Revista de Lenguas ModeRnas, N° 13, 2010 / 291-294 / ISSN: 1659-1933
La nariz del shinigami
Juan Carlos saravia vargas
A
lgunas personas me han tildado de loco al oír mi historia... pero ya
me he acostumbrado a esos epítetos que se precipitan de cuando en
cuando sobre mi cabeza, cual gotas de lluvia sobre la tierra. Después
de todo, los seres humanos rechazamos ad portas cualquier experiencia que se
aleja del ámbito consensual al que llamamos “realidad”. Al ser partícipes de una
historia sobrenatural, de inmediato la etiquetamos como “cuento fantástico” y
asumimos caras condescendientes para con su narrador, normalmente un ser
humano cualquiera, abrumado por la pena de compartir lo que ni siquiera él
mismo alcanza a comprender. Luego, tan pronto se nos presenta la oportunidad,
relatamos el “desvarío” a nuestro círculo de amigos. Convertimos la confidencia
en un entremés para las reuniones y se nos hace imposible teñirla con comentarios de incredulidad o con interjecciones burlescas, como ese conocido “tsk, tsk”
que se produce con un labio torcido al tiempo que se sacude la cabeza.
Sin embargo, al versar sobre la evidencia, mi experiencia no suena tan descabellada después de todo. A mí me llaman demente porque mis facultades rivalizan con las de los buitres y otras aves de rapiña. Los tiburones, se dice, siguen
por kilómetros un rastro mínimo de sangre diluido en el agua salada del mar.
Suena imposible, pero lo que nos parece irrealizable, no es más que una habilidad olfativa común para el cetáceo. Tal vez nosotros carecemos de esa agudeza
olfativa, pero nuestro organismo cuenta, por su parte, con sus propias ventajas.
El cuerpo humano es una especie de vehículo, un bio-traje que nos permite existir
en el nivel celular y subatómico. ¿No es cierto que las personas poseen diferentes
habilidades? ¿No decía Borges que Fúnes guardaba en su memoria extraordinaria mayor cantidad de información que cualquier otro mortal? ¿Consideran uste-
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des acaso que la cómica nariz de Cirano y el célebre apéndice nasal que describía
Ryonusuke Akutagawa eran simples deformidades? Claro, me espetarán ustedes
que en estos casos sólo se trata de obras literarias. No obstante, el hecho es que
ciertas personas pueden correr más velozmente, mientras que existen otras con
la capacidad para resolver complejas operaciones matemáticas sin trastabillar,
ya que nuestros cuerpos han sido dotados con diversas capacidades... Sabemos
que el lento avanzar del tiempo puede disminuir nuestros sentidos, pero que este
mismo transcurrir de los días exacerba condiciones latentes que cargamos debajo de la piel, terribles herencias cromosómicas, algunas comunes como la miopía,
otras sumamente raras, como un glioblastoma. ¿No es entonces plausible pensar
que, de igual manera, ciertos factores genéticos que acaban por conjugarse en
una habilidad superior maduran también con el tiempo?
Lo último es, a mi parecer, lo que me ocurrió a mí. Antes de que me abofeteen con sus interrogantes, déjenme apresurarme a clarificar: no conozco explicación científica alguna sobre el fenómeno que experimento. Sí cuento con
evidencia empírica que ratifica mis conjeturas... pero solamente eso, y nada más.
¿Cómo empezó todo? Mi madre me había relatado que, cuando yo no era
más que un mocoso de cuatro años, durante la celebración de mi natalicio, recibí
la visita de Adrián, un vecinito de la calle de enfrente, quien se acercó a mí para
felicitarme. Extrañamente, lo rechacé con toda vehemencia aunque el niño insistía en jugar conmigo. “Huele feo, huele feo”, aseguraba mi madre que exclamaba
yo apenas Adrián se aproximaba a mí. Mis padres creyeron que mi intención era
burlarme del pequeño vecino, por lo que se molestaron mucho y me castigaron.
El asunto empeoró porque, al salir con mis padres, cada vez que nos encontrábamos con Adrián, yo me quejaba de su mal olor, lo cual me ocasionó varias tundas.
En un lapso de aproximadamente cinco meses, Adrián murió, victima de una disfunción renal. Por supuesto, las imágenes dentro de mi cabeza son difusas, pero
les aseguro que he sido completamente fiel a la narración de mi madre.
Mi segunda experiencia con esta extraña condición sucedió mucho tiempo después, durante uno de los momentos más amargos de mi matrimonio con
Carmen, mi primera esposa. Ella había quedado encinta cuando descontábamos
dos años de matrimonio; nuestra situación económica era inestable, por no decir
agobiante, y las constantes tensiones, creo, dispararon la singular habilidad que
yacía dormida dentro de mí.
Carmen se encontraba en su décima semana de embarazo y las peleas entre nosotros eran cada vez más comunes. Esta noche en particular, discutimos
agriamente por un tazón de ensalada (¡Dios, tanto por un puñado de vegetales!) y
ella se encerró en el cuarto. Yo me quedé en la sala toda la noche, incapaz de conciliar el sueño. A la mañana siguiente, luego de este largo episodio de insomnio,
escuché a Carmen ir al baño. Esperé que saliera, pues no quería encontrarme
de frente con ella. Una vez que se encerró en el cuarto de nuevo, al acercarme al
baño, percibí vagamente un olor que apenas puedo describir, pero que me resultó
bastante familiar. Se trataba de un olor acre-dulzón, desagradable pero no nauseabundo. Apenas este olor penetró mis fosas nasales, olvidé mi resentimiento
y busqué a Carmen, preocupado por su salud y la de nuestro bebé en gestación.
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El olor se intensificó en los días siguientes, hasta que tuve que llevar a Carmen
al salón de Emergencias. Perdimos al bebé y, con él, nuestra relación se evaporó.
Terminamos optando por un saludable divorcio dos meses después de la pérdida.
Curiosamente, nunca hice mención del olor, ya que me figuré que se trataba de
hormonas o algo semejante.
En mi dolor por haber perdido a un bebé y haber fallado en mi matrimonio,
me sumí en una vida social algo agitada, propiciada por mis múltiples contactos
en Facebook. Así, cada fin de semana me citaba con un grupo de amigos que había conocido en la red, y nos dedicábamos a parrandear y a enviarnos mensajes
estúpidos por correo electrónico. Este último detalle podría parecer superfluo en
el marco de mi narración, pero notarán que es muy relevante porque, gracias al
correo electrónico, recibí la que sería una pieza más de evidencia en este rompecabezas: la historia de Óscar, el gato.
Para quienes no hayan recibido este mensaje electrónico, se trata un caso
curioso de un animal terapéutico en Steere House, un centro de cuidado y rehabilitación en Rhode Island. Allí, un gato, llamado Óscar, andorrea a sus anchas,
tolerado por el personal médico, administrativo, e incluso los parientes de los
internos. ¿La razón? Aparentemente, cuando este celebre felino se enrosca en
la cama de algún paciente, todo el mundo sabe que es un signo inequívoco de la
muerte del interno. ¿No es acaso fabuloso? ¡El gato sabe con precisión lo que ni
los médicos, con toda su avanzada tecnología, podrían atreverse a predecir!
En sus ojos veo que desestiman ustedes la historia del gato Óscar. Dirán:
“Se trata solamente de un mito urbano o alguna de esas estúpidas cadenas de
Internet”. Bien, si es así como piensan, espero que puedan entonces impugnar al
doctor David M. Dosa, quien publicó el día 26 de julio de 2007, en The New England Journal of Medicine, el artículo que se disemina por la red sobre el curioso
felino. ¡Vamos, anótenlo si gustan, ya que veo que algo cambió en sus miradas!
¡Ja, ja, ja!
Les ruego que perdonen mi descompostura. Ocurre que contemplar el súbito cambio en sus ojos me divirtió, pero permítanme proseguir, por favor. El
correo con el artículo del doctor Dosa me pareció una pieza curiosa, ya que me
preguntaba qué hacía que el gato supiera el advenimiento de la hora fatídica
de los pacientes. Creí que nunca iba a encontrar una explicación. Sin embargo,
grande fue mi sorpresa cuando conocí a Graciela, quien me dio la clave final del
misterio. Verán, ella es voluntaria de la Fundación Vive y nos conocimos en una
fiesta. Graciela, en su labor humanitaria con pacientes seropositivos y enfermos
terminales de sida, ha visto a muchas personas fenecer. Entre el tintinear de
copas con vino, música bailable y otras muchas chácharas, la escuché relatar
una anécdota sobre la momentánea recuperación que precede a la muerte. Todos
los muertos, al descomponerse, hieden, pero, según ella, antes de que alguien
muera, el cuerpo desprende un olor característico. Así, con esa simple verdad
invisible, lo comprendí todo.
¡Tienen ante ustedes, señores, a un shinigami!
¡Oh, vamos, no demuden sus rostros con esas expresiones de incredulidad!
La imaginación humana ha creado símbolos en diferentes culturas para
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la muerte. Calaveras, espectros vestidos con túnicas negras y sendas guadañas
sobre el hombro, shinigamis y hasta los horribles demonios de la película Ghost,
la sombra del amor. ¿Nunca se han preguntado cómo éstos encuentran a sus víctimas? No es con los ojos. ¡No, para nada! Metafóricamente, se trata de buitres,
tiburones y gatos con agudas narices que perciben el olor de la carne viva en
transición hacia su máxima podredumbre. ¿O acaso ignoran ustedes que, cada
minuto que pasa, millones de células mueren en sus cuerpos, produciendo ese
indescriptible, sutil y escalofriante olor que he sido condenado a percibir en mis
semejantes? Sí, llámenme loco si les place, pero yo, señores... ¡Poseo la nariz de
un shinigami!