En 1965 Orson Welles estrenó, a nivel mundial, «Campanadas a medianoche» en el cine Coliseo Equitativa de Zaragoza. Welles daba vida a Sir John Falstaff, personaje central, basado en varias obras de William Shakespeare, en estrecha relación entre el cine y la literatura.
Para cada hombre hay una hora, un minuto, un instante que cobra tal relevancia en su vida, que se hace eterno y se inmortaliza. Ese instante suena como una campanada a medianoche, y anuncia el paso de un antes y un después, el fin de un hechizo.
En sus películas, Orson Welles siempre trató de percibir si el motivo de la gran tragedia humana fue la pérdida de la inocencia, desarrollando el mito de la Caída. Escogió personajes de muy elevada catadura moral, psicológica y dramática para indagar en esa búsqueda y así, por ejemplo, dio vida a Charles Foster Kane (Citizen Kane, 1941) -su inolvidable Rosebud- o a uno de los personajes shakesperianos más carismáticos: Sir John Falstaff, en Campanadas a medianoche (1965). En esta “superproducción” su prodigiosa inventiva y su desbordante imaginación, empujadas por la necesidad, se agudizaron, y sirviéndose de lo que disponía, transformó monasterios románicos en castillos ingleses, hizo que las murallas de Ávila marcaran las distancias físicas entre el mundo de la Corte y el mundo de Falstaff y que la Casa de Campo de Madrid se convirtiera en campiña británica donde se lleva a cabo una cruenta batalla de sangre, sudor y lodo.
Welles siempre pudo y supo elegir a los personajes que encarnaba. Del resto se encargó la interrelación mágica entre el cine y la literatura, que obró el milagro: Falstaff hizo suyos los rasgos físicos de Welles o Welles hizo suya la esencia de Falstaff, tanto da: lo cierto es que es inevitable para el espectador no relacionar indisolublemente a ambos. Como tampoco podrá leer Enrique IV del bardo inglés sin ver a Orson Welles en Falstaff, ni disfrutar de Campanadas a medianoche sin sentir a Falstaff en Welles.
Para recrear a ese redomado bribón, resabiado, mentiroso, sin escrúpulos, ladino, lujurioso, cobarde y bonachón Falstaff, Welles recopiló escenas de varias obras dramáticas de Shakespeare: Ricardo II, ambas partes de la historia de Enrique IV (centrándose especialmente en éstas), Enrique V y la comedia Las alegres comadres de Windsor. Welles y Shakespeare solos. El resultado es soberbio.
Los aspectos de las obras de los que Welles hace uso serían, someramente, los siguientes:
Las alegres comadres de Windsor: De esta comedia, Welles acoge el carácter general de Falstaff, así como el del juez Robert Shallow (Alan Webb).
Ricardo II: Se hace uso de detalles de esa obra para establecer los antecedentes de algunos personajes. Por ejemplo, cómo alcanza Enrique IV el trono.
Enrique IV: Núcleo central de la película, pues en ella se desarrollan ambos dramas.
Enrique V: Drama en el que se anuncia la muerte de Falstaff, que es lo que a Welles le interesa para la película:
La noticia de que Falstaff ha fallecido (Act. II, esc. 1), anunciada por su paje (Beatrice Welles en el film).
La “clemencia” del príncipe Hal, ahora Enrique V (Keith Baxter) hacia Falstaff: “Tío de Exeter: libertad al hombre que ayer fue metido en prisión por haberse mofado de mi persona” (Act. II, esc. 2).
La descripción de la muerte de Falstaff un monólogo de Mistress Quickly (Margaret Rutherford), (Act. II, esc. 3). Orson Welles se permite el lujo de filmar este largo monólogo: La tabernera apoyada en el quicio de la puerta, la mirada perdida y clavada en el techo, la voz llorosa… Un monólogo de 1 minuto y 22 segundos ante quienes velan el cuerpo del enorme Falstaff: su paje, Pistol, Nym y Bardolf.
Otro de los monólogos más largos que nos brinda la película es el que refiere el rey Enrique IV (John Gielgud) sobre la venida del sueño… “Oh, Sueño, amable Sueño” (Segunda parte: Act. I; esc. 3). En la película, es subyugante ver a ese rey solo, su rostro iluminado por la luz del amanecer tras los barrotes de hierro forjado del enorme ventanal, enjuto y solo, lamentando su falta de sueño.
Ciertamente la fuerza de ambos monólogos cobra más relevancia después de haberse visto la película.
Y es que hay momentos sobrecogedores en el film que no son captados con la misma facilidad al leerse la obra. Son instantes en los que la fuerza de la interpretación, los gestos, las miradas y los silencios dicen más de lo que la lengua calla.
Esto sucede, por ejemplo, en la complicidad de Sir John Falstaff y Hal. Existe una escena especialmente inquietante, en tanto que se presenta como un vaticinio, un aviso de la futura traición de Hal: Es cuando éste le dice a Falstaff: “Lo hago, lo haré” (“I do, I will”, Primera parte: Act. II, esc.4). Welles hace que Falstaff, por primera vez, vislumbre algo del futuro en un gesto fugaz, una reacción sutil, una mirada fija, un silencio espeso en medio de la algarabía general. (Un juego de representación teatral, donde Hal imita a su padre y Falstaff al propio Hal, en la taberna de Mistress Quickly). Hay algunas escenas que pronostican la futura actitud de Hal para con Falstaff (pero tal vez esa sea la más reveladora). Después, ya casi al final del film, acontece “una de las escenas más tristes y despiadadas de la historia de la literatura y el cine”, como dice Javier Marías en su artículo “Todos los días llegan” (Academia, núm. 12, octubre 1995),
“aquella en la que el viejo y gordo Falstaff, mentor y compañero de correrías del príncipe Hal, se ve rechazado, negado y abominado por su pupilo una vez que éste ha sido coronado, y ya no es príncipe ni se llama Hal, sino Enrique V”.
Es la terrible caída en desgracia de Falstaff.
Un Enrique V, enfocado en contrapicado, le espeta a un Falstaff que es la viva imagen del Desengaño y de la Credulidad Traicionada:
“No te conozco, anciano. (…)He soñado largo tiempo con una especie de hombre como tú, así de libertino, pero ahora he despertado y desprecio mi sueño (…). He dado la espalda a mi antiguo yo, así que cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido, acércate a mí y tú serás el que fuiste” (Segunda parte: Act. V, esc. 5).
Ésas palabras son como el sonido de las campanas a medianoche para Falstaff. I Know thee not, old man…
El príncipe Hal también oye sus propias campanadas de medianoche, que quiebran el hechizo de las alegrías irresponsables y que le hacen “despertar” de un sueño que, ya en la vigilia de la realidad, desprecia. Ya es rey. Es una realidad que ve y que acepta y aprecia. Pero Falstaff, al despertarle –metafóricamente- el sonido de las campanadas, no desprecia su sueño del pasado. Shakespeare no nos da la clave de su sentir, Welles la cubre con un sutil velo de incredulidad: Falstaff abre los ojos a la cruel realidad y no quiere ver, pero ve. Nosotros no le vemos morir, ambos autores nos conceden esa delicadeza. Pero muere. Y lo hace víctima de la soledad, de la amistad traicionada por el poder y de su propia decrepitud. Inevitablemente la aceptación de su pena solo puede aliviarse con la muerte.
Como señala Shakespeare en Las alegres comadres de Windsor, “when night-dogs run, all sorts of deer are chaged”…, pues lo que no se puede evitar ha de ser aceptado. Y “las cosas son siempre como son” (Nym, en Enrique V: Act. I, esc. 1).