Algo flotaba sobre el agua salada y cálida de una tarde de julio. Era esa hora en la que todo da igual, un poco más tarde o un poco más temprano, porque hasta que no cayera la primera luz de luna no nos marcharíamos de allí.
La gente pasaba en el habitual paseo de ida y vuelta, las niñas aburridísimas con ganas de incordiar a cualquier mayor que les indicara algo. En fin, eran esos días en los que ya te habías hecho a la rutina estival que pronto terminaría.
Entonces… salió, bueno, lo sacaron. Era un congrio, un congrio muerto. Había ido a la deriva tras contar una a una todas las olas que le quisieron acompañar. Era blanco, lechoso, casi fantasmal por aquellos azules y verdes olvidados, grises apagados de tanto roce.
Las niñas, agachadas en cuclillas, hicieron inspeccionar al animal para saber si había muerto herido, de viejo o ahogado. Esta expectación se contagió a cada persona que pasaba, con parada y pregunta incluida sobre la situación.
Tanto público, con profundo olor a sal y a pez fuera del agua, las niñas dando vueltas casi tocando al congrio, nos hizo pasar la tarde casi en silencio, mirando a la gente, mirando al animal, mirando a las crías que se sentían más protagonistas que aquel ya insensible congrio tendido en la arena.
Me dejé llevar, contemplando con atención la importancia de esas horas que hicieron, por un golpe de suerte, que nuestro yacente amigo saliera del mar y que consiguiera hacerse imprescindible para recordar ese momento. Realmente me sentía privilegiada, alejada a cuatro o cinco metros, expectante ante todo lo que esa tranquila tarde veraniega nos estaba dando generosa con la brisa y exultante de encanto.
Aunque no lo toqué, esos instantes adquirieron en mi memoria un aspecto plástico, y de aroma a barco pesquero antiguo, de esos pintados en azulón y blanco, con el nombre puesto a pulso por alguien de manos curtidas, con rasguños infinitos de largas redes que alcanzan mis fuerzas y me las estrujan en el corazón.
A veces me acuerdo del congrio y me traslado con la brisa a esa deriva que tantas olas le hicieron contar. Siento el calor del sol y el frío del agua profunda y oscura y noto su tacto. Menos mal que luego la náusea se va, todo vuelve a ser positivo y recuerdo otra vez que es mejor ser la protagonista de tu propia vida y hacer el camino por ti y por los tuyos, para no quedarte flotando…
La gente pasaba en el habitual paseo de ida y vuelta, las niñas aburridísimas con ganas de incordiar a cualquier mayor que les indicara algo. En fin, eran esos días en los que ya te habías hecho a la rutina estival que pronto terminaría.
Entonces… salió, bueno, lo sacaron. Era un congrio, un congrio muerto. Había ido a la deriva tras contar una a una todas las olas que le quisieron acompañar. Era blanco, lechoso, casi fantasmal por aquellos azules y verdes olvidados, grises apagados de tanto roce.
Las niñas, agachadas en cuclillas, hicieron inspeccionar al animal para saber si había muerto herido, de viejo o ahogado. Esta expectación se contagió a cada persona que pasaba, con parada y pregunta incluida sobre la situación.
Tanto público, con profundo olor a sal y a pez fuera del agua, las niñas dando vueltas casi tocando al congrio, nos hizo pasar la tarde casi en silencio, mirando a la gente, mirando al animal, mirando a las crías que se sentían más protagonistas que aquel ya insensible congrio tendido en la arena.
Me dejé llevar, contemplando con atención la importancia de esas horas que hicieron, por un golpe de suerte, que nuestro yacente amigo saliera del mar y que consiguiera hacerse imprescindible para recordar ese momento. Realmente me sentía privilegiada, alejada a cuatro o cinco metros, expectante ante todo lo que esa tranquila tarde veraniega nos estaba dando generosa con la brisa y exultante de encanto.
Aunque no lo toqué, esos instantes adquirieron en mi memoria un aspecto plástico, y de aroma a barco pesquero antiguo, de esos pintados en azulón y blanco, con el nombre puesto a pulso por alguien de manos curtidas, con rasguños infinitos de largas redes que alcanzan mis fuerzas y me las estrujan en el corazón.
A veces me acuerdo del congrio y me traslado con la brisa a esa deriva que tantas olas le hicieron contar. Siento el calor del sol y el frío del agua profunda y oscura y noto su tacto. Menos mal que luego la náusea se va, todo vuelve a ser positivo y recuerdo otra vez que es mejor ser la protagonista de tu propia vida y hacer el camino por ti y por los tuyos, para no quedarte flotando…
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