SILENCIAMIENTO Y TOMA DE LA
PALABRA
Polémicas Feministas Nº 8, Año 2024 pp. 1-16, ISSN 2591-3611
1
SILENCIAMIENTO Y TOMA DE LA
PALABRA
SILENCING AND TAKING THE FLOOR
Andrés Fernando Stisman
Resumen
La filosofía feminista del lenguaje trabaja con múltiples sentidos del término “silencio”.
Uno de ellos se relaciona con la falta de participación en la producción social de los
significados. El artículo explora, centrándose en diversos aportes, especialmente en los
de Spender y Fricker, en qué sentido las mujeres han sido históricamente silenciadas. Las
mujeres no han definido términos relevantes para ellas mismas. Las mujeres no han
podido hablar por sí mismas, expresar sus realidades desde sus perspectivas.
Posteriormente, se despliega la conjetura de que la salida del silencio puede darse cuando
se rompe la obviedad del privilegio que obtura la posibilidad de encontrar analogías
relevantes entre fenómenos.
Palabras clave: silencio, silenciamiento, obviedad del privilegio, analogía.
Abstract
Feminist philosophy of language works with multiple senses of the term "silence." One
of them is related to the lack of participation in the social production of meanings. The
paper explores, focusing on various contributions, especially those of Spender and
Fricker, in what sense women have been historically silenced. Women have not defined
relevant terms for themselves. Women have not been able to speak for themselves,
express their realities from their own perspectives. Subsequently, the conjecture is
unfolded that the exit from silence can occur when the obviousness of privilege that
obstructs the possibility of finding relevant analogies between phenomena is broken.
Keywords: silence, silencing, obviousness of privilege, analogy.
Preliminares
La serie distópica El cuento de la criada, basada en el libro homónimo de
Margaret Atwood, (2017) que muestra el devenir de una sociedad patriarcal sin fisuras
(República de Gilead), exhibe en su tercera temporada una de las imágenes más brutales
de toda la historia. La protagonista, June, devenida en una esclava sexual con fines
reproductivos, se traslada desde su ciudad, Boston, hacia Washington, donde puede
Universidad Nacional de Tucumán. Facultad de Filosofía y Letras. Departamento de Filosofía.
Tucumán, Argentina.
apreciar que sus compañeras de destino sufren una tortura más: sus bocas están cosidas
con anillos. La novela de Christina Dalcher (2019), Voz, imagina, a su vez, una EE. UU.
en la que las mujeres y niñas tienen derecho a pronunciar solo 100 palabras al día. La
violación de la norma se sanciona con descargas eléctricas.
Estas ideas no son más que la maximización de un rasgo inherente a las sociedades
patriarcales: las mujeres están llamadas al silencio. Ya en la Biblia se lee:
guarden las mujeres silencio en la iglesia, pues no les está permitido
hablar. Que estén sumisas, como lo establece la Ley. Si quieren
saber algo, que se lo pregunten en casa a sus esposos; porque no está
bien visto que una mujer hable en la iglesia (Santa Biblia, nueva
versión internacional, 2022, 1 Cor. 14, p. 34-35).
Recientemente, en 2021, la junta del partido gobernante de Japón, el Liberal
Democrático, conformada por hombres, decidió invitar a cinco mujeres a mirar lo que allí
acontecía “siempre y cuando vayan como observadoras y no hablen”
RTVE.es/AGENCIAS, 2021).
No resulta casual que lo que actualmente entendemos como filosofía feminista del
lenguaje, es decir, el análisis filosófico del lenguaje realizado con perspectiva de género
le haya dado una relevancia especial a un tema mucho menos investigado por enfoques
tradicionales: el silencio y el silenciamiento de las mujeres y, también, de otros grupos
oprimidos.
En la literatura sobre el tema, hay múltiples sentidos acerca de lo que puede
entenderse como silencio femenino que, aunque en ocasiones se solapan, pueden
distinguirse con fines analíticos. Yo encontré estos siete:
I.El silencio como no emisión de palabras. Es el sentido más usual del término “silencio”,
el que se da a nivel locutivo. Este puede producirse en las mujeres por imposición, por
amenazas (Spender, 1980, p. 106), por miedo a ser tratadas ante un discurso disidente
como locas o neuróticas (Spender, 1980, p. 54), o como forma de resistencia.
II.El silencio ilocutivo que consiste en emitir palabras, pero fracasar en la realización del
acto de habla pretendido2.
III.El silencio entendido como la desaparición de ciertas voces en el devenir histórico. Esto
puede acontecer, entre otras razones, por la escasa o nula valoración de las palabras de
las mujeres, o por las dificultades que se han encontrado en su transmisión3.
2
La noción, presentada por Langton (2018), se desarrolló en el contexto del análisis del rechazo. Este
supone, como mínimo, dos cosas: A) Si X le dice “no” a Y, X debe tener alguna autoridad para Y. B) Que Y
reconozca las palabras de rechazo como tales. Si los hombres no entienden que se los está rechazando
cuando se emiten las expresiones del caso, la acción de rechazar con palabras simplemente no se realiza.
Una mujer que no logra que se comprenda su “no” ha sido, para Langton, ilocutivamente silenciada y no
de modo metafórico, sino real.
3
En términos de Rich (1979): “The entire history of women’s struggle for self-determination has been
muffled in silence over and over. One serious cultural obstacle encountered by the feminist writer is that
each feminist work has tended to be received as if it emerged from nowhere: as if each of us had lived,
thought, and worked without any historical past or contextual present. This is one of the ways in which
women’s work and thinking has been made to seem sporadic, erratic, orphaned of any tradition of its own”
[Toda la historia de la lucha de las mujeres por la autodeterminación se ha silenciado una y otra vez. Un
serio obstáculo cultural encontrado por cualquier escritora feminista es que cada obra feminista ha tendido
a ser recibida como si surgiera de la nada: como si cada una de nosotras hubiera vivido, pensado y trabajado
IV.El silencio visto como la exclusión de determinadas voces en la construcción de campos
disciplinares, algo que ocurre, por ejemplo, cuando se toman a los hombres como objeto
de estudio para llegar a conclusiones acerca de lo humano (Ardener 1975, Bernard 1973,
Roberts 1976).
V.El silencio concebido en términos de la tendencia a no pedir a grupos sobre los que recae
un prejuicio identitario que expresen sus pensamientos y opiniones, circunstancia a la que
Fricker (2017) llama injusticia testimonial anticipada (p. 130).
VI.El silencio producido por el hecho de que no se trata a la persona que habla como un
informante epistémico racional, es decir, como un sujeto, sino como una mera fuente de
información, es decir como un objeto. Fricker (2017) alude a esta situación en términos
de cosificación epistémica 4.
VII.El silencio entendido como la falta de participación en la producción social de
significados.
Es aquí donde voy a detenerme. El propósito de este trabajo es centrarme
específicamente en este último sentido de la palabra “silencio”, analizar su naturaleza,
tomando especialmente, aunque no exclusivamente, los aportes de Spender (1980) y
Fricker (2017), y, finalmente, presentar, sin pretensiones totalizadoras, una conjetura
acerca de lo que permite la salida del estado de mudez (en el sentido VII).
Experiencia sin nombre 5
[…] una mañana de 1959, oí a una madre de cuatro hijos, que estaba
tomando café con otras cuatro madres en un barrio residencial a unos
25 kilómetros de Nueva York referirse en un tono de resignada
desesperación al <<malestar>>. Y las otras sabían, sin mediar
palabras, que no estaba hablando de un problema que tuviera con su
marido, ni con sus hijos ni con su casa. De repente se dieron cuenta
de que todas compartían el mismo malestar, el malestar que no tiene
nombre. De manera titubeante se pusieron a hablar de él. Más tarde,
después de que hubieran recogido a sus hijos de la escuela y de la
guardería y los hubieran llevado a casa para que echaran una siesta,
dos de las mujeres lloraron de puro alivio al saber que no estaban
solas (Friedan, 2009, p. 55-56).
La cita de Betty Friedan (2009) alude al malestar de muchas mujeres
norteamericanas durante la década del 50. Ellas no lograban hacer encajar su desasosiego
con lo que supuestamente debía realizarlas: ser amas de casa que residían en hogares
confortables en los suburbios, tener un marido proveedor e hijas e hijos,
sin ningún pasado histórico o presente contextual. Esta es una de las formas por medio de la cual se ha
hecho aparecer el trabajo y el pensamiento de las mujeres como esporádicos, erráticos, huérfanos de
cualquier tradición] (p. 11).
4
Para Fricker (2017), los informantes son agentes epistémicos que transmiten información, mientras que
las fuentes de información son estados de cosas a partir de los cuales el investigador puede encontrarse en
una posición de recoger información. Por tanto, mientras que solo los objetos pueden ser fuente de
información, las personas pueden ser informantes (como cuando alguien refiere algo que queremos saber)
o fuentes de información (como cuando el hecho de que nuestro invitado llegue empapado y sacudiendo el
paraguas nos permite inferir que llueve) (p. 215).
5
Es el título de uno de los apartados del sexto capítulo de Man Made Language de Spender (1980).
electrodomésticos que faciliten sus múltiples tareas hogareñas y suficiente dinero para
invertir en los estándares de belleza que garantizaban la satisfacción de sus esposos. El
malestar, que vivían en la más absoluta soledad, no solo no tenía nombre, sino tampoco
explicación ni bordes conceptuales mínimamente nítidos. Las mujeres sencillamente no
sabían qué les pasaba. En sus visitas a los psiquiatras expresaban sentirse avergonzadas
y se referían a sí mismas como neuróticas. Los especialistas en salud mental, a su vez,
simplemente decían no entender a las mujeres de su época (Friedan, 2009, p. 55).
La denominada teoría de los grupos enmudecidos, iniciada por Edwin (1975) y
Shirley Ardener (1975) en los 70, ofrece algunos elementos para pensar qué les pasaba a
esas mujeres: no tenían herramientas para conceptualizar sus experiencias porque
aquéllas eran proporcionadas por los grupos dominantes, en este caso, los hombres
(Fitzpatrick, 2010, p. 485).
Spender (1980), en Man Made Language, hace pie en la teoría de los grupos
enmudecidos, recoge gran parte de los aportes realizados en torno a ella en la década del
70 y la pone en conexión con algunos de sus supuestos. Uno de ellos es que las mujeres
y los hombres perciben la realidad de maneras diferentes6. La razón principal es que
ocupan distintas posiciones en la estructura jerárquica del orden patriarcal. La división de
tareas y la diferencia de trato impuestos por la división sexual impiden, en términos de la
autora, que habiten el mismo mundo. No es la misma realidad la del opresor que la del
oprimido. En una situación contra fáctica en la cual el orden patriarcal fuese suprimido,
no habría forma de saber si habitaríamos o no el mismo mundo (Spender, 1980, p. 78).
Spender (1980) invita a abandonar la idea de que hay una sola realidad, a la que llama,
como Mary Daly, “monodimensional” y postula otra que denomina “multidimensional”.
Si bien es cierto que no hace mención alguna a otros factores, además de la diferencia
sexual, que puedan incidir en la forma de percibir el mundo (clase social, pertenencia a
grupos racializados o a colectivos ligados a la diversidad sexual, etc.), sí indica que el
pluralismo es inherente al movimiento feminista:
There are numerous ‘truths’ available within feminism and it is
falling into male defined (and false) patterns […] to insist that only
one is correct. Accepting the validity of multidimensional reality
predisposes women to accept multiple meaning and explanations
without feeling that something is wrong [Hay numerosas verdades
disponibles dentro del feminismo y es caer en patrones masculinos
(y falsos) […] insistir en que solo una es la correcta. Aceptar la
validez de la realidad multidimensional predispone a las mujeres a
aceptar significados y explicaciones sin sentir que algo está
fundamentalmente mal] (p. 102-103).
El perspectivismo que asume Spender (1980) va de la mano con su visión del
lenguaje: todo nombrar es sesgado, el lenguaje codifica los sesgos cognitivos, las
diferentes percepciones del mundo (p. 164). Así pues, en un contexto igualitario sería
6
Spender (1980) tuvo en su texto de 1980 una visión binaria sobre los géneros. Además, habla de los sexos
sin distinguir entre el sexo biológico y el género como una construcción social. Yo no comparto su enfoque
en estos puntos. No asumo ninguna forma de esencialismo reductivo ni de binarismo. La forma en que
serán presentadas ciertas ideas, por ejemplo, en términos del par mujer/hombre, se debe a que reconstruyo
el pensamiento de la autora que me parece valioso en otros aspectos.
razonable que la realidad multidimensional que recoge las diferentes experiencias de
mujeres y hombres encuentre su correlato lingüístico: ellas encontrarían en el lenguaje
los suficientes recursos para nombrar sus experiencias, sus formas de sentir y estar en el
mundo, y ellos podrían hacer lo propio. Sin embargo, advierte la autora, esto no ocurre
así: el monopolio del poder incluye el de nombrar, de asignar significados a las palabras
y de hacerlo desde la perspectiva propia. Puntualmente, los términos que nombran la
realidad femenina expresan una visión masculina de las mujeres. Éstas no tienen su propia
voz para hablar de sí mismas, sino que son nombradas por otros, los hombres. En este
sentido, las mujeres son enmudecidas. Dorothy Smith (1978), una de las fuentes que
recoge Spender (1980), lo expresa así:
[…] women have been deprived of the means of participate in
creating forms of thought relevant or adequate to express their own
experience or to define and raise social consciousness about their
situation and concerns. They have never controlled the material or
social means to the making of a tradition among themselves or to
acting as equals in the ongoing discourse of intellectuals [[…] las
mujeres han sido despojadas de los medios para participar en la
creación de formas de pensamiento relevantes o adecuadas para
expresar sus propias experiencias o para definir y elevar la
consciencia social sobre su situación e inquietudes. Nunca han
encontrado el material o los medios sociales para la elaboración de
la tradición entre ellas mismas o para actuar como iguales en el
discurso de los intelectuales] (p. 281).
Spender (1980) dedica una parte más que considerable de Man Made Language a
ilustrar de qué forma los sentidos de múltiples palabras están impregnados de la
perspectiva masculina del mundo en el orden patriarcal. Algunos de sus tantos ejemplos
mostrarán qué es lo que la autora tiene en mente:
I.Maternidad. Spender (1980) indica que la sociedad en la que fue criada significa
algo no solamente hermoso, sino que realiza a la mujer. En palabras de María
Elisa Molina (2006):
En la cultura de la madre idealizada, las creencias llevan implícita la
identificación entre mujer y madre. La maternidad es el objetivo
central en la vida de las mujeres y la naturaleza femenina es
condición de la maternidad. Las mujeres son consideradas con una
capacidad natural de amor, de estar conectadas y empatizar con otros
(p. 98).
El problema, señala Spender (1980), es que, para muchas mujeres, la maternidad
puede implicar una experiencia diferente (p. 54).
II. Trabajo. La autora indica que otro ámbito en el que se muestra cómo las
experiencias de las mujeres no se han codificado en el lenguaje se da con aquel
vocablo. Basta con ver el diccionario de la RAE. Su segunda acepción es:
“Ocupación retribuida” (Real Academia Española, s.f., definición 2), lo que deja
fuera vastas áreas de tareas de las que históricamente se han ocupado las mujeres.
III.Feminidad. Susan Koppelman Cornillon (1972), a quien cita Spender (1980), señala:
in a male culture, the idea of the femenine is expressed, defined and
perceived by the male as a condition to being female, while for the
female it is seen as an addition to one´s femaleness and a status to
be achieved [en una cultura masculina, la idea de lo femenino es
expresada, definida y percibida por el hombre como una condición
para ser mujer, mientras que para las mujeres se ve como una adición
a la propia condición de mujer y un estatus que debe alcanzarse] (p.
113).
Spender (1980) ilustra esta idea de la siguiente forma: la definición masculina de
feminidad contiene la noción de que carece de vello. De allí que las mujeres que desean
presentarse a los hombres bajo sus estándares de lo femenino lo harán sin vello alguno.
Esto fomenta la ilusión masculina de que la ausencia de vello es un rasgo de lo femenino,
una condición de su naturaleza. Sin embargo, las mujeres no lo viven así, sino como un
trabajo, un añadido (Spender, 1980, p. 92).
IV. Frigidez. No hace falta remontarnos a textos de décadas pasadas para ver por qué
su caracterización manifiesta la impronta de la perspectiva masculina de lo que
les ocurre a las mujeres. En el Medical Dictionary, editado por Charles Patrick
Davis, se encuentra la siguiente definición: “Failure of a female to respond to
sexual stimulus; aversion on a part of a woman to sexual intercourse; failure of a
female to achieve an orgasm (anorgasmia) during sexual intercourse”
[Incapacidad de una mujer para responder al estímulo sexual; aversión de una
mujer a las relaciones sexuales; fracaso de una mujer para alcanzar un orgasmo
(anorgasmia) durante las relaciones sexuales] (s. f).
Spender (1980) presta particular atención al uso del término “fracaso” al que
califica como falso porque no apresa un aspecto de lo que suele llamarse frigidez. Más
que un fracaso, como lo ven los hombres, muchas veces es una renuencia a responder a
la sexualidad masculina:
Frigidity could perhaps be more aptly named (from a female point
of view) as reluctance, and reluctance to respond to male sexuality
rather than a reluctance to utilize one’s own. This is a very different
name for a woman who does not wish to participate in sexual
intercourse […] Frigidity could be renamed as an autonomous and
independent state, an outcome of conscious debate and decision,
freely arrived at in the face of possible alternatives. It could be a
form of power against an opresor, a form of passive resistance or
unavailbility [La frigidez quizás podría ser llamada más
acertadamente (desde un punto de vista femenino) renuencia,
renuencia a responder a la sexualidad masculina en lugar de
renuencia de utilizar la propia. Este es un nombre muy diferente para
una mujer que no desea participar en las relaciones sexuales […]. La
frigidez podría rebautizarse como un estado autónomo e
independiente, un producto del debate o la decisión consciente,
libremente alcanzado frente a posibles alternativas. Podría ser una
forma de poder contra un opresor, una forma de resistencia pasiva o
indisponibilidad] (p. 177).
Spender (1980) muestra de qué forma muchos otros términos relacionados con la
sexualidad codifican la perspectiva masculina sobre ella: “penetración” (p. 178), “juego
previo” (p. 178) e, incluso, “violación” (p. 178-180).
Ahora bien, el punto no es solo que las perspectivas del mundo se codifican en el
lenguaje, sino que, para Spender (1980), también se da el movimiento inverso. Inspirada
en las ideas de Edward Sapir (1929) y Benjamin Whorf (1956), a quienes refiere
explícitamente, indica que la actividad de nombrar pone orden en el flujo caótico de la
existencia, las palabras actúan como moldeadoras de ideas. Así pues, quien utiliza un
lenguaje sexista codifica su experiencia en estos términos. Son los hombres quienes
proveen de las herramientas lingüístico-conceptuales para dar sentido tanto a las
experiencias de los hombres como a las de las mujeres7.
Más recientemente, Miranda Fricker (2017) abordó este fenómeno. Señala, al
igual que Spender (1980), que múltiples términos relevantes para las mujeres fueron
definidos por varones. Analiza esta circunstancia apelando a la noción de marginación
hermenéutica. La idea de marginación supone la exclusión de una práctica de interés para
quien no ha sido incluido. En el caso que nos interesa, la práctica es la interpretación. Las
interpretaciones sociales sobre asuntos importantes para las vidas de las mujeres, como
la maternidad o la violación dentro del matrimonio, han sido históricamente sesgadas
porque ellas no han participado en su producción o lo han hecho escasamente. Por otra
parte, el sesgo propio de aquellas interpretaciones es discriminador porque afecta
negativamente a las mujeres precisamente en virtud de su identidad social. Estas
circunstancias hacen que las mujeres padezcan de lo que Fricker (2017) denomina
injusticia hermenéutica a la que caracteriza como “la injusticia de que alguna parcela
significativa de la experiencia social propia quede oculta a la comprensión colectiva
debido a un prejuicio identitario estructural en los recursos hermenéuticos colectivos” (p.
249-250). Quien más padece del ocultamiento es la víctima de la marginación
hermenéutica que debe codificar sus propias vivencias a la luz de las construcciones de
sentido de su opresor. En un sentido, es muda, otro habla por ella.
Esta forma de silenciamiento puede darse de dos maneras:
I. No poder dar significados propios a significantes que circulan en el cuerpo social. Los
ejemplos que he traído son de este tipo. Son los hombres quienes definen qué y cómo es
la maternidad o la feminidad o el trabajo o la sexualidad de las mujeres. Cuando estas no
se adaptan a los significados considerados legítimos y objetivos, suelen sentirse
anormales, monstruosas, neuróticas, desviadas o fracasadas. Es el caso de las madres que
experimentan sentimientos hostiles hacia sus hijas o hijos o sienten que la maternidad no
las realiza, o el de quienes no llegan al orgasmo. La representación ante estos eventos
toma la forma de un desvío individual de la normalidad.
II. No disponer de significantes adecuados para codificar la propia vivencia. Hay muchos
ejemplos de este orden. Quizás, el más conocido en la literatura sobre estas cuestiones y
que abordan tanto Spender (1980) como Fricker (2017) es el de acoso sexual.
Hasta la década del 70 no existía la expresión. Fricker (2017) narra parte de la
historia de su surgimiento. De momento, me detendré en su primer momento. Carmita
Wood, una madre divorciada y negra, trabajaba en el Departamento de Física Nuclear de
7
Recuérdese que Spender (1980) no contempla las identidades no binarias
la Universidad de Cornell. Su jefe era el físico Boyce McDaniel. Este intentó en distintas
ocasiones realizar determinadas acciones sin su consentimiento: besarla, poner su mano
por debajo de su vestido, tocarla. Muchas veces la inmovilizaba contra su escritorio
mientras le decía cuánto lo excitaba, entre otros comportamientos. Carmita abandonó el
trabajo y luego pidió un seguro de desempleo. Al tener que explicar por qué había
renunciado, se sintió confusa. No disponía de la posibilidad de decir lo que hoy pueden
expresar tantas mujeres: “mi jefe me acosa”. Afirmar que McDaniel flirteaba con ella y
que eso no era de su agrado no explicaría lo que ocurría. Pero ¿qué ocurría? Lo que ella
vivía no podía siquiera ser expresado ni conceptualizado. Su malestar por lo que
experimentaba y no podía decir se trasladó a su cuerpo a través de múltiples
somatizaciones.
La imposibilidad de manifestar la experiencia femenina desde una perspectiva
femenina ha sido caracterizada de diferentes maneras. Rich (1979) sostiene:
“In denying the validity of women’s experience, in pretending to
stand for the ‘human’, masculine subjectivity tries to force us to
name our truths in an alien language” [Al negar la validez de la
experiencia de las mujeres, pretendiendo defender lo ‘humano’, la
subjetividad masculina intenta obligarnos a nombrar nuestras
verdades en un lenguaje ajeno] (p. 208).
Spender (1980) habla, siguiendo a Shirley Ardener (1975), en términos de
“bloques” y “barreras” (p. 83), a la vez que sostiene que “self-generated meanings come
become vague, shadowy and elusive when the have not outlet” [los significados
autogenerados devienen vagos y elusivos cuando no tienen salida] (p. 81). Fricker (2017)
sostiene que mujeres, como Carmita, se encontraban, ante una “laguna hermenéutica” (p.
244).
En todo caso, el desajuste entre la experiencia vivida y su codificación y expresión
produce alienación, causa, a su vez, de malestar. El que padecían las mujeres neoyorkinas
a las que alude Friedan (2009) se debía, precisamente, a la imposibilidad de comprender
y nombrar lo que les ocurría: las construcciones de sentido con las que diseñaban sus
vidas las oprimían. Sentían la opresión, pero, no podían conceptualizarla ni nombrarla
como tal.
La salida del silencio
Retomemos la historia de Carmita Wood. Desempleada como estaba, buscó ayuda
en la activista feminista Lin Farley. Susan Brownmiller (1990) en su libro In Our Time:
Memoir of a Revolution señala:
‘Lin’s students had been talking in her seminar about the unwanted
sexual advances they’d encountered on their summer jobs’ Sauvigne
relates. ‘And then Carmita Wood comes in and tells Lin her story.
We realized that to a person, every one of us—the women on staff,
Carmita, the students—had had an experience like this at some
point, you know? And none of us had ever told anyone before. It was
one of those click, aha! moments, a profound revelation.’
The women had their issue. Meyer located two feminist lawyers in
Syracuse, Susan Horn and Maurie Heins, to take on Carmita Wood’s
unemployment insurance appeal. ‘And then…,’ Sauvigne reports,
‘we decided that we also had to hold a speak-out in order to break
the silence about this.’
The ‘this’ they were going to break the silence about had no name.
‘Eight of us were sitting in an office of Human Affairs,’ Sauvigne
remembers, ‘brainstorming about what we were going to write on
the posters for our speak-out. We were referring to it as ‘‘sexual
intimidation,’’ ‘‘sexual coercion,’’ ‘‘sexual exploitation on the
job.’’ None of those names seemed quite right. We wanted
something that embraced a whole range of subtle and unsubtle
persistent behaviors. Somebody came up with ‘‘harassment.’’
Sexual harassment! Instantly we agreed. That’s what it was.
[«En el seminario, las alumnas de Lin hablaban sobre los contactos
sexuales no deseados con que topaban en sus empleos veraniegosrefiere Sauvigne-. Y entonces interviene Carmita Wood y le cuenta
a Lin su historia. Descubrimos que, hasta la última persona, todas y
cada una de nosotras -el personal femenino, Carmita, las alumnashabíamos tenido una experiencia parecida en algún momento, ¿se
dan cuenta? Y ninguna le había contado nunca nada a nadie.
Entonces hicimos clic, dijimos ajá, fue uno de esos momentos de
revelación profunda».
Las mujeres encontraron la cuestión. Meyer localizó a dos abogadas
feministas de Syracuse, Susan Horn y Maurie Heins, para que se
hicieran cargo del recurso de la prestación por desempleo de Carmita
Wood. «Y entonces… -refiere Sauvigne- decidimos que también
nosotras teníamos que hacer una denuncia pública para romper el
silencio sobre esto». El «esto» sobre lo que iban a romper el silencio
no tenía nombre.
«Ocho de nosotras nos reunimos en una oficina de asuntos sociales
y laborales —recuerda Sauvigne— para lanzar propuestas sobre lo
que íbamos a escribir en los carteles para hacer nuestra denuncia
pública. Nos referimos a aquello como “intimidación sexual”,
“coerción sexual” o “explotación sexual” en el puesto de trabajo.
Ninguno de esos nombres nos parecía del todo correcto.
Buscábamos algo que recogiera un amplio abanico de conductas
persistentes, sutiles y no tan sutiles. A alguien se le ocurrió «acoso».
¡Acoso sexual! Nos pusimos de acuerdo al instante. Eso es lo que
era»] (p. 280-281).
La naturaleza del rompimiento de la barrera, para decirlo en términos de Spender
(1980), o la salida de la laguna hermenéutica, para expresarlo en palabras de Fricker
(2017), plantea, a mi juicio, algunas zonas oscuras no debidamente explicadas. ¿Qué
había antes del “clic”? ¿De qué naturaleza era la experiencia antes de ser nombrada y
conceptualizada? Se han brindado algunas pistas, aunque no son lo suficientemente
precisas. Spender (1980) se desliza superficialmente sobre esta cuestión apelando a ideas
de Susanne Langer (2009) y Shirley Ardener (1975). La primera señala que, en la mayoría
de los casos, el descubrimiento implica ver de repente cosas que siempre han estado allí
y que una idea nueva “is a light that illuminates presences which simply had no form for
us before the light fell on them” [es una luz que ilumina presencias que simplemente no
tenían forma antes de que la luz caiga sobre ella] (Langer, 2009, p.6). La segunda indica
que:
“because of the absence of a suitable code […] women, more often
than may be the case with men, lack the facility to raise to conscious
level their unconscious thoughts” [debido a la ausencia de un código
adecuado […] las mujeres, más a menudo que los hombres, carecen
de la facilidad para elevar al nivel consciente sus pensamientos
inconscientes] (Ardener, 1975, p. ix).
Menos oscuro resulta saber en qué contextos las mujeres pudieron resignificar
palabras viejas y encontrar nuevas para codificar sus experiencias desde su propia
perspectiva, para hablar por ellas mismas.
Tanto Spender (1980) como Fricker (2017) señalan la importancia que tuvieron
los grupos de concientización o elevación de la conciencia que comenzaron a surgir en la
década del 70 en EE. UU. y que rápidamente se expandieron por distintos países. Allí, las
mujeres conversaban sobre lo que les pasaba, sobre cuestiones “personales”. Se proponía
un tema, todas tenían un tiempo para hablar y, a la vez, escuchar a las demás. Esta
actividad producía varios efectos:
I.Descubrir que lo que le pasaba a una les pasaba a muchas, un saber desconocido
cuando las mujeres no dialogan entre sí y están aisladas. Este hecho permitió una
categorización más adecuada de ciertas experiencias de las mujeres: lo que parecía
individual era social, lo que aparentaba ser la excepción era la regla. En estos
grupos las mujeres descubrieron que vivían muchas circunstancias, no porque
sean anormales o monstruosas, sino por su condición de mujeres y por el lugar de
ellas en el orden patriarcal. Brownmiller (1990) recoge así el testimonio de Wendy
Sandford tras acudir a un grupo de concientización:
In my group people started talking about postpartum depression. In
that one forty-five-minute period I realized that what I’d been
blaming myself for, and what my husband had blamed me for,
wasn’t my personal deficiency. It was a combination of
physiological things and a real societal thing, isolation. That
realization was one of those moments that makes you a feminist
forever. [En mi grupo la gente empezó a hablar de la depresión
posparto. En ese único lapso de cuarenta y cinco minutos descubrí
que aquello de lo que me había estado culpando a mí misma, y de lo
que mi esposo me culpaba, no era una deficiencia personal. Era una
combinación de cuestiones psicológicas y un asunto social real: el
aislamiento. Ese descubrimiento fue uno de esos momentos que te
convierte en feminista para siempre] (p. 182).
El descubrimiento del carácter compartido de las experiencias no solo obró como
condición de posibilidad para que muchas mujeres entiendan que lo que padecían tras dar
a luz era una depresión postparto, sino también para resignificar términos como
“maternidad” o “feminidad”, entre otros.
II.
Descubrir que sus existencias estaban sujetas al control masculino. La activista
feminista argentina Hilda Rais indica, ante la pregunta de qué implicó para ella el
encuentro con el feminismo en los grupos de concientización, lo siguiente:
Descubrir cómo mirar el mundo, la vida en general, mi vida en
particular, de otra manera. Se me abrió la cabeza. Yo no tenía el
registro de que hubiera una injusticia tan grande en relación con las
mujeres. Se me iluminó todo de golpe. […] A donde iba, una fiesta,
una reunión, bajaba línea. Veía la opresión de las mujeres no sólo en
la vida, también en el cine, en la literatura (Soto, 2010).
III.
Descubrir que las definiciones y maneras de dar sentido al mundo eran
imposiciones masculinas.
Llegados a este punto, presentaré unas ideas, de corte conjetural y parcial, acerca
de qué otro aspecto, además del aislamiento, hace posible el enmudecimiento, en el
sentido que estoy considerando, y qué operaciones cognitivas se ponen en juego para salir
de él.
Crary (2001) señala que antes de la formulación del concepto legal de acoso
sexual en EE. UU., que data de 1976, el término “acoso” (harassment) ya existía, las
feministas lo hicieron más incluyente. Ya en la versión de 1913 del Webster Dictionary
pueden encontrarse estas definiciones:
“Har"ass*ment (-ment), n. The act of harassing, or state of being
harassed […]” [Acoso. El acto de acosar, o el estado de ser acosado
[…] (Merrion-Webster, s.f.). “Har"ass (hăr"as) […] To fatigue; to
tire with repeated and exhausting efforts; esp., to weary by
importunity, teasing, or fretting; to cause to endure excessive
burdens or anxieties […]” [Acosar […] Fatigar, cansar con esfuerzos
repetidos y agotadores; especialmente, agobiar por inoportunidad,
molestia o irritación; hacer que se soporten cargas o ansiedades
excesivas […] (Merrion-Webster, s.f).
Seguramente, Carmita se sintió fatigada por las acciones de McDaniel y también
agobiada por sus comportamientos inoportunos, molestos e irritantes. Sus actos hicieron
que ir al trabajo sea vivido como una carga. Su ansiedad se trasladó al cuerpo. ¿Por qué
Carmita no encontró una palabra adecuada para explicar lo que le pasaba, si esta, de
alguna forma, estaba a la mano? ¿Por qué no pudo darse a sí misma una herramienta para
interpretar su tortuosa experiencia si ya estaba disponible para otras personas?
Para responder a estas preguntas voy a dar un pequeño rodeo haciendo referencia
a los privilegios. McIntosh (2001) expresa que a los hombres blancos no se les ha
enseñado a reconocer sus privilegios y que, por ello, estos pasan inadvertidos. Considero
que la ausencia de consciencia de que se goza de ventajas tiene el siguiente efecto: se
naturalizan los privilegios a los que se consideran meros derechos, los privilegios se
vuelven evidentes, indubitables. Así, por ejemplo, para mucha gente, resulta indiscutible
que el cuidado del hogar es primordialmente cosa de mujeres. A este fenómeno lo
denomino la obviedad del privilegio.
Ahora bien, el olvido del privilegio, su obviedad, suele impedir que se puedan
llevar a cabo operaciones cognitivas tales como encontrar semejanzas entre fenómenos o
relaciones de pertenencia o inclusión. A fin de ilustrar este punto voy a hacer referencia
a una experiencia comentada por Linker (2011).
La autora hace alusión a sus investigaciones llevadas a cabo en un establecimiento
educativo en Tanglewood (EE. UU.). Las profesoras y los profesores eran individuos
blancos de clase media, las alumnas y los alumnos eran personas negras residentes en
barrios populares. Linker (2011) señala que una vez una docente debió llevar a un
estudiante a su casa y que la madre la despidió bebiendo una botella de cerveza en el
porche, hecho que a la profesora y a sus colegas les parecía censurable. No obstante, estos
mismos docentes indicaban desear, luego de un largo día de trabajo, llegar a sus casas y
beber en sus jardines una copa de vino. El profesorado no advertía la gran semejanza que
había entre sus acciones, que consideraban aceptables, y las que consideraban
reprochables:
[…] well-intentioned individuals who are typically capable of nonfallacious, relevant, analogical reasoning may nevertheless fail to
employ those same skills in rhetorical contexts where social
difference is a factor” [[…] individuos bien intencionados que son
típicamente capaces de un razonamiento no falaz, relevante y por
analogía pueden, sin embargo, no emplear esas mismas habilidades
en contextos retóricos donde la diferencia social es un factor]
(Linker, 2011, p. 122).
El olvido del privilegio pareciera obturar la posibilidad de razonar por analogía,
de ver semejanzas relevantes. En Argentina, por ejemplo, ciertos sectores de clase media
hablan despectivamente de las personas humildes que reciben subsidios del Estado como
“planeros” y no advierten cuánto se parecen a ellas al recibir también subsidios para pagar
servicios como la luz, el agua y el gas. La situación de privilegio distorsiona la cognición:
se maximizan las diferencias, a veces hasta el ridículo, y enceguece la apreciación de las
semejanzas.
Ahora bien, mi hipótesis es que el problema cognitivo al que acabo de referir
afecta, cuando median relaciones de poder, también a los grupos oprimidos. Para
ilustrarlo, voy a comentar una experiencia personal. En el año 2010, se debatió en
Argentina el proyecto de ley del matrimonio igualitario. Finalmente se aprobó. Deseoso
como estaba de recibir el mismo trato legal que mis congéneres heterosexuales, me llevé
una enorme sorpresa cuando un hombre homosexual me expresó, en medio de una charla,
que se oponía a la ley. Al preguntarle la razón, su respuesta fue la siguiente: “los
homosexuales somos promiscuos”. Según la RAE, es promiscua una persona que
“mantiene relaciones sexuales con otras varias” (Real Academia Española, s.f., definición
3). Resulta sintomático que este término peyorativamente cargado se use mayormente
para varones homosexuales y para mujeres, y escasamente para hombres heterosexuales
que tienen múltiples parejas sexuales. Su utilización para negar a parte de la población el
derecho al matrimonio no solo reproduce estereotipos sobre el mundo homosexual, sin
contemplar que en él hay tanta diversidad de conductas sexuales como personas, sino que
pone el foco en el lugar equivocado. De cara a los fines de matrimonio civil, no hay
diferencias relevantes entre una pareja heterosexual y otra homosexual. Si nadie pide a
quienes contraen un matrimonio heterosexual una prueba de no promiscuidad, no debería
ser un aspecto relevante para evaluar si dos personas del mismo género tienen derecho al
matrimonio. Mi interlocutor no solo hizo suyo un argumento de sus opresores, sino que
compartía con ellos la incapacidad de ver semejanzas donde las hay. Su habilidad de
encontrar analogías y razonar en torno a ellas en este punto estaba obturada.
Volvamos, pues, al “clic” que hicieron las mujeres que acompañaron a Carmita
en su proceso de buscar justicia. El “clic” consistió, según mi enfoque, precisamente en
entender que sus experiencias con sus jefes varones en sus trabajos eran más parecidas
que diferentes a las que vivían otras personas que estaban siendo acosadas. El “clic”
consistió en incluirse donde antes se excluían. También hicieron “clic” las mujeres que
entendieron que una relación sexual forzada dentro del matrimonio es mucho más
parecida que diferente a una relación forzada fuera del matrimonio y, por lo tanto, debía
ser nombrada y tipificada penalmente como violación. De igual forma, hicieron “clic” las
lesbianas y gays que pudieron ver que sus relaciones eran más parecidas que diferentes a
las de sus conocidas y conocidos heterosexuales, y que sus realidades debían recibir los
mismos nombres y los mismos derechos.
En suma, si el silencio consiste, también, en la indisponibilidad de recursos
lingüísticos para conceptualizar la propia experiencia, romper el silencio es, para decirlo
en términos de Fricker (2017), salir de la laguna hermenéutica, y, eso se logra, al menos
parcialmente, cuando los oprimidos son capaces de quebrar la lógica de la exclusión y
pensarse a la luz de categorías que les negaban y que se negaban. Las mujeres neoyorkinas
que no entendían qué les pasaba pudieron hacerlo cuando pudieron tomar para sí una
palabra que parecía hecha para otras realidades, para otros seres, y no para ellas:
“opresión”. Romper el silencio implica, entre otras cosas, apropiarse del lenguaje.
Recibido: 08/11/2023
Aceptado: 22/01/2024
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