Acinipo. Capítulo I
No había acabado de despuntar el sol sobre la cima de las montañas cuando, la partida de jinetes ataviados con una guisa bastante extraña y sin hierro con el que proteger sus cuerpos, llegaron a galope por la vieja calzada. Lo hicieron envueltos bajo la polvareda provocada por los cascos de sus pequeñas monturas, unas cabalgaduras estas que nada tenían que ver con las robustas bestias de combate que utiliza la guardia y que, de vez en cuando, se ven pasar por estos viejos parajes olvidados por el hombre.
Cierto es que desde un tiempo a esta parte no se les han vuelto a ver por Acinipo. Creo recordar que la última vez fue cuando, en el último llamamiento a levas, vinieron hasta estas tierras con objeto de reclamar hombres para sus huestes.
Tal vez fuera la imagen proyectada desde la lejanía del imponente y antiguo teatro lo que hiciera acercar a estos extranjeros. Pero cuando llegaron a las inmediaciones y alcanzaron el centro de lo que queda de la desgastada ciudad, lo único que pudieron encontrar fueron unas tierras desoladas, edificios derruidos con sus restos esparcidos por todas partes, maleza cubriendo cualquier signo de vida y unos cuantos ancianos, los últimos pobladores de Acinipo, como meras sombras del pasado.
Parece que nada les fue de su interés, puesto que estos extraños jinetes volvieron grupas y regresaron por el camino recorrido.
Se debe precisar que estas tierras no siempre presentaron un aspecto tan desalentador como el que hoy muestran. Según se ha ido transmitiendo desde nuestros antepasados, el territorio no es, ni siquiera, el simple recuerdo de lo que encontraron los primeros pobladores procedentes del Norte, hace ya bastantes centurias atrás.
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