Amor líquido continúa el certero
análisis acerca de la sociedad en el
mundo globalizado y los cambios
radicales que impone a la condición
humana. En esta ocasión, se
concentra en el amor. El miedo a
establecer relaciones duraderas,
más allá de las meras conexiones.
Los lazos de la solidaridad, que
parecen depender de los beneficios
que generan. El amor al prójimo, uno
de los fundamentos de la vida
civilizada
y
de
la
moral,
distorsionado hasta el temor a los
extraños. Los derechos humanos de
los extranjeros y los diversos
proyectos para «deshumanizar» a
los refugiados, a los marginados, a
los pobres.
Zygmunt Bauman
Amor líquido
ePub r1.0
bigbang951 24.08.14
Título original: Liquid love: on the
fragilty of human bonds
Zygmunt Bauman, 2003
Traducción: Mirta Rosenberg
Editor digital: bigbang951
ePub base r1.1
PRÓLOGO
Ulrich, el héroe de la gran novela de
Robert Musil, era —tal como lo
anunciaba el título de la obra— Der
Mann ohne Eigenschafiem el hombre
sin atributos. Al carecer de atributos
propios, ya fueran heredados o
adquiridos irreversiblemente y de
manera
definitiva,
Ulrich debía
desarrollar, por medio de su propio
esfuerzo, cualquier atributo que pudiera
haber deseado poseer, empleando para
ello su propia inteligencia e ingenio;
pero sin garantías de que esos atributos
duraran indefinidamente en un mundo
colmado de señales confusas, con
tendencia a cambiar rápidamente y de
maneras imprevisibles.
El héroe de este libro es Der Mann
ohne Verwandtschaften, el hombre sin
vínculos, y particularmente sin vínculos
tan fijos y establecidos como solían ser
las relaciones de parentesco en la época
de Ulrich. Por no tener vínculos
inquebrantables y establecidos para
siempre, el héroe de este libro —el
habitante de nuestra moderna sociedad
líquida— y sus sucesores de hoy deben
amarrar los lazos que prefieran usar
como eslabón para ligarse con el resto
del
mundo
humano,
basándose
exclusivamente en su propio esfuerzo y
con la ayuda de sus propias habilidades
y de su propia persistencia. Sueltos,
deben conectarse… Sin embargo,
ninguna clase de conexión que pueda
llenar el vacío dejado por los antiguos
vínculos ausentes tiene garantía de
duración. De todos modos, esa conexión
no debe estar bien anudada, para que sea
posible desatarla rápidamente cuando
las condiciones cambien… algo que en
la modernidad líquida seguramente
ocurrirá una y otra vez.
Este libro procura desentrañar,
registrar y entender esa extraña
fragilidad de los vínculos humanos, el
sentimiento de inseguridad que esa
fragilidad inspira y los deseos
conflictivos que ese sentimiento
despierta, provocando el impulso de
estrechar los lazos, pero manteniéndolos
al mismo tiempo flojos para poder
desanudarlos.
Al carecer de la visión aguda, la
riqueza de la paleta y la sutileza de la
pincelada de Musil —de hecho,
cualquiera de esos exquisitos talentos
que convirtieron a Der Mann ohne
Eigenschaften en el retrato definitivo
del hombre moderno— tengo que
limitarme a esbozar una carpeta llena de
burdos bocetos fragmentarios en vez de
pretender un retrato completo, y menos
aún definitivo. Mi máxima aspiración es
lograr un identikit, un fotomontaje que
puede contener tanto espacios vacíos
como espacios llenos. E incluso esa
composición final será una tarea
inconclusa, que los lectores deberán
completar.
El héroe principal de este libro son
las
relaciones
humanas.
Los
protagonistas de este volumen son
hombres
y
mujeres,
nuestros
contemporáneos,
desesperados
al
sentirse fácilmente descartables y
abandonados a sus propios recursos,
siempre ávidos de la seguridad de la
unión y de una mano servicial con la que
puedan contar en los malos momentos,
es
decir,
desesperados
por
«relacionarse». Sin embargo, desconfían
todo el tiempo del «estar relacionados»,
y particularmente de estar relacionados
«para siempre», por no hablar de
«eternamente», porque temen que ese
estado pueda convertirse en una carga y
ocasionar tensiones que no se sienten
capaces ni deseosos de soportar, y que
pueden limitar severamente la libertad
que necesitan —sí, usted lo ha
adivinado— para relacionarse…
En nuestro mundo de rampante
«individualizacion» las relaciones son
una bendición a medias. Oscilan entre un
dulce sueño y una pesadilla, y no hay
manera de decir en qué momento uno se
convierte en la otra. Casi todo el tiempo
ambos avatares cohabitan, aunque en
niveles diferentes de conciencia. En un
entorno de vida moderno, las relaciones
suelen ser, quizá, las encarnaciones más
comunes, intensas y profundas de la
ambivalencia. Y por eso, podríamos
argumentar, ocupan por decreto el centro
de atención de los individuos líquidos
modernos, que las colocan en el primer
lugar de sus proyectos de vida.
Las «relaciones» son ahora el tema
del momento y, ostensiblemente, el
único juego que vale la pena jugar, a
pesar de sus notorios riesgos. Algunos
sociólogos, acostumbrados a elaborar
teorías a partir de las estadísticas de las
encuestas y de convicciones de sentido
común, como las que registran esas
estadísticas, se apresuran a concluir que
sus contemporáneos están dispuestos a
la amistad, a establecer vínculos, a la
unión, a la comunidad. De hecho, sin
embargo (como si se cumpliera la ley de
Martin Heidegger, que afirma que las
cosas se revelan a la conciencia
solamente por medio de la frustración
que
causan,
arruinándose,
desapareciendo, comportándose de
manera inesperada o traicionando su
propia naturaleza), la atención humana
tiende a concentrarse actualmente en la
satisfacción que se espera de las
relaciones, precisamente porque no han
resultado plena y verdaderamente
satisfactorias; y si son satisfactorias, el
precio de la satisfacción que producen
suele
considerarse
excesivo
e
inaceptable. En su famoso experimento,
Miller y Dollard observaron que sus
ratas de laboratorio alcanzaban un pico
de conmoción y agitación cuando «la
adiance igualaba la abiance» es decir,
cuando la amenaza de una descarga
eléctrica y la promesa de una comida
apetitosa
estaban
perfectamente
equilibradas…
No es raro que las «relaciones» sean
uno de los motores principales del
actual «boom del counselling». Su
grado de complejidad es tan denso,
impenetrable y enigmático que un
individuo rara vez logra descifrarlo y
desentrañarlo por sí solo. La agitación
de las ratas de Miller y Dollard casi
siempre se diluía en la inacción. La
incapacidad de elegir entre atracción y
repulsión, entre esperanza y temor,
desembocaba en la imposibilidad de
actuar. A diferencia de las ratas, los
seres humanos que se encuentran en
circunstancias
semejantes
pueden
recurrir al auxilio de expertos
consultores que ofrecen sus servicios a
cambio de honorarios. Lo que esperan
escuchar de boca de ellos es cómo
lograr la cuadratura del círculo: cómo
comerse la torta y conservarla al mismo
tiempo, cómo degustar las dulces
delicias de las relaciones evitando los
bocados más amargos y menos tiernos;
cómo lograr que la relación les confiera
poder sin que la dependencia los
debilite,
que
los
habilite
sin
condicionarlos, que los haga sentir
plenos sin sobrecargarlos…
Los expertos están dispuestos a
asesorar, seguros de que la demanda de
asesoramiento jamás se agotará, ya que
no hay consejo posible que pueda hacer
que un círculo se vuelva cuadrado… Sus
consejos
abundan,
aunque
con
frecuencia apenas logran que las
prácticas comunes asciendan al nivel del
conocimiento generalizado, y este a su
vez a la categoría de teoría erudita y
autorizada.
Los
agradecidos
destinatarios del consejo revisan las
columnas sobre «relaciones» de los
suplementos semanales o mensuales de
los periódicos serios y menos serios
buscando escuchar de las personas «que
saben» lo que siempre han querido
escuchar, ya que son demasiado tímidos
o pudorosos como para decirlo por sí
mismos; de ese modo se enteran de las
idas y venidas de «otros como ellos» y
se consuelan como pueden con la idea,
respaldada por expertos, de que no están
solos en sus solitarios esfuerzos por
enfrentar esa encrucijada.
A través de la experiencia de otros
lectores, reciclada por los counsellors,
los lectores se enteran de que pueden
intentar establecer «relaciones de
bolsillo», que «se pueden sacar en caso
de necesidad», pero que también pueden
volver a sepultarse en las profundidades
del bolsillo cuando ya no son
necesarias. O de que las relaciones son
como la Ribena[1]: si se la bebe sin
diluir, resulta nauseabunda y puede ser
nociva para la salud… —al igual que la
Ribena, las relaciones deben diluirse
para ser consumidas—. O de que las
«parejas abiertas» son loables por ser
«relaciones revolucionarias que han
logrado hacer estallar la asfixiante
burbuja de la pareja». O de que las
relaciones, como los autos, deben ser
sometidas regularmente a una revisión
para determinar si pueden continuar
funcionando. En suma, se enteran de que
el compromiso, y en particular el
compromiso a largo plazo, es una
trampa que el empeño de «relacionarse»
debe evitar a toda costa. Un consejero
experto informa a los lectores que «al
comprometerse, por más que sea a
medias, usted debe recordar que tal vez
esté cerrándole la puerta a otras
posibilidades amorosas que podrían ser
más satisfactorias y gratificantes». Otro
experto es aún más directo: «Las
promesas de compromiso a largo plazo
no tienen sentido… Al igual que otras
inversiones, primero rinden y luego
declinan». Y entonces, si usted quiere
«relacionarse», será mejor que se
mantenga a distancia; si quiere que su
relación sea plena, no se comprometa ni
exija compromiso. Mantenga todas sus
puertas abiertas permanentemente.
Si uno les preguntara, los habitantes
de Leonia, una de las «ciudades
invisibles» de Italo Calvino, dirían que
su pasión es «disfrutar de cosas nuevas
y diferentes». De hecho, cada mañana
«estrenan ropa nueva, extraen de su
refrigerador último modelo latas sin
abrir, escuchando los últimos jingles
que suenan desde una radio de última
generación». Pero cada mañana «los
restos de la Leonia de ayer esperan el
camión del basurero», y uno tiene
derecho a preguntarse si la verdadera
pasión de los leonianos no será, en
cambio, «el placer de expulsar,
descartar, limpiarse de una impureza
recurrente». Si no es así, por qué será
que los barrenderos son «bienvenidos
como ángeles», aun cuando su misión
está «rodeada de un respetuoso
silencio». Es comprensible: «una vez
que las cosas han sido descartadas,
nadie quiere volver a pensar en ellas».
Pensemos…
¿Los habitantes de nuestro moderno
mundo líquido no son como los
habitantes de Leonia, preocupados por
una cosa mientras hablan de otra? Dicen
que su deseo, su pasión, su propósito o
su sueño es «relacionarse». Pero, en
realidad,
¿no
están más
bien
preocupados por impedir que sus
relaciones se cristalicen y se cuajen?
¿Buscan
realmente
relaciones
sostenidas, tal como dicen, o desean más
que nada que esas relaciones sean
ligeras y laxas, siguiendo el patrón de
Richard Baxter, según el cual se supone
que las riquezas deben «descansar sobre
los hombros como un abrigo liviano»
para poder «deshacerse de ellas en
cualquier momento»? En definitiva, ¿qué
clase de consejo están buscando
verdaderamente? ¿Cómo anudar la
relación o cómo —por si acaso—
deshacerla sin perjuicio y sin cargos de
conciencia? No hay respuestas fáciles a
esa pregunta, aunque es necesario
formularla, y seguirá siendo formulada
mientras los habitantes del moderno
mundo líquido sigan debatiéndose bajo
el peso abrumador de la tarea más
ambivalente de las muchas que deben
enfrentar cada día.
Tal vez la idea misma de «relación»
aumente la confusión. Por más
arduamente que se esfuercen los
desdichados buscadores de relaciones y
sus consejeros, esa idea se resiste a ser
despojada de sus connotaciones
perturbadoras y aciagas. Sigue cargada
de vagas amenazas y premoniciones
sombrías: transmite simultáneamente los
placeres de la unión y los horrores del
encierro. Quizás por eso, más que
transmitir su experiencia y expectativas
en términos de «relacionarse» y
«relaciones», la gente habla cada vez
más (ayudada e inducida por consejeros
expertos)
de
conexiones,
de
«conectarse» y «estar conectado». En
vez de hablar de parejas, prefieren
hablar de «redes». ¿Qué ventaja
conlleva hablar de «conexiones» en vez
de «relaciones»?
A diferencia de las «relaciones», el
«parentesco», la «pareja» e ideas
semejantes que resaltan el compromiso
mutuo y excluyen o soslayan a su
opuesto, el descompromiso, la «red»
representa una matriz que conecta y
desconecta a la vez: la redes sólo son
imaginables si ambas actividades no
están habilitadas al mismo tiempo. En
una red, conectarse y desconectarse son
elecciones igualmente legítimas, gozan
del mismo estatus y de igual
importancia.
¡No
tiene
sentido
preguntarse cuál de las dos actividades
complementarias constituye «la esencia»
de una red! «Red» sugiere momentos de
«estar en contacto» intercalados con
períodos de libre merodeo. En una red,
las conexiones se establecen a demanda,
y pueden cortarse a voluntad. Una
relación «indeseable pero indisoluble»
es precisamente lo que hace que una
«relación» sea tan riesgosa como
parece. Sin embargo, una «conexión
indeseable» es un oxímoron: las
conexiones pueden ser y son disueltas
mucho antes de que empiecen a ser
detestables.
Las conexiones son «relaciones
virtuales». A diferencia de las
relaciones a la antigua (por no hablar de
las relaciones «comprometidas», y
menos aún de los compromisos a largo
plazo), parecen estar hechas a la medida
del entorno de la moderna vida líquida,
en la que se supone y espera que las
«posibilidades románticas» (y no sólo
las «románticas») fluctúen cada vez con
mayor velocidad entre multitudes que no
decrecen, desalojándose entre sí con la
promesa «de ser más gratificante y
satisfactoria» que las anteriores. A
diferencia
de
las
«verdaderas
relaciones», las «relaciones virtuales»
son de fácil acceso y salida. Parecen
sensatas e higiénicas, fáciles de usar y
amistosas con el usuario, cuando se las
compara con la «cosa real», pesada,
lenta, inerte y complicada. Un hombre
de Bath, de 28 años, entrevistado en
relación con la creciente popularidad de
las citas por Internet en desmedro de los
bares de solas y solos y las columnas de
corazones solitarios, señaló una ventaja
decisiva de la relación electrónica: «uno
siempre puede oprimir la tecla
“delete”».
Como si obedecieran a la ley de
Gresham, las relaciones virtuales
(rebautizadas «conexiones») establecen
el modelo que rige a todas las otras
relaciones. Eso no hace felices a los
hombres y las mujeres que sucumben a
esa presión; al menos no los hace más
felices de lo que eran con las relaciones
previrtuales. Algo se gana, algo se
pierde.
Tal como señaló Ralph Waldo
Emerson, cuando uno patina sobre hielo
fino, la salvación es la velocidad.
Cuando la calidad no nos da sostén,
tendemos a buscar remedio en la
cantidad. Si el «compromiso no tiene
sentido» y las relaciones ya no son
confiables y difícilmente duren, nos
inclinamos a cambiar la pareja por las
redes. Sin embargo, una vez que alguien
lo ha hecho, sentar cabeza se vuelve aún
más difícil (y desalentador) que antes —
ya que ahora carece de las habilidades
que podrían hacer que la cosa
funcionara—. Seguir en movimiento,
antes un privilegio y un logro, se
convierte ahora en obligación. Mantener
la velocidad, antes una aventura gozosa,
se convierte en un deber agotador. Y
sobre todo, la fea incertidumbre y la
insoportable
confusión
que
supuestamente la velocidad ahuyentaría,
aún siguen allí. La facilidad que ofrecen
el descompromiso y la ruptura a
voluntad no reducen los riesgos, sino
que tan sólo los distribuyen, junto con
las angustias que generan, de manera
diferente.
Este libro está dedicado a los
riesgos y angustias de vivir juntos, y
separados, en nuestro moderno mundo
líquido.
1. ENAMORARSE Y
DESENAMORARSE
«Mi querido amigo, le envío un
pequeño trabajo del que podría
decirse, sin ser injusto, que no tiene
pies ni cabeza, ya que por el contrario
todo en él es, alternativa y
recíprocamente, pies y cabeza. Le
suplico considere
la admirable
conveniencia que tal combinación nos
ofrece a todos: a usted, a mí y al
lector. Podemos interrumpir, yo mis
cavilaciones, usted el texto, y el lector
su lectura, ya que no pretendo
mantener
interminablemente
la
fatigosa voluntad de ninguno de ellos
unida a una trama superflua. Retire
uno de los anillos, y otras dos piezas
de esta tortuosa fantasía volverán a
encajar sin dificultad. Recorte varios
fragmentos y advertirá que cada uno
de ellos se sostiene por sí mismo. Me
atrevo a dedicarle a usted la serpiente
entera con la esperanza de que
algunos de sus tramos le gusten y lo
diviertan».
De esta manera, Charles Baudelaire
presentaba Spleen de París a sus
lectores. Es una pena que lo haya hecho.
De no ser así, yo mismo hubiese querido
componer un preámbulo igual o similar
para lo que sigue a continuación. Pero lo
hizo, y yo sólo puedo citar. Walter
Benjamín, por supuesto, eliminaría la
palabra «sólo» de esta última frase. Y si
lo pienso dos veces, yo también.
«Recorte varios fragmentos y
advertirá que cada uno de ellos subsiste
por sí solo». Mientras que los
fragmentos salidos de la pluma de
Baudelaire sí lo hicieron, sólo el justo
derecho del lector, ya que no el mío,
decidirá si los dispersos tramos de
pensamiento reunidos a continuación
subsisten o no.
En la familia de los pensamientos
hay enanos en abundancia. Por eso
fueron inventados la lógica y el método,
y una vez inventados fueron adoptados
con gratitud por los pensadores de
pensamientos. Los enanos pueden
esconderse, y en medio del poderío
esplendoroso de las legiones en marcha
y las formaciones para la batalla,
terminan por olvidar su enanismo. Una
vez que se han cerrado las filas, ¿quién
notará la diminuta estatura de los
soldados? Es posible reunir un ejército
de aspecto temible y poderoso alineando
en formación de batalla a filas y más
filas de pigmeos…
Quizás, y tan sólo para complacer a
los adictos al método, debería haber
hecho lo mismo con estos fragmentos y
recortes. Pero como no me queda tiempo
para terminar esa tarea, sería tonto de mi
parte ocuparme del orden de las filas y
dejar el reclutamiento para más tarde…
En cuanto a pensar las cosas dos
veces, quizás el tiempo que tengo
disponible resulte poco, no a causa de
mi edad, sino porque cuanto más viejos
somos, mejor comprendemos que por
más grandes que parezcan las ideas,
jamás lo serán tanto como para abarcar,
y menos aún contener, la copiosa
prodigalidad de la experiencia humana.
Lo que sabemos, lo que deseamos saber,
lo que nos esforzamos por saber, lo que
intentamos saber acerca del amor y el
rechazo, del estar solos o acompañados
y morir solos o acompañados… ¿Acaso
es posible racionalizar todo eso,
ponerlo en orden, ajustarlo a los
estándares de coherencia, cohesión y
totalidad establecidos para temas
menores? Quizás sea posible, es decir,
sólo en la infinitud del tiempo.
¿O acaso no sucede que cuando se
dice todo acerca de los temas
fundamentales de la vida humana las
cosas más importantes siempre quedan
si ser dichas?
Amor y muerte, los dos protagonistas
de esta historia que no tiene
argumento ni desenlace pero que
condensa la mayor parte del sonido y
la furia de la vida, admiten esta clase
de reflexión/escritura/lectura más que
ningún otro tema.
Ivan Klima dice: casi nada se parece
tanto a la muerte como el amor
realizado. Cada aparición de cualquiera
de los dos es única pero definitiva,
irrepetible, inapelable e impostergable.
Cada aparición debe sostenerse «por sí
sola», y lo hace. Toda vez que aparecen
nacen por primera vez, o renacen,
saliendo de la nada, de la oscuridad del
no-ser, sin pasado ni futuro. Cada una,
cada vez, empieza desde el principio,
dejando al desnudo lo superfluo de las
tramas del pasado y la vanidad de
cualquier trama del porvenir.
Sólo se puede entrar en el amor y en
la muerte una única vez: menos aún que
en el río de Heráclito. De hecho, son sus
propios pies y cabeza, desdeñosos y
negligentes con respecto a todo lo
demás.
Bronislaw
Malinowski
solía
burlarse de los difusionistas por
confundir las colecciones de los museos
con genealogías: al ver utensilios
rústicos de pedernal ordenados en las
vitrinas delante de otros más
sofisticados, hablaban de «historia de
las herramientas». Esa actitud, se
burlaba Malinowski, era equivalente a
considerar que un hacha de piedra daba
origen a otra, del mismo modo que,
digamos, el hipparion dio origen, en su
momento, al equus caballus. El origen
de los caballos puede rastrearse en otros
caballos, pero las herramientas no son
antecesoras ni descendientes de otras
herramientas. Las herramientas, a
diferencia de los caballos, no tienen una
historia propia. Son, se podría decir,
marcas que puntúan las biografías
individuales y las historias colectivas de
la humanidad: son manifestaciones o
sedimentos de esas biografías e
historias.
Y lo mismo puede decirse del amor
y de la muerte. El parentesco, la
afinidad, los vínculos casuales son
características del ser y/o de la unión de
los humanos. El amor y la muerte no
tienen
historia
propia.
Son
acontecimientos del tiempo humano,
cada uno de ellos independiente, no
conectado (y menos aún causalmente
conectado) a otros acontecimientos
«similares», salvo en las composiciones
humanas retrospectivas, ansiosas por
localizar —por inventar— esas
conexiones
y
comprender
lo
incomprensible.
Y por eso es imposible aprender a
amar, tal como no se puede aprender a
morir. Y nadie puede aprender el
elusivo
—el
inexistente
aunque
intensamente deseado— arte de no caer
en sus garras, de mantenerse fuera de su
alcance. Cuando llegue el momento, el
amor y la muerte caerán sobre nosotros,
a pesar de que no tenemos ni un indicio
de cuándo llegará ese momento. Sea
cuando
fuere,
nos
tomarán
desprevenidos. En medio de nuestras
preocupaciones cotidianas, el amor y la
muerte surgirán ad nihilo, de la nada.
Por supuesto, tendemos a recapitular
para ser más sabios después del hecho:
tratamos de rastrear los antecedentes, de
aplicar el infalible principio de que un
post hoc es seguramente el propter hoc,
de concebir un linaje «que dé sentido»
al acontecimiento, y con frecuencia
nuestros esfuerzos se ven coronados por
el éxito. Necesitamos ese éxito por el
consuelo espiritual que proporciona:
resucita, aun de manera indirecta,
nuestra fe en la regularidad del mundo y
la previsibilidad de los acontecimientos,
que resulta indispensable para nuestra
salud y cordura. También conjura la
ilusión de que hemos adquirido un nuevo
saber, de que hemos aprendido y, sobre
todo, de que se trata de algo que
podemos aprender, tal como es posible
aprender las leyes de la inducción de J.
S. Mili o a conducir autos o a comer con
palitos en lugar de tenedor, o a causar
una impresión favorable en los
entrevistadores.
En el caso de la muerte, se admite
que el aprendizaje se limita a la
experiencia de otras personas y es, por
lo tanto, una ilusión in extremis. La
experiencia de otras personas no puede
aprenderse
verdaderamente
como
experiencia; en el producto final del
aprendizaje del objeto, no es posible
separar el Erlebnis original de la
contribución creativa de las capacidades
imaginativas del sujeto. La experiencia
ajena sólo puede conocerse como una
historia procesada, interpretada según lo
que los otros vivieron. Tal vez algunos
gatos verdaderos tienen, como Tom de
Tom y Jerry, nueve vidas o más, y tal
vez algunos conversos pueden llegar a
creer en la reencarnación, pero el hecho
es que la muerte, como el nacimiento, se
produce sólo una vez; no hay manera de
aprender a «hacerlo bien la próxima
vez», ya que se trata de un
acontecimiento que nunca volveremos a
experimentar.
El amor parece gozar de un estatus
diferente
que
los
otros
acontecimientos excepcionales.
De hecho, podemos enamorarnos más de
una vez, y algunas personas se
enorgullecen o se quejan de que se
enamoran y se desenamoran (al igual
que algunos de los que llegan a conocer
en ese proceso) con demasiada
facilidad. Todo el mundo ha escuchado
historias acerca de esas personas
«proclives al amor» o «vulnerables al
amor».
Existen fundamentos sólidos para
considerar el amor, y particularmente el
«estar enamorado», como —casi por
naturaleza— una situación recurrente,
susceptible de repetirse y que incluso
favorece la repetición del intento. Si nos
interrogan, la mayoría de nosotros
llegaremos a nombrar la cantidad de
veces que nos enamoramos. Podemos
suponer (y con fundamento) que en
nuestros tiempos crece rápidamente la
cantidad de personas que tiende a
calificar de amor a más de una de sus
experiencias vitales, que no diría que el
amor que experimenta en este momento
es el último y que prevé que aún la
esperan varias experiencias más de la
misma clase. Si esa suposición
demuestra ser acertada, no hay de qué
asombrarse. Después de todo, la
definición romántica del amor —«hasta
que la muerte nos separe»— está
decididamente pasada de moda, ya que
ha trascendido su fecha de vencimiento
debido a la reestructuración radical de
las estructuras de parentesco de las que
dependía y de las cuales extraía su vigor
e importancia. Pero la desaparición de
esa idea implica, inevitablemente, la
simplificación de las pruebas que esa
experiencia debe superar para ser
considerada como «amor». No es que
más gente esté a la altura de los
estándares del amor en más ocasiones,
sino que esos estándares son ahora más
bajos: como consecuencia, el conjunto
de experiencias definidas con el término
«amor» se ha ampliado enormemente.
Relaciones de una noche son descriptas
por medio de la expresión «hacer el
amor».
Esta súbita abundancia y aparente
disponibilidad
de
«experiencias
amorosas» llega a alimentar la
convicción de que el amor (enamorarse,
ejercer el amor) es una destreza que se
puede aprender, y que el dominio de esa
materia aumenta con el número de
experiencias y la asiduidad del
ejercicio. Incluso se puede llegar a creer
(y con frecuencia se cree) que la
capacidad amorosa crece con la
experiencia acumulada, que el próximo
amor será una experiencia aún más
estimulante que la que se disfruta
actualmente, aunque no tan emocionante
y fascinante como la que vendrá después
de la próxima.
Sin embargo, sólo es otra ilusión…
La clase de conocimiento que aumenta a
medida que la cadena de episodios
amorosos se alarga es la del «amor» en
tanto serie de intensos, breves e
impactantes episodios, atravesados a
priori por la conciencia de su fragilidad
y brevedad. La clase de destreza que se
adquiere es la de «terminar rápidamente
y volver a empezar desde el principio»,
en la que, según Sóren Kierkegaard, el
Don Giovanni de Mozart era el virtuoso
arquetípico. Pero por estar guiado por la
compulsión a intentarlo otra vez, y
obsesionado con la idea de impedir que
cada intento sucesivo interfiriera con los
intentos futuros, Don Giovanni era
también el «impotente amoroso»
arquetípico. Si el propósito de la
infatigable búsqueda y experimentación
de Don Giovanni hubiera sido el amor,
su propia compulsión a experimentar
hubiera descalificado ese propósito.
Resulta tentador señalar que el efecto de
esa ostensible «adquisición de destreza»
está destinado a ser, como en el caso de
Don Giovanni, el desaprendizaje del
amor, una «incapacidad aprendida» de
amar.
Ese resultado —la venganza del
amor, por así decirlo, contra los que se
atreven a desafiar su naturaleza— era de
esperar. Se puede aprender a
desempeñar una actividad que posee un
conjunto de reglas invariables que se
corresponden con un entorno estable,
monótonamente repetitivo que favorece
el aprendizaje, la memorización y,
ulteriormente, «el paso a la práctica».
En un entorno inestable, la retención y la
adquisición de hábitos —que son las
marcas registradas del aprendizaje
exitoso—
no
sólo
son
contraproducentes, sino que sus
consecuencias pueden resultar fatales.
Lo que una y otra vez demuestra ser letal
para las ratas en las cloacas de la
ciudad —esas criaturas muy inteligentes,
capaces de aprender rápidamente a
distinguir los restos de alimentos entre
los cebos venenosos— es el elemento
de inestabilidad, que desafía a la regla y
que se inserta en la red de túneles y
pozos subterráneos debido a la
inaprensible,
impredecible
y
verdaderamente
impenetrable
«alteridad» de otras —humanas—
criaturas inteligentes: criaturas notorias
por su tendencia a romper la rutina y a
crear confusión con la distinción entre
regla y contingencia. Si esa distinción no
se mantiene, el aprendizaje (entendido
como adquisición de hábitos útiles) no
existe. Los que insisten en condicionar
sus acciones a los precedentes, como los
generales que vuelven a conducir una
nueva guerra exactamente igual a su
última guerra victoriosa, corren riesgos
suicidas y se exponen a infinitos
problemas.
La naturaleza del amor implica —tal
como lo observó Lucano dos milenios
atrás y lo repitió Francis Bacon
muchos siglos más tarde— ser un
rehén del destino.
En el Simposio de Platón, Diótima de
Mantinea le señaló a Sócrates, con el
asentimiento absoluto de este, que «el
amor no se dirige a lo bello, como
crees», «sino a concebir y nacer en lo
bello». Amar es desear «concebir y
procrear», y por eso el amante «busca y
se esfuerza por encontrar la cosa bella
en la cual pueda concebir». En otras
palabras, el amor no encuentra su
sentido en el ansia de cosas ya hechas,
completas y terminadas, sino en el
impulso a participar en la construcción
de esas cosas. El amor está muy cercano
a la trascendencia; es tan sólo otro
nombre del impulso creativo y, por lo
tanto, está cargado de riesgos, ya que
toda creación ignora siempre cuál será
su producto final.
En todo amor hay por lo menos dos
seres, y cada uno de ellos es la gran
incógnita de la ecuación del otro. Eso es
lo que hace que el amor parezca un
capricho del destino, ese inquietante y
misterioso futuro, imposible de prever,
de prevenir o conjurar, de apresurar o
detener. Amar significa abrirle la puerta
a ese destino, a la más sublime de las
condiciones humanas en la que el miedo
se funde con el gozo en una aleación
indisoluble, cuyos elementos ya no
pueden separarse. Abrirse a ese destino
significa, en última instancia, dar
libertad al ser: esa libertad que está
encarnada en el Otro, el compañero en
el amor. Como lo expresa Erich Fromm:
«En el amor individual no se encuentra
satisfacción […]
sin verdadera
humildad, coraje, fe y disciplina»; y
luego agrega inmediatamente, con
tristeza, que en «una cultura en la que
esas cualidades son raras, la conquista
de la capacidad de amar será
necesariamente un raro logro»[2].
Y lo mismo ocurre en una cultura de
consumo como la nuestra, partidaria de
los productos listos para uso inmediato,
las soluciones rápidas, la satisfacción
instantánea, los resultados que no
requieran esfuerzos prolongados, las
recetas infalibles, los seguros contra
todo riesgo y las garantías de
devolución del dinero. La promesa de
aprender el arte de amar es la promesa
(falsa, engañosa, pero inspiradora del
profundo deseo de que resulte
verdadera) de lograr «experiencia en el
amor» como si se tratara de cualquier
otra mercancía. Seduce y atrae con su
ostentación de esas características
porque supone deseo sin espera,
esfuerzo sin sudor y resultados sin
esfuerzo.
Sin humildad y coraje no hay amor.
Se requieren ambas cualidades, en
cantidades enormes y constantemente
renovadas, cada vez que uno entra en un
territorio inexplorado y sin mapas, y
cuando se produce el amor entre dos o
más seres humanos, estos se internan
inevitablemente
en
un
terreno
desconocido.
Eros, tal como afirma Levinas[3], es
diferente de la posesión y del poder;
no es una batalla ni una fusión, y
tampoco es conocimiento.
Eros es «una relación con la alteridad,
con el misterio, es decir, con el futuro,
con lo que está ausente del mundo que
contiene a todo lo que es…». «El pathos
del amor consiste en la insuperable
dualidad de los seres». Los intentos de
superar esa dualidad, de domesticar lo
díscolo y domeñar lo que no tiene freno,
de hacer previsible lo incognoscible y
de encadenar lo errante son la sentencia
de muerte del amor. Eros no sobrevive a
la dualidad. En lo que al amor se
refiere, la posesión, el poder, la fusión y
el desencanto son los Cuatro Jinetes del
Apocalipsis.
En ese punto radica la maravillosa
fragilidad del amor, junto con su
endemoniada negativa a soportar esa
vulnerabilidad con ligereza, lodo amor
se debate por concretarse, pero en el
momento del triunfo se topa con su
derrota última. Todo amor lucha por
sepultar las fuentes de su precariedad e
incertidumbre, pero si lo consigue,
pronto empieza a marchitarse, y
desaparece. Eros está poseído por el
espectro de Tánatos, que ningún hechizo
mágico puede exorcizar. No es que Eros
sea precoz, y ninguna dimensión ni
intensidad de educación ni de métodos
de autoaprendizaje conseguirán liberarlo
de su patológica tendencia suicida.
El desafío, la atracción, la seducción
que ejerce el Otro vuelve toda distancia,
por reducida y minúscula que sea,
intolerablemente grande. La brecha se
siente como un precipicio. La fusión o la
dominación parecen ser los únicos
remedios para el tormento resultante. Y
sólo hay una delgadísima frontera, que
muy fácilmente puede pasarse por alto,
entre una caricia suave y tierna y una
mano de hierro que aplasta. Eros no
puede ser fiel a sí mismo sin practicar la
caricia, pero no puede practicarla sin
correr el riesgo del dominio. Eros
impulsa a las manos a tocarse pero las
manos que acarician también pueden
oprimir y aplastar.
Por más que uno haya aprendido sobre
el amor y sobre amar, su sabiduría sólo
llegará, al igual que el mesías de
Kafka, un día después de su llegada.
Mientras está vivo, el amor está siempre
al borde de la derrota. Disuelve su
pasado a medida que avanza, no deja
tras de sí trincheras fortificadas a las
que podría replegarse para buscar
refugio en casos de necesidad. Y no
sabe qué le espera ni qué puede
depararle el futuro. Nunca adquiere la
confianza suficiente para dispersar las
nubes y apaciguar la ansiedad. El amor
es un préstamo hipotecario a cuenta de
un futuro incierto e inescrutable.
El amor puede ser —y suele ser—
tan aterrador como la muerte; sólo que, a
diferencia de la muerte, encubre la
verdad bajo oleadas de deseo y
entusiasmo. Es sensato equiparar la
diferencia entre el amor y la muerte a la
que existe entre la atracción y la
repulsión. Si lo pensamos dos veces, sin
embargo, ya no podemos estar tan
seguros. Las promesas del amor son,
generalmente, menos ambiguas que sus
ofrendas. De ese modo, la tentación de
enamorarse es avasallante y poderosa,
pero también lo es la atracción que
ejerce la huida. Y el señuelo que nos
induce a buscar una rosa sin espinas está
siempre presente y resulta difícil de
resistir.
Deseo y amor. Hermanos. A veces,
mellizos,
pero
nunca
gemelos
idénticos.
El deseo es el anhelo de consumir. De
absorber, devorar, ingerir y digerir, de
aniquilar. El deseo no necesita otro
estímulo más que la presencia de
alteridad. Esa presencia es siempre una
afrenta y una humillación. El deseo es el
impulso a vengar la afrenta y disipar la
humillación. Es la compulsión de cerrar
la brecha con la alteridad que atrae y
repele, que seduce con la promesa de lo
inexplorado e irrita con su evasiva y
obstinada otredad. El deseo es el
impulso a despojar la alteridad de su
otredad, y por lo tanto, de su poder. A
partir de ser explorada, familiarizada y
domesticada, la alteridad debe emerger
despojada del aguijón de la tentación,
sin ningún acicate. Es decir, si es que
sobrevive a tal tratamiento. Sin
embargo, lo más posible es que, en el
curso del proceso, sus restos no
digeridos hayan pasado del terreno de lo
consumible al de los desechos.
Lo que se puede consumir atrae, los
desechos repelen. Después del deseo
llega el momento de disponer de los
desechos. Según parece, la eliminación
de lo ajeno de la alteridad y el acto de
deshacerse del seco caparazón se
cristalizan en el júbilo de la
satisfacción, condenado a desaparecer
una vez que la tarea se ha realizado. En
esencia, el deseo es un impulso de
destrucción. Y, aunque oblicuamente,
también un impulso de autodestrucción;
el deseo está contaminado desde su
nacimiento por el deseo de muerte. Sin
embargo, este es su secreto mejor
guardado y, sobre todo, guardado de sí
mismo.
Por otra parte, el amor es el anhelo
de querer y preservar el objeto querido.
Un impulso centrífugo, a diferencia del
centrípeto deseo. Un impulso a la
expansión, a ir más allá, a extenderse
hacia lo que está «allá afuera». A
ingerir, absorber y asimilar al sujeto en
el objeto, y no a la inversa como en el
caso del deseo. El deseo es ampliar el
mundo: cada adición es la huella viva
del yo amante; en el amor el yo es
gradualmente transplantado al mundo. El
yo amante se expande entregándose al
objeto amado. El amor es la
supervivencia del yo a través de la
alteridad del yo. Y por eso, el amor
implica el impulso de proteger, de nutrir,
de dar refugio, y también de acariciar y
mimar, o de proteger celosamente,
cercar, encarcelar. Amar significa estar
al servicio, estar a disposición,
esperando órdenes, pero también puede
significar la expropiación y confiscación
de toda responsabilidad. Dominio a
través de la entrega, sacrificio que paga
con engrandecimiento. El amor y el
ansia de poder son gemelos siameses:
ninguno de los dos podría sobrevivir a
la separación.
Si el deseo ansia consumir, el amor
ansia poseer. En cuanto la satisfacción
del deseo es colindante con la
aniquilación de su objeto, el amor crece
con sus adquisiciones y se satisface con
su durabilidad. Si el deseo es
autodestructivo,
el
amor
se
autoperpetúa.
Como el deseo, el amor es una
amenaza contra su objeto. El deseo
destruye su objeto, destruyéndose a sí
mismo en el proceso; la misma red
protectora
que
el
amor
urde
amorosamente alrededor de su objeto, lo
esclaviza. El amor hace prisionero y
pone en custodia al cautivo: arresta para
proteger al propio prisionero.
El deseo y el amor tienen propósitos
opuestos. El amor es una red arrojada
sobre la eternidad, el deseo es una
estratagema para evitarse el trabajo de
urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el
amor luchará por perpetuar el deseo. El
deseo, por su parte, escapará de los
grilletes del amor.
«Las miradas se encuentran a través
de una habitación atestada; se
enciende la chispa de la atracción.
Conversan, bailan, se ríen, comparten
un trago o una broma y, antes de darse
cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa
o la mía?’. Ninguno de los dos está en
busca de una relación seria, pero de
alguna manera una noche puede
convertirse en una semana, después en
un mes, en un año o más tiempo»,
señala Catherine Jarvie [4].
Ese imprevisible resultado del fogonazo
del deseo y de una sola noche para
sofocarlo es, según Jarvie, «un punto
intermedio entre la libertad de los
encuentros ocasionales y la seriedad de
una relación importante» (aunque la
«seriedad», tal como la propia Jarvie
recuerda a sus lectores, no sirve para
proteger a una «relación importante» ni
impide que esta termine en «dificultades
y amarguras» cuando un miembro de la
pareja «sigue comprometido con la
relación mientras el otro ansia buscar
nuevos campos de pastoreo»). Los
puntos intermedios —como todos los
otros acuerdos «hasta nuevo aviso»
dentro de un entorno fluido en el que
comprometerse con el futuro es tan
imposible como ofensivo— no son
necesariamente malos (según la opinión
de Jarvie y la doctora Valerie Lamont,
una psicóloga colegiada a quien cita en
su nota), pero cuando «se comprometa,
aun a medias», «recuerde que le está
cerrando la puerta a otras posibilidades
románticas» (es decir, renunciando al
derecho de «buscar nuevos campos de
pastoreo», al menos hasta que su pareja
reclame primero ese derecho).
Una observación aguda, un cálculo
sensato: usted se encuentra ante una
elección. Elige el amor o elige el deseo.
Más observaciones agudas: sus
miradas se cruzan a través de la
habitación y antes de darse cuenta… El
deseo de compartir la cama brota de la
nada, y no necesita golpear muchas
veces a la puerta para que lo dejen
entrar. Aunque no es una característica
común de nuestro mundo obsesionado
por la seguridad, esas puertas tienen
pocos cerrojos, o ninguno. Nada de
circuito cerrado de televisión para
estudiar detalladamente a los intrusos y
distinguir a los perversos merodeadores
de los visitantes de buena fe.
Simplemente,
comprobar
la
compatibilidad de los signos del
zodíaco (como ocurre en los
comerciales de una marca de teléfonos
móviles) será suficiente.
Tal vez decir «deseo» sea
demasiado. Como en los shoppings: los
compradores de hoy no compran para
satisfacer su deseo, como lo ha
expresado Harvey Ferguson, sino que
compran por ganas. Lleva tiempo (un
tiempo insoportablemente largo según
los parámetros de una cultura que
aborrece la procrastinación y promueve
en cambio la «satisfacción instantánea»)
sembrar, cultivar y alimentar el deseo.
El deseo necesita tiempo para germinar,
crecer y madurar. A medida que el
«largo plazo» se hace cada vez más
corto, la velocidad con que madura el
deseo, no obstante, se resiste con
terquedad a la aceleración; el tiempo
necesario para recoger los beneficios de
la inversión realizada en el cultivo del
deseo parece cada vez más largo,
irritante e insoportablemente largo.
A los gerentes de los shoppings, los
accionistas no les han dado ese tiempo,
pero tampoco quieren dejar que la
decisión de compra sea determinada por
motivos que surgen y maduran
arbitrariamente, ni abandonar su cultivo
en las manos inexpertas y poco
confiables de los compradores. Todos
los motivos necesarios para que los
compradores compren deben surgir de
inmediato, mientras caminan por el
centro de compras. Y también deben
morir de inmediato (gracias a un
suicidio asistido, en la mayoría de los
casos), una vez que han cumplido su
cometido. Su expectativa de vida se
reduce al tiempo que le lleva a los
compradores recorrer el shopping desde
la entrada hasta la salida.
En nuestros días, los centros de
compras suelen ser diseñados teniendo
en cuenta la rápida aparición y la veloz
extinción de las ganas, y no
considerando el engorroso y lento
cultivo y maduración del deseo. El
único deseo que debe emanar de una
visita al centro de compras es el de
repetir, una y otra vez, el jubiloso
momento en que uno “se deja llevar” y
permite que su propio anhelo dirija la
escena sin ningún libreto prefijado. La
breve expectativa de vida de las ganas
es una de sus mayores ventajas, que le
confiere superioridad sobre los deseos.
Rendirse a las propias ganas, en vez de
seguir un deseo, es algo momentáneo,
que infunde la esperanza de que no
habrá consecuencias duraderas que
puedan impedir otros momentos
semejantes de jubiloso éxtasis. En el
caso de las parejas, y especialmente de
las parejas sexuales, satisfacer las ganas
en vez de un deseo implica dejar la
puerta abierta “a otras posibilidades
románticas” que, tal como sugiere la
doctora Lamont y reflexiona Catherine
Jarvie, pueden ser “más satisfactorias y
plenas”.
Como los actos nacidos de las ganas
ya
han
sido
profundamente
implantados por los enormes poderes
del mercado de consumo, seguir un
deseo parece conducirnos, de manera
incómoda, lenta y perturbadora, hacia
el compromiso amoroso.
En su versión ortodoxa, el deseo
necesita atención y preparativos, ya que
involucra largos cuidados, complejas
negociaciones sin resolución definitiva,
algunas elecciones difíciles y algunos
compromisos penosos, pero peor aún,
implica también una demora de la
satisfacción, que es sin duda el
sacrificio más aborrecido en nuestro
mundo entregado a la velocidad y la
aceleración. En su radicalizada,
reducida y sobre todo compacta
encarnación en las ganas, el deseo ha
perdido casi todos esos atributos
desalentadores, concentrándose más
exclusivamente en el objetivo. Como lo
expresaban las publicidades que
anunciaban la novedad de las tarjetas de
crédito, ahora es posible concretar “el
deseo sin demora”.
Cuando la relación está inspirada
por las ganas (“las miradas se
encuentran a través de una habitación
atestada”), sigue la pauta del consumo y
sólo requiere la destreza de un
consumidor promedio, moderadamente
experimentado. Al igual que otros
productos, la relación es para consumo
inmediato (no requiere una preparación
adicional ni prolongada) y para uso
único, “sin perjuicios”. Primordial y
fundamentalmente, es descartable.
Si resultan defectuosos o no son
“plenamente
satisfactorios”,
los
productos pueden cambiarse por otros,
que se suponen más satisfactorios, aun
cuando no se haya ofrecido un servicio
de posventa y la transacción no haya
incluido la garantía de devolución del
dinero. Pero aun en el caso de que el
producto cumpla con lo prometido,
ningún producto es de uso extendido:
después de todo, autos, computadoras o
teléfonos
celulares
perfectamente
usables y que funcionan relativamente
bien van a|engrosar la pila de desechos
ion pocos o ningún escrúpulo en el
momento en que sus “versiones nuevas y
mejoradas” aparecen en el mercado y se
convierten en comidilla de todo el
mundo. ¿Acaso hay una razón para que
las relie iones de pareja sean una
excepción a la regla?
Las promesas de compromiso, escribe
Adrienne Burgess, “no significan nada
a largo plazo”[5].
Y prosigue con esta explicación: “El
compromiso es resultado de otras cosas:
del grado de satisfacción que nos
provoca la relación, de si vemos para
ella una alternativa viable, y de si la
posibilidad de abandonarla nos causará
la pérdida de alguna inversión
importante (tiempo, dinero, propiedades
compartidas, hijos)”. Pero estos factores
“tienen altibajos, al igual que los
sentimientos de compromiso de las
personas”, según Caryl Rusbult, una
“experta en relaciones” de la
Universidad de Carolina del Norte.
Un verdadero dilema: usted es
reticente a cortar por lo sano y reducir
sus pérdidas, pero aborrece despilfarrar
su dinero. Una relación, le dirán los
expertos, es una inversión como
cualquier otra: usted le dedica tiempo,
dinero, esfuerzos que hubiera podido
destinar a otros propósitos, pero que no
destinó esperando hacer lo correcto, y lo
que usted perdió o eligió no disfrutar se
le devolverá en su momento, con
ganancias. Usted compra acciones y las
conserva durante todo el tiempo que
prometen aumentar su valor, y las vende
rápidamente cuando las ganancias
empiezan a disminuir o cuando otras
acciones prometen un ingreso mayor (el
asunto es no pasar por alto el momento
adecuado). Si usted invierte en una
relación, el provecho que espera de ella
es en primer lugar seguridad, en sus
diversos sentidos: la cercanía de una
mano que ofrezca ayuda en el momento
en que más la necesite, que ofrezca
socorro en el dolor, compañía en la
soledad, que ayude cuando hay
problemas, que consuele en la derrota y
aplauda en las victorias; y que también
ofrezca una pronta gratificación. Pero
escuche esta advertencia: las promesas
de compromiso en una relación, una vez
establecida, “no significan nada a largo
plazo”.
Por supuesto, una relación es una
inversión como cualquier otra, ¿y a
quién se le ocurriría exigir un juramento
de lealtad a las acciones que acaba de
comprarle al agente de bolsa? ¿Jurar que
será semper fidelis, en las buenas y en
las malas, en la riqueza y en la pobreza,
“hasta que la muerte nos separe”? ¿No
mirar nunca hacia otro lado, donde
(¿quién sabe?) otros premios nos
esperan?
Los tenedores de acciones que valen
la pena (y atención: los tenedores de
acciones sólo tienen acciones, y uno
siempre puede soltar lo que tiene) leen
cada mañana en primer lugar las páginas
del diario dedicadas a la bolsa para
descubrir si es el momento de seguir
conservándolas o de venderlas. Y lo
mismo vale para las relaciones. Sólo
que en ese caso no existe la bolsa y
nadie hará por usted el trabajo de
evaluar las probabilidades (a menos que
contrate un consejero experto, del
mismo modo que contrata un agente de
bolsa experto o un contador, aunque en
el caso de las relaciones, innumerables
programas testimoniales y “dramas de la
vida real” intentan hoy ocupar el lugar
del asesor experto). De modo que usted
tiene que hacerlo, cada día, por sí solo.
Si comete un error, se le negará el
consuelo de echarle la culpa al hecho de
haber sido erróneamente informado.
Deberá estar constantemente alerta.
¡Pobre de usted si duerme una siesta o
baja la guardia! «Estar en una relación»
significa un montón de dolores de
cabeza, pero sobre todo una perpetua
incertidumbre. Uno nunca puede estar
verdadera y plenamente seguro de lo que
debe hacer, y jamás tendrá la certeza de
que ha hecho lo correcto o de que lo ha
hecho en el momento adecuado.
Parece que el dilema no tiene
solución. Y peor aún, parece,
plantearnos una paradoja absolutamente
injusta: la relación no sólo no cumple en
satisfacer una necesidad, tal como se
esperaba de ella, sino que además
convierte esa necesidad en algo aún más
irritante y enloquecedor. Usted buscó
esa relación con la esperanza de mitigar
la inseguridad que lo acosaba en
soledad, pero la terapia sólo ha servido
para agudizar los síntomas, y tal vez
ahora usted se siente menos seguro que
antes, aun cuando la “nueva y agravada”
inseguridad emana de otra parte. Si
usted pensaba que los intereses de su
inversión en la compañía serían pagados
con la moneda de la seguridad,
evidentemente ha actuado sobre la base
de presupuestos equivocados.
Esto es un problema, y un problema
grave, pero allí no termina el tema.
Comprometerse con una relación que
“no significa nada a largo plazo” (¡y de
esto son conscientes ambas partes!) es
una espada de doble filo. Eso deja
librado a su cálculo y decisión la
posesión o el abandono de la inversión,
pero no hay motivo para suponer que su
pareja, si lo desea, no ejercerá a
discreción el mismo derecho, y que no
estará libre para hacerlo cuando a él o a
ella se le antoje. La conciencia de ese
hecho aumenta aún más su inseguridad, y
ese aumento es lo más insoportable de
todo: a diferencia del caso en que usted
mismo decide si “lo toma o lo deja”, no
está en su poder impedir que su pareja
opte por romper el acuerdo. Sí puede
hacer pequeñas cosas para inclinar a su
favor la decisión de su pareja. Para el
otro, usted representa acciones a vender
o pérdida con la que se debe terminar, y
nadie consulta a las acciones antes de
devolverlas al mercado, o a las pérdidas
en el momento que se producen.
Considerar una relación como una
transacción comercial no es, en ningún
aspecto, una cura para el insomnio. La
inversión hecha en la relación es
siempre insegura y está condenada a
seguir siéndolo aunque uno desee otra
cosa: es un dolor de cabeza y no un
remedio. Mientras las relaciones se
consideren inversiones provechosas,
garantías de seguridad y solución de sus
problemas, usted estará sometido al
mismo azar que cuando se tira al aire
una moneda. La soledad provoca
inseguridad, pero las relaciones no
parecen provocar algo muy diferente. En
una relación, usted puede sentirse tan
inseguro como si no tuviera ninguna, o
peor aún. Sólo cambian los nombres que
pueda darle a su ansiedad.
Si no existe una buena solución para
un dilema, si ninguna de las actitudes
sensatas y efectivas nos acercan a la
solución, las personas tienden a
comportarse
irracionalmente,
haciendo más complejo el problema y
tornando
su resolución menos
plausible.
Tal como concluye Christopher Clulow,
del Instituto Tavistock de Estudios
Maritales, otro experto en relaciones
citado por Adrienne Burgess: «Cuando
los amantes se sienten inseguros, tienden
a comportarse de manera poco
constructiva, tratando de complacer o de
controlar, e incluso con agresiones
físicas: todas ellas actitudes que
ahuyentan aún más a la pareja». Una vez
que se filtra la inseguridad, la
navegación no es más segura, estable ni
reflexiva. Sin timón, la frágil balsa de la
relación se bambolea entre los dos
peñascos de mala fama, contra los que
muchas relaciones naufragan: la
sumisión total y el poder absoluto, la
sumisa aceptación y la conquista
arrogante, borrando así tanto la
autonomía propia como la de la pareja.
Chocar contra una de ambas rocas haría
naufragar incluso a un barco de buen
tamaño con tripulantes veteranos, y hasta
una balsa timoneada por un marino
inexperto que, por haber crecido en la
época de las piezas de repuesto, nunca
tuvo la oportunidad de aprender el arte
de reparar los daños. Ningún marino de
hoy perdería el tiempo reparando la
parte que ya no sirve para navegar, sino
que más bien la reemplazaría con una
pieza de repuesto. Pero en la balsa de
una relación no hay piezas de repuesto.
El fracaso de una relación es con
frecuencia
un
fracaso
de
comunicación.
Tal como observó Knud Lógstrup —
primero, el amable evangelista de la
parroquia de Funen y, más tarde, el
filósofo ético con voz de clarín de la
Universidad de Aarhus—, hay «dos
perversiones divergentes» que esperan,
emboscadas,
al
comunicador
[6]
desprevenido o irreflexivo . Una es «la
clase de asociación que, debido a la
pereza, el miedo a la gente o una
propensión por las relaciones cómodas,
consiste simplemente en tratar de
complacer al otro evitando siempre el
tema. Con la posible excepción de una
causa común contra un tercero, no hay
nada que promueva tanto una relación
cómoda como la mutua adulación». Otra
perversión consiste en «querer cambiar
a la gente. Tenemos opiniones definidas
acerca de cómo hacer las cosas y de
cómo deberían ser los otros. Estas
opiniones carecen de comprensión,
porque cuanto más definitivas son las
opiniones, tanto más necesario es que no
nos
distraigamos
comprendiendo
demasiado a los que queremos
cambiar».
El problema es que ambas
perversiones suelen ser hijas del amor.
La primera perversión puede ser
resultado de mi deseo de comodidad y
paz, tal como sugiere Lógstrup. Pero
también puede ser —y suele ser así—
producto de mi amoroso respeto por el
otro: te amo, y por eso te dejo ser como
eres y como quieres ser, por más que
dude de la sabiduría de tu elección. A
pesar del daño que tu obstinación pueda
causarte, no me atrevo a contradecirte,
para que no te veas obligado a elegir
entre tu libertad y mi amor. Puedes
contar con mi aprobación, pase lo que
pase… Y como el amor sólo puede ser
posesivo, mi generosidad amorosa está
asistida por la esperanza: este cheque en
blanco es un don de mi amor, un don
precioso que no se encuentra en otra
parte. Mi amor es ese tranquilo refugio
que buscabas y que necesitabas aunque
no lo buscaras. Ahora puedes descansar
y dejar de buscar…
Es la posesividad del amor en
acción, pero una clase de posesividad
que se manifiesta en la contención y el
autodominio.
La segunda perversión es la de la
posesividad del amor dejada en libertad
sin ninguna restricción. El amor es una
de las respuestas paliativas a la
bendición/maldición
de
la
individualidad humana, uno de cuyos
atributos es la soledad que provoca la
condición de estar separado del resto
(tal como sugiere Erich Fromm[7], los
humanos de todas las épocas y culturas
se enfrentan con la respuesta a la misma
pregunta: la que plantea cómo superar la
separación, cómo lograr la unión, cómo
trascender la propia vida individual y
encontrarse «siendo uno con otros»).
Todo amor está teñido del impulso
antropofágico. Todos los amantes
quieren dominar, extirpar y limpiar la
irritante alteridad que los separa del
amado; la separación del amado es el
miedo más intenso del amante, y muchos
amantes llegan a cualquier extremo por
exterminar de una vez por todas al
espectro de la despedida. ¿Y qué mejor
medio de alcanzar ese objetivo que
convertir al amado en parte inseparable
del amante? Adonde vayas, yo voy; lo
que hagas, lo hago; lo que yo acepte, tú
lo aceptas; lo que yo aborrezca, lo
aborrecerás tú. Si no puedes ser mi
gemelo siamés… ¡sé mi clon!
La segunda perversión tiene también
otra raíz, que se hunde en la adoración
del amante por el amado. En su
introducción a la colección de textos que
lleva como título Philosphies of Love[8]
David L. Norton y Mary F. Kille relatan
la historia de un hombre que invitó a
cenar a sus amigos para que conocieran
a «la perfecta encarnación de la Belleza,
la Virtud, la Sabiduría y la Gracia, en
suma, a la mujer más adorable del
mundo»; más tarde, ese mismo día, ante
la mesa del restaurante, los amigos
invitados «se esforzaron por ocultar su
asombro»: ¿era esta «la criatura cuya
belleza obnubilaba la de Venus, Elena y
lady Hamilton?». A veces resulta difícil
distinguir la adoración del amado de la
adoración a uno mismo; se puede atisbar
el rastro de un ego expansivo pero
inseguro, desesperado por confirmar sus
inciertos méritos por medio de su reflejo
en el espejo o, mejor aún, de un
adulador
retrato,
laboriosamente
retocado. ¿No es cierto, acaso, que algo
de mi valor único se le ha contagiado a
la persona que yo (repito: que yo mismo,
ejerciendo mi soberana voluntad y
capacidad) he elegido, la que he elegido
entre la multitud de personas comunes y
corrientes para que sea mi —sólo mi—
compañera? En el deslumbrante brillo
de la elegida, mi propia incandescencia
encuentra su reflejo centelleante. Eso
aumenta mi gloria, la confirma y la
respalda, transmite la noticia y la prueba
de mi gloria a cualquier parte donde
vaya.
¿Pero puedo estar seguro? Lo
estaría, si no fuera por las dudas que
hacen sonar sus grilletes en el oscuro
calabozo de lo no-pensado, donde las
encerré con la vana esperanza de no
volver a oír jamás de ellas. Reparos,
recelos, la aprensión de que la virtud
pueda ser defectuosa y la gloria pura
fantasía… de que la distancia entre yo
tal como soy y el yo verdadero que
pugna por salir, pero que aún no lo ha
logrado todavía, debe ser franqueada, y
eso es algo muy difícil.
Mi amada podría ser una tela donde
pintar mi perfección en toda su
magnificencia y esplendor, ¿pero no
aparecerán
también
manchas
y
borrones? Para limpiarlos, o para
ocultarlos en caso de que estén muy
adheridos y sea imposible eliminarlos,
hay que limpiar y preparar el lienzo
antes de empezar a pintar, y luego estar
muy atento para asegurarse de que los
rastros de la antigua imperfección no
emergerán de su escondite bajo
sucesivas capas de pintura. Cada
momento de descanso tiene un precio,
hay que restaurar y repintar sin
descanso…
Ese esfuerzo infinito también es una
labor amorosa. El amor estalla de
energía creativa; una y otra vez esa
energía se libera a través de una
explosión o de un flujo constante de
destrucción.
Mientras tanto, la persona amada se
ha
convertido
en
una
tela.
Preferentemente, una tela en blanco. Sus
colores naturales se han desteñido, de
modo de no alterar o desfigurar el
retrato del pintor. El pintor no necesita
preguntarse cómo se siente la tela allá
abajo, sosteniendo toda esa pintura. Las
telas de lienzo no hablan. Pero las telas
humanas a veces pueden hacerlo.
Puede ser un flechazo, amor a primera
vista, pero debe transcurrir un tiempo,
breve o prolongado, entre la pregunta
y la respuesta, entre la propuesta y su
aceptación.
El tiempo que transcurre nunca es tan
breve como para permitir que la persona
que pregunta y la persona que responde
sigan siendo, en el momento de la
respuesta, los mismos seres que en el
momento en que se formuló la pregunta.
Tal como lo expresa Franz Rosenzweig,
«inevitablemente, la respuesta es
pronunciada por otra persona diferente
de la que fue interrogada, y está dirigida
a otra que ya no es la misma que la
formuló. Es imposible conocer la
profundidad de esos cambios»[9].
Formular la pregunta, esperar la
respuesta, recibir la pregunta, debatirse
con la respuesta: eso provoca el cambio.
Ambas partes sabían que el cambio
se avecinaba, y ambos lo recibieron con
beneplácito. Se arrojaron de cabeza en
esas aguas desconocidas; la oportunidad
de lanzarse a la aventura de lo
desconocido y lo impredecible fue para
ellos el atractivo más grande del amor.
«El primer alivio de la tensión en el
juego brujo del amor se produce
usualmente cuando los amantes se
llaman por primera vez por el nombre
de pila. Este acto representa la solitaria
promesa de que el ayer de los dos
individuos se incorporará a su
presente». Y —quiero agregar—
representa también la promesa de que
ambos están dispuestos a incorporar un
futuro compartido a su presente a medias
compartido y a medias separado. El
mañana siguiente a esa incorporación
diferirá del hoy —tiene que diferir—
del mismo modo que difiere del ayer.
John se convertirá en John y Mary, Mary
se convertirá en Mary y John.
Odo Marquard señaló, no de manera
necesariamente irónica, el parentesco
etimológico que existe entre zwei y
Zweifel —«dos» y «duda»— y sugirió
que la relación entre ambos trascendía
la mera aliteración. Cuando hay dos, no
hay certezas, y cuando se reconoce al
otro como a un «segundo» por derecho
propio, como a un segundo soberano, no
una simple extensión, o un eco, o un
instrumento o un subordinado mío, se
admite y se acepta esa incertidumbre.
Ser dos significa aceptar un futuro
indeterminado.
Franz Kafka observó que estamos
doblemente separados de Dios. Haber
comido del árbol del conocimiento nos
separa a nosotros de Él, mientras que el
hecho de no haber comido del árbol de
la vida lo separa a Él de nosotros. Él (la
eternidad en la que todos los seres y sus
actos están abarcados, en la que todo lo
que puede ser es y todo lo que puede
suceder sucede) está cerrado para
nosotros, destinado a seguir siendo un
secreto, para siempre, más allá de toda
comprensión. Pero lo sabemos, y ese
conocimiento no nos da descanso. Desde
el fallido intento de construir la Torre de
Babel no podemos dejar de intentar y
errar y fracasar y volver a intentar.
¿Intentar qué? Intentar negar esa
separación, negar la negativa de nuestro
derecho al fruto del árbol de la vida.
Seguir intentando y fracasando en cada
intento es humano, demasiado humano.
Si la alteridad, tal como repite Levinas,
es el misterio último, lo absolutamente
desconocido
y
completamente
impenetrable, no puede significar más
que una ofensa y un desafío;
precisamente por ser algo divino,
prohíbe el acceso, impide la entrada, es
inalcanzable.
Pero
(tal
como
Rosenzweig nos recuerda) «lo ilimitado
no puede alcanzarse por medio de la
organización […]. Las cosas más
elevadas no pueden planearse: hay que
estar permanente dispuestos».
¿Dispuestos a qué? «El habla está
condicionada por el tiempo y nutrida por
él… No sabe anticipadamente dónde va
a terminar. Depende de otros. De hecho,
vive gracias a la vida de otro… En la
conversación real algo ocurre».
Rosenzweig explica quién es ese «otro»
de cuya vida vive el lenguaje para que
algo ocurra en la conversación: ese
«otro» «es siempre un alguien definido»
que «no sólo tiene oídos, como ‘todo el
mundo’, sino también una boca».
Y eso es exactamente lo que hace el
amor: arranca a otro entre «todo el
mundo», y por medio de ese acto
convierte al otro en «un alguien bien
definido», alguien con una boca a la que
escuchar, alguien con quien conversar
para que algo pueda ocurrir.
¿Y qué es ese «algo»? El amor
implica dejar en suspenso la respuesta,
o abstenerse de formular la pregunta.
Convertir a otro en un alguien definido
significa convertir en indefinido al
futuro. Significa estar de acuerdo con la
indefinición del futuro. Aceptar vivir
una vida, desde la concepción hasta la
muerte, en el único sitio asignado a los
humanos: el vacío que se extiende entre
la finitud de sus acciones y la infinitud
de sus propósitos y consecuencias.
Las «relaciones de bolsillo», explica
Catherine Jarvie, comentando las
opiniones de Gillian Walton de London
Marriage Guidance[10], se denominan
así porque uno se las guarda en el
bolsillo para poder sacarlas cuando le
hagan falta.
Una relación de bolsillo exitosa es
agradable y breve, dice Jarvie. Podemos
suponer que es agradable porque es
breve, y que resulta agradable
precisamente debido a que uno es
cómodamente consciente de que no tiene
que hacer grandes esfuerzos para que
siga siendo agradable durante más
tiempo: de hecho, uno no necesita hacer
nada en absoluto para disfrutar de ella.
Una «relación de bolsillo» es la
encarnación de lo instantáneo y lo
descartable.
Pero su relación no adquirirá, esas
maravillosas cualidades si no se han
cumplido
previamente
ciertas
condiciones. Adviértase que es usted
quien debe satisfacer esas condiciones,
y ese es indudablemente otro punto a
favor de la «relación de bolsillo», ya
que su éxito depende de usted y sólo de
usted; por lo tanto, es sólo usted quien
ejerce el control, y seguirá ejerciendo el
control a lo largo de la corta vida de la
«relación de bolsillo».
Primera condición: debe embarcarse
en la relación con total conciencia y
claridad. Recuerde, nada de «amor a
primera vista». Nada de enamorarse…
Nada de esas súbitas mareas de emoción
que lo dejan sin aliento: nada de esas
emociones que llamamos «amor» ni de
esas a las que sobriamente denominamos
«deseo». Usted no debe permitir que
ninguna emoción lo embargue ni
conmueva, y sobre todo, no debe
permitir que nadie le arrebate la
calculadora de la mano. Y no se deje
confundir con respecto a la relación en
la que está por embarcarse, en cuanto a
lo que no es y nunca será. La
conveniencia es lo único que cuenta, y la
conveniencia debe evaluarse con la
mente clara, y no con un corazón cálido
(por no hablar de un corazón ardiente).
Cuanto más pequeño sea su préstamo
hipotecario, tanto menos inseguro se
sentirá cuando se vea expuesto a las
fluctuaciones del futuro mercado
inmobiliario; cuanto menos invierta en
la relación, tanto menos inseguro se
sentirá cuando se vea expuesto a las
fluctuaciones de sus propias emociones
futuras.
Segunda condición: mantenga las
cosas en ese estado, recuerde que la
conveniencia necesita poco tiempo para
convertirse en su opuesto. Así que no
permita que la relación se escape de la
supervisión de su cabeza, ni que
desarrolle su propia lógica, ni —
especialmente— que ocupe otros
territorios, saliéndose de su bolsillo,
que es adonde pertenece. Esté alerta. No
baje nunca la guardia. Vigile
cuidadosamente hasta la más mínima
alteración de lo que Jarvie denomina
«las
clandestinas
corrientes
emocionales»
(obviamente,
las
emociones tienden a convertirse en
clandestinas cuando ya no están sujetas
al cálculo). Si advierte que aparece algo
que no negoció y que no le interesa, ha
«llegado el momento de seguir viaje».
Si viaja con cautela, evitará el hastío de
la llegada. El tráfico es lo que le depara
el placer.
De modo que mantenga su bolsillo
vacío y dispuesto. Muy pronto
necesitará poner algo allí y —cruce los
dedos— lo hará…
Vale la pena leer cada semana la
sección «Espíritu de las relaciones»
del Guardian Weekend, pero es mejor
aún leerla varias semanas seguidas.
Cada semana, esta sección ofrece
consejos acerca de cómo proceder al
enfrentar un «problema» que se supone
que todos los hombres y mujeres
(especialmente
los
lectores
del
Guardian) deberán enfrentar en algún
momento. Cada semana, un problema;
pero en una serie de semanas sucesivas,
el lector atento puede adquirir mucho
más que ciertas específicas destrezas de
política de vida que le pueden resultar
útiles en determinadas situaciones para
resolver ciertos problemas específicos.
En realidad, puede adquirir destrezas
que, una vez combinadas, pueden
contribuir a crear la clase de situaciones
para las que esas mismas destrezas han
sido concebidas y a localizar los
problemas que deben resolver. Un lector
regular y dedicado, dotado de una
memoria que abarque más de una
semana, puede dibujar y completar un
mapa completo de la vida en el que
tienden a aparecer los «problemas»,
registrar el inventario completo de los
«problemas» y formarse una opinión
acerca de la frecuencia relativa o la
rareza de cada aparición. En un mundo
en el que la gravedad de las cosas o los
acontecimientos sólo se representa por
medio de números, por lo cual sólo
puede percibirse de esa manera (el
impacto del éxito según el número de
discos
vendidos,
el
de
un
acontecimiento público o representación
según el número de televidentes, el de
una figura pública según el número de
personas que asiste a su velorio, el de
los intelectuales según el número de
veces que son citados o mencionados),
la frecuencia con que ciertos
«problemas» aparecen en la columna,
bajo diversas formas, semana tras
semana, es todo el testimonio que uno
necesita para advertir su relevancia en
una vida exitosa y, por lo tanto, la
importancia de las destrezas que uno
desarrolle para resolverlos.
Por lo tanto, en lo referido a las
relaciones tal como se las ve a través
del prisma de la columna «Espíritu de
las relaciones», ¿qué puede aprender un
lector leal acerca de la importancia
relativa de las cosas y de las técnicas
con las cuales debemos manejarlas?
El lector puede enterarse de algunos
datos útiles con respecto a los sitios en
los que pueden hallarse parejas
potenciales en mayor cantidad que la
usual, y acerca de las situaciones en las
que, una vez encontradas, esas personas
podrán
más
probablemente
ser
convencidas de que deben asumir el rol
de pareja. Y el lector sin duda se
enterará de que establecer una relación
es un «problema», es decir, que ofrece
una dificultad que provoca confusión y
una tensión poco agradable que, para
disiparse, requerirá cierta cantidad de
conocimiento y oficio. Y eso se aprende
sin necesidad de largos y complejos
estudios, tan sólo siguiendo con
regularidad, semana tras semana, la
versión sobre el espíritu de las
relaciones del Guardian Weekend.
Sin embargo, esta no será la
enseñanza fundamental que recibirá y
adoptará el lector regular con respecto a
su visión y política de vida. El arte de
romper las relaciones y salir ileso de
ellas, con pocas heridas profundas y sin
cuidados especiales que eviten los
«daños
colaterales»
(como
el
alejamiento de los amigos, o grupos en
los que uno ya no será bienvenido o que
debería evitar), supera ampliamente al
arte de componer las relaciones, ya que
ocupa mucho más espacio en la
publicación.
Parece como si Richard Baxter, el
feroz profeta puritano, fuera en cambio
el profeta de una estrategia de vida
adecuada para la moderna era líquida, y
dijera de las relaciones lo mismo que
dijo acerca de la adquisición y el
cuidado de los bienes externos: que
“deben pesar sobre los hombros como
un abrigo ligero, que puede dejarse de
lado en cualquier momento”, y que uno
debe preocuparse más que nada de que
no se conviertan, inadvertida y
subrepticiamente, en “una coraza de
acero”… “No se llevarán sus riquezas a
la tumba”, advirtió el profeta-santo
Baxter a su grey, apelando al sentido
común de la gente que vivía su vida
como si estuviera al servicio de la vida
eterna, en el más allá. Usted no se
llevará sus relaciones al próximo
episodio, advertiría a sus clientes el
experto consejero Baxter, al unísono con
las premoniciones, que se han vuelto
certezas, de la gente que aprendió
después del hecho, y cuyas vidas han
sido divididas en episodios vividos
como si estuvieran al servicio de los
episodios por venir. Es probable que su
relación se rompa mucho antes de que el
episodio termine. Pero si no se rompe,
difícilmente haya otro episodio. Ningún
otro episodio para saborear y disfrutar.
El rating asombrosamente exitoso de
EastEnders[11] expresa un mensaje
aparentemente diferente…
El público hechizado/adicto aumenta
cada vez más, al igual que la confianza y
seguridad de los guionistas, los
productores y los actores. La telenovela
parece haber acertado en algo que otras
comedias pasaron por alto o trataron de
alcanzar infructuosamente. ¿Cuál es su
secreto?
Casi todas las relaciones que
establecen
los
personajes
de
EastEnders
resultan
para
los
espectadores tan frágiles como las otras
que conocen, ya sea de primera mano
por sus propias frustraciones o a través
de los relatos de advertencia de las
frustraciones de otros (incluyendo los
mensajes que proceden de la columna
del “Espíritu de las relaciones”). Casi
ninguno de los vínculos establecidos por
los protagonistas de EastEnders ha
sobrevivido más de unos pocos meses
—algunos apenas semanas—, y entre las
relaciones fenecidas han sido escasas y
aisladas las que terminaron por “causas
naturales”. Un espectador con buena
memoria consideraría al Square un
cementerio de las relaciones humanas…
Establecer relaciones al estilo
EastEnders no es nada fácil. Requiere
bastante esfuerzo y una destreza
considerable, de la que muchos
desafortunados personajes carecen y que
es innata en muy pocos (aunque a veces
también les hace falta un golpe de
suerte, circunstancia notoria por su
injusta distribución). Los problemas no
terminan cuando las parejas se van a
vivir
juntas.
Las
habitaciones
compartidas pueden ser sede de muchos
jolgorios divertidos, pero nunca un
entorno de seguridad y descanso.
Algunas son escenarios para crueles
dramas, con escaramuzas verbales que
pueden llegar hasta los puñetazos y (si
la pareja no se separa antes de que las
cosas lleguen a ese punto) convertirse en
eventualmente hostilidades en gran
escala que apuntan hacia un desenlace
que se aproxima al de Perros de la
calle. Las elaboradas ceremonias de
matrimonio no ayudan; las noches
exclusivamente de hombres o de mujeres
solas no ponen fin a lo Desconocido,
lleno de riesgos y accidentes, y las
bodas no son nuevos principios que
conducen a la pareja a “algo
completamente diferente”, sólo son
breves descansos dentro de un drama sin
guión.
La relación de pareja no es más que
una coalición de “intereses confluentes”,
y en el fluido mundo de EastEnders la
gente va y viene, las oportunidades
llaman a la puerta y desaparecen otra
vez poco después de que las han dejado
entrar, las fortunas ascienden y declinan
y las coaliciones tienden a ser flotantes,
flexibles y frágiles. La gente busca
pareja y “establece relaciones” para
evitar las tribulaciones de la fragilidad,
sólo para descubrir que esa fragilidad
resulta aún más penosa que antes. Lo
que se esperaba y pretendía que fuera un
refugio (tal vez el refugio) contra la
fragilidad demuestra ser una y otra vez
su caldo de cultivo…
Millones de seguidores y adictos de
EastEnders ven la televisión y asienten.
Sí, sabemos todo eso, lo hemos visto, lo
hemos vivido. Lo que hemos aprendido
duramente es que el haber sido
abandonado a la propia compañía, sin
nadie con quien contar para que nos
acaricie, nos consuele y nos dé una
mano, es atemorizante y espantoso, pero
que nunca nadie se siente más solo y
abandonado que cuando lucha por
asegurarse de que realmente hay alguien
con quien pueda contar hoy y pasado
mañana para que haga todo eso en el
caso de que la rueda de la fortuna gire
en sentido adverso. Los resultados de
esa lucha son impredecibles, y la lucha
misma tiene su precio. Exige diarios
sacrificios. No pasa un solo día sin una
escaramuza o un enfrentamiento. Esperar
hasta que la bondad oculta (como usted
desea fervientemente y, por lo tanto,
cree apasionadamente) en lo profundo
de su pareja elegida se abra paso a
través de la maligna coraza y se revele
puede llevar mucho más tiempo que el
que usted puede soportar. Y mientras
espera hay mucho dolor, lágrimas
vertidas y sangre derramada…
Los episodios de EastEnders son
tres repeticiones semanales de sabiduría
de vida cotidiana. Funcionan como
regulares y confiables confirmaciones
para los inseguros: sí, esta es tu vida, y
la verdad sobre la vida de otros como
tú. No sientas pánico, tómala como
viene, y no te olvides por un momento
de que así será, seguro que así será.
Nadie dice que convertir a alguien en tu
compañero de destino sea fácil, pero no
hay otra alternativa que intentarlo, e
intentarlo y volver a intentarlo.
Sin embargo, este no es el único
mensaje que EastEnders transmite
claramente tres veces por semana y
gracias al cual se ha convertido en una
cita imperdible para tantas personas.
También tiene otro mensaje. En caso de
que usted lo haya olvidado, existe una
segunda línea de defensa contra los
caprichos de la errática fortuna y las
sorpresas que el insensible mundo tiene
guardadas en la manga. Las trincheras ya
fueron excavadas antes de que usted
empezara a cavar las suyas; las
trincheras están esperando que usted
simplemente se zambulla en ellas. Nadie
le hará preguntas, nadie le preguntará
qué ha hecho usted para ganarse el
derecho de pedir refugio y ayuda. Haya
hecho lo que hubiere hecho, nadie le
impedirá la entrada.
Existen los Butcher, los Mitchell, los
Slater. Clanes a los que usted por azar
pertenece, sin tener que pedir permiso
de admisión. No necesita hacer nada
para convertirse «en uno de ellos».
Aunque tampoco puede hacer gran cosa
para dejar de ser uno de ellos. Si usted
llegara a olvidarse de esas sencillas
verdades,
ellos
se
encargarían
inmediatamente de recordárselas.
Así usted se encuentra atrapado en
un doble vínculo. A menos que usted
prefiera
ser
uno
de
esos
excepcionalmente
inescrupulosos,
rebeldes, aventureros o psicóticos
canallas y parias «naturales» que muy
pronto estarán ocultos, atropellados por
un auto, expulsados por los vecinos,
encerrados en la cárcel —o que usarán
otros
escapes
semejantes
para
desaparecer de Albert Square—, sin
duda querrá usar las dos anclas que la
vida le ha dado para echar amarras en
compañía de otros. Usted deseará
aferrarse a la pareja de su elección y al
clan que el destino ha elegido para
usted.
Aunque eso tal vez no sea fácil,
como disfrutar del calor de una
chimenea y del placer de nadar en el
mar al mismo tiempo. Los sinuosos
caminos elegidos por los personajes de
Albert Square describen clara y
gráficamente todos los obstáculos que
entorpecen su avance, y esa es otra
razón para no perderse sus hazañas ni
uno solo de los tres episodios
semanales. En ellos uno ve algo que
siempre ha sentido: que es el único
eslabón que conecta a la pareja a la que
ama y por la que desea ser amado con el
clan familiar al que pertenece, al que
desea pertenecer y que, a su vez,
también le exige pertenencia y
obediencia. Y, de ese modo, uno es por
cierto «el eslabón más débil», el que
más sufre el tironeo entre ambas partes.
La guerra de desgaste, que hierve a
fuego lento y a veces desborda, cuyas
primeras víctimas son aquellos que
sueñan con una reconciliación, alcanzó
su culminación dramática —por cierto,
se elevó a la altura de la tragedia de
Antígona— con el juicio de Little
Mo[12], la versión actualizada de la
inmortal obra de Sófocles y la inmortal
historia que esa obra registró…
Dice Antígona: «Mas yo no hubiera
hecho lo prohibido / Por ningún esposo
y por ningún hijo. / ¿Para qué? Podría
haber tenido otro esposo / y con él otros
hijos, de haber perdido alguno; / pero,
perdidos padre y madre, ¿dónde
encontraría yo / otro hermano?». Perder
un esposo no es el final del camino. Los
esposos, incluso en la antigua Grecia
(aunque no tanto como para los
contemporáneos de Little Mo), son
temporarios; perderlos es sin duda
doloroso, pero curable. La pérdida de
los padres, por el contrario, es
irrevocable. ¿Eso basta para que el
deber hacia la familia anule lo que se le
debe al esposo? Tal vez un cálculo tan
sobrio no bastaría, si no fuera por otra
razón: las exigencias procedentes de un
compañero elegido, un compañero de
viaje temporario y en principio
reemplazable, no tienen tanto peso como
las exigencias que llegan de las
profundidades
del
insondable
e
inescrutable pasado: «Esa orden no vino
de Dios. La justicia que mora con los
dioses allá abajo no conoce esa ley. /
No creo que tus edictos tengan tanta
fuerza / como para anular las
inalterables leyes no escritas / de Dios y
el cielo, ya que sólo eres un hombre. /
Esas no son de ayer ni hoy, sino eternas,
/ aunque no podamos decir de dónde es
que salieron».
En este punto, diríamos, los caminos
de Antígona y Little Mo se separan. Por
cierto, es difícil que escuchemos a los
residentes de Albert Square mencionar a
Dios (los pocos que lo hacen
desaparecen rápidamente de la saga), ya
que están flagrantemente fuera de lugar.
Allí, al igual que en muchas otras calles
de nuestras ciudades, Deus ha estado
por mucho tiempo absconditus, no tiene
celular y su teléfono no figura en la guía
telefónica; por lo tanto, nadie puede
alegar, de manera creíble, que sabe
exactamente cómo sonarían Sus
instrucciones si fueran audibles. Los
derechos de la familia pueden ser más
duraderos que el deber hacia la pareja
elegida, pero en Al-bert Square nadie
parece recibir la sanción divina. La
lamentable situación de Little Mo no
está provocada por el temor de Dios.
Entonces, ¿en qué sentido —si es que
hay alguno— el drama de Little Mo es
una repetición de la tragedia de
Antígona?
En la versión que da Sófocles de la
historia de Antígona, el Mensajero sale
a escena para resumir el significado del
relato, pero también para anticiparse y
responder a nuestra pregunta, una
pregunta que, a diferencia de lo que
ocurre con las palabras empleadas para
hacerla
comprensible
para
los
espectadores, obviamente no ha
envejecido: «¿Qué es la vida del
hombre? Algo no determinado / para
bien o para mal, ni creado para la culpa
o la alabanza. La suerte eleva a un
hombre a las alturas, la suerte hace que
se hunda / y nadie puede predecir qué
será de lo que es».
De modo que es el futuro, el
aterrador, desconocido e impenetrable
futuro (que es, tal como repitió Levinas,
el epítome, el parangón, la más completa
representación
de
la
«absoluta
alteridad»), y no la dignidad del pasado,
por venerable que sea, lo que se oculta
tras el dilema al que tanto Little Mo
como Antígona deben enfrentarse.
«Nadie puede predecir qué será de lo
que es», pero tampoco nadie puede
soportar fácilmente esa imposibilidad.
En ese mar de incertidumbre, uno busca
salvación en pequeñas islas de
seguridad. ¿Una historia que ostenta un
pasado
más
largo
tiene
más
probabilidades de ingresar al futuro,
incólume y sin daños, que otra, por
cierto «hecha y deshecha por el
hombre», que procede flagrantemente
«de ayer o de hoy»? No hay manera de
saberlo, pero resulta tentador creer que
sí. Hay poco para elegir, de todos
modos, en esa interminable, siempre
inconclusa y frustrante búsqueda de
certeza…
Tras escuchar el veredicto adverso
del jurado, Little Mo se dirige a su
padre y dice: «Lo siento…».
En la lengua alemana, la afinidad está
caracterizada como el opuesto del
parentesco.
La «afinidad» es parentesco con
reservas… es parentesco pero…
(Wahlverwandschaft, equivocadamente
traducido como «afinidad electiva», un
flagrante pleonasmo, ya que ninguna
afinidad puede ser no electiva; sólo el
parentesco está pura y simplemente, se
quiera o no, predeterminado…). La
elección es el factor calificador:
transforma el parentesco en afinidad. Sin
embargo, también delata la ambición de
la afinidad: su intención es ser como el
parentesco,
tan
incondicional,
irrevocable e indisoluble como el
parentesco (eventualmente, la afinidad
se entrelazará con el linaje y se hará
indiscernible del resto de la red de
parentesco; la afinidad de una
generación se convertirá en el
parentesco de la siguiente). Pero ni
siquiera
los
matrimonios
—
contrariamente a la insistencia de los
sacerdotes— se realizan en el cielo, y lo
que los seres humanos han unido puede
ser disuelto por los seres humanos.
Por supuesto, nos encantaría que el
parentesco estuviera precedido por la
elección, pero también que, luego de la
elección,
el
parentesco
fuera
exactamente lo que ya es: firmemente
resistente,
duradero,
confiable,
persistente, indisoluble. Esa es la
ambivalencia endémica de toda
Wahlverwandschaft, su marca de
nacimiento (una peste y un encanto, una
bendición y una pesadilla) que no puede
borrarse. El acto fundante de la elección
es el poder de seducción de la afinidad
y su condena. El recuerdo de la
elección, su pecado original, está
destinado a arrojar una larga sombra y a
oscurecer incluso la más brillante unión
llamada «afinidad»: la elección, a
diferencia del destino del parentesco, es
una calle de doble mano. Uno siempre
puede echarse atrás, y el conocimiento
de esa posibilidad hace aún más
desalentadora la tarea de mantener la
dirección.
La afinidad nace de la elección y el
cordón umbilical jamás se corta. A
menos que la elección se rehaga a diario
y se concreten actos nuevos para
confirmarla, la afinidad se marchitará y
declinará
hasta
derrumbarse
o
desarticularse. La intención de mantener
viva la afinidad es presagio de una lucha
cotidiana y promesa de una vigilancia
sin descanso. Para nosotros, habitantes
del moderno mundo líquido que
aborrece todo lo sólido y durable, todo
lo que no sirve para el uso instantáneo y
que implica esfuerzos sin límite, esa
perspectiva supera toda capacidad y
voluntad de negociación. Establecer un
vínculo de afinidad proclama la
intención de hacer que ese vínculo sea
como el de parentesco, pero también la
disposición a pagar el precio del avatar
con la dura moneda de la monotonía de
lo cotidiano. Cuando esa disposición (o,
según el tipo de entrenamiento ofrecido
y recibido, la solvencia de los valores)
no existe, uno es más proclive a
pensarlo dos veces antes de actuar de
acuerdo con esa intención.
Por lo tanto, vivir juntos («y
esperemos para ver cómo funciona y
adonde nos conduce eso») adquiere el
atractivo del que carecen los vínculos
de afinidad. Sus intenciones son
modestas, no se hacen promesas, y las
declaraciones, cuando existen, no son
solemnes, ni están acompañadas por
música de cuerdas ni manos enlazadas.
Casi nunca hay una congregación como
testigo
y
tampoco
ningún
plenipotenciario
del
cielo
para
consagrar la unión. Uno pide menos, se
conforma con menos y, por lo tanto, hay
una hipoteca menor para pagar, y el
plazo de pago es menos desalentador.
Sobre «vivir juntos», el futuro
parentesco, deseado o temido, no arroja
su oscura sombra. «Vivir juntos» es un
porque, no un para qué. Todas las
opciones siguen abiertas, y los hechos
del pasado no tienen la autoridad
necesaria para eliminarlas.
Los puentes son inútiles si no cubren
toda la distancia entre ambas costas,
pero en el «vivir juntos» la otra costa
está envuelta en una bruma que nunca se
disipa, una bruma que nadie desea
disipar y que nadie intenta dispersar. No
se sabe qué se verá si la bruma se
disipa, y no se sabe si en realidad hay
algo oculto bajo la bruma. ¿La otra costa
está allí o es tan sólo una fata morgana,
una ilusión conjurada por la bruma, un
efecto de la imaginación que hace que
usted vea formas extrañas en las nubes
pasajeras?
Vivir juntos puede significar
compartir el barco, la mesa del comedor
y las literas de los camarotes. Puede
significar navegar juntos y compartir las
alegrías y las penurias de la travesía.
Pero no se trata de cruzar desde una
costa hasta otra, por lo que su propósito
no es representar a los (ausentes)
sólidos puentes. Es posible conservar la
bitácora de aventuras pasadas, pero en
ella sólo se habrá registrado una somera
mención del itinerario y del puerto de
destino. La bruma que cubre la otra
costa —desconocida, que no figura en
los mapas— puede ser delgada y
dispersarse, dejando atisbar los
contornos de un puerto; se puede decidir
navegar hasta él, pero todo eso no está
escrito —ni podría escribirse— en el
diario de navegación.
La afinidad es un puerto que conduce
al refugio seguro del parentesco. La
unión que implica «vivir juntos» y la
unión del parentesco son dos universos
diferentes, cada uno con su propio
espacio-tiempo, cada uno completo en sí
mismo, con sus propias leyes y su
propia lógica. Ningún pasaje de uno a
otro está trazado de antemano, aunque
uno puede, por azar, toparse con la ruta
que los comunica. No hay manera de
saber, al menos no de manera
anticipada, si vivir juntos resultará una
ruta pública o una calle sin salida. Es
necesario recorrer los días como si esa
diferencia no importara, y en cierto
modo eso es lo que vuelve irrelevante el
«qué es cada cosa».
El hecho de que la afinidad ortodoxa
haya pasado de moda y ya no se
practique ha afectado inevitablemente la
situación del parentesco. Al carecer de
puentes estables para permitir la
afluencia de tránsito, las redes de
parentesco no pueden menos que
sentirse frágiles y amenazadas. Sus
límites son confusos y conflictivos, ya
que se disuelven en un terreno que
carece de títulos de propiedad y
derechos hereditarios, en una tierra de
frontera que se convierte a veces en
campo de batalla y otras veces en el
objeto de luchas judiciales no menos
crueles. Las redes de parentesco ya no
pueden
estar
seguras
de
sus
posibilidades de supervivencia, por no
hablar de calcular sus propias
expectativas de vida. Esa fragilidad las
torna aún más preciosas. Se han vuelto
frágiles, sutiles, delicadas; inspiran
sentimientos protectores, inducen al
abrazo, a la caricia, anhelan ser tratadas
con amoroso cuidado. Y ya no desafían
con arrogancia como cuando nuestros
antepasados aborrecían y se revelaban
contra la rigidez y la asfixia del abrazo
familiar. Ya no están seguras de sí
mismas, sino más bien dolorosamente
conscientes de que un solo paso en falso
podría ser fatal para su supervivencia.
Nadie se tapa ya los ojos ni los oídos,
las familias miran y escuchan con
atención, demasiado dispuestas a
corregir sus hábitos y prestas a devolver
el afecto y el amor con la misma
moneda.
Paradójicamente —o, después de
todo, no tan paradójicamente— el
atractivo y el poder del parentesco
creció a medida que disminuía el
magnetismo y se empequeñecía el poder
de la afinidad…
De manera que aquí estamos,
vacilantes y maniobrando con dificultad
entre
dos
mundos
notoriamente
distanciados y enfrentados entre sí, a
pesar de ser ambos deseables y
deseados, sin que los una ningún pasaje
conocido, y menos aún caminos abiertos
y transitados.
Treinta años atrás (en The Fall of
Public Man), Richard Sennett señaló
el advenimiento de «una ideología de
la intimidad» que «transmuta las
categorías políticas en categorías
psicológicas»[13].
Una de las portentosas consecuencias de
esa nueva ideología fue la sustitución de
la «identidad compartida» por los
«intereses compartidos». La fraternidad
basada en la identidad se convertiría —
advertía Sennett— en «la empatia por un
grupo selecto de gente aliada por medio
del rechazo de aquellos que no se
hallaban dentro del círculo local».
«Ajenos, desconocidos, diferentes se
convierten en criaturas a las que se les
hará un vacío».
Pocos años más tarde, Benedict
Anderson
acuñó
la
expresión
«comunidad imaginada» para describir
el misterio de la autoidentificación con
una amplia categoría de extraños con los
que
uno
cree
compartir
algo
suficientemente importante como para
referirse a ellos como un «nosotros»,
comunidad de la cual yo, quien habla,
formo parte. El hecho de que Anderson
considerara esa identificación con una
población dispersa de personas
desconocidas como un misterio que
requería
explicación
fue
una
confirmación indirecta —y por cierto un
tributo— de las intuiciones de Sennett.
En el momento en que Anderson
desarrolló su modelo de «comunidad
imaginada», la desintegración de los
lazos y vínculos impersonales (y con
ellos, tal como señaló Sennett, del arte
de la «civilidad», es decir, de «usar la
máscara» que simultáneamente protege y
permite disfrutar de la compañía) había
alcanzado una etapa avanzada y, por lo
tanto, el palmeo de espaldas, la
proximidad,
la
intimidad,
la
«sinceridad», el «entregarse sin
reservas», sin guardar secretos, la
confesión compulsiva y obligatoria se
convertían rápidamente en la única
defensa humana contra la soledad y en el
único telar disponible donde tramar el
anhelo de unión. Sólo se podía concebir
una totalidad más amplia que el propio
círculo de confesión mutua como un
«nosotros» aumentado y extendido,
como esa semejanza, mal llamada
«identidad», magnificada. La única
manera de incluir «desconocidos» en
ese «nosotros» era adjudicándoles el
lugar de potenciales socios de los ritos
confesionales, destinados a revelar un
«interior» similar (y por lo tanto,
familiar) cuando se los presionara a
revelar sus intimidades.
La comunión de interioridades,
basada en una revelación mutuamente
inducida, puede ser el núcleo de la
relación amorosa. Puede echar raíces,
germinar, prosperar dentro de la isla
autopreservada —o casi autopreservada
— de las biografías compartidas. Pero
al igual que el partido moral de dos
miembros —que si se lo expande para
incluir a un tercero, enfrentándolo así
con la «esfera pública», descubre que
sus intuiciones e impulsos morales
resultan insuficientes para enfrentar y
resolver los temas de justicia
impersonal que se presentan en la esfera
pública—, la comunión amorosa no está
preparada para el mundo exterior, para
hacer frente a esas responsabilidades,
porque
ignora
las
destrezas
imprescindibles para ello.
En la comunión amorosa resulta
totalmente natural considerar las
fricciones y desacuerdos como una
irritación temporaria que pronto pasará,
pero también como un pedido de auxilio
que la hará desaparecer. Una perfecta
fusión de identidades parece en ese caso
una perspectiva realista, si se invierte en
ella suficiente paciencia y dedicación,
cualidades que el amor confía en que
podrá abastecer profusamente. Aun
cuando la semejanza amorosa de los
amantes no se haya alcanzado, no parece
un sueño absurdo ni una ilusión
fantasiosa. Seguramente será alcanzable,
y se la alcanzará con los recursos de los
que ya disponen los amantes por su
misma capacidad de amantes.
Pero intentar ampliar las legítimas
expectativas del amor para domesticar,
dominar y desintoxicar el alucinante
tumulto de sonidos y visiones que
colman al mundo más allá de la isla del
amor… Allí, las probadas y confiables
estratagemas del amor no serán de gran
utilidad. En la isla del amor, el acuerdo,
la comprensión y la soñada unidad de
dos tal vez no están fuera del alcance,
pero no ocurre lo mismo en el infinito
mundo exterior (a menos que se lo
transmute, con una varita mágica, en el
coloquio de consenso de Jürgen
Habermas). Los instrumentos de la unión
yo-tú, por perfectos que sean su factura
y su empleo, resultarán impotentes ante
la variedad, disparidad y discordia que
separan a las multitudes de potenciales
“tú” entre sí, manteniéndolos en pie de
guerra: más proclives a los balazos que
a una conversación. Se requiere el
dominio de técnicas muy diferentes
cuando el desacuerdo es tan sólo una
inquietud transitoria que pronto se
disipará, y cuando la discordia
(subrayando la determinación de
autoafirmarse) se hace presente para
quedarse durante un tiempo indefinido.
La esperanza del consenso acerca a las
personas y las insta a un mayor esfuerzo.
La falta de fe en la unidad, alimentada
por la evidente ineptitud de las
herramientas disponibles, aleja a la
gente entre sí e impulsa a escapar de los
demás.
La primera consecuencia de la falta
de fe en la posibilidad de la unidad es la
división del mapa del Lebenswelt, el
mundo de la vida, en dos continentes
incomunicados entre sí. En uno de ellos,
el consenso se busca a toda costa
(aunque casi siempre, tal vez todo el
tiempo, con las capacidades adquiridas
y aprendidas en el refugio de la
intimidad) y, sobre todo, se presume que
ese
mundo
ya
está
“allí”,
predeterminado por la identidad
compartida, esperando que se lo
despierte y se lo confirme. Y el otro
mundo es aquel donde la esperanza de
una unidad espiritual —y por lo tanto,
también
cualquier
esfuerzo
por
descubrirla o por construirla desde los
cimientos— ha sido abandonada a
priori, de modo que el único
intercambio concebible es el de los
misiles y no el de las palabras.
Sin embargo, ahora ese dualidad de
posturas (teorizada para uso particular
como división de la humanidad) parece
pasar gradualmente a ocupar el fondo de
la vida cotidiana, junto con las
dimensiones espaciales de proximidad y
distancia humanas. Al igual que en los
vastos espacios de las tierras fronterizas
globales, desde la raíz, en el dominio de
la política de vida, el entorno de la
acción es un recipiente colmado de
amigos y enemigos potenciales, en el
que se supone que las coaliciones
cambiantes y los enemigos flotantes
pueden converger por un tiempo, sólo
para desligarse nuevamente y dar lugar a
otras condensaciones diferentes. Las
“comunidades
de
semejanzas”,
predeterminadas pero a la espera de ser
reveladas y colmadas de sustancia, están
dando lugar a las “comunidades de
ocasión que supuestamente se originan
en torno a eventos, ídolos, pánicos o
modas: puntos focales más diversos que
comparten el rasgo de una expectativa
de vida más breve. No duran más tiempo
que las emociones que las convierten en
foco de atención e impulsan la unión de
intereses —fugaces, pero no por eso
menos intensos— que convergen
adhiriéndose ‘a la causa’”.
Todo ese unirse y separarse posibilita
percibir la existencia simultánea del
impulso hacia la libertad y el anhelo de
pertenencia, y encubre, si es que no
altera completamente, la disminución
y privación de esos anhelos.
Ambos impulsos se funden y mezclan en
la absorbente y consumidora tarea de
“crear una red de conexiones” y
“navegar en la red”. El ideal de
“conexión” se debate por aprehender la
difícil y desconcertante dialéctica entre
dos impulsos irreconciliables. Promete
una navegación segura (al menos no
fatal) entre los arrecifes de la soledad y
del compromiso, entre el flagelo de la
exclusión y la férrea garra de los lazos
asfixiantes,
entre
el
irreparable
aislamiento y la atadura irrevocable.
Chuteamos y tenemos “compinches”
con quienes chatear. Los compinches,
como bien lo sabe cualquier adicto, van
y vienen, aparecen y desaparecen, pero
siempre hay alguno en línea para ahogar
el silencio con “mensajes”. En la
relación de “compinches”, el ir y venir
de los mensajes, la circulación de
mensajes, es el mensaje, sin que importe
el contenido. Tenemos pertenencia… al
constante flujo de palabras y oraciones
inconclusas (abreviadas, por cierto,
truncadas para acelerar la circulación).
Pertenecemos al habla, no a aquello de
lo cual se habla.
No hay que confundir la obsesión
actual con las confesiones compulsivas
y el derroche de confidencias que
preocupaban a Sennett treinta años atrás.
El objetivo de emitir sonidos y enviar
mensajes ya no es someter las entrañas
de la propia alma a la inspección y
aprobación de la pareja. Las palabras,
pronunciadas o tipiadas ya no luchan por
consignar el viaje de descubrimiento
espiritual. Tal como lo expresó
admirablemente Chris Moss (en el
Guardian Weekend[14]) y por medio de
“el chat por Internet, los teléfonos
móviles, los mensajes de texto”, “la
introspección es reemplazada por una
interacción frenética y frívola que
expone nuestros secretos más profundos
al lado de nuestra lista de compras”.
Quiero comentar que, sin embargo, esa
interacción, a pesar de ser frenética, tal
ve2 no parezca tan frívola cuando uno
advierte y recuerda que su objeto —su
único objeto— es mantener vivo el
chateo. Los proveedores de acceso a
Internet no son sacerdotes que santifican
la inviolabilidad de las uniones. Las
uniones no tienen en qué apoyarse salvo
en el chateo y los mensajes de texto; la
unión sólo se mantiene gracias a nuestra
charla, nuestro llamado telefónico,
nuestros mensajes de texto. El que deja
de hablar queda fuera. El silencio es
igual a la exclusión. Il n’y a pas dehors
du texte, por cierto —no hay nada fuera
del texto—, aunque no en el sentido en
que lo dijo Derrida…
OM[15] la revista ilustrada de uno de
los más venerables, respetados y
amados periódicos dominicales está
dirigida a y es ávidamente leída por
las clases más sofisticadas de
Bloomsbury o Chelsea y el resto, o
casi, de las clases que envían y reciben
mensajes…
Tomemos, al azar, el ejemplar del 16 de
junio de 2002, aunque en este caso la
fecha no importa mucho porque los
contenidos, con variaciones menores,
son inmunes a las convulsiones, saltos o
giros de la gran historia en proceso y a
todas las políticas, con excepción de la
política de vida. Las aceleraciones o
disminuciones de velocidad de las
grandes políticas de la época le pasan
desapercibidas…
Aproximadamente, la mitad de la
revista OM está ocupada por una
sección llamada “Vida”. La sección
tiene subsecciones: primero está
“Moda”, que informa acerca de las
pruebas y tribulaciones que implica
“ponerse
maquillaje”,
con
otra
subsección, “Moda-ella”, que exhorta a
las lectoras a “recorrer distancia extra
para encontrar el par de zapatos
correcto”.
Sigue
la
subsección
“Interiores”, con un breve interludio
sobre “casas de muñecas”. Después
viene “Jardines”, que aconseja cómo
“cuidar las apariencias” e “impresionar
a los invitados”, a pesar de la irritante
verdad de que “la tarea de un jardinero
no termina nunca”. Sigue la subsección
“Comida”, seguida de inmediato por la
de “Restaurantes”, que aconseja dónde
encontrar buena comida cuando se sale a
cenar, y la de “Vinos”, que sugiere
dónde encontrar buen vino cuando se
come en casa. Al llegar a este punto, el
lector está bien preparado para leer
detenidamente las tres páginas de la
subsección “Cotidiana”, que desarrolla
los temas “amor, sexo, familia, amigos”.
En este ejemplar, la subsección
“Cotidiana” está dedicada a las PSA,
«parejas
semiadosadas»,
«revolucionarias de las relaciones» que
«han hecho estallar la sofocante
‘burbuja de la pareja’» y que «hacen las
cosas a su gusto». Se trata de parejas de
tiempo parcial. Aborrecen la idea de
compartir la casa y prefieren conservar
separadas las viviendas, las cuentas
bancarias y los círculos de amigos, y
compartir su tiempo y espacio cuando
tienen ganas, pero no en caso contrario.
Así como el viejo empleo se ha dividido
actualmente en una sucesión de tiempos
flexibles, empleos variados o proyectos
a corto plazo, y el viejo estilo de
comprar o alquilar propiedades tiende a
ser reemplazado por el sistema de
«tiempo compartido» y los paquetes
turísticos, el viejo estilo de matrimonio
«hasta que la muerte nos separe» —ya
desplazado por la reconocidamente
temporaria cohabitación del tipo
«veremos cómo funciona»— es
reemplazado ahora por una «reunión» de
tiempo parcial y flexible.
Los expertos —como muy bien
imaginan los lectores, ya que es un
hábito famoso de los expertos— están
divididos. Sus opiniones oscilan entre
dar una cálida bienvenida al modelo de
las PSA, calificándolas del tan buscado
nirvana (ya que consiguen la cuadratura
del círculo con respecto al tema de dar y
tomar
genuinamente
sin
recibir
retribución por la pérdida de
independencia que eso implica), y
condenar a los practicantes del nuevo
modelo, a los que se acusa de cobardía
por su falta de disposición a enfrentar
las
pruebas
y
penurias
que
necesariamente se presentan cuando uno
se aboca a crear y perpetuar una
relación plena y completa. Se consignan
minuciosamente todos los pro y los
contra, se sopesan escrupulosamente,
aunque en las hojas de balance no
aparecen (algo curioso, considerando la
sensibilidad ecológica que cunde en
nuestro tiempo) los efectos del estilo de
vida PSA sobre el entorno humano de
las PSA.
Cuando uno ha terminado la
subsección «Cotidiana», ¿qué resta de la
sección «Vida»? Las subsecciones
llamadas
«Salud»,
«Bienestar»,
«Nutrición» (nota: aparte de «Comida»,
«Restaurantes» y «Vino») y «Estilos»
(repleta de avisos publicitarios de
mobiliarios). La sección se completa
con el «Horóscopo», en el que, según la
fecha de nacimiento, se aconseja a
algunos lectores: «basta de arrastrarse,
la movilidad es esencial ahora. Tiene
que desplazarse, hablar por su celular y
cerrar tratos»; mientras que otros
reciben este consejo: «es justo su
momento, nuevos asuntos lo rodean y ya
no le quedan muchas cosas viejas que
puedan deprimirlo o pesar sobre su
espíritu eternamente optimista».
2. FUERA Y
DENTRO DE LA
CAJA DE
HERRAMIENTAS
DE LA
SOCIALIDAD
HOMO SEXUALIS:
HUERFANOS Y
DESCONSOLADOS:
Tal y como lo afirmara Lévi-Strauss,
el encuentro entre los sexos es el terreno
en el que naturaleza y cultura se
enfrentaron por primera vez. Asimismo,
es punto de partida y origen de toda
cultura. El sexo fue el primer
componente de los atributos naturales
del homo sapiens sobre el que se
grabaron
distinciones
artificiales,
convencionales y arbitrarias: la
industria de base de toda cultura, en
especial el primer acto de cultura, la
prohibición del incesto, que divide a las
hembras en elegibles y no elegibles para
la cohabitación sexual.
Es evidente que esta función del
sexo no fue accidental. De todos los
impulsos, inclinaciones y tendencias
«naturales» del ser humano, el deseo
sexual fue y sigue siendo el más
irrefutable, obvia y unívocamente
social. Se dirige hacia otro ser humano,
exige la presencia de otro ser humano, y
hace
denodados
esfuerzos
para
transformar esa presencia en una unión.
Añora la unidad y hace de todo ser
humano alguien incompleto y deficiente
a menos que se una a otro, por más
realizado y autosuficiente que sea en
otros aspectos.
La cultura nació de ese encuentro
entre los sexos. En él, la cultura ejerció
por primera vez su capacidad creativa
de diferenciación. Desde entonces, la
íntima cooperación de naturaleza y
cultura en todo lo que se refiere a lo
sexual no ha cesado, y menos aún ha
sido abandonada. A partir de entonces,
el
ars
erótica,
una
creación
eminentemente cultural, ha guiado el
impulso sexual hacia su satisfacción: la
unión de los seres humanos.
A excepción de algunos casos aislados,
dice el eminente sexólogo alemán
Volkmar Sigusch, nuestra cultura «no
ha producido ningún ars erótica, sino
una scientia sexualis»[16].
Es como si Anteros, hermano de Eros y
“genio vengativo del amor rechazado”,
hubiese destronado a su hermano y
tomado el control del reino del sexo.
“Actualmente, la sexualidad ya no es el
epítome del posible placer y la
felicidad. Ya no está mistificada
positivamente en tanto éxtasis o
transgresión, sino negativamente, en
tanto fuente de opresión, desigualdad,
violencia, abuso e infección letal”.
Anteros tenía fama de ser un hombre
muy apasionado, lascivo, irritable e
irascible, pero una vez que se convirtió
en señor indiscutible del reino
seguramente proscribió las pasiones
entre sus súbditos y proclamó que el
sexo debía ser racional, fríamente
calculado, a prueba de riesgos,
obediente a las reglas y, por sobre todas
las cosas, debía ser un acto despojado
de todo misterio y encanto. “La mirada
del científico —dice Sigusch—, siempre
ha sido fría y desapegada: no debe haber
secretos”. ¿El resultado? “Hoy todos
están informados, y nadie tiene ni la
menor idea”.
Pero ni la autoridad de Anteros ni la
de su mano derecha, la scientia
sexualis, se ven melladas como
consecuencia de esta postura fría y esta
mirada desapegada, ni tampoco se
angostan las filas de sus devotos,
agradecidos y expectantes seguidores.
La demanda de servicios (de servicios
nuevos y mejorados, que son, sin
embargo, “más de lo mismo”) tiende a
aumentar y no a disminuir, en tanto y en
cuanto estos servicios demuestran una y
otra vez ser incapaces de cumplir lo que
prometen. “No obstante, la ciencia
sexual sigue existiendo, ya que la
miseria sexual se niega a desaparecer”.
La scientia sexualis prometía
liberar a los homini sexuali de su
miseria, y sigue prometiéndolo, y se
sigue creyendo y confiando en sus
promesas por la simple razón de que una
vez separados de toda otra modalidad
humana y abandonados a su propia
suerte, los homini sexuali se han
convertido en “objetos naturales” del
escrutinio científico: sólo se sienten
como en casa en el laboratorio y frente
al bisturí del terapeuta, y sólo son
visibles para ellos mismos y para los
demás bajo la luz de proyectores
operados por científicos. Salvo estas
excepciones,
los
huérfanos
y
desconsolados homo sexualis ya no
tienen a quién recurrir en busca de
consejo, auxilio o ayuda.
Huérfanos de Eros. Eros, podemos
estar seguros, no ha muerto. Pero,
desterrado del reino que le corresponde
por herencia, ha sido condenado —
como lo fuera una vez Ahaspher, el
Judío Errante— a merodear y
deambular, a vagabundear por las calles
en una búsqueda interminable, y por lo
tanto vana, de refugio y cobijo. Ahora
Eros puede ser hallado en cualquier
parte, pero en ninguna se quedará por
mucho tiempo. No tiene domicilio
permanente: si quieren dar con él,
escriban a poste restante y no pierdan la
esperanza.
Desconsolados por el futuro. Por lo
tanto, sin el consuelo de la
previsibilidad y el compromiso, que son
propiedad legítima y monopólica del
futuro. Abandonados por el espectro de
la paternidad y la maternidad,
mensajeros de lo eterno y el Más Allá
que solían sobrevolar los encuentros
sexuales, confiriendo a toda unión carnal
algo de su mística sobrenatural y de esa
sublime combinación de fe y aprensión,
goce y temor, que eran su sello
distintivo.
En la actualidad, la medicina compite
con el sexo por el dominio de la
“reproducción”.
Los hombres de la medicina compiten
con los homini sexuali por el rol de
auctores principales del drama. El
resultado de esa contienda está cantado:
no sólo gracias a lo que la medicina
puede hacer, sino gracias a lo que los
alumnos y discípulos de la escuela de
mercado de la sociedad de consumo
esperan y desean que la medicina haga.
La cautivante perspectiva que nos
aguarda a la vuelta de la esquina es la
posibilidad
(citando
a
Sigusch
nuevamente) de “elegir un hijo de un
catálogo de atractivos donantes, tal y
como los consumidores contemporáneos
están acostumbrados a comprar a través
de tiendas de ventas por correo o
revistas de modas”, y de adquirir ese
hijo a elección en el momento que uno
decida. Desdeñar la posibilidad de dar
la vuelta a esa esquina iría en contra de
la naturaleza de un consumidor experto.
Hubo épocas (de hogares/talleres, de
granjas familiares) en las que los niños
eran productores.
En esas épocas, la división del trabajo y
la distribución de los roles familiares se
superponían. El niño debía unirse al
oikos familiar, hacer un aporte a la
fuerza de trabajo del taller o la granja. Y
por lo tanto, en esas épocas en las que la
riqueza era resultado del trabajo, la
llegada de un hijo traía la esperanza de
mejorar el bienestar familiar. Quizás los
niños fuesen tratados con dureza y
severidad, pero también el resto de los
trabajadores recibía el mismo trato. No
se esperaba que el trabajo brindara
satisfacción y placer al trabajador: la
idea de “satisfacción laboral” todavía
no había sido inventada. Y por lo tanto
los hijos eran, a los ojos de todos, una
excelente inversión, y bienvenidos como
tal. Cuantos más, mejor. Más aún, la
razón aconsejaba cubrirse de los
riesgos, ya que la esperanza de vida era
corta y era imposible prever si el recién
nacido viviría lo suficiente para que su
aporte al ingreso familiar llegara a
sentirse. Para los autores de la Biblia, la
promesa que Dios le hiciera a Abraham
—«multiplicaré tu descendencia como
las estrellas del firmamento y como las
arenas del mar»— era indudablemente
una bendición, mientras que muchos de
nuestros contemporáneos la tomarían
más bien como una amenaza o una
maldición, por no decir ambas.
Hubo épocas (cuando la fortuna
familiar pasaba de generación en
generación a lo largo del árbol
genealógico y de acuerdo con los
parámetros hereditarios de la sociedad)
en que los hijos constituían un puente
entre la mortalidad y la inmortalidad,
entre
la
vida
individual,
abominablemente corta, y una (anhelada)
duración infinita a través del linaje.
Morir sin hijos implicaba no construir
ese puente jamás. La muerte de un
hombre
sin hijos
(aunque
no
necesariamente la de una mujer sin
hijos, a menos que se tratara de una
reina o algo similar) implicaba la
muerte de un linaje: haber descuidado la
mayor de las responsabilidades, dejar
incumplida la tarea más imperiosa.
Con la nueva fragilidad de las
estructuras familiares, con familias con
esperanza de vida mucho más corta que
la expectativa de vida individual de
cualquiera de sus integrantes, cuando la
pertenencia a un linaje familiar
particular se convierte rápidamente en
uno de los «indefinibles» de nuestra
moderna era líquida, y la filiación a
alguna de las muchas redes de linajes
disponibles se transforma para cada vez
más personas en una cuestión de
elección de tipo revocable y hasta nuevo
aviso, un hijo puede aun ser un «puente»
hacia algo más perdurable. Pero esa otra
orilla hacia la cual conduce el puente
está cubierta de una bruma que nadie
tiene la esperanza de disipar, y por lo
tanto es improbable que despierte
grandes emociones, y menos probable
aún que llegue a inspirar un deseo que
mueva a la acción. Si una súbita ráfaga
de viento disipara esa bruma, nadie sabe
bien qué clase de costa dejaría al
descubierto, tal vez no sea un terreno
suficientemente firme como para
sostener un hogar permanente. Puentes
que no conducen a ninguna parte, o a
ninguna parte en particular… ¿Quién los
quiere?
¿Para
qué?
¿Quién
desperdiciaría tiempo y dinero en
diseñarlos y construirlos?
En nuestra época, los hijos son, ante
todo y fundamentalmente, un objeto
de consumo emocional.
Los objetos de consumo sirven para
satisfacer una necesidad, un deseo o las
ganas del consumidor. Los hijos
también. Los hijos son deseados por las
alegrías del placer paternal que se
espera que brinden, un tipo de alegría
que ningún otro objeto de consumo, por
ingenioso y sofisticado que sea, puede
ofrecer. Para desconsuelo de los
practicantes del consumo, el mercado de
bienes y servicios no es capaz de
ofrecer sustitutos válidos, si bien ese
desconsuelo se ve al menos compensado
por la incesante expansión que el mundo
del comercio gana con la producción y
mantenimiento de los hijos en sí.
Cuando se trata de objetos de
consumo, la satisfacción esperada
tiende a ser medida en función del
costo: se busca la relación «costobeneficio».
Los hijos son una de las compras más
onerosas que un consumidor promedio
puede permitirse en el transcurso de
toda su vida. En términos puramente
monetarios, los hijos cuestan más que un
lujoso automóvil último modelo, un
crucero alrededor del mundo e, incluso,
más que una mansión de la que uno
pueda jactarse. Lo que es peor, el costo
total probablemente aumente a lo largo
de los años y su alcance no puede ser
fijado de antemano ni estimado con el
menor grado de certeza. En un mundo
que ya no es capaz de ofrecer caminos
profesionales confiables ni empleos
fijos, con gente que salta de un proyecto
a otro y se gana la vida a medida que va
cambiando, firmar una hipoteca con
cuotas de valor desconocido y a
perpetuidad implica exponerse a un
nivel de riesgo atípicamente elevado y a
una prolífica fuente de miedos y
ansiedades. Uno tiende a pensarlo dos
veces antes de firmar, y cuanto más se
piensa, más evidentes se hacen los
riegos que implica, y no hay
deliberación interna ni indagación
espiritual que logre disipar esa sombra
de duda que está condenada a
contaminar cualquier alegría futura. Por
otra parte, en nuestros tiempos, tener
hijos es una decisión, y no un accidente,
circunstancia que suma ansiedad a la
situación. Tener o no tener hijos es
probablemente la decisión con más
consecuencias y de mayor alcance que
pueda existir, y por lo tanto es la
decisión más estresante y generadora de
tensiones a la que uno pueda enfrentarse
en el transcurso de su vida.
Es más, no todos los costos son
económicos, y aquellos que no lo son
directamente no pueden ser evaluados o
calculados en absoluto. Ponen en jaque
todas las capacidades e inclinaciones de
esta especie de operadores racionales
que estamos entrenados para ser y nos
esforzamos por ser. «Armar una familia»
es como arrojarse de cabeza en aguas
inexploradas
de
profundidad
impredecible. Tener que renunciar o
posponer otros seductores placeres
consumibles de un atractivo aún no
experimentado, un sacrificio en franca
contradicción con los hábitos de un
prudente consumidor, no es su única
consecuencia posible.
Tener hijos implica sopesar el
bienestar de otro, más débil y
dependiente, implica ir en contra de la
propia comodidad. La autonomía de
nuestras propias preferencias se ve
comprometida una y otra vez, año tras
año, diariamente. Uno podría volverse,
horror de los horrores, alguien
«dependiente». Tener hijos puede
significar tener que reducir nuestras
ambiciones profesionales, «sacrificar
nuestra carrera», ya que los encargados
de
juzgar
nuestro
rendimiento
profesional nos mirarían con recelo ante
el menor signo de lealtades divididas.
Lo que es más doloroso aún, tener hijos
implica aceptar esa dependencia de
lealtades divididas por un período de
tiempo indefinido, y comprometerse
irrevocablemente y con final abierto sin
cláusula de «hasta nuevo aviso», un tipo
de obligación que va en contra del
germen mismo de la moderna política de
vida líquida y que la mayoría de las
personas evitan celosamente en todo
otro aspecto de sus vidas. Despertar a
ese compromiso puede ser una
experiencia traumática. La depresión
posnatal y las crisis maritales (o de
pareja) posparto parecen ser dolencias
«líquidas modernas» específicas, así
como la anorexia, la bulimia e
innumerables formas de alergia.
Las alegrías de la paternidad vienen
en un solo y mismo paquete con los
sinsabores del autosacrificio y el
temor a peligros desconocidos.
El cálculo frío y confiable de las
pérdidas y ganancias permanece con
obstinación y contumacia fuera del
alcance y comprensión de los futuros
padres.
Toda adquisición realizada por un
consumidor implica riesgos, pero los
vendedores de otros bienes de consumo,
y en particular de aquellos mal llamados
«durables», se desviven por asegurar a
los posibles clientes que los riesgos que
están corriendo han sido reducidos al
mínimo. Ofrecen garantías, garantías
ampliadas (aun cuando muy pocos de
ellos puedan dar fe de que la empresa
que las ofrece sobrevivirá al plazo de la
garantía en cuestión, y prácticamente
ninguno de ellos sea capaz de asegurar a
los clientes que el atractivo que ofrece
hoy el producto adquirido, y que evita
que termine en una bolsa de residuos, no
se desvanecerá antes de que esa misma
garantía expire), garantías de reembolso
y promesas de reparaciones a
perpetuidad. Por creíbles y confiables
que esas garantías puedan ser, ninguna
es válida cuando se trata del nacimiento
de un hijo.
No es extraño, entonces, que los
institutos de investigación médica y las
clínicas de fertilidad desborden de
dinero como las empresas comerciales.
La demanda de seguridades que ofrezcan
reducir los riesgos endémicos propios
del nacimiento de todo hijo a niveles al
menos comparables con los de cualquier
otro producto de venta en mostrador es
potencialmente infinita. Las compañías
que ofrecen la posibilidad de «elegir un
hijo de un catálogo de atractivos
donantes» y las clínicas que realizan a
pedido de sus clientes el mapa genético
de un niño que todavía no ha nacido no
deben preocuparse ni por la falta de
clientes interesados ni por la escasez de
negocios lucrativos.
Resumiendo:
la
archiconocida
brecha que separa al sexo de la
reproducción cuenta con la asistencia
del poder. Es un subproducto de la
condición líquida de la vida moderna y
del consumismo como única y exclusiva
estrategia disponible para «procurarse
soluciones biográficas para problemas
producidos socialmente» (Ulrich Beck).
Como resultado de la combinación de
estos dos factores, el tema de la
reproducción y el nacimiento de los
hijos se aleja de la cuestión del sexo e
ingresa en una esfera totalmente
diferente, que opera según una lógica y
un conjunto de reglas por completo
diferente de las que rigen la actividad
sexual. El desconsuelo del homo
sexualis está predeterminado.
Anticipándose al esquema que habría
de prevalecer en nuestros tiempos,
Erich Fromm intentó explicar la
atracción por el «sexo en sí mismo» (el
sexo «por derecho propio», la práctica
del sexo separada de sus funciones
ortodoxas), caracterizándolo como
una respuesta (equívoca) al siempre
humano «anhelo de fusión completa» a
través de una «ilusión de unión»[17].
Unión, ya que eso es exactamente lo que
hombres
y
mujeres
buscan
denodadamente en su intento por escapar
de la soledad que sienten o temen sentir.
Ilusión, ya que la unión alcanzada
durante el breve instante del orgasmo
«deja a los desconocidos tan alejados
como lo estaban antes» de modo tal que
«sienten su extrañamiento aún más
profundamente que antes». Al cumplir
ese rol, el orgasmo sexual «cumple una
función no demasiado diferente del
alcoholismo o la adicción a las drogas».
Como ellos, es intenso, pero «transitorio
y periódico»[18].
La unión es ilusoria y la experiencia
está condenada finalmente a la
frustración, dice Fromm, porque esa
unión está separada del amor (separada,
permítanme explicarlo, de una relación
de tipo fürsein, de una relación que se
pretende
como
un
compromiso
indefinido y duradero con respecto al
bienestar del otro). Según esta visión de
Fromm, el sexo sólo puede ser un
instrumento de fusión genuina —y no
una impresión efímera, artera y en
definitiva autodestructiva de fusión— en
conjunción con el amor. Toda capacidad
generadora de unión que el sexo pueda
tener se desprende de su conjunción con
el amor.
Desde la época en que Fromm escribió
sus textos, el sexo se ha aislado
progresivamente de los otros aspectos
de la vida como nunca antes.
Hoy el sexo es el epítome mismo, y
quizás el arquetipo secreto y silencioso,
de la «relación pura» (sin lugar a duda
un oxímoron, ya que las relaciones
humanas tienden a llenar, contaminar y
modificar hasta el último rincón, por
remoto que sea, de la Lebenswelt, y por
lo tanto no son precisamente «puras»)
que, como sugiere Anthony Giddens, se
ha
convertido
en
el
modelo
predominante, en la meta ideal de las
relaciones humanas. Actualmente se
espera que el sexo sea autosuficiente y
autónomo, que se «sostenga sobre sus
propios pies», y es sólo valuable en
razón de la gratificación que aporta por
sí mismo (si bien por lo general no
alcanza a colmar las expectativas de
satisfacción que nos prometen los
medios). No es raro, entonces, que su
capacidad para generar frustración y
para exacerbar esa misma sensación de
extrañamiento que supuestamente debía
sanar hayan crecido enormemente. La
victoria del sexo en la gran guerra de la
independencia ha sido, a lo sumo, una
victoria pírrica. La pócima maravillosa
parece estar produciendo dolores y
sufrimientos no menos numerosos y
probablemente más agudos que aquellos
que prometía remediar.
La orfandad y el desconsuelo fueron
celebrados brevemente en cuanto
liberación definitiva del sexo de la
prisión en que la sociedad patriarcal,
puritana,
aguafiestas,
pacata,
hipócrita y rígidamente victoriana lo
habían encerrado.
Por fin había una relación pura de toda
pureza, un encuentro que no servía a otro
propósito que el del placer y el goce. Un
sueño de felicidad sin ataduras, una
felicidad sin temor a efectos secundarios
y alegremente despreocupada de sus
consecuencias, una felicidad de tipo «si
no está completamente satisfecho,
devuelva el producto y su dinero le será
reembolsado»: la encarnación misma de
la libertad, tal como lo han definido la
sabiduría popular y las prácticas de la
sociedad de consumo.
Está bien, y quizás sea incluso
excitante y maravilloso, que el sexo se
haya liberado hasta tal punto. El
problema es cómo sostenerlo en su lugar
una vez que hemos arrojado el
contrapeso por la borda, cómo hacer que
no se desmadre cuando ya no existen
marcos disponibles. Volar liviano
produce alegría, volar a la deriva es
angustiante. El cambio es embriagador,
la volatilidad es preocupante. ¿La
insoportable levedad del sexo?
Volkmar Sigusch practica la
psicología: atiende a diario a víctimas
del «sexo puro». Lleva un registro de
sus quejas, y la lista de heridos que
acuden en busca de la ayuda de expertos
no deja de crecer. El resumen de sus
hallazgos es sobrio y sombrío.
Todas las formas de relaciones
íntimas en boga llevan la misma
máscara de falsa felicidad que en
otro tiempo llevó el amor marital y
luego el amor libre… A medida
que nos acercamos para observar y
retiramos
la
máscara,
nos
encontramos
con
anhelos
insatisfechos, nervios destrozados,
amores desengañados, heridas,
miedos,
soledad,
hipocresía,
egoísmo y repetición compulsiva…
El rendimiento ha reemplazado al
éxtasis, lo físico está de moda, lo
metafísico
no…
Abstinencia,
monogamia y promiscuidad están
alejadas por igual de la libre vida
de la sensualidad que ninguno de
nosotros conoce[19].
Las consideraciones técnicas no se
llevan bien con las emociones.
Preocuparse por el rendimiento no deja
ni lugar ni tiempo para el éxtasis. El
camino de lo físico no conduce hacia la
metafísica. El poder seductor del sexo
solía emanar de la emoción, el éxtasis y
la metafísica, tal y como lo haría hoy,
pero el misterio ha desaparecido y, por
lo tanto, los anhelos sólo pueden quedar
insatisfechos…
Cuando el sexo significa un evento
fisiológico
del
cuerpo
y
la
«sensualidad» no evoca más que una
sensación corporal placentera, el sexo
no se libera de sus cargas
supernumerarias, superfluas, inútiles y
agobiantes. Muy por el contrario, se
sobrecarga. Se desborda sin ninguna
expectativa que no sea la de
simplemente cumplir.
Las íntimas conexiones del sexo con
el amor, la seguridad, la permanencia, la
inmortalidad gracias a la continuación
del linaje, no eran al fin y al cabo tan
inútiles y restrictivas como se creía, se
sentía y se alegaba. Esas viejas y
supuestamente anticuadas compañeras
del sexo eran quizás sus apoyos
necesarios (necesarios no en cuanto a la
perfección técnica del rendimiento, sino
por su potencial de gratificación).
Quizás las contradicciones que la
sexualidad entraña endémicamente no
sean más fáciles de resolver (mitigar,
diluir, neutralizar) en ausencia de sus
«ataduras». Quizás esas ataduras no eran
pruebas del malentendido o el fracaso
cultural, sino logros del ingenio cultural.
La moderna racionalidad líquida
recomienda los abrigos livianos y
condena las corazas de acero.
La moderna razón líquida ve opresión en
los compromisos duraderos; los
vínculos durables despiertan su
sospecha
de
una
dependencia
paralizante. Esa razón le niega sus
derechos a las ataduras y los lazos, sean
espaciales o temporales. Para la
moderna racionalidad líquida del
consumo, no existen ni necesidad ni uso
que justifiquen su existencia. Las
ataduras y los lazos vuelven «impuras»
las relaciones humanas, tal y como
sucedería con cualquier acto de
consumo que proporcione satisfacción
instantánea así como el vencimiento
instantáneo del objeto consumido. Los
abogados defensores de las «relaciones
impuras» deben enfrentar una lucha sin
cuartel para tratar de convencer a los
miembros del jurado y ganar su causa.
Sigusch cree que tarde o temprano
«los deseos y anhelos que escapan a las
garras de la racionalidad» harán su
regreso —vengativo—, y cuando lo
hagan, no seremos capaces de responder
«sin recurrir al uso de conceptos
referentes a instintos naturales y valores
eternos que han sido corrompidos,
histórica y políticamente, hasta el
tuétano».
Sin embargo, cuando esto suceda,
según augura o presagia Sigusch, será
necesario apelar a mucho más que a una
mera visión nueva del sexo y de las
expectativas
que
pueden
ser
legítimamente puestas en el acto sexual.
Apelará nada menos que a la exclusión
del sexo de la soberanía del
racionalismo consumista. Y quizás más
aún: exigirá que el racionalismo
consumista sea privado y despojado de
su actual soberanía sobre los móviles y
estrategias de las políticas de vida del
ser humano. Todo esto, sin embargo,
implicaría un cambio mucho mayor del
que puede esperarse razonablemente en
un futuro cercano.
«Los deseos y anhelos que escapan de
la garra de la racionalidad» (para ser
más exactos, de la racionalidad líquida
consumista
moderna)
eran
inseparables
y
estaban
indisolublemente unidos al sexo, ya
que el sexo, como otras actividades
humanas, estaba entrelazado a un
modelo de vida productiva.
Según ese modelo, ni el amor «hasta que
la muerte nos separe» ni construir
puentes hacia la eternidad ni la
aceptación de «ser un rehén del destino»
ni los compromisos sin retorno eran
redundantes, y menos aún percibidos
como opresivos o limitantes. Por el
contrario, solían ser los «instintos
naturales» del homo faber, así como en
la actualidad se oponen a los instintos
igualmente «naturales» del homo
consumens. Tampoco eran en modo
alguno «irracionales». Por el contrario,
eran los pertrechos o manifestaciones
obligadas
y necesarias
de
la
racionalidad del homo faber. El amor y
el deseo de procrear eran compañeros
indispensables del sexo del homo faber,
así como las uniones duraderas que ese
amor y deseo ayudaban a crear eran los
«productos principales», y no «efectos
colaterales», y menos aún los desechos
o despojos de los actos sexuales.
Algo se gana, algo se pierde. Cada
logro tiene su precio.
Por horrorosas y revulsivas que nos
resulten las pérdidas sufridas y los
precios pagados cuando los recordamos,
las pérdidas que soportamos hoy y los
precios a pagar mañana es lo que más
nos preocupa y entristece. No tiene
sentido comparar los males pasados con
los presentes ni tratar de discernir cuál
de ambos es más insoportable. Cada
angustia hiere y atormenta en su propia
época.
Las agonías actuales del homo
sexualis son las del homo consumens.
Nacieron juntas. Y si alguna vez
desaparecen, lo harán marchando codo a
codo.
La
capacidad sexual fue
la
herramienta del homo faber utilizada
en la construcción y el mantenimiento
de las relaciones humanas.
Una vez desplegada en el proceso de
construcción de los vínculos humanos, la
necesidad/deseo sexual incitó al homo
sexualis a ceñirse a la tarea y ver que
fuera finalizada. Como en cualquier
edificación, los constructores desearon
que el resultado de sus esfuerzos fuera
una construcción sólida, duradera e
(idealmente) confiable para siempre.
Como suele suceder, los constructores
confiaron demasiado en sus capacidades
de planificación como para preocuparse
de los sentimientos de el/los futuro/s
habitante/s. Al fin y al cabo, el respeto
no es más que uno de los filos de la
espada del cuidado; el otro es la
opresión. La indiferencia y el desprecio
son dos acantilados por los que se han
despeñado las intenciones éticas más
concienzudas, y los seres morales
requieren de toda su atención y de sus
habilidades de navegación para
sortearlos y permanecer a salvo. Dicho
esto, parecería sin embargo que la
moralidad —ese Fürsein que dicta la
responsabilidad sobre un Otro y que
empieza a operar una vez que esa
responsabilidad ha sido tomada—
estaba hecha a la medida del homo
faber, con todos sus paisajes
maravillosos y todas sus emboscadas,
obstáculos y traicioneras desviaciones.
Liberado de su tarea de constructor y
receloso de los esfuerzos de la
construcción, el homo consumens puede
desplegar su potencial sexual en modos
novedosos e imaginativos. El Fürsein,
sin embargo, no es uno de ellos.
El consumismo no es acumular bienes
(quien reúne bienes debe cargar
también con valijas pesadas y casas
atestadas), sino usarlos y disponer de
ellos después de utilizarlos a fin de
hacer lugar para nuevos bienes y su
uso respectivo.
La vida del consumidor invita a la
liviandad y a la velocidad, así como a la
novedad y variedad que se espera que
estas alimenten y proporcionen. La
medida del éxito en la vida del homo
consumens no es el volumen de
compras, sino el balance final.
La vida útil de los bienes por lo
general sobrevive a la utilidad que
tienen para el consumidor. Pero si son
usados repetidamente, los bienes
adquiridos frustran la búsqueda de la
variedad, y el uso sostenido hace que
pierdan su lustre y su brillo. Pobres
aquellos que, por escasez de recursos,
están condenados a usar bienes que ya
no prometen sensaciones nuevas e
inexploradas. Pobres aquellos que por
la misma razón quedan pegados a uno
solo de esos bienes sin poder acceder a
la variedad aparentemente inagotable
que los rodea. Ellos son los excluidos
de la sociedad de los consumidores, son
los
consumidores
fallidos,
los
inadecuados e incompetentes, los
fracasados. Son los hambrientos
consumidos en medio de la opulencia
del festín consumista.
Aquellos que no necesitan aferrarse
a sus posesiones durante mucho tiempo,
por cierto no el suficiente como para
permitir que el tedio se instale, están en
la cima. En la sociedad de consumo, la
imagen del éxito es la del
prestidigitador. Si no fuera el anatema
de los proveedores de bienes de
consumo, los consumidores fieles a su
destino
e
idiosincrasia
se
acostumbrarían más a alquilar las cosas
que a comprarlas. A diferencia de los
vendedores de bienes, las empresas de
alquiler anuncian la apetecible promesa
de reemplazar regularmente los objetos
alquilados por modelos de última
generación. Los vendedores, para no
verse
desplazados,
prometen la
devolución del dinero si el cliente «no
está plenamente satisfecho» y (con la
esperanza de que la gratificación que
proporciona no se evapore tan
rápidamente) si el producto adquirido es
devuelto dentro de, digamos, diez días.
La «purificación» del sexo permite
que la práctica sexual se adapte a esos
patrones
tan
avanzados
de
compra/alquiler. El sexo puro es
considerado como cierta forma de
garantía confiable de reembolso
económico, y los compañeros de un
«encuentro puramente sexual» pueden
sentirse seguros, sabiendo que la
ausencia de «ataduras» compensa la
molesta fragilidad de su compromiso.
Gracias a una astuta estratagema
publicitaria, el significado vernáculo de
«sexo seguro» ha sido reducido en los
últimos tiempos al uso de condones. La
campaña no sería un éxito comercial de
tamaña magnitud si no tocara el nervio
sensible de millones de personas que
desean que sus proezas sexuales estén
garantizadas
contra
consecuencias
indeseables (en cuanto incontrolables).
Se trata, después de todo, de la
estrategia general de una promoción que
pretende presentar el producto ofrecido
como la solución esperada a las
preocupaciones
que
vienen
atormentando
a
los
potenciales
compradores
o
que
han sido
recientemente fabricadas para adecuarse
a sus perspectivas publicitarias.
Con demasiada frecuencia, la
publicidad sustituye una parte por el
todo: las ventas sacan provecho de la
angustia, y su rédito está muy por encima
de la capacidad sanadora publicitada
del producto en cuestión. De hecho, usar
condón protege a los compañeros
sexuales de la infección del HIV. Pero
esa infección no es más que una de entre
un número de imprevisibles y
ciertamente innegociables consecuencias
de un encuentro sexual que hacen que el
homo sexualis desee que el sexo sea
«seguro». Ya fuera de su estrecho y
fuertemente custodiado puerto y
habiéndose
adentrado
en
aguas
inexploradas, el sexo comenzó a ser
percibido como algo decididamente
«inseguro» mucho antes de que el
descubrimiento del SIDA se convirtiera
en foco y etiqueta de temores difusos e
innominados.
El más aterrador de ellos se
desprendía de la ambigüedad del
encuentro sexual: ¿se trataba del primer
paso hacia una relación o era su
coronación y su término? ¿Una etapa de
una sucesión significativa o un episodio
único? ¿El medio para un fin o un acto
que se agotaba en sí mismo? Por
esfuerzos que se hagan, ninguna unión de
los cuerpos puede escapar del marco
social y despegarse de cualquier
conexión con los demás aspectos de la
existencia social. El sexo, despojado de
su antigua posición e implicaciones
sociales, cristalizó la terrible y
alarmante incertidumbre que habría de
convertirse en la mayor pesadilla de la
moderna vida líquida.
Las atribuciones de los compañeros
sexuales se han convertido en la
principal fuente de ansiedad. ¿Qué tipo
de compromiso, si es que lo hay,
establece la unión de los cuerpos? ¿De
qué manera, si es que de alguna,
compromete el futuro de ellos? ¿Es
posible mantener el encuentro sexual
aislado del resto de los objetivos de
vida, o acaso se invadirá (tenderá a
hacerlo, se permitirá que lo haga) el
resto de los aspectos de la vida,
saturándola y transformándola?
La unión sexual tiene por sí misma
una vida breve: en la vida de los
implicados es un episodio. Como señala
Milán Kundera, un episodio «no es ni
una consecuencia inevitable de una
acción precedente, ni causal de lo que
sigue»[20]. La inmaculada concepción de
la esterilidad de la eyaculación, su
esencial
carácter
no-contagioso,
contribuye a la belleza del episodio, y
por lo tanto a la belleza del encuentro
sexual en sí, siempre y cuando no deje
de ser un episodio. Sin embargo, el
incordio radica en que «nadie puede
garantizar que un evento absolutamente
episódico no entrañe el poder de algún
día convertirse en la causa inesperada
de futuros acontecimientos». Ningún
episodio está a salvo de sus
consecuencias.
La
inseguridad
consecuente es eterna. La incertidumbre
jamás se disipará completa e
irrevocablemente. Sólo puede ser
suspendida durante un tiempo de
duración desconocida, pero esa
suspensión está asimismo infectada de
dudas y se transforma, por lo tanto, en
una
nueva
fuente
de
irritante
inseguridad.
Podría decirse que el matrimonio es la
aceptación de que los actos tienen
consecuencias (al menos existe una
declaración de intención de aceptarlo
mientras dura el vínculo), hecho que
encuentra su negación en los
encuentros casuales.
En ese caso, la ambigüedad queda
resuelta, y la incertidumbre es
reemplazada por la certeza de que los
actos tienen trascendencia más allá del
lapso en el que ocurren y traen
consecuencias que pueden ser más
duraderas que sus causas. La
incertidumbre es desterrada de la vida
de los cónyuges y su retorno queda
vedado hasta tanto no se considere la
posibilidad de una separación.
¿Pero es posible desterrar la
incertidumbre sin someterse a la
condición matrimonial, un precio
demasiado elevado que muchas parejas
no están dispuestas a pagar? Como
sugiere Kundera, si uno nunca puede
estar seguro de que un episodio no fue
de hecho más que un episodio, esto no
es posible. Pero podemos seguir
intentándolo, y lo hacemos, y por pocas
que sean nuestras probabilidades de
éxito, no cejamos en nuestros esfuerzos
de volcar esas probabilidades a nuestro
favor.
Los
parisinos
son
famosos
justamente por esto, por esforzarse más
que nadie y con recursos más
ingeniosos. En París, el échangisme (un
novedoso término y, dada la nueva
igualdad entre los sexos, más
políticamente correcto para denominar
el concepto bastante más viejo y con
cierto
resabio
patriarcal
de
«intercambio de esposas») parece
haberse puesto de moda, convirtiéndose
en el juego en boga y en tema favorito de
conversación de todos.
Les échangistes matan dos pájaros
de un tiro. Para empezar, aflojan un poco
el cepo del compromiso marital gracias
a un acuerdo que hace de las
consecuencias algo menos relevante y,
por lo tanto, de la incertidumbre
generada por su oscuridad endémica,
algo menos temible. En segundo lugar,
hallan cómplices confiables en sus
esfuerzos por esquivar las acechantes y,
por lo tanto, potencialmente molestas
consecuencias de un encuentro sexual,
ya que todos los interesados, habiendo
participado del evento, unen sus
esfuerzos por evitar que el episodio se
desborde de su marco.
Como estrategia para luchar contra
el espectro de la incertidumbre que todo
episodio sexual entraña, el échangisme
ostenta una ventaja distintiva por sobre
las «camas de una noche» y otros
encuentros ocasionales y de corta vida
por el estilo. Aquí, la protección contra
las consecuencias indeseables es
responsabilidad y preocupación de otra
persona, y en el peor de los casos no es
una empresa solitaria, sino una tarea
compartida con aliados poderosos y
comprometidos.
La
ventaja
del
échangisme por sobre el simple
«adulterio
extramatrimonial»
es
notoriamente ostensible. Ninguno de los
échangistes es traicionado, los intereses
de nadie se ven amenazados, y según el
modelo ideal de «comunicación no
distorsionada» de Habermas, todos son
participantes. El ménage à quatre (o six,
huit, etc., cuantos más sean mejor) está a
salvo de todas las pestes y deficiencias
que, como sabemos, son la ruina del
ménage a trois.
Tal como podría esperarse cuando
una empresa se propone ahuyentar el
fantasma de la inseguridad, el
échangisme busca el amparo de las
instituciones contractuales y el apoyo de
la ley. Uno se convierte en échangiste
uniéndose a un club, firmando un
formulario, prometiendo obedecer las
reglas (con la esperanza de que todos
los demás hayan hecho lo mismo) y
obteniendo un carné de membresía que
franquea la entrada y asegura que
quienes están adentro son jugadores y
juego a la vez. Como probablemente
todos los que se encuentran en el interior
están al tanto del objetivo de ese club y
de sus reglas, y se han comprometido a
seguirlas, toda discusión o uso de la
fuerza,
toda
búsqueda
de
consentimiento, los azares de la
seducción y demás torpezas y
precariedades preliminares de resultado
incierto se vuelven redundantes.
O así lo parece, por lo menos
durante un tiempo. Las convenciones del
échangisme, como lo prometían en una
época las tarjetas de crédito, pueden
facilitar el deseo sin demora. Al igual
que las más recientes innovaciones
tecnológicas, acortan la distancia entre
las ganas y su satisfacción, y aceleran y
facilitan el pasaje de una a otra. Pueden
también impedir que uno de los
miembros reclame beneficios que
excedan los de un encuentro episódico.
¿Pueden sin embargo defender al
homo sexualis de sí mismo? Los anhelos
insatisfechos,
las
frustraciones
amorosas, el temor a la soledad y a ser
herido, la hipocresía y la culpa, ¿pueden
dejarse atrás después de haber visitado
este club? ¿Pueden encontrarse allí
intimidad, alegría, ternura, afecto y amor
propio? Bueno, uno de los miembros
podría decir y de buena fe: «esto es
sexo, estúpido, aquí nada de todo eso
importa». Pero si él o ella tienen razón,
¿acaso el sexo importa? O más bien, y
citando a Sigusch, si la esencia de la
actividad sexual es producir placer
instantáneo, «entonces, ya no es
importante lo que se hace, sino
simplemente que suceda».
Al comentar el influyente texto de
Judith Butler, Bodies that Matter: On
the Discursive Limits of Sex[21],
Sigusch señala que «según las teóricas
mujeres que hoy marcan el ritmo del
discurso sobre los géneros, tanto el
sexo
como
el
género
están
enteramente determinados por la
cultura, carecen de toda naturaleza
natural y son, por lo tanto, alterables,
transitorios y susceptibles de ser
subvertidos».
Sin embargo, parece que la oposición
entre naturaleza y cultura no es el mejor
marco dentro del cual inscribir los
dilemas actuales de la encrucijada
sexo/género. La verdadera discusión es
hasta qué punto los diversos tipos de
inclinaciones/preferencias/identidades
sexuales son flexibles, alterables y
dependientes de la elección del sujeto.
Pero las oposiciones entre naturaleza y
cultura y entre «es un tema de elección»
y «los seres humanos no pueden evitarlo
ni hacer nada al respecto», ya no se
superponen como lo hicieron durante la
mayor parte de la historia moderna y
hasta no hace mucho tiempo. En el
discurso popular, cultura significa cada
vez más esa parte heredada de la
identidad que no puede ni debe ser
molestada (sin riesgo para quien se meta
con ella), mientras que los rasgos y
atributos tradicionalmente clasificados
como
«naturales»
(hereditarios,
genéticamente transmitidos) suelen ser
considerados como dóciles a la
manipulación humana y, por lo tanto, de
libre elección, una elección de la cual,
como sucede con toda elección, la
persona se deberá sentir responsable y
así lo será ante los ojos de los demás.
En consecuencia, no importa tanto si
las preferencias sexuales (articuladas
como «identidad sexual») son «atributos
naturales» o «constructos culturales». Lo
que importa es saber si depende del
homo sexualis determinar (descubrir o
inventar) cuál (o cuáles) de esa multitud
de identidades sexuales posibles le
resulta mejor, o si, como el homo
sapiens frente a su «comunidad de
nacimiento», él o ella están constreñidos
a aceptar ese destino y vivir sus vidas
de manera tal de poder convertir a ese
destino inalterable en una vocación
personal.
Cualquiera que sea el vocabulario
utilizado para articular las actuales
desventuras del homo sexualis, y
cualesquiera que sean las intervenciones
médicas
o
genéticas
de
autoentrenamiento y autodescubrimiento
consideradas como el camino correcto
hacia
una
identidad
sexual
propia/deseable, el punto crucial sigue
siendo la «alterabilidad», transitoriedad
y revocabilidad de todas ellas. La vida
del homo sexualis está, por lo tanto,
plagada de angustias. Existe siempre la
sospecha —por más que sea posible
anestesiarla durante un tiempo— de que
estamos viviendo en la mentira o el
error, de que algo de importancia crucial
se nos ha escapado, perdido o
traspapelado, de que algo hemos dejado
sin explorar o intentar, de que existe una
obligación vital para con nuestro yo
genuino que no hemos cumplido, o de
que alguna posibilidad de felicidad
desconocida y completamente diferente
de la experimentada hasta el momento se
nos ha ido de entre las manos o está a
punto de desaparecer para siempre si no
hacemos algo al respecto.
El homo sexualis está condenado a
permanecer en la incompletud y la
insatisfacción, incluso a una edad en la
que en otros tiempos el fuego sexual se
habría apagado rápidamente pero que
hoy es posible azuzar con la ayuda
conjunta de milagrosos regímenes para
estar en forma y drogas maravillosas.
Este viaje no tiene fin, el itinerario es
modificado en cada estación, y el
destino final es una incógnita a lo largo
de todo el recorrido.
La indefinición, incompletud y
revocabilidad de la identidad sexual
(así como de todos los otros aspectos
de la identidad en un moderno entorno
líquido) son a la vez el veneno y su
antídoto
combinados
en
una
superpoderosa
droga
antitranquilizante.
La conciencia de esta ambivalencia es
enervante y entraña ansiedades sin
límite: es la madre de una incertidumbre
que sólo puede ser apaciguada
temporalmente pero nunca extinguida
por
completo.
Toda
condición
elegida/alcanzada se ve corroída por
dudas acerca de su pertinencia o
sensatez. Pero a la vez protege contra la
humillación de la mediocridad y el
fracaso. Si la felicidad prevista no llega
a materializarse, siempre está la
posibilidad de echarle la culpa a una
elección equivocada antes que a nuestra
incapacidad para vivir a la altura de las
oportunidades que se nos ofrecen.
Siempre está la posibilidad de salirse
del camino antes escogido para alcanzar
la dicha y volver a empezar, incluso
desde cero, si el pronóstico nos parece
favorable.
El efecto combinado de veneno y
antídoto mantiene al homo sexualis en
perpetuo movimiento, empujándolo
(«este tipo de sexualidad no logró
llevarme al clímax de la experiencia que
supuestamente debía alcanzar») y
tirando de él («he oído hablar de otros
tipos de sexualidad, y están al alcance
de la mano; sólo es cuestión de
decidirse y tener ganas»).
El homo sexualis no es un estado y
menos aún un estado permanente e
inmutable, sino un proceso, minado de
ensayos y errores, de azarosos viajes de
descubrimiento y hallazgos ocasionales,
salpicado de incontables traspiés, de
duelos
por
las
oportunidades
desperdiciadas y de la alegría
anticipada de los suculentos platos por
venir.
En su ensayo acerca de la moralidad
sexual «civilizada»[22], Sigmund Freud
sugiere que la civilización descansa en
gran medida en la explotación y el
despliegue de la capacidad humana
natural de «sublimar» el instinto
sexual: «de cambiar el objetivo sexual
original por otro», en particular por
una causa de utilidad social.
Para lograr ese efecto, las válvulas de
escape «naturales» de los instintos
sexuales (tanto autoeróticos como
objeto-eróticos)
son
reprimidos:
directamente cortados o, al menos,
bloqueados parcialmente. Ese impulso
sexual no utilizado ni explotado es
entonces redirigido por conductos
socialmente construidos hacia blancos
socialmente construidos. «Las fuerzas
que pueden ser empleadas para
actividades culturales se obtienen
entonces y en gran medida gracias a la
supresión de lo que conocemos como
elementos perversos de la excitación
sexual».
Después de Derrida estamos
autorizados a sospechar la fatal
circularidad de esta última proposición.
Ciertos «elementos de la excitación
sexual»
son
conocidos
como
«perversos» porque se resisten a ser
suprimidos y, por lo tanto, no pueden ser
empleados en las así definidas
actividades culturales (vale decir,
útiles). Más aún, y por el contrario, para
el homo sexualis insertado en un
moderno entorno líquido, el límite que
separa las manifestaciones del instinto
sexual «sanas» de las «perversas» está
prácticamente desdibujado. Toda forma
de actividad sexual no sólo es tolerada,
sino, y con frecuencia, es recomendada
como terapia útil para el tratamiento de
cualquier dolencia psicológica. Las
actividades sexuales son cada vez más
aceptadas en cuanto vías de legítima
búsqueda de la felicidad individual, y
son exhortadas a ser exhibidas en
público. (La pedofilia y la pornografía
infantil son quizás las únicas válvulas de
escape del impulso sexual aún
unánimemente
denunciadas
como
perversas. En ese sentido, sin embargo,
Sigusch
comenta
cáustica
pero
acertadamente que el secreto de ese
consenso tan curioso radica en el hecho
de que oponerse a la pornografía infantil
«apenas nos obliga a usar algo del
aceite del humanismo que en el pasado
lubricó con tanta eficacia las ruedas de
la violencia. Sin embargo, son muy
pocos los que están seriamente a favor
de programas capaces de salvar la vida
de los niños, ya que dichos programas
son onerosos en términos de dinero y
comodidad, e implican la adopción de
un estilo de vida diferente»).
En nuestra moderna era líquida, los
poderosos ya no parecen interesados en
trazar la línea que separa al sexo
«correcto» del «perverso». La razón
quizás sea la brusca caída de la
demanda de energía sexual disponible
para tareas al servicio de la «causa
civilizadora» (léase producción de
disciplina
sobre
patrones
de
comportamiento rutinario funcional en
una sociedad de productores), un punto
de partida que Freud, a principios del
siglo pasado, difícilmente hubiera
podido adivinar o vislumbrar.
Ya no es necesario disfrazar los
objetos «socialmente útiles» ofrecidos
para la descarga sexual con la máscara
de «causas culturales»: pavonean su
sexualidad endémica o artificial
orgullosa
y,
por
sobre
todo,
provechosamente. Pasada la época en la
cual la energía sexual debía ser
sublimada para que la línea de
ensamblaje de automóviles no se
cortara, llegó una era en la que energía
sexual debió ser fogoneada, debió tener
la libertad de elegir la válvula de
escape que tuviera más a mano y debió
ser
incitada
a
entregarse
desenfrenadamente a ella, de modo tal
que los automóviles que salían de la
línea de ensamblaje pudieran ser luego
codiciados como objeto sexual.
Parece que el lazo entre la
sublimación del instinto sexual y su
represión, según Freud, condición
indispensable del pacto social, se ha
roto. La moderna sociedad líquida ha
encontrado una manera de explotar la
tendencia/docilidad para sublimar los
instintos sexuales sin necesidad de
reprimirlos, o al menos limitando
radicalmente el alcance de dicha
represión. Esto sucedió gracias a una
progresiva desregulación de los
procesos de sublimación, hoy difusos,
dispersos y en permanente cambio de
dirección, que ya no son impulsados por
presiones coercitivas, sino por la
seducción de los objetos de deseo
sexual disponibles.
COMMUNITAS EN VENTA
Cuando la calidad nos defrauda,
buscamos la salvación en la cantidad.
Cuando la duración no funciona, puede
redimirnos la rapidez del cambio.
Si usted se siente incómodo en este
mundo líquido, perdido en medio de una
profusión de signos contradictorios que
parecen moverse de un lado a otro como
si tuvieran ruedas, consulte a uno de
esos expertos cuyos servicios jamás han
sido tan solicitados y cuya variedad y
cantidad jamás ha sido tan amplia.
Los adivinos y astrólogos de eras
pasadas solían decirles a sus clientes lo
que el destino inexorable, inapelable e
implacable les deparaba sin importar lo
que hicieran o dejaran de hacer. Los
expertos de nuestra moderna era líquida
muy probablemente responsabilizarán a
sus desconcertados y perplejos clientes.
Los consultantes verán entonces que
sus angustias remiten a sus acciones e
inacciones, y deberán buscar (y sin duda
encontrarán) los errores de su proceder:
insuficiente autoestima, desconocimiento
de sí mismos, conductas negligentes,
apego exagerado a antiguas rutinas,
lugares o personas, falta de entusiasmo
por el cambio y reticencia a este una vez
que ya se ha producido. Los consejeros
recomendarán más amor propio,
seguridad y cuidado de uno mismo, y
sugerirán a sus clientes que presten más
atención a su capacidad interior para el
goce y el placer, así como menos
«dependencia» de los otros, menos
atención a las exigencias de los otros y
mayor distancia y frialdad a la hora de
calcular pérdidas y ganancias. De ahí en
más, los clientes que se aprenden la
lección a conciencia y siguen el consejo
al pie de la letra deberán preguntarse
con mayor frecuencia «¿me sirve de
algo?» y exigir con mayor determinación
de sus parejas y del resto que les den
«más espacio», es decir, que se
mantengan a distancia y que no esperen
ingenuamente que los compromisos
alguna vez contraídos tengan valor a
perpetuidad.
No se deje atrapar. Evite los abrazos
demasiado firmes. Recuerde: cuanto más
profundos y densos sean sus lazos,
vínculos y compromisos, mayor es el
riesgo. No confunda una red —un
entramado de caminos por los cuales
deslizarse— con una tela de araña, ese
objeto traicionero que sólo sirve para
atraparnos.
Y por sobre todo, jamás lo olvide:
¡no hay nada peor que jugárselo todo a
una sola carta!
Su celular siempre suena (o eso se
espera).
Un mensaje parpadea en la pantalla a la
espera urgente de respuesta. Sus deditos
están siempre ocupados: usted aprieta
teclas, llama a nuevos números para
contestar a sus llamadas o para enviar
sus propios mensajes. Usted está
conectado, aun si está en constante
movimiento y aunque los invisibles
remitentes y destinatarios de llamadas y
mensajes también lo estén, cada uno
siguiendo su propia trayectoria. Los
celulares son para la gente que está en
movimiento.
Uno jamás pierde de vista su celular.
Su ropa deportiva tiene un bolsillo
especial para contenerlo, y salir a correr
con ese bolsillo vacío sería como salir
descalzo. De hecho, usted no va a
ninguna parte sin su celular («ninguna
parte» es, en realidad, un espacio sin
celular, un espacio fuera del área de
cobertura del celular, o un celular sin
batería). Y una vez que usted tiene su
celular, ya nunca está afuera. Uno
siempre está adentro, pero jamás
encerrado en ningún lugar. En el corazón
de esa red de llamados y mensajes, uno
es invulnerable. Los que nos rodean no
pueden boicotearnos, y si lo intentan,
nada de lo que es realmente importante
cambiará.
El lugar donde uno esté, lo que esté
haciendo y la gente que lo rodee es
irrelevante. La diferencia entre un lugar
y otro, entre un grupo de personas al
alcance de nuestra vista y nuestro tacto y
otro que no lo está ha sido cancelada,
anulada y vaciada. Usted es el único
punto estable en un universo de objetos
móviles y (¡gracias a usted, gracias a
usted!) también lo son sus extensiones:
sus conexiones. Las conexiones
permanecen ilesas a pesar de que los
conectados estén en movimiento. Las
conexiones son tierra firme entre arenas
movedizas. Son algo con lo que se
puede contar, y como uno confía en su
solidez, en el momento de recibir o
enviar un mensaje o una llamada, uno
puede dejar de preocuparse por el
inestable y fangoso terreno que se abre
bajo nuestros pies.
¿Una llamada sin contestar? ¿Un
mensaje sin responder? Tampoco hay
motivos para preocuparse. Hay muchos
otros números de teléfono en la lista y
en principio una cantidad ilimitada de
mensajes que con la ayuda de un par de
teclas diminutas uno puede enviar
sobando ese aparatito que se ajusta tan
bien al tamaño de la mano. Si uno lo
piensa (si es que le queda tiempo para
pensar)
es
astronómicamente
improbable que uno llegue hasta el final
de su lista de contactos o logre tipear
todos los mensajes que podría tipear.
Siempre hay más conexiones posibles, y
por lo tanto no es demasiado importante
cuántas de ellas hayan resultado ser
frágiles o inestables. Tampoco importa
demasiado la fecha de vencimiento.
Cada conexión puede ser de corta vida,
pero su exceso es indestructible. En
medio de la eternidad de esa red
imperecedera podemos sentirnos a salvo
de la irreparable fragilidad de cada
conexión individual y transitoria.
Uno siempre puede correr a
refugiarse en esa red cuando la multitud
que lo rodea se vuelve intolerable.
Gracias a las posibilidades que nos
brinda el celular, siempre y cuando esté
bien guardado en el bolsillo, uno se
distingue de la multitud, distinción que
es la condición de membresía y
admisión de esa multitud.
Una
multitud
de
individuos
distintivos: un enjambre, para ser más
precisos. Un agregado de personas
autoimpulsadas que no necesitan ni
oficial al mando ni mascarón de proa ni
agitador ni vocero ni soplones para
mantenerse unido. Un agregado móvil en
el cual cada unidad, móvil a su vez, hace
lo mismo, pero nunca de manera
conjunta. Las unidades marcan el paso
sin romper filas. Esa multitud apegada a
las formas expulsa a las unidades que se
distinguen, o directamente las pasa por
encima, pero el enjambre sólo admite
ese tipo de unidades.
Los teléfonos celulares no crearon el
enjambre,
aunque
indudablemente
ayudan a que siga siendo lo que es: un
enjambre. Ese enjambre esperaba
ansiosamente la llegada de los Nokia y
los Ericsson para servirse de ellos. Si
no existiera el enjambre, ¿qué utilidad
podrían tener?
Los celulares ayudan a estar
conectados a los que están a distancia.
Los celulares permiten a los que se
conectan… mantenerse a distancia.
Jonathan Rowe recuerda:
Hacia fines de la década de
1990, en medio del boom
tecnológico, solía pasar mucho
tiempo en un café del barrio teatral
de San Francisco…
Allí tuve ocasión de observar
una y otra vez la misma escena.
Mami sorbiendo su café. Los
chicos picoteando sus galletas, con
los pies colgando de las sillas. Y
ahí está Papi, levemente apartado
de la mesa, hablando por su
celular… Se trataba supuestamente
de una «revolución en las
comunicaciones», y sin embargo
allí, en el epicentro tecnológico,
los miembros de esa familia
evitaban mirarse a los ojos[23].
Dos años más tarde,
probablemente habría visto
Rowe
cuatro
teléfonos funcionando alrededor de esa
mesa. Los celulares no impedirían ni
que Mami sorbiera su café ni que los
chicos masticaran sus galletas. Pero el
esfuerzo de no mirarse a los ojos se
habría
vuelto
innecesario:
para
entonces, esos ojos ya se habrían
convertido de todas maneras en paredes
vacías, y dos paredes vacías pueden
estar cara a cara sin riesgo alguno. Con
el tiempo, los celulares entrenarían a los
ojos a mirar sin ver.
Como señala John Urry, «las
relaciones de copresencia implican
siempre cercanía y lejanía, proximidad y
distancia, solidez e imaginación»[24].
Correcto. Pero la ubicuidad y continua
presencia de un tercero —de la
«proximidad virtual» disponible de
manera universal y permanente gracias a
la red electrónica— vuelca la balanza
decididamente a favor de la lejanía, la
distancia y la imaginación. Augura (¿o
más bien promueve?), la separación
definitiva entre lo «físicamente distante»
y lo «espiritualmente remoto». Lo
primero ya no es condición de lo
segundo. Lo segundo tiene ahora su
propia «base material» tecnológica,
infinitamente más amplia, flexible,
variopinta y atractiva, más plena de
aventuras
que
cualquier
reacomodamiento de cuerpos físicos. Y
la proximidad de los cuerpos tiene
menos posibilidades que nunca de
afectar la distancia espiritual…
Urry tiene razón cuando desautoriza
las profecías que auguran una inminente
desaparición de los viajes, innecesarios
gracias a la facilidad de las conexiones
electrónicas. El advenimiento de ese nolugar electrónicamente garantizado hace
que los viajes resulten más seguros,
atractivos y menos riesgosos que nunca,
y las antiguas limitaciones se abandonan
al poder magnético de «recorrer».
Concreta
y simbólicamente,
los
teléfonos celulares vienen a señalar
nuestra liberación definitiva de un
espacio. Tener a disposición un
tomacorriente ya no es condición para
«estar conectado». Los viajeros pueden
eliminar de sus cálculos de pérdidas y
ganancias las diferencias entre irse y
quedarse, distancia y proximidad,
civilización y desierto inexplorado.
Mucho software y hardware ha sido
arrojado a los cementerios de
computadoras desde que el inolvidable
Peter Sellers (en Being there, filme de
Hal Ashby de 1979) intentara en vano
desactivar a una pandilla de monjas con
la ayuda de un control remoto de
televisión. En nuestros días no habría
tenido problemas en borrarlas del
cuadro, del cuadro que él veía, de su
cuadro, de la suma total de
circunstancias en el mundo a su alcance.
La otra cara de la moneda de la
proximidad virtual es la distancia
virtual, suspensión, incluso quizás
cancelación, de todo aquello que hacía a
la cercanía topográfica. La proximidad
ya no implica cercanía física; pero la
cercanía física ya no determina la
proximidad.
Cuál de las dos caras de la moneda
ayudó más a que la red electrónica y sus
dispositivos de entrada y salida se
convirtieran en un medio de interacción
humana tan popular y ávidamente
utilizado sigue siendo una incógnita.
¿Fue la nueva facilidad para conectarse
o la nueva facilidad para cortar la
conexión? No son pocas las ocasiones
en que lo segundo resulta más urgente y
relevante que lo primero.
El advenimiento de la proximidad
virtual hace de las conexiones humanas
algo a la vez más habitual y superficial,
más intenso y más breve. Las conexiones
suelen ser demasiado superficiales y
breves como para llegar a ser un
vínculo. A diferencia de las relaciones
humanas, ostensiblemente difusas y
voraces, las conexiones se ocupan sólo
del asunto que las genera y dejan a los
involucrados a salvo de desbordes y
protegiéndolos de todo compromiso más
allá del momento y tema del mensaje
enviado o leído. Las conexiones
demandan menos tiempo y esfuerzo para
ser realizadas y menos tiempo y esfuerzo
para ser cortadas. La distancia no es
obstáculo para conectarse, pero
conectarse no es obstáculo para
mantenerse a distancia. Los espasmos
de la proximidad virtual terminan,
idealmente, sin dejar sobras ni
sedimentos duraderos. La proximidad
virtual puede ser interrumpida, literal y
metafóricamente a la vez, con sólo
apretar un botón.
Pareciera ser que el logro
fundamental de la proximidad virtual es
haber diferenciado a las comunicaciones
de las relaciones. A diferencia de la
antigua proximidad topográfica, no
requiere lazos preestablecidos ni los
genera
necesariamente.
«Estar
conectado» es más económico que
«estar relacionado», pero también
bastante menos provechoso en la
construcción de vínculos y su
conservación.
La proximidad virtual logra desactivar
las presiones que suele ejercer la
cercanía no-virtual. A su vez,
establece los parámetros de cualquier
otra proximidad. Los méritos y
defectos de toda proximidad son ahora
medidos en relación con los estándares
de la proximidad virtual.
La proximidad virtual y la no-virtual han
intercambiado sus lugares: ahora la
proximidad en su variante virtual se ha
convertido en una «realidad» que se
ajusta a la descripción clásica de Émile
Durkheim: algo que fija, que «instituye
fuera de nosotros ciertos modos de
acción y ciertos juicios que no dependen
de cada voluntad individual tomada por
separado»; algo que «es reconocible por
su poder de coerción externa» y por la
«resistencia que ofrece ante cada acción
individual tendiente a contravenirlo»[25].
La proximidad no-virtual se queda muy
corta respecto de los rígidos estándares
de no-intromisión y flexibilidad que la
proximidad virtual ha establecido. Si no
logra ajustarse a las normas impuestas
por la proximidad virtual, la proximidad
topográfica ortodoxa se convertirá en
una «contravención» que sin lugar a
duda encontrará resistencia. Así que el
rol de realidad real genuina y no
adulterada ha quedado en manos de la
proximidad virtual, y cualquier otro
candidato que aspire a acceder al estatus
de realidad deberá medirse según sus
parámetros.
Todos hemos visto, oído, y aun
escuchado a pesar nuestro, a pasajeros
del tren que, a nuestro lado, hablan sin
parar por sus teléfonos. Si uno viaja en
primera clase, se trata en su mayoría de
hombres de negocios deseosos de
mantenerse
ocupados
y parecer
eficientes, es decir, de conectarse con la
mayor cantidad posible de usuarios de
celulares y de demostrar cuántos de
estos usuarios están dispuestos a aceptar
su llamada. Si uno viaja en segunda
clase, se trata sobre todo de
adolescentes de ambos sexos y jóvenes
que informan a sus hogares por cuál
estación acaban de pasar y hacia cuál se
dirigen. Uno diría que están contando
los minutos que los separan de sus seres
queridos y que no ven la hora de poder
mantener esas conversaciones cara a
cara. Pero quizás no haya pensado que
muchas de esas charlas por celular que
usted escuchó por azar no eran el
prolegómeno de una conversación más
sustancial a producirse al llegar, sino un
sustituto de ella. Que esas charlas no
preparaban el terreno para algo real,
sino que eran lo real en sí… Que
muchos de esos jóvenes anhelantes de
informar a sus invisibles interlocutores
acerca de su paradero, ni bien lleguen a
sus hogares correrán a sus cuartos a
cerrar la puerta con llave detrás de sí.
Pocos años antes del surgimiento de
la proximidad virtual electrónica,
Michael Schluter y David Lee
observaron que «la privacidad nos pesa
como un traje a presión… Todo menos
invitar al encuentro, todo menos
involucrarse». Los hogares ya no son un
oasis de intimidad en medio del desierto
árido de la despersonalización. Los
hogares ya no son un lugar de recreación
compartido, de amor y amistad, sino el
ámbito de disputas territoriales: ya no
son el obraje de construcción de la
unidad, sino un conjunto de búnkeres
fortificados. «Hemos cruzado el umbral
de nuestras casas individuales y hemos
cerrado sus puertas, y luego cruzado el
umbral de nuestras habitaciones
individuales y hemos cerrado sus
puertas. El hogar se transforma en un
centro de recreaciones multipropósito
donde los miembros del grupo familiar
pueden vivir, en cierto sentido,
separadamente codo a codo.»[26]
Sería tonto e irresponsable culpar a
los artefactos electrónicos por el lento
pero constante retroceso de la
proximidad personal, de la contigüidad
directa y cara a cara, multifacética y
multipropósito. Sin embargo, la
proximidad virtual se jacta de tener
ciertas características que en un
moderno mundo líquido resultan sin
duda ventajosas, y que no pueden
obtenerse en un marco de cercanía no
virtual del tipo téte-à-téte. No es
extraño, entonces, que la proximidad
virtual sea la opción de elección,
practicada con mayor celo y abandono
que cualquier otra clase de cercanía. La
soledad detrás de la puerta cerrada de
una habitación particular y con un
teléfono celular a mano es una situación
más segura y menos riesgosa que
compartir el terreno común del ámbito
doméstico.
Cuanto más atención y esfuerzos de
aprendizaje consumen la proximidad de
tipo virtual, menos tiempo se dedica a la
adquisición y ejercicio de las
habilidades que la proximidad novirtual requiere. Tales habilidades caen
en desuso: son evitadas, olvidadas o
directamente jamás aprendidas, o se
recurre a ellas cuando no queda más
remedio y a regañadientes. El
despliegue eventual de tales facultades
puede representar un desafío sumamente
incómodo e incluso insalvable, lo que
no hace más que convertir a la
proximidad virtual en una opción más
tentadora. Una vez encarado, el pasaje
de la proximidad no-virtual a la de tipo
virtual toma velocidad propia. Parece
autoperpetuarse; también se autoacelera.
«A medida que la generación que se
crio con la red alcanza la edad de salir,
las citas por Internet comienzan a
florecer. Y no se trata de un último
recurso. Es una actividad recreativa.
Es entretenimiento».
Así lo cree Louise France[27] y concluye
que para los corazones solitarios de hoy,
las discotecas y los bares de solos y
solas no son más que un recuerdo lejano.
No han adquirido (y no temen no haberlo
hecho) suficientes habilidades sociales
como para hacer amigos en lugares
semejantes. Además, las citas por
Internet tienen ventajas que los
encuentros personales no tienen, ya que
en estos últimos, una vez roto el hielo,
este seguirá roto o derretido de una vez
y para siempre. Pero con las citas por
Internet no ocurre lo mismo. Como lo
confesara un entrevistado de 28 años en
un estudio de la Universidad de Bath,
«uno siempre puede oprimir ‘borrar. No
hay nada más fácil que no responder un
e-mail». France comenta: los usuarios
que recurren a los encuentros on-line
pueden darse cita sin riesgos, con la
certeza de que siempre pueden volver al
mercado para otra ronda de compras. O
como sugiere el doctor Jeff Gavin de la
Universidad de Bath, citado por France,
en Internet uno puede citarse «sin temor
a repercusiones en el ‘mundo real». O
así es al menos como uno se siente
cuando entra a Internet para comprar
compañeros: igual que cuando hojea las
páginas de un catálogo de ventas por
correo «sin obligación de compra» que
garantiza en la cubierta el «reembolso
en caso de quedar insatisfecho».
La finalización a demanda —
instantánea, sin inconvenientes, sin
pérdidas ni remordimientos— es la
mayor de las ventajas de las citas por
Internet. En un mundo de cambios
fluidos, valores cambiantes y reglas
eminentemente inestables, la reducción
de los riesgos combinada con la
aversión a descartar otras opciones es lo
único que queda de una elección
racional. Y las citas por Internet, a
diferencia de las molestas negociaciones
de acuerdos mutuos, cumple a la
perfección (o casi) con los requisitos de
los nuevos estándares de elección
racional.
Los centros comerciales se han
esforzado mucho en reclasificar las
tareas
de
supervivencia
para
convertirlas en entretenimiento y
diversión. Aquello que solía ser
soportado y padecido como una
sumatoria de rencor y repulsión sólo por
la insoluble presión de la necesidad, se
ha investido del poder seductor que le
confiere la promesa de placeres
incalculables y de riesgo predecible. Lo
que los paseos de compras hicieron por
las tareas domésticas, Internet lo hizo
por las negociaciones de pareja. Pero si
bien mitigar las necesidades y las
presiones de la «mera supervivencia»
era imprescindible para asegurar el
éxito de los centros comerciales, las
citas por Internet jamás hubiesen tenido
éxito sin el apoyo y la ayuda de la
desaparición de las relaciones de
tiempo completo, el compromiso y la
obligación de «estar allí cada vez que
me necesites», de la lista de condiciones
indispensables de una pareja.
La
responsabilidad
por
la
eliminación de esas condiciones no
puede ser adjudicada a la puerta virtual
de las citas electrónicas. El agua que
corrió bajo el puente de la sociedad
individualizada líquida y moderna ha
hecho de los compromisos a largo plazo
un terreno fangoso, y de la obligación de
asistencia mutua de tipo «venga lo que
venga», una perspectiva que no resulta
ni realista ni merecedora de mayores
esfuerzos.
La supuesta llave de la felicidad de
todos, y el explícito propósito de los
políticos, es el crecimiento del
Producto Bruto Interno (PBI). Y el PBI
es medido en función de la suma total
de dinero gastada por la población.
Jonathan Rowe y Judith Silverstein
escriben: «Despojado del exitismo y la
euforia,
el
crecimiento
implica
simplemente ‘gastar más dinero’. Y a
dónde vaya a parar ese dinero y por qué
no tiene la menor importancia»[28].
De hecho, la mayor parte del dinero
que se gasta, y una parte aún mayor del
crecimiento de ese gasto, termina
financiando la lucha contra los
equivalentes de la sociedad de consumo
de las «dolencias iatrogénicas»,
problemas causados por la exacerbación
y luego aplacamiento de carencias y
caprichos del pasado. La industria de
alimentos de los Estados Unidos gasta
alrededor de 21.000 millones de dólares
anuales en sembrar y cultivar el deseo
de productos más sofisticados, exóticos
y supuestamente más sabrosos, mientras
que la industria de las dietas y la
pérdida de peso gana 32.000 millones
de dólares al año, y la inversión en
tratamientos médicos, en gran medida
necesarios para luchar contra el flagelo
de la obesidad, se duplicará a lo largo
de la próxima década. Los habitantes de
la ciudad de Los Ángeles gastan en
promedio unos 800 millones al año en
combustible, a la vez que los hospitales
registran un récord de admisión de
pacientes con problemas de asma,
bronquitis, y otros males respiratorios
causados por la contaminación del aire,
lo que hace que su ya astronómica
facturación rompa nuevas marcas.
Mientras consumir (y gastar) más que
ayer pero (así se espera) menos que
mañana siga siendo el camino soberano
hacia la solución de todos los problemas
sociales, y mientras el cielo sea el único
límite para el poder magnético de las
sucesivas atracciones consumistas, los
cobradores de deudas impagas, las
compañías de seguros y los inadaptados
carcelarios seguirán siendo los mayores
contribuyentes al crecimiento del PBI. Es
imposible medir con exactitud el enorme
y creciente papel que juega en el
crecimiento del PBI el estrés emanado
de las preocupaciones que consumen
nuestras
vidas
de
modernos
consumidores líquidos.
El método más aceptado para
calcular el «producto bruto» y su
crecimiento, y en particular el guarismo
fetiche que la política actual extrae de
él, descansa sobre una presunción no
verificada y rara vez explicada
abiertamente, a pesar de las repetidas
impugnaciones de la que es objeto.
Según dicha presunción, la suma total de
la felicidad humana aumenta a medida
que mayor cantidad de dinero cambia de
manos. En una sociedad de mercado, el
dinero cambia de manos en múltiples
ocasiones. Por mencionar apenas
algunos de los patéticos ejemplos
señalados por Jonathan Rowe[29], el
dinero cambia de manos cuando alguien
queda inválido como consecuencia de un
accidente y el automóvil en cuestión es
un amasijo de hierros retorcidos que no
puede ser reparado, cuando los
abogados presentan sus cargos al
ocuparse de un caso de divorcio o
cuando la población instala filtros de
agua o decide directamente comprar
agua embotellada porque la que sale del
grifo se ha vuelto intomable. Y en todos
estos casos y tantos otros similares, el
«producto bruto» crece, y los políticos
al mando, los economistas de turno y sus
grupos de expertos se regocijan.
El modelo de PBI que domina (de
hecho, que monopoliza) la manera como
los miembros de una sociedad líquida
moderna, consumista e individualizada
piensan el bienestar o el «bien social»
(en las raras ocasiones en que sus
propias preocupaciones acerca de cómo
tener una vida exitosa y feliz les dejan
tiempo para tales consideraciones) es
notable no tanto por sus clasificaciones
erróneas o tergiversadas, sino por lo que
directamente deja fuera de ellas, por
todo aquello que elimina de plano de sus
consideraciones y sus cálculos, restando
de esa manera y en la práctica toda
relevancia real al tema de la riqueza
nacional y el bienestar individual y
colectivo.
Así como los Estados modernos
omniordenadores y omniclasificadores
no podían tolerar a los «hombres sin
amo», y así como los imperios
modernos en expansión y ávidos de
territorios no podían tolerar la tierra
«sin dueño», los mercados modernos
no toleran de buen grado las
«economías de no-mercado»: un tipo
de vida que se reproduce a sí misma
sin dinero que cambie de manos.
Para los teóricos de la economía de
mercado, ese tipo de vida no cuenta y,
por lo tanto, no existe. Para los
practicantes de la sociedad de mercado,
constituye una afrenta y un desafío: un
espacio aún no conquistado, una
flagrante invitación a la invasión y la
conquista, una tarea inconclusa que
reclama acciones inmediatas.
Para demostrar la naturaleza
provisoria de todo modus coexisten-di
posible entre las economías de mercado
y las de no-mercado, los teóricos
aplican a estas formas o fragmentos de
vida autorreproductivas nombres que
sugieren su anormalidad e inminente
desaparición. La gente que se las arregla
para producir lo que necesita para
sostener su estilo de vida y, por lo tanto,
no necesita realizar visitas periódicas a
los comercios son entonces personas
que «viven al día», cuya existencia sólo
cobra sentido por lo que les falta o
necesitan: una existencia primitiva y
miserable que precede al «despegue
económico» con el que se inicia la vida
normal, que obviamente no necesita
calificativo alguno. Toda instancia en la
que un bien cambia de manos sin
intercambio de dinero queda relegada a
la nebulosa de las «economías
informales», una vez más la parte
connotada de una oposición cuya
contraparte normal (a saber, los
intercambios mediados por el dinero) no
necesita denominación.
Los practicantes de la economía de
mercado hacen todo lo posible por
triunfar en esos lugares donde han
fracasado los expertos en marketing. La
expansión es tanto horizontal como
vertical, extensiva e intensiva: no sólo
hay que conquistar esas tierras que se
aferran a su estilo de vida «de la mano a
la boca», sino también la parte informal
de la economía de pueblos ya
convertidos
al
credo
de
compra/consumo. Las formas de vida no
monetarias deben ser destruidas para
que quienes confiaban en ella enfrenten
la decisión de comprar o morirse de
hambre (aunque nadie les garantiza que
una vez convertidos al consumismo no
les ocurra de todos modos). Se
demostrará que los aspectos de la vida
todavía no comercializados entrañan
peligros que sólo pueden ser conjurados
gracias a la compra de herramientas o a
la contratación de servicios, o se los
denunciará
en
tanto
inferiores,
repulsivos y, en definitiva, degradantes.
Y como tales, son denunciados.
La ausencia más ostensible en los
cálculos económicos de los teóricos, y
que a la vez encabeza la lista de blancos
de guerra comercial de los practicantes
del mercado, es el enorme sector de lo
que A. H. Halsey denominó «economía
moral», el intercambio familiar de
bienes y servicios, ayuda vecinal y
cooperación entre amigos: todas
aquellas razones, impulsos y acciones
con los que están entretejidos los lazos
humanos y los compromisos duraderos.
El único personaje digno de la
atención de los teóricos, por ser quien
mantiene aceitadas las ruedas del
crecimiento económico, es el homo
oeconomicus, ese actor solitario,
autorreferente y sólo preocupado por sí
mismo que busca el trato más ventajoso
y se guía por sus «elecciones
racionales», atento a no ser presa de
ninguna emoción que conspire con sus
ganancias monetarias y en cuyo mundo
vital pululan otros personajes que lo
único que comparten son estas virtudes.
El único personaje que los practicantes
del mercado son capaces de reconocer y
aceptar es el homo consumens, ese
comprador solitario, autorreferente y
sólo preocupado por sí mismo que ha
hecho de la búsqueda del mejor precio
una cura para la soledad y reniega de
cualquier otro tratamiento, un personaje
que sólo reconoce como comunidad
necesaria de pertenencia a ese enjambre
de compradores que atestan los centros
comerciales, un personaje en cuyo
mundo vital pululan otros personajes
que no comparten más que estas
virtudes.
Der Mann ohne Eigenschaften —el
hombre sin atributos— de la
modernidad temprana ha madurado hasta
convertirse en (¿o ha sido desplazado
por?)
Der
Mann
ohne
Verwandtschaften, el hombre sin
ataduras.
El homo oeconomicus y el homo
consumens son hombres y mujeres sin
ataduras sociales. Son los miembros
ideales de la economía de mercado y
hacen las delicias de los guardianes del
PBI.
También son ficciones.
A medida que las barreras artificiales
contra el libre mercado son quebradas
y las naturales son erradicadas o
destruidas,
la
expansión
horizontal/extensiva de la economía
de mercado parece estar a punto de
completarse. Pero la expansión
vertical/intensiva lejos está de haber
terminado, y uno se pregunta si tal
cosa es posible, o siquiera concebible.
Si las tensiones generadas por la
economía de mercado no alcanzan
niveles explosivos es sólo gracias a la
válvula de seguridad de la «economía
moral». Si los sobrantes humanos
producidos por la economía de mercado
no se vuelven inmanejables es sólo
gracias al colchón de esa «economía
moral». De no ser por la intervención
correctiva, mitigadora, moderadora y
compensatoria de la economía moral, la
economía de mercado dejaría al
descubierto su instinto autodestructivo.
El
milagro
diario
de
salvación/resurrección de la economía
de mercado es fruto de su fracaso en
seguir ese instinto hasta sus últimas
consecuencias.
Si el homo oeconomicus y el homo
consumens son los únicos admitidos en
el mundo regido por la economía de
mercado, un número considerable de
seres humanos queda excluido de la lista
de candidatos que reúnen los requisitos
necesarios para acceder a un permiso de
residencia permanente, y pocos o
ninguno tienen derecho a gozar del
estatus de residentes legítimos en todo
momento y en toda ocasión. Pocos o
ninguno logran escapar de esa zona gris
que el mercado desdeña y que
gustosamente desterraría o extirparía de
raíz del mundo que gobierna.
Aquello que desde el punto de vista
de la conquista de los mercados —
conquista ya alcanzada o aún en curso—
es una «zona gris», para sus habitantes
conquistados, conquistados a medias o a
punto de serlo es una comunidad, un
vecindario, un círculo de amigos,
compañeros de vida y de por vida: un
mundo donde la solidaridad, la
comprensión, el intercambio, la ayuda
mutua y la compasión (todas nociones
ajenas al pensamiento económico y
aborrecibles para la economía práctica)
dejan en suspenso o dan la espalda a las
elecciones basadas en la racionalidad y
la búsqueda del propio interés
individual. Un mundo cuyos habitantes
no son competidores ni objetos de uso y
consumo, sino compañeros (que ayudan,
que reciben ayuda) en el constante e
interminable esfuerzo conjunto de
construir una vida en común y de hacer
que esa vida en común sea más fácil.
La necesidad de la solidaridad
parece resistir y sobrevivir a los
embates del mercado, y no precisamente
porque el mercado ceje en sus intentos.
Siempre que hay necesidad, existe una
oportunidad de lucro, y los expertos en
marketing aguzan su ingenio al punto de
sugerir que la solidaridad, una sonrisa
amigable, la unión o la ayuda en caso de
necesidad, pueden ser compradas en un
mostrador. Siempre tienen éxito, y
siempre fracasan. Los sucedáneos
comprados son incapaces de reemplazar
los lazos humanos. En su versión
comercial, los lazos se transforman en
bienes, es decir que son transferidos a
otra esfera, regida por el mercado, y
dejan de ser lazos capaces de satisfacer
esa unión que sólo se concibe y
mantiene viva con más unión. La cacería
de los mercados en pos del capital
escondido e inexplotado de la
socialidad humana[30] no puede tener
éxito.
Cuando la «zona gris» de la
solidaridad humana, de la amistad y el
compañerismo se observa a través del
cristal de un mundo ordenado,
funcional y bien construido, parece el
reinado de la anarquía.
El concepto de «anarquía» está cargado
de
una
historia
esencialmente
antiestatista. Desde Godwin hasta
Kropotkin, pasando por Proudhon y
Bakunin, los teóricos de la anarquía y
los fundadores de los movimientos
anarquistas utilizaron el término
«anarquía» para dar nombre a una
sociedad alternativa, y como antónimo
de un orden coercitivo y apoyado en el
poder. La sociedad alternativa que
postularon se diferenciaba de la ya
existente en cuanto carecía de Estado,
epítome del poder intrínsecamente
corrupto e inhumano. Una vez que el
Estado fuese desmantelado y eliminado,
los
seres
humanos
recurrirían
(¿regresarían?) a los valores de la ayuda
mutua, utilizando, como Mikhail Bakunin
no dejaba de repetir, sus dotes naturales
para pensar y rebelarse[31].
La cólera de los anarquistas del
siglo XIX se ensañaba con el Estado,
para ser más precisos con el Estado
moderno, una novedad para la época
que no estaba aún lo suficientemente
afianzada como para argumentar
legitimidad histórica o para confiar en la
obediencia rutinaria. El Estado se
esforzó por lograr un control meticuloso
y ubicuo de todos aquellos aspectos de
la vida humana que los poderes del
pasado habían dejado en manos de los
recursos
y
modos
colectivos
particulares. Reclamó el derecho de
interferir en áreas de las cuales los
poderes anteriores, por opresivos y
explotadores que fueran, se habían
mantenido al margen, y concibió los
medios para hacerlo. Se abocó en
especial al desmantelamiento de les
pouvoirs intermediaires, es decir, de las
formas preexistentes de autonomía local,
autoafirmación y autogestión comunales.
Sitiadas, las formas habituales de
resolver los problemas y conflictos
generados por la vida comunitaria
parecían ser la punta de lanza del
movimiento anarquista, ya que estaban
instaladas y eran de hecho «naturales».
También se creyó que podían ser
autosustentables y plenamente capaces
de mantener el orden cualesquiera que
fueran las condiciones o circunstancias
sociales y en tanto y en cuanto fuesen
protegidas de imposiciones emanadas
del Estado. La anarquía, es decir, una
sociedad sin Estado ni sus armas de
coerción, fue imaginada como un orden
no coercitivo, en el cual la necesidad no
estaba en conflicto con la libertad, ni la
libertad se interponía en el camino de
los prerrequisitos necesarios para la
vida en común.
La Weltanschauung anarquista de
los primeros años tenía un fuerte aroma
nostálgico que compartía con el
socialismo utópico de la época (las
enseñanzas de Proudhon y Weitling
evidencian la íntima afinidad entre
ambos): el sueño de deshacer el camino
andado desde el nacimiento de una
nueva forma moderna de poder social y
capitalismo (es decir, la separación del
negocio de la estructura familiar) para
regresar a una acogedora intimidad de
unidad comunal de sentimientos y
acciones,
más
idealizada
que
verdaderamente libre de conflictos. Fue
esta forma temprana, nostálgica y
utópica de la anarquía la que se instaló
en las conciencias de la sociedad
moderna y la que inspiró la mayoría de
las interpretaciones que hicieron de ella
las ciencias políticas.
Pero el pensamiento anarquista tuvo
otro significado, menos ceñido a una
época, que permaneció escondido detrás
de su ostensible rebelión contra el
Estado y que por eso mismo fue pasado
por alto. Ese otro significado se ajusta a
la idea de communitas de Víctor Turner:
Es como si hubiese aquí dos
«modelos»
principales
de
interrelaciones
humanas
yuxtapuestos y alternantes. El
primero es el de la sociedad como
sistema estructurado, diferenciado
y a menudo jerárquico de
posiciones
político-legaleconómicas. […] El segundo […]
es el de la sociedad como una
communitas
desestructurada,
rudimentariamente estructurada o
relativamente indiferenciada, una
comunidad o incluso una comunión
igualitaria de individuos que se
someten juntos a la autoridad ritual
de sus mayores[32].
Turner utilizó el lenguaje de la
antropología y planteó el tema de la
communitas dentro del campo habitual
de la problemática antropológica y
como parte de las preocupaciones que
hacen a los diferentes modos los
conglomerados humanos («sociedades»,
«culturas») aseguran su perdurabilidad y
autorreproducción continua. Pero los
dos modelos que Turner describe
pueden no ser interpretados como dos
tipos de sociedades diferentes, sino
como representaciones de formas
complementarias
de
coexistencia
humana
que
se
combinan
en
proporciones variables en todos y cada
uno de los conglomerados humanos
duraderos.
Ninguna variedad de coexistencia
humana está estructurada por completo,
ninguna diferenciación interna lo abarca
todo, lo comprende todo ni está libre de
ambivalencias, ninguna jerarquía es total
y estática. La lógica de las categorías no
se adecúa bien a la diversidad y el
desorden de las interacciones humanas.
Todo
intento
de
estructuración
abarcadora deja numerosos «cabos
sueltos» e implicaciones polémicas,
produce
puntos
ciegos,
zonas
indefinidas, ambigüedades y tierras de
nadie inexploradas y sin cartografía
oficial. Todas esas sobras del esfuerzo
ordenador constituyen el dominio de la
espontaneidad
humana,
de
la
experimentación y la autodeterminación.
La communitas es, para bien o para mal,
la contracara de toda societas, y en
ausencia de la communitas (ausencia
difícilmente imaginable), la societas se
desintegraría. Son la societas, con sus
rutinas, y la communitas, con su
anarquía, las que juntas, en cooperación
reticente y conflictiva, marcan la
diferencia entre el orden y el caos.
La tarea que la institucionalización,
ejercitando su brazo coercitivo, hace a
medias o no logra realizar queda en
manos de la espontánea capacidad
inventiva de los seres humanos para
reparar y completar. Desprovista de la
comodidad que aporta la rutina, la
creatividad (como señaló Bakunin) sólo
cuenta con dos facultades humanas: la
capacidad para pensar y la tendencia a
(y el coraje para) rebelarse. El ejercicio
de cualquiera de estas dos habilidades
entraña numerosos riesgos y, a
diferencia
de
la
rutina,
institucionalmente arraigada y protegida,
poco puede hacerse para reducir esos
riesgos o hacerlos desaparecer. La
communitas (que no debe ser
confundida con las contrasociedades que
se
adjudican
el
nombre
de
«comunidades» pero que reproducen los
métodos de la societas) habita en la
tierra de la incertidumbre, y no lograría
sobrevivir en ninguna otra parte.
La supervivencia y el bienestar de la
communitas (y por lo tanto, e
indirectamente, también de la societas)
dependen de la imaginación humana, de
su inventiva y coraje para romper la
rutina y aventurarse por caminos
inexplorados. En otras palabras,
depende de la habilidad humana para
vivir
en
riesgo
y
aceptar
responsablemente sus consecuencias. En
estas habilidades descansa la «economía
moral» —cuidado y ayuda mutuos, vivir
para el otro, tejer la trama del
compromiso humano, ajustar y corregir
los lazos interhumanos, transformar los
derechos en obligaciones, compartir la
responsabilidad del destino y el
bienestar de todos—, indispensable para
rellenar los agujeros abiertos, empresa
siempre inconclusa de la estructuración,
y contener la inundación que ella ha
desatado.
La invasión y colonización de la
communitas, sede de la moral
económica, a manos de las fuerzas del
mercado de consumo, representa el
mayor de los peligros que amenazan
hoy a la unión humana.
El blanco principal del ataque de los
mercados son los humanos en cuanto
productores. Una vez conquistada y
colonizada toda la tierra, sólo los
consumidores obtendrán su permiso de
residencia. El difuso albergue donde se
alojaban las condiciones de vida
compartida
será
clausurado
y
desmantelado. Los modelos de vida, así
como los tipos de vínculos que los
sostienen, sólo estarán disponibles bajo
la forma de «bienes». Así como el
Estado, obsesionado por el orden,
combatió (no sin riesgo para sí mismo) a
la anarquía, sello distintivo de la
communitas, por la amenaza que esta
implicaba para la rutina asistida por el
poder,
el
mercado
consumista,
obsesionado por el lucro, también
combate la anarquía por su escandalosa
capacidad productiva y el potencial de
autosuficiencia
que
supuestamente
podría desprenderse de ella. Es
justamente porque la economía moral
tiene tan poca necesidad de los
mercados que las fuerzas del mercado se
han alzado en armas contra ella.
En esa guerra se ha desplegado una
doble estrategia.
Primero, todos los aspectos posibles
de economía moral independiente de los
mercados es cosificada hasta cobrar el
aspecto de un objeto de consumo.
Segundo, todo elemento de la
economía moral de la communitas que
resista
dicha
cosificación
es
considerado
irrelevante
para
la
prosperidad de la sociedad de consumo.
Se lo despoja de todo valor, en una
sociedad entrenada para medirlo todo en
términos pecuniarios e identificar el
valor con el precio que figura en las
etiquetas de bienes y servicios
vendibles y comprables. Por último, se
lo corre de la atención pública (y se
espera que también de la individual)
borrándolo de las cuentas públicas
indicadoras del bienestar humano.
El resultado de esta guerra actual no
está ni remotamente definido, aunque
hasta el momento la ofensiva proviene
de uno solo de los bandos, mientras que
el otro se encuentra en permanente
retirada. La communitas ha perdido
mucho terreno, y los almacenes de
barrio que sueñan con convertirse en
centros comerciales florecen donde una
vez eran ellos los que cosechaban.
Perder terreno es un suceso ominoso
y potencialmente desastroso en el
desarrollo de una guerra, pero el factor
que en definitiva decide el resultado de
las hostilidades es siempre la habilidad
de las tropas para luchar. El terreno es
más fácil de recobrar que el ánimo
cuando se ha perdido, y que la confianza
en los objetivos y probabilidades de la
resistencia cuando ha flaqueado. Es esto
precisamente lo que augura un destino
más oscuro para la economía moral.
El éxito principal y más trascendente
de la ofensiva del mercado hasta el
momento ha sido la gradual (pero de
ninguna
manera
completa
o
irremontable)
aunque
sistemática
erosión de las habilidades de
socialidad. En términos de relaciones
interpersonales, los actores carentes de
entrenamiento funcionan cada vez más
seguido en «modalidad de agencia»,
actuando
de
forma
heterónoma,
siguiendo instrucciones explícitas o
subliminales, y guiados principalmente
por el deseo de cumplir las órdenes al
pie de la letra y por el miedo a apartarse
de los modelos en boga. El magnetismo
seductor
del
comportamiento
heterónomo redunda sobre todo en un
abandono de las responsabilidades: una
receta autorizada que viene en un mismo
paquete junto con un acta que nos libera
de la necesidad de tener que responder
por los resultados adversos de su
aplicación.
El retroceso de las habilidades de
socialidad se ve fogoneado y acelerado
por la tendencia, inspirada por el
modelo de vida consumista dominante, a
tratar a los otros seres humanos como
objetos de consumo según la cantidad de
placer que puedan llegar a ofrecer, y en
términos de «costo-beneficio». A lo
sumo, los otros son valuados en tanto
compañeros-en-la-esencialmentesolitaria-tarea
del
consumir,
compañeros de alegrías consumistas,
cuya presencia y activa participación
pueden intensificar dichos placeres.
Perdido por el camino ha ido quedando
el valor intrínseco de los otros en cuanto
seres humanos únicos e irrepetibles, así
como la preocupación por el cuidado de
la propia y ajena especificidad y
originalidad. La solidaridad humana es
la primera baja de la que puede
vanagloriarse el mercado de consumo.
3. SOBRE LA
DIFICULTAD DE
AMAR AL
PRÓJIMO
El precepto que exige «ama a tu
prójimo como a ti mismo», dice Freud
(en El malestar en la cultura[33]) es uno
de los fundamentales de la vida
civilizada. Y es también el más opuesto
a la clase de razón que promueve la
civilización: la razón del autointerés y
de la búsqueda de la propia felicidad.
Ese precepto fundante de la civilización
sólo puede ser aceptado, adoptado y
practicado si uno se rinde ante la
admonición teológica credere quia
absurdum, creerlo porque es absurdo.
De hecho, basta con preguntar «¿por
qué debería hacerlo?, ¿qué beneficio me
reportaría?», para percibir el absurdo
carácter de la exigencia de amar a
nuestro prójimo, a cualquier prójimo,
por el solo hecho de ser nuestro
prójimo. Si amo a alguien, es porque esa
persona debe merecerlo de alguna
manera… «Y lo merece si en ciertos
sentidos importantes es tan semejante a
mí como para que pueda amarme a mí
mismo amándola a ella; y lo merece si
es más perfecta que yo mismo como
para que pueda amar en ella el ideal de
mi propia persona… Pero si esa persona
me resulta extraña y no puede atraerme
gracias a su propio valor o a la
importancia que pueda haber cobrado en
mi vida emocional, me resultará muy
difícil amarla». Y la exigencia resulta
aún más molesta e insensata, ya que con
frecuencia no logro descubrir ninguna
evidencia de que esa persona extraña a
la que supuestamente debo amar me ame
o muestre por mí siquiera «una mínima
consideración». “En el momento en que
le convenga, no vacilará en herirme,
burlarse de mí, calumniarme y
demostrarme que tiene más poder que
yo…”.
Y sí, Freud se pregunta «¿qué
sentido tiene un precepto enunciado de
manera tan solemne si su cumplimiento
no puede ser recomendado como algo
razonable?». Buscando una respuesta,
uno está tentado de concluir,
contrariamente al sentido común, que
«ama a tu prójimo» es «un mandamiento
que en realidad está justificado por el
hecho de que no hay nada más que
contrarreste
tan intensamente
la
naturaleza humana original». Y cuanto
menos se obedezca una norma, tanto más
obstinadamente se la enunciará. Y el
mandato de amar al prójimo es, tal vez,
el que probablemente menos se
obedecerá. Cuando un converso en
ciernes le pidió al sabio talmúdico
Rabbi Hillel que le explicara la
enseñanza de Dios en el tiempo que
fuera capaz de permanecer parado sobre
un solo pie, el sabio replicó que «ama a
tu prójimo como a ti mismo» era la
única
respuesta
completa,
que
concentraba la totalidad de los
mandamientos divinos. Aceptar ese
mandamiento implica un salto a la fe, un
salto decisivo, por el cual un ser humano
se despoja de la coraza de los impulsos
y predilecciones «naturales», adopta una
postura alejada y opuesta a su naturaleza
y se convierte en un ser «no-natural»
que, a diferencia de las bestias (y, por
cierto, de los ángeles, tal como señaló
Aristóteles), es lo que distingue al ser
humano.
La aceptación del precepto de amar
al prójimo es el acta de nacimiento de la
humanidad. Todas las otras rutinas de la
cohabitación humana, así como sus
reglas preestablecidas o descubiertas
retrospectivamente, son tan sólo una
lista (nunca completa) de notas al pie de
ese precepto. Si este precepto fuera
ignorado o desechado, no habría nadie
que construyera esa lista o evaluara su
completud.
Amar al prójimo requiere un salto
hacia la fe; sin embargo, el resultado
es el acta de nacimiento de la
humanidad. Y también representa el
aciago
paso
del
instinto
de
supervivencia hacia la moralidad.
Ese paso convierte a la moralidad en
una parte, y tal vez en una conditio sine
qua non, de la supervivencia. Con ese
ingrediente, la supervivencia de un
humano
se
transforma
en
la
supervivencia de la humanidad en el ser
humano.
«Ama a tu prójimo como a ti mismo»
implícitamente presenta el amor a sí
mismo como algo que se da de manera
no problemática, algo que siempre
estuvo en ese sitio. El amor a sí mismo
es
pura
supervivencia,
y
la
supervivencia no necesita mandatos, ya
que las otras criaturas vivas (no
humanas) se las arreglan perfectamente
sin ellos. Amar al prójimo como a uno
mismo hace que la supervivencia
humana sea distinta a la supervivencia
de todas las otras criaturas vivas. Sin
esa extensión/trascendencia del amor a
sí mismo, la prolongación de la vida
física, orgánica, no llega a ser, por sí
misma, una supervivencia humana; no
es la clase de supervivencia que
distingue a los humanos de las bestias
(y, no debemos olvidarlo, de los
ángeles). El precepto de amar al
prójimo desafía a los instintos
determinados por la naturaleza; pero
también desafía el sentido de la
supervivencia establecido por la
naturaleza, y el del amor a uno mismo,
que lo resguarda.
Amar al prójimo no es un ingrediente
básico del instinto de supervivencia,
pero tampoco es un ingrediente básico
el amor a uno mismo como modelo del
amor al prójimo.
¿Qué significa el amor a uno mismo?
¿Qué es lo que amo «en mí mismo»?
¿Qué es lo que amo cuando me amo a mí
mismo? Nosotros, los humanos,
compartimos
los
instintos
de
supervivencia con nuestros primos
cercanos, no tan cercanos y lejanos, los
animales, pero cuando se trata del amor
a uno mismo, nuestros caminos divergen
y nos encontramos solos.
Es verdad que el amor a uno mismo
impulsa a «aferrarse a la vida», a tratar
con todo empeño de permanecer con
vida para bien o para mal, a resistir y a
luchar contra cualquier cosa que
amenace con una prematura o abrupta
finalización de la vida, y a proteger o,
mejor aún, a reforzar nuestra capacidad
y vigor para asegurar que nuestra
resistencia sea eficaz. Sin embargo, en
ese aspecto nuestros primos animales
son maestros, expertos tan virtuosos
como el más dedicado e ingenioso
adicto al estado físico y a la salud que
podamos encontrar entre los seres
humanos. Nuestros primos animales
(salvo los «domesticados», a los que
nosotros, sus amos humanos, hemos
conseguido despojar de sus dotes
naturales para que puedan ser más útiles
para nuestra supervivencia, no para la
de ellos) no necesitan consejeros
expertos que les digan cómo mantenerse
con vida y en buen estado. Tampoco
necesitan que el amor a sí mismos los
instruya
transmitiéndoles
que
permanecer con vida y en buen estado es
la actitud más correcta.
La supervivencia (la supervivencia
animal, la supervivencia física y
corporal) puede conseguirse sin el amor
a uno mismo. ¡De hecho, puede lograrse
mejor sin el amor a uno mismo que
gozando de su compañía! Es posible que
los
caminos
del
instinto
de
supervivencia y el amor a uno mismo
corran paralelos, pero también pueden
correr en direcciones opuestas… El
amor a uno mismo puede rebelarse
contra la continuación de la vida. Puede
instarnos a invitar el peligro y a darle la
bienvenida a la amenaza. El amor a uno
mismo puede empujarnos a rechazar una
vida que no está a la altura de ese amor
y que resulta, por lo tanto, indigna de ser
vivida.
Porque lo que amamos en nuestro
amor a uno mismo es la personalidad
adecuada para ser amada. Lo que
amamos es el estado, o la esperanza, de
ser amados. De ser objetos dignos de
amor, de ser reconocidos como tales, y
de que se nos dé la prueba de ese
reconocimiento.
En suma: para sentir amor por uno
mismo, necesitamos ser amados. La
negación del amor —la privación del
estatus de objeto digno de ser amado—
nutre el autoaborrecimiento. El amor a
uno mismo está edificado sobre el amor
que nos ofrecen los demás. Si se
emplean sustitutos para construirlo,
puede haber una semejanza, por
fraudulenta que sea, de ese amor. Los
otros deben amarnos primero para que
podamos empezar a amarnos a nosotros
mismos.
¿Y cómo sabemos que no hemos sido
desdeñados o considerados un caso
perdido, que el amor está llegando,
puede llegar, llegará, que somos dignos
de él y por lo tanto tenemos derecho a
permitirnos el amour de soi, y a gozar
de él? Lo sabemos, creemos saberlo, y
cuando nos hablan y nos escuchan
confirmamos que nuestra convicción era
acertada. Cuando se nos escucha
atentamente, con un interés que delata y
señala la voluntad de responder,
suponemos que somos respetados. Es
decir, suponemos que lo que pensamos,
hacemos o nos proponemos hacer tiene
importancia.
Si otros me respetan, obviamente
debe haber «en mí» algo que sólo yo
puedo ofrecerle a los otros; y
obviamente existen esos otros, sin duda,
a quienes les gustará y agradecerán el
ofrecimiento. Soy importante, y lo que
digo y pienso también es importante. No
soy un cero, alguien a quien se puede
reemplazar y desechar fácilmente. Yo
«hago una diferencia», y no sólo para mí
mismo. Lo que digo y lo que soy
realmente importa, y no se trata tan sólo
de una fantasía mía. Sea cual fuere el
mundo que me rodea, ese mundo sería
más pobre, menos interesante y menos
promisorio si yo súbitamente dejara de
existir o me marchara a otra parte.
Si eso es lo que nos convierte en
adecuados y dignos objetos del amor a
uno mismo, entonces la demanda de
«ama al prójimo como a ti mismo» (es
decir, suponer que el prójimo desea ser
amado por las mismas razones que nos
inducen a amarnos a nosotros mismos)
implica el deseo del prójimo de que se
reconozca, admita y confirme su
dignidad, su posesión de un valor único,
irreemplazable y no desechable. Esa
exigencia nos insta a suponer que el
prójimo sin duda representa esos
valores, al menos mientras no se pruebe
lo contrario. Amar al prójimo como nos
amamos a nosotros mismos significaría
entonces respetar el carácter único de
cada uno, el valor de nuestras
diferencias que enriquecen el mundo que
todos habitamos y que lo convierten en
un lugar más fascinante y placentero, ya
que amplían aún más su cornucopia de
promesas.
En una escena del filme más humano
de Andrzej Wajda —Korczak—,
Janusz Korczak (seudónimo literario
del
gran
pedagogo
Henryk
Goldszmit),
un
héroe
fílmico
absolutamente humano, recuerda los
horrores de las guerras libradas
durante la vida de su sufrida
generación. Por supuesto, recuerda las
atrocidades y las condena y las
aborrece tal como esos actos
inhumanos merecen ser condenados y
aborrecidos. Sin embargo, lo que más
horror le produce es el recuerdo de un
hombre borracho que patea a un niño.
En nuestro mundo obsesionado con las
estadísticas, los promedios y las
mayorías, tendemos a medir el grado de
inhumanidad de las guerras por medio
del número de víctimas. Tendemos a
medir el mal, la crueldad, el escarnio y
la infamia de la victimización por medio
del número de víctimas. Pero en 1944,
en medio de la guerra más criminal en la
que se hayan enzarzado los seres
humanos, Ludwig Wittgenstein señaló:
Ningún grito atormentado puede
ser mayor que el grito de un solo
hombre.
O mejor, ningún tormento
puede ser mayor que el que puede
sufrir un solo ser humano.
Todo el planeta no puede sufrir
un tormento mayor que una sola
alma.
Medio siglo más tarde, presionada
por Leslie Stahl de la cadena de
televisión CBS, quien la interrogaba
acerca del medio millón de niños que
murieron como resultado del constante
bloqueo
estadounidense
a
Irak,
Madeleine
Albright,
entonces
embajadora estadounidense ante las
Naciones Unidas, no negó la acusación y
admitió que había sido «difícil tomar
esa decisión». Pero la justificó:
«pensamos que valió la pena pagar ese
precio».
Seamos justos: Albright no estaba ni
está sola en su razonamiento. «No se
puede hacer una tortilla sin cascar
huevos» es la excusa favorita de los
visionarios, de los voceros de las
visiones respaldadas oficialmente y de
los generales que actúan a instancias de
esos voceros. Esa fórmula se ha
convertido, con el paso de los años, en
un verdadero lema de nuestros valientes
tiempos modernos.
Quienes sean esos «nosotros» que
«pensamos», en cuyo nombre habló
Albright, su clase de juicio, de extrema
y fría crueldad, es exactamente lo que
despertó la oposición de Wittgenstein y
lo que consternó, indignó y repugnó a
Korczak, decidiéndolo a construir toda
una vida basada en esa repugnancia.
La mayoría de nosotros coincidiría
en que el sufrimiento sin sentido y el
dolor infligido insensatamente no
pueden tener excusa y no serían
defendibles ante ningún tribunal, pero
menos están dispuestos a admitir que
matar de hambre o causar la muerte a un
solo ser humano no es ni puede ser «un
precio que valga la pena pagar», por
«sensata» o incluso noble que pueda ser
la causa por la que se paga. El precio no
puede ser nunca la humillación o la
negación de la dignidad humana. No se
trata tan sólo de que la vida digna y el
respeto debido a la humanidad de cada
ser humano se combinan para constituir
un valor supremo que no puede ser
superado ni compensado por cualquier
volumen ni cantidad de otros valores,
sino que todos los otros valores
solamente son valores en cuanto sirven
a la dignidad humana y promueven su
causa. Todas las cosas valiosas de la
vida humana son tan sólo vales de
compra para ese valor que hace que la
vida sea digna de ser vivida. Quien
busque la supervivencia asesinando la
humanidad de otro ser humano sólo
consigue sobrevivir a la muerte de su
propia humanidad.
La negación de la dignidad humana
desacredita el valor de cualquier causa
que necesite de esa negación para
confirmarse. Y el sufrimiento de un solo
niño desacredita ese valor tan radical y
completamente como el sufrimiento de
millones. El principio que puede
resultar cierto en el caso de las tortillas
se convierte en una cruel mentira cuando
se lo aplica a la felicidad y el bienestar
humanos.
Los biógrafos y discípulos de
Korczak suelen aceptar en general que la
clave de sus ideas y actos era su amor a
los niños. Esa interpretación tiene
sólidos fundamentos: Korczak sentía un
amor apasionado e incondicional,
completo y abarcativo hacia los niños,
un amor capaz de sostener toda una vida
con un sentido de integridad y cohesión.
Sin embargo, al igual que todas las
interpretaciones, esta no abarca
completamente a su objeto.
Korczak amaba a los niños como
pocos de nosotros somos capaces de
amar, pero lo que amaba en los niños
era su humanidad. La humanidad en su
mejor faceta: no distorsionada, no
trunca, en estado puro, íntegra, completa
en su infancia incipiente, colmada de
una promesa aún no traicionada y de un
potencial todavía no contaminado. Los
potenciales
portadores
de
esa
humanidad nacen y crecen en un mundo
más propenso a cortarles las alas que a
alentarlos a desplegarlas para volar, y
por eso, según Korczak, sólo en los
niños se podía encontrar humanidad, y
preservarla (por un tiempo, sólo por un
tiempo) en estado prístino y completo.
Tal vez sería mejor cambiar los
hábitos del mundo y hacer del hábitat
humano un lugar más hospitalario para
la dignidad humana, de modo que el
ingreso a la vida adulta no comprometa
la humanidad de los niños. El joven
Henryk Goldszmit compartía las
esperanzas de su siglo y creía que
cambiar los abominables hábitos del
mundo estaba en poder de los seres
humanos, que era una tarea factible y
viable. Pero con el correr de los años, a
medida que las pilas de víctimas y los
«daños colaterales», provocados tanto
por las malas intenciones como por las
intenciones nobles, crecieron hasta el
cielo, y a medida que la necrosis y
putrefacción de la carne, que suele ser
también el destino de los sueños,
dejaban cada vez menos espacio a la
imaginación, esas elevadas esperanzas
perdieron toda credibilidad. Janusz
Korczak conocía perfectamente la
incómoda verdad que tampoco Henryk
Goldszmit ignoraba: que no existen
atajos que conduzcan a un mundo hecho
a la medida de la dignidad humana, dado
que es improbable que «el mundo que
existe realmente», construido cada día
por gente ya despojada de su dignidad y
desacostumbrada a respetar la dignidad
humana de los otros, pueda reconstruirse
según esa medida.
En nuestro mundo, la perfección no
puede imponerse por ley. No es posible
imponer la virtud y tampoco se puede
convencer al mundo de que adopte una
conducta virtuosa. No podemos hacer
que el mundo sea amable y considerado
con los seres humanos que lo habitan, ni
que se adecúe a los sueños de dignidad
que anhelamos. Pero hay que intentarlo.
Y uno lo intenta. Lo intentaría, al menos,
si uno fuera el Janusz Korczak que
surgió de Henryk Goldszmit.
¿Pero cómo intentarlo? Un poco
como los visionarios utópicos a la vieja
usanza, que, tras haber fracasado en su
intento de lograr la cuadratura del
círculo de seguridad y libertad dentro de
la Gran Sociedad, se convirtieron en
diseñadores de comunidades cercadas,
centros
comerciales
y
parques
temáticos… Pero en nuestro caso, lo
intentamos protegiendo la dignidad con
la que nace todo ser humano de ladrones
y estafadores que pretenden robarla o
distorsionarla
o
mutilarla,
y
emprendiendo esa labor de protección
de toda una vida cuando aún hay tiempo,
durante los años de dignidad de la
infancia. Trataríamos de cerrar el
establo antes de que el caballo se
desboque o sea robado.
Una manera de hacerlo —
aparentemente la más razonable— es
proteger a los niños de los efluvios
venenosos de un mundo manchado y
corrompido por la humillación y la
indignidad humanas, vedándoles el
acceso a la ley de la jungla que empieza
del otro lado del umbral de la puerta del
refugio. Cuando su orfanato fue
trasladado de su ubicación de preguerra,
en Krochmalna, al gueto de Varsovia,
Korczak ordenó que la puerta de entrada
permaneciera constantemente cerrada
con llave y que las ventanas de la planta
baja fueran tapiadas. Como las
inminentes deportaciones hacia las
cámaras de gas se convertían ya en una
certeza, Korczak se opuso a la idea de
cerrar el orfanato y dejar a los niños
librados a su suerte para que buscaran
individualmente una posibilidad de
escape que quizás (y sólo quizás) alguno
de ellos podría procurarse. Seguramente
decidió que no valía la pena correr ese
riesgo: una vez fuera del refugio, los
niños conocerían tan sólo el miedo, la
denigración y el odio. Perderían su
valor más preciado: la dignidad. Una
vez despojados de ese valor, ¿qué
sentido tendría seguir viviendo? Ese
valor, el más preciado de los seres
humanos, el atributo sine qua non de la
humanidad, es una vida digna, y no la
supervivencia a cualquier precio.
Spielberg podría aprender algo de
Korczak, el hombre, y de Korczak, el
filme.
Algo que no sabía, o que no quiso saber,
o que no quiso admitir que sabía, algo
acerca de la vida humana y de esos
valores que hacen que la vida sea digna
de ser vivida, algo que ignoró o
desconsideró en su propio relato de la
inhumanidad, La lista de Sckindler,
éxito de taquilla que recibió el aplauso
de nuestro mundo, que poco tiene que
ver con la dignidad y donde hay una gran
demanda de humillación, y que ha
llegado a considerar que el propósito de
la vida es sobrevivir a los demás.
El filme La lista de Schindler es
acerca de sobrevivir a los demás,
sobrevivir a cualquier precio y en
cualquier circunstancia, pase lo que
pase, haciendo lo que haya que hacer. La
atestada sala estalla en aplausos cuando
Schindler consigue bajar a su capataz
del tren que está por partir hacia
Treblinka. Poco importa que no haya
impedido la partida del tren y que el
resto de los pasajeros transportados en
vagones de ganado terminen su viaje en
las cámaras de gas. Y el aplauso vuelve
a estallar cuando Schindler rechaza la
oferta de «otros judíos» para reemplazar
a «sus judíos», «erróneamente»
marcados para el crematorio, y logra
«corregir» «ese error».
El derecho del más fuerte, del más
astuto, del más ingenioso o artero
para hacer todo lo posible por
sobrevivir a los más débiles y
desafortunados es una de las lecciones
más horrorosas del Holocausto.
Una lección truculenta, aterradora, pero
por la misma razón rápidamente
aprendida, incorporada, memorizada y
aplicada. Para poder ser adoptada, esa
lección primero debe ser despojada de
toda connotación ética, convertida en la
esencia misma de un juego de
supervivencia de suma cero. La vida es
sobrevivir. Viven los más fuertes. El que
golpea primero sobrevive. Mientras uno
es el más fuerte, puede librarse sin
castigo de lo que les haya hecho a los
débiles. El hecho de que la
deshumanización de las víctimas
deshumaniza —y devasta moralmente—
a los victimarios se descarta como una
irritación menor, cuando no se omite
totalmente. Lo que cuenta es ponerse por
encima y permanecer allí. Sobrevivir —
seguir con vida— es aparentemente un
valor que permanece impoluto y no es
manchado por la inhumanidad que
implica una vida dedicada a la
supervivencia. Es un valor digno de
lograrse en sí mismo, por altos que sean
los precios que deban pagar los
derrotados y por más profunda e
irreparable que sea la depravación y la
degradación de los vencedores.
Esta lección, la más inhumana y
terrorífica que nos ha dejado el
Holocausto, nos llega completa, con un
inventario de los daños que podemos
infligirles a los débiles para reafirmar
las propias fuerzas. Hacer redadas,
deportar, encerrar en campos de
concentración o condenar a poblaciones
enteras al modelo concentracionario,
demostrar la futilidad de la ley con la
ejecución inmediata de sospechosos,
encarcelando sin juicio ni plazo de
confinamiento, sembrando el terror con
castigos arbitrarios y azarosos: todos
estos procesos han demostrado ser útiles
a la causa de la supervivencia, y por lo
tanto «racionales».
La lista se amplía a medida que pasa
el tiempo. Se experimenta con «nuevos y
mejores» recursos y, si la prueba resulta
exitosa, se suman al inventario recursos
como allanar hogares o barrios enteros,
arrancar de raíz montes de olivos,
incendiar cosechas, destruir lugares de
trabajo y medios de subsistencia por
miserables que sean. Todos esos
procedimientos
tienden
a
autopropulsarse y autoexacerbarse por
sí mismos. A medida que crece la lista
de atrocidades cometidas, también crece
la necesidad de aplicarlas cada vez con
mayor determinación para impedir que
las víctimas hagan oír su voz y sean
escuchadas. Y a medida que las viejas
estratagemas se vuelven rutinarias y se
disipa el horror que han sembrado entre
sus víctimas, es necesario buscar
urgentemente nuevas artimañas, aún más
lacerantes y horrorosas.
La victimización rara vez humaniza a
sus víctimas. Ser una víctima no
garantiza autoridad moral.
En una carta privada en la que objeta
mis consideraciones acerca de la
posibilidad de cortar la «cadena
cismogenética» que tiende a transformar
a las víctimas en victimarios, Antonina
Zhelazkova,
la
intrépida
y
extremadamente perceptiva etnóloga y
dedicada exploradora del interminable
barril de pólvora que son las
hostilidades étnicas y de otras
naturalezas que asolan los Balcanes,
escribió:
No acepto que las personas
sean capaces de resistirse al
impulso de matar después de haber
sido víctimas. Usted le pide
demasiado a la gente común. Es
usual que una víctima se convierta
en un carnicero. El pobre hombre,
así como el pobre de espíritu al
que uno ha ayudado, llega a
odiarnos […] porque quiere
olvidar el pasado, la humillación,
el dolor y el hecho de que ha
logrado algo con la ayuda de
alguien, gracias a la compasión de
alguien pero no solo […]. Cómo
escapar del dolor y de la
humillación […] lo más natural es
lograrlo matando o humillando al
ejecutor o al benefactor. O
encontrando a otra persona más
débil para poder derrotarla.
No descartemos con ligereza la
advertencia de Zhelazkova. De hecho, la
humanidad común y corriente lleva
todas las de perder. Las armas no
hablan, y el sonido del habla humana
parece
ser
una
respuesta
abominablemente débil al zumbido de
los misiles y al ensordecedor estruendo
de los explosivos.
La memoria es una bendición a
medias. Más precisamente, es al mismo
tiempo una bendición y una maldición.
Puede «conservar vivas» muchas cosas
de inigualable valor para el grupo y sus
vecinos. El pasado es una bolsa llena de
acontecimientos, y la memoria nunca los
retiene a todos, y aquello que conserva o
que recupera del olvido jamás es
reproducido en su forma «prístina» (sea
lo que fuere que eso signifique). El
«pasado íntegro», y el pasado «wie es
ist eigentlich gewesen» (tal como Ranke
sugirió que debía ser relatado por los
historiadores) nunca es recobrado por la
memoria. Y si lo fuera, la memoria sería
para los vivos una verdadera desventaja
más que un valor. La memoria
selecciona e interpreta, y qué debe
seleccionarse y cómo debe interpretarse
es un tema discutible y objeto de
continuos debates. La resurrección del
pasado, el mantenerlo vivo, sólo puede
lograrse por medio de un activo trabajo
de la memoria que seleccione, reprocese
y recicle.
En The Ethical Demanda Lógstrup
expresó una visión más optimista de
las inclinaciones naturales de los seres
humanos.
«Es característico de la vida humana
que las personas suelan encontrarse
entre sí con natural confianza», escribió.
«Sólo a causa de una circunstancia
especial desconfiamos de antemano de
un desconocido […]. Sin embargo, en
circunstancias normales aceptamos la
palabra de un desconocido y no
desconfiamos de él mientras no
tengamos algún motivo particular para
hacerlo. Nunca sospechamos que una
persona es falsa mientras no lo
pesquemos en una mentira.»[34]
Lógstrup concibió The Ethical
Demand durante los ocho años
siguientes a su matrimonio con Rosalie
Maria Pauly, pasados en la pequeña y
pacífica parroquia de la isla Funen. Con
todo el respeto debido a los amistosos y
sociables residentes de Aarhus, donde
Lógstrup pasaría el resto de su vida
enseñando teología en la universidad
local, dudo de que esas ideas pudieran
gestarse en su mente una vez que se
estableció en la ciudad y debió
enfrentarse directamente a las realidades
del mundo en guerra y a la ocupación,
como miembro activo de la resistencia
danesa.
Las personas tienden a tejer sus
imágenes del mundo con el hilo de su
experiencia. A la generación actual
puede resultarle rebuscada la soleada y
jubilosa imagen de un mundo confiado y
confiable, agudamente opuesta a la que
ellos aprenden cada día y a la sugerida
por los relatos de experiencia y las
recomendaciones de estrategia de vida
que escuchan cotidianamente. Más bien
se identifican con los actos y
confesiones de los personajes de la
reciente
oleada
de
programas
televisivos, ávidamente vistos y
enormemente populares, del tipo de
Gran Hermano, Survivor y The Weakest
Link. Esos programas expresan un
mensaje muy diferente: no hay que
confiar en un desconocido. La serie
Survivor tiene un subtítulo que lo dice
todo: «No confíes en nadie». Los
seguidores y adictos de los reality
shows de la televisión invertirían el
veredicto
de
Lógstrup:
«Es
característico de la vida humana que las
personas suelan encontrarse entre sí con
natural suspicacia».
Estos espectáculos televisivos que
ganaron millones de telespectadores y
que inmediatamente atraparon la
imaginación general eran ensayos
públicos del carácter descartable de los
seres humanos. Transmitían indulgencia
y advertencia en una sola historia: su
mensaje era que nadie es indispensable,
que nadie tiene derecho a su parte de los
frutos del esfuerzo común por el sólo
hecho de haber contribuido a él, y menos
aún por ser, simplemente, miembro del
equipo. La vida es un juego duro para
gente dura, añadía el mensaje. Cada
partida comienza de cero, los méritos
pasados no cuentan, uno sólo vale según
los resultados del último duelo. En cada
momento, cada jugador sólo lucha por sí
mismo, y para avanzar, por no hablar de
alcanzar la cima, primero debe cooperar
para excluir a todos los otros ansiosos
por sobrevivir y ganar que le obstruyen
el camino, pero debe cooperar sólo para
vencer, uno a uno, a todos aquellos con
los que antes había cooperado, y
dejarlos atrás, derrotados, cuando ya no
son más útiles.
Los otros son, en primer lugar,
competidores que conspiran como
suelen hacerlo los rivales: cavando
trampas,
tendiendo
emboscadas,
ansiosos de que tropecemos y caigamos.
Las estrategias que ayudan a los
ganadores a superar la competencia y a
salir victoriosos de la despiadada
batalla son de diversas clases, y oscilan
entre la descarada autoafirmación y la
más púdica modestia. Y, a pesar de la
estrategia elegida, y de las habilidades
de los sobrevivientes y los errores de
los vencidos, la historia de la
supervivencia está condenada a
desarrollarse siempre de la misma
manera monótona: en un juego de
supervivencia
la
confianza,
la
compasión y la clemencia (atributos
fundamentales
de
la
«expresión
soberana de la vida» de Lógstrup) son
suicidas. Si uno no es más duro e
inescrupuloso que todos los demás, lo
destruirán, con o sin remordimientos.
Hemos regresado a la sombría verdad
del mundo darwiniano: los que
sobreviven son invariablemente los más
aptos. O, más bien, la supervivencia es
la prueba última de que uno está en
buena forma.
Si los jóvenes de nuestra época
fueran
lectores
de
libros,
y
particularmente de libros viejos que no
figuran en las listas actuales de
bestsellers, seguramente tendrían más
posibilidades de coincidir con el oscuro
y nada soleado cuadro del mundo
pintado por el exiliado ruso y filósofo
de la Sorbona, León Shestov: «Homo
homini lupus es una de las máximas más
inquebrantables de la moralidad eterna.
En cada uno de nuestros vecinos
tememos que haya un lobo… ¡Somos tan
pobres, tan débiles, se nos arruina y
destruye
tan
fácilmente!
¡Cómo
podríamos no sentir miedo!… Sólo
vemos peligros y más peligros…»[35].
Nuestros jóvenes repetirían, tal como lo
hizo Shestov y tal como el programa
Gran
Hermano
lo
transmitió,
elevándolo al nivel del sentido común,
que este es un mundo duro, hecho para
las personas duras, un mundo de
individuos que sólo pueden confiar en su
propia astucia, decididos a ser más
listos que sus enemigos y a superarlos.
Al encontrarse con un desconocido, se
requiere en primer lugar vigilancia, en
segundo lugar vigilancia y en tercer
lugar vigilancia. Reunirse, estar juntos y
trabajar en equipos tiene sentido en tanto
y en cuanto los demás contribuyan a que
uno se salga con la suya. No hay razón
para que el compañerismo persista
luego de que los otros ya no reportan
más beneficio, o reportan menos que el
que
reportaría
deshacerse
del
compromiso y cancelar toda obligación
hacia ellos.
A la gente joven que nació, creció o
llegó a la adultez con el cambio de
siglo también le resultará familiar, e
incluso obvia, la descripción que
Anthony Giddens ha hecho de la
«relación pura»[36].
En la actualidad, la «relación pura»
tiende a ser la forma predominante de
unión humana, que se establece «por lo
que cada persona puede obtener» y es
«continuada sólo mientras ambas partes
piensen que produce satisfacción
suficiente para que cada individuo
permanezca en ella».
Según la descripción de Giddens, la
actual «relación pura» no es,
tal
como
fue
antes
el
matrimonio,
una
«condición
natural», cuya durabilidad se daba
por hecho salvo en ciertas
circunstancias extremas. Uno de los
rasgos de la relación pura es que
puede ser concluida, más o menos a
voluntad, por cualquiera de las dos
partes en cualquier momento en
particular. Para que una relación
tenga posibilidad de durar, es
necesario el compromiso; sin
embargo cualquiera que se
comprometa sin reservas corre el
riesgo de resultar gravemente
dañado en el futuro, en caso de que
la relación fuera disuelta.
El compromiso con otra persona u
otras personas, particularmente un
compromiso incondicional, y más aún un
compromiso del tipo «hasta que la
muerte nos separe», en las buenas y en
las malas, en la riqueza y en la pobreza,
se parece cada vez más a una trampa que
debe evitarse a cualquier precio.
La gente joven dice ante algo que les
gusta: «es muy cool[37]» Y el término es
adecuado: los actos e interacciones de
los seres humanos pueden tener muchas
características, pero no deben ser
cálidos y menos aún permanecer en
estado de calidez o apasionamiento; las
cosas están bien mientras se mantengan
cool, y ser cool implica que uno está
OK. Si uno sabe que su pareja puede
decidir acabar con la relación en
cualquier momento, con o sin su propio
acuerdo (tan pronto como descubre que
usted, como origen de potencial gozo, ha
perdido todo potencial y ya no ofrece la
promesa de nuevos placeres, o sólo
porque el pasto parece más verde del
otro lado de la cerca), invertir todos sus
sentimientos en la relación siempre es
una alternativa riesgosa. Invertir
sentimientos profundos en la relación y
jurar fidelidad implica correr un enorme
riesgo: eso lo convierte a usted en
alguien dependiente de su pareja
(aunque señalemos que la dependencia
—que rápidamente ha cobrado un matiz
peyorativo— es la base de la
responsabilidad moral hacia el Otro,
tanto para Lógstrup como para Levinas).
Para echar un poco más de sal en la
herida, su dependencia —gracias a la
«pureza» de su relación— tal vez no sea
correspondida, y no tiene por qué serlo.
Por lo tanto, usted está atado, pero su
pareja es libre de marcharse, y el lazo
que lo ata a usted no basta para asegurar
la permanencia del otro. La conciencia
compartida, y de hecho generalizada, de
que todas las relaciones son «puras» (es
decir frágiles, fisiparas, destinadas a
durar mientras resulten convenientes, y
por lo tanto con «fecha de vencimiento»)
no es suelo fértil para que arraigue y
florezca la confianza.
Las parejas laxas y eminentemente
revocables han reemplazado al modelo
de la unión personal del tipo «hasta que
la muerte nos separe» que aún se
sostenía, bien o mal (aun cuando
revelara ya un número creciente de
grietas y rajaduras), en el momento en
que Lógstrup dejó consignada su
convicción en la existencia de la
«naturalidad» y la «normalidad» de la
confianza, y anunció su veredicto de que
la suspensión o cancelación de la
confianza,
y
no
su
entrega
incondicional y espontánea, era el caso
de
excepción
originado
por
circunstancias extraordinarias y que, por
lo tanto, requería explicación.
La enfermiza fragilidad y la
vulnerabilidad de las relaciones de
pareja no son, sin embargo, los únicos
rasgos de la versión actual que quitan
credibilidad a los presupuestos de
Lógstrup. Una fluidez, fragilidad y
transitoriedad implícita que no tienen
precedente (la famosa «flexibilidad»)
caracterizan a toda clase de vínculos
sociales, aquellos que hace apenas unas
décadas se estructuraban dentro de un
marco duradero y confiable, permitiendo
tramar una segura red de interacciones
humanas. Afectan particularmente, y de
manera seminal, el ámbito del empleo y
las relaciones profesionales. Con la
demanda de gente especializada que
suele decrecer en menos tiempo que el
que lleva adquirir y dominar la
especialización,
con
credenciales
educativas que pierden valor con
respecto al costo anual que tienen o que
incluso se convierten en «equidad
negativa» mucho antes de su supuesta
duración «para toda la vida», con las
fuentes de trabajo que desaparecen de un
día para otro casi sin advertencia, y con
el lapso de vida dividido en series de
proyectos breves y únicos, las
perspectivas de vida se parecen cada
vez
más
a
las
caprichosas
circunvoluciones de los proyectiles
inteligentes en busca de blancos
elusivos, efímeros e incansables, más
que la trayectoria predeterminada y
predecible de un misil balístico.
El mundo actual parece conspirar
contra la confianza.
Es posible que la confianza siga siendo,
tal como lo señaló Knud Lógstrup, una
emanación natural de la «soberana
expresión de la vida», pero una vez
emitida, en nuestros días, busca en vano
un lugar donde arraigar. La confianza ha
sido sentenciada a una vida llena de
frustraciones. La gente (separada o en
conjunto), las empresas, los grupos, las
comunidades, las grandes causas o los
esquemas de vida con autoridad
suficiente para guiar nuestras acciones
casi nunca retribuyen la devoción que se
les dedica. De todos modos, rara vez se
trata de modelos de coherencia y
continuidad a largo plazo. Casi nunca
hay un punto de referencia en el que
concentrar la atención de manera
confiable, que permita a los confundidos
que buscan orientación liberarse de la
agotadora tarea que implica una
vigilancia constante y la incesante
necesidad de volver sobre sus pasos en
las decisiones adoptadas. No hay puntos
de orientación que parezcan tener una
expectativa de vida más larga que los
individuos que buscan orientación, por
breve que puedan ser sus vidas
corporales. La experiencia individual
señala obstinadamente al yo como el
pivote de esa duración y continuidad que
tan ávidamente se buscan.
En nuestra sociedad, supuestamente
adicta a la reflexión, la confianza no
recibe gran estímulo. Un severo
escrutinio de los datos procedentes de
las evidencias vitales apunta en
dirección
opuesta,
revelando
insistentemente la perpetua volubilidad
de las reglas y la fragilidad de los lazos.
Sin embargo, ¿significa entonces que la
decisión de Lógstrup de invertir
esperanzas de moralidad en la
espontánea tendencia endémica a
confiar en los otros ha sido invalidada
por la incertidumbre endémica que
satura al mundo de hoy?
Podríamos decir que así es, si no
fuera porque Lógstrup nunca afirmó que
los impulsos morales surgían de la
reflexión. Por el contrario, según su
enfoque, la esperanza de la moralidad
estribaba
precisamente
en
su
espontaneidad
prerreflexiva:
«La
piedad es espontánea, porque la más
mínima interrupción, el más mínimo
cálculo, la más mínima vacilación o
idea de cumplir con otra cosa la
destruye por completo, y de hecho la
convierte
en
su
opuesto,
la
impiedad»[38].
Se sabe que Emmanuel Levinas dejó
clara su insistencia en que la pregunta
«¿por qué debo ser moral?» (es decir,
esgrimiendo argumentos del tipo «¿en
qué me favorecería eso?», «¿qué ha
hecho por mí esa persona para que yo
me preocupe por ella?», «¿por qué
debería preocuparme si tantos otros no
lo hacen?» o «¿no podría otro hacerlo en
mi lugar?») no es el punto de partida de
la conducta moral sino una señal de su
muerte, del mismo modo que la
amoralidad empezó con la pregunta de
Caín: «¿Acaso soy el guardián de mi
hermano?». Y Lógstrup parece estar de
acuerdo.
«La necesidad de moralidad» (una
expresión que es un oxímoron: cualquier
cosa que responda a una «necesidad» no
es de por sí la moralidad), o tan sólo «la
conveniencia de la moralidad», no
puede ser establecida y menos aún
comprobada
discursivamente.
La
moralidad no es más que una
manifestación innata de la humanidad,
no «sirve» a ningún «propósito» y, por
cierto, no está guiada por la expectativa
de ningún provecho, comodidad, gloria
o elevación. Es cierto que muchas veces
se han hecho buenas acciones —
serviciales y eficaces— a partir de que
los benefactores han calculado a partir
de ellas algún provecho, ya sea ganar la
gracia divina, comprar la estima pública
o asegurarse la absolución de gestos
despiadados cometidos en otras
oportunidades; sin embargo, no pueden
calificarse de genuinos actos morales
precisamente a causa de haber tenido
esa clase de motivaciones.
En los actos morales, «no se toma en
cuenta ningún motivo ulterior», insiste
Lógstrup. La expresión espontánea de la
vida —ya sea amoral o moral— es
radical precisamente gracias a «la
ausencia de motivos ulteriores». Esa es
una de las razones por las que la
demanda ética, esa presión «objetiva»
de ser moral que emana del hecho
mismo de estar vivo y compartir con
otros el planeta, es silenciosa y así debe
seguir siendo. Como la «obediencia a la
demanda ética» puede convertirse
fácilmente (distorsionada y deformada)
en una motivación de la conducta, la
demanda ética en estado puro es aquella
que no se recuerda y en la que no se
piensa: su radicalidad «consiste en que
la demanda sea superflua»[39]. «La
inmediatez del contacto humano está
sostenida por las expresiones inmediatas
de la vida[40]» y no necesita ni tolera
ningún otro sostén.
En términos prácticos, esto significa
que aunque un ser humano se resienta
por estar solo (en última instancia),
librado a su propia responsabilidad, es
precisamente esa soledad la que
contiene la esperanza de una unión
impregnada de moralidad. La esperanza,
no la certeza.
La espontaneidad y la soberanía de
las expresiones de la vida no aseguran
que la conducta resultante sea
éticamente adecuada ni una elección
laudable entre el bien y el mal. El punto,
sin embargo, es que las elecciones
incorrectas y las correctas emanan de la
misma condición, al igual que los
intensos impulsos de evadirse y la
solidez para aceptar responsabilidades,
reacciones siempre provocadas por las
exigencias. Sin protegerse de la
posibilidad de hacer elecciones
erróneas, no hay manera de perseverar
en la búsqueda de la elección correcta.
Lejos de ser una amenaza contra la
moralidad (y por lo tanto, para los
filósofos
éticos,
una
verdadera
abominación), la incertidumbre es el
terreno propio de la persona moral y,
por lo tanto, el único en que la
moralidad puede arraigarse y florecer.
Pero tal como Lógstrup señaló
acertadamente, «la inmediatez del
contacto humano» está «sostenida por
las expresiones inmediatas de la vida».
Supongo que esa conexión y ese
condicionamiento mutuo actúan en
ambos sentidos. La «inmediatez» parece
desempeñar en el pensamiento de
Lógstrup un papel similar al que
desempeña la «proximidad» en la obra
de Levinas. «Las expresiones inmediatas
de la vida» están gatilladas por la
proximidad o por la presencia inmediata
de otro ser humano, débil y vulnerable,
sufriente y necesitado de ayuda. Nos
moviliza lo que vemos, y nos vemos
instados a actuar, a ayudar, a defender, a
dar consuelo, a curar o a salvar.
«La soberana expresión de la vida» es
otro «hecho brutal», tal como la
«responsabilidad» de Levinas o, por
cierto, la «demanda ética» de
Lógstrup.
A diferencia de la demanda ética,
perpetuamente en la espera, inaudible,
inagotable, incumplida y tal vez
eternamente, por principio, incumplible
e inacabable, la soberana expresión de
la vida siempre está cumplida y
completa de antemano, aunque no por
elección sino «espontáneamente, sin
demanda»[41]. Podemos suponer que ese
estatus «sin elección» de las
expresiones de vida explica el
calificativo de «soberanas».
«La soberana expresión de la vida»
puede considerarse otro término para
designar el Befindlichkeit de Martin
Heidegger (estar situado, una idea
esencialmente ontológica), combinado
con el Stimmung (estar sintonizado, el
reflejo epistemológico de «estar
situado»)[42]. Tal como dio a entender
Heidegger, antes de que pueda realizarse
una elección, ya estamos inmersos en el
mundo y sintonizados con esa inmersión,
equipados con Vorurteil, Vorhabe,
Vorsicht, Vorgriff; capacidades que
portan el prefijo «vor» («pre») que
precede a todo conocimiento y
constituye su posibilidad de existir. Pero
el Stimmung heideggeriano está
íntimamente relacionado con das Man,
ese «nadie, a quien toda nuestra
existencia […] ya se ha rendido». «En el
principio, yo no soy yo’ en el sentido de
mi propio yo; para empezar, el ser es
Man y tiende a seguir siéndolo». Ese
estado de «Ser como das Man» es en
esencia el estado de conformidad an
sich, conformidad que no se reconoce a
sí misma como tal (y que por lo tanto no
debe confundirse con la elección
soberana de la solidaridad). En tanto
aparezca bajo la forma de das Man,
Mitsein («estar con») es un destino y no
una vocación. Y lo mismo ocurre con la
rendición a das Mam primero hay que
desenmascararla, revelándola como
conformidad, antes de que pueda ser
rechazada y combatida con el acto
crítico
de
autoafirmación,
o
absolutamente aceptada como estrategia
y objetivo de vida.
Por una parte, al insistir sobre su
«espontaneidad», Lógstrup sugiere ese
mismo estatus «an sich» para las
expresiones de vida, semejante al
estatus de Befindlichkeit y Stimmung.
Sin embargo, por otra parte, Lógstrup
parece identificar la soberana expresión
de la vida con el rechazo de esa
conformidad primigenia y «naturalmente
dada»
(objeta
intensamente
la
«absorción» de las expresiones
soberanas por parte de la conformidad,
el hecho de que «sean ahogadas en una
vida en la que un individuo imita a
otros»), aunque no la identifica con el
acto original de la emancipación del yo,
pero tampoco la identifica con el acto de
romper y atravesar el escudo protector
del estatus an sich. Repite que «no se
concluye directamente que la soberana
expresión de la vida logrará prevalecer
siempre»[43].
La expresión soberana tiene un
adversario poderoso: la expresión
«constreñida», inducida externamente y
por lo tanto heterónoma y no autónoma;
o más bien (en una interpretación
probablemente más a tono con la
intención de Lógstrup), una expresión
cuyos motivos (una vez representados, o
quizá mal representados, como causas)
se proyectan sobre los agentes externos.
Los
ejemplos
de
expresión
«constreñida» son designados como
ofensa, celos y envidia. En cada uno de
esos casos, la conducta se caracteriza
por el autoengaño, destinado a disfrazar
las fuentes genuinas de la acción. Por
ejemplo, el individuo «tiene una opinión
demasiado elevada de sí mismo para
soportar la idea de que ha actuado
erróneamente, de modo que la ofensa se
emplea para distraer la atención de su
propio error, y eso se logra
identificándose con la parte que ha
sufrido daño […] Al satisfacerse con el
rol de la parte dañada, uno debe
inventar daños para alimentar su propia
autoindulgencia»[44]. De ese modo, se
oculta la naturaleza autónoma de la
acción; es la otra parte, acusada de
mala conducta, con el delito de haber
empezado el asunto, a quien se le asigna
el rol de verdadero actor del drama.
Así, el yo queda exclusivamente como
receptor, el yo es quien ha sufrido la
acción del otro y no un actor por
derecho propio.
Una vez adoptada, esa visión parece
autoimpulsarse y autoalimentarse. Para
conservar credibilidad, la agresión
imputada a la otra parte debe ser
siempre más terrible y sobre todo estar
más allá de cualquier remedio o
redención; y los sufrimientos de la
víctima deben ser considerados siempre
más abominables y dolorosos, para que
la autodeclarada víctima pueda justificar
el empleo de medidas más duras «como
justa respuesta» a la ofensa cometida o
«como defensa» contra ofensas que se
esperan. Las acciones «constreñidas»
necesitan constantemente negar su
autonomía. Por esa razón, constituyen el
principal obstáculo para la admisión de
la soberanía del yo y para que el yo
pueda actuar en consonancia con esa
admisión.
La superación de las constricciones
autoimpuestas
por
medio
del
desenmascaramiento
y
la
desacreditación del autoengaño en que
están basadas emerge, por lo tanto,
como
condición
preliminar
indispensable de la soberana expresión
de la vida, expresión que se manifiesta
primordialmente a través de la
confianza, la compasión y la clemencia.
Durante casi todo el curso de la
historia humana, la «inmediatez de la
presencia»
coincidió
con
la
«inmediatez de la acción», potencial y
factible.
Nuestros antecesores tenían pocas o
ninguna herramienta que les permitieran
actuar efectivamente a gran distancia,
pero rara vez estaban expuestos a la
visión del sufrimiento humano a una
distancia tal que no pudieran alcanzarlo
con las herramientas de las que
disponían. Todas las elecciones morales
con las que nuestros antepasados debían
enfrentarse estaban contenidas casi por
completo en el estrecho espacio de la
inmediatez, de los encuentros e
interacciones cara a cara. Por la tanto,
cada vez que se enfrentaban a una
elección entre el bien y el mal, podían
realizar una elección inspirada, influida
e, incluso, controlada por «la soberana
expresión de la vida».
Hoy, sin embargo, el silencio de la
orden ética es más ensordecedor que
nunca.
Esa
orden
induce
y
encubiertamente dirige «las soberanas
expresiones de la vida», pero aunque
esas expresiones han conservado
inmediatez, los objetos que las provocan
y las atraen se han alejado y se hallan
mucho más allá del espacio de
proximidad/ inmediatez. Además de lo
que podemos ver en nuestra vecindad
inmediata con nuestros propios ojos (sin
ayuda),
estamos
cotidianamente
expuestos al conocimiento «mediado»
de la miseria y la crueldad distantes.
Ahora tenemos televisión, pero pocos de
nosotros tenemos acceso a los medios
de tele-acción.
Si la miseria que no sólo podíamos
ver sino también mitigar o remediar nos
pone frente a una elección moral que «la
soberana expresión de la vida» podía
manejar (aun cuando fuera terriblemente
difícil), la brecha cada vez más grande
entre lo que vemos (indirectamente) y lo
que podemos cambiar (directamente)
aumenta la incertidumbre que acompaña
a todas las elecciones morales,
llevándola a niveles sin precedente, en
los que nuestros atributos éticos no están
habituados a operar, y en los que tal vez
incluso
resulten
incapaces
e
insuficientes.
A partir de esa penosa y tal vez
insoportable conciencia de nuestra
propia impotencia, nos sentimos
tentados a huir en busca de refugio. La
tentación de considerar «inalcanzable»
la «dificultad a la que debemos
enfrentarnos» es constante y va en
aumento…
«Cuanto más nos distanciamos de
nuestro entorno inmediato, tanto más
confiamos en la vigilancia de ese
entorno […] En muchas áreas urbanas
del mundo, las casas existen para
proteger a sus habitantes, no para
integrar a las personas a sus
comunidades», observaron Gumpert y
Drucker[45].
«A medida que los residentes amplían
sus espacios comunicacionales a la
esfera internacional, simultáneamente
alejan a sus hogares de la vida pública
por medio de infraestructuras de
seguridad cada vez más ‘inteligentes»,
comentan Graham y Marvin[46].
«Virtualmente, todas las ciudades del
mundo han empezado a desplegar
espacios
y
zonas
que
están
poderosamente conectados con otros
espacios ‘valiosos del paisaje urbano,
así como también a nivel nacional,
internacional e incluso global. Sin
embargo, al mismo tiempo existe una
sensación creciente y frecuentemente
palpable de desconexión local de
lugares
y
personas
físicamente
próximas, pero social y económicamente
distantes.»[47]
El producto de desecho de esta
nueva extraterritorialidad conectada de
los espacios urbanos privilegiados,
habitados y usados por la elite global
son los espacios desconectados y
abandonados, las «salas fantasmas» de
Michael Schwarzer, donde «los sueños
han sido reemplazados por pesadillas y
donde el peligro y la violencia son
comunes y cotidianos»[48].
Para
mantener infranqueables las distancias y
evitar filtraciones y contaminación de la
pureza regional, son instrumentos útiles
la tolerancia cero y el exilio de los sin
techo de los espacios en los que pueden
ganarse la vida, pero donde también se
tornan molesta e irritantemente visibles,
a espacios externos donde no pueden
hacer ninguna de las dos cosas.
Tal como sugirió Manuel Castells,
existe una creciente polarización y una
ruptura cada vez más completa de la
comunicación entre los mundos vitales
de las dos categorías de residentes
urbanos:
El espacio del estrato superior
está usualmente conectado con la
comunicación global y con una
vasta red de intercambio, abierta a
mensajes y experiencias que
abarcan el mundo entero. En el otro
extremo
del
espectro,
las
segmentadas redes locales, con
frecuencia de base étnica, confían
en su identidad como el recurso
más valioso para defender sus
intereses y, en última instancia, su
propio ser[49].
El cuadro que emerge de esta
descripción es el de dos mundos de
vida, separados y segregados. Sólo el
segundo de ambos está circunscripto
territorialmente y puede analizarse
dentro de la red de ideas geográficas
ortodoxa, mundana y «realista». Los que
viven en el primer mundo vital están,
como los otros, «en el lugar», pero no
son «de ese lugar», al menos no
espiritualmente,
pero
tampoco
corporalmente, cada vez que así lo
desean.
La gente del «estrato superior» no
pertenece al lugar que habita, ya que sus
preocupaciones están (o más bien flotan)
en otra parte. Se podría suponer que,
aparte de desear que los dejen
tranquilos para abocarse plenamente a
sus propios pasatiempos, y de contar
con los servicios necesarios para sus
necesidades y comodidad diarias (sean
las que fueren), estos individuos no
comprometen ningún otro interés por la
ciudad en la que se encuentran sus
residencias. La población urbana no
considera que la ciudad es —como solía
serlo para los propietarios de fábricas y
los comerciantes de productos e ideas
de antaño—, su campo de pastoreo, su
fuente de riqueza o el rebaño que
demanda su custodia, cuidado y
responsabilidad.
Así,
están
despreocupados de los asuntos de «su»
ciudad, que es apenas una localidad
entre
muchas,
y
todas
ellas
insignificantes desde el punto de vista
estratégico del ciberespacio, que,
aunque virtual, es su verdadero hogar.
El mundo vital del estrato «más
bajo» de residentes de la ciudad es el
opuesto exacto del primero. Se define
por no participar de la red mundial de
comunicación que conecta al «estrato
superior» y que rige la vida de sus
miembros. Los residentes urbanos del
estrato inferior están «condenados a la
localidad», y por lo tanto su atención —
descontentos, sueños y esperanzas— se
centra en los «asuntos locales». Para
ellos, la ciudad que habitan es el
escenario donde se libra la lucha por la
supervivencia y por una vida decente,
que a veces se gana pero que en general
se pierde.
La separación de la nueva elite
global de sus anteriores compromisos
con el populus local y la brecha cada
vez mayor abierta entre los espacios
vitales/vividos de los secesionistas y
los que han quedado atrás es, por cierto,
el cambio fundamental en el terreno
social, cultural y político que se asocia
con el pasaje del mundo «sólido» a la
etapa «líquida» de la modernidad.
El cuadro que acabamos de bosquejar
revela la verdad y nada más que la
verdad. Pero no es toda la verdad.
La parte más significativa de la verdad,
omitida o desvalorizada, es más
representativa de la característica más
vital (y probablemente, a largo plazo, la
más importante) de la vida urbana
contemporánea. Esa característica en
cuestión es la íntima interacción entre la
presión globalizadora y la manera como
se negocian, se forman y se reforman las
identidades de lugar.
Es un grave error situar los aspectos
«globales» y «locales» de las
condiciones de vida y la política vital
contemporáneas en dos espacios
diferentes que sólo se comunican
ocasional y marginalmente, tal como lo
insinuaría la falta de compromiso del
«estrato superior». En un trabajo de
reciente publicación, Michael Peter
Smith cuestiona el enfoque (planteado,
en su opinión, por David Harvey y John
Friedman, entre otros) que opone «una
lógica dinámica pero sin lugar de los
flujos económicos globales» y «una
imagen estática del lugar y la cultura
local», ahora «valorizada» como el
«lugar vital» «del ser-en-el-mundo»[50].
Según Smith, «lejos de reflejar una
ontología estática del ‘ser’ o la
comunidad’, las localidades son
construcciones
dinámicas
en
construcción».
De hecho, la línea que establece una
separación entre el espacio abstracto de
los operadores globales, «situado en
algún lugar de ninguna parte», y el
espacio carnal, tangible «aquí y ahora»,
al alcance de los «locales», puede
trazarse sólo en el etéreo mundo de la
teoría, en el que primero «se enderezan»
los enmarañados y entrelazados
contenidos de los mundos vitales
humanos, y luego se los archiva y
encaja, en nombre de la claridad, en
compartimentos estancos. Sin embargo,
las realidades de la vida urbana
desbaratan esas prolijas clasificaciones.
Los elegantes modelos de vida urbana y
los contrastados opuestos empleados
para construirlos pueden reportar gran
satisfacción
intelectual
a
los
constructores de teorías, pero ofrecen
poca orientación práctica a los
planificadores urbanos, y menos
respaldo aún a los residentes urbanos
que se enfrentan a los desafíos de la
vida en la ciudad.
Los
verdaderos
poderes
que
determinan las condiciones en las que
todos actuamos en estos tiempos
fluyen en el espacio global, mientras
que nuestras instituciones políticas
siguen en general atadas al suelo; son,
nuevamente, locales.
Como siguen siendo locales, las
agencias políticas que operan en el
espacio urbano tienden a estar
fatalmente
afectadas
por
una
insuficiencia de poder de actuación, y
particularmente de actuación efectiva y
soberana, dentro de la escena donde se
representa el drama político. Otro
resultado, no obstante, es la escasez de
políticas
en
el
ciberespacio
extraterritorial, campo de juego de los
poderes.
En nuestro mundo globalizado, las
políticas tienden a ser cada vez más
apasionadamente locales, con plena
conciencia de ello. Expulsada del
ciberespacio, o con un acceso muy
limitado, la política se echa atrás y se
concentra en los asuntos «dentro de su
alcance», en asuntos locales y
relaciones del vecindario. Para casi
todos nosotros, esos parecen ser los
únicos temas acerca de los que cuales
«podemos hacer algo»: ejercer nuestra
influencia, reparar, mejorar, redirigir.
Sólo en los asuntos locales nuestra
acción
parece
«establecer
una
diferencia», mientras que en el caso de
otros
asuntos,
reconocidamente
«supralocales», «no hay alternativa» (tal
como lo escuchamos una y otra vez de
boca de nuestros líderes políticos y de
«la gente que sabe»). Llegamos a
sospechar que, dada la penosa ineptitud
de los medios y recursos a nuestro
alcance, las cosas seguirán su curso a
pesar de lo que hagamos o de lo que
sensatamente decidamos hacer.
Incluso los asuntos cuyas fuentes y
causas son indudablemente globales,
distantes y recónditas sólo entran en el
reino de las preocupaciones políticas a
través de sus filiales y repercusiones
locales. La polución global del aire y
las reservas de agua se convierten en un
asunto político cuando se establece un
basural de desechos tóxicos al lado de
casa, en «nuestro propio patio trasero»,
en
un
grado
de
proximidad
aterradoramente grande pero también «a
nuestro alcance». La progresiva
comercialización de los programas de
salud, un obvio efecto del desaforado
deseo de ganancia de los gigantes
farmacéuticos supranacionales, sólo
aparece dentro del panorama político
cuando el hospital que atiende a todo un
barrio es descuidado o cuando los asilos
de ancianos o de salud mental locales se
cierran. Fueron los residentes de una
ciudad, Nueva York, quienes debieron
enfrentar el caos producido por un
ataque terrorista gestado globalmente, y
los consejos y alcaldes de otras
ciudades que debían asumir la
responsabilidad por la protección de la
seguridad individual resultan ahora
vulnerables a fuerzas atrincheradas
completamente fuera del alcance de
cualquier municipalidad. La devastación
global de los medios de sustento y el
desarraigo de poblaciones antiguamente
establecidas ingresan dentro del
horizonte de la acción política por
medio de los coloridos «inmigrantes
económicos» que atestan las calles que
antes parecían tan uniformes…
Para resumir: las ciudades se han
convertido en el basurero de los
problemas engendrados globalmente.
Los residentes de las ciudades y sus
representantes electos deben enfrentarse
a una tarea que de ninguna manera
pueden asumir: la tarea de buscar
soluciones
locales
para
las
contradicciones globales.
De allí la paradoja señalada por
Castells: «políticas cada vez más
locales en un mundo cada vez más
estructurado por los procesos globales».
«Había producción de sentido y de
identidad: mi vecindario, mi comunidad,
mi ciudad, mi escuela, mi árbol, mi río,
mi playa, mi capilla, mi paz, mi
entorno». «Indefensa ante el torbellino
global, la gente se atuvo a sí misma.»[51]
Señalemos que cuanto más «se atienen a
sí mismos», tanto más indefensos se
vuelven ante «el torbellino global», y
también más impotentes para decidir el
sentido y las identidades locales —es
decir, las suyas propias—, para gran
júbilo de los operadores globales,
quienes ya no tienen motivos para
temerles.
Tal como Castell señala, la creación
del «espacio fluido» establece una
nueva jerarquía (global) de dominación
por medio de la amenaza de
desconexión. El «espacio fluido» puede
«escapar al control de cualquier
escenario»: mientras (y porque) el
«espacio de los lugares es fragmentado,
localizado y, por lo tanto, impotente ante
la versatilidad del espacio fluido, la
única alternativa de resistencia de las
localidades es negar derechos de
establecimiento a los arrasadores flujos,
sólo para comprobar que se instalan en
algún escenario vecino, provocando así
la exclusión y marginalización de las
comunidades rebeldes»[52].
La
política
local
—y
particularmente la política urbana—
padece una sobrecarga fatal, que
excede absolutamente su capacidad de
carga y de acción. Ahora se espera de
ella que mitigue las consecuencias de la
descontrolada globalización, equipada
con medios y recursos que esa misma
globalización
tornó
penosamente
inadecuados.
En nuestro mundo cada vez más
globalizado, nadie es lisa y llanamente
un «operador global». Lo máximo que
pueden lograr los miembros de la elite
de trotamundos con influencia global
es un aumento de rango de su
movilidad.
Si las cosas se ponen duras e incómodas
y el espacio que rodea a sus residencias
urbanas empieza a ser riesgoso y difícil
de manejar, ellos tienen la posibilidad
de mudarse a otra parte; tienen una
opción de la que carece el resto de sus
vecinos (físicamente) cercanos. La
posibilidad
de
escapar
a
las
incomodidades locales les da una
independencia con la que otros
residentes urbanos sólo pueden soñar, y
les permite el lujo de una soberbia
indiferencia que los demás no pueden
permitirse. Su compromiso con la tarea
de «poner en orden los asuntos de la
ciudad» tiende a ser menos completo e
incondicional que el de las personas que
tienen menos libertad para cortar
unilateralmente sus vínculos locales.
Sin embargo, eso no implica que
cuando se trata de buscar «sentido e
identidad», la elite globalmente
conectada —que lo necesita y reclama
tanto como cualquier otro— pueda dejar
de lado el lugar donde vive y trabaja. Al
igual que el resto de los hombres y
mujeres, forman parte del entorno de la
ciudad, y sus metas vitales, les guste o
no, están inscriptas en ese entorno.
Como operadores globales, pueden
deambular por el ciberespacio. Pero
como agentes humanos se encuentran
todos los días confinados en el espacio
físico en el que operan, el entorno
preestablecido
y
continuamente
reprocesado en el transcurso de las
luchas humanas por lograr sentido e
identidad. La experiencia humana se
forma y madura, se administra la vida
compartida y su sentido se concibe, se
absorbe y se negocia en lugares. Y es en
lugares y desde lugares donde se gestan
los deseos y los impulsos humanos,
donde se espera satisfacerlos, donde se
corre el riesgo de experimentar
frustración y donde casi siempre
terminan frustrados.
Las ciudades contemporáneas son el
campo de batalla donde los poderes
globales y los sentidos e identidades,
obstinadamente locales, se enfrentan,
chocan, luchan y buscan un acuerdo
satisfactorio, o al menos soportable, una
manera de cohabitación que pueda ser
una paz duradera, pero que en general
sólo resulta un armisticio, un intervalo
para reparar las defensas destruidas y
volver
a
desplegar
nuevos
destacamentos
de
combate.
Esa
confrontación, y no un factor único, pone
en marcha y sirve de guía a la dinámica
de la «moderna ciudad líquida».
Y no nos confundamos: cualquier
ciudad, aunque no en el mismo grado. En
su reciente viaje a Copenhague, Michael
Peter Smith consignó que durante una
sola hora de caminata pasó «junto a
pequeños grupos de inmigrantes turcos,
africanos y de Oriente medio», que
observó «a varias mujeres árabes, con
velo y sin él», y que mantuvo «una
interesante conversación con un
camarero irlandés en un pub inglés
frente a Tivoli Garden»[53]. Esta
experiencia de campo demostró ser muy
útil, dice Smith, para la charla sobre
conexiones
transnacionales
que
pronunció en Copenhague esa misma
semana, «cuando alguien insistió en que
el transnacionalismo era un fenómeno
que podía darse en ‘ciudades globales’
como Nueva York o Londres, pero que
tenía poca relevancia en sitios más
insulares como Copenhague».
La historia reciente de las ciudades
estadounidenses está colmada de
cambios
radicales,
pero
está
particularmente marcada por las
preocupaciones de seguridad.
Por el trabajo de John Hannigan[54], por
ejemplo, nos enteramos de que el súbito
horror del crimen que acecha en los
oscuros rincones del centro de la ciudad
afectó a los habitantes de las zonas
metropolitanas estadounidenses en la
segunda mitad del siglo pasado y
provocó la «huida blanca» de esas áreas
de la ciudad, aunque apenas unos años
antes esos «centros» se habían
convertido en poderosos imanes para las
multitudes ansiosas por disfrutar de la
clase de entretenimiento masivo que
sólo el centro de las grandes ciudades
—y no otras áreas urbanas con menor
densidad de población— podía ofrecer.
No importa si la ola de temor era
fundamentada o se trataba de la obra de
imaginaciones febriles: el resultado
fueron zonas céntricas desiertas y
abandonadas, «un escaso número de
buscadores de placeres y la percepción
cada vez más intensa de que las
ciudades eran lugares peligrosos». Otro
autor señaló en 1989 que en otra de esas
ciudades, Detroit, «las calles están tan
desiertas después del anochecer que
parece una ciudad fantasma… como
Washington D. C., la capital de la
nación»[55].
Hannigan descubrió que había
empezado a darse una tendencia inversa
hacia fin de siglo. Después de muchos
años de escasez, de pánico y «de no
salgamos esta noche», y de la
desertificación que eso produjo en las
ciudades, las autoridades de las
ciudades estadounidenses se asociaron
con promotores en una lucha destinada a
lograr que los centros de las ciudades
volvieran a ser lugares entretenidos, una
atracción irresistible para potenciales
juerguistas a medida que «el
entretenimiento vuelve al centro de la
ciudad» y los «excursionistas de un día»
vuelven al centro con la esperanza de
encontrar allí algo «excitante, seguro y
no disponible en los suburbios»[56].
Es cierto que esos cambios súbitos y
neuróticos de la situación reinante en las
ciudades estadounidenses, con sus
enemistades y antagonismos raciales,
con sus profundos resentimientos
acumulados durante largo tiempo, que
entran en erupción de tanto en tanto,
pueden ser más notables y abruptos que
en otros lados, donde los conflictos
raciales y los prejuicios no alimentan
hasta ese punto los sentimientos de
incertidumbre y confusión. Sin embargo,
aunque de manera más leve y atenuada,
la ambivalencia de atracción y
repulsión, y la alternancia de la pasión y
la aversión hacia la vida de la gran
ciudad marcan la historia más reciente
de muchas —tal vez la mayoría— de las
ciudades europeas.
Ciudad y cambio social son casi
sinónimos. El cambio es la cualidad de
la vida urbana y el modo de existencia
urbana. Cambio y ciudad pueden —y
en realidad deberían— definirse por
mutua referencia. ¿Por qué es así?
¿Por qué debe ser así?
Es habitual definir las ciudades como
lugares donde los desconocidos se
encuentran, permanecen en mutua
proximidad e interactúan durante largo
tiempo sin dejar por eso de ser
desconocidos. Centrándose en el papel
que las ciudades desempeñan dentro del
desarrollo económico, Jane Jacobs
señala que la constante densidad de
comunicación humana es la causa
primordial de la agitación urbana[57].
Los habitantes de la ciudad no son
necesariamente más inteligentes que
otros seres humanos, pero la densidad
de la ocupación del espacio deriva en
una concentración de necesidades. Y
entonces en la ciudad se plantean
preguntas que no se han planteado en
otros sitios, surgen problemas que la
gente no ha tenido ocasión de enfrentar
en condiciones diferentes. Enfrentar
problemas
y plantear
preguntas
representa un desafío, que amplía la
inventiva de los seres humanos de
manera sin precedente. A su vez, esa
situación ofrece
una
alternativa
tentadora a la gente que vive en lugares
más calmos, pero también menos
promisorios: la vida urbana atrae
constantemente
a
nuevos
recién
llegados, y la característica de estos es
que traen «nuevas maneras de ver las
cosas, y tal vez nuevas maneras de
resolver viejos problemas». Los recién
llegados son extraños en la ciudad, y las
cosas que los antiguos residentes han
dejado de advertir por exceso de
familiaridad parecen estrafalarias y
requieren una explicación cuando son
vistas por otros ojos. Para los extraños,
y particularmente para los recién
llegados, nada en la ciudad resulta
«natural», nada se da por descontado.
Los recién llegados son enemigos natos
de la tranquilidad y la autoindulgencia.
Tal vez no sea esta una situación que
agrade a los nativos de la ciudad, pero
por cierto es su mayor suerte. La ciudad
está en su mejor momento, más
exuberante y pródiga en oportunidades
cuando sus medios y costumbres son
cuestionados y acusados. Michael
Storper, economista, geógrafo y
planificador[58], atribuye la animación
constante y la creatividad típicas de la
densa vida urbana a la incertidumbre
suscitada por la relación, mal
coordinada y perpetuamente cambiante,
«entre las partes de organizaciones
complejas, entre los individuos y entre
individuos y organizaciones», que
resulta inevitable en las condiciones
reinantes en una ciudad: alta densidad y
gran cercanía.
Los extraños no son una invención
moderna, pero sí lo son los extraños que
siguen siendo extraños durante mucho
tiempo, tal vez para siempre. En una
ciudad o un pueblo premodernos típicos
no se permitía a los extraños que
siguieran siendo extraños durante mucho
tiempo. Algunos eran expulsados o ni
siquiera se les permitía entrar. Aquellos
que eran admitidos y permanecían más
tiempo tendían a «familiarizarse» —
eran interrogados y rápidamente
«domesticados»—, de tal manera que
pudieran unirse a la red de relaciones
como residentes urbanos establecidos:
de manera personal. Ese proceso tenía
consecuencias notablemente diferentes
de las de los procesos que nos resultan
familiares ahora a partir de la
experiencia
de
las
ciudades
contemporáneas, modernas, atestadas y
densamente pobladas.
A pesar de lo que la historia depare a
las ciudades, y del drástico cambio que
puedan experimentar su estructura
espacial, su aspecto y estilo a lo largo
de décadas o siglos, una característica
permanece constante: las ciudades son
espacios
donde
los
extraños
permanecen y se mueven en estrecha
y mutua proximidad.
La perpetua y ubicua presencia de
desconocidos, por ser un componente
constante de la vida urbana, añade un
importante elemento de incertidumbre a
los objetivos de vida de los residentes.
Esa presencia, imposible de eludir, es
una fuente de ansiedad que jamás se
agota, y de una agresividad usualmente
latente que suele entrar en erupción en
diversas oportunidades.
El miedo a lo desconocido —
subliminal pero que flota en el ambiente
— busca desesperadamente salidas
viables. Las ansiedades acumuladas
tienden a descargarse sobre una
categoría selecta de «extraños» elegida
para encarnar la «extrañeza», la falta de
familiaridad, la impenetrabilidad del
entorno de vida, la vaguedad del riesgo
y la amenaza. Cuando una categoría
selecta de «extraños» es expulsada de
hogares y comercios, el aterrador
espectro de la incertidumbre es
exorcizado por un tiempo; el
horripilante monstruo de la inseguridad
es quemado en efigie. Las barreras
fronterizas cuidadosamente erigidas
para impedir el acceso a «falsos
solicitantes de asilo» e inmigrantes
«puramente económicos» encarnan la
esperanza de fortificar una existencia
poco sólida, errática e impredecible.
Pero la moderna vida líquida está
condenada a ser errática y caprichosa a
pesar de las medidas que se adopten
contra los «extraños indeseables», de
modo que el alivio es de corta vida y las
esperanzas puestas en las «medidas
duras y decisivas» se hacen trizas
rápidamente.
El extraño es, por definición, un
agente movido por intenciones que, en el
mejor de los casos, podemos adivinar,
pero de las que nunca podremos estar
seguros. El extraño es la variable
desconocida de todas las ecuaciones
calculadas cuando se intenta decidir qué
hacer y cómo comportarse. De modo que
incluso cuando los extraños no se
convierten en objeto de agresiones
directas ni padecen las consecuencias de
un resentimiento activo, su presencia
dentro del campo de acción sigue siendo
inquietante, ya que dificulta la
predicción de los efectos de una acción
y sus alternativas de éxito o fracaso.
Compartir el espacio con extraños,
vivir en la no deseada pero obstrusiva
proximidad de ellos, es una situación
que a los residentes de la ciudad les
resulta difícil y hasta imposible de
evitar. La proximidad de los extraños es
un destino y un modus vivendi que hay
que experimentar para que, por medio
de pruebas y más pruebas, se logre que
la cohabitación sea aceptable y la vida,
vivible.
Esta
necesidad
está
«determinada», no es negociable, pero
la manera como los residentes de la
ciudad la satisfacen puede elegirse. Y
esa elección se hace a diario, por
comisión u omisión, por acción o por
defecto.
Teresa Caldeira escribe sobre San
Pablo, la segunda ciudad más grande
de Brasil, un hervidero que se expande
con rapidez: «Hoy San Pablo es una
ciudad vallada. Se han construido
barreras físicas en todas partes,
alrededor de las casas, de los edificios
de departamentos, de los parques, las
plazas, los complejos de oficinas y las
escuelas […]. La nueva estética de la
seguridad da forma a todo tipo de
construcciones e impone una nueva
lógica de vigilancia y de distancia»[59].
Los que pueden costearlo, se compran
una residencia en un «condominio»,
semejante a una ermita: se encuentra
físicamente dentro pero social y
espiritualmente fuera de la ciudad. «Las
comunidades cerradas supuestamente
separan los mundos. La publicidad
propone un estilo de vida total’, que
representaría una alternativa a la calidad
de vida que ofrece la ciudad y su
deteriorado espacio público». El rasgo
más prominente del condominio es su
«aislamiento y distancia de la ciudad.
[…] El aislamiento implica la
separación
de
todos
aquellos
considerados socialmente inferiores». Y
como repiten los constructores y los
agentes inmobiliarios, «el factor clave
es garantizar la seguridad. Eso involucra
vallas y muros en torno al condominio,
guardias
las
veinticuatro
horas
controlando las entradas y todo un
conjunto de servicios y equipamiento»
destinados a «mantener a los demás
fuera».
Como todos sabemos, las vallas
tienen dos lados. Las vallas dividen un
espacio uniforme en un «afuera» y un
«adentro», pero lo que es «adentro»
para los que están de un lado de la valla
es «afuera» para los que están del otro
lado. Los residentes de los condominios
usan la valla para estar «fuera» de la
desagradable, inquietante, vagamente
amenazante y dura vida de la ciudad, y
«dentro» del oasis de calma y seguridad.
Pero, al mismo tiempo y con el mismo
gesto, impiden el acceso a los demás,
dejándolos fuera de los lugares decentes
y seguros, cuyos estándares están
decididos a mantener y a defender con
uñas y dientes, y confinándolos dentro
de las mismas calles decadentes y
sórdidas de las cuales han tratado de
protegerse, sin reparar en gastos. La
valla separa al «gueto voluntario» de los
encumbrados y poderosos de los
numerosos guetos forzosos de los
marginados. Para los que están dentro
del gueto voluntario, los otros guetos
son espacios «en los que no
entraremos». Para los que están dentro
de los guetos involuntarios, la zona en la
que están confinados (y excluidos de las
demás) es el espacio «del que no se nos
permite salir».
En San Pablo,
la
tendencia
exclusionista y segregacionista se
manifiesta en su forma más brutal,
inescrupulosa y desvergonzada; pero
el mismo impacto puede encontrarse,
aunque de manera más atenuada, en
casi todas las ciudades metropolitanas.
Paradójicamente, las ciudades, que en su
origen
fueron
construidas
para
proporcionar seguridad a todos sus
habitantes, en nuestros días se asocian
con frecuencia más con el peligro y
menos con la seguridad. Como expresa
Nan Elin: «el factor del miedo [en la
construcción y reconstrucción de las
ciudades] ha aumentado, tal como lo
indica el incremento de cerrojos en las
puertas de los autos y las casas y de
sistemas de seguridad, la popularidad de
las comunidades seguras y Valladas’
para grupos de todas las edades y
franjas de ingresos, por no mencionar
los interminables informes sobre
inseguridad difundidos por los medios
masivos de comunicación»[60].
Las amenazas, genuinas o putativas,
dirigidas contra el cuerpo o la
propiedad del individuo se convierten
rápidamente en factores para tener en
cuenta cada vez que se evalúan los
méritos o desventajas de un lugar donde
vivir. También se han convertido en el
punto más importante a considerar
dentro de las políticas del mercado
inmobiliario. La incertidumbre ante el
futuro, la fragilidad de la posición
social y la inseguridad existencial,
ubicuos acompañantes de la vida en el
«moderno mundo líquido», arraigados
especialmente en lugares remotos y por
lo tanto fuera del control individual,
tienden a concentrarse en los blancos
más próximos y a canalizarse en la
preocupación por la seguridad personal,
preocupación que a su vez suele
condensarse
en
el
impulso
segregacionista/exclusionista,
que
conduce inexorablemente a las guerras
por el espacio urbano.
Tal como podemos ver en el
perceptivo estudio del joven crítico de
arquitectura y urbanismo Steven
Flusty[61], ponerse al servicio de esa
guerra, y en particular de diseñar
maneras de impedir el acceso de
adversarios reales, potenciales y
putativos al espacio reclamado y
mantenerlos a buena distancia de él,
constituye
la
preocupación más
ampliamente difundida de la innovación
arquitectónica y el desarrollo urbano de
las ciudades estadounidenses. Las
construcciones más nuevas, más
publicitadas y más ampliamente
imitadas son «espacios interdictónos»,
«destinados a interceptar, repeler o
filtrar a sus potenciales usuarios».
Explícitamente, el propósito de los
«espacios interdictónos» es dividir,
segregar y excluir, y no construir
puentes, pasajes accesibles y lugares de
encuentro, facilitar la comunicación y
reunir a los residentes de la ciudad.
Las
invenciones
arquitectónicas/urbanísticas distinguidas
y consignadas por Flusty son las
equivalentes técnicamente actualizadas
de los fosos, torretas y troneras de las
murallas de las ciudades, pero en vez de
estar destinadas a la defensa de sus
habitantes contra un enemigo externo,
son construidas para mantener a los
residentes separados y para defender a
algunos de ellos de otros de ellos, ahora
convertidos en enemigos. Entre las
invenciones que Flusty nombra se cuenta
el «espacio escurridizo», «un espacio al
que no se puede acceder debido a las
sendas de acceso tortuosas, larguísimas
o ausentes»; el «espacio erizado», «un
espacio que no puede ser ocupado con
comodidad, defendido por detalles tales
como aspersores montados en los muros
destinados
a
ahuyentar
a
los
merodeadores y salientes y antepechos
en pendiente para impedir que se usen
como asientos»; y el «espacio
nervioso», «un espacio que no puede ser
utilizado sin ser observado debido al
monitoreo activo de patrullas de
vigilancia y/o de tecnologías remotas
que transmiten información a las
terminales de seguridad». Estas y otras
clases de «espacios interdictónos»
tienen un único propósito, aunque
complejo:
aislar
los
enclaves
extraterritoriales de la continuidad del
territorio urbano, erigir pequeñas
fortalezas en las que los miembros de la
elite global supraterritorial puedan
acicalar,
cultivar
y gozar
de
independencia física y aislamiento
espiritual. En el paisaje de la ciudad,
los «espacios interdictorios» se
convierten en monumentos de la
desintegración de la vida comunitaria
compartida de una localidad.
Las creaciones descriptas por Steven
Flusty son manifestaciones de alta
tecnología de la ubicua «mixofobia».
La «mixofobia» es una reacción —muy
difundida y altamente predecible— a la
escalofriante,
inconcebible
y
perturbadora variedad de tipos y estilos
de vida humanos que coexisten en las
calles de las ciudades contemporáneas y
en los más «comunes» (léase: sin la
protección
de
los
«espacios
interdictorios») de sus barrios. A
medida que crece la polivocalidad y la
variedad cultural del entorno urbano de
la era de la globalización —con más
probabilidades de intensificarse que de
atenuarse con el correr del tiempo—, las
tensiones provocadas por la indignan
te/confusa/irritan te falta de familiaridad
del ambiente seguramente seguirá
estimulando el impulso segregacionista.
La expresión de esos impulsos
puede (temporaria pero repetidamente)
aliviar la tensión. Al menos ofrece una
esperanza:
las
irritantes
y
desconcertantes diferencias pueden ser
irreparables e intratables, pero tal vez
se le pueda quitar el veneno al aguijón
asignando a cada forma de vida su
propio espacio individual, exclusivo e
inclusivo a la vez, bien delimitado y
bien protegido. Sin llegar a esa solución
tan radical, al menos es posible
garantizar para uno mismo, su familia,
amigos y «otra gente como uno» un
territorio libre de ese caos y confusión
que afecta irredimiblemente a otras
áreas de la ciudad. La «mixofobia» se
manifiesta en el impulso a dirigirse
hacia islas de similitud y semejanza en
medio del mar colmado de variedades y
diferencias.
Las raíces de la «mixofobia» son
banales y se identifican sin problemas:
es fácil entenderlas, pero no es
necesariamente fácil perdonarlas. Como
afirma Richard Sennett, «el sentimiento
del ‘nosotros’, que expresa el deseo de
semejanza, es una manera de evitar la
necesidad de que los hombres se
observen
más
profundamente».
Podríamos decir que incluye la promesa
de algún consuelo espiritual: la
perspectiva de hacer que la unión sea
más soportable eliminando el esfuerzo
de entender, de negociar, de conceder
que exige convivir con la diferencia. «El
deseo
de
evitar
una
genuina
participación es innato al proceso de
formar una imagen coherente de
comunidad. Sentir la existencia de lazos
comunes sin experiencia común es algo
que se produce porque los hombres
temen participar, temen a los peligros y
desafíos de la participación, temen el
dolor que produce»[62].
El impulso hacia «una comunidad de
semejantes» no sólo es un signo de
retirada de la otredad exterior, sino
también del compromiso con la vital
aunque turbulenta, revigorizante pero
molesta interacción interior. El atractivo
de una «comunidad de semejantes» es el
mismo que tiene una póliza de seguro
contra los riesgos que colman la vida
cotidiana de un mundo polifónico. No
disminuye los riesgos, menos aún los
elimina. Al igual que todos los
paliativos, sólo promete un refugio de
los efectos más inmediatos y más
temidos.
Elegir la opción de la huida inducida
por la «mixofobia» tiene una insidiosa y
nociva consecuencia: la estrategia se
torna cada vez más autoestablecida y
autoalimentada cuanto más ineficaz
resulta. Sennett explica por qué es así —
y debe ser así— en este caso: «Durante
las últimas dos décadas, las ciudades de
los Estados Unidos han crecido de tal
manera que las áreas étnicas se han
hecho relativamente homogéneas; no
parece casual que el miedo al extraño
haya aumentado al punto de que esas
comunidades étnicas también hayan sido
aisladas»[63]. Cuanto más tiempo
permanecen las personas en un entorno
uniforme, en compañía de otros «como
ellos» con los que pueden «socializar»
mecánica y prácticamente, sin incurrir
en el riesgo de ser malentendidos y sin
tener que luchar con la molesta
necesidad de traducir entre distintos
universos de sentido, más fácil será que
«desaprendan» el arte de negociar
sentidos compartidos y un modus
convivendi.
Como han olvidado o descuidado la
adquisición de la preparación necesaria
para vivir con la diferencia, no es raro
que esas personas vean con horror la
perspectiva de enfrentarse cara a cara
con extraños. Los extraños tienden a
parecer aún más aterradores a medida
que resultan más ajenos, poco familiares
e incomprensibles, o a medida que va
desapareciendo el diálogo o la
interacción que podría haber asimilado
su «otredad» a nuestro mundo vital, o
cuando ese diálogo ni siquiera se
produce. El impulso hacia un entorno
homogéneo y territorialmente aislado
puede estar alimentado por la
«mixofobia», pero la práctica de la
separación territorial es el salvavidas y
la fuente de alimentación de esa misma
«mixofobia».
La «mixofobia», sin embargo, no es el
único combatiente en el campo de
batalla urbano.
Vivir en una ciudad es, notoriamente,
una experiencia ambivalente. Atrae y
repele, pero para complicar aún más la
situación del habitante de la ciudad, son
los mismos aspectos de la vida urbana,
intermitentemente
o
de
manera
simultánea, los que atraen y repelen…
La confusa variedad del entorno urbano
es causa de temor (particularmente para
las personas que ya han «perdido sus
costumbres familiares», debido a que
los desestabilizantes procesos de la
globalización les han provocado un
agudo estado de incertidumbre). El
mismo brillo y centelleo caleidoscópico
de la escena urbana, nunca carente de
novedades y sorpresas, también es
origen de su encanto irresistible y de su
poder de seducción.
Así, el espectáculo deslumbrante e
interminable que ofrece la ciudad no
resulta una maldición o una pesadilla
lisa y llanamente, y tampoco refugiarse
de ese espectáculo resulta una completa
bendición.
La
ciudad
provoca
«mixofilia» en la misma medida y con la
misma
intensidad
que
provoca
«mixofobia». La vida urbana es un
asunto intrínseca e irreparablemente
ambivalente.
Cuanto más grande y heterogénea es
la ciudad, tantas más atracciones puede
ofrecer. La condensación masiva de
extraños
es
simultáneamente
un
repelente y un poderoso imán, atrayendo
a la ciudad nuevas cohortes de hombres
y mujeres cansados de la monotonía de
la vida rural o de pueblo, hartos de su
rutina repetitiva, y desesperados ante su
escasez de perspectivas. La variedad
promete oportunidades, numerosas y
diferentes, para todos los gustos y
capacidades… Así, cuanto más grande
sea la ciudad, más atraerá a numerosas
personas que rechazan o carecen de
posibilidades de vida en lugares más
pequeños, de idiosincrasia menos
tolerante y que ofrecen menos
oportunidades.
Parece
que
la
«mixofilia»,
al
igual
que
la
«mixofobia»,
es
una
tendencia
autoimpulsada,
autopropagada
y
autoalimentada. Aparentemente, ninguna
de las dos tendencias corre el riesgo de
agotarse ni de perder vigor durante el
curso de la renovación de la ciudad y el
acondicionamiento del espacio urbano.
La «mixofobia» y la «mixofilia»
coexisten en todas las ciudades, pero
también coexisten en el interior de cada
uno de los residentes. Es cierto que se
trata de una coexistencia incómoda,
llena de ruido y de furia, pero de gran
significado para las personas receptoras
de la moderna ambivalencia líquida.
Como los extraños están condenados a
vivir sus vidas en compañía de otros
iguales a ellos a pesar de los futuros
giros que pueda describir la historia
urbana, el arte de vivir pacífica y
felizmente con la diferencia y de
beneficiarse, sin perturbación, de la
variedad de estímulos y oportunidades
adquiere la mayor importancia entre
todas las habilidades que un residente
urbano debe aprender y practicar.
Aun cuando —dada la creciente
movilidad humana en el moderno mundo
líquido y los acelerados cambios de
elenco, argumento y ambiente de la
escena urbana— la «mixofobia» no sea
completamente erradicable, tal vez se
pueda hacer algo para alterar las
proporciones en las que se combinan la
«mixofilia» y la «mixofobia», para
reducir así el confuso efecto, generador
de ansiedad y angustia, ejercido por la
«mixofobia». De hecho, parece que los
arquitectos y los planificadores urbanos
podrían hacer bastante para ayudar al
crecimiento de la «mixofilia» y
minimizar las ocasiones en que la
«mixofobia» aparezca como respuesta a
los desafíos de la vida urbana. Pero,
según parece, también podrían hacer
mucho, y lo hacen, para facilitar el
proceso opuesto.
Como ya hemos visto, la segregación
de las áreas residenciales y los espacios
públicos, que resultan comercialmente
atractivos a los inversores y atractivos
para sus clientes como remedio rápido
de las ansiedades generadas por la
«mixofobia», es en realidad la primera
causa de esa misma «mixofobia». Las
soluciones en oferta, por así llamarlas,
crean los problemas que supuestamente
deben resolver; los constructores de
barrios cerrados y condominios
custodiados y los arquitectos de
«espacios
interdictorios»
crean,
reproducen e intensifican la necesidad y
la demanda que dicen satisfacer.
La paranoia «mixofóbica» se
autoalimenta y funciona como profecía
autocumplida. Si se adopta la
segregación como cura radical del
peligro que representan los extraños, la
cohabitación con extraños se hace cada
día más difícil. La homogeneización de
las viviendas y la reducción al mínimo
inevitable de todo comercio y
comunicación entre ellas es una receta
segura para intensificar y profundizar el
impulso hacia la segregación y la
exclusión. Esa medida puede contribuir
a disminuir el padecimiento de las
personas aquejadas de «mixofobia»,
pero la cura es en sí misma patógena y
profundiza la dolencia, de modo que se
necesitan dosis cada vez más fuertes del
remedio para mantener el dolor en un
nivel tolerable. La homogeneidad social
del espacio, fortalecida y enfatizada por
la segregación espacial, disminuye la
tolerancia a la diferencia de sus
residentes, y multiplica así las ocasiones
para las reacciones «mixofóbicas»,
haciendo que la vida urbana sea más
«proclive al riesgo», y por lo tanto más
angustiosa, en vez de hacerla más
segura, cómoda y disfrutable.
La estrategia opuesta por parte de
arquitectos y urbanistas resultaría más
favorable para el fortalecimiento y el
cultivo
de
la
«mixofilia»:
la
propagación de espacios públicos,
convocantes, hospitalarios y abiertos, a
los que todas las categorías de
residentes urbanos se sentirían atraídos,
y que compartirían con buena voluntad
cada día.
Tal como Hans Gadamer señaló en
su obra Truth and Method, la mutua
comprensión está inducida por la
«fusión de horizontes», de horizontes
cognitivos,
es
decir,
horizontes
establecidos y expandidos en el
transcurso de la acumulación de
experiencia vital. La «fusión» requerida
por la mutua comprensión sólo puede
ser resultado de la experiencia
compartida, y la experiencia compartida
es inconcebible si no existen espacios
compartidos.
Para proporcionar una masiva
prueba empírica de la hipótesis de
Gadamer, se ha comprobado que los
espacios reservados para los encuentros
cara a cara —o simplemente compartir
el espacio, «mezclarse con», «estar allí»
juntos, como cenar en los mismos
restaurantes o beber en los mismos
bares— de los empresarios viajeros y
otros miembros de la emergente elite
trotamundo o «la clase dirigente global»
(lugares como las cadenas de hoteles y
centros
de
conferencias
supranacionales) desempeñan un rol
crucial en la integración de esa elite a
pesar de las diferencias lingüísticas,
religiosas, ideológicas o de cualquier
otra clase que podrían dividirla o
impedir el desarrollo del sentimiento de
«pertenencia»[64].
De hecho, el desarrollo de la mutua
comprensión y las experiencias vitales
compartidas que esa comprensión
requiere son las únicas razones por las
que, a pesar de disponer de la facilidad
de comunicarse electrónicamente con
mayor rapidez y sin tanta molestia y
esfuerzo, los empresarios y académicos
siguen viajando para visitarse y para
reunirse en congresos y conferencias. Si
la comunicación pudiera limitarse a la
transferencia de información y no
hiciera falta la «fusión de horizontes»,
en nuestra época de Internet y de la red
global, el contacto físico y el espacio y
las experiencias compartidas (aunque
sea de manera temporal e intermitente)
se hubieran vuelto redundantes e
innecesarios. Pero no ha sido así, y
hasta ahora no hay indicios de que lo sea
en el futuro.
Hay cosas que los arquitectos y
planificadores urbanos pueden hacer
para inclinar la balanza a favor de la
«mixofilia» (así como por acción u
omisión contribuyen a hacerlo a favor
de la «mixofobia»). Pero como actúan
aisladamente y confían sólo en los
efectos de sus propias acciones, los
resultados que pueden alcanzar son
muy limitados.
Las raíces de la «mixofobia» —esa
sensibilidad alérgica y febril hacia los
extranjeros y lo extraño— se hunden
más allá de los alcances de la
competencia de la arquitectura o de las
atribuciones de los planificadores
urbanos.
La
«mixofobia»
está
profundamente arraigada en la condición
existencial de los hombres y mujeres
contemporáneos, nacidos y criados en un
mundo
desregulado,
fluido
e
individualizado,
de
cambios
vertiginosos y difusos. Sin embargo, por
importantes que sean el aspecto, la
forma y la atmósfera de los espacios
urbanos para la calidad de vida diaria,
no pasan de ser factores —y no
necesariamente los más importantes—
que contribuyen a la desestabilización
generando incertidumbre y angustia.
Los sentimientos «mixofóbicos» son
provocados y alimentados sobre todo
por la sobrecogedora sensación de
inseguridad. Los hombre y mujeres,
inseguros de su lugar en el mundo, de
sus perspectivas de vida y de los efectos
de sus propias acciones, son los más
vulnerables a las tentaciones de la
«mixofobia» y los más proclives a caer
en su trampa. Esta trampa consiste en
desviar la angustia de sus verdaderas
raíces y canalizarla y descargarla sobre
blancos que nada tienen que ver con sus
causas. Como resultado, muchos seres
humanos son victimizados (y a la larga,
los victimarios invitan a su vez a la
victimización) mientras que las fuentes
de esa angustia quedan a salvo de toda
interferencia y salen de la situación
ilesas y fortalecidas.
En consecuencia, los problemas que
afligen a las ciudades contemporáneas
no pueden resolverse por medio de una
reforma de la ciudad en sí misma, por
radical que esta pueda ser. No existen,
permítanme
repetirlo,
soluciones
locales para problemas generados
globalmente. El tipo de «seguridad» que
ofrecen los planificadores urbanos es
incapaz de aliviar, y menos aún
erradicar, la inseguridad existencial
retroalimentada día a día por la fluidez
del mercado laboral, la fragilidad del
valor que se le da a las habilidades y
competencias antiguamente adquiridas o
actualmente incorporadas, la evidente
vulnerabilidad de los lazos humanos y la
aparente precariedad y revocabilidad de
compromisos y asociaciones. Una
reforma de las ciudades debe estar
precedida por una reforma de la
condición existencial que haga posible
su éxito. Sin esa reforma, todos los
esfuerzos que se hagan para liberar o
desintoxicar a las ciudades de la presión
«mixofóbica» están condenados a ser
meros paliativos o, en la mayoría de los
casos, directamente placebos.
Es importante recordar esto, no en
función de devaluar o minimizar la
diferencia entre un diseño urbano bueno
o malo, apropiado o inapropiado
(ambos pueden ser, y en general son,
sumamente relevantes para la calidad de
vida de sus habitantes), sino para
encauzar la tarea en una perspectiva que
contemple todos los factores decisivos a
la hora de elegir adecuadamente.
Las ciudades contemporáneas son
basurales donde se arrojan los
productos malformados o deformados
de nuestra moderna sociedad líquida
(mientras que, con toda seguridad,
ellas mismas siguen contribuyendo a la
acumulación de desechos).
No hay soluciones que se centren en las
ciudades, y menos aún que estén
confinadas a ellas, capaces de resolver
malos
funcionamientos
y
contradicciones sistémicas. Y por
copiosa y destacable que sea la
imaginación de arquitectos, alcaldes y
consejeros municipales, esas soluciones
no llegarán. Los problemas deben
enfrentarse allí donde están sus raíces:
los problemas que confrontan y sufren
las ciudades se engendraron en otra
parte, y el territorio en el que se incuban
y gestan es demasiado vasto como para
hacerles frente con las herramientas
pensadas, incluso, para el más extenso
conglomerado urbano. Ese territorio de
gestación e incubación se extiende más
allá del rango de acción soberana de la
nación-estado, que es la estructura de
accionar democrática más amplia e
inclusiva inventada y puesta en
funcionamiento
en
los
tiempos
modernos. Esos territorios son globales,
y lo son cada vez más. Hasta el momento
no estamos ni remotamente cerca de
inventar, y menos aún de desplegar,
mecanismos de control democrático que
estén a la altura del poderío de las
fuerzas que hay que controlar.
Sin duda, esta es una tarea a largo
plazo, una tarea que exigirá más, mucho
más pensamiento, acción y constancia
que ninguna reforma de planificación
urbana o estética arquitectónica. Sin
embargo, esto no significa que los
esfuerzos en ese sentido deban ser
abandonados hasta que logremos dar
batalla a las raíces del problema y tener
bajo
control
esas
tendencias
globalizantes
peligrosamente
desmadradas. Muy por el contrario:
como las ciudades son los basurales de
las ansiedades y angustias generadas por
la incertidumbre e inseguridad inducidas
globalmente, entonces esas mismas
ciudades son el terreno de investigación
donde
experimentar,
probar
y
eventualmente aplicar los medios para
aplacar y erradicar esa incertidumbre y
esa inseguridad.
Es precisamente en las ciudades
donde los extraños que se enfrentan unos
con otros en el espacio global como
Estados
hostiles,
civilizaciones
enemigas o adversarios militares, se
encuentran frente a frente en cuanto seres
humanos individuales, se miran cara a
cara, hablan, aprenden sus mutuas
costumbres, negocian las reglas de la
vida en común, cooperan, tarde o
temprano se acostumbran a la presencia
del otro y, cada vez con más frecuencia,
terminan disfrutando de su mutua
compañía.
Después
de
ese
entrenamiento local, esas personas antes
extrañas sentirán mucha menos tensión y
aprensión a la hora de ocuparse de las
cuestiones globales: civilizaciones
aparentemente incompatibles resultarán
mucho más compatibles de lo que se
pensaba, la hostilidad mucho menos
depurada, y la belicosidad no resultará
el medio más idóneo para zanjar las
diferencias. La «fusión de horizontes»
de Gadamer se convertiría en un
proyecto mucho más realista si se
procurase lograrlo (incluso por ensayoerror y con éxitos esporádicos) en las
calles de las ciudades.
Aceptar la nueva situación global, y
sobre todo enfrentarla con éxito,
tomará tiempo, como ha sucedido con
todas las transformaciones de la
condición humana verdaderamente
profundas que implican un antes y un
después.
Como en el caso de todas esas
transformaciones, es imposible (y muy
poco recomendable) adelantarse a la
historia y predecir, y menos aún
prediseñar, la forma que adoptará al
final y el estado de situación al que
eventualmente conducirá. Pero esa
confrontación deberá ocurrir, y es
probable que sea una de las mayores
preocupaciones del nuevo siglo, y
llenará gran parte de su historia.
Este drama se escenificará en dos
espacios a la vez: en la escena global y
en la local. El desenlace de este montaje
en dos escenarios está íntimamente
ligado, y depende en definitiva de la
conciencia que tengan autores y actores
de esa vinculación, y de su habilidad y
determinación para contribuir al éxito de
lo que sucede en el escenario del otro.
4. LA UNIÓN
DESMANTELADA[65]
Un fantasma sobrevuela el planeta: el
fantasma de la xenofobia. Las
sospechas y animosidades tribales
antiguas y modernas —que nunca se
extinguieron por completo y han sido
recientemente sacadas del congelador
y puestas a recalentar— se han
mezclado y combinado con la flamante
sensación de inseguridad que se
destila de la incertidumbre y
desprotección de nuestra moderna
existencia líquida.
Los individuos, consumidos y exhaustos
por la seguidilla de interminables y
nunca concluyentes exámenes de aptitud,
y aterrorizados hasta el tuétano por la
misteriosa e inexplicable precariedad de
su suerte y la niebla global que se cierne
sobre
su
futuro,
buscan
desesperadamente a quién culpar de sus
padecimientos y tribulaciones. No es
extraño entonces que los encuentren bajo
la luz del farol más cercano, en el sitio
exacto que tan diligentemente han
iluminado para nosotros las fuerzas de
la ley y el orden: «Los causantes de la
inseguridad son los criminales, y los
causantes del crimen son los extraños»;
por lo tanto, «rodeando, encarcelando y
deportando
a
los
extraños
recuperaremos nuestra perdida o robada
seguridad».
Donald G. McNeil Jr. dio a este
resumen de los cambios más recientes
del espectro político europeo el título
«Los políticos le siguen el juego al
temor por la inseguridad»[66]. De hecho,
en todos los países regidos por
gobiernos democráticos la frase «mano
dura con el crimen» ha resultado ser una
carta de triunfo sobre cualquier otra,
pero la mano ganadora suele ser
invariablemente la combinación de una
promesa de «más cárceles, más policías,
condenas más largas» con un juramento
de «no a la inmigración, no al derecho
de asilo, no a la naturalización». Como
señala McNeil, «Los políticos de toda
Europa hacen uso del estereotipo de que
‘los causantes del crimen son los
extranjeros’ para conectar el odio
étnico, en la actualidad indigerible, con
el temor en boga por la propia
seguridad».
Cuando estaba todavía en sus
preliminares, el duelo entre Chirac y
Jospin por la presidencia de Francia en
2002 degeneró en una subasta pública en
la cual ambos competidores trataban de
obtener el favor del electorado
ofreciendo cada uno aplicar medidas
más duras contra criminales e
inmigrantes, pero sobre todo contra los
inmigrantes que engendran el crimen y la
criminalidad engendrada por los
inmigrantes[67]. En primer lugar, sin
embargo, hicieron todo lo que pudieron
para cambiar el foco de ansiedad de los
electores, que emanaba de la sensación
de precarité reinante (la exasperante
inseguridad de la propia posición social
entremezclada con la incertidumbre
aguda acerca del futuro de los medios de
subsistencia), y transformar
esa
ansiedad en temor por la seguridad
personal (integridad física, de los bienes
y posesiones personales, hogar y
vecindario). El 14 de julio de 2001,
Chirac puso en marcha esa maquinaria
infernal al anunciar la necesidad de
combatir «esa creciente amenaza para la
seguridad, esa marea en ascenso», en
vista del aumento de casi un 10% en los
índices de criminalidad durante el
primer semestre del año (cifra también
anunciada en dicha ocasión), y
declarando que la política de
«tolerancia cero» sería ley ni bien él
fuese reelecto. El tono de la campaña
presidencial quedaba de esa manera
marcado, y Jospin no tardó en sumarse,
elaborando sus propias variaciones
sobre el mismo tema (sin embargo, e
inesperadamente para los candidatos
principales aunque no para los
observadores con pericia sociológica, la
voz de Le Pen sobresalía más pura y
audible por encima de todas las demás).
El 28 de agosto Jospin le declaró
«la
guerra
a
la
inseguridad»
prometiendo «inflexibilidad», mientras
que el 6 de septiembre Daniel Vaillant y
Marylise Lebranchu, ministros del
Interior y de Justicia respectivamente,
juraron que no tendrían la menor
tolerancia hacia ninguna forma de
delincuencia. La reacción inmediata de
Vaillant frente a los sucesos del 11 de
septiembre en los Estados Unidos fue
aumentar las atribuciones de la policía,
principalmente con respecto a los
jóvenes y menores de edad provenientes
de la banlieue «étnicamente extranjera»,
esas vastas zonas urbanas periféricas de
las grandes ciudades que, de acuerdo
con la muy conveniente versión oficial,
eran caldo de cultivo de la diabólica
conjunción
de
incertidumbre
e
inseguridad que envenenaba la vida de
los franceses. Jospin mismo se abocó a
fustigar y vilipendiar con virulencia
creciente a la «escuela angélica»
partidaria de la mano blanda, perjurando
que jamás había sido parte de ella en el
pasado y que jamás lo sería en el futuro.
La subasta no se detenía y las apuestas
seguían subiendo. Chirac prometió
entonces crear un Ministerio de
Seguridad Interior, a lo que Jospin
respondió con el compromiso de un
ministerio «encargado de la seguridad
pública» y la «coordinación de las
operaciones policiales». Cuando Chirac
esgrimió la idea de crear centros de
confinamiento
para
delincuentes
menores de edad, Jospin se hizo eco de
esa promesa ofreciendo su opción de
«instalaciones de encierro» para
delincuentes juveniles, superando a su
rival al proponer que estos fueran
«condenados en el acto».
Apenas tres décadas atrás, Portugal
era (junto con Turquía) el principal
proveedor de los «trabajadoreshuéspedes», a los que el Bürger alemán
miraba con temor ante la perspectiva de
que pudieran arruinar el acogedor
paisaje urbano y socavar el pacto social,
base de su seguridad y su confort. En la
actualidad, gracias a la abrupta y
creciente prosperidad, Portugal ha
pasado de ser un país exportador de
mano de obra a ser un importador de
trabajo. Los sinsabores y humillaciones
sufridos cuando el pan debía ganarse en
el extranjero han sido rápidamente
olvidados: el 27% de los portugueses
declara que su principal preocupación
son los vecindarios infestados de
crimen-y-extranjeros, y el recién llegado
político Paulo Portas, jugando la sola
carta de la antiinmigración feroz,
colaboró con la llegada al poder de la
nueva coalición derechista (tal y como
ocurriera con el Partido del Pueblo
Danés de Pia Kiersgaard en Dinamarca,
la Liga del Norte de Humberto Bossi en
Italia
y
con
el
radicalmente
antiinmigracionista Partido del Progreso
en Noruega: todos países que no mucho
tiempo atrás enviaban a sus hijos a
tierras lejanas en busca del pan que sus
paupérrimos hogares no podían darles).
Las noticias como estas llegan
fácilmente a los titulares de los
periódicos (por ejemplo: «Enérgicas
medidas del Reino Unido contra el
asilo», aparecido en The Guardian el 13
de junio de 2002, por no mencionar los
grandes titulares de la prensa
sensacionalista…). Sin embargo, Europa
occidental permanece ajena (y de hecho
desconoce) la esencia principal de esa
fobia contra los inmigrantes, ya que
nunca sale a la luz. «Culpar a los
inmigrantes» —los extranjeros, los
recién llegados, en especial los
extranjeros recién llegados— del
malestar social en todos sus aspectos (y
en primer lugar de la nauseabunda y
paralizante sensación de Unsicherheit,
incertezza,
precarité,
insecurity,
inseguridad) se va transformando poco a
poco en un hábito global. Como lo
señala Heather Grabbe, directora de
investigaciones del Centro para la
Reforma Europea, «los alemanes culpan
a los polacos, los polacos culpan a los
ucranianos, los ucranianos culpan a los
kirguices y a los uzbekos»[68], mientras
que los países demasiado pobres para
atraer a vecinos desesperados en busca
de mejores condiciones de vida, como
Rumania,
Bulgaria,
Hungría
y
Eslovaquia, dirigen su cólera contra los
sospechosos de siempre y los culpables
de emergencia: los gitanos, que son
nativos pero errantes, que se rehúsan a
tener un domicilio fijo y, por lo tanto,
son siempre y en todas partes «recién
llegados» y extranjeros.
Hay que reconocer que en lo que se
refiere a tendencias globales, los
Estados Unidos llevan siempre la
delantera indisputable y la mayoría de
las veces también la iniciativa. Pero
sumarse a la paliza global contra los
inmigrantes representa para ellos un
problema bastante difícil de resolver.
Los Estados Unidos se han jactado
siempre de ser un país de inmigrantes: la
inmigración es una constante de la
historia estadounidense y ha sido su
noble pasatiempo, su misión, la heroica
proeza de los más osados, de los más
valientes y de los más aventurados. Por
lo tanto, denigrar a los inmigrantes y
alentar suspicacias sobre su noble
vocación va en contra del germen mismo
de su identidad nacional y representa
quizás un golpe mortal al Sueño
Americano, su indiscutible cimiento y
piedra fundacional. Pero se esfuerzan,
ensayo y error de por medio, por lograr
la cuadratura del círculo…
El 10 de junio de 2002, oficiales de
alto rango de los Estados Unidos
(Robert Mueller, director del FBI, el
subfiscal general de la nación Larry
Thompson, y el subsecretario de defensa
Paul Wolfowitz, entre otros) anunciaron
el arresto de un sospechoso de
pertenecer a la red terrorista Al-Qaeda a
su regreso a Chicago de un viaje de
entrenamiento en Pakistán[69]. Como lo
señalaba la versión oficial sobre el
asunto, un ciudadano estadounidense,
nacido y criado en los Estados Unidos,
de nombre José Padilla (nombre que
sugiere raíces hispánicas y, por lo tanto,
lo vincula con los últimos y más
precariamente establecidos de la larga
lista de filiaciones étnicas inmigratorias
de ese país), se había convertido al
islamismo, tomando el nombre de
Abdullah al-Mujahir, y rápidamente
había acudido a sus nuevos hermanos
musulmanes en busca del conocimiento
necesario para perjudicar a su antigua
nación. Fue instruido en las crudas artes
del armado de «bombas sucias»,
«pavorosamente fáciles de armar» a
partir de unos pocos gramos de
explosivos convencionales fáciles de
conseguir así como de «prácticamente
cualquier tipo de material radioactivo»
que los futuros terroristas «pudieran
obtener» (no quedaba claro por qué el
ensamblaje de armas «pavorosamente
fáciles
de
armar»
exigía
un
entrenamiento tan sofisticado, pero
cuando se trata de sembrar la semilla
del miedo para cosechar las uvas de la
ira, la lógica está fuera de lugar).
Nichols, Hall y Eisler, periodistas del
USA Today anunciaban que «un nuevo
término ha ingresado en el vocabulario
del estadounidense medio: bomba
sucia».
El asunto resultó ser un golpe
maestro: la trampa del sueño americano
había sido hábilmente sorteada, ya que
José Padilla se había convertido en
extraño y extranjero por propia voluntad
y haciendo uso de su propia libertad de
elección
estadounidense.
Y
el
terrorismo era presentado a todo color
como un fenómeno de origen extranjero
y a la vez ubicuo dentro del país,
acechando a la vuelta de cada esquina y
esparciéndose de vecindario en
vecindario —como en las épocas que se
decía «¡Ahí vienen los rojos!», para
señalar a los comunistas—, impecable
metáfora y plausible válvula de escape
de los temores y ansiedades igualmente
ubicuos de la precariedad de la vida
moderna.
Sin embargo, este recurso en
particular demostró ser un error. Cuando
fue considerado por otras dependencias
de la administración federal, las
ventajas del caso resultaron ser más
bien un lastre. Una «bomba sucia»
«pavorosamente fácil de armar» dejaría
al descubierto el absurdo de un «escudo
antimisiles»
multimillonario.
La
condición de ciudadano estadounidense
de al-Mujahir abriría un enorme signo
de interrogación sobre los planes de una
cruzada anti Irak y sus azarosas
secuelas. Lo que para algunas
dependencias del gobierno federal era
un remedio, para otras era un veneno
letal, y estas últimas parecen haberse
impuesto, ya que el asunto, en un
principio tan prometedor, fue veloz y
diligentemente borrado del mapa. Pero
no por falta de celo por parte de sus
mentores…
Desde sus comienzos, la modernidad
produjo y siguió produciendo enormes
cantidades de sobrantes humanos.
La producción de sobrantes humanos fue
particularmente copiosa en dos ramas de
la industria moderna (que siguen todavía
funcionando y con plena capacidad
operativa).
La función manifiesta de la primera
de esas ramas fue la producción y
reproducción del orden social. Todo
modelo de orden es selectivo y exige el
recorte, la poda, la segregación, la
separación o la extirpación de aquellas
partes de la materia prima humana que
demuestren ser ineptas para ese orden,
es decir, que sean incapaces o no se les
permita encajar en ninguno de sus
nichos. Esas partes emergen como
«sobras» al final de la cadena de
producción del orden social, en cuanto
se diferencian de los productos
deseables y «útiles».
La segunda rama de la industria
moderna que ha arrojado continuamente
enormes volúmenes de sobrante humano
ha sido el progreso económico, que en
un determinado momento exige la
invalidación, el desmantelamiento y la
eventual aniquilación de ciertos modos
de vida y de subsistencia del ser
humano, ya que no pueden ni podrían
alcanzar los crecientes estándares de
productividad y rentabilidad. Por regla
general, los practicantes de esas formas
de vida tan devaluadas no pueden ser
reubicados
en
masse
en
las
instalaciones de la nueva actividad
económica, más estrechas y racionales,
y se les niega el acceso a dichos medios
de subsistencia, ahora legítimos y
obligatorios, mientras que los medios
ortodoxos, devaluados, ya no ofrecen
una alternativa de supervivencia. Son,
por lo tanto, las sobras del progreso
económico.
Durante la mayor parte de la historia
moderna,
sin
embargo,
las
consecuencias
potencialmente
desastrosas de la acumulación de
sobrantes humanos fueron desactivadas,
neutralizadas o al menos mitigadas
gracias a otra invención moderna: la
industria de eliminación de desechos.
Esa industria prosperó gracias a que
grandes sectores del planeta fueron
transformados en basurales adonde esos
«excedentes de la humanidad» —los
sobrantes humanos resultantes de la
modernización—
pudieran
ser
transportados,
ubicados
y
descontaminados, conjurando así los
peligros de combustión espontánea y
explosión.
En la actualidad, esos espacios de
desecho se están agotando, en gran
medida gracias al éxito espectacular —
la expansión planetaria— del modo de
vida moderno (desde los tiempos de
Rosa Luxemburgo, al menos, se
sospecha que la modernidad entraña una
tendencia suicida terminal del tipo
«serpiente que se muerde la cola»). Los
basurales son cada vez más escasos.
Mientras la producción de sobrantes
humanos bate todos los récords (con
volúmenes cada vez mayores debido al
proceso de globalización), la situación
de la industria de eliminación de
desechos es desesperante. El abordaje
del tema de los sobrantes humanos
tradicional de la modernidad ya no es
viable, y todavía no han sido inventados
ni puestos en funcionamiento otros más
novedosos. A lo largo de las líneas de
producción defectuosas del desorden
mundial se apilan los sobrantes
humanos, y empiezan a multiplicarse los
síntomas de una tendencia a la
conflagración y las señales de una
explosión inminente.
La crisis de la industria de eliminación
de sobrantes humanos subyace tras la
confusión actual, que quedó expuesta
por la desesperada y en gran medida
irracional y sobreactuada crisis de
gobierno desatada por los sucesos del
11 de septiembre de 2001.
Hace más de dos siglos, en 1784, Kant
observó que el planeta que habitamos es
esférico, y consideró con detenimiento
las consecuencias de ese hecho banal:
como todos estamos y nos movemos
sobre la superficie de esa esfera, señaló
Kant, no tenemos otro lugar donde ir y
estamos por lo tanto obligados a vivir
para siempre en proximidad y compañía
de otros. Mantener distancia entre uno y
los otros, y más aún ampliarla, es a la
larga imposible: al movernos alrededor
de una superficie esférica terminaríamos
por acortar la distancia que en un
principio pretendíamos agrandar. Y por
lo tanto, die volkommene bürgerliche
Vereinigung in der Menschengattung
(la unificación perfecta de la especie
humana en una ciudadanía común) es el
destino que la naturaleza eligió para
nosotros al ponernos sobre la superficie
de un planeta esférico. La unidad de la
raza humana es el horizonte absoluto de
nuestra historia universal, un horizonte
que nosotros, seres humanos movidos y
guiados por la razón y el instinto de
supervivencia, estamos obligados a
perseguir y, en la plenitud de los
tiempos, alcanzar. Tarde o temprano,
advierte Kant, no habrá ni un rincón de
espacio libre para aquellos de nosotros
que se encuentren con que los lugares ya
ocupados están demasiado colmados
para brindar confort, son demasiado
hostiles, incómodos, o por alguna otra
razón poco acogedores para buscar en
ellos refugio y abrigo. Y esa es la
manera como la naturaleza nos ordena
aceptar la hospitalidad (recíproca)
como precepto supremo, precepto que
debemos —y llegado el caso deberemos
— abrazar y obedecer como modo de
dar fin a la larga cadena de ensayos y
errores, a las catástrofes causadas por
los errores y a la devastación que las
catástrofes van dejando a su paso.
Los lectores de Kant podían
aprender todas estas cosas en sus libros
hace doscientos años. El mundo, sin
embargo, ni se enteró. Parece que el
mundo prefiere honrar a sus filósofos
con placas conmemorativas en vez de
prestar atención a sus enseñanzas y
seguir sus consejos. Es posible que los
filósofos hayan sido los héroes
protagonistas del drama lírico de la
Ilustración, pero la tragedia posterior a
la Ilustración desdeñó olímpicamente
las líneas de diálogo que ellos nos
legaron.
Muy ocupado concertando el
matrimonio de la nación con el Estado,
del Estado con la soberanía, y de la
soberanía con territorios de fronteras
prolijamente selladas y fuertemente
custodiadas, el mundo parece haber ido
tras un horizonte muy diferente del que
Kant dibujara. Durante doscientos años
el mundo ha estado ocupado en hacer
del control de los movimientos humanos
la única prerrogativa de los poderes del
Estado, se ha ocupado también de erigir
barreras contra todos los movimientos
no controlados y de administrar esas
barreras con ojos atentos y guardias
fuertemente armados. Los pasaportes,
las visas de entrada y salida, las
aduanas y los controles migratorios son
los inventos fundamentales del moderno
arte de gobernar.
El advenimiento del Estado moderno
coincidió con la emergencia de los
«apátridas», los sans papiers, y de la
idea de unwertes Leben, reencarnación
actual[70] de una antigua institución, el
homo sacer, encarnación absoluta del
derecho soberano de eximir y excluir a
todo ser humano que haya sido arrojado
más allá de los límites de la ley humana
y divina, y transformarlo en un ser al que
las leyes no protegen y cuya destrucción,
despojada de todo significado ético o
religioso, está exenta de castigo alguno.
La sanción definitiva del poder
soberano moderno resultó ser el
derecho a eximirnos de la humanidad.
Pocos años después de que Kant
escribiera sus conclusiones y las enviara
a imprenta, fue publicado otro
documento, más breve aún, que habría
de tener mucho más peso en la historia
de los dos siglos siguientes y en las
mentes de sus protagonistas que el
librito de Kant. Se trataba de la
Déclaration des droits de l’homme et
du citoyen, acerca de la cual Agamben
señalaría, con la ventaja de perspectiva
que confiere la distancia de los siglos,
que no deja en claro si «los dos
términos [hombre y ciudadano]
nombraban dos realidades diferentes» o
si, por el contrario, se había
considerado que siempre el primer
término «ya estaba contenido en el
segundo»[71].
Esa falta de claridad, así como sus
pavorosas consecuencias, ya fue notada
anteriormente por Hannah Arendt, en un
mundo que se llenaba de pronto de
«personas
desplazadas».
Arendt
recordaba la antigua y genuinamente
profética frase de Edmund Burke que
aseveraba que la abstracta desnudez de
«ser nada más que humanos» constituía
el mayor de los peligros de la
humanidad[72]. Los «derechos humanos»,
apuntaba Buike, son una abstracción, y
los seres humanos difícilmente puedan
esperar que esos «derechos» los
protejan, a menos que la abstracción se
concrete en los derechos efectivos de un
inglés o de un francés. «El mundo no ha
encontrado nada de sagrado en la
abstracta desnudez de ser humano», así
resumía Arendt la experiencia que
siguió a las observaciones de Burke.
«Los
Derechos
del
Hombre,
supuestamente inalienables, demostraron
ser algo que no fue posible obligar a
cumplir […] cada vez que aparecieron
personas que ya no eran ciudadanos de
ningún Estado soberano»[73].
De hecho, los seres humanos
dotados de «derechos humanos» y de
nada más —carentes de otros derechos
más defendibles e institucionalmente
arraigados, capaces de sostener a los
derechos «humanos» en su lugar— no
existen en ningún lado y son
prácticamente
inimaginables.
Obviamente
fue
necesaria
una
puissance, potenza, might, Macht o
potestad [74] social y por completo
social que endosara la humanidad de los
humanos. Y a lo largo de la era
moderna, esa «potestad» resultó ser
invariablemente la potestad de trazar un
límite entre lo humano y lo inhumano,
en la actualidad disfrazado de límite
entre ciudadanos y extranjeros. En este
mundo parcelado en Estados soberanos,
los sin techo no tienen derechos, y no
sufren por no ser iguales ante la ley, sino
porque no hay ley que se aplique a
ellos y a la que ellos puedan referirse a
la hora de presentar sus quejas por el
maltrato que reciben o reclamar su
amparo.
En su ensayo sobre Karl Jaspers,
compuesto algunos años después de Los
orígenes del totalitarismo, Hannah
Arendt observaba que aunque para todas
las generaciones precedentes la
«humanidad» no había sido más que un
concepto o un ideal (podríamos agregar:
un postulado filosófico, el sueño de los
humanistas, a veces un grito de guerra,
pero rara vez el principio organizador
de la acción política), hoy se había
convertido «en una urgente realidad»[75].
Se había transformado en un asunto de
extrema urgencia debido a que el
impacto de Occidente no sólo había
saturado al resto del mundo con sus
productos y su desarrollo tecnológico,
sino que también había exportado «sus
procesos de desintegración», entre ellos
el colapso de las creencias religiosas y
metafísicas, el formidable avance de las
ciencias naturales y el ascenso de la
nación-estado como virtualmente la
única forma de gobierno posible.
Fuerzas que en Occidente habían
necesitado cientos de años para
«socavar las antiguas creencias y formas
de vida políticas», «en el resto del
mundo apenas necesitaron algunas
décadas para hacer colapsar… otras
creencias y estilos de vida».
Este tipo de unificación, sugiere
Arendt, sólo podría producir una clase
de «solidaridad humana» que es
«enteramente negativa». Cada porción
de la población humana del planeta se
vuelve vulnerable a todas y cada una de
las demás. Podría decirse que se trata de
una «solidaridad» del peligro, de los
riesgos y de los temores. La mayor parte
del tiempo y en los pensamientos de la
mayoría, la «unidad del planeta» se
reduce a la idea de los horrores que se
gestan o incuban en las regiones más
lejanas: «un mundo que nos alcanza y a
la vez resulta inalcanzable».
Junto con el producto que se busca
obtener, toda fábrica arroja desechos.
La fábrica de la moderna soberanía
territorial no fue la excepción.
Durante los doscientos años posteriores
a la publicación de las reflexiones de
Kant, el progresivo «llenado del
mundo» (y en consecuencia, la voluntad
de admitir que aquello que Kant
consideró un veredicto inevitable e
inapelable de la razón y la naturaleza
era de hecho algo innegable) fue
contraatacado con la ayuda de la
diabólica trinidad de territorio, nación y
Estado.
La nación-estado, observa Giorgio
Agamben, es un Estado que hace del
«natalicio o el nacimiento» la «piedra
fundacional de su propia soberanía».
«La ficción implícita en esto», señala
Agamben, «es que el nacimiento
[nascita]
cobra
inmediatamente
existencia en tanto nación, de modo tal
que no haya diferencia entre esos dos
momentos»[76]. Uno, por así decirlo,
nace dentro de la «ciudadanía del
Estado».
Sobre la desnudez del recién nacido,
aún no arropado con los arneses
jurídico-legales,
se
construye
y
reconstruye perpetuamente el poder de
soberanía del Estado, con la asistencia
de prácticas de inclusión/exclusión
dirigidas a todos los otros aspirantes a
la categoría de ciudadanos que caigan
bajo su esfera de influencia. Podemos
conjeturar que la reducción del bios al
zoë, que es para Agamben la esencia
misma de la soberanía moderna (o
también podríamos decir: la reducción
del Leib, el cuerpo viviente-actante, al
Korper, un cuerpo sobre el que se puede
accionar pero que no puede actuar) es la
conclusión necesaria de haber hecho del
nacimiento la única condición «natural»
de acceso a una nacionalidad, sin
necesidad de responder preguntas o
pasar exámenes.
Todos los demás aspirantes que
puedan golpear a las puertas del Estado
soberano para ser admitidos suelen ser
sometidos primero a un ritual de
desinvestidura. Como sugiere Victor
Turner y según el modelo de tres pasos
de los ritos de pasaje de Van Gennep,
antes de que los recién llegados, que
aspiran a un lugar social, tengan acceso
(en caso de dárselos) a ese nuevo
guardarropas donde están guardados los
atavíos apropiados y necesarios para
ese lugar, deben ser desvestidos (no
sólo metafórica sino literalmente) de
todos los aparejos de su anterior
condición. Deben estar durante un
tiempo en estado de «desnudez social» y
permanecer en cuarentena en un nolugar, «entre y en el medio», en el que
no hay disponibles ni están permitidas
las prendas con un significado social
definido o aprobado. Un purgatorio
intermedio en «ninguna parte» —que
separa las parcelas en un mundo
fraccionado
y
concebido
como
sumatoria de lotes espacialmente
separados— separa a su vez a los recién
llegados de su nuevo espacio de
pertenencia. De ser concedida, la
inclusión debe estar precedida de una
exclusión radical.
Según Turner, el mensaje contenido
en esa parada obligada en un
campamento prolijamente despejado de
todo instrumento capaz de elevar a los
acampantes del nivel de zoe o Korper al
del bios o Leib («la implicación social
de reducirlos a cierta especie de primo
materia humana despojada de forma
específica, una condición que, si bien
sigue siendo social, carece o está por
debajo de toda forma de estatus
aceptada») es que no existe un camino
directo entre un estatus social aprobado
y otro. Antes de poder pasar de uno a
otro,
debemos
sumergirnos
y
disolvernos en «una communitas sin
estructura,
rudimentariamente
estructurada
y
relativamente
indiferenciada»[77].
Hannah Arendt situó el fenómeno
luego explorado por Turner en el reino,
operado por el poder, de la expulsión, el
exilio, la exclusión y la exención. «El
gran privilegio de los parias», afirmaba
ella, es la humanidad «bajo la forma de
la fraternidad». Esos parias que en los
debates de opinión del siglo XVIII eran
llamados genéricamente les malheureux,
y en el siglo XIX fueron rebautizados
como les miserables, y en la actualidad
y desde mediados del siglo pasado, se
amontonan bajo la denominación de «los
refugiados», pero que en todas las
épocas han sido privados de un lugar en
el mapa mental de un mundo diseñado
por esas personas que acuñan y reparten
nombres para ellos. Comprimidos,
arrinconados y aplastados por una
multiplicidad
de
rechazos,
«los
perseguidos se han apretado tanto entre
ellos que el interespacio que llamamos
mundo (y que obviamente existía entre
ellos antes de la persecución,
manteniéndolos a distancia unos de
otros)
simplemente
ha
desaparecido»[78].
A todos los efectos prácticos, la
categoría de los parias/excluidos estaba
juera del mundo, de ese mundo de
categorías y sutiles distinciones que
habían parido los que ostentaban el
poder, bautizándolo con el nombre de
«sociedad»: el único mundo que
supuestamente los humanos debían
habitar y el único capaz de transformar a
un residente en un ciudadano con
derechos. Eran uniformes, en cuanto
carecían de los atributos que un hablante
vernáculo era capaz de percibir, captar,
nombrar y comprender. O al menos
«uniformes» era lo que parecían ser,
debido a la pobreza vernácula y a la
homogeneización que producía la
expropiación de derechos realizada
desde el poder.
Si el nacimiento y la nación son una
sola y misma cosa, entonces todos
aquellos que entran o desean entrar a
la familia nacional deben imitar, o se
ven forzados a emular, la desnudez del
recién nacido.
El Estado —guardián y carcelero,
vocero y censor en jefe de la nación—
se ocupará de que esta condición se
cumpla.
Como asegura Cari Schmitt, lúcido y
desprejuiciado anatomista del Estado
moderno: «Quien determina un valor,
siempre fija eo ipso un no-valor. El
sentido de la determinación de este novalor es la aniquilación del mismo»[79].
La determinación de un valor traza el
límite entre lo normal, lo ordinario, lo
normativo. El no-valor es una excepción
que marca esa frontera.
La excepción no puede ser
subsumida. Desafía la codificación
general, pero a la vez revela un
elemento formal específicamente
jurídico: la decisión en absoluta
pureza […] No hay regla que se
aplique al caos. El orden debe ser
establecido para que el orden
jurídico tenga sentido. Se debe
crear una situación regular, y es
soberano aquel que decide
definitivamente si esa situación es
realmente efectiva […]
La
excepción no sólo confirma la
regla: la regla como tal se alimenta
exclusivamente de la excepción[80].
Giorgio Agamben comenta: «La
regla se aplica a la excepción al no
aplicarse, al alejarse de ella. La
condición de excepción no es, por lo
tanto, el caos que antecede al orden,
sino más bien la situación resultante de
su suspensión. En este sentido, la
excepción es, de acuerdo con su raíz
etimológica,
realmente
extraída
(excapere),
y
no
simplemente
excluida»[81].
Permítanme observar que esta es
precisamente la circunstancia que los
legisladores soberanos necesitan ocluir
para legitimar y sostener su accionar.
Por lo general, la imposición del orden
suele emprenderse en nombre de la
lucha contra el caos. Pero no habría
caos si no existiera de antemano una
intención ordenadora y si no hubiera
sido concebida previamente una
«situación regular» cuya promoción
debe ponerse en marcha con pie firme.
El caos nace como un no-valor, una
excepción. Su pesebre es el afán
ordenador, y no tiene otro padre
legítimo ni otro hogar que ese.
El poder de exención no sería una
marca de soberanía si el poder
soberano no estuviese antes ligado al
territorio.
Penetrante y perspicaz a la hora de
escrutar la grotesca y paradójica lógica
del Ordnung, en este tema crucial Cari
Schmitt refrenda la ficción alimentada
por los guardianes/promotores del
orden, ejecutores del poder soberano de
la exención. En el modelo teórico de
Schmitt, al igual que en el conjunto de
prácticas soberanas, se presume que los
límites territoriales sobre los que se
pone en funcionamiento el Ordnung
constituyen la última frontera del único
mundo que amerita intentos y esfuerzos
ordenadores.
Así como en la doxa de los
legisladores, en la visión de Schmitt la
suma total de los recursos necesarios
para completar la tarea ordenadora, al
igual que la totalidad de los factores
necesarios
para
garantizar
su
funcionamiento y sus resultados, está
comprendida dentro de ese mundo. La
soberanía genera la distinción entre un
valor y un no-valor, una regla y una
excepción, pero esta operación está
precedida por la distinción entre el
adentro y el afuera del reino soberano,
sin el cual las prerrogativas soberanas
no podrían ser exigidas ni obtenidas. La
soberanía, según como la practican las
modernas naciones-estados, y tal y como
la
teorizara
Schmitt,
está
inextricablemente unida al territorio, y
es inimaginable sin un «afuera»: es
inconcebible de otra forma que no sea la
de una entidad localizada. La visión de
Schmitt está tan localizada como la
soberanía cuyos misterios pretende
develar, y no se aparta un milímetro del
horizonte práctico y cognitivo del
sacrosanto matrimonio del territorio con
el poder.
Como el «estado de la ley» fue
evolucionando gradualmente, aunque
irrefrenablemente (por estar bajo la
constate presión de la movilización
ideológica y generadora de consenso),
hacia
el
«estado–nación»,
ese
matrimonio antes mencionado se ha
convertido en un ménage a trois: una
trinidad de territorio, estado y nación.
Uno podría argumentar que el
advenimiento de esa trinidad fue un
accidente histórico ocurrido en una parte
relativamente pequeña del planeta. Pero
como precisamente esa parte, por
pequeña que sea, aduce ser una
metrópolis con los recursos suficientes
para convertir al resto* del orbe en
periferia y con la suficiente arrogancia
para hacer caso omiso de sus propias
peculiaridades, y como es prerrogativa
de las metrópolis establecer las reglas
según las cuales la periferia debe vivir y
está en su poder forzar su cumplimiento,
la
superposición/combinación
de
nación, Estado y territorio se ha
transformado en la norma global
obligada.
Si alguno de los miembros de esa
trinidad se presentaba alienado o
carecía del apoyo de los otros dos, se
convertía en una anomalía, una
monstruosidad condenada a cirugía
mayor o incluso a recibir un tiro de
gracia en el caso de que se la creyera
más allá de toda redención posible. El
territorio sin nación-estado era tierra de
nadie, la nación sin Estado era una
aberración que debía elegir entre la
desaparición voluntaria y la ejecución, y
un Estado sin nación o con más de una
nación se convertía en un residuo de
tiempos pasados o en un mutante que
enfrentaba la opción de modernizarse o
perecer. Detrás de esta nueva
normalidad, se alzaba el principio de la
territorialidad, que daba sentido a todo
poder con ambiciones soberanas y que
pretendiera tener alguna chance de
colmarlas o conquistarlas.
Toda puja en pos de la pureza deja
sedimentos, toda puja en pos del orden
engendra monstruos. Los monstruos
sedimentarios de la época de la
promoción de la trinidad territorionación-estado fueron las naciones sin
Estado, los Estados de más de una
nación, y los territorios sin naciónestado.
Fue gracias a la amenaza de esos
monstruos y al temor que despertaban
que el poder soberano pudo arrogarse y
obtener el derecho justamente de
denegar derechos, y de establecer
condiciones para toda la humanidad
cuando gran parte de ella no podía
cumplirlas.
Como la soberanía es el poder que
define los límites de la humanidad,
aquellos seres humanos que han caído
o han sido arrojados fuera de esos
límites tienen una vida indigna de ser
vivida.
En 1920 y bajo el título de Die Freigabe
der Vernichtung lebensunwerten Leben
(Permitir la destrucción de la vida
indigna de ser vivida), fue publicado un
libelo firmado por el penalista Karl
Binding y el profesor de medicina
Alfred Hoche. Se adjudica comúnmente
a dicho texto la introducción del
concepto de unwertes leben (“vida
indigna de ser vivida”)[82], que además
sugiere que, en las sociedades humanas
conocidas, la vida de este tipo ha sido
excesiva e injustamente protegida a
expensas de formas de vida hechas y
derechas, que deberían merecer toda la
atención y el cuidado amoroso debidos a
la humanidad. Los sabios autores no
veían razón alguna (ya fuese legal,
social o religiosa) por la cual el
exterminio de la unwertes Leben debía
considerarse un crimen y, por lo tanto,
estar sujeto a castigo.
En esa concepción de Binding y
Hoche, Giorgio Agamben vislumbra una
resucitación y una articulación moderna
y ampliada de la antigua categoría de
homo sacer: un humano que puede
matarse sin temor al castigo, pero que no
puede ser usado para el sacrificio
religioso. En otras palabras, alguien que
está absolutamente exento, que se
encuentra más allá de los confines tanto
de la ley humana como de la divina.
Agamben también observa que el
concepto de “vida indigna de ser
vivida” —tal como siempre lo fuera el
de homo sacer— es un concepto noético, pero que en su versión moderna se
reviste de profundo significado político
en cuanto es la categoría “sobre la que
se funda el poder soberano”.
En la moderna biopolítica,
soberano es aquel que decide el
valor o no-valor de la vida en sí.
La vida —que con la declaración
de los derechos del hombre había
sido investida con el principio de
soberanía— se convierte ahora en
terreno
de
una
decisión
soberana[83].
De hecho, resulta ser así.
Permítanme notar, sin embargo, que esto
es así solamente y en la medida en que
la trinidad territorio-estado-nación ha
sido elevada al rango de principio
universal de la cohabitación humana,
impuesto y determinado a ser impuesto
hasta en el último rincón del planeta,
incluso en las regiones que durante
siglos no han logrado alcanzar las
condiciones más elementales de dicha
trinidad (a saber, la homogeneidad
poblacional y/o el asentamiento
permanente que conduce al “arraigo”).
Es a causa de esa universalidad
artificial, arbitraria y forzada del
principio de la trinidad que, como
señala Hannah Arendt, “quien es
expulsado de alguna de estas
comunidades rigurosamente organizadas
encuentra que ha sido expulsado de la
familia de las naciones en su
conjunto[84]” (y por lo tanto, como la
especie humana se transforma en
sinónimo de “familia de las naciones”,
expulsado del reino humano) hacia la
tierra-en-ninguna-parte
del
homini
sacri.
La intensa producción de desechos
demanda una eficiente industria para
su eliminación. De hecho, esta se ha
convertido en uno de los éxitos más
impresionantes de la historia moderna,
lo que
explica por qué la
advertencia/premonición de Kant ha
juntado polvo durante más de
doscientos años.
A pesar del aumento de su volumen y la
agudización de sus molestias, el
detrimento humano resultante del afán y
el celo por incluir/ excluir —disparados
y sistemáticamente reafirmados por el
principio y las prácticas de la trinidad
territorio-nación-estado— ha logrado
ser minimizado hasta considerárselo
más una molestia curable y transitoria
que una ominosa señal de catástrofe
inminente que debe ser tratada. En gran
medida gracias a la empresa de
“imperialismo” y “colonización” de la
era moderna, los nubarrones más
oscuros parecen pasajeros y las
premoniciones más agoreras resultan
risueñas “profecías apocalípticas”. Más
allá de sus otras funciones, esa empresa
funcionó como planta de eliminación y
reciclaje a la vez de la creciente masa
de
sobrantes
humanos.
La
sobrecogedora latitud de “tierras
vírgenes”, que el impulso imperialista
de invasión, conquista y anexión dejó
abierta a su colonización, pudo ser
también utilizada como basural donde
arrojar a todos los que son indeseables
en sus hogares y para funcionar como
tierra prometida de todos aquellos que
se sienten a la deriva o fueron arrojados
por la borda cuando el tren del progreso
tomó velocidad y ganó terreno.
Por lo tanto, el mundo no parecía
estar lleno. “Lleno” es otro
—“objetivizado”— término para la
sensación de estar colmado. Sobre—
colmado, desbordado, para ser más
precisos.
Ya no hay Estatuas de la Libertad que
prometan acoger a las masas oprimidas
y abandonadas. Ya no hay vías de
escape ni escondites para nadie, a
excepción de unos pocos inadaptados y
criminales. Pero (y quizás este sea el
efecto más llamativo de ese desborde
del mundo que de pronto se ha hecho
evidente en los últimos tiempos) ya no
hay tampoco un chez soi seguro y
acogedor, tal y como lo demostraran
dramáticamente y más allá de toda duda
razonable los sucesos del 11 de
septiembre.
El proceso colonizador acumuló
polvo sobre las premoniciones de Kant.
Sin
embargo,
cuando
fueron
desempolvadas, también hizo que
parecieran una profecía apocalíptica, en
vez de la alegre utopía que su autor
quiso que fueran. La visión de Kant nos
parece hoy apocalíptica porque, debido
a la engañosa abundancia de «tierra de
nadie», nada debía hacerse y por lo
tanto, en el transcurso de estos
doscientos años no se hizo nada por
preparar a la humanidad para el
definitivo desborde del mundo.
A medida que van desapareciendo a
toda velocidad de los mapas las últimas
referencias a ubi leones, y los últimos y
más distantes territorios limítrofes son
reclamados por poderes con fuerza
suficiente para sellar esas fronteras y
negar las visas de ingreso, el mundo en
su totalidad se está convirtiendo en
una tierra fronteriza planetaria…
Las tierras fronterizas de todos los
tiempos han sido consideradas,
simultáneamente,
fábricas
de
desplazamiento y plantas recicladoras
de desplazados. Nada más puede
esperarse de su nueva versión
globalizada,
a
excepción,
por
supuesto, de la nueva escala
planetaria de los problemas de
producción y reciclaje.
Lo repito una vez más: no existen
soluciones locales para problemas
globales. Sin embargo, se siguen
esperando con avidez precisamente
soluciones locales instrumentadas por
las instituciones políticas existentes, las
únicas que hasta el momento hemos
logrado inventar colectivamente y las
únicas que tenemos.
No es extraño que, comprometidas
como han estado desde el principio y a
lo largo de toda su historia en su
apasionado esfuerzo (hercúleo en la
intención, sisífeo en la práctica) para
sellar la unión de Estado y nación con el
territorio, todas esas instituciones hayan
sido y sigan siendo locales, y que su
poder soberano para actuar de manera
viable (de hecho, de manera legítima)
esté circunscrito localmente.
Alrededor del globo hay esparcidas
«guarniciones de extraterritorialidad»,
basureros donde se depositan los
desechos de la tierra fronteriza global
aún no eliminados y aún no reciclados.
Durante los doscientos años de la
historia moderna, se aceptó como algo
natural que las personas que no lograban
convertirse
en
ciudadanos,
los
refugiados, los emigrantes voluntarios o
involuntarios, tout court, «las personas
desplazadas», eran asunto del país
anfitrión, y fueron estos los que se
ocuparon.
Muy pocos de los estados-nación
que colmaban el mapa del mundo
moderno tenían tanto arraigo local como
sus prerrogativas soberanas. A veces de
buen grado, otras a regañadientes, casi
todos ellos tuvieron que aceptar la
presencia de extranjeros en el interior
del territorio del que se habían
apropiado, y aceptar las sucesivas olas
de inmigrantes que escapaban o eran
expulsados de otros estados-nación
igualmente soberanos. Una vez que se
instalaban allí, sin embargo, tanto los
flamantes extranjeros como los ya
asentados se encontraban bajo la
exclusiva y excluyente jurisdicción del
país anfitrión, que era libre de emplear
versiones modernas y mejoradas de las
dos estrategias descritas por Claude
Lévi-Strauss en Tristes trópicos como
formas alternativas de manejar la
presencia de extraños. Cuando elegía
utilizar dichas estrategias, el país
anfitrión podía estar seguro de contar
con el apoyo incondicional de todos los
demás estados soberanos del plantea,
concientes de la urgencia de preservar
la inviolabilidad de la trinidad
territorio-nación-estado.
Las opciones disponibles para el
problema de los extranjeros eran la
solución antropofágica y la solución
antropoémica. La primera se reducía a
«comerse a los extranjeros», ya fuese
literalmente comerse sus cuerpos —
como el canibalismo supuestamente
practicado por ciertas tribus antiguas—
o una versión espiritual y sublimada,
como es la asimilación cultural que con
la ayuda del poder practicaron casi
universalmente las naciones-estado con
la intención de ingerir a los portadores
de una cultura foránea dentro del cuerpo
nacional para luego eliminar las partes
indigeribles de su legado cultural. La
segunda solución implicaba «vomitar a
los extranjeros» en vez de devorarlos:
rodearlos y expulsarlos (tal como
Oriana
Fallad
—la
formidable
periodista y formadora de opinión
italiana— sugirió que nosotros, los
europeos, deberíamos hacer con los
pueblos que adoran a otros dioses y
practican desconcertantes hábitos de
higiene), ya sea fuera de la esfera de
poder del Estado o fuera del mundo de
los vivos.
Señalemos, no obstante, que la
consecución de cualquiera de estas dos
soluciones tenía sentido sólo bajo una
doble
presunción:
una
división
territorial tajante y clara entre el
«adentro» y el «afuera», y la completud
e indivisibilidad de soberanía que tiene
dentro de su reino el poder que hace la
elección de la estrategia a seguir. En
nuestro moderno mundo líquido y
global, ninguna de ambas presunciones
resulta ya demasiado creíble, y por lo
tanto las posibilidades de desplegar
cualquiera de esas estrategias ortodoxas
son ínfimas.
Ahora que las maneras ya probadas
han dejado de ser viables, parece que no
disponemos de una estrategia adecuada
para manejar a los recién llegados. En
una época en la que ningún modelo
cultural puede reivindicar con autoridad
y eficacia su superioridad sobre otros
modelos competidores, y cuando la
construcción de la nación y la
movilización patriótica han dejado de
ser los principales instrumentos sociales
de integración social y autoafirmación
del Estado, la asimilación cultural queda
descartada. Y ya que las deportaciones y
expulsiones
televisadas
resultan
dramáticas y bastante alarmantes, y
corren el riesgo de desencadenar
protestas públicas y manchar los
expedientes de sus ejecutores, la
mayoría de los gobiernos prefieren
ahorrarse el problema, cerrando la
puerta frente a todo aquel que golpee en
busca de refugio.
La tendencia actual de reducir
drásticamente el derecho de asilo
político, acompañada de un sólido
rechazo al ingreso de los «inmigrantes
económicos» (excepto en esos raros y
breves momentos en que los negocios
amenazan con desplazarse allí donde
hay mano de obra, a menos que la mano
de obra sea trasladada allí donde los
negocios la necesitan), no es signo de la
aparición de una nueva estrategia en
relación con el fenómeno de los
refugiados, sino que es señal de la
ausencia de estrategia y del deseo de
evitar toda situación en la cual esa
ausencia genere costos políticos.
A la luz de esas circunstancias, el
golpe terrorista del 11 de septiembre fue
sumamente provechoso para la clase
política. Además de los usuales cargos
esgrimidos contra ellos de vivir a
costillas del Estado y usurpar
empleos[85], o de ingresar al país
enfermedades largamente olvidadas
como la tuberculosis o flamantemente
inventadas como el HIV[86], ahora los
refugiados pueden ser acusados de ser la
«quinta columna» de la red del
terrorismo internacional. Por último,
existe un motivo «racional» y
moralmente incontestable para rodear,
encarcelar y deportar a personas con las
que uno no sabe qué hacer ni quiere
tomarse el trabajo de averiguarlo. Bajo
el lema de «campaña antiterrorista», en
los Estados Unidos y poco después en
Gran Bretaña, los extranjeros han sido
expeditivamente despojados de los
derechos humanos básicos y esenciales
que, desde la Carta Magna y el Habeas
Corpus hasta hoy, habían resistido todas
las vicisitudes de la historia. Hoy los
extranjeros pueden ser detenidos
indefinidamente bajo cargos de los que
no pueden defenderse ya que no se les
informa cuáles son. Como señala Martin
Thomas con acidez[87], de aquí en más,
en una dramática inversión del principio
básico de la ley civilizada, las «pruebas
de un cargo criminal son una
complicación redundante», al menos en
lo que concierne a los refugiados
extranjeros.
Las puertas pueden estar cerradas
con llave, pero por seguras que sean las
cerraduras,
el
problema
no
desaparecerá. Las cerraduras no son
capaces de domesticar o aplacar las
fuerzas causales de los desplazamientos
humanos que transforman a los humanos
en refugiados. Las cerraduras pueden
ayudarnos a soslayar el problema o a
olvidarlo, pero no pueden obligarlo a
dejar de existir.
Y de ese modo, cada vez más, los
refugiados se encuentran en medio de
un fuego cruzado. Para ser más
exactos, en un doble vínculo.
Son expulsados por la fuerza o
intimidados para que huyan de sus
países de origen, pero se les niega la
entrada a cualquier otro. No cambian de
lugar, pierden su lugar en la tierra. Son
catapultados hacia ninguna parte, hacia
el non-lieux de Auge o las
nowherevilles de Garreau, hacia el
Narrenschiffen de Michel Foucault,
hacia la deriva del «lugar sin lugar, que
existe por sí mismo, está cerrado en sí
mismo y a la vez está a merced de la
infinitud del mar»[88], o (como lo sugiere
Michel Agier en su artículo en
Ethnography) hacia el desierto, un lugar
inhóspito por definición, una tierra
hostil al hombre y raramente visitada
por él.
Como una caricatura de la nueva
elite del poder del mundo globalizado,
los refugiados se han convertido en el
epítome de esa extraterritorialidad
donde se hunden las raíces de la actual
precarité de la condición humana, causa
primordial de los miedos y ansiedades
humanos de nuestros tiempos. En su
búsqueda vana de otras válvulas de
escape, esos miedos y ansiedades se han
ido identificando con el temor y el
resentimiento
popular
hacia
los
refugiados. Esos temores no pueden
diluirse por medio de una confrontación
directa con la otra encarnación de la
extraterritorialidad, la elite global que
flota más allá del alcance del control
humano, y a la que nadie puede hacerle
frente, dado el enorme poder del que
dispone. Pero los refugiados, por el
contrario, están allí, listos para
convertirse en el blanco de todas las
descargas de angustia contenida…
De acuerdo con la oficina del Alto
Comisionado para los Refugiados de la
Naciones Unidas (UNHCR), existen entre
13 y 18 millones de «víctimas de
desplazamientos forzados» luchando por
sobrevivir más allá de las fronteras de
sus países de origen (sin contar los
millones de refugiados «internos» en
países como Burundi y Sri Lanka,
Colombia y Angola, Sudán y Afganistán,
condenados a errar por las eternas
guerras tribales). De ellos, más de 6
millones están en Asia, entre 7 y 8
millones en África, y hay 3 millones de
refugiados palestinos en Medio Oriente.
Por supuesto que se trata de cifras
conservadoras. No todos los refugiados
han sido reconocidos (o aceptados)
como tales. Se trata tan sólo del número
de personas desplazadas que han tenido
la suerte de entrar en los registros del
UNHCR y estar bajo su tutela.
Vayan donde vayan, los refugiados
son indeseables, y se les deja bien claro
que
así
es.
Los
«inmigrantes
económicos» (es decir, las personas que
siguen los preceptos de la «elección
racional» y buscan, por lo tanto, medios
de subsistencia allí donde estos existen
en vez de permanecer donde no los hay)
son condenados abiertamente por los
mismos gobiernos que se desviven por
hacer de la «flexibilidad laboral» la
virtud cardinal de su electorado, a la vez
que exhortan a los desempleados
autóctonos a «subirse a sus bicicletas»
para ir adonde hay demanda laboral.
Pero la sospecha de motivaciones
económicas salpica también a aquellos
recién llegados —hasta hace no mucho
tiempo eran considerados perseguidos—
que, al buscar protección contra la
discriminación y el hostigamiento, sólo
estaban ejerciendo sus derechos
humanos elementales. A fuerza de
asociación repetitiva, el término
«buscador de asilo» ha adquirido un
regusto peyorativo. Gran parte del
tiempo y la capacidad mental de los
hombres de Estado de la «Unión
Europea» (UE) están destinados a
diseñar mecanismos cada vez más
sofisticados para sellar y fortificar las
fronteras y los procedimientos más
convenientes para deshacerse de los
llegados en busca de pan y refugio que a
pesar de todo se las han arreglado para
franquearlos.
Para no quedar rezagado, el
secretario de vivienda británico David
Blunkett ha propuesto extorsionar a los
países de origen, amenazando con
recortarles la ayuda financiera si no
aceptan el regreso de quienes «no
califican para el asilo»[89]. Pero esta no
fue su única idea novedosa. Blunkett
desea «forzar el ritmo del cambio»,
lamentando que, debido a la falta de
decisiones enérgicas por parte de los
otros líderes europeos, «hasta el
momento se haya avanzado con
demasiada lentitud». Aspira a la
creación de una «fuerza de operaciones
conjuntas de acción rápida» de toda
Europa, y de un «grupo de tareas de
expertos nacionales» para “hacer una
evaluación de los riesgos comunes,
identificando los puntos débiles de las
fronteras externas de la UE, abocándose
al tema de la inmigración ilegal
marítima e interceptar el tráfico humano
[el nuevo término que vino a reemplazar
al otrora noble concepto de ‘pasaje’]”.
Gracias a la activa cooperación de
los gobiernos y otras figuras públicas
que consideran que fomentar y secundar
los prejuicios populares son los únicos
sustitutos disponibles para enfrentar las
verdaderas fuentes de incertidumbre
existencial que acosa a sus electores, los
«buscadores de asilo» (como los que
reúnen sus fuerzas en algunos de los
innumerables Sangattes de Europa,
preparándose para invadir las Islas
Británicas, o aquellos dispuestos a
instalarse, a menos que se lo impidan, en
campamentos improvisados a escasas
millas de los hogares de los votantes)
han venido a reemplazar a las brujas de
ojos diabólicos, a los fantasmas de los
pecadores impenitentes y demás cucos
malvados y espectros de las leyendas
urbanas. El nuevo folclore urbano de
veloz crecimiento, que tiene como
protagonistas a las víctimas de este
elenco planetario en el papel de los
villanos principales, reúne y recicla
todas las tradiciones de relatos de
horror que en el pasado tuvieron tanto
éxito debido a la inseguridad de la vida
en las ciudades, tal y como sucede hoy
en día.
A esos inmigrantes que, a pesar de
las más ingeniosas estratagemas, no
pueden ser deportados de manera
expedita,
el
gobierno
propone
confinarlos en campos construidos en
las regiones más remotas y aisladas del
país —medida que convierte la creencia
de que los inmigrantes no quieren o no
pueden ser asimilados a la vida
económica de la nación en una profecía
autocumplida— y, de esa manera, como
observa
Gary
Younge,
«erigir
Bantustans en los alrededores de la
campiña británica, acorralando a los
refugiados de manera de dejarlos
aislados y vulnerables»[90]. (Como
señala Younge, «es más probable que
los buscadores de asilo sean víctimas
del crimen y no sus perpetradores»).
El 83,2% de los refugiados de
África consignados en los registros del
UNHCR, y el 95,9% de los de Asia, están
alojados en campos. Hasta el momento,
sólo el 14,3% de los refugiados en
Europa han sido encerrados en campos.
Pero no parece haber signos de que la
diferencia a favor de Europa vaya a
sostenerse mucho tiempo.
Los campos de refugiados o los
buscadores de asilo son artificios de
instalaciones temporarias a las que se
vuelve permanentes mediante el
bloqueo de sus salidas.
Los reclusos de los campos de
refugiados o de buscadores de asilo no
pueden volver «al lugar del que
vinieron», ya que sus países de origen
no los quieren, sus medios de
subsistencia han sido diezmados y sus
hogares
arrasados,
vaciados
o
saqueados. Pero tampoco pueden seguir
adelante: ningún gobierno dará la
bienvenida a un flujo multitudinario de
personas sin techo, y cualquier gobierno
hará lo imposible por evitar que estos se
instalen.
En cuanto a su nueva ubicación
«permanentemente temporaria», los
refugiados están «allí» pero no son «de
allí». No pertenecen verdaderamente al
país donde han instalado sus baños
portátiles y sus tiendas. Están separados
del resto del país anfitrión por un velo
de sospecha y resentimiento, invisible y
denso e impenetrable a la vez. Están
suspendidos en un vacío espacial en el
que el tiempo se ha detenido. Ni se han
establecido ni están en movimiento. Ni
son sedentarios ni son nómades.
Para utilizar los términos en los que
solemos referirnos a las identidades
humanas, son inefables. Son la
encarnación misma de los «indecisos»
de Jacques Derrida. Entre gente como
nosotros, que nos congratulamos
mutuamente y a nosotros mismos por
nuestra capacidad de reflexión y
autorreflexión, no sólo son intocables,
sino impensables, En un mundo que
desborda de comunidades imaginarias,
ellos son los inimaginables. Y al
negarles su derecho a ser imaginados,
los otros, reunidos en comunidades
genuinas o que aspiran a serlo, buscan
credibilidad a través de sus propias
tareas imaginativas.
La proliferación de campos de
refugiados es una manifestación/
producto
tan esencial de
la
globalización como lo es el denso
archipiélago de nowherevilles en las
que la nueva elite de trotamundos va
parando en sus viajes alrededor del
globo.
El atributo común a los refugiados y los
trotamundos es la extraterritorialidad:
no pertenecen verdaderamente a ningún
lugar, están «en» sin ser «de» el espacio
que ocupan físicamente (los trotamundos
en una sucesión de momentos fugaces,
los refugiados en una serie de momentos
que se extienden infinitamente).
Por
lo
que
sabemos,
las
nowherevilles de los campos de
refugiados cerrados, así como los
hoteles de paso de los hombres de
negocios supranacionales que viajan
libremente, bien podrían ser las
cabeceras de playa de la avanzada de la
extraterritorialidad, o (según una
perspectiva
más
amplia)
los
laboratorios donde se experimenta bajo
condiciones
extremas
con
la
desemantización del espacio, la
fragilidad y desechabilidad de los
significados, la indeterminación y
plasticidad de las identidades y, por
sobre todas las cosas, con la nueva
permanencia de lo efímero, todas ellas
tendencias constitutivas de la fase
«líquida» de la modernidad, testeadas
allí del mismo modo como fueron
testeados los límites de la maleabilidad
y sumisión humanas y los mecanismos
para llegar a esos límites en los campos
de concentración de la etapa «sólida» de
la historia moderna.
Al igual que el resto de los
nowherevilles, los campos de refugiados
se caracterizan por su carácter efímero
constitutivo,
preprogramado
y
deliberado. Dichas instalaciones son
concebidas y planeadas como agujeros
en el tiempo y en el espacio,
suspensiones momentáneas de la
secuencia temporal de la construcción
de la identidad y la adscripción
territorial. Pero las caras que ambas
variantes de las nowherevilles muestran
a sus respectivos usuarios/reclusos
difieren tremendamente. Son las dos
clases
de
sedimento
de
la
extraterritorialidad, por así decirlo,
pero en los extremos opuestos del
proceso de globalización.
La primera de esas caras nos
muestra lo efímero en cuanto posibilidad
sujeta a una elección voluntaria; la
segunda, la transforma en permanente:
un destino irrevocable e ineluctable. Se
trata de una diferencia similar a la que
separa a las dos máscaras de la
permanencia estable: las comunidades
cercadas de los ricos discriminatorios y
los
guetos
de
los
indigentes
discriminados. Y las causas de esa
diferencia también son similares:
ingresos fuertemente protegidos y
custodiados con salidas de puertas
abiertas en el primer caso, e ingresos
relativamente
indiscriminados
con
salidas celosamente clausuradas en el
segundo. Es sobre todo cerrando las
salidas que se perpetúa su carácter
efímero sin reemplazarlo por uno
permanente. En los campos de
refugiados, el tiempo está atrapado entre
rejas que impiden su cambio cualitativo.
Sigue siendo tiempo, pero deja de ser
historia.
Los campos de refugiados se jactan
de una nueva cualidad: lo «efímero
congelado», un estado duradero de
temporariedad en curso, una duración
hecha de parches de momentos, ninguno
de los cuales es vivido como ingrediente
de la perpetuidad, y menos aún como un
aporte a ella. Para los reclusos de los
campos de refugiados, las secuelas a
largo plazo y sus consecuencias no
forman parte de su experiencia ni de sus
perspectivas. Los refugiados reclusos
viven, literalmente, al día, y el
contenido de la vida diaria ignora que
los días se combinan en meses y años.
Como en las prisiones e «hiperguetos»
estudiados y vívidamente descritos por
Loïc Wacquant[91], los refugiados
encerrados en campos «aprenden a
vivir, o más bien a sobrevivir
[(sur)vivre] día a día en la inmediatez
del momento, embebidos de la […]
desesperación que se destila detrás de
esos muros».
La soga que ata a los refugiados a sus
campos
está
hecha
del
entrelazamiento de fuerzas de
atracción y repulsión.
Los poderes que gobiernan el lugar
sobre el que se levantaron las tiendas y
se armaron las barracas, así como la
zona alrededor del campo, hacen lo
imposible para impedir que los reclusos
se filtren y desparramen sobre el
territorio adyacente. Aunque no haya
guardias armados en las salidas, para
los internos el exterior del campo está
esencialmente fuera de sus límites. En el
mejor de los casos, ese exterior
inhospitalario está lleno de gente
recelosa, suspicaz y poco amigable,
siempre dispuesta a advertir, a tomar
nota y a acusar a los reclusos de todo
error genuino o putativo y todo paso en
falso que estos puedan dar, errores que
los
refugiados,
habiendo
sido
expulsados de su entorno natural e
incómodos en un ambiente que les
resulta poco familiar, es sumamente
probable que cometan.
En esa tierra en la que fueron
plantadas las tiendas temporarias/
permanentes, los refugiados siguen
siendo
escandalosamente
los
«extraños», una amenaza a la seguridad
que los «establecidos» obtienen de sus
rutinas diarias, hasta ese momento
cuestionables. Desafían una visión del
mundo hasta entonces universalmente
compartida, y representan una fuente de
peligros desconocidos que no encajan en
los moldes habituales y escapan a la
forma
habitual
de
resolver
[92]
problemas .
Podría decirse que el encuentro
entre nativos y refugiados es el ejemplo
más espectacular de la «dialéctica de
los establecidos y los extranjeros» (que
en nuestros tiempos parece haberse
ganado el rol de establecer patrones que
en otras épocas ocupaba la dialéctica
del amo y el esclavo), descrito por
primera vez por Elias y Scotson[93]. Los
«establecidos», utilizando su poder para
definir la situación e imponer sus
definiciones a todos los involucrados,
tienden a encerrar a los recién llegados
en la jaula de hierro del estereotipo,
«una
representación
sumamente
simplificada
de
las
realidades
sociales». Al estereotipar, crean
«patrones de blanco y negro» que no
dejan «ningún lugar para la diversidad».
Los extranjeros son culpables hasta que
se pruebe su inocencia, pero como los
establecidos, quienes a la vez acusan,
instruyen la causa, dictan sentencia y se
arrogan al mismo tiempo el rol de
acusadores, magistrados y jueces, las
chances de una absolución son escasas,
por no decir nulas. Tal y como lo
señalan Elias y Scotson, cuando más
amenazada se siente la población
establecida, más propensa es a que sus
creencias la lleven «a extremos de
fantasía y rigidez doctrinaria». Y al
tener que enfrentar el flujo de
refugiados, la población establecida
tiene sobradas razones para sentirse
amenazada. Además de ser la imagen de
«lo desconocido» que todo extranjero
encarna, los refugiados traen el rumor
distante de guerras y el hedor de hogares
arrasados y poblados calcinados que
sólo pueden recordar a los establecidos
cuán fácilmente puede ser quebrado o
destruido el capullo de la rutina segura y
familiar (segura en cuanto familiar).
Los refugiados, como lo señalara
Bertold Brecht en Die Landschaft des
Exils, son «ein Bote des Unglücks»
(«pájaros de mal agüero»).
Al aventurarse a salir del campo e ir
hasta un poblado vecino, los refugiados
se exponen a una clase de incertidumbre
que se les hace muy difícil de soportar,
sobre todo después de la rutina
estancada
y paralizante,
aunque
cómodamente predecible, de la vida
diaria del campo. Ya a pocos metros
fuera del perímetro se encuentran con un
ambiente hostil: su derecho a ingresar en
el «afuera» es un tema por lo menos
discutible, y se exponen a ser
interpelados por cualquiera que pase.
Comparado con ese salvaje exterior, el
interior del campo bien puede
resultarles un remanso de paz. Sólo los
imprudentes y los aventureros desearían
abandonarlo durante mucho tiempo, y
son contados los que osarían actuar
según su propio deseo y voluntad.
Si utilizamos los conceptos que se
derivan del
análisis
de
Loïc
Wacquant[94], podemos decir que los
campos
de
refugiados
mezclan,
combinan
y
cristalizan
las
características distintivas tanto del
«gueto comunitario» de la era FordKeynes, como de «hipergueto» de
nuestra
época
posfordista
y
poskeynesiana.
Si
los
«guetos
comunitarios» eran cuasitotalidades
sociales relativamente autosustentables
y autorreproductivas, que incluían
réplicas
en
miniatura
de
la
estratificación del conjunto de la
sociedad, así como las divisiones e
instituciones funcionales diseñadas para
servir al conjunto de necesidades de la
vida comunal, los «hiperguetos» no son
precisamente
comunidades
autosustentables. Son agrupamientos
humanos
truncos,
artificiales
y
ostensiblemente
incompletos,
son
conglomerados y no comunidades. Son
condensaciones topográficas incapaces
de subsistir por su propia cuenta.
Cuando las elites logran salir del gueto,
dejan de alimentar la red de
emprendimientos económicos que hasta
entonces sostenían (aunque fuese
precariamente) la supervivencia de la
población del gueto y hacen su ingreso
las agencias de cuidado y control (por
regla general, ambas funciones van de la
mano) manejadas por el Estado. Los
«hiperguetos» son movidos por hilos
manejados mucho más allá de sus
límites y ciertamente más allá de su
control.
En los campos de refugiados, Michel
Agier encontró rasgos de los «guetos
comunitarios»
entremezclados
con
atributos de los «hiperguetos» en una
apretada red de dependencias mutuas[95].
Podemos suponer que esa combinación
estrecha aún más los lazos que atan a los
reclusos al campo. Tanto la fuerza de
arrastre que mantenía unidos a los
habitantes de los «guetos comunitarios»
como la fuerza de empuje que condensa
a los marginados dando forma al
«hipergueto» son poderosas en sí
mismas; pero aquí se superponen y
refuerzan mutuamente. Todo esto, en
conjunción con la furiosa y enconada
hostilidad del ambiente exterior, genera
una aplastante fuerza centrípeta difícil
de resistir y frente a la cual los métodos
de reclusión y aislamiento desarrollados
por los administradores y supervisores
de Auschwitz y Gulag resultan
totalmente innecesarios. Los campos de
refugiados se asemejan más que
cualquier otro micromundo social
artificial al tipo ideal de «institución
total» de Erving Goffman: ofrecen, por
acción u omisión, una «vida total» sin
escape, que veda de hecho el acceso a
cualquier otra forma de vida.
Tras haber abandonado su entorno
familiar, o tras haber sido expulsados
de él, los refugiados tienden a ser
despojados de las identidades que
aquel entorno definía, sostenía y
reproducía.
Son «zombis» sociales. Sus antiguas
identidades sobreviven apenas como
fantasmas que merodean de noche, ya
que resultan invisibles a la luz diurna de
los campos. Incluso los rasgos más
positivos, prestigiosos o envidiados de
sus antiguas identidades se convierten en
desventajas, ya que entorpecen la
búsqueda de una identidad nueva que se
ajuste mejor a su nuevo entorno y les
impiden asumir su nueva situación y
reconocer que esta es permanente.
A todos los efectos prácticos, los
refugiados han sido consignados a ese
estado de «ni lo uno ni lo otro»
mencionado por Van Gennep y Víctor
Turner en su modelo de tres pasos de los
ritos de pasaje[96], pero sin que haya un
reconocimiento explícito de la situación
en tanto tal, sin que se establezca su
duración y, por sobre todas las cosas,
sin que se reconozca que un retorno a la
situación anterior ya no es posible ni se
aventure la naturaleza de las ominosas
condiciones futuras. Recordemos que
según ese modelo tripartito de «pasaje»,
los portadores de roles sociales previos
deben ser «desvestidos» de todos sus
atributos sociales y emblemas de estatus
cultural de los que alguna vez gozaron y
ahora han perdido (como diría Giorgio
Agamben, se trata de la producción
social asistida por el poder del «cuerpo
desnudo»[97]) como necesario paso
preliminar antes de revestir a ese
«desnudo social» de toda la parafernalia
del nuevo rol. La desnudez social (en la
mayoría de los casos, no sólo desnudez
social, sino también corporal) no era
más que un breve intermezzo que
separaba
dos
movimientos
dramáticamente diferentes de la ópera
de la vida: señalaba la separación entre
dos
conjuntos
de
derechos
y
obligaciones
sociales
asumidos
sucesivamente. Sin embargo, en el caso
de los refugiados, la situación es otra. Si
bien su condición lleva todas las marcas
(y las consecuencias) de la desnudez
social característica de la etapa
intermedia y transitoria del pasaje
(ausencia de definición social y de
derechos y obligaciones codificados),
en su caso no se trata de un «paso»
intermedio ni transitorio hacia un
«estado fijo» específico y socialmente
definido. En la desventura de los
refugiados,
esa
condición
de
«intermedio encarnado» se prolonga
indefinidamente (una verdad que el
dramático destino de los campos de
refugiados
palestinos
sacó
violentamente a la luz en los últimos
tiempos). Cualquier «estado fijo» que
pueda emerger eventualmente sólo sería
un efecto colateral, no planeado ni
deliberado, de un desarrollo trunco o
atrofiado:
la
cristalización
imperceptible de los intentos de
asociación temporarios y experimentales
bajo la forma de estructuras rígidas, ya
no negociables, que mantendrían a los
reclusos confinados con más fuerza que
un batallón de guardias armados o rejas
electrificadas y alambres de púa.
La permanencia de la transitoriedad.
La durabilidad de lo efímero. La
determinación objetiva que no se refleja
en el carácter consecuencial y subjetivo
de las acciones. El rol social
perpetuamente subdefinido o, para ser
más exactos, la inserción en el flujo de
la vida sin el anclaje de un rol social
determinado. Todos estos rasgos
interrelacionados de la moderna vida
líquida
han sido
expuestos
y
documentados por Agier en sus
investigaciones. Son rasgos que
aparecen en la extraterritorialidad
territorialmente fija de los campos de
refugiados con mayor claridad y de
forma más extrema y densa que en
ningún otro segmento de la sociedad
contemporánea.
Uno se pregunta hasta qué punto los
campos de refugiados no son
laboratorios (no deliberados quizás,
pero no por eso menos reales) donde se
prueban y ensayan los nuevos patrones
de vida líquidos de «permanencia de lo
efímero».
¿Hasta qué punto las nowherevilles
de refugiados son muestras de avanzada
del mundo por venir, y sus reclusos
arrojados/empujados/forzados al rol de
pioneros exploradores? Si es que
pueden ser contestadas, esta clase de
preguntas sólo hallan su respuesta
retrospectivamente.
Ahora podemos ver, como ejemplo y
con el beneficio que da la experiencia,
que los judíos que abandonaron los
guetos en el siglo XIX fueron los
primeros en comprobar y comprender
cabalmente las incongruencias del
proyecto de asimilación y las
contradicciones inherentes al precepto
de autoafirmación que prevalecía en ese
entonces y que luego sufrieron todos los
habitantes de la modernidad emergente.
Y hoy empezamos a comprender,
también en retrospectiva, que la
intelligentsia multiétnica poscolonial
(como Ralph Singh en Mimic Men, de
Naipaul, que como todo niño inglés bien
educado recordaba haber regalado una
manzana a su maestra preferida, aun
cuando sabía perfectamente que en las
islas del Caribe, donde se encontraba su
escuela, no hay manzanas) fue la primera
en comprobar y comprender los defectos
fatales, la incoherencia y falta de
cohesión del precepto de construcción
de la identidad que poco después habría
de experimentar el resto de los
habitantes del mundo líquido moderno.
Quizás llegue un tiempo en que
descubramos el rol de vanguardia que
jugaron los refugiados de nuestros días,
degustando la vida de las nowherevilles
y la obstinada permanencia de lo
efímero, que puede convertirse un día en
el hábitat común y corriente de todos los
habitantes de un planeta repleto y
globalizado.
Sólo el tipo de comunidad que ocupa la
mayor parte del discurso político
actual, pero que no existe en ninguna
otra parte —la comunidad global, una
comunidad inclusiva aunque no
exclusiva que concuerda con la visión
kantiana de la allgemeine Vereinigung
in der Menschengattung— puede
sacar a los refugiados de nuestros días
del vacío sociopolítico al que han sido
arrojados.
Todas las comunidades son imaginarias,
y la «comunidad global» no es una
excepción. Pero la imaginación se
convierte en una fuerza integradora
tangible, potente y efectiva cuando
recibe la ayuda de instituciones de
autoidentificación
y
autogestión
socialmente generadas y políticamente
sustentadas. Esto ya ha sucedido en el
pasado, en el caso de las naciones
modernas, desposadas en las buenas y
en las malas y hasta que la muerte las
separe con los modernos estados
soberanos.
La comunidad global imaginaria,
por el contrario, carece totalmente de
una red institucional similar, que en este
caso sólo puede estar tejida a partir de
agencias de control democrático
globales, un sistema legal global
vinculante y obligatorio, y principios
éticos respetados globalmente. Y a mi
entender, esta es la causa principal de
esa producción en masa de inhumanidad
que ha sido denominada con un
eufemismo, «la cuestión de los
refugiados». Constituye también el
mayor impedimento para la solución de
dicho problema.
En la época en que Kant escribió sus
pensamientos acerca de lo humano y de
esa comunidad totalmente humana que la
naturaleza había decretado como destino
para nuestra especie, el propósito
declarado y el principio rector era la
universalidad de la libertad individual,
cuyo advenimiento debían procurar,
perseguir y acelerar los hombres de
acción, inspirados y vigilados de cerca
por los hombres del pensamiento. La
comunidad de la raza humana y la
libertad individual eran concebidas
como dos facetas de la misma labor (o,
para ser más exactos, como hermanas
siamesas), ya que la libertad (citando el
estudio de Alain Finkielkraut acerca del
legado del siglo XX publicado bajo el
apropiado título de The
Lost
Humanity[98]) era sinónimo de la
«irreductibilidad del individuo a su
rango, posición, comunidad, nación,
orígenes o linaje». Los destinos de la
comunidad planetaria y de la libertad
individual eran considerados, y con
razón, inseparables. Cada vez que se
reflexionaba al respecto, se presumía
que
la
Vereinigung
der
Menschengattung y la libertad de todos
sus miembros individuales medrarían
juntas o menguarían y morirían juntas,
pero jamás se consideraba que pudieran
nacer o sobrevivir por separado. Si la
pertenencia a la especie humana no está
por encima de cualquier otro título o
filiación particular y de menor rango
cuando se trata de la formulación y
atribución de leyes y derechos creados
por el hombre, la causa de la libertad
individual en cuanto derecho humano
inalienable
se
ve
seriamente
comprometida o perdida por completo.
Tertium non datum.
Ese axioma pronto perdió su
incipiente
obviedad
y
quedó
prácticamente en el olvido a medida que
los humanos liberados del confinamiento
de su condición hereditaria y su linaje
fueron expeditivamente encarcelados en
la nueva prisión trivalente de la alianza
territorio-nación-estado, mientras que
los «derechos humanos» —si no en la
teoría filosófica, al menos sí en la
práctica política— fueron redefinidos
como producto de una unión personal
entre sujeto del Estado, miembro de la
nación y habitante legítimo del
territorio. La «comunidad humana» nos
parece hoy algo tan remoto de la actual
realidad planetaria como lo era a
principios de la aventura de la
modernidad. El lugar que se le asigna en
las visiones actuales del futuro, si es que
se le asigna alguno, es aún más lejano
que hace dos siglos. Ya no es vista ni
como algo inminente ni como algo
inexorable.
Por el momento, las perspectivas son
sombrías.
En su reciente y seria evaluación de las
tendencias actuales, David Held señala
que la afirmación de la «irreductible
posición moral de todas y cada una de
las personas» y el rechazo de la «visión
de los particularistas morales según la
cual la pertenencia a una comunidad
dada limita y determina el valor moral
de los individuos y la naturaleza de su
libertad» son aún tareas pendientes y
consideradas mayoritariamente como
«molestas»[99].
Held apunta algunos avances
esperanzadores
(en
especial
la
Declaración de los Derechos Humanos
de las Naciones Unidas de 1948 y el
Estatuto
del
Tribunal
Criminal
Internacional de 1998, si bien este
último todavía espera en vano su
ratificación y es activamente saboteado
por algunas de las mayores potencias
globales), pero observa al mismo
tiempo la «fuerte tentación de
simplemente bajar las persianas y
defender sólo la posición de algunas
naciones y países». El horizonte
posterior al 11 de septiembre no es
tampoco para nada alentador. Incluye la
oportunidad de «fortalecer nuestras
instituciones multilaterales y los
acuerdos legales internacionales», pero
entraña también la posibilidad de
respuestas que «podrían alejarnos de
estas magras ganancias y conducirnos a
un mundo de antagonismos y divisiones
aún más profundas: una sociedad que se
distinga por su incivilidad». El resumen
general de situación de Held no es para
nada optimista: «Al momento de escribir
estas líneas, las señales no son buenas».
Nuestro consuelo, sin embargo (el único
que existe, pero también —quiero
agregar— el único que la humanidad
necesita cuando se hunde en épocas
oscuras), es el hecho de que «la historia
todavía está con nosotros y puede
hacerse».
De hecho, es así: la historia no ha
hecho más que comenzar, y todavía hay
opciones por crear, y que serán creadas,
inevitablemente. Uno se pregunta, sin
embargo, si las opciones ya creadas en
los últimos doscientos años nos han
acercado al menos un poco al objetivo
vislumbrado por Kant, o si, por el
contrario, después de dos siglos de
ascenso y afianzamiento ininterrumpidos
del
Principio
Trinitario,
nos
encontramos mucho más lejos de ese
objetivo de lo que estábamos a
comienzos de la aventura de la
modernidad.
El mundo no es humano por el
simple hecho de estar hecho por
humanos, y no se vuelve humano
por el simple hecho de que la voz
humana resuene en él, sino sólo
cuando se ha convertido en objeto
del
discurso
[…]
Sólo
humanizamos
lo
que
está
sucediendo en el mundo y en
nosotros cuando hablamos de ello,
y es al hablar que aprendemos a ser
humanos.
A esta humanidad que se
alcanza en el discurso de la
amistad, los griegos la llamaban
filantropía, «amor al hombre», ya
que manifiesta en sí misma la
disposición de compartir el mundo
con otros hombres.
Estas palabras de Hannah Arendt
podrían —y deberían— ser leídas como
prolegómeno de todo esfuerzo futuro
dirigido a revertir la corriente y acercar
a la historia a su ideal de «comunidad
humana». Siguiendo a Lessing, su héroe
intelectual, Arendt asegura que «la
apertura a los otros» es «el prerrequisito
de la ‘humanidad’ en todo el sentido de
la
palabra
[…]
El
diálogo
verdaderamente humano difiere de una
mera charla o incluso de una discusión
en la que es completamente permeable
al placer que produce el otro y lo que
dice»[100]. Según Arendt, el gran mérito
de Lessing fue «complacerse en la
infinidad de opiniones que surgían
cuando los hombres discuten los asuntos
del mundo».
[Lessing] se regocijaba en
aquello que siempre —o al menos
desde Parménides y Platón— ha
afligido a los filósofos: que la
verdad, ni bien es pronunciada, se
transforma inmediatamente en una
opinión entre tantas, es contestada,
reformulada, reducida a un tema
discursivo entre otros. La grandeza
de Lessing no consiste meramente
en la comprensión teórica de que
no puede haber una única verdad en
el mundo humano, sino en la alegría
que le producía que no la hubiera y
que, por lo tanto, el discurso sinfín
entre los hombres no cesaría
mientras los hombres existiesen.
Una sola verdad absoluta […]
habría significado el fin de todas
esas disputas […] y habría
implicado
el
fin
de
la
humanidad[101].
Que haya otros que estén en
desacuerdo con nosotros (que no tomen
en cuenta lo que hacemos sino lo que no
hacemos, que crean que sería
provechoso para la unidad humana
basarse en valores diferentes de
aquellos que nosotros consideramos
superiores, y, por sobre todas las cosas,
que dudan de que tengamos acceso
directo a la verdad absoluta y por lo
tanto sepamos exactamente donde debe
terminar la discusión incluso antes de
que empiece) no es un escollo en el
camino hacia la comunidad humana. Lo
que sí es un escollo es nuestra
convicción de que nuestras opiniones
son la verdad, toda la verdad y nada
más que la verdad y sobre todo la única
que existe, y nuestra creencia de que las
verdades de los demás, si son diferentes
a las nuestras, son «meras opiniones».
Históricamente, esas convicciones y
creencias extraían su credibilidad de la
superioridad real y/o del poder de
resistencia de quien las sostenía, y estos
a su vez derivaban su fuerza del
afianzamiento del principio trinitario.
De hecho, el «complejo de soberanía»
arraigado en la unión de territorio,
nación y Estado efectivamente veda todo
acceso al discurso preconizado por
Lessing
y
Arendt
en
cuanto
«prerrequisito de humanidad». Ese
complejo
permite
que
los
interlocutores/adversarios carguen los
dados y marquen las cartas incluso antes
de que el juego de la comunicación
mutua haya comenzado, y que cierren el
debate antes de que el engaño quede al
descubierto.
El principio trinitario tiene un
impulso de autoperpetuidad. Confirma
su propia verdad a medida que crece su
ascendiente sobre las vidas y las mentes
humanas. Un mundo dominado por ese
principio es un mundo de «poblaciones
nacionalmente
frustradas»
que,
aguijoneadas por su frustración, se van
convenciendo de que «la verdadera
libertad, la verdadera emancipación»
solo pueden obtenerse gracias a una
«completa emancipación nacional»[102],
es decir, a través de la mágica mezcla de
nación, territorio y Estado soberano. Fue
justamente el principio trinitario el que
causó esa frustración, y ese mismo
principio se ofrece a su vez como
remedio. Los sufrimientos de los
expulsados de la alianza territorial-
nacional-estatal caen sobre sus víctimas
después de haber pasado por la planta
de reprocesamiento trinitario, y vienen
con un completo folleto explicativo y
una receta infalible para la cura,
disfrazada de sabiduría con fundamentos
empíricos. En el curso de ese
reprocesamiento, la alianza sufre una
transmutación milagrosa: de maldición a
bendición, de causa de sufrimiento a
panacea anestésica.
Arendt concluye su ensayo «On
humanity in dark times» con una cita
de Lessing: «Jeder sage, ivas ihm
Wahrheit dünkt, / und die Wahrheit
selbst sei Gott empfohlen» («Que cada
hombre diga su verdad / y que la
verdad misma sea encomendada a
Dios»)[103].
El mensaje de Lessing/Arendt es bien
directo. Encomendar la verdad a Dios
significa dejar la cuestión de la verdad,
la cuestión de «quién tiene razón»,
abierta. La verdad sólo puede emerger
al final de una conversación, y en una
conversación genuina (es decir, aquella
que no es un soliloquio disfrazado)
ninguno de los interlocutores sabe o
puede saber a ciencia cierta cuándo
llegará a su fin (en caso de que lo haya).
Un hablante, así como un pensador que
piensa en «modo hablante», no puede,
como señala Franz Rosenzweig,
«anticipar nada. Debe ser capaz de
esperar, ya que su palabra depende de la
palabra del otro. Necesita tiempo»[104].
Y como sugiere Nathan Glatzer, el más
agudo estudioso de Rosenzweig, existe
«un curioso paralelismo» entre el
modelo del pensador en «modo
hablante» de Rosenzweig y la
concepción procesual/dialógica de la
verdad de William James: «La verdad le
sucede a una idea. Se convierte en
verdad, es hecha verdad por los
acontecimientos. Su veracidad es de
hecho un acontecimiento, un proceso:
concretamente,
el
proceso
de
verificación en sí
mismo,
su
verificación. Su validez está dada por el
proceso de su validación»[105]. La
similitud es de hecho asombrosa, si bien
para Rosenzweig el discurso está
rigurosa y esperanzadamente implicado
en un diálogo, un discurso inseguro-delresultado-de-ese-diálogo, y por lo tanto
inseguro-de-su-propia-verdad, es el
ingrediente principal constitutivo del
«evento» del que la verdad está
«hecha», y la principal herramienta para
«hacerla».
El concepto de verdad es
eminentemente agonístico. Nace del
enfrentamiento
entre
ideas
irreconciliables, y del enfrentamiento
entre los portadores de esas ideas,
siempre renuentes a ceder. Sin ese
enfrentamiento, la idea de «verdad»
directamente nunca habría aparecido. En
ese caso, «saber cómo seguir adelante»
sería lo único que uno necesitaría saber.
Y las condiciones en las cuales uno tiene
que «seguir adelante», a menos que se
vean amenazadas por lo «no familiar» o
sean
desbancadas
de
su
«autoevidencia», tienden a venir en un
solo paquete junto con la unívoca receta
de «seguir adelante». Disputar la verdad
es una respuesta a la «disonancia
cognitiva». Es instada por el impulso de
devaluar y restar poder a otras lecturas
de esas condiciones y/o a otras recetas
de acción que puedan hacernos dudar de
nuestras propias lecturas y de nuestro
habitual curso de acción. Ese impulso se
volverá más intenso cuanto más ruidosas
y difíciles sean de contestar las
objeciones/obstáculos
que
se
interponen. Cuando se disputa la verdad,
la apuesta principal y el objetivo
primario de su autoafirmación es probar
que el interlocutor/adversario está
equivocado y, por lo tanto, sus
objeciones son equivocadas y deben ser
desoídas.
Cuando se trata de discutir la
verdad, las posibilidades de llegar a una
«comunicación no distorsionada» tal
como la postulara Jürgen Habermas son
escasas[106]. Los protagonistas apenas
podrán resistir la tentación de recurrir a
otros medios más efectivos que la
elegancia lógica y el poder persuasivo
de sus argumentos. Harán lo que sea
para que los argumentos de sus
adversarios resulten inconsecuentes,
mejor
aún, inaudibles, o que
directamente no lleguen a ser
manifestados, dada la incapacidad de
quienes podrían haberlos expresado en
el caso de poder hacerlo. Un argumento
que seguramente se oirá en tales
discusiones es la descalificación del
adversario como interlocutor para dicha
conversación, ya sea por inepto,
malintencionado o directamente inferior.
Si fuera una opción, mejor sería
evitar directamente cualquier discusión
o abstenerse del debate. Entrar en
discusión implica después de todo y
aunque más no sea de manera oblicua, la
aceptación de las credenciales de
nuestro interlocutor, así como una
promesa de atenernos a las reglas y
estándares del discurso de la lege artis
y la bona fide. Pero, como afirma
Lessing, entrar en discusión implica,
sobre todo encomendar la verdad a Dios
o, en términos más terrenales, aceptar
que el resultado de la discusión es un
rehén del destino. De ser posible, es
más seguro declarar que los adversarios
están a priori equivocados, y de
inmediato privarlos del derecho de
apelar el veredicto, que arriesgarse a
entrar en litigio y exponer el propio caso
a un doble interrogatorio que pueda
eventualmente desarmarlo o darlo
vuelta.
Descalificar al adversario en el
debate acerca de la verdad suele ser el
argumento utilizado por el más fuerte, no
por su mayor iniquidad, sino porque
cuenta con mayores recursos. Podría
decirse que el volumen relativo y el
poderío de recursos de cada adversario
pueden ser medidos en relación con su
habilidad para ignorar a los otros y
hacer oídos sordos a los ideales que
ellos sostienen. A la inversa, aceptar
debatir y acordar negociar los términos
de la verdad suelen ser considerados
signos de debilidad, circunstancia que
hace que el más fuerte (o quien desee
demostrar su superioridad) se muestre
aún más renuente a abandonar su
negativa a todo diálogo.
El
rechazo
del
estilo
de
«pensamiento hablado» de Rosenzweig
se autoperpetúa y retroalimenta por
impulso propio. Del lado del más fuerte,
su negativa a hablar puede relacionarse
con el «tener razón», pero para la
contraparte, la privación del derecho a
defender su causa que resulta de dicha
negativa, y por carácter transitivo el
rechazo a reconocerlo como un ser
humano con derechos, entre ellos el de
ser escuchado, son el desaire y la
humillación definitivas, ofensas que no
pueden ser tomadas plácidamente sin
menoscabo de su dignidad humana…
La humillación es un arma poderosa.
Además, es un arma de doble filo. Se
puede recurrir a ella para demostrar o
probar la desigualdad fundamental e
irreconciliable entre el humillador y el
humillado, pero, contrariando su
objetivo original, termina de hecho
autenticando, vivificando la simetría de
ambos, su igualdad y paridad.
La humillación invariablemente
implícita en toda negativa al diálogo no
es, sin embargo, la única razón por la
que dicha negativa se autoperpetúa. En
ese territorio fronterizo en que se está
convirtiendo velozmente nuestro planeta
como consecuencia de la globalización
unilateral[107], los incesantes intentos
para abrumar, desarmar e incapacitar al
adversario suelen lograr su objetivo,
aunque sus efectos en general van mucho
más allá de las intenciones de sus
ejecutores y, en consecuencia, de sus
deseos. Grandes zonas de África, Asia y
América Latina conservan las huellas de
esas antiguas campañas de desarme del
adversario:
concretamente,
los
numerosos
territorios
fronterizos
locales, los efectos colaterales o los
productos de desecho que las potencias
que se benefician con la frontera global
apenas pueden tolerar, pero que sin
embargo no pueden evitar sembrar y
propagar.
La práctica de desarmar al
adversario tiene «éxito» si este queda
desarmado más allá de toda esperanza
de recuperación: las estructuras de
autoridad son desmanteladas, los lazos
sociales desgarrados, los medios de
subsistencia tradicionales quemados
hasta las raíces y puestos fuera de
operaciones (en la jerga política de
moda, las zonas que sufren estos males
son apodadas «Estados débiles», aunque
el término «Estado», por apto que sea,
sólo se justifica en este caso si es usado
sous rature, como diría Derrida).
Cuando cuenta con el apoyo del arsenal
tecnológico, las palabras tienden a
convertirse en carne, y por lo tanto
suelen borrar su propia razón de ser y
propósito. En los territorios fronterizos
locales, ya no hay con quien hablar…
QEPD.
En un chiste irlandés, un conductor le
pregunta a alguien que pasa «cómo
llegar a Dublín», y este le contesta:
«Si quisiera ir a Dublín, no arrancaría
desde aquí».
De hecho, uno puede imaginar
fácilmente un mundo mejor preparado
para el viaje hacia la «unidad universal
de la raza humana» de Kant que el
mundo en el que vivimos hoy, en los
finales de la era de la trinidad de
territorio-nación-estado. Pero este es el
mundo que existe, y por lo tanto el único
del que podemos partir en nuestro viaje.
Sin embargo, no iniciarlo, o más bien no
iniciarlo sin demoras, no es —y en este
caso no hay duda alguna— una opción.
La unidad de la especie humana que
Kant postuló puede estar, como él
mismo sugirió, en consonancia con los
propósitos de la naturaleza, pero
ciertamente
no
parece
estar
«históricamente
determinada».
La
continua falta de control de la ya red
global de dependencias mutuas y la
«vulnerabilidad mutuamente asegurada»
evidentemente no nos acercan a ese
objetivo de unidad. Sin embargo, esto
sólo significa que hoy más que nunca es
urgente e imperativa una búsqueda
esmerada de la humanidad en común, y
de las acciones que se desprenden de
ella.
En la era de la globalización, el
ideal y las políticas de esa humanidad
compartida, que tiene una larga historia
de pasos aciagos, se encuentra frente al
mayor de todos ellos.
ZYGMUNT
BAUMAN
(Poznań,
Polonia, 1925).Sociólogo polaco, es uno
de los grandes pensadores europeos de
la actualidad. Residente en Inglaterra,
Bauman ejerce la docencia en la
Universidad de Leeds y su trabajo
ensayístico abarca numerosos sujetos,
entre los que habría que destacar su
personal tratamiento del enfrentamiento
entre modernidad y postmodernidad, así
como su obra dedicada a los
movimientos obreros o la globalización.
Durante su infancia, Bauman creció en la
Unión Soviética y posteriormente militó
en el Partido Comunista mientras ejercía
de profesor en Varsovia. Tras una purga
antisemita fue destituido y decidió
abandonar Polonia para instalarse en
Leeds desde 1971.
Hay que destacar las teorías en las que
Bauman conecta Holocausto con
modernidad y también su teoría de
modernidad sólida y líquida, donde se
aleja de las tesis habituales en el
análisis de la postmodernidad.
Entre otros premios y reconocimientos,
Bauman ha sido galardonado con el
Premio Amalfi de Sociología y Ciencias
Sociales (1992) y el Theodor W. Adorno
(1998).
Notas
[2]
Erich Fromm, The Art of Loving
(1957), Londres, Thorsons, 1995, p. VII
[trad. esp.: El arte de amar, Buenos
Aires, Paidós, 1999]. <<
[3]
Emmanuel Levinas, Le Temps et
Vautre, París, Presses Universitaires de
France, 1991, pp. 81 y 78 [trad. esp.: El
tiempo y el otro, Barcelona, Paidós,
1993]. <<
[4]
Guardian Weekend, 12 de enero de
2002. <<
[5]
Adrienne Burguess, Will You Still
Love
Me
Tomorrow,
Chicago,
Vermilion, 2001, citado en Guardian
Weekend, 26 de enero de 2002. <<
[6]
Knud Lógstrup, Den Etike Fordring,
Copenhague, Nordisk Forlag, 1956, trad.
al inglés Theodor I. Jensens, The
Ethical Demand, University of Notre
Dame Press, 1997, pp. 24-25. <<
[7]
Erich Fromm, The Art of Loving, op.
cit. <<
[8]
David L. Norton y Mary F. Kille
(comps.), Philosophies of Love, Nueva
York, Helix Books, 1971. <<
[9]
Franz Rosenzweig, Das Büchlein
vom
gesunden
und
kranken
Menschenverstand, traducción al inglés:
N. N. Glatzer (comp.), Understanding
of the Sick and the Healthy, Harvard
University Press, 1999 [trad. esp.: El
libro del sentido común sano y
enfermo, Madrid, Caparrós, 1994]. <<
[10]
Guardian Weekend, 9 de marzo de
2002. <<
[13]
Richard Sennett, The Fall of Public
Man; Nueva York, Random House,
[1974] 1978, pp. 259 y ss. [trad. esp.: El
declive del hombre público, Barcelona,
Península, 1978]. <<
[14]
Guardian Weekend, 6 de abril de
2002. <<
[16]
Volkmar Sigusch, «The neosexual
revolution», en Archives of Sexual
Behaviour, 1989, pp. 332-359. <<
[17]
Erich Fromm, The Art of Loving
(1957), Londres, Thorsons, 1995 [trad.
esp.: El arte de amar, Buenos Aires,
Paidós, 2000]. <<
[18]
Ibid., pp. 41-43; 9-11. <<
[19]
Volkmar Sigusch, op. cit. <<
[20]
Milán Kundera, Inmortality (trad. de
Peter Kussi), Faber, 1991, pp. 338-339
[trad. esp.: La inmortalidad, Barcelona,
Tusquets, 1997]. <<
[21]
Judith Buder, Bodies that Matter:
On the Discursive Limits of Sex,
Londres, Routledge, 1993 [trad. esp.:
Cuerpos que importan. Sobre los
límites materiales y discursivos del
sexo, Buenos Aires, Paidós, 2002]. <<
[22]
Sigmund Freud, «‘Civilized’ sexual
morality and modern nervousness»
(1907), en The Standard Edition of the
Complete Psychological Works of
Sigmund Freud, ed. James Strachey,
Londres, The Hogart Press, 1959 [trad.
esp.: «La moral sexual cultural’ y la
nerviosidad moderna», en Obras
completas, t. 9, Buenos Aires,
Amorrortu, 1992]. <<
[23]
Jonathan Rowe, «Reach out and
annoy someone», en Washington
Monthly, noviembre de 2000. <<
[24]
John Urry, «Mobility and
Proximity», en Sociology, mayo de
2002, pp. 255-274. <<
[25]
Véase Émile Durkheim, The Rules of
Sociological Method, citado por
Anthony Giddens, Émile Durkheim:
Selected
Writings,
Cambridge
University Press, 1972, pp. 71, 64 [trad.
esp.:
Las
reglas
del
método
sociológico, Madrid, Alianza, 1988]. <<
[26]
Michael Schluter y David Lee, The R
Factor, Londres, Hoder and Stoughton,
1993, pp. 15, 37. <<
[27]
Louise France, «Love at first site»,
en Observer Magazine, 30 de junio de
2002. <<
[28]
Jonathan Rowe y Judith Silverstein,
«The GDP myth: why ‘growth’ isn’t
always a good thing», en Washington
Monthly, marzo de 1999. <<
[29]
Jonathan Rowe, «Z zycia
ekonomistow», en Obywatel 2 (2002),
originalmente publicado en julio de
1999. <<
[30]
Acerca
del
concepto
de
«socialidad», véase Postmodem Ethics,
Cambridge, Polity, 1993, p. 119 [trad.
esp.: Ética posmodema, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2004]. La yuxtaposición de
«socialidad» y «socialización» es
paralela a la de «espontaneidad» y
«manejo». «La socialidad ubica la
singularidad por sobre la regularidad, y
lo sublime por sobre lo racional, y en
consecuencia es por lo general inhóspita
para las normas, vuelve problemática la
redención discursiva de las normas y
cancela el significado instrumental de la
acción». <<
[31]
Véase el notablemente lúcido
estudio
de
Valentina
Fedotova,
«Anarkhia i poriadok» [Anarquía y
orden], en Voprosi Filosofii 5, 1997,
recientemente
reeditado
en
una
colección de estudios de la autora del
mismo título (Editorial URSS, 2000, pp.
27-50). <<
[32]
Víctor Turner, The Ritual Process:
Structure and Antistructure, Nueva
York, Routledge, 1969, p. 96 [trad. esp.:
El proceso ritual: estructura y
antiestructura, Madrid, Taurus, 1988].
<<
[33]
Sigmund Freud, «Civilization and its
Discontents»,
en
The
Standard
Edition…, op. cit., 1961 [trad. esp.: «El
malestar en la cultura», en Obras
completas, t. 21, Buenos Aires,
Amorrortu, 1979]. <<
[34]
Knud Lógstrup, op. cit., p. 8. <<
[35]
León Shestov, «All things are
perishable», en Bernard Martin (comp.),
A Shestov Anthology, Ohio State
University Press, 1970, p. 70. <<
[36]
Anthony
Giddens,
The
Transformation of Intimacy: Sexuality,
Love and Eroticism in Modern
Societies, Cambridge, Polity, 1992, pp.
58, 137 [trad. esp.: La transformación
de la intimidad: sexualidad y erotismo
en las sociedades modernas, Madrid,
Cátedra, 1992]. <<
[38]
Knud Lógstrup, After the Ethical
Demand (trad. Susan Dew y van Kooten
Niekerk), Aarhus, University, 2002, p.
26. <<
[39]
Ibid., p. 28. <<
[40]
Ibid., p. 25. <<
[41]
Ibid., p. 14. <<
[42]
Martin Heidegger, Seiri und Zeit,
publicado por primera vez en Jahrbuch
fiir
Philosophie
und
Phanomenologische Forschung (1926)
[trad. esp.: El ser y el tiempo, Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica,
1991]. <<
[43]
Knud Lógstrup, After the Ethical
Demand, op. cit., pp. 4, 3. <<
[44]
Ibid. y pp. 1-2. <<
[45]
G. Gumpert y S. Drucker, «The
mediated home in a global village», en
Communication Research, 4 (1996), pp.
422-438. <<
[46]
Stephen Graham y Simón Marvin,
Splintering
Urbanism
Londres,
Routledge, 2001, p. 285. <<
[47]
Ibid. p. 15. <<
[48]
Michael Schwarzer, «The ghosts
wards, the flight of capital from
history», en Thresholdsy 16 (1998), pp.
10-19. <<
[49]
Manuel Castells, The Informational
City, Oxford, Blackwell, 1989, p. 228
[trad. esp.: La sociedad de la
información, Buenos Aires, Paidós,
1996]. <<
[50]
Michael Peter Smith, Transnational
Urbanism: Locating Globalization,
Oxford, Blackwell, 2001, pp. 54-55;
véase John Friedman, «Where we stand:
a decade of world city research», en P.
L. Knox y P. J. Taylor (comps.), World
Cities in a World System, Cambridge,
Cambridge University Press, 1995;
David Harvey, «From space to place
and back again: reflections on the
condition of postmodernity», en J. Bird
et al. (comps.), Mapping the Futures,
Londres, Routledge, 1993. <<
[51]
Manuel Castells, The Power of
Identity, Oxford, Blackwell, 1997, pp.
61, 25 [trad. esp.: El poder de la
identidad, Madrid, Alianza, 1998]. <<
[52]
Manuel Castells, «Grassrooting the
space of flows», en J. O. Wheeler, Y.
Aoyama y B. Warf (comps.), Cities in
the Telecommunications Age: The
Fracturing of Geographies, Nueva
York, Routledge, 2000, pp. 20-21. <<
[53]
Michael Peter Smith, Transnational
Urbanism…, op. cit. p. 108. <<
[54]
John Hannigan, Fantasy
Londres, Routledge, 1998. <<
City,
[55]
B. J. Widick, Detroit: City of Race
and Class Violence, Detroit, Wayne
State University Press, 1989, p. 210. <<
[56]
John Hannigan, Fantasy City, op.
cit., pp. 43, 51. <<
[57]
Véase la entrevista de Steve Proffitt
en Los Angeles Times, 12 de octubre de
1997. <<
[58]
Michael Storper, The Regional
World: Territorial Development in a
Global Economy, Nueva York, Guilford
Press, 1997, p. 235. <<
[59]
Teresa
Caldeira,
«Fortified
enclaves: the new urban segregation»,
Public Culture (1996),pp. 303-328. <<
[60]
Nan Elin, «Shelter from the storm, or
form follows fear and viceversa», en
Nan Elin (comp.), Architecture of Fear,
Princeton, Princeton Architectural Press,
1997, pp. 13, 26. <<
[61]
Steven Flusty, «Building paranoia»,
en Nan Elin (comp.), op. cit., pp. 48-52.
<<
[62]
Richard Sennett, The Uses of
disorder: Personal Identity and City
Life, Londres, Faber, 1996, pp. 39, 42
[trad. esp.: Vida urbana e identidad
personal. Los usos del orden,
Barcelona, Península, 2001 ]. <<
[63]
Ibid. p. 194. <<
[64]
Véase, por ejemplo, William B.
Beyer, «Cyberspace or human space:
whither cities in the age of
telecommunications?», en Wheeler,
Aoyama y Warf (comps.), Cities in the
Telecommunications Age, pp. 176-178.
<<
[66]
Donald G. McNeil Jr., «Politicians
pander to de fear of crime», en New York
Times, 5-6 mayo de 2002. <<
[67]
Véase Nathaniel Herzberg y Cécile
Prieur, «Lionel Jospin et le ‘piége’
sécuritaire», en Le Monde, 5-6 mayo de
2002. <<
[68]
Citado por Donald G. McNeil Jr.,
«Politicians pander to fear of crime»,
art. cit. <<
[69]
Véase USA Today, en su edición del
11 de junio de 2002, en especial «AlQaeda operative tipped off plot»; «US:
dirty bomb plot foiled»; y «Dirty bomb
plot: ‘The future is here, I’m afraid’».
<<
[70]
Como lo descubrió Giorgio
Agamben, véase su Homo sacer. Il
potere sovrano e la nuda vita, Torino,
Einaudi, 1995 [trad. esp.: Homo Sacer.
El poder soberano y la nuda vida,
Valencia, Pretextos, 1998]. <<
[71]
Giorgio Agamben, Mezzi senza fine:
note sulla política, Torino, Bollati
Boringhieri, 1996 [trad. esp.: Medios
sin fin: notas sobre la política,
Valencia, Pretextos, 2001]. <<
[72]
Edmund Burke, Reflections on the
Revolution in Frunce (1790), citado por
Hannah Arendt de la edición de E. J.
Payne (Everymans Library). <<
[73]
Hannah Arendt, The Origins of
Totalitarianism,
Londres,
Andre
Deutsch, 1986, pp. 300, 293 [trad. esp.:
Los orígenes del totalitarismo, Madrid,
Alianza, 1999]. <<
[74]
Véase la nota de los traductores en
Giorgio Agamben, Means without Ends,
Minneapolis, University of Minnesota
Press, 2000, p. 143. <<
[75]
Hannah Arendt,
Citizen of the World?»,
Times, Harcourt Brace,
[trad. esp.: Hombres
oscuridad, Barcelona,
<<
«Karl Jaspers:
en Men in Dark
1993, pp. 81-94
en tiempos de
Gedisa, 1990].
[76]
Giorgio Agamben, Means without
Ends, op. cit., p. 21. <<
[77]
Victor W. Turner, The Ritual
Process: Structure and Anti-Structure,
op. cit., pp. 170, 96. <<
[78]
Hannah Arendt, «On humanity in
dark times: thoughts about Lessing», en
Men in Dark Times, op. cit., p. 15. <<
[79]
Carl Schmitt, Theorie des
Partisanen. Zwischenbemerkung zum
Begriff des Politischen, Duncker und
Humboldt, 1963, p. 80. Véase la
discusión en Giorgio Agamben, Homo
Sacer: Sovereign Power and Bare Life,
Stanford University Press, 1998, p. 137.
<<
[80]
Cari Schmitt, Politische Theologie.
Vier Kapitel sur Lehre von der
Souveránitat, Berlín, Duncker und
Humboldt, 1922, pp. 19-21. Véase la
discusión en Giorgio Agamben, Homo
Sacer, op. cit., pp. 15 y ss. <<
[81]
Giorgio Agamben, Homo Sacer,
ibid., p. 18. <<
[83]ibid.,
p. 18. <<
[84]
Hannah Arendt, The Origins of
Totalitarianism, op. cit., p. 204. <<
[85]
Una acusación a la que recurre
ávidamente y con enorme provecho un
espectro cada vez más amplio de
políticos contemporáneos, desde Le Pen,
Pia Kiersgaard o Vlaam Bloc en la
extrema derecha, hasta un creciente
número de los autodenominados de
«centro-izquierda». <<
[86]
Véase, por ejemplo, el editorial del
Daily Mail del 5 de agosto de 2002
acerca de «la llegada de montones de
trabajadores ya infectados con el virus
del HIV». <<
[87]
The Guardian, 26 de noviembre de
2001. <<
[88]
Véase Michel Foucault, «Of other
spaces», en Diacritics, I (1986), p. 26.
<<
[89]
Véase Alan Travis, «UK plan for
asylum crackdown», en The Guardian,
13 de junio de 2002. <<
[90]
Gary Younge, «Villagers and the
damned», en The Guardian, 24 de junio
de 2002. <<
[91]
Véase Loïc Wacquant, «Symbole
fatale. Quand ghetto et prison se
ressemblent et s’assemblent», en Actes
de la Recherche en Sciences Sociales,
septiembre de 2001, p. 43. <<
[92]
Véase Norbert Elias y John L.
Scotson, The Established and the
Outsiders: A Sociological Inquiry into
Community Problems, Frank Cass,
1965, especialmente pp. 81 y 95. <<
[93]
Ibid <<
[94]
Véase Loïs Wacquant, «The new
urban color line: the State and fate of the
ghetto in postfordist America», en Craig
J. Calhoun (ed.) Social Theory and the
Politics of Identity, Oxford, Blackwell,
1994; véase también «Elias in the dark
ghetto»,
Amsterdams
Sociologisch
Tidjschrift, diciembre de 1997. <<
[95]
Véase Michel Agier, «Entre guerre et
villa», en Etnography, 3 (2002), pp.
317-342. <<
[96]
El primer paso consiste en el
desmantelamiento
de
la
antigua
identidad, el tercero y último en el
ensamblaje de la nueva. Véase Arnold
Van Gennep, The Right of Pasaje,
Londres, Routledge and Kegan Paul,
1960 [trad. esp.: Los ritos de paso,
Madrid, Taurus, 1986]; Victor Turner,
The Ritual Process, op. cit. <<
[97]
Giorgio Agamben, Homo Sacer, op.
cit. <<
[98]
Alain
Finkielkraut,
L’Humanitéperdu, París, Seuil, 1996, p.
43 [trad. esp.: La humanidad perdida,
Bercelona, Anagrama, 1998]. <<
[99]
David Held, «Violence, law and
justice in a global age», en
Constellations, marzo de 2002, pp. 7488. <<
[100]
Hannah Arendt, «On humanity in
dark times», op. cit., pp. 24-25, 15. <<
[101]
Ibid., pp. 26-27. <<
[102]
Hannah Arendt, The Origins of
Totalitarianism, op. cit., p. 272. <<
[103]
Hannah Arendt, «On humanity in
dark times», op. cit., p. 31. <<
[104]
Franz Rosenzweig, Understanding
the Sick and the Healthy: A View of
World, Man and God, Harvard
University Press, 1999, p. 14. <<
[105]
Citado por Nathan Glatzer en ibid.,
p. 33, a partir de William James,
Pragmatism (Londres, 1907), p. 201. El
íntimo vínculo entre las ideas de
Rosenzweig y James fueron planteadas
por primera vez por Ernst Simón en
1953. <<
[106]
Jürgen Habermas
observa,
correctamente, que la expectativa de un
consenso universal está en la base de
toda conversación y que sin esa
expectativa la comunicación sería
inconcebible. Lo que no dice, sin
embargo, es que si se cree que el
consenso se alcanza en circunstancias
ideales porque «una única verdad» está
a la espera de ser descubierta y
aceptada por todos, entonces existe algo
más «en la base» de todo acto
comunicacional: la tendencia a hacer de
todos los interlocutores, menos uno, algo
redundante. Odo Marquard, en Abscheid
vom Prinzipiellen, Stuttgart, Philipp
Reclam, 1991, sugiere que según esta
interpretación,
el
ideal
de
«comunicación no distorsionada» parece
un postulado de venganza solipsista…
<<
[107]
Véase el capítulo «Vivir y morir en
la tierra fronteriza planetaria», en mi
libro Society under Siege, Cambridge,
Polity, 2002 [trad. esp.: La sociedad
sitiada, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2004]. <<
Notas de la
traductora
[1]
Una bebida frutal concentrada que se
diluye, consumida comúnmente en el
Reino Unido. <<
[11]
Una telenovela británica que se ha
emitido con extraordinario éxito desde
1985, sobre la vida de las personas que
viven en Albert Square, en el ficticio
distrito de Walford, al este de Londres.
[N. de T.] <<
[12]
El personaje que encarna a una
esposa golpeada, que en la telenovela es
juzgada por intento de homicidio contra
su marido. [N. de T.] <<
[15]
La revista dominical de The
Observer. [N. de T.] <<
[37]
Literalmente, el término inglés cool
significa «fresco», «frío», «impasible»,
«calmo» y también se usa para indicar
que algo es grato o está «en la onda».
[N. de T.] <<
[65]
Otra versión de este capítulo fue
publicada en el Journal of Human
Rights, núm. 3 (2002), bajo el título de
«The fate of humanity in the
posttrinitarian world». <<
[82]
Concepto complejo que significa que
esa vida no vale la pena vivirse y, a la
vez, que es una «vida indigna de la
vida», o sea que no merece el nombre de
tal. [N. de T.] 17 Ibid., p. 142. <<