Medio dormida
medio despierta, calenté mis manos apretando la taza.
Pensé en
hacerlo y allí estaba, subida en la nube de té. Me puse la mano como visera y divisé el
silencio de verdad, sobre la nube,
cambiando mi perspectiva.
Alzarse en algo
que antes se movía y ahora estar totalmente quieta es un acontecimiento que me ha dejado con la boca abierta. Descubro
que cuando el silencio es real, interno,
hasta las oropéndolas me esperan para darme la bienvenida.
Este silencio transparente que ni es hueco ni oscuro, se va llenando de las nuevas hojas de mi
rosal blanco que el frío de la mañana hace tiritar. Si me asomo adentro, como el curioso y descarado petirrojo que me persigue, escucho al sol atravesando la cortina para
darle la vuelta a todo lo que me acontece.
Si un paso va
tras otro, si una piedra se pone al lado de otra, y si apago el calor vendrá el
frío… me escucho y no me conozco.
Este devenir
del tiempo, este crepitar de fuego apagado, me llena de algo que pensé que no
era mío. Porque si los verdes son verdes, los rojos son rojos y los lilas son lilas,
también los amarillos y azules serán así, azules y amarillos. De la palabra
sentada al viento levantado hay un instante, ese instante que ahora me acompaña
y que me ha descubierto alejada de lo que creí no ser.
Arrojada a la
aventura, a la acampada en la noche estrellada, me recuesto en mi nube que me
arropa con la luna y que me cuida de pulpos, tormentas y espirales.
Y como en el
cuento, con un beso, abro los ojos y te veo ahí, a mi lado, cerrando los tuyos
durante nuestros tres segundos.
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