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martes, 16 de septiembre de 2008

El aprendiz que superó al maestro


Corría el año 1466, cuando al taller florentino de Andrea del Verrocchio, llegó un joven, que entonces tendría unos trece o catorce años, con intención de aprender el oficio de pintor. Otro más entre los que allí había atraídos por la explosión artística vivida en Florencia en el Quattrocento y por el propio éxito que entonces empezaba a conocer el propio Verrocchio.

En aquel entonces, la preparación de un artista cubría diferentes fases: el dibujo, el estudio de la perspectiva, el modelado del barro, elegir las maderas más adecuadas, los diferentes tipos de imprimación, y un largo etc. Una vez adquiridas, el aprendiz de pintor tomaba los pinceles y cuando había demostrado con ellos la destreza suficiente, le era permitido participar en algunas pequeñas partes de las pinturas de su maestro. Esto era una práctica tan frecuente y habitual, que en muchos contratos se recogía, de manera explícita, que la obra encargada debía ser realizada enteramente de la mano del maestro. Aquel joven, como cualquier otro aprendiz, recorrió el camino habitual. Los historiadores del arte han rastreado sus huellas en diferentes cuadros de su maestro Verrocchio. A él pertenecen, por ejemplo, el pez y el delicioso perro que salta entre las piernas de "Tobías y el ángel", que encabeza este artículo. Pero sin duda, su participación más sonada fue para el extraordinario "Bautismo de Cristo" de la Galería Uffizi, en Florencia.
























Escribe Vasari que aquel joven "pintó un ángel que sostenía unos ropajes, y a pesar de su juventud lo hizo tan bien, que el ángel era mejor que las figuras pintadas por su maestro, debido a lo cual éste no volvió a tocar los pinceles avergonzado de que un muchacho supiera utilizarlos mejor que él".

El joven a quien se refiere Vasari no es otro que Leonardo da Vinci. La verdad es que Verrocchio ganó mucho más fama como escultor que como pintor, pero basta ver la obra en cuestión para advertir que la historia relatada por Vasari puede ser algo exagerada, porque aunque realmente el ángel pintado por Leonardo expresa una gracia y delicadeza exquisita, con sus rizos dorados y su dulce rostro girado hacia el centro de la escena, no basta para ocultar la enorme y poderosa fuerza que expresan las dos figuras centrales de Verrocchio, el rostro duro y demacrado del Bautista y el Cristo de rasgos humildemente comunes. Como escribe Nicholl, en su biografía de Leonardo, "el drama humano, el presagio trágico, la sensación de grandes fuerzas puestas a prueba, todo eso corresponde a Verrocchio. Si sus figuras tienen alguna carencia respecto a la técnica, no tienen ninguna en cuanto a la fuerza de la escena. Junto a ellas, el ángel de Leonardo parece brillante pero quizá ligeramente superficial: un magnífico ejercicio de un joven virtuoso de la pintura" [Charles Nicholl: Leonardo da Vinci. El vuelo de la mente. Barcelona, 2006, p.124].

Si la anécdota recogida por Vasari fuese cierta, y realmente fuese ese el motivo por el que Verrocchio hubiese decidido dedicarse únicamente a la escultura, no habría dejado de ser un ejercicio de autocrítica excesivamente duro y riguroso.

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