológico. Pero aquello
podrá servir de base. Para todo lo demás, habré de girar letras sobre mi
memoria” (VII) El sacerdote está dispuesto a hacer ese giro, pero siempre
y cuando la imaginación no intervenga: “Escribiré, pues, pero si veo que la
imaginación me lleva haré una nueva quemazón y ¡adiós! Lo que me da un
poco de confianza es el hecho de que mi memoria es buena en todo lo que
atañe a paisajes y personajes” (VIII).
A la postura de Omer Emeth, quien considera importante documentar el
trabajo memorialístico, se opone la de Alone, más subjetivista y moderna,
donde se perfila el concepto de “memorias personales” (sin referirse
explícitamente a la autobiografía):
pese al escepticismo de que hacía alarde, don Emilio respetaba no
solamente los dogmas religiosos sino algunos más que él mismo
se había impuesto y que en vano trataré de discutirle. Entre ellos,
ese supersticioso amor a una verdad que nunca se sabe a punto fijo
en dónde se encuentra. La idea de conceder un poco a la fantasía
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REVISTA CHILENA DE LITERATURA Nº 78, 2011
hablando de sí mismo le repugnaba; parecíale un atentado contra el
séptimo mandamiento y un desacato a sus lectores. Yo le alegaba el
título de las memorias de Goethe “Realidad y Poesía” y el hecho de
que es psicológicamente imposible hablar de sí mismo juzgándose
tal como uno es o como los demás creen que es, sin agregarle cierta
aureola, aunque sea la de la santa humildad. Acaso en él influía, al
mismo tiempo, la convicción de que las memorias personales pierden
su gusto, el gusto de escribirlas y el gusto de leerlas, si no se dice
en ellas todo, integralmente, sin omisión alguna, en especial aquello
que menos deseamos decir, lo que levantaría más protestas, en suma,
las que se llaman indiscreciones (en Díaz Arrieta).
En suma, Alone comprende que este ejercicio no es más que una forma de
representación y pone en duda la posibilidad de ser objetivo, esto es, de
contar la vida a cabalidad (pretensión, la de escribir la vida, que llevaría a
vivir otra vida completa solo con ese fin). Para él, las memorias personales
requieren de un filtro, de la intromisión de la imaginación, porque intuye que
el yo autobiográfico es, como el de Goethe, Realidad y poesía (Dichtung und
Wahrheit, poesía y verdad). Es por ello que, a diferencia de lo que ocurre
con Silva Castro, se percibe en él no solo el reconocimiento del género, sino
también su adhesión, la cual se refleja en que escribiera su única novela,
La sombra inquieta (1915), en el registro del diario íntimo. También deja
testimonio de su fascinación por los textos autorreferenciales en sus propios
diarios. Allí escribe, con fecha 20 de mayo de 1947:
Ah! leer lo que uno quiere, disponer sus lecturas, elegirlas y ordenarlas libremente, es como organizarse la felicidad. A mí me gustaría, por
ejemplo, entre otras cosas, juntar una gran colección de Memorias,
Diarios, Confesiones y en general, documentos íntimos, Cartas Privadas, etc., leerlas bien, compararlas, saborearlas y describirlas. Es uno
de los géneros que hallo más agradables. Y Crítica. Historia Literaria,
Biografías de Escritores, Técnica Literaria: todo eso también me gusta. ¿Para qué más? Novela, cuento, poesía, sí, bien; pero lo otro ah!
lo reúne todo, es un compendio. Con decir que la Correspondencia
de Flaubert, mal escrita, según aseguran, me ha hecho gozar más que
Mme. Bovary y Salambó…” (Alone, Diario íntimo 317).
Sin embargo, esta posición resulta minoritaria. Prima la visión que pretende
hacer objetiva la narración memorialística y, por lo mismo, la necesidad de
sostenerla en una firme base documental (la lamentable ceniza de los papeles
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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quemados por Omer Emeth). Si bien muchos textos incursionan, sin mediar
reflexiones, en los desdeñados terrenos de la imaginación, esta postura es
predominante hasta entrada la década de 1930. De este afán documental da
un ejemplo más el intercambio epistolar entre María Flora Yáñez y su padre,
el político liberal y fundador del diario La Nación, Eliodoro. Ella le solicita
que escriba unas memorias y él contesta lo siguiente:
En cuanto a lo que me pides (…) no creo, mi hijita, que encontraría
en mí el reposo y la serenidad que se requiere ni creo que podría
hacerlo, falto como estoy de documentos y entregado por completo
al recurso un tanto vacilante de mis recuerdos. Es difícil y a veces
peligroso, juzgar el pasado a través de la opaca neblina de nuestra
memoria; sólo es posible dar impresiones, es decir, la huella que los
acontecimientos han dejado… (cit. en Yáñez 63).
La palabra “impresiones” aparece en otros textos, como por ejemplo el de
Barros, rodeada de justificaciones. De llegar a publicarlas, dice Eliodoro
Yáñez, lo haría por un asunto privado, familiar: dejar un recuerdo a sus nietos.
Pero no le parece de interés para los lectores de su tiempo.
AUTOBIOGRAFÍA Y VERDAD
Eliodoro Yáñez murió en 1931. Hacia esta fecha, entre los muchos textos
que hemos consultado solo en uno de ellos se utiliza, propiamente, la
palabra “autobiografía”. Lo hace el misionero capuchino Ernest Wilhelm
de Moesbach (1882 -1963), quien viene de una tradición cultural europea
(como ya se ha comentado, la palabra “autobiografía”, en Alemania, es de
una trayectoria más vasta: aparece por primera vez en boca de los hermanos
Schlegel, a fines del siglo XVIII). Moesbach entrevista a Pascual Coña,
quien ofrece un relato oral que el alemán titula Testimonio de un cacique
mapuche. Un texto de difícil abordaje, porque fue dictado en mapudungun y
transcrito a uno de los alfabetos de esta lengua por el propio sacerdote, quien
además traduce la narración al español. Hay, pues, una autoría compartida,
pero además se trata de un relato que emerge de una serie de traducciones e
intermediaciones textuales que permiten cuestionar su estatuto autobiográfico
(que Moesbach defiende).
El resto de los autores estudiados presentan sus textos como memorias y,
como ya se ha dicho, incluso en los años 60 Alone prefiere hablar (al menos
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REVISTA CHILENA DE LITERATURA Nº 78, 2011
públicamente, y desde una perspectiva crítica) de “memorias personales”, en
tanto Silva Castro plantea el uso genérico de “memoria”, “ya que dentro de él
habría que diferenciar, por sus alcances, los diarios íntimos, las reminiscencias
sin cronología definida, y muchas otras formas menores de recuperación
del pasado al través del espíritu de su autor” (Panorama 471); marcamos
la expresión “reminiscencias sin cronología definida” por lo rebuscada que
resulta, frente a la posibilidad de enunciar otras formas escriturales conocidas
ya en aquel tiempo (la carta, las confesiones, la autobiografía, la novela
autobiográfica). Por otra parte, queda claro que, a mediados del siglo, mientras
en Europa teóricos como Georges Gusdorf teorizan sobre las relaciones del
bios y el autos (la vida y la conciencia que los autores tienen de ella, sus
relaciones con la memoria y el olvido) en Chile estos géneros son considerados
“menores”, aunque en el caso de Silva Castro hay un reconocimiento de ellos
como textos: “no se trata, sin embargo, de [recoger] las memorias en cuanto
auxiliares de la reconstitución histórica sino como documentos interesantes
a la exploración de la sensibilidad literaria en aquellos autores que hayan
tenido la curiosidad de escribirlas y de publicarlas” (Panorama 471). Y algo
más nos dice sobre la valoración de estos textos:
Lo que se ha tomado en cuenta para traer al escrutinio estas memorias, es su valor literario, su riqueza como confesión espiritual, la
relativa abundancia de sus impresiones sobre la vida, el grado de su
sinceridad, la elevada ejecución, en fin, del estilo literario, cuando
el escritor ha tenido en vista no sólo contar lo que vio y supo, sino
también decirlo bellamente (Panorama 471).
La mayor parte de los textos no sale bien parado de este examen; como se
ha dicho, muchos pecan de defecto o exceso en por lo menos uno de los
puntos que Silva Castro propone observar: su sinceridad. Este valor será
decisivo en las primeras aproximaciones críticas que, en Europa, se hacen a
la autobiografía. Incluso sus detractores ponían el acento en el valor de verdad
de la narración autobiográfica, como se puede ver en un fragmento publicado
en Athenäum por los hermanos Schlegel, quienes adjudican la escritura
autobiográfica a prisioneros del yo, neuróticos, mujeres y mentirosos. Los
llamados autobiógrafos son para ellos, en realidad, autopseustas, individuos
que “mienten sobre sí mismos” (cit. en Catelli 10). Esta mirada de sospecha
acompaña el desarrollo del género: las desconfianzas de los críticos, el desdén
de los lectores y, muy particularmente, los temores y desafíos de los autores,
que obsesivamente se refieren al tema de la verdad. Lautaro García, en
Que les perdonen la vida: autobiografía y memorias en el campo literario chileno
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Imaginero de la infancia (1935), advierte que en sus memorias no dará cuenta
de una realidad objetiva: “Si bien es cierto hay en ellas mucha experiencia
de una realidad verdadera, también contienen mucha realidad imaginada.
Lo he hecho, tal vez, para no olvidarme de que tuve una edad feliz” (6); el
empresario textil Blas Caffarena dice que contará “la verdadera VERDAD”
(135), aunque los aludidos puedan sentirse algo molestos; en tanto, el escritor
y periodista Joaquín Edwards Bello, famoso por sus novelas de carácter
autobiográfico, que tanto escándalo causaron en su tiempo, explica por qué
le ha costado decidirse a escribir sobre su vida:
Otro motivo para no escribir mis memorias consiste en la costumbre de algunos escritores nacionales de no hacer distinción entre lo
imaginario y lo real. Yo creo que la narración de mentiras, cuentos o
novelas, más o menos interesantes, está muy bien cuando se advierte
al público la calidad del género. Hay que distinguir. No pocos novelistas de aquí confunden los campos de la realidad con los de la pura
fantasía. Esto ha desorientado al público (Memorias 13).
Por último, ya en el año 1957, Rafael Frontaura recoge la palabra
“autobiografías” en Trasnochadas, donde recuerda sus noches de bohemia
y teatro y muy poco de su formación y su intimidad. Hacia esta fecha, se
puede reconocer en su texto una mirada más cercana a la que hoy existe del
género, aunque arrastra los mismos prejuicios sobre la sinceridad y verdad
del mismo:
No, detesto las autobiografías. Siempre tengo la sensación de que
el que está contando su vida con lujo de detalles piensa en el fondo
presuntuosamente que su existencia es muy importante, que él mismo
es algo así como el eje del mundo, y que sus experiencias son únicas
y pueden servir de ejemplo al resto de la humanidad. Yo no he adquirido todavía el complejo de genio, que está poniéndose tan de moda
(…) Me parece absurdo que escritores de la talla de Emil Ludwig
o Stephan [sic] Zweig se hayan dedicado, como viejas chismosas,
a quemar incienso y a publicar intimidades de hombres célebres,
dejándose llevar a menudo por su apasionamiento político o de raza
al mostrarnos el panorama de esas vidas, en lugar de crear, que es la
misión del escritor y del artista. El chisme, el comentario inoficioso
y la “copucha” intencionada todavía no han sido clasificados como
ramas de la literatura (107).
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REVISTA CHILENA DE LITERATURA Nº 78, 2011
Pocos pueden decir, como lo hace Joaquín Edwards Bello en Tres meses en
Río de Janeiro (1911): “Yo lo digo todo: con mis libros podrían presentarme
ante Dios como Rousseau con sus Confesiones” (43). La idea de hacer
comunicable y transparente al yo, presente en textos clásicos, como el de
Rousseau e incluso más antiguos, como los Ensayos, de Michel de Montaigne,
o las Confesiones agustinianas, se vincula con el afán de verdad y sinceridad,
que autores y críticos en nuestro país parecen asimilar con la narración
“objetiva” o el apego documental al hecho histórico, predominante a lo largo
de prácticamente un siglo en Chile.
A modo de conclusión de este capítulo provisorio en el examen de
la historia y la crítica sobre las producciones autobiográficas chilenas,
se puede recalcar que, entretejidas en los textos de la primera mitad del
siglo, se encuentran, pues, una serie de ideas y prejuicios sobre la escritura
de carácter autorreferencial, así como también una gran diversidad de
estrategias retóricas, discursivas, que evidencian la historicidad de los sujetos
representados y su experiencia, cuya productividad hermenéutica sobrepasa
por mucho el uso documental. Una revisión de los textos surgidos en la
segunda mitad del siglo XX, en que se recuperan otro tipo de experiencias
y la propia literatura experimenta en el ámbito de la percepción y su
productividad artística, permitiría contrastar y dar una mayor consistencia
al panorama ofrecido en este artículo, que forma parte, como ya se ha dicho,
de una investigación mayor, que se proyecta en ese ámbito y que, por cierto,
necesitaba acercarse, en primera instancia, a la aparición de lo autobiográfico
como objeto discursivo.
Anexo 1
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