ACTAS
V Congreso Interoceánico de
Estudios Latinoamericanos
II Congreso Internacional de
Filosofía y Educación en Nuestra América
América Latina: movimientos intelectuales, manifiestos y proclamas
Editores
Clara Alicia Jalif de Bertranou
Adriana María Arpini
Dante Ramaglia
María Marcela Aranda
Marisa Muñoz
Instituto de Filosofía Argentina y Americana
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional de Cuyo
Mendoza, Argentina
2016
América Latina : movimientos intelectuales, manifiestos y proclamas / Clara Alicia Jalif de Bertranou ... [et al.] ;
compilado por Clara Alicia Jalif de Bertranou ... [et al.]. - 1a edición especial - Mendoza : Instituto de Filosofía
Argentina y Americana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo , 2016.
Libro digital, PDF
Archivo Digital: descarga y online
Edición para la Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional de Cuyo
ISBN 978-987-27766-9-5
1. Ciencias Sociales y Humanidades. I. Jalif de Bertranou, Clara Alicia II. Jalif de Bertranou, Clara Alicia, comp.
CDD 306
Para la realización de este encuentro científico y la publicación de las actas del mismo se contó
con financiamiento del FONCYT, perteneciente a la Agencia Nacional de Promoción Científica y
Tecnológica, además del aval académico y fondos proporcionados por la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.
Editado en: www.qellqasqa.com.ar
Poder y orden social en la obra inicial de Luis Villoro
Facundo Lafalla*
Resumen
El presente trabajo busca abordar la producción escrita inicial del filósofo mexicano
Luis Villoro, indagándola en función de su situación histórica y a la luz de las concepciones
del poder que expresa. El abordaje se realiza a través de la metodología desarrollada por
Arturo Andrés Roig desde el campo de la historia de las ideas latinoamericanas, mediante la
cual el texto escrito aparece inmerso en el contexto mismo de producción. Esta perspectiva
permite dilucidar los modos en que las relaciones sociales e históricas se expresan en la
producción escrita del autor.
Se analizarán lo que identificamos como el primer momento de su producción,
relacionada con la filosofía de lo mexicano y se intentará realizar un abordaje de la misma en
relación a la realidad sociohistórica de su país. Se recurrirá a herramientas brindadas por
diversas teorías sobre el poder y el orden social en América Latina para poder comprender la
realidad en la que el autor se halla inmerso. Del mismo modo, haremos referencia a las
revisiones que posteriormente Villoro realizará sobre los temas abordados en la etapa
estudiada y a algunas de las posibilidades prácticas que propone, ya entrado el siglo XXI.
Introducción
El presente trabajo buscar abordar las tramas históricas que hicieron posible la
producción escrita del filósofo mexicano Luis Villoro. Su obra se encuentra atravesada por las
circunstancias históricas en las que fue escrita. Podemos reconocer distintos momentos de la
obra del pensador que pueden ser relacionados con las condiciones históricas de la sociedades
del capitalismo dependiente o periférico.
Luis Villoro1 es un pensador que ha sabido inmiscuirse activa y críticamente en la
*
UNCuyo, Mendoza, Argentina.
[email protected]
Luis Villoro Toranzo nació en la ciudad española de Barcelona en 1922, formando parte de una familia
mexicana emigrada por la Revolución de 1910. Después de su radicación en México, el joven Villoro estudió
Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), graduándose con mención Magna cum
Laude en 1949. Falleció en 2014 en la ciudad de México.
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realidad del México contemporáneo. Su trayectoria intelectual revela el curso de los debates
que se han precipitado en su país y del que este filósofo no ha sido un mero testigo sino un
referente de centralidad.
Desde el estallido revolucionario, la sociedad mexicana se ha inmiscuido en un debate
acerca de su propia identidad. El nacionalismo popular está presente en las discusiones
políticas de principios del siglo XX, siendo retomado especialmente durante el gobierno
reformista de Lázaro Cárdenas (1934 - 1940). Los intelectuales no resultan ajenos a la
pregunta por la especificidad de su país, que se ha vuelto sobre sí para descubrirse.
En este clima, se conforma el grupo Hiperión, del que participa Luis Villoro. Se trata
de una comunidad de estudiantes y docentes discípulos de José Gaos, que se instaura a
instancias de Leopoldo Zea y actúa entre 1948 y 1952. Lo que se busca es “comprender la
historia y cultura mexicanas con categorías filosóficas propias” (García Clarck). Su intención
es la de pensar sobre la particularidad de la realidad nacional para desarrollar una filosofía de
lo mexicano. Abelardo Villegas se refiere a esta corriente como nacionalismo filosófico y la
asocia al “proyecto asuntivo” sugerido por Zea. Dicho proyecto
[…] consiste en que dejaremos de vivir proyectos ajenos, para [que], asumiendo la
conciencia de nuestra propia realidad, organicemos por fin un proyecto propio. Este proyecto
propio será hecho como las naciones europeas hicieron los suyos: organizando sus ideas en
relación con los problemas de su realidad. Esto es, serán los problemas de nuestra realidad
marginada y dependiente, el criterio con el cual tendremos que elegir o fabricar los productos
de una cultura latinoamericana.” (Villegas, 1993: 156).
La búsqueda de lo propio lleva a nuestro pensador a publicar Los grandes momentos
del indigenismo en México, que fue su tesis de grado. En esta obra, Villoro expone sobre la
problemática cultural de su país, lo que le permite descubrir una “realidad escindida”, esto es,
un México compuesto de diversas naciones, segregadas y excluidas entre sí. La preocupación
por lo nacional encuentra aquí un escollo central: la nación mexicana que busca se revela
como una multiplicidad de pueblos.
Luis Villoro define el indigenismo “como el conjunto de concepciones teóricas y de
procesos concienciales que, a lo largo de las épocas, han manifestado lo indígena” (Villoro,
1950: 9). El filósofo se adentra en la cuestión indígena en su país al reconstruir históricamente
las visiones que se han tenido sobre lo indígena en México, desde la conquista hasta la
primera mitad del siglo XX.
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En este desarrollo, Villoro distingue tres momentos fundamentales: el primero se
relaciona con la concepción que de lo americano tenía el invasor español; el segundo, con la
del criollo que impulsa la independencia y el tercero, con la del mexicano de fines del siglo
XIX y de la primera mitad del siglo XX. Esta última visión se presenta como corolario de un
proceso de acercamiento hacia lo originario y permite al autor rescatar el componente
indigenista de la Revolución Mexicana y del Estado que se genera de ella.
El primer momento se produce durante el proceso de invasión y conquista de América
por parte de Europa. El español –conquistador y evangelizador– concibe al americano como
un pueblo satánico, a pesar de la admiración de aquel por su civilización. La solución que
propone el cristiano es trágica: la conversión al catolicismo y la destrucción de los propios
dioses originarios.
En los siglos XVIII y XIX, se reconoce una segunda etapa. Esta vez es el criollo
racionalista quien se acerca a lo indio, valorándolo positivamente aunque como realidad
pasada. El criollo busca su independencia y por eso recurre a la historia prehispánica,
elevándola al grado de ejemplo clásico, de manera tal de poder pararse de igual a igual frente
al peninsular opresor. El indígena es la realidad que encuentra aquel grupo social para
reivindicar los derechos de su liberación. Dentro de este momento, aparece el criollo
positivista que alcanza la objetivación total de la historia indígena; esta no es más que un
conjunto de datos en bruto, atomizados, intercambiables e incapaces de albergar algún mal,
como cualquier objeto. Esta historia cosificada es, sin embargo, bruscamente transformada en
un elemento nacionalista. En efecto, al abordar la invasión europea, el indio es defendido
aplicando la categoría de patria, distinguiendo entre sus adherentes y los traidores. La
concepción lejana y objetiva, propia de este segundo momento, es llevada al extremo por la
historiografía cientificista decimonónica.
A finales del siglo XIX empieza a reconocerse el surgimiento del tercer momento.
Durante el Porfiriato, la pequeña burguesía urbana –simbólicamente identificada con lo
mestizo– piensa su nación desde el desgarro y se reconoce a sí misma –como clase y grupo
cultural– en un estado de sometimiento. En su lucha contra la explotación de los grandes
latifundistas y del capital extranjero, necesita aliarse al grupo social más oprimido por estos,
el campesino indio, que aparece entonces como una herramienta para la libertad del mestizo
liberal. Para superar su situación, este le propone al indígena que se sume a su lucha pero no
le promete paridad. El aborigen se encuentra, por propuesta del mestizo, con una disyuntiva:
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liberación o exterminio. La liberación no es aquí más que la sumisión al régimen civilizatorio
del mestizo, es decir, la occidentalización y proletarización a la fuerza, para incorporarse a la
nación mexicana que pretende unificar y dirigir el grupo mestizo.
Dentro de este tercer momento, se encuentra una etapa de consolidación, que es a la
que Luis Villoro se vincula como contemporáneo. A lo largo de la primera mitad del siglo XX
y bajo la fuerte influencia ideológica y social de la Revolución Mexicana, un grupo de
pensadores pero también de artistas, pedagogos y políticos, continúa con la preocupación por
la escisión de la realidad mexicana aunque ofreciendo respuestas distintas. Se trata de un
conjunto de intelectuales que intentan expresar los puntos de vista de las clases no dirigentes.
La pequeña burguesía y el proletariado de la ciudad encuentran al campesinado indígena
como un compañero de lucha contra la común opresión, a pesar de que ocupan distintas
funciones en sistemas de producción diferentes: capitalistas los primeros y “precapitalista” el
último. Esta antinomia cultural y económica lleva al mestizo-indigenista a ofrecer un ideal
futuro de mestizaje en el que se fundirían ambos grupos. El lugar que cabe al indio es
occidentalizarse pero, esta vez, con la promesa de ser respetado y de no sufrir la violencia
ajena. El mito creado implicaría, tanto para el mestizo como para el indígena, el
renunciamiento de sí y su constitución en un mismo grupo social, el que instituiría una
sociedad sin jerarquías y sin explotación. La liberación definitiva aquí encuentra un sentido
diferente al de sus antecesores. Los grupos explotados se fundirían en su proletarización
alcanzando su universalización e igualándose completamente, habiendo reconocido como
propia la historia del pueblo indígena.
Villoro ocupa claramente en esta visión el rol que describe. Es un mestizo-indigenista,
que valora y defiende con su lucha al indio. En su búsqueda de la identidad mexicana
encuentra un Otro, un excluido, en quien a la vez se reconoce y con el que se identifica.
Supera su preocupación meramente nacionalista para cargarle un contenido popular. El
mexicano considera que esta etapa es sintética en relación a la dialéctica histórica del
indigenismo. La preocupación que en otro momento era referida al pasado, ahora se ha hecho
presente; lo que era negativo, ha mutado en valorable; lo que era ajeno, en propio. El indígena
es para el mexicano un elemento sustantivo de su identidad, ya que es quien le señala su meta
ideal, es decir, la posibilidad de un futuro de igualación. El mestizo-indigenista Villoro afirma
comprender íntegramente al indígena y proclama la identificación entre el sujeto y el objeto.
Pese a esta concurrencia, el filósofo deja vislumbrar características que pueden ser
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reconocidas como limitaciones del indigenismo a lo largo de todo su desarrollo histórico o, tal
vez, de la misma interpretación del autor. Villoro no reconoce otra toma de conciencia que no
sea la limitada a su realización en la conciencia del mestizaje. El momento superador del
mestizo-indigenista no logra reivindicar al indio en su total reconocimiento –aunque sí lo crea
el autor– sino que anula cualquier capacidad que exceda los parámetros que el mestizo
impone y lo hace solo por el mero interés de este por reconocerse a sí mismo. Es en el camino
de esa afirmación propia que el mestizo encuentra, tal vez accidentalmente, al indígena. Y
este, a lo largo de todo el desarrollo del indigenismo, aparece como instrumento para el
reconocimiento ajeno, ya sea del español, del criollo o del mestizo.
El aprisionamiento en el proyecto del Otro que lo piensa queda expuesto en el instante
en que el mexicano proclama al indígena como “realidad revelada” y nunca revelante. La
negación de la posibilidad del indio a interpretar una realidad ajena, a juzgarla o incluso a
poder interpretarse a sí mismo, choca con el reconocimiento auspiciosamente “otorgado” al
ser indígena. Estas debilidades serán las que Villoro intentará superar décadas más tarde.
En el tercer momento del indigenismo mexicano, podemos registrar una de las “Siete
tesis equivocadas sobre América Latina” que apuntara Rodolfo Stavenhagen hacia 1965. Se
trata de la que sostiene que la “burguesía nacional tiene el interés en romper el poder y
dominio de la oligarquía terrateniente” (Stavenhagen, 1973: 24), ya que ambos sectores
sociales tienden a aliarse para la conservación del colonialismo interno, status quo que
favorece a ambas clases.
El colonialismo interno se sostiene sobre la paradoja superficial entre Estados
independientes y sociedades coloniales. La construcción de la nación basada en la idea de raza
como instrumento de dominación responde a la cercanía de los intereses sociales de los
blancos americanos, forjadores de esa nacionalidad, con los de la burguesía europea, de la
cual son socios menores (Quijano, 2000: 235).
Como afirma Aníbal Quijano, la idea eurocentrada de nación no habilita “ningún
terreno de intereses comunes entre blancos y no blancos y, en consecuencia, ningún interés
nacional común a todos ellos” (Quijano, 2000: 235). Esta contradicción sale a la luz cuando,
por ejemplo, durante el siglo XIX la minoría dominante se propuso “expandir su propiedad de
la tierra a expensas de los territorios reservados para los indios por la reglamentación de la
Corona Española” (Quijano, 2000: 233). El despojo de estas tierras y su privatización se
constituyó en un factor central para el establecimiento de las relaciones asimétricas entre las
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clases dominantes de Europa occidental y sus socias latinoamericanas, estableciéndose una
clara situación de dependencia.
A pesar de ello, Los grandes momentos… permite un posicionamiento frente a lo Otro
ajeno y asume el reconocimiento en el Otro de adentro, en el excluido. A partir de esta
historia de auto y heteroreconocimientos y la posible revalorización de la identidad y la
alteridad indígenas, el pensador mexicano revela la posibilidad de construir un pensamiento
situado. Esta caracterización se muestra claramente cuando el autor explicita el método de la
obra:
América presenta […] una indudable particularidad. De ahí la necesidad de forjar las
categorías y los esquemas filosóficos adecuados para comprender nuestra historia y nuestra
cultura. José Gaos ha distinguido sabiamente entre dos modos posibles de filosofar. Sería el
uno por aplicación al dominio de la realidad estudiada de conceptos oriundos de otros
dominios capaces de extenderse al primero; el otro, por elaboración de conceptos autóctonos,
potenciando los hechos mismos a las categorías y esquemas filosófico-culturales sugeridos
por ellos. […] Más fecunda y prometedora parécenos esta segunda actitud y nuestro método
tratará de concederle preferencia (Villoro, 1950: 13).
Las ideas de Villoro se encuentran atravesadas por las condiciones históricas en las
que se desarrollan, por ello es que lo que hemos definido como limitaciones puedan
presentarse, tal vez, como puntos de fuga hacia el contexto al que su discurso remite.
La interrogación de Luis Villoro acerca de lo nacional continúa en 1953 con la
publicación de La revolución de Independencia, un ensayo sobre el proceso de emancipación
política de México. Esta obra combina el estudio historiográfico con la reflexión filosófica y –
como también se comprueba en su primer libro- evidencia la elaboración de categorías
propias, que emergen de la misma realidad estudiada.
Lo que pretende es adentrarse en la complejidad de un fenómeno como el proceso
ideológico y social de la independencia de México (1810 – 1821), que es entendido como un
conjunto de múltiples movimientos trenzados, que van desde los más tradicionalistas –de raíz
hispánica y católica– a los más ilustrados.
El análisis parte de la situación del sujeto concreto, centrándose fundamentalmente en
el estudio de actores colectivos aunque sin olvidar los individuales –rescata, por ejemplo, a
“grandes personajes” como Miguel Hidalgo.
El sujeto es concebido inmerso en su estructura histórica pero, a la vez, con capacidad
de dar respuestas a los elementos que esta le impone. Así, se reconocen su situación y su
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libertad de acción. A partir de ello, el autor considera el devenir ideológico de los diferentes
grupos o “clases sociales” –como las llama – en relación con su participación en la
Revolución de Independencia. De esta manera, por ejemplo, analiza el accionar de las clases
populares insurgentes, poniendo de relieve su lógica instantaneísta, que reivindica la
“vivencia del instante”, tan destructor como el acto mismo de liberación. Este impulso
emancipatorio, expresado en hechos como la toma de la Alhóndiga de Granaditas en
Guanajuato, se combina con otro “movimiento positivo”, que es el que tiende a construir un
nuevo orden social. Una de sus expresiones más acabadas en este sentido es la Constitución
de 1813.
A lo largo del proceso, las clases subalternas conviven con las medias, al mismo
tiempo que entran en una tensión evidenciada en la disputa entre el liderazgo popular de José
María Morelos y el Congreso de Chilpancingo.
Una de las categorías que elabora Villoro, a raíz de su reflexión sobre lo ocurrido, es la
de futurismo, que hace referencia a la posibilidad de elegir el futuro pero este es un porvenir
que encuentra en la historia las posibilidades de su desarrollo. Concretamente, el futuro se
vuelve sobre un pasado lejano –implicando una negación radical del período colonial– para
hacer resurgir el Imperio Mexica, del cual los insurgentes se asumen herederos.
Los contrainsurgentes también entablan relaciones particulares con la historia, que van
desde la reivindicación absoluta de lo colonial hasta la asunción (y esterilización) del pasado
insurgente más reciente, si las alianzas sociales lo requieren, como sucede en el caso de
Iturbide hacia 1821. Estas pulsiones entre grupos sociales y definiciones ideológicas
pervivirán en el devenir histórico posterior de México.
A lo largo de la obra encontramos, también, reflexiones sobre la relación entre la
violencia y la libertad: la sociedad se juega entre el instantaneísmo –el acto violento de
liberación– y la posibilidad de mantener la relación colonial, que significa la invisibilización
de la violencia sobre la base del sometimiento cotidiano.
La obra presenta una reflexión sobre el sujeto en los procesos históricos, rescatando no
solo lo político o lo económico –como muy bien lo hace– sino también lo relativo a la
dignidad humana. Son las personas concretas quienes se dirimen entre el sometimiento
silencioso de todos los días o el salto a la libertad, aunque sea solo para disfrutar de ese
mismo instante.
El libro, que será reeditado como El proceso ideológico de la Revolución de
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Independencia, logra construir una “teoría de la sociedad y del cambio político” (Ramírez,
2001) y lo hace anclado en la historicidad del México que aborda.
Como hemos dicho, tanto Los grandes momentos… como La Revolución de
Independencia se inscriben en la búsqueda de la filosofía de lo mexicano. Forma parte de la
tradición mexicana iniciada por José Vasconcelos hacia la década de 1920.
La Revolución hizo posible en México que se impulsara desde el nuevo Estado la
reflexión sobre la nacionalidad en pleno proceso de movilización social y política. Como
sostienen Waldo Ansaldi y Verónica Giordano, desde 1920 ya no se trataba de “cambiar el
orden” sino de “ordenar el cambio” (Ansaldi y Giordano, 2012: 21). José Vasconcelos, como
secretario de Educación Pública, inició una política de (re)construcción de la nación, que
encontraba sus bases en la legitimidad revolucionaria y en el ideal de un México mestizo.
Este esfuerzo intelectual y político será retomado y reforzado años más tarde con el
proyecto político populista representado por el presidente Lázaro Cárdenas, expresión de
“ideologías nacionales comprensivas” (Ansaldi y Giordano, 2012: 22). Abelardo Villegas
escribe al respecto:
La idea de nación soberana preside toda la ideología y la actuación cardenista. Pero esa
nación la concibe como la acción de grupos plurales: patrones, obreros, clases medias,
militares, marxistas, católicos, indios, mestizos, blancos. Todos ellos operan formando un
todo dialéctico en el que su acción libre no consigue automáticamente el bien de la nación.
El Estado revolucionario tiene que orientar el proceso para que las mayorías puedan
participar de la riqueza y las minorías étnicas, especialmente los indios, por su redención
económica y educativa, puedan incorporarse como nación sin perder su personalidad
(Villegas, 1993: 144).
El cardenismo retoma, desde el Estado, las ideas del nacionalismo revolucionario y
sobre ellas asienta la construcción de lo que Samir Amin caracteriza como un modelo
nacionalista populista y modernizador (Amin, 2001: 19). El populismo implica un
determinado compromiso social entre capital y trabajo. Nos dicen Ansaldi y Giordano: “[…]
en América Latina, el populismo fue una experiencia histórica significativa a partir de la
década de 1930, tras la crisis de dominación oligárquica y del liberalismo […]. Se apoyó en
una alianza entre el Estado, la burguesía industrial nacional (o local) y el proletariado urbano
industrial, y pudo abarcar, como en el caso mexicano, a los campesinos” (Ansaldi y Giordano,
2012: 87).
El rescate del mestizaje que realiza Luis Villoro –como resultado histórico de un
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proceso de acercamiento a lo mexicano a través de lo indígena– se inscribe en el nacionalismo
mestizo, que funciona como soporte ideológico del Estado posrevolucionario y, por ello,
como expresión de la alianza de clases propia de una sociedad de masas particular.
Esta caracterización no puede dejar de remitirnos a otra de las nociones impugnadas
por Rodolfo Stavenhagen. La crítica que hace el sociólogo y antropólogo desnuda la falacia
de que el “mestizaje biológico y cultural […] no constituye, en sí mismo, una alteración de la
estructura social vigente” (Stavenhagen, 1973: 34). El ideal de fusión entre la élite occidental
y las masas indígenas oculta la cara excluyente de los nacionalismos comprensivos: el no
reconocimiento de la cultura originaria y la integración de estas en una única cultura nacional:
El llamado mestizaje cultural representa, de hecho, la desaparición de las culturas indígenas;
hacer de este mestizaje la condición necesaria para la integración nacional es condenar a los
indios de América, que aún suman varias decenas de millones, a una lenta agonía cultural
(Stavenhagen, 1973).
Una cultura nacional que se anuncia como proyectiva –ya que afirma que todavía debe
realizarse– pero que exige la negación de la diversidad nos muestra las tensiones propias de
un pensamiento inmerso en las tramas sociales que lo posibilitaron. Si el populismo se
tensiona entre su carácter de revolución pasiva modernizadora y el de periferia interna de la
democracia política (Ansaldi y Giordano, 2012), el mestizaje como ideología nacional se halla
arrojado entre la homogeneización del Estado nacional y las promesas de igualdad social
brotadas en experiencias concretas como las abiertas por la Revolución Mexicana. Es la
ideología propia de un proceso histórico en el que el Estado –ya entrado el siglo XX– se cruza
entre la legitimidad revolucionaria que reivindica y su institucionalización progresiva en un
régimen cada vez más hegemónico. Aníbal Quijano sostiene que en México, “el proceso de
descolonización del poder empezó a verse paulatinamente limitado desde los 60 hasta entrar
finalmente en un período de crisis al final de los 70” (Quijano, 2000: 237). Se corresponde
con la temporalidad de la alianza de clases consolidada durante la experiencia populista, que –
aunque con menor intensidad– durará hasta que se produzca el “viraje continental en
dirección al neoliberalismo” (Anderson, 2003: 16).
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