CRÓNICA 1
La Presencia
Mi nombre es SCDT, no sé de donde vengo, aún soy un hombre sin historia en un viaje errante.
No inicio estas crónicas con un afán de ser leído, ya he conocido esa experiencia, unas veces dulce, pero la mayoría de las ocasiones me ha resultado frustrante. El lector suele ser un personaje engreído, al que le falta libertad. Mi voracidad, por tanto, la reservo para mi teclado, para mi pluma, para todas mis almas.
Yo tan "solo" escribo. Como aquel que piensa, sin saberlo, sin ser consciente, como la espiga que crece en mitad del secarral, como el cielo absorbiendo nubes...
Pero lo más importante de todo, si, lo más importante, para mí, será reflejar en estas crónicas mis relatos de ficción, crónicas que se disipan en el momento de escribirlas. Yo te contaré que no son reales, tú creerás otra verdad. Escribiré con la libertad que me da la inspiración, el libre albedrío, sin orden, sin responsabilidad, acariciando palabras o sensaciones a las 5 de la mañana, o sentado en el vagón de metro, cegado por la chaqueta cómica de mi compañero de viaje, cambiando aquí o modificando allá...
Me inspiro en estas crónicas gracias a una gran mentira. Pero este será un pequeño dilema que habrá que ir descubriendo recorriendo línea tras línea...en mi páramo.
Me llamo SCDT, como me podría haber llamado Titán, bosque salvaje, caos o cualquier nombre al azar. La verdad es que caos hubiese sido un nombre perfecto para mí. Caos, sin rumbo, sin norte, casi sin cuerpo, haciendo fácil el destino a recorrer. Y escribir con la absoluta libertad, sabiendo que lo que escribo será mi verdad que nadie será capaz de descifrar ¡tanta tinta escondida! ¡tanta línea desordenada!
El camino comienza ahora, estaré aquí, sin esconderme. Como siempre se ha dicho en aquella tierra que pateaba cuando era un pequeño y joven ario, un grano en el granero, sin más, sin menos. Pero iré más allá... tan solo soy, seré "la presencia".
CRÓNICA 2
En la tierra de los sueños
Una idea trasparente y efímera me surgió como de la nada. Las ideas...son hijas vaporosas de un regreso. Me hizo recordar mi infancia. Los inicios de mi vida. El caminar de la conciencia, dados con pasos trémulos e inseguros. Los inicios avanzan a ciegas y yo me agarraba a los sueños, esa imaginación dormida que se transforma en la mayor creencia en un niño. Se adueña de él, entre fantasmas y paisajes cósmicos. Aún recuerdo, pasados los años, que hubo un momento en el que llegué a almacenar más de 2000 sueños en mi cabeza. Los recordaba como si hubieran sucedido la noche anterior. Cerraba los ojos antes de dormir y allí aparecían ellos, uno tras otro, como una película. Aquella capacidad se evaporó de la noche a la mañana. Dejé de recordar aunque no de soñar. Y creo que es en aquel momento inconsciente de mi existencia cuando comencé a escribir. El recuerdo solo se mantiene vivo entre las cuatro paredes de una hoja albina. Así nació mi habitación desnuda.
Hay una frase que parpadea como una chispa
Y surge envuelta en el instinto y manchada de tinta. Sí, comencé a escribir. Retomé los recuerdos. Pertenecían a mi otra vida.
CRÓNICA 3
El fuego y el témpano
La había visto pero nunca la había tocado. Aquella sensación sin sabor, pétrea, fría como el mármol. Tocarla me produjo un grito de dentro hacia afuera. El mundo era partícipe de mi dolor, y aquel microsegundo se hizo eterno.
Era mi padre, había fallecido un caluroso día de verano. La noche anterior, en el hospital, apenas susurraba, apenas respiraba. Me llamaba por mi nombre. Me acerqué hasta la oscuridad de sus labios y me lo dijo: me muero. Al día siguiente el fuego se apagó. Aquel hombre dejó de respirar y un témpano crujió en lo más profundo de mi mirada. Se alojó en mi corazón
Era un hombre eternamente joven, y la vida había sido injusta con él. Nació siendo el sustento en una guerra, hijo del pan y del hambre. Y la muerte se le cruzó como un mal sueño. Una de las anécdotas que más le gustaba contarme era como me vio nacer.
Y nos reíamos sin parar. Aquella anécdota le quitaba trascendencia a mi propia vida y me aliviaba. Cuando me la contaba, mi madre siempre presente, asentía. Era una mañana de octubre, soleada, otoñal y generosa. La casa de la balaustrada se preparaba para alumbrar mi nacimiento. Aquella casa era mágica, se encontraba frente a la ermita de San Sebastián, un viaje en el tiempo hasta el siglo XV, tan solo con asomar la mirada desde cualquiera de sus balcones. Las cortinas se movían entre la agitación de la brisa, colándose por las ventanas entreabiertas, y la del dolor de mi propia madre. De pronto, asomó un pequeño cuerpo, oscuro y silencioso. Hubo un momento de perturbación porque el bebé no respiraba. Totalmente negro, totalmente muerto. Mi padre miró a mi madre y con recato le dijo: “¡el niño es negro!”. Pero hasta ese momento. Rápidamente, la comadrona me tomó por los pies, y colocándome boca abajo, comenzó a golpearme con la fuerza de la furia. Los pulmones se abrieron. Y respiraron, absorbieron el olor de las uvas recién cortadas de octubre. El olor a mosto se introdujo en mi pequeño cuerpo. Y mi vida surgió entre estos dos nacimientos. Mi piel negra comenzó a tornarse en una blanca piel y yo en un extraño ario.
Mi padre se llegó a asustar por un momento, no sé si por mi pronta muerte o por mi apariencia totalmente negra.
Pero acabada la anécdota surgían los chistes, las risas, las bromas.
Y al poco tiempo de mi nacimiento, comencé a descubrir que yo era un extranjero en mi propia tierra. Tan extraño le resultaba a la gente...
Tan extraño como la partida de mi padre entre imágenes de lirios y lágrimas. Sin embargo, la última imagen que tengo de él no es la de su cuerpo inerte. Transcurrido un año de su muerte, tuve un sueño, aparecíamos los dos en una amplia sala de un gran edificio. El portaba una maleta, me señaló un pasillo y despacio se fue alejando por el. Al final había una puerta, la abrió, se dio la vuelta, me miró, nos miramos.....
CRÓNICA 4
El miedo es una canción fúnebre que paraliza, con sus cien saltos al vacío ¿Qué importan las horas del día cuando nos ciega entre su oscuridad incierta? El miedo que surge en cualquier rincón de nuestros momentos, miserablemente escondido, pero reflejado en un horizonte, en un fantasma que nos lleva a hacer algo inesperado...
El cielo era un cristal oscuro con estrellas, tan típico de un inicio de verano. Estrellado y luminoso como las virginales ilusiones que acompañan a nuestra juventud entre sonrisas y fuegos artificiales. Ahora, creo que vivía en una enorme, pero maravillosa ingenuidad. Pero así era yo.
El cielo dibujaba miles de estrellas, pero era un día cualquiera, uno de los miles de días que se pueden vivir. La ilusión era nuestra perpetua mochila, no pesaba, invisible, engañosa...
Volvíamos al pueblo mi amigo y yo, vagando por la carretera, se había hecho tarde para regresar en el autobús. Nos decidimos a hacer autostop, pero no pasaba ningún coche. Esa carretera nocturna y fantasmal no tenía nada que ver con la carretera vespertina de hacía solo unas horas. Nos separaban 12 kilómetros de nuestras benditas camas, y había que regresar como fuera. Nos aventuramos a caminar. Algún coche pasaría y nos recogería. Apelábamos a la piedad manchega, a un volante campechano rescatándonos entre nocturnos viñedos.
Habíamos pasado la tarde en casa de mi profesora de literatura, leyendo poesía extravagante y escuchando canciones de los Pegamoides. A nuestra profesora la conocían con el apelativo de “la fontanero”, por su vestimenta, solía vestir un pantalón vaquero de peto que la asemejaba a un fontanero, así era ella. Era peculiar, con un ligero atractivo escondido bajo unas gafas gruesas de pasta. Nos invitó aquel día a su casa, en un pueblo vecino. La verdad, es que invitó a mi amigo, regentaba la cantina del instituto, y él me animó a mí... y yo a mí mismo.
Durante el regreso por la solitaria carretera mi amigo miraba al frente, yo a las estrellas, imaginaba un cielo rescatador, una estrella de nombre Virgínica bajaría y me rescataría.
Soñaba en cualquier momento, imaginaba por no vivir tanta realidad...pero de pronto, tras el silencio que nos acompañaba surgieron sombras. Presentimos que no caminábamos solos.
Miramos hacia atrás, a nuestra espalda...y una jauría de perros perseguía nuestros pasos, cada vez más cerca. El acecho se aproximaba en forma de pánico. Llegó un momento en el que sentía el jadeo rozando mis pies. Boby, mi amigo, estaba sereno: “no mires más hacia atrás y mantente sereno”. “Ni se te ocurra salir corriendo”, me dijo. Los ladridos nos acosaban. Y yo ya no miraba al cielo, tan solo al frente. Conseguimos que nuestra parsimonia y aparente tranquilidad disuadiera un ataque feroz de aquellos animales.
Al rato, nos dimos cuenta que el silencio volvió a ser nuestro único acompañante. Respiré con alivio. Y la imaginación regresó a mi mente, en forma de mil maneras de haber muerto esa noche.
Caminamos durante dos horas más hasta que llegamos al pueblo. Nos dirigimos al parque, y nos tumbamos cada uno en un banco. El agotamiento y el miedo pudieron conmigo. Y dormí.
El sol comenzó a despertarme acariciando mi blanca piel, era el momento de regresar a casa.
Saludé a mi madre nada más llegar, como si me hubiese recién levantado de la cama. Me duché y vuelta al instituto. Aquella mañana teníamos excursión a Madrid, con la visita a mi amado Retiro y al museo del Prado.
El deseo aquella mañana pudo más que el temor. El miedo quedó atrás con los perros...
Saludé a mi madre nada más llegar, como si me hubiese recién levantado de la cama. Me duché y vuelta al instituto. Aquella mañana teníamos excursión a Madrid, con la visita a mi amado Retiro y al museo del Prado.
El deseo aquella mañana pudo más que el temor. El miedo quedó atrás con los perros...