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domingo, 27 de octubre de 2019

Las memorias de Richard Ford - Suburbano

Las memorias de Richard Ford - Suburbano



¿Cuál es la frontera que separa lo vivido de lo imaginado o lo supuesto? ¿Es siempre clara esa separación para el que escribe? ¿Dónde acaban las memorias y empieza la ficción? ¿Condicionan estas preguntas los métodos, la voz, la elección de los recuerdos? Sobre estas 3 preguntas, fundamentales en la literatura del yo, que se desarrolló por mucho tiempo al abrigo de la autoficción, aunque cada vez son más las opiniones que exigen más cercanía entre la voz narradora y el autor, se erige el libro-testimonio Entre ellos (2017) de Robert Ford (1944), dedicado a sus padres.

Ford ya era un conocido autor realista cuando se decidió a publicar estas memorias —una de ellas, la de la madre, elaborada mucho tiempo antes, aunque en el libro figure en la segunda mitad—. Se le consideraba uno de los puntales del dirty realism junto a Tobias Wolff (1945) y Raymond Carver (1938-1988). Había publicado la trilogía protagonizada por Frank Bascombe: El periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1990) y Acción de Gracias (1996), todas ellas con una notable carga autobiográfica, su particular contribución a la gran novela americana desde una perspectiva autoficcional.

Y, sin embargo, en el texto que dedica a sus padres se decanta por quedarse con los hechos y alejarse de las suposiciones, o de las invenciones de la ficción. Delimita claramente la frontera entre la ficción y la no ficción. Y nunca se adentra en el terreno de la imaginación para narrar la historia de los recuerdos de sus padres. Elige las preguntas justas que le permitan reconstruir la historia y no inventarla (p. 17). Adopta una serie de consideraciones previas que alcanzan hasta el epílogo: “he tratado de no hacer grandes reivindicaciones de mis padres. En todo caso, he intentado ser cauto, de forma que mi propio acto de contar sus cosas y su influencia en mí no distorsione quiénes eran realmente.” (p. 155) Y las lleva a la práctica: “caer en la cuenta de que no se sabe todo es una actitud respetuosa, […] Mientras que si uno no sabe o solo se conjetura acerca de la vida del otro, se libera esa vida para que pueda ser más de lo que en realidad es.” (p. 28) Y eso le lleva a lúcidas reflexiones sobre la naturaleza de la memoria: “El tiempo recordado suele moverse y vagar.” (p. 52) Y de la vida: “es lo que sucede lo que importa, mucho más que lo que la gente, incluido uno mismo, piense sobre lo que sucede antes o después. Solo importa, o importa más que nada, lo que hacemos.” (p. 122) Y a darse cuenta de las limitaciones: “Lo gozoso que podía resultarle yo, lo gozoso que era para él tener un hijo, es algo que no puedo saber.” (p. 69) Además de la relación con los progenitores: “Los padres —por encerrados que estemos en nuestras vidas— nos conectan íntimamente con algo que no somos, y forjan una «ajenidad unida» y un misterio provechoso, de tal suerte que aun estando con ellos estamos solos.” (p. 90)

Esta soledad es la clave, el punto culminante de su escritura, lo que le permite a Ford describir las escenas que conforman una existencia, un carácter, una personalidad y, con ellas, una forma de mirar y de narrar tan propias: el infarto del padre, la muerte anunciada de la madre, las alegrías y las tristezas de dos vidas narradas sin aspavientos, y con una contención prodigiosa. Son las señas de identidad de uno de los principales autores estadounidenses vivos en su vertiente más biográfica.

Homenaje periférico - Suburbano

Homenaje periférico - Suburbano


No es buena noticia pero requiere de homenaje. El pasado mes murió Julián Rodríguez (1968-2019). Conocido galerista en el ámbito extremeño, se había destacado como escritor a principios del siglo XXI: Lo improbable (Debate, 2001) o Cultivos (Mondador, 2008) formaron parte de una obra que fascinó a sus lectores. Pero, sin duda, su texto más aplaudido fue Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (Caballo de Troya, 2004). En él desmenuzaba de una forma aséptica pero hermosa su relación con el padre, con la tierra y con esas conversaciones que conforman nuestras identidades cambiantes. Junto con Cultivos, ese libro era parte de un ciclo de “escritos de resistencia”. Se trataba de un proyecto que pretendía reconstruir la biografía personal y emocional del autor a partir de un lenguaje contenido pero no carente de valores estéticos. Era lógico que lo autobiográfico tuviera un peso importante en sus actividades futuras, conforme se fue alejando de su carrera de escritor y se fue acercando a la de editor. Esa profesión, junto a Paca Flores, al frente de Periférica, ocupó su trayectoria profesional durante la última década. Así lo conocieron muchos. Así lo reconocimos los que lo habíamos descubierto como escritor.

Ese proyecto editorial evitaba los tradicionales centros culturales españoles. Periférica se gestionó desde Extremadura y esa geografía de extrarradio no supuso obstáculo para que Rodríguez y Flores descubrieran una serie de escritores hoy imprescindibles en castellano: Yuri Herrera, Carlos Labbé, Rita Indiana... Su labor de recuperación de algunos títulos y algunos nombres injustamente olvidados en la historia reciente de la república de las letras ha sido también encomiable: Henry James, Thomas Wolfe, Angelika Schrobsdorff, Mary Kerr —las dos últimas en colaboración con el sello que codirigía su pareja: Errata Naturae—. Rodríguez sabía de arte contemporáneo. Se adelantó a muchos al entender que la creación contemporánea iba a surgir desde la periferia. No solo me refiero a la producción. El origen periférico de Rodríguez —hijo de campesino, de la tierra, de ese silencio— no fue freno para que este creador y gestor cultural alcanzara un gusto exquisito.

Como digo y ya di cuenta en una entrada anterior, su editorial cuidaba con especial interés las obras de contenido autobiográfico. A modo de homenaje, repasaré la obra de los últimos escritores que han dado que hablar en el contexto de las literaturas del yo, en consonancia con la naturaleza de esta serie. He elegido a dos: Vicente Valero (Ibiza, 1963) y Valentín Roma (Ripollet, 1970). Al primero lo descubrí gracias a la sugerencia del crítico Ignacio Echevarría en torno a Los extraños (2014). Al segundo le seguía la pista desde que publicó El enfermero de Lenin (2017), por ser la crónica autobiográfica de una periferia que yo también compartí. No me equivoqué, aunque para componer este escrito haya echado también mano de sus últimas obras: en el caso de Valero, Duelo de alfiles (2018), y Retrato del futbolista adolescente (2019) para Roma.

La prosa de Valero tiene una deuda con la de W. G. Sebald. Pero también atesora notas particulares de la particular biografía del autor, además de una prosa deliciosa:

Tuve por primera vez noticia de nuestro tío Alberto solamente una semana antes de conocerlo, cuando yo tenía once años y el estaba a punto de cumplir los sesenta, y si mi padre, hasta entonces, no me había hablado de aquel hermano suyo, o hermanastro, o medio hermano, o como quiera que haya de llamarse a la persona que comparte con otro únicamente a uno de sus progenitores, en este caso al padre —es  decir, a mi abuelo paterno, también llamado Alberto—, no había sido, estoy seguro, porque existiera alguna turbia razón para ocultarlo (Los extraños, p. 49).

El primero de los libros traza una genealogía de los extraños personajes que pueblan el histórico familiar de Valero, con la que se entronca. En Duelo de alfiles es el ajedrez, en cambio, el hilo conductor que va vertebrando la sabiduría de Valero sobre la obra de Benjamin, su relación con Brecht y Kafka, junto a los viajes de Valero por Alemania o Italia, entre otros lugares. En este último no hay más estructura que la de la vida.

Por lo que respecta a Roma, su prosa es mucho más directa. No hay más que ver el arranque del primero de los libros que se tratan aquí: “Mi padre enloqueció durante veintiún días en el verano de 2011, tras una operación rutinaria cuyas complicaciones siguen siendo, aún hoy, inexplicables” (p. 5). Allí se disecciona la relación del narrador con su progenitor desde la autoficción. Pero más allá de la simplificación del estilo, el grado de erudición que maneja es mayúsculo. No hay más que ver la lista de libros que el narrador refiere en la página 33 de esta novela. Así es como viste una biografía muy peculiar este profesor universitario de arte, originario de la periferia de Barcelona y, a la vez, de un pueblo de La Mancha, como se observa en la tensión que se desprende de su primer libro. Si Amélie Nothomb tuvo una vida peculiar a la sombra de su padre, diplomático, Roma nos revela otra realidad, oculta también a la mayoría de los mortales, pero más sórdida: la de las jóvenes promesas del fútbol. No en vano, Roma llegó a debutar en categorías inferiores de la selección española. De eso trata Retrato de un futbolista adolescente: de la tensión de un joven que se debate entre el camino sordo de los libros o el éxito sonoro del futbolista contemporáneo. Hablamos, por tanto, de una novela de formación.

Ambos proyectos, brillantes y diversos, influidos por autores del panorama internacional y a la vez claramente autóctonos, constructores de edificios personales complejos, sutiles, hubieran sido humo fútil sin la labor de Periférica. Hoy son huella del trabajo de dos editores dedicados, del que ahora solo queda uno. No es buena noticia pero merecía este homenaje.

viernes, 4 de octubre de 2019

Ahora contemplaremos la frialdad - Nagari Magazine

Ahora contemplaremos la frialdad - Nagari Magazine



Roberto Bolaño pasó los últimos años de su vida condicionado por la enfermedad que acabaría con su vida. Aunque Rodrigo Fresán afirma que en sus conversaciones personales nunca hablaron de la muerte, la salud y su ausencia siempre están presentes en los últimos escritos del autor chileno. Llegó hasta a dar charlas en el programa de Kosmópolis sobre las relaciones de la narrativa con la (falta) de salud.

Parece que en una época en la que se esconde al enfermo y se evita hablar de sufrimiento, la literatura sigue manteniendo el tipo. Y es de agradecer, ahora que han proliferado enfermedades que antes ni conocíamos y otras que creíamos extinguidas han vuelto. La literatura debe estar al lado del sufrimiento por lo que de humanidad tiene. Por eso quiero alternar mis habituales columnas con una serie de artículos dedicados a la imagen de la enfermedad en la literatura. Hoy empezaré con el tratamiento del Alzheimer en narrativa, para pasar a otras obras que, o bien presentan una perspectiva novedosa sobre la relación entre literatura o salud, o forman parte del corpus clásico.

De todas las novelas que han tratado recientemente el Alzheimer, Ahora tocad música de baile (Anagrama, 2004), el cuarto libro de Andrés Barba (Madrid, 1975), destaca por su calidad. Es un texto muy sólido, en el que la enfermedad de la madre: Inés, revela toda la miseria que rodea a esa familia de clase media. Santiago, el hijo cruel, criado a imagen y semejanza de la madre pero desde la autosuficiencia. Bárbara, la hermana mayor, eclipsada por la belleza y el carácter de la madre. Y Pablo, el padre de familia resentido. Buena parte de los personajes de la novela están muy bien trabajados. Excelsa resulta la construcción de Santiago, la vergüenza que le provoca su familia (p. 151), su misoginia y el desprecio por las mujeres que no sean Inés, que parece resolver la colombiana Paloma, compañera de trabajo, tras la crisis que supone para el hijo la enfermedad de la madre idealizada, pero que no evita el terrible, dramático final. Entre el andamiaje de voces también se percibe la bondad de Pablo (p. 182), pese a ese resentimiento que ha incubado durante décadas. De hecho, Barba se dio a conocer como un excelente constructor de personajes por novelas como La hermana de Katia, finalista del Premio Herralde en 2001. Sin embargo, el personaje de Bárbara, la hija, y su relación lésbica con Elena, la asistenta, no acaba de percibirse como un arquetipo real sino literario. Es cierto que gracias a ella recupera el tema de la honra en la literatura española de una forma brillante (p. 93). Pero muchos pasajes se observan injustificados si no es que apelamos a la historia de la literatura y a la figura de Virginia Wolf, también presente en la construcción de muchos monólogos junto a Henry James, y en el profundo discurso feminista que encierra esta novela (p. 142). Más allá de ese apunte teórico, no me parece que Bárbara pueda ser un personaje con cara y ojos.

En cuanto al tratamiento de la enfermedad de la protagonista, inicialmente no se utilizan escenas sórdidas en la representación del Alzheimer. Pero este elemento va in crescendo con cada movimiento o parte —hasta formar un total de 4—. De las escenas centradas puramente en la incapacidad de la mente de la enferma del primer movimiento (p. 70), se pasa a la necesidad asistencial por parte del marido en el segundo (p. 83) y a las intervenciones del neurólogo (pp. 85-86); para pasar en la tercera y la cuarta parte a escenas mucho más centradas en la degeneración física y mental de la enferma (pp. 159-160), la asistencia profesional (p. 189) y lo escatológico. En este último término, la obra se emparentaría con Las correcciones, de Jonathan Franzen. También encuentro un paralelo en el hecho de que la enferma nunca tiene voz. Son los otros los que describen a Inés, la Inés anterior, la que no estaba enferma. Pero a diferencia de en la novela del autor norteamericano, aquí el Alzheimer se presenta siempre como una excusa para levantar el entramado del texto, las crisis de los otros personajes, porque el carácter dictatorial de la Inés sana impide empatizar con la enferma, lo que acaba convirtiéndolo en un escrito excesivamente frío.

Homenaje póstumo - Nagari Magazine

Homenaje póstumo - Nagari Magazine



Lo que más me impresiona de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard en el original, la película de Billy Wilder), es la voz en off del joven periodista muerto que flota en la piscina de la casa de lujo. Está muerto, sí, pero eso no le impide narrar la historia. De esa voz de ultratumba emana toda la autoridad de esa historia. De la misma forma, en la última novela de Pablo Sánchez (Barcelona, 1970): La vida póstuma (Algaida, 2017), es la voz de un muerto la que dirige la parte central de la acción. En aquella película del Hollywood mítico se deconstruye una ciudad como Los Ángeles, en la novela de Sánchez es la Barcelona del glamur y el negocio turístico la que ejerce de decorado para el homenaje, esta vez no a una vieja generación de actores, sino de escritores políticamente comprometidos.

Sánchez (Barcelona, 1970), es un narrador experimentado, además de un académico de prestigio. Resultó ganador del Premio Francisco Casavella en 2010 por El alquiler del mundo (Destino), una novela crítica con el capitalismo y la especulación financiera. Y en 2005 se proclamó ganador del XI Premio Lengua de Trapo por Caja negra (Lengua de Trapo), una metaficción muy aplaudida, incluso por aquellos que no aman especialmente la autoficción —como Rafael Reig, presidente del jurado del premio—. En esta tercera novela Sánchez ensaya una ficción en donde el narrador, Max von Sydow, descendiente a su pesar del cine de Bergman, no tiene apenas coincidencias biográficas con el autor, no así en los rasgos de carácter. Se nos advierte del artificio: “Es como si mi origen real fuera la ficción y yo procediera de ahí” (p. 56). De nuevo encontramos una crítica a la economía de mercado que aparecía en El alquiler del mundo. Pero esta vez a través de la biografía de un padre escritor, un idealista que acaba derrotado por el sistema, hasta que muere y entonces empieza una nueva dimensión de la novela, en donde el personaje del padre: el escritor José Ángel Arranz, crece hasta una altura inesperada. Entonces empiezan los envíos: las cartas, los libros y los mensajes que el padre manda a familiares y albaceas desde el más allá, que cambian por completo la recepción de su imagen (p. 83), en una suerte de reformulación de la identidad contemporánea: “Es la necesidad propia de un nuevo yo, tan distinto a ese que tú conociste” (p. 129). En su propuesta teórica, es la parte más sugerente de la novela por la forma en que el narrador reconstruye la identidad del padre a partir de ajustes de cuentas morales, como el que tiene lugar en la escena con Uría (pp. 100-111), y en la extraña relación con el ocultista Herzog. También es la más entretenida por la selección de pasajes que elige el autor.

Son varios los libros sobre la muerte que he leído recientemente: Al final uno también muere, de Roberto Valencia y Cuántos de los tuyos han muerto, de Eduardo Ruiz. Este es diferente. Si bien en el libro de relatos de Ruiz aparecen aspectos sociopolíticos de la situación de México, no en la medida en que lo hacen en La vida póstuma, donde la historia de la Barcelona reciente, la Barcelona que triunfa con los Juegos Olímpicos y abraza el capitalismo y el consumo de masas se convierte en el decorado principal para plasmar la transformación del paso del tiempo y el dolor por los que ya no están: de la Barcelona preolímpica a la Barcelona del diseño, la Barcelona de la cocaína...

A fin de cuentas, este es un libro sobre pérdidas, como resulta propio cuando se habla de la muerte. De una forma u otra, el narrador pierde a todas sus personas queridas. Como enuncia en la página 135, la melancolía y el realismo son las claves estéticas de la novela. Pero, sobre todo, a través de la muerte, la desaparición y, en menor medida, el esoterismo, este libro es un homenaje a una generación derrotada por los intereses y el mercado, una generación de escritores que creyeron que podrían cambiar el mundo desde las ideas, como el padre del narrador, una generación no solo española, sino europea y latinoamericana, como muy bien figura en diversos pasajes de la novela, en los que el narrador rehace los puentes de su padre con Latinoamérica, o entra en contacto con el militante amigo francés de su progenitor. Se trata de una suerte de Educación sentimental barcelonesa aderezada por el nihilismo barojiano que preside un final. Ahí quede.

La generación más triste - Nagari Magazine




Bailo sobre mi silla giratoria, soy un ágil derviche consagrado a la mística de la rutina. Me concentro en las ruedas traqueteantes, sus pequeños fragmentos de rotación cósmica, su precaria música de las estrellas. Las horas siguen distribuidas ordenadamente en el reloj de la pared: he renovado mis votos. Pero no hay igualdad ni exactitud en la labor del minutero, solo la mecánica arbitraria de su señorío. Alabémosla. A las pausas reglamentarias (los cafés, los cigarrillos, el menú nuestro de cada día, uno y trino, en el restaurante de la esquina) demos gracias. (p. 13)

Con este párrafo se inicia El animal más triste (Seix Barral, 2019), la última novela de Juan Vico (Badalona, 1975). Y este fragmento es el mejor resumen de lo que he encontrado en su lectura. Ante todo, es una declaración de intenciones del estilo que desarrolla el autor: “A las pausas reglamentarias (los cafés, los cigarrillos, el menú nuestro de cada día, uno y trino, en el restaurante de la esquina) demos gracias.” Se trata de un estilo cuidado —yo diría matizado—, presidido por tiempos verbales en presente. Esa elección no es gratuita. A fin de cuentas, el texto es una crítica contemporánea, una disección de la frialdad del presente que nos consume, que consume a los narradores, y que se esconde tras esas referencias a Yo robot de Isaac Asimov (pp. 17 y 40). Pero también es una nueva entrega en la carrera literaria de Vico. El autor desplaza el foco hacia ese presente existencial, pero lo hace desde los mismos presupuestos estéticos que ya se distinguían en los relatos de El claustro rojo (Sloper, 2014), premio Café 1916. Esos presupuestos están cargados de metáforas poéticas: “soy un ágil derviche consagrado a la mística de la rutina”; que pueden incluir sinestesias y otras figuras retóricas: “las ruedas traqueteantes”; y menciones a imágenes: “pequeños fragmentos de rotación cósmica”. No en vano, la imagen, en especial, el cine, es muy importante en el escrito. Ese corto que el grupo de amigos rodó en su época universitaria y que vuelven a visionar juntos años después, es el desencadenante de buena parte de los recuerdos de los protagonistas. La novela se narra por momentos como si fuera una cámara de cine: “Ralentizo el paso y recorto el escorzo de Marta, la encuadro en el paisaje, persigo con mi cámara imaginaria el movimiento de su torso (p. 31). Esto da lugar a una teoría de la escritura a partir del guion cinematográfico (p. 64); y a un discurso sobre la levedad en el que se mezclan alta y baja cultura (p. 78). El último de los elementos a extraer de este párrafo inicial es el de la descripción de la sordidez de lo cotidiano: “su precaria música de las estrellas”; que se combina con la ironía y el sarcasmo: “Alabémosla”. El texto de Vico se entronca con los relatos que describen el vacío moral de las clases medias, una tradición muy notable en el mundo anglosajón (pienso en Amor perdurable, de Ian McEwan, o en Las correcciones, de Jonathan Franzen) y en la literatura modernista, que denunciaba las convenciones sociales a través del estilo. Por otro lado, dada la profusión de personajes, se puede considerar una novela generacional. Pero se trata de un grupo muy especial dentro de su generación. De una forma u otra, todos son creadores. La novela es una crítica a la sociedad contemporánea focalizada en el ámbito de la creación. Vico hace una crítica de las convenciones sociales, pero para indagar en las carencias del grupo que durante el modernismo se otorgó la autoridad moral para criticar al resto de su sociedad: los artistas. Escribe una novela como lo haría Virginia Woolf, pero indagando en el vacío existencial de los miembros de un círculo de Bloomsbury contemporáneo, una vuelta de tuerca muy original y aplaudible. De todo eso nos avisa ese primer párrafo. De lo que no nos avisa es de la estructura. La novela se vertebra a partir de varias voces: Jonás, que escribe en un magazine, protagoniza la primera parte. Después nos encontramos con el relato mítico de Paula sobre la decadencia del pueblo en donde tiene lugar el encuentro entre viejos amigos desde una perspectiva arquetípica, de sumo interés para este lector porque la narradora muestra las costuras del relato clásico. Esa narración interpuesta, ubicada en la segunda parte, supone un quiebre respecto de la primera, Nos introduce en la tercera parte, la de las reflexiones de la sensual Marta, los pensamientos de Cecilia, la esposa de Jonás, el diario de Roberto, el escritor de éxito, plagado de páginas memorables sobre la profesión literaria (157-160), el monólogo fotográfico de Solange, las confesiones de Paula, la joven de la que se ha encaprichado Roberto, antes de entregarnos la clave de lectura, que no revelaré, que confirma lo que nos indicó el primer párrafo, estrategia magnífica, aunque se me antoja que los giros finales de esa voz final son demasiado elevados:

Va tomando cuerpo la seductora idea de acudir a la casa de […] con mi diario escondido […]. Me imagino dejándolo caer en el jardín, debajo del sofá, abandonándolo junto a la escalera, fantaseo con que alguien […] lo recoge, curiosea, se topa con las páginas en las que hablo del affaire […] del pasado invierno, fruto, según se justificó […] entonces, del «desconcierto emocional» por el que estaban pasando […], aunque sería más fácil que el azar, dirigiendo la mano de ese alguien ([…], lo llevara a abrirlo por una de las numerosas entradas en las que hago referencia a … (p. 195).

Un subterfugio de muerte - Nagari Magazine

Un subterfugio de muerte - Nagari Magazine



La respuesta a la muerte, ese quiebre incomprensible para los seres humanos, ha articulado, desde hace milenios, explicaciones de todo tipo: religiosas, filosóficas y hasta artísticas. La respuesta a la muerte es, en cierto modo, el sentido de la vida. Pues bien, la primera novela de Roberto Valencia (Pamplona, 1972): Al final uno también muere, es una respuesta en clave paródica a esta eterna pregunta.

Kleizha, irónico personaje nacido y criado en Buenos Aires, narra las vicisitudes de su familia, por muchos momentos inventadas: “Usted olvida y recompone su historia con sucesos que quizás haya vivido o quizás no” (p. 93). La narración parte, por tanto, de la duda. La característica principal de la familia de Kleizha —el padre, la madre, la hermana y él mismo, incluso el abuelo— es que mueren muchas veces. Mueren y después reviven; hasta que un día, como muy bien indica el título, al final uno también muere.

El protagonista narra su historia familiar primero al lector, ubicándole en su infancia y juventud; después a un español divorciado y un tanto escéptico, llamado André, que aterriza por Buenos Aires huyendo de su exmujer; y finalmente a Alba, un médico argentino que es testigo del prodigio de la existencia cotidiana de Kleizha, siempre a medio camino entre la vida y la muerte.

La propuesta de Valencia es arriesgada. Para empezar, resulta una apuesta plenamente antirrealista, con tonos surrealistas al estilo de Kafka, y con ecos de Cortázar, que derrocha toneladas de humor absurdo: “Papá murió dos o tres veces” (p. 120) que me recuerdan a Enrique Jardiel Poncela. En cualquier caso, todas las decisiones están dirigidas a alejar el texto de la realidad cotidiana del autor. Sitúa la acción en un “barrio proletario de Buenos Aires” (p. 19), en el pasado —un pasado que yo consideraría mítico por la historia literaria de esa ciudad—, y en el seno de una familia de origen lituano que poco o nada tiene que ver con la de Valencia. Pese a moverse en un contexto familiar, el protagonista es ajeno a cualquier tipo de sentimentalismo. El estilo es ágil pero de frase larga y subordinada, lo que lleva a extensos circunloquios del protagonista. La estructura resulta compleja, organizada a partir de los cuadernos de André, que se convierte en el verdadero narrador del texto (p. 157), además de ser la representación del amigo y el filósofo.

Para ser sinceros, a este lector no le ha parecido una lectura fácil al principio. Cuesta lidiar con todo el universo que construye Valencia. Pero hay un momento en la narración, aproximadamente en el instante en que aparece André, en que el texto hace un clic. Ha sido el momento en que este lector ha empezado a sumergirse entre las letras de la novela, como si estuviera escuchando una conversación del mismísimo Roberto Valencia, a su lado, contándole sus miedos, sus tensiones y las cosas que le hacen reír. Es en ese buceo cuando este lector ha encontrado los tesoros literarios que se esconden tras la parodia, las reflexiones de esa voz, trasunto del autor, capaz de afirmar: “La muerte es nada, carece de lógica y de planteamiento y de racionalidad, y para entenderla —para simular que se la entiende— sobran los responsos, las coronas de flores y los organistas.” (p. 64). O de hacer análisis sobre las relaciones familiares tan exquisitos como este:

“Cuando eres pequeño tienes un padre en casa —o fuera de casa— y acudes a él, a su voz, a su imagen, a la estatura que levantan sus dos piernas, y hasta te mides con ella. Pero esa silueta se desvanece cuando creces, porque tu padre ya no es tu padre sino alguien que está menguando, la tierra lo va absorbiendo por los tobillos, y cuando llega el momento de restablecer su verdadera dimensión —ni tan alta ni tan baja—, lo que sucede es que te quedas sin nada.” (p. 133)     

Me parece que tras la imaginación desbordante que sustenta el relato se esconde una representación de la vida del autor, de sus preocupaciones y sus vivencias, aunque de forma distorsionada; igual que lo que sucede en las narraciones de Kafka o Stanislaw Lem (a quien Valencia dedicara un monográfico en la revista Quimera hace ya tiempo). Tras la narración fantástica, Valencia está hablando de la realidad, de una realidad compleja y rica en matices. Por eso, no quiero cerrar este texto sin recomendarles que vayan a escucharle hablar en la presentación que hará de su novela el próximo 5 de junio en Barcelona, en la Central de Mallorca, con la participación del novelista Gonzalo Torné. O mucho me equivoco, o la voz del autor les absorberá como lo ha hecho conmigo la voz narradora de esta novela.

Delirio Naranja - Nagari Magazine

Delirio Naranja - Nagari Magazine



Esta es la historia de un delirio, un delirio naranja; el delirio que se desprende de esa obsesión rezuma ya en su portada, donde el cielo, pero sobre todo el título y las dos líneas continuas de la interminable carretera que se muestra a los ojos de la persona lectora son de un naranja fulgurante que daña la mirada, que te mete dentro del escrito desde ya. Después la página completamente naranja, que abre y cierra el hermoso ejemplar que configura Orange Road en texto y forma. Y más fotos de esa carretera que se dibuja en la lejanía del horizonte, esta vez en blanco y negro, y que informa de que la novela que estás leyendo es la ganadora del Premio Nacional de Novela Corta «Juan García Ponce» 2016. Así hasta la cita de Baudrillard y el inicio del texto, y todas esas multitudes diseñadas que acompañan las páginas, muy bien buscadas.

De la forma que envuelve el libro son culpables, Mauricio Bares, el editor de Nitro/Press, un sello radicado en CDMX, y en mayor medida la directora de arte del sello: Lilia Barajas. La novela es muy visual desde el comienzo: “Orange Road es recta, leí una vez, con un solo punto de fuga hacia el misterio” (p. 15). De ahí el acierto del equipo editorial al dotarla del soporte físico que más le conviene. Saber leer el texto y encontrar el diseño que lo acompañe no es obra fácil, y Barajas ha sabido entender el delirio que presenta el editor de una forma admirable. De todo lo que viene después es culpable Isaí Moreno. Y todo es una historia obsesiva en la que Luis, el narrador, abandona a su mujer y a su hijo para incorporarse a la secta religiosa que debe viajar a Orange Road, la carretera misteriosa, el espacio mítico del relato, en donde debe revelarse la verdad.

Para cohesionar al grupo, el líder echa mano del Éter, una sustancia psicotrópica inyectable que los fieles consumen con pasión, y que les permite superar las mayores dificultades, como la amputación de un brazo (p. 49), pero que también les ocasiona la mayor de las dependencias, de forma que, en su ausencia, cualquier estupidez se convierte en un obstáculo insalvable. Ese Éter forma parte del delirio que ronda en torno a la carretera naranja, así como los referentes a iconos clave de la sociedad estadounidense como el Yankee Stadium (p. 31), y que al final del texto se presentarán reveladores, estos sí.

El autor traza un paralelismo entre una distopía sobre el consumo a lo Mad Max, haciendo mención a las reservas de combustible (p. 21), incluyendo al Éter, pues no hay mayor consumidor que el drogodependiente; y una fábula con connotaciones místicas, con un lenguaje bíblico: “Transcurridos escasos días del recorrido nos acontecieron sucesos sin precedentes” (p. 43), nuevos números y nombres sagrados, y nuevos ritos de tránsito a la muerte (pp. 63 y 65), que es lo que le otorga verdadera originalidad al relato. La acción se desarrolla, en su mayor parte, en la zona desértica que antecede a la carretera protagonista, por cuanto me vienen a la cabeza autores como Cormac McCarthy, pero también Juan Rulfo.

Se me antoja una parábola de la inmigración, del tránsito hacia los imaginarios del capitalismo dejando atrás la vida pasada, en especial, porque finalmente se nos revela como una distopía no distópica. Me explicó. Toda distopía se proyecta hacia el futuro. Imagina como será ese futuro de forma pesimista. Pero Moreno, sabio conocedor del subgénero distópico, da un giro a la novela casi al final. Nos muestra que su fantasía se está proyectando hacia el pasado, hacia la irracionalidad y el fanatismo con los que hemos convivido durante los últimos años.

Mención especial supone el personaje de Luis, el narrador, muy bien trabado, con el que cerraré. En todo momento se nos presenta como el escribiente que debe relatar las maravillas que contempla el nuevo grupo de elegidos: “¡Saca pluma y papel, Luis, me pidió jubiloso, porque esto habrás de asentarlo para la eternidad!” (p, 70) Y aunque en un momento de la trama parece percibir el engaño en el que se encuentra inmerso, y que es capaz de narrar las escenas más escabrosas con la sobriedad de un forense (p. 86), su sutil cambio en el acto final lo muestra como un narrador delirante. La última pieza de un delirio magnífico.

jueves, 20 de junio de 2019

Paz, amor y lit - Suburbano

Paz, amor y lit - Suburbano


¿Puede un acontecimiento traumático ser el detonante de una carrera literaria? ¿Puede este suceso, claramente autobiográfico, servir de material novelístico? ¿Puede la narración de unas imágenes que aterrarían a cualquiera, de cuerpos muertos, con el olor de la muerte en el ambiente, que nadie desearía vivir, contarse de una manera eficiente y veraz y suponer la piedra de toque de un estilo incipiente? Este lector se para a reflexionar, y piensa en Primo Levi y en Imre Kertész, y el acicate literario que el Holocausto supuso para ellos, y opina que sí, que Ramón González (Daimiel, 1984), testigo del atentado perpetrado por un grupo terrorista en la sala Bataclán de París el 13 de noviembre de 2015, durante el concierto de Eagles of Death Metal, es bien capaz de iniciar su carrera publicada (que no literaria) con Paz, amor y death metal (Tusquets, 2018), con la narración de aquellos terribles hechos.

El autor empieza el relato in medias res, con los terroristas dentro de la sala y las balas silbando sobre su cabeza. Lo hace a partir de una descripción muy sobria y de un punto de vista autoficticio. No sé lo suficiente sobre la vida de González como para afirmarlo por su biografía. Pero sí se percibe que la compañera del protagonista: Paola, no coincide con la persona a la que está dedicada el libro: Mariana, que tampoco coincide con ninguno de los otros nombres que aparecen. Ahí es donde creo que entra lo autoficticio, en la conformación de los personajes que acompañan al narrador.

El texto se estructura a partir de la realidad, es decir, del atentado. El narrador no solo describe ese instante, también lo que sucede después de la tragedia, escenas si cabe más interesantes, porque nunca se narran, porque la literatura parece siempre fascinada con la culminación del dolor y no con el trauma silencioso que acompaña a los supervivientes. Es lo más valioso del libro, y la demostración de que la realidad construye estructuras narrativas distintas a las de la ficción, en cierto modo innovadoras.

Las reflexiones del narrador, como la que realiza en torno a la violencia en la página 57, no son nada del otro mundo. Sin embargo, es de la simple narración de los hechos de donde este lector extrae análisis e informaciones de mucho interés. Por ejemplo, entre las páginas 46 y 53 se desarrolla la escena en que el narrador ha logrado refugiarse en una habitación de Bataclán y se reencuentra con su novia. Uno de los momentos más significativos se muestra cuando los allí presentes se dan cuenta de que no tienen la misma información, que en función de las consultas con sus celulares el relato de los hechos no resulta igual. Es la demostración del solapamiento real-virtual en el que vivimos, una extensión de nuestra realidad física.

Después está la narración de los detalles, como la primera compra por internet de la pareja (p. 86), la primera vez que regresan a casa después de los hechos, que no dice nada y a la vez muestra el miedo sordo que atenaza a los protagonistas. Se trata de una estrategia muy efectiva para enfrentarnos a un escritor que empieza, y al que se debe otorgar cierta confianza, en especial, por los hechos que relata y que, más allá de los recursos autoficticios, ha vivido en carnes. Es más, la narración postraumática es muy contenida, muy precisa, excelente. Y se convierte en el motor del relato mediado el escrito. Si el narrador es capaz de contarlo, será capaz de superarlo. Ese trauma y el discurso que se construye de forma continua—frente a la policía, frente a los distintos psicólogos y psiquiatras, frente a los amigos, frente a la familia— es lo que estructura el escrito en la segunda parte. Es más, la formación discursiva que elabora frente a los terapeutas es lo que permite al narrador contar con precisión y una sencillez envidiable, para acabar cerrándolo desde la analogía que el recuerdo mental del trauma tiene con la literatura que planea por todo el texto: “¿Eso quiere decir que llegará un día en que mi recuerdo del Bataclán no será más que una ficción?” (p. 191). Ahí queda. Bienvenido a la literatura.

La literatura de los demás - Suburbano

La literatura de los demás - Suburbano



Quiero considerar la tercera novela de Miguel Ángel Hernández Navarro (Murcia, 1977): El dolor de los demás (Anagrama 2018), como la última entrega de una trilogía que se inicia con Intento de escapada (Anagrama 2013), la novela en que subyace una profunda crítica al mundo del arte y, más concretamente, a la personalidad y la obra del artista Santiago Sierra, y continúa con El instante de peligro (Anagrama 2015), finalista del premio Herralde de novela, en donde reflexiona sobre los límites entre el arte y la vida.

El mismo autor ha hablado en términos parecidos, como si El dolor de los demás representara el fin de un ciclo. Y bien parece que esta historia, un true crime en donde el mejor amigo del autor asesina a su hermana, se da a la fuga y luego se suicida, es la que le permite hablar desde la voz más cercana a sí mismo, la más íntima, después de haberse expresado a través de dos trasuntos, el de Marcos, el estudiante de Bellas Artes acomplejado de Intento de escapada, y el de Martín, el frustrado historiador del arte cuarentón de El instante de peligro. Para ello, Hernández utiliza una serie de estrategias brillantes: el uso de la segunda persona del singular para recuperar los recuerdos directamente relacionados con el día del crimen de una forma creíble y tomando cierta distancia con ese otro Miguel Ángel al mismo tiempo. A la vez, narra en presente y en primera persona el proceso de recopilación de datos y redacción de la novela desde el momento en que empieza a pergeñar el relato, tras una conversación con el también escritor Sergio del Molino, intercalándolo con otros recuerdos anteriores, describiendo su relación con Nicolás, su amigo, el homicida, con las familias de ambos, y con las personas de la huerta de Murcia con las que se relacionaba, como la Julia.

Hernández combina la estructura de thriller de un episodio sacado de la crónica de sucesos con la narrativa de la memoria. En realidad, el autor utiliza la caja negra de la mente del asesino para explicarse. Es el homicidio lo que recorta su perfil personal contra el horizonte de la realidad. La estrategia se revela sin ambages cuando el autor recupera unas imágenes muy importantes para él: la entrevista que le hizo un periodista de la televisión de Murcia el mismo día de los hechos por ser el mejor amigo del asesino. La narración de esa escena es el Rubicón que cruza el narrador para acabar resolviendo el texto en la figura de la víctima: la Rosi.

Es entonces cuando se ve cerca de la Julia, su vecina, su segunda madre, después de haber transitado la piel autoficticia del joven estudiante enamorado de su profesora y fascinado con la sacralidad del arte, que saltan por los aires a mitad de la narración, y del investigador extranjero que ingresa en un instituto de investigación cargado de cinismo para volver a reencontrarse con el arte, con la creación, a partir del recuerdo de su amante muerta y de su relación con la artista residente en el instituto. Además, para obtener el clímax, Hernández Navarro echa mano de una escena muy alejada de la heteronormatividad machista de los protagonistas masculinos que pueblan la literatura española reciente (El instante de peligro, pp. 205-206). Martín, que podría haber sido uno más de los machos dominantes fascinados por la atracción irresistible y el sexo fácil, se convierte en una figura mucho más compleja por su experiencia con la su sexualidad y, por la identidad que surge de ahí.

El de Miguel Ángel Hernández es un proyecto muy trabajado. En el fondo, siempre escribe en torno al mismo tema: la representación del dolor y cómo somos capaces de empatizar con él (Intento de escapada, p. 24). Pero para hacer suyo el tema necesita construir un nuevo lenguaje (“A veces siento que al nombrar las cosas con su término exacto la realidad se vuelve más cercana, menos confusa [El instante de peligro, p. 111]), que le obliga a un proceso. Así, deconstruye el arte como ideal para encontrar la parte de su esencia con la que realmente se alinea (“El arte volvió a poseerme. Es curioso que para hacerlo hubiera tenido que transformarse en vida” [El instante de peligro, p. 167]), para acabar escribiendo su obra más exigente, la que lo apela (“La única historia verdadera es la que nos abrasa, la que nos habla, la que nos alude” [El instante de peligro, p. 192]), con unos presupuestos renovados, con un lenguaje nuevo, directo, alejado de la voz más académica que preside sus dos primeros trabajos (porque “[e]l lenguaje cambia. Y con él el tratamiento de la actualidad. Y también la producción y reproducción de la realidad” [El dolor de los demás, p. 139]). A través de la lectura de los 3 libros se observa que, en este proceso de crecimiento, es muy consciente de sus limitaciones y sus posibilidades, que han crecido exponencialmente con cada entrega. Si su primera novela es un relato cerrado, con un prólogo y un epílogo que nos avisan del ejercicio autoficticio, en la segunda experimenta la voz de la confesión a una Sophie ficticia (El instante de peligro, p. 15), a la que dirige la narración en todo momento. La tercera, el motivo principal de estas letras, es un escrito en carne viva en donde Hernández se enfrenta con su pasado y su desarraigo. Es un proceso lento desde la autoficción hasta el relato autobiográfico. El autor ha requerido de tres pasos para acceder a una literatura más personal: la literatura de los demás, del dolor de los demás. La arquitectura literaria y los recursos de los que ha hecho gala para llegar hasta allí merecen el aplauso decidido de este lector.

sábado, 6 de abril de 2019

La vida en tercera persona - Suburbano

La vida en tercera persona - Suburbano



La literatura es siempre una pulsión. Pero dentro de todas las corrientes que pretenden gobernar esa pulsión, no queda nada claro por qué una persona empieza a escribir sobre su vida, se utiliza a sí misma como objeto narrativo. Ese viaje maravilloso en submarino hasta las entrañas de la identidad, de difícil explicación, es el que están sustentando toda esta serie de narrativas del yo.

John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940), premio Nobel de literatura, en 2003, con una decena de ensayos y más de 10 novelas a sus espaldas, algunas con el reconocimiento unánime de crítica y público, como Desgracia (1999), no lo necesitaba. Y, sin embargo, se puso a escribir sobre su existencia. Lo hizo en 3 volúmenes: Infancia (1997), Juventud (2002) y Verano (2009). Lo hizo, también, alejándose del yo narrativo. Los dos primeros libros están escritos en tercera persona. El último riza el rizo: un biógrafo académico del autor se entrevistas con las personas que, al parecer, marcaron su vida. Toma notas y a partir de ahí transcribe sus testimonios. Agárrense, en toda la tercera narración: ¡el autor está muerto! Literal, no en el sentido de Roland Barthes.

De todos los escritores contemporáneos, Coetzee es quizá el que con más crudeza disecciona los sentimientos, los anhelos y las contradicciones humanas, además de hacer uso de un fino análisis intelectual de la realidad. Basta con leer Hombre lento (2005). En la narración novelada de sus memorias tampoco hace concesiones, esta vez consigo mismo. De ahí la razón de sus recursos. Con la tercera persona logra llegar a unos niveles de autocrítica a los que pocos escritores serían capaces de llegar. Y con los múltiples narradores de su última entrega, se distancia por completo de sí mismo. Es más fiero que Per Olov Enquist, también tratado en esta serie, que utiliza el mismo recurso narrativo, y mucho más incisivo.

En el primer volumen, el tratamiento del niño que ignora a su padre y ama a su madre, pero no puede demostrárselo por esa sociedad machista en la que vive es conmovedor por lo de terrible que se oculta tras las palabras de ese narrador distante. De la misma forma, la dictadura infantil que imponen los afrikaners en el colegio se muestra como una suerte de dominación cultural racista y cruel. El autor pertenece a ese grupo étnico por parte de padre, aunque este ha luchado en la gran guerra al lado de los ingleses. Pero a la hora de definir su religión se equivoca y se menciona católico. Es entonces cuando sufre en carnes la persecución que los protestantes de origen neerlandés ejercen sobre judíos y católicos. También se lee la mirada curiosa, inquisitiva, afectuosa hasta cierto punto del niño Coetzee por la gran comunidad sudafricana: los africanos de origen, los negros (pp. 93 y 101), tan maltratados en aquellas tierras. A grandes rasgos, esas son las tramas del primer volumen, junto con el descubrimiento de la lectura (de Enid Blyton a los clásicos) y la tensión entre la vida en el campo y en la ciudad, a la que regresan los Coetzee para que el padre intente una carrera de abogado en solitario y fracase estrepitosamente. Con ese fracaso se cierra la primera narración.

La segunda: Juventud, se inicia de nuevo en Sudáfrica. Pero enseguida cambia el foco de la acción a Londres. Las ansias por convertirse en un bohemio (pp. 10-11), un poeta, son el motor que lleva al joven Coetzee a dejar su país y embarcarse en la aventura europea. No es para nada lo que él esperaba. Se convierte en un eficiente y aburrido programador informático que trabaja primero para IBM y después para la más flexible empresa que colabora con el Ministerio de Defensa británico, mientras realiza un doctorado para la Universidad de Ciudad del Cabo sobre Ford Madox Ford y es incapaz de poner en limpio su vida sentimental (pp. 66-70). Aquí reaparecen sus filias por los rusos y sus fobias por los ingleses en plena crisis de los misiles de Cuba (p. 84), además del cricket, omnipresente en la primera parte de su vida. Aunque esta es la historia de formación del joven Coetzee como escritor en un mundo cambiante y revolucionario, como es el de la década de 1960, y aunque la tensión entre el matemático que deja de serlo y el poeta que se transforma en narrador es tema de máximo interés para mí por mi mochila personal, este es el volumen que menos me ha interesado; tal vez porque se fundamenta en un estilo triste y notarial que no es el que suelo esperar de este viejo escrito sudafricano, ahora australiano, y que tanto admiro, no solo por su escritura y su altura intelectual, también por su honestidad, que tal vez esté detrás de sus decisiones artísticas aquí también.

Y llegamos así al castillo de fuegos de artificio que supone la última de las tres entregas: Verano. El relato de la amante judía casada con un importante hombre de negocios del que se libera con Coetzee como sujeto interpuesto, de la tía cariñosa que trata a ese miembro especial de la familia, de la madre brasileña de una joven alumna del profesor Coetzee, de dos antiguo colegas del autor, un hombre y una mujer, que lo conocieron en circunstancias diferentes, junto con una amalgama de notas y fragmentos confusos que inician y cierran el relato. Voces de otros para componerse a uno mismo, en sintonía con la construcción de personajes que realiza Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Todo compuesto por un biógrafo con veleidades artísticas que hace ejercicios de composición. Pero que, con todo, acaba armando un retrato vital del Coetzee adulto muy veraz.

sábado, 2 de marzo de 2019

Las clavículas de las niñas prodigio - Suburbano

Las clavículas de las niñas prodigio - Suburbano



En la última entrada hablaba de la literatura del yo desde una perspectiva femenina. Lo hacía a partir de la autora que más espacio ha ocupado en el ámbito internacional reciente. Pero no puedo obviar la transformación que la sociedad española ha experimentado en los últimos tiempos con la mujer en el centro, también en el ámbito de la literatura, mucho más en la del yo.

Es larga la tradición literaria feminista hispana, en especial en su rama latinoamericana. Pero he querido centrarme en la literatura española peninsular por el impulso social que ha tomado allí el discurso feminista, hasta el punto de convocar manifestaciones multitudinarias el pasado 8 de marzo, y generar movimientos de ultraderecha dispuestos a enfrentar sus tesis, como Vox.

Para mi texto de hoy he elegido dos novelas recientes, muestras del signo de los tiempos. La primera es una joven promesa, Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), contrastada periodista que debutó literariamente con Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017), una autoficción en la que sintetiza su existencia. La segunda es una solvente escritora que se ha convertido en una de las voces de referencia en la literatura española: Marta Sanz (Madrid, 1967). Sanz suele trabajar la crítica social desde la hibridación de géneros. Ha practicado la novela negra y el relato de época. Pero en Clavícula (Anagrama, 2017) se enfrenta de manera explícita con su autobiografía, con su enfermedad y con su condición de mujer.

La primera de las dos novelas es un arrebato de visceralidad. Urraca nos introduce en una infancia a la par traumática y fascinada por los traumas. Por la violencia mental de los niños (“Cuchillitos” [p. 71]). Por la emergencia de una sexualidad siniestra. Por la relación con Chori, ese chico gallego con el que se cartea. Y, sobre todo, por su amor a Henri, un amigo vasco-francés de los padres que vive con ellos en la isla (Tenerife), en una narración donde los límites entre la sexualidad y el tabú quedan borrosos. Lo hace desde el cortijo semiabandonado en el que se ha recluido para escribir la narradora. Las letras que surgen de esas muñecas, plasmadas sobre un teclado que se alimenta como puede de la electricidad que llega, están impregnadas por esa infancia y por un sentimiento ambivalente: el deseo y el rechazo a la maternidad, que se plasma desde el inicio, cuando la narradora asiste a un parto (p. 9). Ese recorrido femenino ,desde la infancia hasta la edad adulta, pasando por los episodios en la pubertad, la narradora lo traza con el tono del terror, con el amenazante aliento de la sangre menstrual de las vírgenes, con la mirada del sadismo, con una combinación entre el testimonio y la extrañeza, y con un estilo brillante. Se trata de un ejercicio de empoderamiento de la autora después de que la narradora nos haya mostrado a personajes como Sara (p. 114), siempre a manos de las decisiones de los hombres. Solo al final se me hace un poco largo un libro que he leído con intensidad. Y después de reflexionar sobre su ambición, que no es poca, pues pretende sintetizar ese manojo de nervios, sentimientos, deseos y frustraciones que es una persona, me pregunto cuál será la próxima obra de la autora tras haber dejado el listón tan alto.

Clavícula es un escrito muy diferente. La narradora levanta acta de una parte muy especial de la intimidad: las dolencias, la enfermedad. Lo hace de una forma tan desgarrada que me recuerda a Stendhal. La suya es una declaración “en carne viva” (p. 50), que por momentos le hace sentirse culpable, como sucede cuando una narración habla sin pudor de personas vivas, en la que intercala otros textos, en su mayoría extraídos de experiencias viajeras. La narradora se siente la única culpable, una privilegiada que es infeliz. Suerte de su esposo, que es el bastón en el que se apoya la enferma para seguir caminando hasta el cierre del libro, cuando en la mención a los padres emerge, sutil, la figura del marido (p. 201); porque los médicos que se representan en el texto no parecen ser un alivio. También hay espacio para la identificación con los obreros que es una constante en su obra  (p. 22). Pero, especialmente, la hay con todas aquellas mujeres que sufren, con todas aquellas mujeres que enferman, con todas las mujeres que se enfrentan con la humillación de sus médicos, no importa el sexo de estos. Se encara, en definitiva, al patriarcado desde la enfermedad (p. 98). De ahí la mención a Elvira Navarro y su novela: La trabajadora (p. 35). La voz narradora ataca el escrito desde la experimentación, poniendo hincapié en que no va a hacer uso de las estructuras del suspense (pp. 164-165); solo que no entiendo que entonces requiera mentar al lugar manido que es la autoficción al inicio del libro (“Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado [p. 11]). En cierta forma, estas letras son un reencuentro: el reencuentro con la persona que conocí para una entrevista que salió publicada en Quimera. Acababa de publicar Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013). Yo llegué como todo entrevistador que se precie, con algunas preguntas punzantes camufladas en una serie de interrogaciones reflexivas. Ella desmontó mi leve campo de minas con una inteligencia y una sutileza apabullantes. Fue entonces cuando mis sentidos se abrieron a la persona que tenía delante. Me había documentado para ese encuentro no solo con escritos, también había consultado las imágenes de la autora. La persona que hablaba delante mío con esa increíble perspicacia aparecía muy desmejorada. Se trataba de una autora que se consumía por su literatura, por hacer de su literatura un ejercicio de excelencia. Pues bien, Clavícula es el documento que certifica ese sufrir. En definitiva, y a modo de conclusión, el feminismo está ofreciendo en España buenas semillas para las persona lectoras. He aquí dos buenos ejemplos.

sábado, 2 de febrero de 2019

Periferia redentora - Nagari Magazine

Periferia redentora - Nagari Magazine


El territorio desde el que se decide narrar es uno de los elementos básicos de la propuesta de cada escritor. En la literatura argentina esa es una elección fundamental. Si Jorge Luis Borges escribe desde esa Pampa imaginaria o desde ese Buenos Aires lunfardo también imaginario, Julio Cortázar lo hace desde su Paris, Ricardo Piglia desde Entre Ríos y César Aira desde el bar que frecuenta a diario durante una hora.

Matias Crowder (La Plata, 1973) escribe desde un territorio distinto al de la mayor parte de los escritores argentinos contemporáneos. Ahí reside su originalidad, periférica también en lo vital (el autor lleva años afincado en Girona). Crowder opera siempre con una lógica parecida en su construcción literaria. Busca un territorio mítico y, desde ahí, narra una historia polémica. Siempre se trata de un territorio periférico, ajeno a los centros de la cultura de su país de nacimiento, en buena medida, emparentado con el Entre Ríos de Piglia. Eso le permite explorar regiones dolorosas y conflictivas de la reciente historia argentina. Si en La duna, su anterior novela publicada en España, situada cronológicamente durante la Campaña del Desierto, se enfrentaba con el genocidio que sufrieron los indígenas argentinos, por culpa de las políticas eugenésicas de Domingo Sarmiento y al afán expansionista del general Julio Argentino Roca, en Los jueves de redención (La discreta, 2018) se atreve con el drama de los desaparecidos, que golpeó a la sociedad argentina en la década de 1970, durante la dictadura militar. Concretamente, se enfrenta con los asesinatos cometidos por los militares cuando dejaban caer a los presos políticos desde aviones en vuelo.

Para ello, se “inventa” el territorio en el que caen esos cuerpos desde el cielo, los llovidos en la novela. Es un territorio que ya existe: el Delta del Paraná, precisamente, en la provincia de Entre Ríos; y dentro del Delta, construye el territorio imaginario de Los Álamos, el pueblo al que pertenecen los protagonistas. Se trata de gente de procedencias diversas: huidos de la gran ciudad, nacidos allí que viven del contrabando, traficantes de droga que trabajan con los jóvenes hippies que vienen de Buenos Aires en busca de fiesta, que en sus tránsitos por el Delta empiezan a tropezarse con unos cuerpos caídos del cielo, maniatados (p. 54), ya muertos, que los horrorizan pese a tratarse de tipos curtidos. La trama se trastoca con el encuentro de un caído vivo que el narrador, Abelino, por entonces un niño, ha visto ya en sueños; un elemento onírico que conecta a Crowder con el realismo mágico, como ya sucedía en La duna. Así es como entra Guillermo Argüello en la narración. Cuando salva la vida del hijo de Ana Prado, se convierte en un ser mitológico: El Llovido. Será el desencadenante de la detención de La Flaca y de Abelino por los celos que provoca en Moreno, que colabora con los militares. Es la hora más oscura del relato. Pero la figura de Guillermo también aparecerá en la venganza poética que cierra la historia, desde la que se opera la redención.

Uno de los elementos que determinan ese espacio es el lenguaje coloquial, bien matizado por el autor en una novela donde prima lo oral. Otro nada despreciable es el uso que se realiza de la cultura popular en la narración, junto a los mensajes institucionales de la Junta Militar (p. 140). Esas citas de artistas televisivos de la época y, sobre todo, del Mundial de 1978, marcan el carácter periférico del Delta, donde la producción cultural viene de un lugar ajeno y se recibe con aparatos (televisores, radios) en un lugar tan cercano a la naturaleza. A modo de ejemplo, la cita de “Pepe Galleta, el único guapo en camiseta, de Canal 13” (p. 112).


La novela está escrita como una crónica. Abelino nos va contado la historia a partir de las cintas grabadas que conserva, las entrevistas que realiza con distintos testigos con los que ha ido contactando durante su investigación, el diario de Guillermo y sus recuerdos. Se trata de un ejercicio complejo y trabajoso, estructurado desde la oralidad de las voces que concurren, que conlleva un notable esfuerzo, lo que a veces dificulta la lectura, porque es mucha la información y muchas las voces que se comprimen en cada capítulo. Pero esa dificultad no apantalla la realidad de la obra. Se trata de una novela que te golpea, tanto por la forma como por el contenido.

miércoles, 2 de enero de 2019

Una historia visionaria - Nagari Magazine

Una historia visionaria - Nagari Magazine



Un desagradable desengaño reciente me llevó, por suerte, hasta las páginas de Berlín-Barcelona Kabarett, la primera novela de Juan José Rastrollo (Elche, 1968). Así es la vida, caótica; un mal recuerdo te puede dirigir a una buena experiencia. Tal fue la lectura. Allí me reencontré con la buena literatura, de léxico abundante y sintaxis compleja, articulada en frases como: “De puntillas, volvió al camerino y ahogó el rubor de su desnudez en una bata de seda adamascada que le ofrecía una corista.” (p. 69) También me topé con una proposición literaria que apuesta por la experimentación junto con la inteligibilidad y la documentación rigurosa. Una delicia, créanme.

De todos los recursos del autor, me gustaría destacar ese uso de la experimentación a partir de una estrategia muy sencilla: el diario de notas de Barroso, en el que apunta los temas y los posibles recursos con que enfrentarlos de una forma que juega con la sintaxis, la tipografía y la disposición de la página, como se observa por primera vez en p. 64. También quiero hacer mención a las excelentes reflexiones del buen lector que es Rastrollo (pp. 84-85), que abruma con su erudición literaria, tanto de las tradiciones germánicas como de las hispanas.

El libro narra una historia dantesca, producto del aprendizaje de Rastrollo al lado del poeta y académico José María Micó. Delfín Barroso, un seminarista en ciernes, ve desfallecer su vocación religiosa frente a sus intereses literarios y realiza una escapada relámpago a Berlín. Allí conoce a una hermosa artista de cabaret: Úrsula, y a su novio ruso: Gávril. Con ambos inicia una relación multisexual que le provocará serias dudas identitarias. También comienza el diario que leemos, recopilado por otra voz mediante la técnica del manuscrito encontrado.

Estamos en el verano de 1931; así que Alemania está inmersa en la República de Weimar, contemplando el ascenso endiablado del nacionalsocialismo, y en España acaba de caer la monarquía. Rastrollo, gran conocedor de la cultura de cabaret y amante de aquel Berlín histórico, disecciona esa época con una notable carga de autoconciencia (pp. 146-147) y profusa documentación, apabullante por momentos: todo el malestar sociopolítico de la Alemania de Weimar, y también el ambiente variopinto de los cabarets de aquel Berlín. Pero quizás lo que más impresiona es el retorno de Delfín a Barcelona, son las narraciones de la declaración de la República Catalana por parte de Lluís Companys. Toda esa parte Impresiona por los paralelismos con los hechos vividos en otoño de 2017. Teniendo en cuenta que esta novela gana la IIª Edición del Premio Literario Miguel de Unamuno en el verano del mismo año, oraciones como: “¿Hay algo menos revolucionario que leer al pueblo un discurso ajeno, redactado a vuela pluma desde el balcón de las instituciones?” (p. 137) se antojan reveladoras. Aunque a mi entender, el autor no llegue a resolver la complejidad del conflicto político que plantea, se trata de un relato histórico que se convierte en visionario, y que contrasta con la versión idealizada y mestiza que tiene Barroso de la Ciudad Condal, y que quiero creer que coincide con la mirada del autor. No es otra sino esta:

Disfrazado de figurín, emprendo un camino de perdición a través de un periplo de ramblas que va de la llamada de los Pájaros, a la de las Flores, a la del Liceo, hasta llegar a la de los Capuchinos de Santa Mónica, centro neurálgico del pecado y del tráfago de cuerpos. […] En ella anidan todos los bares, music halls, dancings, cafés-cantante y cabarets golfos de la ciudad. […] Es ése el hábitat de la Barcelona plural y mestiza que me atrae. Ese fruto de intercambios y ósmosis de la clientela bohemia, literaria, burguesa, obrera y canalla. De la convivencia fecunda entre mujeres y hombres llegados de mundos diversos con sus ropas raídas y el orgulloso tizne roñoso de su piel ocupando espacios compartidos, democráticos y plurales (p. 121).

domingo, 2 de diciembre de 2018

El hombre de la mirada lúdica - Nagari Magazine

El hombre de la mirada lúdica - Nagari Magazine



En un comentario crítico de la anterior novela del autor: Los últimos días de Roger Lobus, Robert Juan-Cantavella, uno de los dos presentadores de su último libro en Barcelona, en la librería Calders, apuntaba al hecho de que, a la longeva tradición de la literatura del padre, Óscar Gual (Almazora, 1976) incorporaba el humor. Pues bien, el humor sigue siendo una marca de la casa del autor. En este caso, en El hombre de la mirada de piedra (Aristas Martínez, 2018), el humor y la ironía permiten vertebrar escenas de acción que parecen extraídas de un videojuego y que acaban siendo eso, la parodia de unos personajes que pretenden ser héroes frente a la pantalla de televisión con sus mandos respectivos: “Por eso aquí seguimos, suspendidos, sin mover un dedo para no quebrar este frágil y reconfortante equilibrio. Esperando que llegue aquello que no queremos que llegue nunca. Un lienzo costumbrista: familia cualquiera frente al televisor cualquier noche en cualquier salón de cualquier ciudad que no sea esta.” (p. 42)

El autor utiliza, por tanto, una mirada lúdica para desarrollar temas de profundo calado. Lo cierto es que hay mucho de gamificación en el libro. La novela intenta reconstruir la biografía de un extraño personaje: Drákos Vasiliás, aka “El Chema”, aka Josep María Milhomes. Se trata de un tipo que sufre el Síndrome del Savant, lo que le permite traducir la realidad a relaciones matemáticas y, a partir de ahí, convertir sus habilidades en ingentes beneficios para las corporaciones para las que trabaja, como Pareidolia, el gigante financiero. Como no podría ser de otra forma, los orígenes de ese oscuro Drákos tienen lugar en Sierpe, el territorio imaginario en el que se desarrollan todas las novelas del autor. El narrador los cuenta a partir del fulgurante ascenso, las esperpénticas andanzas, de corte nítidamente berlanguiano, pero también mediante los juegos de estrategia y el clásico: El arte de la guerra, para llegar a la posterior desaparición del trepa Milhomes. Esta estrategia no es gratuita, o no solo está diseñada para que el autor vuelva a su territorio imaginario y utilice escenas lúdicas. La trama de Gual nos señala que todo el desmadre que ha tenido lugar en las últimas décadas con la economía no es global más que en sus consecuencias. Tiene unas raíces locales que son las que engendran todo el caos y el dolor posteriores.

El libro está dominado por un argumento de ciencia ficción, el de la capacidad de entender la realidad desde parámetros matemáticos, que casa muy bien con la profesión de informático del autor, y con los juicios socioeconómicos que realiza. Pero es algo más que una novela de ciencia ficción. La caótica investigación en busca de la narrativa que compone la figura de Drákos es más sutil, con la gestión de notables cantidades de datos y fragmentos inconexos, de la que puede llegar a dudar el lector como lo hace el narrador: “ante situaciones imposibles de encajar, para las cuales no tenemos referencias establecidas, pensamos que estamos pasando algo por alto. Porque no disponemos de un relato bajo el cual guarecernos. Cuando puede que sea justo lo contrario. Cuando, quizá, nuestra querencia por la narratividad se haya convertido en un obstáculo.” (p. 210) Gual se está cuestionando la capacidad de narrar. Me recuerda a Joel, el investigador robótico protagonista de la primera novela del autor: Cut & Roll. Sin embargo, a diferencia de esta última, en El hombre de la mirada de piedra lo que prima en el narrador es la necesidad de contar una historia.

lunes, 19 de noviembre de 2018

El diario de las noticias falsas - Nagari Magazine

El diario de las noticias falsas - Nagari Magazine


Las noticias falsas, los noticiarios elaborados a la medida del que los encarga, no son cosa solo de nuestros días ni del ínclito Donald Trump. Forman parte de un hilo de conexiones guadianescas que van apareciendo en la historia cultural. Esa es la realidad que lleva a Luis Alejandro Ordóñez a perseguir una obsesión que le ronda desde que lee una anécdota en El año de la muerte de Ricardo Reis, la novela de José Saramago, y, como buen narrador y buen periodista, necesita saber más de esa historia, como el yonqui necesita cada vez más de la droga que le permite tener un motivo para vivir.

Y Ordóñez se adentra en la anécdota: el New York Times que John D, Rockefeller (1839-1937) se hacía confeccionar cada día, publicado solo con buenas noticias. Y trata de reconstruir la historia, no solo de ese diario de encargo, también de cómo llega la noticia a Portugal con motivo de la muerte del millonario y cómo le alcanza a Saramago, que era un adolescente cuando murió Rockefeller. Y se sumerge en la historia. Y deja volar su imaginación y reconstruye el caso de la recepción de la increíble, la absurda noticia del multimillonario norteamericano que se hace confeccionar tan excéntrica publicación. Y construye una historia que ubica a un joven periodista con ínfulas literarias tras la pista de esa noticia y en competición con las otras cabeceras lisboetas, en un entorno aderezado por Ricardo Reis heterónimo del no mucho antes fallecido Fernando Pessoa, también citado. Y va más allá y se imagina al redactor de esa publicación de encargo, que no puede ser otra cosa sino un escritor, un narrador de historias que por la fortuna de conocer al viejo Rockefeller consigue darle un giro a su destino y dejar su trabajo en la construcción para dedicarse al sustento de la pluma, aunque sea inventando las noticias que transmite a su benefactor a través de ese periódico tan personal, ese diario hecho a medida. Y por eso, ante la noticia de la muerte del viejo Rockefeller, el narrador se imagina a Benjamin, que es el nombre que Ordóñez ha decidido para ese autor desconocido que obró el milagro de transformar las noticias con su inventiva, confeccionando su último ejemplar de encargo, que es el que descubrirá la prensa lisboeta y, más tarde, Saramago e incluso Juan Carlos Onetti o Juan Gabriel Vásquez. Y se entiende que Benjamin quiera entregar su último ejemplar y para ello vaya tras la tumba en la que está enterrado el millonario.

Y todo lo que buenamente les he intentado resumir, lo narra Ordóñez con la prosa directa y efectiva de un buen narrador y un buen periodista: “Al menos la foto era lo suficientemente grande como para mostrar al anciano en toda su dignidad. El hombre que quería vivir 100 años y que regaló casi toda su fortuna a la caridad. Qué mal gusto, no mencionar eso y en cambio tildarlo apenas de «Rey del petróleo»” (p. 52).

A veces el texto crece con la ayuda de internet (p. 110), otras del archivo y, las más, de la imaginación. A través esos tres vectores, hace reflexionar a este lector sobre la naturaleza de las noticias falsas tan de nuestros días, aunque Ordóñez le deje claro que no son solo de estos días, dejándole un buen sabor de boca al finalizar el texto. Así que lean El último New York Times. No les decepcionará.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

La memoria durmiente de Modiano - Suburbano

La memoria durmiente de Modiano - Suburbano



Qué duda cabe que la literatura del yo va a estar notablemente dirigida por la memoria en buena parte de los escritores que la practican. Es el caso de muchos de los autores tratados aquí: Thomas Bernhard, Philip Roth, Karl Ove Knausgård, Javier Marías, Manuel Vilas. Pero en los últimos años el autor que ha destacado como un constructor sin paragón en la investigación de la memoria para la escritura es Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), premio Nobel de literatura en 2014 y novelista de larga producción.

La de Modiano es una memoria confusa, que se ambienta en París y se inicia en una época fundacional que el autor es incapaz de recordar: la ocupación alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. En ese período ominoso de la historia francesa es cuando se conocen el padre de Modiano, un judío de origen italiano cuya familia había emigrado a Francia, y la artista belga Luisa Colpeyn. Es más que evidente que la pareja tuvo que esconderse de los ocupantes. En esa tensión fue engendrado el niño Patrick y sus tres primeros libros hablan de la ocupación como el lugar donde se engendra al autor y su mito de origen: El lugar de la estrella (1968), La ronda de noche (1969) y Los bulevares periféricos (1972). Aunque el autor se distanciará en parte de esa temática en sus siguientes trabajos, en muchas ocasiones volverá a ese espacio temporal, mítico para él, dado que inicia una larga etapa en la que el centro de su producción es la familia y donde abundan los relatos autobiográficos. No en vano, hay otro suceso en la vida de Modiano que lo determinará por completo y, por consiguiente, a su obra: la muerte de su hermano Rudy, dos años más joven que él, fallecido en 1957. A él es a quien dedicará toda su producción literaria.

De esta etapa, la de mayor interés para esta serie, destacan Libro de familia (1977), Más allá del olvido (1996) y Un pedigree (2004), y la obsesión por recuperar la elusiva figura paterna, aquel judío siempre inmerso en negocios extraños, con personajes extraños, como al inicio de Recuerdos durmientes (2017), su primera novela después de la consecución del Nobel, recientemente aparecida en castellano en Anagrama, con excelente acogida.

La novela podría considerarse el prototipo de las composiciones de Modiano en su exploración de la memoria familiar. En extrañas circunstancias, el autor, que escribe en primera persona, conoce a una mujer misteriosa y, por los breves rasgos que matiza y las efímeras descripciones, la persona lectora advierte que es atractiva, si bien no queda claro que esa atracción se deba a ese halo misterioso que la envuelve. En Recuerdos durmientes, es Mireille Urúsov, la hija de un enigmático empresario ruso amigo de su padre, quien le lleva hasta la Sra. Hubersen. Entonces aparece el conflicto, que en Modiano siempre es noir o tiene matices noir: un hurto, una fuga, una muerte. Se trasmite muy poca información del hecho, lo que rodea a la trama de enigmas. En este caso se trata de un asesinato. Ludo F., otro opaco personaje de los muchos que pueblan las páginas escritas por el narrador francés, ha aparecido muerto en extrañas circunstancias. Todas las sospechas apuntan hacia la Sra. Hubersen, y es con ella con quien el autor se mantiene en perpetuo contacto hasta el desenlace que, como resulta lógico, no revelaré.

Se trata de textos metarreferenciales donde Modiano reflexiona sobre el proceso de construcción de la memoria: “Intento ordenar los recuerdos. Cada uno es la pieza de un puzle, pero faltan muchos, así que la mayoría se quedan aislados. A veces, consigo juntar tres o cuatro, pero no más. Entonces anoto retazos que vuelven en desorden, listas de nombres o de frases muy breves.” (Recuerdos durmientes, p. 56)

Uno de los elementos que más me gustan de las novelas de la memoria de Modiano son los reencuentros. Aproximadamente en el tercio final de muchas de sus novelas existe un salto en el tiempo. El autor no nos traslada ni al pasado remoto que nos ha contado, ni al presente desde el que escribe, sino a un punto intermedio, en la década de 1990 o 10 años después de los sucesos, como ocurre en Recuerdos durmientes, y mediante un elemento narrativo realmente brillante: la misma maleta que el autor había llevado a su amiga, que vuelve a sus manos 10 años más tarde, en el reencuentro fortuito. En ese espacio temporal intermedio, narrador y personaje tratan de reconstruir una parte de ese relato, sin éxito porque el tiempo ha borrado la memoria y queda el autor solo dispuesto a tener que avanzar hasta el final con apenas unos pocos asideros escondidos en su mente. Esa recuperación de lo vivido desde el yo es el reto literario que Modiano ha resuelto con gran brillantez en la abrumadora extensión de su obra.

martes, 4 de septiembre de 2018

La red de todos - Nagari Magazine

La red de todos - Nagari Magazine



Hoy he dejado la literatura a un lado y he sacado al teórico que también llevo dentro para hablar de redes, comunicación y cultura digital. A fin de cuentas, tengo un doctorado en estudios culturales con mucha tinta dedicada a la cultura digital española; así que no me vendrá mal reflexionar sobre el último libro de Javier López Menacho: SOS. 25 casos para superar una crisis de reputación digital.

¿Por qué?
Porque se trata de un libro ameno a la par que profundiza en la realidad social de las redes digitales y la sociedad que subyace a ellas, además de estar avalado por el sello editorial de la UOC, siempre prestigioso en este tipo de contenidos.

¿Pero quién es ese tal Javier López Menacho para hablar de redes sociales y reputación digital?
Pues, además de ser un reconocido escritor nacido en Jerez de la Frontera en 1982, con varios títulos y premios literarios en su haber, de los que destaca el libro de crónicas Yo, precario (Libros del Lince, 2013), ha colaborado en medios como La Marea, CTXT o Qué leer. Además, codirige el medio digital La Réplica: Periodismo incómodo. También se desempeña como Community Manager.

¿Eso qué significa?
Que, por una parte, es un autor capaz de desarrollar un estilo ágil, claro y ameno, que engarza frases como “Poco deja poso, y el poso que deja es poco” (p. 13); y, por la otra, su experiencia en los medios y como profesional digital le permite analizar los casos que presenta de una forma amplia, que ameniza con unos gráficos personalizados.

¿Y de qué trata el libro?
Pues, a través de 25 casos en que diferentes personas y empresas sufrieron distintas crisis de reputación digital, López Menacho describe lo que sucedió y cómo reaccionaron los implicados. La tesis general, tal como explicita el autor en el prólogo, consiste en “reflexionar sobre el ámbito digital y las repercusiones sociales y económicas que genera intervenir en el mismo.” (p. 18) López Menacho aboga por una sociedad regida por valores solidarios, que rechaza mensamente economicistas. Y la verdad es que se extrae una idea global de lo que ha sido la red en estos últimos años. A partir de ahí, el autor reflexiona sobre la forma en que hubiera debido reaccionar un profesional de la comunicación digital en cada caso, y expone lo que para él resulta la clave de cada uno de estos casos prácticos. Un experto en marketing digital debería leer todos los ejemplos que aparecen. Yo no lo soy, y puedo permitirme elegir los que me parecen más impactantes para este análisis. Por ejemplo, el Celebgate, el caso del robo de imágenes privadas que sufrió Apple y que afectó a actrices famosas como Emma Watson o Becca Tobin.

¿Y qué otros casos figuran?
Pues muchos y variados. Algunos los desconocía por completo, y que visibilizan los valores de la franja más joven de la sociedad y sus hábitos de consumo, como en el caso de Dave Carroll con United Airlines, compañía que le rompió la guitarra e ignoró sus reclamaciones, uno de los que más me han gustado, lo que muestra mi desconocimiento de algunos fenómenos que han tenido lugar recientemente en la esfera digital. Otros han sido muy conocidos a nivel global, como el ciberacoso que sufrió Justine Sacco por una broma de mal gusto sobre el SIDA, África y el color de piel, que muestra las barreras invisibles que existen entre el mundo privado y el de las redes sociales. O el enfrentamiento que llevó a una discusión más global entre la marca de alimentos para niños Hero y la periodista Samanta Villar, a raíz de un tuit de esta última sobre su experiencia como madre. O el favorito de López Menacho, el de la marca de calzado Pompeii para afrontar un problema en la distribución de sus ventas, que en el análisis destila los valores del autor. En este sentido, el libro es un dechado de documentación, con numerosas referencias a enlaces que permiten entender el contexto de la situación y complementan las explicaciones de López Menacho.

¿Crees que debería leérmelo?
Pues desde una columna como esta, donde la percepción del mundo de la cultura se realiza en red, y que lleva por título enlaces, para enfatizar que la cultura actual se basa en los enlaces que la conectan con otros ámbitos, me parece imprescindible.
En este libro no encuentras únicamente controversia cibernética. También te topas con un sólido análisis del discurso en medios, no solo digitales, no solo en redes sociales, también en cabeceras periodísticas como El País. o magazines culturales como Jot Down y la polvareda que levantó un tuit de esta publicación sobre el asesinato del embajador ruso en Turquía. A ello cabe añadir las polémicas generadas por cadenas de TV como Cuatro o Telecinco.

¿Pero es tan magnífico como dices?
Bueno, cualquier lector encontrará puntos en los que no coincidirá, como suele pasar en estos casos. Yo creo que todos los ejemplos que trata resultan pertinentes y muestran el abanico de conflictos con los que alguien se puede encontrar en internet. Pero, por otro lado, me gustaría que tratara fenómenos como Cambridge Analytics o la emergencia de usuarios que hacen del odio su marca digital y, en vez de una crisis de reputación, lo que obtienen es un notable éxito de audiencia y público, como Donald Trump. Los cambios del futuro son muy volátiles. En una columna reciente, el catedrático de economía Antón Costas escribía sobre el hecho de que en este período histórico estamos asistiendo al fin de la aristocracia del dinero, una aristocracia que se posicionó tras el final de la Segunda Guerra Mundial y se acabó consolidando con el final de la Guerra Fría, con instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, cuando se impuso a los regímenes comunistas europeos. Internet es el lugar donde se están jugando la reputación para convertirse en la nueva aristocracia los distintos candidatos al poder futuro, como muy bien demuestran la figura y la obra de Steve Bannon, ex asesor de Trump, y el papel de las marcas ahí resulta fundamental. Por eso son tan necesarios los análisis de López Menacho para el futuro, más allá de la lectura de los profesionales del marketing. Espero que el autor siga investigando en adelante casos que relacionen estas controversias.

Pues gracias.
Las gracias, en todo caso, al autor, Espero que esta reseña sea la mitad de entretenida que la lectura del libro lo ha sido para mí.