(Autora: ©Marifelita)
Cada año por estas fechas me ronda la misma visión. A veces
me visita en sueños, en otras se cuela en aquel lugar de mi memoria, donde
guardamos las cosas que no desean ser recordadas.
Era una noche de San Juan, tomábamos la cena en un picnic
improvisado en el jardín de los Bertrand, los vecinos de la finca contigua a la
nuestra. Los niños, tomábamos los postres tumbados en unas mantas observando el
cielo, adornado por los fuegos artificiales. Mis padres no llegaban y los
Bertrand llamaron a casa sin recibir respuesta. A lo lejos una columna de humo
salía de nuestra casa y en minutos se convirtió en llamas, que ardieron con tal
ferocidad que en pocos minutos la fachada de madera de nuestra casa centenaria
se convirtió en una gran fogata. Los vecinos de los terrenos colindantes no
dudaron en intentar sofocar el incendio por todos los medios a su alcance, pero
para cuando llegaron los bomberos que tardaron una eternidad, ya no quedaba
rastro de la casa.
Esa noche mi hermano y yo quedamos huérfanos y pasamos al
cuidado del orfanato local, hasta que unas semanas más tarde nos encontraron
una familia de acogida en un pueblo cercano. Mi hermano pareció encajar mejor
que yo la muerte de mis padres, con más serenidad. A mí me llevó varios años de
pesadillas y terapias superar su pérdida, sumida eternamente en una profunda
depresión.
Si había algo que me inquietaba y me asustaba por encima de
cualquier cosa era enterarme que en alguna finca vecina les había sorprendido
un incendio. Solo conocer la noticia, me hacía revivir de nuevo nuestro drama
familiar. No era extraño que hubiera de vez en cuando un incendio, en aquellas
casas viejas y poco cuidadas, aquellos campos abandonados y secos, sobre todo
cuando llegaba el verano. Después de la verbena de San Juan siempre había
alguna desgracia que lamentar.
Por esas fechas siempre estaba más sensible al recordar
nuestra tragedia. Nuestros padres dejaron un hueco difícil de llenar. Los
Rizzo, la pareja que nos acogió en su casa durante años, nos cuidaron muy bien,
pero nunca podrían sustituir a nuestros padres. Esa noche del año tan especial,
cuando más necesitaba a mi hermano, él siempre estaba ausente, decía que
prefería pasar esa noche a solas, que no era buena compañía para nadie.
Esas noches temía meterme en la cama y quedarme dormida, era
cuando me asaltaban aquellas horribles pesadillas. Entraba en nuestra vieja
casa, nada más poner el pie se oía el crujir de la madera vieja. Parecía que no
había nadie, mis padres aún no habían regresado de sus quehaceres en el campo,
pero yo notaba una presencia. Subía a mi habitación y me tendía en la cama. De
repente oía el chasquido de una cerilla al encenderse y el olor inconfundible
del fósforo y entraba volando en mi habitación justo antes de que la puerta se
cerrara de golpe. Caía en la alfombra que se incendiaba en segundos mientras yo
intentaba salir, pero la puerta no se abría, el picaporte no giraba. Me dirigía
angustiada a la ventana, pero tampoco lograba abrirla. Entonces en medio de
aquella humareda, mis ojos empezaban a llorar sin poder evitarlo y el humo se
colaba en mis pulmones provocándome una tos descontrolada. Intentaba pedir
auxilio, pero me faltaba el aire, y ya caída en el suelo intentaba arrastrarme,
pero mi cuerpo pesaba y no avanzaba. Detrás de la puerta oía a mi hermano llamarme
y golpear la puerta sin conseguir entrar y entonces perdía el conocimiento
justo cuando despertaba del sueño. Entre lágrimas, asustada y faltándome la
respiración, como en la pesadilla.
Ya habían pasado diez años desde el incendio en nuestra casa
y no podía deshacerme de aquellas malditas pesadillas, me perseguían allá donde
fuera. Fue después de aquel verano cuando llegó el momento de irme a estudiar a
la universidad, pensé que sería bueno para mí cambiar de aires, quizá en la
distancia, todo sería distinto y no me perseguirían mis viejos fantasmas.
El día que recibí la carta de admisión a la universidad que
yo deseaba, subí corriendo las escaleras y entré en la habitación de mi hermano
para darle la buena noticia. Me recibió como siempre con una gran sonrisa.
—Me alegro un montón por ti, canija. Yo también tengo buenas
noticias para ti. Hoy he entregado mi solicitud para ingresar en el cuerpo de
bomberos.
En aquel momento, al mirarle vi algo en sus ojos, y un
escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba a abajo. Me dejó sin respiración. Algo
en mi interior siempre lo había sospechado. ¿Sería él el culpable de todos
aquellos misteriosos incendios locales? Y lo que definitivamente me heló la
sangre y casi me hizo perder el conocimiento fue pensar que tuviera algo que
ver en el incendio de nuestra casa.
Era mi hermano gemelo, lo conocía tan bien como si fuera yo
misma. En ese mismo instante, al cambiar su semblante, puede que al leer en mi
cara desencajada, que yo quizá sospechara algo, lo supe.
(Relato perteneciente a la propuesta de Variétés:
“Terrorífica(mente)”)