LLovía, ¿sabes?, llovía como estos últimos días, como estos últimos meses. No paraba de llover.
El agua circulaba como un pequeño río por las calles, entorpeciendo la circulación, entorpeciendo los paseos.
Yo no tenía ganas de ir, pero me comprometí con mi madre. Lo hice hace más de dos semanas, y ahora no podía fallarle. ¡Y no será porque me sobra el tiempo!
Cansada de un estresante día de trabajo, y después de haber dormido sólo cuatro horas, en realidad tenía ganas de ponerme las zapatillas, la bata de guatiné, que me regaló mi suegra cuatro tallas más grande, y quedarme en el sofá viendo la novela, o haciendo que la veo, porque al final siempre termino adormilada, sin enterarme bien de lo que pasa.
Busqué excusas, busqué tareas que realizar. Busqué en mi agenda alguien con quien tuviera pendiente una cita, una charla. Los teléfonos no contestaban.
Dejé que el tiempo pasara, para no llamar a mi madre. Me hice la despistada.
Pero mi madre estaba desde muy temprano preparándse: se duchó, se lavó el pelo, se lo peinó (sus rizos le permiten, aún con la edad que tiene, hacerse un peinado muy juvenil); se pintó a concencia, y buscó el mejor jersey que aún no había estrenado. Se roció con su colonia, Gloria de Vanderbilt, una mezcla de mimosa, rosa y flores orientales picantes. Una fragancia que perdura en el tiempo y en el espacio.
La habían invitado a un recital poético-musical, organizado por una asociación de mujeres para obtener fondos en ayuda a Haití. ¡Una buena causa y una buena excusa para salir de su casa!.
Mientras me arreglo a regañadientes, recuerdo mi asistencia hace unos meses a un recital de poesía. El ambiente estaba cargado. Las señoras con peinados que parecían recién salidos de un cuadro, de una peluquería, con fuerte olor a laca. ¿que si me gustaron las poesías? Pues no sé qué decirte. Le puse mucho interés. Atendí para empaparme de todo, y sacarle todo su jugo. Intenté que los ojos me picaran de emoción. NO ocurrió nada. Pensé que sería un problema mío, que había estado mucho tiempo desconectada de este ambiente y ahora no sabía disfrutar de él. O que las cargas familiares y los problemas me habían vuelto insensible. ¡Yo qué sé! No supe definir aquel estado.
Salí de noche, sola, sin despedirme de nadie, con la mirada perdida, buscando el autobús que me devolviera a casa. Hacía frío y tenía unas ganas enormes de llegar.
Pero esta vez veía tan feliz a mi madre, con su nuevo grupo de amigas, que por fin, y después de muchos años había conocido, que me sentí incapaz de decir que no. Ahora está saliendo y acudiendo a sitios donde pasárselo bien. Eso ya era un factor importante para que me decidiera a intentarlo de nuevo.
Así es que la acompañé, a pesar de la lluvia, a pesar del cansancio, y a pesar de la experiencia anterior.
Instituto Andaluz de la Mujer. 18 horas. Entradas agotadas.
Comenzamos a entrar en la sala que se fue llenando de caras sonrientes y conocidas entre ellas. Debe de ser que se juntan más de una vez en este tipo de eventos.
Mi madre y yo no sabíamos dónde ponernos. Primero en esas sillas frente al escenario. ¡No, ésas están muy cerca de la ventana, y puedo pasar frío! -comentó mi madre, y con razón-.
Busqué otras un poco más cerca, pero al final estaba allí la mujer que la había invitado y nos pidió que nos sentáramos con ella, junto a la columna. La silla la tuve que retirar un poco, porque no se veía bien.
¡Verás tú que al final vamos a estar en el peor de los sitios!
Mi madre miraba de un lado a otro, intentando encontrar una cara conocida, además de la que nos invitó al evento. No encontró a nadie. Me senté junto a ella.
La sala cada vez más llena de gente. Había mucho ruido, muchos saludos efusivos y en voz alta. ¡Un griterío!.
No se presentó la Coordinadora del Instituto Andaluz de la Mujer, al parecer por encontrarse indispuesta.
¿Será verdad? Los políticos siempre ponen excusas, y al final un trabajador tiene que sustituirlos.
En esta ocasión, alguien comentó que era cierto. Que se había puesto enferma y que tenía mucho interés en asistir, incluso ya lo había hecho en otras ocasiones.
Mi madre se quitó el abrigo, se acomodó y guardó silencio esperando a que comenzara, y yo aguardé junto a ella, casi embriagada por su perfume, que ya se había expandido y llenaba parte de la estancia.
La miraba complacida, comprobando que estaba bien. Y para mis adentros me decía que había merecido la pena sólo por eso. Su cara estaba relajada, y sus ojos estaban chispeantes. ¡Era feliz!
El griterío comenzó a bajar de intensidad conforme se fueron ocupando todas las plazas, y la Presidenta tomó el micrófono y pidió silencio. Estaba a punto de comenzar.
Primero una breve presentación del acto, por el padrino de la Asociación, con unas bellas palabras; palabras de agradecimiento a todas las personas que habían asistido, a todas las que habían contribuido a que esto se realizara y a todas las que iban a actuar.
Comenzó el acto con la actuación de un grupo de cuatro mujeres que acompañaron, al son de las castañuelas, dos composiciones muy bellas: "La Calesera", una composición de zarzuela y "La Malagueña de Lecuona".
Las mujeres aparecían ataviadas con pantalones negros y camisa blanca, y una biznaga de jazmines en el pelo, ¡ah! ¿que no sabes lo que es? ¡ah, perdona, que no me acordaba que no eres de aquí! Pues mira, una biznaga de jazmines es una composición hecha con jazmines naturales, ensartados en un armazón con pinchos (sacado de una planta natural) formando una bola. Los jazmines se cogen en las tardes de verano, cuando aún no se han abierto. Se van pinchando uno a uno, cerrados, que resulta más fácil. Cuando se abren, se forma una bola que desprende un olor impresionante. Es un símbolo de la ciudad de Málaga, muy familiar y cotidiano. Tanto es así que hay biznagas para decoración, como alfiler, para bisutería, en utensilios para la casa, en estampados, y hasta tenemos un biznaguero que vende sus ramilletes de pequeñas flores blancas, y que se ha convertido en un personaje representativo de la ciudad.
Este grupo de mujeres, con su gracia y su elegancia, mantuvo al público asistente en silencio. Bonito y original.
Yo siempre había escuchado tocar las castañuelas en el baile, pero no una actuación sólo de castañuelas. El sonido estaba acompasado, al son de la música, y ellas movían su cuerpo con el mismo movimiento que el de sus manos.
El asiento frío de la silla comenzó a volverse más humano, más cercano. Aplaudí con mucha energía.
Después comenzó la poesía: "Esa guitarra", "Me he soñado", "La Paz", "Libre como paloma"... Fueron títulos que dieron paso a las poesías compuestas por las poetisas que permanencían, según su turno, sentadas junto al escenario, con sus letras imprimidas en la mano, y algunas de ellas nerviosas ante lo inminente de su actuación.
Las palabras comenzaron a brotar, una tras otra, con musicalidad. El ruido exterior no se escuchaba. Sólo las palabras. ¿Sabes? Es como si no hubiera nada más. La sala repleta de gente y estaba todo en silencio.
Palabras que iban volando por la sala, por el aire: "jazmines", "rosas", "miedo", "amor", "palabras que enamoran".
Quería atraparlas, quedármelas, pero no podía. Quería retenerlas, pero se me escapaban. ¿te las imaginas, de colores?
- ¡Niña, que estás en Babia! -me decía mi madre.
- Mamá, por favor, ¿no escuchas?
Una poesía, y después otra. Sentimiento. Palabras que llegaban al corazón.
En mitad del acto, una mujer nos obsequió con una canción: ¡Hijos de la luna!´
No podía separar ni la vista ni el oído de aquel escenario.
Su voz sonaba dulce, con fuerza, elevándose, igual que las palabras. Sintiendo que, efectivamente, el niño está solo en el monte, y te dan ganas de hacerle una cuna con tus brazos y mecerlo.
Y después una segunda parte. Más sentimiento desbordado.
Las lágrimas pujaban por salir, pero no las dejaba, porque estaba muy ocupada escuchando todas esas poesías, recitadas por sus autoras, en una tarde mágica.
Y al final, el Toque de Castañuelas: "Salinas de Campuzano" y "Las cuatro estaciones de Vivaldi!. ¡Fantástico!
El tiempo voló. Seguía lloviendo, y mucho Y me recordó a aquel año, cuando tenía 17 años en Jaén. Era voluntaria de la Cruz Roja, un 14 de febrero. Fuimos con las personas mayores a ver una película, "Del rosa al amarillo". Cuando salimos estaba toda la calle con un manto de nieve. Los pies se hundían levemente. Habían bastado dos horas para que la nieve hubiera cuajado.
En esta ocasión no nevaba. Aquí no vemos nunca la nieve. Es una pena, porque es tan bonita. Pero la lluvia sí caía con ganas. Y no era lluvia que molestara, todo lo contrario. La sentía fresca, clara. La esperaba. La conocía. Me era familiar.
Y como un soplo, como un suspiro, acabó.
Salí conociendo a muchas personas, que me saludaban, agradecidas por mi asistencia, y me invitaron a que asistiera a otros momentos como éste. Creo que en la cara se me notaba lo que había sentido.
Me paré un momento, y volví al principio cuando entré allí: veía las mismas caras sonrientes, pero ahora se dirigían a mí.
Veía a mi madre más chica. A su lado, parecía que yo hubiera crecido.
Málaga, febrero de 2010