Título original: Oh Boy Director: Jan Ole Gerster Guión: Jan Ole Gerster Fotografía: Philipp Kirsamer (B&W) Música: The Major Minors, Cherilyn MacNeil Reparto: Tom Schilling, Marc Hosemann, Friederike Kempter, Justus von Dohnányi, Michael Gwisdek, Katharina Schüttler, Arnd Klawitter, Martin Brambach, Andreas Schröders, Ulrich Noethen, Frederick Lau, Steffen C. Jürgens Distribuidora: Surtsey Films
He visto esta opera prima independiente, alemana y en blanco y
negro sin un café previo y, sorpresa, no me he dormido ni un segundo de sus
bien calculados 83 minutos de metraje.
Más allá de sus discretos logros - ser intelectual sin ser pedante, pretenciosa y sin discursos, dramática
sin olvidar la comedia, y ligera en todos estos aspectos-, Oh Boy tendrá ha tenido (recordemos que aunque llegue a la
España de Wert ahora, la película es de 2012 y ya ha cosechado importantes
premios) éxito ante todo por ser afín al sentir de toda una generación. La
generación del desorientado Niko Fischer, Tom Schilling y el novel Jon Ole Gerster;
la generación crecida en el estado del bienestar y arrojada a la crisis, la nuestra,
o al menos, la mía.
Aunque seguíamos encantados en su viaje de un día a Leopold Bloom
y fantaseábamos encantados, al ritmo de jazz que tanto gusta a Woody Allen, y
que retoma con menos éxito Gerster, o de folk como Llewyn Davis, entre copa y
copa, con el final de la noche de Celine, el sendero de Bukowski, el Berlín de
Döblin y los viajes de la Generación
beat; con la figura romántica del outsider
poseedora únicamente de la libertad del fracaso y la voluntad de conservarla, y
de una mirada implacable hacia sus ciudades; nosotros, rodeados de comodidades,
poco teníamos que ver estos antihéroes, monumentos al fracaso.
Con más acceso a la cultura y mejor preparación que nuestros
padres -eso dicen-, y más perdidos, no somos buenos en eso de comprometernos.
Vagabundeamos sin un proyecto sólido con el que identificarnos, líquidos, dejando
carreras a medio hacer, igual que abandonamos todos los proyectos anteriores,
todas las relaciones, sin un motivo claro, como pasó con las clase de trompeta,
de piano, de esgrima, de capoeira… con los papeles y oportunidades que nos
ofrecieron y rechazábamos porque no eran lo bastante buenos; o con aquella
chica a la que abandonamos con apenas unas palabras a la primera hora de la
mañana. La generación mejor preparada -dicen-, la mejor preparada para… para la
nada. Brillantes inmaduros. Algunos de estos niños irresponsables entraran a
jugar a los lobos en Wall Street, otros, como Niko, emprenden un viaje a lo
Leopold Bloom por las calles de Berlín. Y un día llega papá al campo de golf y
no va a seguir pagando.
Entre un pasado de cristales rotos y el vacío del horizonte, sin
carnet de coche con el que huir, sin dinero, sin trabajo y sin lograr tomar un
dichoso café en las calles de Berlín, Niko continua deambulado perdido en lo
que queda de día; mostrándonos su entorno como si él no formara parte, mirándolo
todo con una sensibilidad torcida en ácida indolencia, sintiéndose como un
extranjero en su ciudad. Y se siente solo y asfixiado e inútil, dando vueltas a
ese pensamiento afectado de “sabes cuando
tienes esa impresión de que a tu alrededor todos son extraños por alguna razón,
pero cuando lo piensas un poco te das cuenta de que no son los demás sino tú el
que tiene el problema”; y sale a la calle y ve a sus vecinos desesperados
hasta el ridículo por comunicarse, por encontrar quien les escuche y comprenda,
a sus amigo aceptar el fracaso y renunciar a sus ambiciones, y al resto tratando
de lidiar con sus heridas; todos, todos, todos con un pasado de cristales rotos
y vacío en el horizonte. Y no hay forma de tomar un café en esta ciudad.
Pero sea cual sea el final, el inmaduro de Niko está lejos de Leopold,
Ferdinand o Bukowski; como su Berlín del de Döblin o el joven Jan Ole Gerster
de Godard, Scorsese, Woody Allen y Jarmusch. Le falta madurez, le falta una
entidad propia; como a la ciudad que recrea, o los secundarios que la pueblan,
a un paso de cobrar vida y ser más que signos y arquetipos. Le falta hondura.
Al final Niko Fischer ha encontrado su deseada taza de café
-símbolo de renovación- y Jon Ole Gerster los Lolas (equivalente a los Goya del
cine alemán) a mejor película, director y guión, y el premio al mejor director
novel europeo; y sin embargo, a Oh Boy, con
todas sus buenas intenciones y aciertos, le sigue faltando la consistencia de
un buen café negro capaz de renovar mínimamente el cine actual.
Solo espero encontrar, ahora, en otro sitio, un dichoso café.
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